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Pensar la Ruptura:

Una revisión del estatus del concepto de “crisis” en la teoría social

Rodrigo Cordero Vega


Universidad Diego Portales
rodrigo.cordero@udp.cl

Presentación en Ciclo de Charlas ICSO-Prácticas Culturales


Noviembre 2011

BORRADOR, POR FAVOR NO CITAR.

Introducción

La pregunta acerca de los “momentos de ruptura” le viene dada a la teoría social

moderna desde sus comienzos. Si su permanente esfuerzo ha sido contribuir con

explicaciones convincentes y sistemáticas sobre la naturaleza de las relaciones

sociales, la constatación de que la vida social no es un “puro continuo” o una

realidad “clausurada” (suturada) es una proposición fundamental que atraviesa a la

mayor parte de los proyectos teóricos que intentan conceptualizar lo social (sea que

uno opte por la diferenciación funcional, estructuras normativas, interacción

comunicativa, redes heterogéneas, etc.). Dicho de manera simple, la preocupación

por las condiciones que conducen a la sociedad a su propia “negación” se encuentra

inscrita en la demandante labor de elucidar qué hace posible vivir juntos en

sociedades complejas. Tal como una vez enunciara Marx (1990: 93), “la sociedad

presente no es un cristal sólido”, pues siempre hay algo que interrumpe la

direccionalidad de sus trayectorias, algo que excede la consistencia de los procesos

que la componen. Puesto de esa forma, y esta es mi primera afirmación, pensar la

sociedad sin ruptura es una (peligrosa) abstracción.

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Para depurar este punto de partida, debo ofrecer una definición de lo que

significa una “ruptura”. Adoptaré aquí una definición bastante sencilla de tipo

fenomenológico que, en parte, se inspira en el término alemán Entzweiung

introducido en la filosofía por Hegel (“diremption”, en inglés; “separación”, en

español).1 Una ruptura expresa la apertura de una brecha, el despliegue de una fisura

en la aparente consistencia de una identidad. Una ruptura es indicativa de cierto

límite que revela la finitud y fragilidad de los marcos (institucionales y normativos)

en los que se desenvuelven las relaciones humanas, un límite que pone de manifiesto

su no-ser y que incita una apertura a cierta alteridad. En este sentido, cuando

hablamos de ruptura no nos referimos simplemente a un quiebre, sino que a un

hiato o pasaje, un momento con un “aura de alteridad” que fuerza un extrañamiento

con el presente, una suerte de encuentro contingente con lo que llamo “lo otro de lo

social dentro de lo social”. Ahora, la habilidad para hablar sobre lo que limita y

excede nuestras formas de vida es una tarea tremendamente laboriosa y siempre

incompleta —pues, ¿cómo dar cuenta de algo que nos supera, que se nos escapa, sin

reducirlo a categorías convencionales o analogías? Es por ello que, y esta es mi

segunda proposición, toda ruptura, si bien demanda ser pensada (interpretada), se resiste a ser

totalmente conceptualizada, es decir, se resiste a ser subsumida en un concepto que la

defina con exactitud y claridad.

En el lenguaje de la teoría social, la semántica de la crisis sin duda disfruta de

un lugar de privilegio, al ser un término diagnóstico de una situación en la que

aspectos fundamentales del mundo son revelados como problemáticos y que por

1
Hegel utiliza el término Entzweiung para describir el drama existencial de la vida moderna, el divorcio entre
los aspectos subjetivos y objetivos que estructuran la experiencia humana y la vida en común.

