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Augusto a la ofensiva

Julio César no tenía herederos, salvo el nieto de diecinueve años de su hermana Julia.
Por tanto, adoptó al muchacho y lo hizo beneficiario de su fortuna unos pocos meses
antes de su asesinato.
Aquél joven desconocido, sin ninguna experiencia política, se encontraba en Grecia
recibiendo instrucción militar cuando le llegó la noticia de la muerte de César. Al
volver a Roma para reclamar su herencia, se encontró con la ciudad y el gobierno
sumidos en el caos.
Tras la muerte de César, dos de sus principales lugartenientes, Marco Antonio y
Marco Aurelio Lépido, maniobraron para llenar el vacío de poder que se generó.
Ambos eran comandantes militares con amplia experiencia y habían servido al César.
Habían dirigido sus ejércitos en Galia y en las guerras civiles contra Pompeyo. Marco
Antonio tenía más poder, ya que había servido como segundo al mando de César y,
además, se consideraba a sí mismo como su legítimo heredero político.
Inmediatamente después del asesinato, Marco Antonio y el senado llegaron a un
acuerdo para evitar cualquier enfrentamiento militar, pero Marco Antonio violó este
convenio cuando aprovechó el funeral de César para enardecer a la multitud con su
discurso.
Acto seguido se desencadenó un disturbio, los senadores implicados en el asesinato
huyeron a sus provincias a resguardarse bajo la protección de sus legiones, que allí
los esperaban.
Bruto, Casio y los otros asesinos tenían bajo su mando poderosos ejércitos en el
norte de Italia y Grecia, y cuando se unió a ellos el hijo sobreviviente de Pompeyo,
Sexto, con su flotilla de guerra, se inició la segunda ronda de guerras civiles por el
control de Roma.
Marco Antonio y Marco Aurelio Lépido se reunieron entonces con el joven Augusto,
que adoptó su nombre de familia, Julio. Había sido reconocido por el senado como el
hijo de César, lo que le otorgó suficiente capital político y prestigio entre las legiones
y el pueblo de Roma.
Era preciso mantener el ejército unido, de manera que en el año 43 a. de C., los tres
conformaron una alianza hoy conocida como el segundo triunvirato.
Los triunviros, para no complejizar sus planes, hicieron caso omiso del senado, donde
hubieran encontrado resistencia a sus planes, e invocando el nombre del César,
recurrieron de manera directa al pueblo romano a través de las asambleas populares
con el fin de legitimar su autoridad mediante una nueva ley: la lex Titia.
El éxito del triunvirato dependía de mantener un equilibrio entre las ambiciones
opuestas de tres hombres impulsivos.
Su primer objetivo fue neutralizar a sus enemigos políticos en Roma. Se reinstauró el
viejo sistema de proscripciones y se hicieron listas con los nombres de las personas
que se habían visto involucradas, aunque fuera de manera marginal, en el asesinato
de César. Entre los asesinados estaba Cicerón, el más grande orador romano y el más
acérrimo defensor de la libertad en la República, quien, por ende, estuvo en contra
de la dictadura. No participó en el asesinato de César, pero en una serie de discursos
había atacado a Marco Antonio desde los estrados del senado, acusándolo de ser
una peligrosa amenaza para la libertad republicana.
Cicerón había comparado a Marco Antonio con César en lo que a su ambición
concernía y lo acusó de querer hacerse rey. Su muerte fue una advertencia de que los
triunviros no tolerarían la crítica ni resistencia alguna a su mandato.
