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PEDRO ORGAMBIDE

Las botas de
Anselmo Soria

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Director de colección: Pablo De Santis
Diseño de colección y de tapa: Juan Manuel Lima
Ilustración de tapa: Osear Estévez

1a edición / 18ª reimpresión


© Ediciones Colihue S.R.L.
Av. Díaz Vélez 5125
(C1405DCG) Buenos Aires - Argentina
www.colihue.com.ar
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I.S.B.N 978-950-581-202-8

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA

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Estas no son las botas
del Gato con Botas
sino las botas
de Anselmo Soria,
el abuelo de mi abuelo.
Las encontré en el altillo.
Ahora son mías,
como la historia que les cuento.

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I

El vigía del fortín

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DESDE lo alto del mangrullo, el vigía del fortín da la voz de
alarma: —¡Se viene el malón!
Es un joven de dieciséis años. Se llama Anselmo Soria. Desde
chico ha vivido en la frontera; es decir: entre los poblados y el
desierto, entre los blancos y los indios.
Tiene la rapidez, los movimientos ágiles de los indios pampa. Su
madre lo era. Uno de los suyos la mató porque se había casado con
un huinca, con un blanco. Su padre murió también: cayó en una de
esas míseras batallas del desierto, disparando su whinchester.
Le dijeron gaucho, gauchito, huérfano, antes de llamarlo por su
nombre. Como si la falta de padres fuera un pecado. Se acostumbró a
eso y a mirar de frente, a no bajar la vista ante los mandones. A los
doce años andaba de reserito, arriando el ganado, entre los
pajonales:
—¡De vuelta ternero! —gritaba y mandaba al animal junto a su
madre.
Buen jinete, sí, decían los de más edad viéndolo hacer una
pechada al toro arisco o emprendiendo un galope corto para
enderezar la marcha del ganado.
Bueno para el lazo, también. Y para domar un potro, como ese
animal que ahora es su cabalgadura y al que le afloja la cincha para
cabalgar despacio, sin apuro, hasta que caiga el sol y los hombres
terminen la jornada. Entonces, alguien tocará la guitarra...
No, no ahora. Eso fue antes, cuando Anselmo era chico.
Ahora se oye al trompa que toca a combate y se oyen también
los gritos, las órdenes, ruido de sables y de espuelas de esos gauchos
transformados en soldados de ejército de línea. Como su padre. Como
el que murió peleando.
—Yo no nací para eso —solía decir Anselmo antes que lo
llevaran al fortín.
A él le gustaban los bailecitos en los patios de tierra, florearse
con las mozas, ya que era buen bailarín, jugar a la taba, divertirse
como se divertían entonces los muchachos. Si iba a la pulpería, en
vez de pedir una ginebra o una caña quemada como los hombres
grandes, él pedía su jugo de orchata "Muy sano el mozo", decían los
paisanos que tomaban su vino carlón y oían el canto del payador,
muy respetuosos y muy serios. Claro que a veces, alguien que bebía

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de más decía un disparate y otro se enojaba y entonces salían a
relucir los cuchillos y podía ocurrir una desgracia.
Una noche así, de batifondo, llegó a la pulpería el comandante,
el sargento y un grupo de soldados.
—¿Así que les gusta pelear como los gallos? —preguntó el
comandante y fue tomando el nombre de cada uno y anotó las
papeletas y antes que alguien dijera pío, ya estaban enganchados
para ir al fortín y pelear en el desierto.
Pero el joven Anselmo se resistió, quiso hacer la "pata ancha"
frente a los soldados.

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Le dijeron charabón, que era la manera de decirle que no se
portara como un tonto con ellos. Porque charabón es la cría del
avestruz, que es o parece muy torpe a los ojos humanos. Charabón,
que después se transformó en chabón o boncha en la ciudad. Torpe. Y
triste. Así se sentía Anselmo frente al comandante.
—Yo conocí a tu padre, muchacho. Un hombre valiente. Para él
era una honra y no un castigo la milicia. Yo lo conocí bien, muy bien.
Y es una lástima que su hijo no siga su huella, que ande de perdulario
por las pulperías.
—Sólo fui a pasar un rato, nomás —se defendió Anselmo.
—Mal hecho. Nada bueno vas a aprender allí. Aquí, en cambio,
tenés la oportunidad de hacerte hombre.
No le dio tiempo a responder. Al rato, Anselmo andaba con sus
pilchas, sus ropas de milico, caminando entre la tropa. Había hombres
de todas las edades, algunos demasiado viejos y otros jovencitos,
como él.
Muy pronto aprendió las rutinas del soldado y, entre todas, le
gustaba subir al mangrullo, otear la lejanía, adivinar el número de
lanceros que venían al galope.
—¡Se viene el malón! —gritó otra vez, mientras sonaban los
primeros disparos.

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"Ya está, ya pasó", se dice Anselmo, mientras mira la polvareda
del malón que ha terminado. Camina por el rancherío que rodea al
fortín. Se oye el chiporroteo de algún rancho incendiado. También un
lamento, un grito que hiela la sangre. Alguien llora a un difunto. Otro,
levanta sus puños al cielo, injuria los infieles. Se ven las huellas del
saqueo: algún mueble tirado en la tierra, un crucifijo, un espejo roto.
Salen, como fantasmas, los sobrevivientes de los ranchos. Una
muchacha llora. El se acerca para consolarla. De pronto tiene miedo
de que la chica se asuste por su aspecto: la camisa hecha jirones, la
cara manchada de barro y sangre. "Debo dar miedo", piensa. Pero la
chica, inexplicablemente, al verlo, se echa a reír. Le da gracia el
muchacho metido a guerrero, el mismo muchacho que ella ha visto
en la kermesse de la iglesia, el que le compró una manzana
azucarada.
—¿Sos vos, Anselmo?
—El mismo.
—Me escondí en un baúl. Estuve temblando todo el tiempo. No
sabía que andabas de milico vos...
—¡Ni yo, mi prienda! Pero Anselmo propone y el comandante
dispone, como quien dice.
—¿Y ahora no tenés que estar allí, en el fortín?
—Aquí se está más lindo.
—¡Mira que sos loco vos!
Se quedan mirando el atardecer entre la humareda de los
ranchos. Se despiden con un beso.

¡Rosaura tiene novio!


¡Rosaura tiene novio!
canturrean los chicos.

Se llama Rosaura y tiene quince años. Ella quisiera seguir a


Anselmo hasta el fortín, como esas mujeres soldaderas que
acompañan a sus hombres. Pero su padre es el boticario del pueblo,
un señor muy formal y, desde luego, no permitiría que eso sucediera.
Así que ve partir al muchacho y le dice adiós con el pañuelo y él se
vuelve para mirarla, como en las películas del Oeste, pero no es una
película y esta historia ocurre en el Sur de la provincia de Buenos

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Aires, a fines del siglo XIX, cuando el abuelo de mi abuelo se enamoró
por primera vez.

—Soldado Benítez...
—¡Presente!
—Soldado Maidana...
—Muerto en combate, mi sargento.
—Soldado Rufino...
—¡Presente!
—Soldado Rivera...
—Herido en combate, mi sargento.
—Soldado Soria...
—¡Presente! —dice Anselmo.
Ya es uno más entre los soldados de línea, los que viven en la
frontera, peleando al indio cada palmo de tierra. Es uno más. El
comandante lo mira con orgullo, como a un hijo. Pero el joven no
piensa en la guerra sino en Rosaura. Se dice que, cuando termine el
servicio, tal vez pueda casarse.
Claro, es algo joven para eso. Pero cuando un muchacho sueña,
esos detalles no tienen importancia. "¡Ah, si fuera cantor!", piensa
Anselmo, que solía quedarse boquiabierto oyendo el canto de los
payadores. "Entonces", se dice, "haría versos y más versos para
Rosaura, contando sus encantos. ¿Qué no?", se pregunta como si
hubiera alguien que le llevara la contraria, "si yo fuera cantor no me
cansaría nunca de cantar al amor, para que sepa". Por suerte, no dice
los pensamientos en voz alta. Más de un gaucho se reiría. Otro, le
recordaría la sentencia de otro gaucho: "Es sonso el cristiano macho
cuando el amor lo domina".

