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Vercors y el silencio

Alejandro Palizada

Hace muchos años que el libro cayó en mis manos. Apareció, literalmente, debajo de uno del
español Juan José Millás. Fue en una librería en Aguascalientes, en una época en que el tiempo libre
me sobraba. “El silencio del mar” de Jean Vercors fue el primer libro editado por la ahora prestigiosa
Editions de Minuit., en medio de la segunda guerra mundial. Vercors y Pierre de Lescure se
arriesgaron a publicar una colección que de alguna manera hacía eco de una resistencia, en este
caso de la imaginación ante el horror. Qué mejor obra inaugural que esta breve historia sobre una
familia francesa que, por el azar de las circunstancias, está obligada a hospedar a un oficial nazi;
pero la familia se opone al oficial nazi mediante un estricto silencio. Las escenas suceden en un lento
movimiento de pensamientos, de objetos caseros que se desplazan entre individuos que ocultan su
verdadero sentir. Resistencia implacable, impasible, y llena de piedad de cara a la suástica, a las
armas y a la oscura muerte que se oculta tras los modos cultos y refinados del oficial. La muerte es
la sombra respetable. Un velo que domina la tierra de los hombres. Por lo mismo, el silencio tiene
un rol muy peculiar. Derrida, a propósito de un libro de Foucault, asociaba el silencio con la ausencia
de orden, esto es, un vacío crucial que excluye el sentido. “En su sintaxis más pobre, el logos es la
razón, y una razón ya histórica.” El silencio no determinado, como una cesura y una herida por
donde se pierde la posibilidad del lenguaje, pues es –dice Derrida- fuera del silencio y contra el
silencio que puede surgir el lenguaje, el sentido, la norma-lidad.
¿'Quién' es el silencio? Es una retirada, un movimiento de derrota que los personajes
transforman en ataque. Desaparecen del lenguaje para volver a ser pura presencia sin principio. El
oficial nazi pone pie por primera vez en la casa, revisa las habitaciones bajo el escrutinio de la familia,
su capa se desliza cinematográficamente mientras levanta su brazo haciendo su saludo militar.
–Mi nombre es Werner von Ebrennac.
El nombre es la “persona”, en latín, es el acto de “hablar-a-través-de”; el nombre fija e
identifica la voz de quien habla, pero no lo revela como es. Cada noche, habla en un francés
impecable con sus anfitriones (un abuelo y su pequeña nieta), pero éstos nunca responden.
Enmudecen. La escena al atardecer, cuando comparten los alimentos, se repite cientos de veces de
la misma forma, el oficial en su monólogo expresa su sentir por una Francia que debe hermanarse
con la Alemania nazi, se admira por la dignidad del mutismo de sus anfitriones y comienza a respetar
a los mudos. “Los ingleses –dice el oficial- enseguida nombran a Shakespeare. Los italianos, a Dante.
Los españoles, a Cervantes. Y nosotros a Goethe. Pero si se dice: ¿Y Francia? Entonces, ¿a quién se
nombra instantáneamente?, ¿a Molière?, ¿a Racine?, ¿a Hugo?, ¿a Voltaire?... Eso mismo sucede
entre nosotros con la música: Bach, Haender, Beethoven, Wagner, Mozart... ¿qué nombre debe
colocarse primero? ¡Y nos hemos declarado la guerra!” Cada nombre invoca un mundo, una
expresión única, una comunicación ideal, un patrimonio que los dueños de la casa rehúsan por
dignidad. Tras un llamado a París, Werner regresa a la casa desilusionado porque ha podido
comprender que el fin de la ocupación no es fusionar dos pueblos hermanados sino aniquilar las
diferencias: liquidar los lenguajes.
El pasmo ante el horror es en todo diferente al arrobo estoico. La impávida muerte versus
la serena despedida. Vercors elabora en esta breve novela una obra que produce escalofríos, que
hace experimentar la angustia que debió ser la ocupación alemana y la rabia que debía amargar el
alma de quienes no pudieron ni siquiera decir “no”: “El silencio se prolongaba. Era cada vez más
espeso, como la niebla de la mañana. Espeso e inmóvil. La inmovilidad de mi nieta, también la mía,
sin duda, sobrecargaban aquel silencio, lo convertían en plomo. El propio oficial, desorientado,
permanecía inmóvil hasta que, finalmente, vi nacer una sonrisa en sus labios.”
Las noches de ocupación dentro de aquella casa aislada que recibe un intento de voz de
parte del viento, el golpeteo de las olas como una muletilla que nunca se resuelve, la mesa donde
los alimentos se cruzan entre personas que son fantasmas. Cuando la Wehrmacht manda retirar al
oficial, éste se despide consciente de lo que vendrá: “Tengo autorización para ponerme en camino
hacia el infierno.” Sólo entonces, sólo al final del libro, la nieta rompe su defensa para pronunciar
una única palabra hacia Werner: “adiós”.

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