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DAVID GONZÁLEZ

Detrás de la iglesia

Sé perfectamente lo que digo, no estoy desvariando: en uno de los tabiques, hace unos
años, había un cuadro. Lo sé. Estoy seguro. Fijo. Lo había. Un cuadro. Y detrás,
empotrada en la pared, una caja de caudales.
¿Y a que no sabes por qué estoy tan seguro?
No, por qué,
tendrías que preguntarme tú ahora, aunque mi respuesta, como enseguida vas a
ver, no tenga mayor misterio: yo era miembro de la Sociedad Cultural en la que íbamos
a entrar, de un momento a otro, para arramblar con todo, y hace unos años, de chinorri,
cuando fui a hacerme socio (veinte duros costaba de aquella hacerse socio), el tesorero,
un hombre alto, de espaldas anchas, cuello corto y pelo blanco, para devolverme el
cambio de un billete de mil pesetas, descolgó el cuadro y abrió la caja, que permaneció
así, abierta, un buen rato: el tiempo que tardó el hombretón en regresar a su mesa y
alcanzarme la vuelta.
Sin embargo, aquella tarde de principios de junio de l984, la tarde del día cinco,
cuando por fin entramos en la Sociedad Cultural y la persona encargada de atender al
público nos dijo:
Es por esas escaleras, la primera puerta que veáis.
Y las subimos y la empujamos y finalmente entramos en la oficina de
administración, cuál no sería nuestra sorpresa, sobre todo la mía (pues mía había sido,
desde un principio, la idea de entrar a pegar el palo), cuál no sería nuestra sorpresa, te
decía, al advertir que ya no había un cuadro, sino muchos, de estilos contradictorios,
tamaños distintos y marcos diferentes, y no en una pared, sino en todas.
No era lo único que había cambiado allí dentro. El guardián del tesoro, también.
Se había hecho más viejo. Recordaba, vagamente, al abuelito de Heidi… Sí, ¿qué pasa?
Yo veía Heidi. ¿Pasa algo?
Tú quédate ahí junto a la puerta y vigila por si viene alguien, le dije a Murillo.

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¿No nos dijiste que solo había un cuadro?, me preguntó el tercero en discordia, o
sea, Turiel.
Había, le dije.
Menuda mierda, dijo.
Ahora sí que la cagamos, dije.
Y tanto.
¿Detrás de qué cuadro está escondida la caja fuerte?, le pregunté, le grité, al
decano de los guardianes de tesoros, que, a todo esto, permanecía sentado en su silla tan
tranquilo, impasible, como si la película no fuera con él, y digo película cuando debería
decir telefilme, porque de eso se trataba en definitiva: de un previsible, y lamentable,
telefilme de sobremesa, uno más, uno de tantos, uno de esos que se inspiran en historias
reales.
De ninguno, contestó. Aquí no hay ninguna caja fuerte.
¿Cómo que no, eh?, le chillé, salpicándole los lentes, fuera de mí: ¿Cómo que no?
Mi navaja era natural de Albacete. Era una navaja bandolera, echa a mano, con
un mango de alpaca y asta y una hoja de acero inoxidable de unos treinta centímetros de
longitud o así (y no sé si me estaré quedando corto). Me la había dejado, después de
mucho hacerse de rogar, un colega mío que trapicheaba con polen, aunque yo creo que
me la regaló, porque me dijo: Y luego haces con ella lo que te salga de los huevos, ¿me
oyes?, lo que quieras, pero a mí no me la vuelvas a traer: no quiero marrones encima,
ni en casa. Cuenta la leyenda que si un amigo le regala a otro una navaja de Albacete, la
amistad entre ambos se corta, se rompe, y algo de verdad debe de haber en todo esto,
pues de este amigo del que te hablo no he vuelto a saber más desde entonces. También
puede ser que no fuera, real y sinceramente, amigo mío. Es otra posibilidad que no
descarto, al menos entra dentro de lo posible.
Mi navaja era una cuerda floja a la que se había subido la mirada del viejo
tesorero. Se la acerqué a la cara. Dio un respingo. Se apartó. Se la acerqué más. Dio otro
respingo, pegó con el respaldo de la silla, los anteojos le cayeron… Los cogió. Luego
sacó del bolsillo superior de su camisa a rayas (de manga corta) la funda de las gafas, y
de la funda, un paño, diminuto, con el que se puso a limpiar los lentes, o lo que es lo
mismo: a secar mi saliva. Luego dijo:
Aquí no hubo nunca una caja fuerte, y añadió:

