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allí se contaban.

También yo celebré una o diez misas en Roma, y casi me dolía que mi padre y
mi madre viviesen todavía, pues de buen grado los hubiera librado del purgatorio con mis misas y
otras excelentes obras y oraciones. Dicen en Roma este proverbio: 'Bienaventurada es la madre
cuyo hijo celebra misa el sábado en San Juan' (de Letrán). ¡Con cuánto gusto hubiera yo hecho
bienaventurada a mi madre!»
La basílica de San Pedro en el Vaticano, que guarda el sepulcro del príncipe de los apóstoles,
sería una de las primeras metas de sus correrías y callejeos hacia los templos y santuarios de
mayor veneración. De aquella basílica constantiniana y medieval, que en buena parte se
conservaba en uso mientras se alzaban las pilastras maestras de la nueva construcción bajo la
sabia dirección de Bramante, sólo le quedó el recuerdo de la inmensa capacidad. Impresión
parecida había recibido en las catedrales de Colonia y de Ulm.
Un espectáculo contempló allí, en medio de innumerable multitud de peregrinos, que le
conmovió devotamente y le pareció una gran cosa (maxima res): millares de fieles doblaban las
rodillas, todos a una, ante el velo de la Verónica mientras cantaban —como era costumbre en tal
ocasión— el himno Salve, sancta facies nostri redemptoris.
Eran los días en que Miguel Ángel estaba decorando las lunetas y bóvedas de la capilla Sixtina
y el joven Rafael de Urbino daba las últimas pinceladas, en la estancia de la Signatura, a la
llamada Disputa del Sacramento, una de las más espléndidas glorificaciones pictóricas de la
eucaristía. Fray Martín no vio las maravillas que detrás de aquellos muros del palacio papal
estaba creando el genio italiano; y si por casualidad las hubiera visto, no las hubiera
comprendido. Desgraciadamente.
De la basílica de San Pablo extramuros solamente una vez hace mención rápida en sus
escritos; indicio seguro de que visitaría aquella grande y lujosa iglesia basilical es otra alusión al
próximo lugar de Tre fontane, donde, según la tradición, fue decapitado el Apóstol de las gentes.
Desde allí, por la via delle Sette Chiese, solían dirigirse los peregrinos a las catacumbas de San
Calixto y de San Sebastián. En esta última le molestó la precipitación con que numerosísimos
sacerdotes celebraban la misa. En San Calixto veneró las infinitas reliquias que allí le mostraron
«dos minoritas», únicos custodios —afirma— de aquel concurridísimo santuario.
Una vez habla de 76.000 mártires —nada menos— y 40 papas sepultados en aquella
catacumba; otra vez dice 80.000 mártires, y aún hace subir esta suma a 176.000 mártires y 45
pontífices. Cifras fabulosas que el devoto peregrino leyó en su guía, Mirabilia urbis Romae, o
escuchó de gente ignara, y que él admitió sin el más mínimo asomo de crítica.
No siempre se mostró tan crédulo. Tocando al palacio Lateranense —residencia de los papas
medievales— está la Scala sancta, supuesta escalera del pretorio de Pilato, que Fr. Martín, como
tantos otros fieles, subió de rodillas, rezando un padrenuestro en cada una de las 28 gradas que la
forman, pues se decía que con esta práctica devota se sacaba un alma del purgatorio, y él quería
rogar por el alma de su abuelo; sólo que, al llegar a la última grada, le vino este pensamiento:
¿Quién sabe si esto será verdad?
Quiso celebrar misa algún sábado en la basílica de San Juan de Letrán —la parroquia del
papa, «madre y cabeza de todas las iglesias»—, y, aunque no era cosa fácil por la gran afluencia
de sacerdotes, es de creer que lo conseguiría. No cabe duda que también entraría en Santa María
la Mayor, bajo cuyo áureo artesonado la piedad popular veneraba el supuesto pesebre de Belén.
Lo mismo se puede pensar de Santa Cruz en Jerusalén y de San Lorenzo extramuros.
Con el deseo de orar ante las numerosas reliquias que en San Pancracio se exhibían, visitó
aquella basílica sobre el monte Janículo. Varias veces hace mención de la iglesia o «monasterio
de Santa Inés», junto al mausoleo de Santa Constanza, en la vía Nomentana.

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