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D. M.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a Joni Evans y
Julie Grau por su interés y preocupación
por estos ensayos; y también a mi
ayudante Harriet Voyt, por su
maravilloso carácter y su ayuda en la
preparación de este libro.
LA CABAÑA
Prólogo
Rutland Gate
Un cariñoso saludo,
David Mamet.
El rastrillo
El Embankment
Camden Town
Tengo una misión que cumplir:
llevar la ropa a la lavandería. Además,
quiero mirar todos los puestos de ropa
vieja de Camden Town.
Es sábado y llueve mucho. Meto las
prendas pequeñas en mi mochila y voy a
Camden Town en taxi. La mochila es un
chisme pequeño y negro, y lleva cosida
una insignia de la compañía
cinematográfica de mi socio, Filmhaus.
En la insignia se ve una vaca mirando
una cámara y las palabras NEW
YORK/MONTANA. La mochila va
llena de ropa interior sucia, y la
presencia de este fenómeno tan mundano
me reafirma y me da valor al adentrarme
en el Londres Desconocido.
Llueve y hace demasiado frío para
mirar ropa de segunda mano. Las calles
están atestadas de gente joven con
cazadoras de motorista que mira las
tiendas y los puestos, buscando esa
prenda definitiva, ese artículo perfecto
que completará su atuendo. Los entiendo
a la perfección y estoy de acuerdo con el
señor Shaw en que no existe en el
mundo una paz que supere a la paz de
saber que uno va perfectamente vestido.
Toda esa gente de la calle es veinte
años más joven que yo. Me acuerdo de
mí cuando tenía su edad y escudriñaba
en las tiendas de baratillo de Chicago,
en busca de la cazadora de cuero
perfecta (que entonces costaba unos
cinco dólares, si tenías suerte, en
Industrias Goodwill), el abrigo Harris
Tweed perfecto (veinticinco centavos,
de verdad), la perfecta camisa de
algodón blanco casi sin usar, por diez
centavos. Aquél era nuestro uniforme en
los años sesenta, como «hijos de los
sesenta», y hasta bien entrados los
setenta, ya que nuestra profesión teatral
nos autorizaba a vestir informalmente en
cualquier circunstancia. Y aquí me
tienen, veinte años después, y todavía
persiguiendo en Camden Town esa
imagen de tragedia elegante promulgada
en primer lugar por Brando y James
Dean. No, eso es mentira, y he cometido
ese solecismo propio de los no
profesionales: los actores se limitaban a
ponerse la ropa, eran los diseñadores
los que creaban la ropa. Y como estoy
seguro de que cuando llegue el momento
de escribir mis memorias teatrales, el
mundo se revelará incapaz de
imprimirlas, y no hablemos ya de
apreciarlas, voy a compartir con ustedes
un recuerdo de un banquete que tuvo
lugar en Cambridge, Massachusetts, en
1988. La invitada de honor era Lucinda
Ballard, diseñadora del vestuario de Un
tranvía llamado Deseo, La gata sobre
el tejado de zinc, Sonrisas y lágrimas,
Magnolia, El zoo de cristal y otros
muchos espectáculos de Broadway, y
creadora de muchas imágenes clásicas
de Norteamérica. Yo me sentaba a su
lado y lo primero que hice fue
preguntarle, como seguro que han hecho
otros muchos a los largo de los años,
por Brando y su mugrienta camiseta en
Un tranvía llamado Deseo. Y ella me
dijo que la idea se le ocurrió de repente,
que todas las camisetas estaban cosidas
a mano para que se amoldaran al torso
de Brando, que las tiñeron a mano, de
rosa descolorido, y que ella en persona
fue raspando las camisetas con una
cuchilla para crear signos artificiales de
desgaste, hasta obtener el efecto
deseado. Así que concedamos a cada
cual el crédito que se merece. Y aquí
estamos, cuarenta años después del
evento (el Tranvía se estrenó en
Broadway en 1947), suspirando por
aquella gracia de Brando y admirándola
en reliquias veneradas. Yo iba vestido
como cualquiera de aquellos tipos de
Camden Town. Como eran más jóvenes
que yo, se mostraban más dispuestos a
salir a la lluvia y rebuscar entre la ropa.
A lo mejor yo ya estaba de vuelta de
todo aquello y me había rendido. El
caso es que aquel día me rendí, busqué
una lavandería automática, cambié unas
libras en monedas de diez chelines,
descifré el funcionamiento de la
máquina de detergente, hice mi colada y
me sentí muy orgulloso de mí mismo.
