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LA REALIDAD SOCIAL

COLECCIÓN DE CIENCIAS SOCIALES


SERIE DE SOCIOLOGÍA
Miguel Befarán

LA REALIDAD
SOCIAL
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RUCRIS 86

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Gráficas Molina

Reservados todos ios derechos. De conformidad con lo dispuesto en


los artículos 534 bis a) y siguientes del Código Penal vigente, podrán
ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la
preceptiva autorización reprodujeran o plagiaren, en todo o en parte, una
obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte.

© Miguel Beltrán Villalva, 1991


© EDITORIAL TECNOS, S.A., 1991
Telemaco, 43 - 28027 Madrid
ISBN: 84-309-2050-1
Depósito Legal: M-28168-1991
Prínted in Spain. impreso en España por Ma pesa. O Viüablino, 38. Fuenlabrada.
TNDICE
A gradecimientos................................................................................... Pág. 9

1. LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA ....... 11

1. Realidad y apariencia engañosa......... .............................................. . 11


2. El desenmascaramienío de la realidad ................................................. 16
3. La construcción social de la realidad....................................... ............. 21
4, Ciencia y sentido com ún....................................................................... 23
5. Realidad material y realidad m ental..................................... ............... 31
6. Las definiciones de la situación ........................................... ................ 34
7. Los modos «emic» y «etic»................. ................................................. 37
8. Una conclusión poco concluyente......................................................... 41

2. EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SO CIAL.................................... 43

1. Nominalismo y realism o....................................................... ............... 43


2. Hechos sociales y hechos individuales...................... ........................... 48
3. Una solución reduccionista: el conductismo ......................................... 53
4. Los límites de lo «directamente observable»......................................... 57
5. La realidad de los hechos sociales ......................................................... 63
6. Variedad de las opciones teóricas ................ ........................................ 68
7. La realidad social como relaciones sociales .......................................... 75

3. CUESTIONES PREVIAS ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALI­


DAD SOCIAL ............................................................................................ 79

1.Acerca de la sociología........................................................................... 79
2. ... y acerca de la ciencia......................................................................... 81
3. Contra el reduccionismo biologista ...................................................... 86
4. En favor del pluralismo cognitivo ........................................................ 91

4. CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL...................... 97

L Método científico y métodos de la sociología....................................... 97


2 . El método histórico........................... ................................................... 99
3. El método comparativo ......................................................................... 105
4. El método crítico-racional..................................................................... 110
5. El método cuantitativo................................................. ..................... . 118
6. El método cualitativo............................................................................ 127
7. Conclusión acerca del pluralismo metodológico .................................. 134
5. EL LENGUAJE COMO REALIDAD SO CIAL ......................................... 137

1. Introducción.......................................................................................... 137
2. Lenguaje, conocimiento, control social...................................... . ........ 138
3. El lenguaje y las ciencias sociales.......................................................... 143
4. La lingüística y la dimensión social del lenguaje ..., .............................. 150

6 . UN «ESTUDIO DE CASO»: LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRA­


TIVA DE LA REALIDAD SOCIAL......................................................... 163

L Realidad social y discurso administrativo.......................... . .................. 163


2. El criterio de demarcación de la realidad.............................................. 166
3. La racionalidad de la realidad construida...................... ....................... 169
4. La imposición de un orden simbólico.................................................... 171
5. La actuación sobre la realidad............................................................... 175

R eferencias ............................................................................................................ 179


AGRADECIMIENTOS
Los escritos aquí reunidos, publicados entre 1982 y 1990, fueron
previamente presentados y debatidos en seminarios y conferencias
celebrados en distintas Universidades y centros de investigación es­
pañoles y extranjeros. No quiero adornar esta nota con sus nombres,
ni arroparme con los de los colegas cuyos comentarios y críticas tan
útiles me fueron, pero sí dejar aquí constancia expresa de mi gratitud
por la generosidad de todos ellos.
Agradezco asimismo la autorización de Alianza Editorial, el Cen­
tro de Investigaciones Sociológicas, el Centro de Estudios Constitu­
cionales y el Instituto Nacional de Administración Pública para re­
producir, con mínimos retoques, los trabajos publicados en sus
colecciones y revistas (de las que se da referencia al comienzo de
cada capítulo).
Alfonso Ortí y Luis Enrique Alonso leyeron alguno de los manus­
critos e hicieron atinadas sugerencias y pertinentes objeciones. Fran­
cisco Muriílo los leyó todos, y aún me pregunto cómo tras sus comen­
tarios me atreví a publicarlos (e incurro ahora en reincidencia con su
complicidad, pues los acoge en la prestigiosa «Serie de Sociología»
que dirige en la colección «Semilla y Surco» de Editorial Tecnos).
Por último, quiero agradecer a Francisco Bobillo, director de Tecnos
y apreciado colega, su hospitalidad editorial y su infundada confian­
za intelectual en mis trabajos.

M. B.
Cantoblanco (Madrid), en la primavera de 1991

[9]
L LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD
Y APARIENCIA *

1. REALIDAD Y APARIENCIA ENGAÑOSA

La cuestión de la apariencia y la realidad, que tiene una larga tra­


dición filosófica, es a mi modo de ver capital para acotar el objeto de
la sociología, la realidad social. El término apariencia viene definido
en el Diccionario de la Real Academia como «aspecto o parecer exte­
rior de una persona o cosa» (primera acepción), y como «cosa que
parece y no es» (tercera acepción). Es curioso observar cómo el Dic­
cionario se orienta decididamente por la vía de oponer apariencia a
realidad, bien señalando que la primera no ofrece sino el aspecto ex­
terior de las cosas (es decir, que ofrece sólo un aspecto de la cosa,
que es parcial), bien que parece y no es (es decir, que es engañosa).
Y digo que es curiosa esta orientación porque ignora otra acepción
del término, neutra y etimológicamente correcta, que define la apa­
riencia como la manifestación de la cosa, identificando apariencia y
realidad. Bien es verdad que el uso del término apariencia es predo­
minantemente desconfiado: la apariencia es sólo el aspecto externo
de la cosa, una visión por tanto que oculta nada menos que «lo inte­
rior», lo que la cosa es «en realidad»; parcialidad, pues, que se re­
suelve en engaño («las apariencias engañan», dice la sabiduría popu­
lar): apariencia y realidad son cosas diferentes en la medida en que la
primera oculta a, y desorienta sobre, la segunda.
Acabo de decir que, desde este punto de vista, apariencia y reali­
dad son cosas diferentes: esto no es completamente exacto, pues no
siempre se entiende la apariencia como cosa en el mismo sentido en
que se valora la realidad como cosa; con frecuencia se considera que
la eventual discrepancia no se da entre dos cosas (la apariencia y la

* Publicado en el n.° 19 de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas,


julio-septiembre de 1982.

ÍH]
12 LA REALIDAD SOCIAL

realidad), sino entre una cosa (la realidad) y su apariencia, su modo


de manifestarse. Adelantaré ya que, para lo que aquí interesa, en­
tiendo que la apariencia es apariencia engañosa, y que tan cosa es la
apariencia como la realidad que deforma, oculta o enmascara.
Señala Ferrater (1979: 175) que la necesidad de distinguir entre
apariencia y realidad tiene al menos dos motivos. En primer lugar,
hay realidades que a primera vista se manifiestan o parecen de un
modo, pero que una vez examinadas con más atención o de manera
más ilustrada resultan ser de otro modo que como se dejan ver. En
segundo lugar, el saber acerca de las cosas equivale a dar una explica­
ción de ellas, y esto implica dar razón de cómo y por qué aparecen
como lo hacen, especialmente cuando lo hacen de una manera enga­
ñosa, al menos a primera vista. Debe hacerse notar que es la aparien­
cia la que es engañosa (cuando lo es), no el testimonio de los senti­
dos; no quiero decir que los sentidos no se engañen nunca, sino que
las apariencias no son meras ilusiones: en el caso del palo sumergido
en agua los sentidos testimonian correctamente que parece quebra­
do, y no se engañan al apreciarlo así; ciertamente, el palo no está
quebrado, pero las leyes de la refracción así lo presentan. Pues bien,
con este ejemplo, que tomo de Ferrater, queda claro que la aparien­
cia es también propiamente real (tan real como la cosa misma, aun­
que de un tipo de realidad diferente: apariencia!), no ilusoria; esto
es, no dependiente de la debilidad de los sentidos, y necesitada por
tanto de una explicación.
Más arriba indicaba que, para los efectos de estas páginas, la apa­
riencia es apariencia engañosa. Es evidente, sin embargo, que esto
no es siempre así, pues hay apariencias que no engañan, que son
idénticas a la cosa, la cual se manifiesta o aparece tal como es. Pero
las apariencias «sinceras» pueden dejarse tranquilamente de lado en
este momento, ya que no plantean problema alguno. Mejor dicho,
plantearán una seria dificultad a quienes piensen que las cosas sólo
son accesibles por su apariencia, y adopten ésta como única vía de re­
velación o mostración de la cosa: pues no hay según digo un solo tipo
de apariencias, sino dos, las engañosas y las que he llamado sinceras.
Una posición fenoménica o empírica a ultranza habrá de sostener
que no tiene sentido distinguir entre apariencia y realidad, y las iden­
tificará. Con lo que, según creo, privilegiará indebidamente las apa­
riencias engañosas, otorgándoles el mismo estatuto que a las realida­
des que se muestran tal cual son y en las que coincide sin más
dificultad su ser con su parecer. Pues bien, las apariencias de las que
aquí hablaré son aquellas que guardan una mayor o menor diferencia
con la cosa.
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 13

Esa apariencia diferente de la realidad en cierto modo revela la


cosa, y en cierto modo la oculta. La revela, en efecto, porque la apa­
riencia es el modo que esa cosa tiene de mostrarse, de hacerse visi­
ble, bien que de manera distorsionada. Y la oculta también, en la
medida en que presenta la cosa como no es, de manera infiel a la rea­
lidad. La apariencia, pues, supone un juego de revelación y oculta­
ción de la realidad que exige habérselas con ella para llegar a la cosa,
y para dar razón de por qué la cosa es así y su apariencia es de esta
otra manera.
La tradición filósofica que distingue entre apariencia y realidad es
sobre todo idealista. Ejemplo necesario es el de Kant, quien conside­
ra a las apariencias únicamente como representaciones, no como
cosas; bien es verdad que Kant distingue entre la cosa en sí o noúme­
no, el fenómeno, y la apariencia; el noúmeno es teóricamente incog­
noscible, el fenómeno manifiesta propiedades que son de la cosa en sí
y es objeto de experiencia, en tanto que la mera apariencia es ilusoria
o engañosa. Así pues, el fenómeno es una realidad innegable accesi­
ble a la experiencia, en tanto que la apariencia, por ser ilusoria, ha de
ser negada. Pero no es obviamente la ocasión de adentrarse en tal
construcción: baste para el objeto de estas páginas con dejar anotado
lo que antecede, y valga la licencia de simplificar tan desconsiderada­
mente a Kant.
Dejando aparte la distinción tripartita kantiana y continuando
con la dicotomía de, por un lado, apariencia o fenómeno y, por otro,
realidad de la cosa, el tema puede remontarse muy atrás. En Platón,
por ejemplo, el mundo de los fenómenos es el de las meras represen­
taciones, fantásmata o apariencias. Sólo los seres son seres, y sus apa­
riencias —el mundo fenoménico que percibimos— no son sino repre­
sentaciones. Se considera, pues, separado y diferente el mundo de
las apariencias del de la realidad, y se piensa que sólo se tiene acceso
inmediato al primero, mundo de sombras proyectado por la luz de la
realidad. Pero el problema del mundo fenoménico y su relación con
el mundo real ha sido objeto de permanente atención filosófica,
dando origen a posiciones muy diferentes: desde un fenomenismo ra­
dical que niega cualquier realidad tras el fenómeno, y para el que
«ser es ser percibido», hasta la fenomenología, o teoría de los fenó­
menos puros en expresión de Husserly para quien los fenómenos son
«lo intuitivo como tal»: un asunto que concierne a la conciencia pura
encerrada en el círculo inmanente de lo dado. Ese centrarse en el fe­
nómeno, en lo dado, que caracteriza a la fenomenología husserliana,
tiene algo en común incluso con posiciones como la de las llamadas
por la filosofía de la ciencia físico-natural «teorías fenomenológicas»
14 LA REALIDAD SOCIAL

o «de ía caja negra»: se trata de teorías puramente observacionales


que no aspiran a ofrecer ninguna descripción de ios mecanismos que
producen los fenómenos estudiados, en contraste con las «teorías re-
presentacionales» o «de la caja traslúcida», que intentan describir los
mecanismos reales o procesos «intemos» aí fenómeno que se estu­
dia, por hipotéticos que hayan de ser.
Pero me temo que incluso tan sumaria referencia a algunos de los
más notorios tratamientos filosóficos del tema de la apariencia y la
realidad pueda desenfocar mi propósito. Debe quedar meridiana­
mente claro que no intento en modo alguno plantear un problema
ontológico, sino epistemológico, y aun ello en sentido lato. Por con­
siguiente, nada más lejos de mis intenciones que establecer familiari­
dad alguna con el ser o con la cosa en sí, sean uno y otra lo que.fue­
ren. Me limito a señalar que en ciertas ocasiones las cosas (objetos,
estados, situaciones, procesos) se presentan al observador tal y como
son, y en otras, por el contrario, a través de una apariencia que en
alguna medida las deforma o disfraza.
E insisto en que el problema puede calificarse, aunque con relati­
va imprecisión, de epistemológico, pues lo planteo como básico para
el acotamiento del objeto de conocimiento de una ciencia, la sociolo­
gía. Mi pregunta, pues, no versa sobre qué sea la realidad (social): no
es una pregunta sobre el ser (una pregunta ontológica), sino sobre
qué objetos ha de tener en cuenta un conocimiento que quiera dar
razón de la realidad social (una pregunta, pues, epistemológica). Y
adelanto como respuesta que han de tenerse en cuenta tanto realida­
des como apariencias, por las razones que después se verán. Soy
consciente de lo rudimentario de mi lenguaje y de la falta de preci­
sión técnico-filosófica de que adolece; espero, sin embargo, ser dis­
culpado en atención a la modestia de mi propósito.
En resumen, y habida cuenta de que la realidad social puede ma­
nifestarse en unas ocasiones tal como es y en otras a través de apa­
riencias engañosas, creo que son posibles al respecto tres posiciones
muy diferentes entre sí. Para la primera, de una cierta ontofilia, lo
que importa es la cosa (estado, situación, proceso, objeto) en su ser
más real: la apariencia o fenómeno, en la medida en que es engaño­
so, no es sino pura representación, mera ilusión que hay que superar
y despreciar para llegar a la realidad de la cosa; si la cosa está enmas­
carada, lo que procede es desenmascararla y atenerse exclusivamen­
te a ella tal como es en realidad. Una segunda posición, fenomenalis-
ta, valoraría la representación o fenómeno como única realidad, en
contra de cualquier presunta realidad de la cosa, negando todo senti­
do a la afirmación de que existan diferencias entre realidad y aparien­
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 15

cia; lo que existe es lo que parece existir. El fundamento posible de


esta segunda posición sería, o bien la afirmación de que no hay nada
que pueda ser llamado realidad en sí, una realidad oculta por las apa­
riencias, o bien que de existir se trataría de algo incognoscible, inac­
cesible a la observación y al conocimiento.
La tercera posición, en cambio, parte del hecho de que efectiva­
mente «las cosas—o algunas de ellas— no son lo que parecen»; cuan­
do se da tai diferencia entre la realidad y su apariencia, ambas son
«reales»: ambas, por así decirlo, forman parte de la realidad. Ésta in­
cluye, por tanto, a la realidad-real (la cosa como es en realidad) y a la
realidad-apariencia (la cosa tal como se presenta), y el conocimiento
de la realidad —en sentido amplio— implica el de la cosa como es
—realidad en sentido estricto— y el de su apariencia —apariencia
engañosa—. Y esto es así porque tanto la cosa como es (accesible
sólo a través de un proceso de desenmascaramiento), como su apa­
riencia o máscara producen efectos en el resto de la realidad: ambas,
realidad y apariencia, son, por así decirlo, reales en sus efectos.
Conviene indicar que cuando empleo expresiones como «la cosa
como es» no me refiero a ninguna realidad, digamos, metafísica, a
ningún ser-en-sí de orden nouménico o esencial. «La cosa como es»,
«la realidad de la cosa» como algo distinto de su apariencia, es tam­
bién en cierto modo algo fenoménico, aunque no inmediatamente
perceptible por estar recubierto de una apariencia engañosa. En oca­
siones tal apariencia podrá ser salvada por segundas o sucesivas apro­
ximaciones más cuidadosas o ilustradas, pero otras veces lo será tan
sólo por la vía de la reconstrucción racional de lo que hay debajo del
fenómeno, Pero «salvar las apariencias» no es para mí superarlas y
dejarlas aparte: interesa tanto la cosa como su apariencia, y muchas
veces ésta más que aquélla; una y otra, como más arriba se apuntaba,
son «cosas», ambas constituyen objeto de conocimiento, y ambas,
por tanto, requieren ser descritas y explicadas. Esta tercera posición
es la que defiendo en estas páginas, y entiendo que está tan alejada
del ontologismo de la primera, orientada a la cosa-en-sí, como dei
empiricismo de la segunda, interesada sólo en el fenómeno. Entien­
do que la tercera posición es a la vez empirista y racionalista, prag­
mática en el sentido de que no muestra interés por planteamientos
ontológicos y sí por los efectos del objeto, y no idealista, porque no
es en el sujeto cognoscente en el que encuentra respuesta a sus pre­
guntas, sino en el objeto y sus eventuales apariencias engañosas.
16 LA REALIDAD SOCIAL

2. EL DESENMASCARAMIENTO DE LA REALIDAD

Es la propia realidad la que se manifiesta a través de apariencias,


engañosas o no. Pero no es sólo de la realidad de quien proceden las
apariencias: no es ella la única productora de su disfraz, sino que los
mismos observadores la disfrazamos constantemente. Si vivimos en
un mundo de apariencias, y con frecuencia de apariencias engañosas,
en buena medida ello es obra nuestra. En efecto, y como justamente
indica Hannah Arendt, «los clichés, las frases hechas, la adhesión a
lo convencional, los códigos estandardizados de expresión y conduc­
ta tienen la función socialmente reconocida de protegernos contra la
realidad, esto es, contra la llamada que dirigen a nuestro pensamien­
to y a nuestra atención todos los hechos por virtud de su existencia. Si
respondiéramos siempre a tal llamada, pronto estaríamos exhaustos»
(1977:4). En buena parte somos, pues, responsables del enmascara­
miento del mundo por nuestra necesidad de simplificarlo, por no ser
capaces de convivir mentalmente con su extrema complejidad: ope­
ramos dicha simplificación recubriendo la realidad con el velo de la
ilusión, convirtiéhdola en apariencia ilusoria. Pero hay más, y es que
la articulación de nuestra experiencia, que no es sino lingüística in­
cluso en el pensamiento, es también un factor de empobrecimiento, y
correlativamente de deformación, de la realidad: la misma autora
nos dice que «nada que veamos, oigamos o toquemos puede ser ex­
presado en palabras que hagan justicia a lo que es dado a los senti­
dos» (1977: 8), extendiendo así el aforismo de lo inefable de Witt-
genstein a los objetos de la experiencia sensible, no sólo a lo que está
más allá de ella. Habría, pues, en resumen, un triple origen de la apa­
riencia: El natural (que genera las apariencias propiamente dichas
que aquí nos interesan), el psicológico y el lingüístico. La realidad,
de suyo, no es transparente ni inmediatamente cognoscible: conoce­
mos inmediatamente de ella lo que ella presenta a nuestros sentidos;
y a esta opacidad del mundo aparente añadimos tanto nuestras de­
fensas en forma de prejuicios y simplificaciones, como nuestra inca­
pacidad para expresar adecuadamente lo que de ella nos llega.
Afirma Marx en El Capital que «toda ciencia estaría de más, si la
forma de manifestarse las cosas y la esencia de éstas coincidiesen di­
rectamente» (1972, III: 757); se sitúa, pues, Marx en la posición que
parte de la diferenciación entre realidad y apariencia (la que Hannah
Arendt llama «teoría de los dos mundos»), e incluso utiliza sin empa­
cho la expresión esencia, y no por única vez: Como cuando señala
que «el lienzo expresa real y verdaderamente su esencia propia de
valor en el hecho de poder cambiarse directamente por la levita»
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 17

(1972,1: 22), o cuando dice que «el valor no lleva escrito en la frente
lo que es. Lejos de ello, convierte a todos los productos del trabajo en
jeroglíficos sociales» (1972,1: 39). Hay, pues, que distinguir entre la
realidad o esencia de la cosa y su apariencia o forma de manifestarse,
ya que no coinciden directamente. Y no sólo no coinciden, sino que
con frecuencia se contradicen. Criticando las que llama «expresiones
imaginarias», dice que éstas son «categorías en que cristalizan las for­
mas exteriores en que se manifiesta la sustancia real de las cosas. En
casi todas las ciencias es sabido que muchas veces las cosas se mani­
fiestan con una forma inversa de lo que en realidad son; la única cien­
cia que ignora esto es la economía» (1972,1: 450). E insiste en que
con frecuencia algo «aparece velado», e incluso reviste «la apariencia
contraria» (1972,1: 74): «Aunque el movimiento del dinero no hace
más que reflejar la circulación de las mercancías, parece como si ocu­
rriese lo contrario» (1972,1: 75). Y en otro momento, criticando a la
economía vulgar, le reprocha que se aferre «a las apariencias contra
la ley que rige los fenómenos» (1972,1: 245).
No se trata sólo, por tanto, de que la realidad de las cosas (su
esencia o sustancia) y su apariencia (su forma exterior o manifesta­
ción) sean diferentes y puedan estar más o menos distantes, sino que
muchas veces tal diferencia o distancia llega hasta el punto de que la
apariencia sea contraria o inversa a la cosa real. Por ello la ciencia ha
de ir más allá de la apariencia, hasta la cosa misma: refiriéndose a la
determinación de la magnitud de valor por el tiempo de trabajo, dice
Marx que «el descubrimiento de este secreto destruye la apariencia
de la determinación puramente casual de las magnitudes de valor de
los productos del trabajo» (1972,1: 40). El papel de la ciencia es, en
efecto, descubrir lo secreto destruyendo la apariencia, lo que no
siempre se consigue: «El gran mérito de la economía clásica consiste
precisamente en haber disipado esta falsa apariencia y este enga­
ño [...]. Esto no obsta para que los mejores portavoces de la econo­
mía clásica [...] sigan en mayor o menor medida cautivos del mundo
de apariencia críticamente destruido por ellos» (1972, III: 768).
Si la economía clásica consigue sólo a medias liberarse del engaño
de las falsas apariencias, el caso de la economía vulgar es completa­
mente diferente: «La aceptación sin crítica» de determinadas catego­
rías brinda a la economía vulgar «una base segura de operaciones
para su superficialidad, atenta solamente a las apariencias»
(1972, I: 451), «La economía vulgar se encuentr[a] como el pez en el
agua precisamente bajo la forma más extraña de manifestarse las re­
laciones económicas [...] estas relaciones apare[cen] tanto más evi­
dentes cuanto más se esconde la trabazón interna entre ellas y más
18 LA REALIDAD SOCIAL
familiares son a la concepción corriente» (1972, III: 757). La econo­
mía vulgar es, pues, «incapaz de aprender nada» (1972,1: 245), al
contrario de la ciencia; su saber no es tal saber, pues no atiende sino a
las apariencias y, al ser acrítica, no es capaz de destruirlas, sino que
se mueve cómodamente entre ellas, tanto más cuanto que las apa­
riencias tienen a su favor el resultar familiares a la concepción co­
rriente, al sentido común.
No hay, pues, que dejarse engañar por las apariencias engañosas; y
no se trata de saltar sobre ellas o de, simplemente, destruirlas o disipar­
las: hay que explicarlas. En opinión de Marx, «para analizar científica­
mente el fenómeno de la concurrencia hace falta comprender la estruc­
tura interna del capital, del mismo modo que para interpretar el
movimiento aparente de los astros es indispensable conocer su movi­
miento real, aunque imperceptible para los sentidos» (1972,1: 245).
Este importante texto manifiesta con toda claridad la convicción
marxiana de que hay un plano externo, fenoménico, perceptible por
los sentidos, que es o puede iser engañoso, y otro interno, real, que
no es fenoménico en tanto que es imperceptible por los sentidos,
y que es el que ha de desvelar la ciencia; de suerte que, descubierto
su secreto, queda por ello mismo explicado el fenómeno engañoso.
Hay que llegar hasta lo oculto analizando científicamente lo visible
(no aceptándolo sin más), y explicar el jeroglífico de lo visible preci­
samente por lo oculto: «El imperio de las condiciones de producción
sobre el productor queda oculto tras las relaciones de dominio y so­
juzgamiento que aparecen y son visibles como los resortes inmedia­
tos del proceso de producción» (1972, OI: 769). Lo inmediato, visi­
ble y aparente pesa tanto sobre la concepción del observador
corriente que lo considera «como algo necesario por naturaleza, lógi­
co y evidente» (1972, I: 45): la ciencia ha de pugnar con el sentido
común para despojar al fenómeno de la atribución de tales notas y
poner de manifiesto que su evidencia es engañosa, mostrando que no
es algo necesario, natural ni lógico, y permitiendo así a lo mediato,
oculto y real ocupar su verdadero lugar.
Con todo este planteamiento lo que Marx establece, según Nor­
man Geras, es «la condición mínima necesaria que ha de ser satisfe­
cha por todo trabajo que aspire a un status científico: a saber, que
descubra la realidad que existe detrás de la apariencia que la oculta»;
se trata, pues, de «un requisito general para llegar a un conocimiento
válido, requisito que [Marx] toma de otras ciencias donde ha sido es­
tablecido desde hace tiempo» (1977: 322-323). Pero Geras no se sa­
tisface con que Marx establezca un requisito general de la ciencia, de
toda ciencia, sino que se pregunta por qué tal requisito es fundamen­
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 19

tal para la ciencia que Marx hace, y llega a la conclusión de que son
las propiedades del objeto de estudio marxiano las que «exigen impe­
riosamente que las apariencias sean destruidas si la realidad ha de ser
captada correctamente». Y ello porque la doctrina marxiana del feti­
chismo «analiza los mecanismos mediante los cuales la sociedad capi­
talista aparece necesariamente a sus agentes como algo diferente de
lo que realmente es» (ibídem). La doctrina del fetichismo, en efecto,
implica que en la sociedad capitalista determinadas realidades apa­
rezcan necesariamente enmascaradas con una apariencia engañosa;
pero, en mi opinión, la tesis de Marx al respecto está fundamentada
en consideraciones más generales, como creo que queda claro de los
textos de El Capital que ha sido transcritos más arriba. El caso del
fetichismo es, por supuesto, el que con más fuerza impone aceptar la
«teoría de los dos mundos», y volveré sobre él inmediatamente. Pero
creo que no sólo en el supuesto del fetichismo, y no sólo en el de la
sociedad capitalista, la apariencia engañosa como apariencia necesa­
ria exige al científico social una actitud crítica que permita llegar a la
realidad de la cosa más allá del testimonio de los sentidos, destruyen­
do la apariencia sensible al explicarla por lo que estaba oculto y
queda ahora desvelado. Es, pues, el objeto de conocimiento de las
ciencias sociales el que impone tal concepción de la realidad y tal mé­
todo: lo que especifica a las ciencias sociales respecto de «las otras
ciencias» en este punto no es, contra lo que opina Geras, que se estu­
die la sociedad capitalista y que en ella se produzca el fenómeno del
fetichismo; sino que, en mi opinión, toda realidad social se caracteri­
za porque, en primer lugar, tanto la realidad de la cosa como su apa­
riencia engañosa producen efectos sociales reales (en tanto que en la
realidad físico-natural la apariencia engañosa no produce ninguna
clase de efectos físico-naturales reales); y, en segundo lugar, porque
la propia realidad social contiene elementos (intereses e ideologías)
que objetivamente sostienen la apariencia engañosa (en tanto que la
realidad físico-natural es indiferente a cómo sea vista y valorada por
el observador).
Pero volvamos con Geras, quien justamente señala que el fenó­
meno del fetichismo se impone a los hombres simultáneamente en
forma de dominación (bien que encubierta e impersonal) y en forma
de mistificación (1977: 324 ss.), aunque se cuida de señalar, como
por mi parte vengo insistiendo, que no todas las apariencias o formas
de manifestación de la cosa son engañosas, y que cuando lo son no se
trata de ilusiones del sujeto (citando a este efecto a Maurice Gode-
íier: «No es el sujeto el que se engaña, sino la realidad la que le enga­
ña»: cf. 1977: 334). En resumidas cuentas, para nuestro autor «es la
20 LA REALIDAD SOCIAL

propia sociedad capitalista la que se caracteriza por una cualidad de


opacidad, de tal forma que es ella la que crea la necesidad de una me­
todología que penetre la apariencia para descubrir la realidad, y en­
tonces, en sentido inverso, por decirlo así, demostrar por qué esta
realidad ha de adoptar tal apariencia» (1977: 338). En todo, pues, de
acuerdo con Geras, salvo en limitar a la sociedad capitalista la opaci­
dad y la existencia de apariencias necesarias. Es cierto, sin embargo,
como precisa Lamo, que los análisis de Marx van en la dirección indi­
cada: por ejemplo, «eí paso del modo de producción feudal al capita­
lismo es, en relación con eí “modo de aparecer”, el paso desde la
transparencia &\ fetichismo y la mistificación» (Lamo, 1981: 51); y re­
cuerda que, para Marx, en el modo de producción capitalista la pro­
ducción parece estar dirigida por leyes técnicas bajo eí control de la
naturaleza y de nuestro conocimiento de ella, cuando en realidad
está basada en la división del trabajo; la distribución parece ser el
resultado de un acuerdo social, cuando en realidad se apoya en la sa-
cralización de la propiedad privada desigual de los medios de produc­
ción; el cambio parece resultado de acuerdos o contratos individua­
les y libres, siendo en realidad desigual y forzoso; y el consumo,
aparentemente asunto de la libre voluntad individual, es en realidad
una actividad determinada socialmente tanto en sus mínimos como
en sus modos. Como recuerda Lamo, «cada momento del metabolis­
mo social es algo distinto de lo que nos parece», y si la pretendida
ciencia social atiende sólo a la apariencia con una actitud naturalista
y descriptiva, se convierte en ideología, reproduciendo la realidad en
su apariencia como dato construido socialmente, como lo socialmen­
te dado (1981: 52); y desde luego todo esto es así en el modo de pro­
ducción capitalista. Pero no sólo en él. No sólo en la sociedad capita­
lista la mistificación de la realidad actúa como factor de legitimación,
sino en toda sociedad pasada o presente. Y no digamos futura para
no cerrar la puerta a la utopía.
Las categorías de la ciencia que atiende sólo a las apariencias son,
pues, categorías insuficientes para captar la realidad; como bien dice
Lamo, «el camino de la ciencia es, para Marx, el camino que va de la
apariencia (del sentido común, de la ideología como su reproduc­
ción) a la esencia»; pero ese camino «no es [...] un abandono de lo
real en búsqueda de entidades metafísicas sino, al contrario, trascen­
der la metafísica implícitamente positivista del sentido común para
descubrir la praxis humana que produjo y conserva esa realidad».
«Hay, pues, en la metodología de Marx una clarísima concepción de
la necesidad de romper con la epistemología ingenua del sentido
común para producir una construcción científica del objeto social»
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 21

(1981: 60-61). Y bueno será recordar que la apariencia no es un


hecho de conciencia, sino que forma parte de la realidad en el sentido
de que es real en sus efectos: la apariencia, construida socialmente y
aceptada por el sentido común como realidad, es tan cosa como la
cosa misma encubierta por ella, pues ambas operan en la realidad so­
cial, entendida ésta ahora como incluyendo realidades y apariencias,
lo oculto y lo visible, lo mediato y lo inmediato. Pienso que esta reali­
dad social así entendida constituye el objeto de la sociología, por lo
que si ésta quiere ser ciencia y no ideología habrá de atender a reali­
dades y apariencias, yendo a las primeras a través de la superación
critica de las segundas, y explicando lo visible por lo oculto.

3. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA REALIDAD

Se ha aludido varias veces en los párrafos anteriores a que las rea­


lidades y apariencias sociales son productos humanos. En efecto, y
sin necesidad de entrar ahora en discusión con etólogos y biosociólo-
gos, nada —o muy poco— en la sociedad humana es natural, y todo
—o casi todo— es histórico. La realidad social (incluyendo tanto rea­
lidades propiamente dichas como apariencias) es, pues, producto de
la actividad social humana, no algo dado, natural o necesario. Esto
lleva directamente al tema de la construcción social de la realidad, y
con él al conocido libro de Berger y Luckmann de igual título (1968).
No estará de más recordar que los autores parten del carácter dual de
la realidad social, que es tanto facticidad objetiva como significado
subjetivo: una realidad sui generis. Interesados por cómo los signifi­
cados subjetivos se convierten en facticidades objetivas, llegan a la
conclusión de que «la sociedad es un producto humano. La sociedad
es una realidad objetiva. El hombre es un producto social»
(1968: 84). Conclusión que en sus propios términos es perfectamente
aceptable, como vengo diciendo. Pero el problema surge cuando se
trata de concretar lo que entienden los autores por «realidad objeti­
va»; no me voy a referir aquí al proceso de externaíización, objetiva­
ción y posterior intemalización de las prácticas sociales, pues algo de
ello tengo dicho en otro lugar (cf. 1979: 173 ss.); quiero limitarme a
destacar aquí que la noción de realidad objetiva de Berger y Luck­
mann ha de ser tomada cum grano salís, y ello por varias razones.
En primer lugar porque el término «realidad» se utiliza delibera­
damente desprovisto de cualquier implicación respecto del ser de tal
realidad: «El análisis fenomenológico de la vida cotidiana, o más
bien de la experiencia subjetiva de la vida cotidiana, es un freno [...]
22 LA REALIDAD SOCIAL

contra las aserciones acerca de la situación ontológica de los fenóme­


nos analizados» (1968: 37). Los autores, pues, ponen entre parénte­
sis qué sean tales fenómenos, e incluso sugieren expresamente que
no se trata de fenómenos objetivos (o al menos externos), sino subje­
tivos. Evidentemente no tendría sentido entrar aquí en una discusión
rigurosamente filosófica acerca del status ontológico de la realidad
social, pero sí hay que indicar que los autores parecen manejarse con
un concepto peculiar de realidad, que hace referencia sobre todo a
experiencias subjetivas. Podría decirse que el título del libro sería
más propiamente el de La construcción social del sentimiento subjeti­
vo de que determinadas internalizaciones tienen realidad, utilizando
una equivalencia expresamente formulada por los propios autores
(cf. 1968: 179).
En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, la reali­
dad social que estudian los autores resulta ser un hecho de concien­
cia: «El mundo de la vida cotidiana no sólo se da por establecido
como realidad por los miembros ordinarios de la sociedad [.*.]. Es un
mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y que está sus­
tentado como real por éstos» (1968: 37). Una vez más lo externo
cede ante lo subjetivo, por más que lo subjetivo se objetivice en el
mundo intersubjetivo del sentido común (tema este, el del sentido
común, que exige volver sobre él de inmediato). El que la realidad
social sea para Berger y Luckmann un hecho de conciencia es, por
otra parte, perfectamente consecuente con la expresa orientación fe-
nomenológica de su trabajo.
Todo esto lleva, a mi parecer, a la más importante objeción que
puede hacerse al planteamiento que estoy comentando. Comparto la
idea de que la realidad social está socialmente construida, y entiendo
que lo mismo ha de predicarse de las apariencias sociales. Pero me
temo que si para Berger y Luckmann la apariencia es experimentada
subjetivamente como realidad, entonces es realidad pura y simple,
no es apariencia, no encubre nada. Con lo que les resulta imposible
distinguir entre realidades y apariencias (no en vano están por la fe­
nomenología) y niegan implícitamente la existencia de ambos planos
por separado. Y, efectivamente,4a apariencia es «real» no sólo en el
sentido subjetivo definido por los autores, sino en el más objetivo y
externo, puesto que produce efectos en la realidad social como he
dicho más arriba; pero el problema es que la realidad oculta a la que
encubre dicha apariencia también produce efectos por su parte. La
cosa y su apariencia, ambas, producen efectos objetivos y externos
independientemente una de otra: en este sentido ambas forman
Darte de la realidad social, una como lo oculto, lo enmascarado, y
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 23

otra como lo aparente, la máscara. Ambas, pues, han de ser tomadas


en consideración por una ciencia de la realidad social que merezca tal
nombre. Y, sin embargo, entiendo que una de ellas, la realidad ocul­
ta o mediata, es dejada totalmente al margen por Berger y Luck-
mann, quienes en realidad atienden sólo a «la construcción social de
la apariencia», esto es, de una parte de la realidad: precisamente de
su parte engañosa.

4. CIENCIA Y SENTIDO COMÚN

En las páginas anteriores nos hemos tropezado varias veces con el


tema del sentido común, y este es el momento de que nos detenga­
mos brevemente en él, abordándolo por la vía de la cuestión que nos
viene interesando, la de la realidad social. Nuestra certidumbre de
que lo que percibimos tiene existencia objetiva, independiente de
nosotros mismos, descansa en que el mismo objeto aparezca como
tal a otros y sea reconocido por ellos. Como ha dicho Hannah
Arendt, «no el Hombre, sino los hombres habitan este planeta. La
pluralidad es la ley de la tierra» (1977: 19): lo que yo veo lo ven
otros, y ésta es la base de mi certeza. Sin embargo, todo lo que apare­
ce se percibe bajo el modo lo-que-me-parece, y por tanto es suscepti­
ble de ser aprehendido de manera errónea o ilusoria; no obstante lo
cual, la apariencia como tal comporta una fuerte sensación de reali­
dad para el espectador. Esta sensación de realidad es el fundamento
del sentido común (en su versión estricta de Aristóteles y de Tomás
de Aquino), en virtud del cual se generalizan mis cinco sentidos pri­
vados a un mundo compartido con otros: el sentido común logra un
mundo intersubjetivo en el que los objetos, ciertamente, pueden ser
vistos desde diferentes perspectivas, pero como existentes y con el
mismo contexto para todos. Hay, pues, un acuerdo de todos sobre la
realidad e identidad de la cosa, que confirma la experiencia sensible
que cada uno tiene del mundo. La realidad es, pues, algo dado para
el sentido común, y esta sensación de realidad es tan biológica (pro­
cede de los sentidos) como social (es confirmada por los demás); en
cualquier caso es estrictamente necesaria para sobrevivir, por serlo la
certidumbre acerca de lo percibido.
El pensamiento, sin embargo, desconfía con frecuencia de la ex­
periencia de los sentidos, y sospecha que a veces las cosas son dife­
rentes de como aparecen ante aquéllos: esta capacidad crítica del
pensamiento no es compartida por el sentido común, al que basta la
confirmación de la experiencia compartida para darla por buena y
24 LA REALIDAD SOCIAL

descansar en ella. La objetividad del mundo del sentido común está


construida, pues, sobre la pura subjetividad de la conciencia a través
de la experiencia de la intersubjetividad.
Por otra parte, el sensus communis naturae (como diferente del
estricto sensus communis aristotélico-tomista al que me he referido
hasta aquí) denota, de acuerdo con los escolásticos, la idea de un
«acuerdo universal» respecto de ciertos principios o verdades que se
suponen aceptables para todos, acuerdo basado en la existencia de
una naturae rationalis inclinatio propia del hombre. Se trata, pues, de
una cualidad unificante cuyo objeto (nociones, verdades o princi­
pios) es percibido como evidente por sí mismo y compartido por
todos en su evidencia, ya sea ésta de carácter cognitivo-teórico o
ético-práctico. La Escuela Escocesa, especialmente Reid, Beattie y
Stewart, al estudiar el fundamento del juicio, encuentra que hay en el
hombre un locus principiorum que desempeña el papel de facultad
que permite formular juicios no escépticos; el sentido común puede
errar en cuestiones de hecho, pero no en cuestiones de principio (cf.
Ferrater, 1979: 977). El análisis del sentido común y de sus conteni­
dos ha llegado á formas tan refinadas como la de G. E. Moore y su
«realismo del sentido común», tratando incluso de determinar los
criterios para reconocer si una determinada proposición pertenece al
sentido común, a la categoría de las notiones communes.
Pues bien, tanto por lo que se refiere a la noción estricta del senti­
do común (percepción compartida de la realidad que la constituye
como tal) como a la más amplia de establecimiento de nociones o
principios igualmente compartidos, la cuestión está en que si su per­
cepción de los objetos es tan acrítica que toma las apariencias enga­
ñosas por realidades, entonces será necesario que un tipo de conoci­
miento más exigente y crítico, el conocimiento científico, rompa con
el sentido común y se construya a espaldas suyas. Planteado de ma­
nera más cruda: ¿Es la ciencia un conocimiento diferente del sentido
común? ¿Consiste esa diferencia, si es que existe, en que la ciencia
no se deje engañar por las apariencias? Y en el caso de que la ciencia
sea capaz de saltar sobre las apariencias, ¿qué encuentra, y cómo lo
encuentra, más allá de ellas?
Hannah Arendt, a quien tantas veces vengo recurriendo, no cree
que la ciencia y el sentido común sean diferentes. En su opinión, «la
ciencia no es sino una prolongación enormemente refinada del modo
de razonamiento del sentido común, en el que las ilusiones de ios
sentidos son constantemente disipadas, del mismo modo que la cien­
cia corrige sus errores. El criterio en ambos casos es la evidencia que
como tal es inherente a un mundo de apariencias»: se rechaza una
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 25

evidencia sólo porque se adquiere otra evidencia que sustituya a la


primera, según la famosa cadena puesta de manifiesto por Merleau-
Fonty. Y la autora concluye: «La ciencia se mueve en el ámbito de la
experiencia del sentido común, sujeto al error rectificable y al des­
engaño» (1977: 54). Es decir, que tanto el sentido común como la
ciencia pueden tomar las apariencias engañosas por realidades ver­
daderas, y que uno y otra son capaces de rectificar sus errores cuando
se aperciben de que habían tomado el rábano por las hojas. Y no se
trata para nuestra autora, ciertamente, de que dé igual la ciencia que
el sentido común: ya he citado su opinión de que la primera es una
prolongación enormemente refinada del segundo, pero no otra cosa.
Tanto es así que «no importa cuán lejos hayan dejado las teorías
científicas la experiencia y el modo de razonamiento del sentido
común: deben finalmente volver a alguna forma de él, so pena de
perder todo sentido de la realidad del objeto de la investigación»
(1977: 56).
No son pocos quienes piensan de parecida forma. Recientemente
Pérez Díaz ha roto también una lanza en favor del sentido común,
negándose a la tesis de la ruptura, a la que me referiré de inmediato.
Para Pérez Díaz (1980: 123-145), entre ciencia y sentido común exis­
te una homología fundamental que no elimina las diferencias, pero
las reduce a diferencias de grado; una y otro se basan en la experien­
cia en general, que se constituye tanto en saber científico como en
saber de sentido común. La objeción de que el sentido común no dis­
tinga entre apariencia y realidad no resiste un examen serio. Hay,
pues, una relación de continuidad del saber vulgar con la ciencia. In­
cluso entre el lenguaje en que se expresa el sentido común y el len­
guaje científico hay una correspondencia fundamental, particular­
mente cuando se trata de las proposiciones observacionales de las
ciencias sociales, que no sólo se expresan en el lenguaje del sentido
común, sino que formulan proposiciones de mero sentido común. El
autor señala agudamente que en el caso de las ciencias sociales los
científicos dialogan con un público que se considera con conocimien­
tos suficientes para emitir un juicio razonable sobre lo que estos cien­
tíficos hacen, con lo que el establecimiento de un lenguaje esotérico
se hace imposible y, de otro lado, el lenguaje vulgar se contamina
con términos y expresiones de la jerga sociológica. Las gentes comu­
nes disponen de una masa de experiencias, teorías, ideas generales,
proposiciones, e incluso experimentos, sobre la sociedad en que
viven infinitamente mayor que la de los científicos sociales: por eso
éstos descubren constantemente, pero no con mayor precisión ni
mejor fortuna, lo que ya está descubierto.
26 LA REALIDAD SOCIAL

El descrédito del sentido común es una estrategia de la comuni­


dad científica, que trata de hacerse valer frente al mundo de los pro­
fanos (y Pérez Díaz lleva a cabo un brillante análisis de un caso parti­
cular y más complejo de tal estrategia, el del cuerpo de profesionales
del «saber marxista»; cf. particularmente pp. 138-143, op. cit). El
autor resume su examen sosteniendo que «los argumentos contra el
sentido común no son concluyentes, ni convincentes», y en todo caso
pueden ser igualmente «aplicados contra la ciencia social y también
aquí son insuficientes, sólo parcialmente ciertos»; no niega la distin­
ción entre ciencia, social y sentido común, pero subraya «la homolo­
gía estructural básica entre una y otra forma de saber» y rechaza cual­
quier corte o ruptura epistemológica entre ambas (1980: 144-145).
La cuestión, y la expresión, de la coupure épistémologique proce­
de de Gastón Bachelard, y aparece en su obra de 1938 Laformation
de Vesprit scientifique (1974). Para este autor, las teorías científicas
tienen un carácter extremadamente complejo que refleja la variedad
de estructuras de lo real y que es incompatible con todo tipo de sim­
plificación y de pretensión de saber absoluto: a lo más que aspira la
ciencia es a una suerte de «aproximativismo». El «corte epistemoló­
gico» implica la necesidad de una ruptura del espíritu científico con el
pre-científico, entre los que no sólo no hay continuidad, sino que no
son comparables; por ejemplo, los conceptos de que se vale la ciencia
no tienen que ver con marcos de referencia no científicos, pero tam­
poco se derivan de la generalización de observaciones, sino de «ob­
servaciones cargadas de teoría» que están muy lejos de la observa­
ción del sentido común, ya que los hechos a que atiende la ciencia se
constituyen como tales hechos sólo a través de la teoría, y no a la in­
versa. Para Bachelard, cuya influencia en autores como Foucault y
Althusser es bien conocida, la experiencia científica contradice a la
común, que es un obstáculo epistemológico; la ciencia ha de hacerse
en contra del objeto y de las sensaciones que éste provoca.
Por su parte, Bourdíeu y sus colaboradores ejercen de bachelar-
dianos, particularmente en Le métier de sociologue (1976, e. o. de
1973), donde declaran que «la familiaridad con el universo social
constituye el obstáculo epistemológico por excelencia para el soció­
logo» (1976:27), rechazando con ello la intersubjetividad del sentido
común. El principio de la no-conciencia que formulan se basa en la
tesis de que la vida social debe explicarse no por la idea que de ella se
hacen sus participantes, sino por las causas profundas que escapan a
!a conciencia (1976:30). Como he indicado en otro lugar (1979:385),
la negación de lo subjetivo se fundamenta así en el rechazo del senti­
do común, de la experiencia inmediata, de la tentación de la explica-
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 27

tifón por lo simple, y deí lenguaje común: todo ello proporciona sin
mayores esfuerzos una apariencia de explicación, la ofrecida por la
sociología espontánea de los no especialistas, llena de «buen senti­
do». Frente a tal aceptación de la evidencia del objeto inmediato, la
ciencia social debe construir su objeto, rompiendo con los objetos
preconstituidos por la observación ingenua y con la configuración del
conocimiento como su mera comprobación. Los autores son, pues,
en última instancia, fieles a los hechos, pero no a su apariencia. Y si
reniegan de algo es del sentido común.
No todas las posiciones que desconfían del sentido común son tan
radicales como las de Bachelard y Bourdieu que han sido aludidas.
Gouldner, por ejemplo, destaca la formación histórica de la que
llama «cultura del discurso crítico», caracterizada por justificar sus
aserciones, por no hacerlo apelando a autoridades o a la posición so­
cial del hablante, y por obtener la aquiescencia de sus destinatarios
gracias a la argumentación y sólo a ella. El lenguaje de la cultura del
discurso crítico es relativamente ajeno a la situación, independiente
del contexto y de su variabilidad (1980: 48-49); por consiguiente, tal
cultura es muy diferente de la del sentido común, y «a menudo diver­
ge de los supuestos fundamentales de la vida cotidiana y tiende a po­
nerlos en tela de juicio» (1980: 15). Ciertamente, Gouldner no está
aquí estableciendo los caracteres de la ciencia, sino sólo los de la va­
riante lingüística elaborada que es propia de la que llama «Nueva
Clase», esto es, los intelectuales y la intelligentsia técnica. Pues bien,
si la gramática del discurso a que se refiere está lejos deí sentido
común, es evidente que la ciencia propiamente dicha lo estará más
todavía: ciencia y sentido común encarnan dos modos de saber, dos
culturas del discurso, que tienen poco que ver entre sí. Especialmen­
te cuando, como Gouldner dice en otro lugar (1978: 60), «la defini­
ción social de Lo Que Es se convierte en una cuestión política, pues
se relaciona con la cuestión de cuáles grupos son subordinados y cuá­
les dominantes, y por lo tanto, influye en lo que cada uno obtiene.
Los “informes” sobre Lo Que Es son modelados por las estructuras
de dominación social —especialmente por el crédito que comúnmen­
te se otorga a las definiciones de la realidad social de la elite—.» La
realidad que existe para el sentido común es, pues, el resultado de
una determinada relación de dominación, y en concreto de los intere­
ses de los dominantes; frente a tal situación, y frente a las ideologías
que no se limitan a conocer la realidad, sino que tratan de remediar­
la, las ciencias sociales afirman explícitamente su superioridad cog­
noscitiva; en mi opinión, de manera muy dudosa cuando pretenden
fundamentarla en una pretendida neutralidad valorativa, que no sólo
28 LA REALIDAD SOCIAL

me parece imposible sino, desde cierto punto de vista, indeseable.


