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En la senda de la justicia está la vida. Poner ante los ojos los frutos de la vida
virtuosa, se convierte en estímulo para cultivar la virtud. Esta senda de la justicia, de
la que habla el autor sagrado, comprende en sí misma la probidad, la equidad, es
decir, la práctica de todas las virtudes y huida de todos los vicios, y requiere
disciplina y corrección. En los tiempos entornantes a la elaboración del texto, los
hombres pensaban que todas las obras humanas tienen su retribución en esta tierra,
los buenos recibirían un premio, y por consiguiente, los malos un castigo.
La rectitud que implica practicar la justicia para alcanzar la vida, supera ésta
limitada forma del pensamiento humano. La verdadera justicia, Cristo la enseña con
su ejemplo, y Pablo comprendiéndola la explica en su Carta a los romanos:
“independientemente de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios de la que
hablaron la ley y los profetas. Se trata de la justicia que Dios, mediante la fe en
Jesucristo, otorga a todos los que creen –pues no hay diferencia; todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios-. Éstos son justificados por Él gratuitamente, en
virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (3,21-24).
Pablo dirige también una exhortación a los cristianos de su tiempo, y a los de hoy,
para que vivan religiosamente, “porque se ha manifestado la gracia salvadora de
Dios a todos los hombres, que nos enseña a que renunciemos a la impiedad y a las
pasiones mundanas, y vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo
presente” Tt 2,11-12. El autor sapiencial, afirma con certeza que el camino de la
impiedad lleva a la muerte. Lo antagónico a la vida piadosa es transitar los caminos
de este mundo sin la conciencia de hijos de Dios, esta realidad nos arrebata la vida,
puesto que perdemos el horizonte, avanzamos confiados en nuestras solas y
limitadas fuerzas, queriendo moldear la justicia a criterios humanos.