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Garofalo - Simon de Cirene PDF
Garofalo - Simon de Cirene PDF
seguros, firmes; llevaba plomo en cada sandalia. Tenía que andar muchas
horas hasta llegar a su casa. Cuando no le urgen problemas que resolver o
trabajos que terminar recorre incansable el campo y a veces se llega a la
ciudad. Si está de buen humor, cosa que no sucede muy a menudo,
conversa con compatriotas suyos de hondos temas que le preocupan. Su
ejercicio de todos los días, su pan cotidiano para sus energías físicas, es
arrojarse verano e invierno en las aguas siempre quietas de un arroyo que
corre suave y cercano a su casa.
Así andaba; andaba; andaba. Su lucha era hora tras hora, día tras día,
noche tras noche... hasta que al fin su angustia se resolvía en una
sonrisa. Caía a la cama rendido. Dormía. Roncaba muy fuerte. Hasta que
se levantaba totalmente cambiado.
Había pasado la tormenta. Una tormenta que podía arrasar con todo lo
que a su paso se presentara. Había pasado la tormenta y la brisa fresca y
la luz del sol se filtraban por la fisura finísima de su alma, para llenársela
de claridad. Ahora era todo sonrisas. Sonrisa ancha, limpia, fresca. Hasta
el otoño se aclaraba un poco para entonar con él una canción nueva y
feliz. Se llevaba al campo, prendido a los labios, un silbo, y en el búcaro de
sus manos la tibieza de una ternura. Ternura que descolgaba en el testuz
de su yunta a que lo miraban con ojos llenos de mares y lejanías, sin
sentido y sin horizontes. La atmósfera toda había cambiado. Ahora era
más liviana. Más suave. Más fresco. Y un poco de esta mañana se le había
metido en el cuerpo a Simón. Lo reflejaban sus ojos, sus manos, su cara,
su andar, y su trabajo cada vez más vivo, más intenso y más prolijo.
Detrás del arado iba no ya Simón sino una calandria. A ratos truncaba la
herida de la tierra y se agachaba a observar las carnes desgarradas del
surco. Momentos antes, cuando la tormenta se cernía sobre su espíritu,
habría mirado a los insectos del surco, con deleite, al verlos destrozados
por el arado y tocado con gusto sus entrañas asquerosas, derramadas. Se
habría solazado contemplando las repugnantes babas de las sierpes y el
ondular sigiloso de las víboras. Se diría que jugaba en su mente con
pensamientos sucios, impuros, sórdidos, lascivos que le provocaban cierta
satisfacción. Pero ahora le daban lástima. Lástima sincera, simple,
sencilla. Pensaba que el mundo era grande, ancho, inmenso, donde cabían
él y muchos de esos bichos que nunca le hicieron ningún daño. Le hubiera
gustado poder unir las partes separadas de los cuerpos de los bichos y
darles de nuevo la vida que su mancera le quitaba. Que el mismo le
quitaba. Al no poder remediar lo ya hecho se complacía con acariciar a
sus mansos bueyes y en suspirar con sus intenciones sanas. No era un
remedio pero sí un consuelo.
animales asustados por la furia del viento, inquietos por el calor excesivo,
y azotados por las arenas levantadas, se espantaron y arremetieron contra
los débiles cercos que cedieron, y se lanzaron desesperados campo afuera.
Pero, ¿qué había pasado con su padre?, se preguntaba. ¿Y con los de la
casa? Las preguntas se le colgaban a la memoria como las gotas de la
lluvia a su túnica de lino. Ya en la casa poco le costó darse cuenta cabal
de los sucesos. Sus ojos acostumbrados a la oscuridad encontraron en
uno de los potreros un cuerpo tendido y suplicante. Sus ayes eran
sumamente débiles. Percibió pronto que era su padre. Se dio cuenta que
se hallaba allí y en ese estado, debido a que, apenas notara la agitación de
las bestias, causadas por el viento, salió a sujetarlas, pero ya era de-
masiado tarde. Las bestias desesperadas lo atropellaron en su despavorida
carrera huyendo del peligro. Y el peligro en todas partes acechaba.
Simón se agachó a levantar a su padre. Notó que quería hablarle, más sus
palabras eran apenas un suspiro que no se podía entender. Lo levantó
como quien levanta una hoja de un árbol caída. Lo llevó a la casa. A la luz
imprecisa de una lámpara a aceite comprobó lo delicado de su situación.
No había tiempo que perder. Alzó nuevamente a su padre en brazos, luego
de cubrirlo con una manta, y salió precipitadamente de la casa con rumbo
a la ciudad de Cirene, que de este campo distaba un par de estadios. La
lluvia fina y penetrante era un estímulo para andar rápido. Llevaba el
cuerpo de su padre con una facilidad sin molestias, como si llevara el
cuerpo de un niñito recién arrancado de la cuna. El primer estadio lo
recorrió sin notar el peso de su padre; pese al día de intenso trabajo
desplegado y parte de la noche que usó en su caminata para llegar a
Cirene poco tiempo antes. Su fortaleza era incansable e inagotable. Pero
ahora sentía que su padre le pesaba algo. Era el peso de algo inerte y frío
que lo hizo estremecer. Su pensamiento en vuelos ligeros le dictaba
preguntas y su ansiedad le cubría de reproches. Apuraba el paso como
quien quiere huir de algún peligro cierto o imaginario. La casa del médico
le parecía más lejana que nunca. La noche más negra y más sombría que
todas las que hasta ahora hubo conocido. El camino se alargaba con su
inquietud sin palabras. El camino más largo es el que se recorre con
ansias listas para llegar. Parece que se alarga debajo de los pies,
aligerados por un arribo pronto. O que la meta se alejara.
La noticia del accidente del viejo y el trabajo del hijo fue conocida pronto
por toda la comarca, que se hizo lenguas de la hazaña. A ésta se sumaban
otras que había realizado antes. Algunas eran ciertas, otras inventadas,
las más inconcebibles para naturalezas humanas, pero es que Simón...
era algo más que naturaleza humana sólo. Así comenzó a recordarle
cuando Simón solo levantó a un buey muerto que se había caído justo
sobre la lanza de la carreta a la que había sido uncido; y la carreta no
podía seguir su camino al puerto a dejar su carga de trabajos y fortuna, a
menos que se quitara el animal caído. Así pudo marchar agradecido el
labriego y Simón recoger las prendas de la admiración callada de los
campesinos. Así fue ganando reputación de fuerte y de noble. Pero Simón
decía, que lo hacía nada más que porque era más fuerte que los demás y
que no sabía utilizar su vigor nada más que para eso: ayudar a sus
vecinos. Y mucho de esto había.
Simón era el más fuerte. Simón era el más noble. Simón era el más justo.
Era un buen hijo y un mejor vecino. Claro que todo el mundo aprovechaba
de su vigor físico en beneficio propio, y de su hidalguía tímida para
perjudicarlo, y con esto no lograban arrancarle ninguna queja y menos
aún la propia justicia de su mano que hubiera sido cruenta. Mientras
fuera un buen hombre, para ellos, Simón sería el más fuerte y el más
noble.
II
fuera llevado el viejo para su tratamiento y cura. La vuelta del viejo fue
emotiva, triste y alegre, a la vez. Debió haber sido traído desde la clínica
médica, ya que por sus propios medios no podía andar, y difícilmente
anduviera ya, en los años que le restaban de vida. Durante su
convalecencia comenzó a madurar pensamientos que durante toda su vida
había esbozado su ser en la mente ágil.