Pero cuando las ciencias sociales argumentan en su favor tal superio­
ridad cognoscitiva frente al sentido común, parece que debiera dár­
seles la razón. Pues el que la definición de la realidad utilizada por el
sentido común pueda estar, y esté, mediada por las relaciones de do­
minación y, en definitiva, manipulada o impuesta por quienes domi­
nan, hace necesario volver la vista a la ciencia social, la cual podrá
estar evidentemente aquejada del mismo mal, pero cabe suponer
que no con el mismo grado de indefensión. Pero este argumento no
nos aleja de la posición mantenida por Pérez Díaz, a saber, la conti­
nuidad entre los planos de la ciencia y el sentido común, cuya distan­
cia es meramente una cuestión de grado. Y ello incluso aunque se
ponga de manifiesto la debilidad del sentido común ante la presión
del poderoso: son (es de notar) Berger y Luckmann quienes recono­
cen que «las definiciones de la realidad social pueden ser impuestas
por la policía, lo que no tiene por qué significar que tales defini­
ciones seguirán siendo menos convincentes que las que se aceptan
“voluntariamente”: el poder en la sociedad incluye el poder de deter­
minar procesos decisivos de socialización y, por lo tanto, el poder de
producir la realidad» (1968:152). Y volvemos a lo mismo: la indefen­
sión del sentido común contrasta a este respecto con la resistencia de
la ciencia a aceptar definiciones impuestas brutalmente; pero desdi­
chadamente incluso la ciencia (o lo que pese a todo se ha seguido lla­
mando ciencia) ha sucumbido ante la presión cuando ésta ha sido de­
masiado fuerte. Luego la cuestión es de grado,
Pero de que entre la ciencia y el sentido común exista una homo­
logía básica que reduzca sus diferencias a diferencias de grado (tesis
de Pérez Díaz), o de que la ciencia no sea sino una prolongación
enormemente refinada del sentido común (tesis de Hannah Arendt),
no se sigue que la primera no tenga que oponerse al segundo, cons­
truyéndose incluso contra él. O más exactamente: construyéndose
contra lo aceptado intersubjetivamente como dado y la seguridad
que de ello se desprende. Dicho en otras palabras: la sociología no
puede ignorar el saber común acerca de la sociedad, pero ese saber
común forma parte precisamente de su objeto de estudio, y como tal
ha de ponerlo en cuestión. Tanto más cuanto que ese mismo término,
común, no puede entenderse en modo alguno como universal: por
muy común que sea en una sociedad dada el sentido común (sobre
todo en su aspecto de notiones communes), siempre estará fragmen­
tado en varias subculturas (en más o en menos según el grado de
complejidad y de diferenciación social de la sociedad de que se
trate). Es de esperar que una serie de contenidos del sentido común
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 29

sean efectivamente comunes a todos (y en esa medida se podrá ha­


blar de la existencia de una cultura), pero cabe la posibilidad de que
ese «techo cultural» común sea bastante limitado si la riqueza y la
autonomía de las subcuíturas existentes son lo bastante intensas (a
causa de tensiones históricas, o de la profundidad de las líneas de
fractura social, o de la fuerte diferenciación geográfica, o del diferen­
te grado de evolución económica, etc.). Cuando hablamos, pues, del
sentido común referido a algo más que a la sensación de realidad de
los objetos físicos percibidos por los sentidos, hay que recordar que
se trata de un sentido común con contenidos; y que si bien el fenóme­
no del sentido común es como tal común a todas las subculturas exis­
tentes en un ámbito cultural más amplio, no así sus contenidos, que
pueden contrastar llamativamente. El saber social del sentido común
es mucho menos común y más fragmentario de lo que pudiera parecer.
Por otra parte, y recordando cuántas veces se equipara (por el
sentido común) sentido común a «buen sentido», conviene indicar
que los escolásticos pecaban de optimistas al suponer a la naturaleza
humana poseedora de una sólida inclinatio rationalis. Sería ridículo
negar que tal disposición existe, pero lo sería, igualmente ignorar
cuán azarosamente florece en el hombre la planta de la razón, y
cuánto cuidado y atención necesita. Debe admitirse, pues, la posibi­
lidad de que el sentido común esté inspirado por la recta razón, pero
también debe admitirse que no sea así. Y no creo que sea exagerado
sostener que la probabilidad de que la razón anide con más facilidad
en la ciencia que en el sentido común es más alta que su contraria.
No parece que deba discutirse que tanto el sentido común como
la ciencia pueden dejarse engañar por las apariencias: pero aunque el
propio sentido común sostenga que las apariencias engañan, lo suyo
es lo inmediatamente evidente, esto es, la apariencia, lo-que-me-
parece. Bien es verdad que existen planteamientos científicos que
por garantizar la objetividad se niegan a ir más allá de lo externamen­
te observable, con lo que asumen ciertos riesgos de tomar el velo por
lo velado, lo visible por lo oculto. Pero, en general, no cabe duda de
que el sentido común se queda con más facilidad en la apariencia en­
gañosa, y que la ciencia es menos proclive a tal limitación: al menos
parece profesionalmente dispuesta a seguir la cadena de apariencias
de Meríeau-Ponty con las refinadas prolongaciones de los sentidos
que tiene a su disposición (aunque eso no lo resuelva todo, ya que no
sale de lo puramente empírico: pero ése no es problema de este mo­
mento).
Por último, que el sentido común está marcado por la ideología
dominante, esto es, por la ideología de quienes son socialmente do­
30 LA REALIDAD SOCIAL

minantes, parece bastante obvio. Es cierto que, por lo mismo que el


sentido común no es nunca rigurosamente común, su coloración por
la definición de la realidad que interesa a quienes dominan no será
nunca universal ni absoluta; pero no es menos cierto que, sin necesi­
dad de utilizar a la policía, la eiite dispone de medios mucho más suti­
les e igualmente eficaces de imponer su definición de la realidad
(aunque sea en pugna con otras definiciones alternativas); lo que, si
posible, siempre resultará extremadamente más difícil en el caso de
la ciencia.
Me ha parecido necesario repasar los anteriores argumentos,
nada refinados por cierto, para situar la discusión en el punto que me
interesa, el de establecer la relación existente entre sentido común y
realidad social. Pues bien, quisiera insistir en dos cosas que me pare­
cen esenciales. Por una parte, y respecto a la capacidad del sentido
común para habérselas con la realidad, conviene recordar que la in­
tersubjetividad que lo caracteriza no equiyale en modo alguno a ob­
jetividad: la intersubjetividad es subjetividad compartida que, por
serlo, produce la sensación de realidad que tan necesaria es para la
vida. Sensación de realidad que, cuando la realidad aparece encu­
bierta por una apariencia engañosa (lo que tantas veces sucede en la
vida social), consagra el engaño de modo que resulta particularmen­
te difícil librarse de él. Por otra parte, el hecho de que exista un saber
de sentido común acerca de la realidad, y específicamente de la reali­
dad social, no hace sino añadir un elemento más al objeto de la cien­
cia social, y una nueva necesidad de explicación a su tarea; y obsérve­
se que si, como dije más arriba, tanto la realidad como su apariencia
engañosa constituyen el objeto de la sociología y demandan la perti­
nente explicación, es justamente el sentido común el locas privilegia­
do de las apariencias: lo que la gente piensa de la sociedad en la que
vive no es necesariamente ni una visión totalmente objetiva ni tam­
poco totalmente mistificada de tal sociedad; pero es claro que objeti­
vidad y mistificación forman parte, a menudo de manera inextrica­
ble, del saber de sentido común que la propia sociedad genera y
transmite.
Para Murillo, el saber de sentido común sobre la sociedad, o
saber vulgar, desde el punto de vista lógico es asistemático (por más
que posea la articulación interna derivada de su relación con el siste­
ma de creencias de la sociedad de que se trate), y puede ser calificado
de existencial, ya que responde a situaciones vitales y tiene por obje­
to hacer posible la vida en común; se trata, además, de un saber que
mezcla criterios puramente tácticos con otros valorativos. Este saber
social espontáneo e indispensable puede ser rechazado por el cientí­
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 31

fico social (a través de una suerte de «ignorancia consciente», dice


Cuvillier) por entender que obstaculiza el conocimiento científico de
la sociedad; pero, en opinión de Murillo, «este saber vulgar tiene
también una dimensión positiva, y consideramos necesario incluir
entre las preocupaciones de la Sociología de nuestro tiempo su análi­
sis sistemático, pues es lo que la sociedad sabe de sí misma» (195S:
268). El saber de sentido común tiene pocas cualidades especulati­
vas, pero posee una gran importancia social pues, tanto si es un saber
de realidades («verdadero») como de apariencias («falso»), condi­
ciona el comportamiento efectivo de la gente. Ahora bien, en la me­
dida en que los estudiosos de la sociedad producen saber científico
sobre ella, irá teniendo lugar una cierta transformación del mismo en
saber vulgar: si «la Sociología ofrece al hombre ordinario explicacio­
nes racionales y científicas de las pautas de la vida en común», «el
saber espontáneo e impersonal se verá sustituido cada vez más por el
saber reflexivo elaborado por los sociólogos» (1958: 269). ¿Cómo
afectará este proceso al funcionamiento de los resortes de la vida co­
lectiva? Esta pregunta es una invitación a explorar la que podríamos
llamar «otra cara» de la sociología del conocimiento, que si suele li­
mitarse a estudiar el condicionamiento social de saber, tendría que
preocuparse también del condicionamiento intelectual de la vida so­
cial, tanto por el saber científico en general como por el sociológico
en particular.

5. REALIDAD MATERIAL Y REALIDAD MENTAL

Volviendo al tema de las apariencias, el sentido común se presen­


ta como ambivalente, pues no sólo acoge, e incluso crea, apariencias
engañosas otorgándoles el estatuto de objetividad que Ies proporcio­
na la intersubjetividad; sino que también previene contra las apa­
riencias, con frecuencia sin éxito, y a veces las destruye. El sentido
común tanto se engaña como se des-engaña. Por otra parte, que el
sentido común sea el ámbito privilegiado de las apariencias engaño­
sas no quiere decir en modo alguno que sea el único ámbito de ellas:
las apariencias no se dan sólo en lo que la gente piensa o dice, sino
también en lo que la gente hace. Los propios objetos, los hechos, las
conductas, los procesos, las situaciones sociales de todo tipo pueden
parecer una cosa y ser en realidad otra, totalmente al margen de lo
que la gente piense o diga al respecto. Realidad y mistificación son,
pues, tanto fenómenos mentales como materiales, por llamarles así.
Pues bien, este tema de lo mental y lo material viene reclamando
32 LA REALIDAD SOCIAL

nuestra atención en relación con el objeto de la sociología, y ha pro­


ducido una copiosa discusión, de la que no podemos tomar sino algún
botón de muestra. Un famoso texto de Edwar Sapir, de 1927, recogi­
do por Harris, reza como sigue:

Es imposible decir qué está haciendo un individuo a menos que haya­


mos aceptado tácitamente los modos de interpretación esencialmente arbi­
trarios que la tradición social nos sugiere constantemente desde el mismo
momento de nuestro nacimiento. A cualquiera que dude de esto puede de­
jársele que intente hacer un cuidadoso informe acerca de las acciones de un
grupo de nativos ocupados en alguna actividad, digamos religiosa, respecto
de la que el observador no disponga de sus claves culturales. Si es un escri­
tor habilidoso puede tener éxito en lograr una descripción pintoresca de lo
que ve y oye, o piensa que ve y oye; pero sus posibilidades de dar cuenta de
lo que sucede de una forma que sea inteligible y aceptable para los propios
nativos son prácticamente nulas. Incurrirá en toda clase de distorsiones, y
su énfasis estará constantemente desviado; encontrará de interés lo que los
nativos consideran carente de interés, y fracasará por completo en la iden­
tificación de los puntos cruciales de la acción que dan significado formal al
conjunto de la misma en las mentes de aquellos que tienen la clave de su
comprensión [apud Harris, 1969: 570-571].

Dicho de otra manera, lo que verdaderamente importa para dar


razón de la actividad en cuestión no es cómo la ve el observador
«desde fuera», sino cómo la ven los nativos (obsérvese la terminolo­
gía colonialista-antropológica) «desde dentro»: la comprensión de la
actividad requiere estar al tanto de las claves culturales que permiten
entendería. Si el observador externo no dispone de ellas, «no habrá
entendido nada», no habrá sabido captar la realidad de lo observado.
La realidad, para ser identificada, ha de ser comprendida, y sólo lo
será en la medida en que lo sea a través de la mente de los participan­
tes (de «los nativos»). Lo verdaderamente importante para el objeto
de la ciencia social es «el punto de vista del nativo», en expresión
ahora de Malinowski; para éste, aprehender tal punto de vista es el
objetivo último del científico social (apud Harris, 1969: 597). Podría
decirse, pues, que para los partidarios de esta posición la realidad so­
cial radica de manera fundamental en la mente de los miembros de la
sociedad de que se trate, hasta el punto de que su dictamen sobre la
inteligibilidad y aceptabilidad del informe científico es lo que consti­
tuye a éste como tal. Y es de notar que dicha posición, con plantea­
mientos más o menos nítidos, tiene una larga tradición que se remon­
ta hasta la. filosofía de Windelband o Diíthey, y que atiende
permanentemente a la necesidad de alcanzar el significado que las
acciones tienen para los actores en ellas implicados.
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 33

En contraste con lo anterior ha de situarse el conocido y vigoroso


texto de Marx y Engels en La ideología alemana:

Totalmente al contrario de lo que ocurre en ia filosofía alemana, que


desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es
decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imagi­
nan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imagina­
do, para llegar, arrancando de aquí, ai hombre de carne y hueso; se parte
del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real,
se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de
este proceso de vida No es la conciencia la que determina la vida, sino
la vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se
parte de la conciencia como del individuo viviente; desde el segundo punto
de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo indivi­
duo real viviente y se considera la conciencia únicamente como su concien­
cia [1970: 26-27j.

Lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan no puede


ni debe constituir el punto de partida del conocimiento; por el con­
trario, el conocimiento terminará explicando la conciencia individual
como un reflejo o eco de la vida real, esto es, de lo que la gente hace
realmente. Lo que importa, pues, no es lo que la gente piensa o dice,
sino lo que la gente hace. Y precisamente no se explica lo que hace
por lo que dice, sino al contrario. Aquí no se acredita el trabajo del
científico gracias a que parezca inteligible o aceptable a los observa­
dos: será, por el contrario, el científico quien explique desde fuera la
mentalidad de los observados. Es la vida (externa) quien explica la
conciencia (interna), la tierra quien explica el cielo. La realidad que
ha de ser objeto de estudio de la ciencia social no es, pues, la que se
ve desde «el punto de vista del nativo», sino desde el punto de vista
del científico.
Planteadas así las cosas, entiendo que no debe aceptarse la oposi­
ción entre las tesis reseñadas como una alternativa entre posibilida­
des científicas mutuamente excluyentes, porque una y otra tomadas
aisladamente mutilan de manera intolerable la realidad social: la pri­
mera, porque confina ai investigador en el universo mental de los su­
jetos que constituyen el objeto de estudio, y le impide ver la realidad
externa desde su propio punto de vista; la segunda, porque veda el
acceso a dicho universo mental, y fuerza al investigador a limitarse a
una realidad externa que puede resultarle, efectivamente, carente de
sentido.
La realidad externa tiene un sentido para la gente que participa en
ella. La realidad social como tal no se agota en lo externo, sino que
requiere ser completada con el sentido que sus participantes le atri­
34 LA REALIDAD SOCIAL

buyen, y es esta realidad más compleja, simultáneamente externa y


mental, la que interesa al sociólogo. No le interesa sólo lo externo o
sólo lo mental: uno y otro forman parte de su objeto de conocimien­
to, de la realidad social. Y ello porque ambos planos tienen conse­
cuencias en la propia realidad social (recuérdese que se trata del
mismo argumento, el de los efectos, que cuando concluía páginas
atrás que tanto la realidad en sentido estricto como su apariencia en­
gañosa forman parte de la realidad social): ésta es otra peculiaridad
del objeto de la sociología, la de tener un plano «interno» o mental y
otro «externo» o material que han de considerarse conjuntamente y
que se explican mutuamente (otra cuestión es si se determinan entre
sí y en qué dirección, a lo que ya contestan Marx y Engels en el texto
citado más arriba; pero me parece que no es cosa de entrar en ello
ahora).

6. LAS DEFINICIONES DE LA SITUACIÓN

Regresemos, pues, al tema de la realidad y la apariencia. Ahora


puedo, según creo, insistir con mayor fundamento en que la aparien­
cia y la realidad se dan tanto en lo que la gente dice como en lo que la
gente hace, tanto en el plano mental como en el del comportamiento.
Uno y otro son partes complementarias de la realidad social, y en
ambos pueden presentarse las cosas tal como son o veladas por apa­
riencias engañosas. Lo que la gente piensa, cree, siente y dice acerca
de la vida social puede ser tanto una apreciación objetivamente co­
rrecta como una mistificación (a veces involuntaria y a veces cons­
ciente, pero siempre por razones sociales). Del mismo modo, el ac­
tuar de la gente en sus relaciones sociales puede revelar de manera
objetiva lo que sus relaciones sociales son, o puede, por el contrario,
encubrir o disimular lo que son, de suerte que parezcan otra cosa:
que parezcan otra cosa incluso al propio actor, con lo que se corres­
ponderán una mistificación objetiva y otra subjetiva; o que parezcan
otra cosa sólo al observador externo, siendo el actor consciente —a!
menos en un cierto grado— de la mistificación objetiva.
Esta complejidad del juego de, por una parte, realidad y aparien­
cia y, por otra, los planos mental y material, me lleva a considerar ex­
cesivamente simplifícadora la llamada de atención de Sylos Labini en
contra de una concepción de la realidad de tipo pirandelliano: Cosí é
se vi pare (1976: VIII). En efecto, las cosas no son de cierta manera
porque así le parezcan a la gente, sino que son como son; pero no es
indiferente que, siendo efectivamente como son, le parezcan a la
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 35

gente de una manera u otra, pues ello comporta determinadas conse­


cuencias.
Una de ellas, harto conocida, es la que se recoge en el llamado
teorema de Thomas, bajo la formulación divulgada por Merton, de
que «si ios individuos definen las situaciones como reales, son reales
en sus consecuencias». Para Merton, «los hombres responden no
sólo a los rasgos objetivos de una situación, sino también, y a veces
primordialmente, al sentido que la situación tiene para ellos. Y así
que han atribuido algún sentido a la situación, su conducta consi­
guiente, y algunas de las consecuencias de esa conducta, son determi­
nadas por el sentido atribuido» (1964: 419). Merton se había ocupa­
do ya de un aspecto del problema en su trabajo de 1936 «The
Unanticipated Consequences of Social Action» (recogido ahora en
1976:145-155), en el que se refería, entre otras cuestiones, a las que
llamó self-defeating predictions: el supuesto es el de que «las predic­
ciones públicas de futuros eventos sociales frecuentemente no se
cumplen precisamente porque la predicción ha pasado a ser un nuevo
elemento de la situación concreta, tendiendo así a cambiar el curso
de los acontecimientos inicialmente previsto» (1976: 154). El princi­
pio de la «profecía que se frustra a sí misma» podría explicar, por
ejemplo, por qué determinadas predicciones de Marx no han llegado
a cumplirse. El mismo Merton volvió más tarde sobre un aspecto
complementario del tema en su artículo de 1948 «The Self-fulfilling
Frophecy» (recogido en 1964: 419-434), en el que sostiene paralela­
mente a su trabajo anterior que «las definiciones públicas de una si­
tuación (profecías o predicciones) llegan a ser parte integrante de la
situación, y en consecuencia, afectan a los acontecimientos posterio­
res [...]. La profecía que se cumple a sí misma es. en el origen, una
definición falsa de la situación que suscita una conducta nueva, la
cual convierte en verdadero el concepto originariamente falso»
(1964; 420-421); la creencia, pues, engendra la realidad. Tanto la
self-defeating como la self-fulfilling pueden ser predicciones vulgares
o científicas; vulgares serían, por ejemplo, la creencia en la falta de
solidez de un Banco (que la produce), o la suposición de que en un
día y horas determinados la «operación retorno» a una gran ciudad
producirá grandes retenciones de tráfico (que las impide); en el caso
de predicciones científicas estarían no sólo las marxíanas antes aludi­
das, sino todo el conocimiento científico sobre la sociedad, que refle­
xivamente causa impacto sobre ella. Y así se pregunta Murillo:
:<¿Cuá! será la conducta de los hombres cuando los procesos sociales
'layan sido iluminados por el análisis científico suficientemente divul­
gado?» (1958: 266). Desde luego que no será la misma que antes de
36 LA REALIDAD SOCIAL
tener tal información: la definición de multitud de situaciones habrá
cambiado, y con las nuevas definiciones las conductas, y con ellas sus
consecuencias. Lo que implicará, evidentemente, autocumpümiento
y autofrustración de muchas predicciones, que de falsas pasarán a ser
verdaderas, y viceversa.
Pero quizá Merton ha limitado en su análisis el planteamiento de
Thomas a las consecuencias futuras de una definición, cuando en rea­
lidad la cuestión no se plantea sólo hacia el futuro {cosisara), sino en
el presente {c o sí é): las definiciones de la realidad social tienen per­
manentemente consecuencias en la realidad social, y ello tanto si se
trata de definiciones «verdaderas» (fieles a la realidad) como «falsas»
(acogedoras de su apariencia engañosa). No se trata sólo, repito, de
profecías que se cumplan o frustren por el hecho de formularse y di­
vulgarse, modificando así el curso que el futuro hubiera seguido de
no existir la profecía. De lo que se trata, como fenómeno más gene­
ral, es del funcionamiento cotidiano del presente, que se ve afectado
tanto por las definiciones de la situación ajustadas a la realidad como
por las tributarias de su apariencia engañosa. Éste es el sentido que
tiene para mí el teorema de Thomas: que lo definido como real, séalo
o no, produce consecuencias reales; pues la propia definición pasa a
formar parte de la situación y determina o condiciona las conductas
de los implicados en ella, Las apariencias sociales, tanto como la es­
tricta realidad, tienen efectos en la vida social a través de las defini­
ciones que de ellas se hacen como reales. Y debe notarse que en la
vida cotidiana (profecías aparte) producen efectos simultáneamente
la realidad y su apariencia engañosa, lo enmascarado y su máscara:
efectos independientes, ora paralelos ora contradictorios.
Ha de estarse de acuerdo con Sylos Labini en rechazar el que
llama mito pirandelliano; en efecto, las cosas no son así porque así
nos parezcan, Pero ese parecer no es en modo alguno, indiferente,
porque forma parte, él también, de la realidad social, a la que influ­
ye, condiciona o determina, tanto en el plano diacrónico de predic­
ciones sobre el futuro que se cumplen o se frustran por el hecho de
formularse y divulgarse, como en el plano sincrónico del estricto pre­
sente. Las cosas son, de hecho, de una forma, y sin embargo algunas
de ellas son percibidas de otra por la gente, que ajusta su conducta a
su percepción a través de la definición equivocada que hacen de la si­
tuación. Y es importante destacar que la percepción de que se trata
no es estrictamente individual e independiente, sino que está social­
mente condicionada o, con más propiedad, mediada sociaimente.
Las distorsiones aparenciales de la realidad social no se producen al
azar o por puras razones de inmediatez subjetiva, aunque tampoco
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 37

ha de pensarse que respondan mecánicamente a ciertas determina­


ciones: el problema es con seguridad extremadamente complicado, y
no es mi propósito entrar ahora a discutir los procesos y mecanismos
de la percepción de la realidad social. Baste negar, como vengo ne­
gando con todo lo dicho, cualquier teoría especular que tratase de ig­
norar la existencia y el papel de las apariencias engañosas junto a la
realidad propiamente dicha, así como sus consecuencias en la vida
social.

7. LOS MODOS «EMIC» Y «ETIC»

Pero insistamos por un momento en las dos posiciones que más


arriba se ejemplifican con textos de Sapir y de Marx y Engels; he
dicho respecto de ellas que no me parece que haya que optar por una
u otra, dado que no son excluyentes sino complementarias: ambas
recogen aspectos diferentes de la realidad (el mundo mental de quie­
nes, siendo sujetos, son sin embargo objetos de conocimiento; y el
mundo externo tal como es observado por el investigador). Pues
bien, de uno y otro mundo puede elaborarse conocimiento científico,
y ello bajo dos modalidades diferentes: «emic» y «etic», como son de­
nominadas en los campos de la antropología y la lingüística, que es
donde más se ha difundido tal distinción.
Los términos en cuestión fueron acuñados por el lingüista Ken-
neth Pike en 1954, derivando «emic» de fon emic y «etic» de fonetic, y
su uso fue generalizado sobre todo por Marvin Harris, a quien sigo
en este punto, siendo actualmente términos y perspectivas relativa­
mente usuales: valga por todos el ejemplo del muy conocido manual
de sociología del lenguaje de Fishman (1979). Pues bien, las proposi­
ciones «emic» hacen referencia a sistemas lógico-empíricos construi­
dos con criterios que son juzgados como significativos, con sentido,
reales, precisos, apropiados y aceptables por los propios actores (por
«los nativos» de Sapir y Malinowski); la perspectiva «emic», por
tanto, lleva a cabo el estudio de la realidad social en términos de las
intenciones, propósitos, motivos, fines, actitudes, pensamientos y
sentimientos de los actores, tal como son expresados y entendidos
por ellos mismos (Harris, 1969: 571-575). Desde esta perspectiva se
describe la realidad social a través de categorías y relaciones isomór-
ficas con las que los actores consideran apropiadas o significativas
(1969: 580), aunque el planteamiento «emic» no trata sólo de descri­
bir las prácticas sociales, sino de entenderlas junto con, y a través de,
las creencias en que se apoyan: se trata, pues, de una posición empá­
38 LA REALIDAD SOCIAL

tica, enraizada en la tradición idealista (1969: 597). Salta, pues, a la


vista que «la descripción de un participante acerca de lo que está real­
mente sucediendo [...] no tiene por qué corresponder a lo que el et­
nógrafo ve o vería en la misma situación» (1969: 581). Expresión que
me permito extremar como sigue: la descripción de un participante
acerca de lo que está realmente sucediendo a juicio de los implicados
no tiene por qué corresponder a lo que el investigador ve que está
realmente sucediendo a su propio juicio. Con lo que queda de mani­
fiesto la desazonante situación de que hay dos descripciones, posible­
mente incompatibles, que reclaman la patente de decir qué es la rea­
lidad y qué la no-realidad, la apariencia. Lo que nos lleva de la mano
al planteamiento «etic».
Las proposiciones «etic» son construidas con criterios juzgados
como apropiados por la comunidad de observadores científicos, y
deben permitir que observadores independientes utilizando procedi­
mientos similares lleguen a los mismos resultados. La descripción de
la realidad que se lleva a cabo desde el modo «etic» opera con catego­
rías elaboradas de espaldas a los actores, en el lenguaje del investiga­
dor, y sin que tenga ningún interés el sentido o falta de sentido que
dichas categorías revistan para los protagonistas.
Ambas perspectivas, «emic» y «etic», son opciones perfectamen­
te legítimas desde el punto de vista científico, y no puede pensarse
que una («etic») sea más objetiva y otra («emic») más subjetiva.
Como dice Harris,

Ser objetivo no consiste en adoptar un punto de vísta etic, ni ser subjeti­


vo uno emic f ...J. Es claramente posible ser objetivo —esto es, científico—
tanto respecto de fenómenos etic como emic. Del mismo modo, es igual­
mente posible ser subjetivo tanto respecto de unos como de otros. La obje­
tividad es el status epistemológico que distingue a la comunidad de obser­
vadores de la comunidad que es observada Objetividad no es
meramente intersubjetividad. Es una forma especial de intersubjetividad
establecida por la disciplina lógica y empírica a la que los miembros de la
comunidad científica acuerdan someterse [1980: 34-35],

Por tanto, son posibles las dos perspectivas (el punto de vista del
nativo y el punto de vísta del investigador) siempre que se lleven a
cabo de acuerdo con los cánones de la disciplina científica.
Bien es verdad que en su libro de 1980, Cultural Materialism, Ha­
rris ha modificado sensiblemente la posición que mantuvo en el de
1969, The Rise o f Anthropological Theory. En éste, el modo «etic» se
desentendía del sentido que las prácticas sociales pudieran tener para
sus protagonistas a causa de que el universo de significados, propósi­
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 39

tos, fines y motivaciones de la gente le era inaccesible: trabajar sobre


los fenómenos mentales era algo completamente ajeno a la perspec­
tiva «etic», limitándose ésta, por tanto, a los fenómenos externos,
conductuales (cf. 1969: 575 y 580 ss.); la segunda característica de tal
perspectiva era —y sigue siendo— la de que las categorías y criterios
utilizados para el estudio han de ser los compartidos por la comuni­
dad científica, sin que necesiten ser considerados inteligibles y apro­
piados por «los nativos». En cambio, en el libro más reciente se afir­
ma ya que «los pensamientos y la conducta de los participantes
pueden ser vistos desde dos diferentes perspectivas: desde la de los
propios participantes, y desde la de los observadores. En ambas ins­
tancias es posible dar cuenta científicamente —esto es, objetivamen­
te— de los campos mental y conductual. Pero en la primera instan­
cia, los observadores emplean conceptos y distinciones significativos
y apropiados para los participantes, en tanto que en la segunda lo son
para los observadores» (1980: 31). Así pues, tanto el universo men­
tal interno de los actores como su universo conductual externo pue­
den ser estudiados científicamente desde las dos perspectivas «emic»
y «etic»; la única diferencia radica ahora en que en el caso de un estu­
dio «emic», sea de fenómenos mentales o externos, los conceptos y
criterios utilizados son los de los propios actores; en tanto que en un
estudio «etic» son los de la comunidad científica. Y en ambos casos lo
que garantiza el carácter objetivo o científico de la investigación es el
sometimiento de la misma a la cánones de disciplina lógica y empírica
válidos en la comunidad científica.
Me interesaba detenerme en la evolución de la posición manteni­
da por Harris por lo que implica respecto de la concepción de qué sea
la realidad social y cómo estudiarla: el modo «emic» no se limita ya a
los fenómenos mentales y el «etic» a los conductuales, pues unos y
otros forman parte de la realidad social a la vez mental y conductual,
y en la que, como hemos visto, el sentido otorgado por los actores a
sus acciones y la definición que hagan de la situación tienen efectos
sobre la realidad en la medida en que ajusten a ellos sus acciones. No
es que la realidad sea como les parece a sus participantes (aunque
pueda, efectivamente, terminar siéndolo), sino que tanto la realidad
que es como la que parece que es producen consecuencias sobre la
propia realidad. Ambas, pues, realidad y apariencia, han de ser teni­
das en cuenta por el estudioso de la realidad social, y ambas se dan
tanto en el mundo mental como en el conductual, en lo que la gente
piensa como en lo que la gente hace. La aportación final de Harris y
de quienes con él distinguen entre una perspectiva «emic» y otra
«etic» consiste así en la apelación al sentido común para la construc­
40 LA REALIDAD SOCIAL

ción de la primera, tomando de él los conceptos, categorías y distin­


ciones que han de utilizarse para describir y eventualmente explicar
la realidad.,
Y me parece que esto tiene gran importancia para las ciencias so­
ciales, ya que, por una parte, todo el mundo sabe muchas cosas acer­
ca de la sociedad en la que vive y —¿por qué no?— de la sociedad en
general: todo el mundo es un poco «sociólogo», tanto más cuando,
como hemos visto, la terminología y los trabajos de los sociólogos
profesionales han alcanzado una sorprendente difusión social; por
otra parte, los propios sociólogos han construido en buena parte la
sociología utilizando materiales conceptuales y terminológicos que
han tomado prestados del saber social de sentido común, haciendo
así un trabajo «emic» sin saberlo. Y me temo que en esta interacción
entre sentido común y sociología no siempre se ha prestado suficien­
te atención a la distinción entre apariencia y realidad, y cuando se ha
hecho ha sido para despreciar la primera (por las corrientes «desen-
mascaradoras») o la segunda (por las que se niegan a ver más allá de
lo que se ve), o para identificar apariencia con mundo mental o con
sentido común y realidad con mundo conductual o externo. Pues
bien, mi conclusión, por lo que queda dicho, es que la realidad social
en sentido amplio, como objeto de conocimiento de la sociología,
tiene que incluir tanto las realidades en sentido estricto como sus
apariencias, unas y otras dándose tanto en las mentes de la gente
como en sus actividades: y ello por la razón de que realidades y apa­
riencias, tanto en la mente como en el mundo externo, tienen conse­
cuencias para la vida social. La realidad social con que ha de habérse­
las la sociología incluye elementos mentales (parte de ios cuales es
fiel a la realidad y parte a su apariencia) y elementos conductuales
externos (que en parte revelan lo que es y en parte lo ocultan); y creo
que si se intenta simplificar esta realidad social por estimar excesiva
su complejidad, se la mutila y falsifica de manera inaceptable. Al­
guien pensará que lo que afirmo puede ser cierto, pero que no es via­
ble porque implica tratar de estudiarlo todo a la vez, y si se parte de
que todo es importante y de que todo tiene consecuencias en todo no
se progresará mucho en el conocimiento. Pero tal objeción, con ser
de peso, debe esperar a que demos un paso más en la delimitación del
objeto de conocimiento de la sociología, a saber: cuál sea el conteni­
do de la realidad social.
LA REALIDAD SOCIAL COMO REALIDAD Y APARIENCIA 41

8. UNA CONCLUSIÓN POCO CONCLUYENTE

Trataré de concluir estas reflexiones volviendo al planteamiento


básico que reivindica la distinción entre realidad y apariencia, o esen­
cia y apariencia, de la mano ahora de Adorno, para quien «negar que
haya una esencia equivale a tomar partido por la apariencia», lo que
es tanto como «dar el mismo valor a todos los fenómenos»; el recha­
zo de la esencia para atenerse estrictamente al fenómeno, a la apa­
riencia, está motivado las más veces por el temor a los desvarios me-
tafísicos que, so capa de ir a lo esencial saltando sobre el fenómeno,
puedan poblar el conocimiento de ídolos. Pero adoptar tal postura
equivale para Adorno a «hacer causa común con la mentira por un
amor fanatizado a la verdad»: «El positivismo se convierte en ideolo­
gía cuando elimina primero la categoría objetiva de esencia y luego,
consecuentemente, el interés por lo esencial.» Por otra parte, la apa­
riencia no es el resultado de una deficiente percepción por parte del
sujeto:
Lo que medía ios hechos no es tanto eEmecanismo subjetivo que los pre­
forma y concibe, como la objetividad heterónoma al sujeto tras la que éste
pueda experimentar. Ella escapa al círculo subjetivo primario de la expe­
riencia, le está preordenada. Siempre que al nivel histórico actual se juzga,
como se suele decir, demasiado subjetivamente, eí sujeto se hace eco del
consensus omnium, la mayoría de las veces automáticamente. Sólo si en
vez de conformarse con el falso molde resistiera a la producción en masa de
una tal objetividad y se liberara como sujeto, sólo entonces daría al objeto
lo suyo. De esta emancipación depende hoy la objetividad y no de la insa­
ciable represión dei sujeto. El predominio de lo objetivado en los sujetos,
que íes impide llegar a ser tales, impide, asimismo, el conocimiento de lo
objetivo [1975: 173].

Ásperas palabras, pues no se echa fácilmente de ver cómo e! suje­


to podrá desoír el consensus omnium, eí sentido común que produce
la objetividad social, y precisamente por «la precedencia de la socie­
dad ante la conciencia individual y toda su experiencia» (1975: 183).
La apariencia, como he repetido ya, no está puesta por el sujeto: al
menos, la apariencia social que interesa a la sociología está puesta
bien por el propio objeto, bien por el común de la sociedad; con lo
que la pretensión de eliminar lo subjetivo del sujeto para alcanzar lo
real no resolvería gran cosa. Como señala Adorno,

el comienzo de la Crítica de la razón pura presupone la prioridad de la con­


ciencia, prioridad que a su vez debe delimitar a la ciencia; pero esa priori­
dad es deducida con criterios metódicos que confirman o rebaten los jui-
42 LA REALIDAD SOCIAL

ctos según normas científicas. Tal círculo vicioso delata un planteamiento


falso. Por de pronto encubre que los datos de la conciencia no tienen en sí
nada de puro, indubitable o absolutamente primero [...]. Lo cierto es que
no hay sujeto alguno de los datos inmediatos, o yo ai que le sean dados,
que pueda hacerse independiente del mundo transubjetivo [1975: 197].

No hay, pues; posibilidad de un a priori que permita eludir el


hecho universal de la mediación; y si incluso se afirma la prioridad
del objeto, resulta que está mediado él mismo. La única salida, por
tanto, no puede consistir sino en una crítica de la realidad social capaz
de discernir entre realidad y apariencia, por muy articulada, compar­
tida y comprobada que la apariencia se presente, y por muy lejana,
chocante e incomprobable que la realidad sea. «De apariencia nece­
saria sólo puede hablarse socialmente refiriéndose a algo que no,
fuese apariencia, a pesar de ser accesible a través de ella» (1975:
198): lo que implica la necesidad de afirmar como real algo que no
aparece, y de negar la realidad de algo que aparece. Tal actitud com­
porta el riesgo de tomar lo imaginario como real, aunque también ali­
gera el peligro de dar la apariencia engañosa como real: ¿Podrá la so­
ciología evitar caer en aquel riesgo y en este peligro?
En todo caso, séame permitido mostrar mi acuerdo con Marvin
Harris cuando sostiene que «debemos ciertamente intentar entender
por qué la gente piensa que se comporta tal como lo hace, pero no
debe bastarnos tal comprensión. Es necesario que nos reservemos el
derecho a no creer sus explicaciones. Y sobre todo debemos reser­
varnos el derecho a no creer las explicaciones de la clase dominante»
(1980: 340); pues al hacerlo terminaríamos identificando la verdad
con el poder. Y eso es justamente lo que la sociología debe tratar de
evitar.
2 . EL CONTENIDO DE LA REALIDAD
SOCIAL *

1. NOMINALISMO Y REALISMO

¿En qué consiste, qué constituye lo que llamamos realidad so­


cial? ¿Qué se quiere decir, qué se denota cuando se califica de social
una realidad? Me parece que un comienzo de respuesta a estas pre­
guntas puede obtenerse a través de un rodeo, largo en el tiempo y
breve en la referencia, que pase por la llamada cuestión de los uni­
versales. Y para ello nada mejor que comenzar con la misma oportu­
na cita de Unamuno con que Jiménez Blanco encabeza su presenta­
ción del Homo Sociologicus, de Dahrendorf (1973), que no me
resisto a recoger a mi vez:

Todos distinguimos entre el valor individual y el valor social de una per­


sona, aunque el individuo mismo [...] sea a la vez un producto social, y
pueda repetirse con Natorp lo de que el individuo es, como el átomo, una
ficción. Con igual lógica puede decirse que la sociedad es una ficción y que
no existen en realidad sino individuos. Lo cual sería renovar la vieja cues­
tión del nominalismo y del realismo, que es la cuestión de ayer, la de hoy,
la de mañana y la de siempre.

Puede parecer impropio hacer referencia aquí a una disputa me­


dieval como la de los universales, especialmente porqué ésta no se
centró directamente en el tema que nos ocupa, sino sobre los nom­
bres comunes usados no para nombrar una entidad singular, sino de
un modo universal: universales son típicamente los adjetivos que
acompañan a un nombre propio («alto», «blanco», por ejemplo), y
como universales se entendieron también las nociones genéricas y las

* Publicado en el libro compilado por Luis Rodríguez Zúñiga y Fermín Bouza,


Sociología contemporánea. Ocho temas a debate, Centro de Investigaciones Sociológi­
cas, Madrid, 1984.
[43]
44 LA REALIDAD SOCIAL

llamadas entidades abstractas («el león», «la elipse», por ejemplo).


La discusión versó fundamentalmente sobre el status ontológico de
los universales, esto es, sobre la determinación de su forma peculiar
de existencia,- enfrentando a nominalistas y realistas. Entiendo que
no es impertinente recordar tal cuestión, pues una parecida viene a
plantearse, salvadas las distancias, en relación con el objeto de las
ciencias sociales, como veremos enseguida.
Sostenían los nominalistas, apoyados por ios argumentos de Ros-
celino y Guillermo de Occam, que sólo tienen existencia real los indi­
viduos o las entidades particulares: las únicas entidades reales son los
individuos, y todo lo demás no es sino abstracción de la inteligencia,
ideas abstractas, conceptos de la mente, flatus vocis. Junto a este no­
minalismo ontológico se daba también otro de carácter metodológi­
co, para el que era preciso proceder como si no hubiera otras entida­
des que los individuos, al no ser posible pronunciarse sobre la
existencia de los universales. Los realistas, respaldados por su parte
en San Agustín y San Anselmo, opinaban en su versión más radical
que sólo los universales o entidades abstractas tenían existencia real,
siendo los individuos mero reflejo o copia más o menos aproximada
de los mismos, o, en un planteamiento más moderado, que existen
tanto las entidades abstractas como las concretas, variando las opi­
niones acerca del grado de entidad concedido a las primeras.
La disputa de los universales se ha replanteado en la filosofía con­
temporánea de forma bastante paralela a como lo estuvo en tiempos,
habiéndose ocupado del tema desde una u otra posición filósofos tan
destacados como Frege, Russell, Quine, Cassirer, Maritain, Von
Aster, etc. Pero no es esto lo que aquí nos interesa, sino su trasposi­
ción más o menos explícita al ámbito de las ciencias sociales respecto
del problema de la identificación de su objeto. Porque mantendrían
posiciones afines a las nominalistas quienes sostuviesen que lo único
existente son los individuos, y que cosas tales como «la sociedad»,
«las clases sociales» o «los objetos culturales» no son sino flatus vocis
o, todo lo más, conceptos que pueden ser eventualmente útiles para
explicar el comportamiento de ios individuos. No insisto en calificar
como nominalistas a estas posiciones: acepto gustosamente que se las
denomine más suavemente «individualismo metodológico», como
prefiere Lukes (1977b: 177 ss.). En todo caso, me parece necesario
detenerse brevemente en ellas.
En su crítica del individualismo metodológico arranca Lukes de
un nominalista, Hobbes, para quien los componentes y causas del so­
cial compound son los hombres, explicándose el primero por los se­
gundos: se trata, pues, de una forma individualista de explicación. La
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 45

metodología hobbesiana implica así una descomposición de ía socie­


dad en sus componentes, los individuos, y es a ellos a quienes han de
referirse los fenómenos sociales como última realidad. Como rubrica
J. S. Mili,

las leyes de los fenómenos sociales no son, ni pueden ser, más que las ac­
ciones y pasiones de los seres humanos, las leyes de ía naturaleza humana
individual [...]. Cuando se reúnen, los hombres no se convierten en otra
clase de substancia con propiedades diferentes [apud Lukes, 1977b: 178 y
225 n.].

Posición a la que se enfrenta por derecho Comte al sostener que


una sociedad «no es más descomponible en individuos que lo es una
superficie geométrica en líneas o una línea en puntos» (apud Lukes,
1977b: 177), así como Durkheim, desde otro punto de vista, con su
célebre formulación de que

es en la naturaleza de ía sociedad misma donde hay que buscar la explica­


ción de la vida social [...]. En consecuencia, toda vez que un fenómeno
social está directamente explicado por un fenómeno psíquico, puede ase­
gurarse que la explicación es falsa Una explicación puramente psico­
lógica de los hechos sociales siempre dejará escapar, pues, todo lo que
tiene de específico, es decir, de social (1965: 84, 85 y 87].

Seguir aquí la pista de la discusión que ha enfrentado a los parti­


darios de la tesis individualista con los que sostienen la realidad de
los fenómenos sociales propiamente dichos nos llevaría demasiado
lejos; bastará con atender a Lukes en su crítica al individualismo me­
todológico, distinguiendo con él entre lo que llama «atomismo social
axiomático» (conjunto de proposiciones triviales analíticamente cier­
tas que afirman que la sociedad está compuesta por individuos, y que
éstos son quienes actúan, piensan y hablan), y la doctrina del indivi­
dualismo metodológico (que sostiene que los fenómenos sociales han
de explicarse exclusivamente en términos de hechos acerca de indivi­
duos). Esta doctrina ha sido formulada, entre otros muchos, por
Watkins, quien sostiene de manera paradigmática que no habrá ex­
plicaciones de fondo de los fenómenos sociales a gran escala sino a
partir de «las predisposiciones, creencias, recursos e interrelaciones
de los individuos [...]. El individualismo metodológico significa que
se supone que los seres humanos son los únicos agentes en acción de
la historia» (apud Lukes, 1977b: 179). El individualismo metodoló­
gico, particularmente el de Watkins, se enfrenta al holismo me­
todológico con el propósito de impedir que la sociedad y la his-
46 LA REALIDAD SOCIAL

tona se expliquen como consecuencia de la actividad de factores


sobrehumanos, superiores al hombre y más allá de su control, que le
vendrían impuestos como naturalmente dados; pero tal propósito,
por encomiable que sea, sufre el terrible costo de ignorar lo que de
específicamente social tiene la realidad social; y en su pugna por evi­
tar una mitología cosificadora o fisicalizadora de entidades suprahu-
manas, muchas veces con un desagradable perfume antropomórfico,
arrasa la realidad social como tal para dejarla reducida a mera reali­
dad individual o psicológica. En mi opinión, bastaría con subrayar
que los hombres son, efectivamente, los artífices de la sociedad y de
la historia, por más que sus creaciones puedan volverse contra ellos y
esclavizarlos, aunque no de manera definitivamente necesaria:
«nada “está ahx“ que no haya sido puesto, o que una vez puesto siga
estando sin nadie que le ayude a persistir» (Ramiro Rico, 1950: 45).
Pero no se trata ahora de entrar en la pugna del individualismo con­
tra el holismo, sino de examinar las implicaciones del primero respec­
to de qué constituya la realidad social.
Lukes distingue también entre el individualismo metodológico y
la teoría ontológica que sostiene que en el mundo social sólo los indi­
viduos son reales, por lo que los fenómenos sociales no serían sino
construcciones mentales que no existen en la realidad. Tal nominalis­
mo ontológico es profesado, por ejemplo, por Popper cuando sostie­
ne que

en las ciencias sociales es aún más obvio que en las naturales que no pode­
mos ver y observar nuestros objetos antes de haber pensado sobre ellos.
Porque la mayoría de los objetos de la ciencia social, si no todos ellos, son
objetos abstractos, son construcciones teóricas [...] la tarea de la ciencia
social es la de construir y analizar nuestros modelos sociológicos cuidado­
samente en términos descriptivos o nominalistas, es decir, en términos de
individuos, en sus actitudes, esperanzas, relaciones, etc. —un postulado
que se podría llamar «individualismo metodológico» las entidades so­
ciales, como, por ejemplo, las instituciones o asociaciones, son [...¡mode­
los abstractos construidos para interpretar ciertas relaciones, abstractas y
seleccionadas, entre individuos [1973: 150,151 y 155].

Las entidades sociales no son, según Popper, realidades, sino mo­


delos, objetos abstractos, construcciones teóricas: la única realidad
la constituyen los individuos, y las que llamamos entidades sociales
son simplemente nombres. Por ello propone expresamente como no­
minalismo un «individualismo metodológico» que me parece, más
que metodológico, ontológico. Aunque hay que decir en honor a la
verdad que Popper se niega al reduccionismo psicologista, del que
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 47
son tan devotos otros individualistas, y dice preferir lo que llama mé­
todo lógico al psicológico (1973: 173): pero ése es ya otro tema.
Pues bien, Lukes opina que

si esta teoría significa que sólo los individuos son observables en el mundo
social, es evidentemente falsa. Algunos fenómenos sociales pueden sin
más ser observados (como pueden serlo tanto los árboles como los bos­
ques); y sin duda muchos aspectos de los fenómenos sociales son observa­
bles (como el procedimiento de un Tribunal), en tanto que muchas caracte­
rísticas de los individuos no lo son (por ejemplo, las intenciones). Tanto los
fenómenos individuales como los sociales tienen aspectos observables y no
observables [1977b: 181].

A mi entender, Lukes insiste demasiado en la observabílidad


junto con otros argumentos, pero me parece que la cuestión está en
la reductibilidad: si los fenómenos sociales pueden reducirse a fenó­
menos individuales, entonces estaría justificado el individualismo
metodológico. Adelanto que tal reduccionísmo no es admisible, toda
vez que los hechos sociales son tan elementales y primarios como los
hechos individuales o psicológicos, y que la conducta social de indivi­
duos específicos resulta ininteligible y desprovista de significado si no
se la contempla en términos de la organización de la sociedad a la que
los individuos pertenecen.
En un equilibrado trabajo, Mandelbaum sostiene que no se trata
de afirmar que los pensamientos o la conducta de un individuo sean
plenamente explicables en términos de hechos sociales, sino que esos
hechos sociales no son reductibíes a proposiciones en términos pura­
mente individuales. Distingue este autor —sin emplear tales térmi-
nos— entre una irreductibilidad ontológica y otra semántica, siendo
la segunda una reformulación de la primera: que los hechos sociales
sean irreductibles a hechos psicológicos implica que los conceptos so­
ciológicos no puedan traducirse a conceptos psicológicos sin dejar un
residuo (1976: 175). Utilizando el ejemplo de las operaciones lleva­
das a cabo por un cliente que retira dinero de un Banco, Mandel­
baum muestra que la serie de actuaciones sería ininteligible sin refe­
rencia, al menos, al sistema legal de la sociedad, sistema que no
puede definirse exclusivamente en términos del comportamiento in­
dividual sin utilizar conceptos sociales; conceptos estos que nunca se­
rían completamente traducibles a términos de conducta de indivi­
duos: siempre quedaría un residuo semánticamente irreductible.

La traducción nunca puede evitar el empleo de conceptos sociológicos,


ni reducir el estudio de la sociedad a una rama del estudio de las acciones
48 LA REALIDAD SOCIAL
de individuos [...] si bien es innegable que podemos hacer —y de hecho
hacemos— traducciones parciales de los conceptos sociales usando con­
ceptos psicológicos, estas traducciones no pueden ser completas: siempre
debemos utilizar otros conceptos sociales para especificar las condiciones
bajo las cuales se producen las formas observadas de la conducta social­
mente orientada [1976: 178 y n.].

Volviendo a la irreductibilidad ontológica, para hacer frente a la


objeción de que los hechos sociales carecen de status propio porque
no existirían de no haber individuos que pensaran y actuaran, Man-
delbaum prefiere no utilizar el argumento holista de que la totalidad
social no es igual a la suma de sus partes individuales, y ello por la
buena razón de que las partes de una sociedad no son individuos ni
actuaciones individuales, sino hechos sociales: «Las específicas insti­
tuciones y otras formas de organización que caracterizan esa socie­
dad» (1976: 181). «No es necesario sostener que una sociedad es una
entidad independiente de todos los seres humanos para sustentar el
concepto de que los hechos sociales no son reducibles a los hechos de
la conducta individual» (1976: 179). En lugar de ello, el autor prefie­
re limitarse a afirmar que un conjunto de hechos (los hechos sociales)
puede depender, para su existencia, de otro conjunto de hechos (las
conductas individuales) sin ser, no obstante, idéntico a él.
Pero, además de a la objeción ontológica, hay que hacer frente a
la epistemológica, que arguye que los conceptos sociales no son sus­
ceptibles de ser señalados en el sentido en que lo son los objetos ma­
teriales o sus actividades observables: cuando se señalan hechos so­
ciales sólo pueden indicarse secuencias de acciones interpersonales.
Argumento que, de aceptarse en sus propios términos, invalidaría no
sólo la consideración de los hechos sociales como tales, sino buena
parte de los hechos individuales que no son directamente observa­
bles, como las intenciones, y que, pese a no presentarse de forma di­
recta a los sentidos, son aceptados sin disputa como hechos psicológi­
cos (salvo en los planteamientos behavioristas más radicales). La
objeción epistemológica, pues, no puede ser admitida cuando se la
utiliza como argumento reduccionista en favor del individualismo
metodológico, puesto que se la omite al construir el campo al que se
pretende llevar la reducción.

2. HECHOS SOCIALES Y HECHOS INDIVIDUALES

A mi modo de ver, entre hechos sociales y hechos individuales no


cabe reducción en ninguno de los dos sentidos, pues ni la conducta
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 49

individual está absoiutamente determinada de suerte que los indivi­


duos sean meras partes de un organismo social autoexistente, ni tam­
poco tal conducta es incondicionada: entre ambas clases de hechos
hay una corriente necesaria de influencia mutua. Y del mismo modo
que es preciso negar la reductibilidad de los hechos sociales a hechos
individuales hay que negar la de los segundos a los primeros. Aun­
que, evidentemente, los hechos individuales que retendrá el sociólo­
go en su estudio de los hechos sociales serán prácticamente siempre
hechos socialmente pautados, esto es, hechos en los que es el grupo
el que se manifiesta en la conducta física o verbal del individuo pre­
viamente socializado en tales pautas. En este sentido, la descripción
y explicación de la conducta individual se hará, ciertamente, en tér­
minos de hechos sociales, pero sin que ello implique en modo alguno
la pretensión de negar autonomía al estudio de la conducta humana
en términos rigurosamente individuales, esto es, psicológicos. Lo
único que se niega es el individualismo metodológico como vía para
la descripción y explicación de los hechos sociales.
Posición esta que tiene una ya larga tradición y que Mead descri­
be concisamente en su postumo Mind, Self and Society al indicar que
la psicología social

estudia ía actividad o conducta dei individuo tal como se da dentro del pro­
ceso social; ía conducta de un individuo sólo puede ser entendida en térmi­
nos de ía conducta de todo el grupo social del cual él es miembro, puesto
que sus actos individuales están involucrados en actos sociales más amplios
que van más allá de él y que abarcan a otros miembros de ese grupo
[1982: 54j.