Para el año 42 a. de C., el Imperio romano estaba en guerra civil por segunda vez en
menos de diez años. El ejército de los triunviros, dirigido en muy buena parte por
Marco Antonio, derrotó a las fuerzas de Bruto y Casio en la batalla de Filippi, al norte
de Grecia, y entre tanto Augusto perseguía a Sexto en los mares que rodeaban a
Sicilia. Una vez concluyeron con éxito las guerras contra los asesinos, Marco Antonio
y Augusto se dispusieron a repartir las tierras del Imperio entre ellos -Lépido fue
hecho a un lado-. Eran ahora los personajes centrales en la lucha por el poder y
sellaron su pacto siguiendo la tradición romana: Marco Antonio se casó con la
hermana de Augusto, Octavia. El Mundo Antiguo quedaba así dividido entre los dos,
ambas figuras fuertes; cada uno al mando de su propio ejército, y los dos asegurando
ser el genuino heredero político de Julio César.
Marco Antonio se instaló en Egipto y se dispuso a gobernar la parte oriental del
Imperio romano, desde su nueva capital en Alejandría.
Se enamoró de Cleopatra y reconoció al joven hijo de la reina egipcia, Cesarión,
como su pupilo.
Augusto permaneció en Roma y emprendió una virulenta campaña de relaciones
públicas en contra de Marco Antonio, acusándolo de traicionar los valores
tradicionales romanos.
La opinión pública en Roma empezó a inclinarse en contra de Marco Antonio, en
especial por su relación con Cleopatra. Cleopatra era una soberana voluntariosa y
aguerrida que buscaba restaurar el reino tolemaico de sus antecesores y así darle de
nuevo un lugar de prominencia en el Mundo Antiguo. Por ello, al poseer influencia
sobre Marco Antonio, representaba una amenaza para Roma.
Cuando Marco Antonio se divorció de Octavio y se casó con Cleopatra, el asunto no
cayó bien entre el pueblo romano ni mucho menos ante los ojos de Augusto.
Siguiendo la tradición de Alejandro, Marco Antonio se presentó al Mundo Antiguo
como un "segundo Hércules" que engendraría una nueva estirpe de reyes. En
respuesta, Augusto sacó un az bajo la manga en medio de la guerra de propaganda.
Consiguió acceder al testamento de Marco Antonio, que había sido depositado en el
templo de las vestales en Roma. Abrir el testamento de un hombre antes de su
muerte iba en contra de todas las leyes y la ética romanas, pero Augusto sospechó
que su contenido enardecería a la opinión pública más que su transgresión. En el
testamento se disponía que los funerales de Marco Antonio se realizaran en
Alejandría en vez de Roma y, en lo que concernía a la herencia de los hijos, favorecía
a los de Cleopatra sobre los de Octavia. Marco Antonio, arremetió Augusto, estaba a
favor de los egipcios antes que de los romanos. El inevitable enfrentamiento militar
entre Marco Antonio y Augusto tuvo lugar en el año 31 a. de C. en aguas de las costas
occidentales de Grecia. Esta batalla acabó con la amenaza de Marco Antonio y por
tanto Augusto siempre la consideró su más grande triunfo militar. El artífice de la
victoria fue un amigo de Augusto, Agripa, quien comandó la flota naval.
Marco Antonio y Cleopatra se replegaron tras las murallas de Alejandría. Casi un año
después, en julio de 30 a. de C., Augusto rodeó la ciudad. Antes de la batalla, Augusto
se acercó a las murallas y realizó un antiguo ritual romano conocido como una
evocatio. Se trataba de una guerra psicológica, con la que Augusto explotó las
supersticiones romanas al máximo. Invocó a los dioses nativos de Alejandría para que
le dieran la espalda a la ciudad condenada. Los desmoralizados soldados de Marco
Antonio se rindieron cuando Augusto emprendió su ataque.
Marco Antonio se suicidó y Cleopatra fue capturada, pero logró acabar con su vida
gracias a la mordedura de una cobra. El hijo mayor de Marco Antonio -legítimo
heredero bajo la ley romana- con su primera esposa, Fulvia, fue asesinado junto con
el hijo de Cleopatra, Cesarión.
Augusto no podía permitir que cualquiera de los dos se convirtiera más tarde en un
posible rival. Hizo así de Egipto parte de su Imperio, poniendo fin a los focos de
resistencia a su mandato.
