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Maestro, formación, práctica y

transformación escolar

S. Aranowitz y H. Giroux

Miño y Dávila

Buenos Aires, 1992

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
LA ENSEÑANZA Y EL ROL DEL INTELECTUAL TRANSFORMADOR *
Stanley Aronowitz y Henry Giroux
Universidad de Miami, Ohio, Escuela de Educación

Una extraña paradoja ronda el discurso sobre la crisis que enfrenta la educación pública en Estados
Unidos 1 . Por un lado, se caracteriza la crisis como el fracaso de las escuelas para preparar a los alumnos en
forma adecuada para las exigencias siempre cambiantes de una economía tecnológica sofisticada. Las críticas
menos altisonantes también la describen como un fracaso creciente de las escuelas que no preparan a los
alumnos para pensar en forma crítica y creativa, en lo que se refiere a desarrollar habilidades sofisticadas,
necesarias para escoger de manera informada y eficaz en el mundo del trabajo, la política, la cultura, las
relaciones personales y la economía. Implícita en ambas críticas se encuentra la noción de que las escuelas
no lograron lidiar seriamente con temas tales como excelencia y creatividad, y al no hacerlo han socavado las
posibilidades económicas y académicas que podrían recibir tanto los estudiantes como la sociedad en su
conjunto. Por otro lado, los reformadores de la educación han respondido a la crisis de la educación pública
fundamentalmente ofreciendo soluciones que pasan por alto el rol de los docentes para preparar a los
educandos para ser ciudadanos activos y críticos, o bien proponen reformas que pasan por alto la
inteligencia, la capacidad de juzgar y la experiencia que los docentes puedan aportar en lo que se refiere a
estos temas. El llamado a la excelencia y a la mayor creatividad del alumno se vio acompañado de
propuestas de política educativa que erosionan aún más el poder de los docentes sobre sus condiciones de
trabajo, y que a la vez proponen que administradores y docentes busquen afuera de sus escuelas las reformas
y mejoras tan necesarias. El resultado es que muchas reformas educativas parecen reducir al docente a la
categoría de un empleado o funcionario público de bajo escalafón, cuya función principal es implementar las
reformas decididas por los expertos en altas esferas del Estado y burocracias educativas. Asimismo, estas
reformas proponen soluciones tecnológicas que socavan la especificidad histórica y cultural de la vida
escolar y debilitan aún más las posibilidades de que administradores y docentes trabajen con los padres y
grupos locales para mejorar las escuelas. En la paradoja presente en el discurso de reforma escolar se
encuentra implícito un doble fracaso: primero, la creciente imposibilidad del Estado para reconocer el papel
central que deben jugar los docentes en cualquier intento viable de revitalizar las escuelas públicas. En
segundo lugar, la imposibilidad de reconocer que los intereses ideológicos y políticos subyacentes en los
embates dominantes de reforma escolar, no coinciden con el papel tradicional de organizar la educación
pública en tomo de la necesidad de educar a los alumnos para la continuidad y defensa de las tradiciones y
principios necesarios en una sociedad democrática.
Sostenemos que parte de esta crisis creciente en la educación pública gira en torno de la capacidad
cada vez menor de los alumnos para indagar y, comunicar el contenido ideológico en forma eficaz. En otras
palabras, no sólo peligra la habilidad de los estudiantes para ser creativos, sino la capacidad de pensamiento
conceptual en sí. Asimismo, dado que las normas democráticas, sociales, culturales y políticas dependen de
un público autónomo y con motivaciones propias, cuya precondición es el pensamiento crítico, la crisis que
enfrentamos puede significar la propia supervivencia de la democracia en sí.
Nuestro argumento principal será que la crisis de creatividad y aprendizaje crítico tiene que ver en
gran parte con la tendencia actual hacia la desautorización que padecen los docentes en todos los niveles
educativos. Esto implica no sólo una pérdida de poder entre los mismos en torno de las condiciones básicas
de su trabajo, sino también una percepción distinta de su rol como profesionales reflexivos. En efecto,
afirmamos que el trabajo docente está siendo ubicado cada vez más dentro de la división técnica y social del
trabajo que reduce a los docentes a cumplir los dictados de los expertos alejados del contexto del aula, o bien
sirve para ampliar la brecha política entre aquellos que controlan las escuelas y los que de hecho lidian
cotidianamente con los planes de estudio y los alumnos. En el primer caso, los docentes son relegados a
tareas instrumentales que limitan las posibilidades de un discurso y una práctica social de oposición. En este
caso, la pedagogía se reduce a la implementación de taxonomías que subordinan el conocimiento a formas de
objetivización metodológica, en tanto las teorías de la enseñanza están cada vez más tecnificadas y
uniformadas en nombre de la eficiencia, la administración y el control de formas inconexas de
conocimiento 2 .
Los docentes no sólo son proletarizados; la naturaleza cambiante de sus roles y función significa la
desaparición de un tipo de trabajo intelectual central a la naturaleza de la pedagogía en sí. Asimismo, la

*
Este artículo constituye el capítulo 2 del libro de: Giroux, H. y Aronowitz, S. (1987): Education under siege.
Routledge & Kegan Paul. Londres, pp. 23-45. Traducción: Alejandra Vasallo.

2
tendencia a reducir a los docentes ya sea a servidores públicos de alto nivel que ejecutan las órdenes de otros
dentro de la burocracia escolar, o a técnicos especializados es parte de un problema mucho mayor dentro de
las sociedades occidentales, un problema marcado por la creciente división del trabajo intelectual y social, y
la creciente inclinación hacia el dominio y la administración opresivas de la vida cotidiana. La tendencia
imperante de reformular la categoría y la naturaleza del trabajo docente se evidencia en una serie de
tendencias históricas y sociológicas que deben mencionarse brevemente antes de proponer una visión
alternativa de cómo debería interpretarse el trabajo docente.

Hacia una proletarización del trabajo docente

Históricamente, la relación entre el rol de los educadores y la sociedad en su conjunto ha estado


mediada por la imagen del maestro de escuela como un servidor público abnegado, que reproduce la cultura
dominante en interés del bien común, y de la comunidad universitaria como un cuerpo de científicos sociales
quienes, en su capacidad de expertos, “debían dirigir el progreso moral y social” 3 . Con el advenimiento del
siglo veinte, la administración y organización de las escuelas públicas fueron colocadas cada vez más bajo la
influencia de las ideologías instrumentales de intereses corporativos; asimismo, la creciente
profesionalización de los académicos y de sus respectivas disciplinas provocaron una redefinición de la
naturaleza teórica de las ciencias sociales. Cada vez más, los científicos sociales universitarios se trasladaron
del terreno de la reforma social al rol de asesores en la implementación de políticas. Dentro de este contexto,
la relación entreconocimiento y poder asumió una nueva dimensión a medida que el desarrollo de la ciencia
social se vinculó estrechamente con el apoyo a las prácticas ideológicas y sociales de una “sociedad
empresarial”. Al trazar el camino de auge y éxito de las ciencias sociales académicas, Silva y Slaughter
documentan hábilmente que entre 1865 y 1910 en Estados Unidos las nacientes asociaciones profesionales
de las ciencias sociales en desarrollo prestaron su habilidad y conocimiento a los problemas económicos y
sociales que enfrentaban los intereses corporativos liberales. Al comentar el auge de la Asociación
Económica Americana, aportan a la comprehensión de la dirección política general en la que se movían las
asociaciones profesionales y las ciencias sociales en su conjunto:

“Debido a que existía la costumbre de llamar a los economistas para servir como expertos e iniciarlos
en la política del poder, refinaron su noción de grupo de apoyo. Aunque utilizaban la retórica de la ciencia
objetiva y el bienestar público, su clientela era el ala progresista del capital corporativo y otros profesionales
(...) Autoproclamándose árbitros imparciales y científicos de las cuestiones sociales, emplearon la ideología de
la pericia en beneficio del control social y elaboraron mecanismos pragmáticos y técnicos para consolidar y
financiar la política fiscal colonial, las comisiones federales de relaciones industriales y el impuesto al ingreso.
Así, los expertos sociales se convirtieron en defensores del orden existente, en intelectuales hegemónicos al
servicio de la naciente élite corporativa nacional” 4 .

