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LA LÓGICA DE LA FE

Manual de Teología Dogmática


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A. CORDOVILLA PÉREZ (ED.)
P. FERNÁNDEZ CASTELAO, S. MADRIGAL TERRAZAS,
C. MARTÍNEZ OLIVERAS, N. MARTÍNEZ-GAYOL FERNÁNDEZ,
P. RODRÍGUEZ PANIZO, G. URÍBARRI BILBAO

LA LÓGICA DE LA FE
Manual de Teología Dogmática

2013
Servicio de Biblioteca. Universidad Pontificia Comillas de Madrid

La LÓGICA de la fe : manual de teología dogmática / A. Cordovilla Pérez (ed.), P. Fernández


Castelao, S. Madrigal Terrazas, C. Martínez Oliveras, N. Martínez-Gayol Fernández, P. Ro-
dríguez Panizo, G. Uríbarri Bilbao. -- Madrid : Universidad Pontificia Comillas, 2013

797 p. -- (Biblioteca Comillas. Teología ; 6)


Bibliografía. Índices
ISBN 978-84-8468-492-3

1.Teología dogmática 2. Creación 3. Eclesiología 4. Escatología 5. Fe 6. Redención I. Cordo-


villa Pérez, Ángel II. Castelao, Pedro F. III. Madrigal Terrazas, J. Santiago (1960-) IV. Martínez
Oliveras, Carlos V. Martínez-Gayol Fernández, Nurya VI. Rodríguez Panizo, Pedro VII. Urí-
barri, Gabino (1959-)

Esta editorial es miembro de la Unión de Editoriales Universitarias Españolas (UNE), lo que


garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional

© 2013 De todos los autores


© 2013 Universidad Pontificia Comillas
Universidad Comillas, 3
28049 Madrid

Diseño de cubierta: Belén Recio Godoy

ISBN: 978-84-8468-492-3
Depósito Legal: M. 24880-2013

Maquetación e impresíón: Imprenta Kadmos, s.c.l.

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de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, gra-
bación magnética o cualquier sistema de almacenamiento o recuperación de la información, sin
permiso escrito de la UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS.
Contenido

I. CREO.......................................................................................................... 15
1. Teología fundamental (§§ 1-5) ................................................................. 17
P. Rodríguez Panizo

II. CREACIÓN: CREO EN DIOS PADRE .................................................................. 87


2. El misterio de Dios (§§ 6-10) ................................................................... 89
A. Cordovilla Pérez
3. Antropología teológica (§§ 11-17) ........................................................... 171
P. Fernández Castelao

III. REDENCIÓN: CREO EN JESUCRISTO ................................................................... 275


4. Cristología - Soteriología - Mariología (§§ 18-26) ................................... 277
G. Uríbarri Bilbao

IV. SANTIFICACIÓN: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO ................................................... 393


5. La Iglesia y su misterio (§§ 27-34) .......................................................... 395
S. Madrigal Terrazas
6. Los sacramentos de la Iglesia (§§ 35-43) ................................................ 497
C. Martínez Oliveras
7. Escatología (§§ 44-46) .............................................................................. 631
N. Martínez-Gayol Fernández
8. Virtudes teologales (§§ 47-48) ................................................................. 713
N. Martínez-Gayol Fernández

AMÉN, P. Rodríguez Panizo ............................................................................ 755

7
La Dogmática como comprensión unitaria de la verdad del Cristianis-
mo ha sido una disciplina teológica prácticamente olvidada en la teología
contemporánea. Dos razones pueden haber influido para ello. En primer
lugar, por el carácter negativo del adjetivo dogmático del que se forma el
sustantivo, ya que este se ha entendido vinculado a una comprensión de
la fe segura de sí y a un ejercicio de la razón cerrado sobre sí que quiere
imponer al otro su modo de ver las cosas. Y, en segundo lugar, porque
frente a una teología sistemática que había impuesto su visión unitaria del
contenido y la explicación de la fe durante casi cuatro siglos, la teología
moderna se vio en la necesidad de romper este esquematismo y descubrir
nuevas perspectivas y matices a través de la pluralidad de sus disciplinas
(exégesis, historia, fundamental, sistemática, moral, pastoral, catequética,
etc.). Después de más de medio siglo explorando caminos que nos han
aportado una enorme variedad de conocimientos y experiencias, desde
las cuales hemos enriquecido ese conocimiento humano sobre Dios que
llamamos teología, pensamos que es el momento no sólo de profundizar
en el conocimiento particular adquirido, sino de asumirlo de la mejor for-
ma posible para ponerlo en relación bajo una estructura común. Esa es
la tarea primera de una Dogmática, mostrar la relación intrínseca entre las
diferentes afirmaciones teológicas, de los diferentes campos de investiga-
ción, articulados en una estructura común que dé razón del Cristianismo en
su intrínseca pretensión de verdad. Estamos convencidos de que no es el
almacenamiento de conocimientos, sino su articulación en una estructura
común, mostrando el nexo interno que los une, lo que permite adquirir a
un estudioso de la teología una auténtica razón teológica. En este sentido
ya se ha convertido en un lugar común la afirmación que Goethe expresaba
a un alumno en su Fausto: «Tienen todos los componentes en la mano, pero
les falta, por desgracia, el lazo que los une». La Dogmática busca y pretende
articular la lógica interna de la fe, preguntándose por el Cristianismo como
un todo, para desde aquí tratar de mostrar cuál es su realidad más específica
y singular que la distingue y, a su vez, la pone en relación con otras ciencias
humanas y con otras tradiciones religiosas.

9
LA LÓGICA DE LA FE

La estructura que hemos seguido para la elaboración de esta dogmática


ha sido la más sencilla y clásica que tiene la teología cristiana desde sus
orígenes: la estructura trinitaria de los símbolos de la Iglesia Antigua. La
teología cristiana habla únicamente de un solo misterio que se articula en
tres dimensiones fundamentales: la Trinidad, la encarnación de Dios y la
santificación del hombre. En este sentido, los Símbolos de la Iglesia están
divididos en tres partes: la primera referida al Padre (Creación), la segunda
al Hijo (Redención) y la tercera al Espíritu (Santificación). Esta estructura
trinitaria es la que hemos querido mantener en nuestra dogmática. No obs-
tante, en la primera teología cristiana, la Trinidad nunca ha sido pensada de
forma aislada de la historia de la salvación. Por eso a esta articulación trini-
taria de la dogmática, se le une una dimensión histórico salvífica. En reali-
dad, los mismos Símbolos de la fe ya lo hacen al relacionar el misterio de la
creación al Padre, el acontecimiento de la redención al Hijo y el proceso de
santificación del hombre y del mundo por medio de la acción de la Iglesia
al Espíritu. Esta estructura trinitaria, atravesada por una dimensión histórico
salvífica, hace que cada parte de la dogmática esté construida desde la po-
laridad o la alteridad. La teología cristiana nunca habla de un Dios aislado
y solitario, sino de un Dios que es relación; que es relación en sí mismo y
que es relación al mundo. Así la primera parte, contemplada bajo la luz del
misterio del Padre se refiere al mundo como creación de Dios y llamada
ya a la comunión de vida con él. En esta parte hemos situado los tratados
clásicos de Trinidad y de Antropología (teología de la creación, antropolo-
gía, gracia). La segunda parte, comprendida desde el misterio de Cristo, la
compone los tratados clásicos de cristología, soteriología y mariología. Fi-
nalmente, la tercera parte está contemplada desde la persona del Espíritu y
en ella hemos integrado los tratados clásicos de eclesiología, teología de los
sacramentos, escatología y la existencia cristiana (virtudes). Esta estructura
está anticipada por una reflexión sobre el acto de la fe (creo) y un epílogo
inspirado en el amén conclusivo del Símbolo. Partimos de la convicción de
que la teología dogmática y fundamental son inseparables, como lo son la
explicación del contenido y la pregunta por el fundamento. Pero también,
la teología es inseparable de la concreta vida cristiana, que tiene su lugar
de expresión más importante y de realización sacramental en el amén y la
doxología con la que concluye toda oración de la Iglesia, en donde están
presentes el cristiano individual y toda la humanidad.
Respecto al método, hemos preferido también la clásica articulación por
medio de tesis enunciativas en forma de párrafos con la consiguiente expli-
citación de cada una de esas tesis. De esta manera pretendemos que esta
Dogmática gane en objetividad y en claridad. En el cambio del primer al
segundo milenio, un monje benedictino llamado Anselmo respondió a las
preguntas fundamentales de la teología desde la verdad de la fe y la luz

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LA LÓGICA DE LA FE

interna de ellas. Trató de evitar el camino de las afirmaciones realizadas


mediante las autoridades, para buscar una evidencia originaria, más allá de
los enunciados formales de la teología. Frente a un riesgo de formalización
del lenguaje teológico (también del posconciliar), hemos querido volver a
mostrar esa verdad y luz interior de las afirmaciones de fe y de la teolo-
gía cristiana (La lógica de la fe). Por esta razón, teniendo como trasfondo
el enorme esfuerzo de las investigaciones parciales sobre temas particula-
res de la teología en sus diversos campos, nuestra pretensión es mostrar
su esencia, desde el esfuerzo por la objetividad de lo que esa afirmación
significa en su entraña más profunda, y por la relación que establece con
otras afirmaciones teológicas, es decir, siendo conscientes de que cada afir-
mación es un fragmento que forma parte de un todo. Este ha sido nuestro
deseo y esperamos haberlo conseguido, aun cuando sea de forma fragmen-
taria, contingente y parcial.
La acentuación que hemos hecho por la búsqueda de la lógica interna
de la fe frente a las autoridades que la sostienen como forma fundamental
de argumentación nos ha llevado a optar porque las citas bibliográficas es-
tén integradas en el texto evitando así el exceso de notas a píe de página
que entorpecen una lectura fluida del contenido. El lector encontrará una
bibliografía básica en cada uno de los capítulos que sirve como referencia
fundamental del contenido desarrollado y donde hallará los datos íntegros
de las obras y autores citados en el texto.
Queremos agradecer a la Universidad Pontificia Comillas que acogiera
como proyecto propio de la Universidad esta investigación que ha durado
tres años y que ahora, por fín, gracias a su servicio de Publicaciones ve
definitivamente la luz. Con la esperanza de suscitar el diálogo y debate
teológico así como la profundización en la fe cristiana lo ponemos ahora
en manos del lector.
Ángel Cordovilla Pérez,
Director del Departamento de Teología Dogmática
y Fundamental,
Universidad Pontificia Comillas, Madrid.

11
Siglas y abreviaturas

AG Ad Gentes. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia,


Concilio Vaticano II.
Adv. haer. Ireneo de Lyon, Adversus Haereses.
CCSL Corpus Christianorum Serie Latina.
CD Christus Dominus. Decreto sobre el ministerio pastoral de los
obispos, Concilio Vaticano II.
CDF Congregación para la Doctrina de la Fe, Documentos 1966-
2007, BAC, Madrid 2008.
CEC Catecismo de la Iglesia Católica, 1992.
CFF Karl Rahner, Curso fundamental de la fe, Herder, Barcelona
1998
CIC Código de Derecho Canónico, 1983.
CT Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Catechesi Traedende,
1979.
CTI Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-1996,
BAC, Madrid 1998.
DENT H. Balz-G. Schneider (eds), Diccionario Exegético del Nuevo
Testamento, 2 vols., Sígueme, Salamanca 1996-1998.
DH E. Denzinger-P. Hünermann, Enchiridion Symbolorum defini-
tionum et declarationum de rebus fidei et morum, ed. bilingüe,
Herder, Barcelona 2000.
DTNT L. Coenen (ed), Diccionario Teológico del Nuevo Testamento,
Sígueme, Salamanca 1984-1987.
DV Dei Verbum, Constitución Dogmática sobre la Divina Revela-
ción, Concilio Vaticano II.

13
LA LÓGICA DE LA FE

EE Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales.


EN Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, Exhortación Apostólica La
evangelización del mundo contemporáneo, 1975.
Etym. Isidoro de Sevilla, Etimologías.
FIC J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, BAC 42009.
FR Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, 1998.
GS Gaudium et Spes. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual, Concilio Vaticano II.
HdFTh W. Kern, H. J. Pottmeyer, M. Seckler, (eds.), Handbuch der
Fundamentaltheologie, vols. 1-4, Tübingen 22000.
KE J. S. Drey, Kurze Einleitung in das Studium der Theologie, Mi-
nerva, Frankfurt/Main 1966 (orig.: 1819).
LG Lumen Gentium, Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Con-
cilio Vaticano II.
LThK Lexikon für Theologie und Kirche, I-IX, 2 ed., Freiburg 1957-
1965.
MySal Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid 1969-1984.
MW P. Tillich, Main Works. Hauptwerke, Walter de Gruter, Berlin-
New York 1987 (vol. 4) y 1988 (vol. 5).
NRTh Nouvelle Revue Theologique, Tournai, Lovaina, París.
NTS New Testaments Studies
PDV Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, Exhortación apostólica post-
sinodal sobre la formación del sacerdote en la situación actual
PL J. P. Migne, Patrologiae cursus completus. Series latina, París
1857-1866.
RICA Ritual de Iniciación Cristiana de Adultos.
RGG Die Religion in Geschichte und Gegenwart. Handwörterbuch
für Theologie und Religionswissenschaft, 3 ed., Tübingen 1957-
1962.
RM Juan Pablo II, Redemptoris Missio, Encíclica sobre la validez
permanente del mandato misionero, 1990.
RTh Revue Thomiste, Paris.
SC Sacrosanctum Concilium. Constitución dogmática sobre la Di-
vina Liturgia, Concilio Vaticano II.
STh Tomás de Aquino, Summa Theologiae, BAC, Madrid 1952.
TD Hans Urs von Balthasar, Teodramática, vols. 1-5, Encuentro,
Madrid 1990-1996.
UR Unitatis Redintegratio. Decreto sobre el ecumenismo, Concilio
Vaticano II.
WA Martin Lutero, Werke. Kritische Gesamtausgabe, Weimar 1883.

14
I
CREO
1. TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO

I. REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LOS FUNDAMENTOS DE LA FE

La primera palabra del Símbolo de la Fe es credo. Por esta razón, la


presente obra comienza la exposición de los contenidos de la fe por una
presentación de algunos de los aspectos más importantes de la Teología
Fundamental, en la convicción de la unión profunda que debe darse entre
ésta y la dogmática.

§ 1. La Teología Fundamental tiene como tarea dar razón de la preten-


sión de verdad del cristianismo ante la radicalidad filosófica, la profundi-
dad religiosa o la creatividad cultural y científica (dimensión apologética).
Semejante tarea exige una profundización en los fundamentos de la fe,
como una reflexión de bases rigurosamente teológica que no deja los conte-
nidos de la revelación en el atrio de unos preámbulos puramente racionales
e históricos, sino que al asumirlos en la tarea de justificación antropológica
del creer, devuelve la plena dignidad teológica a la consideración de los
presupuestos y condiciones de posibilidad de la fe cristiana.

17
LA LÓGICA DE LA FE

1. Dar razón de la fe

Es sin duda un lugar común en las reflexiones de la Teología Fundamen-


tal, ver en 1Pe 3,15-16 la carta magna de la disciplina y del quehacer teoló-
gico en general; incluso, la cifra de su identidad. Las traducciones corrientes
a las lenguas vernáculas no dejan ver con claridad el matiz de lo que pide
el texto original: «toimoi e prς pologan pant t a to
ti m ς lgon
pert ς n mn lpdoς», y que literalmente traducido sería algo así como:
«prestos siempre para la defensa (justificación, respuesta) a todo el que os
pida razón acerca de la esperanza que hay en vosotros». Como se ve, de
lo que se pide la apo-logía no es de la esperanza sin más, sino del lógos
inscrito en ella, de manera que el objeto de la defensa sea precisamente ese
lógos, lo que ha llevado a Max Seckler a afirmar que no se trata de una de-
fensa cualquiera, sino de una justificación capaz de dar cuenta y razón del
lógos de la esperanza (cfr. M. Seckler, «Fundamentaltheologie», 351-357). En
este punto también se muestra de acuerdo con él Hansjurgen Verweyen, no
tanto en el hecho de que Seckler lo interprete como el motivo (fundamento,
contenido) dotado de sentido de la esperanza, pues, al hacerlo así —pien-
sa—, no queda suficientemente claro que el fundamento razonable de ésta
(vernünftige Grund), no se agota sólo en mostrar que está dotada de sen-
tido, sino que, además, hay que legitimar de forma no menos racional, la
realidad de la revelación y hacerlo de modo no-extrinsecista (H. Verweyen,
Gottes letztes Wort, 37, nota 3).
Con todo, el texto recuerda que no se trata simplemente de dar mera
información al que lo pida, colmando así la curiosidad de quien pregunta
sin que le vaya el ser en ello, pues el tipo de interrogación del que habla
la carta, comprometía y obligaba personalmente a cada cristiano en una
situación de persecución, en la que cabía contar con la posibilidad de ser
arrestado por un juez al confesar la pertenencia a Cristo, hecha patente en
la profesión personal de la fe bautismal y del credo, lo que implicaba una
praxis que hacía reconocible la opción responsable a favor del novum que
distinguía a los cristianos de los demás (ibid., 37-38). En este sentido, la
esperanza cristiana está sostenida en un fundamento que resiste a cualquier
amenaza (cfr. Rom 8,31-39) y que es, además, razonable; es decir, que po-
see un lógos interno que no sólo es matriz de pensamiento, sino también
de vida ética en consonancia con él y de expresiones de todo tipo en las
diversas dimensiones y niveles de la existencia humana.
Además, esta permanente disposición a la respuesta, se pide a todos
los cristianos, lo que no significa necesariamente que el cristiano medio
—incluso el menos instruido—, tenga que ser un teólogo profesional que
domine con soltura la exégesis bíblica y la especulación sistemática. Si bien
esto no es óbice para relajarse en la formación permanente que la fe cris-

18
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

tiana exige en todas las épocas y, especialmente, en la que nos ha tocado


vivir, donde todo está en continua mutación y sucede a una velocidad ver-
tiginosa. La fuerza persuasiva de la apología proviene de la capacidad de
renunciar, en caso de necesidad, a todo lo demás en virtud del núcleo de la
esperanza, encontrándose aquí, según Verweyen, el criterio para ver si efec-
tivamente es ésta estimable y contagiosa o simplemente ilusoria (cfr. Ibid.,
38). Y es que, algo en sí tan complejo y con tan diversas posibilidades de
realización, no impide al frágil presente de cada cristiano que se convierta
en el testimonio del amor infinito del Dios Trino, en el que todo se asienta
del modo más bello y misterioso. Semejante misión, la más real de todas y
que las abarca a todas, puede ser llevada a término por cualquier creyente
en cualquier lugar o situación y a cualquier edad. Conviene recordar, a este
respecto, que es la entrega de la vida entera, lo que Pablo denomina «culto
razonable» en Rom 12,1 (tn logikn latrean), vinculado al discernimiento
para no acomodarse a los criterios de este mundo y descubrir la voluntad
de Dios, en una constante trasformación interior (cfr. 12,2).
En su encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins
de Paris, Benedicto XVI hizo referencia al texto de 1Pe 3,15. En el contexto
de la búsqueda de Dios por parte de los monjes medievales, el papa afirma
que ahí estaba para ellos la expresión clásica de la «necesidad intrínseca
derivada de la naturaleza de su fe» por hacerse comunicable: «el Lógos, la
razón de la esperanza, debe hacerse apo-logía, debe llegar a ser respuesta»,
cosa que los cristianos de la Iglesia antigua no consideraron propaganda
para el crecimiento del grupo naciente, sino una exigencia que brota del
propio lógos interno de la revelación cristiana y de la universalidad de Dios
y de la razón abierta a él, de modo que vieron la fe no tanto en relación con
los diversos ámbitos culturales de los pueblos, cuanto con «el ámbito de la
verdad» (Ecclesia 3433 [2008] 16-17).
Esta exigencia que nace del interior de la fe cristiana, impide a ésta limi-
tarse a ser un grito, según la conocida expresión que da título a una obra
de H. Dumèry, y la impele a tener en cuenta las exigencias de la razón, sin
dejarse atrapar en la tiranía de los conceptos. Llama la atención cómo en
los primeros siglos de la Iglesia, en los debates trinitarios y cristológicos que
dieron lugar a los elementos fundamentales de la dogmática cristiana, se hi-
ciera un esfuerzo conceptual tan extraordinario, de modo que la defensa de
la fe frente a herejías como el docetismo, el arrianismo o el nestorianismo,
por citar sólo algunas, supuso, a la vez, un esfuerzo de comprensión de los
fundamentos de la revelación que cristalizó en una argumentación concep-
tual compleja y sutil que, lejos de «helenizar» la fe cristiana, supo responder
de manera original y profunda a los desafíos que el nuevo contexto pre-
sentaba. Asombra la unidad de lo que hoy llamamos Teología Fundamental
con la dogmática, de apologética e inculturación, de piedad y reflexión. No

19
LA LÓGICA DE LA FE

se puede imaginar lo que sería del cristianismo sin los Padres de la Iglesia,
Nicea o Calcedonia: «cuando los padres concibieron la fe como una philo-
sophia y la pusieron bajo el programa del credo ut intelligam, admitieron la
responsabilidad racional de la fe y crearon, por tanto, la teología tal como
hoy la entendemos, a pesar de las diferencias de método en puntos concre-
tos» (J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 179). Como ha señalado
con toda razón Adolphe Gesché, las formulaciones dogmáticas recurrieron
a conceptos que, no coincidiendo con la confesión de la fe, ayudaron a
ésta en la preservación del núcleo transcultural que la inhabita, frente a las
desviaciones de interpretación que la desvirtuaban, como el arrianismo,
verdadera «helenización» de la fe.
Y es que la tarea de conceptualización no está libre de riesgos. El ma-
yor de ellos está en que los conceptos se hagan rígidos con el tiempo y
entorpezcan el impulso inventivo y operativo de la fe, confundiendo su
lógos interno, su razón religiosa, con el interés puramente especulativo,
no exento de cierta brutalidad e indiscreción, pues una respuesta, si quie-
re ser viva, no puede olvidar el problema vital que la puso en pie: «toda
comunidad que pierde su imaginación y su propia capacidad de inventar
pierde su dinamismo, su elocuencia y su rumbo» (A. Gesché, Jesucristo,
230). Gesché propone que los conceptos de la teología conserven ese cier-
to candor que poseen en su momento más originario, en el más cercano
a la razón simbólica con su fuerza vigorosa, como gustaba de decir Paul
Ricoeur. En este sentido, Gregorio Nacianceno llamaba la atención, en un
sermón contra los discípulos de Eunomio, sobre la necesidad de hablar de
Dios con decoro, dentro de nuestros límites, de manera desinteresada y en
el momento oportuno; no bajo cualquier aspecto, sino «con aquellos que se
toman el asunto en serio y no como una cosa cualquiera, objeto también de
diversión placentera» (Discurso 27, 3 [BPa 30, 79]). No se trata, según el gran
Capadocio, de ceder a la manía de discutir o de hacerlo, por ejemplo sobre
la generación del Verbo, de forma indiscreta e irrespetuosa con el misterio,
más preocupados por la causa del Lógos que por lo que le complace, sino
de forma mística y santa, saliendo de uno mismo al encuentro de Dios
mediante la oración, sin ceder a la charlatanería de preguntas inverosímiles
y aprendiendo a poner freno a nuestra lengua cuando conviene a la pro-
fundidad del misterio del que se habla, en otra forma de sobria ebriedad.
En este sentido, la teología, como intelección de la fe, tiene sus propias
defensas o ámbitos de holgura para evitar que los conceptos que utiliza
sean indignos del término al que se refieren. Uno de ellos es lo que, con
Antonio Pérez de Oviedo, se podría llamar «Constante Galileo»; es decir, «la
posibilidad, incrustada en toda afirmación teológica, de ser “falsada”, esto
es de aparecer en cualquier momento como interpretación insuficiente de
su objeto» (El Correo, 23-VIII-2011, 24). El autor toma esta expresión analó-

20
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

gicamente del uso que tiene en la Logik der Forschung de Karl Popper, en-
tendiéndola —en su aplicación a la teología— en el interior de la teoría de
la analogía. Se trata de un correctivo necesario, pues «cualquier proposición
(afirmativa), incluidos los dogmas, que no co-afirme o co-defina la incapa-
cidad de sus proposiciones para agotar su propio objeto o referente es, por
naturaleza falsa»; lo cual es exigido, además, por su analogado principal: la
misteriosidad de Dios, «que contagia de misterio todo lo referible a Él: en
él termina la referencia de toda teología. “Misterizarse” es la condición de
posibilidad de que un discurso no sólo tenga a Dios o lo relacionado con
Dios como referente, sino como significado» (ibid.). Imagínese lo que suce-
dería si en un hipotético desarrollo teológico de la expresión «Jesús murió
en una cruz a las afueras de Jerusalén», no se dejara percibir el misterio que
se esconde en ella: Jesús, el Salvador, el Hijo de Dios, el resucitado, murió
crucificado en el Gólgota; quedaría reducida a algo puramente histórico, a
un hecho del pasado, y sería, por tanto, radicalmente insuficiente. El pro-
blema no reside tanto en el uso de los conceptos, o en el hecho de que la
teología sea theo-légein, hablar de Dios y no callar respecto de Él, pues no
propone como solución un apofatismo radical, al modo del budismo primi-
tivo, cuanto en el sentido creyente para ver la posibilidad de que nuestras
conceptualizaciones y expresiones teológicas sean insuficientes o preten-
dan agotar su término, semper maior.
Este esfuerzo por responder del lógos inscrito en la esperanza, y no
simplemente de ésta sin más, puede verse ejemplificado con la idea cris-
tiana de salvación. La tarea de esa apología consistirá, pues, en mostrar
cómo es matriz de pensamiento, así como las conexiones que entabla con
las grandes cuestiones de la existencia humana (cfr. A. Gesché, El destino,
29-72). Partiendo de la etimología del término (salvus: sano, fuerte, sólido,
preservado, lozano; salvare: hacer fuerte, guardar, conservar), se encuentra
una idea positiva de ella: «salvar es llevar a una persona hasta el fondo de
sí misma, permitir que se realice, hacer que encuentre su destino» (ibid.,
32). Esta idea positiva, vinculada a la noción de cumplimiento, la recoge el
Nuevo Testamento en términos religiosos tales como: «tloς zwn a nion»
(Rom 6,22), según el cual, el término final de nuestra existencia es la Vida
absoluta de Dios como nuestra consumación (cfr. 1Cor 1,8; 15,24; Hch 6,11;
1Pe 1,9; Ap 2,26). Desde esta idea de plenitud como el logro del hombre
entero (corazón, inteligencia, cuerpo, acción), de dicha de haber cumplido
una vida con sentido, de ser un Sein zum Leben (cfr. Jn 10,10), se pueden
contemplar los obstáculos que impiden la salvación, aquellos de los que
nos tiene que liberar el Salvador (uno no se salva a sí mismo), puesto que
nadie quiere el fracaso, el malogro o la perdición de su vida. Y así, se va
desentrañando el lógos interno de la fe para que ilumine la fatalidad; es
decir, nuestras impotencias de todo tipo: las constricciones biológicas, his-

21
LA LÓGICA DE LA FE

tóricas o existenciales, la falta de libertad; el mal, tanto el sufrimiento y el


daño padecidos en la desgracia, el fracaso o el mal inmerecido sufrido por
inocentes, cuanto el querido y cometido por uno mismo en la injusticia, la
falta o el pecado (cfr. Rom 7,15); y, finalmente, la muerte en todas sus for-
mas: brevedad del tiempo, proyectos inacabados, finitud, dejar de ser. De
esta manera, autopresentando el contenido mismo de la salvación, dejando
que su propio lógos interno muestre las múltiples conexiones que tiene con
todas las dimensiones de lo real, a las que ilumina, plenifica y desborda
totalmente en sus estrechas aspiraciones, al generar más preguntas y dar
mucho más de lo que se puede humanamente esperar, ha hecho la mejor
apo-logía de la esperanza, iluminando cada uno de esos aspectos capitales
de la existencia humana desde una profundidad inalcanzable para cual-
quier saber intramundano.
Por último, el versículo 16 de 1 Pe señala lo que se podría llamar el
«estilo» de la apología, a veces olvidado en algunas formas de «defensa» de
la fe a lo largo de la historia. En él se exhorta a un modo conciliador, no
agresivo de respuesta: «con dulzura y respeto», de modo que las calumnias
y acusaciones confundan a quienes las propagan. Sobre la razón de la es-
peranza hay que hablar en los términos que corresponden al ethos cristiano
que renuncia a la revancha: «los cristianos no deben hacer depender su con-
ducta de la hostilidad de los otros, sino que renuncian al juego de provo-
cación mutua del mal» (N. Brox, La primera carta de Pedro, 216). Y es que
el modo cristiano de vivir da testimonio por sí mismo de su calidad moral,
desenmascarando las acusaciones injustas y, de esta manera, «el estilo de
autopresentación (incluso verbal) del cristianismo pasa a ser el argumento a
favor o en contra de su esperanza» (ibid., 217). Ante los ataques y reproches
lanzados con mala fe, el autor de 1 Pe anima a que sean ellos la ocasión del
testimonio de la verdad.

2. La dimensión apologética ad extra de la Teología Fundamental

La tarea de estar siempre dispuestos a responder de la fe con responsabi-


lidad es un rasgo permanente de la teología en general, y de la fundamental
en particular. Cuando el creyente que es el teólogo escucha con todo su ser
la Palabra de Dios, no puede por menos que escuchar, al mismo tiempo,
las voces de su tiempo, las objeciones y dificultades, problemas y desafíos
que plantean al mensaje cristiano los hombres entre los que vive. La Teolo-
gía Fundamental actual sabe que esta tarea es una tarea teológica, que no
pone entre paréntesis los contenidos de la fe, como si quedaran en el atrio
de unos preámbulos meramente racionales e históricos, sino que deja que
su lógos interno despliegue su capacidad de dar que pensar, liberando su
potencia intelectiva al despertarse la profundidad de la razón y hacer ver,

22
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

como foco de luz amorosa que es, gracias de la realidad, imperceptibles de


otro modo cuando falta el lumen fidei.
Un intento de poner en práctica esta importante dimensión señalada, han
sido los denominados métodos de correlación, que tienen en Paul Tillich a
uno de sus representantes más destacados, pero que no se agotan ni mucho
menos en él; es más, parece una finura del pensamiento contemporáneo.
Ortega y Gasset, por ejemplo, cuando quiere saber qué es un castillo, no
comienza por una descripción pormenorizada de estas construcciones tan
particulares, sino preguntándose: «¿cómo tiene que ser una vida para que la
casa donde se aloja resulte un castillo?» (O.C. I, 421). Los castillos revelan lo
que son a la razón vital; es decir, a la vida —y en la vida— en que aconte-
cen, de modo que cuando un turista actual entra en uno de ellos, converti-
do en un parador nacional, rigurosamente hablando no hace la experiencia
de un castillo, sino de un inmueble hotelero confortable y caro.
Si hubiera que buscar la fuente última del método de correlación en
nuestro tiempo, habría que remontarse hasta Hermann Cohen. En efecto,
para el filósofo judío neokantiano, sin Dios no se puede hablar del hombre
(mística) y sin éste no hay nada de Dios (idealismo): «la correspondencia
entre Dios y el ser humano ya se revela aquí como una correlación. La
unicidad de Dios determina su relación con la razón del ser humano. Y la
razón del ser humano, en cuanto creación de Dios, determina su relación
racional a Dios; y, por tanto, también el cumplimiento de esta relación ra-
cional en la revelación, la que junto con la creación es el fundamento de la
correlación de Dios y el ser» (H. Cohen, La religión de la razón, 63); corre-
lación que en otro lugar denomina «nuestra norma metódica básica» (ibid.,
272), y que jamás confunde los términos, pues no se trata de una unión fu-
sional de ambos, ni de la idea hegeliana de mediación, sino que el espíritu
de santidad —frente a toda sacralidad pagana— une los dos términos de la
correlación sin confundirlos. Y lo mismo podría decirse de las disquisicio-
nes heideggerianas sobre la esencia de la obra de arte: la correlación que
se da entre el estudio concreto de éstas y el concepto de arte, al cual no se
llega sino por el estudio de las primeras, pero que sin una idea previa de él,
por más general que sea, no podrían reconocerse como tales.
En el terreno teológico aparece por todas partes, incluso en los autores
menos sensibles a él. Para Hans Urs von Balthasar, por ejemplo, la figura
(Gestalt) de la revelación kenótica del amor y de la belleza de Cristo supone
un hombre capaz de ser arrebatado por ella (cfr. Gloria I,34/ or. alemán:
I,30: Hingerissenwerden); su evidencia objetiva irradia desde dentro de sí
en una evidencia que no responde a las necesidades del sujeto, pero para
que encuentre eco en el hombre, deben darse en éste algunas predisposi-
ciones existenciales e intelectuales, y «esto hay que concedérselo sin más al
llamado “método de la inmanencia” de Blondel y de sus seguidores» (ibid.,

23
LA LÓGICA DE LA FE

416), si bien dichos presupuestos no condicionan la evidencia objetiva, ni


mucho menos la constituyen, pues «Cristo no depende de ninguna condi-
ción subjetiva que le impida hacerse plenamente comprensible al hombre»
(ibid., 417); más bien estas disposiciones se le regalan al hombre gracias
al misterio de la Encarnación, por la que éste queda constituido como la
gramática de una posible autocomunicación de Dios, según los términos
de Karl Rahner, en cuya teología se encuentra también la correlación, entre
otros lugares, en su tratamiento de las relaciones entre filosofía y teología.
En la mejor tradición agustiniana de la magna quaestio, el teólogo jesuita
contempla al hombre como pregunta universal para sí mismo; una pregunta
«que no sólo tiene el hombre, sino que él es» (K. Rahner, Curso fundamen-
tal, 28), y por tanto se trata de su condición de misterio con minúsculas.
Elaborar esta pregunta es filosofar auténticamente. La respuesta cristiana,
pensada por la teología, tiene en ese carácter misterioso la «condición» de
posibilidad para ser escuchada como lo exige su propia índole. El Misterio
Santo con mayúsculas de Dios es el que propiamente ha inspirado e impul-
sado la capacidad humana de preguntar, al constituir a su criatura como un
imperativo de interrogación, como gusta de decir George Steiner.
Pero quizá sea Paul Tillich el teólogo más vinculado a esta concreción
de la dimensión apologética de la teología que se llama método de corre-
lación, quizá porque no sólo ha tratado de él, sino que ha organizado todo
su sistema desde esta perspectiva, viendo en correlación lo condicionado
de la criatura finita y sus múltiples dimensiones (razón, ser, existencia, vida,
historia), con lo Incondicionado de Dios expresado en la simbólica cristia-
na (revelación, Dios, Cristo, Espíritu, Reino de Dios) que responde a las
cuestiones implícitas en las contradicciones, fracturas y ambigüedades de
lo finito, convencido de que el mensaje cristiano se anuncia al hombre no
en general, sino en cuanto que éste se encuentra necesitado de salvación,
de modo que mostrarlo como salvador de esa situación es realmente com-
prenderlo en su originalidad. Situación es en Tillich un término técnico.
No se trata de la realidad sin más, sino de «todas las formas culturales que
expresan la interpretación de la existencia por parte del hombre moderno»
(Teología sistemática I, 18); es decir, de «la totalidad de la autointerpretación
creadora del hombre en una época determinada» (ibid., 16). En definitiva,
el ser humano en cuanto ser racional, existencial, espiritual e histórico, pero
acosado por la falta de fundamento y de sentido. La revelación es capaz de
salvar del absurdo a la situación, pues tiene en Dios su fundamento, meta
y fin que le otorga sentido. La teología apologética es, pues, «una «teología
que responde». Responde a las preguntas implícitas en la «situación» con la
fuerza del mensaje eterno» (ibid., 18), y tiene en el Pablo del discurso en el
Areópago de Hch 17,16-34, el prototipo del cristiano que sabe responder
de su fe sin sacrificar lo más específico de ella y, al mismo tiempo, capaz

24
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

de tener en cuenta la situación filosófica, religiosa y cultural en la que el


mensaje debe ser inculturado.
Usar los métodos de correlación como caso concreto de la dimensión
apologética de la Teología Fundamental, implica ser conscientes de algunas
salvedades que deben tenerse en cuenta antes de su aplicación. En primer
lugar, que se trata de un ejercicio de comprender lo que es salvífico y que,
por tanto, en cuanto intelección de la revelación, ni pretende ni puede sal-
var. La teología no salva, el que lo hace es Dios. La teología sólo pretende
comprender con humildad la revelación e iluminar con ella la situación
necesitada de sentido, de modo que aquélla tiene la prioridad en todos los
órdenes, y no está en el mismo nivel de la situación, pues ésta —si se pue-
de hablar así— nos es «dato» como vivida, experimentada y sufrida, mien-
tras que Dios, la revelación, Cristo, el Espíritu, etc., lo son como revelados
o creídos. Si no se tiene en cuenta esta diferencia capital, podría pensarse
que la revelación saldría de la situación, lo que nunca sucede, pues siempre
es lo que nos sale al encuentro, lo que viene «de fuera», lo que rompe el
pequeño círculo de seguridades y egoísmos humanos para abrirle a lo infi-
nito, generando más preguntas, poniendo al hombre en cuestión: «¿dónde
está tu hermano?» (Gén 4,9); dando infinitamente más de lo que se puede
humanamente esperar, «porque para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). La
teología no pretende ser donación o construcción de la fe, sino modesto
intento de comprenderla como pide su propio lógos interno, humilde in-
tellectus fidei; y mucho menos un intento de decretar de antemano lo que
satisface la necesidad de salvación, haciendo de ello una instancia salvado-
ra, lo que sería, en el mejor de los casos, ideología y, en el peor, idolatría,
riesgo siempre posible.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que el polo de la revelación
no sólo es el prius y supra en todos los órdenes, sino que además es él el
que descubre en la situación las dimensiones y niveles que la hacen necesi-
tada de salvación, al enfocar amorosamente su luz sobre ella. Esto se ve es-
pecialmente claro cuando el Concilio Vaticano II habla de los signos de los
tiempos. Si por una parte se dice que «lo que la Revelación divina nos en-
seña coincide con la misma experiencia (cum ipsa experientia concordat)»
(GS 13), por otro lado se afirma que es la luz del Evangelio la que permite
auscultar, discernir e interpretar dichos signos por parte de la Iglesia (cfr. GS
4, 44, 62). Lo que ha llevado al magisterio posterior a expresar este aspecto
en una ley fundamental de toda la Iglesia: «la fidelidad a Dios y la fidelidad
al hombre, en una misma actitud de amor» (CT 55).
Finalmente, hay que considerar esta mediación ad extra, con Max Sec-
kler, como una diaconía intelectual al lógos cristiano en su confrontación
con las preguntas, dificultades y desafíos que la situación actual le presenta
(cfr. M. Seckler, HdFTh 4 [22000] 383-398; aquí 385). La radicalidad filosófica,

25
LA LÓGICA DE LA FE

la profundidad religiosa y la creatividad cultural y científica son diversos


terrenos de frontera en los que puede transferirse el potencial de sentido
de la revelación. La dimensión apologética de la Teología Fundamental no
se agotará en la necesaria tarea de afirmar la identidad cristiana frente a las
malas comprensiones, prejuicios y hasta deformaciones que cualquiera de
esos interlocutores tenga del cristianismo, en una nueva forma de testimo-
nio responsable allí donde se pone en cuestión la pretensión de verdad
del Evangelio, sino que independientemente de los desafíos y contestacio-
nes, y más allá de las polémicas, informa del sentido (Sinnanskunft) y lo
justifica (Sinnrechenschaft), traspasando proactivamente su potencial de
sentido a contextos diferentes en una tarea hermenéutica de mediación de
dicho potencial (cfr., ibid., 394-398). Esta tarea verdaderamente creativa de
la Teología Fundamental lleva necesariamente a una profundización en los
fundamentos de la fe, pues no se puede mediar lo que no se vive y conoce
adecuadamente, ni dialogar con otros sin personalizar el fondo de la propia
tradición, en una apropiación vital a modo de habitus o estructuración del
ser del creyente por el que se adquiere verdadera connaturalidad con los
contenidos de la revelación.

3. Profundización en los fundamentos (ad intra)

En sentido riguroso, la tarea de profundización en los contenidos de


la revelación precede a cualquier mediación de respuesta exigida por la
situación, pues no se puede defender, clarificar o traspasar el potencial del
lógos cristiano si no se sabe de qué se trata en él, de modo que la tarea de
averiguación y apropiación de los contenidos de la fe y su correcta presen-
tación es la forma principal de legitimación apologética. Es un dato conoci-
do cómo en la Iglesia antigua no se pudo seguir mucho tiempo rebatiendo
calumnias y respondiendo a diversos ataques y malentendidos, sin terminar
por descender al terreno de los fundamentos, hasta el punto de que fue
precisamente la profundización y clarificación de ellos lo que permitió nada
menos que someter a una profunda crítica el concepto tardo-antiguo de
religio (cfr. W. Geerlings, HdFTh 4 [22000] 217-230).
La idea de fundamento es un una metáfora arquitectónica. Pablo dice
en 1Cor 8, 1 que «el amor edifica», y el término se toma aquí, como decía
Kierkegaard, de forma trasladada del discurso directo. Éste autor, meditan-
do sobre la citada sentencia neotestamentaria, se da cuenta de que edificar
no es lo mismo que construir. En danés se dice At opbygge, formado por at
bygge, «construir», y op, «hacia arriba», donde se debe poner el acento. Edifi-
car es, pues, construir desde los cimientos hacia arriba, no sólo añadir en la
horizontal. El amor edifica porque «nunca busca su interés» (1Cor 13,5). El
fundamento y cimiento de la vida del espíritu es el amor. Si lo tenemos, se

26
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

ha puesto en nosotros el fundamento «progenitor» de todo. Edifica porque


erige el amor, y porque levanta desde este fundamento. El que ama no es
el Amor; tiene amor de más o menos calidad, pero no es Amor; sólo Dios
lo es. Sin embargo, puede presuponer que lo hay en el corazón del otro, y
así lograr que se erija desde los fundamentos: «el amoroso presupone que
hay amor en el corazón del otro ser humano, y gracias a esta presuposición
erige el amor en él desde los fundamentos, en cuanto que amorosamente lo
presupone sin lugar a dudas en el fundamento» (S. Kierkegaard, Las obras
del amor, 262). La revelación cristiana nos dice que el Amor de Dios es un
fundamento que resiste de verdad, si apoyamos en él nuestra vida. Como
afirma el pasaje de Lc 6,46-49 (cfr. Mt 7,21.24-27), cavar hondo y edificar
sobre la roca es ir hacia Cristo el Señor, escuchar su palabra y ponerla en
práctica. Y Pablo dirá, en otro pasaje, que «nadie puede poner un cimiento
distinto del que ya está puesto, y este cimiento es Jesucristo. Sin embargo,
se puede construir sobre él con oro, plata y piedras preciosas, o bien con
madera, heno y paja» (1Cor 3,11-12).
La permanente apropiación del núcleo esencial del cristianismo es, en
realidad, una tarea inamisible de todo el pueblo de Dios, de cada cristiano,
que está llamado a redescubrirlo en todos los tiempos y en cada momento
de la existencia, encontrándose en él como cuerpo de la cabeza que es
Cristo, asumiendo desde el interior la Palabra eficaz de Dios, lo novum y
propium cristiano antes de cualquier contestación o desafío que venga del
exterior. La Teología Fundamental tiene aquí un importante papel de servi-
cio eclesial, al intentar dar razón de lo central cristiano y su lógos interno,
sondeando sus fundamentos y mostrando que «existe un orden o “jerarquía”
de verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con
el fundamento de la fe cristiana» (UR 11). Y en este sentido, un primer fruto
de dicho trabajo es mostrar cómo dicha conexión interna de unos misterios
y realidades cristinas entre sí, hace de la verdad cristiana una realidad sinfó-
nica, y de su modo de conocer en la fe una «catolicidad epistemológica» (M.
Seckler). Sobre el fundamento de la revelación del Dios Trino en Jesucristo
y el don del Espíritu Santo para la salvación de los hombres, se levantan
hacia arriba los pilares que estructuran y sostienen la existencia teologal
cristiana (cfr. 1Cor 13,13). Si cada cristiano se pregunta siempre a esta luz,
qué significa ser tal en el tiempo que le ha tocado vivir y que, a tenor de lo
que afirma Mt 28,20, está siempre acompañado por la presencia del resuci-
tado, la tarea de personalización de la entraña del cristianismo (O. González
de Cardedal) y la búsqueda de su forma fundamental, no sólo son dimen-
siones imprescindibles del seguimiento de Cristo que ayudan a discernir lo
que en el ejercicio de la fe se pueda adherir de los criterios de este mundo,
y que debe ser constantemente purificado, sino que, al no estar solos en
ella, se presenta como una tarea posible; se trata, pues, de un llamamiento

27
LA LÓGICA DE LA FE

imperioso del Dios que hace nuevas todas las cosas (cfr. Ap 21, 5), para
que el creyente se abra a la acción del Espíritu Santo que ha derramado el
amor en su corazón (cfr. Rom 5,5; Gál 4,6-7) y camine en una vida nueva.
Hace ya tiempo que Joseph Ratzinger formuló estos pilares fundamen-
tales de lo cristiano en seis aspectos que expresan su núcleo estructurador:
el individuo y el todo, el principio «para», la ley del incógnito, la ley de la
sobreabundancia, lo definitivo y la esperanza y, finalmente, el primado de
la recepción y la positividad cristiana, que se sintetizan y «se resumen en
el principio del amor» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 204-225;
aquí, 225). Según el primero, el cristianismo nunca habla del individuo ais-
lado, sino en una magnífica dialéctica de respeto máximo de su condición
personal única e irrepetible y, al mismo tiempo, de su referencia constitu-
tiva a los demás, a la historia, al cosmos: «se es cristiano para participar en
la diaconía de la totalidad» (ibid., 209). La ley fundamental de la existencia
cristiana se expresa en el segundo, y aparece en el centro del culto cristia-
no —la eucaristía—, donde Cristo entrega su persona y su vida por todos.
En la imagen del crucificado con los brazos extendidos en la cruz, que era
para los Padres de la Iglesia la forma de la actitud de oración, se expresa la
donación adorante al Padre y la entrega total a los hombres, de modo que
no hay oración cristiana si no van unidos ambos aspectos: glorificación de
Dios y servicio desinteresado al prójimo, y por ello «ser cristiano significa
esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los demás, […] supone
dejar de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse a la
existencia de Jesucristo» (ibid., 211). De ahí la condición caminante, nóma-
da, viadora, exodal y de pascua de tantos personajes de la Escritura. Unido
al proexistente ser-para se encuentra la teológica de lo humilde, o ley del
incógnito: en la infinitud del cosmos, la tierra; en la inmensidad de ésta, Is-
rael; y, dentro de él, la insignificancia de Nazaret y de la cruz; finalmente, la
Iglesia, «una imagen problemática de nuestra historia que se reclama lugar
perpetuo de la revelación de Dios» (ibid., 214).
Los relatos evangélicos de la multiplicación de los panes, en los que so-
bran siete cestos (cfr. Mc 8,8), o pasajes como el de las bodas de Caná (Jn
2,1-11), indican que «la sobreabundancia es la mejor definición de la histo-
ria de la salvación» (ibid., 219), su verdadero fundamento y la forma en que
se desarrolla. Una lógica del don inmerecido y sobreabundante —«gracia
sobre gracia» (Jn 1,16)— atraviesa todo lo cristiano, dotando de tensión las
relaciones entre ética y gracia: «si vuestra justicia no supera la de los escri-
bas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Dios no sólo
crea el mundo por amor, benevolencia y libertad, sino que, además, «se da
a sí mismo para salvar esa mota de polvo que es el hombre» (ibid.). Por otra
parte, el principio de lo definitivo es una consecuencia del acontecimiento
de Jesucristo como revelación definitiva y plena que abre el futuro. Lo de-

28
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

cisivo ha acontecido en la historia y, por ello, la actitud del cristiano ante la


realidad es «la de la confianza de que lo definitivo ya existe y que por eso
permanece abierto el futuro del hombre» (ibid., 221). La definitividad de la
revelación se expresará también en el símbolo y en el dogma. Finalmente,
el primado de la recepción y la positividad cristiana, señala al hecho de que
el creyente no crea el contenido de la fe, sino que lo recibe como un don
que le precede y debe acoger personalizándolo de forma creativa y fiel.
Las reflexiones de este tipo son ciencia teológica de bases o teología de
los fundamentos que tiene, según Seckler, una de sus tareas ad intra en
la elaboración de un concepto sustancial de cristianismo (cfr. M. Seckler,
HdFTh 4 [22000] 382) que ayude a comprender en qué consiste propiamente
la fe cristiana, cuál es su núcleo esencial y la jerarquía de sus verdades y,
por tanto, la coherencia interna y la unidad intrínseca que presenta cuando
se contempla el conjunto de los grandes temas de la teología sistemática al
desplegar su lógos interno, en un ejercicio que no es un mero preámbulo
racional, sino una tarea verdaderamente teológica. A este trabajo material
hay que añadir el más formal de elaboración de una epistemología teológi-
ca que se ocupe, entre otras cosas, del carácter de la teología como ciencia
de la fe, dando cuenta de lo propio de ella frente a los distintos saberes que
también se ocupan de la religión (Ciencia de las religiones, Filosofía de la
religión, entre otros): tener la Palabra de Dios como criterio objetivo y la fe
como subjetividad propia del que la cultiva; su condición de fides quaerens
intellectum que elabora su discurso articulando los diversos lugares teoló-
gicos, sabiendo que entre los diez de la topología de Melchor Cano, los dos
primeros —Sagrada Escritura y Tradición— son verdaderamente propios y
constitutivos de su trabajo, los cinco siguientes (Iglesia católica, concilios,
magisterio papal, padres, teólogos) interpretativos de la revelación, y los
tres últimos (razón, filosofía e historia) tomados de «préstamo» de otros sa-
beres; de igual modo, mostrará cómo se desenvuelve según que su ámbito
de ejercicio sea el Pueblo de Dios, la academia o la sociedad.
La concreción material en temas y tratados varía enormemente en los
cultivadores actuales de la Teología Fundamental. Casi todos han superado
el esquema neoescolástico que se fraguó en los manuales de apologética
en el periodo entre los dos concilios vaticanos, y que se ha venido deno-
minando extrinsecismo, al dejar los contenidos de la fe en el atrio de unos
preámbulos puramente racionales e históricos. Procedían mediante una tri-
ple «demostración»: la demonstratio religiosa, frente al ateísmo, que inten-
taba demostrar la necesidad de la religión como dimensión constitutiva del
hombre (homo naturaliter religiosus), y la posibilidad de la revelación sin
contradicción alguna, concebida, por ejemplo, según uno de los máximos
exponentes del Colegio Romano, como «manifestación de una o muchas
verdades; y esta revelación se llama divina si viene de Dios por un medio

29
LA LÓGICA DE LA FE

extraordinario o fuera de la marcha conocida y acostumbrada de la natu-


raleza» (G. Perrone, Tratado de la verdadera religión, 19). La demonstratio
christiana defendía, frente a quienes negaban la revelación sobrenatural
desde posiciones ilustradas, que tal revelación había tenido lugar realmente
y hacía del cristianismo la vera religio. El tratado De Christo legato divino
demostraba el origen sobrenatural del cristianismo mediante la definitividad
de las palabras del Mesías Hijo de Dios y su confirmación mediante profe-
cías cumplidas y milagros, el mayor de los cuales es la resurrección. Final-
mente, la demonstratio catholica, frente a los protestantes, veía en la Iglesia
católica la vera ecclesia, pues ha preservado, custodiado y expuesto infa-
lible y auténticamente la revelación sobrenatural. La tercera demostración
echaba mano de las formas tradicionales de la via historica, mediante la
que se aseguraba la continuidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católi-
co romana, especialmente en la via primatus; la via notarum, de la unidad,
santidad, catolicidad y apostolicidad con que Cristo ha dotado a la Iglesia y,
por último, la via empirica que, inspirada en el Cardenal Deschamps, veía a
la Iglesia, entre los signos de credibilidad comunes y fundamentales, como
el gran indicio de ella por su infalible magisterio salvífico, por la excelencia
de la doctrina propuesta a lo largo de los siglos y por los admirables efectos
de santidad que la gracia ha ido derramando en cada época. Este intento de
«racionalismo» neoescolástico, como ha dicho Joseph Ratzinger, «ha fraca-
sado, ese racionalismo que con una razón estrictamente independiente de
la fe, con una certeza puramente racional, quiso reconstruir los preambula
fidei» (Fe, verdad y tolerancia, 120).
Los elementos para superar este esquema angosto de fundamentación
y apologética, se encuentran ya en la obra de Pascal, Newman o los repre-
sentantes del método de la inmanencia (Brunetière, Ollé-Laprune, Blondel).
El primero de ellos utiliza en igual medida los argumentos existenciales y
racionales en la tarea de la fundamentación de la fe: el recurso a las razones
del corazón (raisons du coeur) y su concepción de la desproporción del
hombre que supera infinitamente al hombre, así como sus análisis del di-
vertissement, hacen de él, según Hans Urs von Balthasar, un predecesor del
método de la inmanencia, aunque éste «no pretende en ningún momento
deducir la verdad cristiana de la existencia, porque a su entender el pecado
original no es inmediatamente demostrable, porque es el dogma más oscuro
e increíble, al que nadie ha llegado sin la revelación» (Gloria III, 219-220).
El segundo, mediante su Gramática del asentimiento (1879), y su conocida
teoría del sentido ilativo (Illative sense), mostró cómo el asentimiento de fe
posee una lógica propia imposible de reducir a un silogismo racional, sino
que, atenta a lo concreto, hace posible una certeza suficiente al atar en un
cable consistente los hilos que de por sí —sueltos— no tendrían la fuerza
que poseen cuando convergen todas las probabilidades mostrando como

30
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

responsable el acto de fe. Por último, los representantes del método de la


inmanencia, precedidos por las reflexiones de Victor-Auguste Deschamps
y su método de la providencia que, junto al testimonio exterior del signo
de credibilidad de la Iglesia, hablaba de le fait intérieur de la subjetividad
humana que tiene que apropiarse también la autoridad divina objetiva.
Maurice Blondel, el representante más destacado de esta corriente, mostró
ya en su obra temprana, dónde se encuentra en el hombre el indicio origi-
nario de su apertura a la revelación. Su dialéctica de la desproporción de la
acción humana, por la que no coinciden nunca el ímpetu de trascendencia
(volunté voulante) con la red inmensa de los proyectos y decisiones del ser
humano (volunté voulue), le ha merecido un puesto de honor en los trata-
dos modernos de Teología Fundamental, especialmente en la cuestión del
Homo capax Dei (cfr. § 2, 2). De igual modo, Pierre Rousselot dio también
un paso decisivo con su teoría de los «ojos de la fe», expresión que hunde
sus raíces en Agustín y Tomás de Aquino y, más allá de ellos, en la Escritu-
ra. Donde hay amor hay ojos, decían los teólogos medievales, y lo mismo
podría afirmarse de la fe, pues hace «ver» lo que sin ella sería imposible: lo
que Dios ha revelado. Se trata por tanto de la donación gratuita de una luz
que sintetiza, al modo Newman, los signos.
Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y Karl Rahner, cada uno a su
modo, han puesto las bases de la actual Teología Fundamental. El primero
de ellos muy pronto, ya en 1929, en una lección inaugural en la Universidad
de Lyon, al sustituir a Albert Valensin, y que se publicó al año siguiente con
el título de Apologétique et Théologie (NRTh 57 [1930] 361-378). Se trata de
un texto valiente donde de Lubac propone con suavidad y energía un giro
de la Teología Fundamental hacia lo que hoy se llama intrinsecismo doctri-
nal, de modo que la dimensión apologética de la teología no se agote en lo
puramente defensivo, sino que —razonando desde los contenidos— pueda
decir algo significativo a los que no creen. Contentarse con los argumentos
exteriores, «sin penetrar en el interior de su objeto, está bien lejos de satis-
facer al espíritu» (ibid., 363), y considerar el dogma como un puro dato sin
relación alguna con el hombre, una intrusión en la teología del racionalis-
mo de las ciencias positivas. Afirmar con Agustín el testimonio de Dios en
el interior del hombre, nada tiene que ver con la religión natural ni con
ningún tipo de individualismo o subjetivismo que supusiera una condición
por parte del hombre a la revelación (cfr., ibid., 375). De Lubac propone ya
en ese trabajo temprano a la Teología Fundamental como el lugar donde
se encuentran la apologética y la teología en un enriquecimiento mutuo.
Para el teólogo suizo, en la estela del jesuita francés, el problema de
la apologética o Teología Fundamental es la percepción de la figura (Ges-
talt) de la revelación: el acontecimiento histórico y concreto de Jesucristo
en su totalidad, y que pide ser percibido sin reducirlo a la medida y a

31
LA LÓGICA DE LA FE

las condiciones del hombre, pues «Cristo no depende de ninguna condi-


ción subjetiva que le impida hacerse plenamente comprensible al hombre»
(Gloria I, 417). La figura irradia desde dentro como una obra de arte, con
una autenticidad y una autoevidencia capaces de arrebatar y transformar
al hombre, quien percibe con todas sus facultades y dimensiones la doxa
(kabod) o peso, esplendor, fuerza de atracción y luminosidad de Dios, en
cuya luz hace ver la luz (cfr. Sal 35). La Teología Fundamental se ocupará
de la doctrina de la percepción (Wahrnehmung), en unión indivisa con
la dogmática, que lo hará del éxtasis o ser arrebatados por la figura del
amor kenótico del Misterio Pascual. Evidencia subjetiva y objetiva en una
circularidad cuya prioridad está en la segunda que hace posible la primera.
Para experimentar la figura «hay que interiorizarla, entrar en su ámbito de
irradiación y sentir su hechizo, ponerse en el estado adecuado para que se
haga patente su ser-en-sí» (ibid., 550).
Por su parte, Karl Rahner muestra en su propia obra, desde Oyente de la
Palabra (1941) hasta el Curso fundamental sobre la fe (1976), ese tránsito
hacia una Teología Fundamental que no abstrae de los contenidos, como
si fuera una tarea pre-teológica para preparar el terreno a la dogmática.
Al preguntarse qué oyente espera la revelación cristiana para ser auténti-
camente acogida, afirma que los presupuestos en que ese oír consiste, no
condicionan la libertad y la gracia de la autocomunicación de Dios, sino
que «el mensaje cristiano con su llamada crea a la vez estos presupuestos»
que son «en sí mismos contenidos de una teología revelada» (Curso fun-
damental, 43). No se pueden separar la condición autotrascendente del
hombre en su ser persona, en su libertad, y en la capacidad de preguntarse,
del Dios que hace todo ello posible gracias a que en su revelación en Cristo
se ha mostrado como capax hominis, de modo que lo finito ha recibido
una profundidad infinita, una posibilidad para abrirse a lo infinito. De ahí
que se dé siempre «la unidad de pregunta que aparece históricamente (que
es el hombre) y de la respuesta (que es Dios), de una pregunta que como
pregunta por Dios es la aparición de la respuesta» (ibid., 268).
La carta magna de esta recuperación es sin duda la Constitución Dog-
mática sobre la Divina Revelación Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, no
sólo por la creatividad fiel con que ha leído las «huellas de los Concilios
Tridentino y Vaticano I» (DV 1), sino también por el impulso decisivo que
ha supuesto para la reflexión teológica posterior a este verdadero aconteci-
miento del Espíritu. De su contenido se hablará más adelante en §3, 4, pero
baste señalar aquí la sensibilidad para con el destinatario que representa la
cita de 1Jn 1,2-3 que, a modo de obertura, inicia el proemio: «Os anuncia-
mos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó (et apparuit
nobis)», así como la referencia al De catechizandis rudibus de Agustín de
Hipona (4, 8; PL 40, 316). En ese pasaje se dice que Dios propone su amor

32
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

a los hombres como el fin al que hay que referirlo todo, y que —cuando se
narre— se haga de modo que el destinatario al que se dirige crea al oírnos,
para que así creyendo espere, y esperando ame. Asimismo, se subraya el
papel central de la Palabra de Dios: «Dei Verbum religiose audiens et fiden-
ter proclamans», a la que se somete la Iglesia y su Magisterio, que no está
por encima de ella, «sino a su servicio (ministrat)» (DV 10). La Iglesia que,
según LG 1, es en Cristo como (veluti) un humilde «sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano», «camina (tendit) a través de los siglos hacia la plenitud de la ver-
dad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (DV
8), y por este motivo lo hace escuchando a todos los hombres de buena
voluntad en un incesante diálogo con ellos, como muestran los principales
documentos conciliares.
El periodo postconciliar ha visto cómo la Teología Fundamental en-
contraba poco a poco su identidad y perfilaba su método y sus tareas.
Especialmente desde la Sapientia Christiana (1979) en adelante, se han
delineado dos estilos de fundamentación de la revelación (cfr. S. Pié-Ninot,
La teología fundamental, 48-61). El primero suele situarse en la Universidad
Gregoriana de Roma, con René Latourelle como iniciador y Rino Fisichella
y Salvador Pié i Ninot como continuadores. El fruto maduro de su trabajo
es el Diccionario de teología fundamental (1990), traducido a varias len-
guas. La edición española, bajo la dirección del último de los tres, incluye
nuevas voces escritas por especialistas españoles e hispanoamericanos. Esta
corriente pone el acento en la credibilidad de la revelación de Dios en Jesu-
cristo como verdadero signo vivido en la Iglesia. La Encíclica Fides et Ratio
propone en su número 67 una tarea parecida para la teología Fundamental,
«disciplina que da razón de la fe (cfr. 1Pe 3, 15)», «justifica y explicita la
relación entre la fe y la reflexión filosófica», y «estudia la Revelación y su
credibilidad, con el acto de fe», convencida de que Dios ha dado al hombre
la capacidad de trascender de lo puramente intramundano y llegar a una
visión unitaria del saber en la búsqueda de la verdad.
El segundo estilo tiene que ver con las Universidades de Tubinga y Fri-
burgo en Alemania. En la primera destaca Max Seckler, especialista en el
que muchos consideran el padre de la Teología Fundamental moderna: Jo-
hann Sebastian Drey, y que junto a Walter Kern y Hermann Josef Pottmeyer
ha editado el extraordinario Handbuch der Fundamentaltheologie (11985-
1988; 22000) en cuatro volúmenes. Para Seckler, la Teología Fundamental
tiene dos tareas: ad intra es una teología de los fundamentos que elabora,
en su aspecto formal, una teoría del carácter «científico» de la teología, una
epistemología teológica cercana a una eclesiología estructural, como la de
los lugares teológicos, ocupándose finalmente del campo fundamental, de
los principios y categorías del cristianismo; y, en su aspecto material, de los

33
LA LÓGICA DE LA FE

tratados de la disciplina que, en la estela de Drey, son: religión, revelación


e Iglesia, a los que se añade la epistemología teológica, y la elaboración
de un concepto sustancial del cristianismo. Ad extra, retoma en una nueva
clave la dimensión apologética en una tarea dialogal hermenéutica con los
distintos ámbitos de frontera.
Hansjürgen Verweyen representa, dentro de la escuela alemana, la orien-
tación hacia la justificación del sentido último de la revelación, especialmen-
te en su obra Gottes letztes Wort (1991; 2002). En un alto nivel de reflexión
que tiene en cuenta innumerables autores antiguos y modernos (Agustín,
Anselmo, Descartes, Kant, Fichte —especialmente—, Lessing, Kierkegaard,
Blondel, Rahner, Balthasar, entre otros), elabora una nueva monstratio re-
ligiosa (¿perceptible?: vernehmbar?), cristiana (¿pronunciada?: ergangen?) y
católica (¿presente?: gegenwärtig?). Partiendo de la traditio, de la donación
total del Hijo hasta el extremo, desde la Encarnación hasta la Pascua, intenta
mostrar la pretensión de verdad del cristianismo según la cual Dios se ha
revelado de forma definitiva y última en Jesucristo. En un riguroso discurso
en torno al tema del Homo capax Dei, se da cuenta que la razón humana
está abierta a Dios en un movimiento que ella sola no puede colmar, y ve
que los autores que han desarrollado esta temática, especialmente Maré-
chal y el primer Rahner, no han elaborado el criterio por el que la Palabra
de Dios se comunica de forma definitiva y última. Verweyen se aplica a la
búsqueda de la fundamentación de ese sentido último de la mano de la
filosofía de la imagen y del mejor Fichte, para el cual —mucho antes de
Levinas— el otro requiere mi reconocimiento incondicionado y hace posi-
ble mi autonomía y mi libertad, lejos de empequeñecerla, al ser imagen del
Absoluto, de modo que el actuar moral es el medio por el que éste aparece
en la finitud. Esta realidad interpersonal anuncia una esperanza de sentido
definitivo que no puede cumplir, de ahí que se confronte con la realización
histórica de ella en la revelación cristiana.

II. REFLEXIÓN TEOLÓGICO-FUNDAMENTAL SOBRE LA RELIGIÓN

La Teología Fundamental trata de la religión en una forma nueva de


monstratio religiosa. Como se ha dicho en el §1, no elabora ese discurso
abstrayendo de los contenidos de la fe, como hacía la apologética extrinse-
cista (al relegarlos al atrio de unos praeambula fidei supuestamente racio-
nales), sino dando razón de su lógos interno, como invita a ello 1Pe 3,15-
16, máxime en un tiempo de indiferencia religiosa y crisis de la razón que
hacen más necesario que nunca ese trabajo teológico de bases que muestre
la solidez de su fundamento, la credibilidad de la revelación cristiana y la

34
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

necesidad para el hombre de adherirse a Cristo (dimensión responsiva o


apologética).
Según la fe cristiana, el hombre proviene del Amor originario de Dios y
se encamina hacia él. Creado en Cristo como imagen y semejanza de Dios,
ha sido constituido como la gramática de su posible autocomunicación (K.
Rahner). Por este hecho admirable, hay una huella o indicio originario de
su apertura a la revelación. Indagar sobre esa llama encendida en el norte
del corazón humano es un ejercicio estrictamente teológico, por más que
tenga que vérselas con las bases antropológicas del creer, y uno de los te-
mas más profundos y hermosos de la Teología Fundamental.
En este sentido, el discernimiento de las diversas posturas actuales sobre
esta cuestión capital, muestra a la vez los límites y las infinitas posibilidades
que encierra lo que Agustín de Hipona caracterizó como la magna quaes-
tio: el hombre como misterio con minúsculas porque está ante el Misterio
con mayúsculas de Dios. Límites, porque dicha reflexión teológica no se
presenta como una prueba irrebatible que evite la fe (por eso se habla de
mostración) y, además, porque la vía antropológica no puede convertirse
nunca en una condición o resistencia que el sujeto ponga a la iniciativa libé-
rrima y gratuita de la revelación de Dios. La respuesta del hombre a su do-
nación es siempre la voz a Él debida (Pedro Salinas), nunca una conquista
humana; un don que se acoge y se recibe, no una exigencia que la criatura
reclame desmesuradamente a Dios. Pero también, grandes posibilidades,
porque en el contexto actual de indiferencia religiosa, antes evocado, pue-
de ser un momento de gracia y una contribución inestimable a los hombres
de nuestro tiempo; una palabra que no dice ninguna disciplina que se ocu-
pa del ser humano si la teología se calla: que el hombre está habitado por
un Misterio que le desborda (H. Urs von Balthasar).
Los teólogos actuales han prolongado creativamente los temas clásicos
del «socratismo cristiano», del deseo natural de ver a Dios, y del Homo ca-
pax Dei. No se trata, en el contexto de esta Dogmática, de hacer un estudio
detallado de la perspectiva aportada por sus representantes más destacados,
cuanto de hacer referencia al dato general en que todos ellos convergen;
dicho con la viejas palabras de Pascal: que el hombre supera infinitamente
al hombre; o con las más modernas de Kierkegaard: que es una síntesis
de finitud e infinitud, temporalidad y eternidad, cuyo lazo es el amor. Y a
la espalda de todos ellos está el grande profundum agustiniano, pues la
Quaestio mihi factus sum se hace ante Dios, «ante cuyos ojos he llegado a
ser un problema para mí mismo» (Agustín de Hipona, Confesiones, X, 33).
Lo que ha llevado a Hanna Arendt a afirmar que «el interrogante sobre la
naturaleza del hombre no es menos teológico que el referido a la natura-
leza de Dios; ambos sólo cabe establecerlos en el marco de una respuesta
divinamente revelada» (La condición humana, 43, nota 2).

35
LA LÓGICA DE LA FE

El recorrido de la reflexión teológico-fundamental sobre la religión se


centrará primero en la índole de ese indicio originario de nuestra apertura a
la trascendencia, para —en un segundo momento— ver cómo lo tematizan
las religiones y, finalmente, el cristianismo, con su concepto teológico de
religión, como queda resumido en la siguiente tesis:

§ 2. El hombre es capaz de Dios (capax Dei), por ello hay en él un indicio


originario de su apertura a una posible revelación. Aunque las religiones de
la humanidad han tematizado dicho indicio, la teología fundamental no
puede conformarse con el concepto de religión que le proporciona la Cien-
cia de las religiones, sino que necesita un concepto específicamente teológico
de religión como relación redentora con el Dios Trino, superando de este
modo sus reducciones a situaciones de la existencia o estados de la concien-
cia, al privilegiar una verdadera y real trascendencia de la vida entera (en
todos sus niveles y dimensiones) hacia Dios en el horizonte de la salvación.

1. El indicio originario de nuestra apertura a la trascendencia

En pocos lugares se encontrará expresado con mayor hondura el indicio


buscado que en las primeras obras de Maurice Blondel (1861-1949), espe-
cialmente en L’Action de 1893 y en la Lettre de 1896, verdadero «discurso
del método» de la anterior (H.-J. Verweyen). Se trata nada menos que de la
cuestión ineludible del sentido y del destino de la vida humana en la que
el hombre se encuentra embarcado sin haberlo pedido, y muchas veces sin
saberlo: «actúo, pero sin saber siquiera en qué consiste la acción, sin haber
deseado vivir, sin conocer exactamente ni quién soy, ni siquiera si soy» (M.
Blondel, La acción [=A], 3/vii-viii). ¿Tiene entonces la vida un sentido y un
destino? Hasta poder afirmar en la última página que tal sentido «existe» (A,
546), Blondel iniciará un largo recorrido como siguiendo «los remolinos
producidos por una piedra lanzada al agua profunda» (A, 66), para compro-
bar cómo el indicio originario aparece en todos los niveles y dimensiones
de la existencia humana, desde las percepciones sensibles hasta los más
elevados sentimientos y valores humanos, en una verdadera série intégrale.
Y en cada uno de esos ámbitos no cabe del todo el destino humano: ni
en el goce estético, ni en el cultivo de las ciencias positivas, ni en las altas
especulaciones de la metafísica, ni mucho menos en las supersticiones a las
que a cada rato se acoge el hombre para acallar la voz de lo Infinito que
lo llama a ir más allá de sí mismo. «El problema es inevitable. El hombre lo
resuelve inevitablemente, y esta solución, verdadera o falsa, pero voluntaria
y al mismo tiempo necesaria, cada uno la lleva en sus propias acciones» (A,
3); por este motivo hay que estudiar la acción.

36
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

La Lettre muestra que esta apologética cristiana no tiene que ver con la
psicología, lo cual sería malentender totalmente su intención y sus resul-
tados, ni con una falsa filosofía (fausse philosophie) hecha de argumentos
ad hominem al servicio de la apologética, ni con la introducción de datos
de las ciencias empíricas en la filosofía; ni basta conformarse con el pro-
cedimiento de la apologética extrinsecista de mostrar sólo la no imposibi-
lidad de una revelación sobrenatural de Dios para, seguidamente, y con la
ayuda de milagros y profecías cumplidas, afirmar que dicha revelación ha
sucedido. Además de mostrar la posibilidad y la realidad, hay que señalar
dónde está su necesidad para el hombre. De la Carta sobre apologética se
desprende lo lejos que está Blondel de algunas divulgaciones actuales del
«método de correlación» que no tienen la grandeza ni los finos matices de
Paul Tillich. Un cristianismo que fuera tan sólo el cumplimiento de los de-
seos más hermosos y sublimes del corazón humano, sería mero humanismo
que dejaría en la sombra la gratuidad de la gracia y la sobrenaturalidad de
la revelación: «es imposible al hombre derivar de sí lo que, no obstante, se
pretende imposible a su pensamiento y a su voluntad» (M. Blondel, Carta
[=C], 44). Pero, al mismo tiempo, el pensamiento moderno es extremada-
mente sensible y celoso al principio de inmanencia como la condición mis-
ma de la filosofía (tanto en su tiempo como en la actualidad el problema
se plantea en términos de autonomía y heteronomía): «la idea, muy justa
en el fondo, de que nada puede entrar en el hombre que no salga de él, y
no corresponda de alguna manera a una necesidad de expansión» (C, 43).
He aquí el problema al que responder y el objetivo que guiará el esfuerzo
blondeliano.
No se trata, por tanto, de yuxtaponer al análisis de los diferentes ám-
bitos de la vida humana, donde se expresan las necesidades de la vida
sensible, intelectual, moral y social, la presentación paralela del dogma
cristiano, como si con ello se afirmara demasiado o demasiado poco. Lo
primero, porque la revelación como don gratuito va más allá de lo que el
ser humano puede desear, imaginar o soñar; y «la necesidad del don, la
petición del don, así como el don mismo son ya una gracia» (C, 36). Y lo
segundo, porque las relaciones entre los dos órdenes no son las de un sim-
ple paralelismo que hay que determinar. Lo que parece ser una aporía es,
precisamente, lo que pone en marcha la reflexión y permite un encuentro
con el cristianismo al reconocer la impotencia frente a las exigencias del
Evangelio, de modo que esta insuficiencia habrá dejado una huella, unos
indicios o algún eco; o, mejor todavía, un indicio originario en el hombre
concreto como terreno común de encuentro entre el cristianismo y la filo-
sofía. Blondel buscará denodadamente ese punto de inserción favorable a
la revelación cristiana, en el fondo de cuya búsqueda está su idea temprana
del sacerdocio que no llegó a realizarse: «mi ambición es la de mostrar que,

37
LA LÓGICA DE LA FE

plenamente consecuente con su anhelo de independencia, el hombre llega


a someterse a Dios; que el supremo esfuerzo de su naturaleza es confesar
la necesidad de algo que le supera; que es una voluntad propia lo que le
impide llegar a su voluntad verdadera» (M. Blondel, Carnets intimes [=CI],
I, 550), escuchándose el eco pascaliano y la idea del camino místico de las
tradiciones espirituales (Agustín, Bernardo, Juan de la Cruz).
De verdadero trabajo subterráneo han calificado algunos este empeño
por extraer del Evangelio la luz nueva que siempre encierra, y el aliento
desconocido para las generaciones más jóvenes de una riqueza humana
nueva que sale de su divina abundancia, y todo ello «mediante una mirada
respetuosamente filosófica» que justifique que «no es posible ninguna acción
saludable sin la iniciativa de Dios y que el único principio de toda verdad
fecunda está en el cristianismo», de modo que «se tome en consideración la
noción de revelación y la idea misma de lo sobrenatural cristiano, en terre-
no tan oscuro y tan estrecho en que se forman las corrientes filosóficas» (CI,
I, 551-552). El cristianismo no es una gnosis (una pura especulación), sino
una cuestión de amor, una vida, una persona a la que amar y dejarse amar
por ella: la persona de Cristo.
En pocos lugares de la obra temprana de Blondel se encuentra formula-
do el indicio originario con más claridad que en un pasaje de la Lettre: «por
tanto, en qué consistirá el método de inmanencia, a no ser en poner en
ecuación, en la conciencia misma, lo que parece que pensamos y queremos
y hacemos con lo que hacemos, queremos y pensamos en realidad; de tal
suerte que en las negaciones facticias o en los fines artificialmente queri-
dos se encontrarán aún las afirmaciones profundas y las necesidades que
implican» (C, 47). Pensar, querer, hacer como tendencia e impulso, y hacer,
querer y pensar reales en los actos conscientes de la libertad en los que
no se agotan los primeros. En ambos términos de la ecuación permanece
el querer en el centro, pues en el centro de la vida se ventila la cuestión
apremiante del sentido y del destino. Hay una «dolorosa contradicción entre
lo que quiero ser y lo que soy», entre «lo que sé, lo que quiero y lo que
hago» (A, 16); «entre lo que somos y lo que tendemos a ser […] La dificul-
tad totalmente práctica de querer y hacer lo que conocemos, de conocer
y de hacer lo que queremos» (A, 182); hay, pues, un padecer inscrito en el
actuar. La dialéctica de la acción está precisamente aquí: en el desajuste o
inadecuación entre el ímpetu de trascendencia (o movimiento originario de
la voluntad) y la red enorme de nuestros proyectos cuando se concretan
en actos conscientes de la libertad que no agotan el primero. El drama está
servido, pues «si no soy lo que quiero ser, es decir, lo que quiero no en
teoría, sólo con el deseo o como en proyecto, sino con todo el querer y con
todas las fuerzas, con los hechos, entonces no soy» (A, 15). O, dicho con los
términos que han pasado a ser clásicos cuando se habla de Blondel: «para

38
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

aquel que se limita al orden natural ¿existe, si o no, concordancia entre la


voluntad que quiere (volonté voulante) y la voluntad querida (volonté vou-
lue)?» (A, 66). Se trata de saber si la síntesis de este querer en desproporción
encontrará respuesta en la revelación cristiana, por más que ésta desborde
todo cuanto el hombre es capaz de esperar, o si se agotará en lo puramente
dado, en la naturaleza o en la autosuficiencia de la razón humana.
La vida humana es así una tensión incesante, un inacabamiento radical,
una desproporción insatisfecha. El indicio originario, en su ambigüedad,
puede ser para una persona el signo de una Presencia y, para otra, la señal
de que la existencia está mal hecha, pero no se puede olvidar que ambas
cosas se ven a la luz que da la insuficiencia de lo puramente dado. Por una
especie de méthode de résidus, hay que impedir que se acalle la fractura,
que se deje de oír la voz del más en la dialéctica de la acción; hay que
recordar que la acción es «la síntesis del conocer, del querer y del ser, el
vínculo del compuesto humano, que no se puede escindir sin destruir todo
lo que se ha escindido. Es el punto preciso donde convergen el mundo del
pensamiento, el mundo moral y el mundo de la ciencia» (A, 52). Por este
motivo, lo primero, antes de desplegar la serie integral de los ámbitos don-
de se confirma la inadecuación de la voluntad queriente con la voluntad
querida, hay que desenmascarar dos posiciones que niegan el problema
mismo de la acción: el diletante (con su variante el esteticista: primera par-
te), y el nihilista (segunda parte). Si son posturas intelectuales erróneas e
insostenibles lo es, en primer lugar, porque son antes que nada actitudes
humanas posibles que no se pueden prolongar en el tiempo sin llegar a
una contradicción existencial: son instalaciones en la finitud, acallamientos
de la fractura o escisión íntima en que consiste el hombre. El diletante vive
la vida como un juego que no acaba, probándolo todo sin comprometerse
con nada: «el ensayismo en acción» (A, 28), la anarquía y la fantasía sin
límites del capricho personal; en el fondo, quererse sólo a sí mismo, pues
nada hay antes, después y fuera del diletante; en definitiva, una forma de
desesperación del que quiere ser a toda costa (S. Kierkegaard). El nihilista
pretende vivir la nada como la meta y el sentido de la vida. También para
él es innecesaria la acción y la revelación cristiana. El pesimismo y el nihilis-
mo como conclusión de la vida humana, pura quimera, pues con la muerte
muere todo. Sin embargo, el nihilista quiere no querer, pues «por más agu-
dos que se hagan el pensamiento y el deseo, tanto en el querer-ser como
en el querer no ser y en el querer no querer subsiste siempre este término
común, querer» (A, 61).
La parte tercera de L’Action es el despliegue de la serie integral que des-
cribe el fenómeno de la acción, «desde sus orígenes más elementales hasta
su más amplio desarrollo posible» (A, 66): la experiencia sensible, el conoci-
miento científico, la especulación filosófica y las formas del amor humano.

39
LA LÓGICA DE LA FE

En todos esos ámbitos es imposible no encontrase con la dialéctica de la


acción y con posturas que, como antes el diletante y el nihilista, pretenden
detener la acción humana frenando su impulso de trascendencia al apegar-
lo a una realidad intramundana: los ídolos del cientismo, el racionalismo
o la superstición social, cultural o «religiosa» («el infinito finito, el infinito
poseído y utilizado» [A, 352]). La conclusión es la insuficiencia de lo pura-
mente dado: «es imposible no reconocer la insuficiencia de todo el orden
natural y no experimentar una necesidad ulterior; es imposible encontrar en
uno mismo el modo de satisfacer esta necesidad religiosa. Es necesario, y es
impracticable. He ahí las conclusiones brutas del determinismo de la acción
humana» (A, 365/fr. 319). O, en otros términos: el hombre «con sus propias
fuerzas solamente, no puede introducir en su acción querida todo cuanto se
halla contenido en el principio de su actividad voluntaria» (A, 367/fr. 321).
Asimismo, los usos de la libertad contrarios a la aspiración infinita, son
tratados en la parte cuarta que lleva a la idea de lo «Único Necesario», de lo
sobrenatural: «absolutamente imposible y absolutamente necesario al hom-
bre. La acción del hombre trasciende al hombre; y todo el esfuerzo de su
razón consiste en descubrir que ni puede ni debe limitarse a ella. Espera
cordial del mesías desconocido, bautismo de deseo que la ciencia humana
es incapaz de provocar, ya que esa misma necesidad es un don. La ciencia
puede mostrar la necesidad, pero no puede hacer que nazca» (A, 436). Y
como en el corazón de los proyectos humanos, en la inmanencia de su
condición, se encuentran resistencias y sufrimiento, el hombre no puede
bastarse a sí mismo. El sufrimiento es la palabra terrena del amor, y su acep-
tación manifiesta la medida del corazón humano, hasta el punto de hablar
de identidad «entre el amor verdadero y el sufrimiento activo. Porque sin la
educación del dolor no se accede a la acción desinteresada y valiente. El
amor produce en el alma los mismos efectos que la muerte en el cuerpo:
traslada a quien ama a aquello que ama, y lo que es amado a aquel que
ama» (A, 429); revela al hombre lo que escapa al egoísmo y al conocimien-
to posesivo, desprendiéndole de sí e incitándole a darse a los demás. En
el fondo, es éste el resorte secreto que puso en marcha el proyecto de
L’Action, pues «en estos tiempos, ya no sabemos sufrir para actuar y para
producir. Falla el corazón. Se sabe, se comprende, se afirma, se contempla,
se disfruta; pero no se vive. In ipso vita erat et vita erat lux hominum. La
vita ante todo; vivir y obrar del corazón, para que venga luego el ver del
espíritu. Quiero mostrar que la manera más alta de ser, de actuar, la manera
más completa de actuar, es sufrir y amar, que la verdadera manera de amar
es adherirse a Cristo» (CI, I, 85). La quinta y última parte de la obra será
precisamente la confrontación con el dogma cristiano como revelador, reco-
nociendo que «ningún esfuerzo del hombre puramente hombre es capaz de
penetrar su esencia» (A, 458). La alternativa es clara para el hombre: «o bien

40
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

intenta permanecer dueño de sí y reservarse plenamente para sí, o bien se


abandona (se livre) al mandato divino que ha sido revelado de manera más
o menos oscura a su conciencia» (A, 541/fr. 487); se impone, pues, optar
—a la luz que da la inadecuación de lo puramente dado— por el sentido.

2. Las religiones de la humanidad como lugares de tematización del


indicio originario

Las religiones se presentan como verdaderas catedrales de sentido, pues


no se han contentado solamente con la constatación del indicio originario
de la apertura del hombre a la trascendencia, como si quedara recluido en
los inmensos palacios de la memoria del alma; ni han hablado de él en
los términos tan especulativos a los que ha hecho referencia el apartado
anterior, sino que han vivido esa huella como el signo que envía más allá
de sí hacia la realidad totalmente trascendente que lo ha despertado en
el hombre con anterioridad: «ábreme, Señor, los labios y mi boca procla-
mará tu alabanza» (Sal 50, 17). Podría decirse, como Newman afirmaba de
la conciencia, que lo viven como «el eco de una persona que habla», no
«directamente» como la voz de Dios. Han dado voz a la Realidad que tes-
timonia, han hecho posible caminos para relacionarse con el Misterio, lo
han tematizado en una variedad asombrosa y con una lógica estrictamente
religiosa, provocados por la anterioridad previa de la trascendencia augusta
del término de la religión.
Cuando se contempla una religión, en un primer acercamiento, como de
fuera hacia dentro, lo primero que llama la atención es el complejo sistema
de formas de manifestación que configuran un gran significante que envía
más allá de sí mismo hacia un segundo sentido que los fenomenólogos
de la religión denominan el Misterio (Juan Martín Velasco) o la Realidad
de la religión (Georg Schmid). Este inmenso cuerpo expresivo dota a las
religiones de densidad o positividad, y cualquier dato religioso que en él
se encuentre, así como la religión en su totalidad, es significativo al ser ex-
presión de la vida religiosa y signo del Misterio. Todo datum expresa, por
una parte, la vida religiosa y, por otra, se refiere o simboliza al prius y supra
de la Realidad de la religión (cfr. G. Schmid, Principles, 92-93). Si, como
ya decía Dilthey en 1900, «llamamos comprender al proceso por el cual, a
partir de unos signos dados sensiblemente, conocemos algo psíquico de lo
cual son su manifestación» (W. Dilthey, Die Entstehung, 26-27); o, con otros
términos: el «proceso por el cual conocemos un interior a partir de signos
dados sensiblemente» (ibid., 25), comprender el significado de cualquier
fenómeno religioso será, precisamente, poner en conexión ambos aspectos
señalados.

41
LA LÓGICA DE LA FE

La enorme complejidad del cuerpo expresivo de la religión está com-


puesta, entre otros elementos, por un conjunto de acciones rituales tales
como el culto, la oración o el sacrificio; de lugares y templos, tiempos y
fiestas, símbolos y mitologías; de un complejo sistema de creencias y sus
respectivas «teologías»; de las formas más sutiles, variadas y profundas de
sentimientos y emociones que permiten hablar incluso de una estética reli-
giosa; de un cuerpo de instituciones y personas religiosas, así como de una
dinamicidad expresada en una serie de procesos, tensiones y leyes vitales
que hacen de cualquier religión un hecho humano sumamente complejo
y dotado de una irreductible intención religiosa expresada en todas y cada
una de las formas de manifestación.
La hermenéutica del hecho pondrá en conexión el conjunto de las ma-
nifestaciones que expresan la vida religiosa, con la realidad trascendente
del Misterio, y describirá con la máxima precisión y atención posible, la a
su vez enorme variedad de formas de configuración que la Realidad de la
religión tiene en la historia de las religiones: desde lo superior (vivido en
términos de mana, potencia, etc.), pasando por los dioses del politeísmo, el
dualismo, el monismo, el vacío de toda representación (como en las formas
del budismo primitivo), o el monoteísmo, a su vez en formas muy variadas
que no conviene subsumir sin matiz dentro de la misma categoría, pues
aunque las diferencias que los separan sean, a los ojos de un fenomenólo-
go, sutiles, «esas pequeñas diferencias producen grandes divergencias» (M.
Gauchet, La condición histórica, 94). Asimismo, la fenomenología constata
una riqueza inmensa de formas de relación con el Misterio: desde las más
mágico-religiosas, hacia la depuración de todas ellas que supone la raíz de
la relación verdaderamente religiosa, hecha de reconocimiento, entrega y
adoración que, en sus formas más eminentes y logradas, llamamos mística;
pero también, de las formas más vertidas al mundo e, incluso, la moral o
las formas éticas de existencia religiosa.
En todo lo señalado hasta ahora queda delineada —en apretada sínte-
sis— el contenido fundamental de una fenomenología de la religión, que
además de estudiar con detalle el sistema de misteriofanías, añade también
algunas reflexiones fundamentales sobre el proceso misteriofánico (cómo
se constituye una misteriofanía o símbolo religioso: cfr., más adelante, §3)
y sobre la índole peculiar del ámbito de realidad que irrumpe cuando el
sujeto religioso vive su relación con el Misterio: lo sagrado. Por esta razón
se habla de misteriofanías (J. Martín Velasco), y no de hierofanías, como es
corriente en la obra de Mircea Eliade, puesto que «las realidades hierofáni-
cas no son en manera alguna, o no son primeramente, manifestaciones de
lo sagrado, sino manifestaciones del Misterio, de lo divino o, mejor, media-
ciones de su presencia para el hombre y de la respuesta de éste a la misma»
(J. Martín Velasco,Introducción, 131, nota 118). Lo sagrado no es, desde

42
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

esta perspectiva, el término de la actitud religiosa (que es el Misterio), sino


su ámbito de realidad, el clima o la luz en la que está todo bañado en el
mundo de la religión.
Asimismo, el lenguaje religioso no escapa tampoco a la lógica estricta-
mente religiosa señalada más arriba: al hecho de pertenecer al sistema de
misteriofanías. En efecto, la especificidad de este lenguaje, lo que le dife-
rencia de todos los demás, está en su condición de doble apuntamiento:
por una parte, expresa una forma peculiar de vida que se asienta en una
actitud global de la existencia que llamamos actitud religiosa (vivir ante
Dios) y, por otra, apunta o simboliza a la realidad trascendente del Misterio.
Y las dos realidades están en conexión; por tanto, no se puede desvincular
la una de la otra si se quiere comprender ese lenguaje en su intención origi-
naria, específica e irreductible. De lo contrario, se reduciría su complejidad,
según los casos, a algo puramente histórico, estético, económico, político,
entre otros.
De la descripción comprensiva que las mejores fenomenologías de la
religión actuales dan del hecho religioso, se desprende el papel central que
en él tiene la realidad más santa de todas: el Misterio, sin cuya presencia
no tendría sentido el sistema de mediaciones articuladas en que consiste,
y no sería posible la actitud religiosa, hecha de trascendimiento real a su
presencia, y en el que el sujeto se salva; es decir, encuentra la plenitud úl-
tima y definitiva en todos los órdenes. Con ello, estas fenomenologías han
superado en buena medida las críticas, especialmente teológicas (piénsese
en W. Pannenberg), que se han hecho a los cultivadores clásicos de esta
joven disciplina, según las cuales hablarían más bien del Homo religiosus
(de la experiencia humana de lo divino) que de la realidad de Dios que
todo lo determina. Con todo, una Teología Fundamental responsable, no
puede contentarse con la sistematización que le proporciona la Ciencia de
las religiones, sino que debe intentar elaborar un concepto de religión es-
trictamente teológico-fundamental.

3. El concepto teológico-fundamental de religión como relación


redentora con el Dios Trino

Buscar la esencia y el concepto teológico de religión es una tarea im-


prescindible en toda monstratio religiosa. Semejante indagación es ligera-
mente diferente de la cuestión, candente en nuestros días, del significado
de las otras religiones para la fe cristiana, y que se engloba dentro del re-
ciente tratado dogmático de Teología de las religiones, por más que muchos
autores incluyan éste en la Teología Fundamental, con la que también está
relacionado. Por ser ésta una disciplina de bases estrictamente teológica,
necesita desarrollar un concepto teológico de religión, aunque escuche con

43
LA LÓGICA DE LA FE

empatía los resultados de la Ciencia de las religiones. En este sentido, el


tratado sobre la religión que se encuentra en la Summa Theologiae (II-II,
80-100) de Tomás de Aquino, puede arrojar no poca luz en la búsqueda de
este concepto.
El Aquinate considera la religión como una virtud moral aneja a la justi-
cia. Trata de ella, curiosamente, mucho después de haber hablado de Dios
y de la fe. Al conceptualizarla en términos de virtud estará entonces en el
justo medio entre dos excesos: la increencia (exceso por defecto) y la su-
perstición o —diríamos hoy— el fanatismo. Además, si es una virtud moral,
es un habitus; es decir, una estructuración del ser del sujeto por la que éste
adquiere connaturalidad con el término hacia el que tiende y que es el que
ha hecho posible la disposición o capacidad para él, de igual modo a como
«es el blanco el que marca la dirección de la mirada del arquero y abre en
el aire el curso de la flecha» (O. González de Cardedal, El quehacer de la
teología, 307).
Tomás recoge las tres etimologías clásicas del término religio:re-legere,
releer, que proviene de Cicerón, y que más que «recoger» es éste su verda-
dero sentido; una relectura determinada de lo concerniente al culto divino,
saboreado y rumiado en el corazón, la lectura de todo lo que nos pasa
referido a Dios; pero también, re-eligere, re-elegir, que se remonta a san
Agustín; por el pecado original y actual hemos roto el vínculo con Dios que
hay que re-elegir de nuevo. Es actitud religiosa la que vive a Dios como
permanente novedad, re-eligiéndolo cada día, cada minuto de la existencia,
pues —como decía Blondel— «cuando ya no nos sorprendemos como ante
una novedad inexpresable, y cuando le miramos desde fuera como materia
de conocimiento, o como una simple ocasión de estudio especulativo, sin
viveza de corazón o sin inquietud amorosa, se acabó, ya no queda en las
manos más que un ídolo o un fantasma» (A, 400). Finalmente, re-ligare,
religar, religación, que en nuestros días popularizó Zubiri y que se remonta
a Lactancio: religación con el Dios Uno y Trino. Lo que religa es precisa-
mente la condición no eterna de todo cuanto es, cuando el poder religante
del amor de Dios traspasa al hombre de infinito y le hace «ver» el indicio
originario como su símbolo, su misteriofanía. El que muchos consideran
como el padre de la Teología Fundamental moderna, J. S. Drey, resumió
todos estos aspectos al afirmar: «relegendo sentit se religatum» (KE, §7); es
en la relectura constante y creyente de las experiencias y acontecimientos
de la vida ante Dios como nos religamos a Él. La fe sería, según esto, la
hermenéutica creyente de la vida.
Pues bien, Tomás define lapidariamente la religión como ordo ad Deum
(STh. II-II, 81, 1), ordenación de todo a Dios, sólo a Él; como relación con
Dios. Semejante definición teocéntrica, lejos de estrechar el horizonte de la
religión, se convertirá en un criterio de juicio de toda concreción categorial

44
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

de ella, pues podrían hipotéticamente hacer imposible dicha relación. La


fórmula de Tomás supone que Dios es la plenitud augusta del hombre, el
término de su vivir, su patria definitiva. En tanto que ser espiritual y finito
tiene sólo en la realidad del Dios vivo y verdadero su cumplimiento y su
realización esencial, como no puede darle ninguna realidad intramundana.
El ordo al que se refiere la definición no es una relación cualquiera, pues
un árbol no tiene religión, por más que esté existenciado y mantenido en
el ser en vilo sobre la nada; y si lo consideramos con atención, ni siquiera
habría religión cuando hay una relación explícita con Dios, pues podría ser
nefasta, acaparadora, idolátrica. Hay religión cuando esa relación es reden-
tora, salvadora, liberadora; es decir, que esté situada en el horizonte de la
salvación, cuya posibilidad no está en manos del hombre, sino que sólo
Dios puede otorgarla gratuitamente como un don inmerecido.
La relación con Dios se expresará categorialmente en una serie de actos
religiosos que la anuncian pero que no la agotan: en la oración, verdadera
religión en acto («religionis actus»: STh. II-II. 83, 30), o acto primero en el
que se traduce y «realiza» la actitud religiosa de fe; pero también el culto
y la piedad, que se apoyan junto con la primera en una viga horizontal
sostenida por las tres columnas de las virtudes teologales (fe, esperanza,
caridad) que deben empaparlas totalmente, para que el temple resultante
sea religión verdadera y no disimulo como consecuencia de la ambigüedad
de la condición corporal del ser humano. Ya decía Agustín que dan limosna
tanto el orgullo como la caridad. La definición de Tomás se completa con
otra no menos lapidaria que la primera: «religio non est fides, sed fidei pro-
testatio per aliqua exteriora signa» (STh. II-II, 94, 1. ad. 1). La religión no es
fe, sino fe anunciada, testimoniada por signos exteriores que la expresan
pero que no la agotan.
Las consecuencias de esta aparente concentración teocéntrica han sido
señaladas por Max Seckler (HdFTh 1 [22000] 136-138). En primer lugar, se
convierte en un criterio, como se decía más arriba, para discernir teoló-
gicamente las concreciones categoriales de la religión, incluido el mismo
cristianismo, pues —al menos hipotéticamente— podrían hacer imposible
la relación con Dios si se convirtiesen en desmesura y expresión de la hy-
bris humana (aquí tendría razón la crítica barthiana). En segundo lugar, la
esencia teológica de la religión no hay que buscarla en diversos estados
de la conciencia o situaciones de la existencia (por más que también se
den como efectos de la finitud humana ante Dios), cuanto en un trans(as)
cender —si se permite la fórmula de J. Wahl— real hacia el Dios Trino en
el horizonte de la salvación (cfr. M. Seckler, o.c., 138) y, por tanto, su ver-
dad está en la existencia vivida coram Deo. Las concreciones categoriales
son su patria antropológica, social e histórica, pero no agotan la relación
redentora con Dios, tan sólo le dan expresión y manifestación; disponen,

45
LA LÓGICA DE LA FE

ayudan, corporeizan la relación religiosa, para permitir al creyente decirse


a sí mismo y a los demás, cuál es el término de su tender, semper maior.
La religión como ordo ad Deum sigue dándose en todos y cada uno de los
ámbitos de la existencia con los que no está concurrente ni les quita valor;
antes bien, a los que da espacio, anchura y libertad (Rilke). Un anuncio
testimoniante, pues, en un conjunto de signos visibles. El mismo Seckler ha
puesto en relación esta distinción en el concepto de religión con la que el
mismo Tomás hace entre Evangelio como acontecimiento salvífico, por un
lado, y Evangelio escrito, por otro (cfr. STh. I-II, 106. 1-2. Cfr. Seckler, o.c.,
140, nota 25).
En la teología moderna se encuentra una distinción semejante en la obra
de Paul Tillich. Tanto en su escrito de 1919 como en su Filosofía de la reli-
gión de 1925, el teólogo luterano distingue el concepto categorial de religión
como Iglesia, culto y dogma, del más amplio que no la contempla como
una realidad al lado de las otras, sino como orientación del espíritu hacia
el sentido Incondicionado («Religion ist Richtung des Geistes auf den unbe-
dingten Sinn»: MW, 4, 141). La cultura, que es la orientación del espíritu ha-
cia las formas condicionadas, puede ser la «forma expresiva (Ausdruckform)»
de la religión, y ésta la sustancia (Inhalt) de las formas culturales (MW, 4,
142). Y hasta la mística sería «la unión con la sustancia incondicionada del
significado (unbedingten Sinngehalt) como fundamento y abismo de todo
lo condicionado» (MW, 5, 151). De este modo, la religión así entendida, no
concurre con ningún reino o región de la realidad, sino que es la dimensión
de profundidad de todos ellos. En los términos posteriores de la Teología
sistemática, Tillich hablará de la religión como preocupación última (Ulti-
mate concern), como expresión del primer mandamiento, o de la pasión
infinita de Kierkegaard. Dios es término de nuestro Ultimate concern, y la fe
será estar embargado por un concernimiento tal. En este sentido, se puede
escuchar su «voz» en todos los ámbitos de la existencia, en todos los que
Blondel estudió en el despliegue de la acción: en el más que se oye en la
seriedad ética, en la entrega sin reservas en el amor al prójimo, en la expre-
sión de un significado infinito a través de las formas finitas del arte, en la
búsqueda incesante de la verdad en todos los ámbitos del saber. En todos
estos ámbitos se puede ser religioso, lo cual no contradice la necesidad de
vivirlo explícitamente en sus concreciones categoriales como Iglesia, culto y
dogma, pues sin ellos le faltaría a la religión la «sustancia católica», el corazón
místico y sacramental; patria real, por más que no se agote en ellas, como
recuerda siempre el «principio de protesta» (crítica profética).
Está por hacer una fenomenología teológica de la originalidad y nove-
dad del cristianismo como religión. Al ser la relación redentora con el Dios
Trino, éste no es sólo para el cristiano una mera configuración de lo divino,
por más elevada que sea, sino la verdad última y definitiva que se ha reve-

46
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

lado en Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. El Dios Trino determina el


contenido y la índole de esa relación salvadora y agraciante que hace del
hombre un hijo de Dios en el Hijo como cabeza de su cuerpo. Esta relación
de filiación y de gracia, de respuesta teologal indivisa de fe, esperanza y
amor, implica también una transformación en la misma antropología: Dios
es el fundamento del ser personal del hombre, creado en Cristo para el diá-
logo con Él. Tal hecho asombroso transforma también el clima en que está
bañado todo en el cristianismo: lo santo predomina sobre lo sagrado; no
hay oración o culto que no vaya dirigido al Padre por el Hijo en el Espíritu
Santo (cfr., la doxología eucarística). La mística no será «un sumergirse en
sí mismo, sino un encuentro con el Espíritu de Dios en la palabra que nos
precede, un encuentro con el Hijo y con el Espíritu Santo y, así, un entrar
en unión con el Dios vivo, que está siempre tanto en nosotros como por en-
cima de nosotros» (J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, 147 [orig.
165]). El templo es el cuerpo de Cristo cabeza de sus miembros, piedras
vivas, por más que, al no estar en la Jerusalén celeste, necesiten todavía
edificios e Iglesias como lugares de culto; la ética consiste en las obras del
amor consecuencia del nuevo rostro de Dios revelado en Cristo. Y todo
ello le permite al cristiano revisitar el mundo entero en un éxodo cordial y
a la vez crítico, como la creación que Dios vio que era muy buena y bella.

III. REFLEXIÓN TEOLÓGICO-FUNDAMENTAL SOBRE LA REVELACIÓN

Las consideraciones anteriores delineaban, a grandes rasgos, los trazos


principales de la originalidad religiosa del cristianismo. Pensar teológica-
mente sobre ella, implica hacerlo también sobre lo más sustancial de su
pretensión de verdad: presentarse como una religión revelada; es decir,
como la autocomunicación del Dios Trino en Jesucristo, producto de una
intervención libre y amorosa de Dios Padre que hace definitiva la forma
peculiar de relación con el Absoluto que ha supuesto el acontecimiento
de Jesucristo, sancionada y perennizada por su resurrección de entre los
muertos, al incorporarla definitivamente a su vida infinita, como don para
los hombres (Espíritu Santo, Gracia) que, incorporados en el Hijo, viven
esa relación salvadora como filiación y libertad ante Dios, y cuya plenitud
desborda hasta el futuro escatológico. El cristianismo afirma, por tanto, la
intervención concreta de Dios en la historia para establecer esa relación
redentora, liberadora y salvadora que, culminando en la persona de Jesu-
cristo, supone —además— el establecimiento por el Mediador de una ins-
titución (Iglesia) a la que debe referirse esa nueva, libre y original relación
con Dios que él mismo ha establecido.

47
LA LÓGICA DE LA FE

Al hablar de revelación en este sentido teológico tan preciso, se hace


referencia, como afirmaba Rahner, al fundamento último del cristianismo,
de una sencillez y profundidad máximas, a pesar de su complejidad dog-
mática y de su elevación moral; tan sencillo e interpelante como que ese
Misterio que permanece siempre como tal, es cercanía y autocomunicación
que se dona, amor que se entrega a sí mismo a la pequeñez finita de la
criatura humana, sin destruirla en ese abrazo; antes bien, agraciándola con
la libertad más inaudita. Lo que significa que esa generosidad, más allá de la
cual no se puede ir, pues no cabe imaginar otra mayor, no sólo ha acaecido
en la gracia, sino también en la perceptibilidad histórica del Dios-hombre,
Jesucristo. Será actitud de fe aquella que, al reconocerla, acepta sostener la
vida en ese fundamento que resiste cualquier vendaval de la existencia, en
la entrega total de sí mismo, sin reservarse nada a quien se le ha entregado
antes de manera inolvidable, desbordando absolutamente todo lo que el
hombre es capaz de esperar. Por esta razón, para el teólogo citado, los tres
misterios de índole absoluta de los que habla el cristianismo son Trinidad,
Encarnación y Gracia (cfr. K. Rahner, Escritos de Teología, V, 18-19).
La reflexión teológico-fundamental sobre la revelación debe deslindar
este concepto estrictamente teológico, de otros que aparecen bajo la rúbrica
de este término tan polisémico, y de los que debe distinguirse, por más que
se pongan en relación, si quieren evitarse los malentendidos que se produ-
cen cuando se toma como un concepto unitario; se hará especial hincapié
en los señalados por la siguiente tesis:

§ 3. El cristianismo es una religión de revelación, en el sentido más espe-


cíficamente teológico: la autocomunicación libre y amorosa del Dios Trino
en Jesucristo, y el don del Espíritu Santo para la salvación de los hombres;
lo que diferencia este concepto del puramente estético, al que apunta la eti-
mología de la palabra (desvelamiento, descubrimiento) y numerosos datos
del ámbito del arte, donde se habla de un principio de irrupción que hace
percibir lo invisible en lo visible; y del de la Ciencia de las religiones. La
Constitución dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, describe la
revelación como un acontecimiento dialogal de carácter personalista y sa-
cramental que culmina en Jesucristo, Palabra definitiva y última del Padre.

1. El concepto estético de revelación

La palabra española revelación tiene detrás el término latino re-velatio,


así como el griego po-klupyiς. Se indica con ello la acción de descorrer
un velo (velum) que cubre algo y, por tanto, la aparición o des-velamiento
de la verdad (alétheia) que se hace perceptible. Pero cuando algo profundo
se muestra, parece tener el destino trágico de ser reducido a lo que Ortega

48
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

llamaba «costra utilitaria», «receta útil»; es decir, a ser superficializado o ma-


nualizado como un «dato» con el que se cuenta, como dándose por entera-
do, pero del que se huye pasando rápidamente a otra cosa. De ahí, como
han señalado algunos teólogos, que el prefijo re- (y po-) salve el hecho de
que cuando un fenómeno se muestra, a la vez se oculta, dialéctica que se
perdería en el término alemán Offenbarung, offenbaren, «en donde sólo se
alude al acto de abrirse y por tanto a la condición de abierto y manifiesto»
(B. Forte, Teología de la historia, 63). En sentido amplio, pues, el concepto
de revelación posee una dimensión experiencial, perceptiva, cada vez que
irrumpe algo sin provocarlo, gratuita e inmerecidamente, como una gracia
o don que permite al sujeto que lo recibe rearticular lo presentido y con-
fuso de su existencia y de su mundo vital, en una nueva síntesis de vejez
y novedad por la cual asiste a una revelación inusualmente favorecedora y
privilegiada de la realidad, como si un foco potente de luz hiciera percibir
sus hasta entonces inadvertidas riquezas, en una fabulosa ampliación de
escalas y categorías sentidas con especial intensidad, como dice el escritor
Alejo Carpentier en el prólogo de su novela El reino de este mundo (1949),
y que no duda en llamar «maravilloso» y «milagro». Y es que así parece
cuando la misma calle o el mismo parque de todos los días dan, de pronto,
un día cualquiera, a otro mundo, y el jardín parece acabar de nacer, y su
muro fatigado cubrirse de signos. «Nunca los habíamos visto y ahora nos
asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales» (O. Paz, El arco
y la lira, 133).
Ya decía Coleridge, uno de los fundadores del movimiento romántico
inglés, que «toda verdad es una especie de revelación» (C. E. Gunton, Reve-
lation and Reason, 69, nota 8), apuntando con ello a su concepto general
que, según Colin E. Gunton, podría concebirse como «una clase de palabra
suceso donde la verdad irrumpe de alguna forma al cognoscente humano»
como «un don del espíritu» (ibid., 70). Permítase traer a colación un testi-
monio especialmente significativo de este aspecto estético del concepto de
revelación que condensa de modo perfecto cuanto se viene diciendo; se
trata del poema «La luz», del extraordinario poeta murciano Eloy Sánchez
Rosillo: «No se puede prever. Sucede siempre/ cuando menos lo esperas.
Puede pasar que vayas/ por la calle, deprisa, porque se te hace tarde/ para
echar una carta en correos, o que/ te encuentres en tu casa por la noche,
leyendo/ un libro que no acaba de convencerte; puede/ acontecer también
que sea verano/ y que te hayas sentado en la terraza/ de una cafetería, o
que sea invierno y llueva/ y te duelan los huesos; que estés triste o can-
sado,/ que tengas treinta años o que tengas sesenta./ Resulta imprevisible.
Nunca sabes/ cuándo ni cómo ocurrirá.// Transcurre/ tu vida igual que
ayer, común y cotidiana./ «Un día más», te dices. Y de pronto,/ se desata una
luz poderosísima/ en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras/ hace

49
LA LÓGICA DE LA FE

sólo un momento. El mundo, ahora,/ es para ti distinto. Se dilata/ mágica-


mente el tiempo, como en aquellos días/ tan largos de la infancia, y respiras
al margen/ de su oscuro fluir y de su daño. Praderas del presente, por las
que vagas libre/ de cuidados y culpas. Una acuidad insólita/ te habita el
ser: todo está claro, todo/ ocupa su lugar, todo coincide, y tú,/ sin lucha,
lo comprendes.// Tal vez dura/ un instante el milagro; después las cosas
vuelven/ a ser como eran antes de que esa luz te diera/ tanta verdad, tanta
misericordia./ Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,/ lleno de gra-
titud. Y cantas, cantas» (E. Sánchez Rosillo, Las cosas como fueron, 287-288).
La experiencia evocada por el poema tiene la estructura de un pequeño
drama en tres actos. Presupone que de lo que se habla en él es un don im-
previsible que acaece cuando menos se espera, sin saber cómo ni cuándo,
se tengan los años que se tengan. En el primer acto (presentación) aparece
la vida cotidiana en el espesor gris de sus trabajos y sus días, sin aparente
relieve, en el sucederse de tristezas y cansancios, o pequeñas alegrías. Una
especie de incidente incitador —««un día más», te dices»— se da de bruces
con el estallido del presente: «Y de pronto». Todo el segundo acto (nudo) es
una especie de rito de paso que transfigura el mundo en virtud de que una
luz poderosísima se ha desatado, por gracia, en el interior del hombre, has-
ta el punto de convertirle, haciéndole ver de forma nueva la vida cotidiana
que lo rodea. La descripción del artista se asemeja a la experiencia estética
y mística: se dilata el tiempo, como el eterno presente de la infancia, y se
respira al margen de su daño, como si se recuperase al volver a sus fuentes
y se cargara de eternidad. Las consecuencias de esta transformación interior
hacen ver el mundo de forma inusitadamente nueva, gracias a la agudeza
y perspicacia de unos ojos purificados: lucidez para contemplar la propia
vida con serenidad, en la que todo parece puesto en razón, como gustaba
de decir san Juan de la Cruz. Es muy difícil saber cuánto ha durado la reve-
lación, quizá un instante, no importa, porque justamente la conciencia de
que es un milagro, lleva al tercer acto (desenlace) en el que todo vuelve a
ser como era antes, sin ser ya lo mismo, pues ahora se sabe por experiencia
qué ha dado esa luz: verdad, corazón para las miserias; y sentirse limpio,
feliz, salvado, lleno de una gratitud que lleva al canto.
Y esto es, precisamente, lo que pretende el arte verdadero: hacernos
ver lo invisible en lo visible, puesto que se trata en él de «la apertura de
un espacio y el brote de un tiempo en el que se descubre una realidad
invisible escondida en lo visible» (A. Gesché, Jesucristo, 166). Junto con la
ética y la religión es, según Michel Henry, una expresión elevada y sutil de
la vida donde ésta se exhala y autorevela, de modo que cuando estas tres
dimensiones desparecen de la cultura humana, comienza el proceso que
conduce a la barbarie. Siguiendo los descubrimientos teóricos y artísticos
de Kandinsky, el fenomenólogo francés afirma analógicamente de todos los

50
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

fenómenos lo que ocurre con el cuerpo humano: el misterio de su interior


y de su exterior (cuerpo subjetivo y objetivo); es decir, lo distinto que es
vivir un movimiento, un ver o sentir o pasar hambre, un escuchar o palpar
«por de dentro» —como gustaba de decir Quevedo—, a verlo de alguna
forma objetivado, exterior, ante uno mismo. La exterioridad hace posible la
visibilidad en la que todo se hace fenómeno visible, y que la precisión de
la fenomenología llama mundo. Lo interior, por el contrario, no se revela
de esa manera, y de ahí el abuso de la ciencia cuando pretende forzar a
ese interior a mostrarse en el mundo como exterioridad, cuando aquél lo
hace no como un estar ahí delante objetivado, sino a su manera, como su
propia intimidad le impele a hacerlo: «a la manera de la vida» (M. Henry,
Ver lo invisible, 19) que es invisible, y cuya esencia es pathos, afectividad. El
arte realiza esta «revelación» haciendo ver esa vida invisible que constituye
la realidad verdadera de los hombres. Por ese motivo, «la pintura abstracta
define la esencia de toda pintura» (ibid., 77), incluso de la figurativa, que
también intenta hacer ver eso invisible, aquello que, según cuentan, hizo
decir al papa ante el cuadro de Velázquez: «troppo vero».