Simón se entretenía, ahora, más que nunca en las tareas agrícolas. No era
que le tomaran más tiempo que antes realizar los mismos trabajos, sino
que huía de las conversaciones con su padre. Por eso salía con las
primeras manifestaciones del día, antes que los rayos del sol se abrieran
paso entre las sombras de la noche, y regresaba a horas por demás
avanzadas de la noche, cuando creía que su padre ya se habría retirado al
descanso. Pero más de una vez se sorprendió viendo al viejo que lo
esperaba con las preguntas a flor de labios. Preguntas que no podía rehuir
pero que en muchas ocasiones no se animaba a contestar, o no sabía
hacerlo. La culpa de esas preguntas era ese viejo Libro gastado por el
tiempo más que por el uso, y que ahora estaba siempre abierto en las
manos del viejo. Esa versión de la Septuaginta lo perseguía inexorable-
mente. Simón sabía que le daría alcance con facilidad, ya que desde niño
había sido su silabario, primero y su horizonte de conocimientos, después.
Horizonte que cada vez se alejaba más al ir en su procura. Horizonte que
se confundía con lo infinito.
Frente a ese viejo libro Simón era una gigantesca estatua, siempre callado.
No tenía respuestas para su viejo padre cuando le hablaba con su griego
gangoso acerca del contenido de ese libro. El viejo tomaba este silencio
como prueba de asentimiento, cuando lo que pasaba era que Simón
cerraba su mente, herméticamente, a su significado y apenas si
comprendía los hechos crudos, reales y amargos, siempre desnudos, que
le salían al paso. Ante esta obstinada persecución, la huida le pareció que
era la mejor solución. Por primera vez en la vida había cruzado por su
mente esta idea de la huida. El gigante, el valiente, el fuerte, el noble,
huyendo. Esta idea al principio le pareció ridícula y la aherrojó de sí, como
si fuera un sierpe inmundo que le molestaba. Pero a medida que más se
entretenía en ese pensamiento, le iba pareciendo menos asquerosa. Hasta
que llegó un momento que parecióle lo mejor que podía hacer. Ya no tenía
ningún reparo en ir preparando, en mente, los detalles de la huida y
acumulando las excusas que presentaría en su descargo. Sin pensar que
esas excusas se estaban convirtiendo en verdaderos motivos.
"Nuestro trigo, nuestro lino —dijo Simón— y nuestros ganados son los
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Por supuesto que con esos argumentos no pudo convencer al viejo, pero
por lo menos tuvo que acordar que su hijo tenía razón, en lo que atañe a
su fuerza, que sin duda le permitiría salir airoso de cualquier evento
infausto en que pudiera verse comprometido.
Habló de los mundos que llevaba admirados, de las gentes que había
conocido, de los idiomas que había tenido que aprender en su continuo
rodar por los caminos áridos y por las sendas húmedas. Cómo se había
puesto ducho en conocer a las personas y cómo había tenido que bucear
hondo, muchas veces, para poder encontrar el alma del individuo o su
verdad, no pocas veces pulverizada en el torrente de la vida que huye
célere a perderse en el infinito nada. Y cómo, también, debió luchar
titánicamente para aherrojar de muchos pacientes sus prejuicios
inhibitorios, sus crasas supersticiones y sus terrores ancestrales. No
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había sido menos, decía, su lucha por sembrar verdades que para él son
evidentes, claras y conminatorias.
—"¡Hay algo más, Simón —le dijo—. Nunca te he visto mirar a las niñas de
Cirene, ni sé que te haya gustado ninguna de las campesinas, pero me
temo que la causa de tu inesperada ansia de viaje sea una aventura
sentimental. Las odaliscas adolescentes, siempre ponen en las vidas
vigorosas de los hombres anhelos inconfesables de placeres... lícitos,
cuando ello es posible!"
—¿"Y quieres ver si detrás del horizonte hay más vidas y más
conocimientos... ? —Requirió melancólicamente Lucio—. Vete, Simón,
vete. No dejes de hacerlo. Cirene es demasiado pequeño para un ansia tan
grande como la tuya. ¡ Quizá este mundo lo sea, también! Vete. No te
detengas. Por nada. Vete. Todas las vidas tienen que alcanzar ciertas
etapas, ciertas estancias o de lo contrario se frustran. ¡Y tu próxima
estancia te está esperando, Simón. Vete".
III
Era una delicada, tenue, clara llovizna de luz que se empinaba en punta
de pie sobre el filo del horizonte, ese amanecer cálido, para la estación,
que iba dibujando siluetas y que traía del puerto una brisa húmeda y
salobre. Las aves del arroyo, recién despertadas, saludaban con trinos
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Las patas largas y finas de estos camellos altos y flacos, con una sola giba
y un pelaje pardo y suave, fueron abriendo rutas durante siglos hasta
llegar al floreciente comercio que movía esta caravana. Por mucho tiempo
quedó la huella de su paso, y el ambiente, saturado de alquitrán junto al
olor natural del camello, que hacían inolvidable por varios días el paso de
la caravana.
Una fogata acogedora puso calor de relato a las aventuras vividas y luz de
agüero en las sombras huidizas de aspecto fantasmal.
Tengo la seguridad que esta carga de trigo y lino, que llevan los camellos,
la venderemos a tan buen precio que no dejaremos año tras año de
llevarla a Jerusalén. Para las grandes fiestas, allí se vende todo y a muy
buen precio".
—"Se me inculcó desde la niñez que "debía adorar sólo a Dios y honrar a
mis padres, para tener larga vida", cosa que he tratado de cumplir
fielmente, ¿no es verdad, padre?"
—"Sí, Simón. Has sido un buen hijo. Por eso es que hemos decidido, con
nuestro vecino Benjamín Ben Jonás, tu compromiso con Miriam, su hija,
que ha sido muy bien dotada, para que sea un excelente partido para un
muchacho de tu posición".
IV
Simón vio que los galeotes de su nave se habían relevado varias veces. Sus
sudores añadían amargor a las aguas del mar. Su sangre aumentaba la
vergüenza de cada amanecer. ¡Y al fin llegaron a Gaza! La nave fue
anclada a varios "estadios" de la costa. Había incontables blancos de
arena y promontorios rocallosos que cuando la pleamar elevaba el nivel de
las aguas hacía peligroso el atraca-miento en el embarcadero. Por lo que
del "puerto" se enviaron pequeños botes a remo, a cargo de los esclavos,
para transportar los pasajeros, la tripulación, la carga y los galeotes.
Simón pudo observar, antes de ser acercado a la costa, no sólo la playa
bañada por las aguas azules y transparentes sino también acariciada por
un sol poniente que acumulaba púrpura en toda la extensión que su vista
admiraba. Era una túnica real que se acostaba a sus pies para hacerle
acogedora su estancia en la tierra de sus mayores. Todavía alcanzó a ver
la baja pero extensa colina en que estaba edificada la población de Gaza.
Su vista podía abarcar algo más que las tres millas que los separaban. Las
viejas murallas, en parte sepultadas por las arenas cambiantes de la zona,
le revivieron recuerdos de su paso por esas mismas sendas, cuando
dejaba atrás, para siempre, una niñez llena de promesas, vacías de
realidad hasta el presente.
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—"Así que usted es Simón, natural de Cirene, ¿verdad?... Viaja con una
carga completa de trigo y lino... Todos los documentos están en regla.
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—"¡ No sé por qué tanta prisa !" —espetó diestramente el centurión Julio.
—"¡ Así se hará !" —respondió Maleo; saludó, hizo las acostumbradas
genuflexiones, giró sobre sus talones y fue-se. Simón se repitió para sí:
"¡Centurión Maleo !". ¡ Y sin embargo a sus ojos seguía siendo el iracundo
e inflexible longinos de la partida en Cirene! ¡ Sólo un longinos! ¡Apenas
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—"Y para quienes no tienen su, o mejor dicho, "nuestra" —se apresuró a
corregirse Simón—, religión padre, ¿qué hay?", preguntó aquella vez.