En aquella calle lateral había una
tienda que vendía «modelos
aeronáuticos» y me quedé mirando las
preciosidades que tenía en el
escaparate; me gustaban tanto de
pequeño… aquellas telarañas de madera
de balsa, aquellos «pensamientos»
capaces de volar, impulsados por un
motor de gasolina del tamaño de mi
dedo pulgar. Supongo que la palabra
correcta es «aviones»; ¿qué
norteamericano es capaz de pasear por
Londres sin pensar en aviones? Desde
luego, ningún norteamericano que fuera
chaval en los años cincuenta.
Me detuve en la librería Penguin,
fascinado como siempre por los
diferentes formatos y tirulos de los
libros. En nuestros Estados Aturdidos
los libros se están volviendo demasiado
reglamentarizados, ¿no creen? Cada año
hay menos librerías de propiedad
particular, se publican menos cosas
fuera de lo normal o cuestionables, y la
benevolencia de cualquier oligarquía
actual debe necesariamente… bueno,
vamos a dejarlo.
Compré un libro de T. H. White, The
Goshawk, una crónica de varios meses
que White pasó en la campiña inglesa en
1939, amaestrando un azor de gran
tamaño con la única ayuda de un manual
de hace trescientos años. Me llevé el
libro a un comedero italiano que había a
la vuelta de la esquina, con los precios
escritos en pizarras colgadas de las
paredes, lo que en Estados Unidos
llamaríamos un lunchroom o una
luncheonette. Dentro había muchos
estudiantes leyendo, charlando y
comiendo lo que parecía —y resultó ser
— buena comida caliente. Pedí una
pizza «napolitana», una variedad cuya
traducción no recuerdo, pero sí que
recuerdo que estaba muy buena. Y
naturalmente, bebí gran cantidad de té
oscuro y caliente, y la camarera sugirió
para postre algo que no entendí, y por
mucho que lo repitió no consiguió
aclarármelo. Hizo una pausa y me
explicó: «Es como una esponja», y
decidí pasar.
Compré un ejemplar del Time Out,
la revista de la vida nocturna, y me lo
llevé a la lavandería, donde metí la ropa
en la secadora y me puse a buscar algo
que hacer.
Descubrí que aquella noche ponían
una película que quería ver en el ICA, el
Instituto de Artes Contemporáneas, y
llamé a mis amigos Dick y Laura, dos
norteamericanos que se habían
presentado de improviso en Londres, y
quedamos en encontrarnos en el ICA una
hora después.
Tomé un taxi en medio de la lluvia
para que me llevara al ICA, situado en
un paseo con árboles. Nos costó
bastante llegar. El taxista no hacía más
que dar vueltas y, por fin, se volvió y me
dijo: «Parece que estamos atrapados en
un sistema de dirección única.» Así que
pregunté el camino y me bajé, pasé por
debajo de un trasto que parecía la Puerta
de Brandenburgo, anduve cincuenta
metros y llegué al ICA completamente
empapado.
Eché un vistazo en la librería y
contemplé unos cuantos cuadros del
pintor soviético Erik Bulatov. Eran
cosas muy serías, presentadas a manera
de carteles, y parece que trataban de la
vida en la sociedad soviética. Qué
estupendo, pensé, vivir en un ambiente
en el que no se insiste en que las cosas
tienen que significar algo. En el café del
ICA había hombres y mujeres jóvenes,
muy serios y atractivos, jugando al
ajedrez y mirándose unos a otros. Es
imposible estar más delgado y masticar
tabaco con más elegancia. En mi país ya
no hay gente así. Como es natural, bebí
té, aunque ya tenía los dientes flojos.
Pero es como conducir campo a través:
es más fácil seguir que detenerse.
Llegaron Dick y Laura. Descubrimos
que ya no ponían la película que
queríamos ver; había leído mal el Time
Out y lo que ponían era una cosa de
semianimación de la Europa del Este.
Éramos americanos mojados y ya
habíamos tenido bastante seriedad para
aquel día, así que nos largamos a
Leicester Square y compramos entradas
para un pase nocturno de Las amistades
peligrosas. Para matar el tiempo hasta la
hora de la sesión, nos metimos en un
restaurante francés que hay enfrente del
teatro Duque de York y nos
emborrachamos como cubas, después de
lo cual creo que entramos a ver la
película.
Islington
Chelsea Farmers
Market/Kings Road
El azor
Prefacio
La proclamación y la repetición de
unos principios fundamentales son
rasgos constantes de la vida en nuestra
democracia. La adhesión activa a estos
mismos principios, en cambio, se ha
juzgado siempre antiestadounidense.
Quienes disfrutamos de las ventajas
de la libertad siempre nos hemos
mostrado dispuestos, ante cualquier
incomodidad, a desechar cualquiera de
los principios fundamentales de la
libertad o todos ellos a la vez, y, más
aún, a acusar a quienes no se unen
libremente a nosotros en la alegre
arrogación de estos principios.