2. El concepto de revelación de la Ciencia de las religiones

Además de este concepto general, perceptivo o estético de revelación,


la Teología Fundamental se confronta receptiva y críticamente con el que
describe la Ciencia de las religiones. Alguno de sus cultivadores más nota-
bles ha llegado a decir que «la revelación pertenece a la autocomprensión
de toda religión que siempre se considera a sí misma creación divina y
no meramente humana» (C. M. Edsmmann, Offenbarung I: RGG 4 [1960]
1597); es decir, que todas tienen conciencia de ser respuestas segundas a
una anterioridad previa del Misterio que «provoca» e impele a los sujetos
religiosos a poner en pie un cuerpo expresivo de mediaciones que ha-
cen posible la relación con él (cfr. §2, 3), y que son siempre hechas por
el hombre y creadas por Dios, como dice la inscripción de una estatuilla
acádica. Con todo, esto no es suficiente, para que se esté ante el concepto
fenomenológico de revelación. A la conciencia de no ser pura producción
humana, se debe añadir —como condición imprescindible— el hecho de
que «el centro vital de una religión esté determinado de manera esencial
por la acción de una divinidad» (J. Schmitz, HdFTh 2 [22000] 3, siguiendo a
Mensching). Este aspecto es esencial, puesto que dicha acción no es una
acción cualquiera, sino un acontecimiento de salvación para los hombres,
el mundo y la realidad en su conjunto. Por este motivo, en sentido estricto,
no todas las religiones aparecen centradas explícitamente sobre esa acción
salvífica especial del Misterio que concierne al hombre y a su mundo: entre
las proféticas, sólo el mazdeísmo antiguo, el judaísmo, el cristianismo y el

51
LA LÓGICA DE LA FE

Islam; entre las de orientación mística, el hinduismo védico-brahmánico y


algunas formas de budismo; a las que habría que añadir también las religio-
nes helenistas de misterios.
La estructura de la revelación que sale como consecuencia del estudio
fenomenológico de los datos de la historia de las religiones, atendería al
sujeto de ella, al medio a través del cual se produce, al contenido de lo
revelado, y al término al que va dirigida. Las diferencias y las incontables
variaciones se producirán como consecuencia de los diversos contenidos
que se pongan en cada uno de los elementos señalados: la forma de confi-
gurar el primero; si se trata de una experiencia de abismamiento, toma de
conciencia o despertar místicos, o bien de la encarnación o la palabra; y
de igual modo respecto del tercer elemento —el contenido—, que puede
ir desde un mandato, pasando por una doctrina, hasta la comunicación de
la misma vida de Dios. Igualmente serán muy variados los contenidos del
último aspecto, según se trate de un hombre (mediador), un pueblo o la
humanidad entera. En este sentido, quizá la estructura más completa del
fenómeno, tal como lo contempla la Ciencia moderna de las religiones, sea
la ya clásica de Piet van Baaren (cfr. RGG 4 [31960] 1597), según la cual toda
revelación tiene un autor totalmente otro respecto del hombre, por más que
se configure de forma impersonal o personal (bien sea uno entre varios o
un Dios único); es un fenómeno de mediación que se produce a través
de una realidad mundana («natural», histórica, personal), y puede ocurrir a
través de raptos, éxtasis, sueños, visiones interiores, palabra. La revelación
tiene además un contenido inaccesible y totalmente superior, al que no se
puede llegar por ningún otro medio más que por el hecho de que el Miste-
rio se revele. Las variedades de este elemento son también muy numerosas,
y una fenomenología rigurosa debería dar cuenta del catálogo de todas sus
formas, cosa imposible de hacer aquí, aunque se puede señalar que seme-
jante riqueza irá desde la voluntad o el designio de la divinidad, pasando
por la misma existencia de ella o su esencia, hasta su propia autocomu-
nicación en la que el contenido sea a la vez el revelador, lo revelado y la
revelación. En cuarto lugar, toda revelación comporta un destinatario, pues
de otro modo nadie la recibiría y no se podría hablar en sentido estricto de
ella. También aquí la variedad de la historia de las religiones es casi infinita:
desde los miembros de una comunidad religiosa, una etnia o pueblo, un
personaje religioso —cuyas figuras son también de una variedad asombro-
sa—, o la humanidad entera. Finalmente, la revelación tiene un efecto sobre
los destinatarios denominado salvación, y que como se ha visto en §2, 3, se
concibe como total, definitiva y última.
La Teología Fundamental aporta algunas consideraciones críticas a estos
resultados de la Ciencia de las religiones, especialmente al segundo de los
elementos señalados por van Baaren: el proceso misteriogénico de consti-

52
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

tución de una mediación religiosa. Lo que ve problemático, junto con algu-


nos fenomenólogos de la religión, es que al aislar las formas expresivas de
los fenómenos estudiados de sus contextos históricos, para reconstruir una
morfología, se pierde su unicidad al ser asumidos en un tipo ideal genera-
lizado que engloba realidades que, pareciendo muy similares en un primer
momento, se revelan muy diferentes cuando se profundiza en ellas, incluso
en el mismo plano de la fenomenología (cfr. W. Pannenberg, Grundfragen,
259).
Esta crítica recae especialmente sobre la obra de Mircea Eliade, para el
que hay una especie de intersección entre lo sagrado y lo profano: precisa-
mente el mundo de las hierofanías donde lo primero se manifiesta a través
de lo segundo. Para el historiador rumano de las religiones, todo ha sido
alguna vez, a lo largo del tiempo, manifestación de lo sagrado, de modo
que religión y revelación serían casi conceptos sinónimos, pues todo en
el mundo de lo religioso tiene esa dialéctica de manifestarse limitándose
y, por tanto, relativizándose en el cuerpo expresivo de la mediación. Con
respecto al cristianismo, Eliade ve en la figura de Jesucristo una hierofanía
total, pero considera que desde la más elemental (una piedra o un árbol
sagrados), hasta la suprema (la encarnación de Dios en Jesucristo), «no
existe solución de continuidad» (M. Eliade, Mitos, sueños y misterios, 133).
Aparte de lo inadecuado del término hierofanía, pues como ya se ha dicho
en §2, 3, lo sagrado no es el término de la experiencia religiosa, sino su
ámbito de realidad cuando irrumpe el Misterio (J. Martín Velasco), subsumir
la realidad cristiana de la Encarnación bajo esta rúbrica general, lejos de
captar su originalidad religiosa, la asemejaría más bien al riesgo monoteleta,
al ver en ella sólo una forma de manifestación de Dios (Ercheinungsform),
poniendo en peligro el carácter de mediador entre Dios y los hombres de
Cristo, al considerar lo humano tan sólo como un ropaje del que se serviría
Dios para hacerse notar a los hombres religiosos, pero sin que lo humano
sea realmente asumido hasta el fondo y salvado (cfr. K. Rahner, Problemas
actuales de cristología, 164, nota 6).
Del mismo modo que se dijo en la tesis anterior que la Teología Funda-
mental no podía dejar en manos de la Ciencia de las religiones el concepto
de religión, sino que necesitaba uno estrictamente teológico, con más moti-
vo debe mantenerse esto del concepto y la realidad de la revelación, lo más
fundamental del cristianismo.

3. El concepto teológico de revelación

El cristianismo tiene su fundamento último en el hecho y en la fe de


que Dios se ha revelado de manera definitiva y última en Jesucristo. En esta
afirmación se resume lo más peculiarmente cristiano, su novum en la his-

53
LA LÓGICA DE LA FE

toria religiosa de la humanidad: su visión trinitaria de Dios, al comprender


la revelación como la autocomunicación libre y amorosa del Dios Trino en
Jesucristo y el don del Espíritu Santo para la salvación de los hombres. Aquí
radica la razón última de su carácter de acontecimiento singular pleno, úni-
co, insuperable e inigualable. Es, además, la categoría clave de la teología
actual que permite legitimar su tarea y su método frente a la filosofía, por
una parte, y delimitarla frente a las demás religiones y visiones del mundo,
por otra; es por ello una categoría fundamental de la epistemología teoló-
gica. Lo que para la crítica ilustrada de la religión aparecía como algo a ser
superado por la filosofía o la ciencia de las religiones, precisamente por ser
la teología cristiana una teología ex revelatione, es en el fondo una libera-
ción frente a cualquier intento humano de reducir la libertad amorosa de
Dios a algo puramente empírico, analizable sólo por una razón supuesta-
mente objetiva dentro de cuyos límites quedaría encerrada. La teología de la
tradición eclesial tiene en la revelación su fundamento y origen, su término,
centro y norma desde la cual interpretarlo todo.
En este sentido, se han señalado algunas de las características que tiene
el concepto teológico de revelación para la fe y para la teología (cfr. P. Ei-
cher Offenbarung, 49-57). En primer lugar es un cualificador; es decir, un
sinónimo del contenido de la fe cristiana por el que se puede afirmar: «la
revelación enseña o dice…». Apunta a la alteridad de lo encontrado en la fe,
nunca creación humana, siempre don e iniciativa de Dios; no sólo algo ex-
tra nos, sino fundamentalmente un acontecimiento irreductiblemente per-
sonal y libre; una realidad histórica y concretísima que tiene que ver con la
referencia soteriológica del mensaje cristiano y su totalidad de verdad y sen-
tido, así como con su pretensión de universalidad frente a otras religiones y
visiones del mundo. Es también un legitimador o fundamento de validez de
la fe cristiana que impide las proyecciones de prejuicios, deseos y fantasías
personales, haciendo entrar en la lógica interna de la fe. Además, funciona
como categoría apologética, pues no en vano hay que recordar que la Teo-
logía Fundamental moderna se constituyó como disciplina autónoma en el
siglo XIX, precisamente como una respuesta al desafío de la Ilustración que
negaba la pretensión eclesial de ser testigo de una revelación definitiva y
última por parte de Dios, por más que dicho intento quedara reducido al
esquema manualista de la triple demonstratio, como ya se ha dicho en §1, 3.
Finalmente, es una regla interpretativa fundamental o código, no sólo para
la teología, sino también para el magisterio y la predicación de la Iglesia,
así como el principio de organización y de unidad.
En definitiva, con estas consideraciones se quiere diferenciar entre la re-
velación como realidad y acontecimiento, de los variados modelos concep-
tuales con los que puede pensarse teológicamente: como doctrina, como
historia, como experiencia interior o como nueva conciencia, viendo en

54
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

cada uno de ellos cómo piensan la forma de la revelación, el contenido, su


poder salvífico y la respuesta que requiere por parte del hombre, pues a
cada uno de ellos corresponderá una determinada manera de comprender
la fe (cfr. A. Dulles, Models of Revelation, 36-114). Lo primero —el aconte-
cimiento— es cualitativamente diferente de lo segundo —su conceptualiza-
ción—, irreductible a cualquier esquematización que se use para dar razón
de su realidad, puesto que este menester se realiza desde, en y hacia la
revelación que fundamenta la fe. Por este motivo, se ha distinguido también
entre revelación como fundamento y como categoría teológica, nombrando
con lo primero el carácter de prius y supra lógico y temporal de la realidad
de la revelación que excede todo lo fundando y es «irreductible a un es-
quematismo categorial», pues tiene el «poder para refundar y reconfigurar la
esquematización categorial» (L. H. Hart, Unfinished Man, 83-100; aquí 93).
La revelación, desde el punto de vista estrictamente teológico, señala al
hecho de que sólo ella misma puede decir en qué consiste su esencia más
profunda y su figura histórica. En este sentido, ya en los años cuarenta,
Romano Guardini comenzaba su breve tratado sobre la revelación con esta
constatación que, en su aparente simplicidad, tiene unas consecuencias
decisivas: en primer lugar, que ésta no pertenece al orden de la necesidad,
sino de la libertad, el amor y la gracia; es decir, que se trata en ella de un
inicio puro por parte de Dios, no de una deducción a partir del mundo, de
la que sería un grado elevado, sino de «un actuar libre del Dios personal»
(«ein freies Tun des persönlichen Gottes»: R. Guardini, Die Offenbarung,
1), un acontecimiento (Vorgang) singular del que se aprende más en «la
escuela de la Escritura» que en los sistemas filosóficos, especialmente de los
grandes idealismos (Hegel, Schelling), en los que es esencial al concepto de
espíritu (Geist) el revelarse necesariamente o, aunque se introduzca la idea
del novum y de la libertad, como en la Filosofía de la revelación de Sche-
lling, se traslada a ésta la misma lógica de la necesidad que Hegel mantenía
para el espíritu, de modo que Dios no podría sino ser libre.
En segundo lugar, decir que Dios revela es tanto como decir «Dios ac-
túa (Gott handelt)» en la historia de los hombres como una providencia
activa, poniendo la existencia humana bajo el juicio de su amor salvador y
haciendo posible un nuevo inicio para el hombre, llamado así a la conver-
sión y a la obediencia de la fe; lo que tiene que ver con la historicidad de
lo cristiano que, frente al énstasis de la interioridad hindú, por ejemplo, se
presenta «como la experiencia fruto de un suceso, no de un profundizar en
lo propio. […] Lo no propio, lo que no acontece en lo propio llega hasta mí
y me arranca de mí mismo, me eleva sobre mí, crea lo nuevo» (J. Ratzinger,
Fe, verdad y tolerancia, 80). Esta Alteridad de la revelación saca al hombre
de la absolutización de su autonomía y, lejos de vaciarle de interioridad,
amplía ésta de modo inimaginable, llevando al sujeto «más adentro en la

55
LA LÓGICA DE LA FE

espesura» y más abajo en la hondura, pues «en su interioridad, el hombre


es superior al universo entero; retorna a esta profunda interioridad cuando
vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda y
donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino» (GS
14). Al mismo tiempo, amplía los estrechos límites de su pequeño mundo
invitándole a salir de su propio amor, querer e interés, y generando las
verdaderas preguntas sobre su propia verdad, la de Dios y la del mundo.
Ni la Trinidad ni la Encarnación pueden deducirse de la introspección en lo
propio, sino que nos vienen al encuentro como acontecimientos que des-
bordan nuestra condición de criaturas, de modo que se podría trasformar el
conocido pensamiento 919 de Pascal, de esta manera: «No me buscarías si
yo no te hubiera encontrado».
Por todo lo dicho hasta ahora, la teología cristiana es siempre theologia
ex revelatione, diferenciándose así no sólo de la Ciencia de las religiones,
sino también de la Teología filosófica y de la Filosofía de la religión, por
más que escuche sus resultados y se confronte críticamente con ellos en
actitud dialogal. Sabe, por una parte, que la razón humana «es capaz de
alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible», al trascender de los
fenómenos, pero —por otra— es consciente de que «a consecuencia del pe-
cado original se encuentra parcialmente oscurecida y debilitada» (GS 15), y
que ni el más osado titanismo especulativo podrá jamás penetrar la esencia
del misterio incomprensible de Dios. En este sentido, el Concilio Vaticano
I, en su constitución dogmática Dei Filius (26 de abril de 1870), sobre la
fe católica, se sitúa, por una parte, frente a las diversas formas de raciona-
lismo que proponen un cristianismo sin misterios (Toland y Tindal), como
religión natural, o una especie de pedagogía que llevaría a la humanidad
desde su infancia hasta la madurez (Lessing), pasando por las distintas fi-
guras de idealismo trascendental que encierran a la religión dentro de los
límites de la mera razón, hasta los que como Rousseau, en la profesión de
fe del Vicario Saboyano, ven en la idea misma de revelación el culmen de
la intolerancia o la crueldad del hierro y el fuego.
Y lo hace afirmando la iniciativa de la sabiduría y bondad de Dios que se
revela a sí mismo (se ipsum revelare) y «los decretos eternos de su voluntad
(aeterna voluntatis suae decreta)» (DH 3004). Una revelación que no sólo
es posible, sino que se ha dado realmente en la historia de la salvación y ha
sido confiada a la Iglesia como «un gran y perpetuo motivo de credibilidad
y de testimonio irrefragable de su divina legación» (DH 3013). La doctrina
de la fe que testimonia la Iglesia, «no ha sido propuesta como un hallazgo
filosófico que deba ser perfeccionado por los hallazgos humanos, sino en-
tregada a la Iglesia como un depósito divino, para ser fielmente guardada e
infaliblemente declarada» (DH 3020). En este sentido, el canon 3º condena
la opinión de quienes afirman que «el hombre no puede ser por la acción

56
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

de Dios levantado a un conocimiento y perfección que supere la natural,


sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo en constante progre-
so, a la perfección de toda verdad y de todo bien» (DH 3028).
Por otra parte, el Concilio Vaticano I se opone, igualmente, al fideísmo
que piensa la fe como un salto irracional en el vacío. Frente a esta postura
afirmará, citando a Rom 1, 20 (eco neotestamentario del importante texto
de Sab 13, 1-9) que Dios «puede ser conocido con certeza por la luz natural
de la razón humana partiendo de las cosas creadas» (DH 3004). La fe no es,
por tanto, un movimiento ciego del alma, aunque necesita «la iluminación y
la inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en el consentir y
creer en la verdad» (Orange II: DH 3010). La razón «ilustrada por la fe (fide
illustrata)» (DH 3016) puede aplicar la analogía y percibir el nexo de unos
misterios con otros y con Dios como fin último del hombre. Aunque la fe
sea un don supracreatural, pues «los misterios divinos, por su misma natu-
raleza, sobrepasan el entendimiento creado» (DH 3016), no se da disensión
entre ella y la razón (cfr. DH 3017), sino que «se prestan mutua ayuda» (DH
3019).

4. La revelación como acontecimiento dialogal según Dei Verbum

Pero es sin duda en la Constitución Dogmática sobre la Divina Revela-


ción, Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, donde el concepto teológico de
revelación aparece en todo su esplendor y profundidad. Como ya se ha di-
cho en §1, 3, desde el proemio de este texto maravilloso, la Iglesia se pone a
la escucha y al servicio de la Palabra de Dios: «Dei Verbum religiose audiens
et fidenter proclamans» (DV 1).La percepción de los signos de los tiempos
(cfr. GS 4, 44 y 62) se hace posible, precisamente, por esta profunda escu-
cha religiosa de la Palabra de Dios que la Iglesia lleva a cabo en un éxodo
cordial hacia la entraña del mundo (cfr. GS 1). Al proclamarla con confianza
y seguridad, testimonia que el Dios Trino es digno de confianza, que la da
gratuitamente a todo aquel que consiente en reconocerle y aceptarle por la
fe; más aún, que esta aceptación estructura de tal modo el ser del sujeto de
cada creyente, que lo hace capaz de confiar en Él y en los demás.
Como han señalado muchos de sus comentaristas, la Dei Verbum ha
superado el nivel puramente verbal de la Palabra de Dios, al identificarla
con la persona de «Cristo, la Palabra hecha carne» (DV 2), o el «Hijo, la Pa-
labra eterna» (DV 4), liberándola así de ser reducida a frases del lenguaje
hablado, al modo de un oráculo profético, por más que tenga también una
profunda relación con aquél. Se evita así, ya desde el principio, cualquier
reducción intelectualista o doctrinal, lo que permite hablar de la Escritura
como «la Palabra de Dios expresada en lenguas humanas», que «se hace se-
mejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo

57
LA LÓGICA DE LA FE

nuestra débil condición humana, se hace semejante a los hombres» en una


«admirable condescendencia» (DV 13), desplegando «su fuerza de modo pri-
vilegiado en el Nuevo Testamento» (DV 17), del que «sobresalen los Evan-
gelios, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra
hecha carne, nuestro Salvador» (DV 18). La Sagrada Escritura, unida a la
Tradición, será así la norma suprema de la fe de la Iglesia (cfr. DV 21). En
sentido teológico, pues, se puede decir con Max Seckler que la Palabra de
Dios es «el propio Dios en el acontecimiento de su revelación y en el acto
de su autocomunicación […] creadora y redentora» (M. Seckler, «Qué es la
Palabra de Dios», 87-88; en el mismo sentido: Verbum Domini [=VD], 7: «la
comunicación que Dios hace de sí mismo»).
La perspectiva señalada es fundamental, pues libera al cristianismo de
ser una Buchreligion, al ser más bien la religión de la Palabra viva y encar-
nada de Dios. Recuérdese a este respecto lo dicho en §2, 4 en referencia a
la distinción de Tomás de Aquino entre el Evangelio como acontecimiento
salvífico y como Evangelio escrito. En la recepción de la Dei Verbum que es
la Exhortación Apostólica Verbum Domini (2010), del papa Benedicto XVI,
se afirma el uso analógico que el lenguaje humano hace de la expresión Pa-
labra de Dios (cfr. VD 7), y se recurre a la sugerente metáfora de la «sinfonía
de la Palabra» a varias voces, entre las que destaca un «solo» «tan importan-
te que de él depende el significado de toda la ópera. Este «solo» es Jesús»
(VD 13), verdadero centro que da sentido a las diversas acepciones (cfr. G.
Ebeling, Dogmatik, §10B, 257-259. M. Seckler, a.c.): Verbum aeternum, la
Palabra intratrinitaria que permite afirmar, con Nicea (325), en palabras de
Olegario González de Cardedal, que «no hay Dios sin Verbo eterno: lo origi-
nario no es el silencio sino la Palabra. Esa eterna comunicación intradivina
de Dios es la que se revela en el mundo por la encarnación» (Cristología,
234). Verbum incarnatum o visibile, Jesús de Nazaret en cuanto Verbo
encarnado. Verbum creans, la Palabra de Dios que llama al ser a lo que
no es por el amor de su fuerza creadora, lo mantiene en él y lo renueva
sin cesar. Verbum scriptum, la Palabra de Dios en palabras de los hombres
como Sagrada Escritura. Verbum praedicatum, «la palabra predicada por los
apóstoles, obedeciendo al mandato de Jesús resucitado» (VD 7), y que se
trasmite en la Iglesia. A todos estos sentidos añade Seckler, todavía, la pala-
bra de Dios como oráculo divino a modo de cita textual («Así dice el Señor»)
y la «Voz» que fundamenta la experiencia bíblica de Dios actuando en la
historia de la salvación como promesa, guía, cuidado, enseñanza y juicio. A
los sentidos citados podría añadirse, finalmente, «la misma creación, el liber
naturae» que «forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces en
que se expresa el único Verbo» (VD 7). Semejante centralidad de la Palabra
de Dios ya desde el principio de la Constitución Dogmática, expresa la cla-

58
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

ra conciencia del Concilio Vaticano II de que la Iglesia renuncia a dominar


dicha Palabra y desea ponerse a su servicio y a su escucha obediente.
La cita de 1Jn 1,2-3 pone de manifiesto ya desde el proemio el carác-
ter trinitario de la revelación, como desarrollará el capítulo primero —que
casi estructura—, e incluye dentro del llamado modelo autocomunicativo
de revelación, el aspecto epifánico, pues «la vida (zw) eterna que estaba
junto al Padre» se nos manifestó (fanerqh), siendo este término propio
del campo semántico de epifanía. Semejante apertura dota al texto de un
tono contemplativo y religioso, pues es la Vida infinita la que se revela
manifestándosenos en la persona de Cristo como exégeta (zhgsato, dice
Jn 1, 18) y exégesis del Padre invisible. «Visibilis Patris Filius», afirmaba ya
Ireneo de Lyon en el siglo II (Adversus Haereses, IV, 6, 6 [SChr 100, 450]), lo
que ha permitido señalar a René Latourelle que «la revelación se presenta
como la epifanía del Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo
encarnado es el visible, el comprensible, el que manifiesta al Padre, mien-
tras que éste es el invisible revelado por el Hijo hecho visible» (Teología de
la revelación, 104-105). La cita muestra ya un esbozo de la estructura de la
revelación desde el punto de vista teológico: su contenido es Dios mismo
que se da al hombre; el modo, su revelarse a través del Hijo encarnado y
cuya trasmisión es objeto de un testimonio (martyría) que, al ser recibido,
hace posible la comunión (koinonía) eclesial. La revelación no se puede
separar de su finalidad última, que no es otra que la comunión con el Pa-
dre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y todo ello, termina el proemio, no es sino
un anuncio de salvación (salutis praeconio) propuesto a todo el mundo
para que «oyendo crea, y creyendo espere, y esperando ame» (S. Agustín,
De catechizandis rudibus, 4, 8 [PL 40, 316]).
Si se aplica al texto conciliar —en clave teológica— el esquema de van
Baaren expuesto más arriba (§3, 2), aparece muy claramente la novedad de
la revelación cristiana y la coherencia interna de su verdad, en un docu-
mento insuperable de gran belleza, especialmente en el primer capítulo, en
el que se trata de la naturaleza y objeto de la revelación y en el que todo
se encamina hacia su centro en el nº 4: Jesucristo como revelador del Pa-
dre. Dei verbum se sitúa en continuidad con la tradición, según la fórmula
del proemio: «siguiendo las huellas (vestigiis) de los Concilios Tridentino
y Vaticano I», pero seguir las huellas no implica necesariamente quedarse
en ellas. Como ha dicho Bernard Sesboüé, «El Vaticano II no irá en ningún
caso en contra de Trento o del Vaticano I; pero esto no le impedirá expresar
mejor, de forma complementaria y en una perspectiva más ancha y equili-
brada lo que ha sido verdaderamente enseñado por esos concilios, propo-
niendo una “relectura” de afirmaciones que serán citadas con frecuencia»
(B. Sesboüé-C. Theobald, La palabra de la salvación, 407). De ahí que los

59
LA LÓGICA DE LA FE

matices del vocabulario, en un texto final con una historia tan compleja y
tan consensuada, sean importantísimos.
En DV 2 se encuentran todos los elementos señalados por van Baaren
en la estructura del fenómeno revelación. En el origen de todo está la
voluntad amorosa de Dios que, en un acto libérrimo, da el primer paso
hacia el hombre de modo gratuito: «Placuit Deo» («Quiso Dios»). La Cons-
titución hace un cambio sutil de orden en la fórmula del Vaticano I que
decía: «eius sapientie et bonitati (plugo a su sabiduría y bondad)» (DH
3004). Dei Verbum afirma: «Placuit Deo in sua bonitate et sapientia (quiso
Dios, en su bondad y sabiduría)», incluyendo lo sapiencial dentro de la
realidad más envolvente del amor de Dios. La libre voluntad amorosa de
Dios no es la de revelar un cuerpo acabado de verdades o doctrinas (una
instructio), cuanto la de «revelarse a Sí mismo (seipsum revelare)» y, si-
guiendo al himno de Ef 1,9, «manifestar el misterio de su voluntad (notum
facere sacramentum voluntatis suae)», sustituyendo «los decretos eternos
de su voluntad (aeterna voluntatis suae decreta), de la Dei Filius, por una
expresión (sacramentum = mustrion) más bíblica que evita pensar en la
revelación como un conocimiento muy elevado (decreta), y que apunta
a la realidad de la autocomunicación de Dios que sale al encuentro del
hombre a lo largo de toda la historia de salvación (cfr. DV 3) que culmina
en Cristo (cfr. DV 4). Por este motivo, se ha calificado a esta visión de
la revelación como histórico-salvífica, personalista, relacional, autocomu-
nicativa y sacramental. Que el breve texto de DV 2 esté lleno de citas
bíblicas muy significativas es un indicio más del redescubrimiento bíblico-
patrístico del Vaticano II.
Para DV 2, Dios mismo es no sólo el sujeto de la revelación, sino
también su contenido, lo que se explicita trinitariamente al referirse a la
mediación de la revelación: «por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el
Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de
la naturaleza divina (per Christum […], in Spiritu Sancto accesum habent
ad Patrem)». No se puede en menos espacio aunar mejor lo cristológico,
expresado de manera antignóstica («Verbum carnem factum»), lo peu-
matológico, y la referencia al Padre, la participación de cuya vida es la
salvación del hombre. De nuevo se recalca el hecho y la fe de que la
revelación es gracia. Con las referencias de Col 1,5 y 1Tim 1,17, se afirma
que a Dios invisible lo mueve su amor hacia los hombres a los que habla
como amigos, «trata con ellos (cfr. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos
en su compañía». Dios se mueve «ex abundantia caritatis» para llevar a
los hombres a la comunión con Él, en unas expresiones de gran belleza
literaria, profundidad teológica y sensibilidad personalista y dialogal que
hacen de este documento, no sólo un texto único, sino también una fuen-
te de meditación orante.

60
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

La dimensión personalista y dialogal de la revelación que muestra Dei


Verbum, se expresa también en el modo sacramental como se concibe,
especialmente en el último párrafo de DV 2 con la expresión «gestis verbis-
que» (obras y palabras). Ya decía Agustín de Hipona que cuando accede
el verbo al gesto se tiene el sacramento: «¿Qué es el bautismo de Cristo? El
baño del agua en la palabra. Elimina el agua; no hay bautismo. Elimina la
palabra; no hay bautismo» (Io. Ev, tr. 15, 4). Se subraya de este modo una
visión unificadora del nexo entre acontecimiento y palabra, retomando
la perspectiva bíblica (dabar, lógos-sarx) y superando el dualismo de los
manuales neoescolásticos según los cuales la revelación natural se hacía
por medio de los hechos y la sobrenatural mediante las palabras, de modo
que ésta se pensaba como la revelación de una verdad religiosa hecha
por Dios a los hombres mediante las palabras, frente a la natural que
solía llamársela cósmica. Dei Verbum supera la visión intelectualista en
una consideración que tiene en cuenta la dimensión histórica, corporal y
sensible del ser humano, de modo que la revelación afecta a éste en todas
las dimensiones y niveles que le constituyen. La revelación aparece, pues,
como un acontecimiento dialogal de encuentro entre Dios y los hombres
mediante una economía de signos (palabras y obras acontecimiento) que
culminan en el Signo que es Cristo (cfr. DV 4), en el que resplandece la
verdad profunda de Dios y del hombre y es «mediador y plenitud de toda
la revelación».
En efecto, después de la breve y sintética presentación de la historia
salutis que se hace en DV 3, resumida en los momentos de la creación,
la historia después del pecado y la del pueblo de Israel desde Abrahán,
y subrayando con el adverbio insuper (además, todavía, por añadidura)
la constante iniciativa de Dios que ordena la creación a la salvación en la
unidad de su acción redentora, se llega al punto culminante del capítulo
primero de la Dei Verbum en el número 4. La cita ilustrativa de Heb 1,1-
2 que finalizaba el párrafo primero del capítulo 2º de la Dei Filius del
Vaticano I, se pone ahora como inicio de DV 4. Dios ha hablado y habla
en una palabra que no es intemporal, como muestra el uso del aoristo
—un tiempo histórico— en la cita (cfr. A. Vanhoye, Situation du Christ,
51-61). La multiplicidad y fragmentación del «antiguamente», dado en
una generosa riqueza que utiliza todos los medios posibles de expresión
(polutrpwς), culmina en la fase final donde se da de forma total, defi-
nitiva y perfecta en el Verbum abreviatum, en el Hijo, «la Palabra eterna
que alumbra a todo hombre», recapitulando todas las riquezas de «los
otros tiempos y maneras», y dando unidad a la anterior multiplicidad que
tendería a perderse por falta de un cantus firmus que abra su sentido y
lo cumpla.

61
LA LÓGICA DE LA FE

DV 4 presenta a Cristo como revelador del Padre, y lo hace en un len-


guaje joánico y teocéntrico. Como ha señalado Hans Waldenfels (Offenba-
rung, 239-245), se describe como un proceso de envío que tiene como
sujeto a Dios, pero que cambia en los apartados posteriores al 2º, en que es
el mismo Jesucristo, mediador ante Él, «por eso, quien ve a Jesucristo ve al
Padre (cfr. Jn 14, 9)». En términos muy parecidos a los de Ireneo de Lyon,
la novedad de Cristo la contempla la Constitución en su entera «presencia
y manifestación»: «omnen novitatem attulit semetipsum afferens» (Adversus
Haereses IV, 34, 1 [SChr 100, 2, 846]). Como verdadera significación perso-
nificada (B. Lonergan), Cristo revela al Padre con la totalidad de su perso-
na: palabras poderosas, obras, signos, milagros y, especialmente, con su
misterio pascual (muerte, resurrección y envío del Espíritu Santo), llevando
a plenitud toda la revelación, pues en él alcanza su término el diálogo de
Dios con los hombres, unificándolo todo. Que en él Dios Padre se diga a
sí mismo, no supone que todo se cierre, sino «que en él empieza a abrirse,
desde la palabra de Dios, todo el ámbito de la realidad» (J. Ratzinger, Kom-
mentar, 510-511). Esta concepción tan profunda de la revelación tendrá
consecuencias en todos los órdenes, especialmente en la concepción de la
fe y la Tradición.

IV. LA RESPUESTA DEL HOMBRE AL DIOS QUE SE REVELA


§ 4. La primera palabra del Símbolo de la Fe es «credo». Resuena en ella
el diálogo bautismal de quien, mediante la conversión, ya no se pertenece a
sí mismo, sino que acepta libremente poner su vida en las manos fiables de
Dios. Y, de igual modo, el «nosotros» eclesial que estructura la fe y es clave
de su contenido (fides quae). Por la fe el hombre se entrega por entero al
Dios que se revela, convirtiendo a Él su corazón (fides qua). Ambos aspectos
aparecen inseparablemente unidos en la tradición cristiana en las formas
más variadas del lenguaje de la fe.

La fe cristiana es una fe confesante, cuya profesión se encuentra en el


Credo recitado en la liturgia eucarística, y que recuerda el diálogo bautis-
mal de incorporación a la Iglesia. F. Kattenbusch señalaba a principios del
siglo pasado que la expresión «yo creo» podría traducirse como «yo paso
a…; yo acepto», lo que lleva a J. Ratzinger —quien recoge la referencia—
a decir que «el contexto de la fe es el acto de conversión, el cambio de
ser, que pasa de la adoración de lo visible y factible a la confianza en
lo invisible» (Introducción al cristianismo, 77). Tanto el Símbolo de los
Apóstoles como el Niceno-constantinopolitano son símbolos bautismales
o profesiones de fe que se recitaban en la recepción de este sacramento.

62
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

La fórmula «creo», en primera persona del singular, indica el carácter emi-


nentemente personal del acto de fe que va dirigido a Dios, y del que la
fórmula es expresión, pues nadie cree por procuración, sino entregándose
personalísimamente al Dios Trino que se ha revelado primero, de modo
que la confesión pública en la Iglesia supone que el creyente ha dicho en
lo profundo de su corazón: «creo en Ti, Señor». De otro modo, se podría
repetir hasta el infinito la fórmula sin que se conmovieran los cimientos
del ser del creyente y sin que se supiera, realmente —desde dentro—, lo
que Dios ha revelado. Como dice Pablo en 2Cor 4, 13: «como tenemos
aquel mismo espíritu de fe del que dice la Escritura: Creí y por eso hablé,
también nosotros creemos y por eso hablamos». La fe dirigida a Dios se
expresa también hacia el exterior de los demás miembros de la Iglesia en
donde se cree y, como testimonio de vida, ante todos los seres humanos
entre los que vive y le piden razón de ella.

1. Dimensión eclesial de la fe y conversión

Por otra parte, y al mismo tiempo, el acto de fe confesado en el Credo


se hace en la Iglesia, comunidad de fe, esperanza y amor, del que aquél es
símbolo (smbolon), signo de reconocimiento que reúne a los llamados y
convocados por el Dios Trino en la misma Iglesia. Con ello se libera al acto
personal y libre de la fe de cada creyente de caer en cualquier forma de in-
dividualismo, o aislada privacidad, que se quedara tan solo en el santuario
de lo más íntimo del cristiano. Al no ser la fe un asunto privado, sino que
compromete con la comunidad de hermanos en la que se ha recibido para
el servicio a los demás, el «nosotros» eclesial la estructura y es la clave de su
contenido. El bautismo se hace en el Nombre del Padre y del Hijo y del Es-
píritu Santo, como de igual modo comienza la celebración de la eucaristía,
significando con ello cómo la Iglesia es el lugar de máxima personalización
y reconocimiento del ser humano que está en ella, no por lo que hace y
tiene, sino por lo que es: Hijo de Dios y hermano de los hombres. La confe-
sión personal de la fe se hace en unión con todos los miembros de la comu-
nidad creyente, de modo que podría definirse, con Heinrich Schlier, como
«la adhesión común, pública y comprometedora, de la única fe apostólica,
definida por la Iglesia» (cit., en H. de Lubac, La fe cristiana, 347, nota 82).
La formulación de esta tesis 5ª se refiere también a la conversión que su-
pone la fe. En efecto, en el terreno de ésta, todo comienza con la escucha.
Fides ex auditu, afirma Pablo en Rom 10,17 («ra  pstις ζ kov=ς»). Pero
se trata de un oír especial, intenso, obediente, para el que reservamos en
español la palabra «escucha». De modo que lo que empieza como audición,
termina como obediencia (pako). Lo cual no tiene nada que ver con la
constricción de la libertad del creyente, como si fuera una conducta pareci-

63
LA LÓGICA DE LA FE

da a la que se basa en la orden de un poderoso de este mundo, ante quien


se responde ciegamente por miedo a sus represalias, sino que se dice en
su sentido más originario de escucha responsable (obaudire) a alguien que
tiene mucho que decir porque va acompañado de su autoridad moral y de
su coherencia personal. La obediencia de la fe se observa ante el Dios vivo
y verdadero que abre todo lo cerrado, y cuyo venir al hombre es siempre
Evangelio, fuerza actuante y transformadora que da sentido y salva.
La escucha obediente que pide implica dejar de prestar atención a otra
voz: la de la vanagloria y el orgullo, la de una autonomía cerrada a su pro-
pia profundidad y a la llamada de la alteridad; la del yo que quiere ser el
pequeño sol de un «sistema planetario» alrededor del cual giren las cosas,
la vida, los otros y hasta el mismo Dios. Al consentir no ser el centro, pues
se ha donado el espacio de hospitalidad que acepta dejarse decir «mediante
la palabra de Cristo» (Rom 10, 17), se hace posible la conversión (metnoia)
por la cual ya no se confunde el sonido con la Palabra, la vox con el Ver-
bum. Como dice Bernardo de Claraval, ya «no hay que esforzarse mucho
para advertir esta voz. Lo que cuesta realmente es cerrar los oídos para no
percibirla. Ella misma se insinúa, se adentra y no cesa de golpear a la puerta
de cada uno» (Ad clericos de conversione, 3 [BAC 444, 367]).
Con su acostumbrada profundidad, el mismo Bernardo definía la fe
como «cordis ad Deum conversionem», como «la conversión del corazón a
Dios» (De baptismo, II, 9; PL 1037 D), de manera que creer es una radical
desapropiación de uno mismo (Enteignung, dice la mística alemana), una
partida (Aufbruch) y un tránsito; un transferir a Dios toda la existencia
desde su más profundo centro, para no pertenecerse ya a sí mismo sino a
Él. Semejante desinstalación, propia de un nómada, supone la respuesta de
la persona entera: corazón y cabeza, pensamiento y acción, vida interior y
testimonio público.
El texto tan logrado y profundo de Rom 10, 9-10 lo expresa con claridad
y concisión: «Si confiesas/proclamas (mologsης) con tu boca que Jesús es
el Señor y crees (pistesης) con tu corazón que Dios lo ha resucitado de
entre los muertos, te salvarás. En efecto, cuando se cree (pisteetai) con el
corazón actúa la fuerza salvadora de Dios, y cuando se confiesa/proclama
(omologetaι) se alcanza la salvación». Un pisteúein y un homologeîn que
van de la mano y de los que se indica el contenido de cada uno: que Jesús
es Señor (Kyrios Iesous), por un lado; y el contenido de esa confesión, por
otro: lo que Dios ha hecho en Él y con Él: resucitarlo de entre los muertos.
Los símbolos de la boca y del corazón en feliz ayuntamiento, de modo que
se confiesa la fe y se creer la confesión que tiene dos formas: la homología
y el dogma verbal, nada menos que una acción de Dios concerniente a
Jesús y que afecta a toda la humanidad y a la creación entera. Ambos aspec-
tos los ha solido definir la tradición teológica con los conocidos términos de

64
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

fides qua (el acto por el que se cree) y de fides quae (el contenido de lo que
se cree). De nuevo el genio de Agustín se hace eco de esta distinción tan
fructífera: «Pero una cosa es lo que se cree, y otra la fe por la cual se cree»
(sed aliud sunt ea quae creduntur, aliud fides qua creduntur: De Trinitate,
XIII, II, 5 [BAC 39, 567]). O, según la conocida tríada: credere Deum (con-
tenido), Deo (fundamento) o in Deum (meta o índole escatológica del creer
hacia Dios). De igual modo, también Tomás de Aquino habla del objeto
material de la fe (la fe de la Iglesia: fides quae), del objeto formal: el acto de
fe (fides qua), y del credere in Deum de la voluntad (cfr. STh., II-II. q. 2ª. 3).
Imitando la conocida sentencia kantiana dicha en otro contexto, ha podido
decir Hans Waldenfels, en referencia a la unidad de los aspectos señalados:
«la fides quae sin la fides qua es una fe muerta, la fides qua sin la fides quae
es una fe ciega» (Teología fundamental contextual, 546), de modo que la fe
sólo es viva y lúcida en la unión de ambas.
Se trata, por tanto, de una entrega personalísima de todo el ser huma-
no que lo compromete de lleno y por entero con Cristo, y cuyos efectos
trasforman las relaciones con Dios, con los demás y con la historia y el
mundo. Y esta renuncia abnegada a constituirse en el propio centro es otro
nombre para la humildad, verdadera «respiración interior de cada una de
las virtudes», en la hermosa expresión de Jean-Louis Chrétien, según el cual
hace que el amor ame de verdad y no sea la cuenta detallada de lo que se
da y los otros no agradecen; que la esperanza no devenga presunción o
desaliento ante las dificultades; que el perdón sea eso: perdón, y no una
forma larvada de venganza o resentimiento; en definitiva, que el bien sea el
bien (cfr. J.L. Chrétien, La mirada del amor, 12). Y es que ya decía Agustín,
imitando al retórico: «Este camino es: primero, la humildad; segundo, la hu-
mildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te
diré lo mismo […] Pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas
nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando se nos propone,
nos unamos a ella cuando se nos allega y nos dejemos subyugar por ella
cuando se nos impone, el orgullo nos arrancará todo de las manos cuando
nos estemos ya felicitando por una buena acción» (Carta 118, 3, 22 [BAC
69, 864-865]).
No extraña, entonces, que la Escritura concrete en grandes figuras de la
historia de la salvación cuanto se lleva dicho. Pablo, en Rom 4 y en Gál 3,
así como la Carta a los Hebreos, en el capítulo 11, hablan de Abraham como
aquél que salió sin saber adónde iba y murió sin ver cumplidas sus prome-
sas. Quien ha pasado una temporada larga en otro país, por cuestiones de
estudio, sabe que —cuando estos terminen— volverá de nuevo a su tierra.
A Abraham se le pide que salga en un éxodo sin retorno, que se arranque
de su suelo nutricio, en una desinstalación de raíz, y se ponga en marcha
fiado de la promesa y de la infinitud de las estrellas del firmamento. Cuan-

65
LA LÓGICA DE LA FE

do esa promesa cristaliza en el hijo de ella, también se le pide que confíe


y espere contra toda esperanza, y lo haga renunciando a la prueba misma
de la fe, como nos señalan tan vivamente los análisis kierkegaardianos de
Temor y temblor.
Moisés aparece como otro modelo de fe. Su éxodo geográfico ha sido
leído por la tradición mística patrística como la parábola de todo éxtasis
hacia Dios, como la cualidad excéntrica o autotrascendente de la fe. Entre-
gado a la voluntad de Dios frente a la del faraón, el rey de la por entonces
potencia más poderosa del Próximo Oriente, saca a su pueblo de la esclavi-
tud y lo conduce a través del inmenso desierto hacia la tierra de promisión
en la que él no entra, puesto que «teniendo siempre ante los ojos la recom-
pensa, estimaba los sufrimientos de aquel pueblo consagrado como riqueza
mayor que todos los tesoros de Egipto» (Heb 11,26). Y es que no se trata
tanto de salir de Ur o de Egipto, cuanto de sí mismo, del miedo atenazante a
perder la vida, para vivir de esperanza, amor y fe en Dios. En Rom 4,23-25,
Pablo recuerda a los cristianos de esa comunidad y a los creyentes de todos
los tiempos que «estas palabras de la Escritura no se refieren solamente a
Abrahán. Se refieren también a nosotros, que alcanzaremos la salvación si
creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor,
entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra sal-
vación».
La figura del profeta Elías ofrece, en 1Re 19,9-14, nuevos elementos de
interés para este aspecto de la fe que se viene analizando. El profeta va
huyendo de la reina Jezabel que quiere matarle por su altercado con los
profetas de Baal. Lleno de miedo, cansado del largo camino por el desierto,
Elías deja de andar y se desea la muerte, pero un alimento misterioso le
permite caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios:
el Horeb. En realidad, el profeta va sin saberlo hacia sus propias raíces, a
la montaña de la revelación, donde se esconde en una roca para pasar la
noche. Pero recibe esta orden: «Sal y quédate en pie ante mí en la montaña.
¡El Señor va a pasar!» (v. 11). Es muy conocido el recurso utilizado, típico de
la literatura profética, de presentar tres elementos seguidos: el viento fuerte
e impetuoso, el terremoto y el fuego, para mostrar que el elemento deter-
minante es el cuarto (cfr. S. Gaburro, La Voce della Rivelazione, 58-62). Los
tres primeros parecen revelar a Dios pero no lo hacen. Dios no está en el
viento ni en el terremoto ni en el fuego. «Al fuego siguió un ligero susurro.
Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con su manto y, saliendo afuera, se quedó
de pie a la entrada de la gruta» (v. 12-13). El texto no dice que esté en la
suave brisa, en una especie de teología apofática que prefiere dejarlo en
suspenso y evocar más por lo que no se dice que por el exceso de lo que
pudiera decirse. Elías reconoce su Presencia, la conciencia de cuyo paso
cataliza el ligero susurro. «Qôl demāmāh daqqāh», dice con un oxímoron el

66
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

texto hebreo, lo que le permite afirmar a Sergio Gaburro que el silencio no


es lo opuesto a la voz, sino la morada en que habita; es más, está esperan-
do ser escuchado. Esa «sutil voz de silencio» (Viterbi) se hace elocuente y
habla, cuando se le da a su vez el espacio de la escucha, en pie; es decir,
tensando todas las dimensiones y niveles de la persona. Y es precisamente
en ese espacio aparentemente debilísimo donde se revela la fuerza de Dios:
«el profeta que deseaba la muerte, abre el oído a esta «sutil voz de silencio»
y cumple así el paso de la muerte a la vida» (ibid., 62).
Por otra parte, según el testimonio neotestamentario, María aparece
como la creyente por antonomasia, más que cualquier otro personaje del
Primer Testamento, pues —pudiéndolo hacer— ni siquiera pide un signo,
como Gedeón en Jue 6, 17, sino que vive pendiente de la Palabra de Dios
(cfr. Lc 1,38), fiándose totalmente de Él. La señal de credibilidad se le da sin
pedirla, y hace referencia a la estéril Isabel que, sin embargo, va a dar a luz
un hijo, resonando en su persona todas las mujeres bíblicas que, siendo es-
tériles como ella (recuérdese cómo llora su virginidad, durante dos meses,
la hija de Jefté en Jue 11,29-40), han dado a luz: Sara (Gén 18,9-15), Rebeca
(Gén 25,21-22), Raquel (Gén 29,31; 30,22-24), o Ana (1Sam 1,11-20); en una
suerte de praeparatio del momento oportuno y central de la historia de la
salvación.
Al finalizar el repaso por «tal nube de testigos» (Heb 12,1), la Carta
a los hebreos se concentra en Jesús, «iniciador (rchgn) y consumador
(teleiwtn) de la fe (pstις)» [Heb 12,2], quien se entregó al Padre hasta el
extremo y ha abierto la senda como guía de nuestra fe. Los términos em-
pleados sugieren que no se trata sólo de un ejemplo moral, de un genio
religioso, sino del Hijo capaz de ser el fundamento de nuestra fe y el que
la lleva a su cumplimiento, a su plenitud. El cristiano sabe por eso perfecta-
mente de quién se ha fiado (cfr. 2Tim 1,12: «oda gr w= pepιsteuka»). Como
iniciador de la fe (rchgς thς= pstewς), el Señor Jesús va delante de los
creyentes, de modo que aquélla es perseverancia sin desalentarse en su se-
guimiento. Tanto Heb 10, 38 (« d dkaις mou k pstewς zsetaι»), como
Rom 1,17 y Gál 3,11, citan la expresión de Hab 2,4: «el justo vivirá por la
fe», lo que indica su carácter de motor de la existencia («dinamogénico» lo
ha llamado Juan Martín Velasco, La experiencia de Dios, 31-32, con un tér-
mino de W. James), de virtus desinstaladora que impulsa a tender siempre
hacia delante.
Gregorio de Nisa hizo precisamente de este hecho el centro de su
teología mística. En efecto, con el término epéktasis (progreso y tensión
infinitos), inspirado en Flp 3, 13, se refería el gran capadocio al dinamismo
incesante del camino de la fe en su ida hacia la unión con Dios: «pues en
esto consiste ver verdaderamente a Dios: en que quien lo ve no se sacia
jamás en su deseo» (Sobre la vida de Moisés, II, 233 [BPa, 23, 205]), de modo

67
LA LÓGICA DE LA FE

que la existencia creyente es todo menos aburrida. Algún estudioso de la


obra del niseno ha señalado, en este sentido, una cierta polémica de esta
tensión infinita con la idea origeniana de kroς (aburrimiento). Como es
bien sabido, la primera caída de los seres espirituales en el cielo, acaeció
—según Orígenes— por saturación, por saciedad y aburrimiento ante la
eterna contemplación de Dios, lo que produjo un enfriamiento, primero, y
una caída después. Para Gregorio, por el contrario, la saciedad aumenta el
deseo, porque se fundamenta en la infinitud de Dios que tensa infinitamen-
te todo el ser del hombre hacia él. Y así, la perfección de la vida creyente,
será no pensar que ya se ha alcanzado del todo, cuanto crecer constante-
mente en el bien con creatividad incesante.

2. La fe como libre entrega del hombre entero al Dios que se revela

El lógos interno de la fe cristiana hace de ésta una realidad trabada y


coherente, de modo que el ejercicio de la teología comprueba constante-
mente cómo, al renovar o comprender mejor un aspecto de la revelación,
se rearticulan todos los que están relacionados con él. Como se ha visto ya
en §3, 4, el Concilio Vaticano II hizo esto con el concepto de revelación, que
aparece en la Dei Verbum en términos personalistas, autocomunicativos, sa-
cramentales e histórico-salvíficos. Pues bien, esta comprensión más profun-
da de lo más fundamental del cristianismo, tendrá inmediatas consecuen-
cias en la concepción de la fe y de la mediación histórica de la revelación
que llamamos tradición (cfr. §5). En este sentido, el número 5 de la citada
Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, presenta la fe como
un encuentro personal con el Dios que se revela. El texto dice así: «cuando
Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cfr. Rom 16, 26; coll.
Rom 1, 5; 2Cor 10, 5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente
a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” [Dei
Filius 3], asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta
de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto
con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a
Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer
la verdad” [Arausicano II, 2]. Para que el hombre pueda comprender cada
vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona cons-
tantemente la fe con sus dones».
Lo primero que señala el texto es el prius y supra de la revelación de
Dios («cuando Dios revela [Deo revelanti]»), de modo que la fe es la voz
a él debida, respuesta del hombre al Dios que se le ha donado primero.
Con la superación de los modelos intelectualistas o de instrucción de la
apologética manualista, sin olvidar por ello la dimensión cognitiva de la
fe, pues se la integra en el marco autocomunicativo y sacramental de reve-

68
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

lación, «queda superada la antítesis entre fe intelectual y entrega confiada


de la propia existencia mediante el «sí» total de la persona que conoce en
Jesucristo la verdad y el camino, al mismo tiempo y de modo invisible» (J.
Ratzinger, Kommentar, 512). La fe aparece así como un acto humano total,
de todo su ser indiviso, mediante el cual todas las dimensiones o niveles en
los que consiste como persona, responden —cada uno a su modo y desde
su especificidad— animados por la raíz última del espíritu que los impulsa a
no quedarse ninguno rezagado en esa entrega dinámica y amorosa al Dios
Trino que, movido de amor, «habla a los hombres como amigos» (DV 2). En
este sentido, la expresión debida al Cardenal Döpfner, «homo se totum libere
Deo committit» (el hombre se entrega entera y libremente a Dios), puede ser
considerada, todavía hoy, como «el punto fundamental de la exposición del
Vaticano II en materia de fe» (F. Testaferri, La parola viva, 87). Sin negarse
el testimonio externo de milagros y profecías, subrayados por el Vaticano
I, piensa Joseph Ratzinger que esa doctrina ha quedado significativamente
desplazada «a un lugar modesto; la fe parece quedar interiorizada y se re-
nuncia al intento de medir su certeza con criterios positivistas» (Kommentar,
513). El verbo committo, commisi, commisum es muy significativo. No pone
el acento en el aspecto negativo de la entrega, como si ésta fuera una pérdi-
da o alienación del hombre, cuanto en su dimensión de valor positivo y es-
timable de donación confiada, porque el creyente pone su vida libremente
en las manos fiables de Dios, al que confía plenamente su salvación en un
acto personal de amor y de humilde correspondencia, hecho de obediencia
(od-audire) en el sentido bíblico de escucha que trasforma en una relación
de alianza.
Además, Dei Verbum 5 señala también un aspecto muy importante del
analysis fidei: las relaciones entre la gracia y la fe. En efecto, la fe es un
acto plenamente humano y libre y, a la vez, don de Dios que hace posible
esa libertad. La gracia está en el initium fidei, pero también —como ayuda
constante— en el ejercicio del creer, lo cual no le quita nada de su condi-
ción de acto humano libre, antes bien, lo potencia infinitamente al tener
como término al Deus Semper maior. La acción interior del Espíritu Santo
consiste, según el pasaje comentado, en mover el corazón para dirigirlo a
Dios, abrir los ojos del espíritu y, con la cita del Arausicano II, conceder la
suavidad (suavitatem) para aceptar y creer la verdad, de modo que se inclu-
ye aquí también el tema de la credibilidad de la fe. Finalmente, es novedoso
y muy profundo, referirse a la doctrina de los dones del Espíritu Santo en el
proceso de comprensión de la revelación y de perfeccionamiento de la fe.
Dichos dones son capacidades o disposiciones que se le dan gratuitamente
al hombre para escuchar con atención y acoger y recibir con suavidad, las
inspiraciones de Dios, y responder a ellas de la manera estrictamente per-
sonal que pide su acción en cada ser humano, a quien Dios guía de manera

69
LA LÓGICA DE LA FE

personalísima según su planes concretos, fortaleciendo el temple vital de la


voluntad, iluminando la razón y despertando su profundidad, afinando la
capacidad de discernimiento y el gusto de su presencia.
Finalmente, DV 6 habla de las verdades reveladas, recogiendo dos citas
de la Dei Filius del Vaticano I. Para algunos comentaristas que elogian y
estiman grandemente la Constitución, este número representa un cierto
embarazo y hasta «un paso atrás respecto de la parte restante de la Constitu-
ción» (F. Testaferri, La parola viva, 95). Con todo, hay que tener en cuenta el
marco en el que se inscriben esas citas, y que es el inicio del número: «por
medio de la revelación Dios quiso manifestarse y comunicarse a Sí mismo y
sus planes de salvar al hombre». Los verbos manifestare y comunicare, in-
cluyen dentro del modelo autocomunicativo y personalista de revelación, el
momento de verdad más profundo de la cuestión del conocimiento de Dios
por la razón, en la línea de Rom 1, 20. La afirmación: «y sus planes de sal-
var al hombre (circa hominum salutem)», supone un matiz más para hacer
que las verdades reveladas queden incluidas en la consideración histórico-
salvífica y sacramental del conjunto del documento.

3. Las variedades del lenguaje de la fe

El lugar más originario de la fe es sin duda la oración. En ella se en-


cuentra el hombre ante Dios y, cuando es auténtica, lo hace sin tapujos, en
la máxima confianza de quien sabe que Dios «habla a los hombres como
amigos» (DV 2) y los ama incondicionalmente, apropiándose personalmente
su propia verdad a la luz de ese amor que recibe sin límites de Dios. La
oración supone no sólo hablar a Dios, sino haberle dejado hablar primero a
Él en uno mismo. La oración hace respirar a la respuesta teologal de fe, es-
peranza y amor del creyente, oxigenando su actitud religiosa y deshaciendo
los nudos del ansia de posesión, de control o de centramiento en el sujeto
—como el sol de un pequeño universo alrededor del cual todo girase—,
haciendo posible una entrega verdadera y la conversión del corazón a Dios,
como ya se ha dicho más arriba que denomina san Bernardo a la fe. En
ese movimiento de desapropiación y confianza sin límites en Dios que su-
pone la auténtica actitud orante, el hombre religioso se recobra, iluminado
por la mirada agraciante del Misterio, y percibe que no puede dar un solo
latido de vida de por sí si no es enraizado en esa savia que no detienen ni
sus zonas leñosas, pues al estar ante una presencia que hace ser, que saca
lo mejor de él, que eleva y dilata y salva, el «oyente de la Palabra» puede
convertirse en creyente y percibirse como una «caja de resonancia» capaz de
expresar el agradecimiento infinito y la maravilla admirable en un abanico
inmenso de lenguajes orantes de todo tipo: la doxología y el himno, la sú-
plica y la adoración, y hasta el silencio elocuente que expresa una entrega

70
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

sin restricciones y un acto de absoluto trascendimiento. La oración es, así,


un verdadero crisol donde se producen toda una serie de tránsitos o «pas-
cuas» por los que el creyente va creando lenguaje de condición simbólica
para responder agradecido a la anterioridad previa de Dios que le hace ser,
y para decirse también a sí mismo y a los demás, cuál es el término de su
acto de fe que no termina en los enunciados, sino en la realidad de Dios
significada por ellos.
Pocas experiencias ponen más en actitud fundamental de la existencia
que la oración. Quien está ante la santidad augusta y benevolente de Dios,
ante su superioridad en todos los órdenes (ontológico, axiológico, ético),
no puede menos de percibir, por un lado, la precariedad y la vulnerabilidad
de su vida en el mundo e, igualmente, de los otros y del conjunto de la
realidad; pero, al mismo tiempo, de su grandeza y dignidad, de la invitación
a ser en la salida de sí por el diálogo con Él y el amor a los demás. Este
tránsito de la actitud primordial a la fundamental (según la terminología de
Miguel García-Baró) que hace posible el ejercicio de la oración, se convierte
en la fuente de la capacidad simbólica, en la capacidad de ver una percep-
ción, en palabras de Martha Nussbaum, «como algo que apunta más allá de
sí misma; ver en las cosas perceptibles y cercanas cosas que no estaban ante
nuestros ojos» (Justicia poética, 65), al ser Dios, como dice san Juan de la
Cruz, «la luz y el objeto del alma» (Llama, 3, 70). Se trata aquí nada menos
que de un verdadero rebasamiento, como dicen los fenomenólogos de la
práctica de la reducción, hacia el ámbito del sentido, de la vida, de la histo-
ria y de la creación. Lo que supone que el orante se impregna y empapa de
un temple lírico ante la existencia y el mundo, mediante el cual se convierte
en una matriz de lenguaje en sus más variadas formas. Como dice el autor
de un conocido tratado sobre el Misterio de la Trinidad: «las afirmaciones
más profundas sobre Dios en la Biblia no se encuentran en afirmaciones
abstractas acerca de él, sino en las oraciones. Cuando se le invoca o se le
suplica, cuando se le alaba y cuando se cantan sus maravillas, cuando se le
habla con el corazón, cuando se experimenta su bondad infinita, es cuan-
do el hombre profundiza más en (el) Misterio» (L. F. Ladaria, El Dios vivo y
verdadero, 526). Y por eso no es de extrañar que sea el Libro de los Salmos
el lugar de la Escritura donde se encuentren las más hondas expresiones
nacidas de la oración personal y comunitaria.
Desborda de estas páginas la tarea de hacer aquí una fenomenología
teológica completa de todas las variedades del lenguaje de la fe, no sólo
de la complejidad y variedad de la oración, sino también de las modalida-
des más enunciativas, de modo que se incluyeran también el anuncio y la
predicación (función comunicativa), las confesiones de fe —el momento
más asertivo de la fides quae—, pasando por las narraciones kerigmáticas
de hechos con significado, el proto-realismo de la aserción propio de la

71
LA LÓGICA DE LA FE

catequesis, el lenguaje cognitivo del dogma, la comunicación de experien-


cias místicas en tratados espirituales o diarios, el juramento y, finalmente, el
metalenguaje de todos ellos que es la teología que trabaja de algún modo
con todas variedades tan sólo evocadas. Podría decirse en este punto lo
que afirma Joseph Ratzinger: «nos seduce la idea de abordar alguna vez la
Formgeschichte de la doctrina eclesial, desde el diálogo bautismal hasta el
dogma como enunciado aislado, pasando por el «nosotros» de los concilios,
por los anatemas y por la confessio de los reformadores. Porque así se verá
claro dónde están los problemas y los distintos matices de las autoexpresio-
nes de la fe» (Introducción al cristianismo, 85).

V. LA MEDIACIÓN HISTÓRICA DE LA REVELACIÓN


§ 5. En consonancia con el concepto comunicativo, histórico-salvífico y
personalista de revelación, su mediación en palabra humana que llamamos
Tradición (norma normata), es la autoentrega activa por medio de la doc-
trina, la vida y el culto, de aquello que la Iglesia es y cree; y consta, en su
estructura, del acto mismo de la trasmisión, del contenido que se transmite
y de su recepción a través de los tiempos, pues en cada época, el Espíritu
Santo crea un contexto espiritual de afinidad con la Escritura que posibilita
leer, comprender y vivir los textos sagrados como Palabra de Dios (norma
normans) que suscita la fe.

El hombre es un ser de memoria, pero posee también una inaudita ca-


pacidad de olvido. Muchas veces ha sentido la tentación de creerse Adán
en el paraíso, como si con él nacieran todas las cosas, lo que adquiere un
rostro trágico cuando algún hombre o grupo humano ha pretendido que la
historia comenzase con ellos desde cero, decretando como prehistoria todo
lo anterior y borrando su rastro en una nueva damnatio memoriae. Todos
los totalitarismos que en el mundo han sido, sean del signo que sean, han
sucumbido a este delirio. Pero una profunda vivencia de la condición tem-
poral de la existencia humana, libera de toda forma de adanismo, abriendo
al agradecimiento de lo que se debe a los que nos han precedido. Como
decía Quevedo, el tiempo ni vuelve ni tropieza, de modo que todo está ini-
ciándose, durando y terminando, como si lo nuevo viniese del futuro, por
el presente, hacia el pasado, según la asombrada expresión agustiniana: «va
de lo que aún no es, pasa por lo que carece de espacio y va a lo que ya no
es» (Confesiones, XI, 22, 28 [BAC II, 487]). De ahí que el tiempo sea, para el
Obispo de Hipona, la extensión del alma (cfr. Ibid., XI, 26, 33) que dota a la
vida de la unidad de todas sus dimensiones y de un especial dramatismo y
seriedad, al confrontar al ser humano con su límite creatural infranqueable,

72
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

pero también abriéndole a lo eterno. Los acontecimientos más decisivos de


la vida no caben en las pequeñas manos del hombre, y por ello entra en
juego la memoria, como una asombrosa posibilidad de sobrenadar a través
de la caducidad del tiempo, «salvando» así las experiencias, los aciertos y
los usos, los descubrimientos de las ciencias y el pensamiento, el sentido
de los hechos de la historia, el recuerdo de los desastres y los males para
evitar que se repitan, etc.
Los hombres de nuestro tiempo, especialmente las generaciones más
jóvenes, viven una cultura de la inmediatez y el olvido; desenraizados de
una tradición que desconocen y de la que no se sienten herederos. La falta
de memoria no impide que todo esté ahí como «deseando» ser descubierto y
preguntado, como a la espera de que alguien recoja su ofrecimiento de que
la búsqueda incesante de la verdad que puede iniciar, llenará cuántas vidas
tuviese el hombre: «cuando el espíritu humano pregunta por la verdad tras-
ciende todo lo dado, también la cultura respectivamente contemporánea»
(W. Kasper, Teología e Iglesia, 107). Todos los oficios y todas las disciplinas
científicas y humanísticas tienen su tradición de usos y descubrimientos,
de experiencias acumuladas y procedimientos de indagación que evitan, a
los que se introducen en su cultivo, el descubrimiento de mediterráneos,
incitando a pensar y buscar más, al ir subidos —como suele decirse— en
hombros de gigantes; lo que se ha llamado la función de descarga y orien-
tación que favorecen las tradiciones humanas al poner a disposición deter-
minados guiding patterns (modelos guía) del pensamiento y la acción (cfr.
H. J. Pottmeyer, Tradición, 1562).
Como ha mostrado Hannah Arendt en muchos lugares de su obra, hay
crisis de la cultura precisamente cuando no hay tradición o cuando ésta
se interrumpe o se corta. Ni el fundamentalismo o tradicionalismo, por un
lado, ni el progresismo ingenuo y radical, por otro, dan con la clave exacta
que permita una correcta interpretación de la tradición. El primero, porque
lejos de identificarse con lo profundo de la época del pasado en la que pre-
tende refugiarse —que, por otra parte, es dinámico, fluido y móvil, como lo
verdaderamente histórico—, absolutiza la «figura de este mundo que pasa»
al elevarla a validez eterna. Los segundos —pues hay muchos tipos—, por-
que pretenden ingenua y utópicamente «hacer tabla rasa del pasado, abolir
la tradición, y fundar desde cero un nuevo mundo radicalmente distinto
de aquél que encontraron al nacer», como ha dicho Mario Vargas Llosa al
comentar el hermoso ensayo de Carlos Granés, El puño invisible (2011),
sobre las revoluciones artísticas en las vanguardias del arte del siglo veinte.
Frente a estas actitudes sesgadas, y en el fondo paralizantes —aunque por
motivos diversos—, el Premio Nobel de Literatura propone la disciplina, el
trabajo y «la reelaboración inteligente de la tradición» (El País, domingo 18

73
LA LÓGICA DE LA FE

de diciembre de 2011, 31), lo que en contextos teológicos se suele denomi-


nar «fidelidad creativa» (F. A. Sullivan).

1. El concepto teológico de Tradición

Al final de § 3, 5 se afirmaba que la profunda concepción de la reve-


lación como autocomunicación del Dios Trino en Jesucristo, tal y como
aparece en la Dei Verbum, tiene importantes consecuencias en todos los
órdenes, especialmente en la concepción de la fe (cfr. §4) y la Tradición. En
efecto, esta última tesis del capítulo dedicado a la Teología Fundamental,
intenta dar cuenta de cómo ese lógos interno se refleja también en uno de
los temas más complejos de la reflexión teológica. La visión comunicativa,
sacramental, histórico-salvífica y personalista de la revelación, permitirá una
relectura de la Tradición en términos de autoentrega: «en la concepción
verdaderamente cristiana, la tradición es autoentrega de Dios a través de Je-
sucristo, en el Espíritu Santo y tal autocomunicación está permanentemente
presente en la Iglesia» (W. Kasper, Teología e Iglesia, 122); o, según H. J.
Pottmeyer: «la constante autotransmisión de la Palabra de Dios en virtud del
Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos
los hombres» (Tradición, 1566).
El término latino traditio traduce el griego pardosiς. En el NT aparece
en varios contextos que han permitido a Hansjürgen Verweyen hablar de
cuatro sentidos de Tradición (cfr. Gottes, 51-56): en primer lugar, como la
entrega que los hombres hacen de Jesús a la violencia, como consecuen-
cia de su pretensión. No sólo en la figura de Judas, «el que lo entregó
(pardwken)» (Mc 3,19), sino también —y en sentido amplio— cada vez
que un justo es entregado por parte de los hombres, como Juan el Bau-
tista (Mc 1,14; 6,14-29) o los discípulos testimoniando el seguimiento de
Jesús. En otro grupo de textos aparece, en segundo lugar, significando la
entrega de Dios Padre que no se reserva ni a su propio Hijo, ni responde
con violencia a los hombres, antes al contrario, se dona de sí mismo hasta
el extremo: «el que no se reservó (fesato) a su propio Hijo, antes bien
lo entregó (pardwken) a la muerte por todos nosotros» (Rom 8, 32). Pero
también el don de sí mismo que hace Cristo amándonos hasta el extremo
en perfecta obediencia al Padre y en máxima fidelidad a su misión: «en la
noche en que iba a ser entregado» (1Cor 11,23ss). Una entrega pro nobis
(Ef 5,2), pro me (Gál 2,20), por la Iglesia (Ef 5,25). Finalmente, la Tradición
en el sentido de entregar o trasmitir, como aparece en 1Cor 15,3: «pues os
trasmití (pardwka) en primer lugar lo que a mi vez recibí (parlabon)», en
un proceso de entrega y donación de lo que a su vez se ha recibido, nada
menos que el contenido central del Evangelio: la muerte y resurrección del
Señor por nuestra salvación, de modo que no se trata de una simple tras-

74
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

misión, sino de la mediación eclesial realizada a la luz del acontecimiento


central que la convoca y anima, inscrito en su propia existencia —con el
fuego del Espíritu Santo— como cuerpo de la cabeza; es decir, de la perso-
na de Cristo que se entrega y de su vida que se derrama por todos (cfr. 1Cor
11,24). Por este motivo, la tradición —como la revelación— tiene también
una estructura sacramental: «los procesos humanos o eclesiales de transmi-
sión son signo e instrumento actualizados de la autoentrega de Jesucristo en
el Espíritu Santo» (W. Kasper, Teología e Iglesia, 123), y la eucaristía aparece
como la fuente y la cumbre de la existencia cristiana, al presencializar en
la anámnesis permanente la entrega de Cristo hecha una vez para siempre.
Esta concepción dinámica y pneumatológica de la Tradición, ayuda a
superar tanto las visiones fundamentalistas que la identifican con fórmu-
las bíblicas o de la Tradición, objetivándola, cuanto las posiciones de tipo
modernista que, en el fondo, no toman en serio la ley de la encarnación
y piensan todo alejamiento temporal del origen como una degeneración,
bien porque se contraponga el Jesús histórico al Cristo de la fe, como si éste
fuera una deformación eclesial del primero, bien porque se piense en una
helenización del cristianismo como alejamiento del fondo bíblico originario,
como un precio a pagar por su inculturación en el contexto grecolatino.
Todas ellas parecen olvidar la advertencia del Resucitado al final del Evan-
gelio de Mateo: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este
mundo» (Mt 28,20); pues, como dice la formulación de esta tesis (§5), en
cada época, el Espíritu Santo crea un contexto espiritual de afinidad con la
Escritura que posibilita leer, comprender y vivir los textos sagrados como
Palabra de Dios (norma normans) que suscita la fe. Por otra parte, la ca-
dena ininterrumpida de trasmisores y testigos que empalman con el origen,
cosa que ya puede verse en el NT (cfr. Lc 1,1-4), es garantía de la fidelidad
al anuncio recibido. Ya en las cartas pastorales se hace referencia a la tras-
misión doctrinal (cfr. 1Tim 1,18; 2Tim 1,13-14) y, muy pronto, con Ireneo
y Tertuliano, aparecerá, como un elemento esencial de la regula fidei o
regula veritatis, precisamente este principio de la Tradición expresado en la
sucesión apostólica, junto con el canon de las Escrituras y el Símbolo de la
fe (Credo). Ireneo de Lyon, en concreto, usa ese término para referirse a la
«verdad que está presente en la Iglesia, sea como contenido (la “suma” de
la verdad), sea como forma (“límite” y “criterio” de la verdad)» (D. Hercsik,
Rivelazione e Tradizione, 255).
En este sentido, muy pronto se sintió la necesidad de profundizar en
los criterios para encontrar la verdad en el agitado tiempo de los Padres.
Vicente de Lerins lo ensayó en su Commonitorium (434). Tenía muy pre-
sente la cercana condena del nestorianismo, así como las ideas agustinianas
sobre la gracia, que suponían una novedad. El criterio seguro para saber si
una doctrina es verdadera o errónea es, en primer lugar, la Sagrada Escri-

75
LA LÓGICA DE LA FE

tura tal como la interpreta la Iglesia y, en segundo lugar, las famosas no-
tas de universalidad, antigüedad y consenso unánime: «quod ubique, quod
semper, quod ab omnibus creditum est» (Commonitorium, 2 [PL 50, 639]).
Con todo, como ha señalado Donath Hercsik (cfr., O.C., 275), al no hacer
Vicente referencia explícita al Magisterio, ni siquiera el del Concilio, sino a
un criterio objetivo que depende de la información histórica, fue utilizado
posteriormente como regla de fe por aquellos que negaban la autoridad de
un Magisterio eclesial vivo (la via media anglicana, Döllinger y los Viejos
católicos) y la del Romano Pontífice. Por este motivo, fue muy criticado por
la apologética católica como insuficiente e ineficaz (en el caso del arria-
nismo, por ejemplo, una minoría tenía razón frente a la mayoría). A pesar
de las críticas, tiene el lado positivo de evitar la identificación sin más de
Tradición y Magisterio actual, vaciándola así de contenido, señalando la
permanente referencia de la autoridad eclesial al conjunto del contenido
trasmitido (cfr. DV 10), y al gran valor de la Tradición antigua de la Iglesia,
así como el valor de comunión del consenso.
Desde el punto de vista teológico, se pueden señalar los siguientes ele-
mentos de su estructura: el acto de trasmisión (actus tradendi) o tradición
activa; el contenido trasmitido (lo traditum), o Tradición objetiva; los suje-
tos de la Tradición (los tradentes), o Tradición subjetiva; y la recepción (ac-
tus recipiendi), o tradición pasiva. Como ha dicho W. Kasper, «el nosotros
de la comunidad de fe que es la Iglesia constituye el sujeto trascendental y
único de la Tradición» (Teología e Iglesia, 128). En este sentido, el Concilio
Vaticano II ha propuesto un concepto total y unitario de Tradición, dando
una respuesta al problema de las relaciones entre Sagrada Escritura y Tra-
dición tal y como se formularon en la teología postridentina. Gracias a su
concepción de la revelación y de la Iglesia, se entronca con la dimensión
más dinámica del «Evangelio vivo» de Trento, en cuyas actas se recogen las
intervenciones del legado pontificio, el cardenal Cervini, futuro papa Mar-
celo II, según el cual dicho Evangelio no sólo estaba escrito in cartha, sino
también in corde. Dei Verbum no hablará —excepto en una ocasión— de
tradiciones en plural, sino de la Tradición, superando el famoso problema
del partim, partim de la teología barroca posterior, gracias a la considera-
ción modal de sus relaciones: «La Tradición y la Escritura están estrecha-
mente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un
mismo caudal, corren hacia el mismo fin» (DV 9).
Al entender la Tradición como la mediación de la Palabra de Dios en
el Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia, se hace posible una
comprensión más a fondo de la Sagrada Escritura, al ser contemplada y
estudiada por los fieles, de modo que comprenden internamente los miste-
rios que viven, y al proclamarse —por medio de los obispos, sucesores de
los apóstoles— el carisma de la verdad (cfr. DV 8). La revelación entendida

76
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

como autocomunicación de Dios que habla a los hombres como amigos


(DV 2), y la Iglesia como el misterio del Pueblo de Dios, articulado sacra-
mentalmente en ministerios y carismas diversos, tiene como consecuencia
comprender la Tradición no como una simple instructio, o una colección
de verdades, sino como la presencia de la Palabra de Dios en la historia
humana por la acción del Espíritu Santo en la diaconía eclesial. Por ello, DV
8 dirá, en una evocación de las «obras y palabras intrínsecamente conexas
entre sí» (DV 2), que «lo que los Apóstoles trasmitieron comprende todo lo
necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios;
así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y trasmite a todas
las edades lo que es y lo que cree».
Todo ello rearticula, asimismo, las normas y criterios de la Tradición;
es decir, los principios de la fe y la Tradición que pueden discernir de las
tradiciones particulares, examinándolas críticamente para ver su sentido y
su pertenencia a la Tradición vinculante de la fe. Así, la norma suprema
(norma normans, non normata) será la Palabra de Dios, Jesucristo, en el
Espíritu Santo, y no una de sus múltiples formas de testimonio. La norma
primaria (norma normata primaria) será la Sagrada Escritura, como ins-
pirada y testimonio de la Tradición constitutiva: «La Iglesia ha considerado
siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición»
(DV 21). Finalmente, la norma subordinada (norma normata secundaria)
será la Tradición interpretativa y explicativa en los diversos testigos de los
lugares teológicos. H. J Pottmeyer ha distinguido de las normas los criterios:
la antiquitas (consenso diacrónico), la universitas (consenso sincrónico),
y la formalitas (claridad formal en las formulaciones doctrinales), con las
ayudas hermenéuticas de la investigación histórica, la importancia salvífica
(DV 8. 11), la jerarquía de verdades (UR 11) y los signos de los tiempos (cfr.
Tradición, 1567-1568).

2. Escritura, Tradición y Magisterio

Un texto importantísimo de la Dei Verbum bastaría por sí sólo para


ejemplificar la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio. Se trata, en
concreto, del número 10 de la citada Constitución dogmática. Dice así en el
párrafo segundo: «El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios,
oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia,
el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por
encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo
transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo,
lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de
este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por
Dios para ser creído».

77
LA LÓGICA DE LA FE

El texto se encuentra al final del capítulo segundo sobre la transmisión


de la revelación divina. Antes de hacer mención del Magisterio en sí mismo,
la Constitución dogmática se refiere a su más amplio fundamento en el pá-
rrafo primero del número que venimos comentando: «La Sagrada Tradición
y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de
Dios, confiado a la Iglesia»; es decir, al «pueblo cristiano entero, unido a sus
pastores» en maravillosa concordia (Antistitum et fidelium conspiratio). Si se
mira el texto de la Comisión mixta de 1963, se verá que en él, como recoge
en su comentario Francesco Testaferri, el único depósito de la Escritura y
la Tradición es confiado al Magisterio, no a los hombres singulares. Se afir-
ma ya que no está sobre la Palabra de Dios, sino a su servicio, para que el
depósito sea tutelado (tuetur) e interpretado autorizadamente (authentice
interpretetur); servicio que se concreta —según este texto de 1963— «illus-
trando et enucleando»: ilustrando y desentrañando, explicando o aclarando.
Al magisterio se le denomina «regla próxima de fe». Los padres conciliares
pidieron modificaciones a un texto que parecía evocar el problema de las
dos fuentes y que dejaba a aquél como único destinatario del depósito.
Entre las correcciones que sufrió el texto y que dieron lugar a la versión
de julio de 1964, se encuentra —precisamente— la introducción del tér-
mino Iglesia: el único depósito viene confiado a la Iglesia entera como su
destinatario principal. El cambio de terminología subraya la subordinación
del Magisterio a la Palabra de Dios y a la Iglesia (el oficio [munus] de in-
terpretar autorizadamente es confiado [concreditum] al Magisterio, pero se
reserva el término commissum est para toda la Iglesia). Los citados términos
illustrando et enucleando, así como «regla próxima de fe», desaparecieron
en el texto definitivo por demasiado escolásticos. Además, en noviembre
de 1964 se introduce la expresión pie audit (escucha devotamente), con el
fin de señalar dicha dependencia y subordinación del Magisterio con res-
pecto al depósito revelado. Lo que permite concluir a Testaferri: «Tres son
los elementos fundamentales del texto: la introducción de la referencia a la
Iglesia como destinataria del depósito; la afirmación de la subordinación del
Magisterio al depósito mismo; la indicación de la especificidad del servicio
del Magisterio que coincide precisamente con la posibilidad de dar la inter-
pretación auténtica del dato revelado» (La parola viva, 131). Como ha dicho
F. A. Sullivan: «No es una autoridad superior a la Palabra de Dios, sino a las
interpretaciones humanas de ella; de modo particular, a aquellas que están
en conflicto con la fe de la Iglesia» (Il magistero nella chiesa cattolica, 41).
En esta dirección señalan también los cuatro verbos (escuchar, custo-
diar, exponer, proponer) que, en el texto, hacen referencia a la entera vida
eclesial en relación con la verdad de Dios, y que dan razón de por qué no
está el Magisterio por encima del depósito revelado, sino a su servicio. En
efecto, el «escucha devota o religiosamente» (pie audit) parece un eco del

78
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

hermoso incipit de la Constitución dogmática: Dei Verbum religiose au-


diens et fidenter proclamans (en religiosa escucha de la Palabra de Dios y
proclamándola con valentía). El adverbio religiose audiens no sólo evoca
la tradición bíblica de la escucha, desde el Antiguo Testamento hasta Pa-
blo, sino que —además— subraya cómo el propio Concilio, con todos los
obispos reunidos con el sucesor de Pedro a la cabeza, confiesa la prioridad
absoluta de la revelación de Dios a la que se somete obedientemente. El
Magisterio, en su más alto nivel, se autorregula a sí mismo respetando el
campo de inmanencia que se da entre la norma normans non normata que
es la Palabra de Dios, por un lado, y el ejercicio de su autoridad magisterial
«en nombre de Jesucristo», por otro. De modo análogo a como existe otro
ámbito de holgura entre la Palabra de Dios que es Cristo como Verbo eterno
y revelador del Padre, y la Scriptura Evangelii y, con ella, el conjunto visible
de los signos de la religión cristiana que dan testimonio de la Palabra.
El primer verbo —escuchar— supone que el Magisterio no se aísla de la
Iglesia, ni se escucha sólo a sí mismo; antes al contrario, hace de la escucha
vertical (la Palabra de Dios) y de la horizontal—la de los fieles que tienen la
unción del Santo y «no pueden equivocarse en la fe» (LG 12)—, el norte de
su ejercicio. De igual modo, escucha a los exegetas y teólogos que dedican
su vida al estudio de la Revelación. El segundo, custodiar (custodit), se re-
fiere a la fidelidad al testimonio apostólico recibido, pues la estructura de la
Tradición, como se ha dicho más arriba, consta del acto mismo de transmi-
tir, del contenido que se entrega y de la recepción de éste (cfr. 1Cor 15,3).
Los tres momentos deben vivirse con fidelidad; bien activa, en la actualiza-
ción constante que de ella hace la Iglesia; bien pasiva, en el momento de
la recepción; así como fidelidad en la conservación de lo recibido, puesto
que la función primaria del Magisterio no es tanto la profundización en los
misterios de la fe, propia de la teología, cuanto salvaguardar la Revelación
y velar por la integridad y la pureza de la fe eclesial.
El tercer verbo es «exponer fielmente (fideliter exponit)», e indica el ver-
dadero esfuerzo de mediación cultural y lingüística en el anuncio y la en-
señanza (inculturación), de manera que la verdad de Dios llegue a todas
partes y alcance a sus destinatarios: los seres humanos. De nuevo el adver-
bio «fielmente» (fideliter), indica la fidelidad a la palabra de Dios que los
obispos deben predicar «por mandato divino (ex divino mandato) y con
la asistencia del Espíritu Santo». Esta fórmula remite de nuevo a la fuente
del Magisterio (LG 22). Finalmente, encontramos en el texto que venimos
comentando el verbo «proponer» para ser creído (credenda proponit). Se
señala con él algo así como el «estilo» del ejercicio magisterial: la delicadeza
y el tacto que no están reñidos con la defensa de la verdad en la salvaguar-
da de la fe. Semejante defensa es una expresión de la caridad y del carác-
ter ministerial o servicial del Magisterio. El párrafo tercero de DV 10, que

79
LA LÓGICA DE LA FE

concluye el número, hace referencia a la unidad de Tradición, Escritura y


Magisterio, unidos y ligados «de modo que ninguno pueda subsistir sin los
otros (ut unum sine aliis non consistat)». Esta indicación, y la afirmación de
que contribuyen eficazmente a la salvación de los hombres, bajo la acción
del Espíritu Santo, «cada uno según su carácter (singula suo modo)», ponen
en la pista de las reflexiones que siguen.

3. El Magisterio en el sistema de los lugares teológicos

La expresión final de DV 10, «cada uno a su modo», por lo que respecta


a la unidad de Escritura, Tradición y Magisterio, apunta al carácter sinfónico
y realmente católico de la verdad cristiana. «El depósito de la Iglesia», ha
dicho Hans Urs von Balthasar, «es la «profundidad de las riquezas de Dios»
en Jesucristo, que se halla instalado en medio de ella. Ella deja a este cau-
dal expandirse en una realidad inagotable, que fluye inconteniblemente de
su unidad» (La verdad es sinfónica, 10). La imagen de la sinfonía va en la
dirección contraria a la de una armonía superficial y edulcorada que tema
los conflictos y las tensiones; más bien se trata de una armonía dramática —
como en la música profunda—, que los resuelve en un nivel más elevado.
Max Seckler ha sido uno de los teólogos que más han hecho por re-
cuperar el potencial de fecundidad teológica del antiguo sistema De locis
theologicis, tal y como fue elaborado por el dominico español Melchor
Cano (1509-1560) [cfr. Die ekklesiologische Bedeutung, 37-65). Lo interesan-
te de la aproximación del teólogo fundamental de Tubinga, con respecto
a esbozos como el de Karl Lehmann, por ejemplo, que intenta sacar todo
el partido de la topología para los problemas y aporías del desarrollo dog-
mático, con vistas a una interpretación diferenciada de los dogmas y su
Sitz-im-Leben (cfr. Dogmengeschichte als Topologie des Glaubens, 513-528),
reside en haber visto expresada en dicho sistema «una ley de construcción
de la Iglesia (Baugesetzes der Kirche) […] que es comprobable en el con-
cepto de catolicidad en el conocimiento y en la praxis, y de ello se sigue
el concepto de «sabiduría estructural», enraizado eclesiológicamente y fijado
institucionalmente» (Die ekklesiologische Bedeutung, 38). Lo que este autor
ha puesto de manifiesto, frente a otros acercamientos a la obra de Cano
más históricos o de simple método de la teología, ha sido precisamente algo
mucho más profundo, donde todo ello se inscribe: se trata «más en general
del suceder de la Tradición en la Iglesia y de la vida espiritual de la Iglesia»
(ibid., 43), de su «sabiduría estructural» y de su «catolicidad epistemológica»,
dos importantes conceptos que Seckler observa detrás del sistema de los
lugares teológicos y que hace posible los diversos campos de inmanencia
del cristianismo.

80
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

Lo verdaderamente interesante de esta ley estructural y dinámica del


desarrollo de la Tradición, está no sólo en el concepto mismo de lugar
(locus), por otro lado importantísimo para no confundirlo con un testigo
mudo de ella, a modo de una carpeta donde se encuentran los datos que
el teólogo utiliza en su argumentación y que saca de un archivo lleno de
polvo, cuanto en la interacción de unos con otros y en las leyes espirituales
que la rigen y que posibilitan a cada lugar hacerlo «cada uno a su modo»
(DV 10), conservando sus características específicas y generales, pero que
no se entenderían si no fuera en las combinaciones e interacciones estruc-
turales con respecto a la totalidad del sistema sinfónico de los otros loci.
Frente a cualquier tentación de aislar y absolutizar alguno de ellos: la sola
scriptura de la tradición protestante; la sola ratio de la Ilustración, o el so-
lum magisterium de algunas formas de neoescolástica tardía, el concepto
de catolicidad epistemológica funciona como un ámbito de holgura que
evita la monopolización del testimonio por parte de un lugar concreto de
los diez que pensó Melchor Cano. Lo cual no quiere decir, como ahora
se verá, que estén todos en el mismo nivel. El famoso dominico habló de
siete lugares propios (propii) y de tres ajenos (alienii), como tomados de
préstamo (razón natural, filósofos, historia). Entre los siete primeros, sólo el
1º y el 2º (Sagrada Escritura y tradiciones de Cristo y de los apóstoles) son
constituyentes.
El concepto de lugar no indica sólo archivos de dónde el teólogo extrae
datos. Cano habla de algo así «como domicilios (domicilia) de todos los ar-
gumentos teológicos» (De locis theologicis, I, 3 [BAC 85, 9]). Y un domicilio
es un hogar donde se puede habitar y ser acogido y transformado por esa
hospitalidad. Como portadores de la Revelación recibida en fe, como tes-
tigos de la Tradición, hacen brotar de ellos la fe que el teólogo debe com-
prender. Al ser todo lo contrario de las vitrinas de un museo arqueológico,
donde yacen restos de un pasado remoto, los domicilia funcionan como
campos que despiertan en el que se introduce en ellos, el movimiento de
la fe que busca entender, de modo que si se sitúa en ellos el creyente y el
teólogo, la Revelación recibida y portada en fe le será experiencia al donar-
le precisamente la inteligencia de esa fe; es decir, la posibilidad radical de
comprenderla como ella es, evitando toda tentación reductora y de dominio
por parte del sujeto. Seckler habla con razón de «sabiduría estructural» y de
vida espiritual de la Iglesia porque, ni más ni menos, de ello se trata: los
loci estructuran el ser del sujeto a modo como de habitus por el cual éste
se abre libremente a un ámbito de la realidad al que ahora pertenece, como
espacio de estimación y amor, conocimiento y praxis determinada por él.
Si estamos ante la expresión de una figura estructural de la Iglesia, y no
meramente ante los aspectos metodológicos de la teología como ciencia de
la fe, entonces tendrá cabida aquí, con todo derecho, la instancia eclesial

81
LA LÓGICA DE LA FE

que tiene como misión ejercer la autoridad magisterial. Algunos han critica-
do a Cano porque en su sistema de los lugares, el Magisterio de los pastores
parece estar un poco nivelado en los loci 3-7. Seckler ha argumentado co-
rrectamente que no es así. Cano reconoce, bajo todos los aspectos, que la
potestad jurisdiccional del Magisterio corresponde sólo a los apóstoles y a
sus sucesores, con el sucesor de Pedro a la cabeza. El Magisterio se presenta
como lugar específico con las funciones y competencias propias de él, sin
perder dicha especificidad al integrarse en el conjunto del testimonio de los
demás loci. Dice Seckler que su validez en el plano teológico no proviene
de una autoqualificación (Selbstqualifikation), sino del testimonio de todos
los otros loci; testimonio que encuentra su interpretación en la doctrina de
los principios teológicos (theologischen Principienlehre) [cfr. Die ekklesiolo-
gische Bedeutung, 62].
Lo realmente importante del asunto es que el auténtico testimonio de
la fe cristiana no viene sólo a partir de un principio teológico, lugar, con-
dición, oficio, campo de acción de la Iglesia, etc., cuanto de varios lugares
referidos al todo, pero con sus propias leyes y una relativa independencia
entre ellos. Cada uno mira al testimonio de la totalidad desde la pluralidad
de sus testimonios, de modo que la veritas catholica no se presenta cada
vez en cada lugar de forma aislada, sino —mucho más amplia y grande,
verdaderamente «católica»— en la interacción múltiple de las diferentes ins-
tancias de testimonio de la Tradición. Visto así, algunas de las críticas fáciles
a la tópica de Cano se desvanecen rápidamente. Por ejemplo, el hecho de
que sean necesariamente diez. Lo que ha llevado a muchos a proponer
«nuevos» lugares teológicos hasta dispararse la bibliografía con propuestas
a veces poco matizadas. Al menos dos de las más señaladas llaman la aten-
ción por lo poco que se ha visto la precisión de Melchor Cano. Se señalan
la liturgia y la actualidad como dos de tales «nuevos» lugares. Pero la liturgia
no constituye un lugar teológico propio al lado del topos Iglesia, sino «un
momento parcial intraespecífico del testimonio de la Iglesia y, respectiva-
mente, de los otros loci» (Ibid., 44, nota 11 [importantísima]). Y lo mismo
sucede, en opinión de Seckler, con la actualidad, por ejemplo, que es una
instancia que se dirige a la función testimonial de todos los lugares (cfr. GS
4, 44 y 62).
Recientes expresiones del Magisterio suponen un ejercicio del mismo
que va en la dirección señalada por las reflexiones anteriores. Al presentar
la Instrucción Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo, el en-
tonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Jose-
ph Ratzinger —actual Pontífice emérito—, afirmó: «La teología no es simple
y exclusivamente una función auxiliar del Magisterio; no debe limitarse a
recoger los argumentos que le dicta el Magisterio. En tal caso, Magisterio y
teología se acercarían a la ideología, para la cual sólo importa la conquista

82
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

y el mantenimiento del poder» (Introducción, 20). Por ello, el documento


comienza hablando en primer lugar de la verdad como don de Dios a su
pueblo, después de la vocación del teólogo para, finalmente, tratar del ma-
gisterio de los pastores y de las relaciones entre magisterio y teología.
En la parte final se aporta una regla hermenéutica para que el teólogo
interprete correctamente los textos magisteriales; otro verdadero campo de
inmanencia: «el principio según el cual la enseñanza del Magisterio, gracias
a la asistencia divina, vale más que la argumentación de la que se sirve,
en ocasiones deducida de una teología particular», para afirmar a conti-
nuación que el pluralismo teológico es legítimo «en la medida en que se
salvaguarde la unidad de la fe en su significado objetivo». Dicha pluralidad
tiene su razón última «en el insondable misterio de Cristo que trasciende
toda sistematización objetiva». Lo que no supone aceptar conclusiones que
le sean contrarias o que «se pueda poner en tela de juicio la verdad de
las afirmaciones por medio de las cuales el Magisterio se ha pronunciado»
(Donum Veritatis, 34). De nuevo una autorregulación interna mediante la
cual se crea un espacio, una holgura que matiza las cosas. En este caso, la
distinción entre enseñanza y verdad de las afirmaciones, por un parte, y
argumentación de la que el magisterio se sirve, por otra.
Si se tiene presente la condición católica del conocimiento teológico,
tal como se desprende del sistema de los lugares teológicos, así como la
eclesialidad intrínseca al ejercicio de la teología, no podrán pensarse los
resultados de la teología como una especie de «magisterio paralelo» al de
los pastores —no lo pensaba así Tomás de Aquino con su famosa distin-
ción entre magisterium cathedrae pastoralis y magisterium cathedrae ma-
gisterialis—, cuanto de mutua colaboración y de leal sentire cum Ecclesia.
Como dijo Juan Pablo II en su importante discurso en el convento de los
Capuchinos de Sank Konrad en Altötting, el 18 de noviembre de 1980, el
amor a la Iglesia concreta —que supone también la fidelidad al Magisterio
eclesial— no distancia ni aliena al teólogo de su trabajo científico y no quita
nada a su «irrenunciable autonomía (unverzichtbaren Eigenständigkeit)».
Esta colaboración de todas las instancias para el bien del todo, no depende
de los intereses personales de cada una, sino que pertenece a la naturaleza
misma de la verdad sinfónica.

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86
II
CREACIÓN
CREO EN DIOS PADRE
2. EL MISTERIO DE DIOS

ÁNGEL CORDOVILLA PÉREZ

Este capítulo sobre el Misterio de Dios trinitario está dividido en cuatro


partes. Cada una de ellas estudia desde perspectivas diversas un mismo y
único objeto: Dios. Ya sea como Dios anhelado por el hombre (§6), Dios
revelado en la Escritura (§§7-8), Dios confesado en los Concilios (§9) y Dios
pensado en la teología (§10). La primera parte la hemos titulado El acceso
del hombre al misterio de Dios. La característica fundamental que determina
este acceso del hombre al misterio de Dios es la paradoja. Este se muestra
en la relación dialéctica entre fe y razón, la tensión entre el ocultamiento de
Dios y su revelación, la relación necesaria entre Dios en sí y Dios para noso-
tros; la experiencia íntima de Dios y su alteridad personal, la afirmación de
la posibilidad de su conocimiento y la respuesta del hombre en el ateísmo
o la indiferencia, el lenguaje y la necesidad del silencio, la analogía e ido-
latría. La segunda parte la hemos titulado La revelación del Misterio de Dios
en la Sagrada Escritura. Propiamente hablando es el punto de partida del
tratado de Dios y el centro permanente como fundamento de su reflexión.
Sólo porque Dios ha hablado, y porque ha hablado definitivamente en su
Hijo, puede haber teología. Ésta ha de ponerse a la escucha obediente de
la Palabra de Dios. La característica fundamental de esta parte está marcada
por la búsqueda de un fundamento bíblico para la teología trinitaria. Una

89
LA LÓGICA DE LA FE

base que no se ha de buscar en textos aislados, sino en la Escritura como


testimonio global de una revelación a través de una estructura trinitaria.
Dios se ha revelado como Padre a través de Jesús, su Hijo, y se ha dado a
nosotros en el Espíritu. La tercera parte la hemos titulado: La determinación
dogmática del Misterio de Dios en los Padres y Concilios. Si la Escritura da
testimonio de la estructura trinitaria en la que Dios se revela, podríamos
decir que da razón de una trinidad económica, los Concilios determinan
que ésta tiene su raíz última en el ser de Dios. Más aún, se corresponde
con ella. Una de las cuestiones centrales que tendremos que dilucidar es
que esta determinación dogmática no ha sido una helenización del mensaje
original de Nuevo Testamento, sino su correcta interpretación para defen-
der el carácter radical del Misterio de Dios (trascendencia) y la afirmación
de una verdadera encarnación y comunicación en la historia (inmanencia).
La cuarta y última parte lleva por título La conceptualización teológica del
Misterio. La historia de la teología se caracteriza por haber querido pensar
esta realidad de Dios desde diversas categorías y diferentes modelos que
integren los datos de la Escritura, las afirmaciones de los Concilios, la teo-
logía de los Padres y las preocupaciones contemporáneas. Este proceso ha
dado lugar a una serie de categorías clásicas que hay que conocer (misión,
procesión, relación, persona, perijóresis) y una serie de modelos desde el
que pensar el misterio trinitario de Dios (hombre, amor, lenguaje e historia).
La cuestión central de esta parte es descubrir la legitimidad de buscar un
sistema integrador, sin que pretenda agotar el misterio de Dios.

I. EL ACCESO DEL HOMBRE AL MISTERIO DE DIOS


El acceso del hombre al misterio de Dios en la cultura actual está caracte-
rizado por la paradoja. Misterio y paradoja son las dos palabras que Henri de
Lubac puso en relación para hablar atinadamente de la realidad de la Iglesia.
Con mayor razón podemos utilizarla para hablar del acceso del hombre al
misterio de Dios. Desde esta perspectiva fundamental, en primer lugar, afron-
taremos la cuestión del lugar del tratado de Dios en la dogmática cristiana.
Es obvio que en una dogmática, que tiene como estructura fundamental el
Símbolo Apostólico, una vez que se ha aclarado el sentido antropológico y
teológico del creer (yo creo) tiene que plantearse en primer lugar cuál es
el «objeto» y «destinatario» absoluto de esa fe. Este no es otro que Dios. En
segundo lugar, nos preguntamos por el Dios en quien creemos y es objeto
de fe, intentando armonizar tres perspectivas que habitualmente son presen-
tadas en alternativa: el Dios revelado en la historia (Padre, Hijo Y Espíritu) y
el Dios de la razón; el Dios en sí y el Dios para nosotros; Dios como miste-
rio, en cuanto realidad revelada y escondida. Finalmente, presentaremos los

90
EL MISTERIO DE DIOS

presupuestos necesarios que tienen que darse para que podamos realizar
un tratamiento teológico sobre Dios desde un punto de vista teológico y sus
posibles «perversiones»: experiencia, conocimiento y lenguaje.

§ 6. La dogmática cristiana comienza por el misterio de Dios. Su objeto es


el discurso sobre el Dios único buscado por los hombres, que se ha revelado
en la historia como Padre a través de su Palabra y se ha comunicado a los
hombres como Espíritu llamándonos a la comunión de vida con él. El mis-
terio de Dios revelado en Jesucristo es la respuesta a la cuestión de Dios en
el mundo actual. El lenguaje y el conocimiento sobre Dios nacidos de una
experiencia religiosa se dan siempre dentro de la analogía.

1. El lugar de la Trinidad en la dogmática cristiana

¿Cuál es el lugar adecuado del tratamiento de la Trinidad en el conjunto


de la dogmática? Tres han sido los lugares donde se ha colocado el tratado
del misterio de Dios. En primer lugar, al comienzo de la Dogmática para
expresar que la revelación de Dios trinitario es el fundamento sobre el que
descansa toda la dogmática eclesial (Barth), el principio y fundamento tras-
cendente de la historia de la salvación (Rahner), la gramática del resto de
los tratados teológicos (Kasper), la clave de comprensión del cristianismo
y de la realidad (Greshake). Lo que harán los otros tratados será explicitar
desde su propia perspectiva formal el contenido implícito en la doctrina de
Dios. Esta posición tiene la ventaja de expresar claramente el fundamento
óntico de la acción de Dios en la historia y así el carácter teo-lógico de toda
la teología. Muestra el primado de la theologia sobre la oikonomia. Sin la
Trinidad no se comprende nada, desde la creación hasta el destino último
de toda la realidad, pasando por el misterio de Cristo y el envío del Espíritu
Santo. La desventaja es que al colocarse al inicio de todo se absolutice de
tal manera la perspectiva óntica y teológica de la doctrina sobre Dios que
se pierda la necesaria perspectiva histórico-salvífica del tratado. Si el trata-
do de Dios es el fundamento óntico de la historia de la salvación, ésta es
el principio gnoseológico del conocimiento del misterio de Dios trinitario.
En segundo lugar, algunos han pensado que su lugar correcto es el centro
de la dogmática después de haber estudiado al Padre en relación con la crea-
ción y las dos misiones del Hijo (Cristología) y el Espíritu (Pneumatología)
en la historia de la salvación. Su lugar de enclave es el misterio pascual. Se
intenta evitar que la doctrina de la trinidad se quede en una pura doctrina
(más filosófica que teológica) sin conexión real con la historia de la salvación
y con el contenido concreto de otros tratados teológicos. Se quiere evitar
así el aislamiento de la doctrina trinitaria respecto del resto de los tratados
teológicos. Aquí podemos situar actualmente la Dogmática de G. L. Müller.

91
LA LÓGICA DE LA FE

Las ventajas de su posición es que aparece el fundamento gnoseológico de la


doctrina trinitaria y su fundamento histórico-salvífico. Pero la pregunta es ob-
via. ¿Cómo podemos hablar de Dios Padre creador (primer artículo) de Cristo
y del don del Espíritu sin tener en cuenta ya la doctrina trinitaria? ¿No sería
mejor hacerla explícita directamente con anterioridad a estos tratados siendo
articulada internamente desde una perspectiva histórico salvífica?
Finalmente, puede ser estudiada al final como cima y corona de toda
la teología. Esta postura ya la ensayó Friedrich Schleiermacher. La razón
que da el teólogo de Breslau es que la doctrina trinitaria no constituye una
afirmación inmediata de la autoconciencia cristiana, aunque esto no signi-
fique que para él la trinidad sea una doctrina superflua. Antes al contrario,
Schleiermacher afirma sin ambigüedad que «La teología trinitaria es la pie-
dra angular de la doctrina cristiana» (La fe cristiana, § 170.1). La teología
trinitaria es la clave de la doctrina cristiana, pues ella fundamenta la posibili-
dad de afirmar la soteriología cristológica y la pneumatología eclesiológica.
Es decir, que la centralidad que hay en el cristianismo en la persona de
Cristo como Redentor, en quien todo hombre tiene que incorporarse para
poder participar en la salvación, sólo es sostenible desde la teología trini-
taria. Y la actividad de la Iglesia prolongando la acción salvífica de Cristo
gracias a la presencia y actividad del Espíritu en ella, sólo puede afirmarse
de verdad desde esta misma doctrina. Hay que notar inmediatamente que
su perspectiva es histórico-salvífica, o dicho de otra manera, que la focali-
zación de la teología trinitaria es la trinidad económica. Las dogmáticas que
sitúan la teología trinitaria al final siguiendo la perspectiva de Schleierma-
cher (E. Brunner, Catecismo holandés, J. Werbick) siguen una perspectiva
histórico-salvífica, ya que en cierta medida la reflexión sobre la trinidad
inmanente la consideran secundaria y derivada respecto al objeto de la fe.
No obstante, hay que advertir que sin la trinidad inmanente, la económica
no tendría fundamento y a la larga quedaría vacía de contenido.

2. El Dios de la dogmática cristiana: paradojas y correspondencias

El Dios de la dogmática cristiana es a la vez el Dios revelado en la histo-


ria y el buscado por la razón; el Dios pro nobis y el Dios in se; el Dios mis-
terio como realidad íntima y trascendente. Como ha formulado el teólogo
argentino Ricardo Ferarra es el Dios del misterio en sus correspondencias
y paradojas.

a) El Dios revelado en la historia y el Dios buscado por la razón

¿Cuál es el lugar natal de la cuestión de Dios: el pensamiento racional


de la filosofía o la revelación histórica testimoniada en la Escritura? ¿No

92
EL MISTERIO DE DIOS

es Dios una realidad que en cuanto misterio invita al hombre a que sea
acogido y padecido en la experiencia sin necesidad de realizar un discurso
racional sobre él? La doctrina teológica sobre Dios hace referencia al Dios
cristiano y, en este sentido, tiene su punto de partida en la revelación de
Dios realizada a través de su Hijo y que es llevada a su plenitud por medio
del Espíritu. Sin embargo, la historia de la teología trinitaria y la historia del
pensamiento-experiencia sobre Dios tienen mucho en común. El Dios al
que se ha dirigido la filosofía y que ha sido una de las ideas motrices de su
historia, es el mismo Dios del que se ha ocupado la teología.
El Misterio del Dios trinitario es el Dios de la fe y el Dios de la razón. No
puede haber una total distinción entre ambos ámbitos. Cada uno de ellos
tiene su legitimidad y su autonomía, pero no es posible pensar en el Dios
de la revelación cristiana como Dios Trinitario separado totalmente de la
pregunta por el Dios que han buscado los filósofos y este Dios de la razón
no puede ser totalmente extraño del Dios de la fe. Si no podemos situar en
alternativa al Dios de la fe y al Dios de la razón, tampoco podemos poner
en oposición la experiencia teologal de Dios y el tratado teológico sobre
Dios. Ambas realidades son necesarias. La experiencia religiosa y teologal
es la que alimenta de forma viva el contenido teológico del tratado, a la vez
que este último ayuda a purificar el contenido de la experiencia. La expe-
riencia sin razón es ciega, la razón sin experiencia es inhumana. En realidad
si somos fieles a la revelación del misterio de Dios trinitario tenemos ya que
advertir que Él es ya y para siempre el Dios de la razón y de la experiencia,
de la Palabra y del Espíritu, del Logos y del Pneuma.

b) Dios en sí y Dios para nosotros

La Sagrada Escritura no nos ofrece una información directa sobre la vida


interna de Dios (Dios en sí). Ésta no es directamente su preocupación. Si
algo podemos conocer de ella es a través de la forma cómo Dios se ha ma-
nifestado y revelado en la historia. Esta perspectiva salvífica que domina las
afirmaciones de la Escritura pasa a las primeras síntesis teológicas de los Pa-
dres, a quienes podemos considerar como «intérpretes de la sagrada Escritu-
ra». Esto se pone de relieve en la teología de San Ireneo quien sin renunciar
a la reflexión sobre la vida de Dios en su ser desarrolla su teología trinitaria
estrechamente unida a la exposición de la economía salvífica, frente a las
elucubraciones del gnosticismo valentiniano. Para este teólogo, como para
casi toda la tradición teológica tanto de Oriente como de Occidente, en
el NT Dios (con artículo) se refiere al Padre, que inicia la economía de la
salvación (considerada en su unidad creación, encarnación, consumación)
y que la lleva a cabo a través de sus dos manos: el Hijo y el Espíritu. En el
siglo IV aparece el binomio theologia y oikonomia para referirse a la vida

93
LA LÓGICA DE LA FE

de Dios en sí misma y a su manifestación y revelación en la historia, respec-


tivamente. Una fórmula que tendrá su éxito y su fecundidad: incalculable
para asegurar el carácter salvífico de la oikonomia, a la vez que la perma-
nente impronta económica de la theologia. La economía es el único camino
para el conocimiento de la teología. Así como la theologia es el fundamento
permanente de la oikonomia. El misterio de Dios (Nicea) y la salvación en
Cristo (Calcedonia) son inseparables. También la mejor teología escolástica
ha sabido que las misiones (revelación y actuación de Dios en la historia)
presuponen y manifiestan a la vez las procesiones intratrinitarias. Tanto
Santo Tomás como San Buenaventura tienen afirmaciones claras en este
sentido, a pesar de que en otros lugares hayan preferido seguir otras pautas
de reflexión que han llevado a olvidar esta conexión entre las procesiones
y las misiones divinas.
Ya en el siglo XX dos teólogos como Karl Barth y Karl Rahner han vuelto
a poner de relieve una verdad antigua en la teología: en la economía de la
salvación Dios se revela y se da tal como él es en la vida divina. La revela-
ción y manifestación de Dios en la historia no es una revelación de verda-
des ajenas o diferentes al ser de Dios, sino la historia de su auto-revelación
(Barth) y auto-comunicación (Rahner). En otras palabras: no tenemos otro
acceso al misterio de Dios que la forma concreta en que Él se nos ha revela-
do y comunicado en la vida y el destino de su Hijo, Jesucristo, y en el envío
del Espíritu. En este contexto hay que entender el axioma fundamental de
la teología trinitaria formulado por K. Rahner y que se ha convertido en el
punto de partida de la teología contemporánea: «La Trinidad económica es
la Trinidad inmanente, y a la inversa» (Rahner, ). La preocupación de Rahner
al formular este axioma era sacar del aislamiento al que se ha visto sometida
la teología trinitaria por diversas razones, poniendo de relieve el carácter
salvífico de esta verdad de fe y mostrando que el misterio de Dios (uno y
trino) es el fundamento trascendente de la historia de la salvación. Es decir,
Rahner quería mostrar las implicaciones soteriológicas de la doctrina de la
trinidad, el carácter central del tratado de Dios en la teología y la relevancia
de la doctrina trinitaria para la vida del creyente.
En su simplicidad el axioma es contundente. Tiene dos partes. La prime-
ra se refiere al modo de conocer o acceder al Dios trinitario. A Dios sólo
lo podemos conocer en sí mismo por su revelación libre y gratuita en la
historia. Pero Dios se manifiesta en la historia tal cual es en sí mismo. La
historia de la salvación es Dios mismo que se hace historia para comuni-
carse en su Palabra y para darse en su Espíritu. En este sentido la acción
de Dios en la historia, siendo una actuación única, no es indiferenciada,
sino que revela su vida íntima. La segunda parte, el viceversa, se refiere al
fundamento ontológico del mismo. Sólo si la Trinidad que se revela en la
economía da la salvación es la Trinidad que existe y es en su vida interna

94
EL MISTERIO DE DIOS

podemos hablar realmente de una Trinidad salvífica. Sin esta segunda parte
del axioma, la primera carecería de fundamento, pues no podríamos asegu-
rar que en la revelación de la trinidad económica (Palabra y Espíritu) se nos
estaría revelando y dando Dios tal cual es en sí mismo. No obstante, esto
no significa que la comunicación de Dios no sea libre y gratuita. Mientras
podemos decir que la Trinidad económica y la inmanente no se distinguen
adecuadamente, tenemos que afirmar, sin embargo, que la identidad permi-
te una distinción (distinción que es no adecuada) que asegura la libertad y
gratuidad de Dios en su comunicación en la historia. Dios no agota su ser
en su manifestación en la historia y menos aun llega a ser en y a través de la
historia. La Trinidad inmanente es el fundamento trascendente de la historia
de la salvación, no su resultado.
El axioma ha sido acogido plenamente por la teología católica. La máxi-
ma expresión de esta acogida se ha dado en el documento de la Comisión
Teológica Internacional (CTI): Teología - Cristología - Antropología (1981),
249: «Por ello el axioma fundamental de la teología actual se expresa muy
bien con las siguientes palabras: La Trinidad que se manifiesta en la eco-
nomía de la salvación es la Trinidad inmanente, y la misma Trinidad inma-
nente es la que se comunica libre y graciosamente en la economía de la
salvación». La verdad y validez de este axioma no es una cuestión pasada,
ni su discusión una cuestión teórica que no tenga ninguna repercusión en
la teología y en la vida de la Iglesia. El Documento de la CTI habla de un
«agnosticismo» teológico que tiene como fundamento esta separación entre
el misterio de Dios y su revelación histórica en Jesucristo. Si bien es verdad
que la teología tiene que respetar el carácter gratuito de la revelación de
Dios (en este sentido es siempre una teología apofática), la afirmación de su
carácter de misterio no puede caer en la tentación de un apofatismo radical.
A Dios nadie lo ha visto jamás, sin embargo el Hijo único, que está en el
seno del Padre, él nos lo ha revelado y manifestado (cfr. Jn 1,18). El Dios
siempre mayor de lo que podemos pensar, experimentar y decir es siempre
el Dios trinitario.
La escucha y la atención a la revelación de Dios en la historia (Dios para
nosotros) nos lleva necesariamente a la pregunta por su realidad en sí (Dios
en sí mismo). La historia de la teología nos ha enseñado que la pregunta
por el ser de Dios es absolutamente necesaria para asegurar la verdad de
nuestra salvación y el misterio incomprensible de Dios, siempre que se
plantee y se recorra desde la revelación de Dios en la historia. Porque la
salvación de Dios (Dios funcional) sólo tiene sentido y se sostiene en su
verdad, si ésta está fundada en la realidad misma de Dios (Dios real). El
ser humano tiene un corazón inquieto, que no descansará hasta que llegue
a la realidad misma de Dios, este se preguntará de forma permanente por
quién, cómo y qué es Dios que desde lo más íntimo y sagrado de su ser

95
LA LÓGICA DE LA FE

lo está llamando e invitando a su compañía. De alguna forma todos somos


como Jacob, que luchamos con Dios para que nos revele finalmente su
nombre (Cfr. Gén 32, 25-33). Porque al ser humano no le basta ni le salva
una relación impersonal, sino un Dios que es personal y que le personaliza.
En este sentido, cuando la fe cristiana afirma que Dios es uno (naturaleza)
y trino (personas) no ofrece la solución a un rompecabezas o un jeroglífi-
co, sino más bien quiere asegurar desde el lenguaje que el ser de Dios en
su ultimidad es relación y es amor, y esto constituye la verdad de nuestra
salvación y el fundamento último de toda la realidad. Lo que está en juego
en el discurso del misterio de Dios trinitario no es ante todo solucionar
un problema de número (uno y tres), sino cómo poder hablar de un Dios
trascendente (Padre) que se ha revelado en la historia de los hombres en el
Hijo (Encarnación) y ha sido comunicado a los hombres en la intimidad de
la conciencia personal y en la universalidad del mundo (Espíritu), condu-
ciendo el mundo y a los hombres a su consumación en Dios, sin que esto
signifique que Dios se vacía de su ser o se constituye en esta historia y la
realidad mundana pierda su ser e identidad.

c) Dios como misterio

En la actualidad el término misterio está siendo redescubierto para pen-


sar de nuevo la realidad de Dios en el diálogo contemporáneo. Pero hay
que tener en cuenta que este término es ambiguo, posee una doble orien-
tación que hemos de articular adecuadamente. El término misterio integra
a la vez una orientación negativa (Wittgenstein) que podríamos denominar
como teología apofática y una orientación positiva (Goethe) que podemos
denominar como teología catafática. Estas dos orientaciones deben estar
presentes en cada una de las perspectivas que asumamos para hablar bien
de Dios, pues ambas son necesarias y complementarias. La primera ha sido
subrayada por las religiones mistéricas y las teologías excesivamente influi-
das por el neoplatonismo; la segunda por la teología bíblica y la reflexión
patrística (Jüngel, 340-347).
Misterio no es una realidad oscura que tenemos que desvelar sino la
realidad en su exceso y plenitud. Casi siempre que hablamos de misterio
para referirnos a Dios lo interpretamos desde una perspectiva negativa. Esta
consiste en comprender a Dios como misterio por defecto, es decir, por la
limitación de nuestro conocimiento y no por la grandeza y el exceso de la
realidad de Dios. Ambas afirmaciones están en relación, pero es decisivo
dónde ponemos el centro y el foco de nuestra reflexión. Si definimos a Dios
como misterio pensando en que el hombre no es capaz de comprenderlo
en su totalidad porque su inteligencia y su conocimiento son limitados, en
el fondo, estamos limitando a Dios desde el hombre. Sin embargo, Dios

96
EL MISTERIO DE DIOS

es misterio incomprensible en sí mismo por exceso y plenitud de realidad,


porque Él es vida plena e inagotable. Dios es misterio no sólo, ni primor-
dialmente, como realidad que está más allá de nuestro conocimiento, sino
en cuanto realidad que nos sostiene y fundamenta; en cuanto realidad que
nos abarca y nos da cobijo; en cuanto realidad que permanentemente nos
sobrepasa y nos desborda. Comprender a Dios como misterio significa po-
nerlo en el centro de la existencia humana como realidad fundante de la
vida, siendo una realidad que nos sobrecoge (inmanencia), y nos sobrepasa
(gratuidad y trascendencia).
El misterio de Dios es el nombre que damos a la revelación de Dios en el
ocultamiento. Como ha expresado el teólogo alemán Karl Rahner, el miste-
rio de Dios no es sino Dios en su ser principio sin origen (Padre) que se nos
comunica en la creación y en la historia como palabra encarnada (Logos), y
se nos da en el corazón de los hombres como gracia y como gloria (Espíri-
tu). Si el misterio se identifica con el ser de Dios, esto significa que su ma-
nifestación y donación a la criatura no puede agotar su carácter inabarcable
e incomprensible. La manifestación y donación del misterio en la humildad
de nuestra carne (1Tim 3,16), nos manifiesta aún más radicalmente su ca-
rácter de misterio. Dios se nos manifiesta y se nos da precisamente en su
incomprensibilidad. La revelación no des-vela el misterio, sino que lo hace
más patente y nos enfrenta a él de una manera más radical. Es la radicalidad
del don de sí mismo a nosotros la que nos pone en evidencia la condición
inabarcable del misterio de Dios. Al pensar a Dios como misterio tenemos
que poner de relieve la tensión irresoluble que existe entre trascendencia e
inmanencia, o dicho de otra manera, entre la radicalidad de la comunica-
ción de Dios y la incomprensibilidad de su misterio. Cuando Dios se revela
(Hijo) y se nos da (Espíritu), está ahí para nosotros accesible, pero a la vez
permanece incomprensible e inabarcable. La revelación de Dios es en el
ocultamiento. La revelación de Dios no agota su misterio, sino que nos co-
munica y nos entrega el misterio que él mismo es. La palabra misterio en el
NT es un término teológico que Pablo utiliza para designar toda la historia
de la salvación que tiene su origen en la voluntad del Padre (misterio), en
su beneplácito, que se ha ido realizando a lo largo de la historia (creación)
y que ha llegado a su plenitud y consumación en la persona de Jesucristo
(encarnación). Este misterio se despliega y continúa en la historia a través
de su cuerpo que es la Iglesia (comunión) y avanza hacia la consumación
en su Reino (recapitulación).
El Misterio es la realidad personal que se manifiesta en su irreductible
e irrepetible singularidad. El Misterio como concepto aplicado a Dios, no
tiene el significado de enigma, ni de secreto, ni de arcano, ni un misterio
lógico, sino que es la especificidad de un evento (Jüngel), la manifestación
de una figura en su singularidad absoluta (Balthasar). Misterio es la reali-

97
LA LÓGICA DE LA FE

dad que está ahí presente y se nos manifiesta, pero en su presencia y en


su manifestación nos desborda y nos sobrepasa, no por su ambigüedad y
su carácter difuso, sino precisamente por su unicidad y singularidad, que
remite a la plenitud y a la totalidad. El misterio es esa realidad absolutamen-
te singular que de forma inesperada, sorprendente y gratuita aparece ante
nosotros en su unicidad e irrepetibilidad. Una realidad que no puede ser
deducida a priori ni es aprehensible a posteriori desde nuestra experiencia
o nuestra razón. En la vida del hombre hay realidades singulares que se
nos revelan en su misterio y unicidad no por su ocultamiento, sino preci-
samente en su revelación. Son inexplicables racionalmente en su totalidad
e incomprensibles desde nuestra experiencia anterior (una obra de arte, el
amor personal y la muerte). Desde esta analogía podemos pensar que en
el ámbito teológico esta realidad absolutamente singular acontece de forma
suprema en la revelación donde el Logos de Dios desciende kenóticamente
y se manifiesta como amor, como ágape y por ello como gloria. El misterio
de Dios o Dios como misterio deja así de ser una realidad difusa, para re-
velarse como realidad personal, es decir, como misterio trinitario. Misterio,
desde una perspectiva teológica, es el ser de Dios revelándose en su Palabra
y dándose en su Espíritu.
Desde este punto de vista, podemos decir que el misterio trinitario es el
centro de la teología cristiana y la clave de toda la realidad. Por esta razón,
el uso del término misterio para referirnos a Dios no es para afirmar que la
teología trinitaria es una doctrina secundaria o una fórmula defensiva cuya
función principal sea custodiar el carácter misterioso de Dios (E. Brunner).
La teología trinitaria no es un enigma o una paradoja insoluble, sino la ex-
presión de la realidad desde dónde vivimos, nos movemos y existimos (Hch
17,28). El misterio de Dios y la fe en él inundan todas las cosas aportando
una nueva luz. Ella es el centro de la fe cristiana y la clave de bóveda para la
comprensión última de la realidad. El tratado de Dios se convierte en la gra-
mática necesaria para la elaboración del resto de los tratados teológicos, en
el sentido que este tratado es el fundamento y la condición de posibilidad
para una verdadera comprensión de la creación, del ser humano, de Cristo,
de la Iglesia, de la salvación definitiva. Sin este fundamento estas realidades
se nos harían incomprensibles.