Pero hay poco tiempo para el amor cuando se sirve en los


fortines. Apenas ha visto a Rosaura dos o tres veces, cuando recibe la
orden de ensillar y prepararse para una expedición. Van a salir campo
afuera, a la Tierra Adentro, en busca del indio. No esperarán otro

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malón. Serán ellos los que ataquen. Es lo que le informa el cabo Páez,
un veterano del desierto.
—¡No siempre los malos van a ser ellos! —se ríe el cabo Páez y
se le ven los pocos dientes amarillos bajo los bigotazos.— ¡Ja, ja, ja,
ja, ja! ¡Me gusta meterles baile a esos sinvergüenzas!
—No me gusta la guerra, mi cabo.
—¡Pior es la muerte, che! —se ríe Páez.
En verdad, se ríe siempre. Dice que ya se olvidó del tiempo en
que era un gaucho manso. Hace mucho que dejó de serlo. Desde que
mataron a su mujer.
—Fue en un malón, por Salinas Grandes. En los tiempos de
Calfucurá y sus cincuenta mil guerreros... En esas tierras, ser blanco,
ya era desperdicio.
No ríe ahora. Levanta el brazo y revolea el rebenque corto
sobre la cabeza del caballo que sale al galope.
"No me gusta la guerra", piensa Anselmo.
Avanzaba la tropa hacia la toldería. Unos aguiluchos
revoloteaban cerca de los soldados:

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Lo que vio ese día Anselmo, no lo olvidaría jamás, aquellas
escenas de desolación y muerte que eran costumbre en nuestra
pampa. Vio a las mujeres y los indios huyendo, al cabo Páez que
quería estaquear a un guerrero vencido.
—¡No puede hacer eso, cabo! No es de buen cristiano
estaquear a un indefenso...
—¿Y desde cuando hablas sin permiso, sotreta? —gritó el cabo
Páez y se le fue encima.
—No me quiero desgraciar, no voy a pelear con usted, cabo —
se defendió el joven.
El otro, por toda respuesta, le tiró un rebencazo que Anselmo
esquivó, rápido como el tigre.
Por suerte, en ese momento apareció el comandante.
Necesitaba que Anselmo le sirviera de lenguaraz, es decir: de
traductor frente a los vencidos.
—¡Ya te voy a agarrar! —murmuró Páez, rencoroso.
—El que busca, encuentra —se burló Anselmo.
Pero se sentía mal, muy mal. Sobre todo al volver a repetir las
palabras que le había enseñado su madre, la del idioma de los
vencidos. Ella también había sido una cautiva, pero de los blancos...
¡Pobre abuelo de mi abuelo! Se sentía tironeado entre dos
mundos. Cuando traducía las palabras del comandante o las de los
capitanejos indios. ¿Qué hacía allí? Culpó a la fatalidad por su mala
suerte. Así durante horas y horas y horas. Porque como es sabido,
aquellas conversaciones en la pampa eran interminables. Y se volvía
una y otra vez sobre los que ya se había pactado.
"¡Son vuelteros los infieles!", comentaba el comandante. Y era
verdad: aquellos hombres, los parientes de la madre de Anselmo,
eran hábiles diplomáticos. Si perdían con las armas, todavía tenían el
recurso de sus argumentos, discursos, alabanzas, juramentos de
inocencia.
—Cada uno se defiende como puede —dice Anselmo.
—¿Qué te pasa, che?
—Nada, mi comandante. Pensaba en voz alta.

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No quiere mirar atrás. No quiere ver a los parientes de su
madre, diezmados ahora en el desierto, obligados a marchar más al
Sur, donde la Tierra Adentro se hace páramo, pura piedra y viento
frío. No, él debe seguir. En su cabalgadura, medio dormido por horas
y horas de cabildeos con los indios, abrumado también por las
imágenes atroces del malón blanco, cabecea la fatiga.
Alguien le pega en las costillas. Abre los ojos y ve a Páez,
riéndose, desafiante, salivando, de costado, en señal de desprecio.
—¡Te vas a acordar de mí! —lo amenaza.
Pero él no quiere pelear. Sólo quiere regresar al fortín y
después, bañado con agua de pozo, salir en busca de Rosaura. Hasta
agua florida quiere ponerse, como cuando andaba de bailarín por los
ranchos. Ya se ve la empalizada del fuerte y en lo alto el mangrullo y
más allá los ranchos del pueblito de frontera.

—¿Cómo que no hay nadie?


—No, no hay nadie, mozo. Ayer noche, el boticario y su hija se
fueron del pueblo. El hombre temía por su hija. Me lo dijo a mí, que fui
su amigo durante muchos años.
—¿No sabe adonde fueron?
—Pa mí que a Buenos Aires.
—¡Dios mío!
—¿Qué le pasa mozo, se siente mal?
—Rosaura...
—¿La conocía?
—Sí...
—Yo creo que se fueron a Buenos Aires o al Rosario... él era de
Rosario ¿sabe?... Lo único que sé es que se asustó mucho después del
malón. No podía soportar la idea de que a su hija la llevaran cautiva.
Se hubiera muerto el hombre. Así que se fue.
—Se fue... se fue... —murmuró Anselmo atontado por la noticia.
—Más mejor para ellos ¿no? —comentó el hombre.
—Sí, mejor para ellos.

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El abuelo de mi abuelo está llorando por el amor perdido. Me da
pena verlo así, a los dieciséis años, en un fortín de la pampa. Solo, sin
amor, sin perro que le ladre. Y no es cierto que los hombres no lloran.
El llora porque no está Rosaura y va a ser muy difícil que la vuelva a
encontrar. Llora como un chico, como un hombre, cuando aparece el
cabo Páez y comienza a burlarse de él.
—¡Seguro que estás llorando de miedo, ja, ja, ja!... Te creías
que la milicia era un juego de chicos... Y no, mocoso... es para
hombres, para machitos... no para gente como vos...
—No me moleste, cabo. No le voy a contestar.
—¿Qué no? ¡Vas a chillar como loro cuando te ponga la mano
encima!
—¡No lo haga, don! Se lo pido por lo que más quiera.
Entonces, el cabo, de puro comedido, le da un rebencazo.
Se enfurece Anselmo. Con el poncho recogido en el antebrazo
izquierdo y la mano derecha cerca del facón, resopla como un puma.
El cabo saca el sable y le da dos o tres planazos que obligan a
retroceder al chico. De todos modos, está dispuesto a defenderse.
—¡Ahora va en serio, infeliz! —le grita Páez y arroja, de filo, otro
sablazo.
Anselmo detiene el golpe con el poncho. Pero Páez vuelve al
ataque, esta vez tirando a fondo, hacia el pecho. Salta hacia atrás
Anselmo, arroja tierra con la bota, se agacha a lo indio y contrataca a
su vez con el facón. En la embestida, hiere en la mano al cabo Páez,
que deja caer el sable.
Anselmo monta en su caballo y huye campo afuera. No sabe
adonde ir. Está solo en la pampa.