Las libertades de expresión, de
religión y de orientación sexual se
toleran únicamente hasta que su
ejercicio se considera ofensivo, en cuyo
momento estas libertades son
altivamente revocadas y oímos decir:
«Sí, pero los que establecieron la
Constitución —o Jesucristo, o Lincoln, o
cualquier santo que elijamos invocar en
nuestro apoyo— no podían prever un
caso tan extremo como éste.»
Toleramos y repetimos las
enseñanzas de Cristo, pero alegamos
que no cabe interpretar que la
prohibición de matar se aplique
igualmente a la guerra, y que la
prohibición de robar no se aplica al
comercio. Santificamos la Constitución
de los Estados Unidos, pero explicamos
que la libertad de elección se aplica a
todo el mundo salvo a las mujeres, las
minorías raciales, los homosexuales, los
pobres, los adversarios del gobierno y
todos aquellos con cuyas ideas no
estamos de acuerdo.
El teatro también tiene sus
principios fundamentales; unos
principios que hacen que nuestras
producciones sean honradas, morales y,
casualmente, conmovedoras, divertidas
y merecedoras de que el público les
dedique su tiempo y su dinero.
La mayoría de nosotros conoce estas
reglas del teatro, que someten todos los
aspectos de la producción a la idea de
la obra y hacen que todos los elementos
se adhieran y expresen esa idea con
vigor, plenamente, sin deseo de alabanza
ni temor a la censura. Pero, en cuanto se
presentan las primeras dificultades en
nuestra tarea, muchas veces nos decimos
que los principios de unidad, sencillez y
honestidad están muy bien en
condiciones normales, pero que sin duda
no están concebidos para ser aplicados
bajo las extraordinarias presiones que
en la práctica conlleva el trabajar en su
obra de teatro.
Arrinconamos nuestros principios
fundamentales en cuanto nos conducen a
una situación desagradable; cuando
podrían hacer que el autor tuviera que
elaborar una nueva redacción de la obra,
o que ésta se retrasara durante otra
semana u otro mes de ensayos, o que el
director tuviera que trabajar en una
escena hasta dejarla acabada, o que el
productor sentenciara: «Pensándolo
bien, esta obra es una porquería. Creo
que sería mejor para todos que no la
estrenáramos.»
…Sí, pero tenemos que llenar las
butacas, tenemos que pasar al acto
siguiente, tenemos que respetar un plazo
límite.
Si actuamos como si las Unidades
aristotélicas, la filosofía de
Stanislavsky, de Brecht o de Shaw
fueran divagaciones estériles,
concebidas para algún teatro ideal e
inaplicables a nuestro propio trabajo,
estamos rechazando la responsabilidad
de crear ese teatro ideal.
Cada vez que un actor se desvía del
hilo conductor de una obra (es decir, el
principio fundamental de esa obra) por
el motivo que sea, para conquistar
aplausos, por pereza o porque no se ha
tomado la molestia de averiguar cómo
ese momento difícil expresa en realidad
el hilo conductor, este actor crea en sí
mismo un hábito de torpeza moral. Y la
obra, que es una estricta lección de
ética, queda desmentida.
Cada vez que el autor introduce un
fragmento de prosa no esencial (por
hermosa que pueda ser) está debilitando
la estructura de la obra, y, una vez más,
el público aprende esta lección: nadie
se hace responsable. La gente del teatro
está dispuesta a proclamar un acto
moral, pero no a cometerlo.
Cuando abandonamos los principios
fundamentales transmitimos al público
una lección de cobardía. Esta lección es
de una magnitud tan importante como
nuestra subversión de la Constitución
con la intervención en Vietnam, con el
perdón que Ford concedió a Nixon, con
la persecución de los Rosenberg, con la
reinstauración de la pena de muerte.
Todos estos actos son lecciones de
cobardía y sólo engendran más
cobardía.
El teatro, en cambio, ofrece una
oportunidad única para comunicar e
inspirar una conducta ética: el público
recibe la posibilidad de ver en el
escenario a unas personas vivas que
desarrollan una acción basada en los
principios fundamentales (principios
que son los objetivos de los
protagonistas de la obra) y llevan esta
acción hasta su plena conclusión.
El público entonces participa en la
celebración de la idea de que la
Intención A engendra el Resultado B. El
público absorbe esta lección con
respecto a las circunstancias concretas
de la obra, y también recibe la lección
con respecto a los criterios de
producción, escritura, actuación, diseño
y dirección.
Si se ve que los trabajadores
teatrales no tienen el coraje de sostener
sus convicciones (es decir, el coraje de
relegar todos los aspectos de la
producción a las leyes de la acción
teatral, a la economía teatral y, más
concretamente, a las exigencias del
objetivo superior de la obra), el
público, una vez más, recibe una lección
de cobardía moral, y nosotros
aumentamos el agobio de sus vidas.