3. Presupuestos y límites para el tratamiento teológico sobre Dios

La experiencia, el conocimiento y el lenguaje son los tres lugares clási-


cos donde se ha planteado y se sigue planteando la cuestión de Dios. Ellos
son los presupuestos necesarios para que podamos realizar un discurso
teológico sobre Dios. En ellos y en su dimensión contraria encontramos
también los límites.

98
EL MISTERIO DE DIOS

a) La experiencia de Dios

La experiencia aparece como el más radical y original, en cuanto que


es la fuente del conocimiento y del lenguaje. A pesar de que ha sido un
concepto asumido tardíamente por la teología, y con mucho recelo, hoy se
ha convertido en un punto de partida esencial para el discurso filosófico y
teológico. Lo primero que tenemos que advertir es que la experiencia de
Dios es una experiencia arraigada en la naturaleza humana, y en cuanto
tal, las propiedades que caracterizan a toda experiencia humana tienen que
darse también en la experiencia de Dios: inmediatez, mediación y apertura.
Esta coincidencia o continuidad entre ambas no es signo de que la reali-
dad de Dios sea una simple proyección del hombre, o que la experiencia
humana sea el nuevo nombre para la revelación de Dios. Sencillamente
se quiere afirmar que lo que llamamos experiencia de Dios es una reali-
dad plenamente humana. No obstante, aun teniendo estas características
comunes a toda experiencia antropológica, la experiencia de Dios es pro-
piamente una experiencia religiosa que tiene su lugar específico dentro de
la vida humana. La experiencia de Dios, en cuanto experiencia religiosa,
no entra en competencia con otros tipos de experiencia humana (estéti-
ca, ética, etc.), ni es tampoco un complemento añadido a éstas. En este
sentido, no está más allá o separada de la acción moral, de la experiencia
estética o del conocimiento científico, sino que está y se muestra en ellos
en una dimensión más profunda y radical. Precisamente porque su objeto
es trascendente al mundo, estando más allá de él, puede estar a la vez en
el corazón del mundo. Esta experiencia de Dios, siendo humana y estando
arraigada en un lugar específico de la vida humana, no es experiencia de
un objeto más que se sitúa dentro del horizonte de la vida humana, sino el
horizonte mismo de nuestra experiencia, como la condición de posibilidad
de la experiencia misma (experiencia trascendental). En este sentido con
K. Rahner decimos que Dios no es algo que junto a otras cosas pueda ser
incluido en un sistema homogéneo y conjunto. Los hombres decimos Dios
y pensamos la totalidad. Una totalidad que está como origen, fundamento
y futuro de toda la realidad.
Pero la experiencia religiosa no es sólo trascendental. Esta experiencia
religiosa en la que se enmarca la experiencia de Dios tiene siempre una
triple forma: como trascendencia-misterio, historia-alteridad subjetividad-
interioridad (H. Kessler, Den verborgene Gott suchen, Paderborn 2006). El
Cristianismo ha sabido integrar esta triple perspectiva de la experiencia
de Dios en su fe trinitaria (Padre, Hijo, Espíritu). Por esta razón, la última
característica de esta experiencia es que es una experiencia personal. Aun
cuando sabemos que Dios está más allá y más acá de la experiencia fini-
ta, y en este sentido no puede ser objeto de nuestra experiencia sin más,

99
LA LÓGICA DE LA FE

la relación que instauramos con él y él con nosotros, es una experiencia


personal. Dios es Rostro y Palabra que revelándonos su ser y su proyecto
sobre el mundo nos interpela. Él es Espíritu y Amor que desde dentro nos
sostiene y alienta conduciéndonos hasta la meta que él se ha propuesto
de antemano. Estas características de la experiencia de Dios hace que en
la actualidad se da una paradoja entre la búsqueda de la inmediatez en el
encuentro con Dios, más allá de las mediaciones visibles e institucionales
que nos permiten el acercamiento al misterio de Dios, y la extrañeza de
un Dios cuya revelación testimoniada en la Sagrada Escritura aparece ante
el hombre como una realidad ajena a su vida e incluso incomprensible.
Ambas tendencias se necesitan, pues tan verdadera es la inmediatez que
pide el hombre posmoderno en su experiencia de Dios, cansado de algunas
mediaciones históricas que ofuscan y velan su misterio, como la necesidad
de mantener esa extrañeza y distancia de Dios respecto a la experiencia
mundana y cotidiana de los hombres, ya que, si no, podemos convertirlo
fácilmente en un ídolo. La experiencia actual de Dios se da en la paradoja
de la inmediatez y la extrañeza.

b) El conocimiento de Dios y el fenómeno del ateísmo

¿El hombre tiene capacidad de conocer a Dios? Y si puede, ¿cómo se


relaciona con el conocimiento realizado en y por la fe que responde a la re-
velación de Dios? Cuando parecía que esta cuestión había sido resuelta por
el Vaticano I en diálogo y confrontación con el fideísmo y el racionalismo,
el magisterio de Benedicto XVI ha mostrado la necesidad de plantear de
nuevo de forma correcta la relación entre fe y razón, en diálogo y confron-
tación con el fundamentalismo y el secularismo. Lo que está en juego es la
imagen de Dios, la comprensión de su ser y su naturaleza. Por eso esta pa-
radoja se puede formular con la célebre expresión de Blaise Pascal en torno
a la dicotomía o relación entre el Dios de le fe y el Dios de los filósofos.
El lugar clásico de esta afirmación se encuentra en Sab 13,1-5 aunque en
realidad todo el AT está lleno de referencias sobre la posibilidad del cono-
cimiento de Dios a partir de la hermosura de la creación (Sal 19,2). El autor
del libro parte de la posibilidad del conocimiento de Dios a través de la
belleza y de la bondad de la creación (Génesis). A través de las obras puede
reconocerse al Creador y al Artífice de ellas. A pesar de que esta realidad
se da por supuesta y no se justifica podemos intuir que se parte de la com-
prensión de que a pesar de la diferencia y desemejanza que existe entre
Dios y la creación, hay una semejanza. El Artífice ha dejado su huella en
sus propias obras. La afirmación más importante está en el v. 9 cuando se
afirma que «a partir de la belleza y hermosura de las criaturas se llega, por
analogía, a descubrir a su Autor». Por primera vez se encuentra aplicado el

100
EL MISTERIO DE DIOS

termino analogía al proceso del conocimiento humano de Dios. No obstan-


te, no parece que el autor esté utilizando este término según el significado
técnico que adquirirá más tarde en las escuelas filosóficas.
En términos parecidos se pronuncia San Pablo al comienzo de la carta a
los Romanos (Rm 1,20). Su propósito es afirmar la universalidad de la salva-
ción. Dios nos justifica y nos salva por Jesucristo mediante la fe. Y ante esta
justificación todos somos igualmente pecadores: los paganos y los judíos.
Para Pablo la cuestión del conocimiento natural de Dios no era un problema
teórico, sino una cuestión práctica que está en relación con el problema de la
misión cristiana. ¿Cómo tiene que situarse el apóstol cristiano ante la religio-
sidad y las actitudes morales de los paganos? En 1Ts Pablo habla claramente
de la necesidad que tienen los paganos de abandonar el servicio y culto a
los dioses para volverse al Dios vivo y verdadero. Critica sin ambigüedades
la moral laxa (1Cor 5,9; Gal 2,12; Rm 1,18-32), pero a la vez reconoce que
los paganos tienen una conciencia que sabe distinguir entre el bien y el mal,
que incluso puede servir de ejemplo para los cristianos (1Cor 5,1; Flp 4,8).
De esta forma el Apóstol asume la perspectiva y la mirada de la teología ju-
día de la sabiduría, según la cual Dios creó el mundo a través de su palabra
creadora (identificada con la sabiduría). Todas sus criaturas poseen y tienen
un sentido para Dios. Ellas están impregnadas del amor y la bondad de Dios
(Sab 8,12-36; Job 28; Sir 24,1-6). Pero como Pablo ha reconocido la sabiduría
creadora de Dios en Cristo (1Cor 1,30; 2,6ss), él confiesa en la fe en Cristo a
Dios como el creador y a Jesucristo como el mediador de la antigua y nueva
creación (1Cor 8,6; Col 1,15-20). Este conocimiento de Dios y de Cristo le
permite asumir y afirmar la posibilidad del conocimiento de Dios a partir de
esta sabiduría con la que Dios ha creado todas las cosas. Para Pablo el mundo
descansa y se asienta en la sabiduría creadora de Dios y al mismo tiempo
hace que este sea inteligible y pueda revelar a Dios. Pero mientras en Hch
17,22-31 Pablo mantiene un acercamiento positivo, en la carta a los Romanos
su postura es eminentemente crítica (Rm 1,18-32). El resplandor y esplendor
del poder del creador en la creación descendió al corazón del hombre, per-
mitiéndole así reconocer al Creador (P. Stuhlmacher).
Precisamente el texto de la carta a los Romanos es el texto que sirve de
base al Concilio Vaticano I para afirmar la posibilidad del conocimiento
cierto de Dios a través de la luz de la razón: «La misma santa Madre Iglesia
sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser
conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de
las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de la creación
del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom 1,20]». No
podemos olvidar que el Concilio trata de hacer frente, por un lado, al fideís-
mo tradicionalista que pensaba que había que renunciar a una justificación
racional de la fe y un agnosticismo filosófico que niega la posibilidad del

101
LA LÓGICA DE LA FE

conocimiento de Dios. La intención del Concilio es afirmar el conocimiento


«natural» de Dios como presupuesto y condición misma de la fe. No se trata
de defender una teología natural junto o en lugar de la revelación divina.
Más bien hay que pensar en una correcta relación entre fe y razón (cfr. §
3,4). Para que esta fe sea humana, y cristiana, hay que afirmar una verda-
dera libertad y autonomía de la razón. La fe incluye y presupone un cierto
conocimiento natural de Dios, que ni tiene que ser anterior al acto de fe ni
formularse de forma temática y refleja (Hans Urs von Balthasar).
El Concilio Vaticano II ha recogido esta enseñanza del Vaticano I en su
constitución dogmática Dei Verbum. Pero como dice en el proemio de esta
Constitución sobre la Divina Revelación: «siguiendo las huellas de los Con-
cilios Tridentino y Vaticano I», es decir, renovando y actualizando esta doc-
trina del Vaticano I y no simplemente repitiéndola sin más (cfr. DV 6). Para
descubrir la novedad que supone la afirmación de la Dei Verbum respecto
a la Dei Filius, en este tema concreto, tenemos que leer el nº 3 en el cual
se hace un pequeño esbozo de historia de la revelación y de la salvación.
Allí se afirma que «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo (cfr.
Jn 1,3), da a los hombres testimonio perenne de sí (cfr. Rm 1,19-20) en las
cosas creadas». En la misma línea de la Carta a los Romanos y de los Padres
de la Iglesia, el Concilio Vaticano II afirma que en la creación se da una
verdadera manifestación de Dios y que es la iniciativa de Dios la que está
en la base de todo posible conocimiento a través de las cosas creadas.
La Fides et Ratio continúa profundizando en este pensamiento a través
de la afirmación de S. Pablo en la carta a los Romanos. El apóstol en la
línea de la literatura sapiencial afirma la capacidad del ser humano para
trascender el límite de lo que se conoce mediante los sentidos para pasar a
la verdad y realidad hacia la que apuntan, hacia su creador. Sin embargo,
debido a la desobediencia «con la cual el hombre eligió situarse en plena y
absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada
esta facilidad de acceso al Dios creador» (FR 22). La Encíclica introduce una
novedad en esta doctrina. Junto al libro de la Sabiduría y a la Carta a los
Romanos, tópicos en la cuestión del conocimiento de Dios y la función de
la razón humana en ese conocimiento, se une el comienzo de la 1ª Carta
a los Corintios. Un texto difícil y complejo que si no se usa con discerni-
miento y conocimiento nos puede llevar a contraponer de forma burda la
sabiduría de los hombres y la sabiduría de Dios. La Encíclica cita el texto
para afirmar no tanto la oposición entre ambas, cuanto la necesidad que
tiene la razón de abrirse y acoger una novedad radical: la gratuidad del
amor revelado en Cristo Jesús. El misterio de la cruz es el ámbito donde se
experimenta la frontera entre la razón y la fe, pero también el lugar donde
pueden encontrarse.

102
EL MISTERIO DE DIOS

El conocimiento de Dios a través de las criaturas y su reconocimiento


como Señor no son dos realidades que se den de forma inmediata y con-
secutiva. Antes al contrario. Los hombres pueden quedarse en las criaturas
sin trascenderse hacia el Creador, cayendo en la idolatría, o cerrarse sobre
ellos mismos, en los límites de su mera razón, cayendo finalmente en el
agnosticismo y el ateísmo. Ambas cuestiones, idolatría y ateísmo, tienen
que ser tratadas por la teología, ya que suponen una perversión de la ima-
gen de Dios (antropológica y teológicamente entendida) y de la vocación
y el fin último del ser humano (conocimiento y comunión con Dios). El
reverso de la afirmación de la capacidad del hombre de conocer a Dios es
el ateísmo, en sus diversas formas y maneras, pues aunque su expresión
teórica pierde fuerza, sin embargo, se ha extendido como forma práctica de
vivir en una indiferencia generalizada. Como ya dijo Zubiri esta es la forma
más radical de ateísmo, pues aquí el hombre ya no tiene fuerza para negar,
sencillamente ni se plantea la cuestión de Dios. La Constitución pastoral
del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes (19-21) nos ofrece un importante
análisis sobre el fenómeno del ateísmo moderno, que debemos prolongar
desde la interpretación que de este fenómeno se ha hecho en la teología
contemporánea, especialmente en el campo de la teología trinitaria. Porque
la respuesta a la cuestión de Dios hoy, ya sea en su versión fundamentalista,
secularizada, atea, idólatra, o desde la eterna cuestión de la teodicea, no
puede ser planteada poniendo entre paréntesis la revelación del Dios trini-
tario. Más bien al contrario, hay que pensar que la fe trinitaria, como forma
concreta del monoteísmo cristiano, es la única respuesta válida al ateísmo
contemporáneo (Kasper, El Dios de Jesucristo, 477-479).

c) El lenguaje sobre Dios y su perversión en la idolatría

Finalmente, hay que afrontar la pregunta por Dios en el ámbito del len-
guaje, lugar que se ha convertido para el hombre en el horizonte de com-
prensión del mundo y de sí mismo (giro lingüístico). Aquí las paradojas que
el hombre experimenta y a las que la teología tiene que afrontar son sobre-
todo dos. La primera es saber si realmente el lenguaje alcanza al ser de las
cosas. ¿El lenguaje humano es un código formal que los hombres han ido
creando, pero que no nos dice nada real y verdadero sobre la realidad en
sí? O, por el contrario, a pesar de que la realidad excede nuestro lenguaje
y nuestros conceptos, ¿son capaces de alcanzar la realidad que afirman? La
segunda tiene que ver con el problema clásico de la analogía como forma
del lenguaje de las afirmaciones teológicas ¿El lenguaje del hombre, que
parte de una experiencia limitada y finita, es capaz de expresar y decir el
misterio incomprensible de Dios, que por su propia naturaleza es ilimitado?

103
LA LÓGICA DE LA FE

La problemática en torno al uso de la analogía en el lenguaje y el dis-


curso sobre Dios traduce al aspecto intelectual una actitud del hombre y
del creyente que se reconoce como una criatura distante y distinta del Crea-
dor, pero a la vez como un ser que vive en relación con él y está llamado
a la comunión con él. Esta relación está fundada en una afirmación de la
antropología teológica, a saber, que el ser humano es imagen suya, una
imagen de la verdadera imagen de Dios que es Cristo. La analogía intenta
solucionar un problema lógico que podemos enunciar como la posibilidad
de utilizar conceptos de la experiencia finita, para referirnos a Dios, que
por definición y naturaleza es infinito, incomprensible y absoluto. Aquí en-
tendemos la analogía desde un punto de vista lógico y en su movimiento
ascendente. En este sentido el movimiento va de la realidad creada a la
realidad divina. Pero, por otro lado, la analogía implica un problema o una
cuestión ontológica ya que esta presupone una determinada comprensión
de la realidad. Platón consideró la analogía como un instrumento indispen-
sable para pensar la complejidad de lo real. Y Rahner, a su vez, como la
forma más radical y original del conocimiento humano. Porque para este al
estar fundado el hombre en el Misterio, como realidad que lo sostiene y lo
atrae, la analogía constituye la forma de existencia propia del ser humano.
Nosotros la tenemos en cuenta para poder hablar de una participación de la
realidad en Dios (creación) sin que signifique un panteísmo que no respeta
la diferencia y alteridad entre Dios y el mundo (univocidad y el riesgo de
la analogía de atribución) y, por otro lado, una comprensión del mundo sin
posible unidad de lo diverso que nos lleve a un relativismo y pluralismo
radicales (equivocidad y el riesgo de la analogía de proporcionalidad).
La analogía trata de coordinar la semejanza y la desemejanza de dos rea-
lidades, una inmanente (criatura) y otra trascendente (creador). En concre-
to, la analogía que utilizamos para establecer una relación entre la realidad
humana y divina posee una dialéctica que con el Concilio Lateranense IV
podemos mencionar como de semejanza en la mayor desemejanza (DH
806). El Concilio IV de Letrán no hizo sino recoger la doctrina clásica de
la mejor tradición cristiana. Dionisio Areopagita en su tratado Sobre los
nombres divinos nos habla ya de una radical paradoja en el lenguaje y co-
nocimiento de Dios, «pues las mismas cosas son semejantes y desemejantes
a Dios». Pero, ¿cómo podemos relacionar esta semejanza y desemejanza
sin caer en una pura paradoja? La relación dialéctica entre ambas podemos
explicitarla en tres pasos, que el pensamiento clásico consideraba como tres
caminos diferentes en el conocimiento de Dios (así Dionisio), aunque nun-
ca excluyentes: teología afirmativa, teología negativa y teología mística. Esta
teoría del conocimiento de Dios fue asumida por Tomás de Aquino, pero
la reformuló, al considerar los tres tipos de teología del Pseudo Dionisio
como las tres etapas necesarias (affirmationis, negationis, eminentiae) que

104
EL MISTERIO DE DIOS

tiene que seguir nuestro lenguaje cuando queremos nombrar a Dios con
nombres o propiedades que nacen de la experiencia humana. No obstante,
Tomas de Aquino subraya siempre que ese conocimiento se da dentro de
una teología apofática o negativa, ya que «no podemos captar propiamente
lo que Dios es, sino más bien lo que no es» (Contra Gentiles, 30).
La crítica que hizo K. Barth a la teología liberal, en un sentido, porque
según él esta teología disuelve la revelación en el correlato de una expe-
riencia humana dada ya con anterioridad en el sujeto, y a la analogia entis
elaborada por la teología católica, por otro, porque para él se trataba de
un intento de reducción de la soberanía y el ser de Dios a la naturaleza y
conocimiento de los hombres, como si pudiéramos integrar bajo un mismo
concepto de ser a Dios y al hombre, provocó una reelaboración y pro-
fundización en la doctrina de la analogía. La teología católica responderá
afinando lo que para ella significa la analogia entis, no como un concepto
abstracto que pone en el mismo plano a Dios y al hombre, ni la afirmación
de que el ser humano posea una teología natural independiente y autóno-
ma de la revelación, sino la posibilidad real de que entre Dios y el hombre
pueda existir una relación en la creación, que llega a su consumación en la
relación que él mismo establece en la encarnación. Por esta razón algunos
teólogos católicos dirán que la analogia entis de la que habla el catolicismo
es la analogia entis concreta realizada y manifestada en Cristo (Balthasar).
Así, la analogia entis y la anlogia fidei no se excluyen, sino que se presu-
ponen mutuamente. En definitiva, la analogía hay que comprenderla desde
una antropología teológica que ponga de relieve que el ser humano es
imagen de Dios, llamado a la semejanza; desde la cristología que afirme
que la verdadera imagen de Dios es Cristo y que él mismo ha revelado al
hombre cuál es la imagen de Dios, sin confusión y sin separación; y, por
último, dentro de una teología trinitaria que sostiene que toda distancia y
cercanía posible entre Dios y la criatura, entre Cristo y el ser humano, están
integradas, custodiadas y salvadas en la relación y diferencia que existe
en la vida interna y trinitaria de Dios. La cristología redefine la analogía al
comprenderla como una relación de proporcionalidad entre la relación y
diferencia entre el Logos y la naturaleza humana y la relación y diferencia
intratrinitaria de las personas divinas (Balthasar).
Si el reverso del conocimiento de Dios es el ateísmo, el reverso de la
analogía es la idolatría. En este sentido, tienen razón los autores que pien-
san que la teología no tiene que preocuparse tanto de la negación de Dios,
que en el fondo es un problema filosófico, sino de su falsificación. Es decir,
no tanto del fenómeno del ateísmo sino de la idolatría (A. Gesché). La co-
rrecta utilización de la analogía teológica es un excelente remedio para la
distorsión del lenguaje sobre Dios y las falsas imágenes que nos creamos
de él, transformando a Dios en el falso dios ético (absolutiza lo relativo),

105
LA LÓGICA DE LA FE

filosófico (convierte a Dios en un reflejo del hombre a través de su raciona-


lización excesiva) o teológico (relativiza al Absoluto).

II. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO EN LA SAGRADA ESCRITURA


El centro de la doctrina cristiana sobre Dios se encuentra en el testimo-
nio de la Sagrada Escritura. Hay teología porque Dios ha abierto su intimi-
dad revelándose en la historia de su Hijo y comunicándose en su Espíritu.
El objetivo de esta parte es acoger la revelación de Dios testimoniada en
la Escritura (AT y NT). Pero aquí nos encontramos con otra cuestión fun-
damental: ¿La doctrina trinitaria sobre Dios es un desarrollo especulativo
ajeno a la revelación del Dios bíblico o es una explicitación de su mensaje
nuclear? La doctrina trinitaria explicita el contenido del Nuevo Testamento.
Para mostrar esta verdad fundamental de la doctrina cristiana daremos
tres pasos: el primero es remitirnos a la persona de Jesús, a su mensaje y
a su misión. Él anuncia el Reino de Dios, revelando a Dios como Padre
(Abba) e implícitamente a sí mismo como Hijo. Buscaremos en las pará-
bolas, los dichos y las acciones mesiánicas de Jesús la teología implícita
desde donde Jesús nos revela a Dios. Esta relación con el Padre en el ser-
vicio pro-existente por el Reino es vivida por y en el Espíritu, tal como dan
testimonios los cuatro evangelistas. Desde el Jesús terreno intentaremos
fundamentar una cristología teológica (Abba), una cristología escatológi-
ca (Reino) y una cristología pneumatológica (Espíritu) que desemboque
en una teología trinitaria. Porque en realidad esta última no es si no una
interpretación de esta vida de Jesús en relación al Padre y al Espíritu. Una
relación que es definida en términos de filiación (Hijo) y salvación (Señor).
El segundo punto es el misterio pascual, destino consumador de la vida de
Jesús de Nazaret y centro del mensaje de la comunidad primitiva que nos
revela en su plenitud el misterio (trinitario) de Dios. La relación que Jesús
vivió en vida respecto a Dios y al Espíritu es consumada en la Pascua, ver-
dadero acontecimiento trinitario. Finalmente, desde esta interpretación de
la vida de Jesús y del corazón del Nuevo Testamento, dirigimos la mirada a
la revelación de Dios en el Antiguo Testamento y nos preguntamos si este
prepara y anticipa la revelación trinitaria del Nuevo. ¿En qué relación de
continuidad o discontinuidad se sitúan ambos testamentos? Este es uno de
los lugares fundamentales del diálogo entre Judaísmo y Cristianismo, entre
el monoteísmo y la fe trinitaria («monoteísmo concreto»).

§ 7. El punto de partida del discurso teológico sobre Dios es la revelación


en Jesucristo, quien con su persona da testimonio de una doble relación:
con el Padre, a quién llama Abba y con quien vive una relación de absoluta

106
EL MISTERIO DE DIOS

intimidad y obediencia en su misión por el Reino; y con el Espíritu, fuerza e


impulso para el ejercicio de la misión mesiánica y don del Resucitado a los
discípulos. El misterio pascual es el acontecimiento trinitario en el que se nos
revela en plenitud el misterio de Dios.

1. El punto de partida: la historia de Jesús en relación al Padre y al


Reino

«No existe otro acceso al misterio trinitario que el de la revelación en


Jesucristo y en el Espíritu Santo, y ninguna afirmación sobre la Trinidad in-
manente se puede alejar ni siquiera un ápice de la base de las afirmaciones
neotestamentarias, si no quiere caer en el vacío de las frases abstractas e
irrelevantes desde el punto de vista histórico salvífico» (Balthasar, Teológica
2, 125). Esta afirmación nos dice cuál es el primer paso para acercarnos al
misterio de Dios: escucharlo y acogerlo en el testimonio autorizado de su
revelación, a saber, la Sagrada Escritura. Solo tenemos acceso al misterio
trinitario de Dios a través de la revelación de Jesucristo testimoniada en
el Nuevo Testamento. Este testimonio de la revelación nos remite a unos
textos, estos a unos testigos y finalmente estos testigos a unos hechos que
nos llevan a una persona. Este es el punto de partida de la teología trini-
taria: La persona de Jesús en su relación al Padre y al Espíritu. Esto es lo
que constituye el centro de la doctrina teológica sobre Dios en el Nuevo
Testamento. Jesús no revela un Dios distinto de aquel que es el sujeto de
la fe monoteísta del pueblo de Israel (Dt 6,4; Ex 20,2s), pero al revelarlo
en relación a su propia persona ungida por el Espíritu, hace que ese Dios
tenga que ser comprendido de ahora en adelante en relación al Hijo y al
Espíritu. La reflexión sobre el misterio de Dios uno y trino tiene que partir
de los datos positivos de la revelación bíblica. Ahora bien. ¿Cómo leemos
la Escritura y hacemos de ella el fundamento de nuestro tratado si en ella
no se encuentran textos que enuncien clara y explícitamente una doctrina
completa de Dios como Trinidad? Esto nos obliga a que el centro de interés
no se sitúe en la búsqueda de textos aislados, sino en la relación de Jesús
con su Padre y con el Espíritu del Padre (y del Hijo), ya que la fundamen-
tación y el desarrollo sistemático de la doctrina de la Trinidad tiene que
comenzar con la revelación de Dios en Jesucristo.
Para buscar el fundamento bíblico de la teología trinitaria tenemos que
tener en cuenta ante todo que el NT da testimonio de la persona de Jesús
en relación al Padre (exegeta del Padre) y en relación al Espíritu (portador
y dador del Espíritu). Cuál sea el contenido concreto y la densidad que se
le dé a la palabra relación será la tarea de la posterior teología trinitaria.
La relación expresada en su vida y misión es expresión de que él es rela-
ción. Su ser es constitutivamente relación al Padre, hasta el punto de ser

107
LA LÓGICA DE LA FE

de su misma naturaleza (Nicea). La vida y la misión de Jesús, su persona


en apertura esencial y existencial al Padre y al Espíritu constituye el punto
de partida de la revelación del Dios trinitario. Por eso el acercamiento al
acontecimiento que es narrado en la Escritura lo haremos teniendo presen-
te la totalidad de la vida y del destino de Jesús, más que a través de sus
palabras explícitas en las que Jesús nos habla de Dios. No es una palabra,
ni una expresión, sino su vida y su destino, vividos proexistencialmente en
dirección vertical al Padre y en perspectiva horizontal al Reino, los que nos
permiten comprender el misterio de Dios como misterio trinitario (H. Schür-
mann, El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Salamanca 2003). La relación
y apertura constitutiva que Jesús vive (y es) respecto al misterio de Dios en
la oración, a quien invoca como Abba (teología); la vida totalmente volcada
en la realización de la misión encomendada por el Padre: el Reino (escato-
logía); y el destino en la cruz abandonándose a la voluntad del Padre como
consumación y realización suprema de vida y misión (soteriología) son las
tres realidades esenciales que definen la revelación de Dios realizada por
Jesús. El tema primero de la teología trinitaria es la relación entre Jesús y el
Padre expresada en el mensaje del Reino. El mensaje del Reino y la doctrina
trinitaria están en una relación de fundamento y especificación. El Reino
anunciado y dramatizado por Jesús es el punto de partida y el fundamento
de la doctrina trinitaria, así como el Dios trinitario es la especificación que
aclara cuál es el sentido último del anuncio del Reino y la forma como Dios
ejerce su soberanía y reinado en el mundo. La doctrina trinitaria «es en su
sentido más profundo la especificación decisiva del mensaje de Jesús sobre
el Reino. Ella sintetiza el núcleo central del mensaje de Jesús y es el sumario
de la fe cristiana» (Kasper, El Dios de Jesucristo, 465).

2. Jesús, el exégeta del Padre

Después de la anterior afirmación de principio, afrontamos la primera


relación de Jesús que nos ayuda a comprender el misterio de Dios: su re-
lación con el Padre. Por un lado, este Dios no es otro que Yahvé, el Dios
de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios del AT; pero, por otro, él tiene con Dios
una relación especialísima y singular que puede ser expresada en la invo-
cación Abba. No obstante, la novedad no creemos que esté en la expresión,
sino en quien la dice. En este sentido, la invocación Abba es una palabra
que tiene que ser descifrada desde la totalidad de la vida de Jesús: sus ac-
ciones, sus palabras, sus actitudes, su muerte, su propia conciencia. Sólo
desde aquí puede adquirir la fuerza y la importancia que se le ha dado en
la teología contemporánea. Desde esta totalidad de vida que revela su ser
personal, debemos descubrir quién es el Dios que él nos revela desde su
anuncio del Reino y su relación personal con él. Es la totalidad de la per-

108
EL MISTERIO DE DIOS

sona de Jesús, la que nos descifra e interpreta la revelación de Dios en el


tiempo de la Nueva alianza. Jesús es el exegeta del Padre (cfr. Jn 1,18). El
tema primero de la doctrina trinitaria es la relación de Jesús y el Padre en
su misión por el Reino.
Desde aquí surge una pregunta fundamental. ¿Hay una continuidad o
novedad en la imagen y revelación que Jesús nos hace de Dios? Jesús es un
judío. Y todo lo que digamos sobre su humanidad lo tenemos que referir
a esta condición particular. En este sentido participa de la religiosidad del
pueblo de Israel: en su lenguaje, en su piedad y en la comprensión general
de Dios y de la religión. El Dios al que él invoca como Padre no es otro
que el Dios de Israel al que todo judío piadoso tiene que orar dos veces
al día y amar con todo el corazón, alma y mente (Mt 22,36-40). Pero es un
judío singular, único. Por eso no podemos subrayar tanto la continuidad de
la teología judía y la teología de Jesús que nos lleve a una simple identifi-
cación. Se da una continuidad en la mayor discontinuidad. En este sentido,
creo que es muy válido el juicio del exegeta Peter Stuhlmacher: «Jesús ha-
bla de Dios como Israel y a la vez se hace visible en sus discursos sobre
Dios una nueva dimensión de la comprensión de Dios, que es la del Abba:
Yahvé puede ser comprendido como Padre (amoroso) de todos aquellos
que Jesús ha acogido y que siguen su llamada a la conversión» (Biblische
Theologie des Neuen Testaments, I, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen
2
1997, 88). Veamos esta continuidad en la discontinuidad que nos ofrece la
revelación que Jesús hace de Dios como Abba y como él implícitamente se
manifiesta como el Hijo (de Dios). Primero en relación con el contexto más
amplio de otras tradiciones religiosas y después con el contexto próximo
del Judaísmo.
Dios como padre en la historia de las religiones. Hoy está prácticamente
asumida la tesis de los historiadores y fenomenólogos de la religión según
la cual la designación de Dios como padre es uno «de los símbolos religio-
sos originarios de la humanidad» (G. Mensching, F. Heiler, etc.), uno «de
los fenómenos primordiales de la historia de las religiones» (G. Schrenk),
aunque no en todas aparece con el mismo valor (J. Martín Velasco). La de-
signación a Dios como «padre» es un símbolo originario donde el hombre
ha querido significar la prioridad que Dios tiene en el orden de la creación;
a la autoridad universal que él tiene sobre todos los hombres; la miseri-
cordia y ternura con la que atiende y trata a todas sus criaturas; la relación
adoptiva o familiar que tiene el hombre respecto de él; el engendramiento
o generación del hijo. Esta forma de designación incluye las ideas de crea-
ción, adopción y generación.
Dios como padre en el Judaísmo. Quizá por esta vinculación y relación
excesivamente estrecha entre Dios y la creación, la utilización del título
padre en la religión judía es bastante escasa. Esta religión subraya la tras-

109
LA LÓGICA DE LA FE

cendencia de Dios y no puede concebir que se comprenda la relación


entre el mundo de Dios como si se tratase de una generación biológica. El
mundo no es una realidad sagrada; es radicalmente distinta de Dios. Dios
es Dios y el mundo es el mundo. Aunque la afirmación de esta trascenden-
cia y alteridad de Dios respecto a Israel y la realidad mundana no impide
que se subraye, por otro lado, la cercanía de ese Dios, su intimidad con
el pueblo de Israel, en una palabra, su inmanencia. Nunca en términos de
generación biológica, pero no por ello menos íntima y cercana. Por esta
razón, no faltan testimonios en los que se habla claramente de la paterni-
dad de Dios, no en relación con la creación y generación del mundo, pero
sí para expresar cuál es el fundamento de la elección de Israel por Yahvé
y para referirse al cuidado providente y paternal que ese Dios realiza con
su pueblo. En otras palabras, con la expresión «padre» referida a Yahvé se
quiere mostrar la relación que existe entre Yahvé y el pueblo de Israel, tal
como podemos apreciar en textos como Ex 20,2-3; Dt 4,7-8; 5,6-7. En este
sentido el fundamento para hablar de una relación entre Dios y los hombres
como paternidad y filiación no es biológico sino soteriológico. La filiación
divina no representa una cualidad natural, sino que se basa en la elección
y la redención divinas. Con J. Schlosser podemos decir que hay dos rasgos
dominantes que los textos dejan ver con claridad: la autoridad y la bon-
dad. Cuando se considera la relación de paternidad desde el punto de vista
del hijo el acento dominante recae en la autoridad del padre. Considerada
desde la perspectiva del padre el acento dominante de la paternidad es la
bondad, la solicitud y el amor (cfr. Is 1,2-3; 63,7-64,11; Os 11,1-4).
Dios como Padre en labios de Jesús. Que Jesús se dirigiera a Dios como
Abba representa una auténtica novedad en la tradición religiosa judía. En
lo que esta expresión presupone respecto a la conciencia e identidad de
Jesús (Hijo) y a la revelación que este hace de Dios (Padre) podemos decir
que estamos en el mensaje central del Nuevo Testamento (J. Jeremías). No
obstante, no podemos quedarnos con esta única palabra. La revelación que
Jesús hace de Dios no se reduce ni puede reducirse al uso y significado de
la expresión Abba. La revelación nueva que Jesús nos ofrece tiene que ser
comprendida a la luz de su vida y de su destino. Jesús nos revela a Dios
como Abba a través de sus parábolas (Lc 15,11-32; Mt 20,1-16; Lc 18,9-14);
de los dichos donde explicita la condescendencia de Dios para con los
pecadores; y sus acciones mesiánicas, como puede ser la purificación del
templo, la comunión de mesa con los pecadores y los milagros que hacen
presente y eficaz la soberanía de Dios en el mundo y el inicio de la nueva
creación (Mt 11,2-6).
Desde la experiencia única y singular de Jesús expresada en el término
Abba que funda su pretensión manifestada a través de sus acciones y pa-
labras, la comunidad cristiana fue tomando cada vez más conciencia de la

110
EL MISTERIO DE DIOS

paternidad de Dios. Yahvé es comprendido desde Jesús, el Padre desde el


Hijo. La relación íntima, única y singular de Jesús con Dios, cambió el len-
guaje de los discípulos, su conocimiento de Dios. Nunca para ponerse en
igualdad de relación con Jesús, el Hijo de Dios, sino para entender desde
él la nueva posibilidad de relación con Dios. San Pablo vuelve a reproducir
la expresión Abba en Gal 4,4 y Rom 8,15, no para referirse a la oración de
Jesús, sino para indicar el don escatológico que reciben aquellos que han
recibido el Espíritu del Hijo, el Espíritu del Señor. También es digno de
mención que el uso del término «Padre» para referirse a Dios experimentó
en la comunidad cristiana un progresivo crecimiento. De los cuatro lugares
donde aparece en el evangelio de Marcos (Mc 8,38; 11,25; 13,32; 14,36) a
las 120 referencias en el evangelio de Juan hay un desarrollo considerable.
Entre ambos extremos están las 17 del Evangelio de Lucas y Hechos y las 30
veces que aparece en el evangelio de Mateo. Esta explosión y proliferación
del término Padre en el NT para hablar de Dios no puede entenderse más
que por el uso nuevo que Jesús hizo de él para expresar su relación única
con Dios y la forma de su relación con los hombres. Ni el uso en el AT o en
el judaísmo antiguo, ni el residuo de culturas paganas y patriarcales, expli-
can la proliferación de su uso y la riqueza de matices que tenemos en el NT.
La razón es cristológica. El NT ve a Dios Padre a través de los ojos de Jesús.

3. Jesús, el Hijo de Dios

A la vez que Jesús anuncia y revela al Padre en su misión por la instaura-


ción de su Reino, él mismo se manifiesta y revela como el Hijo. Es el título
que mejor expresa la realidad última de Jesús (cfr. § 22, 3). El título de Hijo
es puesto en boca de Jesús en tres momentos significativos. El análisis de
los textos pueden ofrecernos una profunda comprensión de la relación en-
tre Jesús y Dios. Pues en ellos se pone de relieve la cercanía e inmediatez
del Hijo con el Padre, la distancia y diferencia entre ambos, la representa-
ción escatológica del Hijo en el ejercicio de la misión del Padre. Estos tres
términos de cercanía, distancia y misión, representan de forma resumida el
contenido de toda la teología trinitaria referida a la relación entre el Padre
y el Hijo. En primer lugar hacemos referencia al conocidísimo texto de Mt
11,25-28 donde se nos habla de la reciprocidad de conocimiento y amor
entre el Padre y el Hijo desde la perspectiva de la teología apocalíptica y
sapiencial. Nos habla por lo tanto de la inmediatez del Hijo con el Padre.
El segundo texto es Mc 13,32 donde Jesús manifiesta su propia ignorancia
respecto al día del cumplimiento escatológico. Con una terminología más
teórica podríamos decir que nos habla de la distancia y diferencia entre el
Padre y el Hijo. El evangelista nos muestra la relación de Jesús con el Padre,
no tanto en términos de perfección en el conocimiento, sino más bien en

111
LA LÓGICA DE LA FE

términos de obediencia, tal como después percibió con mucha profundidad


el autor de la carta a los Hebreos cuando afirma que esta obediencia es el
fundamento de su filiación (cfr. Heb 5,8). El tercer texto es Mc 12,6, que está
situado en la parábola de los viñadores homicidas, aunque aquí hay que
tener en cuenta que la referencia que Jesús hace de sí mismo es indirecta
y está realizada en tercera persona. La relación entre el Padre y el Hijo se
expresa en términos de misión, donde el Hijo es el enviado y representante
último (escatológico) del Padre. Probablemente Jesús no se definió explíci-
tamente a sí mismo como Hijo de Dios. Él anunció la llegada del Reino de
su Padre. No estaba centrado en él. Sin embargo, estaba constitutivamente
tan vuelto hacia el Padre y hacia su misión por el Reino que al anunciar al
Padre y su Reino, al escenificarlo e introducirlo en medio de los hombres
con tal pretensión y autoridad, se estaba revelando a sí mismo como Hijo.
Su revelación de Dios y de sí mismo, no depende en último término de
expresiones aisladas que podamos determinar por medio de los métodos
críticos, sino de la totalidad de su persona, que se revelaba en la totalidad
de sus acciones y palabras.
Posteriormente, en continuidad de fondo y de contenido con esta cris-
tología implícita, en la discontinuidad de formulas y expresiones, los evan-
gelistas y otros autores del NT han elaborado una cristología en la que se
afirma sin ambigüedades que Cristo es el Hijo de Dios. Según el testimonio
de los Evangelios, Jesús es proclamado como tal en tres momentos claves
y centrales de su vida: en el Bautismo, en la Trasfiguración (por la voz del
cielo: el Padre) y en la cruz, por el centurión (paganos), que viéndole morir
y «viendo que había expirado de ese modo, dijo: verdaderamente este era
Hijo de Dios» (Mc 15,39). Aunque Jesús es el Hijo desde el inicio de su vida
pública (Mc 1,1) al comienzo de su existencia humana (Lc 1,35) e incluso
desde su origen en la misma vida junto a Dios (Jn 1,1) la cristología pri-
mitiva entendió la resurrección como el momento cumbre en el que Jesús,
siendo el Hijo de Dios desde siempre, es constituido Hijo de Dios en poder,
en virtud del espíritu de santidad (Rom 1,3). Precisamente al tener como
punto de partida de su cristología el acontecimiento de la resurrección, el
apóstol San Pablo no tiene ningún problema en hacer un uso masivo de
este título aplicado a Jesús (1Tes 1,10; Rom 1,3.4.9; 8,3.29; 1Cor 1,9; 15,28;
Gal 1,15; 4,6; 2Cor 1,19). Probablemente él recibe y asume este título del
uso que hace de él la comunidad cristiana. Con él quieren expresar la rela-
ción única y singular de Jesucristo con Dios, a la vez que implica la función
de mediador en la salvación. Se manifiesta una vez más la relación estrecha
que existe entre teología y economía. Solo hay salvación en Cristo porque
Él es realmente (el Hijo de) Dios.
En el Evangelio de Juan el Hijo es la denominación normal con la que
Jesús se define a sí mismo. Podemos pensar que no estamos ante el Jesús

112
EL MISTERIO DE DIOS

histórico sino ante la reflexión teológica que de él hacen las comunidades


en torno al discípulo amado. Sin embargo, a veces, sin poderlo utilizar para
una datación histórica puede expresar mejor y con más fidelidad el centro
mismo de Jesús. En este sentido el título de Hijo o el de Hijo de Dios, indi-
ca más que ningún otro, la identidad última de Jesús. Él es el Unigénito de
Dios que está vuelto hacia el seno del Padre (Jn 1,18). Ungido por el Espí-
ritu Santo en el Bautismo es contemplado por Juan, el testigo, como Hijo
de Dios (Jn 1,34). Este que es presentado desde el comienzo del Evangelio
como Palabra cabe Dios, Unigénito del Padre e Hijo de Dios es enviado y
entregado por el Padre (Jn 3,17) como expresión suprema del amor de Dios
al mundo (Jn 3,16) para salvarlo por medio de él. El envío y la misión del
Hijo en nombre del Padre no aleja al Hijo del Padre, sino que manifiesta su
inmanencia mutua, existiendo el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn
10, 38). El evangelio de Juan comienza afirmando la gloria del Unigénito
manifestada en la carne humana (Jn 1,14). Esta gloria ahora se manifiesta en
el amor hasta el extremo por los discípulos y en la glorificación del Padre a
través de la entrega de su vida (Jn 13,1; 13,31-33). En la acción y la comu-
nión del Hijo con el Padre, Dios es glorificado (Jn 14,13). Una gloria que es
compartida por los creyentes a través del envío del Espíritu Paráclito, que
a su vez glorificará al Hijo, lo mismo que este glorifica al Padre (Jn 17,1).
La gloria que une al Padre y al Hijo es el Espíritu Santo, gloria que es dada
también a los creyentes (Jn 17,22). La gloria del Hijo unigénito manifestada
en la encarnación, es finalmente entregada a los hombres en la muerte (Jn
19,30) y en la resurrección (Jn 20, 19-21) como perdón y reconciliación.
El último paso en las comunidades del NT será aplicar a Jesús los títulos
de Señor y especialmente el título de Dios. El primero es utilizado espe-
cialmente por San Pablo en claros contextos soteriológicos. El título Dios se
utiliza la mayoría de las veces para hablar de Dios Padre, sin embargo hay
cinco lugares donde ese título es utilizado para referirse a Jesús: Rm 9,5; Tit
2,13; Heb 1,8; Jn 1,1; 20,28. Es evidente que el Cristianismo no quiere situar
a Jesús como «otro dios» junto al Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. Este es
siempre el Dios de Jesús y no otro. A él se remite como su Dios y Padre.
Pero la comunidad cristiana primitiva tiene el coraje de otorgar a Jesús atri-
butos, acciones y títulos que pertenecen exclusivamente a Dios. Estos se
refieren a su acción creadora, salvífica y recapituladora en el juicio escato-
lógico. Tantos los atributos, como los nombres y las funciones propias de
Dios en estos tres órdenes se dicen sobre Jesús en el Nuevo Testamento.
De esta manera, el cristianismo profundiza en el monoteísmo judío, pues la
cuestión fundamental para este no es qué es Yahvé (naturaleza divina), sino
quién es y cómo ejerce su soberanía (identidad divina). El Cristianismo res-
ponde a esta cuestión desde la persona de Jesús. Las palabras, las acciones
y la persona de Jesús revelan la plena identidad de Dios como Padre. Iden-

113
LA LÓGICA DE LA FE

tidad que no hay que entender desde el contexto judío o pagano del título,
sino desde su Hijo amado, en quien él encuentra toda su complacencia.

4. Jesús, conducido por el Espíritu

Pero la relación que Jesús vive con el Padre (Abba), y que anteriormente
hemos definido en términos de absoluta cercanía e intimidad (inmanencia)
a la vez que de distancia y santidad (trascendencia), es vivida enteramente
en el Espíritu. El Dios de Jesús no se revela plenamente hasta que com-
prendemos la relación de Jesús con el Espíritu. Él es el medio y el ámbito
en el que el Hijo experimenta la cercanía y la distancia del Padre. Como
una cercanía que no se disuelve en la identidad, en una distancia que nun-
ca es ruptura y definitivo abandono. La misión de Jesús es realizada en el
Espíritu de filiación como obediencia absoluta a la misión y voluntad del
Padre (bautismo y tentaciones). El Espíritu en cuanto que está sobre Jesús
es Espíritu de mandato, Espíritu del Padre, pero en cuanto está en Jesús,
es Espíritu de obediencia, Espíritu del Hijo. Desde esta obediencia e inti-
midad con el Padre tenemos que entender la pretensión mesiánica que se
desprende de sus palabras y de sus acciones y que suponen en Jesús una
absoluta libertad y autoridad para relativizar todas las instancias anteriores
que se querían convertir en intérpretes autorizados de la voluntad de Dios
(Templo, Ley, Sacerdotes) situándose él en su lugar. Jesús vive una libertad
suprema desde la obediencia a la verdad del Padre y la entrega en el amor
por los hombres.
Para el Antiguo Testamento el aliento de Yahvé es la acción de Dios
en el mundo, dando la vida, como principio vital en la creación; siendo el
medio por el que Dios conduce a su pueblo suscitando héroes, guerreros,
reyes, guías, profetas, sabios, en la historia salvífica; siendo la presencia in-
terior de Dios en todos los hombres conduciéndolos a la salvación plena y
escatológica que será la interiorización absoluta: “Dios será todo en todos”
(Cfr. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 40). El Espíritu es la fuerza divina que
actúa en la creación y en la historia; es como el hálito divino que anima
y vivifica, que penetra toda la creación y, desde el primer comienzo (Gén
1,2), ordena, dirige y anima todas las cosas. El Espíritu proviene de Dios y a
él conduce. Su acción está comprendida en una perspectiva escatológica. Es
decir, su presencia es signo y símbolo de los tiempos nuevos y definitivos.
Con su acción, guía, conduce y sostiene al pueblo de Israel y desde él a
todas las naciones para que alcancen su definitiva meta y su destino.
El hecho y la aparición de Cristo suponen un cambio radical y decisivo
para la posterior afirmación de la divinidad y personalidad del Espíritu. El
hecho más relevante de la pneumatología del NT es su relación con Cris-
to. Una relación que se produce en una doble perspectiva: el Espíritu está

114
EL MISTERIO DE DIOS

sobre Jesús, y en este sentido Cristo es fruto del Espíritu; pero también el
Espíritu está en Jesús y en este sentido Cristo como portador del Espíritu
es su donador. En Marcos y en Mateo (incluso en algunos textos de Lucas
en Hechos) nos encontramos todavía en una perspectiva veterotestamenta-
ria en el que el Espíritu es comprendido fundamentalmente como ámbito,
fuerza, agente y mediación de la acción de Dios por medio de Cristo. Hay
una escasa mención de esta relación entre Jesús y el Espíritu, por el riesgo
implícito del adopcionismo. Desde la muerte y resurrección de Cristo el Es-
píritu necesita una especie de re-definición, como Don del resucitado a la
humanidad y como agente principal de la vida de la Iglesia. En esta línea,
con acentos diferentes, se sitúan las teologías de Lucas (quien aumenta el
número de pasajes dedicadas al Espíritu, pone de relieve la relación entre
el Espíritu y la Iglesia, el Espíritu que ha acompañado la vida de Jesús,
ahora acompaña la vida de la Iglesia); de Pablo (diversidad de perspectivas,
en referencia a Cristo, afirmación de su personalidad, y acción en nuestra
filiación); y de Juan (don en la glorificación del Hijo, Paráclito, Medianero
en la relación entre Cristo y el discípulo, función anamnética). El Espíritu es
el don otorgado por el Resucitado a los creyentes (Jn 20,19-23). El Espíritu
es la persona, la fuerza dinámica o el ámbito que suscita unos efectos (in-
ternos y externos) en la Iglesia y en la vida de los creyentes que también
hacen referencia a Jesús: edifica el cuerpo de Cristo (1Cor 12; Rom 12),
impulsa la predicación y el testimonio de Jesús (Hechos), nos hace vivir la
filiación adoptiva (Gal 4,6-7; Rom 8,14-17), nos configura con Cristo (Rom
8,28-30); nos enseña, conduce y recuerda la verdad completa de Jesús (Jn
14-16). El Espíritu de Dios es el Espíritu del Hijo (Gal 4,6) y el Espíritu de
Cristo (Rom 8,9) por lo que el NT ha podido poner en cierta equivalencia
en cuanto al contenido la misión y función de Cristo y la del Espíritu (estar
en Cristo = estar en el Espíritu Rm 8). La primera perspectiva (cristología pe-
numatológica) muestra la historicidad, la verdadera condición humana y la
realización sucesiva de Jesús en el mundo bajo la acción del Espíritu. La se-
gunda (pneumatología cristológica) subraya la capitalidad de Cristo glorifi-
cado sobre el resto de los humanos que reciben la plenitud de gracia y vida
divinas por el Espíritu Santo que él les envía (Jn 1,16; 3,34). Encarnación,
bautismo y misión son los tres momentos decisivos en los que se revela esta
relación especial y única del Espíritu con Jesús. Haciendo posible su encar-
nación en el seno de María; ungiéndole en el bautismo y conduciéndole en
su misión (cristología pneumatológica). Muerte, Resurrección y misión de la
Iglesia serán los tres momentos decisivos de la segunda perspectiva de esta
relación (pneumatología cristológica) que se hace evidente en el NT con la
resurrección de Cristo y el acontecimiento de Pentecostés.

115
LA LÓGICA DE LA FE

5. El misterio pascual como acontecimiento trinitario

Si la categoría central en el capítulo anterior era la de relación, desde


la que establecíamos una lectura de la vida de Jesús abierta enteramente al
Padre y al Espíritu en el ejercicio de su misión por el Reino, hemos de ad-
mitir que la muerte de Jesús nos sitúa ante un problema fundamental: ¿Esta
muerte significa la ruptura de esta relación con el Padre y el Espíritu o, por
el contrario, la forma concreta cómo esta intimidad y obediencia al Padre
en el Espíritu (Abba) por el Reino llega a su plenitud en la propia vida de
Jesús y en lo que significa para nosotros? La teología católica piensa que en
la muerte y resurrección de Cristo esta relación llega a su plenitud, revelán-
dose en toda su plenitud el misterio trinitario de Dios. El misterio pascual
es el acontecimiento que nos revela en ultimidad el misterio de Dios, como
misterio de comunión trinitaria, que integra y asume en su ser la historia
del hombre, también en su fragilidad y en su pecado, para introducirla en
la comunión de la vida divina.
La muerte de Jesús en la cruz es un hecho histórico que tiene un senti-
do para la vida humana y representa la forma suprema de la revelación de
Dios. La gran aportación de la teología del siglo XX a la teología trinitaria
ha sido poner en el centro de su reflexión el misterio pascual de Cristo. Al
mirar al centro de la historia salvífica desde la perspectiva del Dios trinitario,
la teología de la cruz se ha visto enormemente enriquecida, pues ha pasado
de ser un signo de la ascética y piedad individual a ser la expresión supre-
ma del amor de Dios, en donde se revela el camino del seguimiento del
discípulo de Cristo, la revelación del ser íntimo de Dios y su implicación en
el sufrimiento del mundo, así como la gloria que tiene poder para transfigu-
rar el mundo. Si a la primera perspectiva ha sido más fiel la teología católica
desde la teología mística de los santos (Ignacio de Antioquía, Francisco de
Asís, Juan de la Cruz, Charles de Foucauld) hasta la teología de la liberación
(G. Gutiérrez, J. Sobrino), la segunda ha estado marcada por la reflexión de
la teología protestante (Lutero, J. Moltmann, E. Jüngel), dejando la tercera
perspectiva al gran patrimonio del oriente cristiano, en muchos aspectos
todavía sin explorar (S. Bulgakov, V. Lossky, P. Endokimov).

a) Hecho histórico

La teología de la cruz ha de partir de la raíz histórica de la muerte de


Jesús que según el Nuevo Testamento hay que contemplarla en una triple
perspectiva (religiosa, política, teológica) e interpretarla desde la teología
de la entrega que nos abre a una lectura trinitaria. Este hecho histórico con-
creto fue entendido por los testigos que nos lo han narrado en el Nuevo
Testamento desde una triple significado: religioso, político y teológico. Tres

116
EL MISTERIO DE DIOS

perspectivas que siendo en principio diferentes están implicadas entre sí.


La muerte de Jesús fue vista como la muerte del profeta y del Mesías. Ante
al Judaísmo Jesús muere como un blasfemo y como un maldito tal como
advertía ya la prescripción del Deuteronomio (cfr. Dt 21,21-23; Gal 3,13);
fuera de la puerta de la ciudad santa, es decir, del ámbito de la alianza
establecida por Yahvé con su pueblo (Mt 27,32; Heb 13,12). La muerte de
Jesús significa la descrédito de su persona (falso profeta) y el fracaso de su
pretensión mesiánica (Mesías impostor). La muerte de Jesús es la muerte
del profeta y del Mesías, de un Mesías paradójico que porta la salvación del
pueblo a través del sufrimiento y la esperanza. Las burlas de las que Jesús
es víctima en el proceso judicial y en el momento de su crucifixión son el
ejemplo evidente del fracaso de su pretensión profética y mesiánica. A pe-
sar de ello Jesús asume y afirma ser el Mesías ante el sumo sacerdote. Pero
también la muerte de Jesús fue comprendida como la muerte del esclavo.
Ante al poder político de Roma Jesús muere en un conflicto y una lucha
de autoridades y realezas. Si bien es verdad que como dice el evangelio de
Juan ambos reinos no se sitúan en el mismo plano «mi reino no es [como el]
de este mundo» (Jn 18,36), esto no significa que no se sitúen en una con-
frontación dramática. La muerte de Jesús es la muerte del esclavo crucifica-
do, no obstante, como paradoja suprema, el evangelio de San Juan afirma
con rotundidad que Jesús es el rey que reina sobre el madero. La muerte
de Jesús revela más profundamente la real muerte del Hijo. Ante Dios Je-
sús muere como el Hijo abandonado. En el momento de su muerte Jesús
se dirige a ese Dios que anteriormente había invocado como Abba, para
expresar el abandono y la soledad que en estos momentos experimenta.
Jesús se vuelve hacia su Padre en el momento de su agonía para ponerse
enteramente bajo su voluntad: «No lo que yo quiero, sino lo que tú quieres»
(Mc 14,35). El silencio de Dios se prolonga hasta el desgarrador grito de
Jesús en el que ese abandono se consuma. Este grito de Jesús, que parece
expresar su experiencia de abandono en la cruz «Dios mío, Dios mío, por
qué me has abandonado» (Mc 15,34 par; Cfr. Sal 22,2).

b) Interpretación teológica

Más allá del hecho, aunque sin desvincularse de él, la muerte de Jesús es
interpretada en el NT con el verbo entregar y en el cruce de tres libertades
que se ponen en juego: la libertad de los hombres que entregan a Jesús a
la muerte de los criminales (Mt 27,26); la libertad de Jesús que le lleva a
entregarse voluntariamente (Jn 10,17-18); y por último, la libertad del Padre
al entregar a su propio Hijo a la muerte como una necesidad de su corazón
para mostrarnos el amor con que nos ha amado (Rom 8,32). Desde esta
vinculación de la muerte del Hijo con la entrega del Padre la teología ha

117
LA LÓGICA DE LA FE

interpretado la cruz de Jesús como el lugar supremo de la revelación de


Dios. En este sentido tiene razón la teología contemporánea cuando, dando
un paso más allá de la historia concreta de Jesús, ha querido pensar el ser
de Dios desde la revelación de la cruz. Aquí el texto de referencia es 1Cor
1-2 donde San Pablo nos habla de la «palabra de la cruz» como revelación
suprema de Dios en debilidad y locura, que sobrepuja y sobrepasa la forta-
leza y sabiduría de los hombres. En este sentido es verdadera la afirmación
de Lutero: «Crux sola est nostra theologia» (WA 5, 176, 32).

c) Cruz del Hijo e impasibilidad de Dios

Esta cuestión se ha visto agudizada con la pregunta por la implicación de


Dios en el sufrimiento de su creación, una cuestión clásica de la teodicea. Si
por un lado la teología clásica ha subrayado los atributos de la inmutabili-
dad e impasibilidad de Dios para asegurar la libertad y gratuidad de Dios en
su relación con la historia y la certeza del cumplimiento de su designio so-
bre ella, la teología moderna se ha visto en la necesidad de poner en primer
plano la arriesgada solidaridad de ese Dios con los hombres, asumiendo en
sí mismo el sufrimiento y la muerte. Ahora bien. ¿Cómo podemos pensar
a Dios en su relación con el sufrimiento y la muerte de los hombres (cruz)
sin caer en un dualismo que al afirmar tanto su trascendencia respecto al
mundo, lo separa de tal forma que Dios no queda afectado para nada por
la historia de su Hijo ni de los hombres (impasibilidad)? O, por el contrario
¿cómo pensar en él siendo solidario de la historia sin que se le introduzca
en un proceso trágico sin respectar su trascendencia y soberanía respecto
a la historia y la creación? La única respuesta válida parece provenir de la
teología trinitaria.
Los atributos de la inmutabilidad e impasibilidad de Dios (Dios no pue-
de sufrir las pasiones y los deseos de los hombres) tienen una verdad de
fondo y radical, y en este sentido, son conceptos teológicos necesarios. Vie-
nen a significar que Dios es libre y soberano de la historia. Él no sucumbe
a ella y por esta razón puede salvarla. Su ser está seguro. La impasibilidad
e inmutabilidad de Dios son atributos que expresan, por un lado, la inte-
gridad ontológica de Dios y su inmunidad ante las alteraciones en su ser.
Por otro, la constancia, fidelidad y seguridad de que él no renuncia a la
realización del propósito de su voluntad, de llevar a perfección y a la comu-
nión con él la creación. Si bien es verdad que Dios no puede quedar sujeto
a los acontecimientos cambiantes de la historia perdiendo su soberanía y
libertad, y de esta forma su capacidad de salvar definitivamente, no pode-
mos negar que Dios actúa e interviene en esa historia comprometiéndose y
solidarizándose con su creatura. En realidad la categoría de la inmutabilidad

118
EL MISTERIO DE DIOS

de Dios habría que comprenderla desde la revelación concreta de Dios en


la historia testimoniada en la Escritura.

d) Cruz del Hijo y sufrimiento de Dios

El testimonio bíblico, tanto en el AT como en el NT, nos muestra a un


Dios comprometido con el hombre, solidario con su suerte y su destino.
Ese compromiso, compasión y solidaridad de Dios con el hombre le lleva
a asumir su mismo destino (Flp 2,6-8). El Padre participa en la vida, en la
pasión y en la muerte de su Hijo. Toda la vida del Hijo es un don que el
Padre nos da y nos envía: «Tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo
al mundo, no para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn
3,13-15). La entrega que el Padre hace del Hijo (Rom 8,32) hay que enten-
derla no como un castigo del Padre al Hijo, sino como la donación que
el Padre mismo hace de sí en el Hijo por amor a los hombres. Aquí llega
Dios a su grado máximo de solidaridad, compasión y amor por su criatura:
asume su misma condición en el Hijo por el Espíritu para salvarla, redimirla
y llevarla a su perfección desde dentro de su carne y su historia. El Padre,
queda como garante de que la divinidad no se destruya y permanezca en
su integridad (reserva teológica). De esta manera se expresa, por un lado,
la constancia, fidelidad y firmeza de Dios en la acción y compromiso en la
historia; a la vez que queda a salvo la integridad de su ser.
La tradición patrística no ha encontrado un camino fácil para hablar
de un Dios sufriente. Porque si hablamos en estos términos ¿en qué sen-
tido estamos aplicando a Dios el sufrimiento y la pasión humana? El sufri-
miento de Dios siempre ha sido un problema en la historia de la teología.
El pensamiento de los Padres ha sido dialéctico y así se ha hablado del
sufrimiento del Dios impasible (P. L. Gavrilyuk, El sufrimiento del Dios
impasible, Salamanca 2011). Lejos de significar una helenización del con-
tenido judeocristiano de la Escritura, es la expresión del difícil camino que
ha tenido que atravesar el pensamiento de los Padres para ser fiel al tes-
timonio bíblico de la revelación de Dios. Frente a los dioses apasionados
del paganismo, la teología cristiana tuvo que afirmar la impasibilidad de
Dios. Aunque inmediatamente frente a la tentación del docetismo afirmó
sin ambigüedad que el sufrimiento de Cristo, el Hijo de Dios, es real. No
obstante, frente al patripasianismo los Padres tuvieron que perfilar esta
afirmación y así decir que este sufrimiento del Hijo no afecta directamen-
te al Padre, es el Hijo quien sufre en la encarnación y en la muerte. Este
sufrimiento real no significa una infravaloración de su condición divina. El
Hijo, sufriendo realmente, es de la misma naturaleza del Padre (frente al
arrianismo). En el sufrimiento del Hijo se revela la kénosis de Dios (Cirilo
frente al nestorianismo).

119
LA LÓGICA DE LA FE

El tema del sufrimiento de Dios se ha visto revitalizado desde la pregunta


por el mal y la implicación de Dios en él. La teología ha intentado responder
desde una teología del sufrimiento de Dios, un sufrimiento activo y creador,
cuya fuente no está en la limitación ni en el pecado, sino en el amor, y la afir-
mación de Dios como palabra de protesta y fuente de esperanza activa frente
al dolor y el sufrimiento padecido. A la hora de plantearse nuevamente este
problema se ha intentado trabajar desde tres puntos de vista. El primero es el
testimonio bíblico mencionado más arriba. Este nos revela a un Dios compro-
metido y sufriente. En segundo lugar, se asume la verdad de la afirmación de
la impasibilidad: Dios no puede dejar de ser Dios, quedando absorbido por el
ritmo de la historia y siendo sujeto de las pasiones humanas. Finalmente, esta
paradoja se afronta desde una perspectiva trinitaria. Sólo sufre real e históri-
camente el Hijo, aunque precisamente por ser el Hijo, el resto de las personas
divinas están implicadas. Hay, por lo tanto, un sufrimiento involuntario que
proviene de la imperfección o pecado de la criatura, y un sufrimiento que se
asume voluntariamente no por imperfección sino por plenitud de ser y de
amor. Dios participa no del primero sino del segundo. A la esencia del amor
pertenece asemejarse e identificarse con la persona amada. De este amor y de
esta pasión sufre también Dios por nosotros. En este sentido un Dios impasi-
ble, incapaz de sufrir, sería, también, un Dios incapaz de amar.
En todas las acciones de Dios en su relación con la creación y con las cria-
turas están implicadas las tres personas divinas. Pero cada una de una forma
diferenciada. El Hijo es el que asumiendo la condición humana, está totalmente
implicado en nuestro dolor humano y quien se sumerge en él. Él es el único de
quien se puede decir que sufre históricamente en la cruz compartiendo el desti-
no y el sufrimiento de los hombres. Todavía podemos dar un paso más. Desde
los textos de la Escritura podemos pensar al Espíritu unido al sufrimiento de
toda la creación que está gimiendo los dolores de parto por la nueva creación
(Rom 8,17). Y, finalmente, podemos decir que el Padre sufre por el Hijo y en el
Hijo, sin que podamos separar adecuadamente al Padre del sufrimiento de su
Hijo, pero sin que podamos identificarlos totalmente. Sólo así podemos decir
realmente que en la cruz de Cristo se muestra la sabiduría y el poder de Dios
(1 Cor 1-2) que es capaz de llevar a buen término y a su plenitud el transcurrir
de la historia. Y esto sin olvidar que este sufrimiento no es signo de limitación
e imperfección, o la manifestación de algún tipo de carencia (Hegel), sino ex-
presión de la plenitud de su ser, ya que es su ser que se identifica con el amor
el que le conduce a asumir la realidad del otro (Orígenes).

e) Cruz y resurrección

La cruz de Cristo es siempre la cruz gloriosa transfigurada por el amor


y la fuerza del Espíritu. Según la tradición joánica, la cruz de Cristo es la

120
EL MISTERIO DE DIOS

expresión de la victoria del amor e inicio de la transfiguración del mundo.


En este sentido la afirmación que citábamos anteriormente de Martin Lutero
no es del todo exacta. La cruz nunca ha sido contemplada por los cristianos
aisladamente, sin dejar que en ella se nos manifieste también la luz de la
resurrección y la gloria del Espíritu. La cruz no es sólo lugar de seguimiento
ni lugar de revelación de Dios, sino ámbito de transfiguración del mundo
desde la presencia y el don del Espíritu. Este Espíritu interviene en la cruz
de Cristo como agente activo que posibilita a Jesús ofrecerse en perfecto
sacrificio al Padre, según el testimonio de Heb 9, 14, y como agente pasivo
en cuanto que es entregado por Jesús al Padre y donado a los hombres en
el momento en que Jesús expira consumando la obra encomendada por el
Padre, según el testimonio de Jn 19,30. Tanto el envío del Espíritu Santo
como el nacimiento de la Iglesia se sitúan según la perspectiva joánica en
el corazón del misterio pascual (muerte y resurrección del Señor), según
la perspectiva lucana en el día de Pentecostés. El Espíritu es otorgado por
Cristo en el momento de su muerte (Jn 19,30), aunque, el mismo evangelis-
ta San Juan nos narra el envío de ese Espíritu por parte del Resucitado para
la nueva misión de la Iglesia (Jn 20,19). Se desvela así en toda su amplitud
y hondura el misterio trinitario de Dios: «Desde que el Padre resucita a Jesús
y ambos derraman su Espíritu común, se nos revela más hondo el misterio
trinitario, aunque es su manifiesta hondura lo que nos abre a la inabarcabi-
lidad de Dios» (H. U. von Balthasar, «El misterio pascual», 771).

f) Resurrección y Trinidad

La resurrección es un acontecimiento trinitario donde está en juego la


comprensión de Dios y, desde ésta, su real y precisa relación con el mundo.
La resurrección de Jesús hay que comprenderla desde una orientación teo-
céntrica (paternidad de Dios), una concentración cristológica (filiación de
Jesús) y una extensión y universalidad pneumatológica (soplo y fuerza del
Espíritu). Quien pone en duda la resurrección como acontecimiento único,
singular y escatológico en Jesucristo, duda en realidad de la capacidad de
Dios para actuar en el mundo. Hans Kessler ha mostrado cómo a la hora de
entender la resurrección de Cristo tenemos que ponernos de acuerdo con
anterioridad en una teología de la revelación y una teología de la creación.
Así, el autor alemán elabora una fenomenología de la acción de Dios en el
mundo: acción creadora, actividad creadora general y constante por medio
de las criaturas, acción especial (innovadora) de Dios a través de agentes
humanos y finalmente acción radicalmente innovadora de Dios sin media-
ción humana, entre las que sitúa la resurrección y la plenitud de la vida (Cfr.
H. Kessler, La resurrección de Jesús, Salamanca 1985). Si no se concibe que
más allá de la acción y actividad creadora en general Dios no puede entrar

121
LA LÓGICA DE LA FE

en relación con el mundo habrá que situar la resurrección en el horizonte


de la esperanza humana universal, siendo ésta el paradigma o la expresión
simbólica de aquella. Desde aquí Kessler ha hablado de la resurrección des-
de una perspectiva trinitaria en su fundamento teodramático, concentración
cristológica y expansión pneumática.
Los textos más primitivos del Nuevo testamento que hablan de la resu-
rrección de Jesús tienen a Dios (Padre) como autor y agente principal de
ella (Cfr. Gál 1,1; Rom 1,4; 6,4; 8,11; Ef 1,19s). La resurrección de Cristo re-
mite al Padre como respuesta paterna a la obediencia filial del Hijo. Muerte
de Jesús y resurrección de Cristo son la cruz y la cara de una misma mo-
neda. La muerte es acción del Hijo en absoluta comunión (en el Espíritu)
al Padre. La resurrección es acción del Padre regalándole la comunión de
vida plena (en el Espíritu) al Hijo. El Abba que Jesús había dirigido a Dios,
en escandalosa intimidad y en absoluta obediencia encuentra su revelación
más precisa. Los textos de los Hechos de los Apóstoles ponen en profundo
contraste la acción de los hombres matando a Jesús y la acción de Dios
resucitándolo, para así, constituirlo en Mesías y Señor (Hch 2,32; 3,15,26
13,33-34). Las cartas de Pablo también afirman sin ambigüedad que la ini-
ciativa en la resurrección es del Padre (Rom 6,4; 8,11), en cierta analogía
con la acción de Dios en el acto creador. Esta acción, como en la creación,
no se produce por mediación humana, sino que es una acción directa de
Dios. El mismo Dios que llama a la existencia a lo que no es mediante la
fuerza de su palabra, es aquel que da vida a los muertos (Rom 4,17). La
resurrección de Cristo es un hecho nuevo e inaudito que nadie podía sos-
pechar. Sin embargo, desde la luz nueva que nos ofrece, podemos realizar
una mirada retrospectiva y así establecer una continuidad con la acción de
Dios en el mundo: en la creación, en su providencia, en su alianza y en su
encarnación. La resurrección se convierte en la máxima expresión de la re-
lación entre Dios y el mundo. Donde esta relación llega a su cima. Negar la
acción de Dios en la resurrección de Jesús es negar la relación que Dios ha
establecido con el mundo en su providencia, alianza y encarnación. Pues la
primera no es comprensible sino desde la lógica del Dios creador que de la
nada saca el ser (2Mac 7,28), del Dios providente que hace alianza con su
pueblo (Jer 31,30) y camina en solidaridad junto a él compartiendo el sin-
sentido y la muerte del destierro. Dios, el Padre, ha quedado definido como
aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos. Esa es su seña de identidad.
La resurrección constituye y revela en plenitud la filiación divina de Je-
sús. La acción de Dios en la resurrección de Jesús no tiene sólo un carácter
epifánico, manifestativo y acreditativo del ser y de la misión de Cristo como
Mesías e Hijo de Dios, sino realmente constitutivo, si hacemos caso de los
textos de las cartas de Pablo y de Hechos de los Apóstoles que nos ofrecen
un estadio de una cristología muy incipiente (Rom 1,1-3). La filiación divina

122
EL MISTERIO DE DIOS

de Jesús, que había sido proclamada en el bautismo (Lc 3,22 utilizando la cita
del Sal 2,7) y que Jesús había vivido durante toda su vida terrena, se manifestó
solemnemente en la resurrección (Hch 13,33). Si la resurrección manifiesta y
realiza en toda su amplitud y profundidad la paternidad de Dios, así ha de
ocurrir también con la filiación de Jesús. En la resurrección Jesús, el Hijo,
adquiere la condición de Hijo de Dios en todo su poder (Rom 1,3-4). Sin ne-
cesidad de caer en un adopcionismo, podemos afirmar con toda su verdad la
plena constitución filial de Jesús en la resurrección. Él siempre es el Hijo, pero
en cuanto encarnado, tuvo que serlo humanamente en el nivel de conciencia
que cada momento requería. Por esta razón, cuando su cuerpo es glorificado
por el Padre con la fuerza del Espíritu, él es constituido Hijo de Dios en poder,
es decir, en plenitud. Si la encarnación del Hijo es real, también ha de serlo la
acción de Dios en el momento de su resurrección.
La filiación divina de Jesús en poder se actúa en virtud y en la fuerza del
Espíritu. El Padre resucita a Jesús en el Espíritu. El Espíritu de Dios que en el
AT se relaciona con la fuerza creadora en el origen del mundo (Gén 1,2) y
con la fuerza que robustece al hombre para que de los huesos secos pueda
salir nuevamente vida (Ez 37,5), ahora se relaciona con la fuerza (dynamis)
desde la que el Padre resucita a su Hijo y quien obrará en nosotros la resu-
rrección futura: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muer-
tos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros» (Rom 8,11). Debido a la centralidad que tiene el Espíritu
en el capítulo 8, Pablo cambia la afirmación usual de aplicar al Padre la
acción de la resurrección (Rom 4,24; 10,9; 1Cor 6,14; Gal 1,1) y añade que
la resurrección de Cristo se debe a la acción de Dios por medio del Espíritu.
La resurrección de Cristo se realiza por medio del Espíritu y desde la resu-
rrección de Jesucristo los creyentes recibimos el don del Espíritu (Gal 4,4).
La acción vivificante del Espíritu no se reduce a la resurrección de Cristo
sino que esta fuerza del Espíritu se proyecta hacia la resurrección futura de
los creyentes. El Espíritu de Dios no es sólo el ámbito o la fuerza en la que
el Hijo es resucitado por el Padre, sino que es el aliento del Resucitado que
él comunica a sus discípulos y en ellos a toda la humanidad, para que sea
llevada y conducida al mismo lugar donde ahora está ya su humanidad glo-
rificada. El Espíritu no sólo es el Espíritu del Padre en el que el Hijo cumple
su misión por el Reino hasta la muerte, sino que es también el Espíritu del
Hijo que es otorgado a los creyentes (Jn 20,19-21). Él es quien reúne a la
Iglesia enviándola a su vez a todas las regiones de la tierra (Hch 2), quien
hace actual y presente la acción salvífica de Cristo (Rom 8,1-30), el Paráclito
y Espíritu de la verdad (Jn 14-16) que está con el discípulo en su relación
hostil con el mundo (de dentro a fuera: de la inmanencia al testimonio) y en

123
LA LÓGICA DE LA FE

la relación del creyente con Cristo (desde el presente hacia el pasado como
recuerdo y anticipo del futuro y lo que está por venir).

§ 8. El NT da testimonio de la revelación que Dios hace de sí mismo a través


de una economía de la salvación que está estructurada trinitariamente. Esta
economía salvífica ya está prefigurada en el AT (Palabra, Sabiduría, Espíri-
tu). Israel da testimonio de un Dios único manifestado en la historia de for-
mas diferentes. En el centro de este testimonio aparece Yahvé en su ilimitada
soberanía (trascendencia) y su arriesgada solidaridad (inmanencia).

1. Trinidad y Nuevo testamento

El Nuevo Testamento continúa la fe monoteísta explícitamente confesa-


da en el AT (continuidad: el Dios de Israel y de la Alianza) pero en una es-
tructura trinitaria de la revelación (discontinuidad: el Dios Padre de nuestro
Señor Jesucristo). Desde este monoteísmo el NT afirma la divinidad de Jesús
(Jn 17,3; 1Cor 8,6; 1Tm 2,5; Rom 10,9) desde una estructura relacional. La
designación de Jesús como theos no es la designación de Jesús como otro
Dios junto a Dios, sino la designación de Jesús desde el Dios único. Pre-
supone su relación única con él, expresada en la vida terrena en el Abba,
y en el prólogo de Juan como el Logos vuelto hacia él y existiendo junto a
él. Ese Dios único, y no otro, es el que se manifiesta en Cristo. La cuestión
fundamental en el NT, desde el punto de vista de la teología trinitaria, será
justificar la divinidad de Jesucristo sin que se rompa la fe monoteísta. Por
esta razón la divinidad de Jesús se va a contemplar desde la relación con el
único Dios (el Padre). En este sentido tenemos un importante testimonio en
el prólogo del evangelio de Juan al usar para el Padre la palabra Dios con
artículo, mientras que para Jesús se utiliza como atributo, es decir, sin artí-
culo. La confesión de Tomás Jn 20,28 nos muestra que una de las intencio-
nes de todo el evangelio es subrayar esta condición divina de Jesús: «Señor
mío y Dios mío». La aplicación de la expresión «Yo soy» a Jesús, que en el
AT remite al Dios del Éxodo y de la Alianza es otra manera significativa de
afirmar la divinidad de Jesús. El testimonio del NT no es sólo cristológico,
como si la Trinidad fuera una injerencia añadida con posterioridad, sino
que la cristología y la teología trinitaria están íntimamente implicadas y se
necesitan mutuamente.
Respecto al Espíritu, no hay ningún texto que nos hable directamente
de su divinidad, tal como ya percibieron los Padres Capadocios. Quizá hay
que pensar que esa afirmación era lo evidente, tal y como se podría deducir
del testimonio de las Escrituras (AT). Sin embargo, esto no significa que no
afirme su divinidad. Hay una clara afirmación de ésta, cuando al Espíritu se
le coloca junto al Padre y al Hijo en la obra de la salvación, como el agente

124
EL MISTERIO DE DIOS

consumador de la salvación en los hombres (arras, fuego, sello, promesa).


Una salvación que ha sido preparada y determinada por el Padre, ejecutada
por el Hijo y cumplida en el Espíritu. Si en relación con Jesús la cuestión
central tratada en el Nuevo testamento era su relación con el Padre, aquí
el problema central con el que se encontró el NT, y posteriormente la teo-
logía, fue la relación entre Cristo y el Espíritu. En el Nuevo Testamento se
nos habla de dos misiones del Padre que estando mutuamente implicadas
y relacionadas no se pueden confundir ni separar (Gal 4,4-6; Rom 8,1-16).
Cristología y pneumatología se implican necesariamente. Su articulación
interna se descubre en la vida concreta de Jesús, como portador y dador
del Espíritu. El Espíritu conduce y guía a Jesús para cumplir la voluntad del
Padre. Este Espíritu está en él y sobre él para realizar su misión hasta el
extremo de la muerte. Y en él resucita y es justificado (Espíritu del Padre).
Pero como Crucificado Señor de la gloria se convierte en el dador del Espí-
ritu a la Iglesia y al mundo (Espíritu del Hijo).
No hay textos aislados que justifiquen por sí mismos la doctrina trini-
taria sobre Dios, sino que hay que atender a lo que hemos llamado una
estructura trinitaria de revelación. Esta estructura trinitaria de la revelación
y de la salvación se explicita en textos que tienen como trasfondo la litur-
gia cristiana (bautismal en Mt 28,19 o eucarística en 2Cor 13,13) que es el
lugar donde se celebra y actualiza esa salvación realizada ya en Cristo, o en
himnos y cánticos que celebran la salvación de Dios acontecida en Cristo y
en el Espíritu. La experiencia de Dios como Padre, Hijo y Espíritu (trinita-
rio) es el fundamento de la existencia cristiana (1Tes 1,1-6) y de la historia
de la salvación (Ef 1,3-14; Col 1,15-20; Jn 1,1-18). El Nuevo testamento no
nos ofrece una reflexión teórica sobre el ser de Dios sino que nos da tes-
timonio de una experiencia salvífica. Estos textos dan testimonio de una
estructura trinitaria revelación y una experiencia trinitaria de la salvación.
En este sentido podemos decir que son incipientemente trinitarios. Cuando
dirijamos nuestra mirada a la historia de la teología descubriremos que las
controversias cristológico-trinitarias pueden reducirse a un problema de in-
terpretación, a un problema de hermenéutica bíblica. Los textos pueden ser
interpretados desde una lectura subordinacionista, considerando al Padre
por encima del Hijo y del Espíritu, modalista al considerar al Padre, al Hijo
y al Espíritu como formas de aparecer el mismo y único Dios, o incluso
de una forma triteísta, pensando que Padre, Hijo y Espíritu son tres dioses.
Sin embargo, la gran Iglesia a lo largo de la historia del dogma aclarará
que detrás de ese Dios con el que podemos relacionarnos en el Espíritu
y al que podemos dirigirnos como Padre para darle gracias por lo que ha
realizado a través y mediante su Hijo, es real y verdaderamente Padre-Hijo-
Espíritu en trinidad de personas y en igualdad de naturaleza. Es decir que
ese Dios es el Dios de la fe de Israel (monoteísmo) que se revela y mani-

125
LA LÓGICA DE LA FE

fiesta de forma concreta en el Hijo y en el Espíritu (concreto). Es verdad


que los textos se podrían haber leído de otra manera, pero de hecho no fue
así. La Iglesia optó por lo que podríamos llamar una lectura literal de los
textos en los que se habla de Cristo como Hijo de Dios y del Espíritu como
Santo y santificador, dando toda relevancia a la preposición de para indicar
su procedencia y origen: la realidad de Dios. Esto es lo que significarán
después los Concilios de Nicea y Constantinopla I.
En el desarrollo de la teología trinitaria tendrá una importancia funda-
mental la aplicación a Cristo de las categorías como Palabra (Jn 1), Imagen
(Col 1) e Hijo (Ef 1) en textos en los que se habla claramente de la preexis-
tencia de Cristo junto a Dios. Esto implica, aunque el NT no piense explí-
citamente sobre ello, que en Dios hay relación, alteridad, diálogo. Dios es
único, pero no es solitario. Las tres categorías e imágenes para expresar la
relación de Dios con Jesucristo (Palabra, Imagen e Hijo) nos están hablando
de comunicación, de participación y de diálogo dentro de la vida divina.
Pero, a la vez, no podemos olvidar que estas categorías que nos ayudarán
en la reflexión teológica-trinitaria (hacia la altura) tienen un importante con-
trapeso histórico (hondura-profundidad). El Logos del que habla el prólogo
de Juan desde el v. 1 hasta el 18 no es otro que el Encarnado, el Logos
que se ha hecho carne. Cristo como imagen del Dios invisible es a la vez
aquel que ha reconciliado a los hombres con Dios a través de la sangre de
la cruz. El Hijo del Amor en quien tenemos la posibilidad de ser hijos es a
la vez quien ha realizado la redención y el perdón de los pecados. Por eso
junto a esta dimensión teológica y soteriológica de estas categorías, está la
perspectiva cosmológica y antropológica (anchura). A través de esa Palabra
y de esa Imagen y de su ser Hijo han sido diseñados y realizados la creación
y el hombre.
Por esta razón, Jesús no sólo nos revela el rostro del Padre o la esencia
íntima de Dios sino que también nos muestra el sentido último de toda la
realidad y la vocación única del ser humano (cfr. GS 22). El hombre ha sido
creado como oyente de la Palabra para acoger en su interior la comuni-
cación y Palabra gratuita de Dios; ha sido creado a imagen de Cristo para
que llegue a la participación plena con Dios en la semejanza y llegue así a
manifestarse plenamente aquello que ya somos en el designio de Dios antes
de la fundación del mundo: hijos en el Hijo. El misterio de Dios (teología),
el misterio de Cristo (cristología) y el misterio del hombre (antropología),
siendo realidades diferentes están estrechamente relacionadas y son insepa-
rables. Se iluminan unas en las otras. Las tres realidades forman un triángulo
fundamental que sostiene la teología católica entera. Cada uno de nosotros
podremos empezar por cualquiera de ellas, pero siempre tendrá que abrirse
claramente a las otras dos y desde ellas re-definir y re-considerar la anterior.

126
EL MISTERIO DE DIOS

Desde Cristo se nos revela el misterio de Dios en toda su altura (teología),


profundidad (soteriología) y anchura (antropología - historia).
En el centro del testimonio neotestamentario sobre Dios está el misterio
pascual. En él Dios se revela de forma plena en su ser trinitario. Aunque
nunca podemos olvidar que el centro y punto de partida del misterio pas-
cual es la historia, la libertad y la conciencia de Jesús (su kénosis hasta la
muerte y muerte de cruz), debemos afirmar con claridad que en ese acon-
tecimiento salvífico está implicada toda la Trinidad. No de igual manera y
de forma indistinta, sino cada una según su propiedad personal. Es este
acontecimiento trinitario el que nos ha revelado en plenitud el ser mismo
de Dios: como un Dios radicalmente solidario de la historia humana, que
no solo la ha puesto en marcha como signo de amor y libertad supremas,
sino que se la ha cargado sobre sí para, desde dentro, sanarla y conducirla
a la plenitud y consumación para la que había sido creada; y cómo el Dios
siempre mayor que todo aquello que podemos pensar o decir sobre él, ya
que ese exceso y sobreabundancia lo ha manifestado, no en estar por en-
cima de la realidad, sino precisamente en su aparición en lo mínimo (Non
coerceri maximo, contineri minimo, divinum est).

2. Trinidad y Antiguo Testamento

a) Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento

«Sin el Antiguo Testamento, el Nuevo sería un libro indescifrable, una


planta privada de sus raíces y destinada a secarse» (Pontificia Comisión
Bíblica, El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, nº
163). Y si esto es verdad para la relación general entre AT y NT, ¿cómo
afecta a la revelación de Dios, cuya fuente permanente la encontramos
en el NT? La relación que existe entre la revelación de Dios en el NT y la
revelación en el AT puede explicarse con tres palabras: continuidad, dis-
continuidad y progreso. El AT prepara y anuncia proféticamente la venida
de Cristo, así como Cristo culmina y lleva a su consumación la revelación
que se inició ya en el AT. La persona y la obra de Cristo se sitúan en la
prolongación de la historia de Israel. Sin embargo, no podemos negar que
el paso de un Testamento al otro implica una discontinuidad, que no anula
la continuidad radical que existe entre ambos, sino que la supone. El texto
que hace función de prólogo en la carta a los Hebreos expresa muy bien
esta continuidad de la revelación de Dios, así como la novedad y el pro-
greso que supone la venida de Cristo. Una novedad que no hay que situar
tanto en el contenido concreto de lo que Jesús nos dice, sino en la persona
misma que se revela. Él es el resplandor de la gloria del Padre o la impronta
de su sustancia: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pa-

127
LA LÓGICA DE LA FE

sado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio de su Hijo a quien instituyó heredero de todo,
por quien también hizo el universo, el cual, siendo resplandor de su gloria
e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa,
llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la ma-
jestad en las alturas» (Heb 1,1-3). La continuidad se expresa en términos de
pedagogía divina y revelación histórica, en la que Dios, para revelar su ser
y con ello otorgarnos su salvación, ha ido acompasándose al ritmo del hom-
bre. Esto es perceptible en las diferentes etapas que se pueden rastrear en la
revelación del monoteísmo en el AT, a la vez que su culminación en el NT.
La doctrina trinitaria se ha ido forjando desde la afirmación irrenuncia-
ble del monoteísmo, interpretándolo de una manera única y original. Si la
fe trinitaria no es el fruto elaborado de una especulación abstracta sobre
Dios, tampoco lo ha sido la fe monoteísta. El monoteísmo surge en el pue-
blo de Israel después de una larga, y muchas veces ambigua, experiencia
de Dios en su propia historia. Desde el canon de la Biblia, hay dos textos
que son los esenciales para comprender el monoteísmo bíblico, sin entrar
al problema de su origen y formación: Dt 6,4-6 y Ex 20,2-3. En realidad la
fe monoteísta no es un problema de querer indagar en el ser de Dios, sino
una manera de comprender la relación entre Dios y el mundo. Esto es lo
que al final determina la fe monoteísta, dualista, politeísta y en nuestro caso
trinitaria. Yahvé es el único Dios para Israel, y por esa razón, el judío debe
entregarse a él con la totalidad de su corazón, de su mente y de sus fuer-
zas. Pero si unimos este texto del shemá al inicio del Decálogo podemos
comprender que la fe en el Dios único tiene claras implicaciones y conse-
cuencias en la organización humana, política y comunitaria. La afirmación
de la soberanía de Yahvé ha actuado como principio crítico contra todo tipo
de poder intramundano que se quiera convertir en poder absoluto. Yahvé
es el garante último de un espacio vital y un orden moral, que permite a
Israel vivir con tranquilidad en un ambiente eminentemente hostil. Ese or-
den moral crea las bases para una comunidad y convivencia pacífica. Israel
no puede ser esclavo o servidor de nadie más, ni de los poderes humanos
que se quieren convertir en dioses, ni de otros dioses que en el fondo son
ídolos que deshumanizan. El Decálogo ofrecido por Dios a su pueblo nos
muestra que Yahvé no es un soberano como el faraón. El Decálogo ofrece
las bases para una sociedad nueva construida desde la dignidad, la liber-
tad y el bienestar. Monoteísmo, liberación y justicia social en la historia de
Israel están estrechamente entrelazados. El Nuevo Testamento continúa la
fe monoteísta explícitamente confesada en el AT (continuidad: el Dios de
Israel y de la Alianza) pero en una estructura trinitaria de la revelación (dis-
continuidad: el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo).

128
EL MISTERIO DE DIOS

Si la revelación que Dios hace de sí mismo en el NT es realizada a través


de una economía de la salvación que está estructurada trinitariamente y no
desde una teoría o doctrina acabada sobre su misterio, esta forma y figura
trinitaria de comunicación tiene que estar de alguna u otra manera antici-
pada y prefigurada en el AT. Pero tenemos que ser muy cautos a la hora de
buscar estas raíces de la revelación del Dios trinitario. Esta mirada retros-
pectiva al AT no podemos realizarla buscando textos aislados (Gén 1,26;
18,1-15), para ver en ellos un anticipo de la revelación trinitaria de Dios,
sino viendo en la historia de la salvación narrada en el AT una incipiente
y preparatoria estructura trinitaria de revelación de Dios. Ya sea desde los
nombres que Israel utiliza para nombrarlo e invocarlo: El, Elohim, Sadday y
Yahvé; desde el testimonio que Israel nos ofrece de él confesando y descri-
biendo su presencia y acción de Dios en la historia y, desde ella, decirnos
cómo es Dios; o desde las figuras de mediación: Dabar (palabra), Hochma
(sabiduría) y Ruah (espíritu) que son presentadas de forma personificada
como mediaciones de las que Dios se sirve para realizar su proyecto de
salvación. Se consuma así, en el AT, la dialéctica entre la experiencia de
trascendencia e inmanencia de Dios.

b) La revelación del nombre

El nombre, en sentido bíblico, nos revela el ser y la naturaleza de una


persona a través de la misión y de las acciones que realiza. El nombre de
Dios tiene una importancia fundamental pues nos está diciendo dos cosas.
La primera es que Dios se revela a sí mismo en lo que él es, pero no de una
manera abstracta, sino interviniendo en la historia. La segunda es que Dios
entra en relación con su pueblo (con el hombre). A diferencia del concep-
to, que quiere expresar la esencia de una cosa tal como es en sí misma, el
nombre debe llegar a la realidad misma, pero para ponerla en relación. El
nombre es lo que posibilita y hace que podamos nombrar en relación con
la realidad, con la persona invocada y entrar. Así el AT no nos ofrece un
concepto de Dios fruto y resultado del pensamiento, sino que nos dice que
Dios nos revela su nombre, es decir, se pone a nuestra disposición para
que pueda ser invocado y entre así en contacto y en relación con la historia
de los hombres. Sin embargo, junto a la cercanía y disponibilidad de Dios
al revelarnos su nombre para ponerse en contacto y relación con nosotros,
el AT afirma que ese nombre de Dios es indisponible para el hombre (cfr.
Gén 28). El hombre necesita el nombre de Dios, es decir, conocerle, pero
a la vez el nombre de Dios no es algo de lo que el hombre pueda dispo-
ner a su antojo («no tomarás el nombre de Dios en vano»). En este sentido
tenemos que afirmar que el nombre de Dios se convierte en una forma de
expresión de su presencia sin que con ello sea manipulable por aquel que

129
LA LÓGICA DE LA FE

lo pronuncia. El nombre de Dios expresa tanto la presencia como de la


trascendencia de Dios.
En el AT hay cuatro nombres fundamentales para referirse a Dios: «El»,
«Elohim», «El Sadday» y «Yahvé». De los cuatro, el más importante es el últi-
mo, pero no podemos olvidar el resto, ya que nos muestran aspectos dis-
tintos de la revelación del único Dios. A Dios no se le puede invocar con
un solo nombre, él tiene muchos nombres, como dirán posteriormente los
Padres de la Iglesia. Esta pluralidad de los nombres no es tanto un signo o
una revelación explícita y anticipada del Dios trinitario, pero sí es un signo
y una manifestación clara de que Dios, en su revelación, permanece inac-
cesible y supera la comprensión humana.

c) Dios revelado en la historia

Si el nombre que Dios revela a Moisés, para que éste a su vez se lo re-
vele al pueblo, «es una expresión de su ser que se manifestará a través de
un plan» (B. Childs), entonces tenemos que mirar a ese plan y a esa historia
concreta para poder comprender la revelación de Dios. La traducción más
probable del enigmático Ex 3,15 es «Yo soy» el que está como presencia
actuante y salvífica para Israel. En este sentido se han incorporado tres sen-
tidos que nos servirán para articular la triple forma de la revelación de Dios
en la historia. El que subraya el ser; el carácter misterioso; la dimensión
futura. En este sentido decimos que Dios es; Dios no es y Dios será. Esta
revelación pasa por tres momentos esenciales que están ligados al sentido
inferido en el mismo nombre de Yahvé, tal como ha sido comprendido en
la teología. Yahvé es el Dios que es. Podríamos precisar diciendo que es
don y oferta gratuita en la creación, en la elección, en la liberación y en la
alianza. Estamos ante el Dios revelado. En segundo lugar, al revelar su nom-
bre, Dios mantiene su misterio; el nombre es el misterio (cfr. Jue 13,18). En
este sentido decimos que Dios no es, es decir, no es un ídolo que pueda
ser confundido por Israel o por el hombre. Estamos ante el Dios escondido
en el exilio que tiene que ejercer hasta el final el amor y la misericordia,
mostrando su santidad y castigando el pecado. Finalmente, su revelación
sigue de alguna forma pendiente y abierta, Dios es el que será. Es el Dios
esperado, el Dios que será todo en todos, cuya actuación hay que entender
en la relación entre promesa histórica y cumplimiento escatológico.

d) Trascendencia de Dios en la inmanencia de la historia

Israel da testimonio de un Dios revelado, escondido y prometido. Un


Dios que a diferencia de los ídolos tiene poder para crear y generar una
realidad nueva y de volcarse en la solidaridad por el débil y el necesitado.

130
EL MISTERIO DE DIOS

Este poder demostrado en la solidaridad hace que Yahvé para Israel sea un
Dios incomparable (Ex 15,11; Sal 35,10; Sal 113,5; Miq 7,18-20). Ambas rea-
lidades: poder y solidaridad son el testimonio normativo del pueblo de la
Alianza y tienen que ir siempre unidos. Un poder sin solidaridad no puede
tranquilizar la necesidad de Israel, así como una solidaridad sin poder es
una esperanza vacía. De este doble testimonio de Dios realizado a través
de los nombres se vislumbra claramente el testimonio fundamental que
Israel da sobre Yahvé: su ilimitada soberanía (extra nos) y su arriesgada so-
lidaridad (pro nobis). Ambas perspectivas confluyen en determinados mo-
mentos, mientras que en otros aparecen en una tensión si no en una aguda
ambivalencia. Lo más característico de la revelación y testimonio de Dios
en el AT es que es muy difícil llevar a una unidad o denominador común la
polifonía de perspectivas y testimonios realizados en torno a Dios que nos
ha dejado el pueblo de Israel en el AT. Sin embargo lo que parece bastante
claro es que siempre se refiere al mismo y único Dios: Yahvé.
Las dos líneas fundamentales de la revelación de Dios en el AT son su
arriesgada solidaridad y su insobornable soberanía. Traducidos a categorías
que normalmente usamos en la teología podemos decir que se tratan de la
relación entre la inmanencia de Dios en la historia, en la que Dios se com-
promete solidariamente con su pueblo, y la trascendencia de ese Dios que
se muestra siempre más allá de toda posible imagen, metáfora o represen-
tación. Dios es siempre mayor, superior e inefable, a pesar o precisamente
por su intervenciones en la historia. Esta línea de la trascendencia ha estado
ligada, aunque no sólo, pero sí de forma importante a su unicidad, como
atestigua el shema, que debe ser pronunciado diariamente: Dt 6,4-5. Aquí
encontramos la expresión suprema del monoteísmo. Por otro lado, la línea
de la inmanencia llega a su máxima expresión en las figuras de mediación,
como la Palabra, la Sabiduría y el Espíritu, que sin llegar a ser personas
diferentes de Yahvé, son su personificación en cuanto su mediación salví-
fica. Estas figuras «muestran más bien al Dios trascendente, cada vez mejor
conocido, en una inmanencia, también cada vez más profundamente com-
prendida. La presencia de Dios, su actuación salvífica e histórica en medio
y a favor de su pueblo, anuncia precisamente su soberana y trascendente
alteridad, y a la inversa» (R. Schulte, «Preparación de la revelación trinita-
ria», en MySal II, Madrid 31992, 65). En la revelación de Dios en el AT la
inmanencia y trascendencia no se excluyen, sino que crecen proporcional-
mente. Esta solidaridad de Yahvé por su pueblo, no se manifiesta sólo en
las intervenciones esporádicas o fundamentales para el pueblo de Israel
(creación, éxodo, alianza, promesa) sino en su presencia permanente, que
a través de las figuras de mediación como la palabra, la sabiduría y el es-
píritu, podemos hablar incluso de una presencia de Dios en términos de
inmanencia. La otra línea es la reserva o la preocupación por su ilimitada

131
LA LÓGICA DE LA FE

soberanía, que algunas veces es expresada en términos paradójicos, si no


contradictorios, que nos invitan a reconocer que a pesar de su presencia
entendida como inmanencia, Dios siempre desborda nuestros conceptos,
experiencia y lenguaje.
Estas dos líneas de revelación veterotestamentaria se prolongarán en el
NT, donde se llegarán a unir al radicalizarse y profundizarse ambas pers-
pectivas, y no por mengua o debilitamiento de ninguna de las dos. En la
revelación de Cristo y el envío del Espíritu acontece la mayor expresión y
realización de la inmanencia, y por esta razón, la mayor expresión de la
trascendencia. Para comprender esta relación de continuidad y discontinui-
dad entre el AT y el NT podemos fijarnos también en la estructura y en las
tendencias fundamentales de la revelación de Dios en el AT y su radicali-
zación y profundización en el Nuevo. Primero en la experiencia que Jesús
mismo tiene de Dios como Abba (Dios de la gratuidad, intimidad, santidad
y solidaridad) y después en la experiencia que tiene la comunidad cristiana
desde la revelación de Cristo. Precisamente en ella y en el envío del Espíritu
Santo acontece la mayor expresión y realización de la inmanencia de Dios
en la historia y su arriesgada solidaridad por el mundo, y por esta razón,
también la mayor expresión de su trascendencia e insobornable soberanía.
El Dios del AT pertenece a la revelación cristiana. Este Dios se revela fun-
damentalmente como amor y fidelidad. El testimonio que Israel nos ofrece
sobre Yahvé es plural y polifónico. Dios se ha manifestado «de muchos mo-
dos y de muchas maneras» (Heb 1,1). Pero esta pluralidad no es sinónimo
de politeísmo, sino que Israel nos muestra que todo ese testimonio plural se
refiere al mismo y único Dios (monoteísmo). La teología que se desprende
del testimonio de Israel sobre Dios, nos indica claramente que el interés de
Israel no es tanto por el ser y la naturaleza de Yahvé (in se) sino por el Dios
que entra en relación con nosotros (pro nobis). Incluso los nombres de
Dios que se situarían más en la revelación del ser de Dios, nos lo manifiesta
en su acción (Ex 3,14-15). Dios es una presencia que actúa, rige y gobier-
na. Es un actor y agente de la historia. No es un principio a-personal, sino
personal, con rasgos antropomórficos. Esta forma de representar a Dios más
que entenderlo como una forma burda de proyectar en Dios lo mejor o lo
peor de los seres humanos, hay que entenderlo como una forma que Israel
ha tenido de expresar que ha entrado en relación con ese Dios de forma
personal, abierta así a la encarnación. La estructura de revelación anticipa-
da en el AT, que prepara la revelación en el NT, más que pensarla en una
estructura triádica (Yahvé, Palabra y Sabiduría) habría que encontrarla en
la lógica de la revelación de Dios como una radicalización del monoteísmo
concreto en la doble perspectiva de trascendencia e inmanencia.

132
EL MISTERIO DE DIOS

III. LA DETERMINACIÓN DOGMÁTICA DEL MISTERIO EN LOS CONCILIOS

Dios se revela y se entrega como misterio en la vida de Jesús y en el don


del Espíritu; en otras palabras, se revela como Dios trinitario. Sin embargo
el corazón del misterio no se agota ni se elimina en esta revelación, pues
como ya hemos comentado, él se revela y se da como aquello que es, como
misterio. Dios es siempre trascendente y soberano respecto al mundo de
los hombres, pero este Dios trascendente es el mismo que se ha revelado
en la inmanencia de la historia. Trascendencia e inmanencia, monoteísmo
y Trinidad, serán los dos polos fundamentales sobre los que se desarro-
llará la historia del dogma trinitario. Para asegurar estas dos afirmaciones
esenciales de la doctrina cristiana sobre Dios, la teología ha tenido que
profundizar en las afirmaciones de la Escritura, interpretándolas desde una
regla de fe que posteriormente se ha desplegado en un credo utilizado en
la liturgia bautismal y que termina siendo sancionado en un Símbolo del
primer Concilio ecuménico (Símbolo de Nicea). El corazón del misterio es
determinado dogmáticamente en las afirmaciones de los primeros Concilios
ecuménicos de la Iglesia, especialmente en Nicea I (325), Constantinopla
I (381), Constantinopla II (553) y Constantinopla III (680-681), desde la
reflexión aportada por los grandes teólogos y padres de la Iglesia (Justino,
Ireneo de Lyon, Tertuliano, Orígenes, Hilario, Atanasio, Basilio, Gregorio
Nacianceno y Gregorio de Nisa).
La fe y el dogma trinitario no son una helenización del mensaje o con-
tenido de la fe original del Nuevo Testamento producido por el proceso de
inculturación de la fe cristiana en el mundo greco romano, sino la defensa
y protección del corazón del misterio cristiano frente a las peligrosas doc-
trinas del neoplatonismo que abogan por una distancia insalvable entre el
Dios único, solitario, y el mundo de los hombres. Los Concilios defienden
que aquel que se ha revelado en la historia como Padre en su Hijo y en
Espíritu es el mismo que es en la eternidad, que gratuitamente ha decidido
y querido hacer partícipes a los hombres de su vida y de su gloria, frente a
herejías como el monarquianismo, el subordinacionismo o el triteísmo que
no hacen justicia a la totalidad del misterio de Dios (trascendencia e inma-
nencia, unidad y pluralidad) y a la plenitud de la salvación del hombre.

§ 9. Esta revelación y experiencia bíblica original ha tenido que ser acla-


rada y perfilada lenta y progresivamente a lo largo de la historia del dogma
y de la teología, para mantenerse fiel al monoteísmo heredado de la tradi-
ción judía y sostener en toda su verdad esta nueva revelación y experiencia
trinitaria de Dios. Los momentos decisivos en esta reflexión han sido el Con-
cilio de Nicea y el de Constantinopla I.

133
LA LÓGICA DE LA FE

Los ejes fundamentales de la reflexión patrística son dos: por un lado,


el monoteísmo (creo en un único Dios) heredado de la tradición bíblica; y
por otro, la fe en un único Dios que es Padre, Hijo y Espíritu (monoteísmo
concreto y trinitario). Si estos son los dos ejes o centros de la reflexión pa-
trística, el fundamento será la experiencia de la comunidad cristiana que
nace y se funda a su vez en el acontecimiento revelador y salvador de Dios,
especialmente concentrado en el misterio pascual. Este acontecimiento es
expresado, como ya hemos visto, en fórmulas de fe, en himnos y aclamacio-
nes doxológicas y en credos. Todos los Padres y teólogos tendrán presentes
prácticamente los mismos datos bíblicos y partirán de la misma experiencia
(bautismo y eucaristía). De esta manera, podemos ver que el problema
de la teología trinitaria de los primeros siglos de la Iglesia es un problema
de interpretación y comprensión (hermenéutica) correcta de estos datos y
experiencia fundamental. La gran Iglesia no tiene ninguna voluntad de in-
novar, sino solamente quiere interpretar correctamente lo recibido, para en-
tregarlo a la siguiente generación con fidelidad. Para favorecer esta correcta
interpretación se van a dar una serie de criterios: la adecuación a un canon
o medida como es la regla de fe; la armonía con el cuerpo de la verdad (Ire-
neo, Tertuliano, Orígenes). Posteriormente serán los Concilios (Nicea) los
que sancionen la interpretación autorizada (exousía), rechazando el resto.

1. La crisis arriana del siglo IV: el momento decisivo

El siglo IV es uno de los siglos más importantes en la historia de la Igle-


sia y en la historia de la teología. Dentro de la teología trinitaria se produce
un cambio decisivo. Si hasta ahora el horizonte desde el cual se habían
reflexionado las cuestiones teológicas era la economía de la salvación, es
decir, el plan de Dios sobre el hombre y la realización de ese plan (así la
teología prenicena en el siglo II-III), ahora el centro de reflexión se sitúa
en el ser mismo de Dios tratando de compaginar el primer dogma de la
Escritura: la unicidad de Dios (monoteísmo) con la revelación concreta de
ese Dios en la historia: trinitario. ¿Cómo es Dios en sí mismo para que estas
dos afirmaciones sean posibles, sin solucionar una a costa de la otra? En
realidad ese giro estaba ya preparado por la reflexión teológica elaborada
por Hipólito, Tertuliano y Orígenes en el siglo III. Así el siglo IV culmina y
conduce a su cumbre el camino ya iniciado en el siglo III (de la economía
a la teología).
No podemos comprender el Concilio de Nicea (y ningún Concilio o
intervención del magisterio de la Iglesia) sin conocer el contexto concreto
que motiva esta intervención. El Concilio de Nicea fue la respuesta de la
Iglesia ante la herejía del arrianismo. Entendemos por arrianismo la here-
jía suscitada por Arrio en torno al 315. La doctrina de Arrio es difícil de

134
EL MISTERIO DE DIOS

determinar con exactitud por el carácter fragmentario de sus obras. Estas


fueron destruidas y sólo nos queda testimonio de ellas a través de Atanasio
(Thalia: su obra principal escrita en verso) o las cartas que él escribió a
los obispos (Eusebio de Nicomedia y Alejandro) y al mismo Constantino
para realizar una profesión de fe bastante general y ambigua que podía ser
entendida en un sentido ortodoxo o arriano. Todo autor parte desde unas
influencias y premisas que necesariamente no tienen que estar explícitas en
la mente del autor y que pueden llegar a él de una forma indirecta o am-
biental. Entre éstas podemos subrayar las siguientes como las más significa-
tivas la doctrina subordinacionista de Orígenes que consideraba al Padre,
al Hijo y al Espíritu como tres hipóstasis diferentes entre sí y subordinadas
la una a la otra, aunque participando de una sola naturaleza divina; la exé-
gesis antioquena cuya tendencia era a realizar una interpretación literal de
la Escritura; y por último la filosofía griega y el renacimiento de la filosofía
de Platón en el llamado platonismo medio. El Uno, el Intelecto y el alma
como forma de explicación del proceso de la creación desde el Uno hasta
la materia, será aplicado por Arrio a la trinidad para referirse al Padre (Uno),
al Hijo (Intelecto) y al Espíritu (Alma). Desde aquí se deriva la comprensión
que Arrio tiene del Hijo como intermediario en la producción de la creación
por voluntad del Padre. Él es la primera creación de Dios (preexistente a la
creación del mundo, pero en el fondo criatura). Arrio interpretó el kerigma
bautismal (Padre, Hijo y Espíritu) de acuerdo con el molde cosmológico
descendente del platonismo medio, que insertaba el Intelecto entre el Uno
supremo y la materia más baja.
El punto de partida de la doctrina de Arrio es el kerigma cristiano y la
fórmula trinitaria tal como se encuentra en Mt 28,19. La confesión de fe bau-
tismal constituye el marco de todas las reflexiones teológicas de Arrio. Pero
el problema no es el punto de partida, sino que la cuestión decisiva está
en la interpretación de esa fórmula bautismal o el kerigma cristiano. Padre,
Hijo y Espíritu son tres hipóstasis diferentes entre sí que participan de una
misma sustancia aunque exista una cierta subordinación entre ellas (subor-
dinacionismo) o tres personas en una misma hipóstasis formando un único
principio (monarquianismo). Arrio intenta resolver las tensiones latentes en
la teología prenicena, en concreto en el subordinacionismo que vinculaba
en exceso la generación del Hijo con la creación del mundo. Poco a poco
la controversia se fue centrando en la exégesis de una serie de pasajes bíbli-
cos: del AT, especialmente Prov 8,22 que habla de la sabiduría creada como
primicia de toda la actividad de Dios con anterioridad al resto de las cosas
creadas, pero en definitiva creada. Del NT: Heb 1,4; 3,1; Hch 2,36; Col 1,15
como los más destacados en los que se habla del Hijo como primogénito
de la creación o de la resurrección como constitución del Hijo como Señor
y Cristo. Desde este punto de vista se puede apreciar con claridad cómo lo

135
LA LÓGICA DE LA FE

que en la crisis arriana estaba en juego era un problema de interpretación y


de lenguaje. ¿Cómo hay que interpretar los conceptos bíblicos? ¿Desde que
regla de fe se pueden interpretar para que sigan teniendo el sentido que le
da la tradición de la Iglesia y el sentido de la fe de los creyentes? La contro-
versia arriana nos muestra claramente cómo para la correcta interpretación
de un texto no basta la exégesis literal, sino que esa exégesis hay que ha-
cerla desde la tradición de la fe. Porque la exégesis literal siempre se hace
desde unos presupuestos filosóficos implícitos que al final terminan por de-
terminar el sentido de los textos. Así los textos anteriormente mencionados
son interpretados por Arrio desde una premisa teológico-filosófica como es
una idea estricta del monoteísmo ligado al platonismo medio y desde una
teología negativa radical.
Lo más decisivo en la doctrina de Arrio es la interpretación que hace
de la primera hipóstasis en la Trinidad (el Padre) siguiendo al platonismo
medio. Este excluye toda dualidad (Hijo y Espíritu). Por lo tanto, sólo la
primera hipóstasis, el Uno (mónada), es Dios en sentido auténtico y pleno
de la palabra. El Hijo y el Espíritu son grados inferiores y pertenecen a la
esfera creatural. Su monoteísmo es un monoteísmo estricto, cayendo en de-
finitiva en un dualismo extremo entre Dios y el mundo. No hay una verda-
dera comunicación de Dios al mundo. Se sitúa en un apofatismo o teología
negativa radical. Esta imagen y comprensión de Dios tiene inmediatamente
consecuencias para la cristología y su comprensión de la persona de Cristo.
El Padre es el verdadero Dios. El Hijo también lo es, y así se habla de él
en el NT, pero sólo lo es por participación y por gracia. Él es Hijo no por
generación, sino por creación. Y no surge desde y en la eternidad sino en
un momento determinado y fuera de Dios. Él es el primer participante del
Padre, pero no por su naturaleza sino por gracia. Es Dios en sentido figu-
rado, pero no es Dios verdadero. Él es ajeno al Padre y desemejante a él.
De esta desemejanza y alteridad viene que el Padre sea desconocido para
el Hijo. No puede conocer al Padre tal como es en sí porque este está al
lado de la creación (teología negativa radical). Arrio rechaza toda posible
generación en el ser íntimo de Dios porque toda generación intradivina
constituiría una escisión en Dios mismo. Bien es verdad que Arrio no llega
a distinguir entre los conceptos gennetos (generado) y genetos (creado) por
lo que hablar de generación en Dios le conduce a pensar en una acción
que pertenece a la realidad creada, sobre todo cuando se imagina la ge-
neración humana. Precisamente por esto Nicea establecerá una distinción
capital entre generación y creación. El verdadero problema que está de
fondo en la controversia arriana es la posibilidad o no de la encarnación de
Dios. En este sentido, la pregunta por la identidad del Hijo es decisiva y no
puede albergar ambigüedad: ¿El Hijo está de parte de Dios o del mundo?
Según contestemos a esta pregunta, se aclaran las siguientes: ¿Qué tipo de

136
EL MISTERIO DE DIOS

relación existe entre Dios y el mundo? ¿Pueden llegar realmente a entrar en


relación? La teología negativa del platonismo medio y la forma de entender
la encarnación de la escuela alejandrina (Logos-sarx) dificultarán que Arrio
pueda asumir en realidad la encarnación de Dios en la persona del Logos.

