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finitiva no parece haberla dado hasta el mes de enero, cuando determinó enviar un representante

suyo, Fr. Juan de Malinas, con el fin de fomentar la obediencia y la caridad entre los agustinos
alemanes.
Fray Martín escucharía palabras tranquilizadoras de labios de Fr. Egidio de Viterbo, interesado
en mantener viva la observancia monástica, pero se persuadió que la tentativa de impedir la unión
ambicionada por Staupitz estaba llamada al fracaso.
Resuelta así, aunque poco favorablemente, la primera finalidad del viaje, el monje de Erfurt
atendió a la segunda, que para él no era de importancia secundaria: hacer una buena confesión
general y hallar a Dios propicio. Ningún lugar del mundo —pensaba él— más apropiado que
Roma para alcanzar de Dios el perdón de todos los pecados. ¿No es Roma la ciudad santa del
cristianismo, la ciudad de los mártires, la ciudad donde el papa concede tantas indulgencias a
cuantos vienen a venerar los sepulcros de los apóstoles? Hagamos, pues, una buena confesión, y
luego a ganar indulgencias.
«La razón principal —dirá más adelante— de mi viaje a Roma fue el deseo de hacer una
confesión general desde mi juventud y enfervorizarme (fromm werden), por más que ya en Erfurt
había hecho yo tal confesión dos veces. Vine, pues, a Roma, y tropecé con hombres indoctísimos.
¡Ay, Dios mío! ¿Qué pueden saber los cardenales, que están abrumados de negocios y asuntos de
gobierno?»
Nosotros nos preguntamos con asombro: ¿Pero es que Lutero deseaba confesarse con algún
cardenal? Aun en la extraña hipótesis de R. Weijenborg de que Fr. Martín tuviese en la
conciencia un gravísimo pecado, con censura reservada a la Santa Sede, bastaba confesarse con
alguno de los penitenciarios menores, el cual vería si tenía facultades para absolverle o si debía
presentar el caso al cardenal penitenciario mayor. Se arrodillaría, pues, ante un confesonario —
quizá en la basílica de San Juan de Letrán— y expondría al confesor los pecados de los últimos
años. No sabemos en qué forma le explicaría las angustias, las tentaciones, los escrúpulos, las
dudas que atenaceaban su alma. Pero si Staupitz no le había comprendido en Wittenberg, ¿cómo
le iba a comprender en Roma un confesor que nada sabía de aquel insólito penitente?
Más tarde afirmará que los sacerdotes italianos y franceses son «ineptísimos e indoctísimos,
completamente bárbaros, pues no entienden palabra de latín». Pero semejante testimonio no
parece fundado en la propia experiencia, sino en hablillas oídas en Alemania, pues de Francia no
pudo nunca tener conocimiento directo.
Tampoco merece mucho crédito cuando refiere cosas que asegura haber visto con sus propios
ojos; por ejemplo: «Yo vi en Roma celebrar siete misas en el espacio de una sola hora, en el altar
de San Sebastián».
Basta hojear los misales de entonces para convencerse de que eso es absolutamente imposible;
decir más de tres misas privadas en una hora estaba además severamente condenado por todos los
moralistas. Otra vez afirma que, en Roma y en otras partes de Italia, «dos sacerdotes celebran a la
vez, uno enfrente del otro, sus misas en el mismo altar», cosa tan inaudita como inverosímil; y
nos quiere persuadir que, antes de que él llegase al evangelio, un sacerdote a su lado había
concluido y le decía: «Pasa, pasa adelante y termina».

«Ein toller Heilige»


Decepcionado por la confesión, se dio a ganar todas las indulgencias posibles para sí y para
los difuntos, recorriendo las iglesias, catacumbas, santuarios de mayor devoción, impulsado por
una piedad loca.
«Me aconteció en Roma —así hablaba en 1530— que yo era también un santo loco (ein taller
Heilige), y corría por todas las iglesias y catacumbas, creyendo todas las mentiras y ficciones que

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