El alazán oscuro del centurión Julio hizo restallar sus cascos junto al
camello, lujosamente enjaezado de Simón. Los sueños espantados
huyeron. Un gesto de fastidio quiso escurrirse por las sendas de su ceño
fruncido inútilmente.
a ciudad alguna. Las reyertas entre éstos, en los altos del camino, alojados
en los seguros "khans", eran continuas y no poco animadas. A veces con
riñas de cuantía.
—"¡ Cuidado con lo que vomitas, perro galileo! —gritó un soldado y acercó
la punta de su lanza romana a la gar-ganta del que había hablado. Éste
retrocedió espantado.
Al pasar por Belén, con Jerusalén ya al alcance de la mano, a tan solo diez
kilómetros de distancia, un agitar de emociones felices barría, como una
brisa fresca en un asombrado estío, amarguras y desprecios acumulados
en la larga marcha, y se encendía en los rostros la lumbre de una dicha
largamente acariciada. Los peregrinos cantaban sus salmos procesionales.
Los soldados no podían taparse los oídos y dejar de escucharlos; pero
hacían la mayor bulla posible con sus cabalgaduras y sus gritos dirigidos
a los esclavos y a las bestias; y con sus cuernos vibrando en el aire
límpido de un atardecer sereno. Y sin embargo el cielo escuchaba recogido
esas sublimes alabanzas!
Desde la alta colina, de cerca de dos mil setecientos pies, en que estaba
edificada esta ciudad, cuyo nombre significa "casa del pan", anunciando
que las cosechas abundaban para el bienestar de todos, se podía observar
un hermoso panorama de la comarca. Simón y un grupo de peregrinos,
quienes formaron un entusiasta y reverente corro, al que se agregó el
Centurión Julio, se sorprendieron que tan temprano asomara rutilante
una estrella en ese firmamento cercano de Belén. Un canto de luz de
estrella se escuchaba en cada corazón animado de religiosa ansia de
arribo.
—"Tal vez eso sea un viejo sueño del alma vagabunda y soñadora de
nuestro pueblo, que la quiso hacer realidad el poeta pastor de estos
campos, a quien la empinada esperanza popular hizo rey para la ejecución
de esa singular misión que, todavía, está a la espera de su cumplimiento"
—opinó Simón. Muchos de los que le rodeaban la escucharon cabizbajos y
asentían allá en lo íntimo de su conciencia. Pero el "otro peregrino", de
visión soñadora, se atrevió a alargar la esperanza de todos al prevenir; —"¡
El reino de David, padre de nuestra nacionalidad, sigue estando delante
nuestro y si extendemos los brazos, puede que no esté tan lejano!"—.
Algunos sonrieron acariciando el botón recién_ nacido de su más caro
anhelo. Otros duda-ron. Simón, izando al tope su insatisfacción,
marcándolo intencionalmente, subrayó: —"Sueños muy hermosos mucho
más que los jardines pensiles de Babilonia o que aquellos otros jardines de
Salomón, de los cuales no queda otra cosa que un magnífico relato
anotado en los Libros o en los recuerdos de los fanáticos. ¡Mirad las ruinas
de esos jardines y el agua infestada de sus famosas fontanas! ¡Ya no
queda nada!"
la ironía feroz de esas palabras del publicano y sólo atinó a mirar con odio
a ese connacional al servicio de los conquistadores opresores. Ese odio se
multiplicó por ciento, entre los que se contaba Simón.
Y siguieron su camino.
El Centurión Julio se acercó a Simón y le dijo que: "él iría a disponer que
la carga de Simón fuera colocada en un depósito del mercado para que a
la mañana fuese la primera en ser vendida. Él mismo, el propio Centurión
Julio —recalcó— se haría cargo de que no lo defraudaran con balanza
falsa esos mercaderes inescrupulosos. "Os esperaré, dignísimo Simón, a la
entrada del mercado, bien temprano, si es que no quisierais honrar la
casa que el Imperio Romano le ha asignado, en la parte de la ciudad que
está sobre la Bezeta, a este humilde centurión de sus gloriosos ejércitos".
Simón le agradeció sinceramente conmovido tal prueba de fina
magnificencia oculta tras la cota de un uniforme frío y desprestigiado. El
Centurión Julio se alejó sin sentir la repetida humillación del desprecio
judío. Era la primera vez que le ocurría en su larga carrera. ¡ La primera
vez ! ¡ Y floreció en los pliegues de su alma una expresión de gratitud !
Los burritos juguetones con cargas abultadas achicaban más aún las
callejas, por las que, a veces, sólo podían andar ellos y con mucho cuidado
su propio dueño. Otras, se llevaban por delante alguna tienda improvisada
bajo un toldo, con el consiguiente denuesto de su titular, que amenazaba
con sus gestos desarticulados.
que andar con estas muletas. ¡ Y gracias a Dios que, por lo menos, puedo
andar !"
—"¡ Muy bien, muchacho, por tu valentía! El dolor no abate a los que lo
miran de frente con ánimo, ¿qué haces ahora y qué esperas para más
adelante?"
—"¡Si tuviera la suerte de encontrar a Jesús, el Rabí de Nazaret, creo que
Él me sanaría, como lo hizo con uno de los nietos de Zebedeo en
Capernaún; entonces, yo también podría correr por nuestras colinas o
valles y estar contento y trabajar para ayudar a mis padres...
—"¿Y crees que ese Jesús puede curarte?" —preguntó Simón, apretando
entre los labios, para que no se escape, un gesto de incredulidad.
—"; Sí que puede !" —contestó el chico, estirando tanto su anhelo que
alcanzó otra caricia de Simón. ¡ Era imposible que no lograse su empeño!
¡Cómo diferían estas casitas de aquella que le daba albergue en estos días
de su permanencia en Jerusalén! Un pariente rico le había hospedado. La
casa era espaciosa, de dos pisos, cubierta de mármoles y piedras. El patio
interior era amplio y cubierto por una glorieta; una fuente ponía rumor
humedecido de quietud ; los tapetes y alfombras, divanes y las flores en
profusión hacían de la estancia un placer. Una balaustrada circundando
un pirítilo de varios pies de profundidad unía a las piezas entre sí, ya que
no tienen ninguna otra comunicación. Simón se había alojado en una
habitación llamada "Aleya" que se comunicaba con la casa por un
corredor. Estaba esta habitación sobre el pórtico principal de la regia casa.
Todos los rincones de la mansión hablan el lenguaje de la comodidad y de
la magnificencia de su rico pariente.
Su atención fue requerida por una persona que entraba a una casa de dos
pisos con un cántaro de agua. Este hombre era de mediana estatura,
fornido, como de cincuenta años. Simón no recordaba haber visto, hasta
allí, a otro hombre cántaro en mano. Siempre había visto a las mujeres
con ellos. Tanto le llamó la atención que se acercó a él deseándole: —"¡
Shalom leklia!" (Que se traduce : "¡ Sea la paz contigo !") , a lo que contesté
el interpelado con una cortesía profusa y ampulosa: —"Contigo sea la
paz". Su aspecto era el de un hombre culto, de posición social respetable,
pulcro en todos los detalles de su aspecto personal, en el que se
destacaban cabellos y barbas prolijamente cuidados, y vestidos finos y
túnicas ricas. Sus ojos despedían un brillo extraño y dulce que Simón no
había hallado hasta entonces.
—"Pero eso ha sido muy violento, más propio de un centurión romano que
de un sencillo Rabino. No se lo debió permitir el sanedrín" —alegó Simón
con indignación.
—"Estimo por lo que me habéis dicho que conocéis bastante bien a ese
Rabino de Nazaret, a ese tal Jesús" —distinguió Simón.
"¡Salve, glorioso Rey! que llegas bueno, en nombre de Yahveh, a los fieles
de 'tu pueblo; ¡Salve, glorioso Rey!"