En tanto que la primitiva psicología social había considerado la


experiencia social desde el punto de vista de la psicología individual,
comenta Coser (1971: 334), Mead sugiere considerar la experiencia
individual desde el punto de vista de la sociedad o, al menos, desde el
de la comunicación interpersonal, y ello porque no puede haber indi­
viduos al margen de la sociedad, «porque el propio individuo perte­
nece a una estructura social, a un orden social». Pues bien, sin pre­
tender siquiera esbozar aquí la extraordinariamente rica e influyente
concepción de Mead, sí quiero indicar que su posición está tan lejos
de la reducción de los hechos sociales a hechos psicológicos como de
los segundos a los primeros; si, en efecto, no hay personas sin socie­
dad, del mismo modo la sociedad es el resultado de las acciones so­
ciales comunicativas y de las interrelaciones de personas mutuamen­
te orientadas; recordemos que Berger y Luckmann sostienen que la
sociedad es un producto humano y el hombre un producto social
50 LA REALIDAD SOCIAL

(1968: 84)* A mi modo de ver, esta dob!e y recíproca línea genética


ha de ser tomada en toda su complejidad sin intentar romper el círcu­
lo con arbitrarias afirmaciones de prioridad o reductibilidad. Estu­
diar la experiencia social desde el punto de vista de la psicología indi­
vidual es empeño útil y legítimo, pero que no puede calificarse de
sociológico, sino de psicológico. Lo propio de la sociología es el
punto de vista de los hechos sociales, y desde este punto de vista se
podrá estudiar también la experiencia individual, pero sin reclamar
que tal perspectiva sea la única legítima para estudiar a los indivi­
duos, aunque sí para estudiar los hechos sociales como tales.
Piensa Jiménez Blanco que en las teorías sociales contemporá­
neas se ha superado la disputa del realismo y el nominalismo como
resultado de la sustitución del principio filosófico de sustancia por el
principio de función (1973: 31-32). Pero la terquedad de los hechos
obliga a no estar de acuerdo con esa presunta superación: el proble­
ma sigue, como hemos visto, vivo y bien vivo por más que las discu­
siones en torno a la sustancia hayan desaparecido en buena hora y las
referentes al principio de función interesen hoy a muy pocos. Y,
desde luego, la construcción dahrendorfiana del homo sociologicus
como portador de roles socialmente definidos no puede decirse que
constituya el término de superación del dilema sociedad-individuo
(Jiménez Blanco, 1973: 35), entre otras cosas porque, sin entrar en
la estéril discusión sustantivista, el dilema continúa abierto en la
medida en que cantidad de sociólogos siguen aferrados a posiciones
reduccionistas, al individualismo metodológico y, en definitiva, al
nominalismo. Que si alguna vez pudo expresar posiciones revolucio­
narias, como señalara Von Martin (1954: 118), hoy parece más bien
vinculado a las conservadoras. En todo caso se impone dar la razón al
pesimista Unamuno, para quien la vieja cuestión del nominalismo y
del realismo es una cuestión permanente: de ayer, de hoy y de mañana.
En mi opinión, pues, no se trata de superar nada, sino de hacer
una afirmación realista: la sociología no se interesa por individuos ni
por conjuntos, o agregados de individuos, sino por algo diferente no
reductible a lo individual. Si se me permite formular lo que parece
una perogrullada, diré que la sociología se interesa por la realidad so­
cial, una realidad que si es obra del conjunto histórico de individuos
se impone sin embargo a todos y cada uno de ellos; que es anterior a
cada individuo, de suerte que la realidad individual es producto de la
realidad social; y que determina radicalmente la condición humana,
pues —como se dijo de modo insuperable— el hombre encuentra su
lugar entre los animales y los dioses precisamente en tanto que zoór
politikón.
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 51

De todas formas, aún no hemos avanzado gran cosa en la deter­


minación del contenido de la realidad social que constituye el objeto
de la sociología: el rechazo del individualismo metodológico lo único
que implica es la afirmación del carácter real de las «cosas» sociales.
Existe, pues, una realidad social distinta de los individuos, cuya des­
cripción y explicación no puede reducirse a términos de individuos.
Pero, una vez más, ¿en qué consiste tal realidad social? ¿Cuál es,su
contenido?
He venido sosteniendo implícitamente con mi continua referen­
cia a la realidad social y a los hechos sociales que la realidad ofrece a
la sociología una categoría de objetos que se presentan como sus
«datos» propios, incluso exclusivos, pero esto no es, ni mucho
menos, pacíficamente aceptado por algunos sociólogos. Smelser, por
ejemplo, piensa que

la sociología no se ocupa de una clase especial de datos empíricos; por el


contrario, se ocupa de datos que interpreta dentro de un tipo especial de
marco conceptual. La sociología y las otras ciencias de la conducta surgen
de un cuerpo común de datos empíricos más que de varias clases de datos
separados. Sostengo la posición de que el objeto de la sociología no viene
dado de manera natural en la realidad social, sino que es el resultado de la
identificación selectiva de aspectos del mundo empírico llevada a cabo
para los propósitos de la descripción científica, la clasificación y la explica­
ción. Sin un marco conceptual no es posible identificar márgenes de varia­
ción empírica que sean científicamente problemáticos. Dada esta posición
epistemológica, el problema de definir el campo de la sociología se trans­
forma de un esfuerzo por encontrar fronteras empíricas en un esfuerzo por
formular los marcos conceptuales distintivos a los que se refieren los datos
empíricos para su evaluación [1969: 3j.

Lo que importa no es, pues, los objetos de la realidad, sino el


marco conceptual de referencia «que sirve para seleccionar, identifi­
car y organizar la experiencia» (1969:17), de modo que «el compro­
miso con un determinado marco conceptual tiende a enfocar la aten­
ción del investigador social en ciertos tipos de tareas y de problemas
científicos» (1969:8). El hecho de que, a diferencia de otras ciencias,
la sociología carezca de un único marco de referencia suficientemen­
te aceptado no hace al caso en este momento: la cuestión es la de si la
sociología se ocupa de objetos específicos («hechos sociales») o, por
el contrario, lo único que tiene de específico es un marco conceptual
(o varios) que organiza la realidad y, en último extremo, construye el
objeto. En cuyo caso tal posición no sería propiamente nominalista,
sino conceptualista.
Una postura análoga a la de Smelser es la que mantiene Rex, para
52 LA REALIDAD SOCIAL

quien «los datos reales de que trata la sociología, y procura explicar­


los, son conductas humanas y sus productos, o sea, que son los mis­
mos que deben considerar los psicólogos, economistas e historiado­
res. La diferencia no reside en los datos, sino en los marcos teóricos
de referencia en términos de los cuales se los interpreta» (1968: 19);
«resulta claro que la sociología no tiene un objeto de estudio que
pueda identificar mediante algún tipo de definición ostensiva. Los
datos con los que debe trabajar el sociólogo son los mismos que utili­
zan los estudiosos de otras ciencias sociales y consisten, en última ins­
tancia, en conductas humanas de uno y otro tipo» (1968: 79). Pues
bien, los textos de Rex aclaran de qué se trata en realidad, y, por lo
que se ve, sólo se trata de acotar el territorio de la sociología respecto
de sus ciencias vecinas y eventualmente concurrentes. Lo que Smel-
ser y Rex pretenden no es tanto discutir el objeto de la sociología
como arreglar sus cuentas con psicólogos, economistas e historiado­
res, con quienes piensan que coinciden al definir la sociología como
una «ciencia de la conducta», como una ciencia que se ocupa de las
«conductas humanas de uno y otro tipo». Lo que en realidad sucede
es que se han precipitado en definir su objeto («conductas») sin la ne­
cesaria argumentación, con lo que se encuentran en embarazosa
competencia con otras ciencias igualmente «conductuales», y ello Ies
lleva a refugiarse en la especificidad de un marco conceptual propio,
diferente de los que utilizan esas otras ciencias.
Es evidente que los marcos conceptuales son imprescindibles y
que desde ellos se construye o reconstruye el objeto de conocimiento
al seleccionarlo de entre una realidad sumamente compleja e incluso
confusa; y claro está que cada una de las ciencias sociales utiliza sus
propios marcos conceptuales, esto es, su propia teoría. Pero me pa­
rece que es correr demasiado cuando, tras afirmar que la sociología
se ocupa de «conductas», se sostiene que carece de objeto real propio
que sea diferente del de otras ciencias que también se ocupan de
«conductas», de modo que lo distintivo de la sociología sería ofrecer
explicaciones sociológicas y no psicológicas, económicas o históricas.
Veamos, pues, las cosas con más calma, y quizás convenga comenzar
por la pretendida existencia de unas ciencias de la conducta, o beha-
vioral Sciences, entre las que se encontraría la sociología, feliz posee­
dora, ya que no de un objeto propio, sí al menos de un marco teórico
de referencia o marco conceptual exclusivo.
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 53

3. UNA SOLUCIÓN REDUCCIONISTA:


EL CONDUCTISMO

La debilidad principal del argumento en cuestión es que no está


nada claro qué sean esas behavioral Sciences, ni en qué sentido sea su
objeto la conducta humana. Dahl, en efecto, señala la ambigüedad
de tales términos, que resulta evidente en el recorrido histórico que
lleva a cabo, al menos por lo que se refiere a la ciencia política. Y así
es: sin salir de tal campo hay opiniones para todos los gustos. Easton,
por ejemplo, piensa que el concepto de comportamiento político

indica que el investigador desea observar a quienes participan en el sistema


político como individuos que son sujetos de emociones, prejuicios y predis­
posiciones de seres humanos, tal como ios conocemos en nuestra vida ordi­
naria [...], La investigación conductista, pues, ha tratado de llevar al ser
humano hasta el centro de la atención. Su premisa es que la investigación
tradicional lo que ha hecho es materializar instituciones, considerándolas
como entidades aparte de los individuos que las componen [1953: 201-
205].

Pero frente a esta rotunda afirmación de individualismo metodo­


lógico, e incluso de nominalismo, se pronuncia Alfred de Grazia,
quien niega que el enfoque conductista se refiera a materia alguna
subjetiva, ni a la psicología del comportamiento, ni al comporta­
miento electoral, proponiendo sin más el abandono del término
(apud Dahl, 1964: 93-94). El propio Dahl concluye que la orienta­
ción conductista en la ciencia política no tuvo otra característica que
la de «hacer más científico el componente empírico de la disciplina»,
acomodándola mejor a la moderna ciencia empírica (1964: 94), esto
es, a la corriente positivista que configuraba las ciencias sociales. Lo
que ello vino a implicar en la práctica fue una masiva utilización del
método de encuesta, un mayor interés por los problemas de la parti­
cipación política y un nuevo relieve para los estudios de psicología
política. Por su parte, Ions piensa que el «imperialismo intelectual»
del conductismo se caracteriza por su insistencia en «la cuantificación
y computación, apoyadas en teorías y métodos estadísticos»; para
este autor, «la ciencia conductista es ahora una casa con muchas vi­
viendas, y se caracteriza por sus métodos más que por su objeto»; en
ella, «la cuantificación deviene un fin en sí mismo, una rama de las
matemáticas» (1977: x, xí y 154). Me parece, sin embargo, que la ca­
racterización de Dahl del enfoque conductista como «mayor cientifi­
cismo», la de De Grazia como carente de significación por significar
cualquier cosa, o la de Ions como injustificada cuantofrenia, no aca­
54 LA REALIDAD SOCIAL

ban de hacer justicia a lo que en su día implicó para las ciencias socia­
les, y muy particularmente para la ciencia política, el enfoque con-
ductista: y lo que supuso fue la generalización de la convicción de que
el estudio de las instituciones políticas (constituciones, gobiernos,
parlamentos, sistemas judiciales, sistemas electorales, partidos, sin­
dicatos, etc.) no era capaz de explicar satisfactoriamente la vida polí­
tica al no tener en cuenta las opiniones y actitudes de la gente, las
creencias y valores que comparte o rechaza, el conocimiento que
tiene de la vida política, los procesos de socialización política, etc., y
la incidencia de todo ello en las pautas del comportamiento político
efectivo. El objeto de estudio se desplazó, pues, de la regulación for­
mal de las instituciones a las variables en buena parte psicológicas
que explican el comportamiento individual observado, tomando
como modelo científico no el institucionalismo jurídico, sino el ofre­
cido por las ciencias de la naturaleza en su aplicación a las ciencias del
hombre.
Pero esto no quiere decir que la ciencia política conductista res­
tringiera su investigación a la persona individual como único foco
teórico: de hecho, como hace constar Eulau, la mayor parte de los
politólogos behavioristas se interesan por grupos, organizaciones,
comunidades, elites, movimientos de masas o sociedades nacionales
más que por el actor político individual (1963: 13-14). Y, sin embar­
go, los behavioristas han eludido enfrentarse con determinadas cate­
gorías complejas (como las de «poder» o «dase social») en la medida
en que han creído poder reducirlas a diferencias o comportamiento?
individuales pautados o regulares. No parece, pues, que se encuen­
tren en conjunto muy lejos del individualismo metodológico, o inclu­
so ontológico, tal como se refleja en afirmaciones como la de Von
Mises, que podría ser inmediatamente suscrita por muchos de ellos:
«La sociedad no es una sustancia, ni un poder, ni un ser actuante.
Sólo los individuos actúan» (apud Ions, 1977: 154); y de aquí el plan­
teamiento conductista de estudiar la política como conjunto.de com­
portamientos y de explicar éstos a través de un modelo psicológico
que dé cuenta de la formación de actitudes y opiniones.
Me he detenido en la significación del behaviorismo en la ciencia
política por entender que, aparte de la psicología, es en dicho ámbito
en el que su impacto ha tenido perfiles más nítidos; en general, me
parece que las llamadas «ciencias de la conducta» han supuesto una
reorientación de las ciencias sociales como «ciencias del hombre»,
decantándolas hacia el individualismo metodológico y el psicologis-
mo y tomando explícitamente como modelo el positivista de las cien­
cias de la naturaleza. No creo que tenga en este momento mayor in­
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 55
terés referirse a las muchas polémicas al respecto, pero sí aludir
siquiera a la psicología conductista como punto de arranque de las
«ciencias de la conducta» y a algún ejemplo relevante de su recepción
ppr la sociología.
Señala el propio Skinner que el primer conductista explícito fue
Watson, «uno de los primeros etólogos en el sentido moderno de la
palabra», con un manifiesto de 1913 en el que proponía la redefini­
ción de la psicología como el estudio del comportamiento; el conduc-
tismo trata de eludir los que llama «problemas filosóficos», rechaza
enfáticamente «el mentalismo» como apelación a un mundo de di­
mensiones no físicas y trata de limitarse a «describir lo que hace la
gente», rechazando la búsqueda de causas que no sean el papel del
ambiente, de la historia ambiental del individuo, en su comporta­
miento (lo que no implica, al menos para Skinner, que hayan de de­
secharse «los hechos que se dan en el mundo privado dentro de la
piel», a los que se accede por autoobservación, siempre que se pue­
dan «traducir por comportamiento»); el ambiente fue crucial para la
evolución de las especies y lo sigue siendo, aunque de manera dife­
rente, durante la vida del individuo: «La combinación de ambos efec­
tos es el comportamiento que observamos» (cf. 1977: 14-25). Pues
bien, un sociólogo tan destacado como Homans, que se declara ex­
presamente behaviorista, formula así su propia versión de la teoría
skinneriana, adelantando su confianza en que el autor la aceptaría:

La acción humana [...] está configurada por su ambiente. Si la acción de


una persona ha sido premiada (reforzada) por el ambiente, ya sea éste hu­
mano o «natural», es probable que la realice más frecuentemente, al
menos por un tiempo —todo ello en relación con los cursos alternativos de
acción que le estén abiertos. Más aún, cuanto mayor sea el grado de recom­
pensa (valor) que su acción obtenga del ambiente, con más probabilidad la
llevará a cabo más frecuentemente, a menos que la dosis de recompensa
llegue a ser tan alta que aparezca la saciedad. Si las circunstancias (estímu­
los) que concurrieron en una acción previamente premiada aparecen de
nuevo, probablemente la persona repetirá la acción [1980: 389-390],

El behaviorismo le parece a Homans una ciencia altamente cau­


sal, puesto que «sus explicaciones de la conducta humana dependen
fundamentalmente de la historia de la acción de la persona en el en­
torno»; los estados mentales, en cambio, se dan de lado, de forma
que el cerebro y el sistema nervioso se conciben al modo de un orde­
nador que tomase los efectos actuales del entorno sobre la persona,
los combinase con la experiencia pasada de dicha persona con el en­
torno, y generase así la acción de la persona (1980: 390). De esta
56 LA REALIDAD SOCIAL

suerte, y si se tratase de hacer «ingeniería social», el problema no ra­


dicaría en modificar directamente la conducta de las personas, sino
las condiciones del ambiente que las estimula y recompensa; aunque,
como Homaris reconoce, en la medida en que la parte más importan­
te del entorno de las personas es social, modificarlo implicaría actuar
directamente sobre la conducta de otras personas. Escribiendo trein­
ta años atrás, ya había afirmado Homans su propósito de alcanzar
«una nueva síntesis sociológica», siendo el camino para ello «estudiar
el comportamiento social ordinario, cotidiano» y llegar a establecer
«teorías sistemáticas del comportamiento humano» partiendo de «lo
que vemos en la conducta humana» (1950: 2, 5 y 10); en el libro en
cuestión, The Human Group, el autor se propone explícitamente es­
tudiar «la conducta del grupo», «el grupo como un todo orgánico o
sistema social» y «la evolución del sistema social» (1950: 6), asuntos
todos ellos que van a abordarse desde el estudio de la conducta indi­
vidual en el small group. El mismo camino es el que propone el autor
en un famoso trabajo de 1964 en el que criticaba a los funcionalistas
acusándoles de hipocresía intelectual por afirmar que sus proposicio­
nes teóricas hacen referencia a normas, roles, instituciones, colec­
tividades y sociedades cuando, en realidad, siempre que intentan
explicar fenómenos sociales, recurren a proposiciones sobre com­
portamientos individuales, esto es, a proposiciones psicológicas.
Como dice el autor, «los principios explicativos generales, incluso de
la sociología, no son sociológicos, como solían considerarlos los fun­
cionalistas, sino psicológicos, o sea, proposiciones acerca de la con­
ducta de los hombres, no acerca del comportamiento de las socieda­
des» (1964: 815), e insiste: «No importa lo que digamos que son
nuestras teorías: cuando tratamos seriamente de explicar los fenóme­
nos sociales [...] nos encontramos de hecho, tanto si lo admitimos
como si no, utilizando lo que he denominado explicaciones psicológi­
cas» (1964: 817). Psicologismo que por parte de Homans no es nin­
guna novedad, pues ya antes se había confesado como «reduccionista
psicológico en última instancia» (1958: 597).
Pues bien, me parece que no ha resultado ocioso este rápido viaje
por el behaviorismo de Homans: el sociólogo preocupado por las
realidades sociales ha resultado un reduccionista psicológico confe­
so. La verdad, sin embargo, es que no han faltado advertencias en
este sentido: Duncan y Schnore pudieron escribir en 1959 que

La «ciencia de la conducta» es, por supuesto, poco más que una nueva
etiqueta para lo que ha sido largo tiempo conocido bajo el nombre de «psi­
cología social» La versión actual de la ciencia de la conducta parece
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 57

dejar poco espacio para la antigua tradición de la «conducta colectiva». Lo


que es de lamentar, en la medida en que ésta constituyó explícitamente un
enfoque para el estudio de la sociedad, como cosa diferente de los estudios
de actitudes, personalidad, socialización y procesos de interacción enfati­
zados por la reciente psicología social Muchos conductistas mantie­
nen una imagen de sociedades y grupos completamente nominalista; con­
secuentemente, son reduccionistas metodológicos y tienen una entrenada
incapacidad para percibir la organización social como úna realidad sui ge-
neris [...]. Para la perspectiva conductista, el último foco de análisis recae
sobre alguna variedad de conducta mental (como actitudes, aspiraciones y
expectativas) el enfoque conductista ha desviado el foco de la atención
sociológica a un marco de referencia individualista [1959: 132-133, 135 y
144].

Pero en todo caso, y pese a esta carga de psicologismo (o, más


propiamente, a causa de ella), Skinner no reconoce este tipo de cien­
cia de la conducta como conductista: «Gran parte de lo que se llama
ciencia del comportamiento no es conductista en el sentido que aquí
se presenta» (1977: 223); por otra parte, y como el mismo autor indi­
ca, en esas ciencias de la conducta es raro encontrar dos autores que
hablen exactamente de las mismas cosas, salvo por lo que se refiere,
me parece, a una tendencia más o menos clara al reduccionismo psi­
cológico o, si se prefiere, al individualismo metodológico.

4. LOS LÍMITES DE LO «DIRECTAMENTE


OBSERVABLE»

Podría decirse que lo que tiene el individualismo metodológico


de nominalismo, a saber, su concepción de que sólo son reales los in­
dividuos y sólo son abstracciones o nombres sus agregados y la propia
sociedad, es una posición débil: para Blumer, por ejemplo, el indivi­
duo como objeto de observación es de hecho una abstracción en la
medida en que las actitudes, opiniones e incluso comportamientos
individuales no pueden ser explicados solamente por otras variables
individuales, como su profesión, su nivel de ingresos o su status; el
individuo forma parte de un determinado medio y con frecuencia las
características del medio explican su comportamiento mejor que las
características individuales. El individuo desligado de su contexto so­
cial es, pues, una abstracción (lo que invalidará para Blumer las en­
cuestas, aunque se estaría refiriendo a las llevadas a cabo con mues­
tre© aleatorio simple: cf. 1954: pássim), por lo que resulta
imprescindible el tipo de análisis que Lazarsfeíd ha difundido con el
nombre de «análisis contextual», en el que el individuo se define no
58 LA REALIDAD SOCIAL

sólo por variables individuales, sino por una serie de características


del medio al que pertenece (lo que implicaría la validez de las encues­
tas con muestreo aleatorio estratificado). Pero Cooley fue más lejos
que Blumer: «Un individuo considerado separadamente es una abs­
tracción ajena a la experiencia, y lo mismo la sociedad cuando se la
ve como algo aparte de los individuos [...]. “Sociedad” e “indivi­
duos” no son términos que denoten fenómenos separables» (apud
Coser, 1971: 305). Dicho de otra forma, tanto el individuo como el
grupo son aspectos de la misma realidad, y las perspectivas a que uno
y otro dan lugar no son de ninguna manera independientes. Por con­
siguiente, y sí esto es así, el nominalismo que rechaza lo no individual
como abstracción para limitarse como única realidad a los individuos
se confina a su vez en otra abstracción: el individuo separado de la
sociedad. La cuestión no debería plantearse, pues, en los mismos tér­
minos en que se planteó en la Edad Media, es decir, como lo real
frente a lo abstracto, sino en términos de objetos inmediatamente vi­
sibles (los individuos, por ejemplo) frente a objetos «construidos» (la
sociedad, los agregados sociales) (cf. Boudon, 1974: 14) o, si se quie­
re, de objetos materiales frente a objetos inmateriales o incorpóreos
(cf. Rex, 1968: 52), pero todos ellos reales en el sentido de no ser
imaginarios y de tener que tomarlos en cuenta para describir y expli­
car la realidad.
Las ciencias de la naturaleza, sin entrar en discusiones metafísicas
acerca de si una determinada construcción teórica que explica deter­
minados fenómenos observados se corresponde con alguna entidad
inobservable del mundo externo, no tienen reparo alguno en admitir
y trabajar pacíficamente con tales construcciones, que, obviamente,
no son «directamente observables». Como ha dicho Reichenbach,

cuando intentamos construir un sistema coherente de leyes para cosas físi­


cas, con frecuencia nos vemos obligados a introducir el supuesto de que
hay otras cosas físicas que no pueden ser directamente observadas. Por
ejemplo, para dar cuenta de los fenómenos eléctricos suponemos que hay
una entidad física, llamada electricidad, que discurre a través de cables o
viaja en forma de ondas por el espacio. Pero lo que observamos son fenó­
menos como el movimiento de una aguja magnética o Ja música de un re­
ceptor de radio; la electricidad no es nunca observada directamente [1962:
263-264],

Pero este tipo de argumento me parece demasiado tosco, en el


sentido de que identifica literalmente la noción de «directamente ob­
servable» con la actividad física inmediata de los sentidos corporales;
y en la práctica tales sentidos son constantemente prolongados, tanto
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 59

en el mundo cotidiano como en el científico, por los más variados ins­


trumentos que hacen observable lo que sin ellos no lo era, bien en sí
mismo, bien en sus efectos. En la medida en que una célula vista por
el microscopio se considere directamente observada, aunque sin él
sea imposible vería, también entonces la electricidad habrá de consi­
derarse así, pues «se ve» de muy diversas formas y a través de múlti­
ples ingenios. Bien es verdad que a través del microscopio se percibe
la propia célula, en tanto que a través de los artefactos de detección y
medición de la electricidad lo que se percibe son sus efectos: no la
propia electricidad, sino fenómenos eléctricos. Aunque si lo que se
quiere decir con la noción de «directamente observable» es que se ve
o se oye la cosa misma y no sólo sus efectos, entonces buena parte del
mundo físico no sería directamente observable: caso de las estrellas,
de las que se ve su lüz, pero nunca a ellas mismas.
Pero no tema el lector, que no voy a embarcarme a discutir aquí la
teoría de la percepción. Los simples comentarios que anteceden bas­
tan para subrayar que todas las ciencias (si es que han de compararse
las sociales con las físico-naturales) tienen entre sus objetos de cono­
cimiento algunos que son directamente observables y otros que lo
son sólo por sus efectos; o algunos que se ofrecen como dados, mien­
tras que otros son construidos por el investigador (aunque en cierto
modo todos son dados —algo ofrece la realidad de ellos— y todos
son construidos —por la teoría que los selecciona y configura—); o
algunos gozan de tal plenitud de individualidad física que se imponen
a los sentidos con su evidencia, en tanto que otros son inaccesibles
para ios sentidos en mayor o menor grado. Evidentemente, nadie ha
visto nunca directamente una clase social, pero todos vemos por do­
quier sus efectos y manifestaciones: los efectos de una realidad social
construida intelectualmente pero que en modo alguno es un flatos
vocis, sino que está ahí, ofreciéndose y ocultándose a la observación
y afectando al resto de la realidad social; efectos que no pueden con­
fundirse con su causa, la realidad de que se trate, que existe indepen­
dientemente de sus manifestaciones, aunque sólo tengamos acceso
sensible a éstas y no a aquélla. Ese objeto real (en nuestro ejemplo la
clase social) no es una combinación de efectos sensibles ni una abs­
tracción que identifique propiedades comunes de los mismos, sino
una entidad separada cuya existencia es inferida de dichos efectos y
deviene plausible en la medida en que sea capaz de dar cuenta de
tales efectos concretos. Imaginemos por un momento que ese especí­
fico objeto de estudio no hubiera sido todavía construido: la realidad
social, sin embargo, existiría como tal, aunque indefinida e innomi­
nada; pero como lo que no puede ser nombrado no puecte ser obser­
60 LA REALIDAD SOCIAL

vado, la gente y los sociólogos atribuirían sus efectos al destino, a que


las cosas son naturalmente así, a la voluntad de los dioses o a cual­
quier otro motivo más o menos consistente: serían incapaces de reu­
nir todos esos efectos y dibujar con ellos el perfil de esa realidad
hasta el momento desconocida. Pero una vez aislada, identificada y
definida, la realidad en cuestión surge de la sombra y explica con su
sola presencia lo que antes no estaba explicado. El propósito de la so­
ciología no es inventar el mundo social (lo es precisamente en el sen­
tido latino del término), sino descubrirlo: conseguir que las realida­
des sociales sean también categorías sociológicas, ya que descubrir
algo es, sobre todo, conceptualizarlo. Descubrimiento que no es es­
pecular, pues de serlo sólo reflejaría lo dado, lo que es inmediata­
mente inescrutable, lo que la realidad ofrece como realidad y como
apariencia engañosa. Descubrir es, pues, construir conceptualmenté
la realidad, pero no de manera arbitraria y caprichosa, sino de mane­
ra racional y de acuerdo con la cultura del discurso crítico, y cons­
truirla conforme con la propia realidad, explicando y destruyendo las
apariencias engañosas. Construir conceptualmente la realidad es
tanto como elaborar un mapa de la misma, mapa que no es la reali­
dad ni su reflejo, pero que la representa, interpreta y hace inteligible.
Y tal construcción existe siempre: o la hace la ciencia o la hace la ig­
norancia. O el mapa revela cómo es la realidad —con más o menos
acierto—, o consignará enfáticamente: Hic sunt leones.
Pero quizás la idea de mapa que acabo de emplear no sea la más
adecuada, dado su isomorfismo con la realidad, incluso a escala: y las
construcciones científicas no tienen por qué pretender tal cosa. Uno
de los modos de construcción más característico de las ciencias socia­
les es el de los tipos ideales weberianos, que configuran algo que en
sus propios términos carece de existencia histórica: constituyen, sim­
plemente, la deliberada exageración de algunos elementos de un fe­
nómeno histórico; más que de un mapa se trata, si se puede hablar
así, de una caricatura, y como tal tiene, o puede tener, una gran fuer­
za heurística. Como dice el propio Weber,

esta construcción presenta el carácter de una utopía [...]. No constituye una


exposición de la realidad, pero quiere proporcionar medios de expresión
unívocos para representarla [...]. Se los obtiene [a los tipos ideales] me­
diante el realce unilateral de uno o de varios puntos de vista y la reunión de
una multitud de fenómenos singulares, difusos y discretos, que se presen­
tan en mayor medida en unas partes que en otras o que aparecen de mane­
ra esporádica, fenómenos que encajan [,..] en un cuadro conceptual en sí
unitario. Este, en su pureza conceptual, es inhallable empíricamente en la
realidad: es una utopía que plantea [...} la tarea de comprobar, en cada
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 61
caso singular, en qué medida la realidad se acerca o se aleja de ese cuadro
conceptual que no es ía realidad histórica [...] tiene el significado de un
concepto límite puramente ideal, respecto del cual la realidad es medida y
comparada a fin de esclarecer determinados elementos significativos de su
contenido empírico [...]. {Constituye un] medio heurístico por ía vía de la
comparación entre tipo ideal y «hechos» [1973: 79-80, 82 y 91].

No se puede pretender encontrar el tipo ideal en la realidad, ya


que viene a ser «como una reacción física calculada sobre el supuesto
de un espacio absolutamente vacío [...], Cuanto con más precisión y
univocidad se construyan estos tipos ideales y sean más extraños [...]
al mundo, su utilidad será también mayor tanto terminológica, clasi-
fícatoria, como heurísticamente» (Weber, 1964: 17).
Lamento no poder detenerme aquí en el tan complejo método
weberiano de los tipos ideales, sobre el que hay tantas simplificacio­
nes y malentendidos, y espero que sean suficientes los textos transcri­
tos para poner de manifiesto la libertad de construcción conceptual
con que se mueve el estudioso, reuniendo fenómenos dispersos y
realzando o exagerando algunos de ellos en una configuración unita­
ria que no pretende describir la realidad, pero sí descubrirla e inter­
pretarla, Es sabido que el método de los tipos ideales no es una crea­
ción de Weber: él mismo indica su habitual empleo por Marx, y ha
sido siempre moneda común entre los historiadores al establecer ge­
neralizaciones; pero sí debemos a Weber su exploración teórica y su
formalización. Y en este momento, para el argumento que nos
ocupa, expresa con toda claridad cómo el investigador construye su
objeto de estudio imponiéndose conceptualmente a la realidad, esta­
bleciendo un concepto límite con el que compararla para así esclare­
cerla. Espero que no será necesario insistir en que tal construcción no
se hace de espaldas a la realidad, ya que se toman de ella los elemen­
tos del tipo, y en ese sentido la construcción no es arbitraria; pero en
la medida en que tales elementos se manejan libremente, realzando
unos en perjuicio de otros y unificando todos en un concepto utópi­
co, la construcción sí es arbitraria. En cualquier caso, repito, no sólo
no se presume que el tipo ideal exista en la realidad, sino que se pre­
viene reiteradamente contra «el peligro de que tipo ideal y realidad
sean confundidos entre sí» (Weber, 1973:90). En resumen, y aunque
están basados en observables, los tipos ideales carecen de existencia
empírica y, por tanto, no pueden ser sometidos a confirmación empí­
rica (Larson, 1973: 16).
Muy otro es el caso de Durkheim, que con frecuencia ha sido acu­
sado de reifícar sus construcciones conceptuales, tales como la «men­
talidad de grupo», la «conciencia colectiva» o las «corrientes socia-
62 LA REALIDAD SOCIAL

Íes». Bien es verdad que la peculiar retórica de Durkheim da pie para


ello, como cuando escribe que

ia conciencia colectiva es la más alta forma de vida psíquica, ya que es la


conciencia de la conciencia. Situada fuera y por encima de las contingen­
cias individuales y locales, ve las cosas sólo en sus aspectos permanentes y
esenciales, que cristaliza en ideas comunicables. Al mismo tiempo que ve
desde arriba, vé más lejos; en cada momento abarca toda la realidad cono­
cida ; ésta es la razón de que sólo ella pueda proveer a las mentes individua­
les de los moldes aplicables a la totalidad de las cosas, los cuales permiten
que éstas puedan ser pensadas [apud Coser, 1971: 138].

No es difícil imaginar las escandalizadas reacciones que tales for­


mulaciones habían de provocar, bien por referirse —o parecer que se
refieren— a «fuerzas extrasomáticas» (Larson, 1973; 66), lo que im­
plicaría para sus críticos una rechazable concepción dogmática o
«mística», bien por chocar violentamente con la ideología individua­
lista, tanto norteamericana (Nisbet, 1965; 3-4) como europea; en
este último caso los argumentos contrarios a los postulados de Durk­
heim, pese a todas sus reiteradas aclaraciones, llegaron a revestir en
ocasiones formas extravagantes, como es el caso de Georges Falante,
constituido en defensor de una suerte de aristocratismo individualis­
ta frente a la presunta pretensión durkheimiana de someter al indivi­
duo a los intereses de la sociedad (cf. Lukes, 1977a: 498). El realismo
social de Durkheim, en el preciso sentido de considerar reales a «he­
chos sociales» no estrictamente individuales, está presente en multi­
tud de sus páginas, no sólo en las muy conocidas de Les regles, unas
veces con formas retóricas tan exageradas como en el caso del texto
antes recogido, pero otras —las más— con toda reserva y cautela, e
incluso a veces pagando lo que me parece un tributo excesivo al indi­
vidualismo metodológico, como cuando escribe que

sostenemos que ía sociología no habrá concluido completamente su tarea


hasta tanto no haya penetrado en el fuero interno del individuo para rela­
cionar las instituciones que intenta explicar con sus condiciones psicológi­
cas. Ciertamente —y esto es sin duda lo que ha dado pie a los malentendi­
dos en cuestión— el hombre es para nosotros menos un punto de partida
que de llegada. No comenzamos por postular una determinada concepción
de la naturaleza humana para deducir de ella una sociología, sino que es de
la sociología de la que intentamos obtener una creciente comprensión de la
humanidad [apud Lukes, 1977a: 498-499).

Pues bien, dejando a un lado tales ambigüedades, lo cierto es que


el problema se plantea de nuevo en toda su crudeza en los términos
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 63

ya conocidos: individualista, e incluso nominalista, es la posición de


Rex cuando arguye que la reificación de conceptos es inevitable e ile­
gítima cuando se afirma que un hecho social debe ser considerado
como existente independientemente de sus manifestaciones indivi­
duales (1968: 65); esto es tanto como decir que sólo los individuos
tienen existencia real (posición nominalista), y en este caso Durk-
heim incurre en «reificación del concepto», ya que no tiene empacho
en afirmar que «el hecho social es distinto de sus repercusiones indi­
viduales» (posición realista) (cf. Durkheim, 1965: 26). Pero veamos
todo esto con más calma.

5. LA REALIDAD DE LOS HECHOS SOCIALES

Para Durkheim, los economistas clásicos habían sabido ver que la


sociedad es similar al resto de la naturaleza por el hecho de estar,
como ella, sometida a leyes; pero en cambio no supieron percibir que
los fenómenos sociales constituyen fuerzas reales operativamente
causales; por el contrario, afirmaron que

no hay nada real en la sociedad, saivo el individuo; es de él de donde


emana todo y adonde todo retorna [...]. El individuo [...] es la única reali­
dad tangible que el observador puede alcanzar [...] las leyes sociales no
serían entonces hechos generales que el científico induce de la observación
de las sociedades, sino más bien consecuencias lógicas que deduce de la
definición de individuo [Durkheim, apud Lukes, 1977a; 80].

El planteamiento, pues, de los economistas clásicos excluiría la


observación de la realidad social al circunscribirse estrictamente a la
vida de los individuos; para Durkheim, en cambio, «la vida colectiva
no es simplemente una imagen ampliada de la vida individual», ya
que, como supo ver Comte, los hombres agrupados en sociedad for­
man un nuevo ser que posee su propia naturaleza y leyes; el organi-
cismo comtiano, que implicaba la consecuencia de que el todo es más
que la suma de las partes, no pasa de ser metafórico (no así en el caso
de Spencer) o, como mucho, analógico. Pero la cuestión aquí no es la
del organicismo, sino la de la existencia real y separada de entes so­
ciales distintos de los individuos.
En el por tantas razones importante prefacio a la segunda edición
de Les régles, Durkheim polemiza con quienes han recibido su libro
con acusaciones de «realismo» y ontologismo, esto es, con acusacio­
nes formuladas desde posiciones nominalistas; en él Durkheim argu­
menta en favor de tres de sus postulados básicos, a saber: que los he­
64 LA REALIDAD SOCIAL

chos sociales deben ser tratados como cosas; que los fenómenos
sociales son exteriores a los individuos, y que los hechos sociales ejer­
cen una influencia coercitiva sobre las conciencias particulares. Que
los hechos sociales hayan de ser tratados como cosas implica, se nos
dice, reivindicar para ellos un grado de realidad por lo menos igual al
que se reconoce a las cosas del mundo exterior, y ello porque cosa es
todo objeto de conocimiento que no sea naturalmente aprehensible
por la inteligencia a través del análisis mental; todos los objetos de la
ciencia son cosas (salvo quizás los objetos matemáticos en la medida
en que son construidos por nosotros mismos, y bastaría para cono­
cerlos examinar nuestro interior). Así pues, la afirmación de que los
hechos sociales deben ser tratados como cosas «no implica ninguna
concepción metafísica, ninguna especulación sobre el fondo de los
seres» (165: 13), sino sólo la reivindicación para el sociólogo de la
misma necesidad de observación externa que caracteriza a los cientí­
ficos naturales. Actitud positivista aparte, el razonamiento durkhei-
miano es impecable: constituye una invitación a foros iré, a buscar en
el exterior lo que no puede encontrarse por introspección, pues los
fenómenos sociales son externos. Y me parece conveniente indicar lo
que, a mi juicio, constituye una debilidad del argumento, y es la insis­
tencia en que «la vida social está enteramente constituida por repre­
sentaciones» (1965: 11 y 13 n.): es evidente que ello no es así, sino
que tan constitutivas de la vida social son las acciones externas como
las representaciones; si sólo se tratara de éstas, la introspección po­
dría, como en el caso de los objetos matemáticos, dar cuenta de ellas.
En todo caso, me parece claro que esta insistencia en limitar la vida
social a representaciones casa mal con el realismo durkheimiano y
puede ser valorada como tributo pagado a los contradictores indivi­
dualistas, según sugerí más arriba.
Postular, en segundo lugar, que los fenómenos sociales son exte­
riores a los individuos es tanto como afirmar que la reunión de éstos
da lugar a fenómenos nuevos que no están en los elementos o indivi­
duos, sino en el todo. Utilizando la analogía orgánica de las propie­
dades de la célula, Durkheim concluye que «si se nos admite que esta
síntesis sui generís que constituye toda sociedad origina fenómenos
nuevos, diferentes de los que tienen lugar en las conciencias solita­
rias, es preciso admitir que estos hechos específicos residen en la so­
ciedad misma que los produce y no en sus partes» (1965: 15). Por lo
que, como afirma el autor, tales fenómenos no pueden reducirse a los
elementos sociales, a los individuos; la vida social, por tanto, «no
puede explicarse por factores puramente psicológicos, es decir, por
estados de la conciencia individual» (ibídem). Bien es verdad que
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 65

Durkheím sostiene expresamente que los fenómenos en cuestión son


también psíquicos de alguna manera, «ya que todos consisten en for­
mas de pensar o de actuar», lo que le lleva a los temas de la concien­
cia colectiva y de la mentalidad de grupo, que son particularmente
susceptibles de recibir la acusación de reificación. A mi juicio, no
había ninguna necesidad de confinar los fenómenos sociales al área
de lo psíquico: primero, porque el propio Durkheím dice expresa­
mente que pueden consistir en formas de actuar, esto es, en conduc­
tas externas; segundo, porque una realidad puede no ser directamen­
te accesible a los sentidos (las clases sociales, por ejemplo), sin que
ello implique en modo alguno la necesidad de calificarla de hecho
psíquico; y tercero, porque en la medida en que se afirme tai califica­
ción resulta ineludible afirmar la existencia de una suerte de psique
colectiva, con su propia dinámica, lo que dista de ser una afirmación
confortable.
Por último, el que los hechos sociales ejerzan una influencia coer­
citiva sobre las conciencias individuales no quiere decir sino que se
imponen a las conciencias, pero haciéndolo no desde dentro de ellas
mismas, sino desde fuera, ya que «las formas colectivas de actuar o
de pensar tienen una realidad independiente de los individuos»:
éstos las encuentran ya formadas y poco pueden hacer por modificar­
las (1965:19).
En resumidas cuentas, lo que se reafirma en este prefacio es la
convicción durkheimiana acerca de la realidad objetiva de ios hechos
sociales, que aun no siendo materiales no por eso dejan de ser cosas
reales (1965:20). Como bien señala Rodríguez Zúñiga, «lo que siem­
pre criticó Durkheím fue la escisión entre individuo y sociedad, que
daba primicia (en términos metodológicos) a aquél sobre ésta [...].
No puede, por tanto, explicarse la sociedad por el individuo [...]. Los
hechos sociales existen y han de explicarse por otros hechos sociales:
metodológicamente, hay que descartar las explicaciones formuladas
en base a hechos no sociales» (1978:15 y 17). Pero oigamos al propio
Durkheim:

En toda sociedad hay un grupo determinado de fenómenos que se dis­


tingue a través de características bien definidas de ios que estudian las otras
ciencias de la naturaleza [...] [se trata de] un orden de hechos que presen­
tan características muy especiales: consisten en maneras de actuar, de pen­
sar y de sentir exteriores ai individuo y dotadas de un poder coercitivo en
virtud del cual se le imponen [...] y constituyen una realidad ski generis,
muy distinta de los hechos individuales que la manifiestan [...], aunque no
sea inmediatamente asequible a la observación [...]. Es un estado del
grupo, que se repite en los individuos porque se les impone. Está en cada
66 LA REALIDAD SOCIAL
una de las partes porque está en el todo, y no en el todo porque esté en las
partes Por lo tanto, nuestra definición comprenderá todo lo definido
si decimos: Hecho social es (oda manera de hacer, fijada o no, susceptible de
ejercer una coacción exterior sobre el individuo; o bien, que es general en la
extensión de una sociedad dada, conservando una existencia propia, inde­
pendientemente de sus manifestaciones individuales La primera regla y
la más fundamental es considerar los hechos sociales como cosas [1965:23-
31; cursivas de Durkheim],

Dejando aparte el empeño de incluir a la sociología entre las cien­


cias de la naturaleza, tan explicable en su contexto como insostenible
hoy, quiero destacar de los párrafos transcritos las afirmaciones de
que los hechos sociales constituyen una realidad distinta e indepen­
diente de los hechos individuales en que se manifiestan, realidad que
no es inmediatamente asequible a la observación (por lo que ha dé
ser construida y conceptuaíizada por el investigador); tales hechos
sociales con existencia propia han de ser considerados como cosas.
Estas afirmaciones implican, en efecto, una posición realista, pero no
reificadora; la reificación implicaría la construcción mítica de algo
inexistente como existente, y con frecuencia la atribución a tal criatu­
ra de facultades hipostasiadas con un grado mayor o menor de antro­
pomorfismo (como suponerle voluntad, propósito o pensamiento
propio). No voy a entrar ahora en la discusión de si en algunas cons­
trucciones durkheimianas hay o no rasgos de reificación (como
puede suceder con las nociones de mentalidad de grupo, conciencia
colectiva o pensamiento colectivo): lo que quiero destacar es que en
su definición de hecho social no existe tal cosa, salvo para los indivi­
dualistas ontológicos o metodológicos, para quienes la simple afir­
mación de que hay fenómenos sociales con existencia propia inde­
pendiente de sus manifestaciones individuales es ya incurrir en el
pecado nefando de la reificación. Esta, evidentemente, no es mi opi­
nión, hasta el punto de que si Durkheim nunca dijo que los hechos
sociales fuesen cosas (como bien subraya Rodríguez Zúñiga:
cf. 1978: 17, ya que se limitó a indicar la necesidad de traiter les faits
sociaux comme des choses), pienso que ello desdibuja un tanto su po­
sición realista. Por el contrario, como he argumentado en el capítulo
anterior, creo que la realidad social, tanto en su realidad propiamen­
te dicha como en su apariencia, consiste en cosas, bien que con fre­
cuencia no asequibles inmediatamente a los sentidos y, por tanto, ne­
cesitadas de la adecuada construcción conceptual para su estudio.
La posición realista de Durkheim ha sido rechazada por reifica­
dora desde el punto de vista de autores como Aron, para quien tales
realidades no son sino «categorías analíticas» y «representaciones in­
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 67

telectuales» (1965, II: 88-89), esto es, construcciones conceptuales


(olvidando que toda construcción es, en efecto, necesariamente con­
ceptual, sobre todo cuando la realidad —que existe como tal—-no es
inmediatamente accesible a los sentidos). Pero conviene no confun­
dir este tipo de crítica tradicional, que ataca la presunta reificación de
construcciones intelectuales, con la formulada desde posiciones ba-
chelardianas y althusserianas por Hirst, para quien el intento «anti­
humanista» durkheimiano de rechazar el subjetivismo individualista,
así como el «antipositivista» de fundar la sociología en una Naturphi-
losophie y no simplemente en el método, resultan insuficientes, toda
vez que el objeto de conocimiento se concibe como dado por la expe­
riencia; y para él, «la pretensión de establecer un fundamento teórico
para una ciencia cuyo objeto viene dado previa e independientemen­
te a la teoría es imposible» (1975: 5), y ello porque «los objetos de las
ciencias no se corresponden con los objetos de la experiencia, no vie­
nen dados, sino que son producidos por el propio conocimiento cien­
tífico» (1975: 4). La conclusión de Hirst es que la epistemología
durkheimiana es imposible, pues implica contradicciones irresolu­
bles derivadas de su realismo (esto es, de la simultánea afirmación de
la necesidad de lo dado y de su descubrimiento por medios empíri­
cos). La crítica, pues, no discurre por la vía de reprochar a Durkheim
sus eventuales veleidades reificadoras, sino de considerar que adole­
ce de «realismo antiteórico»: «Durkheim rechaza cualquier constitu­
ción teórica del objeto de una ciencia o teoría. Concibe la teoría
como una fase científica que sigue a la observación [...]. Carece de
toda noción del racionalismo vinculado al materialismo de la ciencia,
del papel de la teoría en la constitución de los objetos de las ciencias
o del carácter teórico de la experimentación» (1975: 111-113). Se le
acusa, pues, de realista, aunque no de reificador. Pero, en todo caso,
se valore o no como motivo de crítica según la posición que se adop­
te, es indudable que Durkheim ha de ser calificado como realista, ya
que afirma la existencia independiente de unos hechos sociales que,
aun cuando no sean directamente accesibles a los sentidos, pueden
ser objeto de estudio empírico; hechos que, por otra parte, no son re-
ductibles a fenómenos individuales ni, por tanto, explicables por
ellos.
Sea cual fuere la valoración que se haga de la famosa tesis sosteni­
da por Parsons acerca de una amplia coincidencia entre el «idealista»
Weber y el «positivista» Durkheim (1968: cf. esp. 807 ss. y 872 ss.),
lo cierto es que aquí hemos podido manejar construcciones de uno y
otro con muy diverso sentido: por una parte, los «tipos ideales» we-
berianos, carentes de toda pretensión de describir la realidad y que
68 LA REALIDAD SOCIAL

no han de ser confundidos con ella, elaborados con base empírica, si


bien ésta libremente manejada; por otra, los «hechos sociales» durk-
heimianos, construidos en la medida en que la realidad no es inme­
diatamente accesible a los sentidos, pero afirmados al mismo tiempo
como una realidad sui géneris que existe independientemente de sus
manifestaciones. Dos posiciones a mi modo de ver diferentes, pero
que tienen en común la construcción teórica del objeto de conoci­
miento a partir de la observación y la experiencia de determinadas
manifestaciones particulares; en el caso del «tipo ideal» se afirma que
constituye un objeto límite ideal, un medio heurístico; en el del
«hecho social» se nos dice que se trata de un objeto real con existen­
cia propia accesible a la observación sólo de manera mediata. Pero
tales diferencias entre ambos tipos de construcciones no son las úni­
cas: para Weber, la sociología es «una ciencia que pretende enten­
der, interpretándola, la acción social para de esa manera explicarla
causalmente en su desarrollo y efectos»; y tal acción social será una
conducta humana «siempre que el sujeto o los sujetos de la acción en­
lacen a ella un sentido subjetivo [„.] referido a la conducta de otros,
orientándose por ésta en su desarrollo» (1964: 5). Durkheim, por el
contrario, sostiene que «la vida social no debe explicarse por las ideas
que los individuos tienen sobre ella, sino por causas profundas que
escapan a la consciencia, y pensamos también que esas causas deben
buscarse en la manera según la cual se agrupan los individuos asocia­
dos» (apud Rodríguez Zúñiga, 1978: 56). Dos programas, pues, muy
diferentes, malgré Parsons. Y también dos propuestas muy distintas
para configurar el contenido de la realidad social. Pero no se trata
sólo de que Weber se interese por el sentido subjetivamente men­
tado de la acción, que Durkheim rechaza en favor de las formas obje­
tivas de agrupación y conducta, sino que la variedad de contenidos
posibles atribuidos a la realidad social por sus estudiosos es notable­
mente grande* Veámoslo aunque sea apresuradamente.

