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06 - Shumway - La Invención de La Argentina. Historia de Una Idea PDF
06 - Shumway - La Invención de La Argentina. Historia de Una Idea PDF
Nicolás SHUMWAY.
La Invención de la Argentina. Historia de una idea.
Buenos Aires, Emecé, 1993.
Los rivadavianos
Los rivadavianos fueron un grupo de unitarios porteños reunidos alrededor de la
figura de Bernardino Rivadavia, un morenista a quien vimos ya como secretario
del Triunvirato de 1811. Durante la década de 1820 dirigió un fugaz gobierno que
anticipó virtualmente todas las posturas de las clases liberales y educadas en la
Argentina. Los rivadavianos no estuvieron en el poder el tiempo suficiente como
para hacer cambios estructurales durables en el país. Aun así, Rivadavia dejó su
marca en las instituciones sociales, las aspiraciones culturales y el estilo de
gobierno, marca que sigue actuando en primer plano entre las ficciones
conductoras del liberalismo argentino.
Por mucho que las provincias lamentaran estas medidas, sus propias divisiones les
hacían imposible una resistencia unida a Buenos Aires. Mientras tanto, Buenos
Aires aumentaba su contacto con viajeros europeos comerciantes y científicos.
Tanto Humbolt como Darwin pasaron algún tiempo en la Argentina. Mediante
viajes por el extranjero, los hijos de la oligarquía emergente se familiarizaron con
las costumbres europeas; a menudo al punto de sentirse más extranjeros en la
Argentina que en Europa.
Un ex militar que se sintió estafado con las nuevas pensiones fue el ex presidente
y proceder la Independencia Cornelio Saavedra, quien en sus memorias recuerda
con amargura cómo fue gracias a la herencia de su esposa que pudo mantener a
flote la familia (Saavedra, Autobiografía, I, pp. 82-85). En un decreto Tratado el
17 de septiembre de 1821, los desempleados, muchos de ellos ex soldados
gauchos, son definidos como “delincuentes dolosos de mendicidad”, y eran
enviados a la cárcel o forzados a trabajar en obras públicas (citado en Halperín
Donghi, p. 350). Al mismo tiempo, a pesar de una aparente escasez de mano de
obra en la economía de crecimiento, el gobierno puso techos a los salarios
pagados a los obreros comunes, muchos de ellos soldados de vuelta a la vida civil,
para asegurar de ese modo “la dependencia del trabajo del día” (citado en
Halperín Donghi, p. 358).
Lo que más llama la atención aquí es el retrato que hace López de una sociedad
obsesionada con actualizar a la Argentina, con mantener un nivel intelectual y
artístico en este puesto de avanza de la cultura occidental, a la par de Europa. El
presupuesto de estas veladas era la creencia de que la cultura era un producto
que debía ser importado.
El Argos, cuyo nombre hace alusión al ojo vigilante, sirve como temprano
prototipo del periodismo liberal porteño en general urbano, con la mira puesta en
la información internacional, austero sin carecer de estilo, informado, siempre
del lado del elitismo intelectual, firme en su lealtad a las causas liberales,
desdeñoso de las clases y cultura populares, y severo en su crítica del gusto. De
hecho, no puedo leer el Argos sin pensar en la revista Sur de Victoria Ocampo,
que inició su publicación en 1931 y que, en palabras que usa John King en su
magnífica historia de la revista, “vio que su papel era civilizar a una minoría en
el caos de la pampa literario e ideológico” (King, Sur, p. 56). La descripción que
hace King de Sur podría perfectamente aplicarse a EI Argos de la Sociedad
Literaria de 1822.
Cada número de El Argos traía un amplio panorama de las noticias del mundo y
América, política local, y la naciente alta Cultura de Buenos Aires. Dadas las
distancias que debían viajar la avanzada noticias, la sección internacional por lo
común estaba tres o cuatro meses atrasada, y pese a los intentos por atraer
corresponsables extranjeros, por lo general consistía en material tomado de
periódicos americanos, ingleses, franceses y españoles. Además, aunque en este
momento las Provincias Unidas del Río de la Plata sólo estaban unidas en el
nombre, El Argos se hacia un deber de imprimir noticias de todas las regiones del
interior, promoviendo de ese modo la ficción de que, pese a la desunión política,
la Argentina estaba unificada en el espíritu.