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II

Cuando mandinga mete la cola

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HACÍA días que Anselmo andaba por la llanura sin rumbo cierto.
La noche lo encontraba en cualquier lugar: a orillas de un arroyo, en
un claro del monte o en medio de la pampa, bajo la Cruz del Sur.
Dormía a lo gaucho, sobre el apero, arropado en su poncho. Soñaba
mucho: soñaba con su madre y con las escenas del malón y también
con Rosaura. Indio y gaucho a la vez, era hábil para conseguir su
alimento. Tempranito, salía a bolear un animal. Hacía un fueguito,
asaba un pedazo de carne y seguía viaje, adonde Dios quisiera.
Pasaron semanas, meses, quizá un año. Los rasgos del muchacho se
habían endurecido, las facciones de un adolescente que ahora parecía
—y era— definitivamente un hombre.
Alguna vez se topó con un gaucho cimarrón, un gaucho maló,
un matrero. El hombre lo saludó, ceremonioso. Estaban solos en la
inmensidad de la llanura, perdidos y perseguidos, como tanta gente
que después fue a parar a los fortines, las cárceles, los cepos.
El gaucho maló, el matrero, relató:
—Me persigue la partida. No me da tregua esa gente. Y estoy
cansado ¿sabe?, algo viejo para darles pelea a cada rato. Así que me
retiro. No quiero dar lástima. Me voy lejos donde nadie pregunte por
mí. Ya no quiero usar estos trabucos naranjeros con los que hice
retroceder a la partida. Se acabó la pelea. Ahora voy a ser un hombre
de paz... ¿Por qué le digo esto?... Porque veo que es un mozo
perdido... Como yo cuando era joven... Pero ahora es distinto... se
viene el Progreso, dicen... Y no hay lugar para los gauchos... —Así
dicen, ¿no?
—Van a poner unos carros de fierro, el ferrocarril.
—Ahá.
—Si yo fuera joven, me iba para la Ciudad y me olvidaba de
esta vida...
La Ciudad. Anselmo trató de imaginarla. Casas de material,
algunas de dos pisos, calles empedradas, faroles en las esquinas. Era
muy difícil imaginar aquello. Pero se juró que llegaría allí alguna vez,
que encontraría a Rosaura... A veces se enojaba con él mismo porque
empezaba a olvidar. El rostro de Rosaura se confundía con el de otras
muchachas de los bailes y él sentía que la estaba traicionando.
—Es triste andar sin mujer, sin familia—continuó el matrero—,
siempre con el Jesús en la boca.

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—Yo no tengo familia —comentó Anselmo.
—Pero la podes hacer... ¡Sos tan joven!...
De pronto, el gaucho malo, el cimarrón, el matrero, se echó a
tierra y pegó la oreja al suelo. Anselmo no oía nada, pero el otro,
buen baqueano y rastreador, oyó el lejano rumor de unos caballos
que se acercaban.
—¡La partida! —dijo y se levantó de un salto.
Montó en su caballo y partió como si lo corriera el Diablo.

"No hay que mentar a Mandinga porque sí", decía su madre. Lo


recordó ahora, al ver el cielo rojo, muy rojo, donde se recortó, contra
el horizonte, la sombra del gaucho perseguido y atrás las figuras de
caballos y milicos de la partida. No, no hay que nombrar en vano al
Diablo que siempre mete la cola en los asuntos de la gente. Eso es lo
que pensó Anselmo aquel atardecer.

Vio, en la lejanía, las carretas que navegaban la llanura, como


barquitos en un mar verde, interminable.
Anselmo Soria se dirigió hacia allí. Necesitaba ver gente,
personas que recorrían la pampa e iban a una u otra ciudad, de
provincia en provincia. Gente decente, gente de trabajo.
Pero el aspecto del joven debía ser lamentable, tanto que los
carreteros, al verlo llegar, lo confundieron con un bandido. Uno,
disparó un trabucazo de advertencia.
—¡Ave María Purísima! —exclamó Anselmo.
Entonces los carreteros, al ver que se trataba de un jovencito,
se echaron a reír.
Lo invitaron a sumarse a la caravana. Ahora, otra vez, Anselmo
se sintió en casa. Hacía mucho que no oía las voces de la gente de los
poblados y eso era como música para él.

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Llegó la noche. Hicieron un alto en el camino. Comieron un
asado y después, al pie de las carretas, los hombres comenzaron a
contar cuentos y sucedidos.
—Yo vi la cola del Diablo —dijo un viejo.
—¿La vio?
—Como lo estoy viendo a usted. Mesmo.
—¿Y cómo es?
—Larga. Como de aquí hasta Junín.
—¡No diga!
—Le digo. Hace un ruidito como el de la víbora cascabel. Oiga:
chist, chist... chist.
—¡Cruz Diablo!
—De él hablamos ¿no? —dijo el viejo y siguió contando su
historia.
—Y ahora, paisanos, vamos a dormir, que mañana seguimos
viaje.
Se oyó el aullido de un animal y los demás se quedaron
temblando de susto.
—Será Mandinga, nomás. Es remolón para dormirse.

Anselmo durmió sobresaltado, soñando con el que no se


nombra. En el sueño, él andaba por los túneles del infierno de los
indios, donde la gente sigue tomando vino y bailando. Pero él no tenía
ganas de bailar porque buscaba a su madre y Rosaura. No, no las
pudo encontrar.
Lo despertó la primera claridad del día, el canto de una
calandria.
Abrió los ojos y creyó ver la figura de una mujer hermosa,
vestida como una gitana.
¿Sería verdad o estaría soñando?
Era verdad. Aquella mujer, muy bella, de pelo negro y largo y
ojos hermosísimos, era una tonadillera española que iba a la Ciudad.
—Voy a cantar y bailar en un teatro —dijo.
—Ahá.

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—Dicen que en la Ciudad hay un río que parece un mar, ¿es
cierto?
—Yo nunca estuve allí —confesó Anselmo.
—Extraño el mar —dijo la mujer.
—Yo no vi el mar... ¿cómo es?
—Es como esto... pero se mueve.
Entonces a él le pareció que la pampa era el mar y que esa
mujer era la más linda del mundo.

Paca, la tonadillera, trató de disuadir al muchacho... ¡Pero el


abuelo de mi abuelo estaba enamorado otra vez!... Y cuando se
enamoraba, nadie lo podía hacer entrar en razón. Paca le explicó que
había mucha diferencia de edad entre ellos, que, casi, casi, podía ser
su madre. Pero a él ese argumento no lo convenció. Paca en nada se
parecía a su mamá. O, mejor: ninguna mujer se parecía a Paca,
porque ella, sencillamente, era una diosa.
Sí, el abuelo de mi abuelo era bastante exagerado.
—¡Cálmate, cálmate, hijo! Yo soy una artista y tengo que ir de
un lado para otro.
—La acompaño.
—¡Qué tío más cargoso! —se quejó la tonadillera.— Con razón
que los gauchos tienen mala fama...

Pero Anselmo no oía. En vano los otros carreteros le


aconsejaron que se olvidara de esa señora, a quien habían visto
acompañada de un señor mayor, un viejito que dormitaba en una de
las carretas: don Polidoro Maidana.
—Es un hombre muy rico...
—Y muy malo...
—¡Y muy celoso, Anselmo!
Anselmo no hizo caso. Siguió dando vueltas alrededor de la
tonadillera, como las moscas a la miel.

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Las carretas iban rumbo a Luján, luego hasta el Once. El oyó
esas palabras como uno oye el nombre de un país o una ciudad
lejana. Dispuesto a seguir a la tonadillera hasta el fin del mundo (para
ella el fin del mundo era Argentina) Anselmo escuchó los cuentos de
la Ciudad, los entretenimientos de los paisanos que se quedaban
alrededor da la plaza de las carretas apostando unos pesos a las riñas
de gallos o jugando al monte y a la taba. Ninguno de ellos había
pisado un teatro. Uno, sí, le habló de un circo en el que se divirtió
mucho. Las carretas siguieron atravesando la llanura, pasaron por un
pueblo y otro. En uno de ellos, cargaron a un italiano y su organito.
Anselmo se asombró frente a esa caja llena de música. Bastaba
dar vuelta la manija y el organito empezaba a sonar.
El organillero, al oír la música, a veces cantaba canciones de su
tierra, del puerto de Nápoles. También él extrañaba el mar, como
Paca.

Hasta entonces Anselmo no conocía ningún extranjero. Y ahora,


de pronto conocía a dos: a un italiano y una española. El sabía que
gente así había comenzado a llegar a la Argentina, que empezaban a
poblar el campo. Y aunque los indios atacaran los pueblos y aunque
cayera el granizo y arruinara los sembrados, ellos volvían a trabajar,
reconstruían sus ranchos, volvían a cosechar. Así eran. Gente de
trabajo. Bueno, Paca no era del todo así, porque era artista. Y
Giusseppe... bueno, de él ni quería hablar Anselmo. Porque ahora —
¡fíjense qué contratiempo!— el italiano andaba tras la tonadillera.
Anselmo creyó que se moría. De los celos, quería pelear a cuchillo con
el del organito, pero éste se excusó diciéndole que de solo ver sangre
podía desmayarse.
—¡Si serás gallina! —lo provocó Anselmo.
—No peleo con bambinos, con niños —explicó el organillero.
Celoso y humillado, Anselmo dijo una serie de malas palabras
que, desde luego, no vamos a escribir aquí.

