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Lic.

Eduardo Miranda

Alumno de Maestría en Arqueología

Centro de Estudios Arqueológicos de La Piedad, Michoacán

De (preso) a (interno) y la vulnerabilidad del criminal:


Historia del Sistema Penitenciario de Tijuana

Resumen: A lo largo de la historia la relación entre criminal y castigo siempre ha sido impuesta

por la normatividad cultural de cada sociedad. Por lo tanto, es debido al acto criminal y, por

ende, la imposición de su pena a través del poder del Estado, que se puede conocer

históricamente las características del sujeto de estudio, sin embargo, la esencia del castigo no

sólo implica la ejecución de la justicia, sino además tiene que provocar en el poder que la efectúa

una satisfacción, “una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sentido de lo sagrado

y su profanación” (Garland, 1990:49). Es entonces cuando la vulnerabilidad social del criminal

queda expuesta, ya que “la prisión es, en la práctica, el mayor poder que el estado democrático

ejerce sobre un ciudadano” (Morris, 1974:9).

Palabras Clave: Vulnerabilidad, historia criminal, prácticas de control, ultramasculinidad.

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“La vida en una celda”

Entre la corporalidad, el aislamiento y la violencia

“A mí sí me golpearon mucho, me pegaron en mi pecho al grado de que no tengo pezones.

Los pezones me están drenando mucho, sigo enferma” (Azaola y Yacamán, 1996:75).

La Penitenciaria de Tijuana inició sus operaciones el martes 20 de noviembre de 1956. Su

apertura no sólo fue necesaria dadas las precarias condiciones carcelarias en la frontera sino

también debido a la reciente incorporación de Baja California como Estado de la República, lo

que significó el interés civil por formar en la ciudad, la implementación de un método capaz de

ejercer justicia, y, por lo tanto, de vigilar y castigar el crimen. A comienzos de la década de los

años 50´s en Tijuana, las características económicas y demográficas del Estado comenzaron a

modificarse, provocando cambios profundos en la política social y demográfica, de acuerdo con

Stavenhagen (2014:72), Baja California Norte, tenía en el año de 1956 una población calculada

de 424, 050 habitantes, en el año de (1956) el municipio de Tijuana contaba con una población

que representaba casi la tercera parte de la población. En este contexto, la Cárcel Pública de

Tijuana demuestra lo necesario que fue en particular, la apertura de un centro penitenciario

especializado para una de las fronteras más complejas, criminalmente hablando:

“(…) el tráfico de drogas de Tijuana hacia los Estados Unidos data del siglo XIX,

cuando las leyes mundiales comenzaban a prohibir la producción, distribución y

consumo de alcohol y substancias psicotrópicas. En ese momento, los traficantes

importaban marihuana casera y opiáceos sembrados en importantes zonas de

producción en la actualidad en California” (Corona, 2014:12).

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En esos días, la localización de la Cárcel Pública de Tijuana se encontraba ubicada en el

centro de una zona habitada por numerosas familias, contigua a una escuela y a las oficinas de

las Iglesias Católicas más concurridas de la ciudad, esto constituyó por muchos años un

verdadero problema para el gobierno del territorio, sin que se le haya dado una solución. El

antiguo edificio construido en los primeros días de Tijuana, sin acondicionamientos técnicos, ni

atender la satisfacción de las necesidades más ingentes de los reos ahí alojados y mucho menos

considerando el desarrollo de la población que lógicamente traería la multiplicación de los

delincuentes, sólo merecía el calificativo de “tugurio de mala muerte” (El Heraldo, 1950:14),

reuniendo todas las deficiencias imaginables.