Es quizás que cualquiera opinión que a este, salga de Buenos Ayres, llevar en los
demás pueblos contra sí la prevención desfavorable, del deseo de dominar, que
se nos imputa; pero cualesquiera que hayan sido las razones en que funda este
temor general, que siempre ha sido injusto, ellas no pueden tener lugar desde
que se han proclamado y adoptado los principios liberales sobre que están
montadas nuestras instituciones sociales... Reunir en un sólo Estado por
heterogéneas, sólo es poner un impedimento al establecimiento de leyes
benéficas: privar a unos de los bienes de la civilización porque su goce es aun
prematuro para los otros, y en fin retener la celeridad de la marcha que podían
emprender por sí algunas provincias por ligarlas a la lentitud de otras. No
tenemos embarazo en asegurar que tal es el caso de las Provincias Unidas con
respecto al Alto Perú; porque para conocerlo basta la consideración de que las
primeras han vivido quince años el entusiasmo de la libertad y las luces, mientras
las segundas han estado dominadas por el despotismo más irracional (14 de
septiembre de 1825, 315).
Tres puntos merecen atención aquí. Primero, para los editores del periódico y por
extensión para muchos liberales porteños, las acusaciones de hegemonía porteña
son infundadas; antes bien resultan del hecho de que los acusadores viven en un
estado primitivo desprovisto de las instituciones sociales que elevan a Buenos
Aires por encima de sus vecinos. Segundo, Buenos Aires decidió no protestar por
la independencia del Alto Perú ya que “ligar a algunas provincias a la lentitud de
otras” no haría más que impedir el progreso de la Argentina; en suma, porqué
molestarse por Bolivianos, cuando esa región atrasada no sería más que una carga
para Buenos Aires. Y por último, la corrección del camino elegido por las
Provincias Unidas es visible en que “han vivido quince años en el entusiasmo de la
libertad y las luces”. Esta arrogante afirmación ignora quince años de
caudillismo, guerra civil, fragmentación y golpes y contragolpes de los porteños.
Es Innecesario decir que el entusiasmo que muestra Buenos Aires por sí misma no
impidió a los bolivianos llevar a cabo su secesión.
La Abeja sobrevivió sólo unos pocos meses, en parte por falta de fondos, mala
circulación y desacuerdos entre los editores de la Sociedad Literaria. De hecho,
en una ocasión Núñez se quejó que “se habían publicado dos o tres números de La
Abeja sin que la Sociedad hubiese revisado y aprobado los materiales”, sugiere
que la Sociedad Literaria mantenía un poder de veto sobre lo que hicieran los
editores (citado en Piccirilli, p. 64). El conflicto entre la Sociedad Literaria y La
Abeja también puede haber sido porque el editor de la revista era Manuel
Moreno, hermano de Mariano cuyas crecientes inclinaciones federalistas lo ponían
en posición equívoca ante los rivadavianos. Pero aun a despecho de conflictos
locales, La Abeja puso en claro los mismos paradigmas culturales que reinaban
entre los rivadavianos: Europa y más Europa.
Pero la educación para mujeres debía incluir una preparación adecuada en artes
femeninas, como lo indica el título revelador de una de las publicaciones de la
Sociedad: Manual para las escuelas elementales de niñas, o un resumen de
enseñanza mutua, aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura (Piccirilli, p.
51). Además de supervisar la educación de las mujeres, la Sociedad estaba
encargada de preparar materiales de texto para todas las escuelas argentinas, la
mayoría de ellos traducciones de textos franceses e ingleses, o “catecismos
científicos”, como eran llamados, que cubrían temas más tradicionales como
química y geometría. Pese a sus intenciones caritativas y pedagógicas, la
Sociedad no tardó en volverse una especie de club social, cuyo ingreso era
obligatorio para cualquier mujer con aspiraciones a pertenecer a la clase alta.
La escuela de teatro no fue más que uno entre tantos intentos de Rivadavia de
transplantar a las pampas el teatro, la cultura de buen gusto. Florecieron con su
apoyo varios grupos dramáticos a partir de 1823 aparece regularmente una
sección teatral en el Argos. Ya en 1825 el público porteño asistía a producciones
de Otelo de Shakespeare y de las óperas de Rossini. En una demostración de las
acciones cosmopolitas de los porteños, El Argos editorializaba que “promovería
sin duda el interés del teatro el cantar a veces en idioma nacional; aunque, como
individuos nos satisface completamente el italiano; y reprobamos las tentativas
que se han hecho de verter las arias y dúos, oídos ya en esta lengua musical, al
español” (10 de julio de 1824, 256).