El canto del chico era como una sonrisa pequeña que se colaba en el
hondón del alma de Simón. La actitud de éste era tan límpida, suave y
dulce que el niño no se asustó; quedó tranquilo en los brazos que lo
alzaron. Y cuando el canto de la manifestación se recostaba en la cuesta
del Monte, Simón dejó al niño en el suelo que le pagó tanta ternura con un
apretón de mano de "adultos", y se marchó corriendo, con la flor de su
canto entre los pliegues de sus labios, a reintegrarse a la fila de los felices
profesantes de un Rey, triunfante en su alma tierna.
Siguiendo a la encantada columna de los niños, que se perdió del otro lado
de la colina, Simón se encontró asombrado con un lirio silvestre en su
mano temerosa de ajarlo. Lo había recogido inadvertidamente mientras
andaba por las sendas de Betania. Se detuvo a considerar, sin pizca de
emoción sentimental, la rara hermosura y la perfecta simetría de esa flor
nacida sin culpa de nadie junto al camino. Mientras admiraba la frágil
florecilla se dio cuenta que tenía un rasguño en la mano que vertió una
gota de sangre, que fue a violar la pureza ahora maculada del lirio. Buscó
la causa que produjo la leve herida y la halló en un espinillo leñoso, de
tallo rastrero, aspecto achaparrado, hojas finas, ramas que se arquean
fácilmente, de espinas duras y muy agudas que cubría el suelo sin huellas
de Betania y Jerusalén.
reconoció.
—"Tal vez —opinó el Centurión Julio—, eso mismo es lo que mueve a esos
fariseos y escribas a perseguirlo encarnizadamente. Me da mucho que
pensar el incidente del cual yo mismo fui testigo hace un momento. Esos
hombres le llevaron al Rabino de Nazaret una mujer tomada en el mismo
hecho del adulterio, y pidieron aplicarle la ley, tal cual Moisés la
promulgara siglos ha. Y casi no me cabe duda que alguno de esos mismos
fariseos, tan falsamente escrupulosos, fuera el participante del delito que
se le enrostra a la mujer y se exime de toda culpa al hombre, con el
deliberado propósito de hacer caer al Rabino en una coartada infame. Así
son ciertas almas pervertidas; sacian sus apetitos malsanos pero nunca
sus odios. Además si vuestras leyes se siguen aplicando con tanta saña
contra una pobre mujer indefensa, no veo la superioridad de ella sobre
cualquiera otra entidad jurídica ya sea de Roma, ya de Atenas o ya de
Alejandría".
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—"¡ Todas las leyes por perfectas que sean pueden ser falseadas y
convertirse en un cadalso cuando el encargado de aplicarlas es un
verdugo! ¿Y qué dijo el Rabí de Nazaret, entonces?" —se interesó Simón.
—"¡ Confesad que comenzáis a interesaros en ese famoso Rabino
ambulante, noble Simón? Os relataré la escena sin muchos pormenores.
Lo esencial de ella. Esos fariseos y escribas llevaron arrastrándola por las
piedras que le desgarraban su falda y sus carnes, a esa pobre mujer. Es
pelirroja, joven, bastante bonita, distinta a muchas paisanas vuestras, en
que sus ojos, en vez de claros, son profundamente oscuros y grandes. La
presentaron al Jesús ese, al que rodeaban sus discípulos y algunas
mujeres, sin duda de su compañía, las cuales subvienen a las necesidades
físicas del grupo con sus propios bienes. Le dijeron al Nazareno, con
palabras impúdicas y sin piedad, la inconducta de la muchacha. Ésta no
se atrevía a levantar el rostro fijo en el suelo donde había sido arrojada.
Un mechón de cabellos rojos, como un fuego, caídos sobre la frente,
mostraba la vergüenza que no tenían sus acusadores. El Maestro se irguió
(me pareció que era excesivamente alto, aunque no lo es más que lo
regular de los judíos), y con una mirada firme, penetrante, segura, severa
pero con una luminosa expresión de bondad, les dijo con palabras
enteras, sin levantar la voz: "¡ El que esté de vosotros sin pecado que
arroje él el primero la piedra de la condena!" Ninguno se atrevió a hacerlo
aunque muchos tenían sendas piedras en sus manos, las que dejaron caer
avergonzados junto a sí. Luego quedaron solos el Rabino de Nazaret y la
muchacha. Conversaron algo que yo no alcancé a escuchar y al
despedirla, Jesús dice a la mujer: "¡Tus pecados te son perdonados! Vete y
no peques más". La niña lloraba a mares y besó los pies del Maestro".
—"¡ Hola, hola, dignísimo Simón, paréceme que esa actitud iracunda más
corresponde a los fariseos y escribas despiadados que a tus nobles
sentimientos. Aquellos también manifestaron su desaprobación por la
conducta de Jesús de Nazaret, y me terno que no le atraiga muchos bienes
de tal gente".
—"i Nadie puede serio !" —afirmó tan categóricamente Simón, que la
conversación quedó truncada al punto. Y fue difícil renovarla. Aunque el
Centurión Julio se empeñó en lograrlo. Por lo cual dirigió la siguiente
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pregunta:
—"i Amén!" —dijo Simón y ambos rieron. La cordialidad les daba el brazo.
VI
Era muy temprano, ese 13 de Nisán, cuando los judíos piadosos, con sus
vestidos festivos, se acercaban a las sinagogas intramuros a fin de
prepararse espiritualmente para la gran fiesta, la Pascua, del siguiente
día.
—"Así que todo el que va al Rabino, sea rico o pobre, sea sano o enfermo,
sea honesto o ladrón, sea niño o anciano, recibe de Él la salvación !" —
dudó un tanto Simón, sin darlo a entender cabalmente. Todavía preguntó;
"¿ No es eso una pretensión demasiada empinada para un nazareno?"
VII
—"Y ahora más que nunca. Parece que está resumiendo todo el dolor del
mundo sobre su corazón, que no sé cómo no estalla. ¡ Pobre hijo mío !"
—"Jesús, tu hijo, santa madre, tiene todo el poder para salvar el mundo y
no le ocurrirá nada que Él mismo no hubiese previsto. Muchas veces dijo
"que subía a Jerusalén a cumplir todas las cosas que los profetas dijeron
acerca del Hijo del Hombre..." —puso el bálsamo de una palabra tierna y
caritativa, María de Magdala, sobre el amor maternal herido. María
reconocía el milagro pero recordaba el dolor de su entraña siempre.
—"¡ Sin embargo... !" —atinó a esbozar la madre de Jesús. Pero fue
interrumpida con toda delicadeza por Andrés.
—"¡ Sin embargo nada! Jesús tiene una tarea que cumplir y nada impedirá
su concreción".
Las palabras furibundas del Centurión Maleo golpearon como arietes los
corazones amantes. La anciana madre se dobló vencida por el dolor. Todos
la rodearon con inmenso cariño. Sólo el jinete se mantuvo impertérrito y
frío. Una distancia sideral los separaba. Con gesto hosco se adelantó
Simón a declarar: —"Nosotros no somos cómplices de nadie, ni jueces
tampoco. ¡El Rabino Jesús no está aquí! Nosotros hemos venido a
buscarle y no le encontramos ..."
—"¡ Más vale que sea cierto lo que decís! En cuanto a ti, perro judío,
recuerda que tienes conmigo pendiente una deuda que espero saldarla
pronto" —amenazó el soldado con la misma anterior brusquedad. Viboreó
en el aire la fusta que cayó sobre la grupa de la cabalgadura, no sin antes
rozar el rostro de Simón. El caballo se levantó sobre sus patas traseras y
en giro violento se alejó raudo. Todos vieron al jinete perderse en la
hondonada del valle, pero sólo Simón notó entre las sombras de la noche,
en el monte de los Olivos, una turba que enardecida marchaba muda de
odios y rencores implacables, apretados en la negrura de sus almas
tortuosas.
