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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Nicolás SHUMWAY.
La Invención de la Argentina. Historia de una idea.
Buenos Aires, Emecé, 1993.

Los rivadavianos
Los rivadavianos fueron un grupo de unitarios porteños reunidos alrededor de la
figura de Bernardino Rivadavia, un morenista a quien vimos ya como secretario
del Triunvirato de 1811. Durante la década de 1820 dirigió un fugaz gobierno que
anticipó virtualmente todas las posturas de las clases liberales y educadas en la
Argentina. Los rivadavianos no estuvieron en el poder el tiempo suficiente como
para hacer cambios estructurales durables en el país. Aun así, Rivadavia dejó su
marca en las instituciones sociales, las aspiraciones culturales y el estilo de
gobierno, marca que sigue actuando en primer plano entre las ficciones
conductoras del liberalismo argentino.

De hecho, ningún elemento de la sociedad (ejército, educación, literatura,


música, arte, jurisprudencia, medicina, política, economía, religión) salió
indemne de la visión administrativa de Rivadavia. Lo más elogiable en el legado
rivadaviano fueron sus aspiraciones culturales y educativas. Mucho menos
admirable es el elitismo de su política. Y menos aún su política económica, que
endeudó a la nación, concentró el poder en manos de la oligarquía terrateniente,
y le permitió a Gran Bretaña ahogar un auténtico desarrollo económico con mano
tan firme como había podido hacerlo España en tiempos coloniales, o más. Los
hechos que llevaron al acceso de Rivadavia al poder, su trabajo por la
organización del país, sus posiciones frente a otros argentinos y latinoamericanos,
su derrota y exilio: he ahí los temas de este capítulo.

La experiencia rivadaviana comienza en el caótico año de 1820. Los planes de


confederación articulados en el Congreso de Tucumán apenas cuatro años atrás
yacían hechos pedazos. El interior del país estaba virtualmente controlado por los
caudillos sus ejércitos gauchos. El cabildo de Buenos Aires estaba dividido por
enemistades: que enfrentaban a unitarios contra federales centralistas contra
autonomistas, conservadores contra liberales, al clero “jacobino” contra la
Iglesia.

Después de meses de virtual anarquía, el cabildo de Buenos Aires eligió al general


Martín Rodríguez como gobernador, puesto que conservó durante cuatro años.
Tomás de Iriarte, un contemporáneo que dejó varios volúmenes de
extraordinarias memorias, consideraba a Martín Rodríguez “un hombre vulgar, un
gaucho astuto... que tuvo buena elección de ministros, y fue dócil para dejarse
gobernar” (Iriarte, Memorias, III, p. 20). Sea verdadero o no la caracterización de
Iriarte, Martín Rodríguez hizo buen papel. Además, como federalista decidido a
incluir a unitarios en su gobierno, dio una nota conciliatoria muy rara en la
política de ese momento. Heredó asimismo la perenne responsabilidad de formar
un congreso constituyente para que redactara otra constitución que pudiera ser
ratificada por todas las provincias. La prensa de la época suele referirse a este
comité como el Congreso Nacional, aunque no tenía autoridad legislativa.
Gobernante más de título que en los hechos, Rodríguez se apoyaba casi
completamente en Bernardino Rivadavia, su ministro de Gobierno y Asuntos
Exteriores, que inició una serie de reformas que en gran medida en sirvieron
como marco a las aspiraciones liberales inclusive en el siglo XX.

De hecho, aunque no encabezó el gobierno de Buenos Aires hasta 1826, Rivadavia


oscureció tanto a Martín Rodríguez que el gobernador suele ser mencionado como
nota al pie de su ministro. Rivadavia un hombre poco atractivo, ingresó a la
política de poco después de la caída de la Primera Junta, en 1810. A partir de la
1814 viajó extensamente por Europa representando a sucesivos gobiernos
argentinos en cuestiones que iban desde encontrar un príncipe coronado
adecuado para gobernar la Argentina, hasta empezar y no terminar nunca una
traducción de la Théorie des peines et des récompenses de Bentham (Piccirilli,
Rivadavia y su tiempo, II, pp. 11-27). En Europa, admiró el sistema político inglés,
se enamoró del utilitarismo de Jeremy Bentham, mantuvo correspondencia con el
pensador inglés (Piccirilli, pp. 427-444) y adquirió los gustos refinados y las
pretensiones de un dandi francés. En 1821 fue llamado de vuelta para servir como
ministro de Rodríguez; en 1825, bajo la administración del sucesor de Rodríguez,
Las Heras, fue a Inglaterra en otra misión, ésta más breve, y en 1826 el Congreso
Nacional lo eligió Presidente de las Provincias Unidas, puesto que ocupó hasta que
fue expulsado por la fuerza en 1827. Aunque supuestamente dedicado a la
creación de una república democrática, Rivadavia mostró desde temprano una
fuerte inclinación antipopular, así como una debilidad por los decretos
formulados en consulta sólo con sus principios privados. Entre 1821 y 1827 es la
presencia dominante en la vida política cultural e intelectual porteña, periodo
que algunos historiadores argentinos simpatizantes han llamado La Feliz
Experiencia.

La Feliz Experiencia fue resultado de la concurrencia afortunada de cuatro


ingredientes necesarios para la alta cultura: prosperidad de una clase alta
emergente con tiempo para el ocio, paz y una fascinación con los usos de la
aristocracia europea. La prosperidad hacia 1820 ya era un hecho de la vida
porteña gracias en gran medida al apetito insaciable de Europa por los cueros y
las carnes saladas. Además, dentro de la provincia, los comerciantes de la ciudad
adquirieron más y más tierras mientras los terratenientes se dedicaban cada vez
más a los negocios urbanos; de esta unión de clase terrateniente y comerciante
nació la oligarquía argentina cuyos apellidos dominarían gran parte de la historia
argentina (Sebreli, Apogeo, pp. 111-142).

La paz fue resultado de un alto momentáneo en la guerra con el Brasil (los


portugueses que retenían Montevideo) y el Tratado del Pilar que por breve lapso
les dio a los porteños un respiro en la tarea de forzar a las provincias rebeldes a
sometérseles. Las mismas hostilidades entre los caudillos Ramírez y López iban a
favorecer a Buenos Aires. Ramírez aspiraba a volverse el nuevo Artigas. López
resistía y al fin en 1821 derrotó y ejecutó al desdichado Ramírez. La derrota de
éste debilitó la alianza federalista a tal grado que Buenos Aires no sólo se olvidó
del Tratado del Pilar sino que bloqueó el Paraná como medio de controlar el
comercio del interior.

Por mucho que las provincias lamentaran estas medidas, sus propias divisiones les
hacían imposible una resistencia unida a Buenos Aires. Mientras tanto, Buenos
Aires aumentaba su contacto con viajeros europeos comerciantes y científicos.
Tanto Humbolt como Darwin pasaron algún tiempo en la Argentina. Mediante
viajes por el extranjero, los hijos de la oligarquía emergente se familiarizaron con
las costumbres europeas; a menudo al punto de sentirse más extranjeros en la
Argentina que en Europa.

Quien catalizó estos ingredientes de paz, prosperidad y Alta Cultura en La Feliz


Experiencia fue Bernardino Rivadavia. Con inmensa energía, Rivadavia se lanzó a
la tarea de organizar la 1827 sociedad que soñaba, un reflejo de la civilización
occidental, ejemplifica por la cultura europea en las Américas, París de las
pampas. Su sueño sigue dando forma al liberalismo argentino, y ningún catálogo
de las ficciones orientadoras del país está completo sin él. Pero curiosamente, no
dejó escritos importantes, más allá de las cartas obligadas, las declaraciones pro
forma y los documentos oficiales. Como lo observa su principal biógrafo, Ricardo
Piccirrilli: “Jamás los menesteres de la pluma, constituyeron para él ni el atisbo
de un nada menudo goce” (Piccirilli, II, p. 16). Su único texto es su trabajo y su
recuerdo

Una de las primeras reformas de Rivadavia consistió en desmilitarizar la provincia


de Buenos Aires, maniobra necesaria en vista de los miles de oficiales sin empleo
y reclutas pobres que ya sin necesidad de combatir ni a los españoles ni a las
provincias, eran considerados una fuerza política potencialmente peligrosa. Para
volver impotente a esta fuerza, se forzó al retiro a todo el personal tanto militar
como gubernamental. Más aun, como lo explica el ministro de Finanzas Manuel
José García, las pensiones fueron deliberadamente ridículas para alentar a la
independencia a hombres habituados a un sueldo fijo que “temblaban de verse
solos en el camino de la vida, entregadas a su propia industria. Así crecía y se
propagaba esa funesta manía de empleados” (citado en Halperín, desde la
Revolución y guerra, p. 357).

Un ex militar que se sintió estafado con las nuevas pensiones fue el ex presidente
y proceder la Independencia Cornelio Saavedra, quien en sus memorias recuerda
con amargura cómo fue gracias a la herencia de su esposa que pudo mantener a
flote la familia (Saavedra, Autobiografía, I, pp. 82-85). En un decreto Tratado el
17 de septiembre de 1821, los desempleados, muchos de ellos ex soldados
gauchos, son definidos como “delincuentes dolosos de mendicidad”, y eran
enviados a la cárcel o forzados a trabajar en obras públicas (citado en Halperín
Donghi, p. 350). Al mismo tiempo, a pesar de una aparente escasez de mano de
obra en la economía de crecimiento, el gobierno puso techos a los salarios
pagados a los obreros comunes, muchos de ellos soldados de vuelta a la vida civil,
para asegurar de ese modo “la dependencia del trabajo del día” (citado en
Halperín Donghi, p. 358).