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Dos días más tarde, los carreteros se pegaron el gran susto.
Cuatro bandidos asaltaron las carretas. Tenían un aspecto fiero y al
principio pareció que iban a cumplir su propósito, ya que desvalijaron
a varios pasajeros. Paca, temblando, se puso detrás del organillero
que temblaba también. Sin embargo, cuando uno de ellos intentó
quitarle el bolso, Giusseppe, con un ampuloso gesto de ópera, muy
teatral, exclamó:
—¡No se toca a la signorina).
—¡Si será trompeta! —dijo uno de los bandidos.
—¡Gringo maula! —dijo otro.
—¡Salvaje! —dijo el que tenía aspecto más feroz.
—¡Lo mato! —concluyó el que faltaba.
Aunque estaba celoso por el asunto de la Paca, Anselmo no
dudó en defender al italiano. Rápido sacó el cuchillo y se abalanzó
sobre los salteadores. El organillero, por su parte, se armó con la
picana que los carreteros usaban para azuzar a los bueyes y embistió
como un caballero armado en defensa de su dama. La cotorra del
organillero comenzó a chillar.
Los carreteros, al ver que Anselmo y Giusseppe habían tomado
la iniciativa, también se sumaron al combate. Al rato, todo era ruido y
griterío.

Se fueron los bandidos. Maltrechos, jadeando, casi sin aire,


Giusseppe y Anselmo quedaron al pie de una carreta.
—¡Mis héroes! —exclamó la Paca y les dio un beso a cada uno.
En ese instante apareció Don Polidoro Maidana, el viejito
estanciero, amigo de Paca.
—¿Qué ven mis ojos? ¡Mi novia a los besos con dos
vagabundos!... ¡Y uno gringo, pa pior!...
—¡Que no soy tu novia! —Aclaró Paca.— Y no llames
vagabundos a mis amigos. Y no te burles de Giusseppe...
—Entre gringos se entienden —carraspeó, molesto, Don
Polidoro—, ¡vienen a arruinar al país!

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Así pensaban algunos en ese tiempo. El abuelo de mi abuelo
no. Y aunque cada vez que se enamoraba, no entendía razones, esta
vez, al menos, no se portó como un chico maleducado. Comprendió
que la Paca y el organillero se gustaban y que, seguramente, harían
una buena pareja, como la de tantos gringos que venían al país.
Alguna vez, quizá, los vería en la Ciudad. ¡Quién sabe! Pero, por
ahora, había decidido partir.

Esa misma tarde, ensilló su caballo y se fue al trotecito.

A las horas, paró en una pulpería. Dejó el caballo arrimado al


palenque y entró. Un payador, rodeado de los paisanos del lugar,
cantaba las desdichas del gaucho solo:

El va como una alma en pena


por estos campos, señor...
él quiere que alguien lo quiera.
No llora porque es varón.

Pero al oir esos versos tan tristes, Anselmo lagrimeó. El también


era un gaucho solo, sin Rosaura, sin Paca, sin mamá.
Un rato después, se entretuvo jugando al truco con otros
paisanos.
Así era Anselmo: de pronto estaba muy triste y al ratito se reía
y bromeaba. No hay que olvidarse que era joven y sano y con muchas
ganas de vivir libre, como los pájaros.
—Hace poco anduvo la partida por aquí.
—Buscaban a un desertor.
—Un mozo joven, como usted, parece...
Anselmo se hizo el desentendido, pero abandonó la pulpería
cuanto antes. Por las dudas.
Al salir, vio el cielo, amenazante, con unos nubarrones grises y
relámpagos que anunciaban lluvia.

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Llovía como si nunca hubiera llovido en el mundo, un verdadero
Diluvio. La huella se hizo borrosa y Anselmo rumbeó hacia un monte
que se veía, muy borroso, a lo lejos. Corrió por el campo de pastos
achaparrados por la lluvia. Para colmo, una ráfaga de viento frío
barrió la maleza y le pegó de frente. Casi ciego, dejándose llevar por
el caballo, llegó, por fin, al monte. Era bien tupido, de árboles grandes
cuyas copas formaban un techo verde. Retumbó un trueno. Cayó un
rayo bastante cerca de allí. Pero Anselmo dio gracias por estar en el
monte, al abrigo de la lluvia. Se restregó los ojos, para acostumbrarse
a esa oscuridad.
De pronto oyó el sonido de una flauta.
"¡A ver si estoy en el Cielo!", exageró Anselmo.
Pero no, apenas estaba en el monte. Y la música que oía no era
música de ángeles, sino la de un hombre de aspecto estrafalario que
apareció súbitamente.
Llevaba galera alta, de felpa, algo desteñida. Vestía un frac
raído, botines y polainas. No llevaba camisa; sólo un chaleco
almidonado. Usaba una corbata voladora, como la de los poetas y
artistas de antes. "¡Qué tipo más raro!", pensó Anselmo.
El hombre era flaco y alto y usaba una barbita en punta.
"¿No será el Diablo?", pensó el muchacho y llevó la mano hacia
el cuchillo.
—No tengas miedo —lo tranquilizó el hombre.

Se llamaba Monsieur o Mesié Pierre y venía de Francia. Por ese


entonces, eran muchos los viajeros que recorrían el país; viajeros
ingleses y franceses en su mayoría. Algunos decían que se trataba de
espías disfrazados de comerciantes. Pero Mesié Pierre, según dijo, no
tenía interés en el comercio, en hacer plata y mucho menos en
mezclarse en política. Lo único que quería era viajar.
—Hace tres años que estoy recorriendo la América del Sur.
Antes estuve en China, en Japón, en muchísimos países. El mundo es
maravilloso. En todas partes hay cosas extraordinarias... ¿Has
viajado, muchacho?
—Por estos pagos, nomás.

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—Un joven tiene que viajar, tiene que conocer el mundo.
Caían goterones desde las copas de los árboles, una cortinita
de lluvia que mojaba al viajero y a la que él no daba importancia.
—¿Y para dónde va, don? —preguntó Anselmo.
—Adonde quiera la suerte —respondió, misterioso, mesié
Pierre.

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III

Los viajes con mesié Pierre

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MESIÉ PIERRE tenía muchas formas de ganarse la vida, algunas
muy graciosas, como vender espantapájaros.
—Ninguna persona con buen sentido haría espantapájaros —
razonaba Mesié Pierre—, a no ser que fuera un chacarero que acaba
de sembrar... ¿Pero para qué esperar eso?... ¿Para qué dejar que ese
hombre pierda el tiempo haciendo espantapájaros en vez de cuidar su
chacra?... ¡Para eso estoy yo, Mesié Pierre, fabricante y vendedor de
espantapájaros!...
Y así fue como Anselmo se convenció de que aquello podía ser
un oficio y se transformó en ayudante de Mesié Pierre.
Pueden verlo salir del monte detrás de su maestro. Los dos de a
caballo, aunque el caballo de Mesié Pierre más parece una muía.
Van de chacra en chacra, ofreciendo su mercancía:
espantapájaros de todos los tamaños y colores.
En una de las recorridas, Anselmo se encuentra con un ex-
soldado del fortín.
—¡La pucha! —se ríe el ex-soldado.—¡Quién te ha visto y quién
te ve!... ¡De mercachifle, como un gringo!
Porque los gauchos menospreciaban a los comerciantes de la
campaña, sobre todo a los vendedores ambulantes, casi todos
extranjeros. Preferían otras habilidades: la destreza de un domador,
por ejemplo.
—No es vergüenza trabajar —se defendió Anselmo.
—¡Lo único que te falta es que andes con una cotorra o un
monito sobre el hombro, che!
—No es mala idea —opinó Mesié Pierre.
—¿Y este mamarracho? ¿De dónde salió?
Anselmo temió que los hombres empezaran a discutir y que
una palabra trajera la otra y que el ex-soldado sacara a relucir su
cuchillo. Porque eran muy frecuentes las peleas de los vagos y mal
entrenidos, como se les llamaba entonces a la gente pendenciera y
sin ocupación.
Pero no ocurrió así. Mesié Pierre consideró seriamente la
posibilidad de llevar un monito o una cotorra sobre el hombro y
también la de tener que enfrentar a un señor antipático.
Para demostrar que no tenía miedo arrojó una botella al aire y
antes de que tocara el suelo le pegó un limpio puntapié y la partió por

