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Pasaporte al paraíso

,
EloYse era una buena mujer de mucho ánimo, infatigable y
alegre como un atardecer de carnaval. A sus treinta años, te-
nía una hermosa familia de cuatro muchachos y otras tantas .
muchachas, radiantes de salud. Sus embarazos nunca le impi-
dieron darle duro al trabajo; ignoraba las molestias que en
otras mujeres acompañan ese estado. La mayor de sus hijas,
Florette, iba a cumplir nueve años y ya la ayudaba eficaz-
mente en la casa. Cuando-Élo1se iba al campo, se llevaba a su
último retoño de tres meses acostado en una cesta que cargaba
encima de la cabeza, bien encajada en un rodete de trapo.
Luego colocaba su carga bien a la vista, a la sombra, bajo la vi-
gilancia de.alguno de los mayorcitos requerido para esa tarea,
y acometía su labor.
La víspera, la zafra de caña había finalizado, así que aquel
día Éloise se puso a escardar su conuco. Canturreaba, como
siempre, una de esas tonadas que resurgían de su memoria,
rebotaban en sus labios y ponían ritmo en el azadón con el
que cortaba la yerba de raíz. Ella quería a su hombre, a sus
hijos saludables, a su choza limpia; tenía fuerza y coraje para
trabajar. Para ella, eso era la verdadera felicidad.
Eugénio por su parte, acababa de entregar a la fábrica De-
rousier la última carretada de su zafra de caña de azúcar. Aún
tendría que esperar varios días para poder cambiar por algu-
nos billetes el bono que le habían dado; apenas bastaría para
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saldar la deuda que le iban anotando en la tienda y para man-
t tener a su familia, pobremente, a la buena de Dios, hasta la
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próxima zafra. Se sentía cansado. A sus cuarenta años, tenía a EJ
sus espaldas treinta años de dura faena en el campo, y seguro (llJ
que el aguardiente de caña, ese líquido límpido del que abusaba, p,
algo tenía que ver con su estado de envejecimiento precoz. bí
Per~ él no lo sabía. Y, desde luego, su fatiga no era ningún im- le
pedrmento para su alegria de vivir. Su mujer le evitaba toda
preocupación doméstica, por lo organizada que era y el empeño e
que ponía en el trabajo. Él la quería mucho, pero cuando lepo- e
níai1. Uil ponche 1 por delante no dejaba de ser un hombre. Como t
ferviente discípulo del dios Tafia, había pedi~o, a ma~era de
testamento, que a la hora de dejar este mundo Elo1se pusiera un ·
harrilito del agua de fuego en su ataúd. .
Aquel día, al llegar a eso de las cinco de la tarde frente a la
cantina de doña Adelaide, Eugénio gritó «¡Oh oooh!» a su
yunta de becerros y saltó de su carreta para ir a echarse algu-
. nos tragos con sus compañeros habituales, antes de la cena.
Cena de.cuyo sabor no solía,acordarse por estar, para entonces,
tan borracho que se quedaba dormido, con los ojos abiertos y
fijos, encima de cualquier
. ..
m.qntón de piedra~~ro la desgra- ~
... .. ·.;.-~. ~

cia no anuncia su día: apenas sfle había dado tiempo de apu-


rar un primer trago cuando se produjo un altercado entre dos
antagonistas. Eugénio, quien se hallaba aún bien lúcido, con-
trariamente a los demás, intentó en vano calmar los ánimos.
La discordia iba creciendo, se fueron a las manos. El primer
golpe resultó mortal, un>botellazo como para romper un crá-
neo: Eugénio lo recibió en el suyo. Se desplomó sin un grito,
la vida se le fue en una última bpqueada, con un hilillo de
sangre·aromada de ron saliéndole de la boca ...
Los amigos de Eugénio le hicieron un velorio memorable,
bien rociado con su bebida predilecta ...
A1\ día siguiente, a primera hora, Éloise despachó a una
vecin~ y amiga junto al señor cura del burgo, para pedirle que
tu~vier! a bien venir y dar la bendición de cuerpo presente.

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1 Bebida hecha con ron, melaza de caña y limón u otra fruta.