Con la ascendente demografía de Tijuana a mediados del siglo XX, aumentaban las

penalidades de los presos, facilitando toda clase de delitos al interior del recinto; esta situación

era amenazante para todos aquellos que tuvieron que permanecer bajo su ruinoso techo. Sin más

ni menos, las condiciones de higiene que privaban en el interior de la Cárcel Pública, además

de las extremas privaciones a las que se veían sometidos los reos; la inexperiencia, la falta de

criterio de los encargados de su administración y vigilancia, la carencia de sistemas adecuados,

el hambre y las vejaciones a las que se encontraban sometidos los prisioneros confinados en los

alojamientos llamados “tanques”. Fueron las principales causas de que los presos hayan

realizado desesperados esfuerzos para fugarse, prefiriendo el riesgo de una bala que pusiera

trágico fin a su existencia, a las innumerables penalidades a que se veían sometidos mientras

purgaban las ofensas a la sociedad que los hizo responsables.

La historia de la Cárcel Pública de Tijuana demuestra, en este sentido, una incapacidad

para dar alojamiento dentro del margen de las exigencias meramente humanas. Por lo tanto, la
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imposibilidad de establecer sistemas adecuados de trabajo y alimentación para los reclusos, así

como los intentos constantes de fuga, además de las intemperancias del Alcaide, la falta de

medicinas para atender sus males, la ración miserable para su alimentación, la falta de agua, de

excusados y demás servicios sanitarios; es decir, un hacimiento total. Tuvo como consecuencia

la urgentísima necesidad de construir una nueva cárcel debidamente acondicionada para

hombres y mujeres.

Mientras tanto, los intentos de fuga por parte de los presos continuaban en la Cárcel

Pública, por lo que una de las medidas innovadas para evitar que los reclusos en la prisión de la

avenida C continuaran sus prácticas de huida, fue la implementación de periódicos registros en

las crujías (todavía no existían celdas), para intentar retirar los diversos instrumentos que

pudieron haber servido a los penados para hacer alguna excavación. Sin embargo, esta

periodización de operativos sorpresa con la finalidad de detener los escapes de los reclusos no

cesó, los condenados continuaron horadando la tierra. Fue por un verdadero azar que se

descubrió un nuevo intento de fuga de los presos de la Cárcel Pública, cuando un aviso

misterioso llegó a oídos del Alcaide Pedro Martínez Gallegos, inmediatamente se notificó a la

comandancia de Policía para que se enviara un grupo de agentes que hicieran una revisión del

penal para descubrir los medios del escape.

No obstante que periódicamente se hacían los registros en la cárcel, no se había

descubierto ninguna cosa sospechosa que hiciera pensar que se tratara de un nuevo intento de

huida, por ello, al recibirse tal aviso fueron comisionados: el oficial Sergio Marín, el capitán

Roberto Valle Miller, el cabo Enrique Pacheco Preciado, David Roque Uribe y Juan Hernández

Rodríguez. El registro se inició a las siete de la noche y empezó en los diversos tanques que se
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encuentran en ambos lados de la entrada, pese a la cuidadosa revisión hecha, no se logró

descubrir absolutamente ningún signo de fuga, los agentes recorrieron uno por uno los catres de

los reclusos levantando las cobijas, revisando debajo de cada mueble, pero sin éxito.

Cuando ya se pensaba que el aviso había sido una falsa alarma, el agente Juan Hernández

Rodríguez empezó a notar algo sospechoso, habían llegado al tanque número cinco, cuando el

agente Hernández vio sobre una cama al recluso Eulalio González Juárez, qué en el año de

(1942), le disparó siete balazos con una automática a su esposa y a un primo de ella, matándolos

a ambos en la colonia Independencia. Al darse cuenta de que el recluso lo vigilaba se puso a

observarlo disimuladamente y entonces notó que, al acercarse al espacio entre dos catres, el

penado se sobresaltaba ligeramente, eso bastó para que concentrara su atención sobre ese lugar,

viendo que debajo de un cajón vacío que servía de buro o mesa de noche, se encontraba un saco

como tapete. Al removerlo, se dio cuenta inmediatamente de que estaba ante una excavación en

el cemento, como de pie y medio de ancho que dejaba paso para un túnel que, al ser recorrido

en toda su extensión, se vio que “tenía más de trece metros de largo” (El Heraldo, 1950:8-9).