6. VARIEDAD DE LAS OPCIONES TEÓRICAS

Smelser ha escrito que pueden identificarse ai menos cinco mar­


cos conceptuales en la tradición sociológica, cada uno de los cuales
selecciona un objeto de conocimiento diferente para la sociología. El
primero de ellos se interesa por los eventos de los seres humanos en
su entorno físico y biológico que presentan regularidades y variacio­
nes en cosas tales como tamaño y composición de las poblaciones,
nacimientos, muertes, etc.; la orientación es, pues, demográfica y
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 69

ecológica, y los investigadores que la comparten acuden con frecuen­


cia a variables culturales o psicológicas para explicar dichas regulari­
dades o variaciones* El segundo marco conceptual se instala en la tra­
dición de la psicología social, esto es, se interesa por la explicación de
la conducta social en términos de su significado psicológico para el in­
dividuo: sus motivos, actitudes, conocimiento, etc.; la realidad social
se compone de conductas, y su explicación se lleva a cabo apelando al
individuo que las ejecuta. El tercero considera conjuntos o agrega­
dos de personas que, de manera más o menos deliberada, son miem­
bros de un colectivo que se caracteriza por alguna o algunas orienta­
ciones comunes; en ocasiones se consideran tales grupos como
unidades propiamente dichas que se relacionan entre sí sin referencia
a sus miembros individuales. Un cuarto marco de referencia no toma
en consideración a las personas individuales, sino a las relaciones que
éstas entablan, frecuentemente formalizadas bajo el concepto de
roles; la noción de estructura social suele referirse a conjuntos de
roles articulados en instituciones que cumplen alguna actividad o
función social. Por último, el quinto marco conceptual a que hace
alusión Smelser atiende a una gran variedad de fenómenos culturales
que regulan, legitiman y dan sentido a la conducta social, cualquiera
que sea la perspectiva («individual», «de grupo» o «estructural») en
que aquélla se conceptualice; normas, valores, ideologías, símbolos y
productos culturales de todo tipo constituyen aquí el contenido de la
realidad social (cf* 1969: 3-5). El autor se apresura a indicar que los
marcos conceptuales en cuestión no aparecen tan claramente delimi­
tados en la investigación sociológica, de manera que con frecuencia
un investigador opera con varios de ellos superpuestos. Es caracterís­
tico de la sociología, por tanto, el carecer de un único y aceptado
marco conceptual, lo que para Smelser implica falta de madurez en
comparación con «otras ciencias» (1969: 5). No voy a discutir aquí tal
apreciación, que ya he negado reiteradamente, por lo que me limita­
ré a dejar constancia de los cinco tipos de contenido atribuidos,
según Smelser, a la realidad social a partir de los marcos conceptua­
les referidos: la realidad social consiste en fenómenos demográficos y
ecológicos, o en conductas individuales, o en grupos sociales, o en re­
laciones y estructuras, o en objetos culturales.
Pero no siempre se busca el objeto de la sociología en determina­
dos contenidos de la realidad social, sino precisamente en las formas
que ésta reviste. Como dice Blau, «la vida social incluye gran varie­
dad de contenidos, y sus pautas no son las mismas para todos. Las
instituciones religiosas no son como las políticas, la vida familiar di­
fiere de la ocupacional, y la economía revela regularidades sociales
70 LA REALIDAD SOCIAL

que no se encuentran en el mundo del ocio. Clarificar la específica


naturaleza de las pautas sociales propias de cada una de esas áreas y
el significado que el área tiene para la vida social es un posible objeti­
vo del estudio sociológico» (1969: 54). El empeño de Simmel fue jus­
tamente el de diferenciar esas formas sociales abstractas de la varie­
dad de conductas sustantivas a través de las cuales se manifiestan.
Para él, las formas de asociación social constituyen el objeto primor­
dial de la sociología; en concreto, según BIau, Simmel distingue tres
tipos de formas sociales: los procesos de asociación social, como
competición y cooperación, abstraídos de las disposiciones psicológi­
cas que motivan la participación; las estructuras formales de status,
como la división del trabajo o la jerarquía de autoridad, abstraídas de
los procesos de asociación social y de las conductas en que se expre­
san; y las pautas sociales formales, como el consenso o la desviación,
abstraídas del contenido sustantivo de los valores sociales. El objeto
de la sociología es así para Simmel el estudio de las formas sociales,
ya que los contenidos (psicológicos, económicos, políticos) son obje­
to de otras ciencias sociales. Pero mucho me temo que Blau no hace
suficiente justicia a la complejidad y riqueza de los planteamientos
simmelianos; ya que no podemos detenemos aquí en ello, el lector
haría bien en consultar el texto de 1917 Grundfragen der Soziologie
(traducido y editado por Wolff: 1964: 3-84), de más interés al respec­
to que el capítulo primero de la Soziologie de 1908 (publicado en cas­
tellano en 1927: cf. reimpresión de 1977). En todo caso, la sociología
«pura» o «formal», que no excluye a la «general» y a la «filosófica»,
investiga las formas sociales que «constituyen la sociedad (y las socie­
dades) más allá de la mera suma de hombres vivientes» (Wolff,
1964: 22); «si la sociedad se concibe como interacción entre indivi­
duos, la descripción de las formas de tal interacción es la tarea de la
ciencia de la sociedad en su más estricto y esencial sentido» (Wolff,
1964: 21-22). Las formas, pues, de la interacción social, y no sus con­
tenidos, serían el objeto de la sociología (al menos de la sociología
«pura»).
Pero en su tarea de identificación de distintos objetos de la socio­
logía planteada en forma de varias dicotomías, Blau señala, junto a la
ya referida de formas versus contenidos, otras tres: procesos sociales
vs. estructura social, enfoque sincrónico vs. enfoque diacrónico y la
consideración de la organización social como variable dependiente o
independiente. Respecto de la primera, en efecto, el propósito
puede ser describir y explicar los procesos sociales que rigen las rela­
ciones entre individuos o entre grupos, o bien la estructura de las re­
laciones entre las posiciones sociales en que tales procesos se maní-
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 71
fiestan; bien es verdad que, como entiende Blau, ambos objetivos
son complementarios, pues la estructura social es el marco que con­
diciona los procesos que se dan en su seno, aunque el estudio de los
procesos sociales «contempla normalmente los procesos sociopsico-
Iógicos que se dan en las relaciones interpersonales entre individuos
en contacto directo» (1969: 60); de otra parte, el término «estructura
social» suele incluir dos clases de relaciones muy diferentes: las rela­
ciones causales entre variables que se refieren a atributos de la colec­
tividad, no de sus miembros, y las relaciones sociales entre posiciones
sociales diferenciadas.
Por lo que se refiere a la dicotomía que enfrenta los análisis sin­
crónicos de interdependencia funcional con los análisis diacrónicos
de secuencias históricas, el análisis diacrónico —como se cuida Blau
de puntualizar— no tiene como distintivo el método histórico a utili­
zar, sino la dimensión temporal en la organización de la vida social
que se quiere explicar. La vida social muestra tanto continuidades
como discontinuidades, y ambas deben ser tenidas en cuenta ya se
lleve a cabo un análisis sincrónico o diacrónico; la estructura social
analizada sincrónicamente se revela como articulada en subestructu­
ras de colectividades, con un grado variable de cohesión y conflicto, y
el conflicto sincrónico es fuente del cambio diacrónico; el principal
problema es «por qué algunos aspectos específicos de la organización
social persisten en tanto que otros cambian» (1969: 69), lo que viene
a poner de manifiesto la estrecha relación y compíementariedad
entre dos distintos enfoques sociológicos (si es que en la práctica no
se trata de dos modos diferentes de concebir el objeto de la sociolo­
gía), que con frecuencia se ignoran mutuamente.
Por último, la organización social como tal puede considerarse
como variable dependiente a explicar por factores antecedentes, o
bien como variable independiente de la que son función las actitudes
y pautas de comportamiento individuales; Blau aporta como ejemplo
de lo primero el estudio weberiano de la organización burocrática, en
el que se analiza cómo varias condiciones históricas e interdependen­
cias estructurales dieron origen a las características que se encuen­
tran típicamente en las burocracias; y como ejemplo de lo segundo,
el estudio mertoniano de cómo la estructura burocrática influye
sobre la personalidad, generando una superconformidad disfuncio­
nal. «Merton asume las características de la burocracia en gran medi­
da como dadas al estudiar sus consecuencias, en tanto que Weber ig­
nora en gran medida tales consecuencias para el comportamiento
individual al estudiar sus determinantes» (Blau, 1969: 50). Los fun­
dadores de la sociología trataron de explicar históricamente las insti-
72 LA REALIDAD SOCIAL

tildones más importantes de la vida social, mientras que actualmente


se ha centrado la atención en explicar cómo las variaciones de la es­
tructura social afectan a las actitudes y comportamientos de los indi­
viduos; para Blau, el uso generalizado de las encuestas ha sido decisi­
vo en este desplazamiento del papel de unidades de análisis de las
colectividades (la organización social como variable dependiente) a
los individuos (la organización social como variable independiente).
En todo caso, tanto el estudio de los determinantes históricos y socia­
les de la organización social como el de sus consecuencias actitudina-
les y conductuales son objeto de estudio de la sociología: no en vano
la propia estructura social y sus componentes son a la vez variables
dependientes e independientes, por más que con frecuencia muchos
estudiosos consideren a la estructura social simplemente como dada.
Y, dicho sea de paso, aunque Blau atribuye básicamente a las en­
cuestas el interés por la consideración de la estructura social como
variable independiente, no debe olvidarse que también se ha dicho
—aunque desde un punto de vista muy diferente— que el ser social
determina la conciencia.
Hasta aquí he seguido a Smelser y a Blau en la exposición de dis­
tintos catálogos de posibles objetos de la sociología (posibles en el
sentido práctico de que todos ellos figuran como objeto en unas u
otras investigaciones); pero desde el primer momento de nuestra re­
flexión sabemos que bajo la común etiqueta de sociología se hacen
sociologías muy diferentes, incluso a veces incompatibles entre sí;
podríamos, pues, además de los dos catálogos reseñados referimos a
otros muchos, elaborados desde parecidas perspectivas, pero ello no
sería, me parece, de más utilidad que la muy dudosa de aportar eru­
dición a nuestro problema, cuando de lo que se trata no es de ador­
narlo, sino de intentar clarificarlo.
De esta variedad de contenidos atribuidos a la realidad social por
los sociólogos salta a la vista que la sociedad es una suma de regiones
inextricablemente mezcladas y articuladas entre sí, de modo que la
identificación de un determinado contenido como relevante, o como
el único relevante, vendrá a ser consecuencia de la perspectiva que
adopte el estudioso, con lo que la cuestión se resuelve en último ex­
tremo cómo una cuestión de valores, como una weberiana elección
del contenido de la realidad social. Bien entendido que tal elección
no se lleva a cabo impunemente, pues si se prima, por ejemplo, el
papel atribuido a las actitudes y opiniones de los individuos, es fácil
que no se termine haciendo sociología, sino psicología más o menos
social. De todas formas la complejidad del objeto de la sociología se
expresa así en la posibilidad de considerar legítimamente una varié-
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 73
dad de contenidos como propios de la realidad social, de entre los
que algunos dan potencialmente lugar a las distintas ciencias socia­
les. Es cierto que la psicología, la demografía, la historia, la econo­
mía o la ciencia política, e incluso la antropología, al tener un carác­
ter más particular, pueden acotar con mayor precisión el contenido
de la realidad que estudian; pero la sociología se mueve, quizás a su
pesar, en un ámbito de generalidad (vecino a la filosofía en opinión
de Nicolás Ramiro) que implica la imposibilidad de atribuir un conte­
nido único a la realidad que estudia. De aquí mi opinión acerca de la
necesidad de un pluralismo cognitivo para la sociología, al que se co­
rresponde un inevitable pluralismo metodológico, pero a todo ello
me he referido con detalle en otro lugar (cf. 1979, pássim). Lo que es
obligado rechazar desde esta posición es cualquier noción de explica­
ción «última» de la realidad social, cualquier pretensión de reducción
final y definitiva que quiera dar cuenta como un todo de la realidad
social. El llamado último análisis no existe en sociología, y todo re-
duccionismo radical implica no sólo una simplificación inadmisible,
sino una deformación de la realidad.
Esto no quiere decir, sin embargo, que todos los investigadores
hayan de estudiar todo simultáneamente, y tampoco que «todo
valga» metodológicamente, sino que son posibles y legítimos distin­
tos contenidos y distintos tratamientos metodológicos de la realidad
social. Incluso la consideración global de la sociedad como un todo,
como «sociología de la sociedad» (se recurra o no a la teoría general
de los sistemas, que ésa es otra cuestión), puede ser un contenido
apropiado, y así lo esboza el propio Durkheim cuando explica la cla­
sificación de las «cosas» en el capítulo cuarto de Les régles, o cuando
encuentra la fuente de la autoridad de las normas en la autoridad
moral de la sociedad como un todo sobre el individuo. Pero quizás
porque tal «sociología de la sociedad» es sentida como imposible, en
opinión de Nicolás Ramiro (1950: 43-44), es mucho más frecuente
escoger regiones concretas, presumiendo su particular relevancia
para el caso objeto de estudio, e incluso su relevancia general; y así se
entiende, por ejemplo, que el contenido de la realidad social son las
conductas (bien las puramente externas, incluso las «verbales», bien
completadas con las actitudes y opiniones de los individuos); o la ac­
ción social definida sobre la base del sentido atribuido por Ego y
Alter a la que desenvuelven en una situación determinada; o la inte­
racción entre individuos que se encuentran «cara a cara» o, por lo
menos, en relación directa; o los productos culturales, como normas,
símbolos, mitos, arte, etc. También se identifica el contenido de la
realidad social con las relaciones existentes entre las distintas posi­
74 LA REALIDAD SOCIAL

ciones sociales, cuyo conjunto, se dice, constituye la estructura so­


cial; o con las instituciones existentes en una sociedad, entendidas
frecuentemente como conjuntos articulados de status y roles; o con
los grupos sociales, desde los más primarios a las organizaciones for­
males más complejas; o con los modos de producción de la vida ma­
terial existentes en una sociedad. Y no es raro que como elemento
constitutivo privilegiado de la realidad social se identifique la inte­
gración, el equilibrio, la cohesión, la pura existencia de la sociedad
como dato básico a explicar y que tanto preocupó a Hobbes y a Sim-
mel; o, por el contrario, el conflicto social, ya se le considere como
funcional al sistema, ya como motor de la historia; o, desde otro
punto de vista, el intrigante tema de la permanencia y continuidad,
de la identidad social, o el no menos intrigante del cambio y la ruptura.
Es fácil ver que determinadas posiciones implican una respuesta
definida y unívoca a la pregunta de en qué consiste la realidad social
(«conductas» o «grupos», por ejemplo), mientras que otras son
mucho más generales ,e imprecisas («conflicto» o «cambio», por
ejemplo). Y el panorama se complica mucho más si en lugar de aten­
der a qué fenómenos se considera que constituyen la realidad social
se toman en consideración los distintos enfoques con que puede prac­
ticarse la sociología: contenidos o formas, la organización social
como resultado o como determinante, micro o macrosociología, et­
cétera.
La conclusión de todo esto no me parece que sea la de que la rea­
lidad social que constituye el objeto de la sociología carezca de conte­
nido propio o, por el contrario, sólo uno de los contenidos predica­
dos sea «el verdadero» y los demás sean espurios. En mi opinión,
todos esos contenidos son legítimos y propios de la realidad social, a
condición de que no impliquen la reducción de dicha realidad a otra
de un presunto orden más primario (fundamentalmente el psicológi­
co), pues ello sería tanto como el escamoteo de lo que justamente de
social tiene la realidad. Entiendo, pues, en contra de Smelser
(1969: 2-3) y de quienes piensan como él, que la sociología se ocupa
de un tipo especial de «datos empíricos», de una realidad sui generis
que no comparte con otras ciencias y que es la realidad social. Lo que
sucede, sin embargo, es que tal realidad no está en muchos casos in­
mediatamente dada a los sentidos, por lo que ha de ser teóricamente
construida a partir de la observación y la experiencia de una materia
extremadamente compleja, de la que también se nutren otras inda­
gaciones que no tienen por objeto una realidad que pueda ser especí­
ficamente calificada de social. La materia en cuestión da origen a las
ciencias históricas, culturales, humanas y sociales, y entre ellas a la
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 75

sociología, que por su misma condición se constituye como una cien­


cia máximamente general y problemática (en el sentido que da al tér­
mino Nicolás Ramiro: cf. 1950: 41). No es, pues, de extrañar que
pueda reivindicarse para la sociología el pluralismo cognitivo y meto­
dológico.
Pero ya dije más arriba que no se trata de estudiar todo al mismo
tiempo, sino que el investigador escoge aquello que le parece rele­
vante para el caso, o relevante a secas, escogimiento que es inevita­
blemente una cuestión de valores, sean o no éstos declarables por el
estudioso (y no me refiero a valores confesables o inconfesables, que
ésa es otra cuestión, sino a valores suficientemente conscientes y elu­
cidados como para que puedan ser declarados y creídos: lo que es
harto problemático), y se trate de valores utilizados more weberiano,
con todos los distingos y complejidades propios del caso, o de valores
«valiendo», en el sentido más ideológico del término. En cualquier
caso es la propia realidad la que fuerza al estudioso a escoger, a selec­
cionar; y la selección será legítima, repito, si no responde a valores
«inconfesables» y si no implica la reducción a planos de la realidad
otros que el propiamente social. Cosa distinta, evidentemente, es
que la selección sea acertada, pero ése es el riesgo y ventura del estu­
dioso. Y acertar significa aquí poder describir y, en el mejor de los
casos, explicar algo, poco o mucho, de la realidad social.

7. LA REALIDAD SOCIAL
COMO RELACIONES SOCIALES

Como todos hemos de correr nuestros propios riesgos, no he de


eludir yo el mío. Y sin que ello implique, como he dicho, descalifica­
ción o rechazo de otras opciones (sólo de las que sean rechazables de
acuerdo con lo expuesto más arriba), apuntaré que prefiero conside­
rar como contenido de la realidad social a las relaciones sociales, esto
es, al conjunto de relaciones entre posiciones sociales que constitu­
yen la estructura social. Para evitar equívocos debo decir que mi idea
de una relación social no implica interacción entre individuos y ni si­
quiera la acción de un individuo, y ello porque entiendo que lo obser­
vable no consiste primordialmente en conductas, sino más bien en
una retícula de posiciones y distancias sociales que en parte es estable
y equilibrada y en parte está cargada de tensiones, con lo que dicha
retícula está modificándose, rompiéndose y recomponiéndose cons­
tantemente.
Concibo las posiciones sociales como alvéolos, como «lugares so-
76 LA REALIDAD SOCIAL

ciaies» cuya topología viene definida por síndromes de posibilidades,


obligaciones y limitaciones que afectan a sus ocupantes o incumben-
tes, definición que está institucionalmente pautada (y no sólo cultu­
ralmente: no sólo por normas sociales, sino por el empleo institucio­
nal de la coacción, llevada en ciertos casos hasta sus últimas
consecuencias), de forma que para todas las posiciones, desde las
más singulares a las más comunes, existen expectativas precisas fir­
memente establecidas. En este punto quiero hacer mía una conocida
formulación de Dahrendorf: «Las posiciones [sociales] pueden ser
imaginadas y localizadas con independencia de los individuos; la es­
tructura social de la sociedad podría presentarse como un gigantesco
plano de organización en el que están registradas millares de posicio­
nes en sus campos como soles con un sistema planetario» (1973: 98).
Es precisamente esta imagen del conjunto de posiciones sociales (y
de las relaciones que las vinculan) como organigrama de la sociedad
lo que me interesa destacar en este punto.
De otro lado, creo que las posiciones sociales no son monádicas:
no están «sueltas», sino agrupadas en series o conjuntos, articulados
a su vez entre sí en relaciones de segundo orden. Tales relaciones,
ahora entre grupos, no entre posiciones sociales, implican coopera­
ción y conflicto, alianzas y líneas de fractura, dominantes y domina­
dos. En ocasiones que son excepcionales por su gran simplicidad,
una sociedad puede presentar una sola línea de fractura, por encima
de la cual todos dominan y por debajo todos son dominados; pero en
nuestras sociedades lo normal es la complejidad y, consiguientemen­
te, un intrincado entrecruzamiento de cleavages. Pues bien, son pre­
cisamente las relaciones de segundo orden (relaciones entre grupos o
conjuntos de posiciones sociales) las que determinan las relaciones
primarias (o relaciones entre posiciones sociales), con lo que queda
dicho que las expectativas institucionalizadas cubren un campo
mucho más amplio que el de los meros roles más o menos formaliza­
dos.
He de apresurarme a confesar lo obvio, esto es, que mi posición
tiene poco de original: por el contrario, creo que se asienta sobre una
sólida tradición intelectual, tanto de la ciencia en general (Merleau-
Ponty dice que «los objetos que la ciencia construye [...] son siempre
haces de relaciones»: cf. apud Runciman, 1976: 301) como de la
ciencia social en particular: en la Tesis VI sobre Feuerbach sostiene
Marx que «la esencia humana no es algo abstracto e inmanente a
cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones so­
ciales» (1970: 667); relaciones sociales que, insisto, no deben ser vi­
sualizadas como interacción social, sino de manera mucho más abs­
EL CONTENIDO DE LA REALIDAD SOCIAL 77

tracta: Godelier, por ejemplo, dice que «si el capital no es una cosa,
sino una relación social, es decir, una realidad no sensible, debe ine­
vitablemente desaparecer cuando se presente en las formas sensibles
de materias primas, instrumento, dinero, etc.» (apud Lamo,
1981: 50); o Murillo, que mantiene la concepción del poder como re­
lación y no como atributo (cf. 1963: 217 ss.), del mismo modo que
Fromm cuando dice que «la autoridad no es una cualidad que “tiene”
una persona [...]. La autoridad hace referencia a una relación inter-
personaí» (1956: 86).
Al expresar aquí mi preferencia por considerar las relaciones so­
ciales como el contenido propio de la realidad social no me estoy pro­
nunciando en favor de considerarlas como algo a lo que fuesen reduc-
tibles los otros planos de la realidad; por el contrario, estoy
plenamente de acuerdo con Pérez Díaz cuando sostiene: «No veo la
razón por la que un científico admita la realidad última de algo. Ello
me parece simplemente incompatible con una actitud científica»
(1980: 15). Y no tengo inconveniente en rechazar, como él lo hace, el
primado de la relación social en la medida en que tal primado com­
portase la pretensión de una «mayor realidad» de la relación social
frente a otras realidades (como creen Bourdieu y sus colaboradores:
cf. 1976: 33). Mi preferencia por la relación social como contenido
específico de la realidad social carece de pretensiones de jerarquía
ontológíca y se limita a expresar la opinión de que es más ventajoso,
en términos de claridad, parsimonia y resultados, utilizar tal perspec­
tiva.
3 . CUESTIONES PREVIAS ACERCA
DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL *

1. ACERCA DE LA SOCIOLOGÍA...

La sociología es la ciencia que estudia la realidad social. Por ex­


traño que parezca, echar por delante una definición tan naive como
la indicada puede tener sus ventajas. Y seguramente la primera es
destacar por contraste la extrema problematicidad de este saber al
que llamamos sociología, tanto en lo que se refiere a su condición de
saber, de ciencia propiamente dicha, como al objeto sobre el que tal
saber versa, la realidad social. Bueno será recordar que los proble­
mas que caracterizan al estatuto científico de la sociología no son en
modo alguno exclusivos de ella, sino que en mayor o menor medida
afectan a todas las ciencias sociales, por más que sea en la sociología
donde se manifiestan quizás con más acritud. Y habrá que decir tam­
bién que aunque todas las ciencias sociales (o, si se prefiere, las dis­
tintas disciplinas que comprenden) mantengan un nivel de disputa
más o menos alto en relación con la identificación de su objeto, nin­
guna como la sociología, que ofrece en su seno soluciones para todos
los gustos, hasta el punto de que no existe nada que pueda con pro­
piedad ser llamado la tradición sociológica. Discutir, pues, sobre la
problematicidad radical de tales cuestiones pone precisamente de re­
lieve las características epistemológicas y metodológicas más impor­
tantes de nuestra disciplina y, eventualmente, posibles vías de solu­
ción para sus querellas.
En mi libro Ciencia y sociología (1979) me he comprometido con
una serie de posiciones que están en el centro de la discusión acerca
de la condición científica de la sociología. Allí he sostenido que, en
mi opinión, la sociología no ha de tomar como modelo a las ciencias

* Publicado en la primera edición del libro compilado por M. García Ferrando,


J. Ibáñez y F. Aívira, El análisis de la realidad social. Métodos y técnicas de investiga­
ción, Alianza, Madrid, 1986.
[79]
80 LA REALIDAD SOCIAL

físico-naturales: las ciencias sociales son, efectivamente, ciencias,


pero de diferente manera en que lo son «las otras», las ciencias por
antonomasia* La orientación positivista, incluso atenuada, que trata
por todos los medios de asimilar la sociología a esas otras ciencias,
explicando quizás que todavía no ha alcanzado el nivel necesario
para codearse con ellas en plano de igualdad, estimo que debe ser fir­
memente rechazada.
Pues bien, si el modelo para la sociología no ha de buscarse en las
ciencias de la naturaleza, varias cuestiones de empecinada presencia
en la literatura teórica pueden ser replanteadas de modo menos com­
pulsivo: la primera, el tema de los valores. Puede reconocerse así que
la construcción de una ciencia social exenta de valoraciones es impo­
sible, lo que no implica que la ciencia social sea imposible. Se tratará
en todo caso de una ciencia en que los valores del estudioso están
presentes, expresa o tácitamente, consciente o inconscientemente (y
dicho sea entre paréntesis: suele darse por sentado demasiado fácil­
mente que «las otras» ciencias, las físico-naturales, no sufren de tan
grosera imperfección; mucho habría que decir del tema, y no queda­
rían tan bien libradas como pudiera parecer). Pero que los valores
del estudioso no puedan separarse de su trabajo no quiere decir que
la ciencia social haya de resignarse a la arbitrariedad, el capricho o el
subjetivismo. Y hay incluso más: no debe suponerse que los valores
sean en ciencias sociales una suerte de intrusos inevitables a los que
haya que resignarse; in suo ordine no cumplen un papel espurio, sino
legítimo, por lo que creo que hay que recuperar explícita y delibera­
damente el componente normativo que existe desde la más antigua
reflexión del hombre sobre el hombre. Lo que tampoco implica, di­
gámoslo de inmediato, concebir la sociología como un arma ideológi­
ca o como una sucursal de la arena política, sino como una contribu­
ción reflexiva, racional, a la crítica de los fines sociales, no sólo al
examen de la pertinencia de ciertos medios respecto de fines dados.
No significa esto que haya de rechazarse sin más el positivismo en
nombre de un saber normativo, sino que ha de afirmarse la condición
a la vez empírica y normativa de la sociología, del mismo modo que
han de tener cabida en ella la hermenéutica y la explicación causal, el
microanálisis del comportamiento y la explicación de la totalidad so­
cial, la sincronía y la diacronía, el genetismo y el ambientalismo: y
todo por la peculiaridad de su objeto, que no exige menos para ser
descrito y, si cabe, explicado. Pero en el bien entendido de que tal
pluralismo cognitivo y metodológico no tiene nada que ver con una
pretendida e imposible integración teórica, ni con un eclecticismo
acomodaticio al que más tarde me referiré.
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 81

La variedad de sociologías que se cobijan bajo ia denominación


de sociología no es resultado de una falta de madurez de la ciencia
social que pueda resolverse con el tiempo, ni del capricho de sus cul­
tivadores (con excepción, evidentemente, de algunos ejercicios de
frivolidad suficientemente desacreditados): sino que es el resultado,
históricamente manifiesto, de tener que habérselas con el objeto más
complejo y duro de roer que imaginarse pueda. A saber: el hombre
en su dimensión social, hacedor y producto de la polis.
En resumidas cuentas: para intentar manejarse entre los proble­
mas teóricos y metodológicos de la sociología creo que habrá que
atender a los dos puntos básicos que acaban de ser esbozados: por
una parte, y en primer lugar, el objeto por el que la disciplina se inte­
resa, la realidad social. Lo que importa en tal examen es apreciar
hasta qué punto se trata de una realidad peculiar, tanto que genera la
especificidad de todas las teorías y métodos que han de habérselas
con ella. A estos efectos me propongo polemizar aquí contra el re-
duccionismo, que escamotea lo específico de la realidad social en
favor de otras realidades diferentes, sobre todo de la realidad indivi­
dual y de la realidad biológica. Ya me he ocupado en el capítulo ante­
rior del reduccionismo implicado en las posiciones individualistas,
qüe vacían a la realidad social de su carácter propio y convierten a la
sociología en una suerte de psicología vergonzante. Ahora quiero
discutir aquí el otro gran reduccionismo, el bioíogista, que en sus for­
mas más radicales y a la moda reivindica las ciencias sociales como
provincias irredentas de una pretendida «nueva síntesis» sociobioló-
gica, esto es, de la biología.
Pero antes de entrar en materia, y sin perjuicio de cierto desenfa­
do argumental, no me parece ocioso referirme a la ciencia como em­
peño histórica y socialmente articulado de persecución del conoci­
miento, en cuyo empeño ha de inscribirse sin duda la sociología con
todas sus peculiaridades.

2. ... Y ACERCA DE LA CIENCIA

Puede suponerse que casi todo el mundo estaría dispuesto a ad­


mitir que la ciencia permite a los hombres adquirir conocimientos
acerca del mundo en que viven, y acerca de ellos mismos; pero es
fácil que la discusión se produzca al intentar precisar qué sea esa
ciencia. Para Francis Bacon, en el dintel del mundo moderno, la
ciencia consiste en observación y experimentos, no en intuición o ra­
zonamiento; la observación es la primera tarea del científico, y sólo a
82 LA REALIDAD SOCIAL
partir de ella cabe establecer el conocimiento. La propuesta conteni­
da en el Novum Organum es, pues, pragmática e inductivista, y no
cabe duda de que el empeño baconiano de huir de toda especulación
prematura y de rechazar el argumento de autoridad convencional­
mente admitido tiene el mérito de intentar romper con la supersti­
ción y el oscurantismo de siglos anteriores. Pero desgraciadamente ni
los hechos, por mucho y muy cuidadosamente que se los observe, ha­
blan por sí solos, ni su acopio indiscriminado, determinado por la
pura curiosidad, conduce a otra cosa que a la confusión: los hechos
sin teoría son inescrutables (no producen información, sólo ruido), y
fungióles (no son unos más relevantes qué otros, y su selección y reu­
nión es obra del azar). Se requiere partir de alguna teoría, por provi­
sional que ésta sea, para determinar qué observaciones han de ser te­
nidas en cuenta, y éste es el fallo básico del método baconiano; como
dice Harris (1980: 7), si éste hubiera prevalecido no hubieran sido
posibles los descubrimientos de Galileo, Kepler o Newton.
Pero si los hechos sin teoría carecen de significado, es verdad que
les ocurre lo mismo a las teorías sin hechos: la pasión baconiana por
reunir hechos, toda clase de hechos, constituía una saludable reac­
ción contra la especulación intuitiva de corte aristotélico y contra la
confirmación de las teorías por apelación a los dogmas religiosos o al
principio de autoridad. Y, en todo caso, hay que dar la razón a Bacon
en que, antes de toda teoría o deducción lógica, el conocimiento de
lo existente empieza por la observación ingenua de algún fenómeno;
pero hay que convenir en que la observación liminar, curiosa y desor­
denada, no es la que permite construir la ciencia.
Camino opuesto en todo al de Bacon es el emprendido por Des­
cartes, racionalista y deductivista. Siendo sospechosa la evidencia de
los sentidos, el conocimiento ha de obtenerse por la vía euclidiana:
formulación de teoremas derivados de la pura razón, de los que se
deduzca todo lo necesario. Pero tal planteamiento, óptimo por lo
que se refiere a las matemáticas, resulta inapropiado para el conoci­
miento de lo que nos rodea, incluso de lo puramente físico. Un lógi-
co-deductivista tan importante como Tarski reconoce que «los con­
ceptos y los métodos lógicos no han hallado, hasta el presente,
aplicaciones específicas o fértiles» en el dominio de las ciencias empí­
ricas, esto es, no matemáticas (1951: 13 y 14): para Tarski no hay
más ciencia deductiva que las matemáticas.
No creo que sea del caso reproducir aquí los argumentos, por lo
demás estériles, de la tantas veces desenfocada polémica entre in-
ductivistas y deductivistas: lo cierto es que ambos planteamientos
son indispensables para la lógica del conocimiento, y que la deduc-
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 83

ción permite formular predicciones derivadas de una hipótesis que


hacen posible su contrastación, esto es, someterla al test que implica
su confrontación con la realidad de los hechos* Por su parte, la induc­
ción es necesaria, pero no suficiente, para el conocimiento de la reali­
dad; y, en cierta medida, toda deducción está basada en alguna in­
ducción previa obtenida del mundo real y fundamentadora de las
suposiciones de que parte la deducción. De hecho, ni el induccionis-
mo ni el deducciónismo han sido nunca utilizados de modo exclusivo,
y tan raro es encontrar un baconiano puro como un cartesiano puro
(salvo en matemáticas): la ciencia se ha elaborado siempre en un pro­
ceso de interacción entre empirismo y racionalismo, y la polémica
científica se ha centrado en desvelar las demasías metafísicas o la
aceptación de fenómenos irrelevantes en que han podido incurrir
unos u otros.
De todas formas, la cruda dicotomía aludida hasta aquí no consti­
tuye las coordenadas de la ciencia moderna: no es Bacon, sino David
Hume, quien sienta el punto de partida del empirismo positivista dis­
tinguiendo el conocimiento que pueda ser obtenido de la relación
entre proposiciones lógicas, del que pueda serlo de la relación entre
hechos. Su tesis es que la certeza del primero puede ser acreditada
racionalmente, en tanto que ni la razón ni la intuición pueden esta­
blecer certeza alguna en el segundo caso: en éste, esto es, en el caso
de la relación existente entre hechos no matemáticos, la observación
y la experiencia —si se quiere, la inducción— tienen un límite: no
pueden conducir a generalizaciones, o al establecimiento de leyes,
cuya certidumbre sea absoluta. La conexión entre hechos, por muy
repetitiva que sea, no puede ser demostrada como necesaria’, las lla­
madas relaciones causales no son sino la consecuencia psicológica de
una recurrente conexión de hechos. Por consiguiente (y éste es el
punto central de la argumentación de Hume), el concepto de necesi­
dad utilizado como a priori de la conclusión carece de rigor veritati-
vo. Al conocimiento no le queda otra vía que la de la constatación
empírica de regularidades, por más que ello no garantice en términos
absolutos la verdad de las conclusiones o, más exactamente, su abso­
luta certeza. Esto no significa en modo alguno que Hume rechace el
papel de la razón en el proceso del conocimiento: significa, sencilla­
mente, que la razón y la observación, conjunta y articuladamente,
permiten la construcción de la ciencia.
No es éste el lugar de indicar cómo ha evolucionado la noción de
certeza, y cómo de la verificación se pasó a la falsabilidad y a la corro­
boración probabilística; pero sí quisiera indicar que, en mi opinión,
el ansia de certeza, tan humana, ha de quedar siempre insatisfecha:
84 LA REALIDAD SOCIAL

la verdad, establecida de modo absoluto, no es consuelo que los dio­


ses hayan dejado al alcance del hombre. Lo que no implica que el co­
nocimiento quede confinado al ámbito de lo irracional, cualesquiera
sean las formas (místicas, dogmáticas, poéticas, intuitivas) que ello
adopte. Por supuesto que historiadores, sociólogos y psicológos han
puesto de manifiesto sobradamente que la construcción de la ciencia
no es tan ordenada y articulada como muchas versiones optimistas
habían querido hacernos ver; pero de ahí a sostener que el edificio
del conocimiento tan trabajosamente levantado es poco menos que
casual y engañoso, media un abismo. Pienso que hay que rechazar
tanto la pretensión de que la ciencia se maneja con verdades inconcu­
sas, como la de que no es posible el conocimiento; y creo que hay que
estar de acuerdo con Larry Laudan en rechazar que una teoría haya
de ser verdadera, falsa, o más o menos probable (1977: pássim): las
teorías son simplemente útiles, y lo son hasta que la aparición de otra
más útil vuelve inútil a la primera, Aparición que implica la muy la­
boriosa aplicación de unos modos de operar que solemos denominar
«método científico».
Pero el «método científico» expresado así, en singular, es sin
duda uno de los grandes mitos positivistas. Convendrá indicar que es
muy dudoso que tal cosa exista, salvo que se le limite a muy sucintos
requisitos de control de la observación y de la lógica argumental.
Tarski, desde su Olimpo matemático, constata la sorprendente opo­
sición que existe entre el desarrollo de las que llama ciencias empíri­
cas (las no matemáticas) y la pobreza de su metodología, que «a
duras penas puede jactarse de algunos resultados precisos»
(1951: 14). Pero, sin necesidad de adoptar puntos de vista tan extre­
mos, lo cierto es que tiene poco que ver el establecimiento matemáti­
co de teorías en física con las mucho menos precisas descripciones y
explicaciones de la biología, por ejemplo. Se diría que hay una línea
que va de menor a mayor complejidad, y no sería exagerado sostener
que el organismo unicelular más simple es harto más complejo que el
sistema planetario. Pues bien, en esa línea de complejidad creciente
se situarían la física, la química y la biología, siendo a lo largo de ella
cada vez más raro el uso de las matemáticas y la formulación de leyes.
Y sin necesidad de salir de este campo de las ciencias físico-naturales,
creo que puede afirmarse que no existe nada que pueda ser llamado
el método científico, salvo en los muy amplios términos en que lo es­
tableció Hume, términos que básicamente siguen siendo válidos.
No quiero dejar de apuntar aquí mi opinión sobre determinadas
posiciones que dicen rechazar la ciencia al rechazar el capitalismo, el
industrialismo, la tecnocracia, o cualquiera otra de las que suelen es­
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 85

timarse como encarnaciones del mal público en nuestros días. Para


estas posiciones, el conocimiento racional, empírico y objetivo, la
ciencia en una palabra, es un arma de opresión que debe ser destrui­
da para que el conocimiento vuelva a estar al servicio del hombre.
Un antropólogo, Kurt Wolff, puede ejemplificar a la perfección la
posición aludida: para él, usamos la ciencia y la tecnología para con­
trolar, manipular y explotar a los demás y a nosotros mismos, por lo
que la precondición del conocimiento debe ser la suspensión total de
las nociones recibidas (apud Harris, 1980: 325). La ciencia burguesa
positivista debe desaparecer, dando paso a un conocimiento reflexi­
vo, crítico, dialéctico y radical que luche por la libertad y la igualdad
de las gentes: un conocimiento emancipatorio. Pues bien, la ciencia
ciertamente ha sido y es utilizada para manipular y explotar a la
gente, del mismo modo y a la vez que es utilizada para favorecerla y
liberarla; dirigirse contra la ciencia es tanto como ir contra el instru­
mento olvidando a quien lo maneja y para qué lo maneja. El rechazo
de la ciencia es intelectualmente oscurantista y políticamente inge­
nuo, y equivoca tanto el lugar de la lucha política como la identifica­
ción de los responsables de los desmanes. No es el conocimiento ob­
jetivo, ni siquiera sus aplicaciones, lo que en nombre de la libertad y
de la igualdad ha de destruirse, sino el uso malvado de dicho conoci­
miento. Es verdad que vivimos en un mundo construido sobre la
ciencia aplicada, y la tecnología impregna nuestra vida cotidiana: no
es raro, pues, que haya quienes acumulen poder al controlar la tecno­
logía, y que usen de ese poder no en beneficio, sino en perjuicio de
los demás. Pero pretender enfrentar tal situación, tan irracional
como se quiera —y bien lo puso de manifiesto Marcuse, entre otros
muchos— apelando a una nueva irracionalidad, la del abandono de
la ciencia, carece de sentido.
No se necesita menos ciencia, sino más ciencia. Y si esa ciencia ha
de ser liberadora y emancipadora, es decir, práctica, no hará falta
menos tecnología, sino más. Lúchese, pues, en buena hora. Pero lu­
diese contra el agresor, no contra el instrumento.
Afirmadones como las anteriores puede parecer que sugieren
una suerte de fetichismo de la ciencia, una absolutizadón de su valor.
Lo que sería un engaño, pues la realidad es que el conocimiento cien­
tífico es simpre provisional e inseguro; cuando hablamos de conoci­
miento objetivo queremos decir que el conocimiento trata de ser ob­
jetivo, luchando por eliminar la arbitrariedad y los sesgos más o
menos conscientes. Es claro que no podemos obtener un conoci­
miento absolutamente verdadero, pero de ello no se sigue que todo
conocimiento sea igualmente inseguro, o que todas las teorías cientí­
86 LA REALIDAD SOCIAL

ficas sean igualmente válidas o inválidas. No es necesario poseer la


verdad absoluta para rechazar la pretensión irracionalista de que
todas las teorías son igualmente verdaderas o igualmente falsas. La
certidumbre de cualquier hallazgo científico no es nunca absoluta,
pero ello no debe llevar a rechazar la ciencia, sino a empeñarse en
que la búsqueda del conocimiento sea más rigurosa. La valoración de
la ciencia como actividad humana ha de ser, pues, conscientemente
humilde: no otra cosa exige la presencia masiva de la duda y la incer­
tidumbre en el meollo mismo del conocimiento. Pero al menos po­
dremos decir que luchamos contra el error, el prejuicio y la supersti­
ción, y esa es una vía, bien que indirecta, de hacerlo en favor de la
verdad.

3. CONTRA EL REDUCCIONISMO BIOLOGISTA


La cuestión de lo biológico y lo cultural, o del genetismo versus el
ambientalismo, es legítima y apasionante, aunque muy probable­
mente irresoluble. El animal humano, en tanto que individuo y que
zoón politikón, es un compuesto inextricable de naturaleza y de cul­
tura, resultado de un proceso en que filogénesis y ontogénesis deter­
minan conjuntamente el producto. No se trata de que una parte de
nosotros sea biológica o hereditaria y otra cultural o aprendida, sino
que todo en nosotros es simultáneamente natural y cultural. Pero no
es de esta cuestión de lo quiero discutir aquí: ya me he ocupado de
ella —más bien superficialmente— en otro lugar (1979: 352-360), al
comentar unas páginas de Morin, Moscovici y Eibl-Eibesfeídt. Lo
que me interesa en este momento, como anuncié más arriba, es dis­
cutir el reduccionismo biologista, que no pretende menos que negar
la especificidad de lo social por su reducción a lo biológico. Si todo es
genético, incluidos los comportamientos sociales (y se supone que
también las estructuras e instituciones en que el comportamiento se
produce), las ciencias sociales no tienen razón de ser como tales. Es
más, serían engañosas en la medida en que inventan un objeto que
no existe. En adelante, se nos dice, no habrá más ciencia de la reali­
dad social que la biología, que a través de la genética de poblaciones
y de la etología explicará todo lo que haya que explicar, incluso, na­
turalmente, lo que hoy entendemos como cultura. La llamada «Sín­
tesis Moderna», o neodarwinismo, codificada por Julián Huxíey en
1942, vendría a ser sustituida, o más bien complementada, por una
«nueva síntesis» sociobiológica que coronaría el edificio de la ciencia
biológica. Pero oigamos directamente a los sociobiólogos, y en parti­
cular a su padre fundador.
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 87

Wüson publicó en 1975 un libro que había de hacer mucho ruido,


con el título de Sociobiología: la nueva síntesis (1980): desde sus pri­
meras páginas se pone de manifiesto una posición bastante radical
expresada de la siguiente manera:

En un sentido darwiniano, el organismo no vive por sí mismo. Su fun­


ción primordial ni siquiera es reproducir otros organismos; reproduce
genes y sirve para su transporte temporal [...] ei organismo individual es
sólo un vehículo, parte de un complicado mecanismo para conservarlos y
propagarlos con la mínima perturbación bioquímica. El famoso aforismo
de Samuel Butler respecto a que la gallina es sólo ei sistema que tiene un
huevo de hacer otro huevo ha sido modificado: el organismo es el sistema
que tiene el DNA para fabricar más DNA [1980: 3].

Este protagonismo de los genes, que garantizarían su continuidad


«utilizando» a los organismos (y entre ellos, desde luego, al hombre),
y que ha sido popularizado por una obra de divulgación de Dawkins
(1979), no sería más que un inquietante planteamiento biológico sin
más trascendencia para las ciencias sociales (tuviera la que tuviese
para la biología) si la sociobiología no se constituyese como genética
de poblaciones más etología, plantándose con ello de manera direc­
ta, y violenta, en el campo de las ciencias sociales, y específicamente
en el de la sociología. En palabras del propio Wilson, «la Sociología
se define como el estudio sistemático de las bases biológicas de todo
comportamiento social» (1980: 4), esto es, como el estudio del factor
innato hereditario sobre la conducta social, incluyendo la humana: si
la herencia genética determina no sólo la morfología, sino el compor­
tamiento animal, la cuestión estriba en ver en qué medida tal com­
portamiento determinado genéticamente es propio también del
hombre. Para el autor,
La Sociología [...] aún constituye un ente separado de la Sociobiología
a causa de su enfoque primordialmente estructuralista y no genético. In­
tenta explicar el comportamiento humano principalmente a partir de des­
cripciones empíricas de fenotipos extremos y por pura intuición,-sin refe­
rirse a las aclaraciones que nos proporciona la Evolución en el sentido
auténticamente genético [...]. Quizá no sea muy aventurado decir que la
Sociología y otras ciencias sociales, además de las Humanidades, son las
últimas ramas de la Biología que esperan ser incluidas en la Síntesis Mo­
derna (de la teoría evolutiva neodarwinisía). Una de las funciones de la
Sociobiología es, pues, estructurar los fundamentos de las ciencias sociales
de forma que sean incluidas en dicha Síntesis [1980: 4].

Pues bien, me temo que ha resultado, en efecto, muy aventurado


calificar a la sociología como una rama de la biología, aunque irre-
88 LA REALIDAD SOCIAL

denía. Esta suerte de imperialismo sociobiológico no ha sido el factor


más desdeñable de las reacciones a que la sociobiología ha dado lugar
entre los cultivadores de las ciencias sociales. Evidentemente, la «so-
ciobiología humana» es biología, no sociología, lo que en principio
no tendría por qué desatar agresividad alguna entre los sociólogos;
pero sí desde e! momento en que la nueva síntesis se presenta con la
pretensión rigurosamente reduccionista de explicar la conducta so­
cial humana desde la biología. Expuesta de manera muy simplifica­
da, la explicación sociobiológica sostendría que la selección natural
no opera a nivel de la especie, sino del individuo, movida por el
egoísmo del organismo individual o, más exactamente, de los genes
portados por dicho organismo; si esto es así, «nos lleva al centro del
problema teórico de la Sociobiología; ¿cómo puede el altruismo, que
por definición merma el éxito individual, desarrollarse por selección
natural? La contestación es por parentesco» (1980: 3); en efecto, los
genes se perpetúan por la reproducción de los organismos, por lo que
éstos están condicionados para el sacrificio instintivo en favor de sus
parientes más próximos; el presunto altruismo no es más que expre­
sión del egoísmo genético, cuyo sujeto no es el individuo, sino el gen.
Es de interés subrayar que en la disputa entre genetismo y am-
bientalismo, Wiíson no mantiene una posición excesivamente cerra­
da —quiero decir, genetista—, aunque sea a regañadientes. Llama
«convencional» a la tesis de que virtualmente toda variación cultural
es de origen fenotípico en vez de genético, aunque no tiene más re­
medio que reconocer «la facilidad con que ciertos aspectos de la cul­
tura pueden alterarse en el espacio de una sola generación, demasia­
da rapidez para ser de naturaleza evolutiva» (1980: 567); y denomina
«extremada visión ortodoxa del ambientalismo» a la que sostiene
que no hay variación genética en la transmisión de la cultura (ibí-
dem). En su opinión, «a pesar de que los genes hayan perdido buena
parte de su soberanía, mantienen una cierta influencia en al menos
las cualidades del comportamiento que reposan bajo las variaciones
entre culturas», lo que podría predisponer a las sociedades a diferen­
cias culturales (ibídem): como se ve, la posición mantenida por Wil-
son a este respecto es sólo moderadamente genetista. En un libro
más reciente, escrito en colaboración con Lumsden (1981), Wilson
reconoce de todas formas que la sociobiología había extremado la
simplicidad y rigidez de la relación entre la herencia genética y la cul­
tura, igualando prácticamente cultura con instinto; en la actualidad
prefiere admitir que instinto y cultura mantienen una relación flexi­
ble, de modo que el papel de las reglas genéticas consiste en sesgar
las opciones de conducta con que la gente se enfrenta. En todo caso,
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 89

desde luego, le parece imperioso rechazar la teoría de que la mente


humana al nacer es como una tabula rasa; por el contrario, la zona
cerebral conocida como neocórtex operaría una suerte de función fil­
trante, selectiva, que orientaría la acción humana en unas direccio­
nes con preferencia a otras, lo cual vendría genéticamente especifica­
do y heredado. Los genes, por tanto, sesgan las opciones culturales,
las influyen, pero sin establecer pautas rígidas y necesarias de con­
ducta.
Tampoco es Wilson excesivamente radical en lo que respecta a la
predisposición genética de los individuos «a entrar en ciertas clases y
a representar ciertos papeles»; si bien afirma la plausibilidad del ar­
gumento general que así lo sostiene, reconoce que «hay pocas prue­
bas de una solidificación hereditaria del status, [... aunque] la in­
fluencia de factores genéticos hacia la suposición de ciertos papeles
amplios, no puede descartarse» (1980: 572); y entiende por papeles
«amplios» cosas tales como la homosexualidad masculina, o el ser
«verbalistas» o «hacedores». Es decir, que el autor manifiesta su pro­
ximidad a la tesis de la predisposición genética, aunque la evidencia
empírica de que dispone no le autoriza a sostenerla; y el hecho de la
gran diversidad cultural entre distintas sociedades no le parece un ar­
gumento suficientemente invalidante; «la baja prescripción no signi­
fica que la cultura se haya liberado de los genes» (1980; 577).
Bien es verdad que esta búsqueda permanente de la explicación
genética, por tentativa que se presente cuando carece de apoyo em­
pírico, lleva con frecuencia a nociones ciertamente pintorescas,
como es la suposición de la existencia de «genes conformistas»
(1980: 579), «genes [...] del tipo que favorece la adoctrinabilidad»
(1980; 580), o «genes altruistas» (1980: 592): se diría que la enorme
figura del Leviatán hobbesiano, compuesta de hombrecillos ensam­
blados entre sí, se traslada ahora al propio hombre, compuesto a su
vez de un conjunto de pequeños trasgos o duendes, los genes, cada
uno con su modo de ser (altruistas, egoístas, conformistas, rebeldes y
demás imaginables veleidades) y con su adecuada tasa de influencia
en el todo, esto es, en el hombre, predisponiéndole —al menos—
para actuar de una cierta manera. Imagen que parece en exceso
banal para ser tomada completamente en serio, como el autor pre­
tende, tanto más cuanto que, como afirma, «la teoría actual predice
que los genes estarán mantenidos en el mejor de los casos en un poli­
morfismo equilibrado», en una especie de «pluralismo moral innato»
(1980; 581). Pero no es mi propósito entrar aquí en polémica con la
sociobiología; veánse para ello, por ejemplo, los libros compilados
por el colectivo Science for the People, de Ann Arbor (1977), por Ca-
90 LA REALIDAD SOCIAL

pían (1978) o por Montagu (1980), e incluso el de Jacob (1981), en el


que se intenta una teoría de la evolución libre de prejuicios ideológi­
cos. Lo que en este momento me interesa es subrayar la ambición de
los sociobiólogos (lo que más arriba califiqué de. imperialismo, esto
es, de reduccionismo, y Wilson bautiza como «nueva síntesis»), diri­
gida a establecer en la biología el fundamento común para las cien­
cias humanas. Como dice Wilson:

El progreso de gran parte de ía biología ha sido impulsado por la com­


petencia entre varias perspectivas y técnicas derivadas de la biología celu­
lar y de ía bioquímica [...]. Sugiero que estamos a punto de repetir este
ciclo con la mezcla de la biología y las ciencias sociales, como consecuencia
de lo cual las dos culturas de la vida intelectual de Occidente podrán al fin
reunirse [...]. El núcleo [de la teoría social] es la estructura profunda de ía
naturaleza humana, un fenómeno esencialmente biológico que es también
el foco primario de las humanidades [1978: 38].

Tal reunión de «las dos culturas» implica, por una parte, la previa
fusión de la sociología con ía antropología cultural, la psicología so­
cial y la economía, y por otra la deglución de la psicología por la neu-
robiología; sólo entonces podrá darse el paso de dotar a la sociología
de «un conjunto duradero de principios primarios» gracias a la biolo­
gía, con lo que quedará constituida la sociobiología como Nueva Sín­
tesis. Y «cuando hayamos progresado lo bastante como para expli­
carnos a nosotros mismos en estos términos mecanícístas y las
ciencias sociales lleguen a florecer por completo, el resultado podría
ser difícil de aceptar» (1980: 593), pues, como parece sugerir la cita
de Camus con que el libro se cierra, viviríamos en un universo despo­
jado de luces e ilusiones: en un mundo desencantado, en sentido we-
beriano. Pero lo que me parece difícil de aceptar es, tanto o más que
ese hipotético resultado mecanicista y determinista, el mismo punto
de partida: pues por debajo de una apelación constante a la genética
lo que hay realmente en el libro es un estudio etológico monumental,
pero bastante convencional, del que se ha dicho que conduce a una
ideología tecnocrática neoliberal (Lecourt, 1981), e incluso a toda
suerte de aberraciones reaccionarias y racistas. Conduzca a lo que
conduzca (ya se ha dicho que no voy a entrar en ello ahora), lo cierto
es que arrasa de paso las ciencias sociales, combinando una notable
arrogancia con lo que me parece un mediocre conocimiento de la so­
ciología, y profesando una decidida fe en la unidad de todas las cien­
cias en el seno de la biología.
Parece claro, como piensa Sfez (1984: 202-215), que el mecanicis­
mo explícito con que se construye por los sociobiólogos la relación
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 91

entre genes y cultura no resiste la crítica. La búsqueda en las ciencias


físico-naturales de la explicación de la sociedad humana es un intento
tan notoriamente simpKficador que parece condenado al fracaso. La
transposición de conceptos de la biología a las ciencias sociales no im­
plica en modo alguno interdisciplinaridad, sino que es una fuente de
error. Así, por ejemplo, cuando los biológos utilizan la noción de pa­
rentesco implicando sistemáticamente la transmisión genética, iden­
tifican parentesco y consanguinidad; mientras que lo que en realidad
sucede es que el parentesco humano es genealógico más que genéti­
co: se trata de un nexo simbólico sumamente complejo que tiene algo
que ver, en efecto, con la consanguinidad, pero más quizás con otros
fenómenos, como la co-residencia. El parentesco es una construc­
ción cultural poco relacionada con la selección natura!, que lejos de
poder explicarse por la relación genes-comportamiento se acoge más
bien a una teoría autónoma de la cultura, como la afirmada por Sah-
lins (1976), basada en el lenguaje y en lo simbólico, que explicaría
precisamente por qué los hombres escapan en la medida en que lo
hacen a los procesos reproductivos de la naturaleza.
Se trata, pues, en resumen, de explicar, y la sociobioíogía deja sin
explicar lo específico de la realidad social humana. El reduccíonismo
biologista olvida que lo propio del animal humano es su condición de
plus-quam-animai (en expresión de Nicolás Ramiro), con lo que la
simplificación operada traiciona el objeto. Y esta es, sin duda, la con­
clusión de la polémica con todo reduccíonismo: la infinita compleji­
dad del objeto de conocimiento de las ciencias sociales exige aproxi­
marse a él con un instrumental teórico y metodológico igualmente
complejo (plural, variopinto, a veces aparentemente contradictorio,
como sucede al demandar tanto un approach biológico como cultu­
ral), que no soporta los intentos de simplificación. Es claro que no
son los científicos sociales los culpables de tal complejidad: acháque-
se en buena hora a la realidad social la malévola perversión de ser
como es, pero aténganse a las consecuencias quienes deciden estu­
diarla.

