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SALUD MENTAL Y CULTURA

Entrevista con Jean Starobinski

Con motivo del 70 aniversario del gran crítico literario e historiador de las
ideas, Jean Starobinski, el profesor ginebrino Vincent Barras (del Instituto Louis-
Jeantet de Historia de la Medicina) le hizo en 1992 esta entrevista, centrada en la
historia de la medicina, si bien la obra del gran ensayista ha abordado tanto ese
campo –especialmente la historia del pensamiento psicológico– como sobre todo
la literatura y la historia de las ideas, destacando su modo pionero de tratar el pro-
blema de la máscara y de la melancolía.
Starobinski nació en Ginebra en 1922 (su padre era un médico de origen
polaco que decide quedarse en Suiza a partir de 1914), y él se nacionalizará suizo
tardíamente, en 1948, y de hecho, aunque de expresión muy francesa, su obra
siempre ha tenido un aire en verdad internacional: parcialmente se formó en
Norteamérica, publica casi siempre en París, domina notablemente el alemán (ha
merecido el premio Goethe), y mantiene numerosos contactos con la cultura ita-
liana. Starobinski concluyó sus estudios de letras en 1942, y los de medicina en
1948. En los cuatro años siguientes, fue alumno interno de medicina general, sin
llegar a ejercer la medicina; pues mientras rotaba como alumno interno en una clí-
nica psiquiátrica en Suiza fue cuando presentó su tesis literaria, un gran libro de
crítica intelectual: Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo
(1957). Luego Starobinski publicará su tesis médica, Historia del tratamiento de
la melancolía desde los orígenes hasta 1900 (1960). Desde 1958 hasta jubilarse
en 1985, ha sido catedrático de historia de las ideas en la Universidad de Ginebra,
a la vez que era profesor de literatura francesa y de historia de la medicina.
De ahí sus grandes libros que ha ido elaborando al tiempo que los probaba en
decenas de artículos previos: L’œil vivant (1961); La invención de la libertad
(1964); Portrait de l’artiste en saltimbanque (1970); La relación crítica (1970);
Las palabras bajo las palabras (1971), una mirada inédita sobre Saussure; 1789,
los emblemas de la razón (1973), sobre la iconografía de la revolución; La pose-
sión demoníaca (1974). Asimismo está otra obra maestra de Starobinski,
Montaigne en mouvement (1982); y otros tantos libros más entre los que destacan
tres aparecidos en 1989, Table d’orientation; Le remède dans le mal; y La mélan-
colie au miroir. Trois lectures de Baudelaire. Así como Diderot dans l’espace des
peintres. Le sacrifice en rêve, de 1991; y Largesse (1994). Sus trabajos sobre
Diderot, sobre la idea de reacción o sobre la melancolía, sin duda fundamentales,
están pendientes de una próxima reelaboración en varios proyectos bibliográficos
del propio Starobinski.
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Actualmente es miembro del Institut, de la Accademia dei Lincei, de la


Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung, de la British Academy y de la
American Academy of Arts and Sciences. Y ha recibido el Premio europeo del
ensayo, Veillon (1984), el Premio Balzan (Roma, 1984), el Premio de Mónaco
(1988), el citado Premio Goethe (1994) y hace muy poco el Premio Jaspers. Jean
Starobinski, como autor, pensador, docente y organizador de encuentros pluridis-
ciplinares, es uno de los más grandes intelectuales del siglo XX.

Además de todas sus actividades en los campos más diversos, usted no ha


dejado de prestar una gran atención a la historia de la medicina, sobre todo a tra-
vés de su enseñanza en las Facultades de Letras y de Medicina de la Universidad
de Ginebra, así como de sus múltiples publicaciones y conferencias. ¿De dónde
procede ese interés?
Procede de la superposición de mis estudios médicos y literarios. En primer
lugar vinieron los estudios literarios; había proseguido un trabajo literario duran-
te mis estudios de medicina, gracias a Marcel Raymond, de quien era ayudante; y
habían surgido ya muchos problemas cuando era a la vez estudiante de medicina
y daba seminarios sobre Montesquieu y Flaubert. Ambos escritores tienen rela-
ciones muy interesantes con la medicina; y abordar a Montesquieu a partir de cier-
tos conocimientos científicos y médicos no impide comprenderle mejor, muy al
contrario. De la misma manera, sobre el caso de Flaubert, había visto qué tipo de
ventajas podía asegurar esta interdisciplinariedad, esta convergencia de acerca-
mientos y métodos. Y, tras mis estudios de medicina, en esa fase en la que uno es
ayudante, cuando todavía se está tanteando, llegó el momento de preguntarme
sobre qué había de versar mi tesis de medicina.
En esa época, hacia el final de los años cuarenta, me había tentado un traba-
jo –que desde luego no habría sido el primero– sobre Descartes y la medicina, y
de modo especial sobre su neurología. El texto permaneció en gran parte inédito
(aparte de una publicación un tanto periférica, en una revista belga, de un ele-
mento de ese trabajo que era todavía un «primer intento»). Había algunos mode-
los: el primero fue el trabajo de Georges Canguilhem sobre lo normal y lo patoló-
gico, y su libro sobre el concepto de reflejo. Me parecía una hibridación muy pro-
metedora entre filosofía e historia de la medicina. Así, gradualmente, me invitaron
a hablar en la revista Critique de obras de medicina, de filosofía de la medicina:
los libros de Canguilhem, el libro muy provocador y estimulante de Selye (que en
la época nos atraía mucho por su espíritu de sistema y que tal vez sea uno de los
últimos grandes sistemas médicos), y también una reseña crítica sobre otro siste-
ma, el del soviético Speransky: había observado hasta qué punto esta neurofisio-
logía era elemental, casi grosera, debido a las lesiones corticales extremadamente
extendidas provocadas por el experimentador, cuyas consecuencias seguía a nivel
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digestivo. Tuve así la oportunidad de reflexionar sobre el método experimental,