Evidentemente, la supuesta adhesión del gobierno de Rodríguez a la ortodoxia


liberal no llegaba a tanto como para dejar que los salarios buscaran su propio
nivel; al contrario, los empleadores a quienes se sorprendía pagando más de lo
que permitía el gobierno eran multados. Bajo el liberalismo rivadaviano, “son
ellas mismas (las clases populares) las que deben mejorar su suerte, usando para
ello los instrumentos que la economía les proporciona” (Halperín Donghi, p. 352).
Esto significa un importante alejamiento del interés paternalista y protector
hacia el pobre exhibido por los gobiernos coloniales, influidos por Iglesia, en sus
mejores momentos, así como caudillos como Artigas. De hecho, dadas las
posiciones rivadavianas hacia clase obrera, no puede sorprender que los pobres
prefirieran a los caudillos.

Además de la reforma militar, la Feliz Experiencia es historia de varias


instituciones notables, todas modeladas según que había visto Rivadavia en
Europa. La primera fue la Universidad de Buenos Aires, fundada en 1821 con el
padre Antonio Sáenz, un cura liberal que había actuado en política desde 1806,
como primer rector. La Universidad estaba dividida en seis escuelas facultades,
consistentes de estudios preparatorios, ciencias exactas, medicina, derecho,
ciencias teológicas y educación elemental. Para formar el claustro de profesores
Rivadavia los importó de Europa en especial de Inglaterra, y puso énfasis en la
enseñanza de la matemáticas y la ciencia, materias muy descuidadas en la
educación escolástica de las generaciones anteriores. También importó un
laboratorio de química, que incluía un inglés para manejarlo.

Como la Universidad estaba pensada principalmente para la provincia Buenos


Aires, en 1823 Rivadavia fundó el Colegio de Ciencia Morales, expresamente para
jóvenes provincianos que eran seleccionados mediante examen para recibir becas
de estudio. El Colegio reunió por primera vez a un grupo de adolescentes que
catorce años que después formarían la Generación de 1837, posiblemente el
grupo intelectuales más distinguido era la historia argentina y del hablaremos en
el capítulo siguiente. Entre los hombres notables que estudiaron en el Colegio
debe mencionarse a Miguel Cané, ensayista y novelista; Juan María Gutiérrez,
crítico y novelista; Esteban Echeverría, poeta y ensayista del que hablaremos
ampliamente en el capítulo siguiente; Juan Bautista Alberdi, ensayista de
especial percepción y claridad que contribuyó inmensamente a la primera
Constitución efectiva de la Argentina, y a quien examinaremos en los capítulos
posteriores, y Vicente Fidel López, autor de la clásica Historia de la República
Argentina. La historia del Colegio fue escrita más tarde por uno de sus
estudiantes, Juan María Gutiérrez en “Origen y desarrollo de la enseñanza
pública superior en Buenos Aires”.

Rivadavia no se detuvo en el Colegio. Pensando que no todos los jóvenes


argentinos podrían educarse en Buenos Aires, envió jóvenes porteños brillantes a
enseñar en el interior, en un amplio programa que en la atrasada provincia de San
Juan ayudó a formar a Domingo Faustino Sarmiento, futuro presidente y escritor
cuya importancia como creador de ficciones orientadoras se hará evidente en
capítulos posteriores.

Tres diferencias fundamentales separaban las escuelas fundadas por los


rivadavianos de sus precursoras coloniales. Primero, aunque algunos de los
maestros eran curas, las escuelas no estaban bajo el control de las órdenes
monásticas tradicionalmente encargadas de la educación. Segundo, siguiendo la
guía de los utilitarios ingleses que tanto admiraba, Rivadavia insistió en que los
jóvenes argentinos aprendieran oficios útiles, con énfasis en las ciencias
matemáticas y físicas y por último, los anuncios de becas gratuitas del Colegio
aseguraban a los padres que quedaba “proscripto enteramente de los colegios de
estudios el sistema de degradar a la juventud por medio de las correcciones más
crueles” y se aseguraba que los estudiante “no encontraran allí verdugos por
preceptores, sino antes bien, quienes a la vez ejerzan para con ellos los buenos
oficios de maestros, de consejeros y amigos” (citado en Piccirilli, p. 41). Pese a
esta preocupación por los estudiantes, uno de los más distinguidos graduados del
Colegio, Juan Bautista Alberdi, escribió en su autobiografía que al comienzo la
disciplina le resultó intolerable, a tal punto que su hermano mayor, viendo sus
“sufrimientos”, lo sacó del Colegio durante un año (Escritos póstumos, XV, p.
274). Pero tras ese año volvió, y llegó a ser uno de los pensadores políticos más
distinguidos de su generación.

Gracias a la importancia dada por el gobierno a la educación, la Buenos Aires de


Rivadavia se volvió una ciudad de lectores y discusiones intelectuales. Las veladas
literarias dedicadas a las tendencias más recientes de Europa florecieron en la
ciudad, y Vicente Fidel López describe así una de ellas: Unas veces los
concurrentes, damas y caballeros, formaban un grupo en torno de don Tomás de
Luca, eximio lector, para oír lo que decía el último folleto de Mr. de Pradt en
favor de América contra España y la Santa Alianza; otras, eran Benjamin Constant
o Bentham, en pro de la libertad y del sistema representativo. Mr. Bompland, con
su frac azul, su blanco corbatón y su chaleco amarillo, después de haber
acomodado su paraguas en un rincón... era rodeado al momento como el
festejado iniciador de las bellezas de nuestra historia natural.

Cada noche encantaba a sus oyentes, hablándoles de alguna hierba nueva, de


alguna planta utilizable o preciosa que ha descubierto en las exploraciones de la
mañana. Y a la amenísima lección seguía otras veces una conferencia de física
recreativa con experimentos y prestidigitación que otro sabio, Mr. Lozier
acordaba por amable condescendencia a los ruegos que allí le hacían... Además
de estos atractivos, o mejor dicho, a causa de ellos, seguíase en el salón de Luca
la moda tan acreditada y tan deliciosa entonces en los salones europeos, de
acoger con exquisito gusto, y de compensar con aplausos, la declamación de los
trozos dramáticos o literarios de mayor boga en el día (Historia, IX, p. 39).

Lo que más llama la atención aquí es el retrato que hace López de una sociedad
obsesionada con actualizar a la Argentina, con mantener un nivel intelectual y
artístico en este puesto de avanza de la cultura occidental, a la par de Europa. El
presupuesto de estas veladas era la creencia de que la cultura era un producto
que debía ser importado.

En 1822, la abundancia de salones literarios llevó a Rivadavia a apoyar la creación


de la Sociedad Literaria de Buenos Aires, organización cuasi oficial que habían
anticipado la Sociedad patriótica morenista y la Sociedad del Buen Gusto en el
Teatro, algunos años atrás. Organizada bajo la dirección de Julián Segundo de
Agüero, cura liberal porteño, la Sociedad estuvo completa inicialmente por doce
y después por veinticuatro miembros. Su objetivo, tal como quedó indicado en el
primer comunicado, dar “a las naciones extranjeras un conocimiento del estado
país y sus adelantamientos, y que fomentase la ilustración y organizase la
opinión” (citado en Piccirilli, p. 57).

En una palabra la Sociedad se daba la misión de civilizar las pampas y a la vez


informar a otras naciones que la civilización había echado raíces en la Argentina.
Para lograr estos fines, el 22 de enero de 1822 la Sociedad fundó El Argos de
Buenos Aires, que pasó de bimensual a bisemanal. Bajo la dirección de la
Sociedad, El Argos se publicó hasta el 3 de diciembre de 1825, cuando, por
motivos que los editores no dieron a conocer, el gobierno de Juan Gregorio de Las
Heras, el sucesor de Rodríguez, ya no permitió que el diario siguiera
imprimiéndose en las prensas del gobierno (El Argos, 3 de diciembre de 1825,
421).

El Argos, cuyo nombre hace alusión al ojo vigilante, sirve como temprano
prototipo del periodismo liberal porteño en general urbano, con la mira puesta en
la información internacional, austero sin carecer de estilo, informado, siempre
del lado del elitismo intelectual, firme en su lealtad a las causas liberales,
desdeñoso de las clases y cultura populares, y severo en su crítica del gusto. De
hecho, no puedo leer el Argos sin pensar en la revista Sur de Victoria Ocampo,
que inició su publicación en 1931 y que, en palabras que usa John King en su
magnífica historia de la revista, “vio que su papel era civilizar a una minoría en
el caos de la pampa literario e ideológico” (King, Sur, p. 56). La descripción que
hace King de Sur podría perfectamente aplicarse a EI Argos de la Sociedad
Literaria de 1822.

Cada número de El Argos traía un amplio panorama de las noticias del mundo y
América, política local, y la naciente alta Cultura de Buenos Aires. Dadas las
distancias que debían viajar la avanzada noticias, la sección internacional por lo
común estaba tres o cuatro meses atrasada, y pese a los intentos por atraer
corresponsables extranjeros, por lo general consistía en material tomado de
periódicos americanos, ingleses, franceses y españoles. Además, aunque en este
momento las Provincias Unidas del Río de la Plata sólo estaban unidas en el
nombre, El Argos se hacia un deber de imprimir noticias de todas las regiones del
interior, promoviendo de ese modo la ficción de que, pese a la desunión política,
la Argentina estaba unificada en el espíritu.

No obstante ese interés en las provincias, El Argos nunca perdió su localismo


porteño. Por ejemplo, en una columna que celebra el décimo tercer aniversario
de la Revolución de Mayo, un autor anónimo pregunta: “¿Qué era la América del
Sud antes que Buenos Ayres levantase su frente atrevida en este día, e hiciese
resonar el trueno elocuente de su voz?”. “Una mazmorra de esclavos condenada a
gemir bajo el látigo de su Señor... ¿Y qué es el presente? Una nación heroica de
hombres libres... que ha humillado a su vez a los mismos que la humillaron” (28
de mayo 1823, 178). Así se agradecía a caudillos provinciales como Güemes y
Artigas, que tanto hicieron por expulsar a los españoles. En otro rito de
autocongratulación. El Argos informaba que “Buenos Ayres goza de una grande
reputación (en Inglaterra)... por la que ha creado en los últimos cinco años y los
principios de ilustración que ellas han difundido...