4. EN FAVOR DEL PLURALISMO COGNITIVO

Se ha dicho en páginas anteriores que la afirmación del pluralis­


mo cognitivo y metodológico en sociología no constituye una forma
de irenismo ni de eclecticismo, ni se presenta como un «mal menor»
transitorio en tanto la sociología alcanza el grado de madurez sufi­
ciente para ser como «las otras» ciencias, las físico-naturales. Sino
92 LA REALIDAD SOCIAL
que tai pluralismo es una exigencia epistemológica derivada de la pe­
culiaridad de su objeto, la realidad social, extremadamente complejo
y heterogéneo. Pues bien, me parece que conviene detenerse en la
cuestión, aunque sea brevemente, para insistir en cómo el pluralismo
cognitivo que defiendo no es ecléctico ni sincrético.
Diógenes Laercio dio el nombre de ecléctica a la escuela filosófi­
ca caracterizada por su propensión a seleccionar lo mejor de las opi­
niones sostenidas por las demás escuelas; el eclecticismo es así pro­
piamente un «seleccionismo», y tuvo su mayor auge durante el
período helenístico-romano y en las distintas derivaciones del neo­
platonismo, cobrando nueva fuerza desde el Renacimiento hasta la
Enciclopedia. Un filósofo francés del siglo pasado que se definía a sí
mismo como ecléctico, Víctor Cousin, rechazaba enfáticamente el
sincretismo que intenta aproximar, forzándolos, sistemas filosóficos
no compatibles; el eclecticismo, en cambio, toma de todas las escue­
las lo que tienen de verdadero y elimina lo que tienen de falso. Pero
pese a estas distinciones, y a las que pudieran también hacerse con
respecto al integracionismo y al irenismo, creo que podemos emplear
el término eclecticismo para referirnos a todas aquellas actitudes se-
leccionadoras, aproximadoras, integradoras, tolerantes y moderadas
que tratan de reunir en un único campo teórico piezas diferentes pro­
ducidas desde la óptica de las distintas «escuelas», unificándolas in­
cluso si posible fuera. Y por referirnos a las ciencias sociales, com­
parto la idea de Harris de que el eclecticismo viene a resultar una
especie de sentido común que afirma que debe haber un poco de ver­
dad en cada una de las teorías existentes, sin que ninguna posea la
verdad completa (1980: x); ciertamente, ninguno de los sistemas o
escuelas sociológicos posee la verdad completa, pero ésta, desde
luego, no es la suma de todos los sistemas. Ser ecléctico implica sos­
tener que todos los sistemas pueden ser relevantes para la resolución
de un problema, siendo imposible establecer de antemano cuál será
el más adecuado para un caso determinado: y esto no es en absoluto
lo que se sostiene cuando se defiende el pluralismo cognitivo y meto­
dológico en sociología.
Con frecuencia se encuentra entre los estudiosos de la realidad
social a personas que se niegan a adoptar una posición definida con
exclusión de todas las demás, pero ello a causa de que no les parece
que ninguna de las existentes tenga una clara y decisiva ventaja sobre
el resto; con lo que toman de aquí y de allá lo que en cada ocasión les
parece más adecuado para lo que se traen entre manos. Esta actitud,
sin embargo, y contra lo que parece a primera vista, implica compro­
meterse con una muy específica posición, la ecléctica, rechazando
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 93

implícitamente todas las demás; y tal compromiso con el eclecticismo


constituye una profesión de agnosticismo, en el sentido de estar basa­
do en la presunción de que todas las posiciones teóricas pueden ser
igualmente adecuadas. Bastaría con esto para que quedase firme­
mente establecido que el pluralismo cognitivo no es ecléctico, pues
su punto de partida es el de la complejidad y heterogeneidad de lo
real, así como una noción pragmática de la teoría (esto es, que, las
teorías no son ni verdaderas ni falsas, sino más o menos adecuadas
para describir y explicar la realidad social). El eclecticismo opera con
una gran flexibilidad en punto a seleccionar los principios que utiliza
para construir las teorías, tomando unos u otros de acuerdo con lo
que le parece más oportuno para el caso. El pluralismo cognitivo, en
cambio, opera sobre la base de respetar los criterios epistemológicos
más adecuados para cada una de las regiones de que consta la reali­
dad, sin permitirse, dentro de cada una de ellas, versatilidad alguna:
es el objeto de conocimiento que se tiene en estudio el que determina
las condiciones de la observación, los principios teóricos adecuados y
la metodología a emplear.
En este sentido, para el pluralismo cognitivo no todas las teorías
ni todos los métodos son utilizables en general, sino la teoría y el mé­
todo adecuados al objeto de conocimiento. Y en la medida en que la
realidad social, como objeto de conocimiento de la sociología, está
compuesta de una variedad de objetos muy diferentes entre sí, es ella
misma quien impone que la sociología sea epistemológica, teórica y
metodológicamente pluralista, rechazando al mismo tiempo toda
pretensión de integracionismo teórico, que no es acorde con la com­
plejidad y heterogeneidad de la realidad social. Y tampoco se carac­
teriza el pluralismo cognitivo por actitudes moderadas y tolerantes:
tales actitudes derivan en la práctica científica del eclecticismo y el
sincretismo, en tanto que el pluralismo rechaza con la necesaria fir­
meza tanto la utilización exclusiva de una única epistemología, teoría
y método, como la utilización indiscriminada de unos u otros; y recla­
ma el establecimiento de líneas de demarcación entre las distintas re­
giones de la realidad, y el empleo dentro de cada una de ellas de los
instrumentos apropiados a las exigencias de la misma realidad. No se
trata, pues, de considerar igualmente justificados —o injustifica­
dos— todos los puntos de vista, o de ser imparcialmente relativista:
sino de apoyarse en una sola racionalidad que, por serlo, exige apro­
ximaciones diferentes para objetos que son diferentes. Y no es sólo
que el estudio de un problema de biología molecular exija unos ins­
trumentos científicos diferentes que el estudio de la personalidad au­
toritaria, por ejemplo; sino que, como dice Marcuse, «tratar las gran­
94 LA REALIDAD SOCIAL .
des cruzadas contra la humanidad [...] con la misma imparcialidad
que las luchas desesperadas por la humanidad significa neutralizar su
fimción histórica opuesta, reconciliar a los verdugos, tergiversar la
exposición de los hechos» (1977: 101). Se me perdonará que haya
apelado a casos extremos para ilustrar mi posición, y espero que con
ello pueda haber quedado claro que no hay irenismo ni indiferentis­
mo alguno en el pluralismo cognitivo, sino la respuesta necesaria a la
pluralidad del objeto.
Si la realidad social es plural, como creo, su conocimiento habrá
de ser pluralista: se niega, pues, que exista una vía privilegiada y
única para el mismo, pero precisamente porque se afirma que existe
una vía privilegiada y única para cada una de las regiones antedichas,
tanto desde el punto de vista epistemológico como desde el teórico y
metodológico. La única manera de manejarse en sociología con una
sola teoría es limitarse a un aspecto o región del objeto de conoci­
miento: lo que es perfectamente legítimo, pero impide suponer que
lo que se estudia sea la realidad social propiamente dicha, ya que se
trataría sólo de un ámbito o parte de ella. En la medida en que la rea­
lidad social como tal (objeto de conocimiento compuesto de objetos
de conocimiento) constituye el interés del sociólogo, su sociología
habrá de ser pluralista o reduccionista. Y pienso que no hay duda en
escoger el primer término de la opción, si es que se intenta hacer
ciencia.
Dicho pluralismo implica, para lo que aquí nos interesa, que la
sociología carece de un método propio o privilegiado con el que
abordar en exclusiva la investigación y el análisis de la realidad so­
cial. Antes bien, lo que sucede es que, según el aspecto o dimensión
del objeto que haya de considerarse, el propio objeto reclamará el
tratamiento adecuado, que podrá ser cuantitativo o cualitativo, his­
tórico, comparativo o crítico-racional. Y ello tanto en la siempre po­
sible y más o menos apropiada descripción como en la mucho más
problemática explicación, trate esta última de ser causal, comprensi­
va o hermenéutica. Del mismo modo que no existe una sola teoría
que permita decir cómo las cosas son y por qué son así, no existe tam­
poco un solo método for all seasons. Podría decirse que la sociología
dispone de una metodología en el sentido de que puede acudir a toda
una panoplia de herramientas analíticas con las que aproximarse a la
realidad social; y según sea la aproximación, según el ámbito o pro­
vincia de la realidad de que haya de darse razón, se utilizará una u
otra herramienta, coherentemente con la utilización de una u otra
teoría, exigidas ambas por el objeto mismo, esto es, por la concreta
dimensión, plano o aspecto del objeto que vaya a abordarse.
CUESTIONES ACERCA DE LA CIENCIA DE LA REALIDAD SOCIAL 95

Ni hay lugar, pues, a eclecticismo alguno, ni da igual una cosa que


otra, ni cabe el recurso a ningún análisis que pueda considerarse últi­
mo. Lo que hay es una proteica realidad, la realidad social, dotada
con un millar de rostros relativamente autónomos (o que como tales
los consideramos para hacer posible su análisis), que demanda un
pluralismo cognitivo, y a la que por tanto hay que ir provistos de una
pluralidad de teorías y de métodos que respeten su complejidad y
que puedan dar cuenta de ella sin mutilarla en exceso.
Y como es claro que ninguno podemos hacerlo todo, habremos
de aceptar con modestia en nuestro trabajo de estudiosos que lo que
habitualmente se nos alcanza no es más que una parcela o ámbito de
la realidad social, al que dificultosamente nos acercamos con la teo­
ría que le cuadra, y en el que hurgamos con el método que parece
apropiado y con las técnicas por ende pertinentes.
4. CINCO VÍAS DE ACCESO
A LA REALIDAD SOCIAL *

1. MÉTODO CIENTÍFICO Y MÉTODOS


DE LA SOCIOLOGÍA

Abordar por derecho el problema del método de la sociología im­


plicarse quiera o no, tomar posición acerca del método científico; y
esto supone a su vez, ai menos, dos cuestiones diferentes: la primera,
relativa a si existe algo que pueda llamarse método científico, en el
sentido de ser sólo uno y de estar generalmente aceptado y ser practi­
cado por los científicos; la segunda, relativa a si, en el caso de que tal
cosa exista, las ciencias sociales, o humanas, o de la cultura, o déla
historia, han de acogerse a un método elaborado para las ciencias fí­
sico-naturales desde una perspectiva positivista.
Pues bien, por improcedente que parezca, creo que en este mo­
mento debo atreverme a dar respuesta breve y tajante a tan gruesos
problemas, y no porque piense que baste con ella, que pueda cortar­
se sin más el nudo gordiano sin tomarse el trabajo de desatarlo, sino
por no repetir lo que ya en otro lugar he dicho, aliviando así ai lector
de una enfadosa vuelta a empezar. Así pues, se me perdonará si me
limito a anotar sucintamente varias afirmaciones, que no argumentos.
En primer lugar, me parece sumamente problemático que exista
algo que pueda ser llamado sin equivocidad el método científico: no
sólo porque la filosofía de la ciencia no ha alcanzado un suficiente
grado de acuerdo al respecto, sino porque la práctica de la ciencia
dista de ser unánime. O, al menos, tal método, único y umversal­
mente aceptado, no existe en forma detallada y canónica; aunque es

* Publicado en el n.° 29 de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas,


snero-marzo de 1985, y reproducido en la segunda y posteriores ediciones del libro
compilado por M. García Ferrando, J. Ibáñez y F. Alvira, El análisis de la realidad
social Métodos y técnicas de investigación, Alianza, Madrid, 1989.

[97]
98 LA REALIDAD SOCIAL

evidente que bajo la forma de una serie de principios básicos sí que


podría considerarse existente. En efecto, las actitudes que funda­
mentan la que Gouldner llamó cultura del discurso crítico; el recurso
a la comunidad científica como árbitro y reconocedor de la verdad
científica; la contrastación posible con la evidencia empírica disponi­
ble; el juego mutuo de teoría y realidad en la construcción de una y
otra; la exclusión deliberada de la manipulación o el engaño; la re­
nuncia a la justificación absoluta de la verdad encontrada; éstos y
otros muchos principios que podrían recogerse aquí, constituyen hoy
día elementos prácticamente indisputados del método científico.
Pero sólo eso, y nada menos que eso. De aquí que, sin desconocer
realidad tan abrumadora, haya que escuchar con escepticismo las
apelaciones, tan enfáticas como ruidosas, a un método científico ri­
guroso, detallado, universal y «manualizable»: tal cosa, ciertamente,
no existe.
En segundo lugar, reitero una vez más mi opinión de que las cien­
cias sociales no deben mirarse en el espejo de las físico-naturales, to­
mando a éstas como modelo, pues la peculiaridad de su objeto se lo
impide. Se trata, en efecto, de un objeto en el que está incluido, lo
quiera o no, el propio estudioso, con todo lo que ello implica; y de un
objeto, podríamos decir, subjetivo, en el sentido de que posee subje­
tividad y reflexividad propias, volición y libertad, por más que estas
cualidades de los individuos sean relativas al conjunto social del que
forman parte. Conjunto social que no es natural, en el sentido de que
es el producto histórico del juego de las partes de que consta y de los
individuos que las componen, siendo éstos a su vez también producto
histórico del conjunto, y ello en una interacción inextricable de lo
que el animal humano tiene de herencia genética y de herencia cultu­
ral. Un objeto de conocimiento, además, reactivo a la observación y
al conocimiento, y que utiliza a éste,.o a lo que pasa por tal, de mane­
ra apasionada y con arreglo a su peculiar concepción ética, limitacio­
nes a las que tampoco escapa el propio estudioso. Un objeto, en fin,
de una complejidad inimaginable (y para colmo de males compuesto
de individuos que hablan, de animales ladinos), que impone la peno­
sa obligación de examinarlo por arriba y por abajo, por dentro y por
fuera, por el antes y por el después, desde cerca y desde lejos; pesar­
lo, contarlo, medirlo, escucharlo, entenderlo, comprenderlo, histo­
riarlo, describirlo y explicarlo; sabiendo además que quien mide,
comprende, describe o explica lo hace necesariamente, lo sepa o no,
le guste o no, desde posiciones que no tienen nada de neutras.
Espero se me disculpe lo que parece más un alegato literario que
un razonamiento, si se cae en la cuenta de que, pese a todo, la pecu­
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 99

liaridad, complejidad y polivalencia del objeto de conocimiento de


las ciencias sociales no quedan descritas sino de manera harto pálida
en las palabras anteriores. Si, pues, los objetos de conocimiento de
unas y otras son tan radicalmente diferentes, ¿a qué empeñarse en
configurar las ciencias sociales tomando como modelo a las de la na­
turaleza? Se explica tal empeño por el anhelo de respetabilidad de los
científicos sociales, pero su aceptación como miembros de la comuni­
dad constituida por ios científicos de la naturaleza se consigue al in­
menso costo de traicionar el objeto de las ciencias sociales. El proble­
ma no es aquí simplemente de «dos culturas», sino de negación del
objeto. Y si no ha de negarse el objeto, sino afirmarse en su excep­
cional especificidad, ello implica afirmar también una epistemología
pluralista que responda a su complejidad, a la variedad de sus face­
tas. Y a tal pluralismo cognitivo no puede convenir un método, un
solo método, y menos que ninguno el diseñado para el estudio de la
realidad físico-natural (que es aplicable a algunas de las facetas de la
realidad social, por descontado, pero solamente a algunas de ellas).
En tercer lugar, y como conocida conclusión, al pluralismo cogni­
tivo propio de las ciencias sociales, y particularmente de la sociolo­
gía, corresponde un pluralismo metodológico que diversifica los
modos de aproximación, descubrimiento y justificación en atención a
la faceta o dimensión de la realidad social que se estudia, en el bien
entendido que ello no implica la negación o la trivialización del méto­
do, su concepción anárquica, o la pereza de enfrentar lo áspero: sino,
por el contrario, la garantía de la fidelidad al objeto y la negativa a su
reproducción mecánica, a considerarlo como naturalmente dado del
mismo modo en que nos es dado el mundo físico-natural.
De aquí que más que del método de la sociología se hable en estas
páginas de los métodos de la sociología, y no, desde luego, como in­
tercambiables y aleatorios, o en el sentido del «todo vale» de Feyera-
bend (1974), sino como adecuados en cada caso al aspecto del objeto
que se trata de indagar. Que en eso consiste el pluralismo metodoló­
gico propio de la sociología.

2. EL MÉTODO HISTÓRICO

La ciencia de la sociedad ha de recurrir sistemáticamente al méto­


do histórico. Cuando me refiero aquí al método histórico, no quiero
decir que la sociología debe incluir entre sus técnicas de investigación
las que son propias del historiador para reconstruir el pasado e inter­
pretarlo, sino sólo que el sociólogo ha de interrogarse, e interrogar a
100 LA REALIDAD SOCIAL

ia realidad social, acerca del cursus sufrido por aquello que estudia,
sobre cómo ha llegado a ser como es, e incluso por qué ha llegado a
serlo* No se trata de que el sociológo se introduzca en campo ajeno o
mimetice la actividad del historiador, sino de que extreme su con­
ciencia de la fluidez heraclitiana de su objeto de conocimiento, sea
cual fuere su tempo, de forma que la variable tiempo se tenga siem­
pre presente en el estudio de la realidad social. Y no se trata con ello
de consagrar el brocardo baconiano, según el cual ventas temporis
filia, sino más bien de incorporar a la sociología el famoso dictum de
Burckhardt: «La historia es la ruptura con la naturaleza creada por el
despertar de la conciencia» (apud Carr, 1978: 182). En efecto, tam­
bién la sociología implica en alguna medida una ruptura con la natu­
raleza, en el sentido de negar a lo social dado la condición de natural
y de profundizar en la conciencia de su contingencia; dicho más bre­
vemente, la sociología posibilita al menos la atenuación del egocen­
trismo en lo que se refiere a la organización y los procesos sociales y,
literalmente, permite percibir la historicidad de los fenómenos socia­
les estudiados. Por eso tiene tan poco sentido una sociología ahistóri-
ca que no se pregunte de dónde vienen los procesos y las instituciones
sociales (y adonde van), sino que los examine fuera del tiempo: tal
sociología, a la que dudo se pueda llamar así, hace con frecuencia
buena la famosa pregunta de «¿Cómo se puede ser persa?», aunque
sin la ironía con que en su momento se formuló. Este tipo de sociolo­
gía carente de sensibilidad histórica cree que estudia el presente,
cuando éste no tiene más existencia que la puramente conceptual de
línea divisoria imaginaria entre el pasado y el futuro: esta idea de
Carr, con la que es difícil no estar de acuerdo, es particularmente
aplicable ai objeto de la sociología, pues la sociedad humana ha cam­
biado tanto de un país a otro y de un siglo a otro que se impone consi­
deraría ante todo como un fenómeno histórico (Carr, 1978: 43). De
aquí el asombro de Braudel de que los sociólogos hayan podido esca­
parse del tiempo, de la duración (1968: 97), lo que consiguen o bien
refugiándose en lo más estrictamente episódico y événementiel, o
bien en los fenómenos de repetición que tienen como edad la de la
larga duración. Y por ello Braudel formula una invitación a los soció­
logos, que apoya de una parte en la consideración de ciencia global
que la sociología tenía para los clásicos y, de otra, en la superación
por los historiadores de una historia limitada a los acontecimientos:
invitación a considerar que sociología e historia constituyen «una
sola y única aventura del espíritu, no el envés y el revés de un mismo
paño, sino este paño mismo en todo el espesor de sus hilos»
(1968: 115): La historia, en efecto, le parece a Braudel una dimen­
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 101

sión de la ciencia social, formando cuerpo con ella: desde principios


de este siglo, y especialmente en Francia gracias a los esfuerzos de
Berr, Febvre y Bloch, «la historia se ha dedicado [...] a captar tanto
los hechos de repetición como los singulares, tanto las realidades
conscientes como las inconscientes. A partir de entonces, el historia­
dor ha querido ser —y se ha hecho— economista, sociólogo, antro­
pólogo, demógrafo, psicólogo, lingüista [...] la historia se ha apode­
rado, bien o mal pero de manera decidida, de todas las ciencias de lo
humano; ha pretendido ser [...] una imposible ciencia global del
hombre» (Braudel, 1968: 113-114).
Pues bien, no se trata, evidentemente, de asumir esta suerte de
imperialismo de los jóvenes años de los Afínales y reimplantarío en la
sociología, sino sólo de reconocer con Braudel que con frecuencia
historia y sociología se identifican y se confunden, especialmente por
el carácter global de ambas, y de manera particular en el plano de los
fenómenos de larga duración y en el del análisis de la estructura glo­
bal de la sociedad. Esto era bien comprendido y practicado por la
mayoría de los «padres fundadores» de la sociología, en tanto que la
parte más importante de la investigación llevada a cabo en los años
de la que se llamó «sociología moderna» fue puramente de fenóme­
nos episódicos o atemporalmente examinados. Me parece que es
preciso reaccionar contra tal ahistoricismo, y no dudo en suscribir la
opinión de Carr: «Cuanto más sociológica se haga la historia y cuanto
más histórica se haga la sociología, tanto mejor para ambas»
(1978: 89).
Pero negarse al ahistoricismo ¿no implicaría caer en el nefando
historicismo popperiano con todas sus denostadas miserias? Recor­
demos que Popper entiende por historicismo «un punto de vista
sobre las ciencias sociales que supone que la predicción histórica es el
fin principal de éstas, y que supone que este fin es alcanzado por
medio del descubrimiento de los “ritmos” o los “modelos”, de las
“leyes” o las “tendencias” que yacen bajo la evolución de la historia»
(1973: 17); en contra de ello, la tesis de Popper es que la «creencia en
un destino histórico es pura superstición y que no puede haber pre­
dicción del curso de la historia humana por métodos científicos o
cualquier otra clase de método racional» (1973: 9). Sea cual fuere la
opinión que se tenga acerca de la posición popperiana (y sin duda
está hoy bastante desacreditada a causa de que la noción de «histori­
cismo» es más bien, como dice Carr, una especie de cajón de sastre
en el que Popper reúne todas las opiniones acerca de la historia que
le desagradan, inventando además los argumentos «historícistas»
que le interesan: cf. Carr, 1978: 123 n.), es evidente que cuando re-
102 LA REALIDAD SOCIAL

clamo para la Sociología la necesaria sensibilidad histórica, e incluso


un método histórico, no estoy defendiendo la necesidad de que los
sociólogos hagan predicción histórica, sino más bien postdicción his­
tórica; esto, es, que se esfuercen en ver la formación de los fenómenos
sociales a lo largo del lapso de tiempo conveniente, y que perciban la
duración de la realidad social, tanto en el período corto como largo,
como el ámbito preciso para hablar de los cambios experimentados.
Aunque, desde luego, nada se opone a la predicción, salvo que ésta
se convierta en la proclamación profética de un sino histórico tras­
cendente, que es contra lo que en realidad está Popper y en lo que se
puede estar de acuerdo con él.
Es evidente que, tanto en el caso de la postdicción como en el de
la predicción, el sociólogo que busca en la historia está buscando fac­
tores causales; no, desde luego, la causa que explique maravillosa­
mente lo que se estudia, sino el conjunto de múltiples causas que
siempre rodean confusamente el proceso de que se trate, por más
que en el mejor de los casos pueda discernirse una cierta jerarquía
causal. Y tampoco el sociólogo practicante del método histórico ha
de limitarse al establecimiento de puras secuencias temporales que
pueden ser perfectamente irrelevantes en términos causales, de
acuerdo con el clásico sofisma de post hoc, ergo propter hoc, sino que
ha de explorar en lo posible la variedad de instancias que hayan podi­
do influir, condicionar o determinar el fenómeno que se trae entre
manos. Téngase en cuenta que cuando hablo aquí de indagación de
causas estoy muy lejos de sugerir un planteamiento mecanicista de la
causación que privilegie la exclusividad (una causa) y el automatismo
(la necesidad del sequitur); por el contrario, creo que es mucho más
realista y más científico, aunque mucho menos concluyente, postular
que de ordinario lo que habrá será una multiplicidad de causas ope­
rando en un campo variable y complejo la producción más o menos
probable de determinadas consecuencias; pero por impreciso que
pueda parecer este planteamiento, siempre será más consistente que
la consideración de los fenómenos como producidos de la nada en ese
momento, o que la atribución dogmática de una causa porque al­
guien con autoridad lo haya dicho, o porque tal mecanismo causal fi­
gura en la panoplia de alguno de los grandes modelos abstractos al
uso. Creo que debe darse como buena en sociología la recomenda­
ción de Polibio: «Donde sea posible encontrar la causa de lo que ocu­
rre, no debe recurrirse a los dioses». Y seguramente tampoco donde
no lo sea, que la ciencia no debe descargar sus responsabilidades
sobre quien no ha de protestar por ello. Por ultimo, he de hacer notar
que cuando indico que el recurso a la historia implica la búsqueda sin
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 103

ambages de la explicación causal, no excluyo con ello en modo algu­


no la pretensión de comprender el fenómeno en sentido weberiano:
como creo haber puesto de relieve en otro lugar (1979: 368-382), ex­
plicación y comprensión no se oponen, y no hay duda de que las con­
clusiones que Weber trata de establecer son causales. En todo caso, y
para la justificación del recurso a la historia que aquí me interesa,
tanto en lo que tiene de explicativo como de comprensivo, y tanto en
el estudio del presente como en el intento de predicción del futuro,
creo que Lledó ha expresado magistralmente lo que quiero decir:
«Parece, pues, que el sentido de la historia humana no es la visión pa­
siva del hecho histórico, sino la actualización de ese hecho en el en­
tramado total de sus conexiones, para atender a lo que el hombre ha
expresado en él. Y esa atención es posible cuando se interpreta el
transcurrir humano desde el pasado que lo proyecta, pero también
desde el futuro que lo acoge y determina» (1978: 61-62). Texto al que
mis únicas reservas, timoratas si se quiere, son la utilización del tér­
mino «total» —por la irrealizable ambición que implica—, y la no­
ción de que el futuro «determina» el transcurrir humano —por la ás­
pera paradoja que contiene—. Y, por continuar con Lledó, de los
seis aspectos que propone para la consideración del pasado, entiendo
que el más propio al recurso del sociólogo es el que concibe el pasado
como gestador del presente: «lo que somos es, sencillamente, lo que
hemos sido»; de aquí que Bloch pudiera afirmar que la incompren­
sión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado (cfr.
Lledó, 1978: 7L77). La sociología no puede versar sobre el presente
sino buscando su génesis en el pasado: si ha de haber una sociología
del presente ha de apoyarse en una historia del presente, esto es, en
una historia.
El paciente lector habrá observado mi reiteración, hablando
como estoy del método histórico en sociología, en referirme a ésta
como sociología del presente. Ello tiene por objeto descartar en este
contexto cualquier veleidad hacia la sociología de la historia, empe­
ño respetable si los hay pero que no tiene nada que ver con la necesi­
dad en que insisto aquí de que el sociólogo tome en cuenta la génesis
de lo que estudia. La Soziologie der Geschichíe es muy otra cosa, de
la que podrían ser buenos ejemplos el conocido ensayo de Von Wiese
sobre la cultura de la Ilustración (cf. 1954, y el prólogo de Tierno), o
el de Von Martin sobre la sociología de la cultura medieval (cf. 1970,
y el prólogo de Truyol), incluidos ambos precisamente en el Maná
wórterbuch der Soziologie, editado por Vierkandt en 1931, o el estu­
dio de Dawson sobre ios fundamentos sociológicos de la cristiandad
medieval (cf. 1953), o tantos y tantos brillantes ejercicios que, cuan­
104 LA REALIDAD SOCIAL

do amplían el fenómeno o la época estudiada, pueden llegar a confi­


gurarse más bien como trabajos de filosofía de la historia. Cierta­
mente, lo que caracteriza a la sociología de la historia es su intento de
poner de manifiesto los condicionamientos sociales de los fenómenos
del pasado, y en ese sentido sí que se confunde de hecho —y de modo
totalmente legítimo— con determinada historiografía que persigue
idéntico propósito; pero en ocasiones, como antes he apuntado, la
perspectiva sociológica se desplaza tanto hacia la metafísica que la
confusión se produce con la filosofía de la historia. Pues bien, es
claro que al propugnar el método histórico en sociología no me refie­
ro a hacer sociología del pasado, sino a hacer historia de la sociedad
presente: y ello en la medida necesaria para poner de manifestó su
génesis.
Una última cuestión, referida a la vieja polémica que niega a la
historia la condición de ciencia porque su objeto de conocimiento
está constituido por hechos individuales e irrepetibles, en tanto que
el de la ciencia consiste en lo inmutable y uniforme de la naturaleza y
la materia, objeción que en alguna medida afectaría a la utilización
del método histórico por la sociología; de acuerdo con tal argumen­
to, la historia sería un saber sobre lo individual incapaz de abstrac­
ción ni generalización (un conocimiento idiográfico), en tanto que la
ciencia sería saber de lo universal, abstraído de la experiencia y capaz
de expresarse en «leyes» generales (un conocimiento nomotético).
No es del caso reproducir aquí los conocidos argumentos de Rickert
(cf. 1945) en contra de la conclusión obtenida de tal distinción (negar
a la historia el estatuto científico), puesto que la polémica a que me
refiero ha perdido prácticamente toda su fuerza inicial: de una parte
porque, gracias sobre todo a la obra de Darwin, se ha introducido la
variación y la historia en la ciencia natural, de modo que su objeto no
se concibe ya como algo intemporal y estático sino en permanente
proceso de transformación, lo que ha llegado a afectar hasta a la as­
tronomía; de otra parte, la vieja noción de ley de las ciencias físico-
naturales ha ido suavizándose con el tiempo, de modo que hoy se
prefiere hablar simplemente de hipótesis, como sugirió Poincaré
(cf. 1963), atribuyendo a la teoría no un significado nomotético, sino
sobre todo pragmático. Todo ello implica que en las ciencias físico-
naturales no preocupa ya primordialmente el establecimiento de
leyes, sino la explicación de cómo funcionan las cosas, que es justa­
mente lo que hace el historiador, tanto más cuanto que, como dice
Carr, «no está realmente interesado en lo único, sino en lo que hay
de general en lo único» (1978: 85): la historia se distingue de la mera
recopilación de datos precisamente por su empeño en la generaliza­
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 105

ción y la abstracción. Pues bien, si las ciencias físico-naturales se han


revelado como menos nomóteticas de lo que se suponía, y la historia
como menos idiográfica, no parece tener mucho sentido seguir pres­
tando atención a una discusión planteada en tales términos, Y tanto
menos cuanto que la peculiar condición de la sociología le impide
considerarse como ciencia nomotética que hubiera de recelar de una
presunta condición no científica de la historia por su naturaleza idio­
gráfica, Mejor será, como aquí hago, reconocer que la sociología tra­
baja con un objeto de conocimiento, la realidad social, que es esen­
cialmente histórico: cada sociedad es única, y ha sido configurada en
uña trayectoria histórica específica que da razón de ella explicando
su génesis; lo que no excluye, sino impone, la abstracción y la genera­
lización convenientes, pues esa unicidad de cada sociedad no las
impide.

3. EL MÉTODO COMPARATIVO

Tradicionalmente se ha venido diciendo que el método compara­


tivo sustituye en las ciencias sociales ai imposible o muy difícil méto­
do experimental, propio de muchas de las ciencias físico-naturales.
En efecto, en el experimento controlado de laboratorio el químico
puede añadir o eliminar una sustancia, y observar el resultado que se
produce; el sociólogo, en cambio, no puede añadir o suprimir nada
en una sociedad para comprobar su efecto: el científico social sólo
muy raramente puede manipular las variables de manera directa. En
tanto que gracias al método comparativo puede «manipular» indirec­
tamente las variables que le interesa controlar. Pues bien, esto es ver­
dad sólo dentro de cierto límites; por una parte, son muchas las cien­
cias físico-naturales que no tienen acceso a la experimentación
controlada de laboratorio, como la astronomía; por otra parte, esa
«manipulación» indirecta de las variables que se dice ofrece el méto­
do comparativo no es sino una metáfora, ni siquiera una analogía: el
científico social que compara no manipula nada. Dejemos, pues, de
lamentar que las ciencias sociales no puedan experimentar en un la­
boratorio, lamento que es simplemente resultado del sentimiento de
inferioridad que aqueja a muchos científicos sociales respecto de los
físico-naturales, nacido del equivocado planteamiento de que el mo­
delo de la ciencia social es la ciencia de la naturaleza. Y, consecuen­
temente, examinemos el método comparativo en sí mismo, no como
ersatz de una experimentación imposible.
El método comparativo es consecuencia de la conciencia de la di­
106 LA REALIDAD SOCIAL

versidad: la variedad de formas y procesos, de estructuras y compor­


tamientos sociales, tanto en el espacio como en el tiempo, lleva nece­
sariamente a la curiosidad del estudioso el examen simultáneo de dos
o más objetos que tienen a la vez algo en común y algo diferente;
pero la satisfacción de tal curiosidad no lleva más allá de la taxono­
mía y la tipificación, y cuando se habla del método comparativo en
las ciencias sociales parece que quiere irse más lejos de esas básicas
operaciones de toda ciencia.
Una importante consecuencia de lo que he llamado conciencia de
la diversidad es la eliminación, o al menos la erosión, de lo que cono­
cemos como etnocentrismo, actitud que se ha revelado particular­
mente estéril y perniciosa en las ciencias sociales en la medida en que
trata de explicar y comprender fenómenos ajenos con categorías pro­
pias, desvirtuando con ello el empeño de obtener conocimiento que
pueda ser llamado tal. Una forma particularmente rechazable de et­
nocentrismo es la que podemos calificar de naturalismo, esto es, de
considerar lo propio como «lo natural», valorando lo ajeno no ya
como exótico, sino como desviación rechazable: lo que es dado en el
ámbito sociocultural del estudioso viene a ser considerado así como
lo natural, normal, apropiado o valioso, en tanto que todo lo que no
es así se considera malformado, deficiente, «no civilizado» o insufi­
cientemente desarrollado. Una exposición suficiente a la diversidad
puede terminar convirtiendo tal parroquialismo en una visión más
objetiva, esto es, más relativa, aunque no necesariamente. En resu­
midas cuentas, y como dice Andreski, «el conocimiento de otras
sociedades y la consiguiente aptitud para comparar ayudan enorme­
mente al análisis de una sociedad dada y, sobre todo, al descubri­
miento de relaciones causales» (1973: 78). Pero principalmente, y a
más de todo ello, el método comparativo responde al interés de «de­
sarrollar y comprobar teorías que sean aplicables por encima de las
fronteras de una sola sociedad», como señalan Holt y Tumer
(1970: 6), ya que carecería de sentido intentar la formulación de teo­
rías cuyos referentes empíricos estuvieran confinados en el entorno
del investigador. Pero además de permitir la universalidad de la cien­
cia (o por lo menos de impedir su injustificable compartimentación),
lo cierto es que el método comparativo tiene una larga tradición en
ciencias sociales: propuesto formalmente por John Stuart Mili en su
A System o f Logic al establecer los cuatro famosos cánones de la in­
ducción destinados a descubrir las relaciones de causalidad (concor­
dancia, diferencia, residuos y variaciones concomitantes), es no sólo
utilizado sino enfáticamente recomendado por Durkheim, quien sos­
tiene que «el método comparativo es el único que conviene a la socio-
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 107

logia» (1965: 99): «La sociología comparada no es una rama particu­


lar de la sociología; es la sociología misma, en tanto deja de ser
puramente descriptiva y aspira a dar razón de los hechos»
(1965: 107). Bien es verdad que Durkheim defiende como método
comparativo el de las variaciones concomitantesidentificando así
«método» con «método de prueba», y específicamente de la prueba
causal (cf. 1965: cap. VI), y no es cosa de entrar aquí a discutir todos
los problemas implícitos en dicha posición; me limitaré, pues, a indi­
car que no es preciso identificar el método comparativo tal como aquí
se presenta con ninguno de los cánones de Mili, y tampoco conside­
rarlo necesariamente como parte del ars probandi. Por método com­
parativo basta entender aquí el recurso a la comparación sistemática
de fenómenos de diferente tiempo o ámbito espacial, con objeto de
obtener una visión más rica y libre del fenómeno perteneciente al
ámbito o época del investigador, o de articular una teoría o explica­
ción que convenga a fenómenos que trasciendan ámbitos o épocas
concretos.
Naturalmente, carece de sentido comparar dos cosas cualesquie­
ra: es habitual la prudente norma de recomendar un grado suficiente
de analogía estructural y de complejidad entre los fenómenos que
hayan de confrontarse, así como la necesidad de no desgajar arbitra­
riamente de su contexto las instituciones, procesos u objetos cultura­
les que se comparen; pero, como bien dice Duverger, «si se llevaran
hasta el fin las exigencias de la analogía se haría imposible todo estu­
dio comparativo» (1962: 418), pues terminarían comparándose sólo
cosas idénticas. La comparación se interesa tanto por las diferencias
como por las semejanzas (tanto más por las primeras cuanto la analo­
gía sea mayor), y no siempre versa sobre objetos diferentes pertene­
cientes a épocas o ámbitos separados, sino que en ocasiones se com­
paran los resultados obtenidos del estudio de un mismo fenómeno
desde perspectivas diferentes: pero, en contra del parecer de Duver­
ger, dudo que deba emplearse el término «comparativo» para califi­
car este último tipo de trabajo.
Como señala Rokkan, el interés de los «padres fundadores» por
el método comparativo se perdió entre sus seguidores, y sólo en los
años cincuenta surge de nuevo, esta vez motivado por los esfuerzos
en favor de la integración internacional, de la cooperación política y
económica, y de los programas de ayuda a los países del tercer
mundo: esas nuevas demandas de las relaciones internacionales in­
crementaron la necesidad de conocimientos acerca de las condicio­
nes sociales, económicas, culturales y políticas de los más distintos
países del mundo y, consecuentemente, estimularon la investigación
108 LA REALIDAD SOCIAL

comparativa sistemática (1966: 4). Bien es verdad que las construc­


ciones teóricas que respaldaban estos esfuerzos de comparación
cross-cultural y cross-national eran pobres y fragmentarias, y no ha­
bían llegado a desarrollarse herramientas de análisis ni procedimien­
tos probatorios adecuados para manejar datos a muy distintos nive­
les de comparabiíidad (ibídem). La mayor parte de los trabajos
llevados a cabo en esos años versaban sobre datos que no habían sido
obtenidos por los propios investigadores: el análisis secundario com­
parativo planteaba el problema de apreciar la comparabiíidad de
datos procedentes de fuentes independientes, de modo que era nece­
sario ir más allá del simple manejo de informaciones tabuladas de
manera similar (1966: 16). El intento de establecer generalizaciones,
por otra parte, imponía la necesidad de replicar en otros países las
proposiciones ya validadas en algunos de ellos, cosa sin duda más
fácil de llevar a cabo a través de estudios de opinión (esto es, a un
nivel microsociológico), que de análisis de las estructuras de los siste­
mas sociales en su conjunto, aunque las indagaciones del primer tipo
dejasen siempre abierto el portillo de la duda acerca de su validez.
Para Rokkan, la consolidación del interés en la metodología compa­
rativa se desenvuelve entre dos polos, el de manejarse con datos ob­
tenidos por el investigador en condiciones de completo aislamiento
respecto de otros científicos sociales pertenecientes a las culturas y
sociedades estudiadas, o el de asegurar la comparabiíidad de los
datos en todos los temas y fases del proceso a través de la participa­
ción de científicos sociales de todas las culturas y sociedades estudia­
das; entre estos dos hipotéticos extremos se desenvuelve la investiga­
ción comparativa en sociología, y normalmente en uno de estos tres
niveles: un primer nivel en el que se lleva a cabo la colección y articu­
lación sistemática de datos producidos independientemente y de ha­
llazgos producto de investigaciones no coordinadas; Rokkan aduce
los ejemplos de los estudios de parentesco de Murdock, los de socia­
lización de Chiíd y Whiting, o los de Lipset y su escuela sobre los fac­
tores sociales y económicos determinantes del comportamiento polí­
tico. En un segundo nivel se situarían los esfuerzos dirigidos a influir
sobre las instituciones que llevan a cabo regularmente procesos de
recogida de datos en diversos países, para el desarrollo de metodo­
logías más apropiadas (cuestionarios, códigos, tabulaciones y proce­
dimientos de análisis): las estadísticas demográficas y económicas
realizadas por las Naciones Unidas, la OIT, la UNESCO, la Organi­
zación Mundial de la Salud, etc., experimentaron importantes mejo­
ras en orden a la comparabiíidad internacional gracias a tales esfuer­
zos. En un tercer nivel, por fin, habría que clasificar la organización
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 109

de programas ad hoc de recogida de datos en distintos países con el


específico propósito de compararlos, como serían los casos del traba­
jo de Lemer sobre el Medio Oriente, o del de Almond y Verba sobre
la cultura cívica (Rokkan, 1966: 21-22). Desde la época en que se lle­
varon a cabo tan conocidas investigaciones, el interés por la compa­
ración se ha consolidado, y sus presupuestos teóricos y herramientas
metodológicas se han refinado extraordinariamente, aunque- no
siempre la elección de lo que se compara ni sus resultados sean com­
pletamente satisfactorios.
La cuestión de qué pueda o deba compararse, en términos de si
ha de ser la totalidad de los sistemas o algunas de sus partes, ha sido
objeto de discusión, especialmente en el campo de la ciencia política.
Riggs, por ejemplo, entiende que de no tomar en consideración el
sistema político como un todo, debilitaríamos innecesariamente
nuestra capacidad de ver la Gestalt de la política (1970: 76 y 78 ss.).
LaPalombara, por el contrario, mantiene que debe seleccionarse un
segmento del sistema y organizar a su alrededor las proposiciones
teóricas que constituyan el foco para la indagación empírica
(1970: 133), en una posición muy análoga a la del Merton de las teo­
rías de alcance medio, a quien expresamente cita. Pero tal discusión,
sea cual fuere su valor en el ámbito de la ciencia política, no es trasla­
dable sin más a la sociología: piénsese lo que significaría estudiar el
sistema social como un todo, y compararlo sin más con otro todo.
Dejando aparte el problema, más filosófico que otra cosa, de si la so­
ciedad como tal, globalmente considerada, es susceptible de ser ob­
jeto de conocimiento de la sociología (esto es, de si es posible una
«sociología de la sociedad»), lo cierto es que la totalidad social sólo
ha sido estudiada a través de esquemas y modelos reductores
—cuando no reduccionistas— que de hecho la segmentalizan en al­
gunas líneas o características que se consideran más relevantes que, o
determinantes de, las demás. Y todo esto, evidentemente, en el bien
entendido de que el estudio de que se trata es empírico (aunque no
necesariamente cuantitativista), esto es, que se remite a determina­
das realidades a cuya comparación se apela. De hecho, la tradición
sociológica se apoya sistemáticamente en exámenes de la realidad so­
cial a un nivel de análisis inferior al de la totalidad social, excesiva­
mente compleja para dejarse prender en las mallas de la más ambi­
ciosa investigación; lo que no excluye que el investigador respalde su
trabajo con una teoría de la totalidad social. Pienso, pues, que las in­
vestigaciones de alcance medio, que son en la práctica las únicas posi­
bles, necesitan teorías a su medida, también de alcance medio; pero
que aquéllas y éstas requieren imperiosamente ser respaldadas por
no LA REALIDAD SOCIAL

teorías de largo alcance, incluso por teorías generales de la totalidad


social en la problemática medida en que sean posibles. Pero dejemos
esto ahora, pues lo único que quiero destacar aquí es que en ciencia
política podrá o no ser posible y conveniente el estudio y la compara­
ción de sistemas políticos en su conjunto, considerados como un
todo; pero en sociología tal empeño referido a totalidades sociales,
en lugar de á rasgos o dimensiones determinados, no parece viable.
La necesidad de no ser excesivamente ambiciosos en el acotado
de lo que se compara ha llevado a cierta desconfianza de las compa­
raciones interculturales, e incluso de las internacionales aun dentro
de la misma área cultural, originándose así una corriente de interés
en favor de las comparaciones internacionales de diferencias intrana-
cionales. Como dicen Linz y De Miguel, la comparación puede ver­
sar sobre dos aspectos de un mismo país, sobre dos aspectos de dos
países diferentes, o sobre el resultado de la comparación de dos as­
pectos de un país con el resultado de la comparación de dichos dos
aspectos en otro país (1966: 270). Y todo ello porque, siendo las so­
ciedades a comparar muy heterogéneas, cualquier «media» (estadís­
tica o no) enmascarará la situación real. La comparación internacio­
nal, y no digamos la intercultural,.ha de tener siempre in mente la
existencia de diferencias intranacionales más o menos grandes, tan
grandes a veces que despojan de sentido a todo intento comparativo
que no cuente con ellas, y cuya ignorancia conduce a extrapolaciones
completamente gratuitas de, por ejemplo, el proceso de desarrollo
económico experimentado por una sociedad a otra diferente. «La he­
terogeneidad interna, la diferenciación regional y los desequilibrios
en el desarrollo constituyen algunas de las características esenciales
de muchas sociedades, y son responsables de muchos de sus proble­
mas» (Linz y De Miguel, 1966: 272): no pueden, pues, ignorarse en
el caso de pretender llevar a cabo comparaciones internacionales, e
incluso deben constituir expresamente el objetivo de tales compara­
ciones.

4. EL MÉTODO CRÍTICO-RACIONAL

En 1937 señalaba Horkheimer en un famoso artículo que «las va­


rias escuelas de sociología tienen idéntica concepción de la teoría, y
ésta es la de las ciencias naturales [...]. En esta concepción de la teo­
ría, [...] la función social realmente cumplida por la ciencia no se
hace manifiesta; no se explica lo que la teoría significa para la vida
humana» (1976: 209 y 212). Tal función social, rechazada por el
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 111

autor, parte de que los científicos se dedican a actividades meramen­


te clasifícatorias y consideran la realidad social como extrínseca, en­
frentándola como científicos y no como ciudadanos; consecuente­
mente, ia realidad se concibe como consistente en datos que han de
ser verificados, sin mayor implicación de la actividad científica en la
organización racional de la actividad humana para la construcción de
un mundo que satisfaga las necesidades de los hombres. Frente a esta
concepción tradicional o positivista de la ciencia, Horkheimer opone
la teoría crítica, que «nunca busca simplemente un incremento del
conocimiento como tal: su objetivo es la emancipación del hombre
de la esclavitud» (1976: 224). El mismo autor sostuvo en 1947 que el
positivismo científico implica consagrar la que llama razón subjetiva
o instrumental y rechazar la razón objetiva: se considera que la tarea
de la razón «consiste en hallar medios para lograr los objetivos pro­
puestos en cada caso» (1973: 7), sin reparar en qué consiste en cada
caso el objetivo específico propuesto; la razón tiene así que habérse­
las tan sólo «con la adecuación de modos de procedimiento a fines
que son más o menos aceptados y que presuntamente se sobreentien­
den» (1973: 15). Los fines no son, pues, manejables por la razón ins­
trumental, esto es, por la ciencia positivista: constituyen algo dado,
sobreentendido; la ciencia se ocupa de clasificar y deducir, de ade­
cuar medios a fines. En contraste con ello, la ciencia articulada como
razón objetiva debe enfocarse sobre «la idea del bien supremo, del
problema del designio humano y de cómo realizar las metas supre­
mas» (1973: 17). De no ser así resultaría que «no existe ninguna meta
racional en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de
una meta frente a otras con referencia a la razón» (1973: 17-18), lo
que implicaría la abdicación de la ciencia de lo que constituye su ob­
jetivo más importante: cooperar con 1a filosofía en la determinación
de las metas del hombre. Si tal abdicación se produce (y se produce,
en efecto, en la ciencia social positivista que se pretende value-free),
entonces «el pensar no sirve para determinar si algún objetivo es de
por sí deseable [...] los principios conductores de la ética y la política
[...] llegan a depender de otros factores que no son la razón. Han de
ser asunto de elección y de predilección, y pierde sentido el hablar de
la verdad cuando se trata de decisiones prácticas» (1973: 19). «Los
fines ya no se determinan a la luz de la razón [...] nuestras metas,
sean cuales fueren, dependen de predilecciones y aversiones que de
por sí carecen de sentido» (1973: 42 y 47).
No es del caso volver aquí sobre los diversos extremos de la teoría
crítica, de los que me he ocupado ya con cierto detalle (cf. 1979: 96-
100, 128-162 y 388-394), pero sí quiero destacar la importancia que
112 LA REALIDAD SOCIAL

en ella se concede al papel de la ciencia, su negación de una ciencia


de corte positivista que se constituya como libre de valoraciones, y su
correlativa afirmación de una ciencia que se ocupe racionalmente de
los fines: el acuerdo al respecto de Horkheimer, Marcuse, Adorno y
Habermas, con todas sus diferencias, es verdaderamente notable.
Cuando el positivismo relega los fines humanos a las tinieblas exte­
riores (esto es, cuando niega que la ciencia pueda ocuparse de valo­
res «valiendo»), limita la razón al papel puramente instrumental de
enjuiciar la adecuación de medios diversos a fines dados: lo que el
positivismo consagra es la no racionalidad de la esfera de los fines, y
lo que la teoría crítica reivindica es justamente la restitución de los
fines del hombre al ámbito de la racionalidad, esto es, dé la ciencia.
Entiéndase bien, la teoría crítica no pretende sustituir la racionalidad
de la ciencia por la irracionalidad de la no-ciencia, sino recuperar
para los fines humanos, para los valores y para el deber ser, su lugar
en la ciencia. Como dice Bottomore, «el desasosiego general sobre
las consecuencias sociales de la ciencia y la tecnología presta cierto
estímulo y justificación a los críticos del racionalismo científico, pero
no me parece que sea de gran ayuda para la causa de la liberación hu­
mana renegar de éste en favor del misticismo religioso que crece de
forma tan exuberante entre los exponentes de una contracultura no
científica» (1975: 15). La teoría crítica no trata de sustituir la ciencia
por el misticismo, sino de que la ciencia recobre su competencia para
la consideración racional de los fines del hombre, lo que implica re­
clamar para la ciencia el ejercicio de la reflexión racional, y no sólo la
práctica del empirismo positivista que se niega a ir más allá de los he­
chos. Esto es lo que significa en último extremo la expresión «teoría
crítica», frente a la «celebración de la sociedad tal como es», en la co­
nocida frase de Mills.
Pues bien, este reclamar para la ciencia social el ejercicio de la ra­
cionalidad en la consideración de los fines, en este caso de los fines
sociales, es tanto como decir que uno de los métodos de la sociología
ha de ser el crítico-racional. Se trata, como a la vista está, de discutir
y apreciar la racionalidad de los fines, cuestión de la que la ciencia
positivista no quiere saber nada, ya que es una cuestión de valores,
por lo que se limita a la de la racionalidad de los medios en términos
de su adecuación a fines dados: es decir, a una racionalidad instru­
mental planteada como cuestión meramente técnica.
En otro lugar me he ocupado en poner de relieve la imposibilidad
de una ciencia social que se pretenda value-free, lo que no implica en
modo alguno la imposibilidad de la ciencia social (cf. 1979,
esp. ap. II), sino sólo que para las ciencias sociales es inviable el mo-
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 113

délo positivista de las ciencias físico-naturales: las ciencias sociales


son ciencias de otro tipo, ya que, para lo que en este momento nos
interesa, no pueden construirse pretendiendo una asepsia valorativa
imposible en el investigador, y no deben construirse dejando explíci­
tamente al margen de la consideración racional los fines sociales. Lo
que en la práctica sucede es que, pese a la retórica avalorista, toda la
ciencia social que se hace está inevitablemente coloreada de los valo­
res en que comulga el investigador, y ello de forma más o menos
consciente y en ocasiones, podría decirse, más o menos artera. Re­
sulta, pues, paradójico que la ciencia social positivista se empeñe en
una asepsia imposible y, como consecuencia, produzca el resultado
indeseable de negar a los fines sociales derecho a la consideración ra­
cional, es decir, científica, relegándolos al terreno de la preferencia
personal y de la lucha política; con lo que el mismo científico que al
tiempo que afirma su neutralidad valorativa impregna su trabajo de
valores larvados, ai plantearse cuestiones relativas a fines sociales ha
de despojarse de su condición de científico y limitarse a la de ciuda­
dano. Se predica la racionalidad instrumental o técnica donde hay en
realidad mucho más que eso, y se niega cualquier racionalidad cientí­
fica a lo más importante. La ciencia social positivista considera, en
contra de lo que dice, los fines sociales: pero lo hace de manera clan­
destina, en un ámbito que afirma no les corresponde por estar exento
de valoraciones. En contra de este planteamiento, que me parece im­
posible e inconsecuente, creo que hay que devolver a las ciencias so­
ciales su tradicional componente normativo, esto es, su derecho a
considerar científicamente, racionalmente, los fines sociales; y ello a
través de lo que puede calificarse como método crítico-racional.
Pero debe quedar claro desde el primer momento que la conside­
ración de la racionalidad de los fines no implica ningún contenido
dogmático, en el sentido —vulgar si se quiere— de que la ciencia so­
cial hubiera de suplantar la decisión política, llegándose con ello a la
engañosa utopía del gobierno de los sabios. Por el contrario, de lo
que se trata es del ejercicio racional de la crítica de fines, de la nega­
ción a lo existente de su postulada condición de orden natural necesa­
rio, de mostrar el pedestal de barro en que descansan los idola de
todo tipo. La consideración de la racionalidad de los fines sociales no
tiene por objeto absolutizar ninguno de ellos, sino más bien corrom­
per la fe en el pretendido carácter absoluto de alguno de ellos. Y me
apresuro a decir que no se trata de que a la ciencia social pueda darle
igual un fin que otro: siempre la justicia será mejor que la injusticia o
la libertad mejor que la opresión, y la ciencia social deberá señalar la
injusticia implícita en posiciones que se pretenden justas, o los recor­
114 LA REALIDAD SOCIAL

tes a la libertad que se presenten como conquistas de la libertad. No


hay, pues, vestigio alguno de relativismo axiológico en la negación
del dogmatismo, sino sólo la constatación de que el papel normativo
de la ciencia social es más bien de crítica que de propuesta, y que, en
el caso de esta última, tratará de defender valores y no programas po­
líticos concretos. No se trata, pues, de arropar con el eventual presti­
gio de la ciencia opciones políticas concretas que se presentarían pú­
blicamente como decididas, sino de someter a discusión racional los
fines propuestos y sus alternativas. Y no cabrá normalmente esperar
una posición unánime de la comunidad científica en cada punto suje­
to a discusión, del mismo modo que no existe tal unanimidad ni si­
quiera en el pretendido ámbito neutral exento de valoraciones en
que la ciencia social positivista afirma moverse. El método crítico-
racional no comporta el que la ciencia social como tal asuma la tarea
de fijar los fines sociales, sino sólo que los fines sociales sean suscep­
tibles de una consideración científica racional y crítica. E insisto una
vez más: contra el método crítico-racional no hay más argumento
que el empírico-positivista de rechazar el mundo de los valores, argu­
mento de cuya inanidad estoy completamente convencido por razo­
nes que ya he expuesto y que no es el caso repetir aquí. Y siendo esto
así, nada exige a la ciencia social que renuncie a la razón objetiva o
sustantiva, recluyéndose en una mera razón instrumental que acepte
como dados y considere indiscutibles los fines sociales establecidos
por puras razones de preferencia o de intereses; por el contrario, la
ciencia social debe reivindicar su discusión.
No estará de más indicar que cuando Weber habla de ZwecJcratio-
nalitat, o racionalidad de fines, se está refiriendo a una de las distin­
tas formas que puede revestir la acción social (que puede ser racional
con arreglo a fines, racional con arreglo a valores, afectiva, o tradi­
cional); la acción racional con arreglo a fines está
determinada por expectativas en el comportamiento tanto de objetos del
mundo exterior como de otros hombres, y utilizando esas expectativas
como «condiciones» o «medios» para el logro de fines propios racional­
mente sopesados o perseguidos [...]. Actúa racionalmente con arreglo a
fines quien oriente su acción por el fin, medios y consecuencias implicados
en ella y para lo cual sopese racionalmente los medios con los fines, los
fines con las consecuencias implicadas y los diferentes fines posibles entre
sí; en todo caso, pues, quien no actúe ni afectivamente (emotivamente, en
particular) ni con arreglo a la tradición. Por su parte, la decisión entre los
distintos fines y consecuencias concurrentes y en conflicto puede ser racio­
nal con arreglo a valores; en cuyo caso la acción es racional con arreglo a
fines sólo en los medios La orientación racional con arreglo a valores
puede, pues, estar en relación muy diversa con respecto a la racional con
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 115
respecto a fines. Desde la perspectiva de esta última, ia primera es siempre
irracional, acentuándose tal carácter a medida que el valor que la mueve se
eleve a la significación de absoluto, porque la reflexión sobre las conse­
cuencias de la acción es tanto menor cuando mayor sea la atención al valor
propio del acto en su carácter absoluto [1964: 20-21].