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Aquí no vais a encontrar dinero.
¡Pues entonces dame los anillos!, le gritó mi colega. Me refiero a Turiel.
Murillo, más nervioso a cada minuto que pasaba, seguía junto a la puerta,
controlando la escalera: ¡Daos prisa, joder, que va a venir alguien, venga, daos prisa!,
nos decía, repetía, una y otra vez, constante, machaconamente: ¡Que va a venir alguien,
daos prisa, venga!, poniéndonos a nosotros todavía más nerviosos. ¡Venga, me cago en
la puta, dámelos!, volvió a gritar Turiel. Yo, si te digo la verdad, y lo hago, te la digo,
hasta ese momento no había reparado en ellos, en los anillos: dos, muy gruesos, de oro
de dieciocho quilates (y de oro sí sé algo, vendí mucho), pero que así y todo no dejaban
de ser dos putos anillos de mierda: una alianza matrimonial y un sello con el escudo de
su familia, por los que no nos iban a dar ni cuatro duros, ni las gracias nos iban a dar.
¡Dame los anillos!, se desgañitó Turiel. ¡Que me los des, joder! Entonces, como un ave
de rapiña (no se me ocurre ahora ninguna comparación mejor), mi colega, con sus
garras, le sujetó, primero, por los brazos, por los codos, luego le agarró de las muñecas
y después intentó abrirle la mano y separarle los dedos, sin embargo, el tesorero de la
entidad debía de sentirse muy orgulloso de su apellido, de su linaje, y debía de querer
mucho a su esposa, porque al grito de:
¡No, los anillos no! ¡Los anillos no!
Se puso en pie de un salto, se desenganchó no sé como de los garfios de mi
colega, le apartó de un empujón y se abalanzó sobre mí, con los brazos abiertos, como si
quisiera darme un abrazo, pero encontrándose, para su desgracia, y para la mía, con la
navaja, o la navaja con él, clavándosela en todo caso, o clavándosela yo…No lo tengo,
esto, aún hoy, nada claro. No lo recuerdo con precisión. No veo bien de lejos, de tan
lejos. Además: había comido cuatro comprimidos de Rohipnol (El flunitrazepam es
narcótico de una banda ancha que abarca desde 0,25 a 2 miligramos, me hace saber
Antonio Escohotado, pero por encima de ella crea cuadros de desinhibición y gran
actividad, acompañados por amnesia y ausencia de cualquier sentido crítico). En otras
palabras: no lo sé.
Si sé, en cambio, que Murillo, para entonces, se encontraba ya a mitad de la
escalera, y bajando, y que Turiel trataba de darle alcance, de darle alcance y de
sobrepasarle, y que el viejo tesorero, al darme yo la vuelta para salir de naja, se vino

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abajo: primero cayó de rodillas, y luego del todo, mientras gritaba: ¡Ladrones!
¡Ladrones!, aunque, por lo que yo sé, no le habíamos robado nada.
Sí sé, también, que al llegar abajo, la puerta por la que habíamos entrado, la puerta
principal de la sociedad de la cultura, estaba cerrada con llave, y asegurada, además, con
una cadena y un candado, y que la recepcionista, al verse sola con nosotros en el amplio
vestíbulo, recordó todas las películas de cine negro de serie B que había visto a lo largo
de su aburrida y convencional vida y, en la mejor tradición del género, histérica perdida,
se llevó las manos a la cara y empezó a chillar, y que Murillo dijo:
Tiene que haber otra salida, y Turiel:
¿Adónde irá a dar la puerta aquella?, y yo:
A la cafetería, creo.
Así que entramos. Mejor dicho: irrumpimos. Las navajas por delante, como el
látigo de los domadores o la cruz de los exorcistas, abriéndonos paso por entre las
mesas, enganchándonos con los manteles, apartando las sillas a patadas, gritando:
¡Paso, fuera, fuera de aquí, paso, paso, fuera!, hasta que finalmente ganamos la calle y
nos abrimos: Turiel y yo en dirección a la playa, Murillo ni idea.
Y sé, por último, que más tarde, a salvo ya detrás de la iglesia de San Pedro,
cuando Turiel, con el ánimo entre rejas, me preguntó: ¿Pero tú estás seguro que se llevó
una mojada?, le mostré, por toda respuesta, la navaja, el filo de la navaja, la punta, pues
en aquél momento no podía hablar: de pronto, por esas extrañas asociaciones de ideas
que suele llevar a cabo el cerebro humano, por lo menos el mío, no me parecía estar
escuchándole a él, a Turiel, sino a mi viejo, a mi padre, cuando por cualquier cosa sin
importancia, por cualquier mierda, me decía, a berridos: Te lo juro por mi madre que no
sé a quién habrás podido salir tú. No pareces hijo mío. No tienes sangre en las venas.
Es cierto, papá, no la tengo.
No tengo sangre en las venas.
La tengo en las manos.

En Un nudo en la garganta, VVAA. Trama editorial, Madrid, 2009.

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