Por sobre la infame grita se oyó a Judas arengar a los inmediatos con voz
horrísona :
—"Yo tengo que conocer a ese Jesús de Nazaret, que tanto está dando que
hablar y que hacer a todo el mundo y que, aun cuando se le cometen los
más nefandos de los crímenes, no levanta ni siquiera la voz para
defenderse, cuando yo, como todo el mundo, hubiera levantado mi brazo
para hacerme mi propia justicia denegada. No puede ser sólo un hombre
quien actúe de esa forma. Los profetas eran gigantes defendiendo, en
nombre de Dios, la causa de los pobres y su justicia ; pero esto sobrepasa
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Salió Simón a la calle y le golpeó la cara la luz brillante del sol. Un mundo
de gentes se apretujaba en las calles. Eran éstas demasiado estrechas
para contenerlas. La inaudita procesión que había partido de la Fortaleza
Antonia, debajo mismo de las tres torres más cercanas entre sí, se dirigía
hacia el oeste, en busca de la Puerta de Gennath, en la muralla
septentrional. La marcha era lenta, pesada, doliente. Sobresalían por
encima de la multitud los palos de las cruces. Los soldados en sus
cabalgaduras iban y venían, provocando alarma entre los peatones,
intentando hacer más viva la marcha hacia el Calvario.
se marchaban tras cada paso. El peso de los palos de las cruces bien
podía aplastar la fortaleza de cualquiera. Los reos siempre flagelados, con
sus carnes desgarradas, pocas reservas físicas poseían para andar más de
prisa con su carga.
Aquel palo de una Cruz que ni siquiera pesó lo que medio "gerath" sobre
las espaldas enormes de Simón lo enfrentó con un encuentro para
siempre. Ese árbol de la Cruz se prendió en su alma. Se hundió hasta la
esencia misma de la vida y allí brotó una flor y dio un fruto. ¡ Es la
verdadera Cruz, la que permanece para siempre ¡ Es la Cruz en el alma!
Simón con sus ojos turbios de desesperación miró a Jesús estirado sobre
el madero con sus manos atravesadas, y aunque los labios del crucificado
no se movieron, creyó escuchar palabras que Cefas había oído de su
57
El sol, pasada la hora "tercia", se hacía cada vez más fuerte y su reverbero
en la roca lastimaba la vista. Hacía más cruento el suplicio de los
crucificados. La atribulada compañía que se había animado a presenciar
la crucifixión apenas si podía contener su desesperación diluida en las
amargas lágrimas que velaban sus miradas compasivas. Varios soldados a
la vez levantaron la Cruz tomándola de su brazo horizontal. Así quedó
pendiente el Cristo de su Cruz. Hundieron el palo vertical en el hoyo
practicado en el firme suelo y luego con piedras y guijarros lo llenaron
para afirmar bien la Cruz. La Cruz de Jesús quedó en medio de la de los
dos ladrones y criminales convictos y confesos. Uno era Dimas y el otro un
compañero de sus fechorías. La Cruz de Jesús era más alta y estaba
colocada un paso más adelante que las otras dos.
como maná caído del Cielo, Jesús dejó caer la palabra más tierna que se
escuchara en la historia de la humanidad: "mi Madre, he ahí tu hijo !" Y el
manto níveo de la mirada divina cubrió de luz al "discípulo amado", y
referido a éste, añadió el Crucificado: "Hijo, he ahí tu madre!"
Las negras nubes dispersas que vagaban sin rumbo se fundieron de tal
forma que impedían al sol hacer llegar sus flamígeros rayos. El ambiente
comenzó a hacerse pesado y sofocante a causa de que el viento del S.E., al
que se llama "solano", comenzó a soplar y a barrer la colina del Calvario.
La sequedad propia de la época se aumentó con la llegada intempestiva de
este viento venido a través del desierto de Arabia y que produjo en los
soldados y personas al pie de la Cruz, gran malestar físico, languidez y
debilidad general. Algunas nubes abrieron sus ventanas enlutadas para
dar paso a la luz fugitiva de los relámpagos, que cruzaban el espacio
viboreando, pero sin anunciar lluvia. El calor se hacía insoportable; las
personas buscaron refugiarse; las aves se guarecían sofocadas y con el
pico abierto junto a los muros, apenas distantes, de la ciudad. El viento
bramaba horrísono y violento, levantando polvo, arenas y piedrecitas, que
herían con su furia. La atmósfera se oscureció como preparando un
incendio voraz ; los rayos del sol desaparecieron y su aspecto era como un
globo opaco de fuego que sofocaba. Las bestias de los soldados se
encabritaron y les costó ingentes esfuerzos sujetarlas. Las arenas
golpearon con violencia todo lo que se opuso a su paso. Buena parte de las
personas que presenciaban la Crucifixión pudieron pensar en las
predicciones de los profetas que anunciaban la manifestación del gran
poder de Dios, en aquellas palabras que cobraban fuerza de realidad
ahora ; "Se verán prodigios en el cielo y en la tierra, sangre y fuego y
columnas de humo ; el sol se tornará en tinieblas y la luna en sangre".
—"¡ Qué distinto a todos los hombres fue este Jesús de Nazaret! Su misma
muerte en la Cruz, sin ningún cargo fehacientemente comprobado que
importara tamaña condena, no le arrancó una sola palabra de protesta ; al
contrario, las únicas dichas fueron de perdón. Se diría que la Cruz era,
toda ella, una gigantesca palabra de perdón. Perdón para todos. Perdón
para el culpable y perdón para el inocente. La Cruz no era un símbolo ya
del oprobio, de la venganza y del escándalo, sino un inmenso perdón.
Perdón que llegaba hasta el cielo. Perdón que llegaba desde el cielo. ¡
Perdón nacido de un amor infinito y eterno !" —había anotado Simón,
marcando los sentimientos en pugna que se agitaban en su vigoroso
corazón. El Centurión Julio acogió esas palabras en su intimidad como
recibe el yelmo el rocío. Por eso más que interrogantes sus palabras
siguieron el rumbo de una madurada reflexión: —"¿Es que se puede llegar
a perdonar a quien tanto mal nos hace? ¿Es humano poder perdonar? ¿No
61
VIII
El aire tenía cascabeles claros que sonaban a gloria. La bóveda celeste era
una campana gigantesca que repicaba un son de eternidad cercano y
brillante. Las frondas tocadas de incontables verdores se ahuecaban
buscando un son que respondiera a tanta lucidez. Las aves ele los cielos
tenían trinos de cencerro para acompañar la música de tanto destello. Las
flores en los muros y jardines se hacían campanillas de polícromos
matices que resonaban arpegios de angelical expresión. Y hasta un corro
de la hueste celestial, con sus áureas arpas y sonoros clarines ponían un
canto de rebato sobre la tierra estremecida. ¡Era la luz! ¡La luz del mundo!
¡La luz viva de la gloria eterna que expandía sus esplendores rutilantes!
"¡Sea la luz! ¡Y fue la luz!". . . ¡ para siempre!
El Mar de Galilea esa mañana lucía la túnica real de sus días festivos. Su
espejo pulido repetía la canción verdosa de los árboles, la sombra tenue de
un ave fugitiva, los fulgores de un sol límpido, tibio que arrojaba a las
ondas suaves, puñados de plata bruñida. Una barca de pescador se mecía
con ansias de puerto. Su vientre satis-fecho, después de larga y fructífera
63
Capernaum, al N.O. del lago, recostada contra los cerros del N., se miraba
en el espejo transparente de las aguas azules siempre. La limpidez del lago
se extendía hasta la aldea que buscaba constantemente el beso de la
playa. Huellas hondas y permanentes dibujó la gracia en sus arenas. ¡ Y la
luna encandilada, más de una vez, encontró lumbre en el piélago! La
sinagoga, el fuerte de la legión y la aduana receptora de impuestos
signaban su importancia; la ruta comercial a través del lago y por la Vía
Máris de Damasco a Telemaida le otorgaban pujanza, y un puñado de
casas blancas, pequeñas, recamadas de flores, en sus muros, patios y
jardines, le brindaban un aspecto confortador, pacífico y alegre.