Volvió a Roma para celebrar su triunfo y su primer acto público fue cerrar las puertas
del templo de Jano, el Dios de la guerra. Cuando los romanos estaban en guerra en
cualquier parte del mundo, las puertas del templo solían dejarse abiertas. El cierre de
dichas puertas por parte de Augusto señaló el comienzo de un período de paz y
prosperidad que llegaría a conocerse como la Pax Romana. Y señaló también una
nueva fase en la carrera de Augusto: la de administrador del Imperio.
Augusto había pasado quince años inmerso en una guerra civil.
Ahora, sin oposición a la vista, volcó su atención sobre la reconstrucción de una
sociedad y gobierno romano fracturados.
En su tarea de reconstruir el gobierno romano Augusto jamás produjo un código
legislativo integral. En cambio, modificó las instituciones y leyes romanas existentes
de manera que dieran cuenta de aquellas cosas que él consideraba que necesitaban
mejoras y atención, no solo en el gobierno sino en la sociedad romana como un
todo.
Consistencia: dirigir día a día
Dos de las fortalezas de Augusto en cuanto líder fueron su disposición a delegar
autoridad y su estrecha relación de trabajo con el senado y otros sectores del
gobierno romano. Cuando se enfrentaba a problemas que no podía resolver, recurría
a sus dos fieles amigos y ministros, Agripa y Mecenas. Augusto fue nominado por el
mismo senado que él había creado y luego fue elegido cónsul seis veces por el
pueblo de Roma. El consulado era el más alto cargo ejecutivo en Roma y Augusto lo
aprovechó para realizar su primera tanda de reformas. Luego, en 28 a. de C., en una
movida inesperada por completo, se acercó al senado y renunció. Cedió el control
sobre todas las provincias romanas excepto Egipto y puso todo, salvo el control del
ejército, en manos del senado y el pueblo de Roma. La renuncia fue una muy bien
calculada jugada política para aumentar su popularidad y crear la impresión de que él
era indispensable. Los senadores, muchos de los cuales debían sus cargos y riqueza a
Augusto, le suplicaron que permaneciera al mando porque él había traído la
estabilidad a Roma. Aceptó, y el senado, en señal de gratitud, le otorgó el nombre de
Augusto para expresar su proximidad a los dioses. En su honor, el senado cambió el
nombre del mes Sextilis del calendario romano por Agosto, tal y como años atrás
habían llamado el Quintilis como Julio para rendirle homenaje a Julio César. Por
último, el mismo senado le otorgó a Augusto el apelativo de princeps, "primer
ciudadano", una fórmula de tratamiento general entre los romanos, pero que tenía
especial significado tratándose de él.
Aunque no cabía duda de que él era el jefe, tuvo el buen cuidado de evitar el título y
los símbolos y ceremonias asociados a la Monarquía; asuntos que sabía bien iban a
contrapelo entre los romanos y le habían costado la vida a Julio César. Augusto jamás
llevó corona ni atuendos de rey. Proyectaba la imagen ser un "director" renuente y
provisional del Imperio, un líder motivado por el deseo de servir y defender los
principios de un gobierno republicano.
Su accesibilidad y falta de pretensiones quizá le salvaron la vida en una ocasión
mientras cruzaba los Alpes. Un galo que se había infiltrado en el séquito real con
órdenes de asesinarlo no fue capaz de empujar a aquel hombre tan sencillo y
bondadoso que de pie admiraba el paisaje desde el borde de un precipicio.
Como orador, Augusto carecía del ampuloso e inspirador estilo de los grandes
oradores romanos del período de la República; César, por ejemplo, o senadores
como Cicerón y Catón. Cuando se dirigía al senado, o en otros encuentros públicos,
preparaba sus palabras con antelación y leía del texto de manera directa y sencilla.
Asimismo, su estilo al escribir era escueto y con frecuencia comentaba que lo
importante era la sustancia y no la forma.