sobre la ética de la verificación experimental, problema que vuelve a plantearse
hoy en otro contexto. Así es como nació mi interés. Y mi objetivo, al ir a los
Estados Unidos en 1953, era sobre todo averiguar qué podía aportarme el Instituto
de Historia de la Medicina del Johns Hopkins, donde me invitaron a dar una ense-
ñanza muy elemental de francés, con el título de instructor.
Muy pronto pude pasar al campo de la literatura francesa por el fallecimien-
to de un profesor, pero seguía asiduamente la enseñanza de un filólogo, Ludwig
Edelstein –que se encuentra entre los mejores conocedores de Hipócrates– y de
Oswei Temkin, uno de los grandes historiadores de la medicina de nuestra época,
que había estado con Karl Sudhoff en el Instituto de Leipzig, y que fue en cierta
medida el sucesor de Sigerist. Fue para mí una manera de entrar en contacto con
la historia de la medicina en el momento en que más elevadas eran sus exigencias.
Para los miembros de esta escuela, se trataba de ser médico y filólogo, como
Temkin, capaz de descifrar tanto los textos árabes y hebreos, como griegos o lati-
nos, pero estaba ya con él Richard Shryock, un historiador de la medicina forma-
do en el estudio de la historia nacional americana y que, por sus trabajos sobre la
evolución de la organización de la medicina americana, anticipaba los trabajos de
orientación sociológica que hoy renuevan la historia de la medicina con su interés
por las instituciones, por la medicina en su función social.
Fue para mí una etapa muy estimulante, pues lo que se hacía en historia de
la medicina era presentado muy a menudo en otra institución del Johns Hopkins,
un grupo muy libre que se llamaba el «club de historia de las ideas». Había allí
muchos científicos que se dedicaban a la historia de la evolución (Bentley Glass),
asiriólogos, filósofos bajo la égida ya lejana de Arthur Lovejoy, el autor de La
gran cadena del ser, y era el lugar de encuentro de personas que venían de todos
los horizontes. Allí se me hizo evidente que la aportación de la historia de la medi-
cina podía ser tenida en cuenta en una confrontación general de historia de las
ideas, de la filosofía, de la cultura, de la civilización. Era pues un clima absoluta-
mente positivo. Me había resultado muy edificante la presencia de Temkin en los
war rounds del sábado por la mañana: un historiador de la medicina venía a ver
las presentaciones de enfermos. Me esforzaba por hacer lo mismo.

¿Cómo llegó a interesarse por la historia de la melancolía?


En el momento de mi último período de prácticas en el hospital de Cery, tras
mi regreso de los Estados Unidos. Había allí una buena biblioteca de libros del
siglo XIX. Empecé a leer a los psiquiatras del pasado y a los psicoanalistas más
recientes; y fue al término de ese año en Cery cuando me decidí a escribir una tesis
sobre la historia de la melancolía. Teníamos a la vista en Cery los primeros resul-
tados de los tricíclicos y del Tofranil, y la serie Acta psychosomatica de Geigy
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acogió esta tesis. Mi trabajo se interrumpe en 1900, pues se esperaba otro trabajo
para el siglo XX, el de Kuhn, el médico que había observado por primera vez los
efectos del Tofranil; pero, muy absorbido por sus funciones de director de
Münsterlingen, todavía no ha escrito esta historia del tratamiento de la depresión
en el siglo XX. Mi texto se detenía a la vez antes de Freud y antes del electrocho-
que. Lamento sobre todo que haya sido antes de los tricíclicos: el acercamiento
terapéutico de la depresión desde la introducción de esas sustancias en los años
cincuenta tiene ya toda una historia.
Así es como entraron poco a poco en mis actividades esos considerandos,
ligados cada vez más –a partir del momento en que mi enseñanza en Ginebra era
una enseñanza de historia de las ideas– a la interacción entre historia de la medi-
cina, historia de las ideas, historia de la literatura. No quería perder esta parte de
mi vida dedicada al estudio de la medicina. Era una forma de conservar la unidad
en mí, en mis diferentes actividades; resulta que sigo empeñado en la misma tarea,
en esta obra un poco melancólica que consiste en rematar lo que se ha empezado
una vez y que no ha conseguido llegar del todo al punto hasta el que se desea que
avancen las cosas.

Lo que llama la atención en sus trabajos de historia de la medicina es la mul-


tiplicidad de las aproximaciones; el aspecto psicológico, la psiquiatría, pero tam-
bién la conciencia del cuerpo, la cenestesia. Si hubiera que definir el conjunto de
su producción relativa a la historia de la medicina, podría decirse que la «psique»
y el «soma» nunca están considerados separadamente, sino siempre en su rela-
ción recíproca.
En efecto. Entre los textos aparecidos en la revista Critique, hubo muy pron-
to un estudio a partir del libro de Alexander. Fue una ocasión de hablar ya de la
medicina psicosomática. Es evidente que el nudo psicosomático es precisamente
lo que permite abordar conjuntamente un aspecto vivido y expresado verbalmen-
te, y un aspecto explorado objetivamente por el médico.

Lo que puede resultar un poco sorprendente para los médicos es que, en


lugar de orientarse hacia los conceptos tradicionales sobre los que a menudo des-
cansa la historia de la medicina, su método parece aplicarse a las palabras: la
palabra «reacción», la palabra «nostalgia», para repetir los títulos de algunos de
sus artículos.
Este interés por la historia semántica se debe al hecho de que el lenguaje
científico, sobre todo en medicina, estuvo durante mucho tiempo ligado al diccio-
nario y a términos heredados. La medicina se cuantificó; y sólo en fechas relati-
vamente recientes se convirtió en una disciplina en la que prevalecen dosificacio-
nes y cálculos; y la historia de las palabras, es en cierto modo la historia de las teo-
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rías y la historia de los conceptos; hay que prestar atención a lo que Jacques Roger
llamaba las transferencias de sentido en el vocabulario científico. Estas transfe-
rencias de sentido pudieron afectar a un gran número de palabras, que habían pasa-
do, por ejemplo, del vocabulario aristotélico del Renacimiento al vocabulario de
la mecánica clásica: se cambió el sistema, manteniendo las palabras anteriores,
pero distribuyéndolas de otro modo en su relación con otras palabras. Se trata,
pues, de un cambio que modificó el «valor» de la palabra, en el sentido que los
lingüistas dan al término «valor»: la relación de esta palabra con el resto del voca-
bulario. Sucede que muchas palabras cuya transformación he seguido tienen cier-
ta relación con esta palabra de tan considerable longevidad que es «melancolía»:
en efecto, data de la más remota Antigüedad, y sólo muy recientemente el último
diccionario de la OMS la declara obsoleta, y hay que sustituirla por «depresión»:
y aunque la palabra «reacción» no afecte más que a la «depresión reaccional», me
interesé por ella a partir de esta última.
Es sabido que a principios del siglo XIX, Bichat define la vida por la acción
destructora de las agresiones externas y la reacción específica del individuo vivo.
Gradualmente, me fui preguntando cómo entró este término en la medicina, pues
hay, en efecto, épocas del lenguaje de la medicina en que no interviene la palabra
reacción; todavía no es conocida y no tiene ningún papel que desempeñar. La sali-
da a escena de algunos conceptos, de algunas palabras –pero no es el caso de todas
las palabras–, podría, si se mira detenidamente, poner de relieve una emergencia,
una nueva intuición, otra concepción de lo vivo y de las relaciones entre el indi-
viduo y el medio circundante.
También la «nostalgia» es una palabra creada para designar algo que era un
sentimiento vago, que adquirió figura de enfermedad, y que para nosotros ha deja-
do de ser una enfermedad. Hablaríamos en otros términos de lo que ha sido defi-
nido como la enfermedad nostálgica: sería para nuestros contemporáneos una neu-
rosis de adaptación, una depresión por reacción, o de reajuste como dicen los auto-
res anglosajones. Muchos de mis trabajos han podido ser, como ese trabajo sobre
la clorosis, trabajos por ramificación del estudio sobre el estudio de la melancolía.
La clorosis era ciertamente un déficit. ¿De qué? Había sido identificada con la
anemia férrica. Algunos historiadores están convencidos ahora de que muchos
casos de clorosis, tal como eran catalogados en Inglaterra en el siglo XIX, eran la
forma que adoptaba, o el nombre con el que se designaba la anorexia mental. Se
podrían identificar eventualmente, de manera retrospectiva, siempre que hubiera
suficientes documentos clínicos, historiales de enfermos, dos afecciones total-
mente diferentes; y la historia de la medicina se convierte entonces en una inves-
tigación sumamente interesante, porque revela estadios del pensamiento en que
los conceptos que hoy son para nosotros completamente diferenciados están toda-
vía fusionados, amalgamados, y en que un término permite mantener la confusión.
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Es posible que el término de «clorosis» haya permitido mantener la confusión


