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Estoy en un dia en que me pesa, como un ingreso en la c�rcel, la monoton�a de todo.

La
monoton�a de todo no es, sin embargo, sino la monoton�a de m�. Cada rostro, aunque
sea el
de quien vimos ayer, es otro hoy, puesto que hoy no es ayer. Cada d�a es el d�a que
es, y
nunca ha habido otro igual en el mundo. S�lo en nuestra alma se encuentra la
identidad -la
identidad sentida, aunque falsa, consigo misma- mediante la cual todo se asemeja y
se
simplifica. El mundo es cosas destacadas y aristas diferentes; pero, si somos
miopes, es una
niebla insuficiente y continua.
Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, huir de lo que es m�o, huir de lo que
amo.
Deseo partir -no para las indias imposibles, o para las grandes islas del sur de
todo-, sino
para el sitio cualquiera -aldea o yermo- que tenga en s� el no ser este sitio.
Quiero no ver ya
estos rostros, estas costumbres y estos d�as. Quiero reposar, ajeno, de mi
fingimiento
org�nico. Quiero sentir al sue�o llegar como vida, y no como reposo. Una caba�a a
la orilla
del mar, una caverna, incluso, en la falda rugosa de una sierra, puede darme esto.
Desgraciadamente, s�lo mi voluntad no puede d�rmelo.
La esclavitud es la ley de la vida, y no hay otra ley, porque �sta tiene que
cumplirse sin
insurrecci�n posible ni refugio que encontrar. Unos nacen esclavos, otros se
vuelven
esclavos, y a otros les es dada la esclavitud. El amor cobarde que todos tenemos a
la
libertad -que, si la tuvi�semos, la extra�ar�amos, por nueva, y la repudiar�amos-
es la
verdadera sa�al del peso de nuestra esclavitud. Yo mismo, que acabo de decir que
desear�a
la caba�a o la caverna donde estuviese libre de la monoton�a de todo, que es la de
m�,
�osar�a yo partir para esa caba�a o caverna, sabiendo, por conocimiento, que,
puesto que la

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