Nuestra protagonista contaba dieciséis cuando encarnó la
historia que voy a contar. Antes que nada debo decir que este libro nació del amor, del mío hacia ella, pues de no haberme enamorado de su perfecta figura angelical no me hubiese tomado la molestia de investigar sobre ella y posiblemente este libro no existiría.
¡Clara, Clarita, mi hermosa Clara! Me hizo escribir un
montón de poemas, los cuales nunca le di porque no me atreví en todo el tiempo que estuvimos tan cerca, cuando me pasaba frente y me dejaba idiotizado con el zarandeo de su cabello ondulado color marrón, su perfume de catálogo, esa espalda siempre descubierta con una división perfectamente detallada y sus glúteos –cosa que ningún hombre en su cinco sentidos pudiese pasar por alto- perfectamente acomodados por el pantalón apretado, a decirle cosa alguna, ni siquiera un saludo, aun cuando hubo de insinuármelo en varias ocasiones. Por la sencilla razón de que no me interesaba hablarle, amar puede quedar reducido a la más pura contemplación de la cosa amada, amar no implica intentar estar con la cosa amada, y eso hice yo: la amé. Pero amaba solo su apariencia, su fenómeno, todo el conjunto de figuras geométricas que conformaban el todo inconfundible de su belleza, porque al fin y al cabo la belleza del cuerpo es pura geometría, nada más y nada menos que ángulos, unos más grandes, otros más pequeños. Hubiera sido una absoluta pérdida de tiempo intentar hablar con una muchacha cuya conciencia encontrábase, típico en aquella edad, obnubilada por el mar de los placeres sensuales, por la engañifa de las pieles y los mundos en que habitan los jóvenes de su edad. En otras palabras, no había nada en ella, aparte de su cuerpo, que me interesara, ¡por Dios!, no podía esperar que me explicase la deducción trascendental de las categorías de Kant, era muy injusto privarla llevándola conmigo, de la vida alegre, distraída y poco seria a la que estaba acostumbrada, y digo poco seria no porque fuera irresponsable, sino por carecer todavía de planes, o por lo menos así la veía yo. Prejuicio, señores, se llama ¡PREJUICIO! Y cuán arrepentido me siento de haberme dejado guiar del prejuicio.
De cualquier forma, la conocí, sin cruzar una sola palabra,
supe más de su vida de lo que cualquiera hubiera podido saber jamás. Yo tuve acceso a secretos nunca revelados, enigmas, misterios, me enteré de que su vida no era Clara como su nombre, sin embargo el brillo con que los dioses adornaron su piel, hacía lo posible por soslayar las malas vibras, por mostrar una Clara distinta al mundo, la falsa Clara, o mejor, la nueva Clara, la que rehízo su vida. Cuando la vi por primera vez su padre llevaba dos años en prisión de los veinticuatro que le adjudicaron por asesinar a dos individuos, y la razón es mucho más perturbadora…
Ahora, después de varios años de escrita, hago este prólogo
definitivo, para esta mi primera novela, la cual no corrió con la suerte de ser un éxito como acaso le pasó a García Márquez. Es un texto sencillo, simple, por ser el primero es inmaduro, pero así debe permanecer, y es por eso que ahora, dos años después de escrita y teniendo más facultades de corregirla, decido mantenerla tal cual como quedó, añadiendo no más este breve prólogo que muestro al lector. Con el fin de demostrar la evolución de la calidad narrativa, decido conservar el texto con la inexperiencia que caracteriza su esencia, la cual perdería de corrección en corrección