Este conjunto de circunstancias ha hecho crecer la opinión del país a términos


que podemos gloriamos de haber merecido las primeras consideraciones de la
nación más libre y más poderosa de la Europa” (3 de agosto de 1825, 261). Pero
no contentos con felicitarse por su buena suerte los editores de El Argos en el
número siguiente escriben que, recibido la última reválida de la prensa
londinense, “deben volver nuestra consideración al estado actual de las
provincias necesidad que ellas sienten en todo sentido de ocurrir para promover
su prosperidad particular por los mismos medios, entonces atribuimos a la de la
Provincia de Buenos Ayres” (5 de agosto de 1825, 265). La ficción reflejada en
estas palabras, de Buenos Aires como ejemplo, civilizadora y preceptora del
contingente sobrevive en la altivez del porteño, tanto como sigue ofendiendo los
provincianos argentinos y a los vecinos latinoamericanos.

Un ejemplo: en septiembre de 1825, varios representantes del Alto Perú, ahora


Bolivia, se reunieron en La Plata, ahora Sucre, para formular oficialmente su
deseo de formar una Nación independiente de Buenos Aires. La declaración
boliviana era más ritual que real dado que Buenos Aires, preocupada con los
portugueses en la Banda Oriental, los indios, y sus interminables conflictos
internos, había mostrado poca oposición a la independencia de Bolivia. De todos
modos, El Argos no pudo resistir a la tentación de aconsejar a sus vecinos respeto
a la genuina senda de la libertad.

Es quizás que cualquiera opinión que a este, salga de Buenos Ayres, llevar en los
demás pueblos contra sí la prevención desfavorable, del deseo de dominar, que
se nos imputa; pero cualesquiera que hayan sido las razones en que funda este
temor general, que siempre ha sido injusto, ellas no pueden tener lugar desde
que se han proclamado y adoptado los principios liberales sobre que están
montadas nuestras instituciones sociales... Reunir en un sólo Estado por
heterogéneas, sólo es poner un impedimento al establecimiento de leyes
benéficas: privar a unos de los bienes de la civilización porque su goce es aun
prematuro para los otros, y en fin retener la celeridad de la marcha que podían
emprender por sí algunas provincias por ligarlas a la lentitud de otras. No
tenemos embarazo en asegurar que tal es el caso de las Provincias Unidas con
respecto al Alto Perú; porque para conocerlo basta la consideración de que las
primeras han vivido quince años el entusiasmo de la libertad y las luces, mientras
las segundas han estado dominadas por el despotismo más irracional (14 de
septiembre de 1825, 315).
Tres puntos merecen atención aquí. Primero, para los editores del periódico y por
extensión para muchos liberales porteños, las acusaciones de hegemonía porteña
son infundadas; antes bien resultan del hecho de que los acusadores viven en un
estado primitivo desprovisto de las instituciones sociales que elevan a Buenos
Aires por encima de sus vecinos. Segundo, Buenos Aires decidió no protestar por
la independencia del Alto Perú ya que “ligar a algunas provincias a la lentitud de
otras” no haría más que impedir el progreso de la Argentina; en suma, porqué
molestarse por Bolivianos, cuando esa región atrasada no sería más que una carga
para Buenos Aires. Y por último, la corrección del camino elegido por las
Provincias Unidas es visible en que “han vivido quince años en el entusiasmo de la
libertad y las luces”. Esta arrogante afirmación ignora quince años de
caudillismo, guerra civil, fragmentación y golpes y contragolpes de los porteños.
Es Innecesario decir que el entusiasmo que muestra Buenos Aires por sí misma no
impidió a los bolivianos llevar a cabo su secesión.

El Argos también se esforzó por corregir la “barbarie” donde quiera que la


encontrara, sobre todo en la cultura popular. Por ejemplo, las fiestas de Carnaval
que preceden a la Pascua eran deploradas como un momento en que “las
personas más distinguidas entregadas a este juego, que llamamos bárbaro,
parecen haber perdido entonces su razón, y las vemos confundidas con la plebe
más grosera... Esperamos, pues, que las personas cultas de Buenos Ayres
contribuyan con su ejemplo a que se olvide una diversión, que debe mirarse como
un resto de barbarie, sustituyéndole otros placeres en que reinen el buen gusto,
el orden y la delicadeza con que debe distinguirse un pueblo que ha emprendido
la grande obra de su civilización” (9 de febrero de 1822, 28). Una semana
después, terminado el Carnaval, los mismos buenos editores lamentaban que sus
consejos no hubieran sido atendidos y que el Carnaval hubiera “capaz de poner en
duda nuestra civilización a la vista de los extranjeros”.

Especialmente ofensiva era la práctica de llenar con agua un cascarón de huevo


vacío, para arrojarlo a alguna víctima desprevenida “sin que les valgan el traje ni
el carácter que revisten”. El artículo termina expresando el temor de que si “a
pesar de cuantos decimos, salieren burladas nuestras esperanzas, tendremos el
dolor de concluir, que aún hay entre nosotros mucha gente profana, que no
puede entrar al templo del buen gusto” (13 de febrero de 1822, 36). Como
veremos en el capítulo siguiente, las palabras en el periódico para describir el
conflicto (civilización-barbarie), se volverían uno de los gritos de batalla del
liberalismo argentino. Autores posteriores, en especial Domingo F. Sarmiento
popularizarían los términos, pero sin necesidad de inventarlos estaban en el
discurso político argentino, al menos en la época de Rivadavia.

La Sociedad Literaria también fundó una revista, La Abeja Argentina, “dedicada a


objetos políticos, científicos y contendrá además: traducciones selectas; los
descubrimientos recientes de los pueblos civilizados; las observaciones
metereológicas del País; las medidas sobre la constitución de los años,
estaciones, y un resumen de las enfermedades de cada mes, un semanario de los
adelantamientos de la provincia” (de Buenos Aires) (Actas de la Sociedad, citado
en Piccirilli, p. 62). Un número prototípico incluye un airado manifiesto sobre
derechos políticos en el Brasil, una meditación sobre la naturaleza de la
autoridad con numerosas citas de autores iluministas, un discurso poético sobre la
relación entre ciencia y arte, otra vez con extensas referencias a pensadores
europeos, una lección de química “tal como fue con Londres por el celebrado Sir
Humphrey Davy”, y un artículo sobre plagas recientes en la provincia (La Abeja,
15 de septiembre de 1822).

La Abeja sobrevivió sólo unos pocos meses, en parte por falta de fondos, mala
circulación y desacuerdos entre los editores de la Sociedad Literaria. De hecho,
en una ocasión Núñez se quejó que “se habían publicado dos o tres números de La
Abeja sin que la Sociedad hubiese revisado y aprobado los materiales”, sugiere
que la Sociedad Literaria mantenía un poder de veto sobre lo que hicieran los
editores (citado en Piccirilli, p. 64). El conflicto entre la Sociedad Literaria y La
Abeja también puede haber sido porque el editor de la revista era Manuel
Moreno, hermano de Mariano cuyas crecientes inclinaciones federalistas lo ponían
en posición equívoca ante los rivadavianos. Pero aun a despecho de conflictos
locales, La Abeja puso en claro los mismos paradigmas culturales que reinaban
entre los rivadavianos: Europa y más Europa.

Dado que la Universidad y el Colegio no admitían más que estudiantes varones,


Rivadavia organizó La Sociedad de Beneficencia cuyo personal estaba formado
exclusivamente por mujeres encargada de “la dirección e inspección de las
escuelas de niñas, de la Casa de Expósitos, de la Casa de partos públicos y
ocultos, del Hospital de Mujeres, del Colegio de Huérfanas y de todo
establecimiento público dirigido al bien de los individuos de su sexo” (citado en
Piccirilli, p. 49). Con anticipada aprobación hacia la nueva institución, El Argos
entonaba sus alabanzas: “Cuando se hayan sentido todos los efectos de esta
institución, entonces será que ocupando a las mujeres gustos más serios, y
placeres más verdaderos, al paso que dejen de ser frívolas (hablamos por lo
común) lleguen a ser más amables” (15 de marzo de 1823, 88).

Pero la educación para mujeres debía incluir una preparación adecuada en artes
femeninas, como lo indica el título revelador de una de las publicaciones de la
Sociedad: Manual para las escuelas elementales de niñas, o un resumen de
enseñanza mutua, aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura (Piccirilli, p.
51). Además de supervisar la educación de las mujeres, la Sociedad estaba
encargada de preparar materiales de texto para todas las escuelas argentinas, la
mayoría de ellos traducciones de textos franceses e ingleses, o “catecismos
científicos”, como eran llamados, que cubrían temas más tradicionales como
química y geometría. Pese a sus intenciones caritativas y pedagógicas, la
Sociedad no tardó en volverse una especie de club social, cuyo ingreso era
obligatorio para cualquier mujer con aspiraciones a pertenecer a la clase alta.

Además de sus intereses literarios y educativos, Rivadavia prestó considerable


apoyo a la creación de un teatro nacional. Pero las criticas de El Argos indican
que el teatro bajo Rivadavia consistió principalmente en obras melodramáticas o
cómicas traducidas del inglés o el francés; evidentemente no se estimulaba la
producción de obras locales. Por creer que el teatro tenía un público
potencialmente más amplio que otros medios, Rivadavia escribió una carta a la
Sociedad Literaria, el 6 de diciembre de 1822, pidiendo que se propusiera la
creación de “una escuela en que se enseñasen los principios de la declamación, y
de la que puedan salir, algún día profesores hábiles y capaces de presentarse en
la escena con toda la perfección que merece un pueblo culto e ilustrado” (citado
en Piccirilli, p. 65).