Aumentamos su soledad.
Cada vez que intentamos subordinar
todo lo que hacemos a la necesidad de
dar vida, sencilla y plenamente, a la
intención de la obra, proporcionamos al
público una experiencia que ilumina y
libera: la experiencia de ver a unos
seres humanos como ellos que dicen:
«Nada me detendrá, nada me desviará,
nada diluirá mi intención de lograr lo
que he jurado lograr»: en términos
técnicos, «mi objetivo»; en términos
genéricos, mí «meta», mi «deseo», mi
«responsabilidad».
La repetición de esta lección en el
teatro puede contribuir a enseñar —y
con el tiempo lo hace— que es posible y
placentero sustituir la inacción por la
acción, la cobardía por el coraje, el
egoísmo por la solidaridad humana.
Si nos atenemos a estos principios
fundamentales de acción, belleza y
economía que sabemos son ciertos, si
los mantenemos en todas las cosas —en
la elección de las obras, el método de
enseñanza, la escritura, la publicidad, la
promoción—, podemos hablar a
nuestros conciudadanos de un modo
único.
En una época de quiebra moral
podemos ayudar a cambiar el hábito de
una acción coercitiva y asustada por un
hábito de confianza, de seguridad en uno
mismo, de cooperación.
Si somos fieles a nuestros ideales
podemos contribuir a formar una
sociedad ideal —una sociedad basada
en principios éticos fundamentales y
practicante de los mismos—, no a fuerza
de predicar acerca de ella, sino
creándola cada noche delante del
público, demostrando cómo funciona. En
la práctica.
Stanislavsky y el
Bicentenario de EE.UU.
En el teatro estadounidense, el
prestigio —la capacidad de arrancar
deferencia a los demás— se confiere
automáticamente sobre la base de una
jerarquía fija; sobre la base del título
del empleo.
El actor es manipulado y controlado
por el director, que a su vez rinde
vasallaje al productor. La aceptación
incuestionada de esta «Gran Cadena del
Ser» se basa en la ficción de que «es
buena para la producción». Pero
cualquier persona razonable que
conozca el mundo del teatro se da cuenta
de que esto raramente es así, y por eso
la aceptación consciente de esta
jerarquía («Es buena para la producción
y vale más que cierre la boca o me
quedaré sin trabajo») se asocia con un
resentimiento muy, muy profundo.
Quienes se hallan en los eslabones
inferiores de la cadena tienen dos
alternativas: pueden aceptar una versión
idealizada de quienes están por encima
de ellos («No sé o no me gusta lo que se
traen entre manos, pero — en vista de
sus títulos y su posición— debo suponer
que ellos tienen razón y yo no»), o bien
pueden rebelarse, irritarse, murmurar y
conspirar, tal como lo harían si quienes
están al mando fuesen sus padres. Que
es precisamente lo que esta relación
recapitula: la del niño con sus padres.
Esta pauta paternalista en el teatro
infantiliza a los actores, de manera que
se sienten impulsados a agradar antes
que a explorar, a interpretar antes que a
expresar.
Como en la relación padre-hijo, en
el teatro el control se justifica siempre
por El Bien Del Niño. «Yo, en cuanto
productor, o director, debo hacer caso
omiso de tus dudas acerca del valor de
este esbozo/dirección/obra dramática.
Mi palabra es ley, y, por tu propio bien,
debes obedecerla sin pensar; si
empiezas a dudar de mí y a
cuestionarme, el caos que provocarás
destruirá todo el bien que estoy
intentando hacer por ti y por tus
colegas.»
En la familia, como en el teatro, el
afán de controlar sólo beneficia a quien
controla- La obediencia ciega le ahorra
la pesada tarea de examinar sus ideas
preconcebidas, su propia sabiduría y, en
último término, su propio valor.
El deseo de manipular, de tratar a
los propios colegas como a servidores,
revela una profunda sensación de
carencia de valor; como si los
pensamientos que uno tiene, sus ideas y
elecciones, no pudieran sostener una
seria reflexión, y mucho menos un
examen mutuo razonado.
Los miembros de un teatro/una
familia saludable se tratan unos a otros
con respeto y amor, y los que más saben
hacen cosas mejores, sabiendo que
quienes los aman se esforzarán por
emularlos.
En una meritocracia, el prestigio y la
capacidad de dirigir las acciones de
otros se obtendrían, al menos, por la
demostración de la propia excelencia y
por alguna clase de consenso mutuo.
Pero en el teatro estadounidense, en
nuestra desdichada familia, quienes
llegan «últimos», quienes empiezan
«desde abajo» —los actores—, se ven
sometidos a los caprichos irracionales,
temerosos y sin amor de quienes tienen
el poder (financiero) sobre ellos.