La construcción del túnel fue posible, debido principalmente a que la capa de cemento

que cubría los tanques era sumamente delgada, ya que la tierra sobre la cual se asentaba la

edificación carcelaria era fácil de remover, por lo que para los reclusos fue sencillo llevar a cabo

tal excavación. La tierra sobrante se echaba en las tuberías de desagüe del tanque, haciendo

correr el agua sobre ella, para que desapareciera el cuerpo del delito. Era claro pues, la urgencia

de la construcción de una nueva prisión, por lo que el martes 20 de noviembre de 1956, cerca

de la una de la tarde y no obstante el pésimo clima que había fue inaugurada la Penitenciaria,

en La Mesa de Tijuana. El acto fue presidido por el Presidente Municipal, el Dr. Gustavo
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Aubanel Vallejo, asistieron al acto los diputados José Rubio y el Lic. Guillermo Caballero, Glen

Ward, gerente de la Ciudad de Chula Vista, el Gral. Del Toro Morán y otras personas. El propio

Sr. Quirós y el Sr. Salcido Salazar, presidente de la junta Federal de Mejoras Materiales

ayudaron al Dr. Aubanel a izar la asta bandera, mientras la banda de guerra de la Policía

Municipal hizo los honores de apertura:

“La enseñanza patria fue arriada inmediatamente debido al fuerte viento que soplaba, el

Sr. Tiburcio Patiño pronunció un discurso en que se refirió a las personas e instituciones

que unieron sus esfuerzos para construir la primera parte del edificio, unidad que

consiste en cinco talleres y una cocina, hechos por Ingeniería Especializada, S. A. a

cargo del arquitecto Homero Martínez Hoyos, la alcaldía y garitones construidos por el

Departamento de Obras y Servicios Públicos Municipales del cual es titular el arquitecto

Oskar Beckmann Gallardo y el terreno donde se levanta fue donado por el Sr. Roberto

Estudillo. Esta parte inicial del edificio fue construida con fondos proporcionados por el

Ayuntamiento y por la Junta Federal de Mejoras Materiales que preside el Sr. Jesús

Salcido Salazar, Administrador de la Aduana fronteriza” (El Heraldo, 1956:1-2).

Algunos años después de su apertura, la Penitenciaria comenzó a formar en el interior

de sus “paredes” (si se le pueden llamar así, puesto que al principio no eran tales, sino

simplemente barrotes y alambres de púas rodeando una cerca), una especie de ciudad

autogobernada por los propios criminales. A su vez, estos mismos cometían todo tipo de delitos,

extorsionando a otros reclusos y a sus familias, diciéndoles que los harían adictos si no pagaban

“la cuota”, además de secuestrar personas del exterior y recluirlas en el propio penal, se traficaba

dentro y fuera con drogas, alcohol y prostitutas. Es bien sabido que los sicarios salían al servicio
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del crimen organizado a ejecutar sus delitos y regresaban a la penitenciaria como si fuera una

casa de seguridad, además de estas terribles circunstancias se le sumaba que:

“El Pueblito era un hacinamiento total, dependía de una alimentación proveída por

ellos mismos, o por la caridad, sin un sistema mínimo de control de salud, niveles de

hepatitis C elevadísimos, SIDA, pulmonía, de todo tipo de infecciones por una falta de

control. Vivía dentro del penal gente que no tenía razón para vivir ahí, las autoridades

no tenían ningún control de las rejas” (Martínez, 2016).

Esta ciudadela llamada “El Pueblito”, sería mundialmente conocida, ya que sólo existían

dos prisiones así, una en la India y otra en Tijuana, ¿qué tiene de especial? Pues que por los

registros del penal (lo que queda de los incendios y motines), testimonios y reportajes, se sabe

que esta penitenciaria albergaba a más de 400 familias que vivían “cotidianamente” con su

preso, es decir, niños que dormían ahí y por las mañanas asistían a las escuelas, o esposas que

“hacían trabajos” para conseguir dinero o favores para sus esposos, esto era la vida cotidiana en

una de las prisiones más peligrosas del país. “Las mujeres que se encuentran en el Penal de

Tijuana por delitos contra la salud representan 50% de las internas; 26% están por robo o fraude;

11% por homicidio; 2% por riña o lesiones y 11% por diversos delitos como encubrimiento,

secuestro, etc.” (Azaola y Yacamán, 1996:72). En numerosos casos, estas mujeres adquieren la

adicción al relacionarse con internos que las inducen a consumirla, dicha situación se complica

aún más, una vez que son abandonadas por sus parejas, ya que, las mujeres que se han vuelto

adictas tienen que ingresar a la prostitución para poder costear la droga.