2. El Símbolo de Nicea

El Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino para


buscar la unidad del imperio a través de la unidad religiosa, es la respuesta
eclesial y teológica al problema del arrianismo. Asistieron alrededor de 300
Padres. La presencia de Roma fue mínima, aunque significativa (Osio de
Córdoba como delegado del Papa presidió el Concilio). La importancia de
Nicea para la historia de la Iglesia y de la teología es crucial ya que es el
primer Concilio ecuménico y el primer Concilio que establece un dogma
de fe para la recta comprensión de la verdad cristiana contenida en la Es-
critura, imponiendo una serie de anatematismos para aquel que confiese la
doctrina errónea. Esta verdad de fe atañe al ser mismo de Dios y la verdad
de nuestra salvación. En este sentido el Concilio de Nicea representa la fe
cristiana.

a) Naturaleza del Símbolo y estructura fundamental

La base del símbolo de Nicea es un credo bautismal. Los Padres de


Nicea no tienen ningún interés en innovar la doctrina cristiana, sino en
permanecer fieles a la Escritura y a la tradición de la Iglesia. Por esta ra-
zón, ellos asumen un antiguo credo bautismal de una de las iglesias de
Oriente, probablemente Cesarea de Palestina (¿el presentado por Eusebio
de Cesarea?) al que se le añaden una serie de expresiones para que esas
afirmaciones no puedan ser comprendidas de una forma ambigua o arria-
na. Los Padres no quieren hacer otra cosa que una interpretación auténtica
de la Escritura a la luz de la regla de fe. El Concilio no entra en conflicto
especulativo y teológico con Arrio, sino que solo quiere puntualizar, frente
al desafío de Arrio, la fe transmitida y recibida en la Iglesia. Se preserva al
monoteísmo cristiano de la helenización arriana. A través de un término
heleno se conserva el verdadero sentido del monoteísmo cristiano. Más que
una helenización del cristianismo, hay que comprender Nicea como una
des-helenización del cristianismo. Confieren a la fórmula bautismal su in-
terpretación decisiva para todo el futuro de la Iglesia. «Los Padres de Nicea
no helenizaban, con el calificativo homoousios, el concepto de Dios propio
de la revelación y del kerygma; es decir, no pretendieron solaparlo «con un
concepto filosófico-técnico de ousía». Buscaban una aclaración de las afir-
maciones de la Escritura sobre el Hijo» (A. Grillmeier, Cristo en la tradición,

137
LA LÓGICA DE LA FE

449). Los Padres de Nicea explican la economía salvadora de la trinidad,


afirmando con rotundidad que en ella el Padre se nos revela y comunica a
través de su Hijo y su Espíritu.
La estructura del credo es trinitaria. La referencia al Padre, al Hijo y al
Espíritu es el armazón en el cual se van integrando las diferentes afirmacio-
nes referidas a cada una de las personas divinas. Nicea no hace una confe-
sión de fe en un Dios uno y luego una confesión de fe trinitaria en el Padre,
Hijo y Espíritu (Creo en Dios: Padre, Hijo, Espíritu), sino que esta confesión
es directamente trinitaria (creo en un Dios Padre, en un solo Señor Jesucris-
to, en el Espíritu Santo). La afirmación de la unidad está vinculada al Padre.
Esta fe se explicita en tres artículos. El primero referido a Dios Padre. «Cree-
mos en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas, visibles
e invisibles»: Esta confesión recoge la revelación monoteísta del AT: la del
único Yahvé frente al politeísmo. El único Dios no significa la sustancia de
Dios, que estaría como sustrato común de las tres personas divinas, sino
que se refiere directamente a la persona del Padre. Esto tiene una impor-
tancia fundamental, pues dice implícitamente que en el origen de todo y
como fuente de todo (incluso de la divinidad) no está una sustancia ciega,
inmóvil, inmutable, sino una realidad personal, la persona del Padre. Algo
que repercute directamente en nuestra comprensión de Dios, pero que a la
vez tiene una incidencia fundamental en la comprensión del mundo y de
la persona humana. La relación del Padre con la creación es un tópico de
las antiguas fórmulas de fe tradicionales. Él es el origen último de toda la
realidad, así como después se afirmará de él que es el origen ontológico en
la Trinidad. El tercer artículo referido al Espíritu es muy breve, siguiendo
también las fórmulas tradicionales. Hasta que no sea puesta en cuestión su
divinidad no será objeto de explicación y aclaración (Constantinopla 381).
Nicea se contenta con colocar en el mismo nivel que al Padre y al Hijo, pero
sin aclarar la naturaleza específica de su divinidad, su modo de proceden-
cia, su relación con el mundo, su función en la vida del creyente.

b) La divinidad del Hijo

El artículo referido al Hijo será el que experimente un cambio sustancial.


Aquí se añadirán las fórmulas de la teología nicena para responder a las
afirmaciones de Arrio. Aclara el sentido del término bíblico Hijo de Dios, o
la filiación de Jesús, para no dejar escapatoria a una posible interpretación
arriana. El punto de partida es la designación de Cristo como Hijo de Dios
(v. 5). Ésta fue siempre el fundamento y el punto de partida de la cristolo-
gía patrística y medieval de la tradición cristiana. La cuestión está en cómo
entender esta filiación de Jesús. El Concilio va a utilizar la imagen de la
generación. De manera análoga a cuando un ser humano engendra a otro,

138
EL MISTERIO DE DIOS

engendra a un ser semejante a él, así Dios engendra en el Hijo un ser seme-
jante a sí mismo. Pero ojo, análogamente, porque en la generación divina
no se produce ni separación entre el Padre y el Hijo (como en la humana)
ni partición o mengua de la sustancia o realidad del Padre. Veamos con qué
expresiones aclara Nicea la naturaleza de la filiación y en este aspecto del
Hijo de Dios:

– Unigénito es una expresión que aparece en Jn 1,18. En principio los


arrianos no tenían ningún problema en utilizar y aplicar ese término
a Jesús. Sin embargo Nicea va a separar dos significados que hasta
ahora aparecían unidos: engendrado y creado y que había dado lu-
gar a mal interpretaciones. A partir de ahora no se podrá utilizar el
término gennetos para decir creado. La preposición ek hay que en-
tenderla no como ablativo agente (por medio de) sino como genitivo
de procedencia. Esta procedencia del Padre se explica en términos
de generación, como ya hemos visto.
– Es decir, de la sustancia del Padre: Con la expresión «es decir», se
pone de relieve que los Padres no quieren añadir nada nuevo al ke-
rigma y a la fe tradicional de la Iglesia, sino sencillamente interpretar
esa fe. Es una explicación autoritativa y auténtica de la Sagrada Escri-
tura, una precisión lingüística (ya hemos comentado que el problema
de fondo de Nicea es un problema hermenéutico, es decir, de inter-
pretación de la Escritura). Esta afirmación es claramente antiarriana
pues viene a especificar el concepto o idea general de generación,
que era perfectamente asumible por los arrianos. El Hijo no ha sido
engendrado de la nada, como primera de las criaturas y en función
de la creación (fiat lux creador) sino que ha sido engendrado de
la misma sustancia (ousía) del Padre. Este término griego, lo mis-
mo que después el controvertido homoousios no hay que entenderlo
como un término técnico filosófico, sino que sólo quiere expresar
que la generación del Hijo no procede de la nada, sino de la realidad
del Padre. De aquello que sea el Padre, de ahí, proviene el Hijo por
generación. De esta forma se puede afirmar que el Hijo participa en
toda su plenitud de la esencia divina.
– Dios de Dios: El Hijo, debido a esa procedencia de la sustancia del
Padre y su participación de su misma naturaleza, es Dios como lo es
el Padre, no es un dios de segundo orden.
– Luz de luz: Esta afirmación se sitúa en la tradición de los Padres pre-
nicenos. Desde Justino (Diálogo 61,128) en adelante, pasando por
Tertuliano (Ad Prax 8,5) se ha utilizado el símbolo de la luz para
hablar de la relación entre Padre e Hijo, en concreto para explicar la
generación. La diferencia con el Padre y su inseparabilidad respecto

139
LA LÓGICA DE LA FE

de Dios. La imagen tiene un claro trasfondo bíblico, como ya puso de


relieve Orígenes (cfr. Hb 1,1-3; 1Jn 1,5).
– Dios verdadero del Dios verdadero: En la misma línea que la expre-
sión anterior, pero aun con más claridad, aquí se afirma que el Hijo
es Dios, como lo es el Padre. Arrio llamaba sólo al Padre Dios ver-
dadero. El Hijo podía ser llamado Dios solo de nombre y por gracia.
Según Nicea el Hijo es Dios en el sentido más extenso y profundo
como lo es el Padre. Sin embargo el Concilio no entra a la cuestión de
cómo se puede compaginar esta afirmación de que Padre, Hijo y Es-
píritu sean auténticamente distintos y participen de la misma y única
naturaleza divina indivisa (esto se hará en el debate posterior a Nicea
ayudados en gran parte por los Capadocios y su ontología trinitaria).
«Nicea es aquí —como en general en las antiguas decisiones eclesiás-
ticas— una solución ad hoc. No se reflexiona sobre las implicaciones
de una afirmación. Se habla y se piensa kerigmáticamente. Este es el
elemento auténtico y valioso del Concilio» (A. Grillmeier, Cristo en la
tradición, 448).
– Engendrado, no hecho: Ya hemos comentado como los arrianos no
tenían problema en utilizar el concepto engendrado, siempre que
se entendiera como creado. Nicea rompe con esta confusión termi-
nológica que se arrastraba durante el siglo III. Entre las dos formas
de producción que eran conocidas entonces: por generación y por
creación, el Concilio optará por la primera, excluyendo la segunda.
Nicea optará por hablar de ingenerado y engendrado para hablar de
la relación entre el Padre y el Hijo; y de increado y creado para poner
en relación a Dios y el mundo.
– Consustancial al Padre: Es el término con más sabor antiarriano, y
debido a la recepción de este Concilio, se convirtió en el signo y el
símbolo de la fe de Nicea. El término completa la afirmación anterior
de la sustancia del Padre. El Hijo es de la misma sustancia del Padre;
es Dios como él. Pertenece al mismo nivel de ser que el Padre. A
pesar de la controversia suscitada por la introducción de este con-
cepto griego en la fórmula de fe bautismal, el término no añade nada
nuevo que hasta ahora no fuera dicho. La helenización del lenguaje
de fe se pone al servicio de la deshelenización del cristianismo. Sin
embargo hay que tener en cuenta que era un término equívoco. Esta
equivocidad le venía del término ousia, la parte principal del adjetivo
homoousios. Este término podía ser entendido bien como sustancia
individual de un objeto (=hypóstasis o primera ousía), bien como
la esencia común a todos los seres de un mismo género (segunda
ousía). La afirmación del Concilio de Nicea hay que situarla en el
segundo significado. El Padre y el Hijo son de la idéntica sustancia.

140
EL MISTERIO DE DIOS

c) Significado teológico

Nicea tiene un perenne significado para la teología y la historia de la


Iglesia que podemos caracterizar como hermenéutico, teológico, cristoló-
gico, soteriológico y eclesiológico. Pero, en principio, lejos de solucionar
el problema arriano, Nicea lo radicaliza, al menos en un primer momento.
Su recepción fue lenta y un poco traumática. Si a este problema teológico
añadimos los vaivenes en la política del imperio (pasando de la ortodoxia
al arrianismo y de esta nuevamente a la ortodoxa según el emperador de
turno: Constantino; Constancio-Constante; Juliano) podemos comprender
que la controversia arriana con el Concilio de Nicea no había hecho más
que comenzar. Nicea es un triunfo dogmático, y su significado es perenne,
pero también es justo reconocer que tiene sus límites, que se pondrán de
manifiesto en el periodo de su necesaria recepción. Por ejemplo, respecto
al contenido material tenemos que decir que no presenta ninguna reflexión
sobre la divinidad y procesión del Espíritu Santo. Aunque la estructura y
las afirmaciones que se han hecho sobre el Hijo —divinidad y generación
eterna— se aplicarán al Espíritu. Aunque después de la experiencia de la
recepción de Nicea y el homoousios se dirá con un lenguaje más bíblico y
doxológico (Constantinopla I). Otro aspecto que muestra sus límites es que
Nicea utilizó de forma equivalente los términos ousía e hypóstasis creando
posteriormente una gran confusión. En Oriente el término hypóstasis se
irá entendiendo como prosopon, subsistencia individual (lo que los latinos
dirán persona). Sin embargo los latinos lo comprenderán como sustrato
común a las tres personas por lo que las incomprensiones entre teología
oriental y occidental serán muy grandes. La oriental acusará a la latina de
sabeliana y la latina a la griega de triteísta. Comienza lo que se ha llama-
do la historia de un extrañamiento mutuo. Este llegará a su cumbre en el
problema del Filioque. El mismo concepto homoousios suscitará una fuerte
controversia. Especialmente por la utilización que de ese concepto habían
hecho los gnósticos y Pablo de Samosata, se suscitará una lucha entre de-
fensores del término (acusados de sabelianismo) y los detractores (acusa-
dos de politeísmo).
Si Nicea es la expresión de la necesidad de recurrir a la teología (hoy
podemos decir a la trinidad inmanente o ontología trinitaria) para salvar el
significado verdadero de la economía (trinidad económica) salvífica y reve-
ladora, este paso a la teología a la larga va a producir un aislamiento de la
teología trinitaria del conjunto de realidades cristianas y de la teología, así
como de la vida concreta de los fieles. Al perder su vinculación con el acon-
tecimiento salvífico y la historia de la salvación, perderá a su vez su rele-
vancia salvífica y centralidad teológica. Esta recepción del Concilio de Nicea
nos muestra que la tarea del magisterio es una y la de la teología es otra.

141
LA LÓGICA DE LA FE

La primera tiene que aquilatar y determinar el sentido ortodoxo o no de


una doctrina. El magisterio regula lingüísticamente, mientras que la segunda
tiene que llevar hacia delante (ensanchar) y hacia abajo (profundizar) ese
contenido. En este sentido, me parece muy importante la profundización
que hace la teología respecto a Nicea en dos puntos centrales: la afirmación
de la mediación de Cristo en la creación y en la encarnación (Atanasio); y
el sentido de la paternidad del Padre como don absoluto y como capacidad
radical y absoluta de donación (Hilario de Poitiers). Estos dos temas están
siendo profundizados actualmente en la teología contemporánea. El prime-
ro para poder afirmar con toda su verdad la universalidad de la salvación y
la unicidad de la mediación de Cristo y el segundo para seguir afirmando
con toda la tradición que el Padre es origen de la divinidad sin que esto
suponga afirmar un subordinacionismo o patrocentrismo.

3. Constantinopla I

Desde el Concilio de Nicea y su formulación dogmática sobre Dios,


habían quedado pendientes dos cuestiones de suma importancia: a) el
sentido de la palabra homoousios para poder explicar la unidad y distin-
ción personal en Dios; b) y, en segundo lugar, la afirmación de la divini-
dad del Espíritu Santo. Una afirmación pacíficamente adquirida ya que era
evidente que Dios es Espíritu (de ahí la facilidad para decir que el Espíritu
es Dios). Sin embargo cuando ya se había llegado a la afirmación de la
divinidad del Hijo, comienza a ponerse en duda la divinidad del Espíritu
(aparición de los pneumatómacos en el 360). La teología de los Capado-
cios va a ser decisiva para la elaboración del credo de Constantinopla I,
especialmente la teología de Basilio. Constantinopla va a ser un Concilio
Ecuménico no por su elaboración sino por la recepción que de él se va
a hacer en el Concilio de Nicea. Los Padres van a seguir y a desarrollar
la lógica del credo de Nicea aplicándolo al tercer artículo del credo, que
entonces quedó sin desarrollar. Si en Nicea los Padres no tuvieron más
que la intención de interpretar correctamente la doctrina de la Escritura,
los Padres reunidos en el Concilio de Constantinopla no tuvieron más in-
tención que interpretar correctamente el credo de Nicea, aplicándolo a la
cuestión de la divinidad del Espíritu.

a) Entre Nicea y Calcedonia

De la misma manera que Constantino había sido quien convocara el


concilio de Nicea para solucionar la controversia entre Alejandro y Arrio
(el problema del arrianismo), ahora va a ser el emperador Teodosio quien
convoque un nuevo concilio que afronte la controversia con los pneuma-

142
EL MISTERIO DE DIOS

tómacos. El Concilio de Constantinopla no fue un Concilio ecuménico en


su elaboración ni en sus resultados. No hubo presencia de la Iglesia de
Roma o de la Iglesia latina-occidental. Es en el Concilio de Calcedonia (451)
cuando entra a formar parte de los Concilios Ecuménicos. Aquí, en Calce-
donia, se lee por primera vez y se promulga el Credo de Constantinopla.
Hasta entonces se prefería el de Nicea. Por presiones del emperador Mar-
ciano, los obispos lo confirman en la sesión V. Poco a poco este Símbolo
irá sustituyendo al de Nicea. Ofrece la ventaja de estar compuesto por el
de Nicea, del llamado Símbolo apostólico y algunas frases del de Jerusalén.
Lo completa una serie de declaraciones originales sobre el Espíritu Santo,
que son fruto de la teología de los Capadocios (especialmente Basilio) en
su debate teológico con Eunomio y los pneumatómacos. Estas afirmaciones
son colocadas para afirmar claramente la divinidad del Espíritu (Cf. I. Ortiz
de Urbina, «El Espíritu Santo en la teología del siglo IV desde Nicea a Cons-
tantinopla», en N. Silanes (ed.), El Concilio de Constantinopla I y el Espíritu
Santo, Salamanca 1983, 75-91).
Respecto al primer artículo, al Padre, Constantinopla I no añadirá nada
sustancial. Sencillamente la mención de que el Padre es creador «del cielo
y de la tierra», es decir, que es creador de todo. Una fórmula muy hebrea
y bíblica de decir la totalidad por los límites o los extremos. Respecto al se-
gundo artículo, el referido al Hijo, se añadirá que su generación es antes de
todos los siglos. Al ser eliminados los anatematismos, en los que aparecía la
mención de la generación eterna, parecía oportuno afirmarlo en el credo.
Se suprimen a su vez las palabras «es decir, de la esencia del Padre» debido
a la confusión terminológica entre ousía e hipóstasis, tal como aparece en
los anatematismos. Por otro lado se enriquecen las menciones referentes a
la vida histórica de Jesús. La encarnación tiene lugar «por obra del Espíritu
Santo y de María la Virgen». Se añaden las referencias a la crucifixión y a la
sepultura de Jesús; la resurrección acontece según las Escrituras y se hace
la mención a su entronización en el cielo sentado a la derecha de Dios.
Importante es la expresión «y su reino no tendrá fin» que intenta excluir las
ambigüedades de las afirmaciones de Marcelo de Ancira sobre la entrega
del reino del Hijo al Padre y la finalización del Reino y la humanidad del
Hijo. Unas afirmaciones, que aunque ambiguas, podían estar justificando su
sabelianismo. Si el Reino del Hijo termina, y con él su humanidad, hay que
pensar que la única hipóstasis subsistente es el Padre. El Hijo no es más que
un modo, una máscara (prosopon), una forma en la que la única hipóstasis
se manifiesta. Una vez que termina su función salvadora o reveladora, deja
de existir. Vuelve al Padre, al ser del Padre. «Los discípulos de Marcelo y
Fotino, ambos de Ancira de Galacia, niegan la subsistencia eterna de Cristo,
su divinidad y su Reino eterno, con la excusa de salvaguardar la unidad
divina como lo hacen los judios» (Ekthesis makrostikos, nº 6).

143
LA LÓGICA DE LA FE

b) La divinidad del Espíritu Santo

Respecto al tercer artículo, el referido al Espíritu Santo, es el que más se


desarrolla respecto al credo de Nicea. Esta secuencia comprende seis cláu-
sulas que afirman la divinidad del Espíritu, su pertenencia a la Trinidad, su
procesión del Padre y su actividad salvífica. Aunque sigue la lógica de Ni-
cea lo hará con otro lenguaje para evitar la controversia suscitada en torno
al término homoousios. Desde un lenguaje, bíblico, doxológico y litúrgico
se afirma sin ambigüedad la consustancialidad del Espíritu con el Hijo y el
Padre.

– «... y en el Espíritu, el Santo»: Espíritu va precedido por el artículo,


para evitar que la palabra pneuma pudiera ser interpretada como
viento o ruah de una forma indeterminada. El artículo nos dice que
se refiere a la persona del Espíritu (Atanasio). Es significativo como
se evita la mención y en el único Espíritu como se hace al referirse
al Padre y al Hijo. La intención parece estar en que se quiere pasar el
adjetivo santo a atributo, reforzando así su valor el Espíritu es santo,
tal como se afirma en la Escritura y lo es por naturaleza, con la san-
tidad que es propia de la naturaleza divina. Y por esta razón puede
ser y es santificador (nuevamente la cuestión de la salvación es la que
importa).
– «El Señor»: Lo primero que llama la atención es la disfunción grama-
tical. Kyrios es masculino, mientras que el artículo está en neutro.
El Señor, en primer lugar, es el Hijo, como lo muestra claramente el
NT. Este es el nombre divino reservado para las teofanías del AT. El
propio Credo ha dado el título «el único Señor» al Hijo. Quizá por esta
razón el Constantinopolitano no llame al Espíritu el Señor en masculi-
no. Es difícil de traducir, sería lo Señor, es decir, el de la categoría de
Señor (Ortíz de Urbina, 88). Tal como lo hace la Escritura no se llama
Dios al Espíritu, sino Señor. Pero hay que tener en cuenta que ésta es
la traducción que la LXX hace del tetragrama YHWH, que se refiere
exclusivamente a Dios. Este título pone al Espíritu en el mismo plano
que al creador soberano del mundo y del de su Hijo sentado a su de-
recha y constituido Señor. El empleo de este término tiene su base en
2 Cor 3,17 y 2Tes 3,5. Quizá nos ayude a entender el sentido de Señor
refirido al Espíritu este texto de Basilio: «En qué categoría pondremos
al Espíritu? ¿Entre los santificados? Pero si él es la santidad... Entre
los que sirven? Pero otros son los espíritus que sirven enviados para
el ministerio (los ángeles). No, no es lícito llamar «consiervo» al que
es dominador por naturaleza ni poner en el número de la creación
al que está asociado a la divina y beata Trinidad» (PG 32, 108-109).

144
EL MISTERIO DE DIOS

Cuando el Constantinopolitano llama al Espíritu «el Señor» quiere dar-


le el título estrictamente divino que con más frecuencia se asocia al
Padre y al Hijo.
– «El Vivificador»: Es una referencia al papel creador, recreador y divi-
nizador del Espíritu en la economía de la salvación. Las criaturas son
vivificadas, mientras que el Espíritu, que está de parte de Dios, vivi-
fica. Puede vivificar porque es Dios. La base bíblica podemos encon-
trarla en Jn 6,63: «También el Espíritu vivifica. El Espíritu es vida por
la justicia»; Rm 8,11: «vivificará también vuestros cuerpos mortales por
el mismo Espíritu que habitará en vosotros»; 1Cor 15,45. Reconocer
en él esta función divina equivale a reafirmar su divinidad.
– «El que procede del Padre»: La referencia al texto bíblico Jn 15,26 (ek-
poreuetai) proviene de Gregorio Nacianceno. En el evangelio tiene
un sentido que no excede el ámbito de la historia de la salvación,
mientras que es Gregorio quien lo aplica a la vida intradivina. Es un
término claramente pneumatómaco. Ellos sostenían que el Espíritu,
para ser Dios, tenía que ser ingendrado (Padre) o engendrado (Hijo).
No siendo ni una cosa, ni la otra, no puede ser Dios. A este argu-
mento G. Nacianceno responde que si el Espíritu procede del Padre,
significa que no es criatura. Otra cosa es que no conozcamos cómo
es la manera de proceder, pero de la misma manera que no conoce-
mos ni podemos sondear la «agennesía» del Padre no es lícito querer
saber en su totalidad la forma de proceder del Espíritu. Si pertenece a
Dios hay que diferenciarlo del Padre (no es inengendrado) y del Hijo
(no es engendrado). La diferencia se muestra diciendo que procede
del Padre. En Jn 15,26 aparece la preposición para (de la parte del)
mientras que para subrayar la procedencia del Padre se cambia y se
pone ek (a partir de). Se subraya así que proviene no sólo del ámbito
del Padre, sino del Padre. Parece que implícitamente se habla de la
misma sustancia del Padre.
– «El que juntamente con el Padre y el Hijo es co-adorado y con-glorifi-
cado»: Aquí es donde mejor se percibe la influencia de la teología y
de la discreción de Basilio. Ortiz de Urbina mantiene que la traduc-
ción latina «simul adoratur» del término griego «symproskynoúmenon»,
no es muy correcta, ya que expresa formalmente una coincidencia
en el tiempo. El término griego dice que con una misma adoración
adoramos al Padre, al Hijo y al Espíritu. La expresión con-glorificado
se refiere a la misma doxa que en el culto de latría se atribuye solo
a Dios. Si es adorado y glorificado con (preposición utilizada en la
doxología basiliana) el Padre y el Hijo significa que es Dios como
ellos. Este culto no es sólo igual en dignidad, sino en el mismo acto.
Adorando a Dios, adoramos igualmente al Padre, al Hijo y al Espíritu.

145
LA LÓGICA DE LA FE

La homotimía significa e implica el homoousios. «Los primeros defen-


sores de la adoración del Espíritu Santo la han fundamentado en la
fórmula del bautismo y en otros textos del NT que a su vez justifican
el uso litúrgico de glorificar con la misma doxología al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo» (Ortiz de Urbina, 90).
– «El que habló por los profetas»: La frase estaba ya incluída en el símbo-
lo de Jerusalén. Era una expresión que usaba San Cirilo rechazando
la teoría de los marcionitas que distinguían al Dios severo del AT, que
habló con los profetas, del Dios bondadoso del Nuevo. La expresión
es antignóstica y coloca al Espíritu en el mismo plano que al Hijo.
Subraya la universalidad de la misión del Espíritu al señalar que su
acción recorre toda la historia, también la del AT. Puede estar en la
base el texto de 2Pe 1,21.

c) Significado teológico

El Concilio de Constantinopla significa respecto de la divinidad del Es-


píritu Santo (negada por los pneumatómacos o macedonianos) lo mismo
que significó Nicea respecto de la divinidad del Hijo. Desarrolla el tercer
artículo de Nicea, pero operando con otras categorías. El Concilio parte de
la igualdad dinámica y de la igualdad santidad, expresada en la igualdad
(de dignidad y de acto) de adoración y glorificación. Pero es importante de-
cir que de la misma manera que en Nicea en la defensa de la divinidad del
Hijo estaba implicada nuestra salvación (si el Hijo no fuera consustancial
al Padre, no seríamos definitivamente hijos), en Constantinopla también es
la cuestión de la salvación lo que está en juego: si el Espíritu no es Santo,
es decir, no es Dios, no nos podría santificar y divinizar. En la teología se
ha dado un gran avance. En la imagen de Dios: Dios no es un ser solitario,
ni un ser dual. Si fuera así estaríamos todavía en el esquema Yahvé y su
enviado (Moisés, profeta, Cristo). La divinidad del Espíritu Santo afianza la
divinidad del Hijo y la comprensión relacional y trinitaria de Dios. La cris-
tología aparece así unida y comprendida desde el misterio trinitario y desde
la pneumatología. No hay cristología sin pneumatología, ni pneumatología
sin cristología y ambas sin comprensión teológica. La reflexión en estos
cuatro primeros siglos de la Iglesia nos muestran la inseparable unidad
entre reflexión trinitaria y la cuestión de la salvación (soteriología). Pero
la conexión entre Trinidad y soteriología se establece mediante la relación
entre cristología y pneumatología.

146
EL MISTERIO DE DIOS

d) Excurso sobre el filioque

El problema del filioque no puede separarse de la pneumatología, cris-


tología y soteriología que aparecen implicados en él. Un tratamiento aislado
de esta cuestión es algo totalmente extraño a la teología de los Padres. De
hecho, el problema en cuanto tal se remonta al siglo XI en adelante. Dentro
de esta cuestión tenemos que diferenciar la legítima divergencia teológica
entre Oriente y Occidente en la comprensión de la procesión del Espíritu
en relación con el Hijo y la delicada cuestión eclesial y disciplinar de la in-
troducción en el Símbolo Niceno-constantinopolitano de la liturgia romana
a partir del siglo XI. Esta cuestión ha pasado por tres momentos decisivos.
La primera etapa caracterizada como diversidad en la comunión que va del
siglo IX al siglo XI donde las iglesias orientales y occidental desarrollan su
propia teología de la procesión del Espíritu dentro de la comunión, recono-
ciendo la legítima diferencia de perspectivas. Todavía para Escoto Erígena,
autor del siglo IX, hay una cohabitación tranquila y normal de las dos for-
mas de entender la procesión del Espíritu. Él es un testigo, probablemente
ayudado por la traducción que hace de la obra más importante de Máximo
el Confesor, de que la procedencia del Espíritu ha sido explicada de forma
diversa en la tradición teológica, según sea oriental u occidental. No obs-
tante, en este siglo se produce un giro radical en esta cuestión. Si hasta esta
fecha las teologías trinitarias subyacentes a cada parte de la Iglesia se han
desarrollado autónomamente, sin embargo, no han dudado en guardar la
comunión eclesial. Desde el siglo XI hasta el siglo XIX ha sido una etapa ca-
racterizada por el enfrentamiento polémico, la dogmatización de las diver-
sas posiciones y por los diversos intentos conciliares que desgraciadamente
no tuvieron éxito. La tercera y última etapa de esta discusión comienza a
mediados del siglo XIX hasta nuestros días, marcado por el diálogo ecumé-
nico y la propuesta teológica de diversos caminos de solución, iniciados
en 1875 en la conferencia de Bonn con el diálogo entre la Ortodoxia y las
viejas Iglesias católicas.
En esta cuestión tenemos que distinguir un problema teológico dentro
de una legítima divergencia teológica causada por la propia tradición teoló-
gica y la diversa terminología utilizada, a veces incomprensible para unos y
otros; un problema canónico que remite a la introducción de la expresión
en el Símbolo nicenoconstantinopolitano; y un problema político y cultural
de extrañamiento mutuo de dos mundos diversos que se arrogan para sí
ser los descendientes y herederos legítimos del imperio constantiniano y el
primado de la Iglesia: Roma o Bizancio. Antes que una cuestión doctrinal y
canónica el filioque implica una cuestión teológica. Por un lado, la teología
oriental ha preferido situar al Padre como único principio fontal de la divi-
nidad, como arché (principio sin principio) y aitía (causa no causada) para

147
LA LÓGICA DE LA FE

hablar después, en un esquema descendente, del Hijo (mediación) y del


Espíritu (exterioridad). De esta forma se habla de la Trinidad inmanente en
función de su manifestación económica en la historia. La teología occiden-
tal, por otro lado, sin romper la fontalidad del Padre, para poder subrayar
la divinidad del Hijo, afirma la participación del Hijo en la procesión del
Espíritu. Se basa para ello también en la revelación y manifestación de Dios
en la economía salvífica. El Espíritu es enviado de parte del Padre por me-
dio del Hijo.
Otra cuestión es el problema jurídico que nace de la inclusión de esta
claúsula en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano por parte de la Iglesia
de Occidente a partir del siglo IX en la Galia, y en Roma a partir del siglo
XI, a pesar de las primeras reticencias. Para el diálogo ecuménico se avan-
zaría mucho si ambos puntos de vista se complementan mutuamente y se
consideran dos legítimas teologías convergentes y complementarias. Como
resumen podemos decir que en ambas perspectivas se dan unas semejanzas
y diferencias que hay que compaginar. En primer lugar, hay que afirmar con
claridad que el Padre es la fuente de la divinidad. La monarquía del Padre
es un dato común a la tradición oriental y occidental. En segundo lugar, el
Hijo participa en la procesión del Espíritu Santo, bien sea por su mediación
(por) o formando un único principio con el Padre (y). En tercer lugar, hay
que tener presente que el dato de la revelación en la economía de la salva-
ción es que el Espíritu es don del Padre y del Hijo. Occidente lo ha aplicado
a la trinidad inmanente para afirmar con claridad la consubtancialidad del
Hijo en el contexto de la lucha antiarriana. La teología oriental no ha dado
ese paso de forma tan clara, respetando el apofatismo respecto la vida in-
terna de Dios, y para no caer en el subordinacionismo del Espíritu respecto
del Hijo. En este sentido, ha sabido mantener mejor el carácter apofático del
Misterio de Dios y la misión del Espíritu en la vida del creyente. Finalmente,
hay que tener en cuenta la necesidad de una cierta teología apofática res-
pecto a las procesiones divinas y a la vida interna de Dios que invita a los
teólogos a un lenguaje respetuoso ante el Misterio del Dios trinitario.

IV. LA CONCEPTUALIZACIÓN TEOLÓGICA DEL MISTERIO EN LA HISTORIA


La razón humana tiene que ver con el conocimiento de la realidad como
un todo. El filósofo español José Ortega y Gasset ha subrayado esta dimen-
sión sistemática de la razón como característica esencial del conocimiento
humano. En plena sintonía con él, Julián Marías, uno de sus mejores dis-
cípulos, ha definido la razón como «la aprehensión de la realidad en su
conexión». La teología, como conocimiento humano que es, también está
impelida a integrar los datos acogidos en los niveles anteriores en un sis-

148
EL MISTERIO DE DIOS

tema coherente que haga justicia y de razón de todos ellos, sin imponer
trabas y cortapisas. Esto es lo que han intentado los teólogos a lo largo de
la historia de la teología, desde Agustín de Hipona hasta Gisbert Greshake,
por citar sólo dos grandes obras de teología trinitaria del siglo V y de fina-
les del siglo XX. Todo sistema tendrá que ser consciente de su limitación,
pues si ni siquiera es capaz de encerrar la realidad mundana en él, con
mayor razón no puede pretender comprender totalmente la realidad de
Dios encerrándola en su sistema. Si miramos a la historia de la teología,
ha habido cuatro grandes formas de sistematizar la teología trinitaria. La
reflexión trinitaria centrada en el dinamismo del espíritu humano desde la
convicción de que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Agustín
de Hipona-Tomás de Aquino). La reflexión trinitaria que ha tomado como
punto de partida la relación instaurada en el amor interpersonal, asumiendo
la afirmación que Dios es amor desde una perspectiva ontológica (Ricardo
de San Víctor). La reflexión trinitaria elaborada desde la lógica del lengua-
je (Abelardo). Y finalmente la reflexión sobre la trinidad que ha asumido
como forma fundamental el ritmo trinitario de la historia de la salvación o
de la historia humana (Gregorio Nacianceno-Joaquín de Fiore). Desde estas
cuatro perspectivas se van a desarrollar los proyectos teológicos trinitarios
más importantes hasta el día de hoy.
Por otro lado, el estudio de las categorías clásicas que la teología ha
utilizado para hablar del misterio de Dios, sin que puedan ser identificadas
directamente con su realidad, hay que otorgarlas su debida importancia y
conocerlas bien, pues acrisoladas por el paso de los siglos han contribuido
a forjar el lenguaje trinitario y a ayudarnos a decir cómo Dios siendo tras-
cendente al mundo, se ha hecho inmanente en la historia de Jesús y el don
del Espíritu para llamarnos a la comunión con él, sin que él quede disuelto
en los avatares de la historia y nosotros enajenados en el ser de Dios.

§ 10. Los conceptos clásicos que utilizamos en teología para decir algo
sobre la Trinidad (misión, procesión, relación, persona, perijóresis), quieren
expresar desde la analogía cómo es la vida interna de Dios para que sea
posible afirmar los tres misterios centrales del cristianismo: la Trinidad, la
encarnación de Dios y la divinización del hombre. Dios es amor, relación,
comunión, vida en plenitud. Por esta razón puede asumir la historia sin
dejar de ser Dios e integrarla dentro de sí sin vaciarla de su contenido y
propiedad, llevándola a su plenitud.

149
LA LÓGICA DE LA FE

1. El Dios que es capaz de salir de sí mismo: las misiones como


punto de partida

Si el acceso al misterio de Dios no puede ser otro que la economía de la


salvación, para pensar la Trinidad inmanente (con sus categorías) tenemos
que partir de su revelación en la historia. Esto significa que para pensar las
categorías trinitarias tenemos que empezar por la categoría de misión. Ésta
podemos definirla como la manifestación que constituye un nuevo modo
de presencia de las personas divinas en el tiempo, cuyo único fin es la
salvación del hombre. La misión presupone un origen, que en este caso es
el Padre y un fin, que es la presencia del Hijo y del Espíritu en la historia.
Desde este origen común (el Padre) se fundamenta la unidad de ambas
misiones, mientras que en virtud de su término (encarnación y gracia) se
fundamenta la distinción. El concepto de misión proviene de la Biblia. En
ella se nos habla de cómo Dios realiza dos envíos (exapostello, missio) para
realizar su proyecto de salvación. El Hijo es enviado por el Padre: Gal 4,4;
Jn 3,17; 5,23; 6,27; 17,18. Y el Espíritu es enviado por el Padre: Gal 4,6; Jn
14,26 y por el Hijo de parte del Padre: Lc 24,49; Jn 15,26; 16,7. Con razón
la teología contemporánea rechaza una comprensión de las misiones desde
un concepto genérico. Tenemos que partir desde un análisis concreto de la
especificidad de cada una de las dos misiones, porque sólo así podremos
saber algo realmente de cómo es Dios en sí mismo. Siempre que esas mi-
siones representen la comunicación de Dios mismo. Por esta razón no nos
basta con preguntar por el qué, sino quién, cómo y para qué acontece esa
misión.
Estas dos misiones son diferentes aunque están estrechamente relacio-
nadas y no se pueden separar. Son diferentes en cuanto que nos presentan
dos formas diferentes de aparecer: la primera en una forma visible en la
encarnación y la segunda de una forma inmanente, conformando e inha-
bitando a la persona que es destinataria de ese envío (gracia). La primera
forma de presencia expresa fundamentalmente la exterioridad, historicidad
y alteridad de la presencia de Dios en la historia. La segunda expresa la
inmanencia, trascendentalidad y comunión de la presencia de Dios en la
historia. Ambas perspectivas han de ser subrayadas y compaginadas sin
subordinación de una a la otra.
Pero son inseparables en cuanto que ambas forman parte del único pro-
yecto salvífico de Dios y forman una unidad en razón del mismo origen: el
Padre (aquí se apoyará la teología para expresar que el Padre es el origen
ontológico del Hijo y el Espíritu). La articulación correcta, sin subordinación
de una respecto a la otra ni renuncia de una a favor de la otra, es una de
las tareas pendientes de la teología y la vida eclesial. Esta articulación entre
cristología y pneumatología tiene una gran importancia en la comprensión

150
EL MISTERIO DE DIOS

de la Iglesia y de los ministerios. El diálogo con la Iglesia ortodoxa depende


en gran medida de la correcta articulación de estas dos misiones constitu-
tivas en el origen de la Iglesia. En la propia teología oriental las opiniones
se dividen. Por un lado encontramos la postura radical de V. Lossky, que
queriendo subrayar de tal forma la persona y misión del Espíritu, afirma que
no sólo hay dos misiones distintas, sino dos economías diversas. Al Espíritu
hay que ponerlo en relación con el misterio de la Iglesia, más que con el
misterio de Cristo. Más matizada es la postura de N. Nissiotis, R. Brobinskoy
y I. Zizioulas que prefieren hablar de una única acción de Dios reveladora
y salvadora en dos momentos diversos. Detrás de esta relación entre cris-
tología y pneumatología está en el fondo una cuestión eclesiológica. Según
se hable del origen de la Iglesia en Cristo (misterio pascual) o en el Espíritu
(Pentecostés) se pone de relieve y se sitúa en el centro de la compren-
sión de la Iglesia su principio sacramental-objetivo (Hijo) o su principio
personal-subjetivo (Espíritu). En realidad ambos constituyen y fundan la
Iglesia y no se puede subrayar uno de tal forma que signifique un olvido o
subordinación del otro.

2. La fecundidad en Dios: las procesiones

A las dos misiones o formas de manifestación y donación de Dios en


la historia le corresponden dos procesiones en su ser más íntimo. Esta co-
nexión entre las misiones y las procesiones la ha captado perfectamente
Santo Tomás cuando calificó la missio temporal del Hijo por el Padre como
la figura económica de la processio eterna del Padre (STh I, 43,2). En otras
palabras, en la relación personal que Jesús instaura con Dios, al que llama
Abba y en su misión temporal, que el acepta y realiza entre la confianza
y la obediencia, se nos está revelando la relación eterna del Hijo con el
Padre. Sabemos que hay dos procesiones en el ser de Dios porque hay
dos misiones, y éstas manifiestan y revelan cómo es el ser de Dios. Dios se
manifiesta como donación de Palabra y Amor, porque él es internamente
don, palabra y amor. Por esta razón, la forma económica de las misiones
nos condicionan en gran medida a pensar el modo de las procesiones en
la trinidad inmanente.
Así, si el Padre es el origen y la fuente de la historia de la salvación, a él
le corresponde ser el origen y la fuente de las otras dos personas. Él es el
origen y fuente de la divinidad, el origen sin origen. Esta comprensión tiene
un profundo significado teológico, pues iniciar con el Padre como origen
y fuente de la Trinidad, supone la concepción de la esencia de Dios como
amor (Kasper); hecho que, a su vez, contiene unas implicaciones revolu-
cionarias en la comprensión de la realidad. Que en el origen de todo esté
una persona, significa que en el principio no está ni el azar, ni una sustancia

151
LA LÓGICA DE LA FE

ciega, ni siquiera un concepto abstracto de comunión, sino la persona del


Padre que es ser como pura donación (Zizioulas, Ladaria). Por esta razón,
hay que seguir manteniendo este origen personal de la divinidad y desde
ella de toda la realidad. El Padre es origen sin origen y el lugar donde se
produce la unidad en Dios, que hay que comprender no sólo desde una
unión moral o de actividad, sino como una unión esencial.
Si el Padre es la fuente y la causa del Hijo y del Espíritu, significa que estas
dos personas no tienen en sí mismas la fuente de su ser. Ambas proceden del
Padre. El Hijo por generación (Jn 1,18; 3,16; 8,42; cfr. Lc 3,22) y el Espíritu
por procesión (Jn 15,26) dos términos bíblicos que en el desarrollo del dogma
y en la profundización teológica fueron aplicados a la vida interna de Dios.
Términos, por otro lado, que hay que aplicar a Dios con la necesaria pruden-
cia para no caer en crasos antropomorfismos. Nuevamente nos encontramos
con la doctrina católica de la analogía: semejanza en la mayor semejanza,
desde el triple momento de la afirmación, negación y supereminencia. En la
historia de la teología hemos descubierto la dificultad para asumir una pro-
cesión en el ser de Dios. Los gnósticos por exceso y los arrianos por defecto,
coincidían en concebir la procesión o generación en Dios desde un punto
de vista material. Por lo que si Dios es simplicidad suma e inmutabilidad, no
podemos introducir en él la división ni la mutación.
En efecto, la procesión en Dios implica una acción y una relación de
origen. Esta es la gran aportación que hizo Tertuliano. Él supo intuir, frente
al modalismo y posteriormente frente al arrianismo, que en Dios hay mo-
vimiento, acción, economía y disposición, sin que esta realidad y actividad
en Dios implique mutación, división, pérdida o mengua de su divinidad
(frente a los gnósticos). Una actividad que no es pérdida, sino plenitud de
vida, de acción y de movimiento. Es la plenitud de vida en un hoy perma-
nente. Por otro lado, Nicea, y la teología después del Concilio, es capaz
de distinguir claramente entre una procesión ad extra, para referirse a la
creación y una procesión ad intra, para referirse al movimiento interno en
Dios. Un movimiento que no hay que entender en un sentido local o tem-
poral, sino como un acto y movimiento puro y eterno. La acción ad intra
en Dios es un dinamismo inmanente o acción espiritual, que no implica un
movimiento temporal o acción transeúnte. Lo que se quiere decir con este
tipo de lenguaje es que la vida de Dios es plena. Dios es plenitud de vida
y de ser. Él es pura fecundidad en sí mismo y no necesita la creación o la
procesión ad extra para su plenitud. Porque es plenitud de vida ad intra
(procesión), puede comunicar esa vida ad extra con absoluta gratuidad y
libertad (creación-encarnación).
Las analogías para comprender las procesiones del Hijo y del Espíritu. En
la historia de la teología ha habido diferentes modos de comprender esta
fecundidad interna de Dios. La teología oriental ha preferido mantenerse en

152
EL MISTERIO DE DIOS

su característico apofatismo, y así, no ha utilizado ninguna analogía de la


vida humana para tratar de explicar las procesiones en Dios. Esta tradición
teológica ha preferido mantener el respeto y temor reverencial ante la ge-
neración del Verbo (Is 53,8) y la procesión del Espíritu. En la tradición occi-
dental, por el contrario, ha habido dos corrientes diferentes: la agustiniana
tomista, que utiliza la analogía de la mente humana que a su vez conoce y
ama, y la tradición de la escuela de Hugo y Ricardo de San Victor, que han
preferido una analogía más personalista, explicando estas procesiones des-
de las relaciones interpersonales: el amante, el amado y el amor o el fruto de
ese amor mutuo, anticipada ya por Agustín (De Trinitate VIII), aunque no
desarrollada por él. Cada una de las analogías expuestas para comprender
las procesiones divinas son inadecuadas. El propio Agustín, que representa
el esfuerzo y la audacia de la inteligencia de la fe que busca comprender, en
el último capítulo de su obra Sobre la Trinidad (el más maduro), reconoce
la limitación de su proyecto, subrayando la distancia entre la realidad divina
y sus imágenes en el alma humana. No podemos olvidar que él siempre
denominó la imagen utilizada como una imagen inadecuada (De Trinitate
IX,2,2). Agustín coloca en el centro de la reflexión el dinamismo del espíritu
humano en su relación con Dios y Ricardo coloca la experiencia del amor
interpersonal (familiar). Esta imagen hace saltar la estrechez del sujeto en-
cerrado en sí mismo, pero con la imagen del amor interpersonal se pierde
en cierta medida la unidad de sustancia que en la teología trinitaria hay que
mantener. Si la imagen de Agustín no ilumina suficientemente la trinidad
de las personas, la de Ricardo la unidad de sustancia. Por esta razón tanto
para Agustín como para Ricardo la imago trinitatis en la criatura sólo puede
reflejar la imagen originaria con la inversión de un espejo. Por último, la
crítica que actualmente se hace a ambas analogías, es que no expresan con
mucha claridad su conexión con la revelación concreta de Dios en la histo-
ria y el testimonio que de esa revelación nos ha quedado en el NT.
Hay que reconocer que esta manera de entender las procesiones o las
relaciones de origen puede tener sus dificultades. Por esta razón, en la
actualidad, ha habido críticos con las tesis tradicionales (Moltmann, Pan-
nenberg, Greshake). Según estos autores, desde esta comprensión de la
Trinidad (monarquía paterna) se da tanta importancia al Padre respecto a
las otras dos personas que podríamos estar cayendo en un subordinacionis-
mo larvado. Toda esta discusión, ha llevado a la actual reflexión teológica a
pensar a Dios desde el paradigma o la imagen de la comunión, entendida
como ámbito de relaciones personales totalmente simétricas entre el Padre,
el Hijo y el Espíritu. De esta forma se separa de la teología clásica que junto
a esta comunión hablaba de un orden intradivino, que sitúa al Padre como
origen y fuente del Hijo y el Espíritu. En estas nuevas propuestas hay una
verdadera intención que hay que valorar positivamente: subrayar la igual-

153
LA LÓGICA DE LA FE

dad de las tres personas y cómo cada una de ellas es en relación con las
otras. Pero siguiendo este camino en la reflexión trinitaria, quizá podamos
estar cayendo en una ruptura respecto a la forma de entender esta comu-
nión en la tradición bíblica, litúrgica y eclesial, que no está ajena a conse-
cuencias importantes en la vida eclesial. Más aún, en esta línea de reflexión
podemos percibir una nueva forma de un viejo peligro: separar la reflexión
del Dios trinitario de la historia de la salvación, a pesar de que Pannenberg
sostiene precisamente lo contrario. La reflexión sobre la teología trinitaria
tiene que estar estrechamente vinculada al testimonio bíblico y a la acción
litúrgica que siempre ha hablado de Dios y se han referido a él desde su
acción en la historia como salvación y desde la experiencia religiosa que
provoca su revelación en el hombre. Desde esta perspectiva bíblica y litúr-
gica, la teología no ha tenido más remedio que describir y confesar al Padre
como origen sin origen, como fuente inagotable de amor, desde quien se
inicia el proyecto de salvación (Ef 1,3-14), en comunión íntima con el Hijo
y el Espíritu. El Hijo es su imagen perfecta (Col 1,15), enviado por él para
revelar su rostro (Jn 1,18) y realizar el propósito de su voluntad (Ef 1,3-5).
El Espíritu es su aliento y su amor, derramado en el corazón del creyente
(Gal 4,6; Rom 8,16) y del mundo para conducir a la creación a su plenitud
consumada (Rom 8,23-30).
Desde esta historia y economía salvífica hay que pensar a Dios como
Dios trinitario. Este ha sido el gran acierto de la teología prenicena, profun-
dizado por la teología de los Padres capadocios, hacer teología de la divina
economía y no una metafísica de la consubstancialidad o en nuestro caso
de la comunión. La teología trinitaria ha de remitirse a la historia, a su tes-
timonio bíblico y litúrgico y desde ahí pensar el ser de Dios. En ella vemos
una monarquía del Padre desplegada en la acción y misión del Hijo y del
Espíritu que ha servido de fundamento para pensar al Padre como origen
y fuente de la divinidad y al Hijo y el Espíritu dependiendo de él sin que
esto signifique ningún tipo de inferioridad. Por eso habría que situarse más
bien la línea de Luis Ladaria cuando dice que «vale la pena profundizar en la
relación intrínseca que existe entre la teología del Padre como principio de
la Trinidad, siempre en relación con el Hijo y el Espíritu, que entiende las
procesiones no como superioridad sino como total donación, y la perfecta
comunión e igualdad de las personas en sus relaciones recíprocas» (L. La-
daria, La Trinidad, misterio de comunión, Salamanca 2001, 162). Fundar la
teología trinitaria en la teología del Padre parece que ha sido y es la mejor
forma de evitar el triteísmo, sabelianismo y subordinacionismo. Como ha
mostrado la teología de los Capadocios con especial profundidad la afirma-
ción de la monarquía del Padre es la mejor forma de afirmar y subrayar si-
multáneamente la unidad y la igual de Dios. Monarquía paterna y consusbs-
tancialidad de las personas crecen de forma directamente proporcional. En

154
EL MISTERIO DE DIOS

este sentido, junto a la teología trinitaria de los padres pre-nicenos, que han
subrayado la monarquía del Padre en una perspectiva histórico-salvífica,
hay que asumir la de los Padres Capadocios que han elaborado más pro-
fundamente una ontología trinitaria no separada de la revelación de Dios
en la historia y capaz de compaginar monarquía y trinidad (Cfr. Gregorio
Nacianceno, Discursos teológicos, 29, 2).
La monarquía del Padre no significa necesariamente una subordinación
respecto a las otras dos personas, ni mucho menos una mengua, ruptura
o disminución del poder de Dios. El Padre es capacidad infinita de comu-
nicación, capacidad infinita de amor, amor y donación de la plenitud del
ser que por ser tal puede ser enteramente comunicada al Hijo y al Espíritu.
Todo él es donación, amor que excluye toda envidia de comunicar al otro
no sólo lo que tiene y posee, sino lo que es. Por esta razón el Hijo ha de
ser Dios enteramente, en todo igual al Padre en la naturaleza divina, excep-
to en la paternidad. El Hijo posee la misma naturaleza del Padre, pero de
forma distinta. El Padre es esta naturaleza en cuanto donada (engendra) y
el Hijo en cuanto recibida (es engendrado). Pero de la misma forma que el
Padre al darse en amor engendra al Hijo, en este engendramiento el Hijo
da la plenitud al Padre (Patrem consummat Filius). Creo que la teología
contemporánea ha de desarrollar esta bella y profunda intuición de Hilario,
que vincula la paternidad de Dios no tanto al principio de autoridad, sino
a su capacidad de donación al otro, así como el de la filiación, no tanto al
de autonomía, sino al de la capacidad de recepción. Desde esta teología
del Padre como fuente y fundamento de la teología trinitaria podemos
comprender mejor lo que significa en Dios el término persona y la simulta-
neidad en Dios de la igualdad y la trinidad. La paradoja de la afirmación del
primado del Padre con la de la igualdad de las personas no tiene porqué ser
necesariamente una contradicción, siempre que la generación del Hijo y la
procesión del Espíritu sean comprendidas como expresión de una donación
total del amor del Padre.

3. Las relaciones en Dios

Antes de entrar a analizar el central concepto de persona, tenemos que


presentar las relaciones. Las procesiones dan lugar a las relaciones divinas.
Entendemos por relación el estar referido una cosa a otra. E implica el su-
jeto, el término y el fundamento de la relación. Entre el sujeto y el término
se da una oposición relativa. De las dos procesiones resultan cuatro relacio-
nes: a) La relación del Padre con el Hijo: que llamamos generación activa o
paternidad. b) La relación del Hijo con el Padre que llamamos generación
pasiva o filiación. c) La relación del Padre y el Hijo con el Espíritu Santo
que llamamos espiración activa. d) La relación del Espíritu con el Padre y

155
LA LÓGICA DE LA FE

el Hijo que llamamos espiración pasiva. De estas cuatro relaciones sólo tres
son realmente distintas entre sí, estableciendo la posibilidad de afirmar las
diferencias en Dios: la paternidad, la filiación y la espiración pasiva. La ac-
tiva se identifica en realidad con la paternidad y la filiación y corresponde
al Padre y al Hijo en común. Si anteriormente veíamos la dificultad que la
teología y la tradición de la Iglesia tuvo para aceptar e introducir el concep-
to de generación o procesión en el ser de Dios, más aún con el concepto de
relación. No le fue fácil a la teología descubrir que las diferencias en Dios
no se daban en el ámbito de la sustancia sino en el ámbito de las relaciones.
¿Pero cómo es posible introducir en el ser divino una categoría que según la
Metafísica de Aristóteles está del lado de los accidentes? Y es obvio, que en
Dios, en virtud de su simplicidad, no puede haber accidentes. Los primeros
en dar un paso hacia esta metafísica de la relación en Dios fueron los Pa-
dres Capadocios cuando frente al racionalismo de Eunomio, tiene que em-
pezar a distinguir en Dios entre nombres absolutos y nombres relativos. Los
nombres absolutos se dicen en singular y se refieren a la sustancia, mientras
que los nombres relativos se dicen en plural y se refieren a las relaciones.
San Agustín profundiza en esta intuición de los Capadocios en el libro V
del De Trinitate. El autor africano se encuentra ante una paradoja, para él
insoluble, pero la claridad y audacia en su planteamiento hizo que se diera
un paso muy significativo en la teología trinitaria. El obispo de Hipona, si-
guiendo la metafísica de Aristóteles, distingue entre realidades sustanciales
y accidentales. En Dios sólo pueden existir las de la primera clase. Y no
las segundas, debido a que introducir algún tipo de accidente en Dios sería
introducir la mutabilidad. Sin embargo, Agustín percibe que no todo lo que
se predica y dice de Dios dice relación a la sustancia, pero que a la vez tam-
poco puede ser accidental. Esto es lo que ocurre con la relación (ingénito
y engendrado; Padre e Hijo). «En Dios nada se afirma según el accidente,
porque nada mudable hay en él; no obstante no todo cuanto hay en él se
enuncia y se dice según la sustancia. Se habla a veces de Dios según la re-
lación» (De Trinitate V,6). Paradoja, porque al final S. Agustín, no es capaz
de poner en relación la realidad de la sustancia y las relaciones en Dios, que
en cuanto tal constituyen a las personas. Se acerca bastante a esta solución
que dará definitivamente Tomás de Aquino al definir a las personas divinas
como «relaciones subsistentes» (STh I,29,4): «Mas como el Padre es Padre
por tener un Hijo, y el Hijo es Hijo porque tiene un Padre, estas relaciones
no son según la sustancia, porque cada una de las personas no dice habitud
a sí misma, sino a otra persona o también entre sí; mas tampoco se ha de
afirmar que las relaciones sean en la Trinidad accidentes, porque el ser del
Padre y el ser del Hijo es en ellos eterno e inconmutable. En consecuencia,
aunque sean cosas diversas ser Padre y ser Hijo, no es esencia distinta; por-

156
EL MISTERIO DE DIOS

que estos nombres se dicen no según la sustancia, sino según lo relativo; y


lo relativo no es accidente, pues no es mudable» (De Trinitate V,5,6).
En realidad lo que Agustín permite descubrir es que las relaciones al no
ser accidentales deben coincidir con la esencia misma de Dios. Es decir,
que las relaciones son la esencia misma de Dios. Dios no es una sustancia
común, que después se reparte proporcionalmente entre las diferentes per-
sonas que a su vez tienen unas determinadas relaciones. Sino que Dios es
relación. Su ser, su esencia es ser en relación. En el ser humano esta simul-
taneidad no es posible adivinarla ya que la relación presupone la sustancia
o la subsistencia. En Dios, por el contrario, al ser la simplicidad y perfección
suma, ambas realidades se identifican. «Las diferencias son idénticas con la
esencia de Dios» (G. Greshake, El Dios uno y trino, 215). Esta afirmación
tiene una importancia fundamental, ya que al decir que en Dios, su esen-
cia es la relación, significa que él es amor y comunicación. No sólo que se
comunica y ama, sino que su ser consiste en la comunión y comunicación
mutua. Él es todo amor que se entrega y regala. Nuevamente estamos ante
el misterio último de la realidad. Lo último y definitivo no es el ser en sí,
sino el «ser desde otro» y el «ser para otro» (W. Kasper, El Dios de Jesucris-
to, 445). Las distinciones en Dios, fundadas en las relaciones, expresan el
carácter extático del amor de Dios. Dios no tiene relaciones sino que es
relación, es amor, es comunicación. Ni la sustancia antigua (ser en sí), ni el
sujeto moderno (individuo autónomo y aislado) es lo último y definitivo de
la realidad, sino la relación.

4. Las personas en Dios

Las tres relaciones opuestas entre sí nos conducen a la reflexión sobre


las personas. Entendemos por tal al sujeto último de todo ser y obrar (prin-
cipium quod), mientas que naturaleza es aquello por lo que la persona es
y obra (principium quo). En la actualidad se ha convertido en el concepto
trinitario fundamental. Su sentido etimológico es difícil de dilucidar. Detrás
del concepto moderno de persona, tenemos tres términos clásicos con sen-
tidos diversos: persona, en latín, y prosopon e hypostasis, en griego. Porque
antes que concepto técnico para referirse a Dios, a Cristo y al hombre, era
un término de uso habitual de significados distintos, no necesariamente
excluyentes. Mientras que persona y prosopon resultan términos parecidos,
el de hypostasis rompe de alguna forma este parentesco. Los primeros tie-
nen que ver con la visión y la forma de aparecer ante otro, mientras que el
segundo tiene que ver con la realidad concreta que nos sostiene y hace que
una realidad sea precisamente lo que es. No es fácil determinar su origen
y significado exacto. Estamos ante un «enigma etimológico» (A. Milano) o
una «etimología oscura del concepto» (B. Meunier). El término latino podía

157
LA LÓGICA DE LA FE

significar varias cosas: rol, personaje, en el ámbito del teatro (Plauto, Teren-
cio); la persona del verbo en un contexto gramatical (Varrón); individuo en
sentido social (Cicerón). El término griego prosopon atestiguado ya en Ho-
mero con el sentido de rostro, asociado después a la mirada, a aquello que
se ve, terminará vinculándose al mundo del teatro, en la época helenística.
Finalmente, el sentido del hypostasis viene determinado por su etimología.
Compuesto de hypo-, (bajo) y la raíz sta (tenerse), en su origen tiene un
sentido habitual de fundamento, base, cimientos, punto de partida de una
exposición. Será a partir del siglo I d. C. cuando el término comience a
tener el sentido abstracto de existencia, que rápidamente se va a convertir
en el significado habitual del término. La literatura cristiana antigua asumirá
este segundo sentido, más abstracto. Más allá de su estricto sentido original
y su desarrollo posterior, es evidente que este término pronto se vinculó
al mundo del teatro, dato que es utilizado por diversos teólogos, con una
clara intención teológica. Así Ioannis Zizioulas, Henri de Lubac y Hans Urs
von Balthasar han profundizado y sacado las consecuencias teológicas y
antropológicas de esta «fabulosa» o «legendaria» conexión.
Su uso en la teología patrística. El término griego prósopon, aunque ya lo
podemos encontrar en Justino en el contexto de la exégesis prosopográfica,
es utilizado por primera vez por Hipólito en sentido estrictamente trinitario
para indicar la subsistencia individual del Padre y del Hijo. Frente al monar-
quianismo de Noeto, comentado el célebre pasaje de Jn 10,30: «Yo y el Pa-
dre somos uno», Hipólito defiende la dualidad personal Padre e Hijo sin que
por ello signifique afirmar dos principios de actividad, es decir, dos dioses
(due prosopa, mia dynamis). El término latino persona es introducido en
la literatura teológica por Tertuliano en su tratado Contra Praxeas, también
porque era una expresión a cuyo uso se oponían los monarquianos. Para
Tertuliano persona expresa ante todo un sujeto parlante (Ad Prax 5) que
se manifiesta en su actuar responsable (Ad Prax 12,3). El término persona
designa la pluralidad, el número y la distinción en Dios (Ad Prax 11,4).
Aunque ya comienza a perfilarse el sentido técnico teológico que se le dará
en el siglo IV, todavía es utilizado en su acepción corriente y concreta. Ter-
tuliano todavía no utiliza con naturalidad la expresión tres personas y una
sustancia, pero va poniendo las bases para esa fórmula: «una sola sustancia
en tres que se mantiene juntos» (Ad Prax 12,7).
Orígenes, por su parte, es quien da valor teológico al término hyposta-
sis para referirse al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En su Comentario al
Evangelio de Juan habla por primera vez de tres hypostasis, «tres realidades
subsistentes, el Padre, el Hijo y el Espíritu». De esta forma, para el término
persona tenemos tres conceptos: dos griegos, hypostasis y prosopon; y uno
latino, persona. En la teología griega triunfará hypostasis contrarrestándo-
lo con la idea incluida en prosopon; y en la teología latina se utilizará el

158
EL MISTERIO DE DIOS

término persona (que habitualmente era utilizado con la significación de


proposon) entendido en el sentido de hypostasis. En el siglo IV, dentro de
estas controversias trinitarias, se producirá uno de los acontecimientos más
importantes para la teología y, desde ella, para el pensamiento en general:
la unión de los conceptos hipóstasis y persona. Con Basilio de Cesarea
emergen los términos hypostasis y prosopon como conceptos técnicos de
teología trinitaria.
Las definiciones medievales. Después de su uso en la teología trinitaria
y en la cristología, vino el intento de clarificación terminológica a través de
una definición: Boecio, Ricardo de San Victor, Tomás de Aquino. En primer
lugar, tenemos que tener en cuenta la definición que hizo Boecio, siguiendo
el lenguaje y el método del libro de las Categorías de Aristóteles y del Isago-
gé de Porfirio. No es la única definición, aunque tampoco hay duda de que
esta definición que se encuentra en su Tratado teológico contra la doctrina
de Eutiques y Nestorio ha sido la más importante por la historia de su reper-
cusión, especialmente a través de la recepción crítica que realizaron autores
de la talla de Ricardo de San Victor y Tomás de Aquino para poderla utilizar
como concepto trinitario. Ésta reza así: «Si persona pertenece únicamente
a la realidad sustancial y ésta es racional, y si toda sustancia es una natu-
raleza que existe no de forma universal sino individual, entonces hemos
encontrado la definición de persona: la sustancia individual de naturaleza
racional» (Boecio, OSV 3,168-172). Existe un consenso en la actualidad en
que en ella encontramos tres características esenciales: la substancialidad,
la individualidad y la racionalidad. Él define la persona desde un punto
de vista ontológico, pero esto no significa que lo haga desde la esencia o
la naturaleza. Para Boecio lo distintivo de la persona es su singularidad e
irreductibilidad. Podríamos decir de una forma un poco anacrónica que
para él la persona es un absoluto en sí mismo. Esta valoración no es óbice
para no ser conscientes de su limitación, originada por su dependencia
del sistema filosófico aristotélico. Éste no es capaz de dar importancia a la
relación, categoría central para la definición de persona en teología trini-
taria, como veremos después con Tomás de Aquino y como ya había sido
anticipado por los Padres Capadocios en el Oriente cristiano y por Agustín
en Occidente. Para Boecio «la persona se caracteriza por la existencia por sí
(subsistencia), de manera irreductible y absolutamente singular (individuo),
con esa libertad de acción que le corresponde por esencia (naturaleza in-
telectual). Todos estos rasgos fundan la dignidad de la persona. Cuando se
aplique a Dios, esta definición garantizará la divinidad de las tres personas
(naturaleza divina intelectual) contra el arrianismo, así como su subsistencia
propia (sustancia individual) contra el sabelianismo, fundando también su
obrar (sustancia individual inteligente y libre)» (G. Emery, La teología trini-
taria, 133).

159
LA LÓGICA DE LA FE

Ricardo de San Víctor conoce la definición de Boecio, la utiliza como base


de su pensamiento, pero la transforma desde las claves de su propia teología
trinitaria, pues para él esta definición tendría el peligro de «concebir la sustan-
cia divina como una persona» (G. Emery, La teología trinitaria, 137). Él pone
en el centro de su reflexión teológica la afirmación de 1Jn 4,8.16: «Dios es
amor». Para Ricardo si Dios es el Bien en su máxima plenitud y consumación,
también ha de ser la plenitud y consumación del amor. Un amor que sólo
puede ser entendido desde una realidad dialógica y finalmente trinitaria. Es
decir, para el canónigo regular agustino, el amor a sí mismo no es la figura
plena del amor. Ésta se alcanza sólo en la relación con un tú (León Magno:
«No puede haber caritas entre menos de dos»). Por esta razón, el amor divino
exige que haya dos personas divinas para que pueda ser considerado amor
en plenitud: «La plenitud del amor sólo existe cuando hay más personas en
Dios» (De Trinitate III, 2). Pero todavía tenemos que añadir que esta com-
prensión dialógica del amor de Ricardo no es el modelo de la plenitud del
amor. Para que se de este en plenitud es necesario la presencia de un tercero
que es amado en la comunión de los dos y donde la inclinación de ambos
late al unísono en la llama de amor por el tercero (De Trinitate III, 19). Sólo
en un tercero comprendido como el condilectus (amor conjunto) se alcanza
la consumación del amor (consummatio caritatis).
¿Cómo explica nuestro autor la lógica y dialéctica del amor en la vida
intradivina? En primer lugar, para no caer en un triteismo, tiene que tras-
formar el concepto de persona transmitido por la tradición proveniente de
Boecio. Según su comprensión de Dios desde la lógica del amor, si aplicara
esta definición de persona tal cual, correría el riesgo de afirmar tres subs-
tancias distintas, es decir, tres dioses. Su nueva definición reza así: «persona
divina sit divinae naturae incomunicabilis exsistentia» (De Trinitate IV, 22).
Las personas no son sin más la naturaleza (aliquid), sino el modo de tener
naturaleza, su origen (aliquis). Para subrayar este quien de la naturaleza
personal, Ricardo opera una serie de cambios significativos a la defini-
ción de Boecio. En primer lugar, sustituye el adjetivo racional por divina.
Mientras que la definición de Boecio podría ser atribuible por analogía al
hombre y a Dios, la de Ricardo se refiere exclusivamente a las personas
divinas. En segundo lugar, traduce la expresión individua por incomunica-
bilis, poniendo de relieve el principio de individuación que distingue a las
personas, es decir, el ex-sistere, y que a su vez es incomunicable. Aunque
lo que quiere decir Boecio con su sustancia individual es lo mismo que
dice Ricardo con la incomunicabilidad de las personas, este último quiere
subrayar el carácter singular, irreductible e intransferible de cada una de
las personas. Precisamente por esta razón, en tercer lugar, sustituye el tér-
mino substantia por exsistentia, introduciendo la condición relacional de
la persona en su misma definición al sustituir sustancia por ex-sistencia:

160
EL MISTERIO DE DIOS

que implica la realidad sustancial (sistentia) y el origen (ex). Siguiendo con


la perspectiva tradicional Ricardo afirma que la persona es una realidad
substancial, pero determinada por su incomunicabilidad, es decir, por la
forma única e intransferible (incomunicabilis) que cada una es y posee esa
naturaleza común (sistentia) desde un origen común (ex). La persona no
es formalmente una naturaleza, un qué, sino un quién, que se define por la
forma de ser esa naturaleza. Desde esta definición, finalmente, Ricardo de
San Victor podrá afirmar en el libro V cuando estudie las procesiones que
cada persona divina se distingue por su forma de amar, que cada persona
es idéntica a su amor, que cada persona es su amor. Así el Padre es el ori-
gen sin origen del amor intradivino. Él es puro amor que se da. El Hijo es
el amor que recibe y a la vez da y entrega. El Espíritu es el puro amor que
sólo recibe. El Padre es amor como pura donación; El Hijo es el amor como
recepción y donación; y el Espíritu es el amor como pura recepción.
Tomás de Aquino conoce la definición de Boecio y de Ricardo. Y a pesar
de estar al tanto de las dificultades que habían planteado los teólogos del
siglo XII respecto a la definición del primero, el Aquinate optará por tomar
como punto de partida de su reflexión sobre las personas divinas la defini-
ción del teólogo romano. En este punto se separa de Alberto Magno y de
Buenaventura, que aceptan la crítica de Ricardo y su definición. Tomás de
Aquino «mantiene la definición de Boecio, pues si se entiende correctamen-
te, conviene a Dios» (G. Emery, La teología trinitaria, 138). ¿Por qué prefiere
la definición de Boecio a la de Ricardo? Porque mientras que la de Boecio
puede ser utilizada para hablar de Dios y del hombre (desde la analogía),
la de Ricardo sólo es posible aplicarla a Dios. Después de analizar el len-
guaje trinitario y establecer las necesarias equivalencias entre los términos
griegos y latinos, Tomás confiesa y reconoce con la fe de los Concilios de la
Iglesia que en Dios hay tres subsistentes distintos en unidad de la sustancia
divina. Para decir esos tres subsistentes, la Iglesia ha utilizado los términos
hypostasis y persona. ¿Qué significa esta expresión cuando la aplicamos a
Dios? Para responder a esta cuestión Tomás desarrolla su doctrina de la
relación subsistente que con toda razón ha sido considerada «la síntesis de
su teología trinitaria especulativa» (G. Emery, La teología trinitaria, 142). La
síntesis de Tomás se encuentra en la quaestio 29 de la primera parte de la
Summa Theologica: «La persona divina significa la relación en cuanto sub-
sistente. En otras palabras: significa la relación por modo de sustancia, que
es la hipóstasis subsistente en la naturaleza divina; aunque lo que subsiste
en la naturaleza divina no sea otra realidad que la naturaleza divina» (STh
I,29,4). Y más adelante: «Las personas son las mismas relaciones subsisten-
tes» (STh I,40,2). Sin renunciar a la perspectiva ontológica de la definición
de persona, Tomás resuelve la aporía con la que había tropezado Agustín
y la teología medieval posterior. Yendo más allá de la postura esencialista

161
LA LÓGICA DE LA FE

de Agustín y sus seguidores, seguirá el camino abierto por Guillermo de


Auxerre, quien afirma que la persona significa principalmente la relación, e
indirectamente la esencia divina. La relación no es un accidente, sino que
es la esencia divina misma, y por esta razón es subsistente, como subsiste la
esencia divina. La persona divina es la relación en cuanto que esta relación
subsiste. La sustancia individual de Boecio o la existencia incomunicable de
Ricardo, es entendida por Tomás como la relación en cuanto subsistente.
Aquello que es incomunicable e intransferible, constituye a las personas,
y esto se identifica con las relaciones, con las relaciones de origen. Las
personas no son antes que las relaciones. Las personas se constituyen por
la relaciones. No hay un sustrato previo a la donación y relación. Son en
cuanto se relacionan. La relación une y distingue a la vez. La unidad de
Dios no es la del solitario sino una comunión perfecta. El ser de Dios se
identifica con la relación, es un eterno intercambio de amor. «La relación,
en cuanto realidad divina que es, es la esencia misma» (Emery, La teología
trinitaria, 178; Cfr. STh I, 28,2. El ser de Dios es amor. Esto presupone una
con-dignidad de las tres personas; un mismo amor que es poseído de for-
ma diferente por cada uno de ellos; y, por último, presupone la distinción.
Con Tomás de Aquino aparece absolutamente claro que en Dios no hay
un sustrato previo al Padre, Hijo y Espíritu, a su ser donación recíproca o
comunión en el amor.
La Modernidad supone un cambio decisivo para la doctrina trinitaria. En
este momento se produce un giro fundamental que va a ser determinante
en la pérdida de vitalidad de la doctrina trinitaria. A partir de este momento,
de centro, va a ser considerada un enigma incomprensible (Goethe), una
doctrina inútil en el ámbito de la acción de la vida humana (Kant), una
metafísica teológica sin una claro significado salvífico. El siglo XVII marca
este giro decisivo en la comprensión de la doctrina. Un siglo obsesionado
por la realidad de Dios, aunque tentado por domesticar su trascenden-
cia. El así llamado giro antropológico de la filosofía moderna supuso una
cesura en la reflexión sobre el concepto de persona ya que «deja de ser
una magnitud ontológica para reducirse a un dato psicológico» (J. L. Ruiz
de la Peña, Antropología teológica, Santander 1988, 161). Como reconoce
la refelxión filosófica actual, «con Descartes empieza a abrirse camino un
nuevo concepto de persona: ya no se define respecto a la autonomía en
el ser, sino en referencia a la autoconciencia» (G. Amengual, Antropología
filosófica, Madrid 2007, 218). Esto va a suponer un desafío y un problema
para la aplicación del concepto de persona a Dios. Si bien este concepto
en su sentido más profundo, tal como hemos visto antes, nace en el deba-
te trinitario y, desde ahí, se extiende al cristológico para irse aplicando al
ámbito de la antropología, ahora es la antropología filosófica quien decide
el sentido de este concepto y lo devuelve a la reflexión teológica. Pero

162
EL MISTERIO DE DIOS

este regreso del concepto de persona a la teología trinitaria va a ser muy


complicado. En este momento pasa de ser concebido como un término
metafísico (hypostasis) a un sujeto de acción y responsabilidad en cuanto
individuo cognoscente (sujeto). Persona comienza a ser comprendida como
conciencia de sí. Para John Locke el concepto sustancia no pertenece a la
definición de persona, puesto que ésta se define desde la conciencia de sí
misma. La persona «es un ser pensante e inteligente, provisto de razón y
reflexión» (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 27,11) «donde
el sí mismo depende de la conciencia y no de la sustancia» (Ibid, II,27,19).
Aunque la definición pertenece a la persona humana, a la larga afectará
directamente a la teología trinitaria, haciendo incomprensible su utilización
en este ámbito y provocando lo que se ha denominado como el espléndido
aislamiento de la teología trinitaria.
El debate sobre el concepto de persona aplicado a la Trinidad fue re-
abierto en la teología del siglo XX por Karl Barth y Karl Rahner. Desde esa
comprensión psicológica del concepto de persona, Barth primero y Rahner
después, piensan que si se aplica tal cual, la doctrina trinitaria estaría acer-
cándose de forma peligrosa al triteísmo. Desde la reducción moderna de
persona a individuo o a sujeto consciente, libre y responsable de sus actos,
se hacía bastante difícil utilizar esta terminología aplicándola a Dios. De esta
manera se afirmaría en Dios tres personas, tres sujetos autoconscientes, por
lo tanto, se estaría afirmado de forma implícita un craso triteísmo. Por esta
razón, tanto Barth como Rahner, ofrecieron volver al sentido original del con-
cepto hipóstasis, proponiendo cambiar el concepto de persona por «modos
de ser» (Seinsweisen) y «modos de subsistencia» (Subsistenzweisen). En Dios
hay una unidad de ser y de conciencia que subsiste en tres modos diversos
de ser y subsistir. Ambas posiciones teológicas fueron acusadas de modalistas
(Moltmann). El juicio parece exagerado e injustificado. Pero es verdad que
su propuesta no parece que haya sido muy afortunada, y sobre todo lo que
es más evidente, no ha sido secundada por la teología actual, más propensa
a subrayar la perspectiva dialógica y tripersonal de Dios. Aunque no pode-
mos obviar la advertencia de estos dos grandes teólogos que devolvieron
a la teología la centralidad de la teología trinitaria, hay que reconocer que
ambas expresiones son excesivamente formales y no muestran claramente la
importancia de la reciprocidad (tú) y el amor (nosotros) en el significado del
concepto de persona, ya sea en la teología trinitaria o en el ámbito de la an-
tropología. Por más que las expresiones no quieran ser sino una recuperación
de la comprensión ontológica de la persona esbozada en la teología patrística
y medieval, su aceptación ha sido más bien escasa. La teología contempo-
ránea ha preferido seguir la estela de la filosofía dialógica y personalista, al
pensar las personas desde la perspectiva de la relación.

163
LA LÓGICA DE LA FE

Desde esta perspectiva se ha ido proponiendo que la persona es rela-


ción (C. E. Gunton; Ch. Schwöbel), comunión (I. Zizioulas), reciprocidad
(W. Pannenberg, G. Greshake) donación (H. U. von Balthasar; L. F. Ladaria).
Si durante siglos el concepto trinitario y antropológico de persona había es-
tado centrado en el polo de la incomunicabilidad (yo), ahora lo hace hacia
el de la relación (otro). De una forma sumamente sintética podemos decir
que hemos pasado de la mismidad a la alteridad. Este desplazamiento pue-
de verificarse en la forma cómo la teología actual lee y recupera su propia
historia (historia del concepto), afronta la difícil cuestión del carácter perso-
nal de Dios (en el contexto del agnosticismo teológico y el diálogo interre-
ligioso) y los desarrollos concretos de la teología trinitaria actual centrados
en un renovado concepto de persona (relación, comunión, reciprocidad y
donación). Persona significa ser sí mismo, para darse; serse dándose.

5. Perijóresis: la comunión perfecta en el amor

Esta expresión es el concepto fundamental que resume el resto y que


actualmente está muy de moda para expresar la unidad en Dios, respetando
a su vez la diferencia de las personas. El concepto significa una presencia
mutua permanente, de inhabitación recíproca, un estado de co-inherencia
entre las personas divinas. Éstas no sólo se relacionan entre sí (bien sea en
relación de origen o por oposición), sino que unas personas están en las
otras. El término parece expresar un movimiento circular rotatorio de diferen-
ciación. Tiene como antecedente la física estoica. Aquí el término es utilizado
para comprender la unión entre cuerpo y alma como una mezcla de ambas
realidades, sin que pierdan cada una de ellas sus propiedades personales. Se
trata de una unión entendida como co-extensión e interpenetración mutua. El
sentido de este concepto tiene su base en la Escritura en textos como en Jn
10,38; 14,11; 17,21. La idea se encuentra explícitamente en Hilario para mos-
trar la unidad de la naturaleza del padre y del Hijo: «Lo que está en el Padre
está en el Hijo, lo que está en el ingenerado está en el unigénito... No es que
los dos sean el mismo, sino que el uno está en el otro, y no hay en uno y otro
una cosa distinta. El Padre está en el Hijo porque el Hijo ha nacido de él, el
Hijo está en el Padre, porque de ningún otro tiene el ser el Hijo... Así están
el uno en el otro, porque así como todo es perfecto en el Padre ingenerado
lo es también en el Hijo unigénito» (Hilario de Poitiers, De Trinitate, III, 4).
El término aparece por primera vez en Gregorio Nacianceno (en forma
verbal) aplicándolo a las dos naturalezas de Cristo. En este mismo sentido es
profundizado por Máximo el Confesor, cuya doctrina es calificada de inefable
y que ofrece la posibilidad de pensar conjuntamente la unidad de persona
y la diversidad de naturalezas en Cristo (PG 91, 336D-337A). En la doctrina
trinitaria es utilizada por pseudo Cirilo y luego por Juan Damasceno, enten-

164
EL MISTERIO DE DIOS

diéndolo como in-existencia mutua de las personas, aunque comienza una


tendencia a entender el concepto no de una manera dinámica sino estática.
Burgundio de Pisa traduce el término griego de perijóresis por circumincessio
(a partir del s. XIII se escribe con s por la tendencia en Francia a pronunciar la
«s» en vez de la «c» y no por diferencia de significado) al hacer la traducción
al latín del De fide orthodoxa del Damasceno en el 1153. Normalmente los
autores hablan de una doble forma de comprensión: una ligada a la teología
patrística donde la unidad se explica desde el proceso dinámico de interpe-
netración mutua; otra, ligada a la teología medieval cuya unidad de esencia
fundamenta la perijóresis como un estado, como un modus essendi más que
como una realidad dinámica. El término actualmente es utilizado para poner
de relieve la unidad en Dios subrayando la diferencia de las personas divinas
(Moltmann, Boff, Kasper, Pannenberg, Greshake) y la apertura de esta unidad
comunional en Dios a la integración del mundo y de la historia en la plenitud
de la vida divina (Moltmann). Desde la teología trinitaria se ha aplicado a la
antropología, para pensar la unidad del cuerpo y alma, y en la eclesiología,
para pensar simultáneamente la unidad en la diversidad.

6. Dios es amor

Toda esta disquisición conceptual que hemos presentado anteriormente


no es un ejercicio retórico y un pasatiempo conceptual estéril, sino que
es expresión de la novedad que supone pensar al Dios cristiano en pro-
fundidad. Amén de una revolución en la comprensión de Dios (teología),
supone una revolución en la comprensión del ser humano (antropología)
y de la realidad misma (metafísica). Dios es amor, relación, fecundidad,
alteridad, vida en plenitud. El ser tiene que ser comprendido en ultimidad
no como sustancia sino como amor. El hombre es capacidad de donación
y relación: «Ni la antigua sustancia ni el sujeto moderno son lo último y
decisivo, sino que es la relación como categoría primigenia de lo real. La
afirmación de que las personas son relaciones es una afirmación sobre la
trinidad de Dios, pero de ella se sigue algo decisivo sobre el hombre como
imagen y semejanza de Dios. El hombre no es ni un «ser en sí» autárquico
(sustancia) ni un «ser para sí» autónomo, individual (sujeto), sino un ser que
viene de Dios y va a él, que viene de otros hombres y va a ellos; el hombre
solo vive humanamente en las relaciones yo, tú, nosotros. El amor aparece
como el sentido del ser (Kasper, El Dios de Jesucristo, 445). El análisis de la
vida interna de Dios nos llevó a la conclusión de que el ser de Dios puede
ser definido como comunión en el amor. Las categorías trinitarias, a pesar
de su formalismo, no hacen sino decirnos de una u otra manera que Dios
es en sí mismo plenitud de vida y amor. Dios no es un ser solitario, ni un
motor inmóvil, ni el pensamiento del pensamiento. Dios es amor. Y lo es

165
LA LÓGICA DE LA FE

de una manera diferenciada dentro de sí mismo, dentro de lo que pode-


mos denominar una lógica personal. La trinidad antes que formula de fe
es acontecimiento que se cuenta y experiencia de la que se da testimonio.
Este acontecimiento, en el que Dios se da y se revela, nos manifiesta que
Dios es, en su misterio íntimo y personal, comunión de vida en el amor. El
misterio trinitario tiene una lógica profunda que podemos acoger, pensar y
representar: es la lógica del amor.
Del amor del Padre que es «misterio inconcebiblemente insondable del
darse», del Hijo que es «existencia en recepción» y del Espíritu «que une
al Padre y al Hijo y hace que la vida de estos se desborde». Con ella no
podemos agotar el misterio de Dios pero sí nos lo hace más comprensible
e inteligible. Desde esta lógica del amor (dar-recibir-devolver) podemos
descubrir la eficacia y la significación concreta que esta verdad de fe (an-
tes acontecimiento de comunión de vida en el amor) tiene para la vida
en general y en la vida cristiana en particular. Este misterio es la clave de
comprensión de la persona humana como ser en relación y en comunión,
rompiendo así el modelo de la subjetividad individual que ha dominado en
el pensamiento occidental y que ha conducido a la rivalidad y al enfrenta-
miento; de la creación, tanto en su origen y fundamento, como en su final y
en su destino (Dios nos ha creado por amor y para el amor, siendo la histo-
ria y el tiempo momento de la dilatación de ese amor de Dios y posibilidad
para los hombres de acoger y realizar el proceso de «trinificación»: hacerse
comunión); de la encarnación de Dios, de la redención del hombre y de la
vida y misterio de la Iglesia.
Si las personas divinas son dándose (ser-se dándose), el Padre es do-
nación y entrega absolutas. Un amor y una donación con un grado tal de
libertad, gratuidad y generosidad que al darse es principio de alteridad
(Hijo) y fuente de comunión (Espíritu). En el misterio trinitario el Padre es
origen y fuente de la divinidad (y por ello de toda la realidad e historia de
salvación) porque su ser consiste en ser padre, es decir, en ser pura ofrenda
y radical donación. El amor verdadero no puede tener otro fundamento que
el amor mismo. Y esto en la Trinidad recibe el nombre de Padre. Es el amor
sin fundamento que a su vez lo fundamenta todo (Hans urs von Balthasar).
Desde esta comprensión de Dios Padre como pura donación afrontaremos
tres características esenciales vinculadas a la persona del Padre: el Padre es
misterio incomprensible (incomprensibilidad); el padre es el Alfa y la Ome-
ga de toda la realidad (fontalidad); El Padre es el origen sin origen en el ser
de Dios (causalidad). Tres características que pueden superar el malestar
contemporáneo que el hombre experimenta ante la paternidad en general
y ante la paternidad de Dios en particular.
Si el Padre en la lógica del amor personal en Dios es el ser como dona-
ción total, es decir, que su ser Padre consiste en darse de tal manera que

166
EL MISTERIO DE DIOS

constituye al Hijo en cuanto Hijo, el Hijo, dentro de esta misma lógica, es el


ser comprendido como acogida y recepción. El Padre es entregándose y el
Hijo es recibiendo y acogiendo, pero al identificarse su ser con la recepción
pura del ser del Padre, esta recepción verdadera consiste, a su vez, en ser
tras-posición y donación de su ser a otros. El Hijo no se entiende a sí mis-
mo, desde sí mismo, sino desde su capacidad de recibir. Ahora bien, si el
Hijo es recepción del ser del Padre y este es pura donación (preexistencia),
la recepción como forma del ser del Hijo eterno se revelará en su donación
en la historia (proexistencia).
El Espíritu, en la lógica del amor personal en Dios, es el amor como
vínculo de unión entre el Padre y el Hijo (amor) y por esta razón, quien
abre esa comunión a toda la creación como extensión de ese amor (don).
El Espíritu es el amor recíproco y el fruto objetivo de ese amor ya que a la
esencia del amor le corresponde salir de sí y unirse al otro. Estas dos pers-
pectivas han sido desarrolladas por la tradición al designar al Espíritu funda-
mentalmente como don y como amor (Agustín de Hipona). Y, finalmente,
ese amor mutuo y ese don abierto a toda la realidad comunican la gloria
de Dios. El Espíritu de la gloria es la irradiación de la belleza del amor, un
brillo y una luz que nace del ser, no de lo que adviene a una persona de
forma accidental o adyacente (Gregorio de Nisa).
Que las personas sean el centro de la teología trinitaria no significa que
haya que abandonar el discurso sobre la unidad esencial de Dios. Dios es
una naturaleza y tres personas. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos
que Dios es uno, entendiendo esa unidad como unidad de naturaleza o
esencial? Es evidente que cuando los teólogos cristianos asumen el concep-
to de naturaleza para hablar de la unidad de Dios, no están asumiendo un
término filosófico desde un punto de vista técnico. Los términos que la teo-
logía ha utilizado para hablar de la unidad de Dios son conceptos griegos
como ousia y physis o los latinos como substantia o natura. El pluralismo
conceptual indica que la asunción de los términos no ha sido desde el
punto de vista técnico, sino simplemente para afirmar una unidad que no
es consecuencia de una unión de voluntades, de misión o de relaciones.
La unidad es esencial, pero ni es previa a la trinidad ni posterior a ella.
Unidad y Trinidad se condicionan y se entienden mutuamente. La unidad
es un misterio incomprensible que desde la capacidad de nuestro conoci-
miento no podemos comprender del todo. Hay que acercarse a él desde
una negación y dos afirmaciones: la esencia una no es un sustrato previo
a las personas divinas; la unidad se fundamenta en la persona del Padre;
la unidad es la comunión perfecta en el amor. Mientras que en la primera
afirmación que niega la posibilidad de una esencia previa en Dios toda la
teología trinitaria está de acuerdo, no así en la dos siguientes. La teología ha
mantenido la fontalidad del Padre como principio de la Trinidad y origen de

167
LA LÓGICA DE LA FE

la unidad desde el siglo II hasta el siglo XX, prácticamente con total unanimi-
dad, incluyendo la teología ortodoxa y occidental-latina. La unidad esencial
no significa que en Dios haya una especie de sustrato previo que después
comparten cada una de las personas divinas. El monoteísmo era el punto
de partida de la teología trinitaria. Frente al politeísmo y al gnosticismo, la
fe cristiana siempre se ha hecho fuerte en el monoteísmo, en terminología
del siglo III, en la monarquía. La unidad divina fue comprendida siempre
en la primera persona de la Trinidad, no para caer en un patrocentrismo;
sino para subrayar la primacía de lo personal frente a lo abstracto (Ziziou-
las). El Padre es la fuente y el origen de la divinidad en cuanto que es pura
donación; donación original de sí mismo, que a su vez no existe sino en
referencia al Hijo y al Espíritu. El Padre, aunque es origen sin origen, en
realidad existe también y es en el otro y desde el otro, pues no es pensable
el Padre sin el Hijo y el Espíritu que proceden de él. La unidad es personal
y no está detrás de lo que son las personas divinas. Aunque tampoco esta
unidad puede ser pensada como algo posterior a la relación de las perso-
nas. No es una sustancia previa, ni es una comunión moral de voluntades.
La unidad se da en la perfecta comunión en el amor en que son y consisten
las personas divinas. Incluso podemos decir que la esencia de Dios es la
perfecta comunión en el amor.
Desde esta lógica del amor (dar-recibir-devolver) podemos descubrir la
eficacia y la significación concreta que esta verdad de fe trinitaria tiene para
la vida en general y en la vida cristiana en particular. Este misterio trinitario
es la clave de comprensión de la persona humana como ser en relación y
en comunión, rompiendo así el modelo de la subjetividad individual que ha
dominado en el pensamiento occidental y que ha conducido a la rivalidad
y al enfrentamiento; de la creación, tanto en su origen y fundamento, como
en su final y en su destino; de la encarnación de Dios y la redención del
hombre; como finalmente de la vida y el misterio de la Iglesia. El misterio de
la creación sólo es posible afirmarlo en toda su radicalidad desde un Dios
trinitario, pues sólo un Dios que en sí mismo sea relación y alteridad puede
constituir la realidad como tal en libertad y dependencia de él. Sólo desde
el misterio trinitario la cristología adquiere su estatuto definitivo. El misterio
de la encarnación, así como el misterio pascual, sólo son inteligibles desde
el fenómeno originario: el misterio trinitario de Dios, porque la capacidad
de Dios de poder llegar a ser en lo otro (encarnación) reside en que en sí
mismo es comunicación y alteridad. El misterio de la Iglesia se volvería una
paradoja incomprensible si no es comprendida desde este origen trinitario
enraizado en la historia concreta de los hombres, tal como lo hace el Con-
cilio Vaticano II en el primer capítulo de la Lumen Gentium. Lo mismo sea
dicho para la comprensión de los sacramentos y liturgia como momentos
fundamentales en los que a través de signos celebrados y realizados en

168
EL MISTERIO DE DIOS

acto, se nos comunica esta vida trinitaria transformando radicalmente nues-


tra vida (teología de la gracia) y las acciones que realizamos en el mundo
para que este sea un reflejo e imagen de la vida trinitaria (teología moral).
Esta «divinización» del mundo sólo se consumará cuando el Hijo anule de-
finitivamente el poder del pecado y de la muerte y entregue el mundo al
Padre para que así Dios sea todo en todos (escatología).

BIBLIOGRAFÍA
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169
3. ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

PEDRO FERNÁNDEZ CASTELAO

En el primer artículo del Credo —después de reflexionar sobre el acto de


creer y sobre el Misterio de Dios— destaca indudablemente la omnipotente
paternidad de Dios creador del cielo y de la tierra. En la obra de la creación
el hombre ocupa, por razones obvias, un puesto singularmente importante.
Parece necesario, pues, comenzar por una reflexión teológica sobre él, para
poder, luego, comprender más cabalmente lo que signifique propiamente
ese «cielo» y esa «tierra» en que el hombre vive y está contenido.
Esta primera parte introductoria consta de una sola tesis que sirve de
obertura a todas las demás. Las otras seis tesis se agrupan en tres dípticos
cuya estructura —suficientemente diáfana, por lo demás— me limito aquí
simplemente a señalar. El primer díptico —la segunda parte de este capítu-
lo— reflexiona sobre la creación. Ahora bien, esta reflexión atiende tanto
a su perspectiva cósmica —y por eso piensa al universo entero como un
«todo» procedente de Dios— como a su perspectiva personal —y, en con-
secuencia, se ocupa más concretamente del hombre y de su condición de
criatura. El segundo díptico —a saber: la tercera parte— tiene la misma es-
tructura que el díptico anterior. Consta también de una perspectiva cósmica
y de otra personal, sin embargo, el tema que en él se trata es la posibilidad
y la realidad efectiva del mal en esa creación procedente de Dios. La re-

171
LA LÓGICA DE LA FE

flexión de la antropología teológica no estaría completa si no incluyésemos,


también, un tercer díptico —cuarta parte del capítulo— que atienda a la po-
sibilidad y a la realidad de la salvación y la gracia. De hecho, es esta última
realidad la que aparecerá oculta ya en el inicio de la creación y plenamente
actuante contra el pecado y a favor de la transformación de lo creado en
la historia. Dejando siempre la primera tesis como introducción general,
puede decirse que los tres dípticos ofrecen, pues, una estructura orgáni-
ca de las seis tesis que contienen según el esquema clásico de «creación-
pecado-gracia». No obstante, también cabe otra lectura. Las tesis se pueden
leer en una primera unidad que comprende la dos, la cuatro y la seis. Y en
una segunda unidad comprendida por la tres, la cinco y la siete. En esta
segunda lectura el esquema propuesto no vendría dado por los conceptos
antes señalados, sino más bien por la realidad pensada en la reflexión: el
universo, en el primer grupo y el hombre en el segundo.
En cualquier caso, sea la lectura lineal ofrecida, sea la lectura transversal
sugerida, lo cierto es que en los dos casos de lo que se tratará siempre es
de Dios, como creador y salvador, y de su criatura, creada en el bien, pero
herida por el mal. De hecho, será esa realidad del mal la que nos muestre
que la relación general de amor que Dios tiene respecto de su creación, se
tornará en preferencial por los más necesitados por no otra razón que por
su misma precariedad vital.

I. EL HOMBRE COMO OBJETO DE LA TEOLOGÍA


§ 11. La antropología teológica es la parte de la teología sistemática que
reflexiona sobre la condición humana ante Dios. Desde la fe cristiana nos
muestra al hombre como un ser vivo, inteligente, libre y sexuado. La antro-
pología teológica afirma que el ser humano, ubicado en un universo en evo-
lución, está referido al Dios de Jesucristo en su inicio absoluto, en su esencia
más íntima y en su final definitivo.

1. La condición humana ante Dios

El ser humano ante Dios, con toda su realidad, con toda su complejidad.
Este es el núcleo esencial de la antropología teológica. En consecuencia,
si verdaderamente quiere ser tal, la antropología teológica ha de ser, antes
que nada, verdadera antropología. Así pues, ha de hablar, aquí y ahora,
sobre el ser humano real. El único existente. Y al hacerlo le estará vetado
ignorar todo aquello que, afectando al hombre, haya sido elevado al orden
público de conocimiento por cualquier otra disciplina. Por boca de Cremes
dijo con razón Publio Terencio en el año 165 a. C: homo sum, humani nihil

172
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

a me alienum puto. Así debe rezar, también, la antropología teológica: nada


humano le puede ser extraño. Aquí se juega, entre otras cosas, el carácter
universal de su potencial significado. Si quiere ser últimamente significativa
para todo hombre —teniendo en cuenta, claro está, la mediación particular
de toda tradición teológica y el carácter siempre situado de todos sus con-
ceptos— ha de anclar el inicio de su reflexión en la existencia personal, en
la comunicable, pero intransferible experiencia humana, en sus búsquedas
y anhelos, en sus dolores y sufrimientos.
La antropología teológica, en cuanto antropología, comparte el mismo
camino de todo saber humano. Avanza ganando terreno al desconocimien-
to. Y progresa, a tientas, en la infinidad de enigmas que el hombre tiene
ante sí. Pero sus temas son los temas de todo ser humano. Sus problemas
fundamentales no pueden ser otros. Por más extraños o ajenos que nos
parezcan los planteamientos tradicionales de muchas de las cuestiones tra-
tadas en los manuales al uso de esta reciente disciplina, hay que decir que,
en el fondo, laten tras sus conceptos unos problemas de primera magnitud
y perenne actualidad: nuestro origen y el de todo cuanto existe (creación);
el sufrimiento, la culpa y la muerte (pecado); la posibilidad y la realidad de
la salvación (gracia).
Por ello, un planteamiento adecuado de la antropología teológica no
puede partir meramente de las respuestas formuladas por quienes nos han
precedido, sino que, más allá de ellas —y justo para hacerlas comprensi-
bles— ha de entroncar con sus auténticas preguntas, con el impulso exis-
tencial que provocó la reflexión que dio lugar a tales respuestas. Ahí, en
el terreno común de las preguntas, nos encontraremos con todo hombre.
Seremos coetáneos de toda la humanidad. En el ámbito de las respuestas
nos moveremos, desde el inicio de los tiempos hasta la actualidad, a lo
largo de la historia.
Ahora bien, la antropología teológica es, no en vano, teología. Y por
ello, su comprensión del ser humano está igualmente anclada en el misterio
de Dios. Ante el misterio de Dios el hombre se descubre a sí mismo como
misterio insondable. No ya ésta o aquella pregunta, no ya éste o aquel
enigma, que dejará de serlo con el progreso del conocimiento horizontal.
Sino el misterio en grado sumo: el propio vivir del hombre y su estar en la
realidad. Él mismo como pregunta primera. Él mismo —nosotros mismos—
como misterio radical. El misterio del hombre y el misterio de lo real nos
plantean, en su última remitencia, el misterio de Dios. Y así, cabría ver a
«Dios como misterio del mundo» (E. Jüngel).
Es menester subrayar al respecto, que Dios, como misterio del hombre y
de su realidad, no es un misterio más. Sino la raíz última —jamás alcanza-
ble, ni abarcable— donde convergen, ad infinitum, el carácter insondable
de la humanidad y de su mundo circundante. Quiere esto decir, pues, que

173
LA LÓGICA DE LA FE

el hombre tiene experiencia visible y tangible de su ser misterio, y la tiene


también del misterio del mundo. No la tiene, ni la puede tener, del misterio
de Dios. El misterio de Dios no es misterio mundano, sino transmundano,
no es humano, sino transhumano.
Sin embargo, y justo por ello, es también cierto lo contrario: el misterio
de Dios se manifiesta en el misterio del mundo y el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado (GS 22). El hombre y
el mundo tienen que ver con Dios, por más que Dios sea cualitativamente
distinto de todo lo mundano. La antropología teológica no puede olvidar
que el «ante Dios» que señala su posición no puede, de ninguna manera,
significar una mutua exterioridad de dos «objetos» —el mundo y el hombre,
por un lado, y «Dios» por el otro, como totalidades delimitables o realida-
des yuxtapuestas— de forma que su discurso pudiera hacerse desde una
eventual tercera posición que, desde fuera, piensa al hombre y a su mun-
do, en cuanto que ellos estarían «ante» —ahora en el sentido espacial de la
preposición— otra realidad llamada «Dios». «Ante Dios» significa, más bien,
no «frente a», sino, mejor, Dios en mí, yo en él y todas las cosas referidas
en su más íntimo ser hacia el horizonte infinito de su trascendencia que no
es sino su más propia y total inmanencia. «Ante Dios» significa constitutiva-
mente referidos a Él como a nuestra más genuina esencia que, sin embargo,
no poseemos porque es cualitativamente distinta de lo que ahora somos.
«Ante Dios» significa desde Dios, en Dios y hacia Dios. La antropología teo-
lógica no puede nunca saltar sobre su propia sombra, a saber: desprenderse
totalmente de su ubicación espacio temporal y adoptar —en grado absoluto
y sin ninguna mediación— ni una posición exterior a sí misma, como si
pudiese situarse más allá de las limitaciones de la existencia, ni —justo por
eso— pretender tener la visión propia que sólo a Dios corresponde.
No obstante, puesto que se trata de una disciplina teológica, la antro-
pología teológica piensa al hombre ante Dios, pero también desde Dios.
Entiéndase: desde su revelación, desde su manifestación en la naturaleza
y en la historia, en el mundo y en el hombre. No usurpando la absoluta
trascendencia u objetivando la absoluta inmanencia de Dios, como si Dios
mismo fuese algo a nuestra entera disposición y a nuestro alcance inme-
diato. Sino desde la revelación de su amor en el entramado de la creación,
en la superación de la desesperación y el sufrimiento, y en la esperanza
definitiva de la salvación. Y todo ello con una inequívoca referencia a lo
acontecido en Cristo. Por eso la antropología teológica es «antropología»,
pero «teológica»: porque trata la «condición humana», «en perspectiva teoló-
gica» (W. Pannenberg).
A esto habría que añadir algo de capital importancia, aunque ahora no
hagamos más que indicarlo. La antropología teológica, al situar al hombre
ante Dios, pide del hombre el cuestionamiento radical y la puesta entre pa-

174
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

réntesis de lo que Husserl llamó la «actitud natural». La actitud natural es la


disposición espontánea —previa a cualquier teoría del conocimiento o de
la realidad— que supone que el yo y el mundo que lo circunda forma parte
de una totalidad que se encuentra dada, sin más, «ahí delante». La «epojé»
fenomenológica es una llamada a cambiar radicalmente esta actitud desco-
nectándola, suspendiendo todo juicio, poniendo entre paréntesis todo lo
que atañe a eso que está «ahí delante». El correlato espontáneo «yo-mundo»
que supone la actitud natural ha de ser desbordado de forma que la totali-
dad que «naturalmente» ellos conforman sea ahora trascendida hacia un yo
más profundo (Ur-Ich) que se experimente como vida autoconsciente ante
el misterio radical fuente y origen de toda vida. Se trata de una auténtica
conversión. De un verdadero preguntar por el Absoluto, frente al cual el yo
y el mundo no sienten sino el vértigo de un abismo infinito que, paradóji-
camente, es el único punto de verdadera estabilidad. La antropología teoló-
gica, siendo antropología y siendo teológica, sitúa al hombre efectivamente
existente ante Dios. Ahora bien, esto no es posible si no se trasciende la
superficialidad de la existencia.
Así las cosas, las dificultades no se hacen esperar. Por lo que respecta a
su ser antropología y por lo que respecta a su carácter teológico. Respecto
de lo primero cabría preguntar: ¿qué es el hombre? ¿Es posible una defini-
ción que nos dé cuenta cabalmente de su naturaleza? ¿No está presuponien-
do, la antropología teológica, una esencia transhistórica del ser humano
que, no sólo no existe, sino que es una invención arbitraria y puramente
artificial, resultado de la hipostatización proyectiva de un modelo de hom-
bre muy concreto y determinado? Esta objeción no se dirige únicamente
contra la antropología teológica, sino contra toda antropología. M. Foucault,
la crítica estructuralista y la desaparición del sujeto postmoderno serían sus
ejemplos más significativos. En este sentido, de ser cierta la crítica, habría
que reconocer que la antropología teológica sería, pues, víctima del esen-
cialismo, es decir, de una concepción que ignora los condicionamientos
espacio temporales en los que discurre la auténtica existencia humana y,
en consecuencia, no habla del hombre realmente existente, sino de un
constructo abstracto, ahistórico y atemporal que, por estas razones, falsea la
compleja realidad de lo humano.
Frente al esencialismo se alzaría, poderoso en sus razones reivindicati-
vas, el relativismo. No ha de entenderse, tras esta denominación, un tipo
concreto de antropología, sino más bien aquella tendencia que, no obs-
tante, se caracteriza, principalmente, por su crítica del esencialismo. En
efecto, en el contexto de la antropología teológica, el relativismo constituye
la negación del esencialismo, toda vez que supone la acentuación hasta
el extremo de los factores culturales, sometidos al vaivén del espacio y el
tiempo, que determinan la existencia particular y concreta de un hombre o

175
LA LÓGICA DE LA FE

una mujer en un momento dado de la historia. El relativismo antropológico


no hace antropología en general, y por ello, no habla del hombre, sino de
los cambiantes condicionamientos que constituyen a los hombres. Y esto
hasta el punto de dudar de la misma existencia del hombre, en cuanto hu-
manidad, propugnando, en sus versiones más radicales, la muerte de toda
antropología.
¿Qué puede alegar la antropología teológica en su defensa? ¿Cómo tran-
sitará entre la Escila del esencialismo y la Caribdis del relativismo? En pri-
mer lugar, tiene que reconocer que el peligro de esencialismo es un peligro
serio ante el cual, de ningún modo, debe sucumbir. La antropología teoló-
gica tiene la obligación de referirse a los hombres y a las mujeres realmente
existentes, tiene la obligación de describir y explicar todas las dimensiones
de su existencia en su referencia a Dios y, para ello, ha de asumir que no
trata, pues, con un concepto abstracto o supraesencial del hombre, de su
naturaleza, o de su ser en sí. La antropología teológica debe atender, cierta-
mente, a las reclamaciones de la reacción relativista en aquello que tienen
de verdad y, en consecuencia, debe estudiar los condicionamientos cam-
biantes de la existencia. Ahora bien, nunca, bajo ningún concepto puede
asumir acríticamente tales condicionamientos hasta el punto de que llegue
a afirmar la desaparición del hombre, la muerte del sujeto, la radical impo-
sibilidad de la antropología. Y esto por una razón especial, que no es sino
la existencia de unos rasgos esenciales a la condición humana que hacen
posible proferir con sentido la palabra «humanidad» y que, por ello, se hace
necesario estudiar como contenido esencial de esta disciplina teológica. El
ser humano —como poco— es un ser «vivo», «inteligente», «libre» y «sexua-
do». Es también mucho más pero, desde luego, no puede ser nunca menos
que esto. En cualquier tiempo y en cualquier lugar.
Así pues, frente al relativismo, la antropología teológica deberá rein-
vindicar los rasgos comunes que atestiguan la existencia de aquello que
podríamos llamar, con E. Morin, la condición humana, evitando, de este
modo, tanto el peligro de hipostatización como el de disolución. En efecto,
la concepción cristiana del hombre está convencida de que hay algo en
todo ser humano que está presente en él por el mero hecho de ser hom-
bre, por el simple dato de pertenecer a la especie humana y que, si bien es
cierto que no se puede esencializar estáticamente tal cualidad, no es menos
cierto que tampoco se la puede negar diluyéndola en las procelosas aguas
de los cambios históricos.
A nuestro juicio, el mejor indicador de tal unidad entre todo el género
humano lo tenemos en aquellas manifestaciones del espíritu del hombre en
las que se refleja su más íntimo ser, en sus formas más depuradas y perfec-
tas, es decir, en lo que comúnmente se conoce como ideal clásico. A saber:
aquella creación del espíritu humano que, por su excelencia, se transmite

176
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

de generación en generación, ya que nunca pierde actualidad. Con esto


quisiera mentar, en general, los clásicos de la arquitectura, la escultura, la
pintura, la literatura, la música, la poesía y la religión en su globalidad. Por
más remotos o cercanos que éstos puedan ser. Es decir, aquellas creaciones
del ser humano donde se plasma su vida y sus preocupaciones, su inteli-
gencia e imaginación, su libertad y su voluntad, su corporalidad sexuada
en tensión continua con el deseo que es el hombre. En una palabra: la
«condición humana».
En efecto, quién no se ha preguntado alguna vez: ¿por qué reconoce-
mos el genio creador del hombre en la caza de bisontes de las cuevas de
Altamira? ¿Qué es aquello que hace posible que la milimétrica estructura
del Partenón o las dimensiones colosales de las pirámides de Egipto pue-
dan sobrecoger al hombre del siglo XXI como, de hecho, han sobrecogido
a todo hombre de cualquier tiempo y lugar? ¿Cómo explicar la perfección
de la Pietà de Miguel Ángel? ¿Cómo no percibir que en su más grande es-
cultura el artista italiano logró plasmar en mármol la pena infinita de todas
las madres a quienes toque la triste necesidad de sostener el cadáver de sus
hijos? ¿Cómo comprender, si es cierto que no existe la condición humana,
la pequeñez y la soledad de los personajes de los cuadros de Caspar David
Friedrich en la inmensidad ilimitada de la naturaleza, en lo más alto de una
montaña o en lo más profundo de un valle? ¿Por qué nos sentimos afec-
tados en su contemplación? ¿Cómo no compadecerse con todo el pueblo
troyano ante la ignominiosa muerte de Héctor a manos de Aquiles, o cómo
no ansiar con Penélope y Ulises el retorno a casa de los refugiados de todas
las guerras? ¿Por qué vibra lo más profundo de nuestro yo al leer los poe-
mas de Homero, si nos hablan de un universo tan lejano, tan fantasioso, tan
ajeno a nuestro mundo de hoy? ¿Qué puede haber en Macbeth, en Hamlet,
o en Romeo y Julieta que encuentra eco en mi interior hasta el punto de
reconocerme en ellos? ¿A qué suerte de enigma indescifrable cabe atribuir
la seducción de la música de Mozart o de Bach? ¿Cómo no sentir en los
refinados versos de Rosalía de Castro la mordedura aciaga de aquella negra
sombra que oscurece la existencia con su presencia, no menos que con su
ausencia? ¿Cómo no conmoverse, finalmente, con el sermón de Benarés,
con las exhortaciones parenéticas de Amós, con las lamentaciones de Jere-
mías, con las parábolas y las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret o con la
acción simbólica de Mahoma en la destrucción de los ídolos de la Kaaba?
¿Cómo no reconocer en todo lo dicho manifestaciones sublimes e insupera-
bles del espíritu humano que, pese a sus innegables diferencias culturales y
su lejanía en el tiempo, comparten, no obstante, las mismas preocupaciones
fundamentales —las mismas preguntas— acerca del nacimiento, la vida,
el amor, la justicia, la belleza y la muerte? ¿Cómo no percibir en todo ello
las huellas de lo que hemos llamado la condición humana? Desde que el

177
LA LÓGICA DE LA FE

hombre es hombre habita ante el misterio. Y ese misterio se hace presente


en las preguntas y enigmas que lo acompañan.
A esta condición humana transida de genio creador es a la que se refie-
re la antropología teológica. A sus logros y a sus miserias, a su esplendor
y a su oscuridad. La antropología teológica se ocupa, pues, de aquellos
rasgos de la condición humana que atraviesan la existencia efectiva de
los hombres y las mujeres que constituyen la humanidad verdaderamente
existente. No habla del hombre en general (esencialismo), ni se pierde en
el entramado de sus condicionamientos (relativismo), sino que, teniendo
su punto de partida en la existencia real y concreta, alza su mirada hacia el
pasado y el futuro para descubrir, también en el presente, las dimensiones
horizontales y verticales que vertebran la vida de cualquier hombre, en
cualquier momento del tiempo y cualquier lugar del espacio, pero siempre
ante Dios, es decir: desde Dios, en Dios y hacia Dios.
Respecto de su carácter teológico la antropología teológica ha de rei-
vindicar que, si ciertamente el «objeto» propio de la teología es Dios, no
es menos cierto que el Dios al que ella se refiere es no sólo el creador de
todo cuanto existe, sino también su salvador. Así pues, también la obra de
la creación y todo cuanto contiene son y han de ser «objeto» propio de la
teología. La antropología teológica no es la transmutación de la teología
en antropología, sino la comprensión de la condición humana a la luz del
misterio de Dios revelado en la humanidad de Jesucristo.