La transcripción de estos párrafos de Weber creo que pone de


manifiesto, sin necesidad de recurrir a las muchas y refinadas exége-
sis que de ellos se han hecho, que Weber está tipificando las formas
de la acción social, dos de las cuales considera racionales: una de
ellas lo es como respuesta a las exigencias que sus convicciones impo­
nen al actor, quien actúa de acuerdo con ellas sin consideración a las
consecuencias previsibles de sus actos; ésta es la acción racional con
arreglo a valores. La otra, racional con arreglo a fines, es racional en
la medida en que sopesa y calcula las consecuencias previsibles de la
acción que tiene por objeto alcanzar un fin determinado. En cierta
medida, pues, y por paradójico que parezca, podría decirse que la ra­
cionalidad de fines de que había Weber es en realidad una racionali­
dad de medios, instrumental, pues más bien que determinar los fines
lo que hace es perseguirlos; en tanto que la que llama Wertrationali-
tál, o racionalidad de valores, consiste en la constitución de un valor
en el papel de fin: más que alcanzar un fin propiamente dicho, la ac­
ción racional con arreglo a valores lo que pretende es dar satisfacción
a un valor «valioso», sean cuales fueren sus consecuencias. Como
vemos, pues, ninguno de los dos tipos de racionalidad considerados
se postula como capaz de seleccionar racionalmente entre fines alter­
nativos: si acaso, y de manera oscura, lo pretende la racionalidad con
respecto a fines, pero —si no lo entiendo mal— como adecuación de
fines de orden intermedio para otros fines de orden superior, esto es,
como mera racionalidad instrumental. Resultaría así confirmada la
posición weberiana de atribuir la decisión entre fines al homo volens
valorador, y no al discernimiento racional de la ciencia: ciencia y po­
lítica serían así dos vocaciones separadas, y la primera no tendría
nada que decir en el ámbito de la segunda, salvo meras consideracio­
nes técnicas. Pues bien, en otro lugar he concluido que Weber no re­
suelve satisfactoriamente el problema de una ciencia social wertfrei,
pese a la muy prolija y complicada fórmula con que establece la rela­
ción de la ciencia social con los valores (cf. Beltrán, 1979: 36-55), y
no es de extrañar que encontremos de nuevo aquí la misma limita­
ción, tanto más cuanto que aquí se refiere Weber a las formas de ra­
cionalidad de la acción social y no a la racionalidad de la ciencia. La
consecuencia, a mi modo de ver, es que Weber considera la elección
entre fines alternativos como algo que perteneceprimordialmente, si
116 LA REALIDAD SOCIAL

no totalmente, al ámbito externo a la acción que estima racional;


para la orientada a valores, el objetivo de la acción es dar satisfacción
aun valor exigido, o autoexigido, al actor, y por tanto previo al plan­
teamiento de la acción; para la orientada a fines, el objetivo.de la ac­
ción es alcanzar determinado estado de consecuencias, y lo racional
es justamente el proceso por el que se alcanzan las consecuencias
queridas y no otras. Pues bien, lo que me parece que falta en la consi­
deración weberiana es la acción racional de crítica y valoración de
fines, con vistas a su selección racional; y me temo que falta porque,
heredero en este punto tanto de la tradición positivista como de la
neokantiana, Weber entiende que el tema de la elección de fines
entra de lleno en el campo en que se libra la «guerra de los dioses» y
no en el campo de la ciencia. Con lo que, para evitar la embarazosa
conclusión de que la elección ha de ser irracional, no queda otro ca­
mino que el de la ambigüedad: como es el caso de Aron cuando sos­
tiene que «la necesidad de la elección [...] no implica que el pensa­
miento esté pendiente de decisiones esencialmente irracionales y que
la existencia se cumpla en una libertad no sometida ni siquiera a la
Verdad» (1967: 77). Pues bien, no basta escribir la palabra «verdad»
con mayúscula para resolver el problema: éste sólo se resuelve (plan­
teando otros, naturalmente) al reconocer a la ciencia social la dimen­
sión crítico-racional que aquí se postula.
Reconocimiento que, ciertamente, no puede ser pacífico ni apro­
blemático, como lo acredita la polémica histórica que enfrenta al ra­
cionalismo con otras posiciones filosóficas, fundamentalmente el
empirismo; aquí nos interesa sólo, claro es, el racionalismo gnoseo-
íógico, si bien en una versión moderada que no excluye el empirismo,
del mismo modo que los grandes empiristas ingleses, como Locke y
Hume, no se opusieron al racionalismo, sino a su hipertrofia (parti­
cularmente a sus formas metafísicas, que sostienen la racionalidad de
lo real). El método racional, pues, ha de considerarse en el contexto
de una teoría del conocimiento que no se agote en el empirismo; su
apoyo radica sobre todo en la tradición ilustrada, que concibe a la
razón como luz mediante'la que el hombre puede disolver la oscuri­
dad que le rodea. Como indica Ferrater, «la razón del siglo xvin es a
la vez una actitud epistemológica que integra la experiencia y una
norma para la acción moral y social» (1979: 27-62): de aquí la insepa­
rable referencia crítica que acompaña al racionalismo, y la denomi­
nación de «critico-racional» que vengo utilizando para el método a
que me refiero. No se trata, pues, de enfrentar como mutuamente
excluyentes a racionalismo y empirismo, pues a fin de cuentas el em­
pirismo no es un simple contacto sensible con lo exterior, sino que es
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 117

un modo especifico de ejercitar la razón; y una y otra posición, racio­


nalista y empirista, están en la base de métodos que aquí se predican
como propios de la sociología. Una y otra son, a mi modo de ver, po­
siciones complementarias, y el papel del racionalismo consiste preci­
samente en ir más allá de lo dado, en penetrar en el mundo de los va­
lores y de las opciones morales, y en el necesario ejercicio de la
crítica de fines.
Una última precisión: el método crítico-racional que defiendo
para la sociología no tiene nada que ver con el «racionalismo crítico»
popperiano desarrollado por Albert, que consiste básicamente en
una prueba crítica constante que no ofrece certidumbre absoluta,
pero que invalida todo dogma (cf. esp. Albert, 1973: 181-219); es
obvio que al moverse gnoseológicamente en el territorio del empiris­
mo, el término «racionalismo» no tiene en esta posición el sentido
con que lo manejo en las presentes páginas; como señala Wellmer,
«el concepto de ciencia que Popper representa implica una estricta
separación entre hechos y juicios de valor», atribuyéndose a estos úl­
timos «el status de decisiones subjetivas e irracionales. De ahí tam­
bién que la determinación de metas prácticas, es decir, de aplicabili-
dad, tenga que quedar estrictamente separada de la ciencia como tal,
malvendiéndola al traspasarla a la esfera de la política» (1979: 19).
Nos encontramos, pues, de nuevo con el tema que tan pertinazmente
nos acompaña: en la medida en que la ciencia se encastilla en el
mundo de los hechos y rechaza como no científico el de los juicios de
valor, las opciones morales y políticas respecto de fines humanos y
sociales quedan entregadas a la pura volición arbitraria y al nudo
juego de intereses: al irracionalismo, en una palabra. Lo que tiene
tanto menos sentido cuanto que la pretensión de una ciencia exenta
de juicios de valor es un imposible.
Se observará, por otra parte, que un punto básico de mi razona­
miento es identificar ciencia con racionalidad (o racionalidad con
ciencia, si se prefiere). ¿Podría ser de otra manera? Evidentemente,
entiendo que la ciencia empírica es una forma de racionalidad, pero,
por lo que hace al menos a las ciencias sociales, no es la única forma
de racionalidad; las ciencias sociales son ciertamente empíricas, pero
no sólo empíricas. En la medida en que no rechazan la discusión
sobre fines y en que se manejan conscientemente con juicios de
valor, son también metaempíricas sin dejar por eso de ser racionales.
De aquí la utilización del método crítico-racional al que me refiero, y
que constituye una más de las diferencias que distinguen a las cien­
cias sociales de las ciencias naturales; en palabras de Wellmer, «la
ciencia social empírico-analítica se confunde a sí misma si se autoin-
118 I,A REALIDAD SOCIAL

terpreta como rama específica de una ciencia unitaria definida meto­


dológicamente según el modelo de las ciencias naturales» (1979: 39).
Si las ciencias sociales, como tales ciencias, se confinan en la factici-
dad de lo empírico, aceptan como dadas las relaciones de poder que
no tienen más legitimidad que la de su existencia, siendo así incapa­
ces de demandar su abolición. ¿En nombre de qué ha de quedar esta
demanda extramuros de la ciencia? No ciertamente en nombre de la
ciencia misma, que cuenta con una poderosa tradición normativa; sí
en nombre de la concepción «naturalista» de la ciencia social, por
tantas razones insostenible. La razón, pues, no debe instrumentali-
zarse limitándola a juzgar de la adecuación técnica de medios a fines;
debe, por el contrario, declararse su capacidad para juzgar acerca de
fines, y reclamarse dicha tarea para la ciencia social, con la convic­
ción de que no llevará consigo ninguna pretensión de unanimidad ni,
por ende, de dogmatismo. Tarea que puede llevar a cabo la sociolo­
gía a través del método crítico-racional.

5. EL MÉTODO CUANTITATIVO

No todas las ciencias físico-naturales descansan íntegramente


sobre la apreciación cuantitativa de los fenómenos, pues una parte
mayor o menor de su investigación y del conocimiento que producen
es cualitativa. No obstante, podría decirse que tales ciencias son pri­
mordialmente cuantitativistas, en el sentido de que la medición, el
resumen estadístico, la prueba de sus hipótesis y, en general, el len­
guaje matemático constituyen características habituales de su traba­
jo. Es desde este punto de vista desde el que puede decirse que las
ciencias físico-naturales se caracterizan por el empleo de métodos
cuantitativos, e incluso cabe afirmar con cierta licencia que utilizan
generalmente «el método cuantitativo»: contar, pesar y medir, con
todo el extraordinario grado de sofisticación y refinamiento que ca­
racteriza a tan simples operaciones cuando son llevadas a cabo por la
ciencia. Los fenómenos y las relaciones entre fenómenos deben ex­
presarse de forma matemática, esto es, cuantitativamente, y la prue­
ba de las hipótesis se expresa igualmente en términos de probabili­
dad frente a las leyes del azar, también cuantitativamente; sólo de
esta forma toman en consideración las ciencias físico-naturales la
descripción o explicación de un fenómeno, o la acreditación de una
hipótesis. Los protocolos de la investigación científico-natural con­
sisten habitualmente en mediciones de lo observado, en apreciacio­
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 119

nes estadísticas de relevancia, en determinaciones matemáticas de la


relación existente entre unas y otras variables, y en valoraciones o
tests probabílísticos de las conclusiones o predicciones establecidas.
De esta forma, y por diferentes que sean sus objetos de conocimien­
to, las ciencias físico-naturales tienen en común una actitud y unos
procedimientos de naturaleza cuantitativa, aptos por tanto para ser
formalizados matemáticamente. Por supuesto, tales procedimientos
no son los únicos que estas ciencias manejan, pero sí son los más im­
portantes; junto al que aquí vengo llamando «método cuantitativo»,
también se utilizan métodos cualitativos, pero no son éstos los carac­
terísticos de la ciencia natural.
Las ciencias sociales, por su parte, pueden y deben utilizar el mé­
todo cuantitativo, pero sólo para aquellos aspectos de su objeto que
lo exijan o lo permitan. Desde dos puntos de vista se ha vulnerado
esta adecuación del método con el objeto: por una parte, un cierto
humanismo delirante ha rechazado con frecuencia cualquier intento
de considerar cuantitativamente fenómenos humanos o sociales,
apelando a una pretendida dignidad de la criatura humana que la
constituiría en inconmensurable; de otro lado, una actitud compulsi­
va de constituir a las ciencias sociales como miembros de pleno dere­
cho de la familia científica físico-natural ha llevado a despreciar toda
consideración de fenómenos que no sea rigurosamente cuantitativa y
formalizable matemáticamente. Espero que resulte obvio que una y
otra actitud, la humanista y la naturalista (por llamarlas así), traicio­
nan la peculiaridad del objeto de conocimiento de las ciencias socia­
les, que impone en unos de sus aspectos la consideración cuantitativa
y la impide en otros; es el objeto el que ha de determinar el método
adecuado para su estudio, y no espurias consideraciones éticas des­
provistas de base racional o cientifismos obsesionados con el presti­
gio de las ciencias de la naturaleza.
El hombre y la sociedad humana presentan múltiples facetas a las
que conviene el método cuantitativo: todas aquellas en que la canti­
dad y su incremento o decremento constituyen el objeto de la des­
cripción o el problema que ha de ser explicado; esta afirmación, que
a primera vista es una platitud, implica sin embargo que, si bien el
problema puede ser de cantidad, quizá la explicación no tenga por
qué ser cuantitativa; piénsese, por ejemplo, en un problema demo­
gráfico (cuantitativo) y en su explicación sociológica (que muy bien
puede no ser cuantitativa, esto es, sujeta a medición, a apreciación
estadística y a prueba probabilística). Pero, en todo caso, lo que aquí
me importa es destacar la necesaria utilización del que vengo llaman­
do método cuantitativo para el estudio de determinados aspectos de
120 LA REALIDAD SOCIAL

la realidad social. Y se me perdonará si indico lo que es verdad de


perogrullo: método cuantitativo y empirismo no son la misma cosa.
En efecto, ei método cuantitativo es siempre empírico, pero no es
cierto lo contrario, pues empírica es también la investigación cualita­
tiva, en la medida en que no es puramente especulativa, sino que
hace referencia a determinados hechos. Una interpretación exagera­
damente amplia de la noción «hacer referencia a hechos» llevaría a
que prácticamente toda indagación o reflexión posible sería empíri­
ca, pues siempre habrá algún hecho como referente más o menos
próximo para ella; quizá convenga, sin embargo, reservar la utiliza­
ción del término «empírico» para la investigación o la reflexión cuyo
referente fáctico sea sumamente próximo, ya se utilice el método
cuantitativo o el cualitativo. Y no empírica, o no inmediatamente
empírica, sería aquella investigación o reflexión de corte filosófico,
lógico o valorativo en que el referente fáctico fuese más lejano o pre­
textual. No creo necesario insistir a estas alturas en que tanto los mé­
todos empíricos como los no empíricos me parecen igualmente legíti­
mos para la sociología, siempre que guarden la debida adecuación
con el contenido específico del objeto de conocimiento de que se
hace cuestión. La sociología no es una ciencia empírica en el sentido
de que sea sólo empírica, y no lo es porque no puede acomodarse al
modelo de las ciencias físico-naturales, ya que su objeto se lo impide.
Pues bien, la investigación sociológica que haya de habérselas
con datos que sean susceptibles de ser contados, pesados o medidos
tendrá que utilizar una metodología cuantitativa, bien sobre datos
preexistentes, ofrecidos por muy diversas fuentes (practicando así lo
que llamamos «análisis secundario»), bien sobre datos producidos ad
hoc por el propio investigador (datos que llamamos primarios). Las
técnicas de medida, de construcción de índices e indicadores, de ma­
nejo estadístico de masas más o menos grandes de datos, de análisis
matemático de dichos datos —casi siempre con vocación de análisis
causal— , y de contrastación probabilística de hipótesis, son o pueden
ser comunes tanto al análisis secundario como al de datos primarios.
He utilizado para nombrar a tales operaciones el término de «técni­
cas», pues entiendo que no son sino modos, pasos o procesos del mé­
todo cuantitativo, subordinados a su propósito; en la práctica se
habla, sin embargo, de cosas tales como «el método del path analy-
sis», o del «método de Kolmogorov-Smirnov», cuando más que de
métodos propiamente dichos se trata de meras técnicas o, incluso, de
simples procedimientos. Pero no discutamos aquí sobre palabras, y
quede remitido el lector a la abundante literatura metodológica cuan-
titativista existente. Y volvamos brevemente al análisis secundario.
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 121

Los datos numéricos que pueden interesar al sociólogo carecen


en la práctica de fronteras: en cada caso habrá de determinar su rele­
vancia como evidencia empírica para el problema que le interesa, y
no siempre podrá utilizarlos tal como se los ofrecen las fuentes dispo­
nibles, sino que habrá de elaborarlos. Entiendo que han de ser califi­
cados de secundarios todos los datos preexistentes como tales datos,
aunque no fuesen conocidos de antemano (por ejemplo, un registro
demográfico descubierto por el investigador), o careciesen de la
forma numérica en la fuente manejada por el investigador (por ejem­
plo, unas tablas de mortalidad que haya que calcular a partir de tal
registro). El dato secundario está ahí, más o menos inmediatamente
manejable, pero al investigador le viene dado. Normalmente, el aná­
lisis secundario es imprescindible para buena parte de los plantea­
mientos macrosociológicos, en los que se trate de indagar cuestiones
referentes a la estructura social global o a la articulación de sus subes­
tructuras; los métodos histórico y comparativo recurren constante­
mente a la forma secundaria de cuantificación, y el carácter máxima­
mente problemático de la sociología se manifiesta también en este
ámbito al resistirse a ver como constantes magnitudes que son esen­
cialmente variables. Es propia de la sociología su resistencia a utilizar
la lógica del caeteris paribus, no tanto por su incapacidad para llevar
a cabo experimentos controlados en que, efectivamente, se puedan
mantener artificialmente constantes el resto de las variables para ver
qué efectos produce la variación del factor que se considera, sino más
bien por su experiencia acerca de la fluidez de la realidad. Es muy di­
fícil, pues, reconocer aquí reglas específicas para el análisis secunda­
rio en sociología, salvo quizá por lo que se refiere al importante tema
de los indicadores sociales, desarrollado ante la necesidad de cuanti-
ficar determinadas dimensiones de una situación social como, por
ejemplo, el bienestar o nivel de vida. Es muy conocida la definición
de indicador social elaborada para el proyecto de Dossiers Régio-
naux et Indicateurs Sociaux (proyecto DORIS) del Gobierno de
Quebec, según la cual un indicador social es «la medida estadística de
un concepto o de una dimensión de un concepto o de una parte de
ésta, basado en un análisis teórico previo e integrado en un sistema
coherente de medidas semejantes, que sirva para describir el estado
de la sociedad y la eficacia de las políticas sociales» (apud Carmona,
1977: 30); de la definición citada salta a la vista la vocación aplicada
con que fueron concebidos los indicadores sociales, pero tal carácter
no es en absoluto esencial: los indicadores pueden ser elaborados y
utilizados como puros instrumentos de conocimiento, típicos del aná­
lisis secundario. En su Introducción a la Sección I de The Language
122 LA REALIDAD SOCIAL

o f Social Research, Lazarsfeíd apunta un proceso cuyo primer paso


consiste en la formulación de un concepto derivado de la inmersión
del investigador en los detalles de un problema teórico, y que pese a
su inicial imprecisión da sentido a las relaciones observadas; inme­
diatamente el investigador especifica aspectos o dimensiones del
concepto, deductiva o inductivamente, de suerte que se ponga de
manifiesto cómo el tal concepto consiste en una combinación de fe­
nómenos más o menos compleja, para los que debe seleccionarse un
cierto número de indicadores observables que puedan servir como
medidas de los aspectos o dimensiones del concepto; la última fase
del proceso consiste en la construcción de un índice que sintetice las
observaciones medidas por los indicadores (cf. Lazarsfeíd y Rosem-
berg, 1955: 15). Este planteamiento tan lineal ha sido discutido por
Blalock, quien a partir de la distinción de un lenguaje conceptual o
teórico y de otro observacional o empírico objeta que no hay corres­
pondencia directa entre teoría y realidad, o entre conceptos y obser­
vaciones, por lo que se requiere la existencia de una «teoría auxiliar»
como intermediaria entre ambos planos, que especifique en cada
caso el modo de relación de un indicador determinado con una varia­
ble teórica determinada (cf. Blalock, 1968: pássim). Pero no me pro­
pongo entrar aquí en esta discusión, y sí señalar que estoy en todo de
acuerdo con el excelente trabajo publicado por Moya en 1972 cuando
la boga de los indicadores sociales parecía anunciar la era de una
«nueva investigación social empírica», constituyendo aquéllos «la
tecnología de la investigación social empírica en cuanto actividad so­
cial progresivamente organizada y estandarizada»:
La fijación de sistemas índices standard aparece como estandarización
de esquemas teóricos y conceptuales que tienden a homogeneizar intema-
cíonalmente la investigación social en el contexto de su progresiva «indus­
trialización», de su progresiva «organización burocrática» en un medio tec­
nológico de costes progresivamente crecientes [...]. [Con ello] la
investigación científica de la realidad social pierde su vieja forma de plan­
teamiento radicalmente problemático: la discusión crítica de enfoques teó­
ricos y metodológicos desaparece; basta ahora con seguir las recetas de in­
vestigación operacional avaladas por los mejores nombres de la sociología
académica [Moya, 1972: 169-170].

En todo caso, desde entonces ha quedado claro que la construc­


ción de sistemas de indicadores sociales no es, como dice Moya, sino
un momento de la metodología que en ninguna forma la agota: la de­
finición operacional y subsiguiente formalización cuantificable de las
variables significativas es sin duda una técnica valiosa, particular­
mente para la comparación de sociedades complejas; pero ni esta
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 123

técnica ha desplazado a otras en el campo cubierto por el método


cuantitativo, ni menos aún a los planteamientos teóricos radicalmen­
te problemáticos de que háblaba el autor citado. Los indicadores,
con su forma de recetario tecnológico que reduciría la tarea del inves­
tigador a la aplicación de soluciones establecidas en un contexto de
máxima racionalización con vistas al mercado, no han conquistado
hegemonía alguna en la investigación sociológica, y se limitan a cons­
tituir una herramienta de interés entre las muchas que se incluyen en
el método cuantitativo. Aquel famoso «cambio revolucionario» en el
análisis de los estudios de la opinión pública de que hablaba Berelson
a mitad de los años cincuenta, ha terminado por no producirse; la te­
mida «primacía de la investigación extensiva encaminada a la pro­
ducción masiva de datos» (Moya, 1972: 175) fue en términos genera­
les una falsa alarma, y las aguas ha tiempo que volvieron a su cauce.
Podrá, en efecto, construirse un «sistema nacional de contabilidad
social», y seguramente será de gran utilidad no sólo para la consecu­
ción de valores y objetivos establecidos, sino para la propia investiga­
ción social: pero tal empeño no constituye en modo alguno la culmi­
nación de la ciencia social.
Definía más arriba el análisis de datos primarios como el método
cuantitativo que versa sobre datos ad hoc producidos por el propio
investigador; la forma más característica de tal producción es la en­
cuesta, en la que se acostumbra a interrogar a una muestra de indivi­
duos estadísticamente representativa de la población que interesa es­
tudiar, pidiéndoles respuesta, por lo general de entre un repertorio
cerrado, a una serie de preguntas acerca de sus actitudes y opiniones
sobre determinadas cuestiones, así como acerca de ciertos atributos,
variables, conocimientos y actuaciones que Ies corresponden, con­
ciernen, o han llevado a cabo previamente. Señala Rokkan que en la
primera fase de la utilización de entrevistas en masa, empleadas con
fines de estudios de mercado, los informes elaborados se limitaban a
indicar el porcentaje de entrevistados que contestaban de acuerdo
con cada uno de los ítems propuestos, con lo que

el modelo subyacente de público era plebiscitario e igualitario. Los investi­


gadores de la opinión partieron de la premisa básica de la democracia de
sufragio universal: «un ciudadano, un voto, un valor». Igualaron los votos
con otras expresiones de la opinión, y dieron el mismo valor numérico a
cada una de tales expresiones, tanto si se articulaban con independencia de
cualquier entrevista como si se manifestaban en el curso de una de ellas. La
suma total de expresiones era presentada como una estimación de la «opi­
nión pública» acerca de la cuestión de que se tratase. El objetivo persegui­
do con toda claridad no era solamente cíasificatorio y enumerativo, sino
124 LA REALIDAD SOCIAL
identificar «la voluntad popular» a través de entrevistas por muestreo, en
lugar de hacerlo a través de elecciones y referenda. Para los pioneros como
George Gallup y Eímo Roper, la encuesta era esencialmente una nueva
técnica de control democrático; las entrevistas contribuían a sacar a la luz
la voluntad de la «mayoría no organizada ni articulada», como un poder
compensador de la presión ejercida por muchos intereses minoritarios
[1966: 16].

El modelo «un ciudadano, una opinión» fue siendo gradualmente


abandonado, de modo que hacia el final de la década de los cincuenta
la práctica de los investigadores de la opinión comenzó a reflejar los
modelos diferenciados de formación de la opinión elaborados por
psicólogos, sociólogos y politólogos; en resumidas cuentas, lo que se
abría paso era la noción de la existencia de distintos «públicos» en el
seno del electorado, y la presencia en ellos de forjadores, transmiso­
res y receptores de opinión; por otra parte, un mejor conocimiento
de los mecanismos de la entrevista ponía de manifiesto cómo el en­
trevistador mismo condicionaba las respuestas del entrevistado, y
con qué frecuencia éste formulaba sus respuestas prácticamente al
azar, sin que expresaran convicción alguna ni estuvieran apoyadas
por la mínima información y reflexión previas. La preocupación por
el nivel de educación del respóndeme, por su grado de información
sobre el tema, y por su interés respecto de la cuestión planteada, se
convirtieron en criterios básicos para la valoración de las respuestas
obtenidas, corrigiéndose en este sentido la primitiva concepción de la
opinión pública como un simple agregado aritmético de respuestas.
Hyman, un clásico en materia de encuestas, se muestra más preci­
so que Rokkan al reconstruir la discusión sobre el carácter plebiscita­
rio de las primeras encuestas; justamente porque se pensaba que las
encuestas permitían expresarse a quienes carecen de poder y relacio­
nes, se desató contra ellas la crítica de los defensores de un tipo de
sociedad pluralista, la sociedad norteamericana, en la que las presto-
nes sobre los legisladores y gobernantes constituían una pieza nece­
saria y respetable del mecanismo político. La noción de que el juego
de las minorías informadas y poderosas constituía el medio natural
de la acción política se completaba con una visión del Gobierno como
el que efectúa ajustes entre ellas y establece el adecuado equilibrio.
Las encuentas de opinión recogen normalmente las de quienes care­
cen de influencia política, por lo que no reflejan el peso del poder po­
lítico dentro de la nación; no hay, pues, una relación necesaria entre
las opiniones expresadas y la acción política. La insistencia en la gran
diferencia de poder político entre los individuos es característica de
esta crítica a la pretensión plebiscitaria de las encuestas de opinión:
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 125

Kriesberg pudo escribir en 1949 que «la opinión del director de un


periódico o de un comentarista de radio, de un poderoso hacendado,
un industrial o un líder obrero, es mucho más importante desde el
punto de vista político que la de un trabajador o un peón de granja
comunes» (apud Hyman, 1971: 411). Lo que estas críticas negaban
era, pues, el ideal democrático de la igualdad política, y ello en nom­
bre de una sociedad pluralista organizada; Blumer (1954) indica ex­
presamente que las encuestas pasan por alto las diferencias de presti­
gio, posición e influencia de los individuos, que tanta relevancia
tienen en la formación y expresión de la opinión pública. El propio
Hyman se hace eco de tales críticas, y llega a la conclusión de que
«quizá las encuestas de opinión puedan diseñarse y analizarse de ma­
nera que sea posible ponderar las opiniones expresadas en función de
algún <(coeficiente de poder ” que trascienda la opinión del individuo o
del grupo» (1971: 412). Algunas de las críticas dejan de lado el argu­
mento de las desigualdades individuales y del funcionamiento a tra­
vés de grupos organizados de la sociedad pluralista a la americana, y
se centran con más pulcritud en el rechazo del aspecto plebiscitario
de las encuestas, como es el caso de Arbuthnot cuando escribe que
«no hay forma de adoptar una política mediante una votación “ad
hoc”sobre cuestiones específicas [...]. Nunca será posible reemplazar
el sistema representativo de la democracia moderna por el voto di­
recto, porque evidentemente debe existir un pequeño grupo que
tome decisiones, les imprima coherencia y separe las cuestiones prin­
cipales de las subsidiarias» (apud Hyman, 1971: 416); en esta direc­
ción se ha llegado incluso a propugnar la no publicación de los resul­
tados de los sondeos de opinión, ya que constituyen una forma
atípica de presión sobre los gobernantes, cuyo papel no se reduce a
dar cumplimiento directo a la voluntad popular, al menos a la que no
se canaliza a través de los medios establecidos.
He querido detenerme sumariamente en esta discusión, que mu­
chos considerarán completamente superada, por parecerme que re­
fleja con especial claridad la ambigüedad originaria de una técnica o
modo de investigación que con frecuencia ha sido confundido vulgar­
mente con la propia sociología: indagación de la opinión pública y
posibilidades de acción política parecen haber marchado al mismo
paso en la utilización de las primeras encuestas, del mismo modo que
lo han hecho en su crítica el rechazo de las consultas plebiscitarias
por mor del funcionamiento de las instituciones representativas, y el
rechazo del igualitarismo en nombre de la gestión minoritaria de in­
tereses organizados que caracteriza la concepción norteamericana de
la «sociedad pluralista». En todo caso, y como ha sabido ver Haber-
126 LA REALIDAD SOCIAL

mas, la opinión pública estudiada por las encuestas de opinión ha


quedado despojada de su vinculación histórica con el contexto de las
instituciones políticas: el pathos positivista abstrae sus aspectos insti­
tucionales y procede a la disolución sociopsicológica del concepto de
opinión pública, reduciéndolo a poco más que actitudes, incluso sin
verbalizar; lo que pasa hoy por opinión pública no es más que su su­
cedáneo sociopsicológico (1981: 264-267). Sucedáneo que, pese a re­
petidas declaraciones de que indaga opiniones de grupo, no recoge
sino opiniones individuales: por más que éstas se ordenen de acuerdo
con los grupos sociales a que pertenecen los respondentes, y por más
que la distribución de frecuencias muestre regularidades grupales en
las respuestas, las opiniones recogidas son opiniones de individuos
agregadas cuantitativamente, no de grupos.
Dejando aparte los muchos problemas que plantea la formación
de escalas y la determinación de índices y tipos, el análisis de la agre­
gación cuantitativa de opiniones individuales goza de una larga tradi­
ción de simplicidad a través de su presentación en forma de tabula­
ciones porcentuales cruzadas, en las que una de las entradas
corresponde a la variable presuntamente independiente, y la otra a la
dependiente; pero incluso las más complejas tablas de este tipo, con
tres o quizá cuatro variables, no son capaces sino de establecer la di­
rección de la relación entre dos de ellas o dos grupos de ellas, sin mu­
chas posibilidades de apreciar el juego conjunto y diferenciado de
una serie más o menos larga de variables independientes o intervi-
nientes (dificultad que, dicho sea de paso, afecta de parecida manera
a la correlación y regresión simples). De aquí que este «análisis de
pan y chocolate» esté siendo sustituido últimamente por formas
mucho más refinadas de análisis multivariable, que persigue precisa­
mente la identificación de procesos multicausaíes, atribuyendo a
cada una de las variables presuntamente independientes su cuota de
responsabilidad en el proceso estudiado. El inconveniente obvio de
tales procedimientos es el exceso de fe en su sofisticación estadística,
que lleva al olvido de que toda la complejidad analítica descansa
sobre una construcción hipotética llevada a cabo por el investigador,
sobre la definición de sus variables y su modo de relación, y en último
extremo sobre la calidad de los datos de base. Parece como si una vez
ordenados los datos en una matriz sufrieran un doble proceso de abs­
tracción y purificación que los convirtiera sin más en «científicos», o
como si una vez formalizadas las relaciones entre variables en un
grafo se convirtieran en relaciones indiscutibles; pero éste es el riesgo
de cientificismo que siempre acecha al método cuantitativo, y contra
el que hará bien en estar críticamente prevenido el investigador.
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 127

6. EL MÉTODO CUALITATIVO

Acerca de la antinomia cantidad-cualidad ha podido escribir


Brodbeck: «la cuantificación se ha tornado en símbolo de prestigio
para muchos científicos sociales [...]. Para otros, por el contrario, ía
cuantificación es anatema [...]. Tanto el sueño ilusionado como la
pesadilla son reacciones desproporcionadas. La lógica de la situación
no justifica ni el exceso de celo ni la repudiación total [...], pues la
dicotomía cantidad-cualidad es espuria. La ciencia se refiere al
mundo, esto es, a las propiedades y a las relaciones entre las cosas.
Una cantidad es una cantidad de algo. En concreto, es una cantidad
de una “cualidad” [...]. Una propiedad cuantitativa es una cualidad a
la que se le ha asignado un número» (cit. por Castillo, 1972: 126).
Cosa parecida vienen a decir Mayntz, Holm y Hübner en su popular
manual, aunque de manera a la vez más prudente y más operativa: al
establecer la diferencia entre propiedades cuantitativas y cualitati­
vas, señalan que en las primeras «el valor específico de ía propiedad
es una medida, grado o cantidad», mientras que en las cualitativas es
«una manera»; y se apresuran a señalar que «los atributos o propie­
dades cualitativos permiten, no obstante, su cuantificación [...]. Con
suficiente frecuencia la propiedad cualitativa puede representarse
como un atributo cuantitativo pluridimensional mediante su división
analítica en dimensiones parciales aisladas [...]. La diferenciación
entre propiedades cuantitativas y cualitativas es, pues, provisional e
inexacta» (Mayntz, Holm y Hübner, 1975: 19), con lo que la distin­
ción entre un método cuantitativo y otro cualitativo, aunque posible,
sería igualmente provisional; y desde el punto de vista del prestigio
de lo cuantitativo, todo método cualitativo sería insuficientemente
científico, no lo bastante maduro, o demasiado perezoso. Pues bien,
va de suyo que no puedo estar de acuerdo con estos planteamientos,
que de manera confesa son cuantitativistas. Tanto por lo que se refie­
re al objeto de conocimiento como al método que le sea adecuado,
cantidad y cualidad se sitúan en dos planos completamente diferen­
tes (abstracción hecha de la ley de la dialéctica que afirma el paso de
la primera a la segunda, y que no voy a discutir aquí), planos que im­
plican modos no convergentes de enfrentar la cuestión.
Creo que lleva toda la razón Ibáñez cuando plantea el problema
de «la renuncia a la ilusión de transparencia del lenguaje y su consi­
deración como objeto, y no sólo como instrumento, de la investiga­
ción social» (1979: 19): la negación ai lenguaje de su condición de
dado, su cuestionamiento, implica una ruptura epistemológica que
constituye el método cualitativo; según Ibáñez, así como la ruptura
128 LA REALIDAD SOCIAL

estadística intenta ir a !as cosas mismas, a los «hechos» desnudos,


traspasando la ideología que la cosa traía, la ruptura lingüística «des­
construye la noción ideológica para reconstruir con sus fragmentos
un concepto científico (la ideología es su materia prima, la materia
sobre la que trabaja: y que des-construye para re-construir una cien­
cia)» (1979: 21). De esta forma, el propio discurso se constituye en el
objeto privilegiado de la investigación: el lenguaje «no es sólo un ins­
trumento para investigar la sociedad, sino el objeto propio del estu­
dio: pues, al fin y al cabo, el lenguaje es lo que la constituye o al
menos es coextensivo con ella en el espacio y en el tiempo»
(1979: 42). En definitiva, como el propio autor señala, la tecnología
estadística ocupa un lugar subordinado a la tecnología lingüística,
pues contar unidades es una operación posterior y lógicamente infe­
rior a la de establecer identidades y diferencias; o dicho de otro
modo: «Las técnicas “cualitativas” no son menos matemáticas que
las “técnicas cuantitativas” ; lo son antes y más, pues la mathesis
—“ciencia del orden calculable”— es, histórica y lógicamente, ante­
rior al número» (1979: 44). El autor, en esta suerte de pugna de pre-
íación, coloca por delante del método cuantitativo al cualitativo, y,
desde luego, lleva toda la razón desde el punto de vista lógico; para
mí que, sin embargo, huelga entrar en tal discusión. Creo que basta
con afirmar el método cualitativo junto al cuantitativo, dejando que
sea el objeto de conocimiento el que lo justifique y reclame en fun­
ción de sus propias necesidades, perfectamente diferenciadas. Esta
determinación por el objeto, esto es, por el aspecto o componente
del objeto de que se quiera dar razón, implica que uno y otro método
han de calificarse de empíricos, aunque en uno, el cualitativo, se
trate de «establecer identidades y diferencias» y el lenguaje sea ele­
mento constitutivo del objeto, mientras que en el otro, el cuantitati­
vo, se «cuenten unidades» y no se haga cuestión del lenguaje; pero en
ambos casos es necesaria la observación del objeto como «proceso de
producción de datos» (en feliz expresión de Ibáñez: cf. 1979: 38),
aun cuando, también en ambos casos, no pueda ocultarse al investi­
gador que no hay datos inmediatos, sino que todos están lingüística­
mente producidos, esto es, mediados. En efecto, como señala el
autor, no sólo los datos primarios son ante todo una enunciación lin­
güística (la encuesta no registra como datos otros fenómenqs que los
que ella misma produce), sino incluso los secundarios, producidos en
todo caso por medios técnicos que implican determinaciones verba­
les. Desde este punto de vista sí puede sostenerse la preeminencia del
método cualitativo sobre el cuantitativo, en la medida en que opera a
partir de la «renuncia a la ilusión de la transparencia del lenguaje»;
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 129

en tanto que el método cuantitativo se contenta con la ruptura esta­


dística, sin llegar a ser consciente de que los hechos que maneja se
manifiestan en un lenguaje estructurado. Pero, insisto, no me intere­
sa aquí establecer prelaciones, sino concurrencias; los métodos empí­
ricos cuantitativo y cualitativo son, cada uno de ellos, necesarios in
sua esfera, in suo ordine, para dar razón de aspectos, componentes o
planos específicos del objeto de conocimiento. No sólo no se exclu­
yen mutuamente, sino que se requieren y complementan, tanto más
cuanto que el propósito de abarcar la totalidad del objeto sea más de­
cidido.
Una de las vías cualitativas más características es el llamado
«grupo de discusión», al que Ibáñez dedica su libro, y que es definido
como «una confesión colectiva» (1979: 45) que deja inmediatamente
de serlo, o de parecerlo, ya que «el sujeto del enunciado dejará de ser
el sujeto de la enunciación: se hablará en grupo, en segunda o tercera
persona, de cualquier cosa» (1979: 123); esta técnica, heredera con
la también cualitativa entrevista en profundidad de la sesión de psi­
coanálisis o clínica, se emparenta con las técnicas de grupo amplia­
mente utilizadas en el campo de las relaciones humanas. Para íbá-
ñez, en el grupo de discusión se dan dos niveles de discurso: uno
primero o empírico, en el que el grupo se manifiesta, y otro segundo
o teórico, que habla del discurso de primer nivel y que permite inter­
pretarlo o analizarlo. «La interpretación es una lectura: tiende a des­
cifrar lo que la realidad dice —como si la realidad hablara—. El aná­
lisis es una escritura: desconstruye el “discurso” (ideología) de la
realidad, reconstruyendo con sus piezas otro discurso (...] el grupo es
el lugar privilegiado para la lectura de la ideología dominante»
(1979: 126). La discusión que tiene lugar en el grupo, provocada por
el investigador, convierte en objeto de conocimiento la ideología del
grupo, y ello con una importante particularidad: así como la encuesta
no traspasa el contenido de la conciencia, el grupo de discusión ex­
plora el inconsciente (1979: 130). Además, así como el diseño de la
encuesta es cerrado (todo está previsto de antemano, salvo la distri­
bución de frecuencias), el del grupo de discusión es abierto, y en el
proceso de investigación está integrada la realidad concreta del in­
vestigador. Las personas que han de formar parte de un grupo de dis­
cusión (entre cinco y diez) requieren un cierto equilibrio entre homo­
geneidad y heterogeneidad que haga posible y fructífera la
interacción verbal; su selección no se confía al azar, sino que, deter­
minadas previamente las clases de informantes y su distribución en
grupos (y son necesarios relativamente pocos grupos para llevar a
cabo una investigación), se les invita a participar a través de canales
130 LA REALIDAD SOCIAL

concretos, particulares y preexistentes; el investigador o «preceptor»


propone la cuestión a discutir y se abstiene después de toda interven­
ción, salvo las estrictamente necesarias para catalizar o controlar la
discusión, que se registra para su análisis posterior: «El grupo (mi-
crosituación) produce un discurso que se refiere al mundo (macrosi-
tuación)» (1979: 347). En dicho análisis, el investigador es un sujeto
en proceso que se integra en el proceso de investigación; para reducir
a unidad la masa de datos obtenida no cuenta con ningún procedi­
miento algoritmizado, ni con reglas a priori que le indiquen cómo ha
de proceder, sino con su intuición y con una constante vigilancia epis­
temológica que analice las condiciones que le mueven a interpretar
como lo hace. Como dice el autor,

La interpretación es una lectura: escucha de una realidad que había.


Por eso parte de la intuición. Como punto de partida, el investigador intu­
ye Pero, en una segunda operación (análisis), debe evaluar esas intui­
ciones Frotar sus intuiciones contra las teorías construidas —o cons-
truibles—, verificarlas en un proceso que articula su dimensión sistemática
(coherencia con el conjunto de los campos teóricos) y su dimensión opera­
toria (aplicabilidad a los fenómenos) [Ibáñez, 1979: 350-351].

Me he detenido, si bien de manera superficial, en la técnica del


grupo de discusión porque me parece que constituye una de las for­
mas más características del método cualitativo, en la que el análisis
del lenguaje, la implicación del investigador y el acceso al inconscien­
te suponen rasgos fuertemente diferenciales con respecto al método
cuantitativo. Según he recogido, se nos indica el parentesco de la dis­
cusión de grupo con técnicas como la focussed interview (Merton,
Fiske y Kendall, 1956) o la clinical interview (Adorno et a i . 1950),
conocidas como técnicas de entrevista en profundidad: se trata de
una técnica intensiva en la que se abordan no solamente las opiniones
del individuo interrogado, sino incluso su propia personalidad; la en­
trevista «enfocada» parte de una determinada experiencia del sujeto
cuyos efectos quieren analizarse (en el modelo propuesto por Mer­
ton y sus colaboradores, la exposición a un determinado flujo de in­
formación que provee de guión a la entrevista), en tanto que la «clíni­
ca» parte de unas opiniones o actitudes del sujeto cuyas motivaciones
se desea determinar (en el caso de la personalidad autoritaria se ex­
ploran los fundamentos de la actitud previamente determinada, con
objeto dé obtener un «diagnóstico»). El guión de la entrevista, y la
intervención en ella del investigador, puede ser más o menos detalla­
do: en el caso mínimo (non-directive interviews) el papel del investi­
gador se reduce a iniciar la entrevista, que se desarrolla en la práctica
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 131

como un monólogo del entrevistado, reorientado por el investigador


sólo cuando resulta imprescindible. Las entrevistas pueden ser úni­
cas o múltiples, produciendo estas últimas una importante masa de
información que, de ser biográfica, da lugar a una técnica próxima
conocida como «historia de vida». Todas estas técnicas trabajan
sobre el registro que recoge las manifestaciones del entrevistado, y
en todas ellas la interpretación y el análisis revisten caracteres análo­
gos a los que se han apuntado para el grupo de discusión, con la radi­
cal diferencia de que en éste «es el grupo el que habla», mientras que
en las diversas formas de la entrevista en profundidad lo hacen los in­
dividuos.
Otra difundida forma del método cualitativo es la observación
participante, en la que el objeto de conocimiento se ofrece directa y
globaímente al observador, integrado más o menos profunda y acti­
vamente en los procesos o grupos que trata de estudiar; la ambivalen­
cia espectador-actor abre una amplia dimensión en el grado de parti­
cipación del investigador; desde la presencia del antropólogo en la
comunidad en que lleva a cabo su trabajo su campo, que cifra su éxito
en hacerse «adoptar» por aquellos a quienes estudia, hasta las inves­
tigaciones llevadas a cabo en un determinado medio por quienes for­
man parte de él. En todo caso, en la medida en que la observación
participante subraye la participación, el investigador recurre a la in­
trospección de su propia experiencia como fuente privilegiada de
conocimiento de la realidad estudiada. La observación, cualquiera
que sea el grado de participación que practique el investigador, versa
normalmente sobre conductas, sobre acciones o interacciones en si­
tuaciones socialmente definidas: como señalan Mayntz, Holm y
Hübner, «la observación se refiere siempre a un comportamiento do­
tado tanto de un sentido subjetivo como de una significación social
objetiva. Por eso pertenece necesariamente a la observación la com­
prensión o la interpretación acertada del sentido subjetivo y de la sig­
nificación social de una acción determinada [...]. La captación refle­
xiva del sentido subjetivo, que se manifiesta en el comportamiento
observado, y de su significación social objetiva es, pues, una premisa
indispensable de la objetividad científica de la observación en gene­
ral» (1975; 113-114): objetividad que aquí descansa, evidentemente,
en alcanzar el sentido intersubjetivo atribuible a la acción de que se
trate, en lograr, como mínimo, la formulación en términos «emic» de
lo que sucede. Como lo expresó claramente Whyte en uno de los es­
tudios de observación participante más conocidos, Street Comer So-
ciety, «lo que la gente me dijo me ayudó a explicar lo que había suce­
dido, y lo que yo observé me ayudó a explicar lo que la gente me
132 LA REALIDAD SOCIAL

dijo» (1961: 51): la comunicación lingüística entre observador y ob­


servados es, pues, esencial para la técnica de la observación partici­
pante, comunicación que será tanto menos estructurada y formaliza­
da, esto es, tanto más rica e imprecisa, cuanto mayor sea el grado de
participación del observador. El observador participante no puede
decir «lo que ocurre» sin interpretarlo, y tal interpretación ha de co­
menzar por la identificación del «punto de vista del nativo», de forma
que se garantice la intersubjetividad en términos «emic» de sus con­
clusiones; esto implica que, al menos en un primer momento, el in­
vestigador trate de aprehender el conocimiento que los miembros del
grupo o comunidad estudiados tienen de la cosa que se estudia, y sólo
más tarde podrá pasar a describirla o explicarla con sus propias cate­
gorías, esto es, con las categorías de k ciencia. Se trata, pues, de la
utilización consecutiva de criterios «emic» y «etic», como se deduce
de la propuesta de Maclntyre: «a menos que comencemos por una
caracterización de una sociedad en sus propios términos, no podre­
mos identificar el objeto que requiere explicación. La atención a las
intenciones, motivaciones y razones, debe preceder a la atención a
las causas; la descripción en términos de los conceptos y creencias del
sujeto debe preceder a la descripción según nuestros conceptos y
creencias» (1976: 44); tal planteamiento, formulado polémicamente
frente al de Peter Winch, quien sostiene que solamente los conceptos
que poseen los miembros de una sociedad determinada son los que
deben usarse en el estudio de dicha sociedad (es decir, que no pode­
mos ir más allá de la autodescripción de una sociedad: cf. 1958, pás-
sim), nos introduce no casualmente en discusiones características de
la teoría antropológica, pues no en vano la observación participante
tiene tantos puntos de contacto con los métodos de trabajo de campo
del antropólogo.
Y no sólo del antropólogo: la observación participante, en la me­
dida en que se apoya en la interacción con los sujetos estudiados, se
resuelve en una sociología filológico-comprensiva. Como indica
Winch, «las acciones se conforman de tal suerte en nexos de interac­
ciones proporcionadas filológicamente, que se “materializa” en los
modos de comportamiento observables un sentido intersubjetiva­
mente válido, procediendo, por tanto, una sociología comprensiva
de forma esencialmente fílológico-analítica al concebir las normas
orientativas de las acciones a partir de reglas de comunicación del
lenguaje usual. De todo ello se deduce nuevamente que la construc­
ción teórica depende de la autoconcepción del sujeto activo» (apud
Wellmer, 1979: 28-29). La cuestión, pues, se orienta decididamente
del lado de la hermenéutica, por más que, de creer a Wellmer, las
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 133

tesis de Winch (como las de Wittgenstein, de las que son tributarias)


no logran cruzar su frontera (cf, Wellmer, 1979: 31)* En cualquier
caso, y sin entrar ahora en tal discusión, es obvio que la hermenéuti­
ca supone un modo de aproximación ai objeto que no sólo es cualita­
tivo, sino que rompe con los postulados de la teoría analítico-
positivista de la ciencia social* En efecto, la sociología positivista
toma en consideración conductas que con frecuencia tienen para sus
agentes un significado que resulta crucial para entender por qué se
llevan a cabo; dicha sociología no rechaza el manejar cuestiones de
significado o interpretación, pero atribuyéndolas a los individuos
cuya conducta se estudia en términos de opiniones, creencias o acti­
tudes; la hermenéutica, en cambio, descansa en la existencia de signi­
ficados intersubjetivos comunes a los individuos estudiados y al pro­
pio investigador justamente en la medida en que les es común el
lenguaje, y por ende la realidad social que le subyace, porque, como
sostiene Taylor, las realidades prácticas «no pueden ser identificadas
haciendo abstracción del lenguaje que usamos para describirlas [...]
el vocabulario de una dimensión social dada está basado en la forma
de la práctica social de esa dimensión [...]; lo que esto realmente
pone de manifiesto es la artificialidad de la distinción entre la reali­
dad social y el lenguaje descriptivo de la misma» (1976: 174). La rea­
lidad social es, pues, una realidad con significados compartidos inter­
subjetivamente y expresados en el lenguaje; significados que no son
simplemente creencias o valores subjetivos, sino elementos constitu­
tivos de la realidad social* Y, como dice Gadamer, «la tarea de la her­
menéutica es clarificar este milagro de la comprensión, que no con­
siste en una misteriosa comunión de almas, sino en compartir un
significado común» (1976: 118). Si la realidad social está compuesta
tanto de hechos como de significados comunes, éstos han de ser com­
prendidos si se quiere dar cuenta de aquélla; la práctica social ha de
interpretarse, y ello desde los significados que el propio investigador
comparte. La hermeméutica, heredera de la tradición de la exégesis
bíblica, y habituada por tanto al hermetismo, al simbolismo y al
juego de los significados convencionales, busca penetrar a través del
lenguaje en el mundo de significados constitutivos de la realidad so­
cial que la subyace, y que comparten quienes la componen y, con
ellos, el propio investigador. Sea cual fuere el estatuto que se atribu­
ya a la hermenéutica (de método, de teoría, de ciencia, incluso la
pretensión metateórica de Gadamer), y dejando al margen su dispu­
ta con la teoría crítica, y en concreto las objeciones de Habermas ba­
sadas en la deformación del contexto histórico comunicativo
(vid. discusión en Wellmer, 1979: 32 ss.), lo cierto es que la concien­
134 LA REALIDAD SOCIAL

cia hermenéutica, o la crítica hermenéutica, ofrece una vía de acceso


a la complejidad de la realidad social que de otra forma no sería posi­
ble. Como he indicado en otro lugar (1979: 107), la realidad social es
completamente diferente de la realidad físico-natural; aquélla está
llena de significados (más exactamente, es en buena parte significa­
dos) que es preciso comprender para explicarla.