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la mitad. Luego, con el canto de la mano, partió una tabla como
hacen ahora algunos karatekas. El hombre del fortín, que nunca había
visto hacer aquellas cosas, desistió de burlarse del francés.
—¡Muy habilidoso, don!... ¿Ves, Anselmo?... ¡Uno siempre
aprende algo de la gente que sabe!
Siguieron viaje. No sólo cabalgaron de día sino también de
noche, cosa que el paisano casi siempre evita para no tener
sorpresas. Mientras cabalgaban, Mesié Pierre le iba diciendo el
nombre de las estrellas, de las constelaciones. Y uno sentía que
viajaba por el cielo también, cerca del lucero y la Cruz del Sur (que
todos los paisanos conocen) pero también de otros astros, de otros
mundos desconocidos, a los que el hombre —decía Mesié Pierre—
llegará tarde o temprano.

Detrás de los fortines, desafiando al malón, muchos hombres y


mujeres llegados de otros países, construían sus ranchos. Más de tres
o cuatro, ya era una pequeña colonia. Y allí llegaba Mesié Pierre y su
ayudante. Al principio, con espantapájaros y luego con toda clase de
entretenimientos.
—Porque la gente necesita: primero, pan... ¡y después magia!
Por eso había construido un teatro de títeres, que hablaban en
diferentes idiomas (los que conocía Mesié Pierre, que eran muchos) y
también una linterna mágica, un cajoncito, aparato anterior a la
cámara fotográfica que, mediante un juego de espejos y la luz de una
vela, proyectaba en la pared del rancho diferentes láminas, con
historias muy impresionantes.
—¡Uy, uy, uy! —se asustaba un chico.
—¡Sálvelos, sálvelos! —gritaba una mujer al ver la imagen de
un naufragio.
—¡A ese maldito le rompería la cabeza! —exclamaba un señor
muy pacífico al ver a uno de los villanos.
La gente se transformaba, como cuando uno ve una película de
aventuras en el cine o en la tele. Y, en verdad, la linterna mágica es
como la abuelita de esas invenciones. Y el primer asombrado ¿saben
quién era? Sí, adivinaron: el mismo Anselmo, el abuelo de mi abuelo.

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Era un gaucho, sí. Pero ahora también un joven que conocía el
mundo a través de la linterna mágica y los cuentos de Mesié Pierre.
A veces, a la noche, junto al fuego, miraba los libros del
francés, apiladitos como ladrillos. No se animaba a tocarlos. Intuía
que allí había muchas aventuras, negadas para los que sabían leer.
Como Anselmo, como él, sin ir más lejos.
Mesié Pierre adivinó lo que pensaba el muchacho.
—Es hora de que aprendas a leer, hijo.
"Hijo", dijo. Y a Anselmo se le llenaron los ojos de lágrimas.

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El episodio de la bicicleta, no lo desanimó. Lejos de eso, se puso
a leer cuanto libro había acerca de los inventos modernos y las
formas de realizarlos. De haber estado en Buenos Aires, es posible
que lo hubieran nombrado académico o rector de un colegio nacional
como a su compatriota Amadeo Jacques o bibliotecario de la
Biblioteca Nacional, como a ese otro ilustre compatriota: Paul
Groussac. Pero él estaba en medio del campo, en una tierra que
asolaban los malones, los matreros, aventureros y bandidos de todas
las especies. Era un gran maestro, pero con un solo alumno: Anselmo,
el abuelo de mi abuelo.
El seguía con sus costumbres de gaucho (pialar, domar, bolear
avestruces, jugar a la taba y la sortija) pero ya conocía los rudimentos
de varios idiomas, que conversaba con el francés.
—¡Hablan el idioma del Diablo! —dijo un comisario a un juez de
paz, en un pueblo de frontera.
—Habrá que interrogarlos como Dios manda...
—Pa empezar, ¡me los voy a meter en el cepo!
Y por eso pasó lo que pasó.

"Para un criollo —decía años más tarde el abuelo de mi abuelo


— ser o parecer civilizado, es casi una herejía". Recordaba las
desventuras por las que había pasado junto a su maestro, Mesié
Pierre.
Porque una noche, Mesié Pierre y Anselmo fueron detenidos.
—¿De qué se nos acusa? —preguntó el francés.
—¡De practicar brujería, che! —le informó el comisario.
—No somos brujos, don, somos gente decente...
—¡Vos te callas, mocoso!
—¡Exijo ver al cónsul de mi país! —exclamó Mesié Pierre.
—¡Aquí no tenemos de esas cosas, jua, jua, jua! —se rió el
comisario.
—¡Un abogado, quiero ver a un abogado! —chillaba Mesié
Pierre.
Todo fue en vano. Anselmo y el francés fueron llevados a un
calabozo.

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Mesié Pierre pidió una pluma y un papel porque quería escribir
su defensa. Más modesto, Anselmo pidió un tazón de mate cocido.
—¡Estos dos se creen que están en un hotel! —se rió, otra vez,
el comisario.
Pasó una noche y otra. Mesié Pierre exigió que le devolvieran
sus libros. Pero los había confiscado el juez de paz.
—¡No tienen derecho a quitarme los libros! —se quejaba el
francés.
—¡Es inútil! —pensó Anselmo en voz alta.— ¡Estos no entienden
razones!
—¡A un hombre no se le puede privar ni del pan ni de la lectura!
—declamaba Pierre como si estuviera en las barricadas de la
Revolución Francesa.
Anselmo creyó que su amigo se había vuelto loco, así que no
hizo ningún comentario.
Se quedó silbando bajito, pensando en la manera de huir.

Habían pasado varias semanas. El francés seguía recitando la


declaración de los Derechos del Hombre ante la indiferencia de dos o
tres milicos, que mateaban bajo el alero. Por fin el francés se cansó.
Dejó de gritar y, al igual que Anselmo, adoptó la actitud de un perro
sumiso y apaleado. Lo que Anselmo temía, es que alguien lo
reconociera como a un desertor y lo enviara de regreso al fortín.
Prefería ser un preso de comisaría de pueblo. Más tranquilo. Una
mañana los hicieron formar junto a unos borrachos y los llevaron
hasta la plaza del pueblo para hacer algunos trabajitos. Era
costumbre entonces que los presos poco peligrosos trabajaran en
cosas así, bajo la vigilancia de uno o dos guardias.
A las dos horas, vieron llegar, por la Calle Mayor, a una
diligencia que iba para Mendoza.
—¡Hay que abordarla, Pierre! —propuso Anselmo.
—No tenemos dinero para el pasaje —recordó el francés.
—¡Después nos ocuparemos de ese detalle! —se impacientó el
abuelo de mi abuelo.

