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Chile cuenta con un invaluable patrimonio arquitectónico que, más allá de los edificios
institucionales, cuenta con poca protección. De hecho en el ámbito de la vivienda, las
estructuras antiguas se encuentran de facto amenazadas a desaparecer y desde el barrio
Yungay se lidera hace años un lucha que es ejemplo de ello. Este barrio fue parte de la primera
expansión urbana planificada al oeste de la Plaza de Armas. Desde sus inicios, fue un barrio
mixto, en el cual habitaban tanto las clases más acomodadas de la ciudad -como lo testimonian
su grandes casas señoriales y hermosos pasajes-, así como las clases obreras -ubicadas en
humildes viviendas, cités y conventillos. En barrios como este, que fueron espacios de
desarrollo y florecimiento urbano, se pensó y construyó una ciudad en que belleza y humildad
eran vecinas. Aquí se practicó una arquitectura de dimensiones generosas, hermosos
ornamentos y un cuidado trabajo artesanal, donde hasta una cañería de desagüe era objeto de
laboriosa ejecución y embellecimiento. En sus más distinguidas estructuras, arquitectos,
constructores y artesanos engalanaron las fachadas con hermosas “joyas” —portones,
balaustradas, rosetones, relieves y otros— cual dignas señoras que ofrecían su nobleza tanto
hacia la calle como al interior. En las superficies de estos edificios quedó la huella de hábiles
manos que se abrían hacia la ciudad en la creación de un hermoso entorno.
El tiempo fue dejando huellas menos favorables sobre barrios como Yungay. Las clases
acomodadas que originalmente se asentaron en aquellos sectores, encontraron mayor
exclusividad hacia el extremo opuesto de la Plaza de Armas y se fueron desplazando hacia la
cordillera como queriendo huir lo más lejos de aquel sueño de una sociedad heterogénea. La
ciudad creció dándole la espalda al centro. Esto sometió a los barrios históricos, en cuyas
fachadas y construcciones quedó grabado el más fiel testimonio de la centenaria historia de la
ciudad y su gente, a una especie de prolongado paréntesis de olvido y abandono. Hacia fines
del siglo XX, el efecto de grandes terremotos como el de 1985 y luego de políticas de
planificación urbana que privilegian una modernización demoledora, se convirtieron en una
condena de muerte para sectores como el Barrio Yungay. So pretexto una dudosa noción de
progreso, el patrimonio constructivo del país fue estigmatizado, tildandolo de insalubre,
imposible e incluso peligroso y reemplazandolo por el monocultivo de altas torres de
habitáculos pobres en valor identitario, incluso material, operando en función de generar
mayores ganancias para un minúsculo grupo de inversionistas externos. Ante esta difícil
realidad y el poco interés de las agencias gubernamentales, lo que ha quedado a salvo, a duras
penas, ha sido gracias al comprometido trabajo de las comunidades activas y organizadas,
como es el caso del Barrio Yungay, que fue pionero en Chile en la defensa del rico patrimonio
tanto material como inmaterial de su zona urbana, alcanzando en el 2009 una de las escasas
figuras legales que provee de una mínima protección patrimonial: la zona típica.
Valenzuela y Rodríguez buscan desde su oficio, la orfebrería, valerse de este rico patrimonio
para concientizarnos sobre la importancia de su protección, tanto por ser una parte
fundamental de la historia de la ciudad, como también por ser una fuente de alternativas para
un mejor vivir en el futuro, en especial mediante un reencuentro con los oficios que dieron su
fisonomía al barrio. Este objetivo se logra tendiendo puentes: entre sí mismos, como vecinos,
artistas y el Barrio; entre la historia de la ciudad y sus ciudadanos; entre los oficios que
ornamentan casas y aquellos dedicados al cuerpo. Con esto en mente, llevaron a cabo una
investigación de la historia, las formas y técnicas de los trabajos de herrería, acompañada de la
documentación fotográfica de ejemplos aún existentes en el barrio. A esta documentación le
siguió la experimentación técnica y material, principalmente sustituyendo el hierro con cobre, de
profundo significado para Chile, y buscando reproducir en pequeño los gestos ornamentales y
las soluciones mecánicas para la creación de diversas piezas de joyería. La traducción de un
oficio a otro parece bastante lógica. Después de todo, tanto la herrería como la orfebrería se
dedican a realizar adornos en metal: la primera para edificaciones y espacios y la segunda para
el cuerpo humano. Sin embargo en una comparación entre ambos oficios podemos identificar
puntos que a primera vista parecen contrapuestos, pero que es posible unir tras un mayor
análisis. Estos se relacionan principalmente a lo que consideramos necesidad y exceso.