7. CONCLUSIÓN ACERCA DEL PLURALISMO


METODOLÓGICO

El panorama que antecede de los modos que puede adoptar el


método de la sociología tiene predominantemente el carácter de una
ejemplificación de su variedad, no de un catálogo exhaustivo y ni si­
quiera medianamente completo; la enumeración de los métodos his­
tórico, comparativo, crítico-racional, cuantitativo y cualitativo no
pretende la complitud, y menos aún las formas concretas de cada uno
de ellos que se mencionan. Precisamente lo que he querido poner de
manifiesto es la diversidad metodológica exigida por una sociología
que no quiera confinarse en una definición unidimensional de su ob­
jeto; si a la complejidad del objeto corresponde necesariamente un
planteamiento epistemológico que he venido calificando de pluralis­
mo cognitivo, ello impone como correlato necesario un pluralismo
metodológico que permita acceder a la concreta dimensión del obje­
to a la que en cada caso haya de hacerse frente. La propuesta, pues,
aquí formulada es la adecuación del método a la dimensión conside­
rada en el objeto, y ello no de manera arbitraria e intercambiable,
sino con el rigor que el propio objeto demanda para que su trata­
miento pueda calificarse de científico. Aun a riesgo de incurrir en en­
fadosa reiteración, creo que no estará de más repetir que «científico»
no significa aquí «científico-natural», pues la sociología que toma
como modelo a las ciencias de la naturaleza traiciona su objeto, que
no es la realidad físico-natural sino algo muy distinto, la realidad so­
cial. Ésta, en su extraordinaria complejidad, contiene dimensiones
que pueden considerarse incluidas en un ámbito epistemológico
común con la realidad físico-natural, y para ellas valdrán los métodos
y la actitud propia de las ciencias que se desenvuelven en dicho ámbi­
to. Pero el conjunto de la realidad social lo excede con mucho, y para
tal exceso carece de validez la mimetización de «las otras ciencias».
De aquí la peculiaridad de la sociología, que no se constituye como
una de las viejas «ciencias de! espíritu» porque no trata sólo de cues­
tiones espirituales (valga la forma de llamarlas), pero tampoco como
CINCO VÍAS DE ACCESO A LA REALIDAD SOCIAL 135

ciencia físico-natural, ya que su objeto se niega a dejarse encasillar


en tal categoría. En ello consiste la incómoda especificidad de la so­
ciología, que ha de acomodarse a su objeto utilizando desde la pers­
pectiva biológica o etológica, hasta la filosófica o crítica. No es por
azar o por falta de madurez, por charlatanería o porque se trate de
una ciencia multiparadigmática, que bajo el nombre de sociología se
hacen tantas diferentes sociologías, sino porque su proteico objeto
de conocimiento así lo reclama.
5 . EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL *

1. INTRODUCCIÓN

Creo que caben tres perspectivas muy diferentes en la considera­


ción del lenguaje. Ante todo, la perspectiva lingüística propiamente
dicha, que estudia el lenguaje en sí mismo, con abstracción —en lo
posible— de variables y circunstancias externas a la propia lengua.
En segundo lugar, la orientación sociolingüística, que siendo, como
su denominación indica, parte de la lingüística, se centra en el estu­
dio de la dimensión social del lenguaje, interesándose por aquellas
variables y circunstancias que explican la variedad lingüística asocia­
da a la estructura social. Por fin, la perspectiva sociológica: la socio­
logía del lenguaje es sociología, no lingüística, y justifica su existen­
cia gracias a la consideración del lenguaje como realidad social;
como una «cosa social» más, pero extremadamente importante por
su condición de simbolizador universal, por su peso en el conoci­
miento, y por ser el principal instrumento de comunicación.
Lo que a la sociología le interesa en el lenguaje es su palmaria
condición de realidad social, no sus aspectos propiamente lingüísti­
cos ni su relevancia para la psicología. No obstante este interés, me
temo que la sociología no ha prestado suficiente atención al lenguaje,
no sólo desde el punto de vista de su análisis específico (del que se
ocupa la sociología del lenguaje), sino ni siquiera desde su considera­
ción general como uno de los componentes básicos de la realidad so­
cial. Es claro que el mundo social está lingüísticamente mediado, y
no falta quien dice que en buena medida es lenguaje: de aquí la nece­
sidad de subrayar que el animal humano, en tanto que zoón politi-
kón, es por ello mismo animal ladino, o locuaz; por lo que el lenguaje

* Publicado en eí n.° 7 de la Revista del Centro de Estudios Constitucionales, sep­


tiembre-diciembre de 1990.

[137]
138 LA REALIDAD SOCIAL

y su uso deben encontrar en la teoría sociológica la atención que sin


duda requieren.
En todo caso, creo necesario insistir en que el recurso de la socio­
logía a la lingüística me parece imprescindible para intentar, al
menos, plantear aceptablemente una serie de cuestiones básicas:
ante iodo, la de cuál es la relación que existe entre lengua y mundo; si
tal pregunta se estima demasiado general, podríamos especificarla
interrogándonos acerca de si pueden las distintas lenguas determinar
distintas visiones del mundo: en general, por tanto, acerca de las re­
laciones mutuas entre lengua y Weltanschauung. Pero no todas las
cuestiones han de ser de tan gran calibre. Sabemos, por ejemplo, que
la lengua está incompleta en cada individuo, que ninguno la posee ín­
tegramente: ¿qué valor social tienen esas diferencias, en forma de
lenguas de clase, etc.? O bien que todos hablamos de maneras dife­
rentes según nuestro interlocutor: ¿cómo se determina esa utiliza­
ción diferencial de la lengua? Por otra parte, y curados de la creencia
en la transparencia del lenguaje, ¿qué significa en la vida social la
ambigüedad, la polisemia de lo que decimos y de lo que oímos?
Preguntas todas ellas que recogen problemas que no pueden ig­
norarse, que están ahí teniendo que ver con «la construcción social de
la realidad», y a los que la sociología no suele dar respuesta satisfac­
toria. Quizá porque no pueda darla, a la vista (entre otras cosas) de
que el inconsciente tiene mucho que ver con nuestro lenguaje, y éstas
son aguas de mucho calado para la irremediable tosquedad de las
teorías sociológicas que manejamos. Pero ello no nos excusa de in­
tentar una más atenta reflexión sobre las relaciones entre lengua y so­
ciedad.

2. LENGUAJE, CONOCIMIENTO, CONTROL SOCIAL

En unas incisivas páginas escritas en 1922 bajo el título de «The


World Outside and the Pictures in our Heads» (y que constituyen el
capítulo primero de su famoso Public Opinión), Walter Lippmann
afirma que «la manera como imaginan el mundo determina en todo
momento lo que harán los hombres», ya que, «en el nivel de la vida
social, lo que llamamos adaptación del hombre a su medio se lleva a
cabo mediante ficciones», esto es, mediante representaciones del
medio que en gran medida han sido hechas por el hombre mismo. El
medio en que hemos de movernos es, como dice Lippmann, dema­
siado vasto y complejo para nuestro conocimiento directo, al que es­
capa tanta sutileza, variedad y combinaciones. Pero como hemos de
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 139

actuar inevitablemente en él, nos vemos obligados a reconstruirlo en


un molde más sencillo antes de poder manejarlo (cf. 1964: párrafos 3
y 6 del cap. I).
Dicho molde, o pseudomedio, como lo llama Lippmann, se inser­
ta entre el hombre y su ambiente real, de suerte que el comporta­
miento humano responde a tal pseudomedio, del que huelga decir
que es una construcción simbólica, un medio artificial, pero tan «ver­
dadero» como el que he llamado ambiente real (para ser exactos:
más «verdadero», o el único «verdadero»). Claro está que el medio
ambiente real produce efectos sobre la vida de los hombres (¿cómo
no?), del mismo modo que las acciones de éstos producen efectos
sobre aquél: pero todo ello siempre a través del medio ficticio (según
lo llama Lippmann), simbólico, artificial y «verdadero», que es crea­
ción humana. ¿Será necesario indicar que este universal mediador es
creación social y no individual, que es, en sentido estricto, «construc­
ción social de la realidad»?
Ciertamente, éstas son nociones hoy mostrencas, no obstante lo
cual me atrevo a acarrearlas aquí para destacar que en buena medida
ese medio «construido» lo está con palabras. Lo que implica que ob­
tenemos nuestra visión del mundo a través del lenguaje: el sistema
social viene asi a estar presente en nuestros procesos cognitívos. Un
planteamiento como éste supone cuestionar la autonomía del pensa­
miento, o al menos concebir el pensamiento como un acto lingüísti­
co. Desde luego, la tesis de que el pensamiento es tributario de ele­
mentos y procesos sociales es muy antigua, tanto al menos como la
sociología del conocimiento. Pero es C. Wright Mills, en un breve en­
sayo publicado en 1939, quien especifica que, aunque el pensamiento
implica procesos sociales, es una realización lingüistica individual:
apelando a Mead y a su definición social de la conciencia, cree que la
reflexión consiste en una conversación entre el pensador y el «otro
generalizado» (o, si se prefiere, entre quien piensa y la organización
interiorizada de las actitudes colectivas): importado dentro de la con­
ciencia, dice Mills, este juego simbólico constituye la estructura de la
mentalidad (1964: 336).
Debo destacar que en este momento no me interesa tanto la pre­
sencia de factores sociales en el pensamiento como la noción de que
el pensar tiene una estructura conversacional y, por ello, constituye
una acción lingüística. Dicho de otra manera: pensamos con palabras
y con frases, del mismo modo que hablamos.
No parece que esto sea hoy en día objeto de discusión, lo que
hace superfluas las obvias referencias del caso. Pues bien, volviendo
a la presencia del «otro generalizado», las palabras, y el lenguaje en
140 L,A REALIDAD SOCIAL

su conjunto, encaman preferencias de valor de manera inevitable, con


lo que el pensamiento estaría «cargado» con los valores que el medio
social haya vinculado a las palabras y expresiones del lenguaje* Con
esta observación, sin embargo, no hemos ido más allá de la tesis co­
múnmente admitida de que el pensamiento viene influido, condiciona­
do o determinado por la posición del sujeto en la estructura social.
Mills va, sin embargo, más allá, a! extender esa presencia de la so­
ciedad a la propia lógica reguladora de la reflexión, pues ésta consiste
para cada individuo en «un acuerdo entre los miembros de su univer­
so de reflexión en cuanto a la validez de alguna concepción general
del razonamiento correcto» (1964:336); las leyes o reglas de la lógica
—dice— no son intuitivas, ni dadas a la conciencia, ni innatas, sino
convencionales y, claro es, históricas. De acuerdo con una concep­
ción lingüística de la lógica que subraye el carácter social del lengua­
je, «lo que llamamos ilogicidad es semejante a la inmoralidad en
cuanto que ambas son desviaciones de las normas» (1964: 337).
En efecto, continúa Mills, «la función de las palabras es la media­
ción de la conducta social», y es esta misma conducta (las «acciones
socialmente coordinadas») quien define y redefine los significados de
los símbolos. El Significado de las palabras depende, pues, de dicha
función mediadora y de las conductas efectivamente mediadas; dicho
en otros términos, las interpretaciones dominantes en la conducta so­
cial atribuyen significados a las palabras. Y una interpretación es do­
minante cuando resulta de pautas de conducta organizadas en torno
a símbolos, de suerte que determinan sus significados, con frecuencia
a través de conflictos culturales (1964: 340).
Esta argumentación le permite a Mills concebir el lenguaje como
un sistema de control social: «El significado está dado por anticipa­
do; es una “creación” colectiva.» No sólo quien habla, sino quien
piensa, «para darse a entender debe “dar” a los símbolos tales signifi­
cados que susciten las mismas respuestas en su auditorio que en él
mismo» (1964: 341). De esta suerte es como el lenguaje influye pode­
rosamente sobre el pensamiento, y a través del lenguaje las pautas
establecidas de conducta social; ello lleva al autor a sostener que
existe «un control sobre el pensamiento mediante el lenguaje. Sólo
utilizando los símbolos comunes a este grupo puede un pensador
pensar y comunicarse» (1964: 340). Así pues, la afirmación de que el
lenguaje constituye un sistema de control social, esto es, un.conjunto
de mecanismos destinados a acomodar las conductas individuales a
las pautas establecidas por el grupo, se revela en todo su rigor: el len­
guaje, cuyos significados nos vienen dados por la interpretación do­
minante, controla incluso nuestro pensamiento.
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 141

En resumen, pues, «los significados de las palabras son formados


y sostenidos por las interacciones de las colectividades humanas, y el
pensamiento es la manipulación de esos significados» (1964:340). La
siempre inquietante sociología del conocimiento nos lleva a concluir
que, gracias al lenguaje, la misma percepción resulta afectada: en
virtud de la estructura esencialmente social de la conciencia, «nues­
tra conducta y percepción, nuestra lógica y nuestro pensamiento, en­
tran dentro del control de un sistema de lenguaje. Junto con el len­
guaje, adquirimos una serie de normas y valores sociales» (1964:
340-341). Los factores sociales influyen no sólo en lo valorativo, sino
en lo cognitivo: el lenguaje no tiene como función la expresión de los
individuos, sino el control mutuo de la conducta por parte de los ac­
tores sociales.
En otro trabajo que lleva por título «Acciones situadas y vocabu­
larios de motivos» sostiene Mills que «los motivos son palabras»
(1964: 346), «mecanismos lingüísticos observables [...] con los cuales
se produce la interpretación de la conducta por los actores sociales».
La imputación y reconocimiento de motivos son fenómenos sociales
que deben explicarse poniendo de manifiesto «la relación de los vo­
cabularios de motivo con los sistemas de acción» (1964:345). Dado el
carácter intrínsecamente social de los motivos, «un motivo satisfacto­
rio o adecuado es el que satisface a los que someten a interrogación
un acto o programa»: el motivo es la respuesta satisfactoria a pregun­
tas concernientes a la conducta social. Así pues, los motivos acepta­
bles implican una justificación plausible de determinada conducta,
un mecanismo de control social. Los vocabularios de motivos acepta­
bles en una determinada situación justifican ante los demás y ante
uno mismo la acción de que se trate (cf. 1964: 348-349).
Podría sostenerse que estos motivos no son sino meras racionali­
zaciones de la conducta, frente a unos «motivos reales» inconfesa­
dos. Motivos «reales» que, en un cierto sentido, serian biológicos:
previos, más genuinos y «profundos», incluso inconscientes. Mills
contesta negativa y enfáticamente a esta cuestión, cuyo planteamien­
to atribuye a una «visión metafísica» del problema: como quiera que
no podemos inferir procesos fisiológicos de fenómenos verbales, y
habida cuenta de su concepción de los motivos como palabras, los
únicos motivos «más profundos» o «reales» son nuevas formas verba­
les. Esta posición de Mills implica una discrepancia explícita de la
teoría psicoanalítica en este punto, pues no le parece que tenga senti­
do considerar como insinceros a quienes proclaman sus motivos, y a
éstos engañosos: lo que sucede es que hacen uso de un vocabulario
de motivos determinado, bajo el cual —en efecto— puede haber otro
142 LA REALIDAD SOCIAL

vocabulario menos aceptado, o incluso rechazado, en la situación


de que se trate. Pero como es fácil ver, según la tesis de Mills no hay
aquí nada «más profundo», sino simplemente otra formulación verbal.
Lo que sucede es que los vocabularios de motivos «son diferentes
en situaciones diferentes: varían históricamente, y en función de las
distintas culturas». Como dice el autor, «los vocabularios individua­
listas, sexuales, hedonístas y pecuniarios de motivos dominan ahora
[...]. Los vocabularios religiosos de explicación y de motivos están
ahora en desuso» (1964: 351), con lo que la gente se muestra escépti­
ca ante quienes los proclaman. En último extremo, lo que para un in­
dividuo en una determinada situación es razón de su conducta, es
mera racionalización para otro en situación distinta. Lo que es di­
ferente entre ambos es el vocabulario aceptado de motivos en una y
otra situación. «Las estructuras motivadoras de los individuos y
los moldes de sus propósitos son relativos a los marcos sociales»
(1964: 352). Cuando uno cambia de situación o de posición pasa de
un vocabulario de motivos a otro (aunque sean más o menos coinci­
dentes), so pena de sufrir las consecuencias de un conflicto de moti­
vos. Todo ello implica que los lenguajes propios de situaciones dadas
(los vocabularios de motivos) deben ser considerados entre los datos
que han de ser interpretados y relacionados con las condiciones en
que se producen (1964: 355).
Prescindiendo del tono behaviorista con que Mills aborda el estu­
dio de los motivos, lo que me interesa retener aquí es su tesis de que
son sólo palabras socialmente aceptables con las que interpretar (dar
razón o indicar la causa) las acciones propias y ajenas. Como no es
posible acceder a algo «más profundo» (biológico o instintivo, por
ejemplo) que la conducta verbal, en ella hay que quedarse. Los moti­
vos ocultos o «reales» son de nuevo palabras, seguramente menos
aceptadas que los motivos expresados. Pues bien, si tal tesis se articu­
la con la expuesta más arriba, según la cual el lenguaje controla la
percepción y media la conducta en los procesos de interacción, es
fácil percibir la fuerza que cobra la idea del lenguaje como sistema de
control social. Las «ficciones» de Lippmann, artefactos elaborados
con palabras que suplantan a un medio demasiado complejo y lo sus­
tituyen por otro más apropiado para la adaptación, terminan ence­
rrando en la red del lenguaje a los creadores de ese medio. El lengua­
je, pues, como liberación y como sujeción, inseparablemente.
He escogido las conocidas tesis anteriores por parecerme muy
adecuadas para introducir el tema que nos ocupa: se esté o no de
acuerdo con ellas, plantean una serie de difíciles problemas que vin­
culan el lenguaje con la percepción, el conocimiento, el pensamien­
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 143

to, la motivación y, a la postre, ía libertad. Y todo ello, sin duda, sub­


rayando desde el principio la naturaleza de «cosa social» del lengua­
je, con lo que se pone de manifiesto la presencia de los demás (de la
sociedad, del «otro generalizado») en nuestros reductos aparente­
mente más íntimos. El lenguaje es una creación social que se me im­
pone: es para mí algo dado, con lo que filtro mi percepción, constru­
yo mi conocimiento del mundo y produzco mi pensamiento^ un
pensamiento dialógico, en el que mi interlocutor es la propia socie­
dad. El lenguaje, pues, que es realidad social, es por ello condición y
límite del ser social y mediación entre éste y la conciencia.
No se trata, pues, de un asunto menor para la sociología, ni de
una cuestión que pueda agotarse en una especializada sociología del
lenguaje, sino que es una importante fuente de problemas para la
teoría sociológica (y, en general, para las ciencias sociales), proble­
mas en su mayoría no resueltos.

3. EL LENGUAJE Y LAS CIENCIAS SOCIALES

Permítaseme presentar aquí no una panorámica de los estudios


que desde ía antropología y la sociología se han dedicado al fenóme­
no del lenguaje, sino tan sólo una pequeña muestra de los mismos. Y
espero que, por arbitraria que pueda parecer, ponga de manifiesto
cómo desde las ciencias sociales se ha prestado atención a nuestro
tema.
Comencemos por la rica tradición antropológica de estudio del
lenguaje, en la que, según Uribe (1970: 65), conviene distinguir tres
líneas de trabajo diferentes. En primer lugar, la británica, en la que
Tylor fue uno de los primeros en abordar cuestiones lingüísticas en el
marco de la antropología general; pero, sin duda, la figura clave a
este respecto es la de Malinowski, quien supo reconocer (cosa que no
llegó a hacer Radciiffe-Brown) la importancia de la lingüística para ía
antropología, planteando incluso la posibilidad de descubrir qué hay
de esencial y común en el lenguaje a través de sus variaciones inter­
culturales. Malinowski fue, además, un adelantado en la considera­
ción del lenguaje como un modo de acción y no meramente como
una expresión del pensamiento, tesis que mantiene, entre otras del
mayor interés, en su famoso artículo sobre el problema del significa­
do en las lenguas primitivas, publicado en 1923 como suplemento al
libro de Ogden y Richards El significado del significado (1984).
Por su parte, la línea francesa de estudio del lenguaje en la tradi­
ción antropológica se apoya explícitamente en la sociología durkhei-
144 LA REALIDAD SOCIAL

miaña, subrayando el carácter social del lenguaje y presentando la


estratificación social como clave para explicar la variación lingüísti­
ca, especialmente la semántica; es también de destacar la aceptación
de la importancia que el lenguaje tiene para la construcción de las ca­
tegorías mentales. Mauss, Cohén y Lévi-Strauss han coincidido en
destacar la congruencia entre el lenguaje y los restantes aspectos de
la cultura, como sistemas compartidos y socialmente heredados. El
importante libro de Cohén Materiaux pour une Sociologie du langage
(publicado en 1956 y puesto al día en 1971) muestra cómo los territo­
rios de la sociología, la sociolingüística y la antropología pueden fe­
cundarse y complementarse mutuamente.
La escuela norteamericana ve también en el lenguaje, ante todo,
un producto cultural y una herencia social. Boas, Sapir y Bíoomfield
tuvieron especial interés en el comparativismo, así como en relacio­
nar la variación lingüística con la variación social, situando así el es­
tudio del lenguaje en su contexto sociocultural y creando las bases
para la constitución de la etnolingüística, cuyo representante más ca­
racterizado es Hockett. Sapir llegó a sostener que aunque ordinaria­
mente no se piensa que el lenguaje tenga un interés esencial para la
ciencia social, lo cierto es que condiciona poderosamente todo nues­
tro pensamiento sobre los problemas y procesos sociales. Conse­
cuente con esta idea, Whorf publicó en 1941 un trabajo sobre los in­
dios Hopi en el que mostraba cómo su pensamiento habitual se
derivaba de las características morfológicas, sintácticas y léxicas de
su lengua; la tesis de Whorf podría resumirse en la idea de que los
modos de hablar peculiares de un pueblo son indicación y expresión
de su visión del mundo, y constituyen una serie de premisas tácitas de
su cultura que definen la naturaleza del universo y la posición en él
del hombre. Pero hay que decir que, hasta aquí, lo que dice Whorf no
es nuevo, sino que se sitúa en una tradición en la que Humboldt
había señalado que las lenguas difieren más por sus cosmovisiones
que por sus sonidos; el propio Durkheim pensaba que el lenguaje ex­
presa la forma en que la sociedad se representa al mundo y a los he­
chos de la experiencia; Weisgerber, por su parte, sostuvo que el len­
guaje no refleja el mundo, sino que lo modela; y es bien conocido
que Boas mostró cómo agrupamos y separamos los seres de ciertas
formas, en tanto que los Aranda utilizan taxonomías completamente
diferentes, de lo que es responsable —al menos en buen parte— el
lenguaje.
Sin embargo, Whorf va más lejos que todos ellos cuando sostiene
que la influencia del lenguaje sobre el pensamiento y la conducta se
basa sobre los modos de analizar y describir la experiencia, que se
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 145

han fijado en el lenguaje y que no dependen del orden institucional


ni de la estructura de las relaciones sociales: justamente al contrario,
para Whorf los modos de hablar determinan las relaciones sociales
gracias a su papel de conformadores de la cultura. En otras palabras:
la relación entre lenguaje y cultura no está mediada por la estructura
social. Pues bien, este papel de radical variable independiente atri­
buido por Whorf al lenguaje ha sido objeto de multitud de críticas, la
más destacable de las cuales es posiblemente la de Bernstein, quien
sostiene que los modos de hablar, que tan decisiva influencia ejercen
sobre la visión del mundo, la cultura y la experiencia, dependen, a su
vez, de la forma que adoptan las relaciones sociales: la estructura so­
cial genera formas lingüísticas diferenciadas que afectan a los conte­
nidos culturales y condicionan las conductas.
Pero dejemos a los antropólogos y vengamos a la tradición socio­
lógica del interés por el lenguaje, en la que en lugar de intentar la
presentación de distintas aportaciones me voy a limitar a algún ejem­
plo muy característico. Por diversas razones, y dejando aparte a los
clásicos, el caso de Parsons me parece digno de mención; en unas
famosas páginas se dedica a afirmar el carácter radicalmente social
del lenguaje, de suerte que los sistemas sociales dependerían de la
simbolización lingüística y de la comunicación. El lenguaje es el me­
canismo de comunicación más general, y la matriz de la que se han
diferenciado otros mecanismos simbólicos generalizados de comuni­
cación o intercambio, como son el dinero, el poder, la influencia y el
compromiso de valor. En sus propias palabras, «el lugar del lenguaje
en los sistemas de acción radica especialmente en la relación entre la
cultura y el sistema social. El lenguaje es el mecanismo más generali­
zado que media la comunicación humana. En el sistema general de la
acción su función primaria es social, puesto que la comunicación y la
interacción son inseparables» (1961: 976),
La teoría parsoniana acerca de los medios generalizados de inter­
cambio sostiene que se han ido diferenciando del lenguaje otros me­
canismos más especializados para la mediación de la interacción,
todos ellos analizables lingüísticamente. En el texto a que me refiero
se ha querido ver con frecuencia una explicación del lenguaje desde
el dinero, lo que es totalmente erróneo: al contrario, para Parsons es
el lenguaje el que explica al dinero, ya que éste, como medio simbóli­
co generalizado de intercambio, se deriva de la matriz básica consti­
tuida por el lenguaje. Y lo cierto es, en efecto, que Parsons analiza
morosamente los paralelos entre ambos (como en otro conocido tra­
bajo hará en relación con el dinero y el poder), si bien el medio dine­
ro es mucho más especializado y simple que el lenguaje. El lenguaje
146 LA REALIDAD SOCIAL

es un medio de intercambio que circuía mensajes, pero ai mismo


tiempo opera como medida de su valor, ya que tiene ía naturaleza de
un código sujeto a reglas con arreglo a las que se lleva a cabo la inte­
racción lingüística, reglas que están lo suficientemente estandariza­
das como para que puedan ser inmediatamente aplicadas por los in­
terlocutores.
Dicha estandarización, sin embargo, no excluye una cierta flexi­
bilidad, pero no hasta el punto de que los significados hayan de ser
interpretados ad hoc, como sucede en la comunicación pre-lingüística,
carente de codificación. En el lenguaje, por otra parte, existen dos
niveles: uno fraseológico, que es análogo al de los valores en el siste­
ma social, y otro sintáctico, análogo al de las normas en dicho siste­
ma. Es de notar que el tratamiento sociológico del lenguaje que lleva
a cabo Parsons en el peculiar contexto de su teoría del sistema social
se declara expresamente tributario de los trabajos lingüísticos de Ja-
kobson, Hymes y Halle; y ha de subrayarse que dicho tratamiento se
apoya, como hemos visto, en la concepción de la acción social como
proceso simbólico, orientado por el significado de lo que se comu­
nica. La teoría parsoniana del lenguaje constituye, pues, el fun­
damento de su teoría de los medios simbólicos generalizados de in­
tercambio, con lo que ocupa un lugar rigurosamente central en su
pensamiento.
Otro ejemplo de interés sociológico por el lenguaje lo ofrece la
etnometodología, destacando la aportación de Cicourel con respecto
a la socialización del niño, que, en su opinión, depende del aprendi­
zaje de ía lengua, y en concreto de la interiorización de los significa­
dos: «el problema del significado para el antropólogo o el sociólogo
consiste en cómo los miembros de una sociedad o una cultura adquie­
ren un sentido de la estructura social que les capacita para llevar a
cabo [negotiate, dice Cicourel] sus actividades cotidianas» (1973:46).
La actividad lingüística del adulto supone competencia en los niveles
fonológico, sintáctico y semántico, pero, además e inseparablemen­
te, implica una visión del mundo culturalmente determinada. En de­
finitiva, el orden social se hace posible gracias a la adquisición infan­
til de ía estructura social, que se opera en el aprendizaje de la lengua
y de sus significados.
Desde ía posición relativamente próxima ocupada por Goffman,
lo que se destaca es cuán profundamente incorporados a la naturale­
za del habla se encuentran los requerimientos fundamentales de la
teatralidad: cuando los individuos se encuentran en presencia de
otros, sus miradas, gestos y cambios de postura comportan toda clase
de implicaciones y significados; y las palabras que en tales circunstan-
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 147

cías se pronuncian vienen calificadas por el tono de voz, la velocidad


con que se habla, las pausas y arranques. Sus planteamientos drama-
túrgicos hacen también interesarse a Goffman por el status de partici­
pación que corresponde a quienes están en situación de oír las pala­
bras pronunciadas, así como por quién habla el que lo hace, si por sí
mismo o por otro (1981:1-4). Pues bien, ¿cómo no convenir en la im­
portancia que para la comunicación humana tienen esos elementos
susceptibles de análisis etológico y sociológico?
Pero trasladar el tema del lenguaje al plano de la comunicación
supone abrir perspectivas vinculadas a la política y a la ética, de lo
que es notorio ejemplo la obra de Haber mas. Según este autor, la
competencia comunicativa (noción que, como veremos, se propone
como alternativa a la de mera competencia lingüística) depende
tanto de la capacidad humana para el lenguaje como de determina­
das condiciones socioculturales, y en particular de las intersubjetivas
e institucionales que hagan el mutuo entendimiento posible. La tesis
central es que donde la comunicación está organizada sobre la base
de la dominación, y no sobre la de una libre comunidad de hablantes,
lo que se produce es un entendimiento equívoco, un pseudoconsen-
so, un malentendido en que no hay verdadera comunicación entre los
interlocutores. La «situación ideal de habla», o «situación lingüística
ideal», existe raramente en las situaciones sociales reales, que son
más bien ocasión de una comunicación sistemáticamente distorsiona­
da. Allí donde las condiciones de la interacción simbólica (o, si se
prefiere, de la ejecución de los roles) no están basadas en la verdad,
la libertad y la justicia, la acción comunicativa queda distorsionada, y
el nivel de distorsión se corresponde con el de dominación represiva
existente en la sociedad.
Para Habermas, la evolución humana se produce simultánea e in­
separablemente en tres medios sociales, el del trabajo, el de la inte­
racción y el del lenguaje: pero las reglas técnicas empleadas en el tra­
bajo y las normas sociales que regulan la interacción están
formuladas a través del lenguaje, con lo que los tres medios y las ac­
ciones en ellos producidas mantienen una estrecha interdependen­
cia. De aquí que cualquier propósito emancipatorio deba tener en
cuenta esta interconexión. Por ello puede decirse que la crítica mar-
xiana de la economía política no es una ciencia social rigurosamente
completa, ya que no desarrolla una crítica de la forma de dominación
basada en la acción comunicativa: ello es precisamente lo que intenta
Habermas al construir una teoría de la comunicación basada en las
nociones de situación ideal de habla y de comunicación sistemática­
mente distorsionada, dirigida a señalar la posibilidad y los requisitos
148 LA REALIDAD SOCIAL

del discurso racional y de la comunicación. Tal discurso no sólo ha de


verse libre de la amenaza de violencia, sino también de las condicio­
nes de desigualdad y asimetría entre las personas. De aquí que la
apertura del «espacio público» operada por la burguesía se revele
como insuficiente: a causa de la desigualdad social, el público pierde
su capacidad de participar de manera crítica y reflexiva en el proceso
político, y la discusión deja de ser pública para quedar crecientemen­
te limitada a los técnicos y burócratas. Lo que es incompatible con los
requisitos de un público racional es la dominación, y ésta se basa no
sólo en la propiedad de ios medios de producción, sino en el poder
político. En resumidas cuentas, es la dominación mediada tanto por
el poder económico como por el político lo que impide la racionali­
dad, y por el contrario es la libertad la que la fundamenta, según in­
terpreta Gouídner (1978:183).
Los requisitos que podrían exigirse para una situación lingüística
ideal serían los siguientes: que no exista violencia, que ninguna de las
partes se vea privilegiada en el intercambio comunicativo, que éste
sea ilimitado, que haya completa simetría en la participación (de
suerte que una de las partes no pueda imponer sus propias normas de
discusión, y ambas partes tengan iguales oportunidades de expresar­
se), y que exista la posibilidad de cuestionar los símbolos tradiciona­
les y las propias reglas del discurso. Pero tal catálogo de requisitos no
es aceptado pacíficamente por todos los teóricos. Gouídner, por
ejemplo, sostiene que aunque la violencia merezca obviamente un
juicio ético negativo, no es siempre y necesariamente adversa a la ra­
cionalidad; en relación con la no existencia de límites al discurso,
cree que no hay ninguna razón por la cual se deba permitir o estimu­
lar a nadie a decir públicamente todo lo que quiera decir, como tam­
poco para que todos deban ser obligados a oír cualquier cosa que al­
guien desee decir. En su opinión, a menos que haya algún límite a lo
que pueda decirse, cuándo y a quién, no hay ninguna previsibilidad
posible en el discurso humano, ninguna posibilidad de lógica y racio­
nalidad. Del mismo modo, y si bien no hay por qué fomentar una
conformidad compulsiva con los símbolos y reglas del discurso vigen­
tes, tampoco es posible ni conveniente ponerlos todos en cuestión al
mismo tiempo: no puede haber ningún lenguaje que sea totalmente
autoconstituido ni autojustifícado, por lo que la posibilidad de crítica
universal de sus símbolos y reglas nos llevaría al silencio, a no poder
hablar. Con respecto, por último, al requisito de igualdad, Gouídner
señala la relación que la desigualdad mantiene con la existencia de
valores diferentes, no compartidos, por lo que la igualdad no sería
nunca la eliminación de todas las diferencias. De todas formas, y por
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 149

fundadas que sean tales críticas, Gouldner simplifica en exceso el


pensamiento habermasiano, entre otras cosas porque cuando las for­
muló no había sido publicada todavía la Universalpragmatik (que lo
sería justamente el mismo año que The Dialecüc o f Ideology and
Technology, 1976).
Sea cualquiera la valoración que se haga de la propuesta haber-
masiana, el sociólogo hará bien en tener presente que aunque las es­
feras de la producción material de la vida y de la dominación política
estén mediadas lingüísticamente, no son básicamente lingüísticas: la
tentación de ceder a un cierto reduccionismo lingüístico implicaría
un escamoteo de los problemas sustantivos. Es bien cierto que éstos
se expresan a través del lenguaje, pero desde luego no se confunden
con él.
La elaboración que, por su parte, lleva a cabo Bourdieu de los as­
pectos sociales del lenguaje en su libro Ce que parler veut dire tiene
estrecha relación con los fenómenos de poder que le interesan, y se
plantea en buena medida de manera polémica con las construcciones
estructuralistas.
Señala Bourdieu que no hay que olvidar que los intercambios lin­
güísticos «son también relaciones de poder simbólico en las que se ac­
tualizan las relaciones de fuerza entre los que hablan o entre los gru­
pos respectivos» (1982: 14). De acuerdo con ello, no le parece
suficiente un análisis cultural del lenguaje, sino que aspira a introdu­
cir en él la dimensión de intercambio para llegar a lo que llama una
economía del intercambio simbólico, o lingüístico (que es el subtítulo
del libro). No voy a recoger aquí las críticas a Saussure y a Chomsky
(con las que coincido casi totalmente), pero sí quiero destacar que la
existencia de comunidades lingüísticas en las que existen institucio­
nes que imponen el reconocimiento universal de la lengua dominante
le parece que implica la existencia de relaciones de dominación lin­
güística.
Las relaciones que se dan entre los diferentes usos de la lengua
retraducen de alguna manera el sistema de diferencias o desigualda­
des sociales: la jerarquía de estilos de había expresa la jerarquía de
los grupos. En este sentido se esfuerza Bourdieu en subrayar que la
interacción lingüística (y, cabría añadir, la interacción social) no con­
siste en una simple relación entre interlocutores, sino que la forma
particular que reviste lo que sucede entre dos personas se debe a la
relación objetiva existente entre los diferentes usos de la lengua, esto
es, entre los grupos que practican dichos usos; de suerte que un plan­
teamiento estrictamente microsociológico puede llevar—dice— a la
desaparición de lo real. Afirmaciones como la anterior me parecen
150 LA REALIDAD SOCIAL

sumamente importantes, bastante más, desde luego, que el empeño


én dotar de una terminología económica a los fenómenos que estudia
(«capital lingüístico», «mercado lingüístico», «renta de situación»,
«formación de precios», etc., expresiones con las que trata de articu­
lar su propuesta teórica de economía del intercambio lingüístico, que
es sin duda una economía política).
Es de señalar también que Bourdieu reconoce al lenguaje la efi­
cacia simbólica de construir la realidad, señalando oportunamente el
origen neokantiano de dicha tesis; en términos muy análogos a los
utilizados por Schutz, sostiene que el sentido común se fundamenta
en el consenso acerca del sentido del mundo social operado en forma
de representación. Es claro, pues, que se interesa por la eficacia del
discurso, aunque no cree que tal cosa radique en las solas palabras:
separándose así de Austin, atribuye la illocutionary forcé de los
enunciados performativos a «una autoridad que llega al lenguaje
desde fuera», desde la posición social del locutor. En definitiva,
Bourdieu propugna «incluir en lo real la representación de lo real»,
con lo que no puedo estar más de acuerdo, y así lo sostengo en el ca­
pítulo primero de este libro.
Basten, pues, los ejemplos mencionados pará indicar algunas de
las direcciones en que se ha desenvuelto el interés por el lenguaje
manifestado por la teoría antropológica y sociológica. Toda ejempli-
fícación es insatisfactoria, y particularmente la que antecede, por
demás fragmentaria y somera.

4. LA LINGÜÍSTICA Y LA DIMENSIÓN SOCIAL


DEL LENGUAJE

Durante muchos años, la lingüística moderna se ha interesado


muy poco por la dimensión social del lenguaje, pese a ser tan eviden­
te su papel en la interacción comunicativa y su condición de universal
simbolizador. Esa falta de sensibilidad para la consideración de los
aspectos sociales del lenguaje cabe atribuirla en buena medida a la
orientación teórica de dos de los más importantes lingüistas, Ferdi-
nand de Saussure y Noam Chomsky.
En efecto, y por lo que hace al primero, fundador de la lingüística
estructural, la fundamental distinción que propone entre langue (len­
gua) y parole (o habla, como se ha convenido en traducir el término)
concibe a la lengua como el sistema de signos disponible en una co­
munidad lingüística, en tanto que el había es un acto individual en el
que el sujeto hace un uso selectivo y diferencial de aquel sistema.
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 151

Con ello queda distinguido lo que a juicio de Saussure es social y


esencial de lo que es individual y accidental: lo social es la lengua, no
el habla efectiva, y la lengua es homogénea y uniforme, en tanto que
las variaciones que se experimentan en el habla se consideran meras
«desviaciones». A fin de cuentas, desde tal perspectiva el sujeto que
habla es visto simplemente como un individuo.
Pero la teoría sociológica no puede concebir el habla como expre­
sión fortuita de opciones individuales, sino todo lo contrario: como
un sistema pautado de intercambios sociales, que es resultado de las
desigualdades, de presiones institucionales, de relaciones de poder.
Cabría decir que el sistema de relaciones sociales determina el uso
hablado de la lengua en forma de reglas tipificadas de selección lin­
güística, dependientes de una determinada situación: esto es precisa­
mente lo que Saussure llamó «lingüística externa», y consideró mar­
ginal al objeto de conocimiento de la lingüística.
Así pues, de sus dicotomías lengua/habla y lingüística interna/
lingüística externa, Saussure selecciona como pertinentes para la de­
terminación del objeto de la ciencia del lenguaje los primeros térmi­
nos de ambas, con lo que viene a excluir de su campo de interés la
consideración social del lenguaje (por más que en distintas ocasiones
afirme lo contrario), optando por una línea de descriptivismo forma­
lista que frecuentemente ha sido criticada desde la sociolingüística
por su posición extremadamente asociaí, interesada sólo en el estu­
dio del sistema de la langue, e insensible ante la evidencia de que las
variantes lingüísticas no son individualmente libres, sino socialmente
pautadas.
Desde el punto de vista sociológico, no cabe calificar al habla de
fenómeno individual, de modo que sea social sólo la lengua: ambas
son realidades sociales convencionales, y una y otra están reguladas
por normas sociales. Lo que Mounin llama el «sociologismo» de
Saussure, referido siempre a la influencia de Durkheim, cede terreno
desde el primer momento a una suerte de psicologismo mentalista: la
propuesta de nueva ciencia que estudie la vida de los signos en la vida
social, la semiología, se lleva a cabo explícitamente en el seno de la
psicología. Y comoquiera que «la lingüística no es más que una parte
de esa ciencia general», el reduccionismo psicológico termina cerran­
do el paso a cualquier consideración sociológica al respecto.
Así pues, y por más que el lingüista ginebrino insista en que el
lenguaje es social por naturaleza, a la hora de la verdad la lingüística
es planteada como una parte de la psicología, de lo que, como es lógi­
co, ha de resentirse la relevancia concedida a la dimensión social del
lenguaje por la lingüística estructural.
152 LA REALIDAD SOCIAL

Chomsky, cabeza visible de la gramática generativa, confina, por


su parte, a la lingüística en el estudio del conocimiento abstracto de
las normas del lenguaje (lo que llama competence, o competencia lin­
güística), marginando la investigación del uso lingüístico (o perfor­
mance) como irrelevante para el objeto de conocimiento de la lin­
güística. Para este autor, la teoría lingüística se ocupa de un
hablante-oyente ideal, que conozca perfectamente la lengua y no
esté afectado por condiciones ajenas a la gramática, y sólo excepcio­
nalmente puede tenerse en cuenta la forma en que el contexto sitúa-
cional determina el uso de la lengua. Se opta, pues, por situar el estu­
dio del lenguaje en un plano deliberadamente idealizado.
Todo este planteamiento descansa en la admiración chomskiana
ante «la proeza» que supone la adquisición de la lengua por el niño,
inexplicable desde cualquier teoría del aprendizaje, así como ante la
capacidad del hablante de hacer un uso infinito de medios finitos.
Para resolver el problema acude al innatismo en el marco de la filoso­
fía racionalista cartesiana, lo que le lleva a delimitar el objeto de la
lingüística como una realidad mental subyacente al uso observado de
la lengua, con lo que dicha performance «no puede constituir el obje­
to de la lingüística si ésta ha de ser una disciplina seria» (1965 : 4).
Consecuentemente, la dimensión social del lenguaje carece de relie­
ve en la gramática generativa. En su lugar, la lingüística se ocupa de
un sistema de regias abstracto y universal, innato y subyacente a la
actuación del habíante. La determinación del objeto de la lingüística
parece así decididamente asocial, en la medida en que se excluye la
consideración del uso o actuación lingüística si es que «ha de ser una
disciplina seria». Pero incluso el estudio empírico del uso observado
del lenguaje, aparentemente necesario para la inferencia de sus re­
glas subyacentes, resulta en la práctica sustituido por la introspección
y la intuición, con lo que desaparece toda posible consideración so­
cial al respecto.
Es obvio que cada ciencia delimita su objeto de conocimiento de
la forma que estima más apropiada, y no ha de pretender la sociolo­
gía rectificar en ello a la lingüística, ni a la estructural ni a la gramáti­
ca generativa. Sorprende, sin embargo, que los que pueden conside­
rarse sin duda como los dos paradigmas lingüísticos más importantes
del siglo XX compartan idéntica falta de sensibilidad por la dimen­
sión social del lenguaje, desplazando a las tinieblas exteriores a la pa­
role y a la performance, aunque pagando respetuosamente un formal
tributo verbal a dicha dimensión, que acto continuo queda inoperan­
te y olvidada. No será en las teorías de Saussure ni en las de Chomsky
donde la sociología pueda encontrar el adecuado tratamiento lingüís­
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 153

tico a la para ella manifiesta y extremadamente importante dimen­


sión social del lenguaje (y así creo que lo muestro en mi libro Socie­
dad y lenguaje: Una lectura sociológica de Saussure y Chomsky,
actualmente en prensa): el interés por la muy estrecha relación entre
lengua y sociedad, así como por las consecuencias de la constatación
de que las variantes lingüísticas no son libres, sino socialmente pauta­
das, se encuentra en otro lugar de la lingüística, en la sociolingüística,
«heterodoxa» hasta bien pasada la mitad de nuestro siglo. Pues aun­
que hay quien identifica la acotación de dicho campo con las inter­
venciones de Levy-Bruhl en el IV Congreso Internacional de Lin­
güística, celebrado en Copenhage en 1936, hasta 1964 no se celebró
una Conferencia de Sociolingüística, en Los Ángeles.
Frente a la indiferencia por el estudio de la parole en la lingüística
estructural, o de la performance en la gramática generativa transfor-
macíonal, el eje del interés de la sociolingüística se desplaza precisa­
mente a la observación del uso de la lengua y de sus variantes en el
curso de la interacción social. Para Labov, por ejemplo, la variedad
es inherente al uso de la lengua, de manera que ningún hablante se
reduce a un solo código: la lengua se usa por cada individuo aten­
diendo a cada contexto expecífico de interacción según pautas social­
mente establecidas, lo que ha llevado a formular la noción de «com­
petencia comunicativa» (como alternativa a la solipsista y uniforme
«competencia lingüística»), entendida como capacidad para usar la
lengua de acuerdo con los factores sociales presentes en los actos y
situaciones de comunicación.
En el concepto de competencia comunicativa está implícito el
proceso de socialización, en el que aprendemos las normas que de­
terminan el uso sociaímente adecuado de los repertorios lingüísticos
en contextos sociales determinados: las distintas relaciones sociales
que se hacen presentes en la interacción social especifican lo que ha
de decirse, cómo y cuándo. El aprendizaje de repertorios particula­
res implica la conformación de la propia identidad de acuerdo con las
exigencias del mundo social en que uno vive, ya que, como ha señala­
do Bemstein, los individuos aprenden sus roles precisamente a tra­
vés de procesos de interacción comunicativa.
Por otra parte, y rectificando la equivocada concepción del len­
guaje como un fenómeno social homogéneo (el «comunismo lingüís­
tico» que critica Bourdieu), la sociolingüística no percibe a la comu­
nidad como unilingüe, como lingüísticamente uniforme e inclusiva
de todos los repertorios existentes, sino que ve en el lenguaje un im­
portante elemento de diferenciación social. En efecto, desde los tra­
bajos de Weinrich y Coseriu en los años cincuenta, lo que se destaca
154 LA REALIDAD SOCIAL

es la heterogeneidad de! lenguaje en cualquier comunidad, expresa­


da en variedades tanto temporales (el lenguaje cambia en el tiempo)
como espaciales (hay una geografía diferencial del lenguaje), y tanto
estratifícacionales (hay hablas de clase) como estilísticas (el contexto
determina el lenguaje apropiado). Pues bien, como en su día apuntó
Martinet, es justamente tal variedad lo que constituye el objeto de la
sociolingüística.
Es claro que en toda comunidad lingüística existe un uso de la len­
gua generalmente aceptado, pero también existe una organización
social de tal uso que impone comportamientos lingüísticos diferen­
ciales. En este sentido, me parece acertado el préstamo que toma
Fishman de MacLuhan, afirmando que también aquí el medio es, al
menos parcialmente, mensaje: en efecto, la lengua no es simplemen­
te un medio de comunicación, un vehículo de contenidos, sino que la
misma lengua (esto es, su específica variedad utilizada en una deter­
minada interacción comunitativa) es ya contenido, en la medida en
que el uso de esa variedad expresa ya lealtades y animosidades, valo­
res y emociones. El que un individuo se dirija a otro en una situación
determinada utilizando una lengua u otra, un dialecto u otro, con una
u otra fonética, empleando tal o cual vocabulario, no es en modo al­
guno meramente instrumental, sino sustantivo.
El hecho es, pues, que si una comunidad lingüística implica por
definición una lengua, ésta resulta ser en la práctica una acumulación
de dialectos sociales, de sociolectos, que se configuran como variable
dependiente en una ecuación en que la función y las variables inde­
pendientes son estrictamente sociales: el uso de la lengua es, en su
diversidad, producto de una determinada organización social. La es­
tructura social se expresa en los dialectos sociales diferenciados: ante
todo, en el hecho de su mera existencia, e inmediatamente en el de su
utilización, que no es única para cada sujeto, sino adecuada a cada
contexto o situación social. O adecuada, si se prefiere, a cada uno de
los diversos roles que desempeña el sujeto. El incumbente del rol A
se ve constreñido a utilizar el sociolecto sancionado para tal rol, y
cuando el mismo sujeto pasa a ser incumbente del rol B ha de utilizar
un sociolecto diferente: se trata del fenómeno de la «conmutación»,
consistente en el paso de una variedad lingüística a otra, que implica
una delicada socialización a la que no se ha prestado demasiada aten­
ción hasta épocas recientes.
Quiero destacar que la conmutación no viene siempre impuesta
por un cambio de rol, sino que puede ser realizada por el hablante
para que sus interlocutores perciban que lo que dice tiene un deter­
minado sentido que no quiere que pase desapercibido, o cuya explici-
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 155