Los principios teóricos de las ciencias naturales comenzaron a proporcionar el modelo del discurso y
la investigación académicas dominante en las ciencias sociales. Esto apuntaba a reducir la razón y el
pensamiento críticos a dimensiones puramente técnicas. Dentro de este discurso positivista, las técnicas de
investigación se deshicieron cada vez más de los juicios de valor; el conocimiento útil se medía según sus
capacidades administrativas y la ciencia se convirtió en sinónimo de la búsqueda de leyes transhistóricas. La
teoría se vio obligada a explicar, en lugar de constituir o determinar el objeto de análisis 5 .
Es importante enfatizar que la primacía de la racionalidad técnica y económica hizo más que
devaluar la importancia de la razón moral y religiosa en la vida cotidiana fortalecer las relaciones de
dependencia e impotencia para grupos cada vez más grandes de personas, a través de las prácticas sociales de
una ideología y psicología industrial que abarcaba la industria cultural y otras esferas de la vida pública 6 .
Implícito en esta racionalidad técnica y su consecuente racionalización de la razón y la naturaleza, había un
llamado a la división entre concepción y ejecución, una uniformación del conocimiento para administrarlo y
controlarlo y una devaluación del trabajo intelectual crítico por la primacía de las consideraciones prácticas.
La historia de esta naciente racionalidad tecnocrática tanto en las escuelas como en la vida pública está
ampliamente documentada y no precisa reinventarse aquí, aunque sus efectos son de especial importancia en
los ochenta y pueden verificarse ‘en una serie de áreas 7 .
Un campo en el que se manifiesta la dominación de la racionalidad tecnocrática es el entrenamiento
de futuros docentes. Tal como lo han señalado Kliebard 8 , Zeichner 9 y otros 10 , los programas de educación
docente en Estados Unidos están dominados desde hace mucho tiempo por su orientación conductista hacia
temas tales como el dominio y refinamiento metodológico como base para el desarrollo de la capacidad
docente. Zeichner especifica las consecuencias normativas y políticas de este enfoque:

3
“Implícita en esta orientación de la educación docente está la metáfora de la “producción”, una visión
de la enseñanza como ciencia aplicada” y del docente fundamentalmente como “ejecutor” de las leyes y
principios de la enseñanza eficaz. Los futuros docentes pueden o no seguir los planes de estudio de acuerdo a
su propio ritmo y pueden participar en actividades docentes variadas o uniformadas, pero aquello que deben
dominar es limitado en sus alcances (v.g., a un cuerpo de conocimiento de materias profesional y de capacidad
docente) y está predeterminado en su totalidad por otros, con frecuencia en base a la investigación sobre la
eficacia docente. El futuro maestro es considerado principalmente como un recipiente pasivo de este
conocimiento profesional y juega un papel mínimo en la determinación del contenido y la dirección de su
programa preparatorio” 11 .

Dentro del modelo conductista de la educación, se considera a los docentes menos como pensadores
creativos e imaginativos, capaces de trascender la ideología de métodos y medios para evaluar críticamente
el propósito del discurso y la práctica educativas, que como empleados públicos obedientes, que ejecutan
debidamente los mandatos de otros. Con demasiada frecuencia los programas de formación docente pierden
de vista la necesidad de educar a los estudiantes para ser docentes-eruditos, elaborando cursos de educación
que se concentren en los problemas escolares primordiales y sustituyan el discurso de la administración y la
eficiencia por un análisis crítico de las condiciones implícitas en la estructura de la vida escolar. En lugar de
ayudara los alumnos-docentes a pensar sobre quiénes son y qué deberían hacer en las aulas, cuáles serían sus
responsabilidades al indagar sobre los medios y fines de políticas escolares especificas, a menudo se entrena
a los estudiantes para compartir técnicas acerca de cómo controlar la disciplina estudiantil, cómo enseñar
bien una materia y cómo organizar la actividad del día lo más eficazmente posible. El énfasis de los planes
de estudio en la formación docente está en descubrir qué es lo que funciona. La racionalidad técnica
implícita en este tipo de entrenamiento educativo no se limita a los estudios de licenciatura; su lógica posee
también una gran influencia en los programas de grado, que con frecuencia están diseñados para promover lo
que eufemísticamente se da en llamar “liderazgo educativo”. Por ejemplo, en un reciente estudio de
programas de doctorado en educación se observó que “la investigación en la educación se interesa más en las
técnicas que en la investigación acerca de la naturaleza y el curso de los acontecimientos; en el “cómo”, en
lugar del “qué”, en la forma, antes que en el contenido. Con demasiada frecuencia los estudiantes de la
educación, incluso tienen dificultades para descubrir temas serios que valga la pena abordar 12 .
`” Sí a los futuros docentes se los entrena en la mayoría de los casos para ser técnicos especializados,
a los futuros administradores escolares se los forma a imagen del experto en ciencias sociales. Richard
Bates 13 y William Foster 14 han señalado que la mayor parte del entrenamiento para directores, inspectores y
administradores escolares es demasiado técnico, y ponen el acento en producir un casamiento entre la teoría
de la organización y los criterios de una administración empresaria “seria”. La noción de que los sistemas
complejos de lenguaje, controles administrativos y sistemas contables están más allá de la comprensión del
docente o del lego se halla implícita en dicho entrenamiento. La conciencia tecnócrata corporizada en esta
visión no sólo choca con la noción de control descentralizado y los principios de la democracia participativa,
sino que también muestra una visión del gobierno y la política escolares ahistórica y despolitizada. No se
consideran las escuelas como sitios de lucha en torno a diversos órdenes de representación, o centros que
corporizan configuraciones particulares de poder que definen y estructuran las actividades de la vida en el
aula. Por el contrario, las escuelas son reducidas a una lógica estéril de diagramas progresivos, a una
separación creciente entre docentes y administradores y a tina tendencia cada vez mayor hacia la
burocratización. El mensaje aquí es que la lógica de la racionalidad tecnocrática sirve para apartar a los
docentes de la participación crítica en la producción y evaluación de los planes de estudio escolares. Por
ejemplo, la forma que asume el conocimiento escolar y la pedagogía utilizada para legitimarlo se subordinan
a los principios de eficiencia, jerarquía y control. Una consecuencia es que los docentes ya no tienen una
influencia colectiva sobre las decisiones e interrogantes acerca de qué es el conocimiento, qué vale la • pena
enseñar, cómo se juzga el propósito y la naturaleza de la educación, cómo se visualiza el rol de la escuela en
la sociedad y qué significa esto para comprender cómo los intereses sociales y culturales específicos definen
todos los niveles de la vida escolar. La relación entre la burocratización en las escuelas y el estructuramiento
específico del conocimiento resulta evidente en el siguiente pasaje:

“Las grandes exigencias de las escuelas burocratizadas para con las estructuras de conocimiento son:
que el conocimiento se divida en componentes o en componentes relativamente inconexos; que las unidades de
conocimiento se ordenen en secuencias; que el conocimiento pueda comunicarse de una persona a otra
mediante medios de comunicación convencionales; que el éxito en lograr la adquisición de una parte, o de la
mayor parte del conocimiento, pueda registrarse en forma cuantitativa; que el conocimiento sea objetivado en

4
el sentido de tener una existencia independiente de orígenes humanos; que el conocimiento sea estratificado en
diversos niveles de categoría y prestigio; que el conocimiento basado en la experiencia concreta goce de menor
estima y el que se expresa en principios abstractos y generales se considere de una categoría superior” 15 .