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1aun 1a uavt para t1u.1a1.1 idl ]:Jalla1~u.
La vecina regresó con la respuesta del cura, tan solemne
como injusta: Eugénio, alcohólico notorio que vivía en con-
cubinato había fallecido sin confesarse. Y sin un acto de con. .
trición n~ había absolución 9 ni extremaunción9ni bendiciór1. ,
A Élo1se se le subió la sangre a la cabeza cuando se entero
de la noticia. Un velo jaspeado en el que dominaban el rojo Yel
negro le nubló la vista. Hasta perdió el habla por un rato$ Su~
hombre iba a achicharrarse en el infierno no por culpa de sus
pecados sino porque era un pobre negro. Los ricos békés de la
comarca mantenían a varias concubinas a la vista de todo el
mundo, su piel y su mirada tenían los reflejos verdosos del ajen-
jo que se tomaban como agua de coco, quedando consumidos
tan-rápido como los carreteros con el ron blanco; y sin embar-
go; ~uando moría alguno de ellos, le organizaban grandiosas
exequias. Todo el clero en traje de ceremonia precedía el coche
fúnebre con cruces y ciriales. Se celebraban misas en latín
durante varios meses para el descanso , de su alma ...
. Ante el profundo desánimo de Eloise~ la vecina Eunice se
acordó de un forastero recién llegado de Asia. En el mercado
se decía que él tenía poderes para fabricar amuletos que eran
pasaportes al paraíso. Bastaba colocar el amuleto en el pecho
del difunto para asegurarle la subida al cielo. Éloise estaba dis-
puesta a intentar cualquier cosa con tal de salvar el alma de su
hombre, aunque a cambio tuviera que vender la suya al dia-
blo. ~~tregó a ~unice su bien ~ás preciado, una sortija que
E~~e?1o le ha?1a r:galado el dla en que ambos se pusieron a
v1v1r Juntos, diez anos atrás.
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Ella no tenía recursos para hacer funerales de primera o segun-
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da clase, ni siquiera de tercera. No obstante, siendo creyente,
para ella era muy importante que los restos m ortales reci-
bieran la bendición y que el cura rezara una de sus plegarias en
latín, la llave para entrar al paraíso.
La vecina regresó con la respuesta del cura, tan solemne
como injusta: Eugénio, alcohólico notorio que vivía en con-
cubinato, había fallecido sin confesarse. Y sin un acto de con-
trición, no había absolución, ni extremaunción, ni bendición.
l A Elo1se se le subió la sangre a la cabeza cuando se enteró
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de la noticia. Un velo jaspeado en el que dominaban el rojo y el
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negro le nubló la vista. Hasta perdió el habla por un rato. Su
t·. hombre iba a achicharrarse en el infierno no por culpa de sus
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pecados sino porque era un pobre negro. Los ricos békés de la
comarca mantenían a varias concubinas a la vista de todo el
mundo, su piel y su mirada tenían los reflejos verdosos del ajen=
jo que se tomaban como agua de coco, quedando consumidos
tan rápido como los carreteros con el ron blanco; y sin embar-
go, cuando moría alguno de ellos, le organizaban grandiosas
exequias. Todo el clero en traje de ceremonia precedía el coche
fúnebre con cruces y ciriales. Se celebraban misas en latín
durante varios meses para el descanso , de su alma ...
. Ante el profundo·desánimo de Eloise, la vecina Eunice se
acordó de un forastero recién llegado de Asia. En el mercado
se decía que él tenía poderes para fabricar amuletos que eran
pasaportes al paraíso. Bastaba colocar el amuleto, en el pecho
del difunto para asegurarle la subida al cielo. Eloise estaba dis-
puesta a intentar cualquier cosa con tal de salvar el alma de su
hombre, aunque a cambio tuviera que vender la suya al dia-
blo. Entregó a Eunice su bien más preciado, una sortija que
Eugénio le había regalado el día en que ambos se pusieron a
vivir juntos, diez años atrás.
Eunice se fue en busca del mago, y una hora después trajo
1' 1' •
dos mujeres era lo·mismo. Élo1se besó el pergamino sagrado~ St
entregándole su amor para ser llevado junto con el amado. islas ,
Lo colocó en el pecho de Eugénio, debajo de la única camisa aumt
blanca que él había poseído en toda su vida. Entonces, con el tes ir
alivio del deber cumplido, ella se sintió casi feliz. El alma de yan¡;
Eugénio echaría a volar hacia los cielos a pesar del cura, y el día E
en que ella también se fuera, se encontraría con él allá arriba ... yenc1
Una semaria después del entierro, todos los-habitantes de la seu-
pequeña comuna de Grand-Font-de-Sainte-Agnes se entera-
ron, consternados, de que el vendedor de boletos al más allá
había sido arrestado por -los gendarmes que lo acusaban de
defraudación. Una palabra que nadie conocía y que costaba
mucho pronunciar, algo así como: deflaudación, defadación,
defatación, defraución. Lo cierto es que un alto funcionario lle-
gó de la ciudad e interrogó al hombre acerca de sus artes. No se
le había ocurrido que para establecer el delito había que de-
mostrar que la mercancía vendida, en este caso los talismanes,
era ineficaz. Cosa que nadie podía demostrar, pues ningún
muerto había regresado para quejarse de que las puertas del
cielo se le quedaran cerradas. Así que,. a falta de alguna prueba
tangible, no había ningún hecho delictivo y se vio obligado
a spltar al acusado. Todo el pueblo llano aplaudió con ganas. El
fottastero se puso a trabajar sin descanso para que todos los ha~
bitan.tes del burgo tuvieran listo su salvoconducto celestial a la
hora de la despedida. Aquellos .que de día clamaban a voces '
que no creían en nada de eso, al caer la noche se iban a escon- t
didas; rozando las empalizadas,.a comprar su amuleto por si
acaso. Hasta el brujo del" pueblo, tras invocar a los dioses de
África, pensó que sería bueno adquirir discretamente ese segu- t
ro adicional para conseguir un ,buen puesto en .el velero del
gran retomo a Guinea2• t

2 ~os descendientes de.africanos creían que, al morir, sus almas cruzaban el ·


océano para regresar a África. · ·

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Ldo; l Según las últimas noticias, se dice que nuestro Merlín de las
.do. islas está mezclando sangre de cordero con la tinta china para
nsa · 1 aumentar la eficacia del divino pase. Y que los únicos habitan-
1 el tes irreductibles son los miembros del clero porque, claro está,
de
día 1 ' ya nadie va a pedirles que celebren misas de réquiem.
El camino al cielo accesible para todos, y los pecados ca-

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l yendo en desuso ... Hay que ver en qué insondables honduras
se inspira la imaginación del hombre ...
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