Auctoritas: el poder de hacer que las cosas se hagan sin mover un dedo
Además de su firme control sobre el gobierno y el ejército, Augusto contaba con un
aspecto intangible del poder para salirse con la suya, algo que los romanos llamaban
auctoritas. La palabra connota el respeto que mostraban los conciudadanos por un
varón romano debido a sus logros, linaje, servicio, etc.
Un romano con auctoritas podía lograr que se hicieran cosas sin jamás tener que dar
una orden de manera directa.
La auctoritas no tenía fundamento en la ley romana, pero le otorgaba a Augusto aún
más prestigio, autoridad moral e influencia que cualquier otro ciudadano y le hacía
posible obtener el consentimiento o la conformidad por parte de senadores o
cónsules sin tener que recurrir a la orden directa o a la fuerza.
Liderazgo y limitaciones
A pie juntillas, la Roma de Augusto fue una autocracia; una forma de gobierno que
había existido en otros tiempos por breves períodos en la historia romana. Sin
embargo, se trataba de una medida que los romanos de todas las clases parecían
estar dispuestos a aceptar, incluso por un largo período, siempre y cuanto se
mantuviera la fachada de la democracia y les trajera paz, prosperidad y estabilidad.
Consciente de esto, Augusto se mantuvo dentro de unos parámetros definidos con
sumo cuidado, gobernando de modo autocrático, conservando su popularidad y
disfrutando del apoyo del senado y de los cónsules.
Como "primer ciudadano" de Roma, Augusto promovió las virtudes de un sencillo
estilo de vida agrario, así como de la adoración a los dioses tradicionales. Estas
políticas tuvieron gran resonancia entre el electorado romano, el cual miraba con
nostalgia el espíritu agrario del pasado y se sentía atiborrado de nuevos cultos y
prácticas religiosas de origen oriental. Augusto se transformó en el defensor de lo
que los romanos llamaban el mos maiorum, lo cual significa las viejas costumbres
ancestrales, y se dio además a la tarea de dar ejemplo del modo en que se debía
dominar tanto el impulso hacia los vicios como la sed de lujo que facilitaba el
Imperio.
No obstante, Augusto también sabía que el mundo estaba cambiando y que los
romanos no podían darse el lujo de alejarse del mismo; el aislacionismo no era una
opción aceptable.
Aunque los romanos habían conquistado un territorio que abarcaba ambos extremos
del Mundo Antiguo, todavía tenían que consolidar y desarrollar sus propiedades.
Las regiones habían empezado a comerciar entre sí y la producción de los mercados
laborales de cualquier parte del Imperio podía aprovecharse para el comercio con el
resto del mismo. Los recursos naturales obtenibles en una zona determinada podían
ser enviados y procesados en otros lugares. A medida que surgieron las
oportunidades, Roma adquirió una posición privilegiada gracias a la cual podía
coordinar, regular e imponer gravámenes a todo. En vista de los beneficios que
podrían obtenerse, Augusto acudió no solo a la clase aristocrática de Roma; también
acudió a los equites, la nueva, ambiciosa y próspera clase social de mercaderes y
comerciantes. Tenía por objetivo lograr que se unieran en torno a él para construir un
Imperio que los enriquecería a todos.
Augusto creó para Roma la infraestructura que necesitaría un Imperio.
Sus ingenieros construyeron una red de caminos que permitió a la gente y los
productos empezar a circular con rapidez y seguridad.
La prosperidad del Imperio arrancó a medida que las provincias se transformaron en
rentables mercados en el extranjero para los inversionistas romanos. Augusto
estructuró la integración económica del Mundo Antiguo de tal modo que Roma
ocupara el centro, y lo hizo tan bien que, de hecho, todos los caminos llevaban a
Roma.
Después de años de guerra civil, la ciudad necesitaba mejoras. Los sistemas de
acueducto y alcantarillado habían quedado en pésimo estado y, por tanto, Augusto
confió las labores de reparación a Agripa. Años después, Augusto escribiría en sus
memorias cómo había transformado una Roma de "ladrillos de adobe" en una
"ciudad de mármol".