La creciente tendencia a reducir la autonomía docente en el desarrollo y planificación de los planes


de estudio también se torna evidente en la producción de materiales previamente escogidos, que contribuyen
a minar la capacidad del docente. Por ejemplo, Apple se ha referido a los paquetes de materiales para la
currícula de ciencias en escuelas primarias, que orientan al docente tan sólo a llevar a cabo los
procedimientos preestablecidos de contenido e instrucción 16 . De manera similar, los criterios de esta
racionalidad también se encuentran en muchos manuales escolares y en lo que se da en llamar “pedagogías
administrativas”. En muchos manuales el conocimiento se divide en partes inconexas, tipificadas para el
manejo y el consumo fácil, y publicadas con la intención de distribuirse entre vastas audiencias estudiantiles
generales 17 . Asimismo, hay una creciente tendencia en las escuelas a adoptar formas pedagógicas que
vuelven rutinaria y uniforme la enseñanza en el aula. Esto resulta evidente en la proliferación de planes de
estudio y diseños administrativos basados en la enseñanza, sistemas de aprendizaje basados en la
competencia y enfoques similares como formación de maestría sobre un tema específico. Estas son
pedagogías básicamente administrativas porque el tema central en lo que hace al aprendizaje se reduce al
problema administraivo, v.g., “cómo distribuir recursos (docentes, alumnos, y materiales) para producir la
máxima cantidad de alumnos (...) graduados en un período determinado.” 18 Los principios implícitos en las
“pedagogías administrativas” se contraponen a la noción de que los docentes deberían estar activamente
involucrados en producir materiales de estudio apropiados a los contextos culturales y sociales en los que
enseñan. Estas pedagogías pasan por alto los temas que hacen a la especificidad cultural, el juicio del docente
y cómo las experiencias e historias del alumno se relacionan con el proceso del aprendizaje en sí. Los temas
implícitos en dichas cuestiones representan una forma de autonomía y control docente que constituye un
obstáculo positivo a los administradores escolares, que creen que la excelencia es una cualidad que se
encuentra principalmente en los resultados de exámenes de ingreso universitarios (en matemática y lecto-
comprensión) con puntajes altos. Esto se toma obvio a la luz del presupuesto implícito en la pedagogía
administrativa: que debe controlarse el comportamiento de los docentes, haciéndolo coherente y predecible
para las distintas escuelas y la población estudiantil. El rédito para los sistemas escolares no consiste tan sólo
en solicitar formas pedagógicas más manejables; este tipo de política escolar también contribuye a las buenas
relaciones públicas, pues los administradores escolares pueden brindar soluciones técnicas a los complejos
problemas sociales, políticos y económicos que invaden sus escuelas. A la vez, apelan a los principios de
responsabilidad como indicadores de éxito. En otras palabras, si el problema puede medirse, entonces puede
solucionarse. La siguiente afirmación de algunos administradores escolares de Chicago enamorados de la
pedagogía administrativa resalta la ideología subyacente a la creciente proletarización y descapacitación del
trabajo docente.

“Suministrar materiales que fueron elaborados en forma centralizada y probados con éxito produciría
los siguientes beneficios: 1) reduce en gran parte el tiempo necesario para preparar y organizar los materiales;
2) un breve período de prácticas; 3) es económico de implementar en las escuelas de Chicago y otras partes; 4)
uniforma la definición, secuencia y calidad de la instrucción necesaria para el dominio de cada objetivo; 5)
reduce en gran parte el tiempo necesario para elaborar la planificación de la clase; y 6) es fácil de utilizar para
los suplentes 19 .

Implícita en este enfoque de la reforma educativa está una forma de racionalidad tecnócrata que
restringe los planes de estudio y la diversidad estudiantil y a la vez se rehusa a encarar seriamente el tema de
cómo lidiar desde lo pedagógico con educandos menos privilegiados. En primer lugar, el achicamiento de las
posibilidades de elección en los planes de estudio, hacia un formato de “regreso a lo fundamental” y la
introducción de pedagogías de “niveles” y tiempos de trabajo fijos, funciona desde la suposición
pedagógicamente errónea de que todos los alumnos pueden aprender de los mismos materiales, pedagogías y
formas de evaluación. Se pasa por alto el hecho de que los estudiantes provienen de diversas historias,
representan distintas experiencias, prácticas lingüísticas, culturas y talentos. De manera similar, la tendencia
actual entre los reformadores escolares de negar el diploma secundario a estudiantes que no pasan un examen
general de graduación o de negar la entrada a escuelas de licenciatura o de doctorado a estudiantes que no
alcanzan los puntajes más altos en cualquiera de una serie de exámenes, representa una solución tecnocrática
a un problema de elevada carga social y política. El tema central es cómo las escuelas públicas y las
instituciones de educación superior pueden estar fallando en forma sistemática a determinados grupos de
estudiantes o cómo podrían reevaluar sus propios enfoques de la enseñanza y el aprendizaje para tomarse en

5
serio la obligación de educar a todos los alumnos para ser ciudadanos de provecho. K. Patricia Cross resume
muy bien el problema en su comentario:

“Resulta claro que no estamos en condiciones de `mejorar’ las instituciones educativas a expensas de
la sociedad. Sin embargo, es desalentador ver cuántos legisladores y educadores bien intencionados aunque
poco previsores se aprovechan de los mandatos actuales de excelencia apoyando propuestas que pueden tener
el efecto de eliminar de los secundarios y las universidades a los estudiantes que más necesitan de ellas. Unos
años atrás, un bromista dijo acerca de las recomendaciones elitistas para la educación del almirante Hyman
Rickover: ‘salven a los mejores: disparen al resto’. La selección es el camino más fácil para la calidad; pero es
una solución pendular que no encara los problemas implícitos sobre planes de estudio, enseñanza y formación
docente.” 20

Repensando la naturaleza del intelectual

En la sección precedente hemos intentado señalar las diversas fuerzas ideológicas y materiales en
lucha en Estados Unidos que hoy socavan el rol y las condiciones de trabajo necesarias para que los docentes
asuman la posición de educadores pensantes y críticos. A continuación desearíamos argüir que una manera
de repensar y reestructurar la naturaleza del trabajo docente es considerar los docentes como intelectuales. La
categoría de intelectual es útil en diversos aspectos. Primero, brinda una base teórica para examinar el trabajo
docente como una forma de tarea intelectual. Segundo, esclarece las condiciones ideológicas y materiales
necesarias para el trabajo intelectual. Tercero, ayuda a iluminar los diversos modos de inteligibilidad,
ideologías e intereses que se producen y legitiman a través del trabajo docente.
Al considerar a los docentes como intelectuales, se esclarece y recupera la noción generalizada de
que toda actividad humana requiere algún tipo de pensamiento. Es decir, ninguna actividad, no importa cuán
rutinaria se torne, se abstrae de cierto funcionamiento mental. Este es un tema crucial porque al sostener que
el uso de la mente es una parte general de toda actividad humana, se dignifica la capacidad humana para
integrar el pensamiento y la práctica y, al hacerlo, se enfatiza la esencia de lo que significa considerar a los
docentes como profesionales reflexivos. Dentro de este discurso, los docentes pueden ser vistos no sólo
como “ejecutores equipados profesionalmente para cumplir con eficacia cualquier objetivo que le sea
impuesto. Más bien (deberían) considerarse hombres y mujeres libres con una dedicación especial hacia los
valores del intelecto y el enriquecimiento de los poderes críticos de la juventud.” 21
Asimismo, considerar a los docentes como intelectuales sirve para criticar seriamente aquellas
ideologías que legitiman las prácticas sociales que separan la conceptualización, la planificación y el diseño
de los procesos de implementación y ejecución. Es importante recalcar que los docentes deben asumir una
responsabilidad activa en el planteo de preguntas serias acerca de lo que enseñan, cómo deben enseñarlo y
cuáles son los objetivos generales que se están buscando. Esto significa que deben asumir un rol responsable
en la conformación de los objetivos y las condiciones de la enseñanza. Esta tarea resulta imposible dentro de
la división del trabajo, en la que los docentes tienen escasa influencia sobre las condiciones ideológicas y
económicas de su trabajo. También existe una creciente tendencia política e ideológica expresada en los
debates actuales sobre la reforma educativa de sacar a los docentes y a los alumnos de sus historias y
experiencias culturales en nombre de enfoques pedagógicos que hacen más instrumental la enseñanza. Estos
enfoques significan, por lo general, que tanto a docentes como a alumnos se los “sitúa” dentro de planes de
estudio y esquemas administrativos de la educación que reducen sus roles a la implementación o a la
recepción de metas y objetivos elaborados por editores, expertos externos y otros muy alejados de las
especificidades de la vida cotidiana en las aulas. Este tema adquiere mayor importancia cuando es visto
como parte de una objetivación creciente de la vida humana en general. El concepto del docente como
intelectual ofrece una postura teórica para luchar contra este tipo de imposición ideológica y pedagógica.
Además, dicho concepto ofrece bases teóricas para preguntarse acerca de las condiciones ideológicas
y económicas específicas bajo las que precisan trabajar los intelectuales como grupo social para funcionar
como seres humanos críticos, pensantes y creativos. Este último punto adquiere una dimensión normativa y
política, y resulta especialmente relevante para los docentes. Pues, si creemos que el rol de la enseñanza no
puede reducirse a un mero entrenamiento en habilidades prácticas, sino que implica más bien la educación de
una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad democrática, entonces la categoría de
intelectual se convierte en una manera de ligar el objetivo de la educación docente, la enseñanza pública y las
prácticas a los principios necesarios para el desarrollo de un orden y una sociedad democráticos.
Históricamente, ni las instituciones de formación docente, ni las escuelas públicas se han
considerado a sí mismas como sitios importantes para educar a los docentes como intelectuales. En parte,
esto se debe a la capacidad de penetración de una racionalidad cada vez más tecnocrática que separa la teoría