2
ello refiere a la evaluación de las consecuencias negativas que esta situación ha de

tener (Etimológicamente, crisis tiene su raíz en el Griego antiguo, en la palabra krino

que significa distinguir, separar, oponer, disputar, decidir, juzgar). En esta

presentación me propongo precisamente examinar el estatus de dicho concepto y su

capacidad para “registrar” y “encarnar” la experiencia de la ruptura. Existen varias

razones por las que una revisión del concepto de crisis se hace necesaria y merece

nuestra atención hoy. Quisiera mencionar solamente dos. La primera, y más obvia,

tiene que ver con la realidad de la crisis financiera global. No hace falta escudriñar

demasiado para observar que la elocuencia de la crisis ha tornado la palabra en un

cliché más del discurso público. Nuestro lenguaje está poblado por cierto

nominalismo en el que la enunciación de la crisis por parte de diversos actores (sean

políticos, económicos, o intelectuales) es casi automáticamente transformada en una

explicación de ésta. Lo decidor del contexto en el que nos encontramos es que, a

pesar de que el vocablo de la crisis no para de resonar en nuestros oídos, el

concepto mismo de crisis parece estar paradójicamente ausente: vale decir, es un

concepto presupuesto pero no explicado.

Una segunda razón que nos llama a reconsiderar el concepto de crisis es más

bien de tipo teórico. Desde que Rousseau utilizara el término para retratar los

eventos relacionados con la revolución francesa, el concepto ha sido central para el

pensamiento social y político. Sin embargo, éste nunca ha estado libre de

cuestionamientos en tanto herramienta de análisis científico-teórico. Dentro del

canon clásico de la sociología, Marx fue un crítico enérgico de la economía política

por la interpretación simplista de la crisis como accidentes cíclicos; Weber, a pesar

de hacer escaso uso del término en sus escritos, rechazaba la forma en que el propio

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Marx limitaba la crisis a una explicación teleológica de la historia; en tanto

Durkheim puso de relieve más de una vez la manipulación conservadora de la crisis

como discurso para justificar reacciones anti-semitas en Europa. Todos ellos

criticaban, de diversas maneras, la “reificación” del concepto. Algo similar ocurre

en la teoría social de los años 60s y 70s, con las objeciones de diversos autores a los

límites que la noción clásica de crisis imponía a la sociología para un análisis del

capitalismo tardío (por su nexo con visiones holísticas de la sociedad y el

problemático legado de las filosofías de la historia). Lo llamativo es que luego del

revival de las teorías de las crisis ocurrido en este periodo (piensen ustedes en

Habermas, Offe, Poulantzas, O’Connor, entre varios otros), comienza a tomar

fuerza una progresiva renuncia y abandono teórico del concepto. En la actualidad,

existe cierto consenso en torno a la prescindibilidad del concepto de crisis pues no

son pocos los que esgrimen que es un concepto “inadecuado” y “obsoleto”—

ejemplos de este tipo de argumento van desde la sociología postmodernista de

Baudrillard hasta la sociología cosmopolita de Beck. Aquí reside mi principal

insatisfacción y punto de ataque.

En lo que viene, voy a dividir mi exposición de la siguiente manera. Primero,

me referiré al estatus general del concepto de crisis. Clarificaré qué significa decir

que la crisis sea un “concepto básico” de la teoría social y de qué manera ello mismo

abre la puerta para ciertos problemas y paradojas en la aplicación del propio

concepto. En particular, hablaré de dos tendencias que creo caracterizan el uso del

concepto en el análisis social contemporáneo: la “normalización” y la “disolución”.

En base a esta discusión, defenderé la significancia de reactivar el concepto de crisis

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y la necesidad de sortear este doble reduccionismo (en tanto limita, imposibilita la

capacidad del concepto de hablar de lo que nos excede). En la parte final de la

presentación me referiré a un aspecto central del concepto de crisis, a saber, su

conexión con el concepto de crítica. Desde allí volveré nuevamente a la pregunta

sobre cómo pensar la ruptura, ésta vez por medio de la investigación del vínculo y

afinidad entre ambas nociones a nivel conceptual y empírico.