entre un síndrome de anemia férrica que afectaba a chicas jóvenes procedentes a
menudo de ambientes muy desfavorecidos y por otra parte un síndrome de recha-
zo de alimentos y falta de reglas que caracterizan una actitud psicológica que sigue
desafiando a la psiquiatría de hoy.

Lo que usted describe es en efecto uno de los aspectos más interesantes de la


historia de la medicina: pero ¿no es también una de sus mayores dificultades? El
médico de hoy que lee una descripción clínica de hace cincuenta años, y con más
razón de hace doscientos años o incluso más, se ve continuamente en la tentación
de hacer un diagnóstico a partir del estado de conocimientos actual; por el con-
trario, usted parece indicar que todo texto médico, aunque sólo tuviera unos
pocos años, debería ser considerado desde la mirada del filólogo tanto como
desde la del médico. ¿Cómo concilia usted ambas actitudes?
A veces, es difícil armonizarlas, y tal vez sea ésta una buena ocasión para
hacer un poco de pedagogía. Pues tomar conciencia de la organización de un dis-
curso que se desarrolló en una cultura del pasado, tomar conciencia del papel de
una palabra en la organización de ese discurso, es casi a la vez tomar conciencia
de la imposibilidad de hacer coincidir esta palabra con el sentido que le daríamos
hoy, y es por tanto despertar un escepticismo saludable. Creo incluso que la pala-
bra melancolía puede perfectamente servir de ejemplo, puesto que en un principio
va vinculada a un concepto humoral de los diversos trastornos, somáticos y psí-
quicos, del individuo.
Si prestáramos la atención suficiente al inventario de la aplicación de esta
palabra, veríamos que no se trata sólo de casos de depresión melancólica, ni
siquiera de su otra cara, la agitación maníaca; en el pasado, esta denominación
podría haber encubierto igualmente fenómenos que para nosotros se definen con
los términos de hipocondría, tal vez esquizofrenia. ¿Hasta qué punto las historias
tan frecuentemente citadas de personajes que se creen frágiles, rompibles como el
cristal y que encontramos copiadas de una obra a otra no son casos de cenestopa-
tía que hoy incluiríamos entre los síntomas fundamentales de la esquizofrenia? Por
el contrario, ¿en qué medida se trata de esos trastornos somáticos que también
existen en las depresiones, sobre todo en el síndrome de Cotard que puede consi-
derarse como una variedad de depresión? Por otra parte, la enfermedad de
Lobstein ha tenido que existir en el pasado: ¡tal vez las personas que se creían
rompibles habían tenido ya numerosas fracturas!... Es muy difícil determinarlo, y
el diagnóstico retrospectivo es una de las cosas de las que más hay que cuidarse o
proponerlo a título de hipótesis, bajo vigilancia crítica. Algunas veces, tenemos los
elementos de una contraprueba, de un acercamiento más preciso de la verdad. Me
refiero a los estudios llevados a cabo sobre el árbol genealógico de los monarcas
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ingleses, sobre todo de Jorge III, y que ofrecen muy buenos indicios que permiten
pensar en una porfiria transmitida por vía hereditaria. En ese caso, nuestro len-
guaje se aplica sin duda con mayor o menor adecuación a fenómenos objetivos, y
podemos en cierta medida darle crédito.
Pero no queda excluido que lo que hoy llamamos esquizofrenia reciba a tra-
vés de las neurociencias un enfoque nuevo y que todo nuestro edificio de la esqui-
zofrenia se descomponga o se reconstruya a través de un conocimiento más pre-
ciso de ciertos mecanismos neuroquímicos. De ahí la fragilidad de lo que se pro-
yecta en el pasado a partir del discurso actual. Basta con pensar en la «Mirada al
pasado» del Dr. Cabanès, muy impuesto en la ciencia de su época, pero no de la
nuestra. Era inevitable que sus patografías incluyeran un buen contingente de
«artríticos». Pero la filosofía, la filología, la historia de las religiones y de las ideas
permiten controlar cierto número de cosas: cómo evaluar los fenómenos colecti-
vos, orgiásticos o demoníacos: la brujería en el Renacimiento por ejemplo. Los
discípulos de Charcot veían en ello, con demasiada facilidad, la gran histeria –que
conocían o creían conocer–. Hoy somos más desconfiados. Los historiadores de la
vida colectiva ya no dejan la última palabra a los médicos; intentan determinar en
la vida social del pasado la función que podía tener este o aquel ritual de curación
o de exorcismo sin preguntarse de qué tipo de enfermedad podía tratarse.