La Sociedad consideró el pedido del ministro en su siguiente reunión, en la que se


redactó un “Proyecto para la erección y presupuesto de gastos de una escuela de
acción y declamación”, un documento breve que se limita a manifestar que
deberían contratarse maestros calificados para preparar a “jóvenes de ambos
sexos de figura noble y voz armoniosa con la precisa condición de que han de
saber leer y escribir”. La lista de gastos no contiene cifras, pero especifica que
sería preciso emplear a un maestro, construir un pequeño teatro, y proveer
“estatuas de yeso o pinturas y grabados de los autores y actrices célebres
representando escenas interesantes” (citado en Piccirilli, pp. 66-67).

La escuela de teatro no fue más que uno entre tantos intentos de Rivadavia de
transplantar a las pampas el teatro, la cultura de buen gusto. Florecieron con su
apoyo varios grupos dramáticos a partir de 1823 aparece regularmente una
sección teatral en el Argos. Ya en 1825 el público porteño asistía a producciones
de Otelo de Shakespeare y de las óperas de Rossini. En una demostración de las
acciones cosmopolitas de los porteños, El Argos editorializaba que “promovería
sin duda el interés del teatro el cantar a veces en idioma nacional; aunque, como
individuos nos satisface completamente el italiano; y reprobamos las tentativas
que se han hecho de verter las arias y dúos, oídos ya en esta lengua musical, al
español” (10 de julio de 1824, 256).

Aunque la prioridad estaba en traer a Buenos Aires obras europeas, Rivadavia


también dio medios financieros para publicar literatura tanto traducida como
nacional incluida una de las primeras antologías de poesía Argentina, la Colección
de Poesías Patrióticas. Dadas las primitivas condiciones de impresión en Buenos
Aires, varias publicaciones apoyadas por el gobierno eran preparadas en Buenos
Aires pero impresas París, incluyendo la pionera colección de poesía La Lira
Argentina de 1824.

Típico de lo que Rivadavia consideraba buen gusto era la poesía neoclásica de


Juan Cruz Varela. Seguramente el poeta importante de su generación. Varela,
como sus contemporáneos escribió sobre todo versos patrióticos y poesía amorosa
fuertemente marcada por alusiones e imaginería clásicas. En alabanza a la
victoria de San Martín y González Balcarce sobre los españoles en la batalla de
Maipú el 5 de agosto de 1818, Varela escribía:

Amados de Caliope, hijos de Febo,


Del Parnaso en las cimas educados,
Perdonad si los tonos elevados
De vuestro canto a interrumpir me atrevo
Sé que pulsar no debo
La pobre lira mía;
¿Mas quién podrá este día
El ardor refrenar que el pecho inflama?
Veo dos héroes; su renombre solo
Del entusiasmo la sagrada llama
Enciende, y siento que me inspira Apolo.
(Varela, Poesías, 57).

Lo que sigue es una mini épica de ocho páginas escrita en el mismo estilo
grandilocuente, detallando la victoria criolla. Los temas son argentinos, pero las
formas son las del siglo anterior. Como lo observa el critico argentino Ricardo
Rojas, “liberal y subversivo era el ideal político que Varela servía: pero la forma
literaria en la cual lo servía como poeta, era conservadora y colonial, puesto que
era exótica, y dogmáticamente enseñada por sus maestros de la colonia. Entre el
principio autoritario derecho divino, y el principio autoritario de la retórica
clásica, no había otra diferencia que el campo en que se ejercían” (Rojas,
“Noticia preliminar, p. 14).

Si consideramos la poesía de Varela sólo en el contexto del neoclasicismo, la


critica de Rojas parece injusta, ya que la apelación a modelos clásicos puede
verse apenas como la moda literaria del momento. De hecho, no necesitamos
mirar las imitaciones que hace Virgilio de Homero para comprender que la
imitación creativa puede producir gran arte. La afirmación de Rojas, Sin
embargo, adquiere más sentido si vemos los fundamentos teóricos de Varela como
indicadores de una mentalidad para que la cultura era importación y en tanto tal
denigraba su propia peculiaridad nacional. En una palabra, Varela imitaba la
poesía neoclásica europea así como sus correligionarios imitaban todo lo europeo
en todos los campos. Su imitación era del tipo de la practicada por los
Rivadavianos en general, vale decir que con frecuencia excluía antes que
exaltaba al propio país.

Empleado del gobierno y miembro activo de la Sociedad Literaria, Varela fue un


vigoroso propagandista de las reformas de Rivadavia. Como prueba de su lealtad a
Rivadavia y su capacidad de versificar sobre cualquier tema, no hay que ver más
que su “Profecía de la Grandeza de Buenos Aires”, defensa panegírica del sistema
hídrico propuesto por Rivadavia, en cuyos versos prácticamente se sugiere que
Colón descubrió América con el único fin de que Buenos Aires pudiera tener agua
corriente (Poesías, pp. 156-162). Pero con el acceso de Rivadavia al poder, la
poesía de Varela cambia de dirección. Las alusiones clásicas que habían dado
apenas un marco a sus versos patrióticos y amorosos, se vuelven tema, a punto tal
que Varela termina escribiendo dos largas y complicadas tragedias, Dido y Argia,
ambas basadas en temas clásicos y claramente reminiscentes de Corneille.

A diferencia de su poesía anterior, ninguna de las dos piezas tiene mucho que ver
con temas argentinos. Dido, dramatización del cuarto libro de la Eneida de
Virgilio, ofrece un ejemplo especialmente ilustrativo de lo que oficialmente se
consideraba arte durante La Feliz Experiencia, ya que fue representada
originalmente en la casa de Rivadavia, publicada con apoyo oficial el 24 de agosto
de 1823, y repetidamente elogiada en el periódico oficial El Argos (23 de agosto
de 1823, 282). Temáticamente, la obra no se aparta en absoluto de la historia
virgiliana, aunque estructuralmente observa con rigidez las unidades
aristotélicas, reduciendo los personajes a meros narradores de hechos
importantes, todos los cuales suceden fuera de la escena antes de que se levante
el telón. Al día siguiente del estreno (que de hecho fue poco más que una lectura
dramática) un crítico anónimo en El Argos se embelesaba: “El autor, arrebatado
de su numero poético esparce profusamente los más sublimes y tiernos
pensamientos... pero también es en verdad muy imponente el sujetar una
producción a la censura rígida de una sociedad ilustrada”. El acto principal es
elogiado por declamar “con aquella cadencia y tono verdaderamente trágico con
que se distingue el teatro francés”. El crítico llega a elogiar a Varela “por la
carrera brillante que ha abierto al teatro nacional” (30 de junio de 1823, 253).
¿Un teatro nacional basado en Virgilio y deudor formal de Corneille? No extraña
que críticos nacionalistas modernos como Rojas consideren a Varela un síntoma
de colonialismo cultural.

Tras una segunda representación de la Dido de Varela, El Argos publicó una


segunda crítica en la que se elogia a la obra, en cuanto en ella “no parece sino
que el arte tiene en ella el último lugar”, y en consecuencia “es preciso mirarla
como un buen modelo del arte y del talento”. El segundo artículo también
destaca la influencia de Corneille, que precedió a Varela en más de un siglo (6 de
septiembre de 1823, 297-298). La Dido vuelve a ser noticia en un número
posterior de El Argos, donde el anónimo crítico trata, en una exposición de
contornos sofisticados que sin duda habría honrado a la corte de Luis XIV,
comenta la justificación que da el propio Varela de la estructura de la obra, las
teorías aristotélicas del drama y la intención última de Virgilio (27 de septiembre
de 1823, 322).

Los presupuestos teóricos de la obra y las críticas (la rígida censura del “buen
gusto” en una sociedad ilustrada, la noción esteticista del arte como algo puro y
no contaminado con la realidad, más la corrección de las fórmulas neoclásicas, el
teatro clásico francés como objeto de imitación) explican en parte porqué los
rivadavianos y sus descendientes intelectuales, con todas sus aspiraciones y ente
diligencia artística, sólo produjeron desde imitaciones de la literatura y la
sociedad europea: su sentido del “buen gusto”. Estimulaba más la imitación que
la creatividad. El buen arte, el buen gobierno, el pensamiento y los modales
correctos estaban predeterminados de acuerdo a fórmulas no menos rígidas que
las verdades trascendentes del escolasticismo. Igual que Mariano Moreno, que
antes escondía un inflexible autoritarismo bajo el vocabulario iluminista, los
rivadavianos cantaban loas a la independencia, el progreso y la renovación
cultural, mientras se aferraban a modelos artísticos e intelectuales recibidos.

Su temor a lo nuevo, a lo no aprobado, o simplemente a lo no europeo, bloqueó


con eficacia la creación de cualquier cosa que fuera auténticamente argentina.
De hecho, al glorificar las imitaciones con frecuencia estériles del neoclasicismo
en los albores del teatro nacional, muestran un extraño anhelo de la elite cultural
de envejecer prematuramente, postura muy fuera de lugar en una nación que se
suponía estaba sintiendo las primeras comezones de la adolescencia. Además, el
bien orquestado éxito crítico de las obras de Varela muestra hasta qué punto el
mandatario cultural de Buenos Aires estaba alejada de las tradiciones populares
que de su propio país... y de los logros notables de la gauchesca de Bartolomé
Hidalgo apenas unos pocos años antes.

El desdén de los editores de El Argos por las tradiciones populares queda


demostrado una vez más en una crítica del Barbero de Sevilla, en la que se elogia
a los actores cómicos por su trabajo. Pero el artículo termina diciendo: “Ojalá
que nuestra compañía cómica se aprovechara también de estas escenas, para
atacar y aprender a representar una acción bufa sin entregarse a la ridiculez y
grosería de los sainetes” (12 de octubre de 1825, 354). El sainete era una forma
de teatro popular cuyas raíces se hundían en el primitivo teatro nacional español,
muy apreciado por las clases bajas porteñas, y, como vimos en el capítulo
anterior, probable fuente de inspiración para los diálogos de Hidalgo. La
literatura argentina encuentra su mejor momento cuando abandona los modelos
europeos, o los modifica y parodia como hizo Borges: lamentablemente, las
pálidas imitaciones de literatura europea escritas por los rivadavianos tuvieron
una larga sucesión tan pálida y tan poco convincente como los forzados dramas de
Varela.