Sobre el Estatus del Concepto de Crisis

Desde que Marx teorizara la crisis como un fenómeno inmanente a la dinámica

capitalista (auto-producción a través de la destrucción de valor), mientras que

historiadores como Jacob Buckhardt hicieran del término un medio para designar la

ruptura de las tradiciones culturales europeas, el concepto es central en la

autocomprensión y crítica que las sociedades modernas hacen de ellas mismas. En

efecto, no es exagerado sostener, como lo hace Reinhart Koselleck (2006), que crisis

es un “concepto básico” (y no una “mera palabra”), un componente “inescapable”

del vocabulario social y político moderno. No pretendo trazar aquí una genealogía

del concepto de crisis, sino solamente el sentido en que uno puede describirlo como

un concepto básico.

La característica fundamental de los “conceptos básicos”, para continuar

abusando del trabajo de Koselleck (1996: 64), es que ‘combinan múltiples

experiencias (y significados) de una manera en que se tornan indispensables para

cualquier formulación de los temas más urgentes de un periodo dado’. Ello los hace

‘altamente complejos; siempre controversiales y contestados’ producto de su alto

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grado de generalidad, ambiguedad y elasticidad (condensan semioticamente un

proceso). En los albores de la modernidad, el concepto de crisis comienza a adquirir

este carácter, pasando a constituirse en casi un sinónimo y signatura estructural de la

experiencia de la vida moderna. A juicio de Koselleck, ello se hace posible producto

de la emergencia de un sentido de nuevo tiempo y aceleración del ritmo de la

experiencia histórica. En este contexto, la crisis se convierte en una “categoría de

movimiento” que marca semánticamente la apertura de un hiato cada vez más

amplio entre el “espacio de la experiencia” y el “horizonte de expectativas”. Patrón

inmanente y universal de interpretación del curso de eventos en el presente (amplía

su campo de acción).

Sería difícil entonces concebir el surgimiento de la sociología sin la extensión

de la idea de crisis desde las esferas de la medicina (momento que marca el climax,

un umbral en el curso de una enfermedad para mejor o peor) y la teología

(momento que contiene promesa de salvación), fundamentalmente, al campo de lo

social que comienza a tener lugar en la segunda parte del siglo XVIII (juicio y

decisión). En efecto, el impulso del pensamiento sociológico y la formación de sus

conceptos fundamentales se encuentra fuertemente atado a una conciencia de crisis.

Saint-Simon y Comte, por nombrar solamente a dos representantes ilustres, dan un

paso al frente al definir la vocación de las nacientes ciencias de lo social del siglo

XIX como el examen crítico de las condiciones que habían llevado y podían poner

fin a la crisis postrevolucionaria. De acuerdo a Raymond Aron, los sociólogos de

una u otra manera habrían “permanecido fieles a esta inspiración” en la medida que

la sociología ha venido a significar, querámoslo o no, “la meditación sobre las crisis

de la sociedad moderna” (Aron 1984: 211).

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Pese a la mencionada persistencia quasi-estructural del concepto de crisis, la

fuerte ambivalencia y generalidad que carga internamente el concepto lo ha hecho

una presa fácil de manipular como categoría auto-evidente cuyo significado es

admitido por defecto o como algo constituido a priori. Los sociólogos en particular

hemos hecho gala de una gran habilidad para transformar la afirmación de que la

sociología es la “ciencia de la crisis”, popularizada por Habermas al final de los

1960s, en un fetiche vulgar y vacío. En un artículo casi olvidado, el sociólogo

británico Robert Holton toma nota de este asunto al calificar la idea de crisis como

una obsesión de las ciencias sociales: “este concepto resuena con alusiones globales

aunque difusas a algún fenómeno con múltiples facetas pero unitario, sin necesidad

de clarificar exactamente qué es lo que se quiere decir” (Holton 1987: 503). Lo que

se sugiere aquí es que, de la mano del gran incremento de investigación empírica, la

idea de crisis ha sido exagerada retóricamente a tal punto que ha perdido su

especificidad analítica. Ello se manifiesta en el hecho que la crisis es invocada

acríticamente como una categoría explicativa para dar cuenta de forma dramática de

casi cualquier tipo de fenómeno o cambio socio-histórico (ej. “la crisis de…”); o

bien en que la crisis misma es considerada como la norma trascendente a la cual

toda la vida moderna se somete inexorable y permanentemente (es decir, “una

condición crónica”). De esta manera, la ‘alta intensidad’ de nuestra preocupación

por la crisis vuelve al concepto en algo redundante, pues cuando (se dice que) todo

está en crisis, todo se convierte en algo moral y políticamente indiferente. A esto es

lo que llamo la “normalización” del concepto.