Con el interés que manifiesta por el vocablo, usted insiste en la variación de


los hechos agrupados bajo un mismo término, lo cual deja entender una idea de
la historia hecha de rupturas, al menos, de modificaciones importantes. Pero, por
otra parte, al subrayar la permanencia de un término a través de los siglos, usted
destaca igualmente la unidad del proceder médico.
En efecto. Aquí habría que precisar un punto. Desde hace mucho, la medici-
na se ha subdividido en dos corrientes: por una parte, una medicina que pretendía
ser racional y científica, que se refería a un conocimiento de la physis y que, natu-
ralmente, se doblegaba a las transformaciones de la imagen de las fuerzas natura-
les propuestas por los físi-cos; por tanto, una medicina, que se concibió como la
aplicación de una causalidad natural comprendida a partir del razonamiento y de
la experiencia. Por otra parte, frente a ella, en competencia con ella, prácticas en
las que el hombre enfermo recurría a otras instancias que el determinismo de las
causas naturales y a la ayuda de aquellos que saben utilizarlo, es decir, los médi-
cos; acercamientos de tipo mágico, religioso, irracional, en los que la afectividad
desempeña un papel importante. Eso es lo que me ha llevado a interesarme por las
relaciones entre medicina y anti-medicina. Mientras se desarrollaba una medicina
racional basada en un saber a menudo, y durante mucho tiempo, incompleto, sus
fracasos sirvieron de pretexto a la crítica ejercida por los defensores de otra prác-
tica de la curación. Algunas veces, era gente que simplemente intentaba conservar
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un monopolio sagrado: los sacerdotes de Asclepio por ejemplo, muy apegados a


su estatuto económico y profesional.
Hoy, nos proponen anti-medicinas a la vuelta de cada esquina. No es malo
conocer la historia de la medicina para saber que las llamadas medicinas paralelas
están cargadas de restos de las prácticas médicas anteriores. Tanto los que las uti-
lizan, como los que practican estas anti-medicinas ignoran hasta qué punto se
encuentran todavía anclados en la medicina de los humores y en algunas de sus
vetustas tradiciones. Las drogas son las de los boticarios de los que, con razón, se
burlaba Molière. Si se tercia, recurren a ellas con soberbia, diciendo: «Han sido
probados por una tradición secular». Es ésta una ocasión adecuada para reflexio-
nar sobre la verificación experimental, sobre la validez de una afirmación de efec-
to terapéutico. ¿Qué precio experimental hay que pagar para llegar a la convicción
de que una droga es eficaz, de que implica un efecto secundario cualquiera? Desde
siempre, los charlatanes han eludido la cuestión diciendo que cada individuo debe
ser tratado de manera diferente. Ahora bien, de acuerdo con la exigencia de la
ciencia, hasta las reacciones individuales deben ser comprendidas como casos de
aplicación de mecanismos universales.

En la tensión descrita de este modo entre medicina y anti-medicinas, podría-


mos descubrir pues un hilo conductor para la historia de la medicina, un efecto
de continuidad.
Cabe imaginar, y yo no lo he hecho, una hermosa obra, una investigación
preciosa: un acercamiento conflictualista a la medicina. Primero los debates entre
médicos y hombres de ciencia en sus acercamientos científicos, como por ejem-
plo la controversia entre Pasteur y Pouchet. Ambos pueden ser considerados cien-
tíficos, pero enfrentados en un punto fundamental. Algunas veces, ciertas impli-
caciones ideológicas o religiosas pueden dividir a los científicos; pero estos con-
flictos, necesarios para el propio progreso de la ciencia y para la crítica de las teo-
rías científicas, no son idénticos a los que existen entre ciencia y actitudes anti-
científicas. No hay nada que objetar mientras la anti-ciencia no pretenda presen-
tarse como la mejor ciencia.
El rechazo de la ciencia puede ser legitimado por la importancia superior de
la vocación moral, de la devoción, de la oración: era el caso de las órdenes reli-
giosas de la Edad Media –en una época en la que, por otra parte, la medicina no
era muy eficaz–, que preferían el ascetismo, incluso la enfermedad, vivida como
una prueba espiritual, antes que cualquier intento de restitución de la salud del
cuerpo. Se ha podido recusar la analgesia obstétrica en nombre de un dolorismo
religioso muy singular. En algunos ambientes marginales, la vida ya no es consi-
derada como un valor absoluto, y se ensalzan los efectos destructores de la droga
en nombre de la experiencia iluminadora resultante. Algunas subculturas aberran-
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tes pueden tomar el suicidio como norma. La medicina está en connivencia con el
querer-vivir. Lo interesante de la historia de la medicina es que no concierne sólo
a las prácticas de curación, sino que invita a plantear cuestiones fundamentales,
como lo han hecho algunos historiadores –pienso en Temkin–, referidas a la esca-
la de valores de nuestra existencia: ¿es la salud un valor fundamental? Ciertas cul-
turas, ciertos movimientos espirituales, lo han negado.
De ahí una orientación de la historia de la medicina que ya no se interesaría
sólo por las prácticas de curación y las teorías subyacentes, sino que aplicaría su
interés al sistema de valores de una sociedad. De ese modo, la historia de la medi-
cina se encontraría con la historia mucho más general de los valores que recono-
cen los hombres, de las reglas de vida que adoptan: junto a la historia de la medi-
cina tendría que haber historia de la moral. La ética no es algo que se sobreañade
a la medicina: le es consustancial.

Es, en cierto modo, lo que usted ha intentado hacer en sus trabajos sobre la
historia de la medicina.
Me interesé (de manera episódica) por la actitud de Molière frente a los
médicos. Este autor me ofrecía un caso particular de anti-medicina. Molière es a
la vez un racionalista que comparte las opiniones de los epicúreos sobre el cono-
cimiento de la naturaleza: todo se explica materialmente por la combinación de los
átomos, pero no tenemos los conocimientos suficientes para saber cómo se com-
binan y se disgregan los átomos materiales. Los médicos que sangran y que pur-
gan son unos impostores. La crítica molieresca de la medicina apunta a una prác-
tica racional o supuestamente tal, en nombre de una razón más ilustrada. Molière
no es un adepto de la irracionalidad, al contrario: observa la impotencia de la
mayoría de las prácticas médicas de su tiempo. La historia de la medicina tiene,
en efecto, el enorme interés de indicar a nuestra mirada mejor informada con qué
argumentos se conformaron los hombres de una época determinada, qué ha podi-
do parecerles lo suficientemente concluyente. También nos muestra a propósito de
qué puntos se despertaron las dudas. La «virtud dormitiva» del opio nos hace reír
en Molière, que da el golpe de gracia a las cualidades sustanciales de origen artis-
totélico. Sin embargo, este tipo de noción, que se limita a atribuir a una causa la
cualidad de su efecto, pudo parecer satisfactoria a generaciones de hombres tan
razonables como nosotros.
De la misma manera, me parece oportuno un estudio riguroso –que nunca se
ha hecho realmente– de los procedimientos demostrativos de Freud. Ante una difi-
cultad, Freud aventura una hipótesis, una comparación –dadas como aproxima-
ciones–. En la página siguiente, estas aproximaciones se han consolidado como
conceptos; han adquirido un estatuto científico. En un principio, los términos
introductorios son: «Podríamos imaginar que»... Poco después la fórmula se con-
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vierte en: «Sabemos que»... Eso vale para todos los textos médicos en los que fun-
cionan peticiones de principio...

