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Las grandes disyuntivas no siempre son aconsejables. Muchas veces no se trata de “o esto o lo
otro”, sino de “esto y lo otro”. En la historia de la espiritualidad cristiana se constata que grandes
movimientos de renovación han ido unidos a la promoción de la piedad del pueblo. Los
benedictinos, por ejemplo, fomentaron la devoción a los santos, a los nombres de Jesús y de
María, o las misas por los difuntos. Los franciscanos divulgaron la devoción a la pasión de Jesús,
al “Via Crucis” o al Belén.
El pueblo necesita expresar su fe, de forma intuitiva y simbólica, imaginativa y mística, festiva y
comunitaria. Sin olvidar la necesidad de la penitencia y de la conversión.
Dios está lejos y a la vez está cerca. Algo de esto se percibe en la religiosidad popular. La Iglesia
debe velar para purificar, fortalecer y elevar todas estas manifestaciones de fe (cf “Lumen
gentium”, 13), atendiendo a la capacidad que este tipo de vivencia posee para mantener abierto
el puente, o el paso, a la trascendencia.