En ambas situaciones, el sujeto de
este control debe temer por su medio de
ganarse la vida —por su propia vida—
sí no obedece automáticamente, y así se
le roba su dignidad.
Esta jerarquía comercial irracional
de actor-director-productor ha
despojado al teatro de su fuerza más
poderosa: el fenomenal vigor y la
generosidad del actor. Y, como en
cualquier situación de lamentable
tiranía, el oprimido debe liberar al
opresor.
Algunas reflexiones sobre el
escribir en restaurantes
Conferencia pronunciada en el
Theodore Spencer Memorial,
Harvard, el 10 de febrero de
1986.
La jerarquía profesional.
Diversión en exteriores.
Monarquía
La identidad en el oficio
Nosotros y ellos
Xenofobia
Agradecimientos
Introducción
En la trastienda de la ferretería de
Harry, en la calle principal de Cabot,
Vermont, hay una ilustración enmarcada
que representa a un vendedor con levita
hablando con un hombre en mono de
trabajo. El hombre del mono tiene en las
manos un cepillo de carpintero, de
caoba con apliques de latón. Se trata,
evidentemente, de un extranjero, de
ascendencia alemana o escandinava, y el
artista ha captado el deseo y la
aprensión que siente al mirar el cepillo.
Este carpintero está a punto de hacer
una adquisición de la que dependerá su
subsistencia. Es un tipo decidido, y no
piensa dejarse influir ni por las mañas
del vendedor ni por sus propios deseos.
El vendedor lo sabe. Le consta que el
otro decidirá por sí mismo, pero opina
que tal vez le venga bien un poco de
ayuda. Puede que el carpintero no esté
familiarizado con las marcas
norteamericanas, o que no se haya fijado
en la marca.
El vendedor está haciéndole una
promesa al cliente. Está ligando su
propia reputación a la de sus artículos.
Señala el cepillo. Sus palabras,
impresas en la parte inferior del cartel,
dicen: «Está fabricado por la Compañía
de Instrumentos Stanley.»
La ilustración es un reclamo de
cartón para mostrador, de los años
veinte. Está colgada sobre un mostrador
lleno de antiguos cepillos de carpintero
americanos e ingleses. Por todo el local
hay mesas llenas de viejos cinceles,
taladros y regías; en la pared se exhiben
sierras antiguas y cepillos como el de la
ilustración.
Chris Kador le compró la tienda a
Harry Foster en 1982, y Harry se mudó
colina arriba.
En la parte delantera, Chris vende
artículos de ferretería, ropa, munición,
aparejos de pesca, materiales agrícolas
y de construcción, y muchas cosas más.
Tiene café caliente y hay una mesa
para bebérselo mientras se discute sobre
el tiempo y otras variables.
El mes pasado, la monotonía de la
Temporada del Barro en Vermont se
animó gracias a las discusiones sobre la
Herramienta Misteriosa.
Chris compró un lote surtido de
herramientas antiguas, y encontró entre
ellas un artefacto que respondía a la
siguiente descripción: un mango de arce
rizado de quince centímetros de
longitud, con el extremo inferior
ensanchado, y una cabeza de hierro
forjado de diez centímetros, que parecía
un cruce entre un garfio de maderero y
una azuela en miniatura.
Chris envolvió el mango en un
billete de un dólar, sujeto con una
gomita, y dejó la herramienta junto a la
caja. La primera persona que acertara lo
que era se llevaría el dólar.
La respuesta que obtuvo con más
frecuencia fue «No sé lo que es, pero me
resulta muy conocido», seguida de cerca
por «Lo he visto una vez, pero se me ha
olvidado lo que era».
Cuatro de Julio.
Ocupaciones familiares y no
familiares.
En cierta ocasión tuve que llevarme
una dosis específica de pastillas en un
viaje. Saqué las pastillas del frasco, las
conté cuidadosamente, arranqué una hoja
de papel de mi libreta, anoté la dosis y
las instrucciones en el papel, eché las
pastillas sobre la hoja y las envolví en
la misma, una acción propia de una
farmacia de épocas ya pasadas.
Mientras lo hacía, me sentí invadido por
una sensación de deja vu. «Estoy seguro
de que esto ya lo he hecho antes», pensé.
Esta es una sensación que nunca tuve
mientras dirigía la película. Antes de
emprender la tarea me parecía que
dirigir una película era como edificar un
cobertizo: se preparaban las piezas, se
izaban las paredes opuestas y el
granjero trepaba por una escala para
unirlas con clavijas. Si el granjero no
hacía correctamente su trabajo se
quedaba colgado a quince metros de
altura, apoyado en una pared que carecía
de soportes, mientras las personas que
le daban empleo y las personas
empleadas por él permanecían abajo,
contemplando su vergüenza.