Como una especie de reificación por el lenguaje, lo cual explica el interés


del acercamiento filológico.
Incluso un acercamiento retórico del discurso de la prueba... Evidentemente,
tenemos ahora en la medicina científica sistemas muy diferentes de pruebas: prue-
bas por la experiencia, pasos por diversos controles, ensayos en double-blind, y así
sucesivamente. Y son los números los que mandan: pero ahí entra en juego tam-
bién para el historiador de la medicina la estimación de todos los amaños que han
podido mediar. Pues se sabe que en la historia de las ciencias, ha habido algunas
veces hipótesis extremadamente brillantes y, para confirmarlas, experimentos tru-
cados. Estamos en una época en la que, por razones de competencia y de carrera,
proliferan los experimentos imaginarios, donde se proponen gráficos muy seduc-
tores; por suerte, creo que es una minoría de casos, pero no obstante se trata de
otra forma de ilusión que amenaza con infiltrarse en la medicina, tras las ilusiones
puramente verbales.

Hoy se organiza por fin en Ginebra un Instituto de historia de la medicina,


lo cual nos lleva a preguntarnos por las relaciones de los médicos con la historia
de la medicina. Pudo existir –tal vez aún exista– cierta resistencia, cierto desin-
terés del cuerpo médico con respecto a su propia historia: ¿es simplemente por
falta de tiempo, exceso de obligaciones urgentes como cabe pensar?; o acaso
haya también causas más profundas, más constitutivas: ¿tiene toda ciencia ten-
dencia a ocultar su propio pasado, por estar siempre orientada hacia un futuro,
un progreso?
Sí. Las tareas son, efectivamente, inmensas: aprovechar las posibilidades de
acción que nos da el progreso científico, hacer todo lo posible para que los cuida-
dos médicos sean fácilmente, ampliamente accesibles, de acuerdo con el saber
más asentado y mejor controlado –lo cual no quiere decir recetar el último fárma-
co, cuyos efectos secundarios tal vez no sean todavía conocidos en su totalidad–,
poder actuar de manera responsable y competente, lo más eficaz y económica
posible, es ésa una tarea inmensa que atañe a la vez a las autoridades y a los médi-
cos, que debe repartirse entre lo público y lo privado, una tarea susceptible de
movilizar a las personas interesadas, invitarles a trabajar. La responsabilidad ética
derivada de las técnicas que se dominan hoy en día requiere con toda seguridad
una reflexión prioritaria, aunque se sepa que los problemas de ética médica no son
de hoy. Los recursos puestos así a disposición de los médicos en tantos campos:
transplantes, procreación, etc., obligan a una reflexión urgente sobre lo que se está
haciendo.
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Por lo tanto, para el médico comprometido con su trabajo y constantemente


requerido por la llamada de quienes necesitan ayuda, hay tareas inmediatas que
hacen que la historia parezca una libertad que uno se toma, como un enriqueci-
miento suplementario del mismo orden que la lectura de los hermosos libros pro-
ducidos por la historia de «l’École des Annales», y que enseñan cómo era la vida
cotidiana en el Renacimiento. Y no tendría argumentos que proponer a favor de la
historia de la medicina si ésta tuviera que suplantar ese tipo de reflexión y de
investigaciones que piden, con toda justicia, prioridad.
Mi alegato en favor de la historia de la medicina sería simplemente éste: la
moral no data de hoy, la reflexión sobre la vida tampoco; cierto número de gran-
des principios que todavía pueden dirigir nuestra reflexión ante los problemas sus-
citados por las técnicas contemporáneas nos vienen de muy lejos. De este modo,
la conciencia del pasado de la humanidad, en su historia, en su devenir y en su
evolución, en lo cual la medicina es parte implicada, tiene algo que enseñarnos en
la reflexión presente. Existe como un fondo necesario, en el trabajo que llevamos
a cabo en el presente. De la misma manera que hay un futuro ante nosotros, tiene
que existir la conciencia de lo que era antes la precariedad de la vida, el riesgo de
una acción terapéutica, el hecho de recurrir a otros valores que la medicina. En un
ambiente de información cultural lo más amplia posible, las decisiones éticas
impuestas por los recursos contemporáneos serán tomadas con más serenidad y
más seguridad a la vez. Es un refuerzo apreciable.
Pero no creo que esta conciencia del pasado tenga que ser reguladora. No son
órdenes terminantes lo que tienen que ofrecer los historiadores. Por ejemplo, hoy
en día, el conocimiento de los problemas demográficos mejoran con el conoci-
miento de lo que había sido el corte demográfico brutal que producían las grandes
epidemias del pasado. Saber cómo volvieron a arrancar o perecieron las civiliza-
ciones por las epidemias, es algo que conserva su valor didáctico, valor compara-
tivo, aunque nada se repita. La Gran Peste de 1348 no volverá a producirse, pero
provocó una gran sangría, una depleción demográfica en la Europa del siglo XIV,
y todavía se están evaluando las consecuencias económicas y sociales, los trastor-
nos morales que de ello resultaron. No quiero decir que sea una lección para el
futuro, pero conviene saber que, en las condiciones de los grandes trastornos debi-
dos a una epidemia, hay repercusiones en distintos planos. Y creo que ello con-
serva un valor documental para nosotros que, en cualquier momento, podemos
tener que enfrentarnos a un fenómeno epidémico muy grave. Por otra parte, cabe
reflexionar sobre el conjunto de los problemas que resultan de la erradicación de
la viruela. Algunas poblaciones se mantenían a cierto nivel, en cierto grado de
estabilidad, y se encuentran ahora en crecimiento, de ahí una comparación útil y
necesaria entre demografías estables y demografías inestables, en crecimiento,
pero que exponen a las poblaciones a otras amenazas, a otros peligros que aque-
(106) 306 Entrevista con Jean Starobinski
SALUD MENTAL Y CULTURA