Lo que sigue es una mini épica de ocho páginas escrita en el mismo estilo
grandilocuente, detallando la victoria criolla. Los temas son argentinos, pero las
formas son las del siglo anterior. Como lo observa el critico argentino Ricardo
Rojas, “liberal y subversivo era el ideal político que Varela servía: pero la forma
literaria en la cual lo servía como poeta, era conservadora y colonial, puesto que
era exótica, y dogmáticamente enseñada por sus maestros de la colonia. Entre el
principio autoritario derecho divino, y el principio autoritario de la retórica
clásica, no había otra diferencia que el campo en que se ejercían” (Rojas,
“Noticia preliminar, p. 14).
A diferencia de su poesía anterior, ninguna de las dos piezas tiene mucho que ver
con temas argentinos. Dido, dramatización del cuarto libro de la Eneida de
Virgilio, ofrece un ejemplo especialmente ilustrativo de lo que oficialmente se
consideraba arte durante La Feliz Experiencia, ya que fue representada
originalmente en la casa de Rivadavia, publicada con apoyo oficial el 24 de agosto
de 1823, y repetidamente elogiada en el periódico oficial El Argos (23 de agosto
de 1823, 282). Temáticamente, la obra no se aparta en absoluto de la historia
virgiliana, aunque estructuralmente observa con rigidez las unidades
aristotélicas, reduciendo los personajes a meros narradores de hechos
importantes, todos los cuales suceden fuera de la escena antes de que se levante
el telón. Al día siguiente del estreno (que de hecho fue poco más que una lectura
dramática) un crítico anónimo en El Argos se embelesaba: “El autor, arrebatado
de su numero poético esparce profusamente los más sublimes y tiernos
pensamientos... pero también es en verdad muy imponente el sujetar una
producción a la censura rígida de una sociedad ilustrada”. El acto principal es
elogiado por declamar “con aquella cadencia y tono verdaderamente trágico con
que se distingue el teatro francés”. El crítico llega a elogiar a Varela “por la
carrera brillante que ha abierto al teatro nacional” (30 de junio de 1823, 253).
¿Un teatro nacional basado en Virgilio y deudor formal de Corneille? No extraña
que críticos nacionalistas modernos como Rojas consideren a Varela un síntoma
de colonialismo cultural.
Los presupuestos teóricos de la obra y las críticas (la rígida censura del “buen
gusto” en una sociedad ilustrada, la noción esteticista del arte como algo puro y
no contaminado con la realidad, más la corrección de las fórmulas neoclásicas, el
teatro clásico francés como objeto de imitación) explican en parte porqué los
rivadavianos y sus descendientes intelectuales, con todas sus aspiraciones y ente
diligencia artística, sólo produjeron desde imitaciones de la literatura y la
sociedad europea: su sentido del “buen gusto”. Estimulaba más la imitación que
la creatividad. El buen arte, el buen gobierno, el pensamiento y los modales
correctos estaban predeterminados de acuerdo a fórmulas no menos rígidas que
las verdades trascendentes del escolasticismo. Igual que Mariano Moreno, que
antes escondía un inflexible autoritarismo bajo el vocabulario iluminista, los
rivadavianos cantaban loas a la independencia, el progreso y la renovación
cultural, mientras se aferraban a modelos artísticos e intelectuales recibidos.
El Tratado mostraba asimismo una ingenua voluntad por parte de los negociadores
argentinos de aceptar la teoría económica inglesa como objetiva y científica,
antes que como interesada y motivada por el deseo de ganancias. Vale la pena
notar que uno de los pocos intentos exitosos bajo Rivadavia de erigir barreras
aduaneras en la Argentina fue una prohibición contra la importación de cereal
votada por la legislatura provincial el 29 de noviembre de 1824. La ley fue
severamente condenada en El Argos como “opuesta a los más sanos principios de
economía y lo que es más agravante, como contraria al espíritu de todas las leyes
e instituciones que nos han... acreditado exteriormente... [y con seguridad
iniciará] la odiosa carrera de los privilegios y las prohibiciones que no solamente
arruinan, pero desacreditan” (10 de agosto de 1825, 269). Aun en materias
económicas, los rivadavianos adherían plenamente a los modales europeos.
Como señala Díaz Alejandro, la naturaleza misma parecía militar contra una
distribución equitativa del poder y la riqueza en la Argentina. A diferencia de los
Estados Unidos, donde el descubrimiento de ricas tierras de cultivo en las Grandes
Llanuras y en California obligaron al Nordeste a industrializarse, las mejores
tierras en la Argentina fueron distribuidas primero, asegurando que pocas familias
oligárquicas del país seguirían siendo las más ricas y poderosas. Después, a
medida que les fuera arrebatando territorio a los indios, las mismas familias
seguirían adquiriendo más y más tierra (Díaz, Alejandro, Essays on the Economic
History of the Argentina Republic, pp. 35-40, pp. 151-159).