La Sociedad Literaria y sus órganos de prensa fueron ampliamente imitados en la


creación de otras organizaciones profesionales y académicas, por lo general a
partir de una decisión de Rivadavia. Entre ellas estuvo la Academia de Medicina,
que fue creada por decreto el 16 de abril de 1822 y cuyos deberes incluía la
preparación y validación de títulos de médicos y farmacéuticos, el cuidado de la
salud pública y el nombramiento de personal médico en diferentes áreas de la
provincia de Buenos Aires (El Argos, 20 de abril de 1822, 112). También en 1822,
un expatriado italiano de nombre Virginio Rabaglio fundó la Academia de Música,
para “dar impulso y propagar en el país un arte que en el día hace Ias delicias de
todas las naciones cultas” (El Argos, 12 de junio de 1822, 172).

Varios meses después, el 1º de octubre de 1822, los primeros alumnos de Rabaglio


actuaron en un concierto inaugural al que asistieron el gobernador Rodríguez y
Rivadavia. El concierto incluía una composición original llamada La Gloria de
Buenos Aires que en palabras del extasiado articulista de El Argos “conmovió los
espíritus” de todos los presentes. El periodista nos informa además que “en esta
noche se sintieron agitados los corazones de aquel placer inocente y puro, que
tantas veces necesitamos en penosas escenas de la vida. Por todo lo que vimos y
sentimos en tan agradable y nueva reunión embellecida por las argentinas, como
que esta escuela de música debe aumentar la civilización y cultura de la familia
americana” (2 de octubre de 1822, 304). Una vez más, Buenos Aires es
considerada filtro de cultura para todo el continente.

Un año más tarde, Rivadavia supervisaba la creación de una Academia de


Jurisprudencia Teórica y Práctica, llamada también Academia de Leyes, a la que
alababa en frases metafóricas como un medio de lograr “la perfección de las
instituciones... en seguir la senda de la ilustración como única fuente de la
prosperidad pública” (citado en Piccirilli, p. 75). Poco después, Rivadavia
supervisó la fundación del Museo Público de Buenos Aires dedicado a “los hijos de
la patria” como “centro depositario de todos los objetos históricos y artísticos,
que se relacionan con los conocimientos, o con los hombres célebres nacidos en
su suelo” (citado en Piccirilli, p. 80).

No menos amplias pero lamentablemente más durables que sus innovaciones


culturales, fueron las políticas económicas rivadavianas. Aunque pensadas como
reformas, terminaron siendo una receta para el perenne endeudamiento y la
consiguiente abdicación de la soberanía nacional. Los problemas actuales de
deuda externa de la Argentina han llegado a la primera plana de los diarios con
frecuencia desde fines de la década de 1970. Lo que se sabe menos es que el
modelo de endeudamiento que subyace a la actual situación ya había quedado
establecido a mediados de la década de 1820, bajo el gobierno de Rivadavia. Con
Manuel José García como ministro de Finanzas, el gobierno tomó gravosos
préstamos de Inglaterra para financiar nuevos proyectos en la provincia y pagar
deudas de guerra, algunas de las cuales se arrastraban desde los primeros años de
la Independencia.

Estos préstamos fueron garantizados, a menudo a tasas usurarias, con tierras y


productos ganaderos. En una transacción que se hizo notar especialmente,
negociada a través de la firma Baring Brothers de Londres, el gobierno porteño
recibía crédito apenas por quinientas setenta mil libras esterlinas, a cambio de la
firma de un recibo por un millón de libras (Ferns, p. 103). Para empeorar las
cosas, la mayor parte del dinero supuestamente prestado a la Argentina, en los
hechos quedaba en Inglaterra en forma de créditos contra la compra de
manufacturas inglesas y para pagar comisiones de corredores e intermediarios,
con lo que el beneficio que recibía el país en términos de inversiones era mínimo
(Rock, Argentina, pp. 99-100). De acuerdo con algunos cálculos, el pago final de
este crédito no se hizo sino en 1906. Durante las muchas décadas de intervalo, los
Bancos ingleses, mediante constantes refinanciamientos, recibieron el monto
original del préstamo no una sino varias veces (Scalabrini Ortiz, Política británica,
pp. 79-97). En nuestro siglo, el viejo y continuo endeudamiento de la Argentina
con Gran Bretaña como un mecanismo mediante el cual mantener la explotación
y el dominio inglés sobre la Argentina, ha sido un tema principal en los escritos
antiimperialistas tanto de la derecha como de la izquierda.

En 1825, para oficializar la relación económica que Gran Bretaña se había


establecido en la Argentina, Woodbine Parish, cónsul general en Buenos Aires, en
representación del Secretario de Estado George Canning, y Manuel José García,
firmaron el Tratado Anglo-Argentino de Amistad, Comercio y Navegación. Sus
provisiones principales eran que Gran Bretaña reconocería la soberanía e
independencia argentinas (cuestión delicada dado el resentimiento inglés por
haber perdido sus propias colonias americanas), que tanto ingleses como
argentinos viviendo en el otro país gozarían de los derechos acordados a todos los
extranjeros, y que los ciudadanos de ambos países tendrían libre acceso al
comercio del otro (El Argos, 26 de febrero de 1825, 70-71). El Tratado fue “un
intento de crear una relación de mercado libre entre una comunidad industrial y
una productora de materias primas. En esta relación el papel del Estado se
reducía a garantizar la operación de un mecanismo de mercado” (Ferns, 113).

El Tratado mostraba asimismo una ingenua voluntad por parte de los negociadores
argentinos de aceptar la teoría económica inglesa como objetiva y científica,
antes que como interesada y motivada por el deseo de ganancias. Vale la pena
notar que uno de los pocos intentos exitosos bajo Rivadavia de erigir barreras
aduaneras en la Argentina fue una prohibición contra la importación de cereal
votada por la legislatura provincial el 29 de noviembre de 1824. La ley fue
severamente condenada en El Argos como “opuesta a los más sanos principios de
economía y lo que es más agravante, como contraria al espíritu de todas las leyes
e instituciones que nos han... acreditado exteriormente... [y con seguridad
iniciará] la odiosa carrera de los privilegios y las prohibiciones que no solamente
arruinan, pero desacreditan” (10 de agosto de 1825, 269). Aun en materias
económicas, los rivadavianos adherían plenamente a los modales europeos.

El Tratado Anglo-Argentino, en apariencia un modelo de laissez-faire económico,


reflejaba posturas poco auspiciosas para el futuro argentino, y que por supuesto
estaban en el polo opuesto de los sentimientos proteccionistas articulados por
Artigas y otros voceros del interior. El Tratado era, en efecto, un modo de dar
plena libertad al juego comercial en un estanque donde Gran Bretaña era, de
lejos, el pez más grande; en razón de la irrecusable potencia de la económica
inglesa, el libre comercio en última instancia significaba libre reinado de los
capitalistas ingleses y sus colaboradores porteños, olvidando los intereses del país
en su totalidad. Al abolir las barreras de importación y abrir el país a inversiones
extranjeras casi ilimitadas, los rivadavianos devastaron la industria local,
garantizaron que la mayoría de los bienes manufacturados a partir de ese
momento fueran importados, y limitaron el futuro económico del país al
proveedor de bienes agrícolas y materias primas a una potencia industrial.

Además, al acceder a embarcar mercaderías en barcos ingleses o barcos


construidos en la Argentina (un país por entonces con mínima capacidad
industrial), la Argentina renunció a tener nunca su propia industria naviera. De
modo que en el Tratado hay cierta ironía: aunque explícitamente reniega del
mercantilismo, asegura que Inglaterra, debido a su superioridad económica sobre
todos los posibles competidores, mantendrá una relación esencialmente
mercantilista con Buenos Aires. Tal como lo observó John Murray Forbes, jefe de
la misión norteamericana en Buenos Aires entre 1820 y 1831, “la ostensible
reciprocidad del Tratado es una burla cruel de la absoluta falta de recursos en
estas provincia y un golpe de muerte a sus futuras esperanzas de cualquier
tonelaje marítimo” (Forbes, Once años en Buenos Aires, p. 345).

Además de sus concomitancias económicas, el Tratado Angloargentino tuvo


importantes consecuencias sociales en tanto concentró efectivamente poder en
manos del aliado más importante de Gran Bretaña: la ya poderosa oligarquía
porteña, cuya riqueza venía de sus tierras y de su capacidad de servir a los
intereses comerciales británicos. Asumiendo sólo el papel de proveedor
abundante de bienes agrícolas, los rivadavianos (a lo mejor sin quererlo) se
aseguraron de que el poder real no saldría de manos de la burguesía terrateniente
y comercial; hecho que limitaría seriamente el acceso al poder de cualquiera que
hubiera nacido fuera de los círculos privilegiados, y fomentaría el resentimiento
de clases que ya en el presente siglo ha vuelto al país casi ingobernable.

Otras medidas de los rivadavianos vincularon más aún la economía argentina a


Gran Bretaña. Se invitó a participar en políticas económicas a “asesores”
ingleses, dándoles ingerencia en la contratación de préstamos oficiales, la
emisión de moneda y regulación de inversiones y comercio exteriores. Tales
posiciones de poder fueron usadas, por supuesto, en provecho de Inglaterra a tal
punto que desde sus primeros años la Argentina se volvió un país dependiente de
préstamos y de capitales, posición que más de una vez ha comprometido la
capacidad de la nación de controlar sus propios asuntos. El ingreso a la Argentina
del poder comercial inglés y su influencia política consiguiente, durante los años
rivadavianos, fue tan abrumador que Forbes se quejaba de que los ingleses eran
“una gigantesca influencia extranjera que controlaba gobierno y que puede, a su
placer, mantenerlo o derrocarlo” (Forbes, p. 352).