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“Aquí se pueden comprar desde aparatos electrodomésticos: televisiones,

videocaseteras, modulares, se consiguen estufas y refrigeradores, hornos de microondas,

lámparas, camas, juegos de sala, comedores, cortinas, además abundan los teléfonos

celulares y si el presupuesto no alcanza, para eso hay “casas de cambio”, como les dicen

a algunos prestamistas que financian a los apurados por sólo 10% mensual de interés

activo. Y si de plano a alguien no le gusta su celda compra una casa o construye la propia

al gusto, los precios están entre 10,000 y 80,000 dólares, que es aquí la moneda de uso

corriente, esas son las famosas “carracas”, como se llama a las viviendas que, a lo largo

de los años, se han ido levantando en el penal y que le han dado el nombre de “Pueblito”

al reclusorio más importante del estado, único en su género” (Albarrán, 1992:2).

Entonces, ¿qué es una penitenciaría y cuales son sus características? ¿Por qué ya no se

le llama “preso” sino “interno”? Resulta que la primera vez que ingresé al penal de Tijuana, en

calidad de investigador (afortunadamente), algo que me llamó la atención fue que el

Departamento de Psicología y Criminología inmediatamente me corrigió cuando mencioné la

palabra (preso) y no (interno) y resulta que todo esto tiene que ver con los supuestos

fundamentos y funcionamientos de un sistema penal, ¿a qué se refiere esto? La respuesta se

remite a la Historia, en el momento en que decideron cambiar precisamente el término de

prisión, o cárcel, por el de penitenciaría, esto se debió principalmente a que a finales del siglo

XVIII alrededor del año de (1787), un grupo de cuáqueros con ideas benevolentes y el afán de

mejorar las condiciones de la Cárcel de la Calle Wallnut, en Filadelfia, decidieron formar lo que

se conoció entonces como: The Philadelphia Society for Alleviating the Miseries of Public

Prisons.

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La finalidad de tal sociedad era concluir con el dolor excesivo y las penas infligidas a

los prisioneros, así como contrarrestar la brutalidad del sistema de castigo mediante el

confinamiento, es decir, la importancia de la implementación de las ideas cuáqueras en el

Sistema Pensilvania, así como en las demás cárceles del mundo, reside precisamente en la

utilización e implementación del término bíblico: penitencia. Este método, consistía en aislar a

los presos en lugar de castigarlos en base a la tortura y el dolor para que pudieran estar solos

con Dios y en comunión con sus actos, en el silencio de sus pensamientos y en el espíritu de la

purificación. Además de esta modificación lingüística se supone que este cambio implicó

históricamente no solamente una humanización en los derechos humanos de los internos, sino,

además, un plan de reinserción social del delincuente, es decir, que ahora tenga un propósito

social, que aprenda dentro del penal un oficio para su beneficio una vez que sea retornado a la

sociedad.

Sin embargo, la realidad es muy distinta. Ya que para la mayoría de las realidades en las

prisiones de México o Latinoamérica esta ficción no es un reflejo de la vida cotidiana que se

vive en una celda:

“(…) hacinadas, promiscuas, malolientes, incubadoras de tuberculosis, de

enfermedades epidémicas, del VIH y del sida, las cárceles albergan en sus edificios

ruinosos, por donde circulan cucarachas y ratones, a centenas de prisioneros inertes,

cuerpos dóciles, sin asistencia material, jurídica y médica, sin ningún género de

clasificación, compartiendo, en celdas colectivas, en patios infectos, un ambiente

anárquico, luego de afirmar que el sistema carcelario latinoamericano presenta

síntomas de ineficiencia e ingobernabilidad ” (Barros Leal, 2010:105-106).