Llamamos joyas a pequeños objetos, que son el resultado del trabajo manual y creativo de un
joyero u orfebre, cuyo espacio de exhibición o lienzo es el cuerpo, forman parte del vestuario,
custodian nuestras memorias, dan a entender algo a los demás sobre nosotros mismos,
nuestros gustos, preferencias, y también sobre nuestra identidad y nuestra historia y
vinculación personal y familiar. Desde la filosofía y las ciencias sociales se entiende que los
adornos, incluida la joyería, pertenecen al ámbito de los excesos, aquello que no cumple una
función estrictamente utilitaria. Sin embargo, desde un estudio etimológico de los términos con
que nombramos a las joyas, al menos en castellano, aprendemos, que entre ellos, alaja
proviene del árabe al-hagah y significa lo necesario. Si bien las joyas no siempre cumplen una
clara función utilitaria -ni nos albergan, ni nos alimentan-, encierran una potente función
simbólica que es constitutiva del ser humano. Son necesarias para quienes somos, porque
condensan mensajes identitarios y los vinculan con la experiencia estética de lo pequeño y
precioso. De hecho el fenómeno de la joyería , como parte de aquella tendencia humana a la
ornamentación, es y siempre ha sido ubicuo. La necesidad de completar el cuerpo con objetos
portadores de sentidos ha estado presente en todas las culturas y todos los tiempos, desde que
despertó la conciencia simbólica en el homo sapiens, si no antes, como nos lo dejan saben los
hallazgos arqueológicos. Hoy día las joyas siguen siendo nuestras acompañantes cotidianas, a
veces de manera notoria y llamativa, pero en la vida diaria, las damos casi por sentado. Aun
cuando siempre están ahí en la forma de un anillo de matrimonio, una delicada cadena o un
discreto par de aros.
De la herrería podríamos decir lo opuesto, generalmente asociamos sus productos con fines
utilitarios y sin duda necesarios: para nuestro caso, por ejemplo, un portón cierra y protege. Sin
embargo, su grado de ornamentación excede lo funcional y claramente corresponde a la
categoría de exceso descrita arriba. Así vemos cómo las joyas son más necesarias y las
herrerías ornamentales menos meramente funcionales de lo que parecen a primera vista.
En conclusión, el adorno podría ser categorizado como superfluo incluso, como fue el caso
durante el ya fallido proyecto modernista, un crimen. Pero lo cierto es que el ornamento fue el
producto de nuestros primeros logros simbólicos y, hoy, que hemos hecho las paces con él
como parte de nuestra humanidad, continúa siendo su potente portador. Así mismo vamos
haciendo las paces con un patrimonio histórico constructivo antes estigmatizado, vamos
rescatando sus diversas dimensiones de valor y reconociendo en él nuestra humanidad.
Cuando hablamos de comparar entre joyas y herrerías, no hay que dejar de lado otro
importante asunto, un cambio de escala no menor. Si bien hemos visto que el recorrido de la
herrería a la orfebrería es relativamente directo, este implicó para Valenzuela y Rodríguez un
paso hacia la miniaturización: de las joyas para una fachada, a las joyas para el cuerpo
humano. Dar este paso supuso la investigación técnica y material que permitiese llegar a las
joyas de cobre que forman la muestra. Y el resultado es realmente precioso. Portones se
convierten en pequeños y delicados encajes para el cuello, pecho y orejas. Volutas, hojas,
uniones, todo en cobre y en pequeño. En términos simbólicos, esta transferencia de escala
tiene también una importante consecuencia: resulta en la posibilidad de crear un patrimonio
portátil, liberado de la muralla, que el usuario puede llevar consigo y exhibir ante otros y en
cualquier lugar, explotando así otra cualidad fundamental del objeto de joyería: siendo su
espacio de exhibición última el cuerpo del usuario, la joya tiene el potencial de quedarse en
casa o salir a la calle.
De esta manera, las joyas de Forjadas nos invitan a cargar con, es decir hacernos cargo de la
historia de la ciudad. Estas joyas nos empoderan a poseerla, como si a través de ellas
pudiésemos reapropiarnos de un hilo abandonado, que no hilvana sino el relato de las redes de
relaciones entre ciudadanos de diversas clases, articulado por maestros artesanos que dedican
su vida y sus manos a realizar objetos de cultivada belleza para el disfrute de otros. Y de
tiempos en la historia de la ciudad de Santiago, en que el cuidado y el cariño por el objeto bien
trabajado y el trabajo bien hecho, reinaban sobre la economía utilitarista. Un tiempo en que
nuestro trabajo nos unía en comunidad, en lugar de alienarnos.