Hacia el siglo I d. de C., Roma tenía casi un millón de habitantes.
Augusto asignó fondos para la construcción de magníficos edificios, teatros,
bibliotecas, templos, etc.
En apariencia, el sistema de gobierno de Augusto consistía en un mandato conjunto
entre el "primer ciudadano" y el senado, en un marco de aprobación por parte del
pueblo. En cuanto a los asuntos externos, Augusto retuvo la supervisión de Egipto,
España y Galia, mientras que el senado controlaba el resto de las provincias. En
realidad, el control que Augusto mantuvo sobre el ejército y el erario de Roma
aseguró su dominio sobre la totalidad del Imperio.
La autoridad constitucional que tuvo Augusto para regir tanto al gobierno como al
Imperio se derivó de dos poderes conferidos por el senado en nombre del pueblo de
Roma. El primero era el maius imperium proconsulare, que le dio autoridad para
revocar las decisiones de cualquier gobernante de una provincia o las de cualquier
comandante en el campo de batalla. Aunque tal poder podía extenderse a cualquier
rincón del Imperio, Augusto lo usó con moderación siempre y cuando los
gobernadores administraran sus provincias con suficiente honestidad, mantuvieran el
orden y recaudaran los impuestos.
El segundo poder era el tribunicia potestas, el cual le otorgó a Augusto autoridad civil
sobre la ciudad de Roma y la totalidad de Italia.
Aunque renunció al cargo de cónsul, Augusto conservó la potestad de tribuno: el
representante del pueblo. Esto era una clara señal de que él consideraba que, más
que en el senado, la fuente de su apoyo político estaba en el pueblo de Roma, el cual
votaba en las asambleas.
Los tribunos eran representantes del pueblo que denunciaban casos de abuso de
autoridad por parte del senado o de los cónsules. Hacia el final de la República, la
figura del tribuno se había transformado en el más poderoso de los cargos
ejecutivos. A través del uso del veto, los tribunos podían paralizar el gobierno
romano hasta que los asuntos se solucionaran según sus expectativas.
Estos dos poderes, maius imperium proconsulare y tribunicia potestas, fueron las
principales herramientas políticas por medio de las cuales Augusto controló a Roma y
al Imperio durante cuarenta años.
De hecho, él era quien tenía la última palabra a la hora de tomar decisiones vitales,
pero todo lo hacía dentro de un marco constitucional.
Es por esto que Augusto podía sostener, como era su costumbre, que siempre seguía
la ley al pie de la letra en todo lo que hacía.
La consolidación del Imperio
En la última etapa de su carrera, Augusto se concentró en la administración del
Imperio.
Aunque Augusto se presentaba a sí mismo como el restaurador de la República y el
defensor de la constitución, era un dictador absoluto.
Aunque el senado siguió siendo, junto con las asambleas populares, la fuente
constitucional de la autoridad romana, nunca pudo oponerse a los deseos de
Augusto por carecer de la autoridad y el dinero suficientes para hacer valer sus
decisiones.
Sin embargo, Augusto manifestaba un gran respeto por el senado.
Nunca olvidó que lo que le costó la vida a Julio César fue su actitud arrogante hacia
su consejo de estadistas aristocráticos.
Augusto trataba a los senadores con gran cortesía y con el fin de promover la
cooperación mutua, creó un comité permanente de senadores, con quienes se
reunía para preparar la agenda legislativa del senado.
También controlaba el ingreso al círculo político, a través de otra herramienta
constitucional: el cargo del censor. Los romanos elegían censores que, por constituir
el norte moral de Roma, tenían la autoridad de determinar quién reunía los
requisitos para ocupar cargos públicos.
Augusto compartió el cargo con Agripa. Juntos lo usaron para reducir el senado, de
los mil que había establecido Julio César durante su dictadura, a ochocientos, y luego
a seiscientos: tal número se conservó hasta el final del Imperio.