Pero existe un segundo fenómeno que también caracteriza el estatus

contemporáneo del concepto de crisis, lo que llamo su “disolución”. Con esto me

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refiero a la pretensión de erradicar el concepto de crisis del análisis sociológico, ya

sea porque es considerado obsoleto o inadecuado. Aquí se pueden distinguir dos

variantes del mismo argumento. La primera, que sostiene que el mundo ha

cambiado tanto que el concepto tradicional de crisis pierde su objeto y se hace

inaplicable a las condiciones socio-históricas actuales (argumento historicista). La

segunda variante reclama que hay algo fundamentalmente inaceptable en pensar y

hablar en términos de crisis, en la medida que el concepto nos llevaría a adoptar

compromisos ontológicos indeseables (argumento normativista). Quisiera citar

ejemplos de autores bien distintos que reflejan, a mi juicio, esta tendencia a la

disolución: Alain Touraine, Jean Baudrillard y Ulrich Beck.

Touraine expresó alguna vez lo siguiente: ‘Existen dos tipos de sociólogos.

Aquellos que creen que una sociología de la crisis es posible y los que creen en la

crisis de la sociología. Yo pertenezco a la segunda categoría’ (Touraine 1984: 31). El

razonamiento tras la afirmación de Touraine es que el concepto de crisis está

arraigado en una idea universalista y abstracta de la sociedad (la humanidad como un

todo, modernidad, estado-nación), por lo que cuando esta imagen fija y monolítica

se disuelve producto de los procesos de diferenciación socio-cultural, la noción de

crisis se desvanece junto a su objeto; por ello, una “sociología sin sociedad” debería

ser por implicación una sociología sin crisis. Esta insistencia en la impugnación de la

crisis como herramienta científico-teórica tiene un segundo componente en

Touraine, a saber, su dependencia de una idea de orden aliada ideológicamente a los

grupos dominantes.

Para un postmodernista como Baudrillard la situación no es del todo distinta:

en una cultura caracterizada por el simulacro, la fluidez y la velocidad, el concepto

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sociológico de crisis simplemente se evapora de la mano de lo que él llama la

“disolución de lo social”. Ello pues la crisis opera sobre la base de una concepción

ontológica de normalidad que ya no hace sentido. Así, para Baudrillard la crisis no

es solamente una categoría desgastada del pensamiento modernista sino que

también un momento ausente del mundo social. En el mejor de los casos, la crisis

existe solamente como una imagen de hiperrealidad, un exceso dramatúrgico, un

“simulacro perpetuo” en la pantalla de TV. En su opinión, el concepto de crisis ya

no funciona en correspondencia con algo real, sino que es él mismo parte

constitutiva de un sistema de producción simbólica de lo real.

Otro caso paradigmático es la sociología del riesgo de Ulrich Beck. Para él la

crisis es una de esas clásicas categorías “zombie” de la sociología cuyo cuerpo

todavía nos acompaña pero es teóricamente impotente para interpretar las

transformaciones radicales de la modernidad global. La tesis de Beck es que si la

dinámica del cambio social se ha hecho reflexiva, estamos forzados a abandonar el

concepto de crisis en la medida que, tal como lo concibieran los sociólogos clásicos,

éste descansa en modelos lineales y totalizantes de historia que solo ve quiebres y

finales. La crisis sería así un concepto adecuado para la ‘primera modernidad’ (de

tipo industrial) pero no para comprender una modernidad reflexiva gobernada por

la lógica estructural de los riesgos globales.