2. El hombre es un ser vivo

La vida puede entenderse de formas diferentes. 1) En su sentido más am-


plio «vivir» es «existir». Así pues, cabe hablar del nacimiento de una estrella
(y de su ocaso), o de la vida de un mineral. 2) En un sentido más preciso la
vida es una cualificación concreta de la existencia. Los seres inertes existen,
pero no viven. La vida se caracteriza, pues, por aquellos procesos que rigen
el intercambio de energía con el medio. La fotosíntesis, el pasto o la depreda-
ción son procesos vitales únicamente predicables de los seres vivos. En este
segundo sentido, sólo viven quienes también pueden morir. Los seres vivien-
tes son los seres fallecientes. Y en este sentido es en el que más propiamente
hay que decir que el hombre es un ser vivo. Comparte con todos los seres
vivos del planeta los procesos básicos que aseguran su supervivencia. Sin
embargo, ocupa un puesto muy especial en la cadena trófica. El ser humano
es el culmen evolutivo de la pirámide alimenticia, pero puede ser también la
causa de su desequilibrio. Ha llegado a ser la forma de vida más evoluciona-
da, pero también la amenaza más letal al entramado de la vida. En el mero
acercamiento a la vida humana se percibe ya su constitutiva ambigüedad:
puede ser fuente de nueva vida o puede ser causa de su destrucción. En su

178
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

modo de existencia más básico se anuncia ya, junto con su gloria, su tragedia.
Y ambas como las dos caras de una misma moneda.
La vida, y el lugar del hombre en ella, ha de ser, pues, objeto de la an-
tropología teológica —y por tanto de la teología sistemática— toda vez que,
ya en su sentido más amplio (existencia) ya en su cualificación concreta
(vida orgánica), nombra un rasgo de la condición humana que lo distingue
especialmente de todo cuanto existe, por contraste, por un lado, con los
seres inertes y, por otro, con los seres vivos inferiores.
La importancia de la vida, para nuestra disciplina, se percibe con más
claridad cuando se atiende a dos datos de la mayor importancia. 1) El hom-
bre vive su vida, su existencia, su interacción con el medio, como biografía.
En la densidad de una vida personal —a saber: en una existencia biográ-
fica— confiesa el kerigma la máxima e insuperable vecindad de Dios. La
encarnación es un acontecimiento biográfico. 2) Dios es, según la tradición
cristiana, no sólo el «Dios vivo», sino la fuente y origen de toda vida. No
en vano el Espíritu Santo es el «vivificante» (pneuæma zwopoin) y el cuarto
Evangelio nos muestra al Hijo como «pan de vida» ( rtoς thæς zwhæς).
La sola enunciación de estas dos consideraciones nos revela la importan-
cia de una dimensión tan crucial para el cristianismo y su comprensión del
hombre, como injustamente desatendida. Cabría preguntarse, pues, ¿cuál es
el origen primero de la vida humana? No ya el inicio de su aparecer biológico
sobre la faz de la tierra —realidad ésta que tendrá que describir la paleonto-
logía, sea cual sea la explicación técnica que pueda dar— sino la razón de
ser que explica su origen más remoto allende las explicaciones evolutivas
que, como no puede ser de otra manera, no superan el orden causal de
lo intramundano. En otras palabras: ¿no es imprescindible preguntar por el
sentido de la vida humana ante Dios más allá de los avatares concretos de
su configuración evolutiva? Lo mismo puede plantearse respecto de su fin.
¿Podemos pensar que la muerte del hombre —ser falleciente— supone el
final absoluto de su vida? ¿Qué dice el cristianismo respecto del hombre y de
su fin? Piénsese, además, que estas trascendentales cuestiones que afectan al
origen y al fin del ser humano admiten una doble interpretación. Pueden ser
formuladas con perfecto sentido en perspectiva «ontogenética», pero también
son perfectamente pertinentes en el ámbito de la «filogenésis». El primero
nos sitúa ante los misterios de la concepción y la muerte y nos abre a todas
las cuestiones de la bioética sobre el inicio y el final de la vida. El segundo,
ante el complejo proceso de hominización y la eventual extinción del género
humano. En cualquiera de los dos casos la pregunta por la vida del ser hu-
mano nos hace dirigir la mirada al Dios de Jesucristo, fuente y origen de toda
vida. Los problemas clásicos sobre la vida del hombre, su principio (embrión
y hominización), su constitución íntima (alma-cuerpo) y su final (muerte y

179
LA LÓGICA DE LA FE

resurrección) aparecen, así, mejor integrados en el todo de la visión evolutiva


actual sobre Dios, el hombre y el mundo.

3. El hombre es un ser inteligente

Según la clásica definición de Boecio, la condición humana se caracteri-


za por ser rationalis naturae individua substantia. El carácter racional del
ser humano implica, cuando menos, tres cosas. 1) Como ser racional, el
hombre aprehende el mundo. 2) Ahora bien, también, como ser racional, el
hombre transforma el mundo. 3) De igual forma, el hombre se trasciende
a sí mismo y al mundo. Lo primero nombra la dimensión cognoscitiva de
todo ser humano. La frase inicial de la Metafísica de Aristóteles es muy ilus-
trativa al respecto: «todo hombre desea por naturaleza saber». La interacción
del hombre con su medio vital está mediada por su capacidad innata para
hacerse cargo de lo real. Dicho con Ortega: el hombre tiene que vérselas
con su vida para crear la realidad que habita, ya que el hombre es un crea-
dor de mundos, un realizador de proyectos, un inventor de realidades vivi-
bles y habitables. La amplia capacidad craneal del homo sapiens que somos
—y que tantos problemas ha creado en el momento crítico del parto— es la
base biológica de nuestra apertura bidireccional con todo lo que nos rodea.
Aprehendemos el mundo, pero también lo transformamos, lo modelamos,
lo cambiamos según la medida de nuestras necesidades por medio de una
técnica cada vez más compleja. Los rudimentarios bifaces con que el an-
tropoide ha diseccionado su presa en el alba de la humanidad, son al rayo
láser que hoy se utiliza en medicina, lo que los balbuceos de un infante a
la prosa de Cervantes. La inteligencia del hombre —considerado ahora filo-
genéticamente— ha ido evolucionando de tal manera que ha alcanzado lo
inimaginable en el dominio y control del planeta. La razón cognoscitiva es
la hermana mayor de la razón técnica. Pero ésta última se ha emancipado
en la modernidad y amenaza con robar la primogenitura.
Con todo, la razón, ya cognoscitiva ya instrumental, no se agota en el
ejercicio del conocimiento teórico ni en el de la práctica técnica. La razón
humana puede conocer el mundo y de hecho lo conoce, puede transformar
el mundo y de hecho lo transforma, justo porque el carácter racional de la
condición humana tiene una dimensión de profundidad infinita que hace
que el hombre trascienda su propio conocimiento y nunca quede agotado
en su obrar (Tillich). El carácter insondable de la razón humana aparece en
la introspección subjetiva y en el contacto objetivo con todo cuanto nos ro-
dea. La razón subjetiva es el logos personal. La razón objetiva es el logos de
lo real. El hombre ejerce la razón cognoscitiva porque él mismo es logos y
porque también el mundo que lo circunda está habitado por el logos. De lo
contrario su propio ser y su relación con el mundo serían imposibles, serían

180
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

«ilógicas», a saber: se mostrarían absurdas. El logos, pues, se nos muestra


ahora como una dimensión esencial de la condición humana que, no sólo
es importante en sí misma, sino que nos abre a la profundidad de lo real
y, sobre todo, al fundamento último que puede explicar la primacía de la
razón en todo cuanto existe: el Logos de Dios. A esto es a lo que se refería
Buenaventura cuando, citando a Hugo de San Victor, afirma que el hombre
está dotado de tres ojos: «el ojo de la carne para ver el mundo y lo que hay
en él, el ojo de la razón para ver el alma y lo que hay en ella y el ojo de la
contemplación para ver a Dios y lo que hay en Dios» (Breviloquio, II, 12,
125). El logos de lo real, el logos del ser humano y el Logos de Dios. Los pro-
blemas clásicos sobre el conocimiento del mundo (el libro de la creación
y el conocimiento científico), el conocimiento interior que el ser humano
puede tener de Dios (introspección psicológica) y el encuentro con Dios a
través de todo lo creado (mundo y hombre) pueden ser reasumidos desde
esta perspectiva «lógica». Con todo, no ha de olvidarse, ya desde el princi-
pio, que la inteligencia del hombre, como toda potencialidad de su vida,
es igualmente ambigua: tiene en sí la posibilidad de continuar la acción
fructífera del logos creador, pero puede también utilizar su potencia cognos-
citiva y transformadora para la opresión y la destrucción. La depredación
del medio ambiente, el calentamiento global, y la injusta distribución de los
alimentos que tanta hambre genera entre tantos millones de seres humanos
—sobre todo niños— son una buena prueba de ello. En el reverso de la
gloria del hombre está su tragedia. El antagonista de la divinización a través
del logos es la demonización.

4. El hombre es un ser libre

La libertad, como la razón, no es algo que el hombre tiene pero podría


no tener. Es su mismo ser. Es su propio yo en cuanto se hace en la vida,
en cuanto se realiza en la historia. La libertad es una realidad enormemente
compleja que es difícil aprehender cabalmente. Como decía Agustín del
tiempo, también se puede decir de la libertad que sabemos lo que es si
no nos lo preguntan, pero, por el contrario, lo ignoramos si tenemos que
pronunciarnos sobre ella. Más allá de los extremos que, o bien afirman el
carácter absoluto de la libertad humana (idealismos y existencialismos) o
bien la niegan absolutamente (determinismos y mecanicismos), pensamos
que lo más razonable es reconocerla —como a la razón— dentro de sus
justos límites.
En consecuencia, debemos decir que el hombre es una libertad finita.
Es decir, realiza su vida, su biografía, como resultado de dos factores in-
terdependientes que, sin embargo, convergen en y constituyen la misma
realidad: aquello que condiciona su libertad —primer factor: su destino— y

181
LA LÓGICA DE LA FE

aquello que la posibilita —segundo factor: su capacidad de autorrealiza-


ción— se entrecruzan, justamente, en la ubicación concreta de todo hom-
bre en el espacio tiempo, a saber: en su existencia histórica.
Dicho de otra forma: que el hombre sea una libertad finita implica que
su vida acontece en la historia y, por lo tanto, está sujeta a los condiciona-
mientos de toda existencia. Ahora bien, sin tal sujeción, sin tal concreción
no hay ni libertad ni existencia histórica. El objeto puede quejarse de que
la forma limita a la materia, pero hay que reconocer que sin forma no hay
objeto. La materia informe, efectivamente, deviene objeto porque sobre-
viene una forma. De igual modo, la libertad humana es, en tanto que tal,
porque hay múltiples posibilidades de realización, pero un solo tiempo. El
tiempo y el espacio actúan en la vida humana como la forma lo hace sobre
el barro. Le da concreción, le confiere realidad. Ahorma la existencia, pero
también la posibilita. Hace que el hombre sea lo que es: realidad histórica.
El hombre elige su vida, conforme a los indicios de su razón, pero su elec-
ción está condicionada por factores que le vienen dados y que, por tanto,
no caen bajo su propio arbitrio. Los condicionamientos (su destino) son,
sin embargo, la condición de posibilidad del ejercicio de su libertad (de su
capacidad de autorrealización).
Se verá más claro con una simple concreción. Nadie decide sobre su
nacimiento en el tiempo y en el espacio. Nadie sobre su condición sexual.
Nadie sobre la capacidad de su entendimiento. Nadie sobre su tradición
cultural. Todo esto es destino. Ahora bien, aquello que hace de un hombre
lo que finalmente llega a ser es, justamente, su capacidad de creación con
todo cuanto le viene previamente dado. Esto es autorrealización. La con-
vergencia y reunión de ambas dimensiones es, justamente, el ejercicio de
la libertad. De la libertad finita. De la libertad humana que se realiza a sí
misma en los condicionamientos de la historia.
Nótese, además, que el ejercicio de la libertad exige siempre el sacrificio
de lo real por lo posible, o el sacrificio de lo posible por lo real (Tillich).
No otra es la dinámica de la tentación: ofrecer (engañosamente) como po-
sible, la plenitud de lo real. En este sentido es claro que el ejercicio de la
libertad exige deliberación, elección y responsabilidad. El hombre quiere
aquello que hace, pero no siempre hace aquello que quiere (Rom 7,14ss).
Experimenta su voluntad escindida y quebrada la dinámica de su obrar. Lo
posible es siempre abstracto y plural. Por el contrario, lo real es siempre
concreto y singular. Por eso, el ejercicio de la libertad es siempre dialéctico:
de lo posible a lo real y de lo real a lo posible. La realización de la libertad
pone al hombre ante su límite: ¿cómo alcanzar la vida plena? ¿Cómo conferir
realidad a mi mejor yo posible? ¿Qué posibilidad he de rechazar como ten-
tación embustera y qué posibilidad debo creer como camino de salvación?
¿Cómo actúa en mí la acción salvadora de Dios? La antropología teológica

182
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

nos hace mirar a la libertad finita de Cristo, a su experiencia neotestamen-


taria de la tentación y a su realización paradójica en la cruz. Y desde Cristo,
nos hace mirar, también, hacia la libertad de Dios. La libertad de Dios no
puede entender de posibles: el ejercicio de su libertad es uno con el bien,
la verdad y el ser. La libertad de Dios no es la elección entre posibilidades,
sino el ejercicio del amor máximo que trasciende la muerte en la vida eter-
na. Los problemas clásicos sobre el pecado, la gracia y la libertad (Pelagio,
Agustín, Lutero, Erasmo, De Auxiliis, «Surnaturel») adquieren, desde aquí,
un entronque certero con toda la tradición y, al mismo tiempo, una dimen-
sión más completa y global. Véase, pues, que también la libertad humana,
por ser, justamente, «humana» (y no divina) encierra en sí una inevitable
condición trágica —el reverso de su camino hacia la gloria de Dios— que,
en ella —a diferencia del resto de la creación— es «drama», a saber: lucha
consciente entre el bien y el mal.

5. El hombre es un ser sexuado

La condición humana no puede ser pensada sin su dimensión corpo-


ral. «Cuerpo» significa aquí: límite, frontera, individualidad, pero también
relación. El hombre es un ser relacional porque su identidad corpórea lo
diferencia del otro y de lo otro. Pero es justamente esa diferencia que pone
el cuerpo la que posibilita que el ser humano salga de sí al encuentro del
no-yo. En la formación de la identidad individual y social de cada ser hu-
mano —en esa compleja dialéctica de la autoafirmación frente al grupo y,
al mismo tiempo, de inserción en un grupo— tiene la corporalidad sexuada
una importancia decisiva que puede ser positiva o negativa, según las cir-
cunstancias sociales y culturales. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que,
de hecho, nuestra vida, nuestra razón y nuestra libertad, con toda su am-
bigüedad, adquieren concreción real e intransferible en la singularidad de
nuestra corporalidad sexuada.
La corporalidad sexuada es, pues, una condición de la existencia. Sea-
mos niños o adultos, somos seres sexuados. Comprendiendo, pues, la se-
xualidad en toda su amplitud vital y existencial, habrá que diferenciar entre
sexualidad, si nos queremos referir a una dimensión constitutiva de toda
persona, y sexo, si lo que queremos es nombrar una determinada concre-
ción —varón o mujer— de la identidad humana. Es absolutamente necesa-
rio afirmar con toda la firmeza y energía posibles que la distinción biológica
entre los sexos de ninguna manera puede ser utilizada para sostener o fun-
damentar cualquier tipo de diferencia ontológica entre los seres humanos.
De igual forma que la raza no puede ser utilizada como criterio diferencia-
dor en una eventual valoración discriminatoria de la vida humana, tampoco
el sexo puede cumplir semejante función. Que nuestra primera identidad

183
LA LÓGICA DE LA FE

—previa incluso al nacimiento— sea sexuada, no justifica en ningún caso


cualquier intento de establecer algún tipo de diferencia axiológica entre
varones y mujeres. Más bien, al contrario, de la misma forma que la multi-
plicidad de razas humanas realza la grandeza de todo el género humano,
asimismo, la evidente e indudable concreción biológica del sexo pone de
manifiesto lo absurdo de pensar la condición humana conforme a un patrón
único que, además, sería el mejor y más estimable. Cuando en este ensayo
se utilicen, pues, palabras tales como «hombre», «ser humano» o «antropolo-
gía» ruego que sean atendidas en un claro e inequívoco sentido inclusivo.
La antropología teológica no es ni puede ser una meta «andrología». Su re-
flexión incluye y afecta por igual a varones y mujeres en perfecta paridad.
A este respecto, hay que reconocer que, durante décadas, la antropolo-
gía teológica no se ha ocupado adecuadamente de la sexualidad humana. Y
cuando en el pasado lo ha hecho ha sido, principalmente, en relación con
el pecado (sobre todo, en la transmisión del pecado original). ¿No debería,
la antropología teológica —siguiendo el impulso de la primera encíclica
de Benedicto XVI— profundizar más adecuadamente en una dimensión
tan central para la vida humana, así como para el propio cristianismo? En
el trasfondo del amor humano —en todas sus dimensiones, también en su
dimensión corporal— late el amor infinito de Dios manifestado en Cristo.
Desde aquí, cabría releer el trasfondo antropológico del matrimonio (contra
todo encratismo), el supuesto «pesimismo» cristiano sobre la sexualidad,
la relación entre el pecado y el sexo en la teología del pecado original y,
también, prolongar las reflexiones sobre el cuerpo y la corporalidad en su
provenir de, vivir ante y resucitar en Dios (teología del cuerpo y resurrec-
ción de la carne). En esta línea parecen encontrarse las reflexiones de la
Comisión Teológica Internacional que, en este caso, explora las potenciali-
dades teológicas del matrimonio: «Aun siendo verdadero que la unión entre
los seres humanos puede realizarse de muchas maneras, la teología católica
afirma hoy que el matrimonio constituye una forma elevada de comunión
entre las personas humanas y una de las mejores analogías de la vida tri-
nitaria. Cuando un hombre y una mujer unen su cuerpo y su espíritu con
total apertura y entrega de sí forman una nueva imagen de Dios. Su unión
en una sola carne no responde simplemente a una unión biológica, sino
a la intención del Creador que los conduce a compartir la felicidad de ser
hechos a su imagen. La tradición católica habla del matrimonio como un
camino eminente de santidad» (CTI, Comunión y servicio, nº 39, 31).
Pensemos, por otra parte, que hablar de sexualidad, como dimensión
constitutiva del ser humano, entronca perfectamente con las tendencias
actuales de la antropología médica y de la psicología que sostienen que
el afecto originario que envuelve al neonato influirá decisivamente en el
ejercicio de su corporalidad sexuada. El doctor Juan Rof Carballo distin-

184
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

guió acertadamente entre sexualidad diatrófica y sexualidad procreativa. El


significado de la segunda es obvio. Se trata de la capacidad humana para
engendrar por medio de las relaciones sexuales ordinarias. Por sexualidad
diatrófica se debería entender, en cambio, el conjunto de cuidados afectivos
que, por medio del cariño y la ternura, le transmiten al neonato una segu-
ridad y una paz que le hace más llevadera la dura etapa postnatal. Se trata
del tejido psicobiológico que constituye esa «urdimbre afectiva» en la que,
según indican múltiples estudios, no sólo se juega la cualidad de las poste-
riores relaciones de afecto, sino la misma vida o muerte del recién nacido.
Pensar la dimensión relacional del ser humano, desde su dimensión
corporal sexuada, nos introduce, también, en el ámbito propio de la trans-
misión de la vida, es decir, en la potencialidad que el hombre tiene de crear
una nueva existencia. A través de la sexualidad procreativa el hombre es un
creador de nueva vida. El acto supremo de creación que el hombre pue-
de realizar —más allá de las obras de su libertad y su razón— consiste en
alumbrar nuevas generaciones según el propio mandato genesíaco: creced
y multiplicaos. Por tanto, la corporalidad sexuada incluye al sexo como
identidad y como actividad. Pero los supera toda vez que la sexualidad es
la transformación en el ámbito de lo humano de aquella dimensión de la
vida que en el reino animal cumple las funciones básicas del apareamiento
y la reproducción. Entre el sexo animal y la sexualidad humana existe una
diferencia cualitativa absoluta en la continuidad de lo vital. Se trata de una
auténtica superación, por cuanto que la sexualidad humana desborda los
límites de la mera biología para adentrarse en el mundo de la verdadera sig-
nificación interpersonal. En este sentido la antropología teológica no puede
dejar de preguntar: ¿será posible profundizar en una comprensión religiosa
de la sexualidad como dimensión constitutiva de la condición humana, y
del sexo como identidad personal y, asimismo, actividad interpersonal? La
comprensión profunda de la sexualidad humana —tanto diatrófica como
procreativa— abre nuestra corporalidad a la realidad del amor. Del amor
afectivo, del amor erótico y del amor agápico. Lo cual, claro está, de nin-
guna manera ha de llevarnos a cualquier tipo de ingenuidad respecto de
nuestra condición sexual. También ella, como toda criatura, es ambigua y,
por tanto, encierra en sí, al mismo tiempo, una potencialidad de apertura al
infinito y la tragedia de la manipulación de ese límite infranqueable. Cielo e
infierno se dan la mano en la vivencia real de la sexualidad.

6. El hombre ante Dios en el espacio-tiempo

Todas estas dimensiones de la «condición humana» —vida, razón, li-


bertad, corporalidad sexuada— no son realidades estáticas. Antes bien, al
contrario, se realizan bajo las condiciones de la existencia. Con sus posibili-

185
LA LÓGICA DE LA FE

dades, pero también con sus límites. Los límites infranqueables de la condi-
ción humana están marcados por el nacimiento y la muerte. La antropología
teológica los afronta de una manera extremadamente singular. Rozando lo
impensable. Y siendo consciente de que necesariamente ha de ser así. Los
mejores logros de los teólogos han tenido esto presente. La mayoría de sus
problemas provienen de su fatal olvido.
Así pues, puede decirse que el inicio absoluto de todo cuanto existe,
en relación primera con el origen más remoto del todo el universo —y,
por tanto, también del hombre—, es aquello de lo que trata la protología.
Nótese que «el inicio absoluto de todo cuanto existe» ha de diferenciarse
adecuadamente del «origen más remoto de todo el universo». De lo segundo
se ocupa especialmente la astrofísica en la horizontalidad del conocimiento
empírico. De lo primero la metafísica en la singular elevación del espíritu
humano. De ambas, una vez superada la «actitud natural», en cuanto que
la totalidad de lo existente y, por tanto, el universo entero, dice relación al
misterio de Dios, se ocupa la protología.
La protología, pues, debe incluir en su reflexión crítica la ciencia y la meta-
física, pero debe iluminar la realidad por ellas apuntada desde el misterio ab-
soluto de Dios. En consecuencia, la antropología teológica sostiene que el ser
humano, ubicado en un cosmos evolutivo, está referido al Dios de Jesucristo
en su inicio absoluto. Por ello sostiene que en ese inicio absoluto —sea cual
sea el modo concreto con el que la ciencia describa el origen más remoto de
todo cuanto existe— se encuentra la acción creadora de Dios.
Ahora bien, la relación Creador-criatura no dice únicamente relación a la
protología, a saber: a la dimensión del tiempo que se vuelve hacia su inicio,
sino también al presente y al futuro. Por ello, lo dicho respecto del «pasado»
ha de observarse, de igual modo, respecto del «presente» y del «futuro».
Para la antropología teológica el «presente» es la cronología, a saber: la
historia del cosmos y la historia del hombre en el cosmos. Toda ella, desde
su origen más remoto hasta su eventual final horizontal. Cronología es aquí
historia del mundo, pero historia de un tiempo y un espacio secuencial,
fragmentado, rectilíneo y homogéneo que avanza inexorablemente como el
movimiento planetario y la expansión del universo. La cronología es, pues,
aquello que incluye el pasado, el presente y el futuro del tiempo ordinario.
Así como del inicio absoluto del tiempo se ocupa la protología, así del fu-
turo absoluto trata la escatología. La escatología no se ocupa del eventual
tramo final del tiempo secuencial, sino de la superación de esa horizontali-
dad en la eternidad de Dios. Lo relevante para la antropología teológica es
lo ya insinuado: el ser humano está referido al misterio de Dios en todos
los modos del tiempo. De ese único y uniforme tiempo secuencial de la
historia y de sus límites infranqueables. Una comprensión adecuada, pues,
de la protología y de la escatología ha de evitar el equívoco de pensarlas en

186
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

la horizontalidad de la historia, como si fuesen sus extensiones ilimitadas.


En el inicio absoluto y en el futuro absoluto el tiempo de la creación «se
adentra» de forma irrepresentable en la eternidad de Dios.
Así pues, recuérdese lo dicho anteriormente: la antropología teológica es
la parte de la teología sistemática que reflexiona sobre la condición humana
ante Dios. Desde la fe cristiana nos muestra al hombre como un ser vivo, inte-
ligente, libre y sexuado. La antropología teológica afirma que el ser humano,
ubicado en un universo en evolución, está referido al Dios de Jesucristo en su
inicio absoluto, en su esencia más íntima y en su final definitivo.

II. LA CREACIÓN Y LA CONDICIÓN DE CRIATURA


Una vez presentada la condición humana desde Dios, en Dios y hacia
Dios como «objeto» propio de la antropología teológica, adentrémonos en
la teología de la creación.

§ 12. La dimensión cósmica de la antropología teológica se ocupa de la


teología de la creación del universo. La fe cristiana sostiene que Dios, om-
nipotente, omnipresente, eterno, omnisciente y benevolente, ha creado todo
de la nada, mantiene a lo creado en el ser y orienta la creación hacia la
plenitud inimaginable de su amor manifestado en Cristo.

1. «Inicio absoluto» y «origen remoto»

El ser humano ante Dios se sabe parte insignificante de un universo en


evolución que, según la hipótesis de la «gran explosión», ha pasado de un
concentrado «caos» inicial a una configuración «cósmica» en progresiva ex-
pansión. Los astrofísicos nos dicen que la edad del universo estimada por la
cosmología actual oscila entre los 15.000 y los 13.700 millones de años. Según
sus investigaciones en la inmensidad del espacio existen unos 100.000 millo-
nes de galaxias. Sólo en el seno de la Vía Lactea habría unos 400.000 millones
de estrellas. La edad de la tierra es, aproximadamente, de unos 4.600 millo-
nes de años. La vida habría aparecido sobre la faz de nuestro planeta —en
un medio acuoso (células procariotas)— hace unos 3.600 millones de años.
El colosal proceso de la evolución cósmica habría llevado a la aparición del
hombre moderno hace, tan solo, entre 200.000 y 150.000 años.
El primer artículo del credo confiesa la creencia en «Dios, Padre, To-
dopoderoso, creador del cielo y de la tierra». La antropología teológica se
pregunta, pues, ¿qué significa que el Dios de Jesucristo es el «creador» de
todo cuanto existe? ¿Cómo hay que entender el concepto de «creación»? ¿Es
incompatible la confesión del primer artículo del Credo con la cosmología

187
LA LÓGICA DE LA FE

actual? A este respecto puede resultar útil recordar aquellas palabras que
Juan Pablo II dirigió al director del Observatorio Vaticano: «No es propio de
la teología incorporar indiferentemente cada nueva teoría filosófica o cientí-
fica. Sin embargo, cuando estos descubrimientos llegan a formar parte de la
cultura intelectual de la época, los teólogos deben entenderlos y contrastar
su valor en orden a extraer del pensamiento cristiano alguna de sus posi-
bilidades aún no realizadas». A modo de ejemplo, se pregunta también: «Si
las cosmologías antiguas del Cercano Oriente pudieron purificarse e incor-
porarse a los primeros capítulos del Génesis, la cosmología contemporánea
¿no podría tener algo que ofrecer a nuestras reflexiones sobre la creación?»
(Juan Pablo II, «Epistula…», 281). Así pues, la antropología teológica descar-
ta dos posturas antagónicas en su relación con los saberes hodiernos: ni el
cientifismo ni el creacionismo; es decir: ni el fundamentalismo de la ciencia
ni el de la religión. Ella se sitúa en diálogo crítico con las ciencias coetáneas
en humilde actitud de escucha, pero segura, también, del sentido último
que puede aportar a todas las investigaciones intramundanas, por enormes
que sean las inmensidades del universo. La teología debe pensar el «inicio
absoluto» de todo cuanto existe y, para ello, ha de escuchar las descripcio-
nes del «origen más remoto» que nos da la ciencia actual.

2. El concepto de creación

El concepto de creación no es un dato primario del encuentro del hom-


bre con el mundo. No es, pues, un dato neutral de la experiencia. Se trata
de un término filosófico y teológico fruto de la elaboración racional de una
experiencia existencial y religiosa. ¿A qué dato y a qué experiencia nos
estamos refiriendo? A la experiencia de la contingencia y de la gratuidad.
En efecto, el concepto de creación tiene en su trasfondo esa singular y
compleja experiencia a la que se puede aludir intuitivamente a través de
aquellas situaciones que Karl Jaspers llamó «situaciones límite», en las que
se hace presente la posibilidad de no-ser y la aparente ausencia de sentido.
La experiencia religiosa de agradecimiento de una existencia contingente
es el trasfondo antropológico de la idea de creación. En ella se celebra la
existencia, y se acoge con gratuidad lo que gratuitamente es recibido.
El saber que todo cuanto existe —incluido nuestro propio ser— bien
pudiera no existir, nos hace experimentar lo que Paul Tillich llamó la «con-
moción ontológica», es decir, la amenaza del no ser absoluto. El universo
parece mudo cuando se le inquiere sobre cuestiones últimas. Nuestra pro-
pia vida no puede dar razón de sí, ya que la vida sencillamente se recibe y
nadie puede disponer, a priori, sobre su existencia efectiva o sobre su no
existencia. Pudiendo no existir, la pregunta decisiva surge de modo incon-
tenible: ¿por qué, pues, existimos? ¿Por qué el ser y no la nada? —que dirían

188
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

a una Leibniz, Schelling y Heidegger. A esta pregunta fundamental, a esta


experiencia universal dice relación el concepto de creación. Que el mundo
ha sido creado, que la vida tiene un sentido y que la historia se dirige hacia
la plenitud definitiva son las respuestas teológicas (y filosóficas) a la cues-
tión existencial implicada en la contingencia del mundo, en la posibilidad
de nuestra no existencia y en la radical amenaza de la nada a todo cuanto
de hecho es.
Se percibe con claridad que no se trata aquí de una afirmación empírica
susceptible de un análisis causal, matemático o físico, sino más bien de una
afirmación metafísica y religiosa, con su propia lógica y coherencia interna.
Frente a todo cientifismo antirreligioso nunca se insistirá lo suficiente en
la necesaria y escrupulosa separación de ámbitos de investigación de las
ciencias y de la religión, así como sobre la legitimidad y el derecho de la
teología de establecer afirmaciones sobre el sentido del todo, ante Dios,
que las ciencias nunca tienen ante sí, sino de modo parcial y fragmentario.
Frente a todo creacionismo fundamentalista nunca se insistirá lo suficien-
te en la necesidad intrínseca de la teología de establecer sus afirmaciones
sobre la creación en correlación estrecha con la imagen del mundo de las
ciencias coetáneas (como hizo Agustín con Platón y Tomás con Aristóteles),
así como en el carácter histórico de la revelación y en la necesidad de una
adecuada inculturación de la fe que es, no sólo deseable en todo tiempo y
lugar, sino incluso imprescindible para una verdadera evangelización. Así
pues, hay que decir que el concepto de «creación» es el término filosófico y
teológico específico, que está enraizado en la experiencia de la contingen-
cia y la gratuidad, cuyo sentido es referirse a la totalidad de lo existente, al
mundo, al universo, utilizando la lógica de la causalidad pensada como un
símbolo, a fin de comprender todo cuanto existe como remitiendo a un ho-
rizonte infinito e incondicional, «causa incausada» y «fundamento infundado»
de toda la realidad. En una palabra: la «creación» implica la comprensión de
todo el universo como una realidad originada, sustentada y orientada por
aquel al que la tradición llamó «Creador».

3. El Creador desde la condición de criatura

En relación con la totalidad de lo que existe la teología afirma que ese


«Creador» es el Dios de Jesucristo. El único existente. El único Dios verda-
dero. Aquel de quien —con la mejor tradición filosófica— afirma la teología
que es el Absoluto, a saber: el omnipotente, omnipresente, eterno, omnis-
ciente y benevolente. Estas atribuciones sublimes sólo cabe entenderlas
desde nuestra «condición de criatura». En efecto, nuestra capacidad de trans-
formar el mundo y, por ello, de «crear» lo nuevo nunca puede trascender el
ámbito del hacer, deshacer y rehacer. Ireneo nos recuerda que sólo Deus

189
LA LÓGICA DE LA FE

facit; homo autem fit. En sentido estricto, sólo Dios «crea». El hombre es
hecho y, por lo tanto, sólo le cabe «hacer», pero no «crear» en sentido abso-
luto. El hacer del hombre es como el del escultor que transforma la roca en
la figura, pero no es —ni será nunca— como el del «Creador» que confiere
el ser —de la nada— a los componentes atómicos de las cristalizaciones
pétreas. El hombre «puede» cosas. Dios, en cambio, lo puede todo. Por eso
es el «omnipotente».
En relación con el espacio Dios es «omnipresente». Nótese la precisión
irreemplazable del término: el omni-presente. Nuestra condición de criatura
obliga a que nuestra relación con el espacio se configure de forma puntual
y exclusiva. Puntual, porque somos puntos singulares en los ejes tridimen-
sionales de las coordenadas cartesianas. Estamos aquí, en esta ubicación
singular, particular y puntual del espacio que nos circunda. Exclusiva, por-
que el lugar que ocupamos no puede ser ocupado por otro cuerpo. Nos
alojamos en un punto del espacio desalojando toda otra forma de presen-
cia. Nuestra presencia espacial es disyuntiva: o tú o yo. La imaginación
nos ha llevado a pensar la posibilidad de ocupar dos puntos del espacio
de forma simultánea, esto es: nos ha llevado a conjeturar la bilocación. Es
sencillo llevar el razonamiento hasta el final. Pensemos en la triple presen-
cia categorial. Tendríamos la trilocación. No hay más que extender la serie
numérica hasta el infinito para alcanzar un concepto de lo más sugerente:
la ubicuidad. La ubicuidad es la presencia total en la horizontalidad del
espacio de aquellos cuerpos cuya forma de situarse en él es la ocupación
singular, puntual y exclusiva. Es la presencia categorial de un cuerpo exten-
dida sin límite hasta el infinito.
Sin embargo, de Dios no dice la teología cristiana que sea «ubicuo» (y
no lo dice con razón), sino que afirma su «omnipresencia». ¿Dónde está la
diferencia? En algo que ya quedó insinuado al nombrar su omnipotencia. Es
decir, en la diferencia cualitativa absoluta que necesariamente ha de darse
entre el «Creador» y su creación. Dicho de otro modo: igual que su poder,
también la presencia de Dios en lo creado ha de ser absolutamente trascen-
dente y absolutamente inmanente. Por eso Dios no «está» en ningún sitio
(en forma puntual), pero está en «todos» (omni-) sin ser delimitado por nin-
guno. La omnipresencia es, pues, la cercanía máxima que el «Creador» tiene
respecto de la criatura superando incluso, de forma francamente increíble,
la respectividad que ella tiene respecto de sí misma. Es Dios más íntimo a
la criatura que la propia intimidad de lo creado. E igualmente por lo que se
refiere a la absoluta trascendencia. La omnipresencia es, así, la diferencia
o la lejanía absoluta —la total distinción— que el «Creador» tiene respec-
to de la criatura superando, incluso, de forma inimaginable, las abismales
distancias cósmicas que nos representamos con los años-luz. Esta absoluta

190
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

trascendencia es, precisamente, la que permite la absoluta inmanencia. Y


viceversa. De lo contrario, no habría «omnipresencia».
La eternidad es al tiempo lo que la omnipresencia al espacio. El tiempo
secuencial de la cronología histórica es la yuxtaposición irreversible de
momentos puntuales. El «ahora» es al tiempo lo que el «aquí» al espacio.
También el acontecer secuencial del tiempo es, pues, puntual y exclusivo.
Tal vez porque no hay espacio sin tiempo ni tiempo sin espacio. Antes al
contrario, el continuo «espacio-tiempo» es aquella realidad donde acontece
la historia del mundo. Mi estar aquí ahora es totalmente incompatible con
el estar allí al mismo tiempo. Ya lo hemos dicho al pensar la bilocación.
El razonamiento que nos condujo antes a la ubicuidad, nos debería llevar
ahora a otro concepto que, en la dimensión temporal, señale la duración
ininterrumpida de momentos secuenciales, puntuales y exclusivos sin prin-
cipio ni fin. Los conceptos de «sempiternidad» o «eviternidad» evocan esa
idea. En cualquier caso, no parece que sea eso lo que la tradición ha dicho
respecto de Dios. Dios es eterno, no «sempiterno». Boecio, en relación con
la eternidad del mundo, afirmó con razón: «algunos, cuando oyen decir
que a Platón le pareció que este mundo no tuvo principio en el tiempo ni
tendrá un final, deducen que este mundo creado es coeterno con el Crea-
dor, lo que no es correcto. Una cosa es, en efecto, discurrir por una vida
interminable, lo que Platón atribuyó al mundo, otra ser la presencia total y
simultánea de una vida interminable, lo que manifiestamente es propio de
la mente divina» (La consolación de la filosofía V, prosa 6, CCL 94, 101, lin.
28-34). La eternidad de Dios tiene más que ver, pues, con esa «presencia
total y simultánea» que con el «discurrir por una vida interminable». Es el
señorío de Dios sobre todos los tiempos. La omnisciencia es la aplicación
de esta misma dialéctica al ámbito del conocimiento. Y la benevolencia om-
nímoda no es sino lo mismo respecto de su bondad máxima y suprema. Las
cuestiones implicadas en la omnisciencia y la «omnibondad» de Dios serán
tratadas con detalle en su relación con el pecado del hombre y con su liber-
tad. Piénsese, por ejemplo, en toda la problemática acerca de la existencia
o inexistencia del libre arbitrio, en la difícil cuestión de la predestinación y
en toda la problemática acerca de la elevación «sobrenatural». En cualquier
caso, parece claro que la profundización en nuestra «condición de criatura»
exige que sigamos indagando acerca del «Creador».

4. La creación de la nada

La experiencia antropológica que subyace al concepto de creación ha


acompañado al hombre desde siempre. De ello dan testimonio los relatos
más antiguos de la humanidad. Los distintos mitos de la creación de la ma-
yoría de las religiones muestran una clara intención comprensiva de la exis-

191
LA LÓGICA DE LA FE

tencia. De una existencia que parece radicada en lo divino, en aquello que


trasciende lo aparente y se oculta en el misterio del cosmos. Las teogonías,
las cosmogonías y las antropogonías son aquellos relatos religiosos, simples o
complejos, que intentan dar razón de tales misterios. Intentan mostrar lo que
siempre es, narrando lo que nunca fue (E. Zenger). Y por ello, remiten a un
tiempo primordial en el que hay un estado de cosas —que bien puede ser
caótico u ordenado— que contrasta con el estado de cosas actual (ordenado
o caótico). La experiencia de la contingencia del estado actual se manifiesta
en la contraposición con el estado primordial. En efecto, la idea de la con-
tingencia de la realidad actualmente existente es un trasfondo constante en
las tradiciones religiosas del planeta. Así nos lo muestran, p. e., la multitud
de mitos de la creación del mundo recogidos en el IV volumen de M. Eliade,
Historia de las creencias y de las ideas religiosas. En todos ellos se constata
la misma experiencia: el estado actual de cosas no es el estado primordial.
Estos textos, escritos en diferentes tiempos y lugares y pertenecientes a muy
distintas tradiciones religiosas del planeta, comparten, sin embargo, una mis-
ma sintonía de fondo. Son relatos míticos —si bien en diverso grado— que
acontecen en un espacio y un tiempo primordial y que tienen una clara
intención etiológica, es decir, explicativa de las causas originarias. Las con-
diciones de la existencia actual han de ser entendidas desde las condiciones
de la existencia primordial. El modo actual en que existe el universo no es el
modo primigenio. No es difícil ver, por tanto, que en ellos no se trata —por
lo menos no en la mayoría de ellos— de un cuestionamiento ontológico de
la totalidad de la existencia —lo que podría llamarse contingencia absolu-
ta—, sino que más bien estamos ante un cuestionamiento del modo según
el cual están existiendo en el momento en el que el autor escribe. Como
ha dicho G. Scholem «el mito presupone en general siempre un caos a
partir de cuyos elementos se da forma a la obra de la creación. El mito de
la creación se queda en el “milagro del comienzo”» (Conceptos básicos del
judaísmo, 47-48).
No es difícil comprender que el relato judío de Gén 1,1ss no es una
excepción a este respecto. En él no se cuestiona de un modo absoluto la
totalidad de lo existente. La ausencia explícita de la doctrina de la creatio
ex nihilo en este relato, así como el carácter tardío de dicha doctrina, son
buena prueba de ello. En efecto, en ninguno de los dos relatos clásicos
de la creación se afirma que Dios haya creado todo de la nada. Es más, la
concepción de fondo parece más bien suponer lo contrario —es decir, la
creación como la formación de un cosmos a partir de un caos— aun cuando
haya que reconocer que también es posible una lectura conciliadora que
vea la creatio ex nihilo tras el uso del verbo bará y la creación por la pala-
bra, etc. Sin embargo, está fuera de discusión que, en sentido estricto, ni el

192
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

relato sacerdotal ni mucho menos el yahvista menciona expresamente tan


compleja y especulativa expresión.
De hecho, es del todo conocido que la teología de la creación en los es-
critos del Primer Testamento se va desplegando progresivamente, pasando
de una creencia implícita o poco desarrollada en los estratos más antiguos
de la tradición, a una elaboración explícita a partir del exilio y del postexi-
lio. Pese a sus diferencias, tanto C. Westermann como G. von Rad coinci-
den en esta caracterización general. No hay duda, pues, de que el trabajo
teológico del Deuteroisaías es, en la cuestión de la creación, de inestimable
valor. En él se percibe con meridiana claridad que dicha evolución se en-
cuentra en clara relación con los fenómenos políticos, sociales y religiosos
que parecen cuestionar la Alianza de YHWH con Israel; en particular, en
relación al destierro babilónico. La fe en la creación se mostrará pues, como
un nuevo fundamento para garantizar la continuidad de la Alianza. Sin em-
bargo, es cierto que tanto en el pentateuco (Gén 1,1-2,4a), como en la lite-
ratura profética (Is 40-55), en la poesía salmódica (Sal 8; 104), en los escritos
sapienciales (Prov 8,22ss; 14,31; Eclo 43,9-11; Ecl 12,1.6s; Sab 1,14;13,1-7),
así como en los textos apocalípticos (Is 65,16b-18) hay claras huellas de la
fe en la creación, y éstas se intensifican según nos vamos acercando al kai-
rós cristológico, pero no es menos cierto que formulaciones explícitas de la
creación de la nada, que supongan una puesta en cuestión de la totalidad
de lo que existe, brillan por su ausencia hasta el período helenista.
Se afirma con frecuencia que la creación de la nada es una creación
exclusiva del genio teológico del cristianismo. La realidad es bien distinta,
pues su origen se encuentra en el judaísmo del período helénico en el que
se ha fraguado el segundo libro de los Macabeos (2 Mac 7,28). Sin embargo,
también hay que reconocer que la creatio ex nihilo ha sido desarrollada con
igual legitimidad y similar profundidad no solo por los cabalistas judíos,
sino también por los teólogos del Cristianismo y del Islam. Así pues, esta-
mos ante un patrimonio común de las tres grandes religiones monoteístas
del planeta. Son estériles las controversias acerca de su origen, aunque sí
son apasionantes las investigaciones sobre su auténtico significado. Porque,
en definitiva, la pregunta decisiva —común a las tres religiones— no es otra
que ésta: ¿qué significa exactamente que Dios ha creado todo de la nada?
Sería un profundo error comprender tal afirmación en sentido literal, como
si de la nada significase de un algo que es nada (aunque fuese así como lo
entendió, p. e., Fredegiso de Tours, De substantia nihili et tenebrarum). Te-
nemos que desconfiar de las trampas que el lenguaje conceptual nos puede
tender aquí. En caso contrario, tendríamos que decir que Dios habría crea-
do el mundo de la nada como si la nada fuese la singular materia «a partir
de» la cual el Creador produce el mundo. Primero sería la nada y, después
del acto creador de Dios, sería la creación. La creatio ex nihilo no puede

193
LA LÓGICA DE LA FE

ser concebida como un mero juego de palabras que objetiva o cosifica la


nada. ¿Cuál sería en tal caso su significación religiosa? ¿Acaso habría que
suponer la eterna coexistencia con Dios de una nada primigenia anterior a
la creación? ¿No se esconde aquí una forma encubierta de dualismo total-
mente incompatible con la configuración cristiana (o judía o musulmana)
de lo divino?
Así de claro lo vio ya Taciano cuando, en su Discurso a los griegos, afir-
ma que «toda la construcción del mundo y la creación entera, fácil es de
ver que está hecha de materia, y que la materia misma ha sido producida
por Dios» (cfr. §12), de tal manera que si para Platón, en el Timeo, y para la
mente griega en general, era necesaria la afirmación de una cwvra preexis-
tente sobre la cual el Demiurgo creador ejerciese su acción modeladora,
para Taciano la misma materia de la creación tiene que haber sido creada
por Dios, pues, de lo contrario, sería divina al ser eterna y, en consecuen-
cia, sería otro Dios. Justino no lo vio tan claro, pues en su Diálogo con el
judío Trifón, asimiló la concepción platónica asemejándola a Gn 1,1, don-
de, ciertamente, no se habla de una creatio-ex nihilo, sino más bien, de la
transformación de una materia informe. Teófilo de Antioquía fue, tal vez,
quien mejor formuló el problema al señalar que «si Dios es increado y la
materia también lo es, ya no es Dios, según los platónicos, el Hacedor de
todas las cosas, ni, de seguirlos a ellos, se ve ya la monarquía o la unicidad
de Dios. Además, como Dios, por ser increado es inmutable, si también la
materia fuese increada (!λη γνητος) sería del mismo modo inmutable e
igual a Dios ( σθεος)» (Los tres libros a Autólico, II, 3-4). No hay duda: la
teología prenicena fue percibiendo cada vez con más claridad que la creen-
cia en un Dios creador implicaba necesariamente que esta creación fuese
total y absoluta, y no un mero ejercicio de estructuración de una realidad
previa, fuese cual fuese su configuración. Ni materia preexistente ni la nada
entendida como materia primordial.
La omnipotencia de Dios, pues, y su absoluta libertad es lo que subyace
bajo la formulación de la creatio ex nihilo. Tan es así que bien se podría
decir que la expresión creatio ex nihilo afirma en negativo lo que el pan-
tokrator dice en positivo. Se trataría, pues, de la formulación negativa del
poder absoluto de Dios. La creación de la nada significaría, en definitiva,
que la totalidad de lo existente, ahora y siempre, se encuentra en una radi-
cal relación de dependencia ontológica con respecto al fundamento último
de todo cuanto existe. De tal manera, que podemos afirmar que nada hubo,
ni hay, ni habrá que se sitúe al margen del poder originariamente creador
de Dios. Pablo lo captó de forma excepcional y lo expresó en otro contexto
de modo insuperable al decir: «estoy seguro de que ni la muerte ni la vida
ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades
ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del

194
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8, 38-39).


Justamente, porque es el amor de Dios la fuente última de todo lo creado.
El poder absoluto de Dios no es el poder déspota y absolutista del monarca
sin escrúpulos (2Mac 7,28). Antes bien, es el poder absoluto del amor, de la
gracia, del perdón y la misericordia. En una locución realmente afortunada
la Gaudium et Spes se refiere así al mundo: «ex amore Creatoris conditum
et conservatum». De ahí el sentido de su absoluta libertad: la creación y la
salvación en el amor manifestado en Cristo. Esto nos plantea la siguiente
cuestión: ¿qué relación hay entre la creación de la nada y la afirmación
neotestamentaria de la creación en Cristo?

5. La creación en Cristo

En el NT, se produce una concentración cristológica del tema de la crea-


ción. Los sinópticos nos muestran al Dios de Jesús cuidando paternalmente
y manteniendo en el ser a su creación. Viste a los lirios del campo y se
preocupa de la aves del cielo (Mt 6,25-33). Dios hace llover sobre buenos y
malos, sobre justos e injustos (Mt 5,43-48). En este mismo sentido, incluso
cabría comprender la actividad taumatúrgica de Jesús como una realización
del poder creador y salvador de Dios que lucha contra el mal (caos) que
amenaza y destruye el orden (cosmos) creatural.
Sin embargo, la vinculación entre Cristo y la creación sólo aparece ex-
plícitamente formulada en la teología paulina y en el corpus joánico. Se-
mejante vinculación no puede dejar de sorprendernos. ¿Cómo es posible
que, siendo los escritos más antiguos del NT las cartas paulinas, nos encon-
tremos ya en ellas —y nada menos que como testimonios prepaulinos—
doxologías e himnos litúrgicos en los que se dice que todo ha sido creado
en él, por él y para él? ¿Cómo ha podido alcanzarse en tan escaso lapso de
tiempo una altura especulativa semejante? ¿Qué tienen que ver la confesión
en la resurrección del crucificado con la audaz afirmación de que todo
cuanto existe ha sido creado en Cristo? ¿No se produce aquí una diástasis
insalvable que el pensamiento a duras penas puede explicar? Intentemos
una explicación del proceso.
La clave se encuentra en una adecuada comprensión de la potencialidad
de pensamiento que está implicado en la resurrección. Todo el NT es una
confesión unánime de la resurrección de Jesucristo. Y la resurrección no
implica sino que Jesús, el judío Jesús de Nazaret, ajusticiado en la cruz por
la autoridad romana con la instigación de las autoridades judías, ha sido
incorporado definitivamente a la vida plena de Dios. La expresión más bre-
ve, quizá, de todo el NT que condensa in nuce dicha potencialidad es la
confesión: Jesús es Krioς. El reconocimiento del señorío de Jesús conlleva
una confesión implícita de su incorporación a Dios, ya que, al confesarlo

195
LA LÓGICA DE LA FE

como Señor, se confiesa también el dominio sobre todo lo existente que


sólo de Dios puede ser predicado. En este mismo sentido se encuentran
emparentadas las denominaciones de Jesús como Lgoς de Dios (Jn 1,1) o
como Sofa divina (1Cor 1,24). En la línea de Prov 8,22ss se irá concibiendo
al resucitado según el modelo del artífice veterotestamentario que, de forma
lúdica y festiva, efectuó la creación de los cielos y la tierra de consuno con
Dios. La resurrección de Jesús implica, también, la afirmación de que la vida
plena de la que ahora participa ya no tendrá fin. Y esto, se explicita según
la lógica del antiguo adagio: «lo que no tiene fin tampoco ha debido tener
principio». Este parece ser, pues, el vínculo entre resurrección y preexisten-
cia, es decir, entre la confesión de una vida sin fin y la confesión de una
vida sin principio en la eternidad de Dios. Tendremos que esperar hasta
el año 325 para que resurrección y preexistencia convergan en la fórmula,
defendida por Atanasio, del moosioς. Con todo, lo que aquí nos importa
señalar es que la afirmación de la creación en Cristo surge, también, como
desarrollo lógico de la resurrección de Cristo, en estrecha vinculación con
la idea de la preexistencia y como clara confesión del señorío absoluto de
Dios que, ahora y por siempre, es también el señorío de Cristo. En este
sentido es importante la fórmula binaria de 1Cor 8,6: «para nosotros sólo
hay un Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas y para quien no-
sostros existimos; y un Señor, Jesucristo, por el cual existen todas las cosas
y nosotros también».
Desde aquí cabe comprender afirmaciones tan osadas como, por ejem-
plo, las del himno de la Carta de Pablo a los Colosenses: «Él es imagen de
Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los
Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado
por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su
consistencia» (Col 1,15-17); n atwæ, datou ka ις atn. La lógica de las
preposiciones nos muestra el carácter cósmico de lo acontecido en Jesús.
En él, por él y para él. Afirmaciones similares las encontramos, también, en
Rom 11,36; Ef 1,10.20-22; 4,6; Heb 1,2s.
Los himnos neotestamentarios en los que aparece la creación en Cristo
acentúan diferentes dimensiones de su salvación, desde la perspectiva de la
procedencia originaria, del tiempo presente y del fin último. Protología, cro-
nología y escatología aparecen condensadas en ellos y, en consecuencia,
Cristo aparece, pues, como instrumento originario, como poder sustentador
y como recapitulación última de todo lo existente. No en vano se afirma,
también, que t* pnta n a+twæ sunsthken, es decir, que todas las cosas
(literalmente) consisten en él, tienen en Cristo su consistencia, su poder o
su razón de ser. La consistencia nos hace pensar, no sólo en el inicio, sino
también en el carácter «continuo» de la acción creadora de Dios. Una acción

196
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

creadora que, más allá de su impronta neotestamentaria tendrá que hacerse


valer en el seno de la cultura grecorromana. En este sentido es obligado si-
quiera nombrar un texto capital al respecto. Me refiero al discurso de Pablo
en el Areópago de Atenas (Hch 17,24-34). En él, el judeocristianismo de Pa-
blo se abre a la gentilidad de la filosofía, de la literatura y de la religiosidad
griega a fin de trazar un puente transitable que haga efectiva la proclama-
ción del kerigma. Pablo potencia los elementos religiosos de los atenienses
para señalar que su anuncio cristiano se correlaciona con el culto al «Dios
desconocido». El Dios desconocido es el creador del cielo y de la tierra. Es
el señor de todo cuanto existe. Aquel que es absolutamente trascendente
—recuérdese: «no vive en templos construidos por los hombres»— y, al
mismo tiempo, absolutamente inmanente; a saber: «Dios no está lejos de
cada uno de nosotros. Porque en Dios vivimos, nos movemos y existimos».

6. La creación continua

La consistencia de todo en Dios es lo que la tradición afirmó con la


creación continua. Creación que, en el NT, no puede ser separada, como
estamos viendo, de Cristo, verdadera culminación de todo lo creado. Breve-
mente, pues, se podría decir que la creatio continua es la expresión teoló-
gica que vehicula la experiencia más primigenia y originaria de la creación
como síntesis de contingencia y gratuidad. Es una constante en la tradición
judía y tiene una especial relevancia en la concepción cristiana. La doctrina
de la creatio continua afirma que la creación no sólo no es un acto puntual
del pasado más remoto, sino que debe ser entendida como una especialísi-
ma relación, absolutamente trascendente a la vez que inmanente, del Crea-
dor con la totalidad de lo existente. Relación que posibilita y fundamenta
la existencia cotidiana de todas y cada una de las criaturas presentes en el
continuo discurrir del espacio y del tiempo.
La creación continua nos alerta sobre una mala comprensión de la crea-
ción de la nada. La creación de la nada, como muy bien ha mostrado Tomás
de Aquino, no hace absurda la posibilidad de una creación eterna (lo que
no quiere decir que la afirme). Es decir, sería un error pensar que la creatio
ex nihilo nos está refiriendo un hecho del pasado, acontecido en el inicio
de los tiempos al nacer el universo a través de un acto temporal de Dios.
(Recuérdese aquí lo dicho en la tesis anterior respecto de la diferencia entre
el inicio absoluto, esto es, «protología» —metafísica y teología— y el «origen»
del universo —cosmología). ¿Es la creación un acto temporal? ¿Implica la
creatio ex nihilo un comienzo absoluto de todo? ¿O nos estará hablando,
más bien, de una relación permanente y necesaria entre Creador y criatura?
Tal vez vayan por aquí las mejores intuiciones del gran Schleiermacher. En
esta misma línea se sitúan, también, Orígenes, Agustín y Tomás de Aquino.

197
LA LÓGICA DE LA FE

Orígenes sostuvo en el Per rcwæn, frente a una concepción gnóstica de


la creación fruto de una deficiente demiurgia, que no hay más que un único
Dios creador y salvador y que, por ello, la creación es buena. Orígenes es el
teólogo de la libertad. Y la libertad juega en el sistema de su pensamiento el
papel decisivo al provocar la salida de la prima creatio in Deo hacia la se-
cunda creatio extra Deum. Por un acto de apostasía originaria las criaturas
racionales, vencidas por el tedio de la eterna contemplación, sucumbieron
a la tentación de autoafirmación y, a través del ejercicio malogrado de su
voluntad, perdieron la naturaleza ígnea que recibían de Dios y, literalmente,
se enfriaron pasando de ser nouæς, es decir, mens, inteligencias, a ser ahora
yuæc, anima, almas. Sin embargo, para Orígenes todo procede de Dios.
Dios ha creado todo cuanto existe de la nada.
Ahora bien, en su concepción, contra lo que en primera instancia pu-
diera parecer, la creación de la nada no implica necesariamente un inicio
temporal de lo creado. Es decir, para Orígenes la creatio ex nihilo no ex-
cluye una creatio aeterna. Si Dios es omnipotente y eterno no puede haber
ningún momento en el que no haya sido tal. La omnipotencia no puede
entenderse al margen de aquello sobre lo cual Dios ejercita su poder omní-
modo, pues el señorío y el dominio de Dios parecen necesitar siempre de
la realidad dominada. Por tanto, si la omnipotencia de Dios es eterna, tam-
bién deberá ser eterna la realidad creada por tal omnipotencia. ¿O es que
cabría pensar —se pregunta Orígenes— en un Dios ocioso que no ejerciese
siempre en acto su poder omnipotente? De ningún modo. Para Orígenes la
eternidad de la creación se fundamenta en la omnipotencia eterna de Dios.
Sin embargo es claro que el razonamiento origeniano parece contrade-
cir frontalmente la regla de fe. ¿Cómo escapar de la objeción que igualaría
creación eterna a creación divina? ¿Cómo evitar el peligro que ya Taciano
y Teófilo de Antioquia habían señalado? ¿Cómo negarse a reconocer la
divinidad de la creación, del mismo modo que se hace con la divinidad
del Hijo eternamente generado? ¿Cómo seguir manteniendo un inicio de lo
temporal?
Esta es la solución que Orígenes propone: todo cuanto había de ser en
el futuro existió desde siempre en la Sabiduría del Padre como germen
inteligible de la posterior creación material. No habría creación coeterna a
Dios cuya coeternidad fuese increada, como la del Hijo, pero tampoco ha-
bría un Dios ocioso, que no hubiera hecho el bien desde siempre, puesto
que siempre ha estado comunicando la plenitud de su ser al Hijo eterno y
a la creación eternamente contenida y prefigurada en Él. Orígenes propo-
ne distinguir dos creaciones. Por un lado está la creación inmaterial en el
Hijo, por otro se encontraría la creación existente extra Deum. Por un lado
tendríamos una creación eterna, sin inicio temporal, pero creada y también
finita; una creación que no es generada como el Hijo, pero encuentra en él

198
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

su subsistencia transhistórica. Por el otro, nos encontraríamos con la segun-


da creación, que hace referencia a la existencia efectiva de esas ideas crea-
das, pero ahora siendo substantialiter, es decir, de modo substancial, con
entidad propia, fuera ya del ser del Hijo, es decir, en el ámbito de la historia.
Aunque Orígenes pueda terminar su exposición afirmando que queda claro
que Dios no ha comenzado a crear en un momento dado, como si antes no
lo hiciese, es evidente que la pregunta inevitable que surge a continuación
no es otra que ésta: ¿cómo, cuándo y por qué se produce el inicio de la
segunda creación? La respuesta a esta pregunta se encuentra en la doctrina
más polémica y controvertida de Orígenes que, lamentablemente, aquí sólo
podemos nombrar: su doctrina de la caída de las criaturas racionales. Baste,
pues, señalar que para Orígenes Dios es creador ab aeterno, que la creatio
ex nihilo no implica necesariamente un comienzo temporal, que dicho co-
mienzo acontece por la apostasía originaria de la libertad del hombre y que
la genuina creación tiene su ser y su consistencia en Cristo.
Agustín será tremendamente crítico con la concepción origeniana y re-
chazará con todas sus fuerzas una de las famosas implicaciones del pen-
samiento del alejandrino: la existencia de mundos sucesivos. Para Agustín,
como para Orígenes, la creación es buena y todo ha sido creado de la nada
por el único Dios salvador y creador que existe: el Dios de Israel y de Je-
sucristo. Ahora bien, ¿cómo conciliar Gén 1,1 con la creatio ex nihilo para
un pensador fascinado con el neoplatonismo? Ya hemos dicho que el relato
sacerdotal de la creación no habla de la creación de la nada. ¿Será posible
pensar la creación de Dios como una modelación de una materia dada?
¿Supone esto la eternidad de la materia? ¿Qué relación hay entre tiempo,
creación y eternidad? Si las anteriores cuestiones ya habían sido planteadas
y respondidas a su modo por Justino, Taciano, Teófilo de Antioquia y Orí-
genes, esta última cuestión acerca del tiempo es propia de Agustín. A ella
dedica el libro XI de las Confesiones y también los libros XII y XIII pueden
verse en estrecha relación con su intento de comprender a fondo el primer
versículo del libro del Génesis. Con E. Husserl hay que decir que se trata,
tal vez, de la reflexión más profunda sobre tiempo y eternidad que se ha
hecho nunca en occidente (con excepción, quizás, de la de Schelling en su
Filosofía de la Revelación y en Las edades del mundo) y, por ello, merece
una especial atención. Aquí indicaremos muy sintéticamente sólo lo que
afecta a la cuestión de la creación.
Para Agustín la pregunta acerca de la actividad de Dios antes de la crea-
ción es una pregunta ociosa y sin sentido, ya que el tiempo es una realidad
creada y no tiene aplicación lógica ni significativa si no es en el seno de la
creación. Así pues, Agustín sintetizará su comprensión de la relación entre
tiempo y creación diciendo que «procul dubio non est mundus factus in
tempore, sed cum tempore» (De Civitate Dei XI, 6), es decir, la creación y

199
LA LÓGICA DE LA FE

el tiempo son simultáneos y, por ello, ni el tiempo precede a la creación


ni la creación es posterior a nada en el tiempo, ya que inicio de la crea-
ción e inicio del tiempo son lo mismo. Sin embargo, Agustín concebirá la
descripción de Gén 1,1ss como la modelación y la división de una materia
informe. No obstante, confesará sin ningún tipo de duda que también dicha
materia informe es creación de Dios. Así lo dice, p. e., en Confesiones XIII,
48: «De la nada fueron hechas por ti, pero no de ti, porque tú diste forma
a su informidad sin ningún intervalo de tiempo. Pues siendo una cosa la
materia del cielo y de la tierra, y otra la forma del cielo y de la tierra la
materia la creaste de la nada absoluta, y la forma del mundo la hiciste de
la materia informe. Pero las dos operaciones fueron simultáneas, de modo
que la forma siguiese a la materia sin intervalo temporal alguno». De esta
manera, Agustín, rechazando también el emanatismo, consigue conciliar de
una forma inaudita en su tiempo la creación de la nada, la modelación de
una materia informe y el relato genesíaco sacerdotal. De aquí se deduce
que, puesto que el ser de las criaturas procede absolutamente de Dios, no
hay momento en el curso del tiempo en el que la acción de Dios no man-
tenga en el ser a las criaturas y, posibilite, con ello, su actual existencia.
Retire su soplo el Creador y perecerá la criatura. La creación continua es,
pues, la consecuencia lógica de la creatio ex nihilo y es también su crítica
adecuada, ya que impide pensarla como un acontecimiento del pasado sin
prolongación en la vida presente. Donde hay tiempo hay creación y, en
consecuencia, acción creadora de Dios.
Tomás de Aquino planteó el problema de una forma, tal vez, todavía
más genial, habida cuenta de la peligrosa situación teológica y eclesial en la
que, en el año 1270 ó 1271 escribió su opúsculo La eternidad del mundo.
Frente a las teorías de la doble verdad de Siger de Brabante y Boecio de Da-
cia que postulaban, por un lado, la verdad de fe de la creación de la nada
y su consiguiente inicio temporal y, por otro, la verdad de los argumentos
de Aristóteles que afirmaban la eternidad del mundo, Tomás de Aquino
sostendrá la imposibilidad de probar que el mundo no sea eterno, junto con
la imposibilidad de probar que lo sea. Para horror de la escuela franciscana
y ante el rechazo manifiesto de Buenaventura, Tomás de Aquino prestará
la potencia especulativa de su pensamiento a los argumentos de Avicena
y Averroes para mostrar, como él dice, «si ser creado por Dios en cuanto a
toda la sustancia y no tener principio en el tiempo repugnan entre sí o no»
(Opúsculos y cuestiones selectas I, 91).
El teólogo dominico mostrará con mucha precisión que el hecho de que
Dios haya creado el mundo de la nada no implica que el no-ser, es decir,
la no existencia del mundo, haya precedido en el tiempo a la existencia
del mundo. Y esto por dos razones principales: en primer lugar, porque la
creación de la nada afirma que el mundo no ha sido hecho de algo, no que

200
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

antes no fuese nada y después fuese algo. Se trata más bien de una afirma-
ción ontológica, no cronológica. En segundo lugar, porque ontológicamen-
te la nada precede al ser, pero esto no implica que lo preceda en el orden
del tiempo. La criatura sería nada si se la deja a sí misma —es decir, porque
en su naturaleza no tiene la causa de sí misma—, pero no porque haya sido
nada antes de ser algo. Me parece que estas consideraciones son de radical
importancia a fin de comprender exactamente qué significa que Dios es
creador, en cuanto origen y en cuanto fondo sustentador de la creación.

7. La creación, su consumación y la condición de criatura

La concepción cristiana de la creación afirma una relación en la condi-


ción de criatura muy particular, ya que dicha relación es transversal a toda
la existencia, de ahí que implique el tiempo en todos sus momentos: en el
pasado, en el presente y en el futuro. Esta es la razón por la que decíamos
que la antropología teológica reflexionaba sobre el hombre como un ser re-
ferido a Dios en su origen más remoto, en su centro más íntimo y en su fin
último. Así también se comprende que la lógica de las preposiciones que
nos transmitía la creación en Cristo incluyese la protología, la cronología y
la escatología. Sobre esta condición de criatura fundamentó F. Schleierma-
cher su teología sistemática, es decir, su Glaubenslehre. Y, a mi juicio, por
este camino debería ser reinterpretado su, tantas veces mal comprendido,
schlechthiniges Abhängigkeitsgefühl, el sentimiento de absoluta dependen-
cia que vincula a la criatura con el Creador en todos y cada uno de los
momentos de su precaria existencia. A esto se refiere, también, P. Tillich
cuando dice en su Systematic Theology que «la doctrina de la creación no
es el relato de un acontecimiento que tuvo lugar «antaño». Es la descripción
fundamental de la relación existente entre Dios y el mundo». Y no otra pue-
de ser la interpretación más potenciadora del, por otra parte, controvertido
§50 de Die kirchliche Dogmatik de Karl Barth dedicado al estudio de das
Nichtige en su relación con la creación en Cristo. Pese a las inconsistencias
de su planteamiento, me parece que su continua insistencia en el poder
amenazador y aniquilante de la Nada tiene como contrapartida la continua
acción creadora de Dios que protege a la criatura de la aniquilación y la
mantiene favorablemente en la vida conforme al patrón de lo acontecido
en Cristo.
En este mismo sentido habría que entender, a mi juicio, lo que W. Pan-
nenberg afirma en las primeras páginas del vol. II de su Systematische Theo-
logie, pp. 22-23, acerca de la unidad del acto creador de Dios. «La estructura
global de la acción divina ‘hacia fuera’ comprende, además de la creación
del mundo, los temas, generalmente diferenciados de ella, de su reconci-
liación, redención y consumación. De todos modos, en un sentido amplio,

201
LA LÓGICA DE LA FE

en el concepto de creación podría incluirse ya también el de consumación».


La unidad y la amplitud del acto creador de Dios superan con mucho la
estrecha idea de un mero comienzo temporal del mundo como sinónimo
de «creación». En sentido amplio el término creación engloba dentro de sí
el surgimiento, el sostenimiento y la consumación de todo cuanto existe.
Se percibe con claridad, pues, que la creación de la nada y la creación
continua han de ser vistas, también, a la luz de la consumación de la crea-
ción. La afirmación acerca de la consumación de la creación se fundamenta
en la lógica de la esperanza. Es la consecuencia directa de la afirmación
del poder absoluto de Dios per saecula saeculorum. La consumación de la
creación significa que todo cuanto existe o existió en algún lugar del espa-
cio y en algún momento del tiempo no serán dejados de la mano de Dios
cuando todo llegue a su fin. De hecho, si lo pensamos bien, tendremos que
afirmar que el amor de Dios no puede abandonar a su criatura en manos de
la nada. Repugna al concepto cristiano de «Dios» y al concepto de «divino»
revelado en Jesucristo la mera enunciación de la posibilidad de un no-ser
absoluto para esa propia creación de Dios, toda vez que lo creado existe
por obra de su amor. Sería el gran fracaso del amor y de la omnipotencia
de Dios si en Dios mismo tuviese su raíz tal posibilidad. «Divino» es crear,
mantener en el ser, divinizar. No es propio de Dios —como no lo es de
ningún progenitor— desentenderse de la obra de sus manos. Dios no pue-
de aniquilar —esto es, «hacer nada»— ni por acción ni por omisión. Tanto
lo primero como lo segundo no son compatibles ni con su omnipotencia
ni con su bondad. La omnipotencia de Dios es la omnipotencia del amor
creador. Su bondad es la bondad del Dios providente que, como cualquier
padre o cualquier madre baja a los infiernos en busca de su hijo, así se
ocupa Él de lo creado: sin miedo, sin descanso, sin medida, sin tiempo.
Cuestión distinta es que por parte de la criatura en su intransferible libertad
pueda pensarse o postularse la posibilidad de perdición. En cualquier caso,
nunca por parte del Dios creador y salvador.
La esperanza de vida postmortal para el mártir y para el justo, la fe cris-
tológica en la resurrección, la cuestión de la providencia, el problema de
la predestinación, la posibilidad de perdición definitiva, la apocatástasis,
etc., son los distintos rostros que, a lo largo de la historia de la teología, fue
adquiriendo la esperanza en la plenificación última de todo lo existente,
si bien con significados y acentos muy distintos. Cada uno de estos temas
requeriría un estudio detallado que aquí no podemos llevar a cabo. No
obstante, una última cosa habría que añadir: la importancia radical que la
historia tiene para el cristianismo y el carácter decisivo de una condición
de criatura que, aunque transformada en el amor por la omnipotencia del
amor de Dios, no dejará de ser tal ni siquiera en la consumación eterna de
la creación. El cristianismo en la escatología no postula la disolución, sino

202
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

la plenitud de la condición de criatura. Basten, pues, estas meras insinua-


ciones que, según creo, muestran el trasfondo de la esperanza escatológica
del cristianismo en relación con la teología de la creación.

§ 13. La dimensión personal de la antropología teológica se ocupa de la


constitución íntima del ser humano. La fe cristiana sostiene que el hombre
ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y que, en consecuencia, su
constitución esencial ha de ser explicada profundizando en la interioridad
ilimitada de su condición corporal, así como en la corporalidad finita de su
condición interior. El misterio del hombre dice relación directa al misterio
de Dios presente en Jesucristo.

1. Intuición y conocimiento

El geocentrismo es a la cosmología lo que el dualismo a la antropología:


la forma especulativa más elaborada que el espíritu humano puede conce-
bir cuando intenta comprender los fenómenos basándose en la observación
natural.
Cuando uno observa el cielo percibe con claridad meridiana el movimien-
to de los astros. De hecho, ni siquiera hace falta mirar al sol para percatarse
de que va cambiando de posición a lo largo del día. Basta fijarse en las
sombras que proyectan todos los cuerpos por él iluminados. Si, de noche, se
mira a las estrellas en sucesivas observaciones se verá que parecen moverse
acompasadamente como si estuviesen clavadas en una superficie que gira
circularmente en torno al eje de la estrella polar. El sol se mueve regularmen-
te dentro del círculo zodiacal. La luna es más errática, pero sus oscilaciones
también discurren por las mismas constelaciones. El movimiento de los pla-
netas directamente visibles es mucho más problemático. Sus retrogradaciones
complican enormemente la descripción adecuada de su camino celeste. No
obstante, con los datos de observación en la mano, no parece haber duda:
la tierra inmóvil se halla en el centro de un universo que gira a su alrededor.
En efecto, las culturas antiguas, desde los babilonios hasta las civilizaciones
precolombinas, cifraron su conocimiento del cielo y la posición de la tierra
en estos datos empíricos que proceden de la observación natural. La física
aristotélica —y su correlativa cosmología— está asentada de forma coherente
y muy sólida en estas evidencias empíricas. La cosmología bíblica no es una
excepción al respecto. El conocido pasaje del libro de Josué —el sol se para
en un trecho de su camino— muestra con claridad los presupuestos compar-
tidos por lo que se refiere a la centralidad de nuestro planeta.
Y sin embargo, las apariencias engañan. Copérnico, Galileo, Kepler y
Newton construyeron una nueva astronomía y una nueva física que, fi-

203
LA LÓGICA DE LA FE

nalmente, después de un largo y tortuoso camino, nos llevó a una nueva


ubicación de la tierra, a una nueva visión del cielo, del movimiento de los
astros y de todo el universo. Instalados como estamos ya —desde nuestra
educación escolar infantil— en la nueva visión, resulta enormemente difícil
percibir la fuerza probatoria —a pesar de su evidencia intuitiva— de los
argumentos que sostenían la física y la cosmología premoderna. A pesar de
ello es necesario concederles la máxima seriedad no sólo por los milenios
que estuvieron vigentes, ni únicamente por la autoridad de quienes los sos-
tuvieron —las inteligencias más preclaras de la antigüedad—, sino, sobre
todo, porque estaban «científicamente» corroborados por la «experiencia»
que se tenía de lo real. Y también porque, a pesar de sus problemas —no
hay teoría que no los tenga— no se había conseguido una concepción me-
jor que pudiera dar cuenta de los fenómenos observados. Ahora bien, no ha
de confundirse el respeto debido con la obediencia acrítica.
Con todo —y siendo muy conscientes de su inexactitud— hay que re-
conocer que, en la práctica, todos asumimos un cierto geocentrismo implí-
cito —es decir, hablamos y actuamos como si el sol se moviese— en actos
cotidianos insignificantes, como cuando nos despertamos con «la salida» del
sol o, por el contrario, nos quedamos a ver su «puesta». El geocentrismo es
operativo en la vida ordinaria pero totalmente falso en el orden del cono-
cimiento.
El dualismo antropológico —entiéndase por ahora sin mayor precisión
conceptual— comprende al hombre como compuesto de dos elementos
diferentes: el cuerpo y el alma. Y hay que reconocer que esta concepción
es francamente operativa cuando decimos que tenemos el «cuerpo roto» por
un trabajo excesivo, o «rota el alma» por alguna tragedia. Y se correspon-
de muy bien con la experiencia milenaria de todas las generaciones de la
humanidad que han ido viendo morir a sus ascendientes (y también a sus
descendientes). Cuando se extingue la vida permanece el cadáver pero ya
no hay aliento. Ya no hay respiración, ya no hay hálito, ya nada «anima»
el cuerpo débil e inmóvil. El hombre se encuentra «exánime», sin vida. O
«desanimado» cuando le sobreviene alguna calamidad. O «animado» cuando
está feliz y contento. El «ánima» es, pues, impulso vital, fuerza y energía que
nos mantiene vivos y en movimiento.
Pensar al hombre como compuesto de «alma» y «cuerpo» es perfecta-
mente lógico, coherente y parece interpretar muy bien el dato primario de
la observación directa: el hombre vivo es un cuerpo animado; el hombre
muerto es un cadáver sin alma. Desde antiguo el cristianismo asumió, en
lo esencial, esta concepción hasta el punto de que, en la actualidad, toda-
vía está muy extendida la idea de que la antropología teológica cristiana
es necesariamente dualista. A esta idea han contribuido una pluralidad de
factores imposible de enumerar ahora. Lo importante es señalar de forma

204
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

intuitiva que la experiencia cotidiana de la muerte y, también, la experien-


cia cotidiana de la vida, se arreglan muy bien con una concepción dual
del ser humano, aunque ésta pueda ser muy problemática en el orden del
conocimiento. Pensemos si no en nuestra propia introspección en la cual,
con nuestro cuerpo inmóvil, nuestra alma penetra lo más recóndito de
nuestro ser. Pensemos también en los sueños en los cuales parece como
si abandonásemos nuestro cuerpo para explorar mundos imposibles. Por
no mencionar aquellas experiencias extraordinarias de los éxtasis arreba-
tadores de la conciencia ordinaria, en los cuales el sujeto «sale de sí» como
trascendiendo su propia materialidad. Nos experimentamos sencillamente
como siendo algo más que nuestra propia carnalidad, pero encontramos
dificultades enormes para pensar adecuadamente ese «algo más». Como con
el sol. Es fácil percibirlo lejano, pequeño y en movimiento. Enormemente
complejo, por el contrario, el concebirlo como inmenso centro en torno al
cual giramos.
La claridad y coherencia con que la dimensión cósmica de la antropo-
logía teológica —en la llamada teología de la creación— ha asumido los
modernos descubrimientos y, en consecuencia, ha reformulado sus conte-
nidos básicos acerca de la creación del mundo en un contexto evolutivo,
consciente de las inmensidades cósmicas y de la pequeñez del hombre en
la totalidad del universo —como nos recordaba la carta de Juan Pablo II ci-
tada en la tesis anterior—, ha de ser aplicada con igual rigor y extensión en
la dimensión personal de la antropología teológica. La teología de la crea-
ción ha asumido los retos de las modernas cosmologías para iluminar los
datos de las ciencias con la comprensión de la fe cristiana que ve en Dios
el origen absoluto de todo cuanto existe. Ha superado el geocentrismo pre-
moderno con una moderna hermenéutica de la Escritura (en especial del
Génesis) y una perfilada historia de la teología. Por ello, también la dimen-
sión personal de la antropología teológica está tomando en toda su seriedad
las consecuencias que se desprenden de la constitución del «ánthropos» que
hoy nos describen las ciencias empíricas que lo tienen singularmente por
«objeto»: la biología y la medicina. Obviamente han de evitarse los excesos
ideológicos que, ciertamente, han acompañado también muchas compren-
siones actuales del ser humano al quererlo reducir a la unidimensionalidad
material, o a patrones de conducta animal (sociobiología de E. O. Wilson).
No obstante, no parece temerario situarse en ese terreno compartido por la
mayoría de las investigaciones sobre el hombre que afirman la unidad psi-
cosomática del ser humano como dato fundamental de su más íntima cons-
titución. Esta unidad —es preciso señalarlo— no supone una negación de
la dual experiencia intuitiva antes aludida. Pero sí implica una transforma-
ción radical, puesto que ya no parece que pueda afirmarse que el hombre
es un compuesto de entidades distintas y subsistentes, como serían —en la

205
LA LÓGICA DE LA FE

concepción tradicional— el «alma» y el «cuerpo». J. Ratzinger, reflexionando


sobre la resurrección de la carne, afirma: «Hemos redescubierto la indivisi-
bilidad del hombre; con nueva intensidad vivimos nuestra corporeidad y la
experimentamos como camino imprescindible para realizar el único ser del
hombre. Por eso podemos comprender muy bien el mensaje bíblico que no
promete la inmortalidad al alma separada del cuerpo, sino a todo el hom-
bre» (Introducción al cristianismo, 307).
El problema de fondo es, pues, cómo pensar teológicamente la cons-
titución del ser humano. Piénsese, por ejemplo, que la teología reconoce
pacíficamente —como no puede ser de otra manera— que no hay una cos-
mología normativa —la bíblica, por ejemplo, en caso de que hubiese solo
una— que tenga que ser mantenida necesariamente para que las afirmacio-
nes cristianas sobre la creación tengan sentido. Esto es perfectamente claro:
el primer artículo del credo apostólico —creo en Dios creador del cielo
y de la tierra— podemos recitarlo conjuntamente con el autor del himno
sacerdotal de Gén 1,1ss, con el DeuteroIsaías y, también, con Agustín de
Hipona, por más que no podamos compartir los detalles concretos de sus
explicaciones teológicas. La fe cristiana en la creación no exige la vincula-
ción exclusiva a una determinada imagen física o cosmológica del mundo.
Así pues, parece más adecuado considerar que, como no la hay del mundo,
tampoco puede haber una determinada concepción del ser humano que
sea necesaria y absolutamente vinculante para la antropología teológica. Si
ha habido teología de la creación con la base platónica del Timeo y, tam-
bién, con la base aristotélica del libro de la Física, asimismo, podrá haber
una antropología teológica que, en diálogo con los filósofos y científicos de
nuestro tiempo, se centre en lo decisivo: el hombre creado a imagen y se-
mejanza de Dios. Es claro que con ello no se trata de una asunción acrítica
e indiferente de cualquier antropología (como tampoco de cualquier visión
del mundo), sino de una auténtica interpretación teológica de aquella rea-
lidad que el conocimiento actual nos muestre como sólida y firmemente
asentada: sea respecto del hombre o de su mundo. Y por ello, en este diá-
logo crítico se hará necesario refutar muchas concepciones antropológicas
(y cosmológicas) por querer revestirse de una carácter apodíctico que ni
tienen ni pueden tener.
A este respecto podemos afirmar que en el cristianismo el ser humano
es, filogenéticamente, el culmen histórico de toda la creación, es decir, la
cima del proceso evolutivo de todo el universo. Y, desde el punto de vista
de la ontogénesis, cada ser humano es un sujeto singular, único e irrepeti-
ble, cuya vida se teje con los hilos del espacio y el tiempo, en el telar de la
eternidad de Dios. Su constitución antropológica ha de ser pensada, pues,
en continuidad evolutiva con la materia de todo el universo —su condición
corporal— y en discontinuidad exigida por su singular razón consciente y

206
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

su intransferible libertad finita —su interioridad—. Su corporalidad sexuada


no es, pues, una de sus partes, sino una condición constitutiva que abarca
todo su ser: desde los más sutiles pensamientos que alberga en el fondo
de su interioridad, a los más expresivos sentimientos que pueda traslucir su
rostro. La corporalidad humana es tan singular y única en todo el cosmos
conocido que, justamente, sólo ella es la verdadera condición de posibili-
dad de lo intangible: la palabra, la música, la imaginación. No es tampoco
lo antidivino, sino el modo que tiene el Creador de establecer una verda-
dera relación de alteridad frente a una criatura autónoma y distinta de Él.
Una alteridad que, en la corporalidad humana, está llamada a la superación
de los límites de la existencia y a la participación en la eternidad de Dios.
Dicho más brevemente: nos parece que no sólo es posible sino que es
apremiantemente necesario —como, de hecho, hacen ya la mayor parte de
los teólogos— pensar la constitución del ser humano, según el cristianis-
mo, de una forma tal que evite el dualismo implícito en la contraposición
«cuerpo-alma», de manera que, siendo fiel a lo más genuino y esencial de
la tradición, se pueda expresar la concepción cristiana del hombre con una
cercanía mayor a su trasfondo bíblico, partiendo desde la inescindible uni-
dad multidimensional que caracteriza los procesos vitales, de manera que
la teología muestre la novedad de su contenido en armonía con la unidad
psicosomática que, según las ciencias actuales, caracteriza todos los actos y
pensamientos del hombre.

2. Lo esencial de la Escritura y la Tradición cristiana

Desde el segundo relato genesíaco de la creación se hace patente la vin-


culación explícita entre el ser humano y el cosmos (Gén 2,4bs). Adam, el
hombre originario, el ser humano genérico, es creado de la adamah, de la
tierra. Sin embargo, su constitución llega a término cuando, según Gén 2,7
es constituido en nefesh hayyah, en «ser viviente». Es la ruah, el aliento divi-
no el que vivifica la tierra modelada. Se comprende que la traducción de los
LXX haya intentado vehicular el rico significado del hebreo nefesh con el
término griego psyché. Sin embargo, el «alma» es en la concepción helénica
un principio autónomo, inmaterial e inmortal de cuya unión con el cuerpo
surge el ser humano. «Según la concepción griega, el hombre consta de dos
sustancias diversas; una de ellas, el cuerpo, se descompone, pero la otra,
el alma, es por sí misma imperecedera y, en consecuencia, puede subsistir
en sí misma independientemente de la otra. Es más, sólo cuando el alma se
separa del cuerpo, esencia extraña a ella, se realiza el alma en todo lo que
es. Por el contrario, el pensamiento bíblico presupone la unidad indivisi-
ble del hombre; la Escritura no conoce, por ejemplo, palabra alguna para
designar el cuerpo separado y distinto del alma; la palabra ‘alma’ significa

207
LA LÓGICA DE LA FE

en la mayoría de los casos todo el hombre existente, viviente» (J. Raztinger,


Introducción al cristianismo, 309). Que la nefesh hebrea no puede ser pen-
sada con acierto en tal esquema de pensamiento nos lo muestra claramente
lo que se dice de ella en Nm 6,6. En este pasaje se alude al nazireato, esa
especial consagración a Dios que, entre otros preceptos, incluye también el
impedimento de tocar un cadáver so pena de impureza. Cadáver se dice en
hebreo: nefesh muerta. De modo que el principio vital que vivifica al hom-
bre por la acción creadora de Dios también puede fallecer. Y con él fallece
el hombre. La nefesh no es inmortal. No hay, pues, en Gén 2,7 una concep-
ción dualista del ser humano, sino que se nos da, más bien, la afirmación
inequívoca de su parentesco y continuidad con la realidad que conforma
cuanto existe: el polvo de la tierra.
No otra cosa es lo que nos encontramos cuando vemos el uso que
tienen en el AT términos como básar (carne), ruah (espíritu) o leb/lebab
(corazón). Todos ellos nombran a todo el ser humano en su compleja reali-
dad, destacando, eso sí, una determinada dimensión. De las 273 veces que
es utilizado el término básar, 104 de ellas es referido a animales. Tenemos
aquí una muestra de la coincidencia que el ser humano tiene con otros
seres vivos: su carne, sus músculos, sus tendones. Su realidad más exterior,
que sufre el inflexible paso del tiempo y los achaques de la caducidad, se
deteriora del mismo modo que la del ganado. Si nefesh era ese principio
vital (el de la tráquea y la aorta) que hace del hombre un ser en estado
de necesidad —porque no se otorga la vida a sí mismo, sino que la reci-
be— la básar nos muestra a un ser humano frágil, caduco, perecedero. Sin
embargo, el ser humano, a diferencia de cualquier otro ser vivo, también
es ruah. Es decir, es una criatura singularísima capaz de establecer relación
con Dios. De las 389 veces que se usa el término en el AT, 136 se refieren al
Espíritu divino. El aliento humano es capaz de Dios porque el ser humano
ha sido creado a su imagen y semejanza. Con todo, el término más utilizado
para referirse al hombre en todo el AT es leb/lebab, corazón. Contra lo que
suele pensarse el corazón no es en la antropología semita —como lo es en
nuestra cultura actual— la sede de los sentimientos. El corazón es la totali-
dad del ser humano en cuanto capaz de discernir el bien del mal, en cuanto
que sede de la inteligencia y la voluntad. Es todo el hombre en cuanto que
reflexiona, discierne y elige. Por eso se dice de Salomón que era un hombre
de corazón grande. No por su capacidad afectiva (o no sólo, por lo menos),
sino principalmente por su aguda y justa capacidad de discernimiento.
Si bien es cierto que en el período helenista los influjos de la filosofía
griega han dejado su huella, también, en los últimos libros de AT, no lo
es menos que se trata de casos marginales que no tienen suficiente fuerza
representativa como para poner en duda esta constatación general: la antro-
pología subyacente a los principales libros del AT nos muestra claramente

208
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

una visión unitaria del hombre. Una visión unitaria en una pluralidad de
dimensiones que, no obstante, no pueden ser entendidas como partes o
compartimentos separados, o como conjunto de elementos distintos. Es
más, el impulso de su profunda unidad parece corroborado por un rasgo
absolutamente decisivo: la profunda y radical relación a Dios del ser hu-
mano. De todo el ser humano. Como dice el salmo, desde sus más íntimos
pensamientos a todos y cada uno de los pelos de su cabeza. Y esto es de-
bido a su singular condición de criatura.
En síntesis podríamos decir que, en el AT, el ser humano está habitado
por un principio vital que alienta en su interior, está conformado corporal-
mente con huesos, músculos y tendones que sufren el paso del tiempo. Es
un ser que respira cadenciosa o aceleradamente, pero discierne el bien y
el mal, conoce la verdad y la mentira y realiza toda su vida ante Dios. Su
constitución biopsíquica hace de él una realidad una e inescindible, pero su
capacidad de trascendencia lo llevan más allá de sí mismo y de todo cuanto
le rodea. El hombre vive, corre, respira, piensa y obra ante Dios. Es capaz
de Dios, porque Dios ha sido capaz de él.
Similares consideraciones podemos hacer respecto del NT. En el NT el
ser humano es psyché, sarx, soma, pneuma, kardía y syneidesis, es decir,
alma, carne, cuerpo, espíritu, corazón y conciencia. El campo semántico
de los términos griegos nos podría llevar a engaño si no atendiésemos a
algo que, sobre todo en Pablo, se presenta con meridiana claridad. Pablo
no tiene una antropología dualista. En 1Tes 5,23 habla del hombre como
espíritu, alma y cuerpo. Sin embargo, tampoco debemos deducir de ahí
una antropología tricotómica. La cuestión es más compleja y más impor-
tante desde el punto de vista teológico. Para Pablo —y pensemos que nos
referimos, pues, a los escritos más antiguos del NT— la vida kata sarx o la
vida kata pneuma no es, de ninguna manera, una alusión a una determi-
nada parte del ser humano. Más bien, es justo lo contrario. Se trata de una
llamada a una orientación de la existencia que abarca todos y cada uno de
los ámbitos que la vida del hombre pueda contener. Vivir según la carne
consiste en orientar todas las fuerzas de la existencia en el más inmediato
provecho propio. Es la vida del egoísmo máximo: en el placer sexual, en el
comer, en el beber, en el vestir, en la gestión de las propiedades, en la casa
familiar con la mujer, hijos y esclavos, en las relaciones sociales, en la cosa
pública, en la relación con Dios. La carne, para Pablo, adquiere, pues, un
poder simbólico global que contiene todo cuanto afecta a la configuración
concreta de una biografía personal. No es extraño, pues, que en muchos
pasajes, «carne» vaya tan unido a «pecado». Es más, lo extraño sería lo con-
trario, habida cuenta del amplio significado teológico que tiene. Vivir según
la carne significa vivir alienado de sí mismo. Es la pérdida completa de la
verdadera identidad —paradójicamente— en su búsqueda más desespera-

209
LA LÓGICA DE LA FE

da. Quien vive según la carne vive enajenado de sí, siendo esclavo de ese
deseo egoísta que utiliza a los demás con el único fin de satisfacerse a sí
mismo. Se malinterpreta reiteradamente a Pablo cuando se piensa que «car-
ne» dice relación a la corporalidad, a la sensualidad o sólo a la sexualidad.
Es mucho más, porque nombra a todo el ser humano.
Lo mismo sucede, pero a la inversa, con el término «pneuma» y su co-
rrespondiente orientación vital kata pneuma. Quien vive según el espíritu
ha descubierto —porque le ha sido dada— la clave de la existencia: el
descentramiento altruista que nos centra auténtica y verdaderamente en
nuestro yo más genuino. También se trata de una realidad paradójica, pues-
to que la vida según el espíritu orienta la existencia de tal modo que nos
saca de nosotros mismos, nos conforma con Cristo, nos incorpora a su
nueva realidad y, por tanto, nos resitúa nuevamente ante nosotros mismos
como más nosotros mismos. Pablo lo dice genialmente cuando confiesa
que ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él. Pablo sólo
es verdaderamente Pablo una vez que ha experimentado la conversión, es
decir, la reorientación de todas las dimensiones de su existencia en torno
a un nuevo centro de gravedad. Y por tanto, también el pneuma ha de ser
aquí interpretado con ese sentido global que es propio de la sarx. Toda la
existencia es «pneumática», como toda la existencia puede ser «sárkica»: el
comer y el beber, así como el pensar o el rezar.
Pensando concretamente en la corporalidad, hay que decir que Pablo
distingue claramente entre sarx y soma. Si la sarx dice relación directa al
pecado, el soma nos orienta hacia Cristo. Soma tou Christou, el cuerpo de
Cristo, como término eucarístico y eclesiológico. Por tanto, también como
término material, corporal, comestible y como realidad comunitaria, orgá-
nica, social. Nada más equivocado, pues, que hacer de Pablo o, en general
del NT, un enemigo de la corporalidad humana. El cuerpo está llamado
a ser templo del Espíritu Santo. Es decir, lugar sagrado. Lo que se detesta
es el egoísmo, la malversación de nuestro yo, la depravación de nuestra
vida. Y lo que se ensalza, por el contrario, es el aprovechamiento máximo
de todo lo que somos y tenemos a favor de los demás y, en consecuencia
paradójica, a favor nuestro. En el NT está prácticamente ausente la preocu-
pación especulativa por la constitución del hombre. Sin embargo, es claro
que, en su trasfondo, la concepción antropológica que prima es la semita,
la unitaria en pluralidad de dimensiones, y ésta, como estamos viendo, está
muy alejada del dualismo helénico por más que, en el vocabulario, guarde
ciertas semejanzas con él.
Sea como fuere me parece que, después de todo lo dicho, se hace evi-
dente que la contraposición «cuerpo-alma» no hace justicia a la riqueza de la
antropología bíblica y, aunque haya tenido su justificación en la historia del
pensamiento occidental, no puede ser confundida con lo esencial que siem-

210
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

pre se ha querido mantener. Lo esencial de la tradición cristiana es esto: la


dialéctica constitutiva de la criatura singular, que es el ser humano, creado
a imagen y semejanza de Dios. Un ser humano «creado», como creado ha
sido el cielo y la tierra y todo cuanto contienen. Pero creado a «imagen y
semejanza» de Dios, a diferencia de todo cuanto existe. Aquí está lo esen-
cial, pues: en la dialéctica entre su vinculación con toda la creación material
y su radical diferencia respecto de ella. Esa dialéctica ha sido afirmada y
sostenida en la teología bíblica y también en la teología prenicena sin ne-
cesidad de la estrecha contraposición entre «cuerpo» y «alma». De hecho, se
podrían completar estas reflexiones con un recorrido cronológico por la
tradición que estudiase en Justino, Teófilo, Taciano, Atenágoras, Clemente y
Orígenes, cómo tras el incipiente uso de la contraposición tradicional entre
«alma» y «cuerpo» todavía late en sus reflexiones la tendencia unitaria que
lleva a descartar que sólo el cuerpo o sólo el alma puedan ser consideradas
«persona». Es más, se reclamará necesariamente la presencia de ambos en
completa unidad para que se pueda acreditar la propia identidad del sujeto
(cfr. Atenágoras, Sobre la resurrección de los muertos, 15, 732-734). Esto es
lo que llevará, para escándalo de los filósofos griegos, a la insistencia preni-
cena en la necesidad de afirmar y mantener la resurrección de los cuerpos.
Porque si no, después de la muerte no hay sujeto humano si sólo se afirma
la inmortalidad del alma. Inmortalidad que, por otra parte, no sólo no es
aceptada por todos los pensadores cristianos, sino que es explícitamen-
te negada, p. e., por Justino como incompatible con su carácter criatural
(cfr. Diálogo con el judío Trifón, 5, 310-311). La cosa cambiará después de
Orígenes, cuando la dualidad terminológica «cuerpo-alma» se convierta en
realidad óntica que pasa a ser el punto de partida desde la que se piense
el ser humano como un «humano compuesto». Se puede decir, pues, que
«la teología patrística y medieval en algunos aspectos se separó algo de la
antropología bíblica, y en otros la desarrolló. La mayor parte de los repre-
sentantes de la tradición, por ejemplo, no se ha adherido plenamente a la
visión bíblica que identificaba la imagen con la totalidad del hombre» (CTI,
Comunión y servicio, nº15). Esta dualidad se hará moneda común en la teo-
logía medieval e, incluso moderna. No obstante, entrará en profunda crisis
en la actualidad.
Adviértase, no obstante, que lo esencial de la tradición cristiana —la
dialéctica de continuidad y discontinuidad de la vida humana— es, jus-
tamente, lo que ha intentado mantener la dualidad «cuerpo y alma».
Por eso, y en aparente contradicción con todo lo antedicho (pero sólo
«aparente») creo que argumentan con toda corrección los teólogos que
no deslegitiman el dualismo «cuerpo-alma» con el único argumento de
que dicha contraposición no es bíblica. Tienen razón al considerar que
lo esencial de la antropología cristiana no tiene por qué estar necesaria-

211
LA LÓGICA DE LA FE

mente atado a una determinada concepción del hombre (aunque sea la


bíblica, aún incluso si esta fuese homogénea y estuviese teóricamente
elaborada). Señalan con razón que en otros contextos históricos y cul-
turales lo esencial de la consideración teológica del hombre puede ser
igualmente mantenido gracias a la polaridad «alma-cuerpo» pese a sus
orígenes helenísticos. Y hay que decir que es cierto: tampoco el «ho-
moousios» es un concepto bíblico y esto no es un argumento contra su
legitimidad y significación. Esto aparece con claridad en la fórmula con
que el Concilio de Vienne (1312) se opone a cualquier tipo de unión ac-
cidental para explicar la realidad del hombre (cfr. DH 902). Sea al modo
de Avicena o de Pedro Juan Olivi, el concilio afirma que en la concep-
ción del hombre que la Iglesia sostiene prima y debe primar la unión
sustancial. En la línea del hilemorfismo sustancial de Tomás de Aquino,
el concilio de Vienne sostendrá que el alma es verdaderamente, por sí
misma y esencialmente —no por sus virtualidades y potencialmente,
como quería Avicena— forma del cuerpo humano. De manera que tam-
bién se descarta que el «alma», por un lado, y el «cuerpo», por el otro,
sean sustancias completas en sí mismas —con su materia y su forma
cada una— como proponía P. Juan Olivi. En la formulación del concilio
se insiste en la unidad del ser humano utilizando la fórmula teológica
que mejor lo parece salvaguardar en la época concreta en la que se
celebra (Cfr. también, el Concilio V de Letrán en 1513, DS 1440). Ahora
bien, en nuestro contexto lo decisivo es pensar si esta tradicional con-
traposición «cuerpo-alma» sigue jugando el mismo papel clarificador que
efectivamente jugó en el pasado, habida cuenta de todas las connotacio-
nes dualistas con las que inevitablemente la recibimos en la actualidad.
Así pues, interpretando positivamente esta contraposición tradicional,
podría decirse que el cuerpo nos mostraría la vinculación con la materia-
lidad de la creación. El alma —creada directamente por Dios— su radical
discontinuidad. Siendo la intención buena, tampoco se puede ignorar que
el cristianismo ha pagado un altísimo precio al mantener hasta hoy estos
mismos conceptos. En la mentalidad popular más tradicional y, sobre todo,
en sus concreciones sacramentales y espirituales, el cuerpo fue pensado
y vivido en no pocas ocasiones como sede y refugio de la tentación, el
pecado y la maldad. Por el contrario, el alma era concebida como el sig-
no de la pureza, el bien y, en definitiva, de la verdadera vinculación con
la divinidad. La divinización fue convertida, pues, en la mortificación del
cuerpo y la huida de la materialidad corporal. Habría que pensar si una tal
concepción antropológica y soteriológica, no se acerca más bien, a las tesis
órficas o gnósticas más que a las propiamente cristianas.

212
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

3. El reto de la teología actual

En cualquier caso, y más allá de todo esto, es decisivo reiterar que en


toda la historia de la antropología teológica late la misma dialéctica profunda:
el hombre es criatura de Dios vinculada estrechamente a la materialidad de
la creación, pero también cualitativamente diferente de ella, porque sólo él
es creado a su imagen y semejanza. El hecho de que la contraposición clá-
sica «alma-cuerpo» haya entrado en crisis en el pensamiento hodierno, nos
enfrenta al reto de mantener la misma dialéctica, sin caer en los límites de
la concepción tradicional, pero también sin cercenar toda la riqueza de su
contenido. Es un reto ineludible, porque si se mantiene la contraposición clá-
sica son tales los falsos problemas que se originan que no hay forma, según
parece, de vehicular la verdad más profunda de la concepción cristiana.
En los textos del Concilio Vaticano II podemos encontrar una buena
orientación para llegar a buen puerto. GS,14 mantiene el lenguaje tradi-
cional para expresar la singular constitución del ser humano. No obstante,
detrás de sus clásicos términos late un impulso renovador que quisiera ex-
plicitar, siquiera a grandes rasgos. Escuchemos y analicemos su literalidad:
«Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne
en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él,
éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador».
El hecho de que en el inicio de este texto estén presentes los términos tradi-
cionales de «cuerpo» y «alma» para dar razón de la condición humana muestra,
por un lado, el indudable peso de la tradición. Sin embargo, por el otro, que
GS 14 hable de «condición corporal», luego de establecer la tesis dialéctica de
la unidad y la dualidad mencionada, me parece que no es sólo un recurso re-
tórico, sino que, si ésta expresión se potencia adecuadamente, puede servirnos
para superar una concepción sustancial del cuerpo que tienda a aislarlo del
todo de la realidad del ser humano. La explicación es sencilla: de nuestros re-
cuerdos, sentimientos, intuiciones y ensoñaciones no podemos decir que sean
cuerpo, porque justamente se caracterizan por su inmaterialidad. Ahora bien,
¿podríamos decir igualmente que no tienen una determinada «condición cor-
poral»? Habida cuenta del profundo carácter psicosomático de todo fenómeno
humano es evidente que la condición corporal del hombre es característica úl-
tima y primera de sus más sutiles y etéreas especulaciones. Es el hombre, todo
el hombre el que sueña, piensa, quiere u odia. Todo él en su realidad espacio
temporal de carne y hueso. Por eso me parece que hablar de «condición corpo-
ral» como un rasgo constitutivo del ser humano uno supone una consideración
más adecuada que referirse, sin más, al cuerpo, puesto que siempre parece que
estamos nombrando «una» de sus partes.
Acto seguido, se afirma que los elementos del mundo material se en-
cuentran concentrados en la condición corporal del ser humano. No es

213
LA LÓGICA DE LA FE

desacertado interpretar este fragmento en la línea de lo que K. Rahner


hizo en el grado sexto de su Grundkurs des Glaubens: la cristología en el
marco de una visión evolutiva del universo. Pues así cabe comprender el
hecho de que los más básicos y fundamentales elementos químicos de la
tabla periódica, que conforman desde el polvo interestelar hasta los más
lejanos planetas, sean los que también constituyen los átomos y moléculas
de nuestra condición corporal, es decir, de nuestro yo, de lo que huma-
namente somos. Es una obviedad decir que el grado de complejidad en la
constitución del hombre ha llegado a tal extremo que difiere infinitamente
de la más sencilla organización de otras realidades inferiores. Sin embargo,
es igualmente cierto que la aparición de lo cualitativamente distinto no es
un fruto meramente predecible por la mera suma o yuxtaposición de las
propiedades básicas de los elementos constituyentes. No es así. La unión
de elementos básicos en grado creciente de complejidad hace surgir una
nueva realidad con cualidades propias, singulares y diferentes que no son
meramente derivables de la adición de las características de los elementos
que las componen. Lo cual significa que se puede hablar de una verdadera
«recreación» de los propios elementos básicos cuando, en su nueva y com-
plejísima configuración, hacen surgir un «novum» —como es el caso del
ser humano— en los confines del universo. Por eso, es cierto y tiene todo
su sentido comprender la condición corporal del ser humano en unión y
diferencia con todos «los elementos del mundo material». Vemos así cómo
se mantiene la dialéctica de continuidad y discontinuidad sin necesidad de
aislar el «cuerpo» o de identificar una entidad espiritual separada. El Adam
de la adamah.
Ahora bien, el texto conciliar da un paso más: por medio del ser humano
los elementos del mundo material «alcanzan su cima y elevan su voz para
la libre alabanza del Creador». El lugar del hombre en el cosmos es cuanti-
tativamente marginal, pero cualitativamente capital. Así lo recogíamos en la
tesis enunciada al inicio. Y así lo entiende la tradición cristiana al pensar al
hombre dotado de una libertad que es consustancial a su propia identidad.
El hombre es su libertad. Es el fruto de sus elecciones concretas en el marco
temporal de sus posibilidades limitadas. El ser humano es una libertad fini-
ta. Libertad en la que, no obstante, toda la creación alcanza su punto más
alto de realización al intuir la presencia invisible e intangible de Dios en
la tierra y en el cielo. Posibilidad que sólo el ser humano tiene entre todo
cuanto existe, pero que todo cuanto existe realiza en la existencia propia
del ser humano. En esto se muestra el carácter relacional de la existencia de
hombre, no sólo su constitutivo carácter interpersonal (su co-humanidad),
sino también su constitutivo carácter cósmico (su co-creaturalidad).
De todo lo antedicho es posible extraer una consecuencia fundamen-
tal: «no le es lícito al hombre despreciar su vida corporal, sino que, por el

214
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que


ha sido creado por Dios y ha de resucitar en el último día». Es digno de
mención el hecho de que el cristianismo no sólo rechaza el desprecio de
lo corporal, sino que propone su bondad originaria y su honorabilidad. No
sólo se contenta, pues, con decir que la condición corporal del hombre no
es mala. Dice positivamente que es buena y digna de honra. El fundamento
de tal afirmación es uno y el mismo: en Dios tiene la condición corporal
del hombre su origen y en Dios tiene su fin. En Dios tiene el ser humano
su origen último y en Dios espera la superación de la muerte inevitable.
K. Rahner ha estudiado con acierto la relación entre espíritu y materia
en la comprensión cristiana en un trabajo en el que se afirmaba algo muy
similar: si la teología de la creación sitúa a todo cuanto existe (creatio ex
nihilo) procediendo radical y absolutamente de la eternidad creadora de
Dios habrá que pensar que, por lo menos en su inicio primigenio, en su
origen absoluto, esas heterogéneas realidades que parecen ser la materia y
el espíritu no son, en último término, irreductiblemente heterogéneas. Ya
que, por lo menos en su origen, proceden ambas del mismo sitio, es decir,
del amor gratuito e incondicional de Dios. Por más que sean diferentes en
su curso no serán irreductiblemente distintos los ríos que manan de un
mismo hontanar. Lo mismo sostiene J. Ratzinger: «Si el cosmos es historia y
si la materia es un momento en la historia del espíritu, no puede darse una
eterna y neutral yuxtaposición de materia y espíritu, sino una ‘complejidad’
última en la que el mundo encuentre su omega y su unidad» (Introducción
al cristianismo, 317).
Lo mismo cabe pensar, pues, de la escatología. La condición corporal
del hombre es para el cristianismo buena y digna de honra puesto que en
su consumación se espera su transformación, y no su aniquilación. No se
transforma lo que es deleznable —lo deleznable se deshecha— sino lo que
es perfectible. Cuando Pablo habla de la «nueva creación» se refiere a esta
creación que existe ahora, pero trasfigurada por el amor de Dios, del mismo
modo que el amor de amante transfigura el rostro de la amada o el de los
padres esculpe el semblante de los hijos. El cristianismo espera unos cielos
nuevos y una tierra nueva. No la destrucción del cielo y de la tierra, sino
la consumación de esos «los elementos del mundo material» que llegan a
su cima en la realidad del ser humano. Y lo espera de un modo radical, es
decir: más allá de la caducidad del tiempo y del imperio de la muerte. Por
eso la esperanza de la resurrección incluye también la condición corporal.
No agotaremos aquí la riqueza de la GS 14. Pero permítasenos traer a
colación algo muy significativo que dice, con los términos tradicionales an-
tedichos, respecto del ser humano: «no se equivoca el hombre cuando se
reconoce superior a las cosas corporales y no se considera sólo una partícula
de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Pues, en su

215
LA LÓGICA DE LA FE

interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esta pro-


funda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los
corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre
su propio destino». Quiero destacar la mención de la interioridad. Me parece
que tenemos aquí otra de esas sugerentes afirmaciones conciliares que no
se ha explorado con suficiente hondura. Cuanto arriba se ha dicho acerca
de la «condición corporal» encuentra ahora su adecuado equilibrio respecto
de lo que se podría llamar «condición espiritual». La interpretación que hace
el texto conciliar de la interioridad del hombre puede ser sintetizada en tres
afirmaciones básicas: 1) pone de manifiesto la superioridad del ser humano
respecto de todo cuanto existe. Sólo el hombre en la profundidad infinita de
su interioridad excede y sobrepasa el universo entero. 2) Subraya, en la línea
de la antropología bíblica, que el «corazón» del hombre —recuérdese ahora
lo dicho poco ha— es lugar de encuentro con Dios, a saber: es verdadero
templo de lo divino en el cual el hombre discierne lo que ha de hacer y lo
que ha de evitar. Pero atención: 3) el hombre discierne él mismo ante Dios;
discierne con plena y total autonomía. Aquella autonomía que es intransfe-
rible y caracteriza esas decisiones que singularizan toda biografía y por las
cuales el hombre, ante Dios, «decide sobre su propio destino».
La interioridad es, pues, un concepto que nombra una dimensión lo su-
ficientemente rica y amplia como para servir adecuadamente de vehículo
de lo que la tradición tiene que decir de la singularidad del ser humano. Sin
embargo, como ya hemos adelantado, en el último párrafo el texto conciliar
retoma el término clásico que ha cumplido desde antiguo esa función y, en
consecuencia, afirma: «por tanto, al reconocer en sí mismo un alma espiritual
e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las con-
diciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la misma verdad
profunda de la realidad». La tensión interna del texto conciliar lo hace oscilar
entre el dualismo terminológico de los conceptos clásicos y la visión unita-
ria y evolutiva que formula. A fin de evitar caer en una concepción dualista
—peligro que, por supuesto, no se materializa en el texto conciliar, pero que
sí aparece como amenaza en posibles interpretaciones— hay que decir que
la condición espiritual del alma puede ser concebida como aquello que, en
el ser humano apunta más allá de la materia y no se reduce a ella. De igual
forma, su inmortalidad puede ser potenciada como aquello que apunta más
allá de la muerte y no termina con ella. Y esto, justamente, porque la idea
bíblica de la inmortalidad es distinta de la concepción clásica grecorromana.
«Mediante la resurrección y frente a la concepción dualista de la inmortalidad
expresada en el esquema griego cuerpo-alma, la forma bíblica de inmortali-
dad ofrece una concepción completamente humana y dialógica de la inmor-
talidad: la persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado
en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad es-

216
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

piritual, permanece de modo distinto. Permanece porque vive en el recuerdo


de Dios. Por que el hombre es quien vive, y no el alma separada, el elemento
co-humano pertenece al futuro; por eso el futuro de cada uno de los hombres
se realizará plenamente cuando llegue a término el futuro de la humanidad»
(J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 313).
La visión antropológica del cristianismo se completa, finalmente, alu-
diendo a algo que el cristianismo considera esencial en el hombre: su ser
relacional constitutivamente referido a Dios. Así lo dice J. Ratzinger al in-
terpretar en un nuevo contexto la terminología tradicional «cuerpo-alma»:
«Tener un alma espiritual significa ser querido, conocido y amado espe-
cialmente por Dios; tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un
diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y de responderle. Lo que en
un lenguaje sustancialista llamamos ‘tener un alma’, lo podemos expresar
con palabras más históricas y actuales diciendo ‘ser interlocutor de Dios’.
Esto no es afirmar que la terminología del alma es falsa, como ocasional-
mente afirma un biblicismo unilateral y crítico; es en cierto modo necesario
para expresar el todo de lo que se trata. Pero necesita, por otra parte, ser
completado si no queremos caer en una concepción dualista que no hace
justicia a la intuición dialógica y personal de la Biblia» (J. Ratzinger, Intro-
ducción al cristianismo, 314).
Resumamos lo dicho: para el cristianismo el ser humano es, filogenética-
mente, el culmen histórico de toda la creación, es decir, la cima del proceso
evolutivo de todo el universo. Desde el punto de vista de la ontogénesis,
cada ser humano es un sujeto singular, único e irrepetible, cuya vida se teje
con los hilos del espacio y el tiempo, en el telar de la eternidad de Dios.
Su constitución antropológica ha de ser pensada, pues, en continuidad evo-
lutiva con la materia de todo el universo —su condición corporal— y en
discontinuidad exigida por su singular razón consciente y su intransferible
libertad finita —su interioridad—. Su corporalidad no es, pues, una de sus
partes, sino una condición constitutiva que abarca todo su ser: desde los
más sutiles pensamientos que alberga en el fondo de su interioridad, a los
más expresivos sentimientos que pueda traslucir su rostro. La corporalidad
humana es tan singular y única en todo el cosmos conocido que, justamen-
te, sólo ella es la verdadera condición de posibilidad de lo intangible. No
es su obstáculo, sino su más honda condición de posibilidad. Y por ello
tampoco es lo antidivino, sino el modo que tiene el Creador de establecer
una verdadera relación de alteridad frente a una criatura autónoma y dis-
tinta de Él. Una alteridad que, en la corporalidad humana, está llamada a la
superación de los límites de la existencia y a la participación en la eternidad
de Dios, gracias a la resurrección de Cristo. El hombre no puede perecer
totalmente porque el amor de Dios jamás lo permitirá.

217
LA LÓGICA DE LA FE

III. LA POSIBILIDAD DEL MAL Y LA REALIDAD DEL PECADO


En la misma creación (universal y personal) que hemos contemplado
como obra absolutamente libre, buena y gratuita del Dios omnipotente nos
inquieta, ahora, la presencia innegable y desafiante del mal. La creación es
cosmos, pero en ella abunda también el caos. ¿Hasta qué punto no es la
existencia del mal un mentís a todo lo anteriormente dicho? Si hay mal en
el mundo ¿cómo confesar el primer artículo del Credo apostólico? Decimos
en él que creemos en Dios «Padre», «Todopoderoso», creador del cielo y de
la tierra. ¿Cómo no sospechar de la bondad de este «Padre» que «permite»
que el mal dañe a su creación? ¿Cómo no negar la «omnipotencia» divina
ante la evidencia de un mal que, según parece, Dios «no ha podido» evitar?
¿Estamos obligados a situarnos en esta agónica disyuntiva que nos muestra
como irreconciliables el poder absoluto de Dios y su bondad? De hacerlo
así, ¿no cercenamos, con ello, realidades constitutivas y esenciales del Mis-
terio de Dios?
El problema está lejos de ser ocioso. Se juega en él, cuando menos, la
coherencia interna de la fe cristiana, de forma que si no se logra una visión
adecuada de esta importante cuestión puede naufragar todo nuestro inten-
to de dar razón de ella. Pero se juega, sobre todo, la cuestión acerca del
sentido fundamental de la existencia. Si el mal tiene la primera o la última
palabra, vanos son todos los esfuerzos de buscar el bien y de vivir en él. In-
tentemos acercarnos al núcleo de esta cuestión decisiva, a fin de conseguir
un enfoque realmente adecuado.

§ 14. La dimensión caótica de la antropología teológica se ocupa del lado


oscuro del universo. La fe cristiana sostiene que en la creación existen el mal
físico y el moral, que, no obstante, no pueden tener su origen en Dios, puesto
que Dios es su más firme y decidido enemigo. El poder cósmico del mal es
vencido definitivamente en la vida, muerte y resurrección de Cristo.