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El postillón, el guía de la diligencia, estaba cambiando sus
cabalgaduras.
—¿Dónde estarán nuestros caballos? —suspiró Mesié Pierre.
—¡Olvídalos!
Sonó la corneta del postillón y la diligencia se puso en marcha.
Pierre echó a correr, abrió la puerta del carruaje y se metió junto a
dos lindas pasajeras, mientras Anselmo se encaramaba a lo alto de la
diligencia y se sentaba en el pescante, junto al postillón.
—¡Métale, compañero! —ordenó, mientras sentía el aire que le
golpeaba la cara, el aire del campo, el aire libre que lo llenaba de
alegría.
Las señoritas lo inspiraban a Mesié Pierre. Aunque estaba algo
maltrecho después de su temporada en el calabozo, de pronto
recuperaba cierto aire elegante y negligente, de gran señor. Pierre
(literalmente muerto de hambre) no se abalanzó sobre las presas de
pollo que comían las dos muchachas. Aceptó, sí, un trozo, que comió
muy delicadamente. Después, mientras cortaba pan, queso y
saboreaba el vino, inició una charla muy amena acerca de sus viajes
alrededor del mundo. Las dos jóvenes, que eran señoritas adineradas,
habían estado en París junto a sus padres.
—Ellos estarán muy felices en conocerlo, Mesié Pierre. Adoran
todo lo francés...
—¡Magnífico, magnífico! —exclamó Mesié Pierre, que añoraba
algo de la vida cómoda de las grandes ciudades.
Entretanto, Anselmo tomaba las riendas de la diligencia y
dejaba que el postillón descansara un rato. Así, pagaban el viaje que
iba a ser muy largo, muy penoso, por grandes llanuras y después
montes y sierras. Es cierto: iban a parar en algunas postas, para
reponer fuerzas, cambiar las cabalgaduras, dormir y seguir viaje.

Una de las señoritas que viajaban, era muy bella, de aspecto


distinguido; se llamaba Sofía. Al parecer, Mesié Pierre estaba muy
interesado en ella. La otra, mucho más joven y muy bella también, se
llamaba Liliana.
Anselmo la miró ¡y casi se enamora!

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Pero tenía mucho trabajo y estaba muy cansado y sólo pensaba
en llegar a Mendoza.
Cuando llegaron a Mendoza, Anselmo buscó trabajo como
tropero. Era un buen jinete, muy baqueano, aunque hombre de
llanura nomás. Y allí era necesario trepar las sierras, atreverse a la
misma cordillera de los Andes. Al principio, Anselmo tuvo un poco de
miedo. Se animó, de a poco, conduciendo mulas por el borde del
abismo, por desfiladeros muy peligrosos. Recordó que años antes,
muchos hombres que veían la cordillera por primera vez, se animaran
a cruzar, siguiendo al general San Martín. Claro que ahora no había
guerra. Las recuas de mulas llevaban mercadería para Chile y otras
las traían a Mendoza. A veces uno veía del otro lado del desfiladero a
un grupo de hombres con sus mulas y se asustaba de la inmensidad
de la piedra, de esas moles grises, veteadas de blanco -en las alturas,
con grietas verdes y rojizas y uno que otro ojo de agua, el comienzo
de un manantial allí en lo alto. Cuando soplaba el viento, si los
sorprendía en medio del viaje, los arrieros iban bien pegaditos a la
piedra, cubriéndose hasta la mitad de la cara con sus ponchos. Sólo
temían al viento blanco, ese viento de nevada que cala hasta los
huesos y deja a los hombres y a los animales tirados, muertos, si es
que no llegan antes a un refugio, si no buscan amparo en las mismas
grutas de las montañas. Pero todo eso Anselmo lo fue aprendiendo de
a poco. Vio, en la altura, el vuelo del cóndor, las grandes alas
extendidas... De pronto, tuvo una idea loca: ¡volar! Claro está:
todavía no se habían inventado los aviones...

Entretanto, en la ciudad de Mendoza, Mesié Pierre, entraba a la


casa de Liliana y Sofía. Como era costumbre entonces, antes de
comer, matearon un rato y las señoritas entretuvieron al francés
charlando en el idioma del visitante y tocando la guitarra. El papá de
las señoritas se puso a disposición del "gentil caballero".
—Le agradezco mucho, señor—respondió Mesié Pierre—, tengo
varias ideas que quisiera poner en práctica...
—Pues, veamos, veamos —dijo el señor.
—Temo aburrir a las señoras —se disculpó el francés.

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—En ese caso, creo que será mejor que nos veamos mañana en
mi despacho. ¿Qué le parece, señor?
—D'accord —dijo el francés, que quiere decir "de acuerdo". Y
sin esperar más, continuó charlando con las señoras. Habló de las
tierras de París, de música, de teatro, de poesía. Hizo honor a una
abundante cena y, a los postres, entretuvo a la pequeña concurrencia
con juegos de prestidigitación.

Mesié Pierre, como muchos viajeros de ese tiempo, tenía ideas


progresistas acerca de todo: el regadío de las chacras, como ganar
tierras al desierto a través de acequias y cursos de agua y no le
faltaban ideas sobre construcción de puentes, caminos, plazas,
bancos, estaciones de ferrocarril. En verdad, debía moderar su
imaginación y sus ímpetus, porque, de lo contrario, se transformaba
en sospechoso y cualquiera podía pensar que se trataba de un
charlatán.
Tal vez lo fuera... pero para el abuelo de mi abuelo, era un
maestro, un genio.
¿O sería las dos cosas, quizá?
Lo cierto es que convenció al papá de las lindas señoritas de
que le otorgara un crédito para sus empresas e inventos y comenzó a
frecuentar el Club Social, a vestir elegantemente y a cortejar a la
señorita Sofía, como serio pretendiente.

Pero no es de Mesié Pierre de quien debemos hablar ahora, sino


del abuelo de mi abuelo, de la chifladura de Anselmo por volar como
los cóndores.
—¿Te parece una idea descabellada?
—De ningún modo —respondía el francés—. Me parece una de
las ideas más sensatas del mundo. Un día habrá carretas volando por
el aire... ¡qué digo carretas!... vehículos más largos que los trenes
recorriendo el mundo, sobre los océanos y los países más lejanos...

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—Yo soñé eso y creí que estaba loco —confesó el abuelo de mi
abuelo.
—Nunca estuviste más cuerdo —aprobó el francés.

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¡Y cayó, nomás! Si no hubiera sido por eso, Mesié Pierre y
Anselmo hoy serían dos héroes de la aviación y la navegación en
globo. De todos modos, hicieron el intento, como muchos otros
pioneros. Al fin, no faltaban tantos años para que otros intrépidos se
lanzaran al cruce de los Andes trepados a un globo. Tiritando,
muertos de frío, sin provisiones, cayeron en un valle. Por suerte,
pasaban por allí unos arrieros.
—¡Miren quién está aquí!
—¿Por dónde apareciste, che?
—¿Desde cuándo sos pájaro?
Eran unos baqueanos, amigos de Anselmo. Se rieron mucho con
la historia del cóndor.
—Suerte que están aquí para contar el cuento...
El francés, callado, taciturno, subió a una mula. Pensó que no
era una manera muy airosa de regresar a la ciudad. Pero en fin:
¡cosas peores se habían visto en el mundo!

Al regresar, Sofía se echó a los brazos del francés, como si éste


regresara de la guerra. El papá de la muchacha se alegró mucho de
verlo, pero le hizo prometer que sentaría cabeza (Mesié Pierre no era
un jovencito). Mesié Pierre le guiñó un ojo a su amigo. Tal vez quería
decirle que era eso lo que esperaba (casarse, tener una linda finca en
Mendoza, hacer fortuna) o quizá el guiño quería decir que las
aventuras nunca terminarían para Mesié Pierre. Anselmo pensó
averiguar eso esa misma noche, en el baile que ofrecía el papá de
Sofía y Liliana.
Se acercó a la casa, iluminada por las velas y lujosa de valses,
lindas muchachas y jóvenes oficiales que revoloteaban alrededor de
Liliana.
Anselmo se miró en el espejo.-Vio sus pilchas de gaucho pobre,
su cara de muchacho, las botas acostumbradas al baile de las
enramadas y patios de tierra.
"¿Qué estoy haciendo aquí?", se preguntó. Aunque le tenía
mucho afecto a Liliana, no estaba enamorado de ella. Podían decirse
adiós tranquilamente. Ella se casaría con uno de esos oficiales o con