Según la tradición, los senadores romanos usaban una amplia cinta púrpura en sus
togas, llamada latus clavus, la cual era símbolo de alta posición y honor. Augusto
empezó a conceder tal cinta a hombres que no eran aristócratas de nacimiento, con
base en una evaluación de su servicio a Roma. Este fue para él un modo efectivo de
renovar aquello que durante siglos había sido un terreno exclusivo de la aristocracia.
De este modo, aunque el número de senadores se redujo durante el gobierno de
Augusto, el senado en realidad se transformó en cierta medida en algo más
democrático debido a que el ingreso al mismo estaba basado en criterios más
amplios.
Augusto encargó al poeta Virgilio la composición de la Eneida: un poema épico
acerca del liderazgo, el sacrificio y el deber en Roma. Quiso que su domus, su hogar,
sirviera para confirmar que él vivía según lo que promulgaba, mientras se daba a la
tarea de reorientar la sociedad romana por medio de leyes diseñadas para promover
la austeridad en el estilo de vida, así como la estabilidad en el matrimonio y la
familia.
Los valores de la familia al estilo romano
La primera creación legislativa de Augusto fue una ley llamada la lex Julia de
adulteriis coercendis. Tal ley convirtió el adulterio en un delito cuya pena podía llegar
incluso a la ejecución.
Un segundo conjunto de estatutos, la lex Julia de maritandis ordinibus instituyó que
cada hombre romano tenía el deber de casarse y tener hijos.
Tanto los extranjeros como los esclavos se estaban mezclando con los romanos en
una proporción que llegó a inquietar a Augusto, por lo que buscaba fortalecer la
familia agraria y reponer la población que Italia había perdido en las guerras civiles.
Se aprobaron más leyes que prohibían el matrimonio entre los esclavos liberados y
los miembros de la clase senatorial, e impedían que los antiguos esclavos y los
extranjeros pudieran postularse para cargos por elección en Italia. Aún así, no hubo
nada que les prohibiera a los esclavos liberados encontrar empleo en el servicio civil
del Imperio. Con el tiempo, muchos inmigrantes pudieron obtener la ciudadanía, y
junto con los esclavos liberados llegaron a conformar un sector de alta influencia en
Roma.
La lucha de Augusto por hacer que Roma volviera a sus antiguos tiempos era una
causa perdida. Las leyes de Augusto enfrentaron una considerable resistencia, la cual
en gran parte provino de las clases privilegiadas: las prohibiciones en torno al
comportamiento sexual, el matrimonio, el adulterio y el lujo les resultaban
anticuadas y ridículas.
Su legislación era en gran parte ignorada pero aún así, en sus memorias, Res Gestae,
Augusto escribió con orgullo: "He restablecido bastantes ejemplos valiosos de
nuestros ancestros, los cuales estaban desapareciendo en nuestros días, y yo mismo
he dejado a la posteridad algunos ejemplos dignos de imitación".
En público, Augusto se presentaba a sí mismo como el defensor de los valores
conservadores de antaño, pero su vida privada era otro asunto. La fidelidad en el
matrimonio no era su fuerte.
Julia, la única hija de Augusto, resultó ser una fuente de vergüenza pública cuando
llegó a la madurez.
El gran defensor de los valores familiares no pudo controlar las aventuras públicas de
su hija.
Hacia el 2 a. de C., Augusto la desterró a una remota isla en el Mediterráneo para
que viviera aislada por el resto de su vida.
En ese mismo año, el senado otorgó a Augusto su más alto reconocimiento moral: el
de pater patriae, o "padre de la patria".
Augusto, entre los nietos que le dio Julia, definió la primera línea de candidatos a la
sucesión del Imperio. Sin embargo, todos murieron jóvenes, por lo cual Augusto
recurrió a los hijos de sus nietas para encontrar posibles herederos. Al final sólo
sobrevivió quien lo sucedió, su hijastro Tiberio, el cual manejó la situación con
suficiente inteligencia con el fin de permanecer dentro de los parámetros
establecidos por Augusto.