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Algunos académicos del siglo XXI, (Aguirre y González, 2013), (Oliveira, 1999 y

2000), (Davis, 2006), (Linares, 2008), (Salazar, 2016) sugieren que el orden social y su

desintegración es producida por la rutinización de la violencia y su expresión en prácticas

del Estado y normas societales. En consecuencia, algunas “ciudades de América Latina,

donde los problemas de violencia rutinaria parecen estar alcanzando proporciones de crisis:

el desempleo, las drogas, la violencia familiar, las pandillas y otras formas de violencia

organizada, así como la desconfianza de la policía y la alienación de jóvenes, también están

en aumento” (Davis, 2006:181).

En este sentido, “millones de jóvenes enfrentan la incertidumbre y los efectos de

una crisis ampliada que afecta sus condiciones de vida, sus expectativas de empleo, su

acceso a prestaciones sociales, el decremento de su seguridad en contextos cada vez más

violentos desde los cuales, de forma paradójica, se estereotipa y criminaliza a los jóvenes

como si fueran ellos los causantes de la violencia y penurias económicas que vivimos”

(Valenzuela, 2010:15). Generando, de esta manera, un contexto social vulnerado en el cual

“México presenta rasgos preocupantes de vulnerabilidad e inseguridad social -ya que la

vulnerabilidad se sustenta en la pobreza, la ausencia de empleos, la precarización laboral,

el deterioro de las instancias de seguridad social, el desplazamiento de millones de

personas, la creciente inseguridad y el miedo” (Valenzuela, 2014:316). Como consecuencia a

esta problemática:

“El sistema carcelario en México se encuentra saturado con personas (en gran

medida de jóvenes y pobres), detenidas por delitos contra la salud, pues, de acuerdo

con investigación del (CIDE, 2012), tres cuartas partes de los presos (cuatro

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quintas partes en el caso de las mujeres), fueron detenidos por delitos como

transporte, posesión y venta minorista de drogas” (Valenzuela, 2014:176).

A su vez, es necesario también que la prisión deje de evocar al universo masculino,

puesto que “poco se ha divulgado, hasta la fecha, de las características específicas actuales

de la delincuencia femenina, ya que la mayoría de los estudios, investigaciones y debates con

enfoques criminológicos del mundo carcelario, siguen centrándose en la población

mayoritariamente masculina” (Yagüe, 2005:31). En consecuencia, se debe realizar un

profundo debate social sobre el trato que reciben las mujeres que sufren un castigo penal por

la transgresión de las normas sociales, ya que desde el punto de vista más objetivo, son ellas

los actores más vulnerados dentro de los procesos penales, en todas sus vertientes de abusos,

físico, moral, sexual, mental, emocional, etc., “la mujer, a su ingreso, en su bagaje personal

trae consigo la culpabilidad, la angustia e incertidumbre por la responsabilidad familiar en el

exterior: hijos, padres o personas dependientes de la estabilidad marital, etc.” (Yagüe,

2007:7).

“¿Para usted qué fue ser prisionera en la Penitenciaria de Tijuana?

Peor que ser un animal. A lo cual usted no tiene derecho ni de ver a la cara a la persona

que le está gritando, no tiene derecho a caminar con las manos por los lados, tiene

que llevarlas atrás y con la cabeza baja, no tiene usted derecho a una comida digna, a

un trato digno, ni respeto a sus pertenencias, porque desde la servidora de más bajo

rango hasta la de más alto rango, disponen de sus cosas como si fueran de ellas”

(Beltrán Ortiz, 2015).

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Fuente: fotografía de Eduardo Miranda

El poder de la prisión:

una forma simbólica del castigo

En la prisión, la masculinidad es leída como una forma específica de dominación, por lo

tanto, en este lugar se elaboran e imponen los principios de la más pura violencia que se

practica en el interior del más privado de los universos. Para Pierre Bourdieu (1998), la

dominación masculina y la manera que se ha impuesto es el mejor ejemplo de aquella

sumisión paradójica, consecuencia de lo que él llamó: violencia simbólica, una violencia que

es “insensible para sus propias víctimas y que se ejerce esencialmente a través de los caminos

puramente simbólicos” (Bourdieu, 1998:10).