María de Magdala, con ágiles pasos, con rostro radiante y con el cabello
encendido entre la mantilla, conduciendo un cántaro de agua desde la
fuente pública, se introdujo en la casa, conocida por la de Cefas, el
pescador, donde se refugiaron sus anhelos y acunan esperanzas los
discípulos y amigos del Rabino Crucificado. Un corro de mujeres, todas
radiantes, se unieron en el relato maravilloso; el que parecía un sueño
encantado, todavía; el que prendía en los labios y en los ojos de una
admiración rutilante.
—"Como no puede perderla nadie que obre en su nombre, aun lo que crea
de más insignificante, en bien de su prójimo que lo necesita o lo requiera"
—anotó alguien del grupo, cuya presencia quedó inadvertida, aunque
todos reconocieron su pausada voz.
—"A nosotros también —con una voz titubeante comenzó a narrar Simón
de Cirene, por lo que todos prestaron cuidadosa y expectada atención; y lo
que así comenzara, fue ganando en confianza, certeza y precisión, de tal
manera que las palabras tenían acentos vibrantes, sonoros, metálicos, en
los que se suspendían, como gotas de rocío en el pétalo de una rosa, las
notas de admiración; y continuó—: es decir, a mi buen tío Cleofas y a mí,
el Resucitado Eterno también nos manifestó su gloria. Caminábamos
tristes por causa de los acontecimientos de los cuales habíamos sido
65
—"Ahora esto hay que ir a contarlo a todo el mundo, en las calles, en las
plazas, en los mercados, gritarlo desde los tejados para que nadie deje de
oír la noticia más buena que se pudo escuchar sobre la faz del mundo,
esto es : que no hay distancia entre Dios y el hombre; que nos ha
reconciliado con Él mediante Jesucristo nuestro Señor y Salvador, que
está con nosotros para siempre" —afirmó Cefas.
___"Yo iré con vosotros hasta el fin" —anunció decidido Simón de Cirene--.
"Yo, también, he sido escogido por el Mesías para una tarea, en su plan
incambiable de salvación del mundo, al conducir los maderos de la Cruz; y
más que esto, ahora que miro hacia atrás a toda mi vida me doy cuenta
que, a través de las estancias recorridas, se deja ver esa elección. Su mano
me sacó de Cirene sin que yo tuviera una razón para ello, su mano me
guió hasta estos lares de nuestros mayores, su mano de potencia invisible
me atrajo a la "vía crucis" y su mano permitió que yo llevara su Cruz y que
ésta no quedara enhiesta solamente en el Monte Calvario sino también en
el hondón de mi alma. Y ha poco su revelación gloriosa con su cuerpo de
eternidad no es sino otro signo de esa elección. Y si me permitís,
hermanos amados, yo iré con vosotros hasta el fin del mundo. No sé en
qué forma podré seros útil, pero mis fuerzas, mi alma y mis puños están a
vuestra disposición. Servíos de mí en cuanto queráis".
IX
67
—"¡ Nunca hubiera creído que mi fe fuera tan frágil!" —reflexionó Cefas.
—"Y, sin embargo, estaba Jesús con ustedes ; no podía pasarles nada. Él
nunca hubiera permitido un desastre. De Él dependía el llegar a destino y
nada, ni aún las fuerzas descontroladas de la naturaleza, podrían
provocarlo. No debieron temer. Con Jesús siempre se está seguro. Se
arriba a destino ; Él permite que así sea y media para ello" —aseguró la
madre. ¡ Todos asintieron! Sus palabras eran caricias en sus almas
nuevas. Todos lo comprendieron.
infundía su paz, serenidad y aún gozo, en medio del torbellino. Poco duró
la ventisca. Enseguida se restableció la calma en las aguas del lago. Las
que llegaron a la playa con un sudor de cansancio hecho espuma. Frente
al barco detenido y anclado se levantaba la aldea de Gadara. El rumbo del
viaje había sido S.E. La cumbre plana de la colina caliza, en la que la
aldea se asentaba, brillaba a la luz de la luna. Al llegar los arribados de
Galilea a la puerta del fuerte, un soldado preguntó en griego, "quiénes
eran y qué querían".
—"Está bien".
—"Sí. Volvamos".
—"Y la santa madre de Jesús, ¿qué me dice usted, Simón, de ella ?"
—"Lo mismo".
—"Tal vez".
Sin saber cómo, advirtió Simón sobre su rostro la perla de una lágrima. La
recogió en su mano. La miró detenidamente. Un vago perfume entrado de
rondón por la abierta ventana le susurró muy quedo las dos palabras de
esperanza: "Tal vez", y fueron para su corazón como una canción. Como la
canción de una nueva esperanza.
prendidas las ramas de los árboles y las flores curiosas que asomaban su
belleza por sobre los cercos. Un brillo de limpio iluminaba las calles.
—"Tiempo al tiempo, ¡Ya llegará el día de la justicia para todos! Pero hoy
vivimos en una sociedad con sus prejuicios y sus normas que no podemos
variar a menos que nos coloquemos a espaldas suyas".
—"¡ Miren, muchachos, al desposado con María...!, ¡ja... ja... ja!" —escupió
sus palabras uno. Otro en el mismo tono sangriento agregó:
—"Mañana dirá que se casó con una virgen... ¡ja... ja... ja!" —vomitó sus
palabras un tercero. ¡Y las estupideces y las risas se sucedían
concupiscentes! Los soldados avanzaron al encuentro de Simón. Muchas
veces vieron cómo la gente se abría para darles lugar de paso! Pero hete
aquí que ahora Simón se plantó delante de ellos. Su gesto era firme,
resuelto; su mano apretada en un puño contundente; los dientes
mordiendo su seguridad; el pecho palpitante; y la mirada desafiante.. , Era
una espada de acero toledano que se había clavado en el suelo y se
hamacaba de pura flexibilidad. Tal fue su apostura que el impertinente
grupo de la soldadesca cortó de golpe sus risas, su grita y sus insultos.
Las manos temblorosas buscaron en vano las, empuñaduras de sus armas
y quedaron inermes frente al titán. Sólo esperaban el castigo inminente.
Simón hubiera podido juntar todos esos cráneos huecos e insensibles y
golpearlos unos contra otros sin siquiera obtener nada digno de ellos. Pero
Simón había visto florecer en sus manos la mansedumbre, en su pecho la
misericordia y en su alma la serenidad. Por ello recibió aquellas graves
ofensas con sonrisas y brotaron en sus labios las palabras de la
compasión;
de todos hasta ayer, hoy es sólo mía... mía toda ella, alma, corazón y
cuerpo, por derecho de amor. ¡ Y su pureza nueva y mi amor son los
bastiones inexpugnables de una dicha que ya empezamos a gozar! ¿ Lo oís
bien?, esa María de Magdala que era de todos, ahora es mía... mía... mía
solamente. ¡ Ahora marchaos y dejadnos en paz !"
¡ Y era cierto!
—"El novio no era menos gallardo, apuesto y gentil" —agregó Jacobo. "En
esa casa donde nos reunimos los hombres, para marchar a la de la novia,
todo era alegría y canto... La fiesta había comenzado con antelación, allí,
en los corazones de todos los amigos. Las congratulaciones se sucedían
sin interrupción".
juntos
El corro seguía animado. Todo era luz. Sólo una sombra se acurrucaba en
la pupila de María de Magdala. Nadie la advertía. Aquella felicidad
ambiente y la pureza de las intenciones amigas eran juicios condenatorios
contra su vida pasada.
