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La historia del mundo es la historia de las ideas. A los que piden reducir la tradición de
occidente a una serie de guerras y de tratados, reservando para la vida intelectual un papel
insignificante y, a lo sumo, decorativo, podemos replicar, con Jacques Barzun, que toda
revolución está siempre animada por una idea. Debemos más a Lutero que a Carlos V, al
Cuantos más efectos colaterales tiene una idea mejor percibimos su importancia. La imagen
cardinal de los últimos 200 años, la evolución por selección natural, según figura en El Origen
de las Especies de Charles Darwin, nos sorprende por sus muchas implicaciones. Ni la biología,
Darwin, como la llama, y con razón, Daniel Dennett, “… unifica la esfera de la vida, su
significado y su propósito, con la esfera del espacio y el tiempo, de la causa y del efecto, de los
¿Tendrá la historia de la medicina una idea tan fértil, una que haya influido a otras disciplinas
con la misma fuerza provocadora? Una buena candidata a este lugar de honor es la idea de la
circulación de la sangre.
Las vidas de Charles Darwin y William Harvey, el hombre que planteó por primera vez el
prodigio circulatorio, podrían contarse a la manera de Plutarco, corriendo paralelas como dos
Padua, de la mano inmortal de Fabricio. Ambos temieron a las consecuencias de sus ideas:
Darwin postergando veinte años la publicación de El Origen por miedo a sancionar la “muerte
de Dios”, Harvey negándose a que su descubrimiento echara por tierra los saberes de
1 Dennett, D. La Peligrosa Idea de Darwin. Evolución y significados de la vida. Barcelona. Círculo de Lectores. p. 23.
Aristóteles, cuya autoridad reverenciaba. Darwin, que se decía un naturalista, más afín a
observar que a inventar teorías, acabó haciendo la más ambiciosa de las conjeturas. Harvey, que
William Harvey a la par que se comprende el contexto médico y cultural que lo vio nacer, su
que representa el cuerpo, o sus nexos con la nueva filosofía mecanicista que la modernidad
vería brotar del genio de Descartes. Laín Entralgo acertó al describir a Harvey como un héroe
jánico, en alusión al dios bifronte de la mitología romana cuyas dos caras miran a lados
opuestos de su perfil. Wright nos muestra, precisamente, cómo este hijo de un granjero de Kent
pero trató también de encontrar en la fisiología una confirmación de los viejos filósofos.
Harvey fue, al mismo tiempo, pionero de la vivisección animal con propósitos médicos y
admirador ferviente de las fuentes clásicas, tanto que en su texto capital, De Motu Cordis,
utiliza un argumento tomado de los Meteorológicos de Aristóteles para justificar su idea de que
la sangre circula. Estas aparentes contradicciones, antes que demeritar su genio, humanizan a
un médico eterno que, en medio de las vacilaciones que siempre acompañan la honestidad
intelectual, fue capaz de descubrir una idea cuyas consecuencias nos siguen iluminando.
Así como la evolución de Darwin ha contribuido, más allá de las ciencias naturales, a una
Harvey tuvo efectos tan inesperados como promover la higiene en la sucia Europa del siglo de
las luces para permitir la “circulación del aire”, servir a teorías como la de Adam Smith
cimentada en que una mayor “salud económica” dependía de la “circulación del capital”, e
influir en la arquitectura de las urbes contemporáneas, con calles de una sola dirección, como
venas y arterias, donde la planificación urbana se guiaba por los principios de la mecánica
circulación de la sangre creó el requisito de que el aire, el agua y los productos de desecho
también se mantuvieran en movimiento”2. Desde las aulas de fisiología básica hasta las salas de
cirugía, atravesando las calles de nuestras ciudades modernas, no hacemos más que ver las
Si el lector quiere una biografía completa, documentada y emocionante del hombre que trazó
esta imagen sin parangón, hará bien en leer el libro de Thomas Wright, que hoy quiero
recomendarle.
LA CIRCULACIÓN DE LA SANGRE
THOMAS WRIGHT
2017
Editorial: FONDO DE CULTURA ECONÓMICA (MÉXICO)
2Sennett, R. Carne y Piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Alianza Editorial. Madrid. 1997. p. 283
– 284.