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El concepto de Bourdieu, sobre la construcción social de los cuerpos sugiere que

dicha masculinidad en condiciones de encierro se construye a partir de un orden sexual

ultramasculino y se sustenta en la excesiva violencia. Esta referencia al sentido sexualizado

del cuerpo socializado, indica la existencia de un lenguaje dentro de la prisión que distribuye

todos los cuerpos, haciéndolos dóciles, es decir, ejerciendo un poder simbólico que organiza.

“El movimiento hacia arriba está asociado, por ejemplo, a lo masculino, por la erección, o la

posición superior en el acto sexual” (Bourdieu, 1998:11-12); en una celda, aquellos que

tienen el control son los que tienen más tiempo ahí, ellos están arriba y generalmente se

convierten en jefes de celda, o simplemente quienes tienen los medios para pagar un tapanco,

(que es básicamente una tabla clavada a la pared), no duermen en el piso, (abajo), donde

duerme la tropa, ellos duermen (arriba), y para obtener ese lugar es preciso ser respetado y

saber respetar, ¿cómo te ganas eso? Existen tres formas: 1) aguantar trece o dieciocho

segundos de golpiza sin desmayarte por todos los miembros de la celda, 2) uno de los rituales

de iniciación es la violación sexual de los internos, por lo que por las noches debes defender

esa masculinidad también a través de la violencia, 3) puedes pagar en efectivo por ese respeto.

Por lo tanto, la cárcel se convierte en un universo ambivalente, donde el orden de la

sexualidad no está conformado como tal y donde la subordinación organiza todo el

comportamiento. El suelo y las literas, ambos lugares para dormir implican un espacio de

dominación, un arriba y un abajo, un espacio inferior y otro superior, “este espacio se

organiza según dos coordenadas fundamentales: los camarotes –arriba- y el suelo –abajo-.

Uno y otro son los espacios relevantes para definir el estatus dentro de una celda, vinculado

con la novedad o antigüedad de un interno o con su poder económico” (Parrini, 2007:98-99).

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El poder que se ejerce dentro de la prisión se basa en una organización social que

depende de condiciones permanentes de violencia, de esta manera, se organizan las

subjetividades entorno a un orden de brutalidad y transgresión física, sexual y psicológica,

expuesta y constante, lo que da paso a una ultramasculinidad. En este sentido, las jerarquías

de la cárcel son puestas a prueba de manera enfática en un orden ascendente y totalitario,

dando paso a la agresión y la violencia que les permite a los hombres mantener un estatus en

su grupo masculino:

“(…) la mecánica del poder que persigue a toda esa disparidad no pretende suprimirla

sino darle una realidad analítica, visible y permanente: la hunde en los cuerpos, la

desliza bajo las conductas, la convierte en principio de clasificación y de

inteligibilidad, la constituye en razón de ser y orden natural del desorden. ¿Exclusión

de esas mil sexualidades aberrantes? No. En cambio, especificación, solidificación

regional de cada una de ellas. Al diseminarlas, se trata de sembrarlas en lo real y de

incorporarlas al individuo” (Foucault, 2001:157).

Como consecuencia, la identidad, en un ambiente exclusivo de hombres queda

subordinada ante una hegemonía masculina que se traduce en la pérdida de tres elementos

simbólicos que dejan de ser propios al vivir en una celda, esto como modelo de control

cultural: el cuerpo, la libertad y su historia. En este sentido, los hombres pueden ser

considerados masculinos si saben pelear, si pueden mantener un trabajo, si están casados, si

son heterosexuales, etc., pero es cuando estos medios tradicionales de demostrar la

masculinidad se reprimen que el comportamiento violento es más probable de ocurrir y por

lo tanto, los hombres que están afuera como los presos, dependen constantemente de una

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validación de la masculinidad, por lo que el comportamiento criminal es una alternativa para

lograr legitimar dicha masculinidad.