Yo ya había escrito para el cine,
trabajado con directores y estado en un
plató. Me parecía evidente que la tarea
presentaba muchos aspectos y que en
algunos de ellos era bueno, en otros
competente y un inútil total en varios de
los más importantes. Con respecto a
estas cuestiones para las que no tengo
talento y que apenas comprendo, pensé
que más me valía contar con un buen
plan o una buena excusa. Un terreno en
el que lo desconocía todo era, por
desgracia, el visual. «Oh, bueno», me
dije, y volví a consultar los libros.
Decidí que planificaría toda la
película por adelantado, plano a plano,
según mi entendimiento de las teorías de
Sergei Eisenstein.
Las teorías de Eisenstein se me
antojaban especialmente alentadoras,
puesto que no parecían exigir el menor
talento visual. El plano, según él, no
sólo no tiene por qué ser evocativo, sino
que no debe serlo. El plano ha de
constituir un término no emocional de
una secuencia, cuya totalidad ha de crear
una idea nueva en la mente del público;
es decir, antes que el plano de una mujer
sollozando pesarosamente, o de la
misma mujer explicando por teléfono a
una amiga cómo ha descubierto que su
marido la engañaba, Eisenstein
propondría lo siguiente: 1) plano de una
mujer leyendo una nota; 2) plano de la
nota, que reza: «Cariño, esta noche
llegaré tarde a casa. Me voy a la bolera.
Te quiero»; 3) plano de la mujer que
deja la nota e inclina la cabeza para
mirar algo que hay en el suelo; 4) desde
su punto de vista, plano de la bola para
jugar a bolos dentro de su bolsa.
En este ejemplo, cada uno de los
planos carece de inflexiones y
emotividad, lo cual quiere decir que
todos estos planos podrían ser
determinados por una persona sin
«talento» visual, siempre que conociera
el «significado» de la secuencia, es
decir, una mujer descubre que su marido
la engaña.
De modo que pensé: «Bueno, esto es
lo mío; no seré un John Ford ni un Akira
Kurosawa, pero sí conozco el
significado de las secuencias, puesto
que las he escrito yo mismo, y sí logro
reducir el significado de cada secuencia
a una serie de planos, todos ellos
limpios y sin inflexiones (es decir, sin
necesidad de explicaciones
adicionales), por fuerza la película
tendrá que "funcionar"; el público
comprenderá la historia a través de las
imágenes, y la película será tan buena o
tan mala como el guión que escribí.»
Este fue el trabajo preparatorio que
me impuse: reducir el guión, un thriller
psicológico bastante verbal, a una
película muda. Parecía un trabajo difícil
y posiblemente vano, pero siempre me
he sentido más a gusto hundiéndome
aferrado a una buena teoría que flotando
con un hecho desagradable.
Así que preparé una lista de planos y
luego intenté bosquejarla por medio de
una serie de astutos cuadritos, cada uno
de los cuales representaba el plano tal
como se vería en la pantalla. Y luego me
fui a Seattle a rodar la película.
Preproducción
En la oficina de producción en
Seattle había tres personas. Alguien fue
a Abercrombie & Fitch y compró un
Tiro al Pichón de lujo, un juego de
dardos. Durante los primeros días nos
pasamos mucho rato jugando al Tiro al
Pichón. Salíamos a dar vueltas en coche,
en busca de exteriores, y escribía cartas
a mis amigos. «Esto es pan comido»,
pensaba. Y entonces llegaron todos.
De niño fui muchas veces a hacer
piragüismo en aguas bravas. Una vez, en
Michigan, me hallaba en la popa
bajando por unos rápidos cuando
chocamos de costado contra una roca y
volcamos. La canoa, conmigo en su
interior, quedó vuelta del revés en plena
corriente, y la fuerza del agua era tal que
me impedía salir. Si alguien
desconectara esto me encontraría
perfectamente, pensé. Lo mismo me
sucedió cuando la película se puso en
marcha.
Nuestro productor tenía que elaborar
el board, es decir, el programa de qué
hay que filmar y cuándo; el diseñador de
producción tenía dudas respecto del
color de una pared; el diseñador de
vestuario quería ir de compras; el jefe
de atrezzo quería saber cuántas fichas de
póquer de cada color hacían falta; el
responsable de transportes, etcétera.
Esta era la clase de acción que yo estaba
esperando. Me gusta tomar decisiones y
me gusta estar en el centro de las cosas,
pero aquello era una cosa buena llevada
al exceso. Todo el mundo decía que el
primer requisito para un director de cine
era la buena salud, y pronto comprendí
el porqué. Toda decisión es importante.