llos que habían sido conocidos en el pasado. Lo cual quiere decir que, en cierto
momento y a pesar de lo que he dicho con respecto a la transformación del voca-
bulario, una ojeada estadística y demográfica sobre un espacio de tiempo históri-
co bastante amplio, como lo hacen los economistas que se ocupan de la larga dura-
ción, permite hacer balance de una manera tal vez más eficaz. Se trata de evaluar
el fenómeno salud, enfermedad, crecimiento demográfico con lo que ello implica
en cuanto a riesgos de paro o problemas de alimentación.
La vista sobre la larga duración, que implica la intervención del historiador,
especialmente del sociólogo historiador, no me parece desdeñable, por lo tanto
hay que conservar la conciencia de lo que ha sido una conquista científica o téc-
nica. Nada parece más sorprendente e inquietante que la actitud ignorante de
muchos de nuestros jóvenes contemporáneos, para los cuales es evidente que se
tiene derecho a una seguridad plena en la organización de la vida material. Las
ayudas urgentes, la transfusión, todo ello parece evidente, y no se entiende como
una conquista, que hay que preservar, pues sus ventajas están a merced de una
disolución del vínculo social: así se ha visto en algunos países. En la actualidad ni
los países del Este, ni los países de Asia o África están al abrigo de una regresión.
Y es precisamente cuando no se tiene conciencia de lo que ha sido el progreso en
el curso de la historia –y cuando nos parece que el conjunto de protecciones y de
vacunas eficaces es algo que se nos debe–, cuando nos olvidamos de que se ha tra-
tado de un esfuerzo de larga duración, que ha habido obstáculos que superar, que
el conocimiento ha tropezado a veces con tópicos o resistencias institucionales, y
que sólo después ha caído la mortandad neonatal, por ejemplo, hasta el punto en
que se encuentra en los países llamados avanzados.
Hoy vemos gente que, en nombre de la naturaleza, ponen en duda la ciencia
que ha garantizado su seguridad y que, a la vez reivindican una mayor seguridad.
En ese caso, el historiador tiene que decir: cuidado, si usted renuncia a algunos
conocimientos científicos, que están relacionados, sobre todo, con la experimen-
tación animal, si en nombre de su angélica bondad hacia la naturaleza usted inte-
rrumpe la investigación en curso, se está arriesgando, ya no tendrá lo que le pare-
ce tan evidente, lo que cree que se le debe, como el agua que sale del grifo, que a
pesar de todo es producto de una técnica, de una puesta a punto científica, y que
hace que ya no sea necesario ir a buscar agua a un pozo contaminado. De la misma
manera, la irrigación de los tejidos sólo ha podido perfeccionarse a costa de una
paciente experimentación. Hay pues en todo eso algo importante: la conciencia
clara del valor de la ciencia, del valor de sus aplicaciones atinadas. La historia lo
valora.

Para usted, pues, el historiador de la medicina desempeña el papel de testi-


go de ciertos progresos, preservando la respetabilidad de la medicina; a la vez,
Entrevista con Jean Starobinski 307 (107)
SALUD MENTAL Y CULTURA

sería el que pone en guardia frente a posibles aspectos negativos, aportando en


cierto modo una mirada crítica sobre la ciencia de la que se ocupa.
Sí, la historia de la medicina invita a reflexionar sobre el método histórico y
sobre la construcción del objeto de estudio en historia. La historia de la medicina
puede ser historia social, historia de la institución médica, historia de la relación
entre médico y autoridades políticas, historia de la intervención de los médicos en
las medidas de higiene y de profilaxis, y así sucesivamente. Ni siquiera la historia
de la alimentación debería estar separada de la historia de la medicina; toda la his-
toria de la vida material está ligada a la historia de la medicina. A mi entender,
existe un interés común entre historiadores de la medicina e historiadores sin más,
cuando hacen otra cosa que historia de los hechos, historia de los tratados y de las
guerras. Aunque en la historia de las guerras, hay que considerar las organizacio-
nes sanitarias, el tratamiento de los heridos, incluso los progresos científicos rela-
cionados con las guerras. Es el caso de la última guerra mundial, durante la cual
se aceleraron varios descubrimientos médicos por la necesidad de dotar a los ejér-
citos de protecciones suficientes.
La historia social de la medicina implica una historia epistemológica, una
historia de la adquisión del saber: hay que recordar que hubo una medicina de los
humores antes de que se descubriera la importancia del estudio de los tejidos y de
las células en el siglo XIX. La cosa es de sumo interés: se ve que la medicina pro-
gresa cambiando de escala y analizando después los constituyentes de la molécu-
la. Todos los saberes que se han estabilizado en otro nivel han quedado, general-
mente, caducos. Está además, e insisto en ello, la historia de la transformación de
las condiciones de vida que depende directamente de la aplicación de las adquisi-
ciones científicas. Tomar conciencia de las etapas que han permitido la erradica-
ción de las enfermedades, la protección de las poblaciones contra el bocio, por
ejemplo, equivale a reconocer que hay entre la naturaleza y el hombre interven-
ciones científicas que benefician al hombre sin perjudicar a la naturaleza. Es tam-
bién tomar conciencia de la necesidad de no considerar nulo y sin valor el trabajo
que modifica la naturaleza, de no desecharlo creyendo que después de haberlo
desechado, todo irá mejor que antes. La más elemental agricultura es ya una vio-
lencia que se ejerce contra la naturaleza; la contención de los cursos de agua es ya
una lucha contra los elementos... Illich cree que la mejora de las condiciones de
vida ha sido más eficaz que los medicamentos antituberculosos para hacer retro-
ceder la tisis. De hecho, ambos han sido necesarios.

Los fenómenos de tipo Illich, por una parte, y por otra la conciencia históri-
ca que parece recuperar cierta fuerza desde hace poco ¿no son acaso indicio de
que hoy en día se impone en la medicina una necesidad de reflexionar, de adop-
tar una distancia crítica, tras décadas de realizaciones espectaculares?
(108) 308 Entrevista con Jean Starobinski
SALUD MENTAL Y CULTURA