1. La realidad del mal

Pensada la creación como la totalidad de lo que existe, no es difícil ver


que en ella coexisten el «cosmos» y el «caos». La dimensión «caótica» de la
antropología teológica —como contraimagen de su dimensión «cósmica»—
estudia el reverso oscuro de la condición de criatura de todo el universo. Se
hace necesario, pues, antes de nada, realizar una básica fenomenología de
las formas de mal, a fin de poder responder a esta cuestión: ¿qué es el mal
y cómo es posible hablar de su «universal dimensión caótica»?
En la historia del pensamiento podemos distinguir tres formas funda-
mentales de considerar del mal: a) El mal es una realidad divina o quasi-

218
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

divina que, en cualquier caso, trasciende el mundo; b) el mal es naturaleza;


c) el mal es voluntad. A nadie se le escapa que esta esquemática conside-
ración no excluye variaciones de detalle y combinaciones de toda índole.
No obstante, el esquema básico permanece: Dios, mundo, hombre (divini-
dad, naturaleza, espíritu). En cualquier caso, baste por ahora señalar que
la afirmación cristiana fundamental respecto al mal descarta rotundamente
la primera forma señalada. El mal ni es divino ni puede ser pensado como
una entidad quasi-divina que trascienda el mundo. El monoteísmo trinitario
no admite ningún tipo de veleidad gnóstica que postule un principio oscuro
coeterno al Dios de la luz —al modo maniqueo— ni ningún tipo de germen
intradivino donde pueda anidar ni el mal ni su posibilidad —al modo sche-
llinguiano. La claridad infinita del misterio eterno de Dios consiste en amor
puro, constitutivo y transitivo en el cual sólo hay cabida para su más perfec-
ta autocomunicación en la unidad perijorética y la alteridad personal. Todo
cuanto existe procede de este puro y único hontanar. Todo lo creado no
tiene otro principio, origen y fundamento sino el amor sin mácula de Dios.
El mal no es, pues, realidad divina, ni puede tener en la divinidad su fuente.
Ahora bien, el mal existe. En el mundo hay mal. ¿Qué es, entonces, ese
mal y de dónde procede? Antes de abordar las otras dos posibilidades ha-
gamos una aclaración de la máxima importancia. La pregunta por la natura-
leza del mal —una vez descartada su sobrenaturaleza— encierra un peligro
importante sobre el que nunca se insistirá lo suficiente: el mal, lo malo, im-
plica siempre la sustantivación de algo que, en sí mismo, no es sustantivo,
sino valorativo o relacional. El mal, lo malo, no es «una realidad en sí», no es
una cosa al lado de otras, es una afección privativa que, como daño, dolor
o culpa, muestra la ausencia de lo que «debería ser». El mal siempre es mal
para alguien que carece de aquello que debería tener —integridad, salud,
inocencia— o tiene aquello de lo que debería carecer —daño, dolor, culpa.
El mal es, pues, un «no-deber-ser» respecto de lo que «debería-ser». Este ca-
rácter relacional del mal se pone más claramente de manifiesto cuando se
ve que, esa misma realidad a la que algunos llaman mala, puede ser buena
para otro. Quienes esperan la donación de un órgano vital lo saben bien.
El carácter relacional no tiene por qué negar la dimensión objetiva con la
cual se experimenta, efectivamente, la realidad del mal. Al contrario: lo que
muestra es que no se trata de una realidad absoluta, incontrovertible, total-
mente pura y diáfana en su negatividad. Que el mal sea siempre mal para
alguien no convierte su realidad en algo subjetivo, como si un relativismo
total fuese posible y nada hubiese en la realidad objetiva que anclase fir-
memente la valoración moral al respecto. Lo contrario es lo correcto: el mal
se experimenta como objetivamente malo y anclado en lo real, aun cuando
esa objetividad esté siempre referida a una subjetividad que resulta afectada
negativamente. Esto se verá más claro en la negativa que el cristianismo ha

219
LA LÓGICA DE LA FE

dado a la posición filosófico religiosa que sostiene que la naturaleza del mal
es la naturaleza creada.
En efecto, nadie como Agustín ha combatido con tanta fuerza la tesis
que naturaliza el mal. Fijémonos: no sólo combate la afirmación de que el
mal sea el mundo, la materia, la carne, la corporalidad física del cosmos que
habitamos, sino que, más aún, rechaza cualquier tipo de ontología del mal.
Su no siempre bien comprendida tesis del mal como privatio boni encierra,
a mi modo de ver, una intuición de extraordinaria potencia. No hay más
que leer el De natura boni para percibir su alcance. Lo que afirma Agustín
es, no ya que la naturaleza no sea el mal, sino mejor, que el mal no tiene ni
puede tener naturaleza porque toda naturaleza es creación de Dios. Extraer
de su «desnaturalización» o, si se prefiere, de su negación óntica, su irreali-
dad o su inexistencia es, a mi modo de ver, no comprender adecuadamente
la propuesta agustiniana. Agustín no niega la existencia del mal. Lo que nie-
ga es que el soporte óntico de tal existencia tenga sustantividad autónoma.
Creo correcto sostener, con Agustín, una asimetría radical entre el bien
y el mal por lo que a la ontología se refiere. Para Agustín es plenamente
válido el axioma que hace converger el bien con el ser. Las realidades que
existen, por no otra cosa que por su mera existencia, son buenas. Más aun:
son radicalmente buenas. Por eso, de modo contrario a Heidegger, en la
base de la ontología está ya la ética. Y esto por dos razones principales. La
primera de ellas porque, para el cristianismo, todo cuando tiene ser es crea-
ción de Dios. La segunda porque Dios ha hecho todo dotándolo —como
dice Sab 11, 20— de medida, número y peso. De Dios no puede proceder
sino el bien y, puesto que Dios es confesado como el creador del cielo y de
la tierra, nada habrá ni podrá haber en todo el cosmos que, procediendo de
Dios, sea, en su mismo ser, en su propia naturaleza, en su esencia, ontológi-
camente malo. Por eso me parece que, si bien es correcto señalar el carácter
respectivo del mal, en cuanto no sustantividad autónoma sino siempre en
relación con una subjetividad —que no tiene que ser necesariamente hu-
mana como enseguida veremos—, no creo que haya que sostener lo mismo
respecto del bien. No creo que el bien carezca de sustantividad propia, de
forma que se encuentre únicamente en el ámbito del juicio de valor. Si duda
que también el bien y los juicios que valoran algo positivamente implican
una relación a quien, efectivamente, los experimenta como tal. Sin embar-
go, no parece acertada la tesis que desvincula tanto el bien como el mal de
su anclaje ontológico convirtiendo a ambos, en perfecta simetría, en meros
términos valorativos que aluden a expectativas humanas sobre lo real. Esto
es cierto del mal, que es predicado; pero no del bien, que es sustantivo.
El bien coincide con el ser, porque el ser procede de Dios. La realidad no
es neutra, sino que está transida por la bondad radical de su condición de
criatura. Por eso me parece que hay que afirmar, como sostuvo Agustín,

220
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

que la naturaleza creada es radicalmente buena y que el mal —entiéndase


bien— «carece» de naturaleza.
Ahora bien, la bondad radical de lo creado no implica la inexistencia del
mal. El mal existe, por más que se le niegue tener «una naturaleza», como
sí la tienen las cosas que conforman el mundo. Si su ser no es: a) sobrena-
tural, ya que no es divino, pero tampoco es: b) la naturaleza, puesto que
ni él mismo tiene una naturaleza propia, ¿qué es, pues, el mal? La intuición
cristiana que Agustín sostendrá con firmeza frente a gnósticos y maniqueos
será que: c) el mal es voluntad. Ahora bien, una voluntad que, en su des-
obediencia, se hace culpable y muda la naturaleza en peor. A esto añadirá
Agustín que quienes, por generación, procedemos de esa naturaleza origi-
naria participamos, también, en aquella culpa. No obstante, estas afirmacio-
nes son muy problemáticas. No nos adentremos ahora en todo lo que esto
implica, porque, como es claro, el mal como voluntad dice relación directa
a la libertad del hombre, y ésta, en cuanto tal, supera la dimensión caótica
de la antropología teológica («cosmos» versus «caos») —ámbito propio de
esta tesis— para situarnos en su dimensión dramática. Queda insinuado,
pues, el problema del pecado original que sólo se comprenderá en sus jus-
tos términos si, antes de abordarlo directamente, se clarifica todo lo relativo
al mal cósmico que estamos tratando.

2. El «caos» de la creación

¿Por qué en el mundo creado bueno por Dios hay, sin embargo, mal?
¿Por qué está presente ese mal que es previo a —o, por lo menos, indepen-
diente de— la actuación libre del hombre? A ese mal, se le llama, utilizando
la terminología de Leibniz, «mal físico». Son males físicos la enfermedad del
neonato o la catástrofe natural. El mal físico es la manifestación de lo que
no debería ser en dimensiones de lo real en las que no impera la libertad
humana. El dolor, el sufrimiento y la muerte que producen los males físicos
repugnan a un sano entendimiento y a una sana sensibilidad. Todas las
descripciones míticas de un paraíso primordial lo excluyen de forma clara y
tajante. Las formas de vida orgánica no humanas también experimentan el
dolor, el sufrimiento y la muerte. No son, claro está, experiencias humanas
del mal físico, pero sí son experiencias reales, en su nivel y dimensión, de
dolor, sufrimiento y muerte. Que se pueda pensar que la agonía de la ga-
cela en las fauces del león no es un mal, sólo puede comprenderse desde
el punto de vista del león. Lo que se pone de manifiesto, pues, no es la
inexistencia del mal en la depredación, sino, como venimos afirmando, su
carácter valorativo o relacional. El mal siempre es mal para algo o para
alguien, lo que no excluye, como ya hemos dicho, que también pueda ser
bueno para otro. Lo que de aquí resulta claro es la ambigüedad de lo real.

221
LA LÓGICA DE LA FE

Ambigüedad incompatible con la felicidad máxima y perfecta que sueñan


los mitos del inicio primordial en los que nada está privado del bien máxi-
mo. El león y la gacela pacen juntos en ellos. La vida propia no necesita de
la muerte ajena para subsistir. Esta simple constatación excluye ya, desde
ahora, dos posibilidades antagónicas respecto de la dimensión cósmica de
la creación: el inocente angelismo creatural y el negativo demonismo crea-
tural. No, la creación de Dios no es ni angélica ni demoníaca, no transcurre
en la luminosidad perfecta del bien, ni en la oscuridad absoluta de su ne-
gación, sino en el claroscuro de la historia donde lo creado vive en tierras
de penumbra. El universo creado por Dios no es ni un cosmos que carezca
de caos, ni un caos informe contrario a toda belleza y orden. Es criatura y,
como tal, enraizada en el Bien que es Dios, pero distinta de Él.
Profundicemos en esta sencilla intuición mirando, nuevamente, al De
natura boni de Agustín. En él nos encontramos, respecto del mal físico, una
importante afirmación que no conviene rechazar a la ligera. Para Agustín
el mal en la creación no es sino corrupción: «el mal no es otra cosa que la
corrupción de la medida, de la belleza y del orden naturales. La naturaleza
mala es, pues, aquella que está corrompida, porque la que no está corrom-
pida es buena. Pero, aun así corrompida, es buena en cuanto es naturaleza;
en cuanto que está corrompida, es mala» (IV, 874). Esta consideración es
aplicable, para Agustín, a toda realidad creada, porque toda realidad creada,
o bien es espíritu, o bien es materia. Y tanto lo espiritual como lo material
pueden corromperse. Por eso decía antes que el carácter respectivo del mal
implica una referencia a una «subjetividad» que, en sentido amplio, también
puede ser infrahumana. Un animal o un fruto silvestre también experimen-
tan la amenaza y la realidad de la corrupción como realidad parasitaria que
fagocita su participación en el ser. Esta curiosa forma de existencia —la
existencia parasitaria del mal— es, en efecto, propia de toda corrupción,
a saber: sólo se da de forma secundaria en cuanto que degenera un bien
previo. Con la degeneración total y absoluta del bien corrompido, el bien
resulta aniquilado y, con él, la misma corrupción. Muerto el perro se acabó
la rabia. Por ello, la tesis agustiniana que sostiene que el mal es corruptio o
privatio boni no niega su existencia, pero la cualifica enteramente haciendo
de ella algo siempre advenedizo.
Ahora bien, ¿por qué hay corrupción o privación de bien en una realidad
creada radicalmente buena por Dios? Esta pregunta —más allá, ahora, de
la vinculación con la ontología neoplatónica que tiene el pensamiento de
Agustín— es la misma que hoy se plantea el pensamiento moderno si bien
en términos distintos: ¿Por qué hay «mal físico» en un mundo natural creado
por la omnipotencia de Dios? (Leibniz). ¿Por qué hay catástrofes naturales
que causan dolor, sufrimiento y muerte? (Torres Queiruga) ¿Por qué la exis-
tencia del universo está amenazada por el aumento cósmico de la entropía?

222
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

(Pannenberg). Agustín nos pone en la línea de la intuición correcta: en la


creación hay corrupción (mal físico, entropía, catástrofe) porque la creación
no es Dios. En la condición de criatura, como su reverso oscuro, como
su tragedia larvada, está dada la última condición de posibilidad del mal
cósmico. Es decir, de aquella realidad parasitaria del bien que corrompe la
vida, erosiona sus raíces, trastoca sus expectativas y arruina su futuro. Y
esto, en todas las dimensiones de la existencia: así en la inorgánica como
en la orgánica; en la vegetal como en la animal. En el fondo, la intuición
es sencilla: «todas las naturalezas corruptibles no serían enteramente natu-
ralezas si no fuesen desde Dios, ni serían corruptibles si fuesen como Él,
porque entonces serían lo que Él mismo es» (De natura boni, X, 878). En el
texto de Agustín hay una diferencia esencial —no fácil de traducir en cas-
tellano— entre lo que procede de Dios y es distinto de Él, de aquello que
procede de Dios, pero es Él mismo. Agustín nombra ese primer proceder
con la expresión ex ipso y el segundo con la expresión de ipso (cfr. XXVII,
893). En otros lugares, como en breve veremos, distinguirá entre «ab illo» y
«de illo» con idéntico significado. Esta distinción se encuentra en estrecha
relación con su concepción de la creatio ex nihilo y, también, con su cristo-
logía antiarriana. Veamos brevemente qué significa todo esto y en qué nos
aclara el problema del mal cósmico.
¿Por qué hay mal en el cosmos creado por Dios? Agustín responde:
porque la creación procede de Él (ex ipso) pero no es Él, de manera que,
teniendo en Dios su único origen, Dios ha hecho todo cuanto existe ex ni-
hilo. Ya hemos visto que la fórmula ex nihilo no sitúa al nihil como «lugar»
de origen de la creación. (Cosa que, dicho sea de paso, es completamente
absurda —una contraditio in terminis— de la cual Agustín se burla en Id.
XXV, 890-891). Lo que hace esta fórmula es subrayar la distancia cualitativa
absoluta entre el Creador y su criatura, afirmando, al mismo tiempo, su
vinculación, por cuanto que el ex nihilo va siempre precedido del término
creatio. Las cosas del mundo, el mundo mismo no es Dios porque, aunque
procede de Él (creatio), sin embargo, no es Él (ex nihilo), no comparte su
naturaleza, no es divino. El no ser divino de la creación es la condición de
posibilidad última de que lo creado pueda corromperse y, por lo tanto, de
que en él exista el mal. Agustín lo dice con claridad meridiana: «Dios es
el supremo bien, sobre el cual no hay otro: es el bien inmutable y, por lo
tanto, verdaderamente eterno y verdaderamente inmortal. Todas las demás
cosas buenas no son sino por Él (ab illo), pero no de Él (de illo). Puesto
que lo que es de Él (de illo) no es sino Él mismo. En cambio, lo que es por
Él (ab illo) son todas las cosas hechas que no son Él. Puesto que sólo Él es
inmutable, todas las cosas que hizo, porque las hizo de la nada (ex nihilo),
son mudables» (Id., I, 871). En esta mutabilidad de la criatura hecha de la
nada anida la posibilidad de su depravación. Si lo creado, procediendo de

223
LA LÓGICA DE LA FE

Dios, no fuese ex ipso, es decir, ex nihilo, sino de ipso, sería de su misma


naturaleza y, en consecuencia, sería Dios mismo. Si así fuese, la creación
estaría absolutamente exenta de mal, como Dios mismo lo está. Ahora bien,
no sería creación. La procedencia de ipso es lo que Agustín dice que hay
que afirmar, no de la creación, sino respecto del Hijo eterno del Padre.
Jesucristo procede de Dios, pero no como lo creado, sino siendo él mismo
Dios. Por eso su procedencia es según su misma naturaleza y no, como en
el caso de toda la creación, únicamente según su voluntad. Contra Arrio,
Agustín sostendrá que el Hijo no es creado de la nada, sino que procede de
Dios y es, él mismo, Dios.
Se verá, ahora, con más claridad la riqueza de la sencilla intuición agus-
tiniana. En el cosmos hay caos, degeneración, enfermedad y muerte porque
lo creado no es divino, sino distinto de Dios. Qué lugar ocupe aquí y que
papel juegue la libertad humana en la concepción agustiniana será estudia-
do en la próxima tesis. Por el momento quede sentada esta clarificadora
idea: la condición de criatura es, por ser criatura, ambigua. Es buena por
ser creación de Dios. Pero en ella, por ser criatura, se da el mal como una
afección privativa, porque, siendo buena, no es perfecta. Sólo Dios es per-
fecto. Sólo Dios es el Absoluto. Sólo Dios carece de mal y de su condición
de posibilidad. La creación, por el contrario, procede del Absoluto, pero al
no ser ella misma absoluta, tiene ante sí la amenaza constante del «no-ser»,
que en los males concretos se traduce siempre en lo que «no-debería-ser».
Así pues, con lo dicho, creo que se ha hecho patente que el mal tiene
una dimensión cósmica más allá de su dimensión personal. Aquí hemos lla-
mado «caótica» a la dimensión cósmica del mal. Llamaremos «drama» al mal
que tiene que ver directa y explícitamente con la libertad del hombre. No
obstante, es importante constatar que ambas dimensiones no han de verse
como absolutamente separadas, porque lo cierto es que es en ese reverso
de la condición de criatura que estamos viendo —de toda criatura— donde
se encuentra la raíz última de la condición de posibilidad, tanto del mal
físico como del mal moral.
En efecto, el mal en el mundo supone un carácter trágico que adquiere
dimensiones cósmicas, porque no existe realidad que no tenga que vérselas
con esta limitación estructural de toda criatura. Nunca se insistirá lo sufi-
ciente en que esta afirmación no hace malo a lo creado, sino bueno, pero
no perfecto. La dimensión caótica de la antropología teológica se ocupa
de la misma realidad que su dimensión cósmica —a saber: de todo cuanto
existe en alteridad con Dios— solo que ahora se lo contempla mirando sus
amplias —amplísimas— zonas de sombra. Este es el lado oscuro del uni-
verso: el lugar de lo creado en el que no parece brillar la luz del Creador.
Ahora bien, maticemos: el lado oscuro del universo no es un ámbito al lado
de otro ámbito exento de mal. La oscuridad de la creación es penumbra,

224
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

es sombra, no es oscuridad absoluta. Y la penumbra afecta a toda la crea-


ción, porque toda ella se mueve en la gama de colores tamizados por el
contraste del claroscuro. El lado oscuro de lo creado no ha de entenderse,
pues, como la contraposición de una luz rutilante con una oscuridad total,
como si hubiese en lo creado realidades absolutamente buenas sin sombra
de mal y como si, por el contrario, hubiese también en ella realidades abso-
lutamente malas sin el más mínimo destello del bien. La creación es pábilo
vacilante, claroscuro indeciso, no es ni oscuridad abisal ni zarza ardiente.

3. Los presupuestos: omnipotencia y perfección

Para el cristianismo Dios es el más firme e inquebrantable enemigo del


mal en todas sus formas y manifestaciones, puesto que el cristianismo no
sólo predica la salvación del hombre, sino también la de toda la creación.
Todo lo antedicho en la teología de la creación ha de ser recuperado en
este momento a fin de esbozar, de la forma menos inadecuada posible, la
actitud que Dios pueda tener respecto del caos que amenaza y lesiona su
creación. Si Dios ha creado libremente y por la única iniciativa de su amor
absoluto el universo que habitamos, nadie más que Él puede desear la ple-
nitud de lo creado en su más perfecta realización.
La presencia ubicua del mal físico parece desmentir esta afirmación cen-
tral de la fe. Las preguntas que inquieren a Dios sobre la permisión del
mal o sobre la falta de adecuación entre este mundo y el paraíso soñado,
descansan sobre unos presupuestos que han de ser cuidadosamente exa-
minados antes de admitir la pertinencia propia de la pregunta. ¿Cuáles son
estos presupuestos? Torres Queiruga los ha identificado con precisión. Son
fundamentalmente dos: 1) la posibilidad y la realidad de un mundo creado
perfecto; 2) el concepto de la omnipotencia divina. Se los percibe a pleno
rendimiento en preguntas como ésta: ¿por qué Dios, siendo omnipotente,
no ha creado un mundo sin mal? Los dos presupuestos están íntimamente
relacionados, por eso aquí, los examinaremos en su mutua conexión.
Digamos, antes de nada, qué es un mundo perfecto. Un mundo perfecto
es el paraíso que, habitando —querámoslo o no— nuestro más profundo
mundo interior, es también proyectado fuera de nosotros, hacia el pasado
más remoto en los mitos del origen, o hacia el futuro último en cualquier
tipo de utopía. Es un mundo sin mal, sin ningún tipo de mal, en el que
reina la felicidad absoluta y la armonía es universal. En él no hay dolor, ni
sufrimiento, ni muerte, ni violencia, ni mentira, ni traición. Las relaciones
son transparentes y la naturaleza es pacífica. La palabra es siempre amable
y la fuerza sólo es constructiva. Las montañas se yerguen con la delicadeza
con la que crecen las flores. No hay ni cazador, ni depredador, ni presa. Los
frutos de la naturaleza son abundantes y enjundiosos de forma que ellos

225
LA LÓGICA DE LA FE

mismos bastan para saciar el hambre y los deseos de todas las criaturas.
Esos frutos son obsequios espontáneos de un jardín que el hombre no ne-
cesita trabajar con el sudor de su frente. El dolor no es peaje necesario del
alumbramiento. La vida engendra vida de forma suave y tranquila. El agua
de los ríos es mansa, clara y limpia. El mar no amenaza ni se enfada. El
bien es el único señor del ser. No hay, pues, ni corrupción ni ambigüedad.
No hay distancia entre lo que es y lo que debe ser. El tiempo transcurre sin
erosión y el espacio no ofrece resistencia a lo creado. El ocaso de la tarde
no trae el frío y la inseguridad de la noche, sino la cálida y protectora com-
pañía de un Dios que pasea junto al hombre.
En un mundo perfecto no hay mal y todos nos preguntamos alguna vez,
por qué Dios no ha creado así el mundo que habitamos. La psicología pro-
funda nos ha enseñado que, en muchas ocasiones, nuestros deseos infantiles
nos juegan malas pasadas. El mundo perfecto es el oasis que estimula (o
confunde) a quien vaga perdido y desesperado en el desierto. Ahora bien,
es un espejismo de la imaginación que, contra toda apariencia, no resiste el
rigor del concepto. Pensémoslo sólo un instante recordando todo lo dicho en
la teología de la creación: el universo creado es, en cuanto creado, distinto
de Dios. Sólo Dios es perfecto. «Mundo perfecto», si el mundo es creado, no
es sino una contradicción en los términos. Es un concepto vacío que sólo
tiene apariencia de realidad. Pensemos, p. e., en el concepto de «el mayor de
los números pares». Intentaremos pensar en un número hasta que caigamos
en la cuenta de que, sea cual sea el número pensado, sólo tendremos que
sumarle dos para invalidar nuestro resultado. Y así ilimitadamente, de forma
que «el mayor de los números pares» se nos muestra como lo que es: un con-
cepto deslizante carente de referente, un concepto vacío. Lo mismo sucede,
por ejemplo, con «cuadrado redondo» o «hierro de agua». Un mundo creado,
pues, no puede ser perfecto, porque su propia naturaleza (ex ipso, no de
ipso) lo prohíbe. Del mundo perfecto podríamos decir lo que Platón dice de
la belleza perfecta en un fragmento del Banquete: «belleza eterna increada e
imperecible, exenta de aumento y disminución, belleza que no es bella en tal
parte y fea en cual otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo
una relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para
éstos y fea para aquéllos; belleza que no tiene nada de sensible como el sem-
blante o las manos, y nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta
ciencia; que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal,
por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna
y absolutamente por sí misma y en sí misma». Belleza divina, podríamos decir,
ya que la superación completa de toda ambigüedad no es propia de nada
de este mundo. La finitud, la limitación, el carácter condicionado de toda
existencia espacio temporal son características intrínsecas de lo distinto de

226
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

Dios sin las cuales, en consecuencia, es imposible (o contradictorio) pensar


la creación (cfr. A. Torres Queiruga, Repensar el mal).
¿Qué decir, entonces, de la omnipotencia de Dios? ¿No significa negar
su omnipotencia el afirmar que Dios «no puede» crear un «mundo-perfecto»?
Pues no. Escuchemos de nuevo a Agustín: «Tampoco queda disminuido el
poder de Dios cuando afirmamos que no puede morir o equivocarse. Cier-
to que no lo puede, pero si lo pudiese su poder sería, naturalmente, más
reducido. Así que está muy bien que llamemos Omnipotente a quien no
puede morir ni equivocarse. La omnipotencia se muestra en hacer lo que
se quiere, no en sufrir lo que no se quiere. Si esto tuviera lugar, jamás sería
omnipotente. De ahí que algunas cosas no le son posibles, precisamente
por ser omnipotente» (San Agustín, De Civitate Dei, I, V,10,1; PL 41). La
omnipotencia de Dios no se ve menguada, pues, por la capacidad humana
de proferir un concepto vacío como «mundo-perfecto». Dios es el creador,
bueno y todopoderoso, del universo que habitamos, pero el hecho mismo
de ser el universo criatura de su Señor implica que, inevitablemente, ani-
de en él, como su lado oscuro, como su posibilidad siempre detestable,
la realidad de un mal que, pese a todas las apariencias, ni es absoluto, ni
puede serlo. La pregunta fundamental deja de ser aquella que presupone
desacertadamente que Dios podría hacer «algo» —«mundo-perfecto» que,
en realidad, es «nada»— para plantear el verdadero interrogante: siendo la
condición de criatura inevitablemente ambigua en su realización finita ¿por
qué Dios la ha creado a pesar de todo?

4. Dios en Cristo contra el mal

El sentido último de la creación se expresa, para el cristianismo, en lo


acontecido en Jesucristo. La vida de Jesús —toda su vida— pero, en concreto,
su pasión, muerte y resurrección, son un testimonio sin igual del combate
que el Dios creador ha entablado contra el mal en todas sus manifestaciones.
En las próximas tesis sobre la gracia diremos algo sobre el modo concreto en
el que quien es incorporado a Cristo afronta la realidad del mal en su propia
biografía. Ahora sólo podemos señalar algunos aspectos de cómo Dios com-
bate el mal de la creación desde lo que en Jesucristo acontece.
Las acciones taumatúrgicas de Jesús han sido leídas por la tradición
como victorias del «cosmos» sobre el «caos». Con la resonancia veterotesta-
mentaria de la palabra creadora de Yahveh y actualizando la tradición de
las acciones simbólicas de los profetas, Jesucristo, con sus palabras y obras,
cura enfermedades; reintegra la identidad individual y la pertenencia social
de los que vivían escindidos de sí y separados del pueblo por el quebranto
de los demonios; vivifica a quienes habían sucumbido ante el poder de la
muerte; y es recordado como aquel que tiene poder sobre el mar embrave-

227
LA LÓGICA DE LA FE

cido y, en definitiva, sobre todos los «elementos» de este mundo. Jesucristo


es «Señor» significa que nada ni nadie, en todo el orbe, puede mostrar un
perfil biográfico más adecuado a la suprema majestad del único Dios crea-
dor y salvador de este mundo. No es el César, ni el Sumo Sacerdote quienes
detentan el verdadero y auténtico poder. No está en ellos la presencia de la
divinidad, digan lo que digan cuantas inscripciones aparezcan dispersas por
todo el imperio. La ansiada «paz», el «orden», la vida digna de ser vivida, no
es la que trae consigo el divino Augusto. La «pax romana» es vanidad, ceniza
tras el fuego y silencio tras la muerte. Es el señorío de las fuerzas de este
mundo. El emperador permite el culto del templo porque de Él recauda
dinero. El verdadero templo de Dios es el cuerpo de Cristo que resucitará
al tercer día. La cruz es el tránsito inevitable en el cual se manifiesta el ver-
dadero perfil del señorío de Cristo: quien verdaderamente gana es aquel a
quien el mundo contempla vencido. El mal es derrotado cuando se jacta de
su victoria. La fuerza del amor parece impotente ante la fuerza de la violen-
cia. Sin embargo, la violencia es aniquilada cuando quien la experimenta
consigue sustraerse a su poder negándose no sólo a reproducirla, sino tam-
bién a desear su reproducción. Esto sería la venganza o el deseo de ella.
Jesucristo encarna el poder del perdón a quienes lo matan y, por tanto, el
amor a quienes, siendo en verdad prójimos, son de hecho enemigos. Y él
muere perdonando a sus enemigos.
El mal de este mundo inunda toda la creación, porque nada hay en lo
creado que no esté sometido al imperio de la caducidad que de modo tan
aciago experimentó Qohelet. Pablo nos habla en los mismos términos que
aquí hemos utilizado cuando dice del estado actual de la creación: «la crea-
ción fue sometida a la vanidad, no por su propia voluntad, sino en razón de
quien la ha sometido, en esperanza. Por tanto, también la propia creación
será liberada de la esclavitud de la corrupción (thæς douleaς thæς fqoraæς)
para la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21). Los hijos
de Dios son los coherederos con Cristo. Aquellos que no pueden desoír los
dolores de parto con que gime toda la creación ante la inminencia del alum-
bramiento de unos cielos nuevos y una tierra nueva. Lo que importa —dice
Pablo en Gálatas— es la «nueva creación». De ella tenemos una esperanza
fundada en el signo por antonomasia: las primicias del Espíritu. La corrup-
ción que amenaza y erosiona a todo lo creado será definitivamente salvada
en la «pascua de la creación». No obstante, bajo el dominio del presente eón
no queda sino resistir hasta lo imposible la atracción y el encanto de los
poderes de este mundo, con la vista puesta siempre en Cristo, a fin de no
olvidar nunca que no todo vale cuando uno tiene que vérselas con el mal,
en cualquiera de sus manifestaciones.
Sobre este mal cósmico que inunda el mundo ha escrito W. Pannenberg:
«el futuro que los seres creados han de afrontar en el curso de su existencia

228
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

les ofrece un rostro ambivalente: por una parte, su conservación, formación


y consumación dependen de un futuro del que no disponen en absoluto o,
en todo caso, sólo controlan parcialmente; por otra parte, en cuanto seres
finitos, el futuro les supone una amenaza de destrucción o de pérdida de
la figura autónoma. Precisamente a causa de la autonomía creada —por la
separación que supone de su origen creador— las criaturas se hallan en-
tregadas al destino de la disolución de su figura» (Teología Sistemática, II,
104). Y un poco más adelante: «el sometimiento al poder de la corrupción
hay que remitirlo a la misma voluntad creadora de Dios» (Ibid.). De una
forma curiosa, pero sugerente, relacionará Pannenberg el texto de Rom 8,20
—al pensar a fondo el problema del mal cósmico— con el concepto de en-
tropía de la termodinámica actual: «La expresión de esta realidad podemos
encontrarla hoy en el principio termodinámico de una creciente entropía
que rige todos los procesos de la naturaleza, de una creciente e irreversible
transformación de otras formas de energía en calor, lo que equivale a una
tendencia, que se extiende a todos los procesos cósmicos, a la eliminación
de las diferencias de formas. (…). Más ilustrativa aún que la atribución del
inexorable paso del tiempo al crecimiento de la entropía es su aplicación al
problema del mal en el mundo en el sentido de Rom 8,20. Pero así, en ma-
nos del Creador y de su gobierno del mundo, este mal físico se convierte,
en todo caso, en medio de producción de nuevas realidades. El dominio del
principio de la entropía en los procesos de la naturaleza resulta, pues, am-
bivalente con respecto a sus efectos. En la medida en que se cuente como
mal, no podrá, sin embargo, considerarse consecuencia del pecado de los
hombres. Más bien forma parte del precio necesario para el nacimiento de
criaturas autónomas en el marco de un orden nómico natural que rige el
proceso global del universo» (Ibid., 104-105). Creo que no se puede decir
más claro. La entropía, como descripción física de un mal cósmico que no
es sino el impero de la corrupción, nos muestra la ambigüedad de todo lo
creado. No obstante, en lo acontecido en Cristo, Dios se ha revelado como
el primer y mejor adversario de todo aquello que pueda dañar o acabar con
su creación. Ahora bien, Dios asume el riesgo que implica la existencia de
su creación porque la fuerza de su amor es más poderosa que la fuerza del
pecado. Por lo menos, así lo cree y lo confiesa el cristianismo. En las tesis
sobre la gracia trataremos de explicarlo.

§ 15. La dimensión dramática de la antropología teológica se ocupa del


lado oscuro del ser humano. La fe cristiana sostiene que a través del cora-
zón del hombre irrumpe el pecado en el mundo, de tal manera que sólo el
amor de Dios manifestado en Cristo puede librar a toda la humanidad de la
fuerza inercial del pecado.

229
LA LÓGICA DE LA FE

1. El drama de la libertad: el lado oscuro del ser humano

La vida humana es drama porque en ella tiene la libertad un rol absolu-


tamente central. Pero, en cierto modo, también es algo más, porque no es
sencillo aceptar que la libertad humana tenga en sí la posibilidad del mal y
no pueda no tenerla. El hombre puede hacer o no el mal, pero no puede
dejar de tener su posibilidad siempre a mano. Karl Rahner llegó a hablar,
incluso, de la posibilidad del pecado como un existencial permanente en la
vida del hombre. La constitución finita de su libertad guarda en sí aquel re-
verso negativo en el que, quiéralo o no, anida la posibilidad del mal moral.
Por eso, el ejercicio de la libertad es dramático. Supone siempre una lucha
entre el bien y el mal.
No obstante, en el drama de la libertad humana asistimos no sólo a un
modo concreto de presentarse el mal, sino a su manifestación por antono-
masia. El mal moral es aquel que brota de nuestra libertad. Es el mal que-
rido, el realizado a sabiendas, por acción u omisión. Es el mal más persis-
tente y el más dañino. Para quien lo realiza, pero sobre todo para quien lo
padece. En él se percibe de forma terrible un rasgo decisivo de la antropo-
logía teológica: la destrucción de la co-humanidad. La libertad humana no
puede ser pensada de forma aislada. Ser hombre, ser libre significa siempre
ser-para, ser-con. De forma que sólo un idealismo absoluto puede pensar
al yo como principio sin principio, fuente y origen de toda realidad. Más
acertado parece descubrir al yo individual como aquello que, previamente
a pensarse a sí mismo, es pensado, es concebido, es gestado, y, finalmente,
es nacido. El adagio decisivo no sería el cartesiano cogito, ergo sum, sino
la reformulación de Franz Baader: cogitor, ergo sum. Soy pensado; de ahí
deriva mi existencia (cfr. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 212).
Por eso, la realización de nuestra libertad en la existencia no parte nunca
de un punto cero. Por eso, el hombre no puede ser pensado en un estado
puro de integridad sin conexión directa con su ser historia. Es en esta línea
en la que J. Ratzinger sitúa la reflexión sobre el pecado original: «el pecado
original no hay que buscarlo en cualquier forma de transmisión biológica
entre dos individuos que, de lo contrario, vivirían completamente aislados,
sino en esa red colectiva que precede a la existencia individual como an-
tecedente espiritual. Hablar de transmisión es afirmar que el hombre no
puede empezar su existencia en un punto cero, en un status integritatis,
sin relación alguna con la historia. Nadie se halla en un estadio inicial sin
relación alguna en el que uno pueda realizarse a sí mismo y desplegar sus
propias virtualidades» (Ibid., 214).
No obstante, la importancia innegable de la libertad que ahora desa-
rrollaremos no debiera hacernos olvidar lo afirmado en la tesis anterior: la
última condición de posibilidad del mal no afecta sólo a la libertad, sino a

230
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

toda la creación. Del mismo modo que veíamos en la GS 14 que «el hom-
bre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo
material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan
la voz para la libre alabanza del Creador», también, a través del hombre,
es posible percibir el alcance y la magnitud que tiene la presencia del mal
en todos los elementos del cosmos no humanos. Aquí tenemos expresada,
junto con la co-humanidad, la co-creaturalidad del hombre. Ahora bien, lo
que ahora debemos estudiar es el lado oscuro del ser humano, a saber: la
dimensión dramática de la antropología teológica.

2. El concepto de pecado

Para comprender adecuadamente el lado oscuro del ser humano debe-


mos detenernos, siquiera brevemente, en el término que tradicionalmente
lo ha nombrado: el concepto de pecado. ¿Qué es el pecado? El pecado,
en sentido estricto, es el término teológico que nombra el mal moral en
cuanto mal cometido o mal padecido (por cuanto que el que lo comete
también es víctima del pecado). Según el Diccionario teológico del Nuevo
Testamento «el concepto de pecado designa el múltiple fenómeno de los
yerros humanos, que llegan desde la más insignificante trasgresión de un
mandato hasta la ruina de toda la existencia. Esta situación la expresa de la
manera más profunda y amplia el grupo de palabras hamartía que designa
el obrar contra costumbres, leyes, hombres o dioses. Un campo especial
abarca el grupo de palabras adikía, que entronca con la vida judicial y que,
como concepto contrario a diké o dikaiosyne carga el acento en lo que va
contra el derecho y en las acciones que se oponen al mismo. Un aspecto
más amplio refleja el grupo de palabras parábasis, que se refiere ante todo
a la trasgresión de la ley. El término paráptoma, parapípto, caer, equivo-
carse, faltar, indica, en cambio, por lo general el desliz o la trasgresión cul-
pable» (DTNT, 314-315). Todas estas acepciones tienen en común un rasgo
decisivo para la caracterización adecuada del pecado. Todas subrayan que
«pecado», en sentido estricto, es siempre el pecado personal, a saber: la ac-
ción o la omisión de la libertad humana en relación con un precepto o con
la justicia. Nótese que, en este sentido, el pecado implica decisivamente la
libertad. De ahí brota el concepto de culpa, a saber: de un ejercicio de la
libertad que conlleva deliberación, decisión y responsabilidad. Puesto que
se trata de un término teológico, el concepto de «pecado» contiene intrínse-
camente la referencia a Dios. No se trata ni solo ni principalmente de una
referencia explícita y directa —como en el caso de la idolatría, la magia, o
la blasfemia (Ex 22,19; Lv 20,2; 24,11-16)— sino, más bien, de aquella re-
lación mediada por el trato con toda la creación y muy principalmente con
nuestro prójimo. Prov 14,31 señala lo primero lapidariamente: «Quien ultraja

231
LA LÓGICA DE LA FE

a la criatura ultraja al Creador». De igual forma, en Lc 10,30 —parábola del


samaritano conmovido— vemos narrado lo segundo. El pecado es pecado
porque daña al hombre y a su mundo. Por eso Dios lo rechaza. Las consi-
deraciones acerca de la vinculación entre el ser y el bien realizadas poco
ha, adquieren ahora toda su importancia, a fin de evitar una comprensión
nominalista del mal moral. No: el pecado no es el incumplimiento de un
mandato divino o de una prescripción religiosa que, siendo esa, podría ser
otra. Es el atentado contra el bien creado por parte de la libertad humana.
Porque corrompe y destruye al hombre y al mundo es por lo que Dios lo
odia. Recordemos, si no, Lc 15,11ss: he ahí el malogramiento propio de un
hijo inmaduro y derrochador como principal ejemplo, no sólo del pecado
del hombre, sino, sobre todo, de un amor dolido de Dios que no desea
más que la enmienda y el regreso de su hijo amado. Por eso, el pecado es
pecado. Por ser la realización ante Dios del mal moral. Por eso el pecado
no es sólo —aunque también— mal cometido, sino incluso, mal padecido,
ya que cometer el mal implica ser afectado, degradado, corrompido por
él. De hecho, toda realización de la libertad finita implica el riesgo de un
mal que no conduce sino a la autodestrucción. En consecuencia, se puede
decir que el «pecado», en sentido estricto, irrumpe en el mundo a través del
corazón del hombre.
Puesto que se trata de la libertad puede parecer redundante afirmar que
esto sucede en la historia. Pero no lo es. Frente a concepciones órficas,
gnósticas o incluso origenistas, el cristianismo nunca ha aceptado de buen
grado consideraciones especulativas que postulen realizaciones transhistó-
ricas de la libertad, como si la realización del mal pudiera trascender los
límites espacio temporales de la creación de Dios para asomarse, de cual-
quier forma que sea, a su eternidad. El cristianismo piensa el mal como una
realidad que dice relación a este lado de la creación, es decir, a lo distinto
de Dios en la horizontalidad del tiempo y del espacio. Por eso el discurso
teológico sobre el pecado apela a una experiencia universal que es válida
para todo hombre en cualquier momento de la historia en el que se ubique.
Sin embargo, es igualmente necesario señalar que la ubicación del pecado
en la historia no ha de ser confundida con aquella interpretación historicista
del pecado original que reduce lo esencial de su significado a ser, mera-
mente, «un pecado cometido en el inicio de la historia». Como si el relato
genesíaco fuese el reportaje historiográfico de lo acontecido en el alba de la
humanidad (cfr. K. Rahner, CFF, 144-145). El pecado acontece en la historia
porque es en la historia donde el hombre vive. Ahora bien, la teología del
pecado original no fue pensada para proporcionar información sobre ese
pasado más remoto del que hoy se ocupa la paleoantropología. La esencia
del dogma del pecado original se juega en el ámbito de lo protológico (y,
por tanto, en relación dialéctica con lo escatológico) no, desde luego, en el

232
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

de la arqueología. A esto hay que añadir, además, que «pecado original» no


es pecado en sentido estricto, sino pecado en sentido análogo. Es decir, se
trata de un uso legítimo del término pecado, como realidad que se opone
al amor de Dios y al bien de su creación, pero aludiendo explícitamente a
una situación recibida, a un estado de cosas no dispuesto por el que en él
se encuentra. El CEC, nº 404, lo dice con claridad: «el pecado original es lla-
mado ‘pecado’ de manera análoga: es un pecado ‘contraído’, ‘no cometido’,
un estado y no un acto». Veamos, pues, qué significa exactamente, este uso
analógico del término «pecado».

3. La experiencia de ruptura

Lo primero que significa la afirmación antedicha es que la teología del


pecado original no se encuentra, ni se puede encontrar en conflicto con las
investigaciones científicas sobre el origen del hombre. En ella no se trata de
afirmaciones cronológicas relativas al pasado horizontal que tenemos tras
nosotros. Se trata, más bien, de una sola afirmación teológica que incluye
a toda la historia y que, más que como preámbulo prehistórico, ha de ser
concebida como corolario cristológico. Esto quiere decir que la doctrina del
pecado original no es una descripción neutra de un acontecimiento o de un
determinado estado de cosas. Es la interpretación teológica de una situación
que revela toda su profundidad y toda su universalidad en el encuentro con
el kerygma. La teología del pecado original no puede ser separada de la
afirmación que sostiene y proclama que el amor de Dios a toda su creación
se expresa de forma definitiva e insuperable en lo acontecido en Cristo. Lo
que nos dice la doctrina del pecado original es que toda la creación —y, en
particular, el hombre— tiene una necesidad básica, que es radical y univer-
sal, de ser alcanzado por el amor de Dios para poder superar la fuerza iner-
cial de un mal que lo somete y lo destruye. La teología del pecado original
afirma que ningún hombre puede salvarse a sí mismo, porque la salvación
no se conquista, sino que se recibe. El único amor incondicional —sin som-
bra de interés o mezquindad— el único amor tan profundo y radical como
para ser capaz transformar nuestra existencia es el amor de Dios. Sin él, es
decir, excluidos por propia voluntad de su alcance, o por propia sordera, o
por nuestra propia superficialidad, estamos de tal forma atados a nosotros
mismos que no hay forma de que podamos alcanzar aquello a lo que todos
aspiramos. Por eso experimentamos una rotura interna que nos duele y no
sabemos como sanar. Esta experiencia de ruptura es universal, aun cuando
no sea interpretada por todos a la manera del cristianismo. Sin embargo,
el cristianismo tiene la pretensión de que, gracias a la Revelación, «tanto la
sublime vocación como la profunda miseria que los hombres experimentan
encuentran su razón última» (GS 13).

233
LA LÓGICA DE LA FE

En efecto, en GS 13 podemos leer: «el hombre, al examinar su corazón,


se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no
pueden proceder de su Creador, que es bueno. (…) De ahí que el hombre
está dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colecti-
va, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal,
entre la luz y las tinieblas. Además, el hombre se encuentra hasta tal punto
incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada
uno se siente como atado con cadenas». De esta misma experiencia de di-
visión interior nos habla Pablo en Rom 7,15ss: «no me explico lo que hago,
pues no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. (…) En efecto, querer
el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago
el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». Y no otra, a mi
modo de ver, es la verdad más universal que se encuentra en la experiencia
de Agustín y, también, en el relato genesíaco del jardín. El cristianismo nos
dice que todo hombre nace marcado por una experiencia semejante a ésta:
tiene ante sí un bien que, sin embargo, no hace, y realiza un mal que, en
cambio, acabará aborreciendo. Y este desequilibrio que nos inclina al mal
es posible percibirlo desde el nacimiento. Ahora bien, lo central de esta afir-
mación para el cristianismo gira, siempre, en torno a Cristo: «Pero el mismo
Señor vino para liberar y fortalecer al hombre, renovándolo interiormente
y arrojando fuera al príncipe de este mundo (cfr. Jn 12, 31), que lo retenía
en la esclavitud del pecado. Pues el pecado disminuye al hombre mismo
impidiéndole la consecución de su propia plenitud» (GS 13). La teología del
pecado original escindida del kerygma cristológico tiene el riesgo de pro-
vocar lo contrario de lo que pretende. Unida a la soteriología neotestamen-
taria es una prueba de realismo cristiano que nos invita a abrirnos al amor
salvador de Dios. Ese realismo que reconoce que ni la fe en el progreso,
ni la confianza en la sola libertad humana pueden llevar a la salvación de
todo cuanto existe. La ambigüedad de lo creado, que se manifiesta en la
falla entre lo que es y lo que debiera ser, no se supera hacia delante con
revoluciones políticas o con rigorismos morales. La experiencia nos mues-
tra que el hombre está incapacitado para querer y realizar, siempre y en
todo momento, aquello que considera como bueno y justo. No sabemos
exactamente por qué, pero todos intuimos con facilidad que no somos, por
ahora, lo que efectivamente estamos llamados a ser. Aislada del amor de
Dios manifestado en Cristo, o mal conectada con él, la teología del pecado
original puede ser fuente de un pesimismo antropológico que culpabiliza
al hombre de generación en generación y que, de rechazo, no transparenta
adecuadamente la centralidad del amor universal de Dios a su creación.
Este es un peligro que hay que evitar.

234
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

4. El porqué de la escisión íntima

Profundicemos un poco más en esa escisión interna que, según GS 13,


todo hombre experimenta en su interior. El hombre está obligado a actuar,
porque consiste en ser libertad. No puede no realizarse, porque su eventual
negativa es ya una realización. M. Blondel lo expresa admirablemente: «¿Si
o no? ¿Tiene la vida humana un sentido y el hombre un destino? Yo actúo,
pero sin saber siquiera en qué consiste la acción, sin haber deseado vivir,
sin conocer exactamente ni quién soy, ni siquiera si soy. Oigo decir que
esta apariencia de ser que se agita en mí, que estas acciones leves y fuga-
ces como sombras llevan en sí un peso eterno de responsabilidad, y que
no puedo comprar la nada ni siquiera a precio de sangre, porque para mí
la nada ya no existe. ¡Estaría entonces condenado a la vida, condenado a
la muerte, condenado a la eternidad! Pero ¿cómo y con qué derecho pue-
de ser así, si yo ni lo he sabido ni lo he querido? (La acción, 3). Blondel
muestra con maestría sin igual que la condición humana está transida por
un desajuste estructural, por una inadecuación radical entre una sed de infi-
nito que nada finito puede colmar y nuestra propia condición limitada que
busca en lo que la circunda el fin de dicha sed. La dialéctica de la voluntad
que quiere y la voluntad querida es la huella de una fractura, la marca de
una «escisión íntima» que nos indica que nuestra libertad no es una facultad
neutra ante posibilidades equidistantes. Es, más bien, todo nuestro yo, en
cuanto dado a sí mismo, en su continuo e inevitable proceso de realización.
Lo dramático es que en este proceso de constitución de nuestro yo hay
—a pesar de la bondad creatural— un fuerte desequilibrio en la realización
de las posibilidades que se le ofrecen al hombre, de tal manera que éste
tiende más fácilmente hacia aquellas que desembocan en su frustración, y
más difícilmente hacia aquellas que le llevan a su verdadera realización.
Este desequilibrio no puede deberse a que el mal tenga una mayor fuerza
que el bien en la totalidad de lo creado, ni siquiera en nuestra voluntad.
De ser así no podríamos rechazar la tesis maniquea. Por eso, creo acertado
conjeturar que se debe, más bien, a dos factores: a) la primacía natural del
yo autocentrado; b) el carácter absoluto de los trascendentales y la inma-
nencia del mal.
a) W. Pannenberg ha reflexionado muy acertadamente sobre la condi-
ción autocentrada de todo ser creado. Esto es especialmente importante en
el caso del hombre. Todo hombre, desde su más tierna infancia, está incli-
nado a pensar que la reducción a su propio yo de todo cuanto lo rodea —y
de todos quienes le rodean— es la forma más directa y evidente de con-
seguir el fin último de la vida: la felicidad, la plenitud, la consumación. La
fuerza de la inmanencia de los procesos intramundanos tiende a hacer que
el emerger de las dinámicas excéntricas sea realmente duro y dificultoso.

235
LA LÓGICA DE LA FE

Él mismo lo dice con claridad: «La escisión fundamental de la forma de la


existencia humana consiste en que la tensión entre la forma central de or-
ganización y excentricidad está ya siempre resuelta a favor de la primera, a
favor de la instancia central que es el yo, en vez de, a la inversa, haberse re-
suelto por superación del yo en la realización de su destino verdadero, que
es su destino excéntrico» (Antropología en perspectiva teológica, 131-132).
El progresivo reconocimiento de la alteridad; el descubrimiento del prójimo
como compañero y no como competidor enemigo; el desvelamiento de la
verdadera dinámica del amor; el aprendizaje de la lógica de la gratuidad;
el valor del sacrificio; la difícil práctica de la caridad; el auténtico significa-
do del martirio; el amor a Dios sobre todas las cosas; etc., son todas ellas
realidades que cuesta toda una vida aprender e integrar —en el feliz caso
de que finalmente se aprendan— justamente, porque, en su tendencia ex-
céntrica, nos llevan más allá de nosotros mismos y, literalmente, nos sacan
de nuestro yo más primario y más egoísta. Los niños no nacen aprendidos,
sino centrados en sí mismos de la forma más inmediata y natural. Y esto es
algo que nos afecta universalmente a todos desde nuestro mismo nacimien-
to. «Cabe decir que todo hombre se halla ya determinado, en la estructura
de su existencia que le viene dada, por la centralidad de su yo. Cada uno
se vive en tanto que centro de su mundo (…). Esto evidencia lo profunda-
mente anclada que está la egocentricidad en nuestra organización natural,
en nuestra percepción corpórea. En modo alguno aparece por vez primera
en la esfera de los modos de la conducta moral, sino que determina ya toda
nuestra manera de vivir nuestro mundo. Si esta referencia al yo, en tanto
que amor sui, constituye el núcleo esencial del pecado, del automalogra-
miento del hombre, entonces es que el pecado no es sólo ni primeramente
algo moral, sino que se halla estrechamente entretejido con los condiciona-
mientos naturales de nuestra existencia» (W. Pannenberg, ibid, 133).
La inclinación al mal no es, pues, tan fuerte en la criatura autocentrada
porque el mal sea más poderoso que el bien, sino porque es más inmedia-
to, más obvio, más evidente, más cómodo y sencillo, en el bienestar que
nos promete, que la dinámica del amor y de la gracia. Y en cuanto posibili-
dad y tendencia está profundamente insertado en nuestro ser de criatura. Lo
cual nos muestra también su limitación y necedad. La bondad de la creación
es, paradójicamente, la condición de posibilidad del mal, porque, si bien
la creación es buena, también es cierto que no es perfecta. En ese rasgo
de la existencia, en esa ausencia de perfección que sólo de Dios —el Bien
Absoluto— puede ser predicada, es dónde, a mi modo de ver, radica la más
originaria posibilidad del mal. Por eso, «si es correcto el análisis agustiniano
del pecado como amor sui desenfrenado y concupiscente, entonces la vida
del hombre está ya siempre marcada en sus comienzos naturales por la
estructura de tal pecaminosidad. La configuración más temprana del yo, el

236
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

yo-placer narcisista en el sentido de Freud, se corresponde ya con el homo


incurvatus in se, con el amor sui de la tradición teológica, que aparece
primitivamente en el pecado humano de un modo sólo implícito, ence-
rrado en el interior de la concupiscencia. Aunque sea el hombre en este
sentido pecador por naturaleza, no por ello es su naturaleza de hombre
pecaminosa» (W. Pannenberg, ibid, 134). ¿Qué es la concupiscencia? Es la
discordia interior que nos desequilibra y nos convierte en centro absoluto
de una existencia clausurada en sí misma, sin capacidad para una alteridad
auténtica y privada de la transparencia de lo divino. La concupiscencia
es nuestro yo errático, aquel que nos hace incapaz de realizar lo que, sin
embargo, consideramos el bien máximo. Es también esa experiencia de la
dispersión espiritual y existencial de nuestro deseo: nuestra inclinación ser-
vil y jadeante ante cualesquiera realidades que atraigan nuestra inconstante
y volátil atención, de forma que nuestra voluntad, pese a divisar el término
bienaventurado de su más noble y genuino deseo, se pierde por los sen-
deros de un bosque plagado de atractivos reclamos. La concupiscencia nos
impide salir de sí atándonos, una y otra vez, a nosotros mismos.
«El hombre es pecador por naturaleza, pero su naturaleza no es pe-
caminosa». Pannenberg utiliza aquí un solo término con dos significados.
Naturaleza es, en el primer uso, los condicionamientos naturales del yo
oréctico inicial. En el segundo, naturaleza significa el yo excéntrico en su
ser esencial, a saber: no lo que el hombre es, sino lo que está llamado a
ser. Ahora bien, para el cristianismo lo que el hombre está llamado a ser es
un hombre nuevo en Jesucristo. Desde ahí se entenderá la superación del
pecado original, no como descripción de un esfuerzo ascético o moral, sino
en la lógica del don y la gratuidad. El desequilibrio estructural con el que
venimos al mundo —y que es fácilmente perceptible en el egoísmo innato
de los niños— pone de manifiesto, paradójicamente, el acierto de aquella
gran intuición paulina respecto del inicio de la salvación: allí donde abundó
el pecado (el autocentramiento egoísta del hombre), sobreabundó la gracia
(el descentramiento altruísta de Dios).
b) El carácter absoluto de los trascendentales y la inmanencia del mal
nos ayudará a comprender, también, el reverso oscuro de nuestra condi-
ción. En efecto, la Bondad, la Belleza, la Verdad y la Justicia trascienden
absolutamente la totalidad de realizaciones finitas que de ellas participan y,
por tanto, no pueden ser alcanzadas, en su totalidad y plenitud, sino por su
donación previa e incondicional. El hombre tiende al bien, pero no alcanza
y realiza el Bien perfecto, puesto que su pensar, querer y actuar se ubican
siempre en la ambigüedad de la historia. El carácter absoluto de los trascen-
dentales que, en definitiva, remiten al carácter absoluto de la realidad de
Dios, supera totalmente el ámbito espacio temporal de la acción humana y,
por ello, por más que los persiga, no es posible una realización completa,

237
LA LÓGICA DE LA FE

inambigua y, por tanto, perfecta y total de cualquiera de ellos. «La verdad


y la bondad nunca son englobadas en el interior de mi existencia. Quedan
para siempre como la Alteridad absoluta. (…). La verdad y el bien son lo
Infinito trascendente, el Otro que nos requiere y nos desarma y significa el
fin de nuestro poder, presuntamente ingenuo e inocente» (M. García-Baró,
Del dolor, la verdad y el bien, 128-129).

Esto, no obstante, no sucede con el mal. En su concreción egoísta y


errática lo tenemos más fácilmente a mano. No tenemos más que dejarnos
llevar por nuestros instintos más primarios y por nuestra estupidez. Nunca
he creído, ni me parece que se pueda sostener, que el mal trasciende la
totalidad de cuanto existe. No tiene ni ser ni potencia para ello. No veo
cómo se pueda postular la existencia de un mal absoluto, ni de ninguna
manera el cristianismo afirma su existencia. De lo contrario se impone el
dualismo maniqueo. El mal es, por el contrario, el lado oscuro de la crea-
ción, es su posibilidad nunca querida y, sin embargo, siempre amenazante
que, cuando irrumpe dramáticamente en la creación, nunca puede ocultar
su rostro traidor y destructor. Pero el mal, con tener un poder tan terrible
y doloroso, sin embargo, no puede trascender la existencia allende la
muerte y, por eso, quien ha vencido a la muerte —Dios en Jesucristo— ha
vencido absolutamente al mal. Y por ello, si hay mal, como efectivamente
lo hay y no en pequeña cantidad, también me parece necesario decir que
existe sólo de este lado de la vida. El único absoluto que trasciende la
totalidad de lo que existe y es la fuente de la verdadera vida es Dios. Y
frente a Dios, el mal es una realidad absolutamente indeseable, vinculada
a la condición de criatura (como aquello que precisamente le dificulta
ser lo que verdaderamente es), a la que Él ama hasta límites ilimitados e
indecibles. Si el mal no trasciende, ni puede trascender los límites y los
condicionamientos de todo cuanto existe, quiere decir, por otra parte, que
el mal está más inmediatamente a nuestro alcance en los avatares de nues-
tra vida, como lo están los objetos que nos rodean. El mal se oculta en la
inevitable ambigüedad de la vida y desde ahí nos acecha como atractiva
tentación.
Por otra parte, la radical inmanencia de Dios y, por tanto, de los tras-
cendentales podría hacer pensar que su realidad nos es más próxima que
la de las realidades categoriales. Pese a todo debemos recordar que su
proximidad inmanente es una con su absoluta trascendencia. De forma
que, si bien es cierto que la proximidad afirma hasta el infinito la cercanía,
no lo es menos que se trata de una presencia no categorial, no objetiva,
no reificada y, por tanto, elusiva, transversal o, como decía Zubiri, orto-
gonal a la existencia. Por el contrario, el mal se presenta, en su cercanía
e inmediatez, como el auténtico y más directo camino de realización y

238
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

salvación. Precisamente esa es la dinámica de la tentación: hazlo aquí y


ahora, puesto que lo tienes ante ti. Ningún relato sobre la tentación ha
tenido tanta influencia en la historia de la humanidad como el relato ge-
nesíaco. Analicemos, brevemente, la inmediata cercanía del mal que en él
aparece como posibilidad atrayente.

5. El relato del jardín

Justo por ser de sobra conocido convendrá notar una característica fun-
damental del relato del jardín que, en muchas ocasiones, ha sido olvidada.
El relato del jardín habla del pecado de Adán, no del pecado original. «Pe-
cado de Adán» es una expresión bíblica; «pecado original» es una expresión
creada por Agustín. Agustín utilizará el relato del jardín en la elaboración
de su teología del pecado original. Ahora bien, no conviene confundirlas, a
fin de poder comprenderlas en su propia intención.
En efecto, para comprender adecuadamente el pecado de Adán hay
que tener en cuenta, entre otras cosas, la gran sobriedad del relato bíbli-
co —sobre todo, respecto de las cualidades objetivas de los personajes de
Adán y Eva— que contrasta poderosamente con la tendencia de la teología
postagustiniana (y del arte posterior, pensemos si no en el jardín de las de-
licias de El Bosco) de atribuirles perfección tras perfección. Esta atribución
corre el peligro de hacer incongruente la dinámica del relato, ya que hace
inexplicable la realización originaria del pecado, es decir, la transición de la
perfección a la caída. La presencia en el propio relato de la tentación, como
algo que antecede a la desobediencia humana y, también, la existencia de
un mandamiento que hay que cumplir, ponen de manifiesto algo en lo que
hay que reparar con atención: en la objetividad narrativa del texto literario
Adán y Eva no son creados en un estado acabado de perfección máxima.
Pueden «ser tentados», luego no poseen en sí mismo la plenitud del ser.
Tienen que «cumplir» la ley de Dios —el mandato—, luego no habitan en
la virtud máxima del bien. El sentido último del relato muestra que el hom-
bre —es decir: Adán, o sea, todo hombre— es creado con la posibilidad
de conseguir la plenitud, pero también de rechazarla o de malograrla. Los
personajes del relato son vislumbrados, pues, como criaturas finitas, como
criaturas creadas —valga la redundancia— en un estado de bondad radical
—puesto que proceden de Dios— no exenta, sin embargo, de la inevitable
posibilidad del mal, puesto que no son Dios. La bondad originaria de todo
lo creado —pensemos ahora en Gén 1,1-2,4a: «y vio Dios que todo era
bueno»— no puede ser confundida con una supuesta «perfección originaria»
que el propio relato no postula. La posibilidad del mal —recordemos: un
existencial para Rahner— es, también en el relato genesíaco, una posibili-

239
LA LÓGICA DE LA FE

dad estructural coincidente con el reverso de su condición de criatura. Es el


lado oscuro de una creación buena.
En estrecha relación con esto resultan clarificadoras estas palabras de
Paul Tillich: «Existe un elemento en la narración del Génesis al que a me-
nudo no se ha prestado la debida atención —la prohibición divina de no
comer del árbol de la ciencia. Todo mandato presupone que lo mandado
todavía no ha sido realizado. La prohibición divina presupone una cierta es-
cisión entre el creador y la criatura, una escisión que hace necesario el man-
dato, incluso si éste se da sólo para probar la obediencia de la criatura. Esta
grieta entre el creador y la criatura constituye el punto más importante en la
interpretación de la caída, ya que presupone un pecado que todavía no es
pecado, pero tampoco es ya inocencia» (ST, II, 35). Prescindamos ahora de
los pormenores de la compleja concepción deTillich—no exenta de graves
dificultades— y reténgase algo que venimos señalando en páginas anterio-
res: la condición de criatura es, en cuanto distinta de Dios, limitada, finita,
condicionada. Tiene ante sí la posibilidad de la divinización si observa el
mandato y la realidad de la frustración si decide conculcarlo. Pero lo decisi-
vo es lo siguiente: en el relato del jardín su constitución creada no coincide
exactamente con lo que ella misma está llamada a ser. La existencia del
mandato pone de manifiesto que el «ser» de la criatura dista no poco de su
«deber ser». De otra forma la existencia del mandato —prescindiendo ahora
de cuál sea su contenido— carecería de sentido. El hombre creado por Dios
y la compañera que Dios le ha dado han de recorrer por sí mismos el tre-
cho que media entre lo que son como criaturas y lo que se espera de ellos
como interlocutores privilegiados de Dios. Y tienen dos caminos: o bien
responden al don de Dios confiando en que el límite y su observancia les
favorece —esto es lo que la prohibición significa—; o bien siguen el camino
de la desconfianza del límite —de la privación, de la finitud, de la condición
de criatura— y cogen el atajo que la tentación promete. Nótese que ambos
caminos prometen lo mismo: la divinización; pero véase, también, que el
atajo, en su inmediatez y brevedad, siempre es más atractivo. Por eso, los
dos caminos cifran su radical diferencia en la aceptación confiada del límite
de la criatura o bien en su rechazo. El rechazo de la prohibición tiene una
consecuencia inmediata: la tentación rompe su encanto al revelarse como
lo que es: una imposible posibilidad que no puede hacer realidad lo que
prometía. Por eso surgen la vergüenza, la frustración y la enemistad. Es
la realización de la idolatría: el hombre, desconfiando de la bondad del
límite —la bendición originaria de la condición de criatura—, siendo una
criatura cuya referencia a Dios es constitutiva de su propia autonomía, se ha
convertido a sí mismo en referencia absoluta al romper, en la desconfianza
—a saber: en la falta de fe— el pilar fundamental de su relación con Dios.
La desconfianza que lleva al egoísmo es, pues, el pecado del hombre en el

240
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

relato del jardín. Por eso el hombre está dividido en su interior: tiene el bien
ante sí, pero no lo realiza. Por el contrario, comete el mal que aborrece.

6. La respuesta de Agustín al problema del mal

El relato del jardín narra lo que nunca fue, pero siempre es (E. Zenger).
Por eso, su significado más preciado no lo entrega al arqueólogo o al his-
toriador, sino al filósofo y al teólogo que contemplen al hombre ante Dios.
Ahora bien, el pecado de Adán no responde ni puede responder definiti-
vamente al problema del mal, ya que, en el fondo, no es capaz de excusar
totalmente a Dios. En efecto, si el pecado fuese la respuesta al unde ma-
lum?, siempre se podría contraargumentar: ¿Y por qué Dios no impide que
Adán peque? Si la respuesta a esta nueva pregunta fuese la salvaguarda de
la libertad, se verá, entonces, que el problema del mal no remite a un acto
concreto de rechazo de un mandato, sino a la condición de posibilidad de
todo acto categorial en el que triunfe el egoísmo de la libertad: a su limita-
ción, a su finitud, a la ambigüedad de su condición de criatura. Adán peca
porque es hombre y no Dios. El redactor del relato del jardín no está preo-
cupado por la especulación abstracta sobre el origen del mal. De hecho no
explica nada en absoluto acerca del misterioso y problemático personaje de
la serpiente —un mal potencial que, sin embargo, es criatura. La preocupa-
ción principal del relato es el carácter arduo de la vida: el trabajo, el dolor,
la muerte. La pregunta pertinente que ha de hacérsele no es, pues, ¿por qué
Adán pecó? Aquí el relato permanece mudo. El relato se contenta con cons-
tatar que Adán pecó libremente al ceder a la tentación. Su pecado es un
pecado propio, es un pecado en sentido estricto. No está dicho en ningún
momento de la narración que su culpa se haya transmitido de generación
en generación como castigo de Dios. Será Agustín quien esto sostenga y,
como ya hemos afirmado, esto es mucho sostener. Por eso, aunque sólo sea
por esto, no parece conveniente identificar el pecado de Adán y la trans-
misión intergeneracional de su culpa con lo esencial el cristianismo quiere
afirmar cuando sostiene la doctrina del «pecado original».
En la misma línea del pensamiento de J. Ratzinger citado en el inicio de
esta tesis —a saber: «el pecado original no hay que buscarlo en cualquier
forma de transmisión biológica entre dos individuos que, de lo contrario,
vivirían completamente aislados…»— K. Rahner ha podido decir al respecto
que «el «pecado original» no significa que la personal acción originaria de la
libertad en el auténtico origen de la historia haya pasado con su cualidad
moral a su descendencia. Nada en absoluto tiene que ver con el dogma
cristiano del pecado original esa concepción según la cual la acción perso-
nal de «Adán» o del primer grupo humano se nos imputa como si hubiera
pasado a nosotros en forma por así decir biológica. Obtenemos el saber, la

241
LA LÓGICA DE LA FE

experiencia y el sentido de lo que es pecado original en primer lugar desde


una interpretación religioso-existencial de nuestra propia situación, desde
nosotros mismos» (CFF, 140). ¿Por qué, sin embargo, en la concepción tra-
dicional se presenta el pecado original como la transmisión hereditaria de
la culpa personal de Adán? Para responder a esta cuestión tenemos que
retrotraernos a finales del siglo IV e inicios del siglo V.
Como venimos diciendo, la teología del pecado original es una creación
de Agustín. Por más que la pregunta acompañe al hombre desde los albo-
res de la humanidad y por más que los mitos de la caída que hablan de un
primer pecado estén presentes en tradiciones religiosas y filosóficas precris-
tianas, hay que decir que, strictu sensu, Agustín es el creador de la teología
sistemática del pecado original. ¿Qué es lo que pretende Agustín al elaborar
esta doctrina? Agustín intenta dar una respuesta adecuada al problema del
mal que exculpe a Dios y dirija nuestra mirada al corazón del hombre. La
doctrina del pecado original, en sus inicios, no es el problema, sino la so-
lución que Agustín propone a la dramática pregunta que lo enfrenta a los
pelagianos: ¿por qué nacemos con inclinación al mal? ¿Por qué sucede lo
que Pablo cuenta en Rom 7,14ss? ¿Por qué el hombre se encuentra dividido
en su interior?
El término «pecado original» se encuentra por primera vez en la literatura
cristiana en la primera obra que Agustín escribió como obispo: Ad Simpli-
cianum o Sobre diversas cuestiones a Simpliciano. Y es especialmente signi-
ficativo el hecho de que esta obra haya sido escrita unos quince años antes
del primer tratado antipelagiano: De Peccatorum meritis et remissione et de
baptismo parvulorum. Esto tiene su importancia debido al hecho de que la
teología agustiniana del pecado original no se explica únicamente desde su
enfrentamiento con Pelagio. Su raíz última es la salvaguardia de la justicia
de Dios ante la injusticia del sufrimiento que aflige severa y universalmente
a la humanidad.
Con todo, lo primero que hay que reconocer es que en sus primeros
escritos, para Agustín, el pecado original es, en un sentido todavía no téc-
nico, el pecado de Adán. El pecado original sería, pues, el primer pecado
cometido en los orígenes. Sin embargo, este pecado de Adán no es en sí
nada problemático —ni para Agustín ni para sus adversarios— y no se en-
tendería la polémica antigua sobre esta cuestión si sólo se atendiese a él.
La razón es sencilla: ni maniqueos, ni pelagianos, ni Agustín, ni nadie hasta
la modernidad, tuvieron la necesidad de dudar de la realidad histórica de
la narración genesíaca. Por eso lo más importante es lo siguiente: el objeto
fundamental de la controversia secular sobre el pecado original ha versado
siempre sobre algo que, como ya hemos indicado, no es pecado en sentido
propio, sino en sentido análogo. Es decir, sobre aquello que nos condiciona
desde el nacimiento.

242
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

A esto habría que añadir, también, que, para Agustín, el pecado origi-
nal —ahora ya en sentido técnico— sería la forma adecuada de nombrar
una situación que viene dada desde siempre —un estado, no un acto— a
saber: esa situación en la cual reina la inclinación al mal que caracteriza
la ambigüedad de toda criatura. Esto se entenderá mejor al recordar que
Agustín forjó su concepción del mal y, por ello, su respuesta creyente al in-
terrogante que plantea la presencia del sufrimiento, ante dos frentes. Por un
lado, frente al gnosticismo maniqueo y, por el otro,—siempre según Agus-
tín— frente al ingenuo optimismo pelagiano. Frente a los primeros Agustín,
como ya hemos indicado, sostendrá la tesis de que el mal es privatio boni,
es decir, ausencia de bien.
Resumámoslo en una palabra: para los gnósticos y maniqueos el mal se
encarna en la materialidad del cosmos. El mal tiene una determinada enti-
dad y se identifica con el cuerpo, con el mundo material, con todo aquello
que no es espíritu. El mal procede de lo exterior al hombre y le afecta desde
fuera. De ahí que la salvación —por el conocimiento— también venga del
exterior. Frente a esta concepción que concibe el mal de forma objetiva
Agustín no se cansará de repetir que el mal no es materia, no es sustancia,
no es mundo, ya que la materia, la substancia y el mundo proceden de Dios
que las ha creado originariamente buenas. El mal, dirá Agustín frente a los
maniqueos, encuentra su origen y su sede en la corrupción de lo real y en
el corruptible interior del hombre, en su voluntad, en su corazón. El mal no
es ser, sino hacer y acontecer. No es principalmente ontología, sino sobre
todo ética. En este primer frente de batalla Agustín priva de sustancia al mal
para salvar la bondad ontológica de todo cuanto existe.
Cuando Pelagio invoque la tesis que el propio Agustín acrisoló en su
combate frente a los maniqueos para sustentar su radical llamada al se-
guimiento de Cristo en aquel «si quieres, puedes», Agustín no se verá re-
conocido en ella al experimentar repetidas veces que el sólo querer no
basta para evitar el mal y realizar el bien. A saber, la experiencia paulina
atestiguada en Rom 7,14-20: «querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no
el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal
que no quiero», es una experiencia que parece desmentir la suave transición
que Pelagio establece entre el posse, el velle y el esse. Una cosa es «poder»
realizar el bien, otra distinta el «querer» realizarlo y una tercera conferirle el
«ser». Para Pelagio, puesto que el hecho de que «podamos» realizar el bien
depende de nuestra buena y originaria creación de Dios, en nuestra mano
está el «quererlo» y el efectivamente «realizarlo». La transición es sencilla y
ha de producirse sin buscar excusas —como había reconocido el mismo
Agustín frente a los maniqueos— en ningún tipo de maldad material o cor-
poral. Frente a esta concepción de la naturaleza humana Agustín reitera que
la naturaleza del hombre no es mala, efectivamente, y que el mal —cierto

243
LA LÓGICA DE LA FE

es— se encuentra en la interioridad susceptible de depravación del hombre,


pero a Pelagio, según Agustín, se le olvida que la naturaleza del hombre y
su interioridad están corrompidas por el pecado de nuestros antecesores.
Pelagio no parece valorar suficientemente la co-humanidad.
Así pues, Agustín hablará entonces de una «culpa original» que trasto-
có en su inicio la bondad primigenia de lo creado y sigue corrompiendo
—como «culpa heredada»— la naturaleza actual de todos cuantos siguen
viniendo al mundo. El estado de culpabilidad general de toda la humani-
dad le sirve a Agustín para afirmar que la presencia de enfermedades, de
sufrimiento y de cualesquiera tipo de males, no pone en duda la justicia de
Dios, ya que, en rigor, Dios mismo podría condenar sumariamente a toda la
humanidad y castigarla con males aun mayores, o definitivos, como la con-
denación eterna. El caso concreto del sufrimiento de los niños nos pone de
manifiesto hasta que punto llega la coherencia sistemática de Agustín: «Del
doble presupuesto de que Dios es justo y de que los niños sufren se sigue
inevitablemente que ya los recién nacidos tienen que ser de alguna manera
culpables. Sólo si todos son culpables —aun cuando no hayan pecado de
forma «actual»— merecen también todos el castigo. El carácter universal
de la conexión con el pecado tiene como objetivo explicar y justificar la
desgracia de un mundo que ha sido puesto en la existencia por un creador
perfecto» (A. KREINER, Dios en el sufrimiento, 192-193).
No hay que confundir lo esencial del dogma del pecado original con las
implicaciones del sistema agustiniano. Sostener que el hombre no puede
salvarse a sí mismo; que el hombre experimenta el mal de forma singular y
colectiva; que ese mal no puede proceder de un Dios Padre que es incon-
dicionalmente bueno; que la división interior nos acompaña desde siempre
—como especie y como individuos—; y que, sin embargo, el amor de Dios
en Cristo puede hacernos superar esta congénita situación existencial a la
que estamos atados como con cadenas; es algo que, a todas luces, es posi-
ble sostener sin tener que, necesariamente, compartir todas las consecuen-
cias del sistema teológico de Agustín. Tenemos un ejemplo concreto en la
cuestión acerca del destino de los niños muertos sin bautizar. Para Agustín
es clara su condena. La teología posterior mitigará esa terrible conclusión
con la idea del limbo. El magisterio actual contradice la explícita condena
de Agustín, y subraya la primacía absoluta de la misericordia infinita de
Dios.
Como ya indicamos, la teología del pecado original no se entiende si
no se vincula lo que ella describe con lo que el kerygma dice que ha
acontecido en Cristo. En efecto, ese es su principal cometido. Así ocurre,
también, en el pensamiento agustiniano. El obispo de Hipona afirmará que
el hombre enfermó libremente al desobedecer a Dios, pero ahora necesita
del médico para alcanzar la sanación. En la concepción agustiniana no hay

244
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

posibilidad de curación al margen del único médico que es Jesucristo. Por


eso, Pelagio, al no contar con la gracia de Dios —como Agustín criticará
sin descanso— parece hacer inútil la cruz de Cristo, es decir, parece com-
portarse como aquel enfermo que, creyéndose sano, rechaza la única me-
dicina que puede sanar la desgarrada naturaleza humana. Es por esta razón
por la que se pregunta: «¿A qué lisonjearse tanto de las posibilidades de la
naturaleza? Está vulnerada, herida, desgarrada, arruinada; le hace falta la
confesión verdadera, no la defensa. Búsquese, pues, la gracia de Dios; no
aquella que constituye el conjunto de bienes de la creación, sino la obra de
su reparación, que aquel [Pelagio] da como innecesaria, pues ni siquiera la
menciona» («Sobre la naturaleza y la gracia», LIII, 62, 792). Y un poco más
adelante reitera: «nuestra cuestión versa sobre la naturaleza humana viciada
y sobre la gracia de Dios, con que sana por mediación de Cristo Médico, de
quien no tendría ninguna necesidad si estuviera sano el hombre, a quien
Pelagio describe fuerte y dotado de suficiente energía moral para poder no
pecar» (Ibid., LXIV, 76, 810).
Agustín parece indicar que Pelagio tendría razón si no hubiese pecado
original. Si la naturaleza del hombre no estuviese viciada, podría pensarse
que el hombre no tiene ninguna necesidad del médico. Sin embargo, un
análisis más detallado de la cristología de Agustín nos muestra a Cristo no
sólo como médico, sino también como verdadera realización del ser hom-
bre. De hecho, la antropología de Pelagio no puede ocultar que su déficit
es propiamente cristológico. Pelagio no contempla la creación del hombre
a la luz de Cristo, de forma que, en consecuencia, Cristo no es más que un
buen ejemplo para el hombre. De esta manera su influjo sobre la criatura
humana es extrínseco, ya que el hombre, en sí mismo, no está llamado a la
configuración total y absoluta con él.
No obstante, la afirmación fundamental de Agustín contra Pelagio es,
justamente, aquella que una y otra vez se ha ido recogiendo en las sucesi-
vas y distintas formulaciones dogmáticas; a saber: el reconocimiento de la
universal necesidad de salvación habida cuenta del estado de corrupción
en el que nos encontramos. Nuevamente, como en la tesis anterior, nos
volvemos a encontrar con el término corruptio que, en el fondo, tan estre-
chamente emparentado está con el de privatio.
En efecto, la verdad más profunda de la teología medieval respecto
del pecado original es su aplicación del concepto privatio. Será Anselmo
quien, en oposición a la escuela de P. Lombardo y H. de San Victor —que
cifraban la esencia del pecado original en la concupiscencia, es decir, en
la dispersión antedicha— recupere la intrínseca referencia a un déficit, a
una carencia, a una ausencia de perfección que, como ya hemos visto,
es fundamental en la intuición agustiniana antimaniquea. Así pues, nacer
con «pecado original» será nacer con una limitación, con una «privación» de

245
LA LÓGICA DE LA FE

justicia originaria. Justicia es aquí unión con Dios, confianza en Él y en la


bondad de su mandato. Bien mirado, sería injusto no reconocer que tam-
bién la concupiscencia —a saber: la epithymía— puede ser interpretada
como una privación, como una privación de la armonía, del orden o del
equilibrio que debería reinar en la dinámica de nuestra voluntad y nuestro
deseo. Será Tomás de Aquino quien integre ambas perspectivas —privación
de justicia y concupiscencia— al decir que: «lo formal en el pecado original
es la privación de la justicia original, por la cual la voluntad estaba some-
tida a Dios; y todo el otro desorden de las facultades del alma se ha (o es)
como material en el pecado original. (…) Y así el pecado original, material-
mente, es la concupiscencia; pero formalmente es la privación de la justicia
original» (STh I-II, q. 82, a. 4). La afirmación crucial del Concilio de Trento
al respecto es el párrafo final del canon 5 de la sesión V sobre el pecado
original. La concupiscencia en sí no es pecado. Aunque Pablo la llame así
en algunas ocasiones, no ha de entenderse como pecado en sentido estric-
to, sino como su condición de posibilidad, ya que, en el fondo, no afecta a
los que «virilmente» —la expresión es literal— no la consienten. Se podría
decir, pues, que la concupiscencia no es pecado en sentido estricto, sino
sólo en sentido análogo. Frente a la importancia exacerbada que el lutera-
nismo ha concedido a la corrupción del pecado original —corrupción total
y absoluta— la concepción tridentina afirmará lo decisivo del contenido
tradicional —en continuidad con los concilios de Cartago (418) y Orange
II (529)— más en sintonía con ese espíritu humanista que no anula —aun-
que matiza— las posibilidades de la libertad del hombre en relación con la
salvación. Porque de esto es de lo que se trata siempre en definitiva: de la
salvación de Dios en Cristo. Unas palabras de Rahner nos ayudarán a reca-
pitular lo esencial al respecto: «pecado original no significa sino el origen
histórico de nuestra situación actual de la libertad, codeterminada por la
culpa, universal y no superable hacia delante, en tanto esta situación llega
al hombre —por causa de esta determinación universal de su historia por
la culpa— no desde ‘Adán’, el principio de la humanidad, sino desde el fin
de la historia, desde Jesucristo: el Dios-hombre» (CFF, 145). Por eso, sólo el
amor de Dios manifestado en Jesucristo puede librar a toda la humanidad
de la fuerza inercial del pecado. Algo que, como se verá en las tesis sucesi-
vas sólo acontece como obra de la gracia divina.

IV. LA POSIBILIDAD DE LA SALVACIÓN Y LA REALIDAD DE LA GRACIA


En antagonismo directo con la posibilidad del mal y la realidad del pe-
cado, reflexionamos a continuación sobre la posibilidad de la salvación y la
realidad de la gracia. Por más énfasis que la teología cristiana ponga sobre el

246
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

pecado —énfasis necesario las más de las veces, sobre todo por cuanto res-
pecta al «pecado estructural», a saber: a la cristalización colectiva de las culpas
personales— lo cierto es que el peso decisivo del kerigma ha de recaer pro-
piamente en la sobreabundancia de la gracia y en la radical transformación
que el amor de Dios opera en la historia. Igual que en los dípticos anteriores,
también en este par de tesis atenderemos a la perspectiva cósmica de la co-
creaturalidad y a la perspectiva personal de la co-humanidad.

§ 16. La dimensión transformadora de la antropología teológica se ocupa


del inicio de la transfiguración del universo. La fe cristiana sostiene que la
gracia de Dios sobreabunda donde abundó el pecado, supone la naturaleza
y la perfecciona y posibilita la verdadera alteridad de la creación, así como
su participación en la esperanza de unos cielos nuevos y una tierra nueva.

1. El inicio de la transfiguración del universo

La teología de la gracia se ha concentrado de tal modo en la dimensión


personal de la antropología teológica —en relación con el pecado del hom-
bre, la naturaleza humana y la libertad— que ha descuidado esa decisiva
dimensión cósmica que, creada por el amor de Dios y siempre amenazada
por la corrupción, sólo por Dios puede ser salvada. La gracia no es sino el
amor de Dios manifestado en Cristo de forma incondicional e insuperable.
Un amor transitivo que constituye al mismo Dios y que se comunica a si
mismo sin ningún tipo de reserva. Si lo acontecido en Cristo ha tenido y
tiene consecuencias cósmicas para toda la creación —porque ya todo ha
sido creado en él, por él y para él— parece lógico incluir a toda la creación
en aquella transformación que el poder del amor de Dios está ya operando
activamente en todo cuanto existe. La acción de la gracia anticipa la trans-
formación escatológica que el cristianismo sostiene que alcanzará no sólo al
hombre, sino también a todo el universo, de manera que, como dijo Pablo,
lo que importa es «la nueva creación» (Gal 6,15). El antagonista decisivo
de la gracia, es decir, de la transformación que opera el amor de Dios en
todo lo creado, es toda aquella realidad que opera en sentido contrario a la
plenitud del universo. Si bien es cierto que, en sentido estricto, la gracia es
propiamente la autocomunicación de Dios al hombre, no es menos cierto
que también la creación entera ha de estar incluida en esa dinámica de co-
municación salvífica, puesto que también a ella le afecta la realidad del mal
y, por tanto, también ella está necesitada de liberación. Así lo pensó Pablo
cuando escribió: «Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente
no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifes-
tarse, porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifesta-
ción de los hijos de Dios. La creación fue sujeta a vanidad, no por su propia

247
LA LÓGICA DE LA FE

voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. Por tanto, también
la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad
gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que hasta ahora toda la creación
está gimiendo con dolores de parto» (Rom 8,18-22). Toda la creación, pues,
anhela la superación de las ambigüedades de la existencia que implican no
sólo la posibilidad, sino la presencia real del mal.
Desde la dimensión cósmica de la antropología teológica se podría de-
cir, pues, que, en sentido amplio, la creación entera es ya obra de la gracia
y, en consecuencia, es ella misma una gracia. Así pues no habría diferencia
entre «creación» y «gracia» si esta última se entiende en sentido lato. La sola
existencia de algo que no sea el misterio de Dios sólo puede ser, para el
cristianismo, obra de su amor infinito e incondicional. Si, por otra parte, es
cierto todo cuanto se ha afirmado en las tesis sobre la creación, habrá que
concluir que la acción creadora de Dios es una con su acción salvadora,
ya que, si hay diferencia entre ambas esa diferencia no puede remitir a la
acción de Dios, sino a la fragmentaria, secuencial, ambigua y deficiente
historia del mundo. La acción de Dios en la creación está movida por su
amor, por la donación de sí mismo a lo distinto de sí. Si, además, Dios, en
su misterio inefable, consiste, propiamente, en ser amor activo, relación
perfecta que supera todos los límites de la unidad y todas las ambigüedades
de la pluralidad, entonces, es posible afirmar que Él mismo es, primero y
antes que nada, la Gracia por antonomasia o, dicho en términos clásicos,
la «Gracia increada». Porque, en efecto, la gracia tiene que ver con aquello
que, como todo lo divino, supera todo cálculo, excede toda exigencia,
rebasa toda petición. La gracia, en este mismo sentido, es aquello a lo
que apela el que ya ha agotado toda vía legal. Es, por ello, lo gratuito, lo
inmerecido, lo indisponible. Es el don, el regalo inesperado, aquello que
ni se puede comprar ni se puede pagar. Sólo se puede recibir y, por tanto,
agradecer. Por eso, porque el que es agraciado sólo puede agradecer, la
gracia es aquello que transforma la desesperación en consuelo, los lloros de
dolor en lágrimas de alegría y, en definitiva, la angustia deprimente en hila-
ridad contagiosa. Tomás de Aquino, partiendo acertadamente del lenguaje
común, afirma lo siguiente: «el lenguaje usual nos ofrece tres acepciones
de la gracia. En primer lugar significa el amor que se siente hacia alguien.
Y así se dice que un soldado tiene la gracia del rey, esto es, que el rey lo
encuentra grato. En segundo lugar designa un don concedido gratuitamen-
te. De aquí la expresión: ‘te concedo esta gracia’. Finalmente, se toma por
el reconocimiento con que se corresponde a un beneficio gratuito, y así se
habla de dar gracias por los beneficios recibidos» (Summa Theologiae, I-II,
q.110, a.1). Y más adelante, refiriéndose ya a la relación del Creador con su
criatura, sostiene: «podemos inferir la existencia de un doble amor de Dios
a la criatura. Uno común, en cuanto ama todas las cosas que existen, según

248
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

se dice en Sab 11,25 [el texto correcto es Sab 11,24], por el que otorga a
las cosas creadas su ser natural. Otro especial, por el que eleva la criatura
racional sobre su condición natural haciéndola partícipe del bien divino. Y
éste es el amor con el que se puede decir que Dios ama a alguien absolu-
tamente, porque en este caso Dios quiere absolutamente para la criatura el
bien eterno, que es él mismo» (STh, I-II, q.110, a.1).
Amar todas las cosas que existen es, para Dios, conferir existencia a lo
amado. Los hombres, al amar, presuponemos la existencia de lo amado. Dios,
cuando ama lo distinto de sí, otorga el ser a aquello que ama. No hay otro
fundamento para la creación fuera del amor constituyente de Dios. El amor
especial con que Dios «eleva la criatura racional sobre su condición natural
haciéndola partícipe del bien divino» es lo que, según Tomás, tendríamos que
llamar gracia en sentido estricto. En efecto, una vez constituida la creación en
su alteridad con el Creador, el amor de Dios no sólo no cesa, sino que —si
pudiésemos usar esta expresión olvidando que, en rigor, es inadecuada—
habría que decir que aumenta, se intensifica, se multiplica en correlación
directa con el devenir de la creación, por cuanto que nadie está volcado con
más intensidad que Dios en la vida y el destino de una creación radicalmente
amenazada por el mal. Ni siquiera la creación misma desea su propio bien
con la intensidad infinita con la que lo desea el propio Dios. No es, pues,
—habría que añadir inmediatamente— el amor de Dios el que cambia, el
que aumenta, el que se ensancha, sino la propia vida de la criatura la que es
cambiada, engrandecida, ensalzada, elevada cuando resulta alcanzada por la
inmutable eternidad de Dios en el decurso de su historia intramundana.
De hecho, teniendo en cuenta ese primer amor de Dios a todas las cosas,
se puede decir que es toda la creación la que es bañada por el inagotable
amor de Dios. De no ser amada por Dios no existiría. Y si de hecho existe,
su mera existencia es testimonio explícito de su amor. Por eso, hablar de
gracia en sentido estricto y referirse con ello únicamente al ser humano
—a la criatura racional, dice el Aquinate— parece requerir una ampliación
cósmica que refleje, en estricto paralelismo con la creación en Cristo, que
el amor «con el que se puede decir que Dios ama a alguien absolutamente»
se extiende sin límites hasta los confines del universo. Esto no obsta para
afirmar que, en efecto, la gracia —como hemos visto respecto del mal y del
pecado— tiene en el hombre un correlato extraordinariamente privilegiado
en la totalidad de la creación. De esto se ocupará la próxima tesis. Pero,
de igual forma que hemos reflexionado sobre la dimensión cósmica de la
creación y sobre la dimensión cósmica del mal, es igualmente necesario
reflexionar sobre la dimensión cósmica de la gracia, puesto que en esta re-
flexión se pondrá de manifiesto que la corrupción, el desgaste, la privación
y la entropía son realidades que, en cuanto que dañan o amenazan a toda
la creación, ni son queridas por Dios ni pueden trascender los límites del

249
LA LÓGICA DE LA FE

mundo hacia su eternidad. Por ello, por cuanto que todas las realidades
creadas experimentan la realidad del mal, también ellas han de experimen-
tar —si bien, a su manera y según su propia naturaleza— la realidad del
amor creador y salvador de Dios que, aquí y ahora, las está ya transfigu-
rando de forma activa y singular. Si, desde Dios, su amor es eternamente
el mismo a todo cuanto existe, desde el punto de vista de toda la creación
se podría decir que Dios no sólo ha creado el universo, sino que también
lo está salvando a través de su amor permanentemente activo. En un texto
de la CTI leemos lo siguiente: «El Espíritu Santo actúa de modo misterioso
en todos los seres humanos de buena voluntad, en las sociedades y en el
cosmos, para transfigurar y divinizar a los seres humanos» (Comunión y
servicio, nº 54). Y un poco más adelante: «no sólo los seres humanos, sino
el conjunto de la creación visible está llamada a participar de la vida divina»
(nº 76). De igual forma, el texto del libro de la Sabiduría citado por Tomás
de Aquino nos sitúa en la dirección adecuada. Dice el orante a Dios: «Te
compadeces de todo porque todo lo puedes, y no miras a los pecados de
los hombres para que se arrepientan, pues amas todo lo que existe, y no
abominas de nada de cuanto hiciste; que si algo odiases no lo habrías crea-
do; ¿cómo subsistiría algo si tú no lo hubieras querido? ¿O cómo se iba a
mantener lo que no ha sido llamado por ti? Sé indulgente con todo, puesto
que es tuyo, Señor, amante de lo viviente. Pues tu espíritu incorruptible está
en todas las cosas» (Sab 11,23-12,1). Dios no sólo mantiene a lo creado en el
ser —creatio continua— sino que transforma todo lo que existe a través de
su amor, porque el Señor es «amante de lo viviente» y su presencia y acción
se encuentran «en todas las cosas».

2. La sobreabundancia de la gracia

La lógica de la gracia es la lógica del exceso. La medida del amor de


Dios es carecer de medida (Rom 5,15-21). A ojos de un creyente es hasta tal
punto masiva la presencia desbordante de ese amor que, en ocasiones, lo
realmente desconcertante es que su carácter manifiesto en las maravillas de
la creación no sea una evidencia universal (Sal 148; Rom 1,20). Si el hombre
puede percibir —como de hecho percibe— en la mera existencia de las co-
sas esa belleza y esa bondad que de suyo experimenta quien se deja seducir
por la contemplación desinteresada de la naturaleza, entonces, es posible
percibir también en ellas el lejano rumor de una voz que —sin ser lejano,
sin ser rumor y sin ser voz— nos habla calladamente de un bien y de una
plenitud que, en lo que vemos, sólo alcanzamos a entrever. Y, sin embargo,
quien lo experimenta puede asegurar que lo experimenta activamente en
toda su realidad. Tal vez la dificultad más grande para percibir el amor de
Dios que hace ser a lo que es y que transforma el ser de las cosas hacia

250
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

su total plenitud no esté —como parece darse siempre por sentado— en


la lejanía de Dios, en su silencio o en su eclipse. Tal vez la dificultad más
grande sea su presencia masiva, su evidencia palmaria, su discurso conti-
nuo, su brillantez rutilante. De hecho, una cosa no puede ser comprendida
sin la otra. Habitar durante años al pie de una inmensa cascada implica que,
con el paso del tiempo, uno deja de oírla. Lo mismo sucede con el mar. Se
hace tan natural su presencia que ya no se advierte su continuo murmullo.
Esto es lo que, tal vez, nos pasa con la sobreabundancia de la gracia de
Dios. Es tan aplastante en su realidad expresa —de hecho es el fundamento
del ser mismo de toda la realidad creada y su continua presencia transfor-
madora en ella— que nos cuesta percibirla como tal, porque no tenemos
distancia suficiente para captarla. Habitamos desde siempre en ella y, por
eso, siendo la realidad primerísima en cuanto que coincide con la donación
del ser a lo que es, se nos aparece como lo más patente, diáfano y presente,
y, sin embargo —o, tal vez, justo por ello— nos resulta endiabladamente
difícil reconocerla en su ser de puro don, de desinteresada gratuidad, de
signo del amor incondicional de Dios, debido a que, precisamente, baña
toda nuestra realidad más cercana, inmediata y cotidiana. Una vez escuché
de un niño, entre extrañado y quejoso, que él nunca había visto cómo gira
la tierra. Y es cierto. No podemos percibir el giro del globo terráqueo por-
que nos falta distancia para verlo desde fuera. Giramos con la tierra y por
eso no captamos directamente aquello en lo que estamos. Esto es lo que
nos sucede con la gracia de Dios: en sí misma —como el sonido de la cas-
cada, o el murmullo del mar, o el movimiento del planeta— es la realidad
primera y más inmediata en la cual estamos, pues en Él vivimos, nos mo-
vemos y existimos (Hch 17,28). Paradójicamente, por su absoluta cercanía
—y porque estando más cerca que nada no es una cosa entre otras, sino la
absoluta condición de posibilidad de todo ser y el amor continuo que trans-
forma todo ser— es la menos conocida y la más difícil de conocer. Véase
que esta absoluta e inmediata cercanía, esta presencia masiva que descu-
bre una mirada mística, no es sino el contrapolo necesario de la absoluta
trascendencia de Dios, debido a lo que, con Kierkegaard, llamó la teología
diastática del siglo pasado —principalmente en la figura de Karl Barth— la
diferencia cualitativa absoluta entre el Creador y la criatura. Justo por ser
Dios lo totalmente otro es, también, lo más cercano que pensar se pueda.
A esta enorme dificultad para percibir que, en sentido lato, «todo es
gracia» habría que añadir que la experiencia cotidiana que reclama nuestra
atención en los asuntos más variados y dispersos embota nuestra capaci-
dad de asombro hasta límites difícilmente reseñables. Y, con ello, se atrofia
también nuestra percepción de la gratuidad. Se entiende muy bien lo que
se quiere decir si volvemos nuevamente a la experiencia del amor. ¿Quién
puede exigir amor? El amor sólo cabe recibirlo y agradecerlo gratuitamente.

251
LA LÓGICA DE LA FE

En todo inicio de una relación está presente la sorpresa del sentirse amado.
Sin embargo, la percepción y la conciencia de tal maravilla, que es del todo
indebida y que sólo se explica desde la total gratuidad, pueden erosionarse
paulatinamente conforme fluye la vida, se frecuenta el trato, se estabiliza la
relación, hasta el punto de que lo inicialmente gratuito se convierta en ha-
bitualmente «natural». Y por lo tanto, en normal, esperable y, hasta exigible.
Y también en pervertible, como a menudo se experimenta en el maltrato y
en la violencia machista.
¿Cómo es posible que seamos más sensibles a una esporádica manifesta-
ción de gratuidad, en la cual un desconocido nos ofrece ayuda, que a todas
aquellas muestras de amor doméstico que recibimos a diario y que rara vez
agradecemos? A esto responde la ley de la pérdida de lucidez en la percep-
ción de la gratuidad. Dice así: la percepción de la gratuidad es inversamente
proporcional al grado de unión afectiva entre las personas y se agrava con
el tiempo. Cuanto más íntima es una relación y por más tiempo se prolonga,
más riesgo hay de que se incremente la dificultad de percibir las manifes-
taciones de amor en su justa y propia naturaleza de regalo indebido. Y,
por el contrario, cuanto menos trato tenemos con alguien más fácilmente
percibimos sus gestos de gratuidad para con nosotros. Esto es lo que ex-
plica que nos conmovamos al ver a un extraño haciendo el bien, pero nos
puedan pasar desapercibidos —e incluso puedan llegar a molestarnos— los
cuidados continuos de familiares cercanos. ¿Qué concluiremos, pues, si
aplicamos este razonamiento —esta ley— a la relación de intimidad más ín-
tima que podamos pensar en esa vinculación de absoluta dependencia que
toda criatura tiene respecto de su Creador y que, insisto, reclama en igual
medida su absoluta trascendencia? Si el grado de unión entre el Creador
y su criatura es ontológicamente fundante para ella e incondicionalmente
absoluto por parte de Él, según la ley que acabamos de formular, la percep-
ción de la gratuidad total y completa que supone la propia existencia de la
criatura será casi imperceptible para ella, debido al carácter inversamente
proporcional que rige la relación entre la cercanía del amor y la naturali-
zación habitual del mismo. Percibir lo gratuito como «natural» acaba siendo
normal en las relaciones que se extienden en el tiempo. Cuando de lo que
hablamos es de una relación que «hace ser» incluso al tiempo, se verá con
más claridad la enorme complejidad implícita en el reconocimiento que el
creyente hace al ver su «natural» existencia y la «natural» existencia de todas
las cosas como singular e inequívoca obra de la gracia de Dios.

3. Naturaleza y perfección

Ahora bien, la gracia de Dios transforma todo lo creado anticipando ya,


aquí y ahora, aquella salvación definitiva que alcanzará, también, a los cie-

252
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

los nuevos y a la tierra nueva. ¿Cómo puede suceder semejante proeza? Nos
equivocaríamos si pretendiésemos buscar la índole de tan magno evento en
la lógica de lo extraordinario o la magnificencia de los eventos del mundo.
La gracia de Dios actúa en el mundo como la levadura en la masa, como la
sal en la comida, como Jesucristo en Nazaret: en los márgenes del Imperio,
en la ley de lo incógnito, en la presencia insignificante. Es imperceptible si
lo que se busca es un hecho o una acción particular, explícita y yuxtapues-
ta a todos los hechos o las acciones intramundanas. Es indectable si no la
percibimos esencialmente unida a la naturaleza de todo cuanto de hecho
es, pero diferenciándose de ella por su carácter divino. «A la originaria co-
nexión entre naturaleza y gracia (status naturae perfectae per gratiam) se la
denomina creación» (G. L. Müller, Dogmática, 219). Alentando la creación y
llevando a término lo iniciado con ella actúa la gracia de Dios en todas las
dimensiones de la existencia.
Sin embargo, la existencia de la realidad natural en cuanto realidad
mundana, es decir, en cuanto no-yo del hombre, en cuanto realidad no
personal, plantea la pregunta por el carácter real y efectivo de esa acción
transformadora de la gracia. ¿Cómo actúa efectivamente la gracia de Dios
en la transfiguración ya operante de todo el universo? La acción de la gra-
cia de Dios es la acción del Espíritu Santo en la generación y donación de
toda vida. El Espíritu Santo es el vivificante (pueuæma zwoiovu). No hay vida
que no proceda de Él como no hay ser que no proceda del Padre a través
de Cristo. «¡Cuán numerosas son tus obras, Yahveh! Todas las has hecho
con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. […] si el soplo les retiras,
fenecen y a su polvo retornan. Si tu espíritu envías, son creadas, y renue-
vas la faz de la tierra» (Sal 104,24.29b-30). W. Pannenberg ha podido decir
al respecto: «El Espíritu de Dios no entra en acción sólo a propósito de la
redención de los hombres dándoles a conocer en Jesús de Nazaret al Hijo
eterno del Padre y moviendo sus corazones a la alabanza de Dios por la
fe, el amor y la esperanza. Ya en la Creación actúa el Espíritu como aliento
poderoso de Dios, que es el origen de todo movimiento y de toda vida»
(Teología Sistemática, III, 1). Después de reconocer que «la relación entre
la acciones soteriológicas del Espíritu en los creyentes y su actividad como
creador de toda vida, así como también en la nueva creación y la perfección
escatológica de la vida, ha sido a menudo descuidada» (Ibid., 2) no duda
en señalar: «la actuación del Espíritu ocurre siempre en estrecha vinculación
con la del Hijo. En la Creación, el Logos y el Espíritu actúan tan a una que
la palabra creadora es el principio configurador, mientras que el Espíritu
es el origen del movimiento y la vida de las criaturas» (Ibid., 4). La vida de
las criaturas está animada por el Espíritu de Dios de forma que, gracias a
Él, también ellas están llamadas a trascenderse, a superar sus limitaciones,
a cumplir su determinación de criaturas y, finalmente, a ser transformadas

253
LA LÓGICA DE LA FE

radicalmente más allá del espacio y del tiempo para dar a luz los nuevos
cielos y la tierra nueva. El Espíritu de Dios, junto con la acción creadora del
Logos, posibilita la autonomía de la creación ante el Creador al conferir su
propio dinamismo a lo creado. Al mismo tiempo, la plena comunión con
el Dios creador y salvador sólo puede ser recibida como don del mismo
Espíritu. La naturaleza constituida de la creación es ya naturaleza agraciada
y, por tanto, orientada activamente por la fuerza del Espíritu de Dios hacia
su máxima perfección. La gracia no suprime ni destruye la naturaleza, sino
que la perfecciona (cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2).
Por otra parte, la vinculación ontológica del hombre con la totalidad
de la creación, expresada en la concepción genesíaca que comprende a
Adam como procedente de la adamah, nos da una nueva perspectiva para
profundizar más en la acción perfeccionadora de Dios en la creación. Me
refiero a la co-creaturalidad. El hombre habita un mundo que le pertenece
y el mundo habita en él por esa pertenencia (Gén 1,28; 2,19ss). Esa perte-
nencia es constitutiva y no puede ser pensada como una mera relación ex-
terna, adventicia y arbitrariamente intercambiable, al modo de la que tiene
un actor con el escenario en el que actúa. En el caso del ser humano y a la
luz de su compleja historia evolutiva, debemos decir que —por seguir con
el símil— de ser otro el «escenario» otro hubiera sido, también, el «actor».
No puede pensarse, pues, un proceso sano de constitución de la identidad
personal si no es en relación directa con la realidad que circunda al ser
humano en el planeta tierra. En la dialéctica de la identificación con ella y
de distanciamiento respecto de ella (GS 14). Los mismos cambios evolutivos
que han originado las distintas razas humanas no pueden explicarse si no es
en relación con el medio ambiente que circunda al ser humano.
Esto es importante a la hora de pensar que, puesto que el hombre es
un ser vivo, inteligente, libre y corpóreo, puede aprehender, transformar y
trascender el mundo. Lo cual significa que el mundo, la realidad natural, su
no-yo, forma parte esencial de su identidad más íntima puesto que su vida,
su logos, su libertad y su corporalidad necesitan de toda la creación para
realizarse como tales. La aprehensión del mundo es, también, una apre-
hensión de sí mismo, puesto que también, en cierto sentido, el hombre es
«mundo» para sí. La transformación del mundo a través del conocimiento,
la ciencia y la técnica, es, igualmente, transformación de sí mismo y de su
forma de vida. Trascender el mundo que el hombre habita supone para el
mundo trascenderse a sí mismo en el hombre, puesto que la pertenencia
del mundo al hombre es también una inhabitación del mundo en el hom-
bre. La idea renacentista del hombre como un microcosmos no ha de ser
entendida como si lo fuese «frente al cosmos», sino teniendo al cosmos
dentro de él. El hombre habita el mundo y el mundo habita en él cuando
la criatura capacitada por Dios para amar ama, como Dios, todo cuanto

254
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

existe. En esto consiste continuar la obra de la creación encomendada por


el Creador. Amar una criatura significa anticipar aquí y ahora la acción
transformadora que sólo el amor de Dios puede llevar a término más allá
de los límites de la historia. Pero el amor del hombre, cuando es verdade-
ramente amor humano, es vehículo privilegiado del amor de Dios a toda
su creación. Amar a una criatura es anticipar en ella la obra de la salvación.
Es explicitar el ansia de eternidad que late en todo lo creado. Es revelarse
contra su caducidad y su muerte.
Sólo el Espíritu Santo, que alienta en toda vida, puede inhabitar el amor
humano de forma que, a través de él, se realice ya en la historia la presen-
cia incipiente de la transfiguración del universo (Rom 5,5). Criatura amada
es sinónimo de criatura inicialmente salvada. Dios perfecciona y plenifica
a todo lo creado, también a través del hombre, a través de su naturaleza
transformada por la acción regeneradora de su Espíritu. De igual forma que
en el Génesis el hombre nombra con su palabra los animales existentes, así
el hombre ha de amar las cosas creadas por Dios para que ellas, en cuanto
cosas creadas, puedan trascender hacia la divina eternidad. «Lo que llama-
mos naturaleza es un poema cifrado en maravillosos caracteres ocultos»
(F. W. J. Schelling, Sistema del idealismo trascendental, 425). Trascender
significa transfigurar, porque ni el tiempo ni el espacio pueden irrumpir,
en su secuencialidad y extensión fragmentada, en la eternidad de Dios.
Sin embargo, al ser parte constitutiva del mundo del hombre, del mundo
amado del hombre, la creación —esa creación nombrada y descifrada por
él— es transfigurada para la eternidad. Lo mismo que decimos del «cuerpo
espiritual» de los resucitados ha de poderse decir de esa «tierra nueva» y ese
«cielo nuevo». No, pues, la crasa y corruptible materialidad de lo creado,
pero tampoco la mera idea de árbol, o el paisaje en general, o la creación
en abstracto, sino este árbol que conozco y que me protege con su som-
bra; este paisaje que, en su belleza inefable, inhabita mis recuerdos aún en
la distancia; esta creación que me contiene y que contemplo maravillado
noche y día. Esos ríos y esas fuentes, esos arroyos pequeños, esa vista de
mis ojos que no sé cuando volveré a ver (Rosalía de Castro). La creación no
en general, sino en su realidad concreta y quasi-personal en su referencia
directa a la configuración de mi vida. El inicio de la transfiguración del uni-
verso es obra del Espíritu de Dios que, no obstante, actúa, también, a través
del amor personal del hombre a toda su circundante creación.
¿Y qué sucederá con la inmensidad de la creación no conocida y, por
tanto, no amada directamente por el hombre? A la luz de esta cuestión
habría que entender todo cuanto se pueda decir de la «omnisciencia» y de
la «bondad omnímoda» de Dios. Cuando se piensa la omnisciencia divina
desconectada de la afirmación central consignada en 1Jn 4,8 —Dios es
amor— entonces se desliza el entendimiento teológico por la pendiente

255
LA LÓGICA DE LA FE

inclinada de una omnisciencia «abstracta», en la cual, el conocimiento abso-


luto de Dios respecto de la creación se convierte en una total e implacable
fiscalización que sólo puede engendrar un temor demoníaco. Por el contra-
rio, si el conocimiento absoluto de Dios se comprende en la lógica propia
de su amor absoluto e incondicional a todo cuanto ha creado, se verá que
el hecho de que Dios «conozca» cada una de las figuras creadas —puesto
que todas han sido hechas en su Logos— desde el origen más remoto del
universo a su eventual final —en toda la línea del tiempo, pero también a
lo largo y ancho de todo el espacio intergaláctico— se verá, digo, que tal
afirmación supone que ni la más lejana e insignificante obra de su creación
—sea desconocida por ahora para nosotros o lo sea absolutamente— estará
nunca dejada de su mano poderosa ni de su infinito amor maternal. Cono-
cer es participar en lo conocido. Para Dios conocer es hacer participar a
lo conocido de la plenitud absoluta de su ser. Lo conocido participa, pues,
del amor constituyente de Dios. Por ello, el verdadero conocimiento de la
realidad es el que posibilita el verdadero encuentro con ella, con su frágil
constitución, con su perecedera naturaleza. Es ese verdadero conocimiento
implicativo el que posibilita, asimismo, la verdadera compasión y, por tan-
to, el inicio verdadero de la salvación. La transfiguración total del universo,
por más implicado que pueda estar en ella el hombre, es algo que, en
último término, sólo Dios puede iniciar en la historia y, finalmente, sólo Él
puede llevar a término en su eternidad.

4. Gracia, creación y alteridad

Si en sentido lato «todo es gracia» y, sólo en este sentido, creación y gra-


cia coinciden, no debemos olvidar que, en sentido estricto, la gracia supone
la naturaleza, puesto que no puede haber transfiguración del universo si no
hay previamente una figura creada. La teología de la gracia, pues, reclama
necesariamente evitar todas aquellas formas de pensar la relación entre el
Creador y su criatura que, o bien acentúen de forma unilateral su diferencia
(dualismo) o bien hagan lo propio con su vinculación ontológica (monis-
mo).
La primera de estas formas inadecuadas piensa acertadamente al Creador
y a la criatura como realidades distintas, pero tiende a acentuar exagerada-
mente esta diferenciación. La regularidad nómica de los fenómenos físicos,
la lógica férrea de la causalidad intramundana y, en definitiva, la autonomía
de todos los procesos naturales llevaron a pensar a Dios como el iniciador
de un artefacto que, después de serle conferido el ser y el movimiento, ya
no precisaría de nada más para permanecer y desarrollarse en la existencia.
La traducción filosófica y teológica de esta relación Creador-criatura es el
deísmo. Dios es al mundo lo que un relojero a un reloj. En esta concep-

256
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

ción Dios ya no tendría nada que hacer en un mundo que funciona por sí
mismo. Por tanto, tampoco habría lugar para ningún tipo de transfiguración
del universo.
La reacción contraria se revela contra esta extrema separación que con-
vierte la justa y acertada diferencia en extrañeza. La maravilla de los fenó-
menos naturales muestran la presencia de su Creador en ella. Las fuerzas
inconscientes que generan orden y vida de manera continua en toda la
naturaleza toman conciencia de sí en la aparición del espíritu consciente
que, por eso, puede suturar la escisión sujeto-objeto que el deísmo no fue
capaz de superar. Y da un paso más al identificar al verdadero sujeto de
todo este continuo proceso de desarrollo que la naturaleza despliega en la
historia: la historia del mundo es la historia de Dios que llega a su verda-
dera realización en la autoconciencia del hombre. Al deísmo que subraya
la diferencia entre el Creador y la criatura le responde el panteísmo que
señala la identidad evolutiva, dinámica, procesual —como se quiera, pero
identidad— entre el Creador y la criatura. Tampoco aquí parece haber lugar
para una teología de la gracia.
En los pensamientos deístas la «acción» creadora de Dios sólo tiene sen-
tido como fuerza activadora de un proceso externo. Y nada más, dada la
autosuficiencia del proceso. Dios y la criatura son realidades heterogéneas
que no pueden «actuar» conjuntamente, puesto que la actuación de una
excluye la actuación de la otra. La idea de la trascendencia de Dios elimina
cualquier tipo de inmanencia. En las concepciones panteístas sucede justo
lo contrario. La «acción» creadora de Dios sólo tiene sentido como fuerza
íntimamente coincidente con el proceso histórico de la creación. Y nada
más, dada la identificación del ser de Dios con el proceso. Dios y la criatura
son realidades tan coincidentes que su eventual «acción» conjunta queda
diluida en una identificación que no puede atender a la singular y necesaria
alteridad entre Creador y criatura. La idea de la inmanencia de Dios elimina
cualquier tipo de trascendencia.
Así pues, pensando en la viabilidad de una adecuada teología de la gra-
cia es necesario intentar esbozar, como ha hecho A. Torres Queiruga, un
tipo de relación entre el Creador y la criatura que, por un lado, mantenga
la vitalidad de la presencia inmanente sin caer en el panteísmo y, por el
otro, respete la trascendencia de Dios en relación con lo creado sin caer en
el dualismo deísta. Así pues, afirma este autor: «la profundidad infinita de
la diferencia hace que [la relación Creador-criatura] se realice en la máxima
unidad» (Recuperar la creación, 40). La presencia de Dios en la creación se-
ría —en expresión de Zubiri— «ortogonal» a la presencia de las criaturas y,
en consecuencia, nunca concurrente con las presencias singulares y finitas
de las figuras creadas. Dios es distinto de lo creado en cuanto no-distinto
(Nicolás de Cusa). Hace ser a todo cuanto es sin ser Él una cosa más al lado

257
LA LÓGICA DE LA FE

de las otras cosas. De esta manera su presencia omnímoda y total —como


también su omnisciencia— no es la prolongación hasta el infinito de las
presencias puntuales. Dios es omnipresente, no ubicuo. Y, por eso, su «ac-
ción» creadora y salvadora, es decir, la acción de su gracia, no se sitúa en el
mismo plano de realidad que las «acciones» de sus criaturas. Antes bien, al
contrario, la acción de Dios es la más honda, íntima y abisal condición de
posibilidad de toda acción de la criatura finita. Su «actuar» consiste en hacer
que lo creado «actúe». La presencia plenificadora de Dios es transparente
en la plenitud de lo creado y en todo cuanto conduce a ella. En el bien, en
el amor, en la verdad, en la belleza, en la compasión y en la salud, pero
también en todo aquello que, a través de la acción de hombre, contribuye
a esa realización máxima y plena. Dios transfigura lo creado transfigurando
la libertad del hombre y la vida de la naturaleza no humana. El hombre ve
a Dios en las realizaciones divinas de la realidad que sólo su Espíritu Santo
puede realizar. Como veremos en la próxima tesis, la teología de la gracia
supera, de esta manera, la vía muerta en la que quedaría si no hubiese al-
ternativa entre el deísmo y el panteísmo.
Quede dicho, pues, que la teología de la gracia también debe explorar
esta dimensión cósmica que acabamos de indicar. A ella parecen apuntar
aquellos fragmentos de literatura apocalíptica que, en la literatura profética,
sostienen que la creación entera será reestablecida por Dios a la forma origi-
naria en la que el propio Dios la concibió: «las pasadas tribulaciones queda-
rán olvidadas, ocultas quedarán en verdad a mis ojos, pues he aquí que yo
crearé cielos nuevos y tierra nueva» (Is 65,16b-18; cfr. Is 66,22). El cielo nuevo
y la tierra nueva, concebidos como un nuevo eón que sustituya al antiguo ya
corrupto y desgastado, son el signo de la esperanza siempre presente en que
la salvación de Dios alcanzará a todo lo creado, puesto que ya está actuando
—pese a las apariencias contrarias— en todo cuanto en el universo anuncia
su ansiada transfiguración (cfr. Is 65, 20-25; en paralelo con Is 11, 1-10).