Mucho más incendiaria que la abolición de los cabildos fue la reforma eclesiástica
de Rivadavia; aunque tibia en comparación con el anticlericalismo francés, estas
medidas contribuyeron al aislamiento de los rivadavianos tanto respecto de los
oligarcas conservadores como de las clases populares. Aunque los sacerdotes
conservadores estaban comprensiblemente perturbados por las corrientes
anticlericales en el pensamiento ilustrado, que no podía sino resonar entre los
liberales argentinos, la Iglesia que Rivadavia trató de reformar no podía
considerarse de ningún modo un bastión del tradicionalismo antirrevolucionario.
A lo largo del siglo XVIII las ideas iluministas entraron en la América hispánica con
frecuencia a través del clero, en ocasiones contrariando las prohibiciones
oficiales. Liberales como Moreno se enteraron de la existencia de Voltaire y
Rousseau gracias a los curas en la Universidad Católica de Chuquisaca, y algunos
hombres de iglesia tuvieron papeles de importancia en la gesta emancipatoria.
Bajo presión de España, el papa Pío VII excomulgó a algunos curas liberales, pero
quedaron los suficientes como para sostener la presencia liberal en la Iglesia
(Frizzi de Longoni, Rivadavia y su reforma eclesiástica, pp. 10-22 y pp. 37-39).
Rivadavia, que no tenía nada de jacobino anticlerical, se llevaba bien con el clero
liberal, incluyó a sacerdotes en todos los niveles de su administración, instituyó la
plegaria en latín en las escuelas, y mandó a sus subordinados cesar de “promover
prácticas contrarias a la religión” (Carbia, Revolución, pp. 91-92).
¿Por qué, entonces, Rivadavia terminó teniendo un problema tan grave con la
Iglesia? La respuesta es relativamente simple: hizo un problema de la intromisión
de la Iglesia en cuestiones materiales, lo que constituía la debilidad más
vulnerable y delicada de la Iglesia. Desde épocas coloniales, el real vigor
económico de la Iglesia estaba primordialmente en manos de las órdenes
monásticas que con los años adquirieron enormes propiedades, desde tierras a
pequeñas fábricas. Además, los servicios sociales (escuelas, hospitales, asilos y
orfanatos) eran terreno exclusivo de las comunidades religiosas, que solían
competir entre sí por riqueza, prestigio, influencia y nuevos miembros.
Vinculadas a las órdenes madres en Europa, las órdenes argentinas siguieron su
propia ley a tal grado que inclusive el clero no monástico se alarmó de su
independencia. El poder de las comunidades monásticas había sido atacado desde
tiempo atrás por los liberales argentinos; en el segundo número desde El Argos de
Buenos Aires, por ejemplo, un autor anónimo fantasea con que algún día viajeros
curiosos mirarán las ruinas de los monasterios como “monumentos de la mudable
opinión del hombre” (19 de mayo de 1821, 10).
Aunque ampliamente apoyada por los curas progresistas como Antonio Sáenz, el
Deán Funes y Mariano Zavaleta, la reforma provocó una airada reacción entre los
conservadores. Los principales entre ellos fueron dos franciscanos, Cayetano
Rodríguez y Francisco de Paula Castañeda, que publicaron feroces diatribas
contra los “infieles” rivadavianos (Frizzi de Longoni, pp. 81-87). Tan indignado
estaba Fray Castañeda que compuso varias parodias de las letanías de la Iglesia
para expresar su desaprobación hacia Rivadavia.
Por ejemplo:
De la trompa marina -libera nos Domine.
Del sapo del diluvio -libera nos Domine.
Del ombú empapado de aguardiente -libera nos Domine.
Del armado de la lengua -libera nos Domine.
Del anglo-gálico -libera nos Domine.
Del barrenador de la tierra -libera nos Domine.
Del que manda de frente contra el Papa- liberanos Domine.
De Rivadavia -libera nos Domine.
De Bemardino Rivadavia -libera nos Domine.
Kyrie eleison -Padre Nuestro. Oración como arriba.
