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Un gato callejero
llamado Bob
El efecto de la metadona
generalmente dura alrededor de
veinticuatro horas, de modo que la
primera parte del día transcurrió
cómodamente. Bob y yo estuvimos
jugando un buen rato y luego salimos a
dar un pequeño paseo para que pudiera
hacer sus necesidades. Estuve jugando
con una antigua versión del videojuego
Halo 2 en mi maltrecha y vieja Xbox.
Hasta ese momento todo parecía ir sobre
ruedas. Pero sabía que aquello no podía
durar.
La recreación más famosa de lo que
supone «pasar el mono», es
probablemente la de la película
Trainspotting, con Ewan McGregor en
el papel de Renton, un chico que decide
acabar con su adicción a la heroína.
Para ello se encierra en una habitación
con comida y bebida para varios días
abandonado a sus propias fuerzas, y
atraviesa la más terrible experiencia
física y mental que se pueda imaginar,
con convulsiones, alucinaciones,
náuseas y todas esas cosas. Todo el
mundo recuerda la escena en la que
imagina que está trepando dentro de la
taza del inodoro.
Lo que yo experimenté durante esas
cuarenta y ocho horas fue diez veces
peor que todo eso.
Los síntomas de abstinencia
comenzaron a aparecer justamente
pasadas las veinticuatro horas después
de tomar mi última dosis de metadona.
Durante ocho horas estuve sudando
profusamente y sintiéndome muy
nervioso. Para entonces ya era plena
noche y se supone que debía estar
durmiendo. Conseguí dar un par de
cabezadas, pero sentía como si estuviera
plenamente consciente todo el tiempo.
Era una forma extraña de dormir,
plagada de sueños o, para ser más
exactos, de alucinaciones.
Es difícil recordarlo con exactitud,
pero sí conservo la imagen de lúcidos
sueños en los que pillaba un poco de
heroína. Eran los que más se repetían y
siempre sucedía lo mismo: o bien
cuando la compraba se me caía, o no
conseguía que la aguja encontrara mis
venas, o bien la compraba pero era
arrestado por la policía antes de poder
usarla. Era todo muy extraño.
Obviamente debía de ser la forma en
que mi cuerpo estaba asimilando el
hecho de ser privado de una sustancia
que, en su día, había llegado a consumir
cada doce horas más o menos. Pero
también era mi subconsciente tratando
de persuadirme de que tal vez fuera
buena idea empezar a usarla de nuevo.
En lo más profundo de mi cerebro se
estaba librando una enorme batalla de
voluntades. Era casi como si yo fuera un
espectador contemplando lo que le
sucedía a otra persona.
Era muy extraño. Cuando años atrás
me quité de la heroína, no me resultó tan
terrible. La transición a la metadona
había sido razonablemente pacífica. Esta
era con mucho una experiencia
totalmente distinta.
El tiempo dejó de tener sentido. A la
mañana siguiente empecé a experimentar
terribles dolores de cabeza, casi del
nivel de migrañas. En consecuencia, me
resultaba muy difícil soportar cualquier
tipo de luz o ruido. Intenté sentarme en
la oscuridad, pero entonces empezaba a
soñar o alucinar y solo quería poder
despertarme. Era un círculo vicioso.
Lo que necesitaba más que nada era
distraer mi mente de todo aquello, y ahí
fue donde Bob resultó ser mi salvación.
Había veces en las que me
preguntaba si Bob y yo no tendríamos
algún tipo de conexión telepática. Desde
luego podía leer mi mente con
frecuencia, lo que parecía estar
haciendo en este momento. Sabía cuánto
le necesitaba y por eso se convirtió en
una presencia constante, merodeando a
mi alrededor, acurrucándose junto a mí
cuando se lo permitía y manteniendo la
distancia cuando estaba pasando por un
mal momento.
Era como si supiera lo que estaba
sintiendo. A veces, cuando me quedaba
dormido, se acercaba y pegaba su cara
contra la mía como si me preguntara:
«¿Estás bien, amigo? Estoy aquí si me
necesitas». En otros momentos
simplemente se sentaba a mi lado,
ronroneando, frotando la cola contra mí
o lamiéndome la cara de cuando en
cuando. Mientras yo entraba y salía de
un extraño y alucinante universo, él era
mi ancla con la realidad.