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de la práctica y contribuye al desarrollo de formas pedagógicas que ignoran la creatividad y percepción del
docente. También se debe al predominio de teorías y tipos de liderazgo y organización escolar que otorga al
docente escaso control sobre la naturaleza de su trabajo. Estas no sólo definen la estructura y las experiencias
de lo que hacen los docentes en las escuelas, sino también la forma en que los preparan en las instituciones
de formación docente. El principio general más importante en la mayoría de los programas de educación
docente es el énfasis en lograr que los futuros educadores dominen las técnicas pedagógicas que evaden
cuestiones de propósito y el discurso de la crítica y la posibilidad.
Hemos dicho que al considerar intelectuales a los docentes se puede comenzar a repensar y
reformular aquellas tradiciones y condiciones históricas que han impedido a las escuelas y a los docentes
asumir su potencial pleno como profesionales y estudiosos activos y reflexivos. Deseamos extendernos sobre
este tema aún más. Creemos que es imperativo no sólo considerar intelectuales a los docentes, sino también
contextualizar en términos políticos y normativos las funciones sociales concretas que éstos realizan. De esta
manera, es posible ser más específico acerca de las diferentes relaciones que mantienen con su trabajo y con
la sociedad en la que éste tiene lugar.
Cualquier intento de reformular el rol de los docentes como intelectuales debe incluir asimismo el
tema más amplio de cómo considerar la teoría educativa en su conjunto. Si lavemos como una forma de
teoría social, el discurso de la teoría educativa puede entenderse como una forma de conocimiento que
legitima y reproduce formas de vida social. La teoría educativa en este caso no es vista como la mera
aplicación de principios científicos objetivos a un estudio concreto de la enseñanza y el aprendizaje. Más
bien, es considerada como un discurso eminentemente político que surge de y caracteriza a una expresión de
la lucha sobre qué formas de autoridad, órdenes de representación, formas de regulación moral y versiones
del pasado y el futuro deben ser legitimadas, transmitidas y debatidas dentro de sitios pedagógicos
específicos. Todas las teorías y discursos de la educación son ideologías íntimamente relacionadas con la
cuestión del poder. Esto resulta evidente en la manera en que estos discursos surgen y estructuran las
diferencias entre la categoría superior e inferior del conocimiento, legitiman formas culturales que
reproducen intereses específicos de clase, raciales y patriarcales y ayudan a mantener patrones específicos de
organización y relaciones sociales en el aula.
Consideramos que la teoría educativa tiene un compromiso profundo con el desarrollo de las
escuelas como sitios que deben preparar a los alumnos para participar y luchar en el desarrollo de ámbitos
públicos democráticos. Esto significa que el valor de la teoría y práctica educativa debería ligarse al punto de
brindar las condiciones necesarias para que los docentes y alumnos entiendan las escuelas como ámbitos
públicos dedicados a la capacitación social e individual. También significa definir el trabajo docente en
contraposición al imperativo de desarrollar conocimientos y habilidades que brindan al alumno las
herramientas que precisarán para ser simples administradores o servidores públicos capaces. De manera
similar, significa luchar contra aquellas prácticas ideológicas y materiales que reproducen privilegios para
unos pocos y desigualdad social y económica para muchos.
Al politizar la noción de enseñanza y revelar la naturaleza ideológica de la teoría y la práctica
educativa, es posible ser más específicos al definir el significado de la categoría de intelectual y preguntarse
acerca de la función política y pedagógica del intelectual como categoría social. Hay dos aspectos
relacionados, aunque separados, por los que se podría aventurar una definición del intelectual. La más
general se basa en la cualidad mental, caraterizada por tener una relación creativa, crítica y contemplativa
con el mundo de las ideas. Richard Hofstadter esta posición cuando distingue entre el significado de intelecto
e inteligencia. Para él la inteligencia es una “excelencia mental empleada dentro de un radio bastante
estrecho, inmediato y predecible; es una cualidad manipuladora, adaptable, infaliblemente práctica (...) El
intelecto, por otro lado, es el aspecto de la mente crítico, creativo y contemplativo. En tanto la inteligencia
busca tomar, manipular, reordenar, ajustar, el intelecto examina, reflexiona, se pregunta, teoriza, critica,
imagina.” 22
Paul Piccone hace una distinción similar, aunque la ubica dentro de un contexto social más amplio.

“... a menos que se falsifique la definición de intelectual en términos de criterios educativos puramente
formales y estadísticos, resulta claro que lo que produce la sociedad moderna es un ejército de expertos
alienados, privatizados e incultos que son instruidos sólo dentro de áreas muy estrechamente definidas. Esta
`intelectualidad técnica’, en lugar de intelectuales en el sentido tradicional de pensadores preocupados por la
totalidad, crece en forma desmedida para administrar el cada vez más complejo aparato burocrático e
industrial. Sin embargo, su racionalidad es instrumental sólo en apariencia y por ende sirve principalmente para
realizar tareas parciales en lugar de abordar cuestiones fundamentales de organización social y dirección
política” 23 .

7
Herb Khol es más específico y da una definición de intelectual relacionada directamente con los
docentes. Escribe:

“El intelectual es alguien que conoce su materia, tiene una amplia gama de conocimientos sobre otros
aspectos del mundo, que utiliza las experiencias para formular teoría y cuestiona la teoría en base a una mayor
experiencia. El intelectual también es alguien que posee el coraje de cuestionar la autoridad y que se rehúsa a
actuar en contra de su propio juicio y experiencia” 24 .