Durante su gobierno, el Imperio se mantuvo estable y próspero. Los emperadores
que siguieron a Tiberio fueron Calígula, Claudio y Nerón. Aunque todos estaban
relacionados a Augusto, ninguno jamás llegó a parecérsele en cuanto a su habilidad
para gobernar.
Fuera de los estatutos para el matrimonio y la moralidad, Augusto reinstauró ritos y
ceremonias religiosas romanas que habían sido abandonadas a través de los años.
Prohibió nuevos cultos que habían ingresado a Roma después de la conquista de
Oriente por parte de César y Marco Antonio, y ordenó el restablecimiento de
santuarios y templos tradicionales. La convicción que lo guiaba era lo que los
romanos denominaban pax deorum: su pacto con los dioses. Al igual que muchos
romanos, Augusto creía que la prosperidad y el bienestar de una sociedad estaban
ligados a la observación del ius divinum, el conjunto de rituales instituidos y dirigidos
por el estado, y a la pietas, o devoción a los dioses. Augusto atribuía el éxito de
Roma, de manera singular, durante los primeros años de la República, a la devoción
del pueblo y a su voluntad de sacrificar la vida y la fortuna en tiempos de crisis por el
bien de Roma, a su naturaleza conservadora y a la sencillez que caracterizaba su vida.
Creía que si podía imprimir en sus contemporáneos el respeto y la observación de las
ceremonias religiosas ancestrales, podía asegurar la paz y la prosperidad de Roma y
obtener la buena voluntad de los dioses. Para promover sus objetivos, Augusto se
convirtió en miembro del colegio de los pontífices de Roma y fue elegido pontifex
maximus, o "sumo pontífice" en el año 12 a. de C. Su investidura política como
cabeza del gobierno romano, su devoción pública y sus esfuerzos por restablecer la
religión tradicional generaron un culto a la personalidad alrededor de la figura de
Augusto.
Se ligó de modo directo su liderazgo con la prosperidad de Roma y la paz que se
extendió por todo el Imperio. Se glorificó su personalidad y se le reconoció como el
protector de Roma. Monedas con su efigie fueron emitidas, y en las provincias del
Este se erigieron santuarios en donde los fieles lo podían adorar como a un dios
viviente; esta fue una práctica que Augusto no permitió en Roma.
Aunque la adoración a los líderes ya había existido entre las clases menos favorecidas
de Roma -Mario y César habían sido objeto de alabanza-, Augusto la rechazó. Con
todo, el senado, atento a la opinión pública, lo proclamó divi filius, o "hijo de un
dios". Tras su muerte, Julio César había sido proclamado divino, y Augusto aceptó el
honor por ser su hijo adoptivo. El cumpleaños de Augusto fue declarado día festivo, y
las libaciones en su honor fueron habituales durante los banquetes.
Aunque fue casi deificado en vida, Augusto mantuvo su estilo informal. Con el fin de
afianzar la unidad del Imperio, rehusó los honores divinos que le ofrecía el senado,
pero permitía la adoración de su imagen fuera de Roma e Italia. En el Oriente, era
común que los líderes fueran adorados como dioses. Al final, el culto a Augusto se
extendió a las provincias occidentales del Imperio, y en el 12 a. de C. se construyó un
altar en Lyon, el cual fue dedicado a Augusto por su hijastro Druso.
El Imperio tuvo dos problemas permanentes durante y después del gobierno de
Augusto: los incansables bárbaros en las fronteras y la falta permanente de fondos en
el erario imperial para complacer a todos, en especial al ejército. Hacia el siglo I d. de
C., la mayor parte del Mundo Antiguo había desarrollado una economía monetaria.