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uno de esos jovencitos que los padres mandaban a estudiar a Buenos
Aires, para que volvieran recibidos de doctores, casi todos abogados
y, con un poco de suerte, hasta diputados de la provincia.
—¿Por qué andas tan calladito, Anselmo? —le preguntó Liliana
—. ¿No te gusta la fiesta?
—Sí, claro que sí. Pero venía a despedirme ¿sabes?... Porque
para mí el viaje no terminó todavía...
Liliana lo miró y lo siguió mirando, como si quisiera entrar en el
alma de su amigo. Tal vez adivinó lo que pensaba.
Lo besó en la mejilla y le deseó buena suerte.
El que puso el grito en el cielo fue el francés que lo llamó tonto
y retonto.
—¿Adonde querés ir ahora?
—A Buenos Aires.
—¡No hay nada que hacer en Buenos Aires!
Pero se dio cuenta que su amigo no cambiaría de opinión. Para
Anselmo, como para mucha gente de la Tierra Adentro (como se
decía entonces) la Ciudad era como un gran desafío, una tierra a
conquistar, un sueño interminable. Y hacia ella iba el abuelo de mi
abuelo esa noche. Cabalgando. Solo bajo las estrellas.
—¡Adiós, Mesié Pierre! ¡Gracias por todo!
—¡Adiós, querido amigo!
Siguió galopando.

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IV

Un tanguito para Anselmo Soria

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SE fue acercando a la Ciudad de a poco, dando vueltas por el
suburbio. Ató su parejero al palenque de una pulpería, como en el
campo. Desde allí se abrían las calles de tierra que daban a los
Corrales Viejos.
—Se ve que viene de las afueras —opinó un parroquiano.
—Ahá.
—¿Y qué lo trae a la ciudad, amigo?
—La curiosidad, será...
Al parroquiano le causó gracia la respuesta y lo convidó a tomar
una copita en el mostrador.
En ese instante entró un payador. Como en el campo. Pero éste
no vestía bombachas o chiripá, ni usaba botas y espuelas. No. Era un
señor vestido de pueblero. Llevaba poncho, eso sí; mejor dicho: un
ponchito, una chalina sobre los hombros.

Vengo de lejos y lejos


se va conmigo este canto;
ya ni sé si voy o vengo
de la tierra de los gauchos.

Por la cara de Anselmo rodó un lagrimón. Tampoco él sabía por


qué estaba allí, tan lejos del fortín y las tolderías de los indios, de las
carretas y la pampa.
—Canta bien el hombre —opinó el parroquiano
y miró a los demás algo desafiante, por si alguien opinaba lo
contrario.
El payador siguió cantando desdichas y los hombres jugaron un
truco y el parroquiano del mostrador le preguntó si tenía rancho y
trabajo y Anselmo contestó que no, que nada tenía, sólo la buena
voluntad.
—¡Por algo se empieza! —se rió el parroquiano.

Ese hombre fue quien le indicó a Anselmo que había trabajo en


la curtiembre. Allí se presentó Anselmo apenas despuntó el día. El
olor de los cueros, los tientos, algún recado junto a la pared, le traían

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el recuerdo de otros días en el campo. Pero la manera de llevar el
cuchillo o de bajar el ala del chambergo sobre las cejas, delataban
otra manera de vivir. También la manera de hablar, muy compadre.
Anselmo miraba todo y hablaba lo menos posible. Por las
conversaciones, supo que esos hombres se jactaban de sus peleas. Y
él lo menos que quería era tener un disgusto, recién llegado a la
Ciudad.
A la Ciudad, en verdad, la miraba de lejos. Sabía que detrás de
esas barracas, al final del arroyo, empezaban las calles empedradas y
un poco más lejos los farolitos a gas y los carruajes. Pero no se
atrevía aún. Al terminar la semana y cobrar unos pesos, Anselmo iba
para los bailes y se lucía revoleando sus botas, floreándose con las
mudanzas del gato.
Un día, en uno de esos bailongos del suburbio, un negro con
una trompeta empezó a tocar una música desconocida. Un guitarrista
ciego, al oírla, punteó sus cuerdas y siguió el ritmo. Algún compadre
de la curtiembre sacó a bailar a una mujer.
Anselmo, claro está, no sabía que estaba oyendo y viendo el
nacimiento del tango.

En los bailongos, Anselmo conoció a muchos peones y


matarifes de los Corrales Viejos. Algunos eran gente de campo, como
él, paisanos de la Tierra Adentro que merodeaban por la Ciudad.
Unos, trabajaban en los Corrales Viejos, en los Mataderos; otros,
llegaban, con las carretas, a Lujan. Entre gauchos y pueblerinos, esos
hombres gustaban de las carreras cuadreras, los juegos de naipes, las
riñas de gallos, los bailes en los patios de tierra. Le iban tomando el
gusto a la Ciudad. Un mozo bailarín, algo mayor que Anselmo, le
comentó que trabajaba como mayoral de tranvía.
—Nunca vi un tranvía —dijo Anselmo.
—Es como un carretón con asientos, que va sobre las vías —
explicó el otro—, lleva un caballo o dos... ¡y más a veces!
En cuanto a su trabajo, consistía en ayudar a repechar las
cuestas, jineteando un caballo brioso. En tramos más tranquilos,
tocaba su cornetita de guampa, anunciando la llegada del tranvía.

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—Son cosas del Progreso —dijo el mayoral.
Uno contaba un cuento y otro contaba otro y así Anselmo se
enteraba de lo que ocurría en la Ciudad.

Una tardecita, por fin, se animó a entrar a Buenos Aires. No lo


hizo solo, sino con otros peones de los mataderos y las curtiembres.
El mayoral y unos carreros, lo animaron a concurrir a los bailes del
Retiro. El aceptó. Ese día cambió las bombachas por un pantalón a
rayas, se puso pañuelo blanco al cuello y en vez de botas se calzó
unos botines. Parecía otro... o se sentía otro; contento y asustado a la
vez. Entraron por el Sur, bordeando el Riachuelo. Algunos llevaban
guitarras; uno, un flautín. Se entretuvieron tocando milongas y
tanguitos arriba de los carros.
Vio casas altas, de dos y tres pisos; vio almacenes, galpones, el
empedrado de las calles, las esquinas, los vigilantes, las lavanderas
con sus fardos de ropa en la cabeza; un grupo de chicos que salía de
la escuela con delantales blancos, vio al manisero, al afilador, a los
vendedores ambulantes, a los organilleros y a los hombres que
bailaban tanguitos en la vereda.
Por la Recova, cerca del Retiro, se paseaban unas morenas y
también unas muchachas que salían de la fábrica de cigarros, además
de unas cantantes y actrices con abanicos de pluma. Anselmo vio
todo eso y sintió que el corazón le saltaba en el pecho. La emoción
era tan grande que casi se cae del carro al ver tanta hermosura.
En la Plaza Retiro, algunos soldados de franco y unos
muchachos farristas, se divertían tirando bolas de cebo. Un vigilante
los llamó al orden. Dos o tres comedidos quisieron intervenir, con tan
mala suerte, que recibieron un baldazo de agua. Se armó la gresca.
Anselmo, recién bajado del carro, trató de evitar los golpes. Por
suerte, un quinteto de guitarra, arpa, acordeón, violín y mandolín,
inició la velada con unos lindos valses.
Anselmo miró a la concurrencia: jornaleros, planchadoras,
changarines, carreros de la Boca, Barracas y los Corrales Viejos,
bailarinas, soldados, marineros que bailaban la habanera, un
tragafuegos, cirqueros, mujeres de paso, curiosos y, claro está, el