Creemos que todas estas posiciones señalan distinciones que son importantes aunque también
problemáticas al sugerir que grupos de gente específicos son depositarios de la indagación intelectual, o bien
que la calidad de la indagación intelectual sólo opera dentro de funciones sociales específicas. No queremos
sugerir que la pregunta acerca de qué virtudes mentales constituyen la indagación intelectual no es
importante. Estas posiciones son instructivas porque sugieren que dicha indagación es característica de
alguien que tiene una amplia gama de conocimiento sobre el mundo, que considera las ideas como algo más
que términos instrumentales y que abriga un espíritu de indagación que es crítico y de oposición, leal a sus
propios juicios e impulsos. Sin embargo, deseamos diferenciar entre aquellas características de la indagación
intelectual tal como existen en diversos grados y proporciones entre distintos individuos y la función social
en sí del trabajo intelectual. Al procurar convertir el tema de la naturaleza y el rol del intelectual en una
cuestión política, Antonio Gramsci ofrece una elaboración teórica útil acerca de este tema. Para él, todos los
hombres y mujeres son intelectuales, aunque no todos funcionan como tales dentro de la sociedad. Vale la
pena citar sus palabras:

“Al distinguir entre intelectuales y no intelectuales, nos referimos en realidad sólo a la función social
inmediata de la categoría profesional de intelectuales es decir, se tiene en mente la dirección en la que se mide
su actividad profesional específica, ya sea hacia la elaboración teórica o el esfuerzo muscular-nervioso. Esto
significa que, aunque es posible hablar de intelectuales, no puede hablarse de no intelectuales, porque éstos no
existen. Sin embargo, incluso la relación entre esfuerzos de elaboración intelectual-cerebral y esfuerzo
nervioso-muscular no es siempre la misma, pues existen diversos grados de actividad intelectual específica. No
hay actividad humana de la que pueda excluirse alguna forma de participación intelectual: el homo faber no
puede separase del homo sapiens. Por último, cada hombre (sic) fuera de su actividad profesional, lleva a cabo
algún tipo de actividad intelectual, es decir, es un `filósofo’, un artista, un hombre de buen gusto, comparte una
visión del mundo, tiene una línea consciente de conducta moral, y por ende contribuye a mantener la
concepción del mundo o a modificarla, es decir, a crear nuevas formas de pensamiento” 25 .

Para Gramsci, todas las personas son intelectuales en el hecho de que piensan, transmiten y adhieren
a una visión específica del mundo. Como se mencionó antes, diversos grados de pensamiento crítico y de
sentido común son inherentes a lo que significa ser humano. La importancia de esta percepción es que otorga
a la actividad pedagógica una cualidad política inherente. Por ejemplo, la visión gramsciana de la actividad
política estaba profundamente arraigada en la tarea de elevar la calidad del pensamiento de la clase obrera.
Al mismo tiempo, al sostener que no todas las personas “funcionan socialmente” como intelectuales,
Gramsci brinda una base teórica para analizar el rol político de aquellos intelectuales que debían ser
considerados en términos de las funciones organizativas y directivas que desempeñaban en una sociedad
determinada.
En un sentido más amplio, Gramsci procura ubicar la función política y social del intelectual a través
de su análisis del rol de los intelectuales orgánicos, conservadores y radicales. Para él, los primeros ofrecen a
la clase dominante formas de liderazgo intelectuales y morales. Como agentes del statu quo, se identifican
con las relaciones de poder dominantes y se convierten en propagadores de sus ideologías y valores. Este
grupo representa un estrato de intelectuales que otorga a la clase dominante homogeneidad y conciencia de
sus funciones políticas, económicas y sociales. En los países industrializados, los intelectuales orgánicos
pueden hallarse eh todos los estratos de la sociedad e incluyen especialistas en organizaciones industriales,
profesores universitarios, periodistas de la cultura industrial y diversos niveles de ejecutivos en posiciones
gerenciales intermedias 26 .
Las categorías gramscianas iluminan la naturaleza política del trabajo intelectual dentro de funciones
sociales específicas. Asimismo, el análisis de Gramsci contribuye a hacer añicos el mito de que la naturaleza
del trabajo intelectual está determinada por la ubicación de clases. Por el contrario, no hay una
correspondencia inmediata entre ubicación de clase y conciencia; pero existe una correspondencia entre la
función social del propio trabajo intelectual y la relación particular hacia la modificación, el desafío o la
reproducción de la sociedad dominante. En otras palabras, lo que aquí se discute es en efecto la naturaleza

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política del trabajo intelectual. Este es un avance teórico importante en el debate actual entre marxistas y
otros en lo que respecta a si los intelectuales constituyen una clase o cultura especítica 27 . Asimismo, al
politizar la naturaleza del trabajo intelectual, Gramsci lanza un gran desafío a las tradiciones teóricas
dominantes que han descontextualizado el rol que juegan los intelectuales en la educación y la sociedad en su
conjunto. En otras palabras, critica a aquellos teóricos que descontextualizan al intelectual al sugerir que él o
ella existen indepedientemente de temas de clase, cultura, poder y política. En esta visión está inherente la
noción de que el intelectual se ve obligado a comprometerse en un discurso libre de valores, rehusando
comprometerse con una visión específica del mundo, a tomar partido con respecto a diversos temas, o a
vincular el conocimiento con los principios fundamentales de la emancipación. Esta visión refuerza la idea
de que los intelectuales no se comprometen y están separados, en el sentido de realizar un tipo de labor
objetiva y apolítica.
De manera similar, la noción gramsciana de que los intelectuales representan una categoría social y
no una clase, suscita interrogantes interesantes acerca de cómo podría considerarse a los educadores en
distintos niveles de enseñanza en términos de su visión política, la naturaleza de su discurso y las funciones
pedagógicas que realizan. Pero los términos de Gramsci deben ampliarse para comprender la naturaleza
cambiante y la función social de los intelectuales en su capacidad como educadores. Las categorías en torno
de las cuales deseamos analizar la función social del educador como intelectual son los siguientes: a)
intelectuales transformadores, b) intelectuales críticos, c) intelectuales acomodaticios, y d) intelectuales
hegemónicos. Es importante señalar que estas categorías son un tanto exageradas, “tipos ideales”, cuyo
propósito es resaltar la multiplicidad de elementos integrados que señalan los intereses y tendencias a las que
apuntan. Resulta innecesario aclarar que existen docentes que pasan de una a otra de estas categorías y
desafían cualquier clasificación; lo que es más, es posible que en diferentes circunstancias los docentes opten
por salir de una tendencia y pasar a la otra. Por último, estas categorías no pueden reducirse a ninguna
doctrina política específica. Apuntan a formas ideológicas y prácticas sociales que pueden tomarse de
cualquier posición política o visión del mundo diversas.

Intelectuales transformadores

Esta categoría sugiere que los docentes como intelectuales pueden surgir de y trabajar con cualquier
grupo perteneciente o no a la clase obrera, siempre que promuevan tradiciones y culturas emancipadoras
dentro y fuera de ámbitos públicos alternativos 28 . Al utilizar el lenguaje de la crítica estos intelectuales
emplean el discurso de la autocrítica para establecer las bases de una pedagogía crítica explícita, mientras al
mismo tiempo marcan la relevancia de ésta tanto para estudiantes como para la sociedad en su conjunto. En
la categoría del intelectual transformador es central la tarea de hacer lo pedagógico más político y/o político
más pedagógico. En el primer caso, significa insertar la educación directamente en el ámbito político
argumentando que la enseñanza representa tanto una lucha por el significado como una lucha sobre las
relaciones de poder. Así la docencia convierte en un ámbito central donde operan el poder y la política a
partir de una relación dialéctica entre individuos y grupos, que funcionan dentro de condiciones históricas
específicas y restricciones estructurales, así como dentro de formas e ideologías culturales que son la base de
contradicciones y luchas. Dentro de esta perspectiva de la enseñanza, la reflexión y la acción critica, se
vuelven parte de un proyecto social fundamental para ayudar a los alumnos a desarrollar una “conciencia”
profunda y duradera en la lucha para sobreponerse a las injusticias y cambiarse a sí mismos. El conocimiento
y el poder están inextricablemente ligados en este caso al presupuesto de que escoger la vida –y hacerla
posible– es comprender las precondiciones necesarias para luchar por ella.
En el segundo caso, hacer lo político más pedagógico significa emplear formas pedagógicas que
traten a los alumnos como agentes críticos, que problematicen el conocimiento, utilicen el diálogo y den
contenido al conocimiento, haciéndolo crítico y en última instancia emancipador. En parte esto sugiere que
los intelectuales transformadores se tomen en serio la necesidad de otorgar a los alumnos una voz activa en
sus experiencias de aprendizaje. Significa desarrollar un idioma crítico, atento a los problemas
experimentados en la vida cotidiana, en especial porque éstos se relacionan con las experiencias pedagógicas
que suceden en el aula. Como tal, el punto de partida pedagógico para dichos intelectuales no está en el
alumno aislado sino en los actores colectivos en sus diversos ambientes: culturales, de clase, raciales,
históricos y de género, junto con la particularidad de sus diferentes problemas, esperanzas y sueños. Es en
este punto que el lenguaje de la crítica se une con el de la posibilidad. Es decir, los intelectuales
transfomadores deben tomarse en serio la necesidad de enfrentar aquellos aspectos materiales e ideológicos
de la sociedad dominante que procuran separar los temas de poder y conocimiento. Esto significa trabajar
para crear condiciones ideológicas y materiales tanto en las escuelas como en la sociedad en general que

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brinden a los alumnos la oportunidad de convenirse en agentes de conciencia cívica y por ende en
ciudadanos con el conocimiento y la capacidad para asumir seriamente la necesidad de desalentar el
abatimiento y pragmatizar la esperanza. En resumen, el lenguaje de la crítica se une con el lenguaje de la
posibilidad cuando apunta a las condiciones necesarias para crear nuevas formas de cultura, prácticas
sociales alternativas, nuevos métodos de comunicación y una visión práctica del futuro.