Entonces, el existente sistema de prisión sirve para reproducir estas formas

destructivas de masculinidad en las que prevalecen, las formas más idealizadas y valoradas

de “ser hombre”. Acentuando la dominación, el heterosexismo, la homofobia, o el racismo,

por ejemplo, “quienes son identificados como indígenas, ya sea por su aspecto o por su

lengua, son abiertamente discriminados por los internos y experimentan dificultades en su

relación con la institución y la justicia en general” (Parrini, 2007:81). Principalmente existen

dos estructuras de poder dentro de la prisión: la primera consiste en un sistema jerárquico

donde los hombres “simplemente” dominan a los demás y existe el otro proceso de

interdominación donde unos “grupos de elite” (pandillas y mafias) masculinos subyugan y

dominan a otros grupos de hombres con menos estatus.

En este sentido, “la masculinidad hegemónica” (Connell y Messershmitd, 2005) sirve

como una vía de la violencia ejercida por los reos para resolver sus conflictos interpersonales,

puesto que estas diferencias en los roles de género son altamente importantes para la

comprensión de la identidad masculina, tanto de las masculinidades, como del

comportamiento criminal, ya que ambas discusiones son identificadas como parte del

pensamiento criminológico. La prisión masculina constituye en esencia, la expresión y

reproducción de la hegemonía masculina que sirve como pauta para la comprensión de la

vida de los internos, la segregación sexual y las relaciones entre hombres, mismos quienes a

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través de este comportamiento tipificado y criminal reafirman su estatus e identidad como

sujetos.

En este sentido, ser “criminal” entre los hombres no es simplemente una extensión

del rol sexual masculino, el delito es una forma de práctica social invocada como recurso,

cuando otros recursos no están disponibles para el cumplimiento de la masculinidad. Por lo

tanto, “las jerarquías de los presos son establecidas usando los recursos masculinos

disponibles, en primer lugar, lo hacen escondiendo la vulnerabilidad y en segundo,

expresando la dominación física sobre otros hombres, reforzada por su historial criminal”

(Karp, 2010:52). En esta realidad aislada y claustrofóbica, “sobre estas dimensiones físicas

de la incomodidad se ciernen la soledad y la extrañeza, intensificadas por la constatación de

que lo que se vive es, ante todo, la realidad. Realidad que conduce a la extrañeza y que

adquiere vigor en los límites del sueño y la vigilia. Orden onírico de la realidad y el encierro”

(Parrini, 2007:83).

“¿Qué fue para ti el encierro?

Frustración, miedo, enojo, muchos sentimientos encontrados. Porque no sabes cómo

reaccionar ante esta situación y más después de esto, ver a tu familia, la primera vez

que entran a verte, te quieres ir con ellos, cuando salen de la visita, te quieres ir,

quieres salirte corriendo, pero no, pues obviamente no se puede. Aprendes a valorar

lo más pequeño de que aquí afuera, lo que tú crees que es pequeño, tienes la libertad

de que, si quieres ver a alguien de tu familia, a pues vas a visitarlo, allá adentro no

puedes, ni siquiera una llamada, nada, por más que quieras hablar con tus hijos, con

tu familia, ya no lo puedes hacer y aprendes a valorar mucho la libertad” (Ex interno:

anónimo, 2015).

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Conclusión: “el infierno” como espacio social

Los internos usualmente describen la cárcel como un infierno por las condiciones de vida

que ahí existen, por los sucesos que dentro ocurren, por el tipo de relaciones que se

establecen, tal vez por las constantes violaciones de todo tipo, quizá por el calor asfixiante y

el olor penetrante de veinte o treinta personas compartiendo un espacio de cinco metros

cuadrados, cuando se supone que acorde a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos

no debe haber más de cuatro personas por celda. En este sentido, es considerado como un

espacio del sufrimiento, “es un infierno porque es un lugar de expulsión: quienes allí habitan

y los que se encuentran en ese otro lugar, en el más allá, están, unos y otros, condenados”

(Parrini, 2007:83).