¿Y su enmienda?
Hubo un momento en que le pareció que sus amigos sintieron los fuertes
latidos de su corazón y se le puso en vilo, un instante infinito, su
atención. Su aprehensión se calmó cuando nadie le dirigió ningún
reproche, ni con la mirada ni con la intención, a su inquietud.
Las risas se chocaron unas contra las otras y pusieron una nota
juguetona en la estancia. A Cefas le saltó una risotada fresca y vigorosa,
que a poco pudo contener. Simón de Cirene rió limpiamente. Y María de
Magdala notó que su sonrisa se había humedecido en la fuente de una
pureza nueva.
—"Los milagros de esa noche se han seguido repitiendo cada vez más
trascendentes. ¡Y al milagro de esta estancia, de este encuentro, de esta
presencia invisible y cierta, de una vida nueva, de una esperanza nueva y
de un amor puro y simple, no dejan de asombrarnos!" —exclamó María
Magdalena en un impulso genial.
—"Y más luz, y más alegría, y más canto, y más felicidad al llegar a la casa
78
Juan puso reparos en impartir la "bendición religiosa, que en los labios del
Nazareno había alcanzado cimas de eternidad, y que él no podía celebrar
sin macular un recuerdo puro". No obstante, al final, fueron obviados sus
reparos para con unción bendecir al flamante connubio.
pétalos de las rosas; las alas de los grillos y la lumbre de las luciérnagas ;
el guiño de las estrellas y el saludo claro de una nube de algodón; los
nidos silentes en los árboles y las cumbres níveas en el horizonte ; los
hogares sin luces y las ventanas cerradas ; los objetos despiertos y las
cunas de niños en reposo, la creación toda cantaba un himno de felicidad
para María de Magdala y Simón de Cirene.
XI
Pero detrás de esos caminantes con rostros de luz y ojos de estrellas, con
manos llenas de ternuras y pies de "peregrinos y advenedizos", se lanza la
81
Allá quedó sepulto entre las piedras mortales y enrojecidas de las rosas de
una piedad fragante, el dulce y mínimo Esteban. ¡Lapidado! Y la Cruz en el
Camino tenía inscripta una gigantesca palabra de perdón. Perdón que se
alarga en el Camino como la proyectada sombra de un viejo árbol besado
por la aurora nueva que despunta.
¡Saulo de Tarso!
Los tronantes mensajeros del averno sorprenden los ojos inocentes que se
escapan de sus órbitas de los habitantes de la suave aldea de Nazaret.
Pero Nazaret está vacío de la gente del Camino. Está vacía. Totalmente.
Qué te hemos hecho, Saulo, para que así nos persigas" —inquirió con un
hilito de voz maduro de sufrimientos, la ya apergaminada mujer que
responde al dulce nombre de María de Nazaret. También su voz era una
lucecita pronta a extinguirse. Pero tuvo hondura de abismo la cuestión. Y
fue a hendirse en la conciencia distorsionada de Saulo.
No hubo respuesta.
Pasaron por un mesón donde la soldadesca bebió hasta los heces el mosto
fermentado que se puso ante su sed abrazadora. Algunos de los coludidos
se aprestaban al descanso pero el imperativo los lanzó hacia el largo
camino a Damasco.
no tendría fin. Ruffo tenía el pelo rojo de la madre, los ojos hondos de
María de Magdala y las manos tibias del amor que le hizo conocer el cielo
aquí en la tierra.
A veces el amor común que los lanzaba a la tremenda odisea les proveía de
un par de camellos, útiles para tanto pie destrozado de las peñas de los
caminos. La marcha, entonces, se ponía unas alitas pequeñas. De vez en
cuando alguna barca de pescador compadecido los llevaba hasta la otra
orilla y ponía en las bocas recuerdos imborrables, y de allí en adelante la
compañía se aumentaba en algunos más. Los pueblos atravesados tenían,
todavía, dispuesta la ayuda recabada. Los niños recibían con los dulces la
ternura cómplice de los corazones sensibles.
Las altas montañas que servían de cerco, no dejaban de ser refugio. Desde
muy lejos vieron María de Magdala, Simón de Cirene y los niños, y toda la
compañía de peregrinos, con ojos cansados de vigilias, con fatigas hondas
de penurias, con achaques de inclemencia ambiente, el concurso de las
grandes cordilleras del Líbano y del Tauro. Los maravillosos paisajes
naturales los deslumbró. La belleza imponente de los macizos rocosos los
hizo pensar en la fortaleza de sus propias convicciones; los picachos
nevados desafiando tempestades los afirmó en esa libertad que les traía
tantas penurias pero que no la cambiarían por la comodidad perjura, y ese
solitario e independiente peñón que besaba las nubes les hizo levantar los
ojos más arriba aún y dar gracias al Creador porque recibían tanta gracia.
Bajando la vista, se hallaron navegando con rumbo a la desembocadura
del río Orontes, y notaron en el puerto marítimo de Antioquía a la pequeña
aldea de Seleucia, y allí un tráfico superior al que habían advertido en los
puertos de Fenicia, mucho más grandes todos ellos. Distaba Seleucia de
Antioquía, según cálculos de Simón de Cirene acostumbrado a medir
distancias de un solo golpe de vista, ciento veinte estadios. La meta estaba
cerca.
Cada paso que daban por Antioquía, Simón y los suyos, les hablaba de
una historia lejana hasta los tiempos de Alejandro el Grande. La mano de
Simón acompañaba el recuerdo acariciando los cabellos de su hijito. La
calle principal, llamada de Herodes, de cuatro y media millas de largo, era
única en el mundo, se lo aseguraron sus amigos, por la arcada que le
cubría a ambos lados, alargándose a toda su extensión, debajo de la cual
los habitantes de Antioquía podían caminar, efectuar sus transacciones
comerciales..., en todo tiempo, libres de la preocupación del calor, del frío
y de las lluvias.
Sólo el agua cantando por los canales, límpida, abundante y fresca, ponía
un haz de claridad en la ciudad. El agua era su orgullo. La limpieza
exterior de los hogares, plazas y mercados ocultaba un interior que, a poco
investigar, se descubría.
—"Excelente hermano, el poco tiempo que hace que estás entre nosotros te
impide reconocer el amplio espíritu que rige nuestros actos y conducta.
Has puesto demasiado fervor —digámoslo así— en tus declaraciones de
ahora, y de otras, pronunciadas en los hogares de correligionarios y aún
en la plaza, y en el mercado, para que esas declaraciones no estén
tachadas de parcialidad y fanatismo. No es ese el camino que lleva a la
concordia con todo el pueblo.
—"¡ Cristianos !" -Y gritó a los cuatro vientos su característica distintiva "¡
Cristiano !" Era un ¡Cristiano !! Dios le había escogido a él, al pobre
Simón, de la lejana Cirene, para ser, para siempre, de Cristo. ¡ Era un
Cristiano ! Los picachos nevados siempre de la Cordillera del Líbano, que
toda Antioquía podía contemplar desde cualquier ángulo, no exhibía tanto
su esplendor como Simón y sus amigos su nuevo blasón : "¡ Cristianos!"