Intelectuales críticos

Estos son “alternativos”, ideológicamente, en relación a las instituciones y formas de pensamiento


existentes, aunque no se ven a sí mismos como relacionados ni a una formación social específica ni a realizar
una función social general de naturaleza abiertamente política. Sus protestas constituyen una función crítica,
que ven como parte de su condición profesional u obligación como intelectuales. En la mayoría de los casos,
la postura de los intelectuales críticos es tímidamente apolítica y procuran definir su relación con el resto de
la sociedad como autónoma. Como individuos critican la desigualdad y la injusticia, aunque a menudo se
niegan o son incapaces de trascender su postura aislada hacia el terreno de la solidaridad y la lucha
colectivas. Con frecuencia esta retirada de la política se justifica en base a argumentos que postulan la
imposibilidad de la política por razones tan diversas en el campo ideológico como la afirmación de que
vivimos en una sociedad absolutamente administrada o que la historia se halla en manos de una tecnología
fuera de control, o la simple negativa a creer que los seres humanos tienen algún efecto en la historia.
Desde ya, el esfuerzo más aplaudido por establecer la categoría de intelectuales como una capa
social crítica autónoma fue el de Karl Mannheim 29 . Decía que el intelectual genuino no podía situarse en
ninguna clase social en particular, aun cuando en sus orígenes se identificara con alguna. En la medida en
que “el hombre de conocimiento” estaba ocupado en la apropiación crítica de la verdad, estaba libre de los
intereses que –de estar ubicado dentro de una clase particular– transformaban el conocimiento en ideología.
Para Mannheim, cualquier ideología era una indagación sujeta a la contaminación del interés social. Era por
naturaleza conocimiento parcial. Mannheim debatió con la pregunta kantiana acerca de cómo lograr el
conocimiento de la totalidad social y llegó a la conclusión de que no podía lograrse dentro del marco de la
investigación parcial: Cuando el intelectual está libre de intereses particulares “él” puede lograr poner la
distancia que requiere la búsqueda de la verdad.
Intentos recientes de continuar este discurso sobre el conocimiento, tales como los de Jürgen
Habermas, postulan el mismo argumento desde una premisa un tanto diferente 30 . Habermas intenta
contrarrestar la afirmación marxista de que la verdad puede alcanzarse a través del proletariado: como clase
en ascenso sus intereses son universales en virtud de su exclusión parcial de la sociedad. Esta afirmación ha
fracasado en el siglo veinte al punto de que los trabajadores se han integrado, o ya no están excluidos, de los
beneficios del orden social. Aunque haya mucho de loable en la crítica de Habermas acerca de la concepción
marxista de la relación entre conocimiento e interés humano, no compartimos su confianza en una razón
objetiva como meta que la tarea intelectual debe esforzarse por alcanzar. Más bien, sostenemos que la
concepción de racionalidad que cree en la posibilidad de separar la ciencia de la ideología es otra forma de
ideología. Habermas desea liberar el interés humano emancipador de los límites impuestos por la historia
sobre la capacidad de la clase social de convertir en universales sus intereses particulares. Sin embargo, al
postular la autonomía de la razón y la posibilidad de liberar el conocimiento de sus presupuestos ideológicos,
tan sólo ha reafirmado la ideología de la modernidad, en la que la ciencia como valor de un discurso neutral
es posible y su realización depende de categorías tales como comunicación no distorsionada, comprensión
reflexiva y autocrítica. Por cierto, concordamos con la proposición de que la comprensión reflexiva y el
discurso crítico son necesarios para superar las limitaciones impuestas por el sentido común sobre la
emancipación humana. No obstante, esto no es lo mismo que decir que los intelectuales deben permanecer en
los bordes, rehusándose a vincularse con los movimientos sociales cuya visión del mundo los condena a un
conocimiento parcial. Que los movimientos sociales están llamados a influir sobre el intelectual tanto como
él sobre ellos, es parte del resultado contradictorio aunque necesario de la formación del intelectual
transformador. No es posible discutir en detalle aquí nuestra aseveración de que las concepciones iluministas
de la verdad, la razón objetiva, etc., son en sí mismas parte de los discursos parciales de actores históricos
ubicados en tiempos y lugares específicos. Basta decir que la ciencia misma se ha percatado de los límites de
sus propias aspiraciones de totalización, que el descubrimiento de lo ineluctable, de la diferencia, se cuenta
entre los logros más importantes de la física y la biología del siglo veinte. Afirmar, como lo hace Habermas,
que la comprensión intersubjetiva puede desenmarañar la confusa trama del discurso, constituye un retroceso
con respecto a la advertencia de Sartre de que sólo el intelectual comprometido puede arribar a aseveraciones

10
que sirvan a la emancipación humana. En otras palabras, los intelectuales críticos olvidan que la
emancipación no puede otorgarse desde afuera.

Intelectuales acomodaticios

Por lo general esta categoría de intelectuales se afirma dentro de una postura ideológica y conjunto
de prácticas materiales que sirven de base a la sociedad dominante y a sus grupos gobernantes. Estos
intelectuales no son conscientes en general de este proceso, en tanto no se definen a sí mismos como agentes
conscientes del statu quo, aun cuando su accionar político fomenta los intereses de las clases dominantes.
Esta categoría de intelectuales también se define a sí misma en términos que sugieren su autonomía, como si
estuviesen fuera de los caprichos de los conflictos sociales y la política partidaria. Sin embargo, a pesar de
estas racionalizaciones, funcionan esencialmente para conciliar acríticamente ideas y prácticas sociales que
sirven para reproducir el statu quo. Estos son los intelectuales que condenan la política y al mismo tiempo se
rehusan a correr riesgos. Otra variante más sutil es el intelectual que menosprecia la política proclamando el
profesionalismo como sistema de valores, un intelectual que a menudo conlleva el concepto espúreo de
objetividad científica.