íación requeriría demasiadas explicaciones. Con lo que se pone de


manifiesto, una vez más, que la interacción lingüística está goberna­
da por normas sociales en sentido estricto, en el bien entendido de
que también son normas sociales (ahora en un sentido más lato) las
regías gramaticales, sintácticas y semánticas que regulan el uso lin­
güístico.
Según señaló Bright en 1966, el objeto de estudio de la sociolin-
güística es la diversidad lingüística, y su más importante dimensión el
estudio de los condicionantes de tal diversidad, fundamentalmente la
identidad social del hablante y del oyente y las características de la
situación comunicativa. Este planteamiento coincide con la noción
de «sociolingüística alingüística», formulada por Roña en 1970, que
se ocuparía del estudio de la influencia de la sociedad sobre el len­
guaje (en tanto que la sociolingüística propiamente lingüística estu­
diaría la estructura interna del sistema lingüístico con todas sus va­
riantes). Podría, pues, decirse que la sociolingüística se ocuparía del
estudio de la lengua en dos aspectos concretos: primero, describien­
do las variedades lingüísticas de las comunidades (poligíosia, socio-
lectos, funciones y jerarquía de los usos o de las lenguas, lealtades y
traiciones, etc.); segundo, analizando fenómenos lingüísticos en fun­
ción de variables sociales, esto es, estudiando la estructura y evolu­
ción de las lenguas en el contexto social de la comunidad de que se
trate. La sociolingüística sería así una ciencia fundamentalmente lin­
güística, no sociológica: su objeto de estudio sería la lengua, y su di­
ferencia básica respecto de la lingüística en sentido estricto sería que
la sociolingüística se interesa por el lenguaje exclusivamente en su
contexto social.
Ahora bien, si lo anterior puede ser aceptable, lo que ya no está
tan claro es la diferenciación entre sociolingüística y sociología del
lenguaje. Ciertamente es fácil decir, como más arriba se hace, que la
sociolingüística es lingüística y que la sociología del lenguaje es socio­
logía: pero como casi siempre estudian los mismos fenómenos, y fre­
cuentemente de formas muy parecidas, la distinción resulta artificio­
sa y enojosa (y, desde luego, no pretendo resolver aquí la cuestión).
Lo más que creo estar en condiciones de decir es que, en mi opinión,
lo que ha centrado la atención de los sociolingüistas ha sido, sobre
todo, el papel de los factores intralingüísticos en la explicación de la
variedad lingüística asociada a la heterogeneidad social; en tanto que
lo que ha preocupado a los sociólogos del lenguaje ha sido el juego de
los factores extralingüísticos (esto es, sociales) en la explicación de
dicha variedad, Pero esto está lejos de ser evidente, como veremos.
En todo caso, salta a la vista que el reciente interés por la sociolin-
156 LA REALIDAD SOCIAL

güística y por la sociología del lenguaje tiene mucho que ver, como
recuerda Fishman, con los problemas prácticos surgidos o revitaliza­
dos en muchos países en relación con el uso de diversas lenguas, pro­
blemas que inmediatamente han trascendido a la esfera política: los
conflictos de los francocánadienses con sus compatriotas anglófonos,
los surgidos entre flamencos y valones, los planteados por galeses e
irlandeses respecto del inglés, las protestas de los hablantes de yid­
dish en la Unión Soviética, y la lucha por la normalización de sus len­
guas emprendida por provenzales, catalanes, bretones, frisios, vas­
cos y gallegos; si a esto se añade la existencia de ciertas políticas
lingüísticas coronadas por el éxito, como es el caso del hebreo, en
contraste con otras que se debaten entre grandes dificultades, como
las del indonesio y el malayo, todo ello ha venido a estimular el inte­
rés de sociólogos y lingüistas, no tanto para la formulación de gran­
des teorías al respecto, sino para tratar de entender las actitudes y
comportamientos de la gente en relación con la lengua, el valor sim­
bólico que las variedades lingüísticas tienen para sus hablantes, y las
posibilidades y límites de las políticas lingüísticas.
Uno de los fenómenos al que se ha prestado más atención en este
contexto es el del bilingüismo, caso especial y extremo de la conmu­
tación. Durante mucho tiempo, los psicólogos norteamericanos sos­
tuvieron que el bilingüismo constituía un freno al desarrollo de la in­
teligencia, lo que se evidenciaba en que los niños bilingües
presentaban un cociente de inteligencia inferior al de los monolín-
gües, de modo que se aconsejaba por ello a los padres que prescin­
dieran de la enseñanza de las lenguas minoritarias de origen, limitán­
dose al inglés. Pues bien (y al margen de la crítica que puede hacerse
a tal posición a partir de las deficiencias hoy bien conocidas de la téc­
nica y metodología del IQ), ya en 1972 Lambert demostró lo erróneo
de tales estudios, basados en comparar a los hablantes de la cultura
dominante (niños monolingües) con los inmigrantes recientes (niños
bilingües), ignorando los factores de pobreza, marginación e inadap­
tación cultural; por su parte, comparó bilingües francocanadienses
con monolingües francófonos, y obtuvo conclusiones opuestas a las
tradicionalmente mantenidas: los niños bilingües eran sistemática­
mente mucho más brillantes en los tests verbales y no verbales que
los monolingües, quedando así claro que eí bilingüismo no frena el
desarrollo de la inteligencia, sino que lo favorece.
Fishman, a quien estoy siguiendo en este punto, recuerda (1979:
120) que el término «diglosia» fue introducido por Ferguson para re­
ferirse a la situación de una comunidad con dos o más lenguas reco­
nocidas, en la que un conjunto de conductas, actitudes y valores
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 157

apoya una determinada lengua y es expresado en ella, y otro conjun­


to mantiene análogas relaciones con otra lengua diferente, de suerte
que hay una lengua A (alta) superpuesta a otra B (baja), ambas acep­
tadas como culturalmente legítimas y complementarías.
Este concepto fue ampliado por Gumperz, en el sentido de que la
diglosia no se da solamente cuando existen dos lenguas, una culta y
otra vernacular, sino en todas las comunidades lingüísticas con varie­
dades lingüísticas diferenciadas de cualquier clase que sean, siempre
que su uso esté socialmente pautado. Esta tesis ha llevado a Fishman
a suponer, a mi juicio equivocadamente, que «el bilingüismo es esen­
cialmente una caracterización de la versatilidad lingüística indivi­
dual, mientras que la diglosia es una caracterización de la ubicación
social de las funciones para diferentes lenguas o variedades» (1979:
129). Por mi parte, creo que la distinción entre bilingüismo y diglosia
no radica en que el primero corresponda al plano individual y la se­
gunda al social, pues el bilingüismo de una comunidad no es sino una
forma extrema de variedad lingüística, y por tanto un fenómeno rigu­
rosamente social. A mi modo de ver, en toda comunidad lingüística
existe siempre un grado mayor o menor de diglosia entre sus varieda­
des lingüísticas, se trate de variedades en sentido estricto (esto es, de
la misma lengua) o se trate realmente de lenguas diferentes. Podrá,
pues, darse el fenómeno diglósico con o sin bilingüismo, pero el bilin­
güismo irá siempre acompañado de una situación diglósica.
El bilingüismo y la diglosia pueden estar determinados no sólo
culturalmente, sino políticamente y de manera formal. No otra cosa
significa el reconocimiento como «oficial» o «nacional» de una len­
gua, o su exigencia para las actividades relativas al gobierno, la justi­
cia, la educación, etc. El caso extremo de bilingüismo diglósico es el
reconocimiento como oficial y exclusiva en la vida pública de una de
las lenguas coexistentes, relegando la no privilegiada al ámbito priva­
do interpersonal, sin posibilidad incluso de publicaciones ni de ense­
ñanza. Pues bien, precisamente en la medida en que los ámbitos ofi­
cial y privado permanezcan compartimentados, vinculándose a cada
uno de ellos actividades, valores y sentimientos específicos comple­
mentarios, las lenguas A y B no convergen y tampoco la B desapare­
ce, aunque se degrade al carecer de enseñanza formal y expresión es­
crita pública. Y es digno de ser destacado que la evidenpia empírica
pone de manifiesto que el número de comunidades lingüísticas carac­
terizadas por la diversificación en términos de bilingüismo, lejos de
disminuir se ha incrementado de manera notable, incremento que
suele atribuirse al de la complejidad social, aunque todo hace supo­
ner que la explicación del fenómeno no sea tan simple. En efecto, y
158 LA REALIDAD SOCIAL

como recuerda una vez más Fishman, en las regiones de Asia y


África que fueron colonizadas por los europeos a menudo los medios
de producción fueron controlados por una comunidad lingüística,
mientras que la fuerza de trabajo estaba constituida por otra diferen­
te. Pues bien, prescindiendo de fenómenos tan interesantes como la
aparición de formas pidgin de la lengua colonizadora utilizadas para
la actividad de explotación económica, muchos nativos reaccionaron
abandonando en lo posible sus modelos sociales tradicionales y
aprendiendo la lengua relacionada con los medios de producción. En
tanto que actualmente, desaparecido el colonialismo tradicional
(factor en el que no parece reparar suficientemente Fishman), no es
infrecuente que se intente reemplazar o complementar la lengua de
los antiguos colonizadores por versiones elaboradas de las propias
lenguas vernáculas, cuyos sistemas de escritura están siendo creados
en muchos casos. Pero basten estas notas para indicar que no sólo no
aumenta globalmente la uniformidad lingüística en el seno de las co­
munidades lingüísticas, sino que disminuye. Y parece claro que la
cuestión requiere ser mucho más investigada.
Por otra parte, es sabido que la sociología del lenguaje ha contri­
buido a completar y reinterpretar la noción lingüística de estanda­
rización de una lengua, esto es, la codificación y aceptación de un
conjunto de normas que definen su uso correcto, precisando las con­
diciones sociales necesarias para que se produzca tal institucionalíza-
ción, y por qué ésta no excluye la coexistencia de variedades no es­
tándar en el seno de la misma comunidad lingüística.
Los sociólogos han contribuido también a que se preste particular
atención a las consecuencias que sobre el uso del lenguaje tiene la
mutua identificación social de los interlocutores, dentro de esquemas
de relaciones socialmente pautados: las diferentes relaciones que es
posible entablar en la interacción, y particularmente las que están
formalizadas en términos de roles, imponen transacciones lingüísti­
cas altamente diferenciadas que implican variedades lingüísticas es­
pecíficas. No se habla, en efecto, de la misma manera a un niño, a un
profesor, al propio padre, a un camarero o a un amigo. Pero es fácil
ver que la cuestión no se agota en la identidad de Alter, sino que se
centra, por el contrario, en la noción de situación social, que implica
factores de espacio, tiempo, función, contexto y, claro es, identifica­
ción del interlocutor. Se ha llegado así a formular el concepto de ám­
bitos o dominios lingüísticos, identificando para cada uno de ellos
(«familia», «amistad», «trabajo», «política», etc.) las variedades lin­
güísticas sociaímente prescritas.
Con todo ello se pone de manifiesto la minuciosidad y el rigor con
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 159

que está socialmeníe pautado el uso de las variedades lingüísticas,


incluyendo sus relaciones con la desigualdad social institucionali­
zada.
Los hablantes de una determinada clase social pueden conmutar de
un repertorio a otro según el dominio en que interactúen, pero todos
los repertorios a su alcance se mueven dentro de un margen de varia­
ción que puede denominarse «habla de clase», el cual incluye espe­
cialidades no sólo fonéticas, como las estudiadas por Labov, sino sin­
tácticas y semánticas. Ross ha hablado incluso de un «efecto
Pigmaíión» que se daría en aquellas comunidades en las que existen,
o se cree que existen, posibilidades de movilidad social ascendente,
en virtud del cual las clases medias bajas serían lingüísticamente más
«correctas», esto es, más orientadas por el código estándar, que las
clases superiores.
Bemstein sostiene en sus conocidos estudios que el repertorio lin­
güístico de las clases más bajas es más restringido, lo que haría su
habla más predictibíe, en tanto que Labov llega a la conclusión de
que su habla se caracteriza por ser más informal, y por consiguiente
menos predictibíe. Fishman trata de resolver esta dificultad señalan­
do que el concepto de repertorio restringido hace referencia a la limi­
tación de variaciones entre variedades lingüísticas, mientras que el
de informalidad tiene que ver con variaciones dentro de una determi­
nada variedad lingüística, lo que podría conciliar las evidencias empí­
ricas que apoyan una y otra construcción.
En estrecha relación con las cuestiones anteriores está el proble­
ma de la evolución del lenguaje. Para muchos autores, a mayor inci­
dencia de los procesos de urbanización e industrialización, más in­
tensa será la homogeneización de la lengua, esto es, la simplificación
y e! desuso de sus variedades lingüísticas. Pero otras investigaciones
han puesto de relieve la gran heterogeneidad lingüística de la socie­
dad urbana-industrial avanzada, con su extremadamente compleja
diferenciación social. De acuerdo con los estudios de Glenn, nada
parece indicar que en dicho medio se produzca una uniformización
en el uso de la lengua estándar, que, antes al contrario, parece man­
tener su nivel de variabilidad pese al consumo masivo de medios de
comunicación de contenido oral; en el bien entendido de que el man­
tenimiento de la variabilidad no implica fijismo en el interior de cada
una de las variedades existentes, en donde sí se producen cambios.
Lo que no parece es que tales cambios intravariedades impliquen una
aproximación intervariedades. En opinión de Fishman, lo que suce­
de es que se producen dos procesos simultáneos, el de uniformiza-
ción y el de di versificación, en virtud de los cuales lo moderno y lo
160 LA REALIDAD SOCIAL

tradicional se combinan en nuevas constelaciones, más que verse


desplazado lo uno por lo otro.
La estrecha relación entre lengua y estructura social, o más exac­
tamente entre variedad lingüística y desigualdad social, había de re­
cibir atención desde la teoría marxista; dejando aparte los textos clá­
sicos, la aportación posiblemente más interesante a este respecto sea
la de Marr, que terminó provocando después de la Segunda Guerra
Mundial una ruidosa polémica en la Unión Soviética, cerrada por el
propio Stalin con unas declaraciones publicadas en Pravda en 1950 y
abundantemente reproducidas con posterioridad (1981). En lo que
parecía una construcción rigurosamente ortodoxa (que terminó no
siéndolo), Marr sostenía que la lengua es una superestructura corres­
pondiente al sistema económico de la sociedad, con lo que al cambiar
la base económica cambiaría la lengua; ésta, además, no es homogé­
nea y común para toda la sociedad, sino que se caracteriza por su di­
versidad y su carácter de dase. Desde tales posiciones criticaba la tra­
dición lingüística histórico-comparativa tachándola de idealista,
proponiendo en su lugar una orientación que estimaba materialista
y, desde luego, marxista. Pues bien, las declaraciones de Stalin con­
tienen una dura condena de las tesis de Marr, apoyándose en argu­
mentos tan expeditivos como que, pese a revoluciones como la fran­
cesa o la soviética, las lenguas permanecen, e incurriendo en una
permanente confusión entre los planos del ser y del deber ser al abo­
gar por la «necesidad de una lengua común a todo el pueblo» (1981:
19) de la nación de que se trate.
Creo que tan curioso episodio ayuda a no olvidar las implicacio­
nes políticas que potencialmente tienen las teorías lingüísticas: sien­
do la lengua el más universal sirnbolizador, constituye ella misma un
poderoso símbolo de trascendental importancia para sus hablantes.
Si, por seguir con Stalin, «una lengua común es uno de los rasgos ca­
racterísticos de una nación» (1975: 9), se comprende fácilmente que
el lenguaje es, además de todo lo apuntado hasta aquí, un factor críti­
co de estabilidad o inestabilidad política. Y las teorías lingüísticas y
sociolingüísticas tienen inevitablemente implicaciones ideológicas al
respecto, y consecuencias sociales igualmente inevitables.
Este apresurado resumen pone tal vez de manifiesto con alguna
claridad la estrecha relación existente entre cuestiones o variables
lingüísticas y sociales, y cómo la sociología del lenguaje se articula
con la sociolingüístiea, por más que no se confundan las respectivas
orientaciones sociológica y lingüística, al menos en la medida en que
la primera tiene primordialmente en cuenta los factores o variables
sociales extralingüísticos y la segunda los lingüísticos (o intralingüís-
EL LENGUAJE COMO REALIDAD SOCIAL 161

ticos, si se prefiere). En todo caso, a ambas disciplinas lo que Ies inte­


resa es el uso de la lengua o, para ser más precisos, las variaciones y
diferencias en el uso de la lengua asociadas con la complejidad y la
diversificación de la sociedad.
6 . UN «ESTUDIO DE CASO»:
LA CONSTRUCCION ADMINISTRATIVA
DE LA REALIDAD SOCIAL *

1. REALIDAD SOCIAL
Y DISCURSO ADMINISTRATIVO

En el capítulo primero me he ocupado de los aspectos reales y


aparenciales de la realidad social y he sostenido que ambas «cosas»,
realidad y apariencia, son reales, ya que una y otra producen efectos
reales. En lo que sigue me propongo utilizar en parálelo un argumen­
to hasta cierto punto análogo para referirme a la Administración pú­
blica y a la realidad social: quisiera mostrar que el discurso de la Ad­
ministración acerca de la realidad, despegado de ella como
ciertamente es, contribuye no obstante de manera decisiva a la cons­
trucción de la realidad social. De tal suerte que la realidad social es­
taría constituida tanto por la realidad propiamente dicha como por lo
que la Administración dice sobre ella.
Pero así como los ciudadanos se ven obligados a moverse en esa
realidad mixta, simultáneamente real y construida, la Administra­
ción en cambio se empeña en desenvolverse de preferencia en el
plano de lo que ella misma dice, en su propia definición de «Io-que-
es» y de lo que debe ser: la Administración construye e impone un
mundo simbólico en gran medida responsable de la configuración del
orden social y, por tanto, de la determinación de las relaciones socia­
les; pero, al construirlo, ella misma se distancia y aísla de la realidad-
real al esforzarse en definirla, simplificarla, ordenarla y reducir su in­
certidumbre y ambigüedad, refugiándose en un bosque de textos y
normas, de palabras a la postre tan ambiguas y necesitadas de inter­

* Publicado en la serie «Los Cuadernos C.E.D.» por el Instituto Nacional de Ad­


ministración Pública, Madrid, 1986.

(163]
164 LA REALIDAD SOCIAL

pretación como ía propia realidad a la que se trata de ordenar. Tal


situación, que entiendo ha de valorarse negativamente, podría corre­
girse apelando aí principio de realidad propio de las ciencias sociales.
# # *

La realidad social es tanto la realidad propiamente dicha (la reali­


dad-real, pudiéramos decir), cuando la definición de dicha realidad.
Una y otra cosa son realidades sociales en tanto que producen efectos
sociales: son «cosas» que están ahí y con las que hay que contar. Un
estudioso que tuviera en cuenta solamente la que hemos llamado
«realidad propiamente dicha», esto es, que no tuviera en cuenta la
definición social de «lo-que-es», vería sólo parte de ía realidad social.
Por paradójico que parezca, las cosas no son sólo como son, sino
como se dice que son. El pirandelliano «así es si así os parece» tiene
una extraordinaria potencia constructora de realidades sociales.
La definición de «lo-que-es» como mecanismo de construcción de
la realidad social es siempre una actividad social: no es el individuo el
que define, sino que la definición procede del techo cultural del
grupo y ha sido colocada allí por determinadas instituciones, o por
ciertos sujetos sociales. Por supuesto, no todas las instituciones ni
todos los sujetos colectivos tienen capacidad de definir la realidad
para todo el mundo: requieren para ello una posición de dominación
o de hegemonía que íes permita decir cómo son las cosas, imponien­
do tal definición al conjunto de la sociedad. Normalmente la imposi­
ción no es en sí misma coactiva (aunque puede serlo), pero siempre
se apoya en mecanismos coactivos, aunque dicha coacción es con fre­
cuencia meramente de carácter social, esto es, basada en las normas
sociales y en sus modos de sanción. Por tanto, lo más frecuente es
que la aceptación social de una definición (también social) de la reali­
dad no tenga aparentemente carácter compulsivo, sino que se perci­
ba como una formulación de sentido común, como algo «natural»,
dado. No vemos el mundo tal como es, sino como estamos social­
mente condicionados a verlo.
La definición social de la realidad es generalmente una construc­
ción simbólica, instrumentada a través del lenguaje. Y conviene re­
cordar que el lenguaje no sólo dice cosas (plano semántico), sino que
hace cosas (plano pragmático). La realidad social en la que vivimos, y
de la que somos producto (a la vez que hacedores), no es sólo que
contenga el lenguaje como uno de sus elementos fundamentales,
sino que ella misma es lenguaje: el hombre es un animal simbólico (el
animal ladino, en expresión de Nicolás Ramiro), y la realidad que
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 165

produce (hay que insistir: y de la que es producto) es una realidad


simbólica. Por esto la realidad-real y la realidad simbólica (no menos
socialmente real que la primera) coexisten inseparablemente imbri­
cadas de manera inextricable, en una relación mutua de confirma­
ción y refuerzo, y al mismo tiempo de sustitución y suplantación.
La «instrucción social de la realidad deviene orden social, y cuan­
do dicho orden no se valora como «natural» y necesario, sino como
contingente e histórico, surgen definiciones alternativas de «lo-que-
es» que implican una posibilidad subversiva del orden existente. Una
de las formas de conflicto social, o mejor, una de las formas en que se
manifiesta el conflicto social, es precisamente e l conflicto entre de­
finiciones alternativas de la realidad-real, de lo materialmente exis­
tente.
Las definiciones «subversivas» de «lo que-es» ponen en cuestión
la realidad social al incidir justamente sobre el fundamento simbólico
del orden existente, pretendiendo sustituir no sólo la definición
como tal, sino el orden que descansa en ella.
En último extremo, el poder consiste en la capacidad de decir «lo-
que-es» y de imponer tal definición: en los casos más toscos, con las
bocas de los fusiles; en los más refinados, a través del techo cultural
del grupo.
Construir la realidad (o conformarla, o configurarla) no consiste,
pues, tan sólo en hacerla o transformarla, sino también en definirla.
Otorgar a la definición de la realidad esta potencia constructora de la
propia realidad no implica en modo alguno una posición «idealista»,
ya que —como antes he dicho— tales definiciones no tienen vida pro­
pia, ni las traen los Reyes Magos, sino que responden a determinados
intereses sociales que terminan articulándose en visiones del mundo
decididamente operativas. Las construcciones sociales de la realidad
son tanto ideológicas como utópicas, en el sentido que atribuye
Mannheim a ambos términos.
Pues bien, en la medida en que la realidad social en la que vivimos
es una realidad socialmente construida, se trata de una realidad sim­
bólica: es un asunto de lenguaje (de palabras, de discurso, en parte
de iconos). Evidentemente, tal discurso no es sólo sincrónico: se nos
dice cómo ha sido el pasado, del mismo modo que el futuro. El futuro
se anticipa diciendo cómo será, sobre todo en términos de deber ser:
piénsese que el discurso político ejemplifica admirablemente lo que
se acaba de decir: define el pasado, interpretándolo (o incluso rees­
cribiéndolo en los casos más extremos), define el presente diciendo
«lo-que-es» (construye el presente), y, sobre todo, define el futuro
diciendo cómo debe ser, y cómo será si quien habla consigue hacerse
166 LA REALIDAD SOCIAL

con el poder (que, no se olvide, es en muy buena parte poder de decir


«lo-que-es»).
Una forma instrumental y subordinada del discurso político es lo
que podríamos llamar el «discurso administrativo»: obviamente, lo
que dice la Administración sobre la realidad social es extremada­
mente importante, ya que produce efectos sociales. No sólo porque
obliga a los funcionarios y a los ciudadanos a seguir determinados
comportamientos, de suerte que si no se atienen a la pauta estableci­
da corren el riesgo de ser sancionados por la propia Administración o
por los Tribunales; sino porque lo que dice la Administración sobre
la realidad constituye una definición de dicha realidad que contribu­
ye de manera decisiva a su construcción o configuración.
No es pues el tipo de lenguaje utilizado por la Administración lo
que aquí nos interesa, sino el hecho de que habla. O, para ser más
precisos, escribe. Pues bien, lo cierto es que la Administración escri­
be constantemente, implacablemente, y con ello trata explícitamente
de hacer cosas. Naturalmente, las hace: a veces en el plano de la que
hemos llamado realidad-real, y siempre en el plano de la realidad
simbólica. Y conste que separar ambos planos es meramente una li­
cencia analítica: ya se ha dicho que uno y otro constituyen insepara­
blemente la realidad social en que vivimos.

2. EL CRITERIO D E DEMARCACIÓN
DE LA REALIDAD

La definición acerca de cómo sea la realidad, y en concreto la rea­


lidad social (en el sentido más amplio del término, incluyendo, pues,
el ámbito económico), implica el establecimiento previo de un crite­
rio de demarcación entre lo que se estima real y lo que no se estima
real. Lo que no se estima real es simplemente inexistente y, por
tanto, irrelevante. La Administración pública establece cuidadosa­
mente tal criterio de demarcación, aislando así dos mundos diferen­
tes : el mundo de lo que por ser existente es relevante para su conside­
ración (es tenido en cuenta), y el mundo de lo que por su inexistencia
es irrelevante para la Administración.
Obsérvese que uno y otro mundos no tienen por qué coincidir con
aquellos en los que cada ciudadano se maneja: las cosas pueden «ser
así» para un ciudadano, y ser de otra forma para la Administración.
La Administración pública decide lo que es para ella relevante y lo
que no lo es, y lleva a cabo un corte entre ambos mundos utilizando
como criterio de demarcación una afirmación de existencia o inexis­
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 167

tencia. Naturalmente, la inexistencia implica una suerte de censura


de ciertas provincias o aspectos de la realidad-real, que son ignora­
dos como irrelevantes porque se afirma su inexistencia.
La Administración lleva a cabo esta delimitación de la realidad a
considerar a través del Derecho, pues las consecuencias de que algo
sea o no real para la Administración se concretan en forma de conse­
cuencias jurídicas. No es nueva la técnica: el clásico brocardo quod
non est in actis non est in mundo la recoge con rara expresividad. Son
las actas (esto es, el testimonio escrito en el que se recoge algo de
forma auténtica) las que definen las dimensiones —y el contenido—
del mundo que puede tomarse en consideración. El resto no existe.
Esto es, no existe para el caso, para la actuación o para las conse­
cuencias de la actuación de que se trate.
Se ha utilizado más arriba la expresión «de forma auténtica»: re­
dunda y refuerza el principio de demarcación de la realidad tomada
en cuenta por la Administración. En efecto, lo auténtico no tiene
aquí el sentido coloquial de lo no falseado, de lo «verdadero», sino el
metasentido jurídico de lo formalmente no falseado, de lo «formal­
mente» verdadero. Alguien, competente por razón de su oficio, ad­
vera o da fe de que aquella contenida en el documento es la realidad
que cuenta, que puede ser tenida en cuenta. Todos los que vengan
detrás, esto es, quienes hayan de manejar el documento en cuestión,
han de contentarse con la realidad allí reflejada: no pueden ir más
lejos sin acreditar previamente la falsedad del documento en cues­
tión. Y, desde luego, las actas se presumen auténticas (puesto que al­
guien competente las ha autenticado), con lo que la realidad a ser te­
nida en cuenta ha quedado tajantemente delimitada de lo que no se
considera existente.
Es evidente que este proceder de la Administración, por arbitra­
rio que resulte (no en el sentido de que carezca de límites formales,
sino en el de que implica una decisión sobre lo que es real y lo que no
lo es), no es caprichoso. Implica, simplemente, otorgar una prima al
principio de seguridad sobre el principio de realidad. La seguridad
jurídica exige precisamente saber en cada momento a qué atenerse,
incluso por la vía de las presunciones. En la medida en que la reali­
dad-real es, o puede ser, problemática, se hace preciso delimitar una
realidad artificial (la que figura en las actas, que es clara o, por lo
menos, interpretable con las técnicas hermenéuticas adecuadas)
frente a la realidad-real, poco clara, contradictoria, caótica.
Y resulta que la realidad que cae del lado administrativo de la de­
marcación —esto es, la única existente— será tanto «mejor» cuanto
más distante sea de la realidad-real, cuanto menos caótica, cuanto
168 LA REALIDAD SOCIAL

más convencional. Pero de estos problemas dei contenido de la reali­


dad demarcada nos ocuparemos más adelante. Sigamos ahora con la
relación actas/mundo.
La afirmación de que lo que no está en las actas no está en el
mundo no implica que el criterio de demarcación se limite a separar
dos mundos, uno asumido y tratado por el Derecho y por la Adminis­
tración, y otro situado extramuros, condenado a las tinieblas exterio­
res. Lo que se implica es mucho más ambicioso: el único mundo exis­
tente es el recogido y formalizado en las propias actas. El resto
simplemente no existe: no está en el mundo. El comprensible aprecio
por la seguridad jurídica acaba así en una arrogancia metafísica que
niega la consideración de mera existencia a todo lo no «autenticado».
Así pues, el criterio de demarcación no separa do$ mundos, sino el
mundo y la nada, lo inexistente.
La operación demarcadora es, naturalmente, simbólica. No sólo
porque se hace con palabras (con textos legales) y porque las actas no
contienen sino palabras, sino porque se pretende que los textos y las
actas representen el mundo: no con una representación especular en
términos de homología, sino con una representación sustitutoria en
la que el representante se coloca en lugar del representado. Hay,
pues, dos planos de la acción: el de la realidad-real, en el que las
cosas se llevan a cabo, y el de los textos y las actas, en el que se lleva a
cabo una representación del primero por unos actores más atentos al
papel que a la acción (más a las actas que a la actuación).
Adviértase que el mundo delimitado por las actas, por parcial que
sea, no puede ser calificado de falso: es simplemente convencional y
arbitrario, lo bastante parecido a la realidad-real como para que sea
útil, y lo bastante diferente a dicha realidad-real como para que (tam­
bién) sea útil. La razón de ser de este artificioso mundo demarcado
por la Administración, de este constructo o artefacto jurídico, es su
utilidad: con lo que nos situamos en el territorio de la pragmática (al
que, como se ha insinuado, termina subordinándose la metafísica). Y
el territorio de la pragmática no es otro que el territorio del poder.
Lo primero que hace todo poder que se precie es definir «lo-que-es»,
e inseparablemente lo que no es. La primera preocupación del poder
es hacer un inventario del mundo, para poder ignorar todo lo que
queda fuera: lo que es no-mundo. La seguridad jurídica es, ante
todo, la seguridad del poder. El mundo es lo que las actas dicen; o
mejor, la extensión del mundo coincide con la extensión de las actas.
El papel de las actas es, en sentido estricto, un orbis terrarum, No es
que fuera de las actas no haya salvación: es que no hay nada.
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 169

3. LA RACIONALIDAD DE LA REALIDAD
CONSTRUIDA

Se ha indicado más arriba que, frente a una realidad que se perci­


be como caos, confusión y contradicción, la Administración constru­
ye una realidad alternativa clara y ordenada, un orden social. No se
limita, pues, a seleccionar una parte de la realidad por considerarla
relevante para sus propósitos (demarcándola de un resto «no existen­
te»), sino que construye lo que selecciona como existente de acuerdo
con criterios predeterminados.
Se diría que la Administración no puede «procesar» la realidad
social tal como es, y de aquí su exigencia de construirla de acuerdo
con sus necesidades. Tal proceso de construcción introduce en la
nueva realidad construida una peculiar racionalidad, un orden que
contrasta con el desorden que se predica de la realidad-real y que la
hace inadecuada para ser tratada directamente por la Administra­
ron. De esta forma se intenta llegar a una situación tal que «todo lo
: eal (construido) es racional», de suerte que puede ya manejarse sin
reticencias.
Y es que, en efecto, la realidad-real del mundo social es suma-
nente incómoda para la Administración. Ante todo adolece de una
xotable indeterminación (en el sentido, más o menos, que el término
tiene en el principio de Heisenberg: no es posible conocer simultá­
neamente la identidad, los límites, los procesos de cambio y las accio­
nes de algo o de alguien), indeterminación que plantea difíciles pro­
blemas de identificación de lo que acontece, y que puede ser
percibida como extrema complejidad.
Esta realidad elusiva e imprecisa, susceptible por tanto de defini­
ciones muy diferentes, es al mismo tiempo extremadamente variada:
no es fácil clasificar sus elementos, del tipo que sean, en un número
razonable de categorías analíticas que, a su vez, no forme un conjun­
to excesivamente arborescente y, por tanto, escasamente útil. La va­
riedad de objetos reales refuerza así la impresión de complejidad de­
rivada de la indeterminación, adornada ahora con la noción de caos,
de ausencia de un orden perceptible, o al menos fácilmente percep­
tible.
La realidad en cuestión es, por otra parte, una realidad simbóli­
ca, toda ella articulada en cadenas de significación. No se trata sólo
de que el lenguaje sea un elemento básico de la realidad social (lo
que ya sería importante), sino de que la propia realidad social es len­
guaje, es un código simbólico susceptible de ser entendido por los in­
dividuos. Pero ello implica, naturalmente, polisemia y ambigüedad,
170 LA REALIDAD SOCIAL

esto es, necesidad de interpretación. Lo que implica imprecisión e in­


seguridad en la medida en la que distintos sujetos puedan formular
distintas interpretaciones de algo en función de lo que ese algo signi­
fique para ellos,
Y sucede que ese «para ellos» vendrá normalmente determinado
por la posición del sujeto de que se trate en la realidad social: la inter­
pretación es topológica, en el sentido de que los significantes signifi­
can (o pueden significar) cosas diferentes para sujetos situados en lu­
gares diferentes de la estructura social. La intersubjetividad del
código simbólico existente en una sociedad no es absoluta sino frag­
mentaria, y está condicionada por el nicho social en que se encuentra
situado el hermeneuta de turno. Está dicho, pues, que la atribución
de significado es una cuestión de intereses, específicamente de inte­
reses materiales, la mayor parte de ellos orientados a bienes escasos
en juegos de suma-cero y, por tanto, potencialmente conflictivos (y
muchas veces actualmente conflictivos).
Lo que a su vez implica movimiento y cambio, historia, en una
palabra. La realidad social, como realidad-real, está cambiando
constantemente, de manera más o menos visible, y con una «onda»
más o menos larga. La realidad social, por otra parte, no cambia toda
en bloque y a la vez, sino con ritmos muy diferentes en sus distintas
estructuras, partes y procesos, unas veces en una dirección entrópi­
ca, pero otras —las más— a esquemas y niveles de mayor compleji­
dad y diferenciación.
Se comprende, pues, aunque sea ante panorama tan pálidamente
descrito, que la Administración intente reducir por todos los medios
los niveles de incertidumbre y complejidad con que se presenta la
realidad, no sólo acotando como existente lo que de ella se decide
que sea relevante, sino introduciendo en esa parte seleccionada prin­
cipios de simplificación, de univocidad y de orden que la hagan ma­
nejable; tanto más cuanto que «manejable» termina aquí significan­
do «modificable», pues la Administración no se limita a la pretensión
de «construir» simbólicamente la realidad (en el sentido al que las pá­
ginas anteriores vienen haciendo referencia), sino que asume —al
menos en principio— la responsabilidad de modificarla, interfirien­
do en sus procesos de reproducción y cambio.
Pero de esta vocación «conformadora del orden social», nos ocu­
paremos más adelante. Ahora quiero insistir en que la elaboración
de un orden simbólico que diga cómo es la realidad, y la constitución
de ese orden como negación del desorden de la realidad-real, lleva
directamente a la sustitución de la realidad por la norma. Ya que el
orden administrativo se establece e impone a través de normas jurídi­
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 171

cas y de documentos con valor jurídico-formal, los textos en que con­


sisten tales normas y documentos cumplen el papel de conjuros, de
exorcismos o fórmulas mágicas destinadas a sanear una realidad que
no está de suyo de recibo. Tanto es así que la aplicación de las nor­
mas implica un proceso de subsunción del supuesto de hecho en la
norma, esto es, un proceso en el que se fuerza la realidad hasta que
ajuste con la previsión normativa. La racionalidad de la norma es im­
puesta a la realidad, y el orden jurídico al presunto desorden social.
De esta forma se construye por la Adminsitración la realidad social
sobre la que opera. El primer paso fue delimitaría de lo que la Admi­
nistración no está dispuesta a tomar en consideración; el segundo
paso es simplificarla y ordenarla, suplantando a la realidad por los
textos con valor jurídico; el tercer paso consistirá en intentar modifi­
carla (en el sentido que sea). Pero adviértase que así como el empeño
en simplificar y ordenar no opera ya directamente sobre la realidad-
real en su plenitud, sino sobre una demarcación considerada como
existente, la pretensión conformadora o modificadora opera sobre
una redefinición ordenadora y simplificadora de ese territorio: en el
momento de la intervención material (no meramente simbólica), la
distancia entre realidad-real y realidad construida es ya alarmante­
mente grande.

4. LA IMPOSICIÓN DE UN ORDEN SIMBÓLICO

El instrumento básico del establecimiento e imposición de un


orden simbólico que «construya» la realidad social es el lenguaje.
Recuérdese que se trata de decir cómo es la realidad, y cómo debe
ser. Hay, pues, dos órdenes de proposiciones: el descriptivo y el con-
formativo. Pero, como he venido insistiendo desde el principio, la
propia descripción o definición administrativa de «lo-que-es» implica
ya una radical construcción de la realidad, demarcándola de lo tenido
por irrelevante y simplificándola y ordenándola para hacerla «proce-
sabie» por la Administración. Por consiguiente, tanto en el momento
descriptivo como en el conformativo las proposiciones enunciadas
por la Administración acerca de la realidad implican una construc­
ción —o reconstrucción— de esa misma realidad.
Las proposiciones en cuestión están formadas normalmente con
palabras (y en ocasiones también por algoritmos), articuladas en tex­
tos: los «textos legales», que componen la normativa vigente. Se
trata, pues, de un corpas literario que se publica para ser leído, que
tiene su propia prensa (los distintos Boletines Oficiales de todo tipo),
172 LA REALIDAD SOCIAL

y que se colecciona en bibliotecas. Las normas contenidas en tales


textos han de ser interpretadas en su proceso de aplicación: las inter­
pretan, en efecto, los ciudadanos que se ven afectados por ellas, los
funcionarios que las aplican, los estudiosos del Derecho o de la Ad­
ministración, los asesores y expertos, y los tribunales que deciden
sobre su aplicación. Hay, pues, una inmensa familia de hermenéutas
potenciales de tal literatura, hasta el punto que, hipotéticamente al
menos, todos los ciudadanos lo son en la medida en que la ignorancia
de las leyes no excusa de su cumplimiento. Interpretación de todo
punto necesaria, ya que los textos, al estar compuestos de palabras,
pueden decir cosas muy diferentes: las palabras no son unívocas, sino
multívocas, y no sólo denotan significados, sino que los connotan,
con frecuencia en campos semánticos muy diferentes. Podría decirse,
pues, que no hay palabras inocentes, de forma que su utilización está
objetivamente «cargada» de sentidos de los que no puede ser plena­
mente consciente el emisor.
Por otra parte, ningún emisor utiliza simplemente palabras, sino
más bien un vocabulario específico, esto es, series determinadas de
palabras determinadas; ios significados y las connotaciones se articu­
lan, pues, en esquemas formales que nada tienen que ver con el azar.
Cualquier lector de la literatura jurídico-administrativa convendrá
en que una de sus características más salientes es la utilización siste­
mática de un vocabulario específico, diferente del de la vida «nor­
mal», y que está en el origen del peculiar estilo literario que caracte­
riza la producción administrativa de textos.
Tales vocabularios y reglas estilísticas determinan no sólo de qué
se habla en dichos textos, sino de qué se puede hablar y de qué no se
puede hablar en ellos. Las palabras que pueden ser utilizadas (e in­
cluso sus reglas de utilización, su sintaxis) determinan ámbitos temá­
ticos legítimos y ámbitos de censura: determinados aspectos de la
realidad no pueden ser reflejados o recogidos en los textos adminis­
trativos, puesto que las palabras necesarias para ello no figuran en los
vocabularios prescritos para el caso.
Con frecuencia, incluso, la Administración no se limita a recoger
en sus vocabularios palabras de uso común, o incluso términos más o
menos esotéricos, sino que procede a dotar de significado específico
a una determinada palabra. Se procede en estos casos a formular una
«definición operativa», diciendo expresamente que «a los efectos de
esta ley» (o de la norma de que se trate) se entenderá por tal cosa —y
aquí la palabra que se está definiendo— tal y tal otra, El texto legal,
por consiguiente, comienza por establecer el valor semántico de un
término, atribuyéndole un significado que se pretende unívoco para
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 173

evitar cualquier equivocidad al respecto. La Administración en estos


casos crea, pues, en el sentido más estricto, su propio lenguaje. Lo
que plantea, como es lógico, difíciles problemas de intersubjetividad
experimentados como tales día a día por los ciudadanos, a quienes se
dirige la Administración en una lengua que no comprenden.
Pero hay más: como quiera que la Administración ha demarcado
previamente la realidad que considera relevante, cuando habla en
sus textos acerca de la realidad habla de toda la realidad de la que es
posible hablar, ésta me parece la razón de ser última del llamado
«dogma de la complitud del ordenamiento jurídico», ya que, si no
hay más realidad que aquella de que habla la Administración, el dis­
curso administrativo es coextensivo con la realidad (con la realidad
«construida», claro está) y, por definición —por construcción— com­
pleto. Pues bien, en la medida en que en una Administración preva­
lezca esta convicción, de manera explícita o latente, y aunque sea
como mera presunción, los ciudadanos se irán encontrando con que
quod non permissa prohibita intelliguntur. La construcción de la rea­
lidad social por la Administración contiene potenciaímente una ca­
pacidad para la opresión sumamente peligrosa, opresión que, como
se ha visto, no arrancaría directamente de un propósito político, sino
de los efectos perversos de la definición de la realidad social, de decir
«lo-que-es» y, a partir de ello, lo que debe ser.
De esta suerte, y como vengo diciendo, la definición de la reali­
dad que lleva a cabo la Administración (lo que he llamado la realidad
construida) produce efectos reales, esto es, efectos en lo que he lla­
mado la realidad-real. La Administración modifica la realidad no
sólo cuando dice cómo debe ser, sino desde el mismo momento en
que dice cómo es. Todo el mundo está convencido de ello, aunque
sea inconscientemente, y ello explica la normalidad con que se usa el
extraordinariamente impropio término de administrados para refe­
rirse a los ciudadanos, colocándolos de esta forma en un mero nivel
de súbditos. La definición de la realidad que lleva a cabo la Adminis­
tración como primer paso para su actuación implica ya la creación ar­
tificial de un mundo específico, de una realidad construida diferente
de la realidad-real; y como la primera es la única que cuenta, ello al­
tera más o menos profundamente a la segunda. Por eso la realidad
construida por la Administración es en un sentido muy concreto tam­
bién real, ya que produce efectos reales. Como dije al principio, la
realidad social es tanto la realidad propiamente dicha cuanto la defi­
nición de dicha realidad.
Antes de seguir adelante me parece necesario evitar un posible
malentendido: el de que la realidad-real se considere como «buena»
174 LA REALIDAD SOCIAL

(identificando existencia con bondad), y la realidad construida sim­


bólicamente por la Administración como «mala» (en la medida en
que lo sería todo ersatz, y más si es el poder quien pretende imponer­
lo). Pues bien, las cosas no son tan simples. La realidad social no con­
siste en un argumento de buenos y malos, sino que (para bien y para
mal) las cosas son bastante más complicadas y ambivalentes. Si el
corpulento Leviatán puede ser percibido como un pesado invento, es
al mismo tiempo la condición necesaria para eludir la situación de be-
llum omnium contra omnes.
Si la Administración —si el poder— se adaptase cuidadosamente
a la realidad-real no haría otra cosa sino reproducirla, institucionali­
zando así el conservadurismo social. Por supuesto que ello sucede
con frecuencia, y el Derecho (y, en general, lo que dice la Adminis­
tración) hace entonces el papel de freno para eí cambio. Pero tam­
bién con frecuencia la Administración y su discurso se proponen un
deber ser que por ello mismo puede llegar a ser, puede transformar la
realidad-real. El Derecho, como lenguaje del poder, puede ser revo­
lucionario o reaccionario, puede contribuir a cambiar la realidad o a
conservarla. La cuestión está, en último extremo, más en el poder
que en su lenguaje, aunque en estas páginas me haya interesado más
por lo segundo que por lo primero.
En resumidas cuentas: por el solo hecho de que la realidad-real
sea como es, no merece sin más aprobación y respeto. Sí, desde
luego, atención y cuidadoso examen. En esto y no en otra cosa con­
siste el principio de realidad por el que abogo.
Con él no se invita a la celebración de lo dado, sino que se ponen
límites al formalismo hiperjuridicista y a la definición interesada de
«lo-que-es» por los poderosos. La primera condición para negar efi­
cazmente la realidad existente es conocerla tanto como sea posible.
De la misma manera, el discurso del poder no tiene por qué ser reve­
renciado ni execrado a priori; pero lo cierto es que plantea problemas
peculiares (de los que aquí me estoy ocupando), y el más preocupan­
te puede que sea su propensión a ser autoportante, a prescindir de la
realidad-real (pero mezclándose en todo caso con ella para constituir
la realidad social).

5. LA ACTUACIÓN SOBRE LA REALIDAD

Se trata ahora de ver, no lo que hemos llamado «construcción» de


la realidad (a través de su demarcación y de su definición), sino la ac­
tividad de intervención modificativa de la realidad. Y habrá que re­
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 175

cordar que esa realidad sobre la que se actúa no es en modo alguno la


realidad-real, sino esa realidad social compleja formada por la reali­
dad-real y la realidad construida, entrelazadas de forma inseparable.
La Administración, pues, actúa sobre esa realidad total pretendien­
do modificarla de acuerdo con las directrices que recibe del mundo
de la política. Aunque ninguna Administración histórica o imagina­
ble sea rigurosamente instrumental respecto de la política (ya que
siempre existe algún grado de relativa autonomía burocrática), baste
aquí con mantener la discusión en el supuesto de la instrumentalidad,
aunque ello sea una simplificación.
Dicha instrumentalidad es lo que permite hablar del government
by paper como uno de los rasgos característicos de la época moderna.
Gracias a él se hace posible la institucionalización de la forma de auto­
ridad legal-racional, descartándose así los sistemas tradicional y ca-
rismático; y no se olvide que para Weber la organización burocrática
es justamente lo que caracteriza a la moderna autoridad legal-racionaí.
El registro escrito, los documentos, los expedientes y los archivos son
notas específicas de esta forma de acción, basada a su vez en la pri­
macía de la norma —escrita— vigente. Norma que en sí misma es
contingente, en la medida en que puede cambiarse o derogarse sin
perder por ello su imperium.
He aquí, pues, que el orden social se presenta desde el punto de
vista formal como un orden simbólico, establecido en textos y articu­
lado en palabras: un orden dicho o, si se prefiere, escrito. Natural­
mente, en último análisis tal orden descansa en la coacción; pero el
recurso a la coacción se manifiesta como excepcional: la reproduc­
ción cotidiana del orden es en realidad producto del consentimiento,
que a su vez descansa en la legitimidad. La vieja concepción de la
autoridad como poder legítimo trataba precisamente de expresar
esta idea. Así pues, el mantenimiento del orden social (y no sólo, por
supuesto, de lo que llamamos «orden público») recurre a la coacción
sólo en la medida en que la convicción de su legitimidad resulta insu­
ficiente para garantizar su continuidad estructural. Es claro, pues,
que no basta con que se predique la legalidad de la acción pública: se
requiere necesariamente la convicción de su legitimidad. Se trata,
pues, de un problema cultural: de valores, normas sociales, símbo­
los, conocimientos e ideologías políticas y religiosas.
Sucede, sin embargo, que la mediación simbólica de la acción pú­
blica hace más fácil la actuación sobre la que hemos llamado realidad
construida que sobre la realidad-real (o, para ser más exactos, sobre
los aspectos construidos de la realidad que sobre los propiamente
reales). Hay una realidad «dura» que es mucho más renuente ai cam­
176 LA REALIDAD SOCIAL

bio que ía realidad «blanda», escrita, dicha: los tigres de papel se


dejan matar más fácilmente que los otros. La Administración vuelve
así a encontrarse, a la hora de la verdad —a la hora de ía actuación
modificativa—, con aquella desagradable realidad que eludió conju­
rándola al decir «lo-que-era», al definirla y regularía. En el presunto
momento de transformación la realidad social se comporta como en
un momento de reproducción, oponiendo a la actuación administra­
tiva una inercia inesperada (ingenuamente inesperada, desdé luego),
que permite constatar que on ne change pos la société par décret,
como asegura el conocido título del libro de Crozier. El empeño sim-
plificador y ordenador de la realidad con que la Administración ini-
cialmente la abordó termina volviéndose contra la actuación admi­
nistrativa, limitando de manera sensible su eficacia sobre el tejido
social.
Todo esto explica claramente que buena parte de las reformas
acometidas por la Administración, tanto sobre el mundo social como
sobre ella misma, queden en reformas «sobre el papel»: lo son, lite­
ralmente, en la medida en que buena parte del mismo empeño refor­
mista se dirige específicamente a la realidad construida, esto es, a la
realidad de pape! previamente dicha por la Administración. Es
mucho más fácil cambiar por decreto otro decreto anterior que la
realidad-real a que uno y otro se refieren. Desde este punto de vista
sí es cierto que la Administración se alimenta a sí misma, que teje y
desteje en sólo una parte (o mejor, principalmente en una parte) de
ía realidad social: ía que ella misma ha construido previamente.
Como nuevo conde Potemkin, la Administración levanta, modifica,
revoca fachadas sociales que suplantan a la realidad; con la diferen­
cia de que tales fachadas no sólo se superponen a la realidad, ocul­
tándola o maquillándola, sino que se incorporan a ella en mayor o
menor grado. Lo que se dice de la realidad no es indiferente, y desde
luego produce toda clase de efectos (queridos y no queridos, benéfi­
cos y perversos). Ésta es, pues, la paradoja de la construcción admi­
nistrativa de la realidad social: que siendo ía definición administrati­
va de «lo-que-es» un elemento de extrema importancia como parte
de la realidad social, la actuación administrativa sobre esa misma
realidad produce resultados muy pobres y decepcionantes. La lucha
política, se ha dicho más arriba, tiene por objeto ocupar la posición
que permite decir legítimamente «lo-que-es» (definir ía realidad),
para poder así decir lo que debe ser y actuar en consecuencia (modifi­
car la realidad). Pero así como es fácil —aparentemente— lo prime­
ro, resulta arduo lo segundo. La realidad social se presenta más como
obstinada que como moldeable, y al final el policy analysis es inevita­
LA CONSTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DE LA REALIDAD SOCIAL 177

blemente frustrante. Ello explica la tentación, más política que buro­


crática, de reformar una y otra vez sobre el papel, de conjurar una y
otra vez a la realidad para que deje de ser como es, y de esperar más
consecuencias prácticas de la pragmática del lenguaje que de la pra­
xis política.
Sería ingenuo, llegados a este punto, concluir que la acción de la
Administración es superflua, o incluso perniciosa, y que por tanto la
mejor Administración es la que menos administre y el mejor Gobier­
no el que menos gobierne: eso es lo que parece apuntar la nueva
moda liberal que se difunde sobre las indudables dificultades actua­
les de las políticas keynesianas y la presunta crisis del Welfare State.
Pero tal conclusión, además de ingenua, sería políticamente interesa­
da: formulada desde los intereses políticos de la derecha frente a los
de la socialdemocracia. Y desde luego falsa. Porque la descripción de
la construcción administrativa de la realidad social que en estas pági­
nas se ha ensayado, aunque ciertamente es crítica (¿qué reflexión
puede no serlo?), no implica en modo alguno una invitación a la des­
regulación, al desmontaje del trabajosamente erigido Leviatán para
dar la primacía al mercado. Porque no hay que olvidar que, en último
extremo, también el mercado es un orden simbólico, y también su li­
bertad, su transparencia y sus equivalencias son arbitrarias.
De lo que se trata, si es que es preciso concluir alguna cosa, es de
intentar consciente y deliberadamente que la definición administrati­
va (o, si se prefiere, política) de «lo-que-es» sea lo más respetuosa
posible con lo que efectivamente es. Ciertamente, ningún orden sim­
bólico puede eliminar el velo del lenguaje, pero tenemos hoy sufi­
cientes instrumentos para el conocimiento de la realidad como para
que su definición se formule de espaldas a ella. No se necesita menos
administración, ni menos burocracia, ni menos regulación de la so­
ciedad civil, sino una mayor dosis del principio de realidad. Lo que
aquí se propone es, si se permite la metáfora, pasar de la alquimia a
la química. Pasar de una definición arbitraria de la realidad social a
otra menos arbitraria por más contrastada, utilizando los métodos y
técnicas que la investigación social pone a disposición de quienes de­
sean describirla.
Y no se confunda tal pretensión con una suerte de imperialismo
científico, o cientifista: se acaba de hablar tan sólo de descripción, de
saber cómo es la realidad (y de decirlo); lo específico de la ciencia
sería la explicación de por qué la realidad es como es. Para la Admi­
nistración bastaría, como es obvio, la descripción y el diagnóstico.
Esto por lo que se refiere a la definición de la realidad, cuyo rea­
lismo parece supuesto necesario para el siguiente paso, la actuación
178 LA REALIDAD SOCIAL

modificativa de dicha realidad. En este último momento la apelación


al realismo implica el minucioso examen de los efectos —o de la falta
de efectos— de la actuación, así como su cuidadosa medición. El po-
licy analysis comporta, desde luego, no sólo la apreciación de la efi­
cacia de la acción (del grado en que se alcanzan los objetivos pro­
puestos, así como el examen de las disfunciones y de los efectos
perversos de las políticas), sino también la medición de su eficiencia
(la comparación de costos con resultados). No tiene sentido actuar
sin examinar a continuación las consecuencias de lo actuado. No
basta con tomar decisiones, y menos si adoptan la forma del exorcis­
mo. Si en la política cabe un cierto componente mágico-carismático
que permita conjurar los demonios de turno, no así en la Administra­
ción, cuyo modelo ha de situarse en el plano de la calculabilidad, la
precisión y la exactitud, lo que implica la subordinación del orden
simbólico a la realidad.
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