Toda decisión afecta a la película. Toda
alternativa que te presentan es fruto del
trabajo, la reflexión y la preocupación
de la persona que te hace la pregunta. Ni
el descuido ni el malhumor son
admisibles. Además, yo había rezado
por tener la posibilidad de dirigir una
película y no estaba dispuesto a
conformarme con algo menos que este
trabajo, que, como cada vez veía más
claro, era básicamente administrativo.
Así que me zambullí en la tarea y
traté de no olvidarme de meditar dos
veces cada día, y la reproducción fue
desarrollándose la mar de bien.
Entonces comenzamos el Verdadero
storyboard.
El Verdadero storyboard iba a ser
dibujado por nuestro artista profesional,
Jeff Ballsmeier. En la práctica tenía que
ser como una versión de la película en
tebeo, donde se viera qué debía filmar
la cámara y cómo debía moverse ésta.
Ballsmeier y yo, con nuestro
operador Juan Ruiz-Anchía,
comenzamos a reunirnos para
transformar mi storyboard en El
storyboard.
Lo único que tenían de malo mis
esfuerzos originales era que todos mis
dibujos parecían amebas, y que las
cosas que representaban «no montaban»
(es decir, no podían encajarse de forma
que dieran una película coherente).
Cruzamos la línea
El rodaje
Lo que recuerdo
Recuerdo haber filmado la última
escena de la película en el último día de
rodaje. En esa escena, Joe, uno de los
actores, tiene que morir de un tiro, y
recuerdo a su esposa sentada detrás de
la cámara, llorando sin parar mientras le
veía representar las diversas tomas de
su escena de muerte.
Recuerdo las carreras contra el
amanecer durante dos semanas de rodaje
nocturno, tratando de completar el
último plano antes de que saliera el sol,
y las gaviotas que graznaban media hora
antes del alba. Recuerdo a nuestro
maravilloso encargado de sonido, que
quería debutar como actor y recibió un
papel de recepcionista de hotel. Tenía
que decir: «¿En qué puedo servirles?»,
extraer una pluma de su soporte, coger
un impreso de un fajo de impresos y
entregar ambas cosas a Crouse y
Mantegna. Le hicimos practicar
minuciosamente el movimiento correcto
de pluma e impreso y le explicamos que
todo el ritmo de la escena dependía de
la precisión de sus gestos, y luego, en la
primera toma, pegamos con cola la
pluma a su soporte y los impresos entre
sí. Recuerdo la camaradería que reinaba
en el plató, la sensación de que
estábamos todos comprometidos en una
empresa legítima dentro de una industria
legítima, y de que el trabajo duro y la
dedicación garantizaban a cada uno un
lugar en la profesión. Recuerdo haber
pensado cuán lamentable es que esta
sensación no exista en el teatro, donde
nadie tiene garantizado su empleo de un
año para otro, donde el célebre autor,
actor o escenógrafo de este año puede
no volver a trabajar en mucho tiempo, y
recuerdo haberme sentido agradecido
por poder experimentar de nuevo esta
camaradería.
Edward Gibbon
Decadencia y caída del Imperio
Romano
ANTHONY TROLLOPE,
Sabía que tenía razón
Agradecimientos
Prefacio
DAVID MAMET
Cambridge, Massachusetts
Primavera de 1990
Contar una historia
ESTUDIANTE: ¿Felicitación?
ESTUDIANTE: En un poste.
ESTUDIANTE: Empezamos en un
cementerio el granjero está ante una
tumba, y el siguiente plano es la casi,
casi abandonada, sin comida en la
despensa.
MAMET: En cuanto veamos la
despensa vacía, seguramente nos
preguntaremos «¿Por qué no matan al
cerdo?». Propongo una historia
diferente: una niña pequeña, vestida con
harapos, juega delante de la casa; plano
del cerdo saltando la cerca y atacando a
la niña. ¿Qué tal? Niña jugando en el
patio… ve algo, echa a correr. Segundo
plano: cerdo saltando, chillidos,
chillidos y más chillidos. Y en el tercer
plano se ve al granjero caminando por la
carretera con el cerdo. ¿Nos cuenta eso
una historia? Sí. Pero ¿cómo nos las
arreglamos para no mostrar al cerdo
lastimando a la niña? No queremos que
se vea al cerdo lastimando a la niña
porque eso tiene una de estas dos
consecuencias: cada vez que muestras al
público algo «realista», el público
piensa una de estas dos cosas: (1) ¡Bah,
qué birria, está simulado!; o bien (2)
¡Oh, Dios mío, es de verdad! Cualquiera
de las dos hace que el público se
distancie de la historia que estás
contando [Esto es lo que se llama
«violar la distancia estética»], y ninguna
de las dos es mejor que la otra. «Bah, en
realidad no están copulando» o «Ay,
Dios mío, están copulando de verdad».