Como vemos el deseo de erradicar el concepto de crisis del léxico y análisis

sociológico es compartido por estos tres autores. A su favor, deberíamos decir que

es un error intentar comprender el presente con las herramientas conceptuales de

pasado, o asignarles a los conceptos inmunidad con independencia de las

cambiantes condiciones del mundo social. Por su puesto, la formación de nuevas

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ideas y conceptos es esencial a la labor de la teoría social, pero contrariamente a la

disolución y olvido del concepto de crisis que estos autores nos proponen, creo que

el apuro iconoclasta que los identifica no es un buen antídoto para el fetichismo

conceptual. Entre otras cosas porque ellos mismos presuponen y trabajan con una

versión bastante des-historizada (reificada) del concepto de crisis al tratarlo como

una entidad fija y abstracta, una unidad autónoma de significado. Confunden el uso

del concepto con el concepto mismo.

Recuperar la crisis: interludio metodológico

Hasta el momento he dicho fundamentalmente dos cosas. Primero, he planteado

que para la teoría social pensar la sociedad sin ruptura es una (peligrosa) abstracción, pero

también he dicho que la ruptura resiste ser conceptualizada (o capturada por conceptos

individuales). En segundo lugar, he sugerido que el concepto de crisis contiene la

precisamente pretensión de capturar la fragilidad y finitud de lo social, pero también

he señalado que el concepto, al menos en la sociología contemporánea, ha quedado

prisionero entre dos tendencias que limitan esta posibilidad: la normalización y la

disolución. Si ello es así, cabe entonces preguntarse ¿qué lugar le queda a la noción

de crisis como modo de capturar y dar sentido a los momentos de ruptura en la vida

social? Uno podría seguir el gesto Derridaniano de de-construir el concepto de crisis

y argumentar que es una noción finalmente “imposible”, en tanto opera en el modo

de una aporía que limita su propia aplicación. En efecto, es lo que Derrida resuelve

cuando señala que:

“Al determinar una situación como crisis, uno la somete, la domestica, la


neutraliza—en suma, uno la economiza. Uno se apropia de la cosa, lo
impensable deviene en lo desconocido a ser conocido, uno comienza a

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darle una forma, uno comienza a informar, dominar, calcular. Uno
cancela un futuro” (Derrida 2002: 71).

La situación que Derrida nos describe es una en la que el concepto de crisis anula el

momento de su actualización, en tanto su significado (la referencia a una ruptura, la

apertura de una brecha, una otredad) es devorado por su propia aplicación. Lo que

explica esta aporía, dice Derrida, es que el concepto de crisis se inscribe en un

“discurso de dominio que es producto de la impotencia”, un discurso cuya regla

ineludible es someter lo “incalculable” a un “momento de cálculo”, lo “indecidible”

a una “posible decisión” (Derrida 2002: 71). Así, el concepto, filosóficamente

hablando, está condenado a fracasar (al intentar capturar la ruptura, la normaliza, la

cierra, y al hacerlo el concepto se anula o disuelve a sí mismo). Derrida nos invita de

plano a descartar el concepto. Incluso más, nos dice que la crisis es un remanente de

la metafísica occidental que aun no nos atrevemos a despojarnos.

Derrida tiene razón cuando critica el modo en que los discursos prevalentes

(especialmente en el espacio de la política) obscurecen lo que define la esencia de

cualquier crisis: la pérdida de un principio de respuesta a los conflictos que la crisis

misma nos llama a responder. Pero mi opción teórica y metodológica es algo

distinta. Creo que no debemos renunciar a la semántica de la crisis tan fácilmente,

sino que re-historizar sus significados y resituar su valor en relación con otros

conceptos dentro de la sociedad. Para evitar confusiones, mi aproximación al

concepto de crisis está informada por las siguientes consideraciones.