Observamos, en las ciencias físicas, la necesidad de distanciamiento de la


historia: los físicos sienten hoy la necesidad de medir las distancias recorridas:
hacen la historia del CERN, la historia de lo que ha ocurrido desde Einstein o de
Broglie; es decir, habiendo atravesado también ellos una fase importante, desean
conservar el recuerdo, marcar sus etapas. La medicina, que ha conocido en nues-
tro siglo un desarrollo extraordinario siente, con toda naturalidad, la necesidad de
saber, cómo se ha dominado el problema de los electrolitos, cómo se ha descu-
bierto tal sustancia farmacológica, etc. Hay algo que, a pesar de la urgencia del
estado presente, exige situar, ordenar. En el homenaje que se tributa a los maes-
tros, se aprecia una colocación de las marcas de referencia, un trazado de filiacio-
nes. El presente da un sentido al pasado, y recíprocamente.
Por otra parte, si se es sensible a las observaciones contemporáneas que se
refieren a la relación vivida, afectiva, entre médico y paciente, o los procedimien-
tos psicológicos que no pasan por la química, sino por medio de rituales, de inter-
cambios verbales, entonces dedicamos nuestra atención a medicinas completa-
mente primitivas. En psiquiatría, una idea nueva –psicoanálisis, interaccionismo–
nos incita a plantear nuevas cuestiones a sociedades arcaicas o extra-europeas.
Dirigimos la mirada hacia los indios de los Estados Unidos, los esquimales, etc.
Nos preguntamos qué ocurre en prácticas ritualizadas de trance, de éxtasis.
También tenemos que mirar a nuestro alrededor. Diría que, en la medida en que la
sociedad es más o menos estable, los médicos tienen buenas razones para cultivar
una memoria «familiar», un interés por los lugares en los que ejercen. Se ve apa-
recer cierta curiosidad por las raíces, el pasado local, que se manifiesta tanto en
los Estados Unidos como en Suiza, donde se buscan predecesores en los lugares
mismos en los que se trabaja. Se siente la legítima necesidad de conocer mejor el
pasado de un hospital o de una escuela de medicina, y rendir homenaje a los fun-
dadores. Si no nos limitamos a la mera biografía y a los simples debates políticos,
es una buena ocasión para hacer historia social e historia de las ideas sobre docu-
mentos.
Al estudiar nuestros archivos, usted mismo ha mostrado muy bien cómo los
magistrados empezaron a recurrir al médico experto, en el siglo XVIII, la mayo-
ría de las veces para reclusiones bastante breves de individuos que presentaban
trastornos psíquicos. Volvemos a encontrarnos con nuestros problemas en otro
contexto. Es bueno saber eso y recordarlo. Habrá, pues, mucho que hacer en
Ginebra, en un Instituto de historia de la medicina. Habría que incluir en el pro-
grama: la epistemología, la ética, las instituciones locales, la historia de las teorías,
de las técnicas, de la enseñanza médica, etc. Ginebra tiene archivos excelentes.
Sólo falta sacar de ellos el mayor provecho, planteándoles las preguntas adecua-
das. También habrá que recurrir a la historia económica. La transmisión del saber
y la progresión de la investigación sólo son posibles si se les dedica una parte pro-
Entrevista con Jean Starobinski 309 (109)
SALUD MENTAL Y CULTURA

porcional de la riqueza económica. Hemos tenido la suerte de haber contado, hasta


en nuestro siglo, con grandes personalidades científicas que se merecen monogra-
fías detalladas; y también de haber sido un microcosmos social cuyos diferentes
factores pueden ser claramente puestos en evidencia.

¡Lo que usted presenta es todo un programa de investigación! Pero ¿cómo


considera usted la enseñanza en el seno de una facultad de medicina? ¿Pueden
los estudiantes de medicina ser receptivos a investigaciones tan especializadas?
Creo que hay que disponer los problemas en serie, según su importancia.
Para los estudiantes que estén realizando estudios médicos: que reciban informa-
ciones históricas bien orientadas, en el seno de la enseñanza de una disciplina,
anatomía, fisiología, patofisiología, psiquiatría –el historiador de la medicina tiene
su sitio en un curso integrado. Este método podría ser el adecuado, en lugar del
curso semanal regular de historia de la medicina que los estudiantes no pueden
seguir por culpa de las prácticas, los exámenes, los incidentes de la vida estudian-
til que no les permiten ser oyentes asiduos. Pero esos cursos de historia tienen que
ser impartidos por profesores muy competentes. Los investigadores deberían ser
formados in situ: de ahí la necesidad de cursos de post-grado destinados a formar
nuevos investigadores y nuevos responsables. Una iniciación a la historia de la
medicina puede no ser inútil en las facultades de Letras o de Ciencias económicas
y sociales. Por lo tanto, hay que sentar las bases de una colaboración interdisci-
plinar, junto con la enseñanza de historia de las ciencias. Los diplomas de espe-
cialización establecidos recientemente en la facultad de Letras pueden servir de
modelo.
Esa es, a grandes rasgos, la tarea de un Instituto. Tendría a la vez su vida inte-
rior y su «vida de relación»... La enseñanza de historia ayudaría a los estudiantes
de medicina a relativizar su propio saber; adquirirían un elemento esencial del
espíritu científico: el escepticismo saludable, la conciencia del carácter a la vez
maravilloso y provisional del conocimiento avanzado. Sin eso, se cae en una espe-
cie de superstición del «último grito», en una especie de barbarie rodeada de ins-
trumentos. Creo que donde la investigación histórica encuentra su sitio es en el
organismo global de una universidad, de una comunidad en el trabajo. No debe
aislarse, replegarse en un ghetto erudito; tiene que servir para algo. No es un
medio de acción directa: es un ejercicio de nuestra facultad de evaluación.

Para terminar, ¿qué consejos daría usted a un joven investigador que desee
lanzarse a este campo tan vasto de la historia de la medicina que usted nos ha des-
crito?
Tendría que dedicarse a un problema que le fascine y le preocupe a él mismo,
y para el cual la investigación, con sus momentos áridos, sus largas búsquedas,
(110) 310 Entrevista con Jean Starobinski
SALUD MENTAL Y CULTURA

siga estando vinculado, no obstante, a un verdadero placer. Que le anime constan-


temente una impaciencia de saber. Que complete su conocimiento de las lenguas
antiguas y modernas: ¡la historia de la medicina es una empresa políglota!
Siempre nos interesamos por el pasado a partir de un presente: pero hay que com-
prender las palabras del pasado. El historiador de la medicina tiene que proveerse
de un bagaje a la vez filológico y científico. A ser posible, debería tener sólidas
nociones de historia de la filosofía. Pues su campo de especialización forma parte
del pasado cultural. Hay que conocer lo que es diferente de nosotros, para apren-
der lo que somos, por oposición. Se trata de conocimientos que tienen como fina-
lidad probar que la finalidad práctica no es lo único que cuenta. La medicina faraó-
nica por ejemplo, está ligada a un sistema social, a un sistema de representación
de las fuerzas que reinan en el mundo. Ocurre con este estudio lo mismo que con
la historia del arte, o con la historia de la arquitectura de los templos. Ya no es
nuestra religión, y sin embargo el edificio es de los que, con razón, nos maravi-
llan. Vale la pena acercarse a ello, aunque sólo sea para no perder nada de la diver-
sidad que forma parte de nuestro patrimonio: nos enriquecemos simpatizando con
lo diverso, con las etapas anteriores de nuestra humanidad.
Deseo, para concluir, que los nuevos historiadores de la medicina sean sen-
sibles a la secuencia histórica de los problemas. Me explico: observamos que la
resolución de ciertos problemas crea las condiciones de aparición de nuevos pro-
blemas. Se producen constantes desplazamientos. Vemos, por ejemplo, cómo los
éxitos de la terapéutica provocan un aumento de los problemas geriátricos, y, para-
lelamente, un aumento de los costes. A los historiadores les incumbe mostrar cómo
se han producido estos desplazamientos en un dilatado período de tiempo.