Paralela a la reforma económica, y quizás más devastador aún en sus


consecuencias a largo plazo, fue la reforma en la tenencia de tierras. En 1824,
Rivadavia promulgó una fórmula basada en el principio romano de enfiteusis, por
el que una corporación o un individuo podían requerir tierras públicas del
gobierno por un período de veinte años, pagando una renta anual mínima. Aunque
pensado para difundir la riqueza y crear una clase media de inmigrantes
granjeros, las tierras fueron a parar en su gran mayoría a los que ya eran ricos
(Sebreli, Apogeo, pp. 130-134).

Hacia 1830, de acuerdo con las políticas distributivas de Rivadavia, quinientos


treinta y ocho individuos o corporaciones habían recibido diez millones de
hectáreas, un promedio de dieciocho mil cada uno. Hubo un individuo que recibió
cuatrocientas cincuenta mil hectáreas, y otro trescientas sesenta mil. Aunque la
propuesta original era constituir un alquiler sujeto a revisiones periódicas, estas
entregas de tierra hechas bajo Rivadavia se volvieron propiedad personal más
adelante, aumentando la riqueza de la oligarquía emergente, a la vez que
aseguraría que habría menos buena tierra disponible para futuros inmigrantes
(Herring, A History of Latin America, pp. 624-625). La política de distribución de
tierras de Rivadavia, emulada medio siglo después por otros gobiernos liberales,
concentró en gran medida la riqueza en Buenos Aires y sobre el Litoral, donde
estaban las mejores tierras.

Como señala Díaz Alejandro, la naturaleza misma parecía militar contra una
distribución equitativa del poder y la riqueza en la Argentina. A diferencia de los
Estados Unidos, donde el descubrimiento de ricas tierras de cultivo en las Grandes
Llanuras y en California obligaron al Nordeste a industrializarse, las mejores
tierras en la Argentina fueron distribuidas primero, asegurando que pocas familias
oligárquicas del país seguirían siendo las más ricas y poderosas. Después, a
medida que les fuera arrebatando territorio a los indios, las mismas familias
seguirían adquiriendo más y más tierra (Díaz, Alejandro, Essays on the Economic
History of the Argentina Republic, pp. 35-40, pp. 151-159).

En materia política, el gobierno de Rodríguez se dedicó, bajo inspiración de


Rivadavia, a concentrar poder. Desde la revolución de 1810, el cabildo de Buenos
Aires, que en su mayor parte estaba dominado por los intereses comerciales
conservadores de los porteños, había sido el principal mecanismo para la
formación de sucesivos gobiernos... y de su disolución cuando tocaban algún
interés vital. O, en palabras de un observador contemporáneo, el cabildo
“promovía las revoluciones para revestirse del poder de hecho” (Iriarte, III, p.
31).

Para evitar ese tipo de interferencia, el gobierno de Rodríguez abolió el cabildo


tanto en Buenos Aires como en Luján. Aunque bien motivada, la disolución de los
cabildos fue una luz roja para los oligarcas porteños, para los ya suspicaces
caudillos provinciales, y las masas para quienes el cabildo, en palabras de Iriarte,
“era la autoridad más inmediata... Era la cabeza, el padre, y sus hijos como a tal
lo adoraban, lo respetaban, le tributaban un culto voluntario, una devoción
exaltada” (Iriarte, III, pp. 31-32; véase también Sebreli, Apogeo, pp. 135-136).
Aunque los cabildos eran una reliquia de las épocas coloniales, eran de todos de
modos cuerpos políticos en funcionamiento, siempre representativos de al menos
algún segmento de la sociedad, y en algunos casos, como en la Banda Oriental de
Artigas, notablemente democráticos.

En una mirada retrospectiva, podría haber sido más inteligente tratar de


incorporar a los cabildos al nuevo sistema administrativo, en lugar de
clausurarlos. Pero Rivadavia había visto la verdad en materia de organización
política en Inglaterra y Francia, y esos modelos europeos no incluían cabildos. En
su reemplazo, organizó una legislatura provincial que más tarde incluyó algunos
funcionarios elegidos por voto popular. Aunque sus funciones era controlar al
ejecutivo, esta legislatura en su inicio fue poco más que una sociedad de debates
abstractos, con la rutina de sellar los decretos de Rivadavia.

Mucho más incendiaria que la abolición de los cabildos fue la reforma eclesiástica
de Rivadavia; aunque tibia en comparación con el anticlericalismo francés, estas
medidas contribuyeron al aislamiento de los rivadavianos tanto respecto de los
oligarcas conservadores como de las clases populares. Aunque los sacerdotes
conservadores estaban comprensiblemente perturbados por las corrientes
anticlericales en el pensamiento ilustrado, que no podía sino resonar entre los
liberales argentinos, la Iglesia que Rivadavia trató de reformar no podía
considerarse de ningún modo un bastión del tradicionalismo antirrevolucionario.

A lo largo del siglo XVIII las ideas iluministas entraron en la América hispánica con
frecuencia a través del clero, en ocasiones contrariando las prohibiciones
oficiales. Liberales como Moreno se enteraron de la existencia de Voltaire y
Rousseau gracias a los curas en la Universidad Católica de Chuquisaca, y algunos
hombres de iglesia tuvieron papeles de importancia en la gesta emancipatoria.
Bajo presión de España, el papa Pío VII excomulgó a algunos curas liberales, pero
quedaron los suficientes como para sostener la presencia liberal en la Iglesia
(Frizzi de Longoni, Rivadavia y su reforma eclesiástica, pp. 10-22 y pp. 37-39).
Rivadavia, que no tenía nada de jacobino anticlerical, se llevaba bien con el clero
liberal, incluyó a sacerdotes en todos los niveles de su administración, instituyó la
plegaria en latín en las escuelas, y mandó a sus subordinados cesar de “promover
prácticas contrarias a la religión” (Carbia, Revolución, pp. 91-92).

Haciendo a un lado la ideología, los eclesiásticos argentinos tenían otras razones


para apoyar la independencia. Como en todos los sectores de la sociedad colonial,
la Iglesia estaba dominada por una jerarquía nombrada en España, que confinaba
a los criollos a posiciones menores. Como resultado, veintidós sacerdotes
participaron en el Cabildo Abierto del 25 de Mayo de 1810, cuando se declaró la
independencia Argentina, y hubo curas en puestos de avanzada en la revolución
en marcha, apoyando no sólo la independencia sino también el patronazgo
nacional por el que los nombramientos eclesiásticos deberían hacerse en la
Argentina y no en Roma o en Madrid (Carbia, Revolución, pp. 22-33, pp. 78-81).

El patronazgo nacional perduró en parte porque bajo presión español el Vaticano


mantuvo vacante la sede obispal de Buenos Aires entre 1812 y 1830 (Carbia,
Revolución, pp. 78-88). La Iglesia argentina declaró su propia independencia de
España, y en cieno modo de Roma también, al dirigir sus plegarias en favor de la
causa nacional, ya no colonial (Carbia, Revolución, p. 54). En la década de 1820
parte del clero siguió apoyando con vigor las causas liberales; de hecho algunos
de los aliados más fuertes que tuvo Rivadavia fueron sacerdotes, entre ellos
Antonio Sáenz, el primer rector de la Universidad de Buenos Aires.

¿Por qué, entonces, Rivadavia terminó teniendo un problema tan grave con la
Iglesia? La respuesta es relativamente simple: hizo un problema de la intromisión
de la Iglesia en cuestiones materiales, lo que constituía la debilidad más
vulnerable y delicada de la Iglesia. Desde épocas coloniales, el real vigor
económico de la Iglesia estaba primordialmente en manos de las órdenes
monásticas que con los años adquirieron enormes propiedades, desde tierras a
pequeñas fábricas. Además, los servicios sociales (escuelas, hospitales, asilos y
orfanatos) eran terreno exclusivo de las comunidades religiosas, que solían
competir entre sí por riqueza, prestigio, influencia y nuevos miembros.
Vinculadas a las órdenes madres en Europa, las órdenes argentinas siguieron su
propia ley a tal grado que inclusive el clero no monástico se alarmó de su
independencia. El poder de las comunidades monásticas había sido atacado desde
tiempo atrás por los liberales argentinos; en el segundo número desde El Argos de
Buenos Aires, por ejemplo, un autor anónimo fantasea con que algún día viajeros
curiosos mirarán las ruinas de los monasterios como “monumentos de la mudable
opinión del hombre” (19 de mayo de 1821, 10).

Como la mayoría de los liberales, Rivadavia vio tres fallas en la organización


social y económica de la Iglesia: ineficiencia, anacronismo y petrificación. En su
opinión, la institución social de la Iglesia caía bajo la dirección del Estado
moderno. Sus reformas, entonces, estuvieron dirigidas a los aspectos
socioeconómicos de la Iglesia, y tenían poco o nada que ver con la doctrina.
Sus primeras medidas consistieron en abolir los fueros eclesiásticos, que les
permitían a las órdenes monásticas tener sus propias cortes de justicia y disponer
de una buen ingreso del Estado, confiscar las propiedades de órdenes que a su
parecer estaban acumulando riqueza sin servir a la sociedad, y centralizar toda la
actividad religiosa bajo un prelado diocesano, como un modo de quebrar los
feudos de las órdenes (Frizzi de Longoni, pp. 61-75). Una de las primeras
comunidades afectadas por la reforma de Rivadavia fue el Convento de la
Merced, de cuyos bienes se decía que “sólo eran llamados para suplir el oficio de
los párrocos”, sin servir al público en general (El Argos, 19 de marzo de 1823, 72).

En un extenso decreto publicado en El Argos, el obispo de Buenos Aires secundó la


intención de Rivadavia de poner las finanzas de la Iglesia bajo una dirección
única, devolviendo a monjes y monjas a sus votos originales de mendicidad (8 de
marzo de 1823, 79-80). Para asegurar que las comunidades religiosas viables
sobrevivieran sin volverse demasiado poderosas, Rivadavia decretó asimismo que
ninguna comunidad podría tener menos de dieciséis miembros ni más de treinta, y
que los novicios debían tener por lo menos veinticinco años. Para dar mayor
libertad a las órdenes monásticas garantizó pensiones para sacerdotes que
quedaran sin apoyo de las órdenes, y organizó un senado clerical consistente de
representante de varias órdenes para asistir al obispo en la administración de la
diócesis (Carbia, Revolución, pp. 105-107).