Este espacio social al que los prisioneros denominan “infierno” por su lógica de

aversión y caos, puede ser considerado como un no lugar, tal como lo señala (Augé, 2000)

quien utiliza este término para referirse a los espacios urbanos en donde predomina el

anonimato o la violencia, donde no es posible interceptar la historia y la identidad, ni el

vínculo entre ellos. En este sentido, nadie habita la cárcel, nadie se la apropia como un lugar

personal, quienes están presos, están sin estar, habitan sin habitar, ya que “la cárcel como

infierno es un espacio abyecto e impuro, para confrontar esta dimensión los internos salen de

ella discursivamente, creando una doble distancia: de ellos respecto a la cárcel,

transformándola en un no lugar, pero a la vez habitándola según sus propios modos e

intereses: construyendo un espacio propio que los distancia del espacio mismo en que moran”

(Parrini, 2007:100).

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Estos espacios urbanos son a su vez límites físicos entre el orden y el caos, entre los

criminales y los buenos ciudadanos, entre las personas que respetan la justicia y las que no,

entre lo “normal” y lo “anormal”, entre lo peligroso e inofensivo; la cárcel como “lugar”

segmenta el espacio entre lo público y lo privado, lo ordena de tal modo que ciertos lugares

y ciertas personas permanezcan bajo vigilancia creando una atmosfera de seguridad que lleva

al ciudadano a vivir en una situación de constante observación y control. Y como un “no

lugar” demuestra la obsesión humana y el empeño constante en construir espacios de

dominación, esta cuestión es fundamental para la adaptación de cada ciudadano al orden

social, el cual se realiza no sólo a través de prácticas de control o la manipulación de los

individuos, sino creando todo un conjunto de técnicas e instituciones capaces de medir,

controlar y corregir a aquellos quienes no se integran a la “normatividad”.

En este sentido, la arquitectura penitenciaria simultáneamente representa sus

asociaciones con el poder, ya que esta institución “necesita de una sociedad que se sienta

temerosa, insegura y vulnerable; mantenerla así hace a la gente sumisa y consolida la eficacia

del poder” (Cortés, 2010:9), cuya función principal es mostrar de manera fehaciente el medio

a través del cual se ejerce el poder simbólico del castigo mediante la vigilancia y las prácticas

de control. Para (Foucault, 1989), la arquitectura carcelaria en términos de planificación

espacial e institucionalización de las tecnologías del poder es una arquitectura que observa,

espía y vigila, todos ellos, procesos basados en prácticas de control:

“Se entiende así que son las formas arquitectónicas las que con sus planteamientos

espaciales tienen responsabilidad en la observación y el espionaje; una arquitectura

vigilante que tiene objetivos disciplinarios y que institucionaliza la tecnología del

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poder con el fin de reprimir a los individuos, fabricar cuerpos sometidos y ejercitados

e imponer el silencio” (Foucault, 1989:72).

Tal como se mencionó al comienzo, la relación histórica entre el castigo y la condena

está intrínsecamente relacionada con la formación de los sistemas punitivos que por efecto

generan una subjetivación del individuo inmerso en un proceso de vulnerabilidad y vigilancia

del cual deviene un poder que instaura un orden en el equilibrio de las sociedades

disciplinarias modernas. Tales prácticas de control han aparecido ante la Historia como

necesarias en el ideal social, el cual ha venido produciendo la fórmula para administrar el

poder de la pena; un rasgo característico de tal poder en la modernidad, es el desarrollo de

técnicas orientadas hacia los sujetos, ejerciendo una permanente vulnerabilidad y una

coerción simultanea de las estructuras, produciendo cuerpos disciplinados desde sus propias

instituciones y en este particular caso, el de la Penitenciaria de La Mesa, en Tijuana.

“Los crímenes y los criminales son producto de la sociedad, y a la vez, son

instrumentos y víctimas de la misma. Un crimen es lo que la sociedad escoge definir

como tal, algo que puede ser considerado como un crimen en una sociedad puede no

serlo en otra. De aquí que la sociedad sea la que define al criminal y no el criminal

quien se define a sí mismo. Invariablemente la sociedad es la que hace al criminal

porque los criminales, en realidad se vuelven tales, no nacen así” (Montagu, 1970:12-

13).

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