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EL LIBRO DE LA RISA Y EL OLVIDO

MILAN KUNDERA

5.

Vivió con su marido en Bohemia once años y también eran once los diarios que quedaron en casa
de la suegra. Poco después de la muerte del marido se compró un cuaderno y lo dividió en once
partes. Es cierto que logró evocar muchos acontecimientos y situaciones semiolvidadas, pero no
fue capaz de determinar a qué parte del cuaderno correspondían. La correlación cronológica se
perdía irremisiblemente.
Intento entonces recuperar en primer lugar aquellos recuerdos que pudieran servir como
punto de orientación en el correr del tiempo y formar el esqueleto básico para la reconstrucción del
pasado. Por ejemplo sus vacaciones. Tuvieron que ser once, pero sólo fue capaz de acordarse de
nueve. Dos se perdieron para siempre.
Intentó situar aquellas nueves vacaciones encontradas en las correspondientes partes del
cuaderno. Sólo pudo hacerlo con seguridad cuando el año había sido excepcional por algún
motivo. En 1964 a Tamina se le murió su madre y un mes más tarde fueron a pasar unas tristes
vacaciones en los montes Tatra. Y recuerda que al año siguiente fueron al mar, a Bulgaria. Se
acuerda también de las vacaciones de 1968 y de las del año siguiente porque fueron las últimas
que pasaron en Bohemia.
Pero si fue capaz de reconstruir a duras penas la mayoría de las vacaciones (a pesar de
que algunas no lograba situarlas), naufragó plenamente cuando intentó recordar las navidades y
los años nuevos. De once navidades encontró en los rincones de su memoria sólo dos y de doce
fines de año, sólo cinco.
Quiso también recuperar todos los nombres con que la llamaba. Su verdadero nombre no
lo había utilizado, seguramente, más que los primeros catorce días. La ternura de él era una
máquina que fabricaba ininterrumpidamente un apodo tras otro. Ella tenía muchos nombres y él,
como si aquellos se gastasen en seguida, le ponía sin parar otros nuevos. A lo largo de los doce
años que estuvieron juntos tuvo ella unos veinte o treinta nombres y cada uno pertenecía a una
etapa determinada de su vida.
¿Pero cómo descubrir de nuevo la ligazón perdida entre el apodo y el ritmo del tiempo?
Tamina sólo es capaz de reconstruirla en muy pocos casos. Se acuerda, por ejemplo, de los días
que siguieron a la muerte de su madre. Su marido le susurraba al oído su nombre (el de aquel
tiempo y aquel instante) con insistencia, como si la despertase de un sueño. Se acuerda de aquel
mote y puede apuntarlo con seguridad en la sección correspondiente a 1964. Pero todos los demás
nombres flotan loca y libremente fuera del tiempo, como pájaros que se hubieran escapado de su
jaula.
Por eso desea tan desesperadamente recuperar el paquete de los diarios y las cartas.
Sabe, por supuesto, que en los diarios hay también muchas cosas que están lejos de ser
hermosas, días de insatisfacción, de peleas y hasta de aburrimiento, pero no es eso lo que le
importa. No pretende devolverle al pasado su poesía. Quiere devolverle el cuerpo perdido. Lo que
la empuja no es la sed de belleza. Es el deseo de vivir.
Y es que Tamina está sentada en la barca que se desliza y mira hacia atrás, sólo hacia
atrás. El volumen de su ser es sólo aquello que ve allá atrás, a lo lejos. Y a medida que su pasado
se hace más pequeño, se pierde y se diluye, también Tamina disminuye y pierde sus rasgos.
Quiere tener los diarios para que el endeble esqueleto de acontecimientos que se formó en
el cuaderno comprado, crezca; para que se levanten sus paredes y se convierta en una casa en la
que pueda vivir. Porque si la lábil construcción de recuerdos se derrumba como una tienda de
campaña mal levantada, quedará de Tamina sólo el presente, ese punto invisible, esa nada que se
desliza lentamente hacia la muerte.

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