§ 17. La dimensión regeneradora de la antropología teológica se ocupa


del inicio de la transfiguración del ser humano. La fe cristiana sostiene
que la gracia de Dios reorienta la existencia del hombre en la conversión
y lo incorpora al proceso de la salvación en la justificación. En una y otra
se conjugan adecuadamente la iniciativa absoluta de Dios con la libertad
autónoma de aquella criatura que está llamada, en Cristo, a la verdadera
filiación.

1. El inicio de la transfiguración del ser humano

En sentido estricto, la gracia es la autodonación de Dios mismo al ser


humano. La dimensión personal de la antropología teológica tiene en la

258
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

dimensión regeneradora su necesario complemento, habida cuenta de la


realidad personal del mal, es decir, del pecado personal. La realidad del pe-
cado parece urgir a la naturaleza humana y a su libertad a una radical supe-
ración de las funestas consecuencias que su presencia tiene para todo el ser
humano, para su historia y su destino. Sin embargo, la experiencia muestra
que, por más que lo intente, el hombre no es capaz de evitar, siempre y en
todo momento, la irresistible tentación del mal en su variada multiformidad.
La dureza de esta constatación hace más acuciante la pregunta por la supe-
ración definitiva del mal y, también, por la necesidad de liberarse de él aquí
y ahora. El ser humano toca fondo cuando, intento tras intento, no alcanza
más que a reiterar su insuperable incapacidad.
La teología de la gracia quiere reflexionar temáticamente sobre el inicio
de la transfiguración de ese ser humano radicalmente amenazado por la
culpa y siempre escindido entre lo que realmente hace y lo que desearía
hacer (Rom 14,7ss). Su afirmación decisiva es la siguiente: Dios está actuan-
do, hic et nunc, en la vida del hombre transformando su naturaleza y su
libertad apartándolas del pecado y reconduciéndolas hacia Él. Ahora bien,
su actuación es la actuación de su amor. El amor de Dios no es sino su
propio ser en su viva configuración intratrinitaria que supera la dialéctica
disyuntiva de lo uno y lo múltiple (1Jn 4,8). No es, pues, la actuación de un
«algo», de una cosa, de una realidad distinta de Dios que pudiera ser reifi-
cada de forma que, igualmente, también pudiera ser «poseída» o «exigida».
No se piense, en consecuencia, la gracia como si se tratase en ella de una
actuación categorial, concurrente con la causalidad intramundana y que
dispute con la naturaleza o con la libertad el ámbito propio de su eficacia.
La historia de la teología de la gracia nos previene contra este tipo de mal-
entendidos. No habría sino que recordar el punto muerto en el que desem-
bocó la famosa polémica De auxiliis, entre dominicos y jesuitas, respecto
de la interacción entre gracia y libertad. Se trata de realidades que no actúan
ni de la misma forma ni en el mismo plano. En las cuestiones sobre la gracia
se trata, más bien, de una relación particular del Creador con su criatura, y
esa relación se malentiende o se pervierte cuando se la piensa como algo
diferente de una auténtica «relación» interpersonal. En esa relación inter-
personal habrá que tener en cuenta aquello que señala Tomás de Aquino
hablando de la primera acepción de la gracia como el amor que se siente
hacia alguien: «en la primera acepción hay que tener en cuenta la diferencia
entre la gracia de Dios y la del hombre» (STh I-II, q.110 a.1). En efecto, la
relación establecida en la teología de la gracia entre el Creador y su criatura
muestran al primero no sólo como origen, sustentador y fin de todo cuanto
existe, sino también como el Salvador de lo creado. Esta salvación que sólo
Dios puede conceder se produce en la disimetría absoluta que ya vimos
que se da entre Dios y lo que no es Dios. Por lo tanto, al pensar el inicio

259
LA LÓGICA DE LA FE

de la salvación en la historia —esto es la gracia— no puede conculcarse


la divinidad de Dios postulando modos de actuación que no respeten que
Dios siempre es Dios y que, por tanto, siempre se relaciona con lo distinto
de Él como lo que verdaderamente es: absolutamente trascendente y abso-
lutamente inmanente a lo creado. A esta compleja dialéctica se la percibe
adecuadamente cuando se la observa operante en el testimonio de la Escri-
tura y activa, en general, en la historia de la salvación que, culminando en
Jesucristo, extiende su alcance desde el inicio absoluto de la creación hasta
el más inmediato presente. Por eso, los binomios «gracia y pecado», «gracia
y naturaleza» y «gracia y libertad» no se dejan aprehender en su verdadera
índole cuando son desvinculados, en abstracto, de la dinámica básica que
mueve la economía salvífica del Dios de Jesucristo: la donación irrestricta
de un amor que, en la resurrección del Hijo, ha vencido definitivamente a
la muerte y se encuentra actuando ya en la historia del mundo. La cuestión
decisiva será intentar comprender adecuadamente este particular modo de
actuación. Es una actuación verdadera de Dios en la historia personal del
ser humano, pero es una actuación divina que no puede ser desdivinizada
en su forma de comprensión.
En la teología de la gracia es igualmente esencial sostener que sólo el
amor de Dios, manifestado en Cristo, puede transfigurar al hombre, de ma-
nera que, en todas sus dimensiones vitales, experimente en el transcurso
de la historia un anticipo verdadero de la vida eterna. No es cosa menor
afirmar que esta transfiguración intramundana —y, por tanto, provisional—
sólo puede ser obra del Espíritu Santo. De hecho, es de la máxima impor-
tancia subrayar que sólo Él puede hacer lo que es imposible para el propio
hombre. La gracia lucha contra el pecado porque el hombre, sin Dios, es
presa irremediable del mal. La gracia transforma la naturaleza porque el
hombre, sin Dios, no alcanza a superar los límites de su condición de criatu-
ra. La gracia transfigura la libertad porque el hombre, sin Dios, no es capaz
de vencer las inercias propias de su egoísmo. La gracia ayuda a avanzar en
el camino a una criatura que, sépalo o no, no puede caminar por sí sola.
Pero la acción de la gracia apunta, como no puede ser de otra manera, a
la realización plena del hombre y de su mundo más allá de los límites de
la horizontalidad de la vida del universo. En otras palabras: el inicio de la
transfiguración del ser humano —la teología de la gracia— dice relación
directa al misterio de su consumación, a saber: a aquello de lo que propia-
mente se ocupará la escatología (cfr. § 44-46).
Sea como fuere, lo cierto es que si la gracia es la donación incondicio-
nal del hombre a Dios parece lógico pensar que Dios, el que ha creado
todo cuanto existe libremente y por amor, no ha dejado nunca de amar
a su querida criatura —esto es la dimensión universal de la historia de la
salvación— tan mermada por la presencia del mal en toda la historia de la

260
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

humanidad. De hecho, no es extraño constatar que, pese a no haber un tér-


mino teológico preciso, en las escrituras del AT esta donación incondicional
que Dios hace a su criatura tiene un puesto absolutamente central. Podrían
interpretarse a esta luz las categorías básicas de la teología veterotestamen-
taria, como «elección» o «alianza», de forma que se destacase la absoluta
iniciativa de un Dios que quiere la salvación definitiva para su pueblo y,
también, para toda la humanidad. Esta iniciativa de Dios, que presupone la
creación, ha sido vehiculada, principalmente, con una pluralidad de térmi-
nos hebreos de extraordinaria potencia semántica. Destacan entre ellos el
verbo «hanan» y su derivado «hen», así como la ilustrativa y frecuente unión
entre «hesed» y «emet». Asimismo tienen gran importancia a este respecto
los términos «rahamin» y «tsedaqah». Es común a los primeros el subrayar
la benevolencia con que un superior se dirige a quienes están bajo su po-
testad. Del mismo modo que un rey es benevolente con sus súbditos, así
Yahvé Dios es benevolente con su pueblo Israel. La forma sustantivada
«hen» del verbo «hanan» —condescendencia benigna del superior— se en-
cuentra presente en aquellos giros que afirman de alguien que «encontró
gracia a los ojos de». Se afirma, pues, la presencia de algo —«hen»— que
provoca agrado o complacencia en quien la percibe. En este sentido, se
podría decir de la gracia aquello que de forma tan pertinente se dice acerca
del encanto. El encanto es aquello que se pierde cuando se sabe que se
tiene. Lo mismo sucede con la gracia («hen»). No se puede tener conciencia
explícita de poseerla, ya que lo contrario implica su inmediata pérdida. No
es casual que estos términos —como también «hesed» (misericordia), «emet»
(fidelidad y verdad), «rahamin» (compasión entrañable y materna) o «tsedeq»
(justicia)— no es casual, digo, que hagan referencia siempre a contextos de
interacción personal. El rey, los súbditos, los amantes, las madres, el juez,
etc. Más bien, tenemos en esta apreciación un importante referente que no
conviene olvidar: cuando los escritores veterotestamentarios quieren hacer
explícito y patente el amor transformador con que el Dios de Israel ama,
perdona, cuida y juzga a su pueblo —pueblo que ha encontrado «gracia» a
sus ojos— utilizan términos extraídos de las relaciones gratuitas entre per-
sonas para subrayar, en ellos y con ellos, la sobreabundancia inmerecida y
divinamente desproporcionada por el exceso de amor con que Dios agracia
a su pueblo. En la teología del Nuevo Testamento todos estos términos plu-
rales y dispersos en significación y ubicación van a encontrar, sobre todo
en Pablo, un centro aglutinador indiscutible: la gracia de Dios es Jesucristo.

2. Gracia, conversión y justificación

La fe cristiana sostiene que la gracia de Dios reorienta la existencia del


hombre en la conversión y lo incorpora al proceso de la salvación en la

261
LA LÓGICA DE LA FE

justificación. Conversión y justificación son, pues, conceptos clave que ha-


brá que aclarar en lo que sigue. La teología paulina nos será de inestimable
ayuda en las dos cosas. De hecho, tiene su importancia el hecho de que el
término gracia casi no aparece en los sinópticos. Con todo, hay que decir
que sí está presente en ellos la continua donación del Padre a la creación
y la concepción de que Jesús es el don máximo del Padre. Sin embargo,
«el término falta por completo en Mateo y en Marcos, se usa sólo tres veces
en el evangelio de Juan, y es relativamente frecuente en Lucas y Hechos,
aunque con significados varios. En Pablo, en cambio, es un término central
para designar la estructura del acontecimiento salvador de Jesucristo» (L.
F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 144). En efecto, lo
decisivo de la teología de la gracia en Pablo es que ese término sirve para
«designar la estructura del acontecimiento salvador de Jesucristo». ¿Cuál es
esta estructura y que aporta a ella el término «gracia»? Para Pablo, la gracia
es la iniciativa absoluta de Dios que nos ha comunicado su amor infinito
en la vida, muerte y resurrección de Cristo. La vida del ser humano es,
para el Pablo judío, observante escrupuloso de la Ley y perseguidor de los
cristianos, una búsqueda continua, en medio de sus diarios quehaceres, de
la pureza, la rectitud y la santidad que sólo pueden conseguirse con una fi-
delidad completa y radical a los preceptos del corpus normativo de Moisés.
En la vivencia cotidiana de quien explora los caminos por los que conduce
el itinerario marcado por la Ley se da esta insuperable paradoja: deseo
el cumplimiento íntegro y total de la Ley, pero no puedo cumplir apenas
nada. Y aun en el mejor de los casos, aun en el caso de que pueda cumplir
mucho, la evidencia me muestra que no lo puedo todo. Es más, que por
mucho que me esfuerce y por más que reitere mis compromisos morales
empeñando en ello todas las fuerzas que tengo y aun las que me faltan, lo
cierto es que siempre consigo lo mismo: no llego a alcanzar aquello que
se me impone como imperativo legal. Lo trágico de esta situación es que
en esta estructura marcada por la necesidad de la ley y por su cumplimien-
to —junto con la experiencia de su continuo incumplimiento— se juega
la vida del hombre ante Dios. En una palabra: en ella se juega el hombre
su salvación. Se reconoce, pues, que la Ley es, en principio, camino de
salvación, pero al recorrer ese camino el hombre religioso se encuentra
con un sendero intransitable, con una cuesta inclinada y ascendente cuya
pendiente gana en verticalidad con cada paso que uno da. Una y otra vez
la experiencia nos hace dar con las narices en el suelo: no puedo. Ese fue
el golpe que Pablo experimentó cuando cayó rostro en tierra camino de
Damasco. Y esto es lo que, propiamente, acontece en ese fenómeno que
llamamos «conversión». Pablo se encontró en una experiencia mística con
Jesucristo y, de perseguirlo, pasó a seguirlo. Perseguir a alguien afianza
nuestro yo, porque somos nosotros los que nos afirmamos en el centro de

262
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

la persecución. Por el contrario, seguir a alguien es descentrarse. Es salir de


sí. Caer rostro en tierra significa dejar de perseguir, cejar en nuestro empeño
de seguir estando en el centro. Al caer rostro en tierra tocamos fondo en
nuestra debilidad e impotencia. Nos hundimos en nuestra miseria sin poder
salir de ella por nosotros mismos. Se expresa así nuestro deseo verdadero
de apearnos de nuestra incapacidad para hacer lo que verdaderamente de-
seamos y para evitar lo que, en verdad y de ninguna manera, queremos. La
ley no es encuentro definitivo con el verdadero camino de salvación. Sólo
es pedagogo que nos lleva de la mano hasta él (Gal 3,24).
Postrados rostro en tierra, desesperados y desconfiados de nuestra in-
capacidad, sin saber muy bien cómo ni por qué, justo cuando todo parece
perdido, cuando todo esfuerzo se ha mostrado inútil y cuando estamos ya a
las puertas de la absoluta desesperación de nosotros mismos, escuchamos
esas palabras que, en la formulación de P. Tillich, nos dicen, como a Pablo
por boca de Ananías (Hch 9,17): ¡eres aceptado! ¡Acepta que eres acepta-
do aun sabiéndote inaceptable! Aquello que llevas toda tu vida buscando
y anhelando; esa perfección moral y esa santidad religiosa; ese deseo de
bondad absoluta y de pura habitación en la verdad; esa querencia por la
belleza inmarcesible y esa voluntad imperecedera de ser en la eternidad;
esa necesidad de un amor pleno que no decaiga ni se desgaste con la
erosión del tiempo; esa búsqueda de una justicia que sea una con la más
magnánima misericordia…; todo eso que llevas dentro de ti en la forma de
esa ausencia que nunca te deja descansar en lo ya conseguido; todo eso
no tienes que perseguirlo en esa continua carrera en la que vives, en ese
continuo combate en el que has convertido tu vida, en esa continua amar-
gura por no alcanzar aquello tras lo que corres. No repitas el error básico
de Pelagio y sus seguidores. Tu confianza no ha de estar en tus fuerzas. Lo
que buscas no se alcanza corriendo, porque ya se te ha dado incondicional-
mente antes de hayas comenzado tu frenética carrera. Se alcanza recibién-
dolo, reconociéndolo, agradeciéndolo. En verdad no se alcanza, sino que
uno resulta alcanzado por ello, porque, en el fondo, de lo que se trata es
de una realidad que, en sí misma, ni se puede reclamar ni se puede exigir.
Se da, se te ofrece, se te presenta sin más, antes de que tú lo pidas o lo im-
plores. Se trata del amor creador y salvador de quien es la verdad misma, el
bien mismo y el origen de toda belleza creada. No se conquista, pues, sino
que te es dado cuando, por ejemplo, haces uso de esa verdadera lucidez
que te lleva a decir, con Agustín y con el propio Pablo, ¿qué tienes que no
hayas recibido? Entonces lo descubres dándose desde siempre, continua
e incondicionalmente, en todo el orbe y a toda criatura en general, y a ti
especialmente, sin más restricción que aquella que es puesta por la resisten-
cia, ceguera o incapacidad de lo creado. Es entonces cuando uno descubre,
verdaderamente, el auténtico sentido de toda relación de dependencia y la

263
LA LÓGICA DE LA FE

quimera de ese sueño infantil llamado «yo solo», «yo puedo», «yo me basto»
o como se le quiera llamar. Esto es lo que significan aquellas palabras de
Ananías: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino
por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del
Espíritu Santo» (Hch 9,17). Ya no estoy lleno de mí, sino del Espíritu Santo.
Ahora ya se ve, ahora ya se comprende, ahora todo está claro. La depen-
dencia, la ayuda necesaria, la relación constitutiva no es una merma de la
autonomía del hombre, sino, más bien, su propia condición de posibilidad.
«Un hombre que se avergüence de estar agradecido a otro y sienta esto
como dependencia gravosa es todavía un esclavo de su soberbia» (D. von
Hildebrand, La gratitud, 35).
Lo mismo cabe decir —y aun con mayor razón— de la relación respecto
de Dios. Se nos ha dado el Espíritu Santo (Rom 5,5). Se nos ha concedido
aquello sin lo cual no podemos alcanzar lo que más queremos. Este don no
nos humilla, sino que es, precisamente, aquello único que puede ensalzar-
nos. No para gloriarnos, sino para todo lo contrario. Para hacerlo fructificar
en el servicio humilde y desinteresado. Es el descentramiento que nos saca
de sí. El amor de Dios ha sido derramado en los corazones por el Espíritu
Santo que se nos ha dado. El Espiritu Santo no es sino el poder creador y
transformador de Dios. El amor es su creación en nosotros. La gracia es la
presencia en el hombre del poder creativo y de su creación. Con esta for-
mulación nos situamos en la línea de aquellos que, con Pedro Lombardo,
sostienen la verdadera presencia del Espíritu Santo en el hombre justificado.
Ahora bien, nos distanciamos del Maestro de las sentencias al no identificar
la presencia del donante con el don regalado a la criatura. Con esto, aco-
gemos la importante matización de Tomás que, sin negar la inhabitación
del Espíritu, optará por hablar de una «gracia creada» como signo del amor
de Dios en la criatura. P. Lombardo dice, con razón, que el Espíritu Santo
inhabita al hombre aceptado por Dios, pero, al no diferenciar ontológica-
mente esta inhabitación del amor de Dios presente en la criatura, se corre el
riesgo de tener que postular una nueva «unión hipostática» entre el Espíritu
y el creyente que explique el modo de presencia del Espíritu Santo —y
por tanto, Dios mismo— en el creyente agraciado con su presencia. Más
conveniente parece, pues, afirmar que el amor de la gracia es amor ver-
daderamente humano y, en consecuencia, no es sino amor divino. Ahora
bien, la presencia del Espíritu Santo en el creyente sería cualitativamente
distinta de la presencia de su amor en la criatura. Es el Espíritu quien crea
en nosotros la presencia del amor. El amor creado por la gracia es divino
por su procedencia y humano por su residencia. Pero el Espíritu, estando
en el origen de todo amor, es absolutamente trascendente y absolutamente
inmanente a sus formas creadas categoriales y, en consecuencia, no puede
ser confundido con ellas. En efecto, la presencia del amor divino en su cria-

264
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

tura —obra del Espíritu Santo presente en la gracia— es, de hecho, el inicio
de la divinización de la criatura por su incorporación al misterio de Cristo.
Ser justificados, pues, por Dios y ante Dios por nuestra incorporación a
Cristo y no por el cumplimiento de la Ley, no es más que aceptar que so-
mos aceptados por Él sabiendo que, por nosotros mismos, somos inacepta-
bles. Pablo lo dice con claridad en Gal 2,16: «conscientes de que el hombre
no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo». Ser
justificados es, pues, creer y saber que Dios nos quiere sin mérito alguno
por nuestra parte y que su amor incondicional precede absolutamente todo
cuanto nosotros podamos hacer, porque si nosotros amamos es porque «Él
nos amó primero» (1Jn 4,19). Esto es lo esencial de la experiencia paulina
de la gracia. Una experiencia que no sólo «declara» el amor de Dios, sino
que experimenta su real transformación. Conversión significa, pues, ser sa-
cado de sí mismo para ser convertido en seguidor de un nuevo centro de
existencia. Justificación es la aceptación de que somos agraciados por una
iniciativa absoluta de Dios que nos quiere sin condiciones. Gracia significa,
en consecuencia, que todo esto ha acontecido en plenitud en Jesucristo y
que todos los hombres estamos llamados a participar de este evento salva-
dor que, si por un lado señala los límites de las fuerzas del hombre, por el
otro, abre una potencia insospechada de realización.
Además de esta fuerte impregnación en el núcleo esencial de la teología
paulina, el término «gracia» encabeza casi todas las cartas apostólicas. Es
una muestra de que la gracia es el don por excelencia. Resume la acción de
Dios en la historia de la salvación y, en unión con la «paz», es lo deseable a
los hermanos. La gracia es, también, la generosidad de las comunidades con
los pobres (2Cor 8,1s), así como el propio apostolado (Flp 1,7). Frutos de
la gracia son igualmente la variedad de carismas. Ahora bien, «a diferencia
de ‘carisma’, que se usa también en plural, el término ‘gracia’, en contra
de lo que después ha ocurrido, no aparece nunca en plural en los escritos
paulinos. El hecho es significativo: la gracia no es un don concreto o un
favor singular que uno pueda haber recibido, sino el favor de Dios, que
abarca todos los dones concretos, manifestado en la muerte y resurrección
de Jesucristo» (L. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 146).
Los carismas son concreciones de la gracia, son dones del Espíritu cuyo
auténtico discernimiento acontece en la relación que guarden con el ser-
vicio a la comunidad (1Cor 14,26). La profundidad de la experiencia de la
gracia viene subrayada en Pablo por la condición pecadora del agraciado,
puesto que todos pecaron (Rom 1-3). Nadie es merecedor de nada. Todos
recibimos la justificación de la gracia por medio de la fe porque en Dios no
hay acepción de personas. La gracia no es estéril (1Cor 15,10). Hace que la
fe produzca obras (1Tes 1,3; 2 Tes 1,11). Opera por la caridad (Gal 5,6). Es
la fuerza de Dios en la debilidad humana (2Cor 12,9). Nos posibilita tener

265
LA LÓGICA DE LA FE

la relación con el Padre que ha tenido Jesús: la experiencia del Abbá. No


es otro, pues, el sentido último de la justificación: la liberación del pecado
y la santificación por el Espíritu. Siempre como realidad incoada y nunca
definitiva, pero sí verdadera, real y efectiva en la historia de cada hombre.
En el cuarto evangelio el acontecimiento central y decisivo de la gracia
es la encarnación (Jn 1,1ss; 3,16). Como tal, el término gracia sólo aparece
tres veces: Jn 1, 14.16.17. El Verbo habitó entre nosotros lleno de «gracia y
verdad». Resuena aquí el «hesed» y «emet» veterotestamentario aplicado an-
teriormente a Yahvé y ahora referido a Jesucristo. De su plenitud inagotable
sólo recibimos «gracia sobre gracia», don tras don, superación de la ley de
Moisés en la verdad definitiva del Hijo. No obstante, su presencia implícita
es apreciable en todo el evangelio, pero especialmente en el discurso del
pan de vida (Jn 6) y en todos aquellos textos en los que la presencia de
Jesús aparece como la comunicación de la vida verdadera (Jn 5,26; 6,33;
17,2). También es de resaltar la necesidad de la regeneración o, dicho de
otra forma, de un nuevo nacimiento para experimentar el don de Dios. En
Jn 3,3ss el nuevo nacimiento es la puerta de acceso a una nueva existencia.
Esa nueva existencia es la vida en el Espíritu. En ella se rompe con Satán y
el pecado para ser configurado con Cristo. En el nuevo nacimiento se anti-
cipa aquella regeneración escatológica que será obra del Espíritu (Ez 36,27).
En este sentido, la afirmación central de que Dios es amor (1Jn 4,8) ha de
entenderse en continuidad con la comunicación de ese amor. El Padre ha
enviado al Hijo. El Hijo se ha entregado por nosotros. La consecuencia
lógica no deja lugar a dudas: también nosotros debemos entregarnos a los
hermanos.
Los problemas a que ha dado lugar la cuestión de la justificación en la
historia de la teología se remontan, como hemos visto, a la polémica de
Pablo con los judaizantes. No obstante, adquieren una importancia decisiva
en la época de la Reforma. Las afirmaciones fundamentales tanto de Lutero
como del Concilio de Trento —más cercanas en el fondo de lo que se apre-
ció en su momento— provocaron mutuos anatemas que, por lo que respec-
ta a la cuestión de la justificación, han perdido hoy toda su vigencia. En la
Declaración Conjunta firmada por la Iglesia Católica y la Federación Lute-
rana mundial, el 31 de octubre de 1999, se ha alcanzado un acuerdo básico
en la fe común en la justificación integrando las diferencias confesionales
dentro de la sana y legítima pluralidad de acentos teológicos particulares.
«El protestantismo contemporáneo reconoce cada vez más que la idea de
santificación en la Iglesia, o incluso por la vida comunitaria y sacramental
de la Iglesia, no somete a Dios a ninguna ‘obligación’ con respecto a ésta.
Y el catolicismo contemporáneo está cada vez más dispuesto a integrar en
su teología una reflexión sobre los pecados de la Iglesia en la historia, y
admitir que la justicia de Cristo, celebrada y hecha presente y eficaz en los

266
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

sacramentos, se da siempre de modo totalmente gratuito e incondicionado»


(R. Willians, «Justificación», 670).

3. Gracia, naturaleza y libertad

¿Cómo se relacionan la iniciativa absoluta de esta gracia transformadora


con la autonomía de una naturaleza humana que es distinta de Dios? ¿No
hay una contraposición insuperable entre la acción de la gracia de Dios y
la acción de la libertad del hombre? En la historia de la teología las formas
clásicas de presentar las relaciones entre la naturaleza, la gracia y la libertad
tuvieron que afrontar, desde su inicio, numerosas dificultades a la hora de
responder a estas cuestiones. En los últimos años de la tercera década del
s. V, Agustín tuvo que escribir varias obras dirigidas a círculos monacales
que se preguntaban si, de ser cierta su concepción de la predestinación, no
éramos sino marionetas en manos de Dios. ¿Qué sentido tendrían, pues, los
rigores de la vida religiosa y la dureza de la corrección fraterna si la libertad
humana nada podía hacer para su salvación? Salvaguardar la autonomía de
la libertad frente a la acción de la gracia no fue sencillo para la reflexión
teológica. Baste nombrar aquí a Godescalco (Gottschalk) o a J. Calvino
como representantes de la predestinatio gemina, o al propio Lutero como
baluarte de quienes sostienen la ausencia total de libero arbitrio, o a Bayo
y Jansenio, para los cuales, libertad es sinónimo de ausencia de coacción
externa, y, por tanto, el pecador peca libremente por más que lo haga ne-
cesariamente, de forma que la actuación de la gracia, si es gracia verdadera-
mente, sólo puede pensarse como «gracia eficaz» y, por lo tanto, más allá de
cualquier tipo de consideración de la libertad como hacía la propuesta de la
«gracia suficiente». Otra alternativa fue, también, la de Juan Casiano y Fausto
de Riez: el inicio del acto de fe (initium fidei) es imputable a la libertad del
hombre. El augmentum fidei es cosa de Dios. Dividir y fragmentar los ám-
bitos de actuación de cada una de las acciones parece, en principio, mejor
solución que la aniquilación del polo humano por parte del polo divino.
Sin embargo, tampoco esta concepción —nombrada en el fragor de las dis-
cusiones del s. XVI con el nombre de «semipelagianismo»— es satisfactoria,
porque, en el fondo, incurre en el peligro de concebir de forma yuxtapuesta
y secuencial lo que de ninguna manera puede pensarse concurriendo en
el mismo plano de existencia y bajo las mismas condiciones de actuación.
No otra ha sido la conclusión que la reflexión teológica ha extraído de las
controversias barrocas sobre la ayuda de Dios a la acción humana (De Au-
xiliis). Ni la premoción física de Domingo Báñez —acentuando principal-
mente la acción de la gracia— ni el concurso simultáneo de Luis de Molina
—salvaguardando más la acción de la libertad humana— fueron capaces de
superar la misma posición que, en el fondo, compartían: gracia y libertad

267
LA LÓGICA DE LA FE

serían realidades antinómicas cuya relación sólo podría alcanzar un difícil y


singular equilibrio que habría de darse en el mismo plano de la causalidad
intramundana; ámbito donde ambas concurrirían disputándose el espacio.
El punto muerto alcanzado en la discusión sobre la gracia y la libertad
en los términos mencionados pareció experimentar un nuevo avance justo
en la mitad del siglo pasado con la llamada cuestión del sobrenatural. Lo
que venimos diciendo sobre la libertad tenemos que aplicarlo ahora a la na-
turaleza. Por más problemático —por impreciso— que sea este concepto, lo
cierto es que ha jugado un papel decisivo en la teología contemporánea a
la hora de reinventar la teología de la gracia y, en consecuencia, la relación
básica entre la creación existente y su Dios creador y salvador. El problema
se situó ahora en la «gratuidad» de la gracia. Si la naturaleza creada por Dios
necesita de la gracia para alcanzar su fin último, de forma que sin ella no
puede alcanzar su verdadera consumación, ¿no sé está postulando aquí la
«necesidad» de la gracia para la criatura? ¿No se está obligando a Dios a con-
ceder la gracia a la creación de forma que ésta ya no sería un don gratuito,
sino algo exigido por esa naturaleza reclamante de una perfección que ella
no puede darse a sí misma? He aquí la cuestión. Los conflictos precedentes
—en ámbito intracatólico y en período contrarreformista— de Miguel Bayo
y Cornelius Jansen (Jansenio) habían viciado la base de la discusión, prin-
cipalmente porque Bayo había «naturalizado» la gracia al concebirla como
parte integrante y necesaria de la configuración estructural de la criatura. Si
para Pelagio sería válida la totalidad de la afirmación Deus me hominem fe-
cit, justum ipse me facio, para Bayo la segunda parte de la misma es execra-
ble. La particularidad del sistema de Bayo consiste en que la comprensión
correcta de lo que el hombre recibe para su salvación viene pedido, recla-
mado y exigido por su misma naturaleza. «Lo que Dios le da no es recibido
como un beneficio: es para él algo natural; no, sin duda, natural por cons-
titución como habría dicho Pelagio, sino natural por exigencia. Hablando
con rigor, no es una parte integrante de su naturaleza, pero no deja de ser
algo indispensable a la integridad de esta naturaleza, y por consiguiente,
esencialmente requerido por ella» (H. de Lubac, El misterio de lo sobrenatu-
ral, 272). Se ve, pues, como para Bayo, la gracia ha dejado de ser tal, pues
lo que debiera ser concebido como don sobrenatural, pasa a ser ahora mera
exigencia natural. Lo importante es constatar que, aunque él sostiene que la
acción del Espíritu Santo es indispensable para la realización de cualquier
acto bueno del hombre, lo que de aquí resulta no es la divinización de la
libertad del hombre, sino más bien, la naturalización del Espíritu, ya que su
afirmación central es que tal acto bueno es mérito humano —y, por tanto,
imputable al hombre—, pues el hombre no deja de ser hombre aun cuando
se alimente de algo superior a él, del mismo modo que el león no deja de
ser tal por comer a un hombre. Se ve, pues, cómo en Bayo la acción del

268
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

Espíritu no produce una transformación real en el hombre —lo que en la


terminología clásica se llama «elevación sobrenatural»— que ponga de ma-
nifiesto la primacía, la profundidad y el alcance de la acción transfiguradora
de la gracia en el hombre, sino que, puesto que la acción del Espíritu es
exigida por la naturaleza humana, esto lleva consigo la asimilación, la de-
glución, la desintegración —lo que en terminología clásica se conoce como
naturalización— del Espíritu de Dios en la propia naturaleza del hombre.
Con este precedente no era sencillo, pues, enfrentarse a la ortodoxia
neotomista que había diseñado una respuesta tan elaborada como artificio-
sa a esta delicada cuestión. Dios podría haber creado una criatura racional
sin destinarla necesariamente a la visión beatífica como su fin último. Podría
haber creado una naturaleza humana pura —esto es, sin estar ya desde su
creación transida por la gracia de Dios— de manera que esta criatura tu-
viese otro fin distinto de la bienaventuranza eterna que implica la visio Dei.
Su existencia tendría sentido en sí misma sin tener, por tanto, necesidad de
la gracia. De ahí se deduciría, pues, la absoluta gratuidad de la gracia que
Dios concede a la criatura por su más pura iniciativa, ya que, en virtud de
la hipótesis de la eventual —e inexistente— «naturaleza pura», Dios podría
haber hecho las cosas de modo diferente. Prescindir de la hipótesis de la
naturaleza pura, como hizo H. de Lubac, o hablar de un «existencial sobre-
natural», como hizo K. Rahner (que no prescindió de tal hipótesis, pese a
reducirla a un concepto residual), suponía un enfrentamiento directo con el
neotomismo auspiciado por el Magisterio —como puede verse en la Huma-
ni Generis— y, también, era hacerse sospechoso de negar la gratuidad de la
gracia o, lo que es lo mismo, de sostener su naturalización (cfr. DH 3891).
Este difícil problema sólo puede comenzar a resolverse adecuadamente
si, previamente, se cuestiona su errado planteamiento: no puede pensarse
la «naturaleza» de forma abstracta y separada de la única economía salvífica
del Creador, como si, por sí misma, la naturaleza exigiese ser completada
por la gracia de forma absolutamente necesaria. No hay necesidad mecáni-
ca ni causalidad determinista en la obra de la creación y de la salvación de
Dios. Se trata, más bien al contrario, de que la gracia misma —Dios mismo,
como «Gracia increada»— ha creado una naturaleza capaz, por un lado, de
recibir la gracia como lo que es, es decir, como don; y, por el otro, de que la
naturaleza creada encuentre en ese don que es la gracia su realización ab-
soluta sin la cual no puede ser pensada. «El espíritu no desea a Dios como
el animal desea su presa: lo desea como un don» (H. de Lubac, Surnaturel,
484). Porque lo creado es obra del amor divino, y esa es su más íntima
constitución, no puede —ni por hipótesis— pensarse en una criatura no
amada —esto es sin gracia— total y absolutamente por su Creador. Esto no
es, de ninguna manera, «obligar» a Dios a conceder la gracia o «naturalizar-
la», sino, más bien, al contrario, sostener que la libertad de Dios no puede

269
LA LÓGICA DE LA FE

ser pensada como la antagonista de una eventual necesidad. El contrapolo


de la necesidad es la contingencia, no la libertad. La libertad es compatible
con la necesidad, porque es el modo según el cual uno se determina a sí
mismo según su propia voluntad. Cuando uno profiere una promesa de
fidelidad hasta la muerte no aniquila su libertad cuando se obliga a cumplir-
la, sino que, más bien, al contrario, la cumple libremente cuando la observa
sin concesiones a otras posibilidades. No anula su libertad, sino que la con-
figura necesaria y libremente en una determinada dirección. Es así como ha
de pensarse, pues, la libertad de Dios en la donación irrestricta de su ser a
toda la creación: como la configuración necesaria y libre que Dios se da a sí
mismo queriéndose dar libre y necesariamente a la criatura, puesto que su
propio ser más íntimo no es sino la eternidad del perfecto amor transitivo.
La necesidad del amor no limita la libertad de Dios, sino que, al contrario,
la hace realmente divina. Es nuestra vivencia del amor la que, al convivir
continuamente con otras posibilidades que se ofrecen como vías alternati-
vas de realización, hace que nuestra libertad oscile en su autodeterminación
y sólo en raras ocasiones vislumbre que su realización más plena —como
le ocurre a los amantes, o a los padres— es no poder hacer otra cosa que
amar sin medida. Esta ausencia de alternativas no elimina la libertad. La
hace lúcida respecto de su única auténtica realidad.
La relación entre la gracia y la naturaleza, al pensar su absoluta gratui-
dad, no ha de comenzar, pues, por una consideración de una supuesta na-
turaleza sin gracia, sino más bien —en conexión con toda la teología de la
creación— por una gracia divina que crea una criatura llamada a la plenitud
de un amor infinito que sólo puede recibir y no conquistar. No es la natura-
leza la que «exige» la gracia, sino la gracia creadora de Dios la que, en virtud
de su suma libertad, ha dado la existencia a esa naturaleza a quien quiere
comunicar su amor y, así, divinizarla. Ahora bien, el énfasis puesto en que
la gracia no se alcanza ni se conquista, sino que sólo se recibe, exige en
este momento una matización de la máxima importancia. La recepción de la
gracia por parte del hombre es una recepción activa. Por tanto, el correlato
en el hombre de la acción de la gracia no es el quietismo, ni la absoluta
pasividad que aniquila la libertad creada. Es, antes bien, al contrario, la ac-
tuación autónoma de la propia criatura. El Concilio de Trento en el decreto
sobre la justificación, el 13 de enero de 1547, sostuvo que no se puede decir
ni que el hombre no haga nada al recibir el impulso de la gracia, puesto
que puede rechazarla, ni que sin la gracia el hombre puede ser justo ante
Dios (DH 1525). La acción de Dios en el hombre consiste en que la criatura
actúe como aquello que la criatura es, a saber: un ser libre y autónomo. La
acción y presencia de la gracia ni suplanta, ni aniquila, ni se yuxtapone,
ni antecede, ni sucede a la acción de la criatura, puesto que cualquiera de
estas opciones, por un lado cosifica la naturaleza de la gracia y, por el otro,

270
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

la desdiviniza al hacerla concurrente en el ámbito propio de la causalidad


intramundana. La actuación de la gracia tiene el carácter invisible del amor
y la visibilidad de lo amado. La gracia, como la fe, actúa por la caridad. Su
presencia en el amor humano es absolutamente trascendente —haciéndolo
así verdadera y enteramente humano— y, de igual forma, absolutamente
inmanente —haciéndolo así verdadera y enteramente divino. La acción del
samaritano es enteramente de él y, al mismo tiempo, —y sin mengua de
su humanidad— es enteramente acción de la gracia de Dios. Ubi amor, ibi
oculus. Ubi amor, Deus ibi est.

4. Gracia, bautismo y filiación

El texto más bello jamás escrito en la literatura occidental que habla de


la experiencia absoluta de la gracia tiene por autor a Pablo Tarso, el cual, en
Rom 8,31 nos dice, con giros cósmicos propios de una experiencia mística,
que nada, absolutamente nada puede separarnos del amor de Dios manifes-
tado en Cristo Jesús. Para comprender a Pablo, es clave, comprender lo que
él llama «ser en Cristo». No hay mejor camino que el señalado en Gálatas
y Romanos. Toda la humanidad está llamada en esas cartas a la verdadera
filiación.
La incorporación a Cristo que el cristiano celebra en el bautismo libe-
ra al hombre del pecado original. El bautismo es el inicio explícito de la
configuración con Cristo. Ser configurados con Cristo significa la inmersión
de nuestro yo en aquella forma de vida que, procediendo de Dios, se hizo
historia en la biografía de Jesús, el judío de Nazaret, y que, con su resu-
rrección, se encuentra eternamente ratificada en la eternidad del Padre. La
certeza, que no evidencia, de esa ratificación vital la tenemos en el testi-
monio del Espíritu. Por eso, quien se bautiza, con-muere con Cristo, para
con-resucitar con él. Por eso, por la incorporación a Cristo somos sacados
de nosotros mismos para poder ser verdaderamente nosotros mismos. En
el bautismo el creyente experimenta la presencia del amor incondicional
de Dios. No un determinado estado de ánimo más o menos fervoroso. No.
Se experimenta la presencia del poder creativo de Dios (Espíritu Santo)
y de su creación (amor). Lo que se experimenta es la fuerza vivificante y
regeneradora de un amor que, como en un cambio de agujas no forzado,
modifica absolutamente la orientación y el sentido de los raíles por los que
discurre nuestra vida. Esto es la vida según el Espíritu. El perdón de Dios
se hace patente, pues, como un dejar atrás, absolutamente atrás, un camino
errado que aborrecemos y que, siendo nuestro pasado, ya no puede deter-
minar nuestro futuro. Implica la transformación radical de nuestra dinámica
vital: de estar centrados en nosotros mismos —en ese egoísmo natural del

271
LA LÓGICA DE LA FE

yo— a estar polarizado por una realidad personal que se aparece como el
verdadero centro de todo.
La teología de la creación nos muestra ontológicamente enraizados en el
amor creador de Dios. Somos, pues, naturalmente sus hijos, porque somos
sus criaturas. Ahora bien, el cristianismo sostiene que la nueva filiación que
el bautismo celebra con la incorporación del catecúmeno a Cristo es verda-
deramente un nuevo nacimiento (Juan) o, igualmente, una nueva filiación
adoptiva (Pablo) que produce en nosotros una paulatina configuración con
Cristo. En efecto, la teología de la gracia del cristianismo sostiene que, en
el bautismo, lo más decisivo de nuestra vida acontece en esa real y efectiva
incorporación a Cristo. Dios se nos revela como lo que eternamente es, a
saber: amante sin límites de todas sus criaturas, amante sin límites de todo
lo viviente y amante sin límites de cada uno de nosotros. De hecho, es la
fuerza de su amor la que nos reconcilia con nuestra condición de criatura
universalmente perturbada por las inercias colectivas e individuales del mal.
Lo cierto es que todavía vivimos en la historia y seguimos experimentando
todas sus ambigüedades. Pero ninguna de ellas tiene ya ni su potencia se-
ductora ni su poder amenazante. La renuncia a Satanás no es un ejercicio
heroico de nuestra voluntad, sino la consecuencia inmediata del amor a
Cristo. Decimos implícitamente que, como Cristo, preferimos morir que ma-
tar. Rechazamos toda cruz por cuanto es expresión de crimen. La amamos,
si su aceptación en el amor significa la victoria definitiva sobre el mal. El
amor de Dios manifestado en Cristo desenmascara el rostro de la tentación
y del mal, y nos lo muestra como lo que verdaderamente jamás debe ser y
como aquello que nos debemos negar a engendrar. Porque, efectivamente,
el mal engendra mal en quien no ha descubierto que la resistencia firme,
decidida y total a su realidad sólo puede hacerse de forma no violenta,
sino quieta, paciente y tranquila. O quieta, paciente y sufriente. Esto es la
cruz: la resistencia activa de quien se niega a engendrar más mal. A esto
está llamado el que renace a la vida y el que recibe la filiación adoptiva en
el bautismo: a aceptar la victoria aparente del mal sobre nuestra vida —y,
por tanto, nuestro fracaso— pese a creer y saber que la victoria verdadera
es siempre cosa de ese amor de Dios en nosotros que vence a la muerte y
a todo sufrimiento. Y que, por tanto, lo que parece fracaso es el verdadero
éxito. Y viceversa.
Desde el inicio absoluto de cuanto existe el amor de Dios nos llama
a la superación de ese yo oréctico, que no es sino apetito, antojo, deseo
inmediato de satisfacción o venganza. El cristianismo sostiene que, siendo
todos criaturas del Señor, estamos llamados a convertirnos en sus hijos,
a alcanzar la mayoría de edad ante Él y ante los poderes del mundo, de
forma que acontezca efectivamente lo que el bautismo celebra: el inicio de
la salvación, a saber: la incoación de ese desplazamiento regenerador, de

272
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

esa superación reintegradora, de ese desbordamiento del amor. Lo que en


Pablo es filiación adoptiva en Cristo, en Juan es nacer de Dios. Para ambos,
de lo que se trata es de una trasformación, de una auténtica transfiguración
que nos configure y nos conforme con Cristo. La filiación natural de toda
criatura es llevada a término, pues, por la acción de la gracia de Dios que,
al derramar el Espíritu Santo en nuestros corazones, nos hace ser lo que
estamos llamados a ser: hijos de Dios que, amando al prójimo y amando a
toda la creación, caminan hacia la eternidad combatiendo firme pero pacífi-
camente el mal del mundo. Pues sólo el amor de Dios manifestado en Cristo
puede detener la fuerza inercial que genera el imperio del mal. Y sólo el
imperio absoluto de su amor hará que, finalmente, Dios sea todo en todos.

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273
LA LÓGICA DE LA FE

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274
III
REDENCIÓN
CREO EN SU HIJO JESUCRISTO
4. CRISTOLOGÍA-SOTERIOLOGÍA-MARIOLOGÍA

GABINO URÍBARRI BILBAO

La segunda parte de esta Dogmática aborda el segundo artículo del cre-


do, el más extenso. La estructuración del credo sigue un esquema lógico: la
generación de Jesucristo, Hijo único de Dios, antes de todos los siglos y su
mediación en la creación; la encarnación soteriológicamente motivada, con
la mención expresa de «María, la Virgen»; la vida terrena culminando con la
pascua y la sesión a la diestra del Padre tras la resurrección; y la futura ve-
nida gloriosa para juzgar. He dividido en dos apartados, de tamaño desigual
la materia: cristología y soteriología, de un lado, y mariología.
Al tratar de la cristología se impone dar razón de la metodología elegida
(§ 18), hoy muy controvertida, con notable repercusión sobre los conteni-
dos cristológicos que luego se proponen. Siguiendo las razones aducidas,
comienzo la presentación de los contenidos por la pascua, muerte (§ 19) y
resurrección (§ 20), como un momento especialmente significativo para la
comprensión de la persona de Jesús de Nazaret y su obra. La percepción de
la figura de Jesús por parte de la primitiva comunidad estuvo sobredeter-
minada por el acontecimiento pascual (J. Ratzinger, Jesús II, 286). La pascua
nos permite comenzar a edificar una figura sólida y creyente de Jesucristo.
En un segundo paso, estudio la comprensión de la persona de Jesús por
parte de la fe eclesial. Para dar cuenta de la misma, es necesario considerar:

277
LA LÓGICA DE LA FE

la predicación del reino y el ministerio público de Jesús (§ 21); la confesión


de fe más primitiva en su persona, recorriendo los tres títulos cristológicos
más destacados: Mesías, Señor e Hijo de Dios (§ 22); los aspectos esenciales
de la aquilatación de la comprensión de su persona durante la elabora-
ción del dogma cristológico (§ 23); así como algunas cuestiones actuales
relativas a su singularidad, su autoconciencia y su libertad (§ 24). En este
recorrido se persigue la confrontación con la investigación histórica sobre
Jesús, recuperar lo fundamental de la fe en Jesús por parte de la primitiva
comunidad cristiana, asimilar los aspectos fundamentales del dogma y decir
una palabra sobre cuestiones que hoy inciden notablemente en la compren-
sión de la identidad de Jesucristo. Una vez vista la persona de Jesucristo,
tematizo de modo más expreso la comprensión de la salvación acontecida
gracias a su persona y su obra, a pesar de las alusiones a la misma a lo
largo del tratamiento anterior, atendiendo de modo expreso al contexto del
pluralismo religioso (§ 25). Por último, presento la figura de María, Virgen
y Madre (§ 26), tanto por sí misma y su íntima relación con su Hijo, como
también como figura ejemplar de creyente. Esto nos permite considerar a
María como figura eclesial por antonomasia, donde la Iglesia ve reflejada su
vocación y su maternidad.
Todos los temas mayores del credo se abordan en este esquema, si bien
con otro desarrollo. La preexistencia y la mediación creadora se ven al tratar
los títulos cristológicos y el dogma; la vida histórica y la pascua se estudian
por sí mismas; la motivación soteriológica se considera monográficamen-
te en un momento, conjugada con otras alusiones dispersas; la figura de
Nuestra Señora se estudia separadamente. Hay alusiones a la recapitulación
final, que sin embargo se abordará de modo expreso en la escatología. El
hilo conductor consiste en entender la persona de Jesucristo en su particu-
laridad personal (títulos, dogma, singularidad) y su actuación (ministerio,
pascua) como aquel que nos trae la salvación de Dios (soteriología). Una
salvación que la Iglesia pondrá a disposición de todos y que ya refulge en
la figura de María (mariología), que a su vez contribuyó con su fiat decisivo
a que irrumpiera en la historia.

I. PRELIMINAR: EL ACCESO TEOLÓGICO A LA PERSONA DE JESUCRISTO

En la cristología actual uno de los temas decisivos es el modo de ac-


ceso a la persona de Jesús que se vaya a privilegiar o que se tome como
interlocutor. El primer tomo del libro del papa Ratzinger sobre Jesús parte
precisamente de esta problemática (Jesús I, 7-21), tomando partido por una
aproximación de carácter teológico que no se adentre en los vericuetos del
método histórico-crítico, sin negar sus méritos. Su opinión queda así resu-

278
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

mida: «La grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada
vez más profunda… Pero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en
Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de
como lo presentan los evangelios y como, partiendo de los Evangelios, lo
presenta la Iglesia» (Jesús I, 7). Por eso, el primer paso que se impone en la
cristología es dar cuenta de la metodología que se va a emplear y, más en
concreto, del lugar que se le concederá a la investigación histórica sobre
Jesús en su construcción. Sobre esta cuestión trata esta primera tesis.

§ 18. La credibilidad de la confesión de fe cristológica ha de mostrar la


consistencia de la confesión de fe en diálogo con las aportaciones de la in-
vestigación histórica sobre Jesús. La metodología adecuada para responder
a este desafío radica en la articulación del eje ontológico del ser de Cristo
con el eje histórico, en combinación con la génesis de la cristología.

La cristología es aquella parte de la teología que trata de dar cuenta de


manera razonada y articulada para hoy de la confesión de que Jesús de
Nazaret es el Cristo, el Hijo de Dios, de tal manera que esta creencia en su
pretensión de verdad universal sea públicamente sostenible. Al hablar de
teología ya introducimos la fe en nuestra aproximación al objeto de estudio.
En la definición se alude a la confesión de Pedro (Mc 8,27-30 y par.), texto
paradigmático en el que resuena la pregunta por Jesús que cada generación
ha de responder para apropiarse en verdad la confesión de fe cristológica a
la altura de su tiempo. Pensando en el nuestro, con esta definición se pone
expresamente de manifiesto que la cristología ha de ser capaz de entrar en
el debate público, en el ágora cultural y universitaria, para mostrar ahí cómo
esta creencia es hoy en día sostenible. Por su misma índole, la cristología
defiende que en Jesucristo Dios ha revelado la verdad de Dios y del hom-
bre; siendo así, la pretensión de verdad universal le resulta inherente. Para
que no sea una pretensión gratuita habrá de ser capaz de mostrar cómo se
fundamenta últimamente que en Jesucristo acontece la revelación definitiva
de Dios.

1. La investigación histórica sobre Jesús

El objeto de la cristología es Jesús en su propiedad de Cristo. El título de


Cristo es utilizado para compendiar todas las denominaciones de grandeza,
dignidad y majestad que cualifican el ser y la obra de Jesús. Así, la cristolo-
gía incluye como un componente fundamental la confesión de fe en Jesús
como el Cristo. Mientras, la jesuología se ocupa exclusivamente del estudio
de Jesús, prescindiendo de la fe y sin llegar a la confesión de fe. Se acerca a
Jesús como personaje histórico, con los instrumentos de la ciencia histórica.

279
LA LÓGICA DE LA FE

El objeto de la jesuología es propiamente lo que se denomina el Jesús his-


tórico. Por consiguiente, se limita a aquellos datos, acontecimientos, formas
de comportamiento, intenciones y circunstancias temporales que pueden
considerarse como científicamente seguros o probados por la metodología
propia de la ciencia que se maneje (historia, sociología, arqueología, etc.).
El «Jesús histórico» es un constructo científico, producto de la investigación
histórica sobre Jesús de Nazaret. Sin embargo, el Jesús de la historia es
mucho más amplio que el Jesús histórico en sentido estricto. El Jesús his-
tórico se circunscribe a lo que científicamente, según la metodología de las
ciencias históricas, se puede dar por sentado sobre el Jesús de la historia. El
Jesús de la historia es más amplio que el Jesús histórico. Se habla del Jesús
de la historia cuando consideramos toda la existencia temporal del hombre
Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte en la cruz. Como se puede
apreciar de inmediato, la consideración del Jesús de la historia deja fuera
la resurrección, que es un aspecto fundamental para la fe. El Cristo de la fe,
por su parte, es aquél confesado y predicado por la primitiva comunidad,
por los apóstoles. Algunos hablan también del Cristo kerigmático, es decir
el predicado en el kerigma por la primitiva comunidad. La jesuología se
concentra en el Jesús histórico, en el sentido técnico. Mientras que la cris-
tología incorpora de modo expreso y decidido la consideración y el estudio
del Cristo de la fe.
A partir de esta distinción, surgen algunos temas fundamentales. Prime-
ro, la relación entre el Jesús histórico (constructo científico al que podemos
llegar con bastante grado de certeza histórica) y el Jesús de la historia (el
que vivió en Palestina). Algunos (ej.: A. Schweitzer, R. Bultmann) han cues-
tionado que científicamente nosotros podamos conocer siquiera algo de
Jesús, de tal manera que el Jesús histórico quedaría vacío. Por otra parte,
resulta muy importante para la cristología verificar qué amplitud y qué gra-
do de certeza tiene nuestro conocimiento histórico científico sobre Jesús.
De esta amplitud se seguirán consecuencias sobre la credibilidad que se le
pueda otorgar a la transmisión acerca de la persona de Jesucristo que hace
la primitiva Iglesia, aunque no todos los aspectos de su transmisión de fe
formen parte de lo que cabe adjudicar a Jesús según la ciencia que estudia
la antigüedad. Si del personaje histórico Jesús de Nazaret no supiéramos
nada, ¿cómo podríamos pretender que sea creíble y que merezca la pena la
adhesión de fe a él?, ¿con qué credibilidad?
Segundo, la relación entre Jesús de Nazaret, tal y como nosotros hoy
podemos acceder a él a través de un estudio científico de su historia, es
decir: el Jesús histórico, y el Cristo de la fe (confesado y transmitido por la
primitiva comunidad). Para W. Kasper (Jesús el Cristo, Salamanca 101999, 44)
éste es el contenido central de la cristología hoy en día. Para la cristología
resulta fundamental vertebrar la lógica de la articulación entre la historia de

280
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Jesús que nosotros podemos reconstruir científicamente y la interpretación


de esta historia y su significado profundo que hizo la primera comunidad,
para detectar sus puntos de continuidad, de innovación, de profundización,
etc., y así verificar la legitimidad de la fe en Jesús como el Cristo de Dios.
Es decir, si lo predicado por Jesús en el kerigma encaja con suavidad con
lo que nosotros podemos reconstruir que Jesús dijo, hizo y con su propia
autocomprensión; más en concreto, si en el Jesús histórico encontramos
rasgos suficientes que legitimen la confesión de fe en él como Mesías, Se-
ñor, Hijo de Dios y Salvador.
Además, y sobre todo, en qué medida ambos, el Jesús histórico y el
Cristo de la fe, dan cuenta o no a través de su articulación de un modo fi-
dedigno del acontecimiento Cristo en su totalidad, del testimonio apostólico
sobre él y de la fe de la Iglesia en el Señor Jesús. Es decir, si este modo de
abordar la cristología, introduciendo como un factor esencial la investiga-
ción histórica de Jesús a la hora de constatar la legitimidad de la confesión
de fe, hace justicia en su método y en su resultado a lo que se nos propone
en la fe de la Iglesia y en los documentos neotestamentarios para creer
acerca de Jesús de Nazaret como Cristo de Dios.
No podemos dejar de lado la investigación científica sobre Jesús de Na-
zaret, por varias razones. Primero porque sería una forma de negar la ver-
dad de la encarnación: Jesús fue un personaje histórico. Segundo, porque
hoy no podemos defender en Occidente nuestra fe sin afrontar el reto de
la racionalidad científica. La teología y la cristología no se pueden refugiar
en el fideísmo, como si para ser cristiano hubiera que dejar de lado la in-
teligencia y el estudio crítico de la historia. Si la fe cristiana no es capaz de
asumir este reto se desautoriza como algo infantil o anticuado. La fe cris-
tiana y la teología han de entrar en este debate, y ser así ‘presentables en
sociedad’: «La teología es un producto cultural; por eso, desde el momento
en que una cultura adopta una óptica histórico-crítica —como hizo la occi-
dental a partir de la Ilustración—, la teología sólo puede hablar a esa cultura
y actuar en ella con credibilidad si adopta en su metodología un enfoque
histórico» (J. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico.
I Las raíces del problema y de la persona, Estella 32000, 213). Otra cosa es
el valor de la historia, pues la fe no se reduce a conocimientos históricos y
científicos según métodos modernos o, dicho de otra manera, la fe cristiana
no se resuelve en historiografía.

2. Planteamiento metodológico

En la metodología nos proponemos combinar de manera articulada tres


elementos: lo que denomino el eje ontológico o kerigmático, en el que se
recoge la confesión de fe neotestamentaria, luego reflexionada y asimilada

281
LA LÓGICA DE LA FE

por los grandes concilios cristológicos; el eje histórico, que atiende a la


densidad cristológica de la historia de Jesús, también considerada desde el
punto de vista de la investigación histórica; y, por último, la importancia de
tener presente hoy en día para dar cuenta de la sostenibilidad de la confe-
sión de fe la génesis de la misma cristología. La clave que propongo implica
una articulación del eje ontológico y del eje histórico, como dos momentos
esenciales para una comprensión integral de la persona de Jesucristo. En
su integración, propongo una primacía del eje ontológico, recogiendo la
asimetría entre divinidad (una persona divina) y humanidad (una naturale-
za humana íntegra asumida por la persona divina) en la persona de Cristo
según el dogma cristológico. Me parece que además así también se hace
justicia a la misma génesis de la cristología, que partiendo de la admiración
por Jesús, su pretensión mesiánica y la adhesión a su persona, culmina y se
afianza en la convicción de que Jesús es el Hijo de Dios encarnado.

a) Límites y posibilidades del eje ontológico

El eje ontológico, en el que se había venido moviendo la cristología


patrística al menos desde el concilio Nicea (año 325), es básico pero insu-
ficiente. Con Máximo Confesor (579/580-662) y la solución de la crisis mo-
noteleta se abre el espacio para que la historia de Jesucristo adquiera peso
teológico sustantivo. Los monoteletas pensaban que si se afirmaban dos
voluntades en Jesucristo, una humana y otra divina, se daría una escisión
imposible en el sujeto cristológico. Por eso, defendían la existencia de una
única voluntad, la divina. De ahí el nombre: monos = uno; thélema = vo-
luntad. Sin embargo, de no haber una voluntad humana, ¿se puede pensar
en una naturaleza humana íntegra asumida por el Verbo en la encarnación?
Máximo elabora toda una reflexión para mostrar cómo: a) la presencia de
la naturaleza humana exige una voluntad humana, ya que la voluntad pro-
viene de la naturaleza, no de la persona; y b) que en la persona de Cristo
la presencia de las dos naturalezas no produce una escisión, sino que se
da una armonía entre ambas voluntades, ya que el ejercicio de la voluntad
humana se realiza por parte de una naturaleza que ha sido asumida por
el Verbo en su encarnación. Si hay una voluntad humana en ejercicio de
sus facultades, entonces hay una historia en que esta voluntad humana se
despliega. Una historia que no es solamente una historia humana, aunque
esto sea a primera vista lo más inmediatamente perceptible (y lo que ten-
dencialmente recoge en exclusiva la investigación histórica sobre Jesús),
sino también una historia divina, so pena de escindir el sujeto unitario del
Verbo encarnado.
Sin embargo, una lectura del sujeto cristológico que se quede en la
ontología, sin apertura a la historia dotando a esta última de significación

282
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

teológica sustantiva, no es capaz de dar cuenta de lo que denomino el dina-


mismo de la encarnación, reduciéndola al momento puntual de la asunción
de la naturaleza humana por parte del Verbo eterno o a la unión hipostática:
«Pero, al mismo tiempo, esta lectura ontológica se revela insuficiente para
expresar la dimensión de devenir, desde la concepción de Cristo hasta su
glorificación; debe ser completada por la lectura histórica» (F.-M. Léthel,
Théologie de l’agonie du Christ, 111). Si lo miramos desde el himno de la
Carta a los filipenses, la lectura ontológica capta la kénosis de la asunción
de la forma de esclavo (Filp 2,6-7), pero no es capaz de formular la humi-
llación y la obediencia hasta la muerte (Filp 2,8). Porque esta obediencia
de Jesús incluye una dinámica histórica de una voluntad y de una libertad,
un caminar histórico con opciones y decisiones concretas. En definitiva, la
perspectiva se abre hacia el dinamismo encarnatorio, pues una naturaleza
humana implica de por sí una historia humana de libertad y decisión. A
través de la historia toma cuerpo lo que densamente se formula en la encar-
nación: cómo siendo el Hijo nos muestra lo que es la filiación haciéndose
verdaderamente Hijo en el ejercicio de la obediencia filial. Para el himno de
la Carta a los filipenses esta obediencia es capital, y causa de la glorificación
posterior. Por tanto, si se queda fuera de la cristología, dicha elaboración
será insuficiente para dar cuenta del misterio de Cristo. La Carta a los ro-
manos baraja también la obediencia histórica de Cristo como un factor teo-
lógico capital (ej. Rom 5), sin reducir todo al hecho de la encarnación y la
kénosis. La teología de Juan, por su parte, no pone en duda la encarnación
tal y como recalca el prólogo. Pero destaca formidablemente el momento
de la hora, de la glorificación, en la pascua, cuando se alcanza el culmen.
Es en ese momento cuando se llega hasta el final, pues ahí se manifiesta
que nos amó hasta el extremo de lo posible (Jn 13,1: eis télos); que el mayor
amor reside en entregar la vida por los amigos hasta la muerte (Jn 15,13);
que en esa hora final de entrega hasta la muerte es cuando Jesús cumple
todo lo que el Padre le ha encomendado, cuando llega a la consumación
(teleiosis) de todo, justo en el instante de la muerte (Jn 19,28.30). Un es-
quema cristológico que sea ciego o incapaz de recoger toda la densidad de
estas reflexiones y narraciones neotestamentarias proporcionará una cristo-
logía coja.

b) Límites y posibilidades del eje histórico

En segundo lugar, en la elaboración de Máximo Confesor queda claro


que no es posible una comprensión teológica a fondo de la historia de
Jesús, sin una lente teológica e incluso ontológica desde donde leerla. Sin
esta lente la historia corre el serio peligro de vaciarse de contenido propia-
mente teológico y convertirse en una historia simplemente humana. Así, un

283
LA LÓGICA DE LA FE

punto de partida reductivamente historicista de la cristología conduce a una


jesuología, a una apreciación de Jesús como sujeto meramente humano, sin
incorporar lo que es singular suyo y queda recogido en la lectura ontológica
de la encarnación, que no es prescindible para la cristología, pues supone
su entronque trinitario. Formulándolo, pues, más concisamente: el eje histó-
rico es imprescindible, pero por sí mismo insuficiente.
Queda claro que la lectura teológica de la historia de Jesús ha de des-
embocar en una conceptualización que refleje la identidad específica y
distintiva de Jesucristo. Es decir, la historia ha de entroncar con el kerigma,
con los títulos cristológicos en sentido fuerte, en particular el título de Hijo
de Dios. De no hacerlo así, la historia de Jesús nos dejaría ante un hombre
ejemplar. En la génesis de la cristología todo indica que comenzando por
la fascinación por Jesús y su mesianismo singular, la primitiva comunidad,
a partir de la resurrección, reconoció a Jesús como Señor, llegando a su
adoración. El señorío de Jesús se entendía como universal y se extendía
desde los orígenes del mundo con su mediación de la creación (1Cor 8,6;
Col 1,16-17; Heb 1, 2; Jn 1,3), hasta la recapitulación final de todo (1Cor
15,23-28; Ef 1,10; Ap 1,8; 21,6; 22,13). En este proceso resulta fundamental
la unión estrecha de todos los momentos, pues el peligro que se corre es
que el hombre Jesús (investigación histórica) sea independiente del Cristo,
Señor, Hijo de Dios, sin mostrar de modo congruente, coherente y soste-
nible la identidad absoluta de Jesucristo, que Jesús es el Señor, es el Verbo
encarnado, es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre. Las narraciones
evangélicas ya nos presentan este resultado como catequesis fundamental
de nuestra fe, pidiéndonos que no lo despreciemos. Por eso, parece con-
veniente introducir en un momento o bien inicial o bien muy temprano
el momento de la ontología descendente o de la lectura kerigmática de
la historia de Jesús de Nazaret. De este modo se incorpora, aunque sea
con adaptación a la situación actual de la cristología, lo que significaron el
segundo y tercer concilio de Constantinopla, reafirmando la unidad de la
persona y la integridad de la humanidad de Jesucristo.

c) Relevancia y lecciones a partir de la génesis de la cristología

Resulta instructiva una mirada al NT y al proceso creyente de los prime-


ros discípulos, que para nosotros hoy en día no solamente es paradigmático
en la propuesta de su fe, sino también en el proceso de la adhesión a la
misma. Pues hoy no nos basta con constatar la realidad y la profundidad
de la confesión de fe de la primitiva comunidad, sino que para entenderla
y poder apropiárnosla con conocimiento de causa estimamos necesario
conocer lo que la pudo originar. A través de los estudios históricos se ha
puesto de manifiesto y sabemos que hubo todo un proceso de composición

284
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

de las narraciones evangélicas y unas primeras experiencias de los discí-


pulos palestinenses, cuya comprensión de la fascinante persona de Jesús
fue sufriendo una evolución, de la que han quedado huellas en los textos
elaborados y transmitidos por la primitiva comunidad.
En la génesis de la fe de los primeros discípulos está claro que se da
una prioridad de la historia de Jesús, bien fascinante, sorprendente, atrac-
tiva, desconcertante y maravillosa (Dunn). A estas alturas, en los inicios
del ministerio de Jesús y durante sus compases fundamentales, no podrían
comprender a Jesús más que dentro de moldes judíos, de tipo mesiánico,
por más que en la misma pretensión de Jesús, en su comportamiento y en
su autoridad aparezcan rasgos que ya inducen a una superación de los mol-
des y cuadros judíos (Abbà, autoridad, curaciones y exorcismos, irrupción
del reino de Dios ligado a su persona, interpretación de la Ley en nombre
propio, exigencia radical en la llamada al seguimiento, reconstitución del
nuevo Israel en torno suyo, planteamiento de una nueva economía salví-
fica que no gira en torno a la Ley y al Templo, sino en torno a su propia
persona). No era posible en la mentalidad judía, y posteriormente llevó a
la ruptura con la sinagoga, considerar a Jesús de Nazaret, a un hombre, en
parangón con Yahveh, o como la misma sabiduría encarnada, como ponen
de manifiesto los títulos de Kyrios y de Lógos.
Las esperanzas cifradas en el reino que Jesús predicó y ligadas a su
persona, entraron en crisis con la muerte, que supuso un desconcierto. Sin
embargo, tras la estupefacción, preparados por el maestro, vino la sorpresa
de la novedad de la resurrección: Jesús estaba vivo y vivificaba, era la fuen-
te de una vida que vence a la muerte. ¿Qué significaba esto para entender
en verdad la persona y la obra de Jesús? Ya no se podía seguir atendiendo a
su mensaje sobre el reino sin considerar el peso sustantivo de lo que había
acontecido en la última semana en Jerusalén, incluyendo los gestos y las
palabras de la Cena, la muerte ignominiosa en la cruz y la confirmación por
parte de Dios con la resurrección y la sesión a la diestra de Dios. Desde
este momento, bajo el foco de la resurrección y la luz del don del Espíritu,
en pocos años, se despliega lo fundamental de la cristología y se genera la
auténtica confesión de fe cristológica (Jn 2,22; 14,17; 16,13): universalidad
de la salvación por su muerte en cruz, señorío escatológico y universal, me-
diación de la creación al estilo de la sabiduría, recapitulación final de toda
la historia, etc. (M. Hengel, Studies in Early Christology; H. Schlier, Anfän-
ge; cfr. Filp 2,6-11; 1Cor 8,6; 15,3-4; Rm 1,3-4; 10,9; 1Cor 12,3; Col 1,15-20;
Ef 1,3-14; Heb 1,1-4; 1Pe 1,20; 3,18; 1Tim 2,5; 3,16; Hch 2,36; Jn 1,1-18).
Es decir, después de la resurrección (J. Ratzinger, Teoría de los principios
teológicos, 219) y unido a todo lo anterior, se profundizó en el significado
de la persona de Jesús, en el alcance de su obra y de su pretensión, en la
comprensión de su identidad última, aplicándole una lectura típicamente

285
LA LÓGICA DE LA FE

cristiana de textos veterotestamentarios, entre los que destacan los salmos


reales y mesiánicos (ej. Sal 2, 8, 22, 45, 69, 78, 89, 110, 118), continuando y
profundizando la estela de la comprensión de Jesús de su propio ministerio
y de su persona. Se empezó a formular el kerigma central de la fe cristiana,
que ya no habla preponderantemente del reino predicado por Jesús, sino
sobre todo de la identidad verdadera de Jesucristo y de la salvación que se
encuentra en Él y gracias a Él. Se da un desplazamiento del reino de Dios
a Jesús el Cristo.
Así, descubren que Jesús es verdaderamente el Cristo, el Señor, el Hijo
de Dios, el salvador de todos. Y se alcanza a reconocer que solamente
desde la preexistencia se entiende la figura, la persona y la obra de Jesús.
De tal manera que se reconoce plenamente su divinidad, que con él se ha
inaugurado la fase definitiva y final de la economía de la salvación, que las
mediaciones anteriores (Ley, Templo) han quedado superadas, ampliando
y radicalizando lo que significa la irrupción del reino de Dios de su mano y
con su ministerio. A la vez que se reconoce la legitimidad plena de esa pre-
tensión en todos sus pormenores, se descubre bajo la luz del Espíritu una
profundidad antes no sospechada en su altura y su profundidad. Todo esto
desemboca, finalmente, en la separación de la sinagoga, porque Cristo ha
superado definitivamente la economía de la Ley; y en el establecimiento de
la fe cristiana como simultáneamente cristológica y trinitaria, aunque sean
frecuentes las fórmulas binitarias.
El mensaje central del kerigma se ilumina, posteriormente, con los
recuerdos narrativos de la vida de Jesús. Por lo tanto, la primera comu-
nidad entiende que la historia de Jesús, su santa historia entre nosotros,
es del todo punto vinculante para la fe, si bien esta historia ya se nos
transmite leída a través del kerigma, no como una historia neutra. En
este sentido, la historia de las narraciones evangélicas ni es inventada ni
es falsa. Con un sustento fidedigno, es una historia kerigmatizada. Por
lo tanto, no se nos quiere transmitir una historia simplemente, la histo-
ria de Jesús sin más; sino una historia con kerigma: la historia de Jesús
que es el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, el Verbo eterno encarnado.
Prueba de ello, entre otros muchos detalles, es que las narraciones de
la infancia de Mateo y Lucas y el prólogo de Juan actúan como lente
del conjunto del material narrativo de cada uno de estos evangelios. El
mismo evangelio de Marcos, más parco, también contiene un prólogo
con título cristológico: «Comienzo del Evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo
de Dios» (Mc 1,1). Pero además, la escena del bautismo (Mc 1,9-11), de
corte trinitario, es una lente de lectura para toda la narración posterior
sobre el mesianismo de Jesús y su pretensión. Por otra parte, los títulos
cristológicos aparecen espigados a lo largo de las narraciones, no se
ubican al final, después de la resurrección, ni se restringen a las cartas

286
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

y al Apocalipsis de Juan. Así, nos dan a entender que ese mismo Jesús
que caminó por las tierras de Palestina predicando la irrupción del reino
de Dios es el Cristo, el Señor y el Hijo de Dios, sin división alguna, sino
en identidad plena e irrestricta. El Señor exaltado y el Jesús terreno son
uno y el mismo.

II. LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DE NAZARET COMO DESVELACIÓN


ESENCIAL DE SU PERSONA Y SU OBRA

El misterio pascual pertenece al cogollo de la fe cristológica, el meo-


llo mismo del NT y el centro de la celebración litúrgica. Además, ocupa
el centro de la confesión de fe, aportando la clave fundamental para
entender al personaje Jesús de Nazaret en toda su densidad. La historia
de Jesús y la identidad de su persona se captan desde lo acontecido en
la pascua.
Plinio el Joven, en una carta a Trajano escrita en el año 112, afirma lo
siguiente de los cristianos: «Que acostumbran a reunirse un día determina-
do antes de la salida del sol, cantan a coro a Cristo como a su Dios» (Ep.
10,96,7). Un análisis de los himnos cristológicos (M. Hengel, «Hymns and
Christology» (1980), en Id., Between Jesus and Paul, Philadelphia 1983, 78-
96; 188-190; Studien zur Christologie. Kleine Schriften IV, Tübingen 2006,
205-258) y de las primeras confesiones de fe y homologías (H. Schlier,
Anfänge) pone de relieve que su núcleo central gira en torno a la muerte
y la resurrección de Jesús. «En él [sc. el himno cristológico] la pasión de
Cristo, su glorificación y la sujeción de los poderes eran, a la vez, ‘narrados’
y ‘proclamados’ con nuevos matices constantemente. De hecho, estos dos
elementos difícilmente se pueden separar en el cristianismo más primitivo»
(M. Hengel, «Hymns», 94).
El contenido fundamental de las homologías y de los himnos parte de
la pascua, de la muerte y la resurrección. Con lo cual, el sujeto del que se
hacen las diversas afirmaciones es Jesús. Desde ahí se despliega todo un
abanico que llegará desde la preexistencia hasta la sumisión de todo el
cosmos a Jesús. Se reconoce, primeramente, en Jesús al plenipotenciario
escatológico irrestricto de parte de Dios, ligado originalmente a la confe-
sión como Cristo. Podemos interpretar que así es como se relee ahora lo
que ha significado en realidad el ministerio de Jesús a favor del reino de
Dios y su llegada. Jesús es aquel con el que llega la salvación definitiva,
la acción última de Dios; el que ahora está sentado a la derecha del Padre
(Sal 110) y es su Hijo. Desde aquí se descubre que aquel a quien se le ha
concedido el poder escatológico (final y definitivo) como Señor (Kyrios),
debido a la coherencia de Dios en su actuación, no puede ser otro sino el

287
LA LÓGICA DE LA FE

que ya poseía todo el señorío protológico (inicial y desde el principio). Es


decir, que es en la pascua donde se ha manifestado la identidad y la obra
de Jesús; una identidad y una obra que remite entonces a la intensidad de
la redención obrada, a la recapitulación universal puesta en marcha y a la
mediación creadora inicial antecedente. Se da primero un movimiento as-
cendente desde la pascua. Se privilegia el valor de la humanidad de Cristo,
como quicio inicial de toda la cristología y de toda evolución posterior. El
reconocimiento de este hombre escatológico conduce a la comprensión de
su persona desde las categorías de la sabiduría: preexistencia, mediación
creadora, a las que se añade el señorío universal y escatológico. Todo
desemboca en el reconocimiento de la majestad de Jesús, el Cristo, que es
Señor, Hijo de Dios. Y así se abre la consideración trinitaria de Jesús como
encarnación de Dios entre nosotros, de su palabra (Lógos) y su sabiduría
(Sophia). En ningún momento se sustrae de esta dinámica ni la humanidad
de Jesús ni su historia ni la mediación ascendente gracias a su muerte y
posterior resurrección.
En los himnos, como en el de filipenses por ejemplo, se incorpora un
esquema de descenso, que es muy primitivo. Esto implica que el esquema
ascendente inicial y primero, pide en su propia lógica que se complemente
con un esquema descendente, para dar cuenta de la densidad de lo que
ocurre en el camino ascendente de Jesús hasta la diestra de Dios, para
captar la identidad de su persona y el alcance de su obra. El esquema des-
cendente, tal y como aparece en el prólogo de Juan y está implicado en
las narraciones de la infancia, pide que se complemente con una narración
de la historia de Jesús, que no obvie ni el caminar histórico ni la densidad
de la pascua. Esta perspectiva subraya la densidad y la importancia del
camino histórico de Jesús, que ha sido el factor decisivo. Además, pone de
relieve cómo el elemento fundamental fue la pascua. Entonces, podemos
considerar la pascua como un auténtico punto de ignición de la cristología,
que producirá la «explosión» inicial, en la que los elementos anteriores se
potencian y profundizan, se reformulan parcialmente, y donde se da una
auténtica ampliación del horizonte. El pensamiento de la encarnación es
cronológicamente posterior y generado por la necesidad de entender la
pascua. Lo cual nos aboca a la necesidad imperiosa de elaborar una cris-
tología en la que la densidad de la pascua ostente su puesto privilegiado.
Esto implica otorgar un papel fundamental al sacrificio voluntario de Cristo,
como culminación de su caminar histórico en obediencia al Padre, cum-
pliendo la misión encomendada de vivir un mesianismo de sufrimiento,
humillación y cruz. Este relieve, por otra parte, no se adquiere si el sacrificio
de Cristo se vacía como la muerte generosa de un simple hombre, sin ver
en ella la muerte y el sacrificio voluntario de «el Hijo de Dios, que me amó
y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Dado el cúmulo de aspectos cris-

288
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

tológicos que la pascua desencadenó y la importancia de los mismos para


captar la identidad de Jesucristo y el alcance de su obra, estimo oportuno
comenzar el estudio de los contenidos propios de la cristología precisamen-
te por la pascua.
Una sana cristología no disocia el misterio pascual en dos piezas aisla-
das, sino que las considera una unidad. Jesús no fracasó sin más en la cruz,
sino que llegó hasta el final en su misión, alcanzando la cota más alta de
amor y servicio (Jn 13,1), cumpliendo todo lo que el Padre le encomendó
(Jn 19,30); nosotros no seguimos a un fracasado, sino a un resucitado que
está sentado a la derecha de Dios y participa de toda su gloria y esplendor.
La resurrección no ocurrió como una especie de rapto, al estilo de Henoc
(Gén 5,24) o de Elías (2Re 2,9-11), cuando Jesús hubo enseñado suficiente
a los discípulos, sino que Jesús fue levantado de entre los muertos, después
de haber sido rechazado, insultado y convertido en un guiñapo de heridas.
El crucificado es el resucitado y el resucitado es el crucificado.

§ 19. La muerte de Jesús se ha de entender en continuidad con su minis-


terio. La expulsión de los mercaderes del Templo supuso la última acción
simbólica que desencadenó el proceso de su condena. En el marco de la
última Cena, Jesús se despide de sus discípulos y les anticipa el sentido de su
muerte como entrega salvífica y como último servicio a favor de la instau-
ración del Reino de Dios. La doble condena, religiosa y política, refrenda el
mesianismo de Jesús.

Al considerar la muerte de Jesús tocamos uno de los hechos centrales


de su vida, de cuya historicidad no se duda seriamente. Sin embargo, lo
central para la fe está no el hecho (fides historica) sino en el sentido del
mismo (fides spiritualis). Para que la interpretación teológica se sostenga ha
de partir del hecho mismo, en su descripción esencial, unirlo con la inter-
pretación que del mismo dio Jesús, y enlazar todo esto con el sentido que
se le da en la Iglesia. Me remito a los jalones esenciales de este entramado,
indicando cómo su muerte es consecuencia de su vida. Me detengo en la
Cena, donde el mismo Jesús ofrece una interpretación de su muerte, y del
conjunto de su vida, de enorme densidad. Finalmente apunto las razones
de su condena y la interpretación teológica de la misma. Con estas piezas
poseemos el entramado fundamental.

1. La muerte de Jesús en continuidad con su ministerio

Hemos de ver en su conexión la muerte de Jesús con el resto de su vida.


Su muerte es consecuencia de su vida. El ministerio de Jesús se ha desa-
rrollado acompañado de un conflicto importante con algunos grupos des-

289
LA LÓGICA DE LA FE

tacados del judaísmo contemporáneo. H. Schürmann (El destino de Jesús,


120-122) opina que Jesús hubo de ser muy consciente de su posibilidad de
fracaso muy pronto, pues su mensaje sobre el reino chocaba frontalmente
con prácticamente la totalidad de los grupos judíos de su época y, por lo
tanto, con el judaísmo de su tiempo. Jesús transgredió algunas normas muy
queridas de los fariseos relativas a la pureza alimentaria (comidas con publi-
canos y pecadores) y a la observancia sabática (ej. curaciones en sábado);
manifestó una pretensión de estar por encima de la Torah aportando una
interpretación de la misma que se fundamenta últimamente en su propia
autoridad. Veremos el significado de su acción simbólico-profética en la ex-
planada del Templo. El sumo sacerdote recoge bien el asunto en un logion
exclusivo del evangelio de Juan: «Conviene que muera un hombre solo por
[ pr] el pueblo» (Jn 18,14; cfr. Jn 11,50).
Todo apunta, pues, a que Jesús mismo, contando principalmente con
el antecedente de Juan el Bautista (decapitado por Herodes; Mc 6,17-29 y
par.); pero también con la tradición de los profetas que mueren en Jerusa-
lén (Lc 13,34), de la muerte del justo (Sab 2,10-20) y del siervo de Yahveh
(Is 52,13-53,12), previó que mantenerse fiel en su mensaje del reino le iba
a suponer la muerte. Y si Jesús previó su muerte como cercana o próxima,
lo lógico es que él mismo le diera una interpretación y un sentido, y que
transmitiera este sentido a sus discípulos. La Cena de despedida aparece,
entonces, como el momento más propicio para esta confesión última, en
forma de testamento a sus amigos y seguidores.

2. La expulsión de los mercaderes del Templo

Los evangelios recogen de diferente manera una actuación simbólico-


profética de Jesús contra el Templo (cfr. Mc 11,15-19 = Mt 21,12-17 = Lc
19,45-48; Jn 2,13-22). Lo que está detrás es una cuestión del máximo alcan-
ce teológico, pues el enfrentamiento de Jesús con las autoridades religiosas
oficiales del judaísmo versa, en definitiva, sobre la imagen de Dios, sobre
el verdadero culto y la verdadera religiosidad. Hoy en día reina un acuerdo
bastante amplio sobre la historicidad de la actuación simbólico-profética de
Jesús en el Templo. En este caso, se prefiere la cronología de los sinópticos
a la de Juan, que sitúa este acontecimiento al principio del ministerio de
Jesús (Jn 2,13-22), dado que la expulsión de los mercaderes del Templo se
invoca en repetidas ocasiones durante el proceso (Mc 14,58 y par.) y duran-
te la pasión (Mc 15,29 y par.), parece que fue una acción tremendamente
provocadora, que hemos de situar en la última semana del ministerio de
Jesús.
Sentido teológico. Los cambistas y los mercaderes estaban situados en el
atrio de los gentiles. Un lugar donde todo tipo de gente tenía acceso. La

290
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

presencia de estas personas resultaba indispensable. A Jerusalén acudían


peregrinos judíos de diversas partes. Pero para realizar su ofrenda era nece-
sario hacerlo mediante la moneda del Templo. Todos los peregrinos tenían
que acudir a los «cambistas». Con la moneda adecuada debían ahora rea-
lizar su ofrenda, que solía consistir en ofrecer algunos animales (palomas
y ganado menor). Estos animales debían cumplir una serie de requisitos
para que fueran animales puros y adecuados. En la práctica se acudía a los
mercaderes y se les compraba in situ el animal requerido para el sacrificio.
El funcionamiento del Templo se sustenta sobre la distinción entre puro e
impuro. Al atrio de los gentiles no está prohibida la entrada. Al siguiente re-
cinto pueden acceder las mujeres. Al tercer patio solamente pueden entrar
los varones israelitas que no hayan caído en impureza. El cuarto patio está
reservado para los sacerdotes y, por último, el sancta sanctorum al sumo
sacerdote. La mayor o menor pureza establece la jerarquía. La pureza e
impureza se aplica a todo lo demás, no solamente a las personas, también
a los animales.
Para entender el sentido teológico es necesario tener presentes los tex-
tos del AT que Jesús invoca para explicar su actuación. En los sinópticos
se alude a Is 56,7 y Jer 7,11. Is 56,1-7. El texto habla del día en que llegue
la salvación, los tiempos mesiánicos. En esos tiempos tanto el extranjero, a
quien no le estaba permitida la entrada en el Templo, como los eunucos,
impuros, podrán presentar sacrificios. La llegada de los tiempos mesiánicos
va asociada a un derribo de las fronteras entre israelitas y gentiles; entre
puros e impuros. Jer 7,1-11. Jeremías realiza una crítica fuerte a un culto a
Dios desprovisto de una conducta acompañada por la justicia. El ministerio
de Jesús se caracteriza por una preferencia por los pobres, los pecadores,
los perdidos, los pequeños. El examen de los textos de Juan arroja un re-
sultado algo diferente pero concordante. En Juan se cita el Salmo 69,10: «el
celo por tu casa me devora». Se trata de un salmo con el se interpreta la
pasión de Jesús (Jn 2,17). La fidelidad de Jesús a la misión le conduce hasta
la muerte. Zac 14,21. La alusión a «aquel día» es una alusión a los tiempos
mesiánicos, al día de Yahveh, al momento del cumplimiento escatológico.
¿Qué ocurrirá entonces? Que todo quedará consagrado a Yahveh. Lo que
Jesús dice es que estos tiempos ya están aquí y, por lo tanto, la función
del Templo ha terminado. Los evangelios sinópticos lo recogen desde otra
perspectiva, indicando que con la muerte de Jesús el velo del Templo se
rasgó (Mc 15,38 = Mt 27,51 = Lc 23,45).

3. La Cena como condensación e interpretación de la vida de Jesús

La Cena tuvo un carácter explícito de despedida de Jesús de sus discípu-


los más íntimos y cercanos. Jesús se reunió con el grupo de los Doce (Mc

291
LA LÓGICA DE LA FE

14,17 y par.). Este grupo posee una fuerte carga simbólica como representa-
ción del Israel renovado que Jesús ha venido a convocar para el reino esca-
tológico de Yahveh. Lo que Jesús dijo a sus discípulos y los gestos que rea-
lizó ante ellos se entienden, pues, dirigidos a todo Israel, allí representado.
Resulta discutido si la última Cena de Jesús con sus discípulos fue o no
una cena pascual, pues diverge la cronología de los sinópticos (pascual) y
la de Juan (víspera). Sin entrar en la polémica, podemos mantener el am-
biente pascual. Los discípulos entendieron después, y la tradición posterior
de la Iglesia así lo demuestra, que la muerte de Jesús y su posterior resu-
rrección son la verdadera pascua.
La comida comporta una densidad especial, tanto en el ambiente judío
como en el ministerio de Jesús. Respecto del ministerio de Jesús, sabemos
bien de las comidas de Jesús con los pecadores, particularmente con los
publicanos (cfr. Lc 5,27-39; 7,34; 19,1-10; Mt 11,19), como elemento consti-
tutivo de su comprensión de la llegada del reino de Dios, mostrando cómo
Dios Padre acoge a los pecadores con un banquete de alegría (cfr. Lc 15,22-
24: hijo pródigo). La realidad del reino de Dios que Jesús pregona se expre-
sa bien a través de la imagen de un banquete: banquete en el que Jesús es
el novio (Mc 2,18-20 y par.); al que los invitados rechazan asistir (Lc 14,15-
24 y par.) y en el que se cumple la profecía de Isaías (Is 25,6). Dentro del
judaísmo la comunidad de mesa expresa una relación de comunión entre
las personas y de estas personas ante Dios (cfr. 1Cor 10,16-20). Desde aquí
se advierte entonces la densidad extraordinaria de la Cena: es comunión
con Jesús, comunión con su destino pascual, que se anticipa en los gestos
que seguidamente estudiaremos, y comunión con su persona y su vida.

a) El transcurso de la Cena: los gestos y las palabras de Jesús

Poseemos diversos relatos de la Cena, con dos tradiciones mayores que


se reflejan en cuatro fuentes. Una tradición está representada por Mc (14,22-
25) y Mt (26,26-29) y la otra por Pablo (1Cor 11,23-25) y Lc (22,15-20). Refle-
jan los desarrollos teológicos de sus comunidades y las prácticas litúrgicas
que ya están en vigor. Respecto al transcurso de la Cena, podemos partir de
la conclusión de M. Gesteira: «En resumen, pues, cabe decir lo siguiente: en
cuanto al desarrollo de la cena parecen históricamente seguros los hechos
siguientes: al comienzo de la misma Jesús partió un pan (después de la ben-
dición a Yahvé) y lo distribuyó entre sus discípulos; de manera semejante,
al final de la cena tomó la copa, pronunció la bendición y dio de beber de
ella a sus discípulos (frente al uso judío). Este doble gesto fue acompañado
de unas palabras explicativas, algo ajeno también al uso tradicional judío,
que preveía en tales ocasiones no un comentario a la fracción del pan o

292
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

de distribución de la copa, sino la ya mencionada plegaria de alabanza y


bendición a Dios». (M. Gesteira, La eucaristía, 47).
De aquí se deduce la conexión intrínseca entre el gesto y su interpreta-
ción por parte de Jesús (cfr. DV 2). En la reconstrucción que hace Theissen,
llega a esta conclusión: «Cabe presumir, por eso, que las palabras de la
cena, en su forma tradicional más antigua, sonaran como la forma paulina:
«Esto es mi cuerpo por vosotros. Esta copa es la nueva alianza en mi sangre»
(G. Theissen - A. Merz, El Jesús histórico, 468). Anticipando el resultado, po-
demos resumir todo con la fórmula que condensa el significado teológico
de la eucaristía: «cuerpo entregado - sangre derramada».
Sobre el pan: «Esto es mi cuerpo por vosotros». Por el cuerpo en el judaís-
mo se entiende la persona. Entonces Jesús está diciendo: este pan repre-
senta mi cuerpo (mi persona); y este pan-cuerpo va a ser entregado por
vosotros, denotando un carácter salvífico en favor de sus discípulos. El
evangelio de Juan lo ha captado bien: «... y el pan que yo le voy a dar, es
mi carne por ( pr) la vida del mundo» (Jn 6,51).
Sobre el vino: «Esta copa es la nueva alianza en mi sangre». La sangre es
la vida. La sangre derramada por Jesús significa entonces su vida derrama-
da, donada, entregada. Si la sangre es la vida, beber de la copa expresa la
participación y la comunión en la vida de Jesús.
Parece que Jesús habló de la nueva alianza. Esto concuerda con la crí-
tica al sistema del Templo, ligado a una alianza. También con la convicción
de Jesús, repetida, de que con la llegada del reinado de Dios comenzaba
una situación radicalmente nueva. La nueva alianza se entiende desde: Ex,
24,8; Jer 31,31, a lo que cabe sumar la referencia al Siervo de Yahveh. Jer
31,31: «He aquí que días vienen —oráculo de Yahveh— en que yo pactaré
con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza». Se habla
de una nueva alianza, sin mención a la sangre. Demuestra la existencia
de una esperanza de una nueva alianza en el judaísmo, según la cual el
cumplimiento de la Ley brotará del corazón: «pondré mi Ley en su interior
y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pue-
blo» (Jer 31,33). Esta esperanza está muy a tono con el ministerio de Jesús:
que Dios «reine» verdaderamente sobre el pueblo. Ex 24,8: «Entonces tomó
Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la
alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras”».
La primera Iglesia asoció estas palabras a las palabras de Jesús. Igual que
la antigua alianza se selló con sangre; así la nueva alianza también se selló
con sangre, con la sangre de Jesús, el nuevo cordero pascual. Esta com-
prensión se refuerza si entendemos que en el mismo Jesús y, ciertamente,
en la primitiva comunidad estuvo muy presente la imagen y la simbólica
del Siervo de Yahveh. Jesús hubo de recurrir con bastante frecuencia al libro
de Isaías, pues su ministerio denota una cercanía especial con la teología

293
LA LÓGICA DE LA FE

de Isaías, especialmente con la del Deuteroisaías, donde encontramos los


cuatro cantos del siervo (Is 42,1-9; 49,1-13; 50,4-9; 52,13-53,12). En ellos
resuena el tema de la nueva alianza (Is 42,6; 49,8). Desde ahí cabe sospe-
char la identificación de Jesús con el Siervo de Yahveh (esp. Is 53,11). Este
versículo hace alusión a elementos muy característicos de lo que aconteció
en Jesús: el sufrimiento de un inocente, el carácter justificador o salvífico de
este sufrimiento, insertado dentro del plan salvador de Dios. No cabe duda
de que la Iglesia posterior asoció muy tempranamente la muerte de Jesús
con la figura del siervo. Incluso tiene muchos visos de realidad la hipótesis
de que Jesús mismo se identificó con esta figura.
Desde aquí se abre suavemente la interpretación salvífica y expiatoria de
la muerte de Jesús. Una interpretación salvífica que aparece con claridad
en las palabras sobre el pan, unidas a lo que pasó seguidamente: la entrega
de su cuerpo es la entrega de su persona en favor de los muchos. La inter-
pretación expiatoria está más asociada a la sangre: su sangre derramada por
nosotros instaura una nueva alianza, un nuevo modo de relación con Dios.
Si antes el perdón de los pecados sucedía mediante los sacrificios que se
ofrecían en el Templo como expiación, ahora Jesús se ha convertido en el
cordero pascual que expía los pecados de una vez para siempre (ephápax;
cfr. Heb 7,27; 9,12; cfr. Rm 3,25; 6,10). Esta comprensión pervive todavía en
nuestra liturgia.
La pretensión de Jesús y su anuncio de la llegada del reino van referi-
dos a la llegada de la salvación escatológica prometida por Yahveh para su
pueblo. La misión de Jesús anticipa y realiza esta salvación de un modo elo-
cuente con algunos signos: las curaciones, los exorcismos, la elección de los
Doce como el nuevo Israel sobre el que Dios ya está reinando en el tiempo
final, la desacreditación de la Ley y del Templo como instituciones que la
nueva situación deja obsoletas en su modo actual de funcionar. A todo este
conjunto lo podemos denominar, junto con Schürmann, la salvación esca-
tológica que Jesús pregonaba y ya hacía presente a través de su ministerio.
Es decir, la presencia del reino de Dios como el reino del tiempo final de la
presencia salvífica de Yahveh en medio de su pueblo, que acontece gracias
a la persona y el ministerio de Jesús. Lo que se apunta ahora es que Jesús
llegó a comprender que todos estos elementos, toda esta soteriología esca-
tológica se realizaría de un modo estaurológico: a través de su muerte, del
sacrificio de su vida, de la muerte en cruz. Esto supone entonces afirmar
una continuidad radical entre el ministerio de Jesús y su muerte. Ya hemos
dicho que su muerte en cruz es consecuencia del conjunto de su vida y de
su pretensión. Esta continuidad no se sitúa solamente en el terreno de lo
factual histórico, sino también en el de la comprensión de Jesús del sentido
de su ministerio y de su pretensión. Es decir, que si toda la vida de Jesús es,
en definitiva, servicio pro-existente al reino de Dios, a su llegada, y al Dios

294
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

del reino, entonces su aceptación de la muerte y su positivo caminar hacia


ella, sin rechazar el cáliz final, supone una intelección de que se trata del
último servicio al reino.

b) Fórmulas «hypér» ( pr)

Las fórmulas «hypér» se denominan así por la preposición que manejan.


Este tipo de expresión se encuentra con relativa abundancia en los docu-
mentos del NT (sinópticos, Pablo, cartas pastorales, carta a los hebreos) y
en momentos de gran densidad soteriológica. La expresión está repetida
varias veces 1Cor 1,24; Lc 22,19-20 (2x), Mc 14,24; Mt 28,28 (perì en lugar
de hypér) en los relatos de la Cena.
«Hypér» con genitivo significa: «por, en favor de, en defensa de». Mientras
que «perí» con genitivo ostenta la acepción de: «a causa de». El sentido sigue
siendo claramente «en favor de», o «por». De tal manera que se deduce un
sentido evidente de entrega en las palabras de Jesús. Destaca, pues, que
en todas las versiones de las palabras de Jesús en la Cena encontramos
bien un hypér (Pablo, Lc y Mc) o bien un perí (Mt) que a estos efectos es
equivalente.
«Muchos (pollo)», tanto en Isaías como en Jesús, se refiere a la totali-
dad de Israel (J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús II, 161) y ostenta mayor
visos de reflejar el tenor literal de las palabras de Jesús. Si nos fijamos en el
«vosotros ( meiæς)» de Pablo/Lc hemos de tener presente la presencia de los
Doce, como símbolo del Israel renovado. «Vosotros» representa a la totali-
dad de los discípulos y a todos los que son convocados por Jesús a la mesa
del reino. Jesús señala un sentido salvífico de su muerte y del conjunto de
su vida, como entrega sacrificial por sus discípulos. En la maduración de la
fe de la comunidad, que se entiende como comunidad de mesa de judíos
y gentiles, se entiende que este «muchos» y «vosotros» se refiere a toda la
humanidad: «se entregó en rescate por todos» (1Tim 2,6; cfr. J. Ratzinger –
Benedicto XVI, Jesús II, 163).
Otro logion ilumina el sentido que Jesús le pudo dar a su muerte: Mc
10,45: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar
su vida para rescate por muchos [ant pollwæn]». Este texto nos habla del
Hijo del hombre, igual que los anuncios de la pasión. En este caso se trata
del Hijo del hombre sufriente, con el cual Jesús se identificó. En texto con-
tiene una interpretación de conjunto de la vida de Jesús. En ella destacan
estos elementos: Aspecto diaconal. No ha venido a ser servido (diako-
nethênai) sino a servir (diakonêsai). Es decir, se identifica con la figura del
diácono, del servidor. Aspecto sufriente: dar (doûnai) o entregar la vida.
Aspecto salvífico: da su vida en rescate (lytron). Aspecto universal: por
muchos (pollôn). Esta expresión ya la conocemos. Ahora se formula con

295
LA LÓGICA DE LA FE

otra preposición, antí, que viene a significar fundamentalmente lo mismo,


situada en este contexto: en favor de, por. Es decir, en este texto encontra-
mos un tenor muy parecido al de las fórmulas sobre el pan y el vino de la
Cena, especialmente Mc 14,24.
Podemos resumir el conjunto así. Jesús interpretó su muerte futura desde
una clave de servicio (diaconía), entendiéndose a sí mismo como siervo
(diácono), muy posiblemente identificándose con la figura del Siervo de
Yahveh descrita por Isaías, especialmente en su cuarto cántico. Desde aquí
le dio un sentido salvífico a su muerte: a la entrega de su persona, como
pan partido, y a su vida, como sangre derramada. Esto era la señal, el gesto
simbólico y la anticipación profética de una nueva alianza que comenzaba,
dejando obsoleta la alianza que se conmemoraba con un sacrificio de cor-
deros en el Templo y con la cena pascual judía. Y era también un servicio
sacrificial y redentor. Su muerte y su entrega son su último servicio al reino
que Dios le envió a proclamar y hacer presente; y su último acto de obe-
diencia al Dios que le había enviado y ahora le seguía confirmando en este
envío, al Abbâ. Como colofón final y resumen: Jesús intuye que la entrega
de su cuerpo y su sangre de una manera oscura se integran en el plan de
Dios y tendrán efectos salvíficos y redentores.

4. La muerte de Jesús: ¿por qué le mataron?

a) La condena religiosa

En la condena a muerte de Jesús intervienen dos factores fundamentales:


su pretensión mesiánica y su crítica al Templo. Además, se aducen otras
razones, cuya historicidad según diversos autores es dudosa.
La pretensión mesiánica. En el proceso ante los judíos la mesianidad es
especialmente importante. Aparece en varias ocasiones importantes y con
altos visos de historicidad: a) En el interrogatorio con los sumos sacerdotes
con diversas variantes, pero en todas ellas aparece el término clave «Cristo».
Así por ejemplo en Mc 15,61: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» (cfr. Mt
26,63; Lc 22,67). Tal y como están nuestras fuentes; Jesús asiente en todas
ellas: de un modo más claro en Mc y algo más elusivo pero afirmativo en Mt
y Lc. b) Las burlas de los soldados toman como motivo la realeza de Jesús
(Mc 15,17-20 y par.). Hacen escarnio y se mofan cruelmente de él. c) Los
sumos sacerdotes (según Mc y Mt) o los magistrados (según Lc) se burlan
de Jesús estando en la cruz diciendo: «Salvó a otros; a sí mismo no se pue-
de salvar; el Cristo, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que veamos
y creamos». (Mc 15,31 y par.). Obsérvese la conexión, en esta formulación
judía, entre la mesianidad y la realeza. d) En el interrogatorio con Pilatos
también aparece la cuestión mesiánica: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Mc

296
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

15,2 y par.). Este aspecto está más resaltado por Juan (18,33-40), que da más
relieve al aspecto político que los sinópticos. e) El titulus crucis confirma
que ésa fue la causa de la condena (Mc 15,26 y par.). De aquí se deduce
que la pretensión mesiánica de Jesús fue fundamental en su condena a
muerte. Ciertamente, la pretensión mesiánica en cuanto tal no era punible
según el derecho judío. Los sumos sacerdotes y las autoridades que maneja-
ron los hilos en el consejo tuvieron la habilidad de instrumentalizarla hacia
el peligro político que podía suponer para los intereses romanos y así lo
presentaron ante Pilatos. Las burlas de los judíos reflejan la enorme dificul-
tad para asimilar un mesianismo humilde, humillado, crucificado, ultrajado
y, aparentemente, fracasado e impotente. Sin embargo, desde el punto de
vista religioso queda claro que las autoridades advirtieron claramente la in-
compatibilidad entre Jesús, su mesianismo, su mensaje del reino, su intelec-
ción de la Torah y de la voluntad de Dios y lo que ellos entendían que era
mejor delante de Dios para el pueblo judío. Por lo tanto, nos encontramos
ante un rechazo en bloque y consciente de la pretensión de Jesús y su per-
sona por parte de las autoridades judías. Esta misma impresión se confirma
si atendemos al segundo aspecto.
La crítica al Templo. La crítica al Templo aparece en el proceso en mo-
mentos importantes. Lo que se recoge es la profecía de la destrucción del
Templo, que Jesús habría pronunciado; no tanto la expulsión de los cam-
bistas y los mercaderes. Por el resto de la tradición evangélica no tenemos
constancia cierta de una sentencia de este tipo en labios de Jesús, dado
que Mc 13,2 es posiblemente postpascual y que Jn 2,19 tiene visos de estar
muy teologizado. Podemos barajar la hipótesis de que la crítica de Jesús al
Templo fue acompañada de una sentencia que preveía su futura destruc-
ción, aunque dicha hipótesis sea imposible de verificar o de falsar. Eviden-
temente, se trata de la cuestión del Templo en cuanto tal, que Jesús puso
en cuestión de un modo provocador con su acción profético-simbólica en
el atrio de los gentiles. La cuestión del Templo aparece en estos momen-
tos significativos. En el interrogatorio al que le someten las autoridades
judías: «Nosotros le oímos decir: Yo destruiré este templo hecho a mano y
en tres días construiré otro no hecho a mano» (Mc 14,58 y par.; cfr. tb. Jn
2,19). En las burlas que le dirigen a Jesús estando ya en la cruz: «¡Bah! Tú
que destruyes el templo y lo construyes en tres días, sálvate a ti mismo,
bajando de la cruz» (Mc 15,29-30 y par.). Estas burlas se deben a los judíos
que pasaban por allí. En la acusación contra Esteban: «Pues le hemos oído
cuando decía: “Ese Jesús el Nazareno destruirá este lugar y cambiará las
costumbres que nos transmitió Moisés”» (Hch 6,14). Aquí se percibe cómo
la cuestión del Templo era un envite a toda la interpretación de la tradición
mosaica; es decir: al judaísmo tal y como era entendido y practicado por las
autoridades. En una palabra: a la versión «oficial» del judaísmo. Una crítica

297
LA LÓGICA DE LA FE

fuerte al Templo, incluso una desacreditación global del mismo, por más
que causara un gran revuelo y fuera considerada como una falta notable de
piedad, no era suficiente para una condena a muerte, a pesar de Jer 26,1-19.
Pues hay otros casos documentados de una actitud muy hostil al Templo sin
resultado final de condena.
Otras acusaciones religiosas. Las fuentes reflejan otras acusaciones: se-
ductor y de falsa profecía, ambos elementos condenados en Dt 13 y 17. Sin
embargo tales acusaciones no pertenecen a estratos antiguos de las fuentes
(cfr. Jn 7,12.47; Mt 27,63s en comparación con Mc 14,55s). También se le
acusa de blasfemo, por pretender ser «Hijo de Dios» (Jn 19,7); o pretender
que estará sentado a la derecha de Dios como Hijo del hombre celestial (cfr.
Mc 14,62 y par.). Sin embargo, el Jesús terreno posiblemente no se iden-
tificó con el Hijo del hombre celestial. Lo más posible es que sea material
postpascual.

b) Interpretación teológica de la condena religiosa

Rechazo de la pretensión de Jesús. Lo que está en juego es el rechazo de


Jesús y de su pretensión tomada en su conjunto: su mensaje sobre la llegada
inminente del reino de Dios, anticipado en los signos que él realiza: exor-
cismos, curaciones, comidas con los pecadores, convocación de Israel a la
conversión, reunión de los Doce, etc.; acompañado por su interpretación
de la Torah. De todo este conjunto se deduce una discrepancia fundamen-
tal con el judaísmo oficial en los puntos nucleares: la imagen de Dios, la
concepción escatológica de la llegada irrumpiente del reinado de Dios, y
el puesto de Jesús mismo (su autoridad y legitimidad) en la resolución del
drama escatológico. En definitiva, se rechaza la mesianidad de Jesús. Este
rechazo frontal se venía fraguando de antes y no supone una novedad ra-
dical. Sí su condensación absoluta.
Cumplimiento escatológico a través de la pascua. La llegada del nuevo
eón, del tiempo nuevo («se ha cumplido el tiempo»: Mc 1,15), implica la des-
aparición del eón antiguo, de los tiempos antiguos. Pero si el eón antiguo
es el eón histórico y los tiempos antiguos son los tiempos de la duración
de la historia, entonces el nuevo eón, el eón de la salvación escatológica,
de llegar en su totalidad, en toda su potencia y en todo su esplendor, su-
pondría la supresión completa del eón antiguo. Supondría, por lo tanto, la
supresión de la historia y de la duración temporal. Llegaríamos al fin de los
tiempos, al fin de la historia, a la consumación final, al juicio final. El drama
escatológico habría alcanzado su desenlace final y con él se habría llegado
al fin de la historia, a la consumación absoluta del reino y al término de la
duración histórica. De esto se deduce que la historia en cuanto tal no es
capaz de albergar en su interior el nuevo eón en su totalidad, la salvación

298
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

escatológica que Jesús pregonaba, y que realmente se logró con su vida,


muerte y resurrección. Uno se puede preguntar entonces si Jesús mismo no
fue consciente de ello y así pudo interpretar con cierta lucidez que su mi-
sión de anuncio y proclamación del reino habría de transformase en misión
de afrontar la muerte, de entrega salvífica y sacrificial. Ahora bien, entonces,
¿qué tipo de cumplimiento se ha dado? Veamos primero en el caso de Jesús.
La humanidad de Jesús ya vive en plenitud escatológica irrestricta: ya per-
tenece al nuevo eón y está sentada a la derecha de Dios Padre. Entonces,
en conclusión, y desde un punto de vista teológico especulativo, Jesús fue
condenado por la fuerza del pecado que habita y configura el eón adamí-
tico, el eón antiguo, el eón que no reconoce y rechaza en su ignorancia al
Señor de la gloria (1Cor 2,8). Y Jesús fue resucitado de entre los muertos
mostrando la inconsistencia del eón antiguo, inaugurando el eón crístico,
nuevo y definitivo, el eón del cordero pascual. Tiene su importancia que
hablemos aquí expresamente de la humanidad de Jesús, pues indica que el
nuevo eón se ha abierto a nuestra humanidad. Dado que la humanidad de
Jesús es semejante a la nuestra, excepto en el pecado, nuestra humanidad
en cuanto tal está ya participando, mediante Jesús, de la situación salvífico
escatológica irrestricta.
¿Y nosotros? En nuestra situación actual se da un entrecruce con solapa-
mientos de diversas formas de duración. Por una parte continúa el tiempo
histórico con su duración. Pero en su densidad escatológica este tiempo
puede estar preñado bien del eón adamítico, del eón antiguo, en tanto en
cuanto no se abra a la gracia de Cristo, a la salvación de Dios; bien del
eón crístico, del eón nuevo, del eón de la gracia, si es que se abre a la
misericordia, al don de Dios, al don el Espíritu. Y entonces se configura
radicalmente como tiempo escatológico: tiempo atravesado por la gracia
escatológica, sin haber alcanzado la duración propia de la consumación
total, de la eternidad divina, tal y como ya la goza la humanidad de Cristo.
Sin embargo, en el tiempo escatológico la duración de la historia ya entra
en contacto y es transformada por la gracia del nuevo eón. La duración del
tiempo escatológico es más compleja que la duración del tiempo histórico,
pues en este tiempo entra la gracia y la presencia real y escatológica del
resucitado, especialmente a través de los sacramentos.

c) La condena política

En el plano meramente histórico, la razón de la condena política es muy


simple: los judíos vivían bajo la ocupación y el gobierno de Roma. Los ro-
manos se reservaban para sí mismos el derecho de condenar a la pena ca-
pital (el ius gladii; cfr. Jn 18,31). Esta es la razón de que acudieran a Pilatos.
Quienes han estudiado el asunto legal concluyen que a Jesús se le sometió

299
LA LÓGICA DE LA FE

a un proceso y a una condena en regla según el derecho romano vigente


en la época y en el lugar. Pilatos dictó sentencia desde el tribunal oficial al
efecto (bhæma: Jn 19,13; Mt 27,19).
El motivo de la condena de Pilatos fue político. Muy posiblemente a Pi-
latos le convencieron de que Jesús representaba un verdadero peligro para
el orden público: tenía pretensiones mesiánicas (que se pueden formular
bajo la figura de un mesías regio: «rey de los judíos»), un grupo cercano de
seguidores y despertaba simpatías en capas de la población, especialmente
entre los más desgraciados (frente a la distancia de la mayor parte de la
aristocracia y los poderosos). Parece claro que fue Pilatos quien, siguiendo
la costumbre romana, mandó imprimir el titulus crucis (Mc 15,26 y par). Era
costumbre que se supiera la causa de la condena a la pena capital, como
escarmiento para todos. Las burlas de los soldados romanos son una confir-
mación del carácter político de la condena y de la interpretación «romana»
del mesianismo de Jesús: matándolo se liquidaba el problema.

d) Sentido teológico de la condena política

El aspecto político está más presente en el evangelio de Juan. Voy a


resaltar dos aspectos. Reconocimiento. Jesús testimonia su realeza delante
de la autoridad política y judicial competente. La condena oficial, según
la legislación pertinente, en vigor y dictada por la autoridad legítima, con
el titulus crucis mandado imprimir por Pilatos, implica paradójicamente el
reconocimiento oficial, jurídico y por parte de la autoridad política de la
mesianidad de Jesús. Pilatos certifica, atestigua y levanta acta con todas las
garantías jurídicas de que Jesús es «el rey de los judíos». Desenmascara-
miento. Jesús desenmascara las trampas, las marañas y la impotencia radi-
cal del poder político para ejercer una verdadera soberanía, una potestad
fundada en la verdad, una potestad que conduzca al conocimiento de Dios
y a su servicio, una potestad que encuentre su sentido en el plan de Dios
y en su gloria. Se muestra que este mundo y el poder que lo habita y go-
bierna no está dirigido por el conocimiento de la verdad (Jn 18,37-38). De
tal manera que alejado de Dios solamente podrá sustentarse sobre bases
falsas, que finalmente conducen a la barbarie, a la injusticia y a la muerte. El
mecanismo del poder dejado a su propia lógica, desasistido de la verdad, es
un monstruo. Su única salida «humana y humanizadora» es teológica: com-
prender su carencia de fundamentación propia, su dependencia radical del
poder de Dios, y consecuentemente, el hecho de que solamente se justifica
si está al servicio del plan de Dios: del bien común (cfr. Jn 19,11; Rom 13,1-
7). En definitiva, la política no es ni puede ser una instancia escatológica,
que dictamine y decida lo que tiene validez definitiva (escatológica). Se da
una insuficiencia escatológica radical de la política (J.B. Metz).

300
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

§ 20. La experiencia pascual de los discípulos, reflejada en la predicación


y en las primeras confesiones de fe, así como en los relatos evangélicos que
narran el hallazgo del sepulcro vacío y las apariciones, atestigua una resu-
rrección gloriosa de Jesús. La resurrección es un factor clave para compren-
der la obra y la persona de Jesús.

Desde el punto de vista del desarrollo de la cristología y de la génesis de


la fe cristiana, la resurrección es el factor clave que legitimó de parte de Dios
a Jesús y toda su pretensión, declaró santa toda su historia, sus enseñanzas
y sus palabras, y le catapultó a los títulos de majestad, ciertamente a la con-
fesión de fe en él como el Señor. «El paralelismo entre la confesión «Kyrios
es Jesús» y la proposición de fe «Dios le resucitó de entre los muertos» (Rm
10,9) señala la estrecha relación existente entre la resurrección y la procla-
mación de Jesús como Kyrios (cfr. Rom 1,4; Filp 2,9)» (J. Kremer, «gerw»,
DENT I, 1140). Una presentación de la persona de Jesús que no otorgue
un peso sustantivo a la resurrección será parcial y recortada. Gracias a la
resurrección conocemos el poder de Dios (Mc 12,24 y par.) y el de Jesús
sobre la muerte y sobre todo enemigo. Sin la resurrección perseguiríamos la
construcción del reino de Dios en la tierra convertido en utopía irrealizable,
un proyecto social encomiable o nos veríamos enzarzados en discusiones
judaizantes sobre la Ley y el Sábado. Seríamos los más desgraciados de to-
dos los hombres (1Cor 15,19). Sin embargo, la resurrección nos demuestra
el señorío auténtico de Cristo Jesús sobre la historia, sobre el cosmos; y su
radicación interna en Dios, seno a donde vuelve porque de ahí procedía.
Todo cambia en la fe cristiana cuando se toma conciencia, como los prime-
ros discípulos, de la resurrección del Señor. Para los primeros testigos se
impone como evidencia incuestionable que Jesús vive, es el Viviente por
antonomasia, y el vivificador. Esto es lo maravilloso, lo sorprendente y lo
inclasificable de Jesús. Es la novedad absoluta de Dios, es la manifestación
extraordinaria del poder de Dios. Tal acontecimiento incide espectacular-
mente sobre la conciencia de la primitiva comunidad. Los apóstoles y los
redactores del NT nos escriben desde su relación actual y verdadera con el
Kyrios pascual. Él vive y vivifica; él posee el pneuma (Espíritu) de la vida y
nos «pneumatiza», nos concede su propia vida (1Cor 15,44b-45).

Me centro primero en el testimonio neotestamentario, que se suele cla-


sificar en confesiones de fe e himnos y relatos que nos hablan del sepulcro
vacío y las apariciones. Considero con especial detenimiento por su rele-
vancia 1Cor 15,3-8. Posteriormente avanzo algunos trazos de interpretación
teológica de la resurrección.