Intelectuales hegemónicos

Más que avenirse a formas de incorporación académica y política, u ocultarse detrás de afirmaciones
espúreas de objetividad; éstos se autodefinen conscientemente mediante las formas de liderazgo moral e
intelectual que ofrecen a los grupos y clases dominantes. Este estrato de intelectuales le otorga, a diversas
fracciones de las clases dominantes, homogeneidad y conciencia de sus funciones económicas, políticas y
éticas. Los intereses que definen las condiciones, así como la naturaleza de su trabajo, están ligados a la
preservación del orden vigente. Estos intelectuales se encuentran en las listas de consultores de grandes
fundaciones, en los departamentos de las universidades más importantes, como gerentes de la industria
cultural y, al menos en espíritu, en los puestos de docencia y administración de diversos niveles de
enseñanza.
Por temor a que estas categorías parezcan demasiado rígidas, es importante recalcar más
específicamente que los docentes que las ocupan no pueden ser vistos tan sólo desde la perspectiva de los
intereses ideológicos que representan. Por ejemplo, como señalara Erik Olin Wright, las posiciones que
ocupan los docentes también deben analizarse en términos de los antagonismos objetivos que experimentan
como intelectuales que ocupan lugares de clase contradictorios. Es decir, al igual que los trabajadores deben
vender su fuerza de trabajo y no tienen control sobre el aparato educativo como un todo, por otro lado, a
diferencia de la mayoría de los trabajadores, sí poseen cierto control sobre la naturaleza del proceso de
trabajo, v.g., qué enseñar, cómo hacerlo, qué tipo de investigación llevar a cabo, etcétera. Resulta innecesario
decir que la autonomía relativa de la que gozan los docentes en distintos niveles de la enseñanza difiere de la
de aquellos de ciertas filas de la educación superior, en particular las universidades de la élite, que poseen
una mayor autonomía. Asimismo, más allá de los intereses ideológicos que estos docentes representan
siempre existe la posibilidad de verdaderas tensiones y antagonismos entre su falta de control sobre los
objetivos y propósitos de la enseñanza y la relativa autonomía de la que gozan. Por ejemplo, en una época de
crisis económica, los docentes han quedado desocupados, se han hecho cargo de cada vez más trabajo, se les
ha negado la titularidad del cargo y se han visto forzados a implementar pedagogías dictadas desde una
perspectiva administrativa. Es en el contexto de estas tensiones y contradicciones objetivas que existen las
posibilidades de modificar alianzas y movimientos entre los docentes de una categoría a la siguiente.

El discurso y el rol de los educadores como intelectuales transformadores

Para luchar porque las escuelas sean ámbitos democráticos resulta imperativo comprender los roles
contradictorios que ocupan los intelectuales transformadores dentro de diversos niveles de la enseñanza. En
el sentido más inmediato, la noción del intelectual transformador desnuda la posición paradójica que los
educadores radicales enfrentan en las escuelas públicas y en las universidades. Por un lado, estos
intelectuales se ganan la vida dentro de instituciones que juegan un papel fundamental en la reproducción de
la cultura dominante. Por el otro, definen su campo de acción política ofreciendo a los estudiantes formas de
discurso alternativo y prácticas sociales críticas, cuyos intereses con frecuencia se enfrentan con el rol
hegemónico general de la escuela y la sociedad que lo sostiene. La paradoja no es fácil de resolver y con
frecuencia significa una lucha contra la incorporación al sistema universitario o escolar, de aquellos

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educadores que no estén dispuestos a omitir el conocimiento crítico de su enseñanza o a aislarlo de cualquier
relación con movimientos políticos concretos. En el nivel universitario, por ejemplo, existe una enorme
presión para que los educadores radicales vendan sus artículos académicos tan sólo como bienes viables para
publicaciones o conferencias. Bajo la bandera de la responsabilidad, en todos los niveles de la enseñanza los
docentes sufren sutiles –y no tan sutiles– presiones para responder a los temas, métodos de investigación,
discurso y prácticas sociales que la cultura dominante estima legítimos. Vale la pena citar aquí a Erik Olin
Wright:

“Los teóricos (radicales) dentro de (...) las universidades sufren una tremenda presión para formular
preguntas estructuradas en base a problemas, prácticas ideológicas y políticas de la burguesía. Estas presiones
son con frecuencia muy directas, bajo la forma de criterios para otorgar la titularidad en el cargo, listas negras,
hostigamientos, etcétera. Sin embargo, a menudo las presiones son bastante sutiles, y se desenvuelven en los
debates intelectuales dentro de congresos y publicaciones profesionales. Para publicar en el medio apropiado
debe responderse a los interrogantes que esas publicaciones consideran relevantes y esta relevancia está dictada
no sólo por la centralidad de las preguntas (a la teoría y práctica social radical) sino a los dilemas y problemas
dentro de la ciencia social burguesa”.

En lugar de entregarse a esta forma de incorporación académica y política, es esencial definir el rol
del intelectual transformador de tal manera que señale formas de práctica contrahegemónicas que puedan
evitar y desafiar dicha incorporación. Un punto de partida esencial es que estos intelectuales hagan alianzas
entre ellos, luchen por ganarse a los intelectuales críticos cuando sea posible, y se junten y trabajen con los
movimientos sociales de oposición afuera de las escuelas.
En el primer caso, los docentes y académicos que funcionan como intelectuales transformadores
pueden organizarse colectivamente para involucrarse en proyectos diseñados para comprender el rol crítico
que juegan los educadores en todos los niveles de la enseñanza en la producción y legitimación de relaciones
sociales existentes. Una posibilidad es que los educadores establezcan proyectos sociales en los que se
cuestionan críticamente los planes de estudio vigentes en las esuelas, el “curriculum oculto”, la elaboración
de políticas a nivel local y estatal, la forma y contenido de los libros de texto y las condiciones de trabajo de
los docentes. Estos proyectos no sólo brindarían un servicio teórico y político al comprometerse en forma
crítica con la naturaleza de la vida escolar; también darían a los educadores radicales y críticos la
oportunidad de comenzar a comunicarse entre sí con respecto a intereses comunes. Asimismo, estas alianzas
brindan la posibilidad de que la gente de universidades y escuelas públicas redefina la relación tradicional.
entre teoría y práctica dentro del contexto de sus alianzas. Es decir, de superar la división social del trabajo
entre producción teórica y conocimiento práctico (entendida como teoría y práctica) –en especial porque
define la relación entre la universidad y la escuela pública–, los intelectuales transformadores pertenecientes
a estos dos ámbitos distintos pueden forjar alianzas en torno a proyectos sociales y políticos comunes para
compartir sus intereses teóricos y habilidades prácticas. Lo importante aquí es reconocer que estos diferentes
ámbitos educativos. dan lugar a diversas formas de producción teórica y que no pueden considerarse como
representativos, respectivamente, del desarrollo de la teoría y la práctica.
Dichos proyectos también son valiosos no sólo porque promueven la unidad política y son necesarios
para luchar contra los intelectuales acomodaticios y hegemónicos, sino también porque abren la posibilidad
de que los intelectuales transformadores desarrollen y trabajen con movimientos fuera de los contornos
limitados de las disciplinas, simposios y sistemas de recompensa académicos que se han convertido en
referentes tradicionales de la actividad intelectual. De hecho, sostenemos que los docentes como intelectuales
transformadores precisan convertirse en un movimiento caracterizado por un compromiso activo en las
esferas públicas de oposición, en las que la primacía de lo político se afirma una vez más. Los intelectuales
transformadores pueden juntar filas con todo tipo de grupos sociales comprometidos en la lucha por la
emancipación. Al unir los grupos ecologistas, feministas, pacifistas, sindicalistas y vecinales, estos
intelectuales pueden poner su capacidad al servicio de formas vitales de resistencia en el nivel local, v.g.,
esfuerzos con base local contra la contaminación del agua, el poder nuclear, el fraude al consumidor, la
discriminación racial y sexual, etcétera. Dentro de este contexto, lo político se toma pedagógico. Los
intelectuales aprenden de y con otros comprometidos en luchas políticas similares.
Estas alianzas son absolutamente necesarias para que los docentes, en especial dentro de las escuelas
públicas, puedan traer fuerza exterior para luchar por condiciones ideológicas y materiales dentro de las
escuelas que les permita funcionar como intelectuales. Es decir, condiciones que harían posible que
reflexionen, lean, compartan su tarea con otros, produzcan materiales para el programa, publiquen sus logros
como docentes y otros fuera de sus escuelas locales, etcétera. En la actualidad, los docentes trabajan en las
escuelas públicas bajo restricciones organizativas y condiciones ideológicas que le dejan poco espacio para

