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UNA NOVELA QUE COMIENZA

novela mala leche

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací,
cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás
puñetas estilo David Copperfield, pero a pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca
de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos en un lugar
de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme. Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro
cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas.
Para empezar mi historia bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María
Iribarne. Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó
la Violencia. Muchos años después, frente a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia, me
inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca la sombra terrible de Facundo.
¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se
publica mi primer libro, él me manda una carta:
Luz de mi vida, fuego de mis entrañas:
no sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da
vida y salud. Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti.
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.
Piramidal, funesta, de la tierra nacida sombra, al Cielo encaminaba. Alta en la tarde, altiva
y alabada, cruza el casto jardín y está en la exacta luz del instante irreversible y puro que nos
da este jardín y la alta imagen silenciosa. La veo aquí y ahora, pero a ella se le ve que algo
raro tiene, que no es una mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco años
cuanto más, una carita un poco de gata.
Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran
fortuna, necesita una esposa. Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario. Me la
llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido.
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a
noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno
que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este
propósito vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo,
quien hace tanta bulla y no deja testar las islas.
En esta isla, ha ocurrido un milagro: mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.”
A mí, tan luego, hablarme del finado. Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de
la maestría de Dios. Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida
real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. Había cierto libro alemán del que acertadamente
se decía que «er lasst sich nicht lesen», no se deja leer. Algunos secretos no se dejan desvelar. Hay
gente que muere de noche en su lecho, apretando las manos de confesores fantasmales y mirándoles
a los ojos con consternación; mueren con el corazón desesperanzado y la garganta convulsa a causa
del espanto de los misterios que nunca llegarán a ser revelados. De vez en cuando,
desgraciadamente, la conciencia del hombre porta una carga de un horror tan grande que sólo puede
acabar aligerándose en la tumba, de modo que la esencia de todo crimen queda sin divulgar.

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego. Aunque durante mucho
tiempo, me acosté temprano, A manece y ya está con los ojos abiertos.

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