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podrían estar los dos agustinos de regreso en sus respectivos conventos alemanes antes de la
mitad de marzo de 1511.
Precisar su itinerario con toda exactitud y certeza no es posible, porque, aunque Lutero habló
mil veces de lo que vio y oyó en Roma y en los campos y ciudades por donde transitó, siempre se
expresó en forma muy vaga. Alude, por ejemplo, a Innsbruck, «ciudad pequeña de edificios
iguales»; ¿pero la conoció a la ida (como piensa Grisar) o más bien a la vuelta (como sostienen
Scheel, Böhmer, Vossberg), o no pasó nunca por allí, sino que habla de oídas?
Saliendo de Nuremberg, se abrían a su paso dos rutas principales, muy frecuentadas por los
mercaderes y los peregrinos; una seguía hacia Ausgburgo y, atravesando los montes del Tirol
(Innsbruck), entraba en Italia por el paso del Brenner; otra torcía un poco hacia el oeste (hasta
Ulm) y, atravesando Suiza, se dirigía hacia Milán. Nos parece que esta segunda se conforma
mejor a los datos imprecisos que nos ha transmitido Lutero y es la que seguían muchos
mercaderes nurembergenses que iban a la capital de la Lombardía. De Milán dijo un día Lutero
que era «la entrada de Italia». No lo hubiera dicho si él hubiese seguido otra ruta.
Parece cierto que Fr. Martín y su compañero dieron comienzo a su larga y áspera caminata
partiendo de Nuremberg, ciudad que nuestro agustino visitaba entonces por primera vez, y en la
que contempló con admiración un reloj que señalaba la hora primera del día una hora después de
amanecer. De Nuremberg bajaría hasta Nördlingen, para torcer hacia el este y llegar a Ulm, cuya
catedral le pareció inmensa, pero de malas condiciones acústicas. Continuando hacia el sur, llegó
a Lindau, en la costa oriental del lago de Constanza; luego, tocando a Feldkirch, siguió a Chur
(Coire), de Suiza, y, pasando los Alpes por el puerto de Septirner, entró en Italia.
De Baviera recordaba, años más tarde, la esterilidad de la tierra; las ciudades, bien
amuralladas; las casas, bien construidas; los habitantes, muy honrados y serviciales, aunque no
demasiado inteligentes. De Suiza dirá que «no tiene más que montañas y valles»; no se ven
campos de cultivo, pero sí caminos seguros y amenos, casas grandes y agradables y una
población robustísima, ingenua y valerosa en la guerra; en tiempo de paz, los hombres son los
que ordeñan las vacas y hacen el queso. Ante la blanca majestad del paisaje alpino, pasa
indiferente, sin el más leve comentario.
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