Aparte de las referencias de mal gusto al aspecto físico de Rivadavia, las parodias
de Castañeda contienen dos acusaciones significativas: heterodoxia y elitismo. La
acusación de heterodoxia es fácil de refutar ya que nada en la reforma toca a la
doctrina. La de elitismo, en cambio, presagia una de las corrientes más durables
de sentimiento antiliberal en la Argentina, tan efectiva hoy como hace ciento
cincuenta años; según esta visión, el progreso de acuerdo a los modelos liberales
era algo inglés o francés, y en consecuencia antiargentino. Una crítica más
importante provino del nuncio papal en Chile (como expresión de la
desaprobación oficial por la revolución, el Papa en ese momento no tenía
representante en Buenos Aires), que argumentó que la Iglesia era una
organización divina no sujeta a la ley civil. Dos de los sacerdotes más distinguidos
de Buenos Aires, el Deán Funes y Mariano Zavaleta, salieron en defensa de
Rivadavia, pero no había defensa contra los argumentos emocionales de la
reacción.
“Ya he mencionado la malignidad con que algunos de los habitantes de este lugar
tratan de arrojar sombras sobre nuestro carácter nacional e individual. El veneno
de todas esas personas desafectas se ha concentrado y difundido al público en los
escritos de cierto fraile franciscano, llamado Castañeda... un hombre cuya
audacia sólo es igualada por su maldad” (Forbes, p. 69).
Manifestaciones encabezadas por curas cubrieron las calles de Buenos Aires y
Luján (EI Argos, 22 de marzo de 1823, p. 97). En respuesta a los desórdenes,
Rivadavia dirigió una enérgica carta de protesta al obispo en funciones de Buenos
Aires, Mariano Zavaleta, diciendo que “ni la civilización ni la religión, ni la
patria, ni la moral han tenido un abrigo decoro entre los que se denominan los
pastores de la tierra; ellos ha tomado del evangelio el nombre, pero han
rechazado sus preceptos”. El obispo Zavaleta apoyó a Rivadavia, como apoyaba la
reforma de los abusos y habitudes “que degradan nuestra religión santa” (El
Argos, 29 de marzo de 1823, pp. 107-109). Por supuesto siendo Zavaleta
funcionario eclesiástico nombrado por el gobierno civil y no por el Papa, su apoyo
hizo poco para tranquilizar al clero rebelde. Por lo demás, cuando las noticias de
la reforma eclesiástica llegaron a las provincias, pasaron pocos días antes que
Juan Facundo Quiroga, caudillo de la distante provincia de la Rioja, anunciara
uno de los lemas más efectivos de la reacción federalista antiunitaria: Religión o
muerte. Las pasiones movilizadas por la reforma eclesiástica seguirían
acumulándose durante años antes de explotar al fin en apoyo del gobierno
reaccionario de Juan Manuel de Rosas, el dictador que sucedería unos años
después a Rivadavia.
Martín Rodríguez dejó el poder en 1824 y fue remplazado por Juan Gregorio de
Las Heras. Al principio Rivadavia continuó como ministro bajo el nuevo gobierno,
pero pronto fue enviado en misión diplomática conseguir apoyo Inglés para la
Argentina en la guerra que se había iniciado con el Brasil por la posesión del
Uruguay. Como en este momento Inglaterra estaba jugando sus cartas a la
enemistad entre las dos naciones sudamericanas, Rivadavia volvió con las manos
vacías, herido por la fría recepción que había tenido por parte de los ingleses a
quienes tanto admiraba. Una vez de regreso en Buenos Aires, encontró que La
Feliz Experiencia se estaba desmoronando de prisa, en primer lugar por el
creciente descontento entre terratenientes federalistas como Rosas y los
Anchorena.
Hay amplio campo tanto para el elogio como para la condena. Del lado positivo,
nadie más que Rivadavia se entregó tan completamente al servicio de su país.
Como miembro del Primer Triunvirato que gobernó después de la Primera Junta,
como diplomático de varios gobiernos entre 1814 y 1820, como ministro bajo
Martín Rodríguez, y por último como presidente, Rivadavia cumplió sus funciones
con energía y dedicación. Su sueño de recrear a Europa en el sur del continente
se volvió una poderosa ficción orientadora que sigue dando forma a la esperanzas
de muchos argentinos. Pero el detalle de sus programas muestra a menudo más
buenas intenciones que sentido común.
Todo esto lo hicieron en menos de tres años, en una ciudad de cincuenta y cinco
mil habitantes, la mayoría analfabetos, perdida entre las pampas desiertas por un
lado y el Océano Atlántico por el otro. Pero no es mezquino señalar que los
Rivadavianos en algún sentido eran actores en una comedia que aspiraba a poco
más que a establecer un repositorio y reproducción de la cultura europea.
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