Las dos cosas hacen que el público se
pierda. Si sugerimos la idea quedará
mejor que si la mostramos.
¿Qué tal si cortamos de la niña
jugando en el patio a la mamá en la
cocina? La madre se vuelve y sale
corriendo, agarrando una escoba, por
ejemplo. En el tercer plano se ve a papá
sacando al cerdo del corral. Sale al
camino, le vemos pasar por la puerta de
la cerca. Está claro que va a librarse del
cerdo.
Por otra parte, fijaos en los viejos
cómicos y actores de carácter: Harry
Carey, H. B. Warner, Edward Amold,
William Demarest; fijaos en Thelma
Ritter, en Mary Astor, en Celia Johnson.
Aquella gente sí que sabía actuar.
ESTUDIANTE: Pero podría limitarse
a matar al cerdo. ¿No haría falta enseñar
la despensa vacía para que se supiera
por qué tiene que vender el cerdo?
MAMET: Si intentas narrar el hecho
de que la familia se encuentra al borde
de la miseria estás difuminando el foco
de interés, al dividirlo entre (1)
«Necesito el dinero» y (2) «El cerdo
acaba de atacar a mi hijita». Ahora el
hombre tiene dos motivos para vender el
cerdo, y eso es peor que tener un solo
motivo. Dos razones equivalen a ninguna
razón. Es como decir «Llego tarde
porque hay huelga de conductores de
autobús y mi tía se cayó por la
escalera». Así pues, la idea ahora es:
Erase una vez un hombre que tenia que
vender un cerdo peligroso.
ESTUDIANTE: El primer plano es la
niña jugando en el patio.
ESTUDIANTE: El segundo, el cerdo
mirándola.
ESTUDIANTE: Corte a la madre en la
cocina.
MAMET: La madre oye algo, se
vuelve, agarra una escoba y sale
corriendo de la casa. Corte a un plano
del granjero llevándose al cerdo por la
carretera. Muy bien.
Hay otra posibilidad. Interior de un
granero. Plano de la puerta. Se abre la
puerta y entra el granjero con ropa de
faena. Deja la azada, coge un candil y lo
enciende. Se da la vuelta y la cámara lo
sigue mientras recorre una hilera de
pocilgas vacías, hasta llegar a una en la
que hay un cerdo. Deja el candil en la
repisa. Se agacha, coge un pesebre
pequeño y lo coloca delante del cerdo.
Luego vacía un saco de grano en el
pesebre. Pone el saco boca abajo y lo
vacía. Piano del pesebre, en el que sólo
caen dos o tres granos. Pasamos al día
siguiente… esto quiere decir día
exterior, que indica al público que ha -
pasado el tiempo. Sabemos que la
secuencia del granero ocurría de noche,
porque había que encender un candil.
Ahora vemos un plano del exterior, y es
de día. Tal vez parezca una tontería,
porque el guión podría incluir la
descripción «Al día siguiente»; pero
como el público sólo puede deducir que
es «el día siguiente» por lo que ve en la
pantalla convendría adoptar la sana
costumbre de describir sólo las cosas
que el público va a ver en la pantalla. El
plano del granjero llevándose al cerdo
por el camino… ¿qué tal funciona eso?
ESTUDIANTE: Ya no nos
preocupamos más de la niña.
MAMET: Exacto. Esta es una historia
diferente. Por un lado está la idea del
hombre que se libra de un peligro, un
hombre que erradica el peligro. Y por
otro, la de un hombre en situación de
estrechez. Sí, tienes razón. El cerdo
peligroso me gusta más. ¿Cómo sabemos
cuándo termina la historia?
ESTUDIANTE: Cuando lo venda o no
lo venda.
MAMET: ¿Y qué ocurre a
continuación? John, el dueño del cerdo,
camina por la carretera con el cerdo
cuando llega a una encrucijada y, como
decimos en Chicago, ve a un hombre de
aspecto acomodado que viene por el
camino. Entablan conversación y John
convence al hombre de que le compre el
cerdo. Sin embargo, cuando el trato está
a punto de cerrarse… ¿qué ocurre?
ESTUDIANTE: El cerdo muerde al
hombre.
MAMET: Habíamos dicho que la
esencia de la escena era un hombre que
desea librarse de un cerdo. Se le
presenta una ocasión perfecta para
vender el cerdo. Qué estupendo, no me
lo esperaba, creí que tendría que andar
todo el maldito camino hasta el pueblo y
luego tomar el autobús para volver, sin
nada que leer. Y resulta que aparece este
tío caído del cielo, un comprador, una
oportunidad perfecta… ¿Y qué pasa? El
cerdo, ese peligroso cerdo, muerde al
hombre. ¿De qué trata este fragmento?
ESTUDIANTE: Intento fallido.