Por lo demás, formó instituciones oficiales como la Sociedad de Beneficencia, el


Colegio de Ciencias Morales y la Universidad de Buenos Aires para ocuparse de la
educación, privando así a la Iglesia de su mejor Contacto con la juventud. Al
poner el control de los asuntos de la Iglesia primariamente en manos de
sacerdotes seculares antes monásticos, Rivadavia abrió la puerta para que los
monjes asumieran un papel en la Iglesia fuera de sus órdenes, elección que se dio
en la realidad (Carbia, Revolución, pp. 108-113).

Aunque ampliamente apoyada por los curas progresistas como Antonio Sáenz, el
Deán Funes y Mariano Zavaleta, la reforma provocó una airada reacción entre los
conservadores. Los principales entre ellos fueron dos franciscanos, Cayetano
Rodríguez y Francisco de Paula Castañeda, que publicaron feroces diatribas
contra los “infieles” rivadavianos (Frizzi de Longoni, pp. 81-87). Tan indignado
estaba Fray Castañeda que compuso varias parodias de las letanías de la Iglesia
para expresar su desaprobación hacia Rivadavia.

Por ejemplo:
De la trompa marina -libera nos Domine.
Del sapo del diluvio -libera nos Domine.
Del ombú empapado de aguardiente -libera nos Domine.
Del armado de la lengua -libera nos Domine.
Del anglo-gálico -libera nos Domine.
Del barrenador de la tierra -libera nos Domine.
Del que manda de frente contra el Papa- liberanos Domine.
De Rivadavia -libera nos Domine.
De Bemardino Rivadavia -libera nos Domine.
Kyrie eleison -Padre Nuestro. Oración como arriba.

Bajo la pluma de Castañeda, el Credo Apostólico se transformó así:

“Creo en Dios padre todopoderoso, creador y conservador de Bernardino


Rivadavia y en Jesucristo redentor de Rivadavia; que está actualmente
padeciendo en Buenos Aires muerte y pasión bajo el poder de Rivadavia. Creo en
el Espíritu Santo cuya luz persigue Rivadavia. Creo en la Comunión de los Santos
de cuya comunión se ha pasado Rivadavia. Creo en el perdón de los pecados que
no tendrá Rivadavia mientras niegue la resurrección de la Carne y la vida
perdurable. Amén” (citado en Piccirilli, pp. 293-294).

Aparte de las referencias de mal gusto al aspecto físico de Rivadavia, las parodias
de Castañeda contienen dos acusaciones significativas: heterodoxia y elitismo. La
acusación de heterodoxia es fácil de refutar ya que nada en la reforma toca a la
doctrina. La de elitismo, en cambio, presagia una de las corrientes más durables
de sentimiento antiliberal en la Argentina, tan efectiva hoy como hace ciento
cincuenta años; según esta visión, el progreso de acuerdo a los modelos liberales
era algo inglés o francés, y en consecuencia antiargentino. Una crítica más
importante provino del nuncio papal en Chile (como expresión de la
desaprobación oficial por la revolución, el Papa en ese momento no tenía
representante en Buenos Aires), que argumentó que la Iglesia era una
organización divina no sujeta a la ley civil. Dos de los sacerdotes más distinguidos
de Buenos Aires, el Deán Funes y Mariano Zavaleta, salieron en defensa de
Rivadavia, pero no había defensa contra los argumentos emocionales de la
reacción.

Los enemigos de Rivadavia al punto se treparon a la cuestión religiosa para tratar


de desestabilizar al gobierno porteño y sembrar la discordia entre Rivadavia y los
ya suspicaces caudillos provincianos (Frizzi de Longoni, pp. 93-112).

El odio de Castañeda por Rivadavia no conocía límites. En una ocasión le envió


una carta al gobernador Rodríguez afirmando que un misterioso extranjero le
había informado de un complot que planeaba Rivadavia contra el gobernador.
Tanto el extranjero como el complot eran producto de la imaginación de
Castañeda, con el solo fin de sembrar discordia entre el gobernador y su mejor
ministro (Piccirrilli, p. 295-296). Castañeda fue también un gran enemigo de los
yankees. En una carta a John Quincy Adams, el diplomático americano John
Murray Forbes escribe:

“Ya he mencionado la malignidad con que algunos de los habitantes de este lugar
tratan de arrojar sombras sobre nuestro carácter nacional e individual. El veneno
de todas esas personas desafectas se ha concentrado y difundido al público en los
escritos de cierto fraile franciscano, llamado Castañeda... un hombre cuya
audacia sólo es igualada por su maldad” (Forbes, p. 69).
Manifestaciones encabezadas por curas cubrieron las calles de Buenos Aires y
Luján (EI Argos, 22 de marzo de 1823, p. 97). En respuesta a los desórdenes,
Rivadavia dirigió una enérgica carta de protesta al obispo en funciones de Buenos
Aires, Mariano Zavaleta, diciendo que “ni la civilización ni la religión, ni la
patria, ni la moral han tenido un abrigo decoro entre los que se denominan los
pastores de la tierra; ellos ha tomado del evangelio el nombre, pero han
rechazado sus preceptos”. El obispo Zavaleta apoyó a Rivadavia, como apoyaba la
reforma de los abusos y habitudes “que degradan nuestra religión santa” (El
Argos, 29 de marzo de 1823, pp. 107-109). Por supuesto siendo Zavaleta
funcionario eclesiástico nombrado por el gobierno civil y no por el Papa, su apoyo
hizo poco para tranquilizar al clero rebelde. Por lo demás, cuando las noticias de
la reforma eclesiástica llegaron a las provincias, pasaron pocos días antes que
Juan Facundo Quiroga, caudillo de la distante provincia de la Rioja, anunciara
uno de los lemas más efectivos de la reacción federalista antiunitaria: Religión o
muerte. Las pasiones movilizadas por la reforma eclesiástica seguirían
acumulándose durante años antes de explotar al fin en apoyo del gobierno
reaccionario de Juan Manuel de Rosas, el dictador que sucedería unos años
después a Rivadavia.

Martín Rodríguez dejó el poder en 1824 y fue remplazado por Juan Gregorio de
Las Heras. Al principio Rivadavia continuó como ministro bajo el nuevo gobierno,
pero pronto fue enviado en misión diplomática conseguir apoyo Inglés para la
Argentina en la guerra que se había iniciado con el Brasil por la posesión del
Uruguay. Como en este momento Inglaterra estaba jugando sus cartas a la
enemistad entre las dos naciones sudamericanas, Rivadavia volvió con las manos
vacías, herido por la fría recepción que había tenido por parte de los ingleses a
quienes tanto admiraba. Una vez de regreso en Buenos Aires, encontró que La
Feliz Experiencia se estaba desmoronando de prisa, en primer lugar por el
creciente descontento entre terratenientes federalistas como Rosas y los
Anchorena.

Aunque nunca habían sido partidarios de Rivadavia, estos oligarcas conservadores


habían tolerado su liberalismo en tanto les diera mejores tierras y mejores
condiciones de comercio con Inglaterra. Pero cuando los rivadavianos empezaron
a intentar traducir las palabras en políticas, los conservadores, como habían
hecho con el cabildo de Buenos Aires diez años atrás, empezaron a complotar
contra el gobierno. Con la esperanza de que Rivadavia pudiera restaurar la
confianza en el gobierno unitario, sus partidarios en la convención lo nombraron
presidente de todo el país, acto que obviamente excedía su autoridad, y
contribuyó a irritar al Interior. Como “presidente”, pareció más urgido por ganar
antipatías entre sus detractores.

Impaciente doctrinario como siempre, él y su Partido Unitario le presentaron a la


nación una Constitución nueva que pretendía resolver el perpetuo conflicto entre
Buenos Aires y la capital provincial, cuyo ingreso sería compartido en igualdad de
condiciones por todos los argentinos. Aunque la idea era buena, su plan encontró
una salvaje oposición entre los federalistas porteños, incluidos Juan Manuel de
Rosas y sus ricos primos, los Anchorena, que no tenían intención alguna de
compartir los ingresos aduaneros de Buenos Aires. Siguiendo el modelo de los
Estados Unidos, la nueva Constitución también proveía la formación de una
legislatura bicameral en la que un cuerpo daría representación igualitaria a todas
las provincias. Pero aquí también la oligarquía conservadora no quiso saber nada.
Sus principios de gobierno eran la autoridad y la subordinación, y no la tolerancia
o el compromiso del sistema representativo. Pese a una oposición tan amplia, los
unitarios proclamaron la Constitución, maniobra arrogante que erosionó más aún
el apoyo a Rivadavia. Mientras tanto, éste había puesto en marcha un
controvertido plan para atraer inmigrantes europeos a la Argentina. Una vez más,
la oligarquía se mostró horrorizada ante la idea de tener que compartir la tierra
con inmigrantes, y de ver sus tradiciones católicas amenazadas por la infidelidad
de los extranjeros.

El golpe final a la presidencia de Rivadavia vino cuando su enviado al Brasil,


Manuel José García, pasó por encima de todas las instrucciones y firmó un tratado
que le daba al Brasil control efectivo sobre la Banda Oriental. La noticia del
tratado llegó a Buenos Aires hacia el momento en que nueve legislaturas
provinciales le retiraban oficialmente su apoyo a Rivadavia. Con la esperanza de
ganar adherentes mediante una exhibición de patriotismo, Rivadavia envió un
mensaje al congreso desaprobando el tratado de García, y después, con un toque
de melodramatismo, en julio de 1827, presentó también su renuncia, pensando
que la legislatura nunca lo dejaría ir en un momento de crisis nacional. Crisis o
no, sus enemigos saltaron sobre la oportunidad de liberarse de él, y cuarenta y
ocho de los cincuenta legisladores votaron aceptando la renuncia. Después de
varios intentos frustrados recuperar el poder, Rivadavia terminó emigrando a
España, donde murió en la pobreza. Controvertido hasta en la muerte, sus
seguidores lo recordaron como el motor de la fugaz Feliz Experiencia mientras sus
detractores no han dejado de vituperarlo como el hereje antiargentino y
europeizante.