Para los líderes del Mundo Antiguo, el uso de la moneda siempre había sido un
aspecto primordial en la promoción de su imagen. Las monedas emitidas por Roma
tuvieron amplia circulación y ayudaron a reflejar la imagen que Augusto tenía de sí
mismo como restaurador de la República, defensor de la libertad romana y campeón
de la grandeza de Roma. En las monedas con las que se pagaba a los soldados
romanos había imágenes alusivas a leyendas relacionadas con él. Tales monedas
consolidaron su imagen pública de padre de la patria y protector del Imperio.
El Imperio creció y prosperó a un ritmo formidable, pero llegó el momento en que
alcanzó sus límites y la economía romana empezó a contraerse.
Las áreas del Mundo Antiguo en las que valía la pena incurrir en el gasto y el riesgo
de la conquista empezaron a escasear, por lo cual disminuyeron los rendimientos.
Augusto creía que "nunca se debe dar inicio a una empresa a menos que la
expectativa de riqueza supere el miedo a las pérdidas". Roma ya había conquistado
España, Francia, Turquía y Egipto. Los territorios externos, como Germania en el
norte y Partia en el Este (en la actualidad, Armenia, Irán y Afganistán), estaban
poblados de feroces tribus bárbaras cuya conquista no ofrecía suficientes dividendos.
Después de años de dominio, el Imperio romano recibió su primer golpe fuerte en el
año 9 d. de C. Tres legiones romanas, equivalentes a quince mil soldados, fueron
masacradas en el Bosque Teutoburgo, al este del río Rin. La pérdida dejó atónito a
Augusto, quien nunca antes había experimentado una derrota semejante, pero su
respuesta fue mesurada y bien planeada. En lugar de lanzar una retaliación masiva
contra las tribus germanas, lo cual quizá había provocado más pérdidas para los
romanos, decidió poner un límite a su Imperio estableciendo una frontera fortificada
a lo largo de los ríos Rin y Danubio.
El ejército hizo a Augusto y su apoyo lo mantuvo en el poder.
Para mantener su seguridad personal, Augusto instituyó la Guardia Pretoriana: una
unidad de élite cuya base central quedaba en Roma.
La Guardia Pretoriana era comandada por oficiales seleccionados por Augusto entre
las filas del orden ecuestre, y con el tiempo desempeñó un papel primordial en el
nombramiento y remoción de los emperadores romanos que gobernaron en
períodos posteriores.
A la edad de setenta y siete, y después de más de cuarenta años siendo el "primer
ciudadano" de Roma, Augusto enfermó. Augusto murió en el año 14 d. de C., y los
historiadores creen que quizá fue envenenado por Livia, a quien le preocupaba que
su hijo Tiberio no llegara a ser el siguiente emperador.
Levantar un imperio es una labor impresionante. Expandir el dominio durante
buenos tiempos es algo común, pero mantenerlo unido durante una crisis mortal y
fortalecerlo después del trance es una proeza asombrosa.
Roma bien habría podido fragmentarse tras el asesinato de Julio César; de hecho,
más o menos trescientos años después, Roma se dividió en dos. Augusto venció a sus
enemigos y probó su destreza política y militar. Entonces demostró tener un talento
administrativo único y un gran manejo de la diplomacia, los cuales le permitieron
lograr la aprobación de importantes reformas.
Una de las razones para el éxito de Augusto como líder radica en que, a diferencia de
tantos políticos contemporáneos, él contaba con un sentido práctico de los límites. A
partir de su análisis costo-beneficio de las fronteras de Roma, calculó que era el
momento de frenar la expansión. Supo por instinto que empujar tales fronteras solo
para obtener gloria, tal como ocurrió con Alejandro, implicaría inmensos costos y, a
la larga, conduciría a la autodestrucción.
Augusto contaba con una visión y sabía como inspirar a los demás. Tenía una enorme
energía que podía enfocar de manera disciplinada por el bien de Roma.
Nunca perdió su gusto por una administración centrada en el detalle ni fue víctima
del exceso de confianza. Tanto como estratega como político fue del tipo poco común
de administrador que nunca permitió que el éxito nublara su juicio o controlara su
comportamiento.

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