Pero también era una bendición del
cielo en otros aspectos. Para empezar,
me daba algo que hacer. Aún tenía que
darle de comer, lo que hacía con
regularidad. El proceso de ir hasta la
cocina, abrir su paquete de comida y
mezclarla en su cuenco me ayudaba a
distraer mi mente de lo que estaba
pasando. No me sentía con fuerzas para
salir a la calle y acompañarlo a que
hiciera sus necesidades, pero cuando le
abrí la puerta del apartamento, salió
como un rayo escaleras abajo, y estuvo
de vuelta a los pocos minutos. Daba la
impresión de que no quería apartarse de
mi lado.
Hubo períodos en los que no me
sentí tan mal. Durante la mañana del
segundo día, por ejemplo, tuve un par de
horas en las que me sentí mucho mejor.
Bob y yo estuvimos jugando mucho.
Incluso pude leer un rato. No era fácil,
pero al menos mi mente se mantenía
ocupada. Leí una bonita historia sobre
un marine que rescataba perros en
Afganistán. Era agradable pensar en las
cosas que les pasaban a otros en sus
vidas.
Sin embargo, durante la tarde y las
primeras horas de la noche del segundo
día, los síntomas de la abstinencia
parecieron incrementarse. Lo peor de
todo era la parte física. Me habían
advertido que cuando estás pasando el
mono sueles sentir lo que se llama el
«síndrome de piernas inquietas». En
efecto, sientes unos espasmos nerviosos
terriblemente desagradables que
recorren todo tu cuerpo, haciendo
imposible que te quedes quieto. Y eso
fue lo que me pasó. De forma
involuntaria mis piernas empezaron a
dar patadas —por algo se dice «quitarse
el vicio a patadas»—. Creo que esto
volvió un poco loco a Bob, que me
lanzó un par de extrañas miradas de
reojo. Pero no me abandonó, se quedó
allí, a mi lado.
Esa noche fue terrible. No podía ver
la televisión porque la luz y el ruido me
provocaban dolor de cabeza. Pero
cuando me quedaba en la oscuridad,
podía sentir cómo mi mente discurría
desbocada, llenándose de todo tipo de
ideas absurdas y aterradoras. Y,
mientras tanto, mis piernas no dejaban
de patalear, haciendo que pasara del frío
más extremo al calor más insoportable.
De pronto sentía tanto calor como si
estuviera dentro de un horno y, al minuto
siguiente, estaba congelado. El sudor
que me cubría todo el cuerpo
súbitamente se volvía frío y me hacía
temblar. Entonces tenía que taparme
rápidamente, con lo que volvía a estar
achicharrado. Era un ciclo horrible.
De vez en cuando tenía momentos de
lucidez y claridad. En un momento dado,
recuerdo haber pensado que por fin
entendía por qué a la gente le costaba
tanto dejar el vicio de la droga. Se
trataba de un problema físico a la vez
que mental. Esa batalla de voluntades
que se libra en tu cerebro está muy
desequilibrada. Las fuerzas adictivas
son definitivamente mucho más fuertes
que las que intentan sacarte de las
drogas.
En otro momento, fui capaz de
contemplar lo que la adicción había
hecho conmigo en la última década de
mi vida. Vi —y algunas veces también
olí— los callejones y pasos
subterráneos en los que tuve que dormir,
los albergues en los que temí por mi
vida, las cosas terribles que hice o
pensé hacer solo para poder comprar
droga y pasar las siguientes doce horas.
Vi con increíble nitidez hasta qué punto
la adicción puede joderte la vida.
También tuve los pensamientos más
extraños y surrealistas imaginables. Por
ejemplo, en un momento dado, se me
ocurrió que si me despertaba con
amnesia, no tendría problemas en dejar
la droga porque ya no recordaría qué era
lo que me pasaba. Muchos de mis
problemas surgían del hecho de que mi
cuerpo sabía exactamente lo que fallaba
en mí y lo que podía hacer para
arreglarlo. No puedo negar que hubo
momentos de debilidad en los que la
idea de comprar droga se cruzó por mi
mente. Pero fui capaz de defenderme de
ellos con sorprendente facilidad. Esta
era mi oportunidad para dejarlo, tal vez
mi última oportunidad. Tenía que
mantenerme firme, tenía que aguantar: la
diarrea, los calambres, los vómitos, los
dolores de cabeza, la salvaje fluctuación
de la temperatura corporal. Todo el lote.