Los historiadores argentinos están netamente divididos en su evaluación de


Rivadavia y los rivadavianos. Los historiador liberales, que suelen tomar
posiciones porteñas y europeístas, ven a Rivadavia como el primer arquitecto de
la moderna sociedad argentina, hombre que fracasó sólo porque sus ideas fueron
demasiado avanzadas para su tiempo. En contraste, los historiadores nacionalistas
de izquierda y derecha lo consideran el primer vende-patria en gran escala,
creador de un mecanismo elegante mediante el cual Gran Bretaña podía explotar
a la Argentina en nombre del libre comercio. Los nacionalistas de derecha llegan
a acusarlo de traición al pasado español y católico de la Argentina; traición con la
que corrompió para siempre la identidad que el país podría haber tenido.

Hay amplio campo tanto para el elogio como para la condena. Del lado positivo,
nadie más que Rivadavia se entregó tan completamente al servicio de su país.
Como miembro del Primer Triunvirato que gobernó después de la Primera Junta,
como diplomático de varios gobiernos entre 1814 y 1820, como ministro bajo
Martín Rodríguez, y por último como presidente, Rivadavia cumplió sus funciones
con energía y dedicación. Su sueño de recrear a Europa en el sur del continente
se volvió una poderosa ficción orientadora que sigue dando forma a la esperanzas
de muchos argentinos. Pero el detalle de sus programas muestra a menudo más
buenas intenciones que sentido común.

¿Qué pensar, por ejemplo, de los esfuerzos culturales rivadavianos? Revelaría


mucha mezquindad no admirar las aspiraciones y energías de los porteños
rivadavianos que fundaron diarios, revistas, escuelas, universidades, teatros,
escuelas de dramaturgia, museos, sociedades literarias, conservatorios de música,
academias de ciencia y jurisprudencia, una sociedad de beneficencia,
pensionados para jóvenes provincianos, y cuanta institución pudieran tomar de la
cultura europea.

Todo esto lo hicieron en menos de tres años, en una ciudad de cincuenta y cinco
mil habitantes, la mayoría analfabetos, perdida entre las pampas desiertas por un
lado y el Océano Atlántico por el otro. Pero no es mezquino señalar que los
Rivadavianos en algún sentido eran actores en una comedia que aspiraba a poco
más que a establecer un repositorio y reproducción de la cultura europea.

A diferencia de Artigas, nunca se permitieron soñar que su país podía tener un


destino distinto, que podía inclusive superar a Europa. Los rivadavianos vivieron
seducidos por las apariencias, y al parecer sintieron que recrear París en las
pampas era meramente cuestión de decretos e imitaciones. Donde no había
sustancia, erigieron una fachada. Sus sociedades literarias no produjeron buena
literatura, y sus academias de ciencia, salvo los expertos importados, no hicieron
más que copiar. De la época de La Feliz Experiencia no ha quedado ningún
ensayo, poema o pieza teatral de mérito literario que hable de la Argentina. Los
rivadavianos pretendían un país que no existía, a la vez que aspiraban a gobernar
la Argentina real, a la que nunca entendieron. La Feliz Experiencia en algún
sentido fue apenas un teatro, con el escenario vacío y actores que trataban de
parecer europeos.

Este fracaso de los rivadavianos nació en gran medida de su indiferencia


condescendiente hacia la cultura popular, casi toda ella provinciana, que
legitimaba en cierta forma a los gauchos, las clases bajas de sangres mezcladas,
los caudillos, los cabildos y la Iglesia colonial. Nunca se buscaron, y mucho menos
se intentaron, políticas imaginativas para tratar de incorporar estos grupos
sociales e instituciones de facto a sistemas modernos de gobierno.

Gauchos y clases bajas fueron plenamente ignorados... salvo cuando se


necesitaban reclutas para la milicia. Los caudillos fueron denunciados como
bárbaros, a los que habría que eliminar, en lugar de reconocerlos como líderes
naturales a los que habría convenido incluir en alguna especie de gobierno
institucional y los cabildos de Luján y Buenos Aires, organizaciones cuasi
democráticas con dos siglos de probada eficacia, fueron anulados por decreto,
simplemente porque no había lugar para ellos en las modernas teorías de
gobierno que consultaban los rivadavianos. Los problemas de Rivadavia con la
Iglesia reflejaron la misma dogmática ingenuidad política; por deseables que
fueran las reformas eclesiásticas en principio, era imprudente no cortejar la
buena voluntad de la Iglesia y de las masas profundamente religiosas.
Si Rivadavia hubiera conocido mejor a su pueblo, habría sido más prudente en el
tratamiento del problema religioso. Es cierto que las reformas religiosas fueron
menos extremadas que los ataques a los caudillos y los cabildos de hecho, si los
caudillos populistas no se hubieran sentido tal presionados en otros frentes, las
reformas religiosas probablemente habrían encontrado menos resistencia. Aun
así, las maniobras de Rivadavia contra instituciones políticas y religiosa existentes
revelaron una y otra vez una fe ingenua en el poder d la Ilustración y poca
comprensión de lo que era realmente posible en el país que trataba de gobernar.
Al escucharse sólo a si mismos, los liberales porteños eran tan localistas como los
localistas a los que denunciaban. Si los rivadavianos hubieran estado más
sintonizados con los sentimientos de populistas como Artigas e Hidalgo, y menos
inclinados a imponer sofisticadas teorías extranjeras, la Feliz Experiencia podría
haber sido una experiencia duradera en lugar de la soñada Edad de Oro en la que
tanto se embelesan los historiadores simpatizantes.

Los problemas causados por las reformas culturales, políticas y eclesiásticas


Rivadavianas palidecen, con todo, cuando se los compara con su Insidioso legado
en materia económica. La distribución de tierras bajo Rivadavia, aunque debía
ser temporaria, concentró inmensas extensiones del mejor recurso natural de la
Argentina en manos de unos pocos, negándole de este modo a las futuras
generaciones acceso a cualquier poder económico y político real. Además, al usar
el enorme potencial económico del país como hipoteca, los rivadavianos
contrajeron la primera gran deuda externa del país, poniéndolo en el camino de
la dependencia crónica del capital extranjero a despecho de las gigantescas
fortunas personales amasadas por la oligarquía terrateniente.

De hecho, la facilidad con la que García y Rivadavia obtuvieron préstamos


externos para gastos de gobierno creó un precedente para que los argentinos
ricos evitaran el pago de impuestos y gastaran sus fortunas en el extranjero y en
lujos estériles, contribuyendo muy poco a la formación de capital dentro del país
un esquema que sigue tan vivo hoy como hace ciento cincuenta años. La
Argentina sigue siendo un país dependiente en materia de capitales, a la vez que,
paradójicamente, es un gran exportador de capitales. Por último, permitiendo
que Gran Bretaña tuviera acceso sin trabas a todos los aspectos de la economía
argentina, del comercio y la inversión a las finanzas y la locación monetaria, los
rivadavianos crearon una alianza non sancta entre la burguesía terrateniente y
comerciante porteña y sus socios. Aunque hoy Gran Bretaña ha sido remplazada
por los Estados Unidos y Japón, la presencia no controlada de intereses
económicos extranjeros en la Argentina sigue minando el autogobierno del país.

Con la partida de Rivadavia, el idealismo democrático doctrinario en la Argentina


terminó... al menos por un tiempo. Su contribución más positiva a la nación fue
el sueño de crear un Estado europeo en el hemisferio sur, sueño que por unos
pocos años encendió la imaginación de toda una ciudad. El admirable
memorialista Tomás de Iriarte, contemporáneo y en ocasiones admirador de
Rivadavia, resumió así la contribución de don Bernardino:
“Muchos de los decretos de Rivadavia adolecían de este defecto, bien que
esencialmente fuesen liberales y de utilidad pública: no tenía el hombre de
estado paciencia bastante para políticas; no respetaba ni el tiempo, ni las
costumbres, mucho menos las preocupaciones populares. El pueblo no estaba
preparado para ver tanta luz repentinamente, y Rivadavia, que tenía la
regeneración social en la cabeza, se precipitaba para darla a luz; creía que le
bastaba promulgar un decreto. Por esto e ese se vieron tan sabias disposiciones
sin efecto; eran impracticables; el pueblo no tenía una educación análoga al
nuevo sistema por que se le quería regir: era una monomanía de decretos” (III, p.
31).

Juan Bautista Alberdi, el más notable intelectual de la generación siguiente, y


acerbo crítico de las pretensiones porteñas, resume como sigue La Feliz
Experiencia:

“Rivadavia ha dejado andamios. Sus creaciones localistas de Buenos Aires, aislada


de la nación, tuvieron por objeto preparar el terreno para el edificio del
gobierno nacional. La generación actual se ha alojado bajo los andamios, los ha
cubierto de lienzos y, a esa especie de tienda de campaña, ha dado el nombre de
edificio definitivo” (Grandes y pequeños hombres, p. 25).

Pese a tales criticas, La Feliz Experiencia sobrevive en la memoria de los liberales


argentinos como una isla de paz, una época en la que las utopías parecían al
alcance de la mano. Como tal seguiría siendo el prototipo de las aspiraciones
liberales en los años venideros. El lado oscuro de La Feliz Experiencia fue su
legado de endeudamiento, concentración de riqueza, exclusivismo, sentimiento
antipopular y dependencia cultural. Estos elementos también limitarían los
esfuerzos de los futuros argentinos para construir una sociedad viable e inclusiva.

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