Entrevista realizada por Vincent Barras

Los libros publicados por Starobinski son: el álbum, con iconografía de Nicolas Bouvier,
Historia de la medicina, Madrid, Continente, 1965, adaptado por F. Moreno (or. 1963); Montes-
quieu, México, FCE, 1989 (or. 1953, aumentada en 1994); Jean-Jacques Rousseau: la transparen-
cia y el obstáculo, Madrid, Taurus, 1983 (or. 1957); L’œil vivant, París, Gallimard, 1961; Historia
del tratamiento de la melancolía desde los orígenes hasta 1900, Basilea, Geigy, 1962 (or. 1960),
Más recientemente, La invención de la libertad, Barcelona, Carroggio, 1964; Portrait de l’artiste
en saltimbanque, Ginebra, Skira, 1970; La relación critica, Madrid, Taurus, 1974 (or. 1970); Las
palabras bajo las palabras, Barcelona, Gedisa, 1996 (or. 1971); 1789, los emblemas de la razón,
Madrid, Taurus, 1988 (or. 1973); La posesión demoníaca. Tres estudios, Madrid, Taurus, 1975 (or.
1974); Montaigne en mouvement, París, Gallimard, 1982; Table d’orientation, Lausana, L’Age
d’Homme, 1989; Le remède dans le mal. Critique et légitimation de l’artifice à l’âge des Lumières,
París, Gallimard, 1989; La mélancolie au miroir. Trois lectures de Baudelaire, París, Julliard, 1989;
Diderot dans l’espace des peintres. Le sacrifice en rêve, París, RMN, 1991; Largesse, París, RMN,
1994.
Entrevista con Jean Starobinski 311 (111)
SALUD MENTAL Y CULTURA

Sin anotar aquí sus artículos literarios, ni siquiera los relativos al problema de la máscara y la
melancolía –véase la bibliografía completa recogida en Razones del cuerpo–, recogemos sus textos
sobre historia de la medicina y del pensamiento psicológico para dar cuenta de la magnitud de una
parte de su trabajo: «Une théorie soviétique de l’origine nerveuse des maladies» (sobre Speransky),
Critique, 47, 1951, pp. 348-362; «La ‘sagesse du corps’ et la maladie comme égarement: le ‘stress’»
(sobre Selye), Critique, 59, 1952, pp. 347-360; «Le passé de la médecine» (sobre Sigerist), Critique,
70, 1953, pp. 256-270; «La connaissance de la vie» (sobre Canguilhem), Critique, n.° 75-76, 1953,
pp. 777-791; «Descartes et la médecine», Synthèses, VII, 80, 1953, pp. 333-338; «Le procès-verbal
d’autopsie d’Ivan Tourgueniev», Revue médicale de la Suisse romande, LXXI, 1961, pp. 721-728;
«Merleau-Ponty, ‘Je ne peux pas sortir de l’être’», Gazette de Lausanne, 27-28 de mayo de 1961;
«A. Camus et la peste», Symposium Ciba, 10, 1962, pp. 62-70; «Molière et les médecins, Symposium
Ciba, 14, 4, 1966, pp. 143-148; «Descartes et la thérapie épistolaire», Documenta Geigy, Basilea,
1969, pp. 2-3; «Sur la fonction de la parole dans la théorie médicale de l’époque romantique»,
Médecine de France, 205, 1969, pp. 9-12. Ya en los setenta: «L’Essai de psychologie de Charles
Bonnet: une version corrigée inédite», Gesnerus, 32, 1975, pp. 1-15; «Physionomie et communica-
tion», Revue Ciba, 1975, p. 1; «Galenism, por O. Temkin», New York Review of Books, 26 de Junio
1975, 22, pp. 15-18; «Le corps animé» (sobre Erdmann), Nouvelle Revue de Psychanalyse, 12, 1975,
pp. 137-144; «Le mot réaction: de la physique a la psychiatrie», Diogène, 93, 1976, pp. 3-30);
«Gazing at Death (sobre Foucault)», Nueva York Review of Books, 22, 1976, pp. 18-22; «Le concept
de cénesthésie et les idées neuropsychologiques de M. Schiff», Gesnerus, 34, 1977, pp. 2-19; La
Faculté de médecine de Genève, 1876-1976, Ginebra, Médecine et Hygiène, 1978, 165 pp. (trabajo
colectivo).
Más recientemente, y sin dejar de redactar otros textos, publicó: «Le passé de la passion.
Textes médicaux et commentaires», Nouvelle Revue de Psychanalyse, 21, 1980, pp. 51-76;
«Panorama succinct des sciences psychologiques entre 1575 et 1625», Gesnerus, 37, 1980, pp. 3-16;
«Sur la chlorose», Romantisme, 11, 31, 1981, pp. 113-130; «D’Agrippa de Nettesheim à Montaigne:
l’embarras des médecins devant l’origine de la semence», Gesnerus, 40, 1/2, 1983, pp. 175-183;
«Brève histoire de la conscience du corps», Revue Française de Psychanalyse, XLV, 1981, pp. 261-
279; «Médecine et antimédecine», Cahiers de la Faculté de médecine, XIII, 1986, pp. 11-22; «Le
médecin, le patient et le bon Dieu», Campus, n.º 7, 1990, pp. 20-21; «Le ‘médecin croyant’ et le thé-
ologien genevois», Gesnerus, 48, 1991, pp. 333-341; «Médecine et rationalité», Journal suisse de
médecine, 122, 1992, pp. 1.948-1.951; «On the word ‘abreaction’», Cahiers psychiatriques gene-
vois, 15, 1994, pp. 31-39; «Moreau de la Sarthe et Laennec au chevet de Maine de Biran», en
VV.AA., Nature, histoire, société. Essais en hommage à Jacques Roger, París, Klincksieck, 1995,
pp. 107-112.

* La entrevista [© cuatro. ediciones] es un adelanto editorial de un libro inédito de artículos


de Jean Starobinski, Razones del cuerpo, Valladolid, Cuatro, 1999. Esta recopilación extraordinaria
de textos, traducidos por J. Mateo, gira en torno a la ‘conciencia del cuerpo’ en la literatura, desde
una perspectiva muy amplia, y se completa con el amplio diálogo con V. Barras y con otros dos artí-
culos breves más relativos a la historia de la medicina. Véase el balance sobre Razones del cuerpo
en esta sección.

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