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vigilante para cuidar el orden. Todo era una fiesta. Pasaban
vendedores de mazamorra y manzanas asadas, volatineros, un carro
con muebles de mimbre, un farolero, señoras pintarrajeadas,
vendedores de pájaros. Sólo faltaba Mesié Pierre y los espantapájaros
y los personajes de la linterna mágica. Pero algo parecido había en la
Recova: unas maquinitas con imágenes que se llamaban
kinetoscopios. Uno hacía girar la manija y las figuras del kinetoscopio
comenzaban a moverse. Como en el cine. Pero el cine todavía no se
había inventado. Todo era así como les digo (o como lo veía Anselmo,
por lo menos) como una fiesta, como un carnaval.
Al abuelo de mi abuelo le fascinó Buenos Aires; esa parte de
Buenos Aires, cercana al río, donde, lo mismo que en los Corrales
Viejos, sonaban tangos y milongas.
No fue raro entonces que Anselmo se mudara a la ciudad, para
tentar suerte. Encontró trabajo en un corralón de Barracas. Por aquel
tiempo, un buen carrero era como un buen jinete en la ciudad. Se
subía al pescante de esos carros altos, con ruedas enormes, como las
de las carretas. Silbaba (chiflaba, decían ellos) a unos caballos
grandes, percherones, que arrastraban tierra negra, verduras, bolsas,
lo que fuera. Así como las carretas parecían navegar la pampa, los
carros de la ciudad, hacia fines del siglo pasado, aprecian navegar las
calles, muy despaciosos y casi siempre adornados con las pinturas y
letras de los filiteros. Y allí iba Anselmo, con su pantalón y faja a la
cintura y pañuelo bordado con iniciales. Casi siempre de alpargatas.
Pero a veces, cuando había que meterse en los fangales del suburbio
o, para no ir muy lejos en el andurrial del arroyo Maldonado, Anselmo
se calzaba las botas, las que había usado en el fortín y en la pampa y
en la cordillera. Y se sentía gaucho otra vez, haciendo rodar el carro
que estaba atascado en el lodo, repechando una lomita en lo que hoy
es la avenida Juan B. Justo. Es que la ciudad era otra entonces y el
campo entraba a los fondos de las casas, donde siempre había un
higuera o una enredadera con perfume a jazmín del país.
El país era otro. Es lo que aprendió el abuelo de mi abuelo, el
hijo de la india y el criollo, mientras andaba por Buenos Aires y veía
llegar gente de tantos países. Casi todos vivían en los conventillos.
Como él, que había alquilado una piecita cerca del Corralón.

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Al oír las voces del conventillo, los diferentes idiomas de los
recién llegados, Anselmo recordó a Mesié Pierre. Porque gracias a él
podía entender a los inmigrantes y servirles de traductor. Esto le trajo
cierto prestigio en el barrio, donde lo llamaban el lenguaraz, como se
les decía a quienes entendían el lenguaje de los indígenas. Y fue así
como Anselmo ganó la confianza de los recién llegados y el respeto
de los naturales del país: carreros, mayorales, bailarines de tango,
matarifes.
Cuando había bailes en el conventillo, allí estaba Anselmo,
bailando valsecitos criollos y, si las señoras no se ofendían, uno que
otro tanguito.
Un día, bajaron del carro unos italianos que venían a probar
suerte en la Argentina. Buscaban las palabras para hacerse entender.
Entonces apareció Anselmo, muy comedido, y les fue traduciendo
cada cosa.
—Gracias, caballero —dijo la señora mayor—, gracias por hablar
en nuestra lengua y hacernos sentir bien, como en casa. Usted no
sabe lo que es sentirse extraño en tierra ajena...
—Lo sé. Yo también, de algún modo soy un forastero —pensó
Anselmo en voz alta.
Porque no podía olvidar a su madre, una extraña en su propia
tierra. Y otra vez rodó un lagrimón por la cara del abuelo de mi
abuelo.
Pero no duró mucho. Porque de pronto, distinguió, entre los
recién llegados, a la mujer más hermosa que se pudiera imaginar.
Bueno, era una chica todavía, una jovencita de quince años, con los
ojos celestes y una larga trenza rubia.
Se llamaba Julieta.
El se acercó, le habló en su idioma. La chica sonrió, se sonrojó
un poco y después le prometió que serían amigos. No dijo más porque
su padre, don Pascual, la estaba mirando. Y don Pascual no quería
que se le acercaran los muchachos. Prudente, Anselmo se retiró.

En el barrio había un compadrito que se llamaba Machete.


Tenía la mala costumbre de molestar a lavanderas, costureras, a las

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chicas que iban a la fábrica. Había echado fama de guapo y se
reclinaba en el buzón de la esquina. Cada vez que pasaba Anselmo,
por una razón u otra, Machete se le cruzaba o escupía provocándolo.
Pero Anselmo no respondía a las provocaciones.
—Permiso —decía y seguía su camino.
El otro se reía, creyendo que lo había atemorizado.
Pero Anselmo estaba ocupado en otras cosas. Siguiendo los
consejos de Mesié Pierre, el abuelo de mi abuelo leía libros y más
libros. En ese entonces había bibliotecas públicas y también de
algunas colectividades, como la española y la italiana. Y allí se metía
Anselmo. Dicen que era el carrero más leído de Barracas.
Seguía frecuentando los bailes... pero menos. Buscaba
pretextos para quedarse en el conventillo. ¿Y por qué?... ¡Para ver a
Julieta!... Sí, señor, estaba enamorado otra vez.
A ella le causaba gracia que Anselmo la estuviese mirando a
cada rato.
—¿Qué miras, mirón? —le preguntaba.
—A vos —se animaba a decir Anselmo y veía partir a Julieta
hacia la fábrica de cigarros.
Algunos compadritos, en la vereda, molestaban a las chicas que
a esa hora iban a la fábrica.

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Esa fue la oportunidad que tuvo Anselmo para ofrecerse como
acompañante de Julieta. La muchacha aceptó. Y, durante meses, se
vio a la parejita caminando por las veredas, muy entretenidos en la
conversación.
Un día, don Pascual, llamó a su hija. Estaba muy preocupado.
—Usted sabe, hija, que somos gente decente.
—Sí, papá.
—Y que yo espero para usted lo mejor.
—Sí, papá.
—Y no me gustaría verla casada con un compadrito, bailarín de
tangos...
"¡Ah!... Era eso...", pensó Julieta.
—... por eso pensé que podía comprometerse con Nicola, el hijo
de mi paisano, un muchacho que...
—¿Por qué tanto apuro en casarme? —preguntó la muchacha. Y
salió corriendo, a punto de llorar.

Pero Anselmo ya no era un chico. Había dejado de serlo y ya


pensaba y hablaba como un hombre. Así que fue a conversar con su
amiga y a decirle que la quería. Y después, sin esperar más, se
presentó ante don Pascual. Y dijo, en español y en italiano:
—Don Pascual: vengo a pedir la mano de su hija. Sé que no
tengo otros méritos que el ser un hombre de trabajo, aficionado a la
lectura. No nací en cuna de oro, sino en un fortín y pude haber nacido
en una toldería. Pero aprendí a defenderme y a defender a los demás,
si es preciso. Yo podré cuidar de Julieta, si usted y su señora lo
permiten. Y haré que mis hijos honren la tierra de su madre tanto
como la mía, que ahora es la suya también, don Pascual.
Estaba muy inspirado el abuelo de mi abuelo. Creía en lo que
decía. Intuía que el país, todavía muy joven entonces, iba a crecer
con los criollos y los inmigrantes, con gente como él y Julieta. No fue
fácil convencer a don Pascual. Sin embargo, gracias a su mujer y a los
vecinos que se habían encariñado con Anselmo, accedió, por fin.
Hubo un lindo casorio en el conventillo. Con farolitos de papel y
acordeones que tocaron polcas y tarantelas.

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Y algún tanguito también —¿por qué no?— que acompañó la
guitarra del payador.
A su inspiración se deben estos versos:

Una calandria de Italia


y un jilguero del país
están cantando en el alma
de mucha gente de aquí.

Hoy somos todos la Patria


la cosa es saber vivir...
respetando al que trabaja
porque Dios lo quiere así.

Siguió cantando el payador, soñando el porvenir. Entretanto,


Julieta y Anselmo, se sacaban una foto de bodas.

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ÍNDICE

El vigía del fortín...................................................................................6


Cuando mandinga mete la cola..........................................................23
Los viajes con mesié Pierre................................................................33
Un tanguito para Anselmo Soria.........................................................52

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