Las horas del día cada uno de ellos las ocupaba en su propio oficio o
labor. Así se agrupaban los panaderos, los tenderos, los tejedores, los
curtidores, los carpinteros, etc., en sendos lugares asignados en la ciudad
o sus aledaños. Los curtidores habían sido arrojados a la periferia debido
a los fuertes olores que producía la tarea, era la orden gubernamental,
pero la verdadera razón radicaba en que los judíos, cuya influencia era
poderosa en las altas esferas, consideraban a sus ejecutores como
"impuros". En una curtiembre trabajaba largas horas del día Simón de
Cirene. Al dedicarse a esta tarea fue distanciado más de los judíos pero lo
unió estrechamente a los "cristianos"; en manera especial a los más
desposeídos. La curtiembre estaba situada en la margen Norte del río
Orontes, a cinco millas del centro de Antioquía; rodeada de chozas
miserables, en cuya construcción se empleaban unos pocos cueros que, si
bien cubrían de los fuertes rayos solares y resguardaban de las intensas
lluvias, no proporcionaban abrigo durante el frío ni resguardo ninguno
contra la canícula. El salitre de la región era bien aprovechado en el
curtido pero daba a la zona su aspecto desértico e inhóspito, donde
apenas si unos arbustos de espinillos achaparrados se atrevían a medrar.
La miseria de sus moradores era evidente y, a la vez, desgarradora. Sólo el
agua clara del río y un rayo de luz recién amanecido ponía una nota viva y
alegre en el lugar.
—"Es lo menos que podemos hacer por nuestro Señor que murió en la
Cruz —afirmó Simón, continuando—: y mientras tengamos fuerzas no las
mezquinaremos en la tarea, que es nuestro, más que deber, privilegio". —
María de Magdala anotó que:
—"De cualquier manera —agregó Lucas— idos con cuidado. Siempre quien
se destaca por su bondad y su servicio es el centro de los ataques de los
envidiosos e inútiles. Y vosotros habéis alcanzado altura de héroes en
Antioquía. Además, vuestro celo en las labores del Camino, que consigue
adhesiones incondicionales está perjudicando los negocios de los plateros
e iconógrafos, ya que los idólatras se vuelven de sus malos pasos. No sería
nada raro que armaran algún motín para perjudicaros, arrojaros de la
ciudad o algo peor, acusaros de "rebeldes" y tratar de mataros". —Hubo
una profunda emoción en las palabras de Lucas que hizo estremecer a
María de Magdala, pero que animó a Simón.
quien se sabe con fuerzas para salir victorioso de todos los eventos.
—"Pero antes tendremos que esperar que nuestro doctor Lucas termine de
atender a Silvano" --acotó María de Magdala, que desde muy lejos
pensaloa más en el prójimo que en sí misma.
—"Es Saulo de Tarso, que desde que está entre nosotros se dedica a hacer
92
carpas, es un gran amigo mío. Posee una cultura superior y una pasión
por la Cruz de Jesús de Nazaret que lo pone a cubierto de cualquier
sospecha. Ya conoce, él también, el dolor de la persecución". —Estas
palabras sirvieron de bálsamo para la inquietud de Simón. y con calma
mencionó:
María de Magdala dio la más cordial de las bienvenidas y les deseó la "paz
de Yahveh" y la "gracia de nuestro Señor Jesucristo" a los distinguidos
huéspedes de su "humildísima casita".
—"En una semana más estaremos listos para zarpar del puerto de
Seleucia, a cumplir con la misión que nos han encomendado tan
cariñosamente los hermanos de Antioquía. Ya tenemos todo listo, excepto
que no hemos podido completar aún los colaboradores. Vos, dignísimo
Simón, por vuestros conocimientos del griego, de nuestra tradición, del
"Camino" y vuestro talento especial, demostrado a lo largo de jornadas
96
—"Estos hombrecitos fueron los que nos dirigieron hasta aquí. Lo cual
agradecemos mucho. Han sido muy amables. Pero veo que falta
Samuelito... Qué han hecho de él? ¡Y tan bien que cabalgaba el asnito de
hocico y patas delanteras blancas hasta la altura de una cuarta de los
cascos!"
—"Pero nunca nos dijeron nada" —con mal anotado reproche les habló la
madre.
—"Tampoco tú dices a nadie todo el bien que haces a los que sufren. El
refrán que tantas veces ustedes nos enseñaron, hoy debimos aprenderlo
en hebreo en la sinagoga: "No sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha".
XII
Parece imposible que con un pueblo así, esclavo de los vicios más
desagradables, se pudiera lograr algo. Y que este mismo pueblo no se
desintegrara por la acción centrípeta de sus propias pasiones. Pero si
abismal era la degradación de la gente de la ciudad de Corinto, fue
ciclópea, alcanzando altura de cumbres, la tarea realizada por los
mensajeros del evangelio. Otra vez sucedía, en la dimensión moral, que a
los grandes abismos correspondían grandes cumbres. Fue tarea casi de
maravilla la efectuada y los logros obtenidos. Lograr unidad de criterio y
de acción en bien de todos no fue lo menos conseguido. La tristeza, la
simpatía, el dolor que producían en el ánimo de los misioneros la
enormidad de los vicios, en vez de apocarlos, les daba más renovadas
energías para apartarlos de tal comportamiento. La débil, delicada y bella
María de Magdala fue la que con más ardor se empeñó en rescatar las
niñas de las fauces del grotesco ídolo que arrancaba a pedazos su pureza.
Y todos hicieron en largos días de agotador trabajo una obra ímproba.
Utilizando, en algunos casos, la alabanza; en otros, suplicaban con
palabras amorosas; en ocasiones, se los regañaba; en otras, se los
amenazaba con vara; pero en todos los casos el impulso milagroso fue
dado por la potencia de un "amor que todo lo puede", por una paciencia
que esperó y trabajó el desierto para que naciera una flor; y sobre todo por
la certeza inconmovible de que Cristo en el centro de la vida es el poder
centrífugo que transforma al ser humano y a la sociedad. Con estos
elementos poderosos se amalgamó, en el pueblo de Corinto, heterogéneo,
100
El cántico del himno final ponía en las mentes y en los rostros de todo
resplandor seráfico. La bendición impartida y luego compartida por cada
uno de los presentes, se extendía a todo el diario trajinar. La nueva vida
imponía su razón de ser lenta pero firmemente.
En tanto Roma bullía con sus millones de almas agitadas por encontradas
emociones, humilde y silenciosamente partían de Puteoli, con rumbo Sur,
Simón de Cirene y su pequeña familia.
XIII
—"Del fondo del desierto, como una gigantesca nube de arena levantada
por el viento tropical, avanza una sombra apretada que... no sabemos, si
no son árabes en tren de conquista".
—"¿Y cómo llegó a esta certeza del amor nuestro querido hermano Saulo?"
—inquirió dulcemente María de Magdala.
_"Muchas son las causas y uno solo el móvil. Es el amor de Dios que
cubre, como un manto celeste, a toda la humanidad, y la abraza para
salvarla, en la Cruz del Calvario de Jesucristo, nuestro Señor. Y ese amor
volcado en el cuenco del corazón humano es el que realiza el prodigio de la
mejor vida sobre este mundo. Me temo que ese amor inmenso que atesoró
el alma de Saulo de Tarso no pudo dejar de inspirarse en una belleza sin
par que aquél conociera en los días de su juventud" —explicó Lucas. Un
rubor inconsciente subió al pálido rostro de María de Magdala. Lucas lo
notó y calló. El silencio fue significativo para ambos.
VOCABULARIO
Contenido
I .............................................................................................................................................. 2
II ............................................................................................................................................ 8
III ......................................................................................................................................... 13
IV ......................................................................................................................................... 18
V .......................................................................................................................................... 30
VI ......................................................................................................................................... 40
VII........................................................................................................................................ 47
VIII ...................................................................................................................................... 62
IX ......................................................................................................................................... 66
X .......................................................................................................................................... 72
XI ......................................................................................................................................... 80
XII........................................................................................................................................ 97
XIII .................................................................................................................................... 103
VOCABULARIO ............................................................................................................. 108
111
165
164