Considero que todo concepto en la teoría social es en cierta forma una

reconstrucción y, por lo tanto, una unidad esencialmente contestable y

transformable de significado (espacio de conflicto semántico). Tal como sugiriera

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Max Weber (y luego Adorno), la existencia de un concepto, de alguna manera,

encarna el reconocimiento implícito de cierta insuficiencia (una falla) en nuestro

aparato teórico, la que generalmente emerge en relación a experiencias que escapan

a los conceptos que utilizamos para comprender el mundo. Y el concepto de crisis

no es una excepción.

Suscribo también a la idea de que la actividad humana y los procesos sociales

dan forma a nuestros conceptos. En este sentido, los conceptos no se emplazan ni

antes (a priori) ni después (a posteriori) sino que en-el-medio de nuestra vida. Esto se

traduce en la premisa que cada concepto cristaliza (o condensa) ciertas experiencias

cuyos trazos son difíciles de capturar por medio de definiciones científicas exactas.

Aquí considero oportuno seguir la recomendación de Wittgenstein de entender los

conceptos más bien como fotografías con “bordes borrosos”. Más que una

desventaja o defecto, la inexactitud de un concepto como crisis es más bien

expresión de cierta capacidad de plantear preguntas sobre el carácter elusivo del

mundo social mismo.

Con todo, pienso que recuperar el concepto de crisis de la tensión entre las

actitudes de normalización y disolución no pasa por elaborar mejores y más

detalladas definiciones o modelos teóricos, sino que por des-reificar la crisis tanto

teórica como empíricamente. Una estrategia posible es dejar de tratar la crisis como

una noción estática y unidad auto-suficiente de significado y devolverle su sentido

relacional. Esto es lo que quisiera ensayar brevemente en la última parte de mi

presentación.

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La afinidad dialéctica entre crisis y crítica

El concepto de crisis resulta entonces insuficiente por sí solo como modo de ganar

acceso y capturar los momentos de ruptura. Como dije hace anteriormente, una

ruptura es lo que limita y excede la aparente consistencia de nuestras formas

presentes de vida, que interrumpe su direccionalidad. Es un hiato o pasaje que

perturba lo que era considerado sólido y revela la heterogeneidad de lo que era

imaginado consistente consigo mismo (Foucault xxx). Es por ello que he dicho que

la ruptura es un momento rodeado por un “aura de alteridad” (un encuentro con lo

otro de lo social dentro de lo social).

Plantear la conexión entre crisis y crítica es a mi juicio primordial en relación

a este punto, pues parte de la consecuencia de la normalización y disolución de la

que hablé anteriormente es el separación de ambos términos. En efecto, sabemos

que la crisis comparte un origen etimológico similar y una historia intelectual

paralela con la crítica. Es más, la conjunción de la experiencia de la crisis y la

práctica de la crítica está a la base de la formación socio-histórica de la modernidad

política occidental, tal como la reconstruye el clásico estudio de Koselleck sobre la

emergencia de la crítica burguesa y su influencia causal en la crisis del estado

absolutista. En la tradición de la teoría crítica, por su parte, esta relación es un

componente estructurante, en la medida que la crítica de la sociedad capitalista es

indisociable del estudio y comprensión sistemática de sus tendencias a reproducirse

a través de crisis.

Pero a mi lo que me interesa es menos el componente puramente

etimológico de dicha conexión, o defenderla (reclamarla) como patrimonio

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específico de una tradición de pensamiento. En concreto, me interesa entender

teóricamente (e iluminar empíricamente) el modo en que la crisis y la crítica

convergen (o no) en torno a momentos de ruptura de lo social. De hecho, la

pregunta que me persigue desde hace algún tiempo es ¿en qué consiste la relación

entre la experiencia de la crisis y la práctica de la crítica? Para situar mi posición al

respecto, voy a recurrir a una formulación propuesta por Bourdieu:

“La crítica que trae a la discusión lo no-discutido, que formula lo no-


formulado, tiene como su condición de posibilidad la crisis objetiva, la
cual, al romper el ajuste inmediato entre estructuras subjetivas y
estructuras objetivas, destruye lo autoevidente prácticamente. Es
solamente cuando el mundo social pierde su carácter como un fenómeno
natural que la pregunta del carácter natural o convencional de los hechos
sociales puede ser realizada” (Bourdieu 1997: 168-169).