12
el trabajo colectivo y las actividades críticas. Sus horas de enseñanza son demasiado largas, en general están
aislados en estructuras celulares, tienen escasas oportunidades de enseñar conjuntamente y casi no tienen voz
en lo que se refiere a la selección, organización y distribución de materiales didácticos. Asimismo, deben
hacerse cargo de demasiados alumnos y de numerosas tareas extracurriculares, como el cuidado de los niños
dentro del micro escolar, el comedor y el recreo, que restringen su tiempo y capacidad docente sin necesidad.
En Estados Unidos sus salarios son una vergüenza que sólo ahora comienza a ser reconocida por el público
norteamericano. El trabajo intelectual debe estar apoyado por condiciones prácticas apuntaladas por
ideologías democráticas concomitantes. Si los docentes desean luchar por condiciones que aboguen por
enseñanza conjunta, investigación y redacción colectiva y planificación democrática, deberán luchar a la vez
contra los valores arraigados de competencia, individualismo, patriarcado, racismo y edad que impregnan
todos los niveles de enseñanza.
Sólo en el contexto de condiciones marcadas por el control popular sobre la burocratización se
abrirán nuevos espacios para el discurso y la acción creativos y reflexivos. Este discurso será capaz de
relacionar el lenguaje y el poder, otorgarle a la experiencia popular la seriedad que se merece como parte del
proceso de aprendizaje, combatir la mistificación y ayudar a los alumnos a reordenar las experiencias
primarias de sus vidas mediante las perspectivas abiertas por la historia, la filosofía, la sociología y otras
disciplinas afines. El discurso del intelectual transformador se toma en serio los temas de la comunidad y la
liberación, y al hacerlo le confiere un nuevo significado a la necesidad pedagógica y política de crear las
condiciones de formas emancipadoras de capacitación individual y social entre educadores y estudiantes. Es
una lucha en la que vale la pena comprometerse.

NOTAS
1
El discurso de la crisis en la educación pública se ha tratado en una serie de informes y libros, que incluyen los
siguientes: Comisión Nacional sobre la Excelencia, A Nation at Risk: The Imperative for Educacional Reform
(Washington, D.C., 1983); Fuerza de Tareas sobre la Educación para el Crecimiento Económico, Action for Excellence:
A Comprehensive Plan to Improve Our National Schools (Denver: Education Comission of the States, 1983); Junta
Examinadora para el Ingreso Universitario, Academic Preparation for College (Nueva York: College Entrante
Examination Board, 1983); Fondo del Siglo Veinte para la Fuerza de Tareas sobre Políticas Federales en la Educación
Primaria y Secundaria, Making the Grade (Nueva York: Twentieth Century Fund, 1983); Carnegie Corporation of New
York, Education and Economic Progress: Towars a National Educational Policy (Nueva York: Carnegie Corp., 1983);
John Goodland, A Place Called School: Promise for the Future (Nueva York: McGraw-Hill, 1984); Ernest L. Boyer,
High School: A Report on American Secondary Education (Nueva York: Harper & Row, 1983). Uno de los pocos
análisis que hace un tratamiento serio del rol de los docentes es: Theodore Sizer, Horace’s Compromise: The Dilemma
of the High School (Boston, Mass: Houghton Nifflin, 1984).
2
Un ejemplo de esta tendencia en la enseñanza de la lectura mediante un enfoque de aprendizaje de habilidades puede
encontrarse en Patric Shannon, “Master Learning in Reading and the Control of Teachers and Students”, Language Arts
61:5 (Setiembre 1984), pp. 484-493.
3
Thomas S. Popkewitz, Paradigm and Ideology in Educational Research (Philadelphia and London: The Falmer Press,
1984), pág. 108.
4
E. T. Silva y S. Slaughter, “Prometheus/Bound: Knowledge, Power and che Transformation of American Social
Science, 1865-1920”, manuscrito inédito, Universidad de Toronto, 1981, capítulo 5. pág. 2.
5
Para una crítica general del positivismo, ver Max Horkheimer, Critique of Instrumental Reason (Nueva York: Seabury
Press, 1974): ver también Jürgen Hahermas, Theory and Practice (Boston: Beacon Press, 1973), en especial el capítulo
7. Para una critica específica del legado del pensa¬miento positivista y su influencia sobre la teoría y la práctica
educativa ver Henry Giroux, Ideology, Culture and the Process of Schooling (Philadelphia: Temple University Press,
1984).
6
Herbert Marcuse, One Dimensional Man (Boston: Beacon Press, 1964); Stuart Ewen, Captains of Consciousness
(New York: McGraw-Hill, 1975).
7
Ver Joel Spring, Education and the Rise of che Corporate State (Boston: Beacon Press, 1972); David Tyack, The One
Best System (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1974); Theodor Adorno y Max Horkheimer, The Dialectic of
Enlightenment (Nueva York: Herder and Herder, 1972).
8
Herbet Kleibard, “The Question of Teacher Education” New Perspectives on Teacher Education, ed. D. McCarty (San
Francisco: Jossey-Bass, 1973).
9
Kenneth M. Zeichner, “Alternative Paradigms On Teacher Education”, Journal of Teacher Education 34:3 (mayo
junio 1983), pp. 3-9.
10
Henry A. Giroux Ideology, Culture and the Process of Schooling, op. cit.
11
Zeichner, op. cit., pág. 4.
12
Karen J. Winkler, “Research Focus of Education Doctorate Is Too III-Defined, Officials Say”, The Chronicle of
Higher Education 29:11 (noviembre 7, 1984), pág. 11.

13
13
Richard Bates, “Bureaucracy, Professionalism and Knowledge: Structures of Authority and Structures of Control”,
Educacional Research and Perspectives 7:2 (1980), pp. 66-76.
14
William S., Foster, “The Changing Administrator: Developing Managerial Praxis”, Educational Theory 30:1
(invierno 1980), pp. 11-23.
15
Andrew Wake, “School Knowledge and the Structure of Bureaucracy”, Ponencia presentada en el Congreso de la
Asociación Sociológica de Australia y Nueva Zelandia, Canberra, julio de 1979, pág. 16.
16
Michael Apple, Education and Power (Boston: Routledge and Kegan Paul, Ltd. 1982).
17
Michael Apple, “The Political Economy of Text Publishing”, Educational Theory 43:4 (otoño 1984), pp. 307-319.
18
Patrick Shannon, op. cit., pág. 488.
19
M. Katims y B. F. Dones, “Chicago Mastery Learning Reading: Mastery Learning lnstruction and Assessment in
Inner City Schools”, Ponencia presentada en el Encuentro Anual de la Asociación Internacional de Lectura, Nueva
Orleans, 1981, pág. 7.
20
K. Patricia Cross, “The Rising Tide of School Reform Reports”, Phi Delta Kappan 66:3 (noviembre 1984), pág. 11.
21
Israel Scheffler, “University Scholarship and the Education of Teachers”, Teachers College Record 70:1 (1968), pág.
11.
22
Ricahard Hofstadter, Anti-intellectualism in American’ Life (Nueva York: Random House, 1963).
23
Paul Piccone, “Simposium on the Role of the Intellectual in the 1980s”, Telos Nº 50 (invierno 1981-1982), pág. 116.
24
Herbet Khol, “Examining Closely What We Do”, Learning (agosto 1983), pág. 29.
25
Antonio Gramsci, Selection from the Prison Notebooks, ed. y trad. por Q. Hoare y G. Smith (Nueva York:
International Publishers, 1971).
26
Para Gramsci, los intelectuales radicales también procuran ofrecer el liderazgo moral e intelectual de una clase
específica, en este caso, la clase obrera. Más específicamente, los intelectuales orgánicos radicales brindan la capacidad
pedagógica y política necesaria para elevar la conciencia política de la clase obrera y ayudar a los miembros de esa
clase a desarrollar su capacidad de liderazgo y comprometerse en la lucha colectiva.
27
Para una revisión de este debate ver, Carl Boggs, “Marxism and the Role of Intellectuals”, New Political Science
1:2/3 (1979), pp. 7-23.
28
Gramsci, op. cit.; Paulo Freire, The Politics of Education (South Hadley, Mass.: Bergin and Garvey Publishers,
1984).
29
Karl Mannheim, Ideology and Utopia (Nueva York: Harvest Book, 1936).

14

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