Desde un punto de vista sociológico, aunque el significado de la crisis y la

crítica nos remiten de manera similar a la fragilidad y límites de los marcos que

estructuran nuestra experiencia, ambos conceptos apuntan a momentos distintos (o

bien se aproximan al momento de la ruptura de puntos de vista distintos). Uno

podría decir que la crisis expresa primariamente una situación-condición objetiva

mientras que la crítica refiere en esencia a una práctica realizada por sujetos. En esa

medida la cuestión significativa es como tiene lugar el encuentro entre lo que es

objetivo en la crisis con lo que es subjetivo en la crítica, y el modo en que

eventualmente se interpenetran mutuamente: la critica des-objetivizando la crisis, y

la crisis desubjetivizando la crítica.

Así, la conexión entre crítica y crisis la veo como una relación de mutua

atracción, como una serie de desplazamientos en los que cada término puede

registrar, producir y transformarse en el otro, y que por lo tanto no es reducible a

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una determinación causal o a una identidad de sus elementos. Es una relación

constituida por momentos de unidad y de divorcio, y por trayectorias que no son

unidireccionales, que pueden ir tanto desde la crisis a la crítica como desde la crítica

a la crisis. Esta no es una relación puramente teórica, sino que es el resultado

incierto de cómo las sociedades y sus miembros deciden en la práctica hacer sentido

e intervenir en momentos en que se fisura la textura de la relaciones humanas.

Uno podría decir que la crisis pone en cuestión la facticidad del arreglo de

cosas e imágenes de la vida social con las que operamos, y en esa medida constituye

un impulso … la crítica es la traducción comunicativa (subjetiva) de la crisis (opera

en base a una realidad constituida). Sin embargo, esta trayectoria puede ser

suspendida en cualquier momento, especialmente cuando la cuando la posibilidad de

la crítica es cancelada en la práctica por el marco en que la crisis es percibida y las

respuestas articulada. Es más no es ninguna sorpresa para ninguno de nosotros que

la respuesta habitual a las crisis es de hostilidad a la critica más que de bienvenida (ej.

discurso de “no hay alternativas”; discurso terapeútico).

Pero no deberíamos considerar a la crítica simplemente como una reacción

que le sigue a la crisis (predicado), pues la práctica de cuestionar nuestra vida social y

política también es un modo introducir, de activar, de producir la crisis. Entendida

de esta forma, la práctica de la crítica preserva la crisis como el momento de su

propia realización, en el sentido que no la supera sino que la inicia, la hace

inteligible, al transgredir las prácticas y normas que sostienen un estado de cosas.

Aquí la critica opera como un modo de insertar otra subjetividad en la objetividad

de la realidad. Pero esta posibilidad también puede ser interrumpida. Ya sea porque

la crítica es absorbida y domesticada por un discurso dominante (ej. Boltanski), o

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bien porque la crítica misma se distancia radicalmente del mundo como

subjetivismo destructivo y dogmatico.

Dicho esto, quisiera finalizar recordando que la relación entre crítica y crisis

no es una fórmula analítica fija. Es una relación cuyas manifestaciones empírica

deben ser exploradas en el contexto de cómo las sociedades responden a los

momentos de ruptura. Mi critica a la devaluación del concepto de crisis, es también

un modo de reclamar la relevancia de su vínculo con la crítica.

Una teoría social que olvida o escapa de los conceptos que pueden traer la

experiencia de la ruptura al lenguaje disuelve la posibilidad de comprender y revelar

los límites de nuestros modos de vida.

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