301
LA LÓGICA DE LA FE

1. El testimonio neotestamentario

a) Las confesiones de fe e himnos

Los testimonios más antiguos de la resurrección de Jesús se han conser-


vado precisamente en confesiones de fe e himnos. Tal tradición es indepen-
diente de los relatos de apariciones y de la compleja cuestión del sepulcro
vacío. En este género literario se afirma ante todo la resurrección de Jesús
como una realidad, sin que predomine un interés específico por aclarar
cómo se ha alcanzado el conocimiento o la certidumbre de la verdad de la
resurrección de Jesús. Estas confesiones de fe, inicio básico y fundamental
de los credos y de otros himnos litúrgicos más amplios, están asociadas al
bautismo (ej: 1Pe 3,18; Hch 10,40); o la experiencia del señorío de Jesús
exaltado como Kyrios (Filp 2,5-11; Rom 10,9; Lc 24,34).
Una primera característica de estas fórmulas radica en su formulación
frecuentemente antitética, del estilo «vosotros lo matasteis; Dios lo resucitó»
(cfr. Hch 2,23.32-33; 3,15; 4,10; 5,30; 10,39-40; 13,28-30.33-34; Rm 10,9; 8,1).
Se recalca de esta manera la acción de Dios, como un Dios de vida y de
vivos; que ahora ha concedido a Jesús esa capacidad de donar la vida, al
poseerla de un modo nuevo y radical (Jn 5,36). En segundo lugar, en estas
fórmulas no se encuentra por lo general la apelación al «tercer día». Sí al he-
cho de que Jesús murió una muerte real, y que fue resucitado de entre los
muertos. En tercer lugar, manejan un lenguaje de exaltación o resurrección.
La resurrección mira más al estadio anterior del que Jesús ha salido o ha
dejado atrás. Por lo tanto se orienta más al pasado. La exaltación y, sobre
todo, la glorificación, preferida por Juan, miran más a la realidad hacia la
que Jesús va, no solamente el lugar o el estado de donde sale. La Carta a
los hebreos prefiere hablar de «consumación (teleiosis)», (cfr. Heb 2,10; 5,9;
7,28). Y Juan hablará de la glorificación. En todo caso, la exaltación expresa
mejor la nueva realidad del Resucitado. Pues su resurrección no es como
la de Lázaro. Sino que ahora mora junto a Dios y pertenece a su esfera. Lo
cual simbólicamente se expresa mediante la sesión a su diestra. Jesús ahora
vive para siempre; no puede morir más (Rom 6,9; Hch 13,34). Para Juan,
ha retornado al Padre (Jn 14,13.28; 16,28, etc.). Esto, paradójicamente, le
permite otra forma de cercanía con los suyos, que es incluso más intensa y
profunda que la presencia física (Jn 14,28; Mt 28,20).
La ascensión se ha de entender en continuidad y como radicalización de
la exaltación. En el fondo, teológicamente no le añade mucho más de relie-
ve. Solamente la recoge Lucas (Hch 1,6-11). Su sentido teológico es doble.
Cierra el ciclo de las apariciones con los cuarenta días. La cifra es simbólica
(años del pueblo de Israel en el desierto; tiempo de ayuno de Moisés: Ex
34,28; Dt 9,9; del profeta Elías: 1 Re 19,8; de Jesús en el desierto: Mt 4,2 y

302
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

par.) y quiere decir un periodo de tiempo suficientemente amplio. Con la


Ascensión se inaugura un tiempo nuevo en la Iglesia, en la que la fe en el
Resucitado no se transmite por las «apariciones», es decir, de un modo ma-
ravillosista, milagrístico o similar, sino mediante el testimonio de los anterio-
res testigos, de los testigos apostólicos (cfr. Jn 20,19-29: Tomás). Termina un
periodo extraordinario en la vida de la Iglesia y comienza la larga etapa de
la normalidad, en la cual el Resucitado sigue presente y actuando, pero de
otra forma. Expresa de una manera plástica, figurativa e imaginativa cómo
la humanidad de Jesús pasa a morar junto a Dios. De esta manera, la huma-
nidad, con Cristo como cabeza, pasa a ingresar en la esfera y el ámbito de
Dios, más cercana a Dios que los mismos ángeles.

b) El texto de 1Cor 15,3-8

Todos los autores coinciden en prestarle una importancia especial a


1Cor 15. El texto que nos ocupa es de gran antigüedad. Además, aquí se
entremezcla la tradición de las confesiones de fe, con una formulación ke-
rigmática muy antigua, junto con la presencia de las apariciones.
Antigüedad. El texto recuerda a los Corintios lo que les transmitió. Esto
nos sitúa en el año 51, cuando Pablo visita la comunidad. Pero más radical-
mente, la terminología es la propia y técnica de la transmisión de la fe, de
la paradosis. Por lo tanto, Pablo les ha transmitido lo que él previamente
recibió. Nos remontamos a la primera enseñanza recibida por Pablo, con
terminología no paulina (Cefas) y otros elementos muy primitivos (ej: la dis-
tinción entre los Doce y los apóstoles), que nos permiten remontarnos a la
instrucción de Pablo después de su conversión (cfr. Gál 1,17; Hch 9,27-29).
Lo cual nos sitúa hacia los años 36-37.
La fórmula kerigmática. La paradosis se concentra en una fórmula ke-
rigmática central, con una estructura muy clara y paralela:

«que Cristo murió por nuestros pecados,


según las Escrituras,
que fue sepultado y resucitó al tercer día,
según las Escrituras» (1Cor 15,3b-4).

Cristo murió por nuestros pecados. Comienza por la muerte de Cristo.


Pero incluye una interpretación soteriológica muy fuerte. Nos encontramos
con una fórmula hypér: Cristo muere por nuestros pecados, para liberarnos
de nuestros pecados, en el sentido fuerte de la Hamartía como magnitud
escatológica capaz de alejarnos de Dios y llevarnos a la desgracia; y no
como paraptómata: transgresiones menores o pecados menores en compa-

303
LA LÓGICA DE LA FE

ración con el anterior, que no tuercen el rumbo escatológico de la historia


hacia Dios.
Fue sepultado. La sepultura indica el carácter real de la muerte de Cris-
to. No se menciona el sepulcro vacío. El asunto no era qué pasó con el
cadáver sepultado en el sepulcro, sino que Cristo Jesús vive ahora. Tanto
para la muerte como para la sepultura el tiempo verbal que se emplea es el
aoristo; en el segundo caso, como es natural, se trata de un aoristo pasivo.
Aquí indica una acción en el pasado, que terminó y culminó en el pasado,
expresando una acción pasada ya cerrada. Su sentido es el del indefinido
castellano.
Resucitó. La resurrección se formula con egeíro. El tiempo verbal es un
perfecto pasivo, que indica una acción realizada en el pasado, pero cuyo
efecto se mantiene en el presente. Remite a la realidad actual de Cristo
como Resucitado. La pasiva señala la acción de Dios, que refleja la primera
comprensión de la resurrección. Se encadena la muerte, la sepultura y la
resurrección. Los tres verbos principales tienen el mismo e idéntico sujeto.
Se subraya la continuidad: el mismo que murió salvíficamente, que fue se-
pultado y por lo tanto murió real y verdaderamente, ése mismo es el que
ha sido resucitado ahora.
Al tercer día. La resurrección tuvo lugar al tercer día. Se trata de una in-
dicación primariamente teológica, que no va necesariamente contra la cro-
nología. Como confirmación, baste con considerar los siguientes elementos.
Los relatos de apariciones de los evangelios hablarán de «el primer día de
semana». Tal expresión está cargada de intencionalidad teológica. Pues la
creación duró una semana. La nueva creación comienza, efectivamente,
con la resurrección de Cristo, en el primer día de la nueva creación, de la
inauguración de los tiempos nuevos. Por eso se ha de ver ese día, el prime-
ro de la semana, en correlación con el primer día de la creación, en toda
su significación y potencia teológica. También se encuentran expresiones
como «después de tres días» (Mc 10,34; 8,31). El sentido del tercer día, de
modo parejo al primer día de la semana, es teológico. Se refiere al día de
la actuación escatológica de Yahveh. Esto se demuestra por la confluencia
de esta serie de testimonios. En primer lugar, destaca el texto de Os 6,1-2:
«Venid, volvamos a Yahveh, / pues ha desgarrado y él nos curará, / él ha
herido y nos vendará. / Dentro de dos días nos dará la vida, / al tercer día
nos hará resurgir / y en su presencia viviremos». Tal acepción del tercer día
aparece incluso afirmada en otros textos evangélicos (Lc 24,7; Jn 2,1; Hch
10,40). La encontramos con el sentido de «consumación» en Lc 13,32, en la
respuesta de Jesús cuando le avisan de que Herodes quiere matarle: «Yo
expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día
soy consumado» (cfr. tb. Lc 13,33). Con el mismo sentido aparece referido
al episodio de Jonás, que pasó tres días en el vientre de la ballena, con

304
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

un clara referencia a Jesús, su muerte y su resurrección (cfr. Mt 12,40). Los


anuncios de la pasión, y de la resurrección, también manejan el teologú-
menon de los tres días (cfr. Mc 8,31; 9,31; 10,34). Todo aboca a entender el
tercer día como el día de la actuación escatológica de Yahveh por antono-
masia. Precisamente lo que ocurre con la resurrección de Jesús. Por lo tanto
la resurrección tuvo lugar, efectivamente, al tercer día.
Según las Escrituras. Esta fórmula fija se repite dos veces. Aquí no se
proporciona la prueba escriturística correspondiente. Se manifiesta con cla-
ridad que se entiende que el conjunto de la vida de Jesús, hasta su muerte,
es cumplimiento de la profecía veterotestamentaria tomada en su conjunto,
no respondiendo a un texto aislado o particular. Y que, igualmente, su
resurrección pertenece al plan primigenio de Dios. Por lo tanto, todo el
misterio de Cristo en su conjunto es visto y leído por el cristianismo más
primitivo como «cumplimiento de las Escrituras», es decir: dentro del desig-
nio salvífico de Dios para el pueblo de Israel tomado en su conjunto y en
su intencionalidad última.
Las apariciones. El segundo componente principal de este texto son las
referencias a las apariciones. Muchos autores consideran que la fórmula ini-
cial incluye también el versículo 5, pues la aparición, en este caso a Cefas y
a los Doce, resulta un componente demostrativo y manifestativo del hecho
de la resurrección.
Óphthe (,φθη). Este término, óphthe, es el aoristo pasivo del verbo ho-
ráo (rω), que significa «ver». Por lo tanto, el término en cuestión significa
«fue visto». Se trata del término técnico para las apariciones, que también
se emplea por el NT para los relatos de apariciones de los evangelios (cfr.
Lc 24,34; Hch 9,17; 13,31; 26,16). Su sentido fundamental, como fórmula
técnica, va en la línea de «hacerse ver» o «dejarse ver». Esto indica que los
discípulos que ven al Señor Resucitado son objeto de una acción en la que
el protagonismo no les compete a ellos. Son receptores de una iniciativa
por parte del Resucitado. Evidentemente, entonces la resurrección no es
ni creación ni elaboración subjetiva de los discípulos. Con este término se
pone de relieve cómo en la resurrección de Jesús se implica la nueva vida
de Jesús, que ahora se manifiesta en esplendor, como Kyrios, y el impulso
que esta vida nueva opera en los discípulos, que entran en contacto de un
modo nuevo —una nueva comunión— con Jesús resucitado. La primacía
la ostenta el Resucitado, con una exterioridad respecto a los discípulos. Sin
embargo esta nueva realidad no se percibe sino en la fe, en la relación con
el Resucitado, sin la objetividad crasa de quien toca un cuerpo físico. Osten-
ta gran importancia que óphthe sea el término que los LXX emplean para
las teofanías veterotestamentarias (cfr. Gén 12,7; 17,1; 18,1; 26,2 etc.). A las
apariciones del Resucitado se les da de un modo deliberado el carácter de
una revelación o manifestación de Dios. Otras formulaciones neotestamen-

305
LA LÓGICA DE LA FE

tarias recogen así expresamente la manifestación de Jesús desde su nueva


realidad (cfr. Gal 1,1.12.15s: apokálypsis; pokluyiς).
Cefas. En cuanto a los receptores de las apariciones, en este relato se
menciona en primer lugar a Pedro, bajo su nombre arameo de Cefas (pie-
dra). Esto refleja su importancia para la comunidad primitiva. Sin embargo,
en la tradición de apariciones de los evangelios la primacía la tienen las
mujeres y, más en concreto, María Magdalena. Parece haber argumentos
para creer como históricamente más fidedigno que la primera receptora
de una aparición fue María Magdalena. La primacía de Pedro que aquí se
refleja obedece a motivaciones teológicas, que resaltan la figura de Pedro y
su capacidad jurídica.
Los Doce. El siguiente grupo que se menciona son los Doce. Se va si-
guiendo una jerarquía teológica. Parece bastante segura una aparición al
grupo de los Doce, evidentemente sin Judas, de lo cual hay huella en otros
textos del NT. Llama la atención la diferencia entre los Doce y los apósto-
les. Expresa una situación en que estos dos grupos no se han identificado
todavía.
Los quinientos. El número es abultado. Parece poder reflejar la realidad
de que la comunidad primitiva tomó fuertemente conciencia de la nueva
relación con Jesús resucitado. De un número tan grande de apariciones
solamente nos habla este texto. Da la impresión, de un tenor apologético
claro, indicando, además, que muchos de ellos viven aún y podrían testi-
ficar personalmente. Lo más lógico es pensar en que las apariciones no se
circunscribieron a los líderes de la comunidad, tal y como lo refleja Pablo
en su relación. Llama la atención que en esta lista de Pablo no se mencione
a las mujeres y se oculte su protagonismo en la primitivísima comunidad
cristiana. Pudiera ser debido a que su testimonio no tenía valor jurídico en
la época.
Santiago. Se refiere a quien presidía la Iglesia de Jerusalén (cfr. Gál 1,19;
2,9.12; Mt 13,55 [= Mc 6,3]; Hch 12,17; 15,13; 21,18). El texto sigue privile-
giando a los líderes de las comunidades, que es una manera lógica en la an-
tigüedad de legitimar esas comunidades en cuanto tales. De una aparición
en solitario a Santiago nada dicen las fuentes canónicas.
Todos los apóstoles. Aquí se percibe que los apóstoles son aquellos que
«han visto» al Señor y a quienes el Resucitado ha enviado a predicar. Etimo-
lógicamente «apóstol» significa «enviado». Los apóstoles son primitivamente
los testigos de la resurrección, y no el grupo de los Doce.
Por último se le apareció a Pablo. De esta experiencia de Pablo de en-
cuentro con el Señor Jesús tenemos información en Gál 1,11-19; 2,9 y en
Hch 9,3-9: 22,3-21; 26,12-20 (cfr. tb. 1Cor 9,1). Nos proporciona una cierta
pauta para entender lo que pudieron ser las otras apariciones: un encuentro
verdadero, pero en el orden de la conversión, que lleva a la fe, donde se da

306
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

un reconocimiento de que verdaderamente Jesús es el Señor. Tal encuentro


cambia la vida y le da otra orientación.

c) La tradición narrativa

Dentro de los relatos de apariciones se distinguen dos temas, que inicial-


mente funcionaron de modo independiente y luego vinieron a fusionarse:
la tradición del sepulcro vacío y las apariciones.
La tradición del sepulcro vacío. Este tema sigue siendo debatido. Se pue-
den establecer estos puntos fundamentales. Jesús fue sepultado y el lugar
de su sepultura resultaba conocido para la primitiva comunidad de Jerusa-
lén. La tradición evangélica coincide en mencionar el sepulcro y a José de
Arimatea. Era posible en la época que Pilatos cediese el cadáver y que un
judío piadoso le diera sepultura (cfr. Dt 21,22-23). Parece más consistente
defender que el sepulcro realmente estaba vacío. Para entender la argu-
mentación siguiente es necesario situarse en la mentalidad de la época, no
en la nuestra. La cuestión de fondo es: ¿pudieron anunciar con la mentali-
dad de la época y en la situación de la época que el sepulcro estaba vacío,
si no lo hubiera estado? Asimismo, ¿hubiera sido creíble el anuncio de la re-
surrección de Jesús en esta época y para este ambiente cultural si el cadáver
estuviera en el sepulcro? Así, situados, las principales razones para sostener
que el sepulcro realmente estaba vacío son: Si se hubiera querido inventar
o construir esta historia, habría sido muy poco hábil habérsela adjudicado a
las mujeres, como quienes descubren la tumba vacía. Su testimonio no tenía
valor judicial. No cabe una intencionalidad de la comunidad al atribuir a las
mujeres el mensaje de la tumba vacía. La acusación de robo del cadáver (Mt
28,15) no tiene sentido si fuera posible constatar la presencia del cadáver
en la tumba. El turno de guardia puesto por Pilatos tiene todos los visos de
una construcción posterior y no histórica. Pero la acusación del robo sí que
refleja la situación postpascual. Tal acusación se convierte en argumento a
favor de la tumba vacía. A pesar de todo, y de que el asunto es discutido
(pues también se habla de Abrahán como vivo y se venera su sepulcro,
sin entender que estaba vacío) parece más difícilmente sostenible la fe y la
predicación en Jerusalén de la resurrección de Jesús, si, dada la mentalidad
judía de la época, se podía constatar sin más que sus huesos y su cadáver
estaban reposando en el sepulcro. En la Iglesia más primitiva no se gene-
ró, como habría sido lógico, una tradición de veneración del sepulcro de
Jesús. De haber estado allí presente su cuerpo, y dada la tradición de la
veneración de las tumbas de los grandes profetas y hombres de Dios, esto
solamente se explica consistentemente si el sepulcro estaba vacío.
Nuestra fe no se fundamenta en el hecho del sepulcro vacío. Pues tal he-
cho, para empezar, es ambiguo: la razón de que esté vacío se puede deber

307
LA LÓGICA DE LA FE

a un robo o a otras razones. El sepulcro vacío es un signo, pero el signo en


cuanto tal no es concluyente, aunque sirva de apoyo a la fe. Nuestra fe se
centra en que Jesús está ahora vivo, vivifica, está entronizado a la derecha
de Dios, es el Kyrios, que ha vencido a la Muerte para siempre y por noso-
tros. El sepulcro vacío sin más se queda muy lejos de la fe pascual.
Los relatos de apariciones. Contienen un carácter de «revelación» ligado
a la presencia en ellas del término técnico óphthe. Resulta curiosa la pre-
sencia de seres celestiales (ángeles), a la que, por otra parte, la tradición
evangélica es más bien remisa. La presencia de los ángeles nos remite tanto
a la revelación de Dios mismo a través de su ángel, el ángel de Yahveh; a
la providencia divina; o bien a la manifestación de la situación gloriosa de
Cristo Jesús, a quien los ángeles sirven y revelan. Dos de estas funciones de
los ángeles, como mensajeros-reveladores y como adoradores subordina-
dos que manifiestan la gloria que ahora compete a Jesús, expresan mucho
de lo que supone la resurrección. De una parte implica un vacío: no está
en el sepulcro. Y este vacío genera desconcierto. Pero cuando el vacío se
asimila, se llena de la presencia de la gloria del Resucitado, anunciada por
los ángeles, como ya ocurriera con el nacimiento (Lc 2,8-14).
Respecto a la posible materialidad del cuerpo del Resucitado se dan
oscilaciones. A veces se indica claramente que ahora no posee una corpo-
ralidad como la que tenía antes de resucitar: entra en una estancia con las
puertas cerradas; María Magdalena le confunde con el hortelano, como si
no le hubiera conocido bien; los de Emaús solamente le reconocen al partir
el pan y justo después inmediatamente se esfuma. Sin embargo, otras esce-
nas recalcan una corporalidad más semejante a la nuestra y a la que tenía
antes de resucitar: come junto con los discípulos y les enseña las heridas. El
sentido que está detrás es el siguiente. Por una parte se afirma claramente
la identidad del Crucificado con el Resucitado. Las cicatrices van en esta
línea, aunque nunca se indica que Tomás ni ningún otro metiera su mano
o su dedo dentro de las heridas. Incluso el texto correspondiente de María
Magdalena (Jn 20,17) indica claramente que la relación adecuada con el
Resucitado no es la del contacto táctil. Así, pues, el resultado fundamental
va en la misma línea: aun afirmando la identidad de Jesús, es el mismo, no
se le puede apresar de una manera táctil o establecer con él una relación
de tú a tú en el ámbito del contacto físico.
Se afirma la corporalidad del Resucitado, pero esta corporalidad, expre-
sada espléndidamente en la comensalidad (continuidad de la comensalidad
con los pecadores, de la última Cena, del reino como banquete que acon-
tece en el encuentro con el Resucitado) no es una corporalidad fisicista ni
crasa. Rompe los límites de nuestra capacidad formular adecuadamente la
corporalidad del Resucitado, que es espiritual, en cuanto totalmente habita-
da y configurada por el Espíritu de Dios; y es gloriosa, en cuanto que habita

308
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

plenamente en la gloria de Dios y la difunde. No deja de ser corporalidad,


puesto que el cuerpo pertenece radicalmente a la identidad de la persona.
No hay humanidad sin corporalidad; ésta es la frontera radical frente a toda
suerte de gnosticismo, espiritualismo, desprecio de la materia o menospre-
cio de lo corporal.
Sin la continuidad del cuerpo caeríamos en un docetismo cristológico
y en la negación de uno de los aspectos fundamentales de la encarnación.
El docetismo es una herejía extendida en el siglo II que afirma una encar-
nación aparente del Verbo de Dios, de tal manera que la humanidad de
Cristo, y su corporalidad, sería como un revestimiento exterior durante la
misión terrena, pero sin pertenecerle intrínsecamente. La Iglesia rechazó el
docetismo como incompatible con la fe en la encarnación, que sostiene que
el Verbo se hizo carne (Jn 1,14), llegando a una unión estrechísima e indi-
soluble entre el Verbo y la carne (la unión hipostática), no que se apareció
en figura de carne, etc. Así, pues, la corporalidad no es prescindible para la
identidad verdadera del Verbo que se humanó. La afirmación del carácter
corporal de la resurrección implica asimismo el rechazo de toda suerte de
gnosticismo: desprecio de lo material, creatural y corporal como ajeno e
irreconciliable con lo divino y espiritual. Para el gnosticismo solamente lo
espiritualmente elevado, el alma y el conocimiento, sería digno de la vida
divina de la resurrección. Pero la fe cristiana afirma la bondad de todo lo
creado, incluyendo la materia y el cuerpo; y no solamente su bondad, sino
que por la encarnación se afirma su capacidad de divinización (homo capax
Dei). Por eso, el aprecio de la encarnación, con su cara negativa de recha-
zo en bloque del docetismo y del gnosticismo, implica, consecuentemente
sostenida, la afirmación de la corporalidad del Resucitado.
Sin embargo, no hemos de olvidar que en la resurrección, junto con la
continuidad de la identidad, se da transformación, tal y como Pablo subraya
(1Cor 15,35-54). No se trata de una mera continuidad sin transformación,
pues «La carne (sárx) y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos;
ni la corrupción hereda la incorrupción» (1Cor 15,50). Pero tampoco de un
partir de cero, sin recoger la identidad corporal anterior. La corporalidad
del Resucitado es un misterio difícil de desentrañar, ya que está fuera de
nuestras condiciones ordinarias de espacio y tiempo, que es lo que conoce-
mos. Desde su novedad escatológica, el Resucitado abarca el conjunto de la
historia y se hace presente sacramentalmente en nuestro mundo.
Las apariciones se dan en el marco de la fe y la promueven. Generan
una comunión vital, en el Espíritu, con el Resucitado. Él nos da su vida, su
Espíritu, nos vivifica y nos hace vivir en su Espíritu y en su fuerza. Así, ya
participamos de la fuerza de su resurrección y nos unimos a su destino, a
través de su mismo camino de padecimientos (cfr. Filp 3,10). Por eso, la
nueva relación se enmarca en el ámbito general de la fe, del Espíritu. Tal

309
LA LÓGICA DE LA FE

comunión se manifiesta especialmente a través del envío: el Resucitado en-


vía. La misión es la nueva forma de comunión, tal y como lo recoge abun-
dantemente el discurso de la Cena de Juan (ej: «Vosotros sois mis amigos, si
hacéis lo que yo os mando»: Jn 15,14). Aquí se manifiesta que el mandato es
una prueba de amistad y confianza; desde ahí hay que interpretar también
el mandato en el Génesis que recibe Adán.
La misión se modifica con respecto al envío del Jesús terreno en varios
sentidos. Incluye el anuncio de su resurrección, aspecto imposible de in-
cluir antes de la Pascua. Además, se hace capacitados por el don del Espíri-
tu y de la Paz. Es decir, el discípulo enviado va a la misión pertrechado con
«armas escatológicas» que ha recibido del Resucitado. Estas armas le darán,
sin duda, la victoria escatológica que persigue, más allá de todo posible fra-
caso intrahistórico, no solamente posible sino bien frecuente en la historia
de la Iglesia. La misión se amplía a todo el universo, aunque inicialmente
comience por reconstruir la comunidad. Algunas de las apariciones tienen
el sentido de reforzar la misión en medio de la tentación de desánimo (cfr.
Jn 21,8).
Resulta curioso a la hora de estudiar las apariciones constatar la presen-
cia de dos lugares o ciclos: Galilea y Jerusalén. Lo más lógico es pensar que
sea más primitivo el ciclo de Galilea. Los discípulos se habrían dispersado
después de la muerte de Jesús, retornando a sus lugares de origen. En Je-
rusalén estaban como peregrinos, sin muchas posibilidades y muertos de
miedo, en la ciudad de los sumos sacerdotes aliados con Poncio Pilato.
Por eso parece más primitiva esta tradición. El descubrimiento del sepulcro
vacío por parte de las mujeres habría acontecido en Jerusalén. Esto daría
pie para que ambas tradiciones se unieran, posteriormente dando lugar a
apariciones en Jerusalén. Para Lucas, Jerusalén, la ciudad santa (Hch 1,4.8),
es el lugar desde donde se difunde la fe hasta los confines del orbe.

2. Síntesis y valoración final

La resurrección supone la legitimación y la confirmación de Jesús y de


su pretensión. Aquel que fue crucificado por las autoridades judías y roma-
nas, ha sido levantado de entre los muertos por parte de Dios. Por lo tanto,
todo lo que había en la predicación y en la praxis de Jesús, hasta su muerte
en cruz, ha sido declarado como santo y verdadero por parte de Dios. Por
lo tanto, toda la pretensión de Jesús y todo su ministerio recibe un sí ab-
soluto, radical de parte de Dios; y, sobre todo, la misma persona de Jesús,
que encarnaba de tal manera su pretensión y estaba tan unido a la misma
que le costó la vida. La autoridad de Jesús y su legitimidad quedan más que
acreditadas y corroboradas. A partir de ahora Jesús es declarado como el
quicio de donde proceden las bendiciones de Dios y su salvación. Por eso,

310
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

la teología trinitaria podrá elaborar toda una concepción de la mediación


universal de Cristo, ya desde la creación; a la que hay que incorporar tam-
bién la mediación salvífica del Espíritu Santo. Lo que Dios Padre obra lo
realiza por Cristo en el Espíritu.
La resurrección de Jesús es primicia (1Cor 15,20) y Jesús es radicalmente
primogénito (Rom 8,29; Col 1,15.18; Ap 1,5). Con la resurrección de Jesús
comienza algo nuevo, que culmina con Él, aunque no queda clausurado ni
terminado con Él. Es iniciador (archegós: rrcηγς) y consumador (teleio-
tés: τελεiωτς), a la vez, de la fe (Heb 12,2). Y nosotros nos incorporamos
por la fe, a este modo de vida y de relación con Dios, gracias a Él, por Él,
con Él y en Él. Se dirá que participamos de su filiación, de su Espíritu, de
su Vida. Por lo tanto, se reconoce en Jesús al segundo Adán (Rom 5,12-21;
1Cor 15,21-22.45-49), cabeza de una nueva humanidad, reconciliada con
Dios (2Cor 5,18-21), viviendo en paz con Él (Ef 2,13-16), con acceso a la
verdadera vida divina (ya acontece el don del Espíritu y la filiación). Ya se
entra en el tiempo escatológico, al que pertenece el creyente, los sacramen-
tos y la Iglesia.
Por eso se concibe con toda firmeza la esperanza de la futura resurrec-
ción. Ya participamos de la nueva vida de Cristo Jesús; cuando salgamos de
las coordenadas espacio-temporales de la historia, lo haremos con mayor
plenitud. Pero no solamente nosotros, sino que se revela que Cristo es el
alfa y el omega de toda la historia y de toda la creación (Ap 1,8; 21,6; 22,13).
Todo ha sido creado en Él, y para Él (Col 1,15-20). Es el gran recapitulador
de la historia (Ef 1,10). La resurrección de Jesús nos proporciona la certeza
del amor de Dios que triunfará, pero no coactivamente.
Por todo lo anteriormente esbozado, se comprende que, en la unidad
de la pascua, la resurrección tenga una gran importancia teológica, pues es
la que dictamina propiamente quién es Jesús, el Hijo de Dios vivo, y cuál
es el alcance de su ministerio y de su obra. Con la resurrección y mediante
ella Jesús ha sido glorificado y plenamente escatologizado, mostrando así la
verdad de su pretensión escatológica y su verdadera cualidad como último
profeta escatológico. Los títulos cristológicos de majestad solamente tienen
pleno sentido en su elaboración por parte de la primera comunidad tras la
resurrección.
A partir de lo visto queda suficientemente claro que con la pascua se dan
una serie de desplazamientos significativos. Mientras que el Jesús terreno
no se predicó a sí mismo, al menos no de un modo expreso y claro, sino
que su ministerio se concentró en el anuncio de la llegada del reino de Dios
ligado a su persona, la primitiva comunidad predicará y anunciará que Je-
sús de Nazaret murió y ha resucitado. Ahora bien, dado que la resurrección
supone la acreditación de Jesús y de su pretensión, el kerigma conservó
también la predicación y la praxis de Jesús centrada en el reino. Si ahora re-

311
LA LÓGICA DE LA FE

flexionamos sobre ello podemos establecer lo siguiente. El reino es un tema


muy relevante para la cristología. A partir de la investigación histórica sobre
Jesús se ha abierto paso la centralidad del reino para la comprensión de la
persona de Jesús. La fe cristiana no sabría a ciencia cierta en quién cree y a
quien confiesa como Señor sin una asimilación de la importancia del reino
en el ministerio de Jesús. El reino no puede ser el elemento estructurante
de la cristología. Ahora bien, el cumplimiento y la confirmación de Jesús a
través de la resurrección no han acontecido sin la muerte en cruz. Y esto
implica que la mirada desde la pascua hacia el reino ha introducido modifi-
caciones. El reino, siendo relevante, no puede ser estructurante, porque lo
estructurante es el kerigma: la confesión de fe de que Jesús es el Cristo, el
Señor exaltado, el Hijo de Dios. No confesamos en el núcleo más central de
la fe, en sus fórmulas más básicas y concentradas, que el reino ha venido o
que Jesús lo ha anunciado o que ya está presente en la historia. La cristolo-
gía no puede prescindir del reino, pero no puede convertirse ni en jesuo-
logía ni, correlativamente, tampoco en reinología. Si lo hace, no incorpora
la pascua, con su carácter de confirmación, pero también de corrección de
concepciones de cuño judaico acerca del cumplimiento. Nuestro Mesías y
Señor es un crucificado; y esto también crucifica la comprensión historicista
del reino, a pesar de que el tenor inicial de la predicación del Jesús terreno
haya ido por estos derroteros.
Jesús predicó y anunció un reino histórico, como la llegada de la irrup-
ción de la gracia de Dios para el tiempo final. Pero el reino histórico, como
inserción de lo escatológico en la historia, se cumplió y rubricó de un modo
estaurológico, no como un triunfo histórico del reino, al estilo de un Mesías
político o de una reconducción de la historia tal cual al reino de Dios. El
cumplimiento ha sido real y verdadero, pero ha sido pascual: a través de la
muerte y la resurrección. Por lo tanto, el modo de presencia del reino en
la historia no es el que se podría sospechar antes de la pascua (un cumpli-
miento judaico sin más), sino el que se abre después de la pascua. Y la pas-
cua nos dice que estamos ya en «el día», en los últimos días, en la comunión
con Dios gracias al sacrificio de Jesús y el don del Espíritu. Esto no va en
absoluto en detrimento del compromiso por hacer una sociedad más justa,
más fraterna, más humana, más solidaria o más ecológica. Al contrario, per-
trecha mejor para toda tarea intrahistórica congruente con el reino de Dios.
Pero sitúa la esperanza cristiana y el horizonte creyente en una dinámica
que no es solamente intrahistoricista. Y por eso la comprensión pascual del
reino de Dios y del reino de Cristo, incluyendo la historia y su incidencia en
el aquí y ahora de la historia, por una parte se abre al horizonte de la con-
sumación («su reino no tendrá fin»), y se amplía el círculo de pertenencia al
reino incluyendo también a los difuntos.

312
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

III. EL MINISTERIO DE JESÚS EN TORNO AL REINO DE DIOS Y LA COMPRENSIÓN


ECLESIAL DE SU FIGURA

En el despliegue de la fe cristológica por parte de la Iglesia primitiva la


pascua ocupa un lugar especial como punto de ignición. A pesar de ello,
la pascua no lo dice todo. Para los primeros cristianos fue fundamental
preservar la memoria de Jesús, sus hechos y palabras, y la significación de
los mismos. Sin captarlos, sin atender al ministerio de Jesús, se pierde la
identidad y la cualidad del personaje, así como el tenor y el sentido de su
mensaje. Por eso es absolutamente imprescindible detenerse en su predi-
cación, centrada en la llegada del reino de Dios. Sin la misma, no se puede
entender a Jesús de Nazaret ni comprender el sentido de su muerte y su
resurrección. Siendo cierto lo anterior, la reflexión creyente no se detuvo en
el relato de las obras y la predicación de Jesús, sino que se preguntó por la
identidad del personaje. Dicha indagación llevó a desplegar diversos títulos
cristológicos. De todos ellos los tres más significativos para la primitiva co-
munidad y dentro de la historia de la fe son: Mesías-Cristo, Señor e Hijo de
Dios. Aunque considero cada aspecto por separado y de manera consecu-
tiva, ministerio y títulos, en la comprensión creyente van inseparablemente
unidos: pues este Jesús de Nazaret es el que se confiesa como Mesías, Señor
e Hijo. Mostrando las conexiones entre estos aspectos intento evitar una
disociación entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.
La reflexión creyente hubo de continuar dando razón de su fe más allá
de los umbrales del NT, en confrontación con las filosofías, tendencias
culturales y religiones de la época. En el contraste con este mundo y el
ahondamiento de la reflexión, como respuesta a desviaciones en el seno
de la comunidad eclesial (herejías) se elaboró el dogma cristológico, como
discernimiento de rasgos fundamentales auténticos de la persona de Jesu-
cristo. La labor de comprensión de la identidad de Jesucristo (cristología) y
su obra (soteriología) sigue siempre vigente. La primera ha de afrontar hoy
dos aspectos que inquietan a muchos creyentes, como son la autoconcien-
cia de Jesús y el ejercicio de su libertad en ausencia de pecado.

§ 21. Jesús de Nazaret anunció el advenimiento del Reino escatológico de


Dios, que se anticipa en su persona. Sus palabras y obras son signos de esa
anticipación. La pretensión de Jesús respecto del Reino suscita la pregunta
por su identidad como Mesías, Hijo de Dios, Señor y Salvador.

Partimos de los resultados a los que llega la investigación histórica sobre


Jesús, sin que haya espacio para la demostración de la historicidad. Desde
esos núcleos muestro cómo en ellos se plantea con toda seriedad la pregun-
ta por la identidad de Jesús como Mesías, Hijo de Dios, Señor y Salvador.

313
LA LÓGICA DE LA FE

1. Elementos históricos fundamentales de la praxis y la predicación


de Jesús
«Incluso en la crítica histórica más estricta sigue permaneciendo, de modo
significativo, un núcleo histórico indiscutible del Jesús terreno. A este núcleo
pertenece la pretensión que se expresa en la actuación y la palabra de Jesús,
con respecto a su misión, a su persona y a su relación con Dios, su Abba. Esta
pretensión implica el desarrollo dogmático posterior que comienza ya en el
Nuevo Testamento y es el núcleo de todas las proposiciones dogmáticas» (Co-
misión Teológica Internacional, «La interpretación de los dogmas» (1988), C.I.2.
(en Id., Documentos 1969-1996, 440).
Podemos descubrir tres núcleos fundamentales de tamaño desigual en
la exploración sobre el Jesús histórico: la relación de Jesús con Juan el
Bautista, su predicación sobre el reino de Dios y, finalmente, las relaciones
más significativas de Jesús. Evidentemente no se trata de compartimentos
estancos.

a) Jesús y Juan el Bautista

Desde el punto de vista de la cualificación de Jesús y de su pretensión


cabe destacar los siguientes aspectos. Tanto en la pregunta de los discípu-
los del Bautista a Jesús como en la respuesta de Jesús resuena con claridad
la pretensión mesiánica de Jesús (cfr. Mt 11,2-6 y par.). Esto se advierte
no tanto en que Jesús se arrogue explícitamente el título de «mesías», sino
de un modo más elusivo. Jesús viene a responder afirmativamente a los
enviados por Juan, aunque fuera dando un rodeo, a través de las citas ve-
terotestamentarias que le harían aparecer ante Juan como «el más fuerte».
Así, pues, Jesús se identifica con dos designaciones de tipo mesiánico o
que concitaban esperanzas mesiánicas: «el más fuerte» y «el que viene o
ha de venir», que es una alusión de tenor mesiánico. En la constelación
de la época, la llegada de la hora mesiánica iba asociada al juicio; aspecto
que también se hace presente en Jesús. La pretensión mesiánica también
está detrás de las indicaciones que hace Jesús sobre sus curaciones y su
predicación. Es decir, en su ministerio de curaciones y en su predicación
de la buena noticia a los pobres está aconteciendo ya el día escatológico
de Yahveh, que podemos entender o traducir como la llegada del reino de
Dios. Por lo tanto, Jesús se identifica con una figura mesiánica y proclama
el acontecimiento de la llegada del reino mesiánico a través de su persona,
sus curaciones y su predicación. Jesús se ubica a sí mismo como aquel con
quien el drama escatológico da un giro decisivo: hay un antes y un después
de Jesús, que marca una cesura clara en el tiempo (ej: Lc 16,16 y par.). Con
él acontece ya la salvación escatológica que Dios había prometido, si bien

314
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

no bajo la figura de un juicio tremendista, sino bajo la figura de la llegada


del reino de Dios a los pobres. Por lo tanto Jesús es aquel que está cuali-
ficado por Dios para traer su reino, para hacer que el día escatológico de
su acción salvífica definitiva sobre Israel suceda. Esto va acompañado del
juicio. De ahí la imperiosa llamada a la conversión y la trascendencia de la
decisión que se tome ante Jesús y su mensaje.
Evidentemente tal pretensión de Jesús había de contar con una justifi-
cación. ¿Quién era Jesús para pretender ser «el más fuerte», «el que viene»
o «el que había de venir», el profeta escatológico del cambio definitivo del
tiempo, trayendo la novedad escatológica y el tiempo escatológico? Lo que
el estudio de los textos deja entrever es una doble explicación. En ambos
casos se sale del terreno de lo meramente histórico para entrar en una ex-
plicación de fe que no contradice la historia, pero que no es reducible a
lo meramente histórico-factual. El despertar mesiánico de Jesús pudo estar
originado por el bautismo de Juan o la relación con él. En todo caso, por
una fuerza de Dios, el Espíritu Santo, que le impulsó a cambiar de vida,
quizá a unirse, primero, a Juan y, luego, a comenzar su propio ministerio.
La lectura creyente entiende que se da en Jesús, ligado a su relación con el
Bautista, una fuerte experiencia e inhabitación del Espíritu, que le habilita,
impulsa y capacita para la misión. Evidentemente, en este aspecto construi-
mos una interpretación de fe. Pero es la interpretación más plausible y está
basada en el estudio histórico de las fuentes. La unción por el Espíritu Santo
también hace referencia a la mesianidad; pues mesías significa precisamen-
te «ungido». La lectura retrospectiva permite entender a Jesús como alguien
«ungido» por el Espíritu. La misma lectura se encuentra en Lc 4. Ahora bien,
la explicación última, de corte trinitario, de la escena del bautismo de Jesús
es plenamente cabal, no está en contradicción con la historia, sino que le
aporta un sentido más profundo. Jesús fue ungido por el Espíritu Santo al
comienzo de su misión. Es una unción mesiánica del Espíritu enviado por
el Padre, para que Jesús, el Hijo, cumpliera su misión y su encargo. Desde
nuestra perspectiva la lectura trinitaria representa la explicación más cabal
de lo que ocurre con Jesús. Es la lectura de la profundidad de la fe sobre
los hechos presentados. La lectura trinitaria nos abre a la fundamentación
última de la pretensión de Jesús, la legitima, rubrica y explica. La pretensión
en todo caso ahí está. Legitimada, como le gustaría recalcar al evangelista
Juan, por las obras de Jesús. Su comportamiento se puede leer a cabalidad
como cumplimiento de la profecía de Isaías.

b) Reino

En definitiva, el ministerio de Jesús se concentra en el anuncio de la


proximidad y la llegada del reino de Dios (cfr. esp. Mc 1,14-15). Por lo tan-

315
LA LÓGICA DE LA FE

to, para entender la predicación y la praxis de Jesús, y su pretensión, resulta


indispensable comprender bien la irrupción del reino de Dios anunciada
por Jesús y la relación del mismo con su persona.
Lo primero que llama la atención es la elección de Jesús del concepto-
símbolo «reino de Dios», poco presente tal cual en el AT. La expresión «Rei-
no de Dios» (basileivau qeouæ) aparece tal cual solamente en Sab 10,10. La
locución «reino de Yahveh» (malkut Yahveh) se encuentra expresamente en
1Cro 28,5; 2Cro 13,8; y se refieren a ella con bastante claridad Sal 22,29; Abd
21; 1Cro 29,11; Dn 3,33; 4,31 [en arameo]; 7,27; 2,44. Además, hay una serie
suficiente de expresiones equivalentes que vienen a expresar lo mismo: Sal
103,19: «su reino»; Sal 145,11.12.13: «tu reino»; 1Cro 17,14: «mi reino». Del
trono de Yahveh se habla en: Is 6,1; 66,1; Jer 3,17; 17,12; Ez 1,26; Sal 9,5.8;
47,9; 89,15; 93,2; 103,19. Tiene vigencia en la literatura intertestamentaria
(SalSl 17,12.31; Hen[et] 89; TestJud 22,2; 24,5; Bar[sir] 72,2-6; 4Esd 12,23,
donde aparece Dios reinando mediante un ungido). Sin embargo, no es un
concepto especialmente destacado o relevante dentro del mundo veterotes-
tamentario. Sin embargo el reino está masivamente presente en la predica-
ción de Jesús en los sinópticos. Si Jesús no le hubiese dado tal relevancia,
habría pasado mucho más desapercibido. Así, pues, nos encontramos con
una opción bien significativa de Jesús: concentrar su anuncio, su ministerio
y su misión en el reino o reinado de Dios.
Tal concepto resulta bastante plástico y dinámico. Evoca el ejercicio
de la soberanía de Dios sobre el pueblo de Israel. Una soberanía que se
concibe desde una perspectiva escatológica: se esperaba y anunciaba que
Dios en un futuro reinaría sobre su pueblo, con ello se habrían alcanzado
los días escatológicos y mesiánicos, el esperado día de Yahveh. Tal reinado
será incompatible con el pecado y el poder del Adversario. Por eso, este
reinado será un reinado salvífico, que traerá consigo el cumplimiento efec-
tivo de todas las promesas salvíficas: la reunificación de Israel, la victoria
definitiva sobre Satanás y la superación de toda forma de pecado, enferme-
dad, esclavitud y opresión. Así pues, la llegada del reino de Dios implicará
la renovación escatológica de Israel.
Tal reinado de Dios también va asociado a una figura mesiánica, instau-
radora del reino, que se sitúa en la línea de la dinastía davídica. La irrupción
del reino de Dios no repugna con un mesías regio instaurador del mismo.
Lógicamente, desde aquí se abre una primera pregunta fuerte por la mesia-
nidad de Jesús. Si Jesús anuncia la llegada de este reino y la vincula a su
ministerio y a su persona, Jesús está pretendiendo ser el mesías davídico
prometido con el que llegaría la renovación escatológica de Israel y el rei-
nado de Dios, su soberanía salvífica sobre el pueblo de Israel.
El reino que Jesús predica ostenta un carácter de futuro, que no se pue-
de eliminar so pena de traicionar la predicación y la enseñanza de Jesús. La

316
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

dimensión futura del reino aparece en el padrenuestro, la oración del reino,


que refleja fidedignamente la «teología» más personal de Jesús. Allí claramente
se ruega por la venida futura del reino (Lc 11,2 y par. Mt 6,10). Tal venida
tendrá como consecuencia la bienaventuranza de los pobres, de los afligidos,
de los hambrientos y de los perseguidos, dando un vuelco a la situación de
calamidad que ahora viven (cfr. Mt 5,3-12 y Lc 6,20-23). Al reino futuro se
incorporarán también los gentiles, pues Israel será el centro de la actuación
escatológica de Yahveh, hacia donde serán convocadas todas las naciones. El
reino futuro se describe como un banquete. En él se sentarán Abrahán, Isaac
y Jacob, junto con los gentiles (Mt 8,11-12 = Lc 13,28-29). Pero también Jesús
confía y desea sentarse en el futuro, después de su muerte, en dicho banque-
te a beber el vino nuevo del reino con sus discípulos (Mc 14,25).
De estos datos se sigue que Jesús mantuvo hasta el final, hasta la Cena
de despedida con sus discípulos, la confianza en la venida futura del reino y
el anhelo esperanzado de tomar parte en él. El carácter futuro y trascenden-
te del reino fue afirmado por Jesús hasta el final. Este reino está asociado a
la figura de Dios como Padre: el Padre es el Padre del reino (padrenuestro).
La vida de Jesús se asienta en la confianza y la obediencia más radical y
profunda a este Dios Padre y a su reino. El Padre hará venir el reino y con
él la dicha de todos los pobres y desventurados, que son sus preferidos. Por
consiguiente, el aspecto futuro del reino pertenece a la predicación de Je-
sús, a su teología y es una clave fundamental para comprender su conducta:
el modo cómo afronta su muerte y las palabras dichas a sus discípulos en la
última Cena. La esperanza en la parusía (venida) del Hijo del hombre desde
el cielo —que ya se identifica con el Kyrios exaltado—, asociada a la con-
sumación futura del reino, se asienta en la esperanza y confianza de Jesús
en una venida futura del reino. No podemos, por tanto, desescatologizar
los futuros que la tradición de Jesús nos ha conservado (contra C.H. Dodd
y el Jesus Seminar). Así, pues, la apertura hacia el futuro sigue siendo un
elemento fundamental de la escatología cristiana, por más que también se
afirme con fuerza un elemento de cumplimiento y de realización.
Sin negar la dimensión de futuro, pero complementaria con la misma, lo
que más llama la atención en la predicación y la praxis de Jesús es la afirma-
ción de la presencia y la irrupción del reino de Dios asociada al ministerio
de Jesús. Es decir, Jesús no aparece solamente como el proclamador de una
esperanza escatológica de cara al futuro —un profeta escatológico como
Juan el Bautista— sino como el instaurador y realizador de esta esperanza.
Así, Jesús se manifiesta como un «realizador escatológico», puesto que con su
actuación suceden ya acontecimientos propios de la escatología prometida.
Esta realización escatológica se advierte con claridad en las curaciones y
en los exorcismos. Jesús expulsa los demonios. Los exorcismos plantearon
con crudeza la cuestión de la autoridad de Jesús o de la fuente de su poder.

317
LA LÓGICA DE LA FE

Le acusaron de expulsar los demonios con el arte de Belcebú, príncipe de


los demonios. Jesús respondió que lo hacía «con el dedo de Dios» (cfr. Lc
11,20 y par.). Así, por una parte legitima su autoridad y su poder. Dios está
con él de un muy modo especial, como lo estuvo con Moisés, y le habilita
para realizar las «señales» que demuestran que tiene una autoridad recibi-
da directamente de Dios. Además y por otra parte, esta autoridad especial
está ligada por Jesús a la llegada del reino de Dios. Aparece y pretende ser
el designado, elegido y capacitado por Dios para inaugurar e instaurar su
reino prometido, su liberación de los pobres y su restauración escatológica
de Israel. Con todo esto, Jesús manifiesta que es «más fuerte» que Satanás
y sus cohortes (cfr. Mc 3,27 y par.). A través del ministerio de Jesús Dios
reina y, consecuentemente, Satanás no tiene ningún poder (cfr. Lc 10,18). Se
percibe con claridad, entonces, la imbricación entre la capacitación de Jesús
por parte de Dios y la llegada del reino de Dios que trae la liberación de
los oprimidos por el diablo, el Adversario. De esta suerte, Jesús adquiere un
aire mesiánico y liberador, sin que reivindique de manera formal y explícita
el título de «mesías». Todo esto se trasluce tanto en las palabras de Jesús,
como reflejo explícito de su propia conciencia, como en sus mismas obras.
La pretensión mesiánica de Jesús no queda ni psicologizada, en la mera
conciencia de Jesús, ni meramente historizada en los actos de Jesús, sin que
él mismo los dotara de una interpretación y una significación. La combina-
ción de los dos elementos en Jesús abre, lógicamente, el interrogante y la
posibilidad de percepción del asunto por parte de sus contemporáneos, ya
fueran discípulos o adversarios.
En las curaciones se advierte algo del mismo calibre. Jesús realiza cura-
ciones, especialmente de ciegos y de paralíticos. Ya se advierte cómo con
el ministerio de Jesús está sucediendo la victoria sobre el pecado, causante
de la enfermedad, sobre aquellos poderes que hacen a los seres humanos
la vida pesada e inhumana: el pecado y los demonios. Ya habíamos encon-
trado las curaciones en la respuesta a los enviados del Bautista. No cabe
duda de que Jesús también entendió sus curaciones asociadas a la llegada
del reino de Dios. Con las curaciones encontramos un panorama bastante
semejante al de los exorcismos: se combina la interpretación de corte me-
siánico de las mismas por parte de Jesús en la respuesta a los enviados del
Bautista, con el carácter de cumplimiento histórico de las promesas escato-
lógicas que se anticipa en los mismos hechos de las curaciones.
Resulta muy significativo que el vocabulario empleado para hablar de
los milagros de Jesús le sitúe en la órbita de las acciones que son propias
y exclusivas de Yahveh en el AT. Por ejemplo semeîa kaì térata, signos y
prodigios, se refiere especialmente al éxodo (Dt 11,3; 34,11; Jer 39,20 [LXX];
Sal 134,9 [LXX]), también se emplean para Jesús (Mc 13,22; Jn 4,48; Hch
2,22.43; 4,30; Rom 15,19; 2Cor 12,12; 2Tes 2,9; Heb 2,4). Por otro camino

318
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

aterrizamos de nuevo en la percepción de una presencia muy especial de


Dios en Jesús, que el mismo NT recoge en su reflexión (Mt 9,33; Lc 7,16). La
actuación de Jesús reviste la forma de una actuación salvífica y escatológica
de Dios en favor de su pueblo. En ambos casos, curaciones y exorcismos,
no solamente llega el reino, sino que lo hace en beneficio de los que sufren
exclusión, pobreza, desdicha, y están considerados como especialmente
alejados de Dios.
La presencia del reino también se advierte en la enseñanza de Jesús.
Algunos dichos auténticos de la tradición de Jesús lo atestiguan con claridad
y le otorgan un carácter objetivo y presente a la llegada del reino: «el reino
de Dios está entre vosotros» (Lc 17,21). Es más, si el ayuno no tiene sentido,
es por la presencia de «el novio» entre los discípulos (Mc 2,18-20 y par.),
pues ya está sucediendo ahora lo que tantos habían esperado. Los testigos
presenciales del ministerio de Jesús son especialmente bienaventurados (Mt
13,16-17 = Lc 10,23-24).
En definitiva, Jesús aparece como «el novio» del banquete escatológico,
como «el fuerte» que vence a Satanás, como aquel con quien Satanás es
expulsado, los endemoniados liberados, los enfermos sanados. Es decir:
con Jesús llega el reino de Dios y él está cualificado por Dios para hacerlo
presente, real, verdadero e histórico. Todas estas cualificaciones muestran
que la pregunta por la mesianidad de Jesús fue inevitable para sus contem-
poráneos, seguidores y adversarios. Pero también para el mismo Jesús que
tendría una comprensión particular de su propio carácter mesiánico.
Han corrido ríos de tinta para tratar de pergeñar una explicación cohe-
rente que permita vertebrar sin suprimir el carácter futuro y presente del
reino en la predicación y el ministerio de Jesús. La comprensión cristiana
del asunto ha de partir, además, de lo que significa la resurrección y la pas-
cua, como legitimación de toda la pretensión de Jesús, pero también como
instauración de una novedad radical en la persona de Jesús: después de
la muerte y con la resurrección ha sido constituido Kyrios, Señor. Hay un
señorío y una soberanía de Jesús. Y entonces se da también un reinado de
este Señor, del Señor Jesús, sobre todos los que le pertenecen y le aclaman
como tal (cfr. Filp 2,6-11). Con Jesús y su resurrección la novedad escato-
lógica radical e insuperable ya ha sucedido; nosotros pasamos a participar
de ella, aunque no en su totalidad. La escatología está ya realizada aunque
no sea totalmente disponible para nosotros con todas sus consecuencias (A.
García-Plaza). Se da una diástasis, aunque nosotros ya participemos abun-
dantemente de su realización de modo sacramental.
Todos estos aspectos aparecen reflejados en las parábolas, que recogen
una parte considerable de la enseñanza de Jesús. En ellas se nos explica
tanto la presencia del reino (un tesoro o una perla), como su carácter futuro
(se ha de estar vigilante para cuando llegue el novio o el ladrón). Se dan

319
LA LÓGICA DE LA FE

indicaciones sobre su modo de presencia (un grano de mostaza, levadura).


No se disimula la exigencia de cambio de vida, de la conversión, ni la se-
riedad del juicio futuro que a todos aguarda. Con las parábolas Jesús ilustra
y justifica muchos de sus comportamientos, como por ejemplo su relación
con los pecadores (Lc 15) o con las autoridades judías (Mc 12,1-12 y par.)
Fue su género literario preferido para transmitir su enseñanza de una ma-
nera directa, sencilla, comprensible y profunda. Con las parábolas ilustró a
sus discípulos en los «misterios del reino de Dios» (cfr. Mc 4,11 y par.) y salió
al paso de las críticas de sus adversarios. Con las parábolas Jesús interpeló
fuertemente a sus contemporáneos. Detrás de ellas aparece un Jesús maes-
tro popular y cercano, de gran profundidad.
En suma, todos estos elementos confluyen en asegurar que la pretensión
de la llegada del reino con su ministerio aparece sólidamente atestiguada.
Con los Doce comienza la renovación y reunificación escatológica. Esta
llamada se dirige a todo Israel. Los signos más evidentes de la realidad esca-
tológica irrumpiente son los exorcismos, las curaciones, las comidas con los
pecadores y la superación del sistema del Templo. Lo que no sucedió fue la
irrupción del favor de Dios sobre Israel, de tal manera que se convirtiera en
una nación soberana, sojuzgadora de las demás. El cumplimiento no tuvo
un carácter terreno ni político. Las autoridades no se vieron favorecidas; no
se estableció una teocracia ni hubo un cambio en las relaciones de poder
político. Por lo cual, el concepto-símbolo del reino hay que entenderlo, sí,
desde el AT y desde la literatura judía de la época, pero también desde la
predicación y la praxis innovadora de Jesús, que aportó su propio tono a
la comprensión del anuncio de la llegada futura y la presencia actual del
reinado de Dios ligada a su propia persona.
De la predicación y la praxis de Jesús sobre el reino de Dios y su llegada
asociada a su persona y su ministerio surge de modo inevitable la pregunta
por la mesianidad de Jesús, reflejada en la tradición evangélica: tanto en
la pregunta de los seguidores del Bautista, como en la confesión de fe de
Pedro en Cesarea de Filipo, así como en los relatos de la pasión, especial-
mente en el interrogatorio al que se le somete en el llamado proceso judío.
El titulus crucis, «Jesús Nazareno, rey de los judíos», será, paradójicamente,
la proclamación pública y oficial de su mesianidad.

c) Relaciones

Jesús se relacionó con Dios como Padre, siguiendo una línea ya presente
en el judaísmo. Como rasgos de este Dios destaca la misericordia (Lc 6,36)
y la compasión, que Jesús actúa y realiza en su ministerio (exorcismos, cu-
raciones, comidas con pecadores, bienaventuranzas, etc.), pero también se
afirma con fuerza su exigencia de obediencia (Mt 14,36: Getsemaní). Del

320
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

estudio del material se deduce además una conciencia singular de Jesús,


que le llevó a dirigirse a Dios con el término innovador de Abbâ (Mt 14,36;
cfr. Lc 10, 21; 11,2.13; Rom 8,15; Gal 4,6) demostrando así una relación
peculiar, íntima, estrecha y novedosa con Él. Tal Dios Padre es el Dios del
reino. Como aparece en el padrenuestro, paternidad divina y reino van es-
trechamente vinculados. Cuando menos aquí se refleja una pretensión de
Jesús de estar cualitativamente unido a Dios de un modo singular e insólito,
apuntando con fuerza hacia su identidad filial distintiva.
Esta imagen de Dios como padre bueno y perdonador se refleja bien en
las comidas de Jesús con los pecadores. Esta comunidad de mesa se explica
finalmente por la misericordia de Dios, su alegría por la conversión de los
pecadores y su actitud de acogida (cfr. Lc 15). Con estas comidas se anti-
cipa el banquete del reino, donde las leyes de pureza ya no establecen los
cánones ni marcan la pauta.
Todo esto demuestra la gran libertad de Jesús frente a la Torah, aspecto
con el que chocará con los fariseos. Cura en sábado para manifestar cómo
el sábado está al servicio del hombre y de su reconciliación con Dios, por
encima de las normas rituales (ej. Mc 3,1-6); come con los pecadores, derri-
bando las fronteras entre pureza e impureza, pues el reino de Dios incluye
a todos, pero especialmente a quienes tradicionalmente quedaban «fuera»,
los publicanos y las prostitutas como figura de todos los excluidos (ej.: Lc
5,27-39; 19,1-10 y el cap. 15). Incluso reivindica su propia autoridad para la
interpretación de la Torah, poniéndose de hecho por encima de ella (antí-
tesis del sermón de la montaña). ¿A quién le es lícito situarse así por encima
de la santa Ley de Dios, entregada por Yahveh a Moisés como el don más
precioso de Yahveh, que contiene su voluntad amorosa? Estas acciones le
van a acarrear el enfrentamiento con los fariseos.
Esta actitud ante la Torah se rubrica con dos aspectos. Primero el amén
escatológico. Se trata de esa palabra característica típica de Jesús, de comen-
zar su enseñanza con un «amén», que se suele traducir por «en verdad». Re-
sulta novedoso el comienzo por un «amén», pues era locución que se usaba
como fórmula responsorial y modo de asentimiento. Sin embargo, es muy
probable que: «... en el caso de Jesús, el “amén” no responsorial antepues-
to aparezca en sustitución de la fórmula del mensajero profético “así dice
Yahvé”» (G. Theissen, El Jesús histórico, 574). Jesús mismo es quien habla en
nombre de Yahveh: en Jesús Yahveh habla directamente sin intermediario.
Al amén escatológico se le puede sumar también lo que se ha llamado el yo
enfático, que prácticamente viene a coincidir, aunque recalca otro aspecto
y conecta con la corrección que hace Jesús de la Torah en las antítesis pre-
sentes en el sermón de la montaña. El «yo enfático» se refiere a esa manera
de hablar Jesús con la expresión: «pero yo os digo». Es decir, el hecho de
Jesús reclame para sí una autoridad que emana de sí mismo para hablar por

321
LA LÓGICA DE LA FE

encima de la Ley. Esto estaría reflejando la conciencia especial de Jesús en


su misión y, todavía más, su conciencia de poder hablar directamente con
la misma autoridad que Dios en la transmisión de la Ley.
La osadía de Jesús llega más lejos. Pues también va a criticar el sistema
del Templo, razón principal de su enfrentamiento con los saduceos. Junto
con la Ley, el Templo era la institución religiosa más importante y sagrada
de Israel. Jesús viene a reivindicar la llegada ya de los días mesiánicos, la
relativización y superación del culto que se daba en el Templo según la for-
ma que tenía de hacerse. Tal osadía le costará la vida, por la oposición de
los saduceos, que controlaban el sumo sacerdocio y el consejo. De nuevo,
tal actuación de Jesús provocó la pregunta por su autoridad (cfr. Mc 11,27-
33 y par.) y su identidad.
Por último, Jesús convocó a un grupo de seguidores y discípulos, del
que también formaban parte mujeres, llamándoles al seguimiento. Tal lla-
mada se pone por encima de obligaciones santas de la Ley (Lc 9,59-60:
enterrar al padre), pide una radicalidad total y genera una nueva familia, la
familia Dei. A estos discípulos Jesús les habilita como misioneros del reino,
para que prediquen lo mismo que él (la llegada del reino de Dios como
buena noticia para los pobres) y hagan sus mismos signos (curaciones y
exorcismos: Mt 10,1-2; Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1). Jesús no solamente llamó a
algunos discípulos, sino que constituyó a un grupo de Doce (Mc 3, 14ss y
par.), como representación del Israel escatológico y renovado. Se manifiesta
cómo pretende con su ministerio indicar que la renovación escatológica de
Israel, con la reunión de las doce tribus, está en marcha.
Evidentemente, tanto la renovación de Israel, aunque simbólica, la exi-
gencia de un seguimiento radical de su persona y la habilitación misionera
de los discípulos lanza enormes preguntas sobre la autoridad de Jesús:
¿quién es éste, con quien Israel alcanza su formato escatológico renovado?
¿Quién es éste, que reclama una centralidad absoluta en la vida y opciones
de sus seguidores? ¿Quién es éste, que otorga a sus seguidores el poder para
expulsar demonios y realizar curaciones? A estas preguntas, más ligadas al
seguimiento, se le pueden sumar otras de calibre semejante, que proceden
de otros ámbitos: ¿Quién es éste, que se atreve a corregir desde su propia
autoridad la Ley de Moisés? ¿Quién es éste, que por fidelidad a Dios come
con publicanos y prostitutas? ¿Quién es éste, que pone en cuestión el siste-
ma del Templo? ¿Quién es éste, que dice que el reino futuro y escatológico
de Dios ya está aconteciendo ahora? ¿Quién es éste, que dice que los días
de la bienaventuranza futura prometidos por Dios ya están aquí? ¿Quién es
éste, que se considera el «novio» del banquete escatológico que impide la
práctica del santo ayuno? ¿Quién es éste, que expulsa demonios y realiza
curaciones en el santo sábado? Como se puede comprobar, la acumulación
de elementos es bien significativa. Todo esto demuestra que: Jesús llamó la

322
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

atención de muchos: las muchedumbres que le seguían, los discípulos, las


autoridades judías. Desconcertó y no fue fácil clasificarle según las catego-
rías disponibles, pues rompía los moldes comunes y acumulaba acciones
y enseñanza cada vez más presuntuosas. Era inevitable preguntarse por su
mesianidad, por su cualidad profética, por su vinculación con Dios, por su
capacidad salvífica; a la vez que todas estas cuestiones no eran sencillas ni
fáciles de resolver desde la «ortodoxia» dominante.

2. La pretensión de Jesús y sus interrogantes

La misión y la pretensión de Jesús suscitaron interrogantes sobre su au-


toridad entre sus contemporáneos. En la tradición evangélica está atestigua-
da de diversos modos la cuestión en torno a la autoridad de Jesús. Marcos
teologiza con fondo histórico al formular la cuestión ya desde el comienzo:
«Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien
tiene autoridad (exousían), y no como los escribas» (Mc 1,22 y par.; cfr. Mc
1,27). Es bien probable que se le pidiera a Jesús un signo que le legitimara
y resolviera todas las dudas (cfr. Mt 12,38-42), saliéndose así del cauce de
un mesianismo auténtico pero humilde y no espectacular. Este trance se
refleja de otro modo en el pasaje de las tentaciones (Mt 4,1-11 y par.). Al-
gunos personajes destacados le preguntan directamente por su autoridad,
como los sumos sacerdotes, los letrados y los ancianos: «¿Con qué autoridad
(exousía) haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad (exousían) para
hacerlo?» (Mc 11,28 y par.).
La pregunta por la autoridad de Jesús se puede vertebrar en cuatro cues-
tiones fundamentales que Jesús suscitaba, que no son totalmente indepen-
dientes las unas de las otras.
Origen. Había una pregunta por el origen de su autoridad: ¿de Dios, de
los hombres, de Belcebú, un mero embaucador? El NT ofrece una doble
respuesta. La unción de Jesús por el Espíritu Santo recibida en el Bautismo
legitimaría su pretensión, como sello de la elección mesiánica. La autoridad
de su misión entonces provendría directamente de Dios. Este aspecto se
articula bien con la descendencia davídica. Jesús no da mucha razón del
origen de su autoridad en los sinópticos. Ya captamos ahora la importancia
de la reflexión teológica sobre los orígenes de Jesús, que es mucho más
que mera curiosidad. Tal línea de pensamiento irá desde la descendencia
davídica, al nacimiento virginal, culminando en la cristología de la preexis-
tencia, clave última de la pro-existencia (H. Schürmann) como concepto
englobante de la vida de Jesús.
Legitimación de la pretensión mesiánica. Tal y como hemos presentado
la pretensión de Jesús, la interpretación mesiánica de la persona y la misión
de Jesús sería completamente ineludible a los ojos de sus contemporáneos

323
LA LÓGICA DE LA FE

judíos. Da la impresión de que Jesús fue renuente a una lectura mesiánica


de su vida y su misión que se pudiera interpretar desde un mesianismo de
corte político, nacionalista y terreno. Pero la pregunta de los enviados del
Bautista y la pregunta del sumo sacerdote en el interrogatorio van por el
mismo camino. En todo caso, sus obras eran mesiánicas, aunque apartándo-
se de un mesianismo terreno y político. Llama la atención que muriera bajo
la acusación —y proclamación jurídica plena simultánea (E. Peterson)— de
un título claramente mesiánico: rey de los judíos. Tal título en la cruz sola-
mente podía ser malinterpretado en un sentido reductivamente político por
los romanos, que posiblemente pretendieron un escarmiento para cualquier
otro judío con ideas mesiánicas.
Relación con Dios. Evidentemente su misión abre la pregunta por la re-
lación de Jesús con Dios, ya desde su oración a Dios como Padre y Abbâ,
pasando por los exorcismos, las curaciones, su enseñanza relativa a la To-
rah, el perdón de los pecados, etc. Se abre entonces la cuestión de la filia-
ción divina de Jesús: tal intimidad con Dios supera todo lo conocido hasta
entonces. Con la resurrección y la exaltación, el estar Jesús asumido en la
esfera de Dios, se podrá abrir de un modo más expreso la pregunta por su
trascendencia y su divinidad. Tal desarrollo culminará en la declaración de
Tomás, con la que inicialmente se cerraba prácticamente el evangelio de
Juan, antes de que se le añadiera el capítulo veintiuno: «Señor mío y Dios
mío (ho theós mou)» (Jn 20,28).
La llegada de la salvación. Por último, la pretensión de Jesús y su misión
plantea la aguda pregunta de si, como Jesús pretende y anticipa en signos,
la salvación escatológica de parte de Dios ya está sucediendo o ha sucedido
con su persona. Es decir, en qué sentido se puede decir que Jesús es sal-
vador. La interpretación cristiana de esta cuestión incorporará la muerte de
Jesús y su resurrección como un factor fundamental para entender la obra
salvífica de Jesús. Una obra que lanza con más fuerza todavía si cabe la pre-
gunta por su persona. ¿Cómo es posible que en la vida, en la muerte y en
la resurrección acontezca la salvación? Esta pregunta parte de la misma vida
de Jesús y también, con muchísima seguridad, de la interpretación que Je-
sús pudo hacer de su propia muerte, especialmente durante la última Cena.
Los títulos cristológicos son la confesión de fe de la primitiva comunidad
que da respuesta a esta serie de preguntas. Evidentemente, si la persona de
Jesús y su actuación tomada en su conjunto suscitaba estas preguntas, los
títulos entonces no proceden exclusivamente de la experiencia carismática
provocada por el don postpascual del Espíritu, sino que se asientan en la
figura histórica de Jesús, en su misma enseñanza y actuación. Así, pues,
hemos de pasar a examinar esa cuestión.

324
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

§ 22. La cristología del Nuevo Testamento interpreta la persona y la obra


de Jesús a la luz de diversos títulos, entre los que destacan los de Mesías, Hijo
de Dios y Señor. A partir de tales títulos la primitiva Iglesia confiesa la plena
divinidad de Jesucristo, produciéndose así una innovación típicamente cris-
tiana en la concepción de Dios.

En el NT se manejan una serie de figuras para definir la identidad de


Jesucristo. Entre ellas destacan por su contenido y por su importancia tres:
Mesías, Señor e Hijo de Dios. Resulta significativo que el número de títulos
sea mayor (profeta escatológico, Logos, Juez de vivos y muertos, Segundo
Adán, Sumo y eterno Sacerdote, Cordero de Dios, Buen Pastor, etc.). Pone
de relieve la riqueza de su persona, que no se puede agotar del todo en
una única definición, imagen o símbolo. La caracterización de Jesús con
los títulos incorpora a la vez lo que fe capta de la verdad de su ministerio
terreno, junto con lo acontecido en la pascua y lo reflexionado y recordado
en la vida eclesial bajo el auxilio del Espíritu.

1. Jesús es el Mesías

La palabra «mesías» (en griego: messaς), es trascripción del arameo


mešiha’. Procede del arameo, que era la lengua corriente; y no del hebreo,
māšiāh, que era la lengua culta. En ambos casos significa ungido, que en
griego se dice «Cristo» (cfr. Jn 1,41). Pronto se convirtió en nombre propio.
En el NT Christós aparece 531 veces y está presente en todos los escri-
tos del NT excepto en 3Jn. En los relatos evangélicos se da una insistencia
significativa en la mesianidad de Jesús. En el comienzo de los mismos en-
contramos las genealogías de Lucas (Lc 3,23-38) y Mateo (Mt 1,1-17), que
sitúan a Jesús en la descendencia davídica, apuntando hacia Jesús como el
Hijo de David esperado. Mateo presenta el nacimiento futuro de Jesús como
el cumplimiento en Jesús de las esperanzas de un mesías regio, de la des-
cendencia de David, del Emmanuel (Is 7,14; cfr. Mt 1,23). Lucas hace mayor
hincapié en que en Jesús se cumplirá la profecía de Natán (2Sam 7,14; cfr.
Lc 1,32-33). En la escena del bautismo, común a los tres sinópticos (Mc 1,9-
11 y par.), Jesús es ungido con el Espíritu, señal clara de mesianidad. En
la sinagoga de Nazaret, Jesús se autoaplica el pasaje del profeta Isaías: Is
61,1-2 (cfr. Lc 4,16-21), de carácter mesiánico: es el ungido con el Espíritu
de Dios para traer la liberación a los cautivos y anunciar el año de gracia
del Señor. Al comienzo del evangelio de Juan Andrés le dice a su hermano
Simón que han encontrado al Mesías (Jn 1,41; cfr. 1,45.49). Las narraciones
evangélicas nos quieren transmitir desde el comienzo mismo que Jesús es
el mesías.

325
LA LÓGICA DE LA FE

Sorprende que Jesús mismo no hiciera ninguna proclamación más cla-


ra de su propia mesianidad. Parecería asentir en los relatos de la pasión;
aunque esto se discute, pues Jesús no suele pasar de un «Tú lo dices», alu-
diendo posteriormente más bien al Hijo del hombre (ej. Mt 26,64). Jesús no
encaja fácilmente en el cuadro completo de todas las características de un
mesías regio, como circulaban antes y después de él. Es un caso típico de
cumplimiento verdadero de las promesas, pero también de corrección. La
mesianidad hay que entenderla en la correlación entre las esperanzas y las
promesas del AT y su cumplimiento en el NT, dando prioridad al segundo
elemento sobre el primero.

a) La esperanza mesiánica en el AT

En el AT aparecen diferentes personajes ungidos. Se habla de una un-


ción del rey (cfr. p.ej. 1Sam 9,16; 10,1; 16,3; 2Sam 2,4; 5,3), menos frecuen-
temente de los sacerdotes (ej. Ex 28,41) y, alguna vez, de los profetas (ej.
1Re 19,16: Eliseo). Predomina el lenguaje sobre la unción del rey (32 ve-
ces), a partir del cual parece que se puede haber extendido hacia los otros
personajes. La línea que está más desarrollada es la regia, unida a la dinastía
davídica. La inspiración procede de la lectura que se hace de la figura de
David: fue ungido rey, el elegido de Dios para gobernar al pueblo, para
unirlo, para vencer a sus enemigos. Fue un rey según el corazón de Dios; es
instrumento divino para ejecutar el plan de Dios. Surge la esperanza en un
descendiente suyo que se sitúe en la misma órbita de predilección divina y
que sea instrumento de realización de los designios divinos.
Este descendiente davídico esperado representa una acción salvífica
futura de Dios. Guarda especial importancia la profecía de Natán (2Sam
7,12-16; cfr. Sal 89; 1Cro 17), que afirma la eternidad de la dinastía de Da-
vid (2Sam 7,12.14). Tal personaje gozará de una relación especialmente
singular y cercana con Dios: «Yo seré para él padre y el será para mí hijo»
(2Sam 7,14; cfr. tb. Gén 49,9-12; Num 24,17). También revisten importancia
algunos «salmos reales» (ej. 2, 72 y 110), donde de alguna manera se retoma
la profecía de Natán. Estos salmos tuvieron una importancia excepcional
en la gestación de la primera cristología. En concreto el Sal 2,7: «Tú eres mi
hijo, yo te he engendrado hoy», referido al Mesías regio, permitirá conjuntar
la filiación y la mesianidad. Aparece en la escena del Bautismo. También
el salmo 110, en que se habla de un nacimiento divino del rey (v. 3). En el
Salmo 72 se expresan los deseos de un rey salvador, que triunfe sobre los
enemigos, gobierne el pueblo con justicia, se apiade del pobre e indigen-
te, libere al pueblo de todo peligro opresor. Se dio, pues, un proceso de
idealización de una figura de corte davídico, en el que se centraron grandes
esperanzas.

326
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Desde el siglo VIII al exilio se fue dando un desarrollo, especialmente de


la mano de los profetas. El profeta Isaías presenta la esperanza de un des-
cendiente futuro que sea semejante a David: Is 7,14-17. Es la profecía del
Emmanuel, que inicialmente se pudo referir al hijo del rey Ajaz, Ezequías.
Sin embargo, esto levanta una expectativa que sigue en pie hasta el NT (cfr.
Mt 1,23). Más adelante se describen las características de este descendiente
de David (Is 9,5-6). Is 11,1-9, de corte mesiánico, parece ser posterior. Muy
cercano a Isaías es Miq 5,1-6. Menciona Belén, la ciudad de David. Se profe-
tiza el nacimiento de un niño que traerá la paz. En Jeremías 23,5 se retoma
el tema de la instauración de la justicia; Jer 30,9.21 profetiza la restauración
de la dinastía de David. Este último aspecto también lo recoge Ezequiel
(17,22; 34,23; 37,24).
Después del exilio se implanta más claramente una esperanza mesiánica,
a pesar de que la mención expresa del título mesías no sea frecuente. Se
trata de una figura claramente terrena, no trascendente (en contraposición
con el Hijo del hombre celestial de Daniel). De esta época los textos más
importantes son los de Zacarías. Zac 4,11-14 conoce un mesías regio y otro
sacerdotal (Zac 4,14), posiblemente en referencia a Zorobabel (rey) y Josué
(sacerdote). La figura regia ha sufrido una transformación (cfr. esp. Zac 9,9-
10). Ahora es un rey de paz, con un tenor menos guerrero.
Es de destacar que al menos en estos textos se alumbra una constelación
con estos elementos: La unción con el Espíritu de Dios, como lo propio
del Mesías. La correlación directa con la casa de David; el Mesías es hijo
de David. La expectativa es que este elegido de Dios llevará a cabo una
acción de parte de Dios, con carácter salvífico: implantará el derecho y la
justicia, el conocimiento de Dios, el bienestar del pueblo como en tiempos
de David. La idea de alianza no es predominante, a no ser que se entienda
como la continuidad de la alianza con David; sino más bien la de la elec-
ción. Correlaciona fácilmente con la filiación divina, especialmente a través
de los salmos reales (2; 110), pero también desde la profecía de Natán. Así,
la conexión Mesías - Hijo de Dios es fácil: el mesías es Hijo de Dios. Llama
la atención que no haya ninguna asociación con dos elementos: la Pascua
y el Hijo del hombre.

b) Esperanzas mesiánicas en tiempos de Jesús

En la época de Jesús no hay una única imagen del mesías, aunque sí una
expectativa mesiánica suficientemente difundida. Cada forma consistente
de judaísmo abraza diferentes formas de expectativas de tipo mesiánico: un
intérprete definitivo de la ley (línea rabínica), un sumo sacerdote (Qumrán),
un mesías regio, profético, etc. Es muy destacado el cruce de figuras y ex-
pectativas, rompiendo por así decirlo la ortodoxia de la figura mesiánica

327
LA LÓGICA DE LA FE

regia que dibuja el AT (Hengel). Así, el mesías con frecuencia toma un porte
claramente escatológico o profético, se le asocia con el juicio, pero también
con el Hijo del hombre y con el cambio definitivo de los eones, inicialmente
asociado más bien al día de Yahveh. Tampoco es tan firme la diferenciación
entre lo regio, lo profético y lo sacerdotal, esto último ligado al verdadero
Templo y el verdadero culto a Yahveh. Se dan cruces con la figura del Sier-
vo de Yahveh, descrito en Is 52-53, de tal manera que se abre la perspectiva
para considerar a un mesías sufriente. No todas las figuras salvíficas que se
esperan han de ser davídicas ni estrictamente mesiánicas (Hijo del hombre,
por ejemplo; o un profeta conforme a Moisés, anunciado en Dt 18,15). Pero
en el magma de las esperanzas los contornos se difuminan y las transiciones
de unos aspectos hacia otros se vuelven fluidas.
Dentro de esta variedad destacan los Salmos 17 y 18 de Salomón. El más
importante es el Salmo 17, escrito ca. 63-60 a.C. Desde la convicción de que
Yahveh es el rey de Israel (17,1), y el lamento por la situación calamitosa,
la esperanza se dirige hacia un rey de carácter claramente mesiánico, que
dé un vuelco radical a la situación. El mesías sería Rey y Ungido por Dios,
instruido por Dios (17,32); Hijo de David (17,21). Con su llegada está vincu-
lado el reinado de Dios (17,3s). Congregará a Israel e inducirá a la práctica
de la justicia a todos y cada uno de sus miembros (17,26-28.41; 18,8). Está
dotado de espíritu santo, limpio de pecado (17,37; cfr. 17,34.26). Expulsará
a los enemigos del pueblo (17,22-25). Será soberano universal (17,35). Los
gentiles vendrán para contemplar su gloria. El mesías de estos salmos se
convierte en una figura escatológica que domina la historia. Es de destacar
la combinación entre el Ungido regio y la irrupción del reino de Dios. Si-
cre hace notar que se le adjudican al Mesías cualidades propias del Siervo
de Yahveh (17,36-39), innovando sobre la tradición anterior. Sin embargo,
no aparece aquí una etapa de preparación, cosa que sí encontramos en el
Benedictus (Lc 1,68-79). Este aspecto sí está presente en el Salmo 18,5 po-
siblemente posterior (47-40 a.C.)
Muchos de estos elementos aparecen en la tradición de Jesús predicados
de él: mesías, ungido, que congrega a Israel (los Doce como símbolo del
Israel renovado), que instaura el reinado de Dios, que practica la justicia
(esp. Mt), dotado de Espíritu Santo, con ausencia de pecado, vencedor de
todos los enemigos, soberano universal, que incluye a los gentiles (cfr. p.
ej. Mt 8,11-12 y par.). Sin embargo, veremos una inflexión decisiva con Je-
sús: la humildad sufriente de su mesianismo, frente a los trazos de carácter
político innegable en esta figura. Ya se apunta algo al asociar el mesías al
Siervo de Yahveh.
El texto de las parábolas de Henoc es claramente judío. La datación osci-
la entre mitad del siglo I a.C. y finales del siglo I d.C. Lo más destacado de
este texto es la oscilación de un título a otro. Se menciona con claridad al

328
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Mesías (48,10; 52,4). El Mesías también es calificado como Elegido; también


estará sentado sobre un trono (carácter regio). Y el Elegido se amalgama
con la figura del Hijo del Hombre, con carácter preexistente, al que se le
confía el juico y que se describe también tomando elementos de Is 11,1-9
(texto mesiánico). Esta interacción de títulos pone de relieve el magma de
esperanzas, figuras, asociaciones, símbolos e interacción entre los elemen-
tos configuradores de la esperanza israelita en tiempos de Jesús, con una
mezcolanza abigarrada entre lo mesiánico, lo escatológico, lo soteriológico,
lo regio, lo judicial, la elección de Dios, la trascendencia de la figura me-
diadora.

c) La mesianidad de Jesús según Pablo

Pablo denomina a Jesús Mesías 271 veces en las siete cartas auténticas.
Además, en alguna de sus expresiones, por ejemplo la combinación Jesús
Cristo (’Ihsouæς Cristovς), resuena todavía la comprensión típicamente judía
que entendería a Jesús como el ungido (Cristo). «Jesús Cristo» y «Cristo Jesús»
aparecen 109 veces en Pablo.
Para Hengel el nombre de Cristo ya estaría claramente en circulación ha-
cia los años 35-40. Ya se habría adaptado como nombre propio. Lo prueba
que en Antioquía a los seguidores del crucificado resucitado se les llamaba
cristianos (cfr. Hch 11,26). Las diferentes formulaciones que encontramos
en Pablo pudieron muy bien funcionar al estilo de fórmulas de fe concen-
tradas, del estilo de la aclamación «Jesús es Señor» (cfr. Rom 10,9; 1Cor 12,3;
Filp 2,11). La mesianidad de Jesús forma parte clara de la confesión de fe
que Pablo vive, predica y transmite a sus comunidades; y desde la que ela-
bora su reflexión teológica.
Lo ve de un modo muy constante como un mesías crucificado. Así, el
aspecto sufriente e, incluso, expiatorio de la muerte de Jesús en Pablo están
vinculados a su mesianidad. Encontramos con relativa frecuencia fórmulas
hypér (Rom 5,8; 14,9; 15,1; 1Cor 8,11; 2Cor 5,15; 1Tes 5,10; Gál 2,20; 1Pe
3,18). Ha sido enviado por el Padre en una carne semejante a la de pecado
(Rom 8,3s), para obtener nuestra justificación (Rom 5,18). La mesianidad
de Cristo es salvífica, con una capacidad de intercesión escatológica ante
Dios para el día final (Rom 5,9-10; 8,1.34; 1Tes 1,10; 5,9), que otorga por su
muerte el perdón de los pecados, la justificación y la reconciliación.
Además, esta mesianidad posee una fuerza cristificante. Gracias a Jesús
Mesías pertenecemos a la era mesiánica, al tiempo escatológico. Las expre-
siones en Cristo, con Cristo se repiten con abundancia (unas 160 ocasiones)
y marcan completamente la concepción paulina del bautismo (cfr. Rom 6,3-
4) y la vida cristiana. Ser cristiano es asimilarse a Cristo, configurarse con
él. Pasamos a estar con él y bajo él, ingresamos en su señorío escatológico

329
LA LÓGICA DE LA FE

sobre el Pecado, la Muerte y el Tiempo. En Cristo renacemos como criaturas


nuevas (2Cor 5,17; cfr. Gal 6,15).
Rom 1,3-4 es un himno prepaulino. Afirma la descendencia davídica con
una expresión clara: «del linaje de David». Ve en Jesús al mesías (Cristo)
davídico. Además aquí se hace alusión explícita a la resurrección y a que es
Hijo de Dios (en correlación con 2Sam 7,14; Sal 2,7; Sal 89; 1Cro 17,13). Se
ha de entender la constitución como Hijo de Dios con poder como la con-
secución de la plenitud de su poder mesiánico manifestado con su victoria
sobre la muerte y su capacidad para hacer que los suyos, los que son en
Cristo, venzan a la muerte gracias a su poder. Resuena la sesión a la diestra
de Dios y la entronización, que correlaciona con la soberanía y el señorío;
es decir, con su carácter de Kyrios (Señor; cfr. 1Cor 7,10; 9,14; 11,23ss; 1Tes
4,15) cósmico, sin que esto entrañe concurrencia alguna con el poder de
Dios Padre (cfr. p.ej. 1Cor 8,6). Para Pablo, además, Jesús era claramente el
Mesías prometido a Israel (Rom 9,3-5; cfr. tb. 1Cor 10,4), en el cual se han
cumplido todas las promesas, pues es el sí definitivo de Dios (2Cor 1,19-20).
La mesianidad de Jesús y la bendición obtenida gracias a él desbordan en
la alabanza a Dios.
Para el apóstol de los gentiles la salvación de Cristo y su significado son
claramente universales (Rom 15,9). La salvación de Dios en Cristo ha traído
la justificación para todos, tanto los que proceden de la circuncisión como
los que no. Esto se desarrolla ampliamente en las cartas a los gálatas (cfr.
Gál 2-4) y a los romanos (cfr. Rom 3-8), constituyendo la columna vertebral
de su argumentación: la justificación por la fe. No siempre se alude en todas
esas líneas a Cristo como Mesías, pero ciertamente tampoco se desvinculan
en Pablo los diversos títulos y motivos salvíficos: Hijo de Dios, Mesías, Se-
ñor, Segundo Adán, etc.

d) Jesús de Nazaret es el Cristo (de Dios)

El mesianismo de Jesús no se puede ocultar, y todos lo pregonan: los


demonios y los que reciben el beneficio de las curaciones de Jesús. Pero
Jesús prohíbe siempre que se pregone su mesianidad, pues no se entiende
bien si no se asocia estrechamente a la cruz (cfr. Mc 8,29-33). Jesús rechazó
un mesianismo político, ligado a la restauración terrena de Israel. Se en-
tendió más bien desde un mesianismo de corte escatológico, el restaurador
escatológico de Israel, pero ligado a la pasión, el sufrimiento y la humilla-
ción. El sentido sufriente forma parte del ministerio de Jesús y, a través de
este aspecto, se vincula con el Siervo de Yahveh y el Hijo del hombre. Del
aspecto sufriente al soteriológico dista solamente un paso que no parece
lógico sustraer a la misma comprensión de Jesús de su mesianismo. De ha-
cerlo así, el precio a pagar sería desvincular el mesianismo de Jesús de su

330
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

propia comprensión como Hijo del hombre sufriente y Siervo de Yahveh;


y también, sobre todo, de la conexión entre el conjunto del ministerio y la
comprensión de Jesús, marcadamente mesiánica, de su propia pretensión y
ministerio, de un lado, y la interpretación de Jesús mismo de su muerte en
la santa Cena, como corroboración, sello e interpretación final del conjunto
del sentido de su vida y su ministerio, por otro lado.
La figura enigmática del Hijo del hombre es un gozne y una cifra para
entender el mesianismo de Jesús. Es una cifra, porque la connotación me-
siánica no es tan evidente a primera vista, sin que estén ausentes algunos
de sus rasgos en el Hijo del hombre. Desde las esperanzas vivas en Israel
en tiempos de Jesús, con la llegada del Hijo del hombre celestial llegaría el
momento final del juicio, de la verdad ante Dios, el desenlace del drama
escatológico. Además, el Hijo del hombre celestial del libro de Daniel está
asociado a una colectividad de corte escatológico, los santos del Altísimo.
Jesús en su pretensión y su predicación de la irrupción del reino también
asoció a sí mismo un grupo de discípulos, se dirigió a Israel en su conjunto,
e intentó organizar una colectividad salvífica de los pertenecientes al reino
de Dios. Es más, la elección de los Doce se ha de entender como el inicio
de la restauración de Israel. Así, el mesianismo de Jesús adquiere tintes
escatológicos, que se pueden leer desde el Hijo del hombre, pero que tam-
bién están presentes en otros rasgos de la predicación y el ministerio de
Jesús, como es la interpretación que el mismo Jesús realiza de sus milagros
y de su predicación en la respuesta a los enviados del Bautista; lo que se
puede colegir de los exorcismos, tal y como el mismo Jesús los interpreta; y
las comidas con los pecadores, como anticipación del banquete mesiánico
escatológico.
La figura del Hijo del hombre que dibuja el propio Jesús está ligada a
elementos fundamentales de la pretensión: es Señor del Sábado, perdo-
na los pecados, no tiene donde reclinar la cabeza. Se trata de aspectos
que pertenecen a su ministerio. Dado que no encontramos explicaciones
abundantes acerca del reino de Dios, hemos de descifrarlo desde la praxis
y la predicación de Jesús. Si atendemos a esta praxis y esta predicación,
resulta que el mismo Jesús la descifra enigmáticamente ligándola al Hijo del
hombre terreno. Por lo tanto, el Hijo del hombre terreno correlaciona con
el ministerio de Jesús ligado a la irrupción del reino de Dios gracias a su
persona. Así, se da un vínculo entre el Hijo del hombre, su valencia mesiá-
nica y el ministerio de Jesús centrado en la irrupción del reino de Dios. La
correlación entre el Hijo del hombre y la pretensión mesiánica aparece de
nuevo en la pasión: fue condenado como pretendiente mesiánico (rey de
los judíos en el titulus crucis); responde a la pregunta por su mesianidad
hablando del Hijo del hombre (cfr. Mc 14,61-62).

331
LA LÓGICA DE LA FE

En conclusión: Mesías, predicación y anuncio de la llegada del reino


de Dios (con todo lo que va asociado con ello), Hijo del hombre (terre-
no, sufriente y celestial), dimensión soteriológica y escatológica son ele-
mentos presentes en el ministerio de Jesús que se dejan integrar desde su
concepción mesiánica. Esta diversidad se entiende bien como un conjunto
de elementos integrales, complementarios y expresivos de la riqueza y la
complejidad del ministerio de Jesús, de su pretensión mesiánica, que cum-
pliendo las promesas del AT, no se dejaba fácilmente encasillar de un modo
simplista. Segundo, la pascua rubricará este título, reforzando su matiz so-
teriológico, muy posiblemente a partir de la interpretación de Jesús de su
muerte en la última Cena. No se puede descartar que también desde la
pascua se diera una apertura a una comprensión en mayor profundidad,
pues a partir de este momento se hizo más claro la densidad de la figura
del Hijo del hombre, quizá más oscura en la misma predicación de Jesús;
que el mesianismo de Jesús era auténticamente regio (reino de Dios, Mesías
davídico) y sufriente a la vez; su carácter salvífico (para el que la resurrec-
ción es esencial y no solamente la muerte); y el vínculo fundamental entre
Jesús como Mesías, su entronización como Kyrios y la declaración de Jesús
como Hijo de Dios, a un nivel de mayor profundidad al que inicialmente
formulaban los salmos mesiánicos reales (Salmos 2; 72; 110).
No es fácil exagerar el significado teológico y escatológico de la mesia-
nidad de Jesús ni resulta difícil de entender que «Jesús Mesías» concentre
en Pablo la fe cristiana en su cogollo esencial con tanta frecuencia. Estos
son, muy resumidos, los elementos más destacados. Se han cumplido las
promesas.: Jesús es el Mesías esperado. Con él acontece la salvación pro-
metida. La situación ha cambiado y se ha instaurado una nueva economía:
el tiempo escatológico ha comenzado, el reino de Dios ha irrumpido en la
historia gracias a Jesús Mesías, su vida, su predicación, su praxis, su muerte
y su resurrección. Jesús es el ungido por el Espíritu con una densidad y
cualificación no parangonable. Su mesianidad, tomada en toda su densidad,
no solamente abre hacia una potenciación de su mesianismo regio (Kyrios)
y de su filiación divina (Hijo de Dios en sentido ontológico), sino a una
perspectiva claramente trinitaria para poder dar cuenta de su persona y de
su obra.

2. Jesús es Señor

Ha tenido mucho influjo la tesis propuesta por W. Bousset (1913), luego


seguida por Bultmann, que defendió que el título Kyrios-Señor no se pudo
originar ni en la comunidad jerosolimitana primera ni en suelo palestinense.
Se habría originado en ambiente helenista, de segunda hora, debido a los
influjos tanto de las religiones helenísticas, especialmente las mistéricas,

332
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

como de la contraposición con el culto al emperador como Kyrios Kaiser.


En especial L.W. Hurtado (Lord Jesus) ha puesto de manifiesto que la de-
voción a Jesús como Señor se expresa en el culto desde una época muy
temprana, palestinense, y que se extiende por todos los lugares y estratos
de la tradición de los que han llegado noticias a lo largo de todo el siglo I
y comienzos del II. Ciertamente es anterior a Pablo que lo recibe y le da un
amplio uso. Hengel (Studies in Early Christology, 174) llega a situar su uso
en los años 30-34, donde ya se habría implantado la aclamación y confesión
de fe «Jesús es Señor» (cfr. Rm 10,9; 1Cor 12,3; Filp 2,11). Con esta confe-
sión se expresa la realidad actual de Jesús, su presente, Señor resucitado
de entre los muertos. La primitiva comunidad vive bajo su señorío, espera
su venida en poder (parusía) para juzgar y consumar su obra salvífica (cfr.
1Cor 15,32-28).
Durante su ministerio público Jesús mostró una autoridad (exousía; ej.
Mc 1,27) especial, que llamó la atención. Esta autoridad soberana se des-
plegó en su enseñanza (parábolas y otros dichos), en sus curaciones y
exorcismos, en la radicalidad con la que llamaba al seguimiento de su
persona, en la interpretación nueva de la Ley en nombre propio (sábado,
leyes de pureza, otras enseñanzas en el sermón del monte), en la expulsión
de los mercaderes del Templo y en el perdón de los pecados. Todo esto
apunta hacia un señorío singular del Jesús terreno, sobre el que la primitiva
comunidad hubo de reflexionar antes y después de la pascua. Con la re-
surrección y la entronización a la diestra de Dios una nueva luz esclareció
los acontecimientos del ministerio terreno. En las narraciones evangélicas,
cuando se habla del Señor, no se está introduciendo una distinción que
cabe hacer desde el punto de vista de la génesis de la cristología: entre el
señorío que le habrían otorgado los discípulos en un momento inicial a
Jesús, como maestro (rab, rabbí), cercano en su significación a señor (mar,
marí; cfr. Jn 13,13), y el señorío universal y cósmico que se le adjudica tras
la pascua. Las narraciones de la infancia de Lucas ya se refieren al que va
a nacer como Señor (Lc 1,43; cfr. 2,11). Ciertamente la majestad del Kyrios,
que incluye la divinidad, no resulta comprensible dentro del marco judío
inicial dentro del cual se movieron los seguidores del Jesús terreno. Supuso
una innovación asociada a la pascua, en particular a la resurrección, con
la que se percibió la verdadera magnitud del personaje, su significado y su
obra.

a) Señor en el AT y en el NT

Señor (krioς) se refiere en griego a aquel que puede disponer sobre


algo de modo legal y con autoridad. Posee un significado profano, presen-
te en la Escritura, tanto en el AT como en el NT; junto con un significado

333
LA LÓGICA DE LA FE

religioso. En el antiguo oriente los dioses también recibían el apelativo de


«señores», siendo aquí significativo el plural (cfr. 1Cor 8,5). El griego kyrios
corresponde al hebreo ˆ/da; (adón), yOn:da} (adonay), y al arameo dm' (mar).
Del arameo me ocuparé más adelante. En hebreo también puede traducir
ba‘al (lx'B'), aunque este significado tiene menor importancia y menor pre-
sencia. Como es conocido el tetragrama hwhy (YHWH) no se pronunciaba
al leer aunque estuviera escrito (ketib) en el original, sino que se había de
leer (qeré) adonay, poniéndose de hecho los signos diacríticos propios de
adonay en el tetragrama. Se ha discutido hasta qué punto esta costumbre
ya estaba tan difundida en tiempos del cristianismo primitivo. De hecho
los manuscritos que nosotros encontramos de LXX han traducido YHWH-
Adonai por Kyrios unas 6.000 veces. Algunos opinan que esto fue debido
a un influjo cristiano, cosa que no se ha podido demostrar. Otros piensan
que esta costumbre ya estaba difundida entre los judíos de la época de
Jesús. Los testimonios de Qumrán (con Adonai), Filón y Josefo avalan la
implantación de Adonay-Kyrios como término técnico para referirse al Dios
que adoran los judíos. Lógicamente, en las asambleas cultuales los judíos de
habla griega se referirían al Kyrios.
Resulta muy llamativo e incontestable que el NT haya seguido la cos-
tumbre de la sinagoga helenista: en citas del AT donde debería aparecer el
tetragrama se ha sustituido por Kyrios (ej. Rom 4,8; 9,28s; 10,16; 11,3.34;
14,11; 1Cor 3,20; 14,21, etc.). El mismo Jesús invoca a Dios llamándolo
«kyrios del cielo y de la tierra» (Mt 11,25; Lc 10,21; cfr. Hch 17,24; Dn 2,47).
Especialmente significativo es el texto de Mc 12,36, con la cita del Sal 110,1:
«El mismo David, movido por el Espíritu Santo, dice: “Dijo el Señor a mi
Señor…”», puesto en boca de Jesús. Queda claramente atestiguado que
Kyrios-Señor es una designación propia de Dios, especialmente como crea-
dor y señor del universo. Desde aquí adquiere toda su relevancia entender
la predicación que la primitiva Iglesia hizo de Jesús como Señor.
En el NT kyrios aparece 719 veces y está presente en todos los escritos,
excepto Tito y las cartas de Juan. Destaca su presencia en la obra lucana
(210) y en las cartas paulinas (275; 189 en las auténticas). Para Pablo sería
el título más destacado, por aparecer unas 180 veces en homologías. En el
NT mantiene el sentido profano de señor como dueño, como por ejemplo
de una casa (ej. Mc 13,35). A Jesús sus seguidores y otras personas le lla-
man con el vocativo kyrie (ej. Mc 7,28; Lc 7,6; 9,57.59.61; Mt 8,25). Algunos
opinan que aquí no se estaría reflejando un uso titular mayestático. Sin em-
bargo, referido al resucitado (ej. Hch 1,6; 7,59.60) sí que estaría significando
la majestad. Es posible que se diera una evolución, pues el título Kyrios no
es comprensible en toda su magnitud sin la resurrección. Sin embargo, tal
y como suena hoy no parece lógico restringir su alcance, dado que tanto
Pablo como los evangelios lo emplean como título, ciertamente para el

334
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

resucitado que identifican con el crucificado y terreno: «no habrían crucifi-


cado al Señor de la gloria» (1Cor 2,8).

b) «Maranathá»

Fue precisamente en el culto donde se abrió paso la comprensión más


primitiva de Jesús como Señor. A este respecto contamos con un testimonio
muy interesante: la exclamación «maranatha»: «Si alguien no ama al Señor
(kyrion), sea anatema. Maranathá (mαruα q0α)» (1Cor 16,22; cfr. 1Cor 12,3).
Según Hengel, se trata de la oración más antigua dirigida a Jesús que se
nos ha conservado en todo el NT (Studies in Early Christology, 152). Resulta
muy significativo que se nos haya conservado una expresión aramea, «ma-
ranathá (at anrm)», en un escrito dirigido a cristianos de habla griega. Es un
caso similar al de Abbà. Lo cual ya pone de relieve el carácter antiguo de la
expresión y su origen en un contexto palestinense de habla aramea. Este es
uno de los talones de Aquiles de la tesis de Bousset, que no era capaz de
dar cuenta de la razón de esta expresión ni de su origen.
La expresión se compone del término mar, señor, y del verbo arameo
venir: ’ata’. No hay una certeza absoluta sobre el original, que podría ser
bien: «maran atha», que significa «nuestro Señor viene», o bien: «marana tha»,
que quiere decir: «¡Señor nuestro, ven!» Tenemos manuscritos con ambas
variantes. La primera sería una confesión de fe, mientras que la segunda
es una plegaria. Sin embargo, parece más plausible la segunda posibilidad,
aunque algún autor (R. Penna) se inclina por no excluir ninguno de los dos
sentidos. Los textos más o menos paralelos que podemos encontrar son Ap
22,20: «¡Ven, Señor Jesús!», transmitido en griego y de cuyo tenor no hay
duda; Did 10,6, con el texto arameo trasliterado al griego formando parte
posiblemente de una plegaria de carácter eucarístico. En ambos casos se
trata de una plegaria. La expresión entonces se refiere a la imploración de
la venida del Señor resucitado, manifestada en un contexto de culto y de
oración. Indica que se reconoce a Jesús como el Señor, con un señorío ya
actual sobre la comunidad, que se consumará con su venida, reconociendo
así su señorío sobre el universo, que todavía no se ha desplegado en toda
su potencia. Desde aquí es fácil ver la plena consonancia de esta expresión
con los otros aspectos asociados a Jesús como Kyrios, constituyendo un
testimonio precioso de su antigüedad.

c) El salmo 110,1 y la entronización de Jesús como Kyrios a la derecha de


Dios

Uno de sus aspectos centrales del título Señor radica en la sesión a


la diestra de Dios del resucitado y exaltado (M. Hengel, Studies in Early

335
LA LÓGICA DE LA FE

Christianity, 119-225). Resulta especialmente interesante por varios moti-


vos. Muestra el tipo de percepción de la resurrección de Jesús de entre
los muertos. No fue un mero revivificar, sino una exaltación en toda regla,
incluyendo la sesión a la diestra de Dios (cfr. Rom 8,34). Esta sesión no im-
plica un trono diferente junto al de Dios Padre, de segundo rango; sino la
participación en el mismo señorío y en el mismo trono divino (Ibid., 149).
Es la forma judía más vigorosa y más elevada de afirmar la intensidad de la
comunión entre Dios y Jesús-Señor, muy cercana a Jn 1,18 y Jn 10,30, apun-
tando en la misma línea que el evangelio de Juan sancionará con mayor
rotundidad. Implica ciertamente una comunidad de acción e, incluso, en
ocasiones que sus funciones puedan ser intercambiables, como la del juicio
final escatológico. Desde aquí, lógicamente, no se puede considerar que
esta comunión deje fuera la divinidad, que queda postulada por la lógica
misma de la representación y de la imagen. Esto implica que el resucitado
ahora posee un señorío de la categoría de Dios, sin entrar en concurrencia
con el mismo Dios (cfr. 1Cor 8,6), que abarca a toda la creación, poseyendo
dimensiones cósmicas y universales, que implican la protología (creación)
y la escatología (consumación). La primitiva comunidad se vive ahora bajo
este señorío y trata de vivir conforme a su significación en toda circuns-
tancia «en el Señor (n kur0ω)», sabiendo que nada lo podrá quebrar (cfr.
Rom 14,7-8). Las referencias al Señor son múltiples: a su mesa, a su cena, a
su copa. Esto pone de manifiesto que a pesar de la conciencia del señorío
universal de Cristo, la primitiva comunidad se siente perteneciéndole de un
modo especial y bajo su soberanía. Es una de las señales distintivas de los
cristianos.
El salmo 110 (109) ha sido uno de los principales catalizadores de la cris-
tología más primitiva; claramente anterior a Pablo. Se trata del texto del AT
al que hay más alusiones a lo largo de todo el NT, ya sea que se cite directa-
mente o que se recoja alguno de sus motivos (ej. Mt 22,44; 26,64; Mc 12,36;
14,62; 16,19; Lc 20,42s; 22,69; Hch 2,33.34s; 5,31; Rom 8,34; 1Cor 15,25; Ef
1,20; Col 3,1; Heb 1,3.13; 8,1; 10,12s; 12,1; 1Pe 3,22). He aquí la primera
parte del salmo, del que nos interesa sobre todo el primer versículo:

1
«Dijo el Señor ( krioς) a mi Señor (t0ω kur0ω mou) / “Siéntate a mi derecha,
hasta que haga de tus enemigos / escabel tus pies”.
2
El poder de tu cetro / extenderá el Señor desde Sión: / ¡somete en la batalla a
tus enemigos.
3
Ya te pertenecía el principado / el día de tu nacimiento / Una majestad sagrada
llevas desde el seno materno, / desde la aurora de tu juventud.
4
El Señor lo ha jurado / y no se arrepiente: / “Tú eres sacerdote eterno, / según
el rito de Melquisedec”».

336
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Este salmo en la época se entendía de carácter mesiánico y de entroniza-


ción del mesías rey. Por eso se le pudo aplicar pronto a Jesús, dada su clara
pretensión mesiánica. La Carta a los hebreos explotará ampliamente este sal-
mo para entender el nuevo sacerdocio de Cristo, si bien también incluye la
sesión a la diestra de Dios y su señorío. Manifiesta la exaltación del Mesías
resucitado, en línea con Rm 1,3-4. Incluso Hengel no elimina la sospecha de
que el mismo Jesús pudiera aludir a él en Mc 14,61-62 (cfr. Mc 12,35-36): «El
Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?»
Y dijo Jesús: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder venir entre las nubes del cielo». Se ha combinado Dn 7,13, relativo al
Hijo del hombre, con Sal 110,1. Así, posiblemente en la concepción del mis-
mo Jesús, ciertamente en la de la Iglesia primitiva, su mesianismo se entiende
desde el Hijo del hombre, incluido el celestial, con su carácter sufriente y ex-
piatorio (siervo de Yahveh), culminando con el señorío (Kyrios) del exaltado
al que antecede la muerte en cruz. Este señorío se sitúa en continuidad con
su predicación sobre el reino de Dios, ya que ahora se manifiesta como rey
de reyes y señor de señores (Ap 17,14; 1Tim 6,15).
Uno de los textos más significativos respecto al uso del Sal 110,1 es Rm
8,34. En Rm 8,31 Pablo hace una de las afirmaciones centrales de su teo-
logía: «Dios está por nosotros (hypèr hemôn)». Después de dos preguntas
retóricas, señala: «¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús el que murió; más
aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por no-
sotros?» Se ha de presuponer, por la argumentación, que la comunidad de
Roma ya estaba familiarizada con el empleo cristiano del Salmo 110 aplica-
do a Jesús. Pablo no entra a dar más explicaciones. En su argumentación
incluye el aspecto sacerdotal de intercesión, más ampliado por el autor de
hebreos. Este es uno de los aspectos del Kyrios: intercede por los suyos.
Se incluye la resurrección, posterior a la muerte en la cruz, y se apunta al
señorío de Jesús, con un componente salvífico para los suyos. También es
interesante Hch 2,33-36 (cfr. tb. 5,31; 7,55s), donde se entiende que Jesús
ha sido constituido Señor, está a la diestra de Dios, ha donado el Espíritu.
La sesión a la diestra de Dios acentúa la situación actual de Jesús, figu-
rando en presente en el símbolo apostólico. Se conecta con la actuación
futura: con la parusía consumadora del resucitado, también aplicada al Hijo
del hombre celestial que vendrá a juzgar; y con los antecedentes: el exalta-
do es el crucificado, del que cabe predicar la procedencia de Dios y la pre-
existencia, tal y como ya se apunta en el mismo salmo 110,3, especialmente
en la versión de los LXX. En los momentos iniciales, antes de la conversión
de Pablo, el Salmo 110,1 debió de servir para entender lo que ocurría en las
apariciones, donde el resucitado se manifiesta como Señor sobre la muerte
y se «enseñorea» sobre los suyos. Así: «La entronización de Jesús, el Mesías
crucificado, como el «Hijo» con el Padre «a través de la resurrección de entre

337
LA LÓGICA DE LA FE

los muertos» pertenece al acervo común del mensaje más antiguo que todos
los misioneros proclamaron» (Ibid., 221).

d) El himno de Filipenses

El texto de Filp 2,6-11 contiene una abundante densidad cristológica.


Se trata de un himno, posiblemente litúrgico, anterior a Pablo, que nos ha
llegado gracias a él. En dicho texto no se recoge la alusión a la sesión a la
diestra, pero sí el nombre que le corresponde: «y toda lengua confiese que
Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre» (2,11). Se trata del exalta-
do (2,9), tras la muerte en cruz después de un camino de obediencia (2,8).
Se ha incluido la preexistencia, al referirse al que tenía la forma de Dios
(2,6). Los aspectos más relevantes, además de la confesión expresa como
Kyrios, son la exaltación, que se denomina hyperexaltación (perywsiς;
cfr. 2,9). Aquí se pone de relieve que no ha sido una exaltación normal
ni ha sido arrebatado a los cielos, como Henoc o como Elías; sino que la
exaltación no admite una escala mayor. El resultado de dicha exaltación
ha sido recibir el nombre que está sobre todo nombre (2,9). ¿Qué nombre
está por encima de todo para un judío? El sagrado nombre impronunciable
de YHWH. Jesús recibe la misma dignidad, el mismo nombre que Dios; se
le pone claramente a su altura. Y el efecto final es un señorío cósmico sin
restricción: «Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos,
en la tierra y los abismos» (2,10). El señorío de Jesús es cósmico, universal.

e) Consideraciones sistemáticas

Este título solamente se entiende en toda su intensidad después de la


pascua, con la exaltación y la entronización a la diestra de Dios. Esto pone
de manifiesto el papel que la pascua jugó en la génesis de la cristología.
Por una parte el mismo Jesús terreno, con su ministerio, su pretensión, e
incluso sus palabras ante el Sumo Sacerdote, puso las bases para esta inter-
pretación. Pero por otra parte, sin la pascua ni la obra de Jesús ni la signi-
ficación de su persona se podían percibir en toda su amplitud. Este título
denota claramente la percepción de la divinidad de Jesucristo, obligando a
los primitivos cristianos a desplegar una nueva concepción de la divinidad,
que rompía los moldes judíos, por más que dicho despliegue empezara por
explorar al límite el máximo de lo que daban de sí los esquemas judíos.
El título manifiesta también la diastasis que atraviesa la escatología cris-
tiana. Se espera la venida en poder para juzgar del Kyrios-Hijo del hombre
celestial, la parusía. Por tanto hay un elemento de consumación de la obra
redentora de Cristo que está in fieri. Sin embargo, él mismo ya está con su
humanidad completamente pneumatizado (1Cor 15,45) y escatologizado,

338
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

pues la sesión a la diestra de Dios y el nombre sobre todo nombre no son


superables por nada.
La realidad presente de la vida de los cristianos, si en los evangelios,
especialmente en los sinópticos, se puede entender bajo la categoría de se-
guimiento, para Pablo y sus comunidades se expresa como la pertenencia
al Señor, estar bajo su señorío, ser «en el Señor», ser «con Cristo y en Cristo».
Así se expresa la convicción de la relación viva que se mantiene con el resu-
citado y se define la identidad de la comunidad cristiana, a partir del bautis-
mo, que se celebra cotidianamente en la eucaristía. Las consecuencias que
se apuntan para la conducta misionera, moral y virtuosa resultan evidentes.
Jesús queda así caracterizado no solamente como Mesías universal y
escatológico, sino también como Señor cósmico y universal. Es cierto que
su señorío se manifiesta en signos, como durante la vida pública, y que a la
comunidad cristiana no le ahorra ni la persecución ni las penalidades ni los
sufrimientos. Pero también que en este señorío se arraiga la firmeza de la
fe, la esperanza que no defrauda y se espolea a vivir según el mandamiento
del amor recibido directamente del mismo Señor.

3. Jesús es el Hijo de Dios

Dentro de los títulos cristológicos el principal es Hijo de Dios. Pone de


relieve la pertenencia de Jesús a la esfera divina (cfr. § 7, 3). Dicha pertenen-
cia se formulará en el concilio de Nicea con el término técnico homoousios
(de la misma sustancia del Padre). Con este título se destaca de manera
especial el entronque trinitario de la cristología, abriendo así la compren-
sión de la encarnación. Debido a la conexión con la encarnación adquiere
también una relevancia antropológica de primer orden. Dado que procede
de Dios, en toda su vida, en su muerte en cruz y en su resurrección se nos
ha donado la salvación de Dios. Por una parte ha sido Dios mismo quien
nos ha traído la salvación, haciéndonos semejantes a él (filiación divina,
divinización, iluminación) al trasmitirnos su propia vida por el don de su
Espíritu (mediación descendente de la salvación). Pero, por otra parte, al
haber acontecido la salvación gracias a Jesucristo, hombre como nosotros,
la salvación contiene también un camino que va del hombre a Dios (me-
diación ascendente; cfr. Rom 5). Si el Hijo preexistente es el segundo Adán,
que había de encarnarse, en realidad en el designio original de Dios es el
primero. El designio original de Dios sobre la persona humana, creada «a
imagen y semejanza» de Dios (cfr. Gén 1,26-27), ha sido que seamos a ima-
gen de su Hijo, que es imagen de Dios (Col 1,15; 2Cor 4,4; cfr. Rom 8,29).
Lo que en realidad somos las personas humanas, hijos e hijas de Dios, se
pone de relieve en la persona de Cristo (cfr. GS 22). De esta suerte, la an-

339
LA LÓGICA DE LA FE

tropología teológica, la comprensión teológica de la persona humana está


muy ligada al título de Hijo de Dios.
Para el surgimiento del título en la génesis de la cristología intervinieron
diferentes factores. En primer lugar, Jesús tuvo una intimidad especial con
Dios, a quien denominó Abbâ. Esta cercanía especial de Jesús con Dios se
transmitió a los discípulos. En ella se vislumbra la clave de bóveda de la
actuación de Jesús y de la autocomprensión de su persona. Con la resurrec-
ción y la aplicación de forma exponencial a Jesús de las afirmaciones de
los salmos reales sobre la filiación del Mesías se llega a la convicción de la
filiación especial, única y ontológica de Jesús.

a) Hijo de Dios en Pablo y en el corpus paulino

El título «Hijo de Dios» contrasta en Pablo en cuanto al número de veces


que aparece con mesías y con Kyrios. El primero se encuentra solamente
en 15 ocasiones, mientras que mesías lo hace en 271 y Kyrios en 190 veces
en las cartas auténticas (82 en las deuteropaulinas). De las quince veces en
que aparece resulta muy significativa su concentración en las cartas a los
romanos y a los gálatas, en lugares especialmente significativos. Estos ele-
mentos son de tal calibre que Hengel llega a decir: «Pablo designa a la vez al
Hijo de Dios como aquello que constituye propiamente el contenido de su
evangelio» (M. Hengel, El Hijo de Dios, 23). Bien es cierto que Pablo suele
recurrir más a Kyrios, pues este término expresa en su teología de un modo
adecuado la relación que ahora vive la comunidad con el Señor ensalzado.
Según Hengel, Pablo emplea este título «cuando habla de la estrecha
vinculación de Jesucristo con Dios; lo que implica asimismo hablar sobre
su función de ‘mediador de la salvación’ entre Dios y el hombre» (M. Hen-
gel, El Hijo de Dios, 25; cursivas en el original). Destaca el hecho de que
el título no es una invención de Pablo, sino algo que él recibió de la tra-
dición anterior. La teología paulina del Hijo recalca el envío al mundo del
Hijo preexistente. Rom 8,3 y Gál 4,4 coinciden en un esquema sintáctico,
que repite la literatura joánica (Jn 3,17; 1Jn 4,9.10.14), con la partícula hína
(1ua; para), que expresa la finalidad de la salvación; ej: Rm 8,3-4. Sobre este
esquema Pablo añade dos elementos característicos de su teología: la libe-
ración del pecado y de la ley, y la concesión de la adopción filial. También
recoge como un elemento central la entrega del Hijo a la muerte. El texto
más destacado es Rom 8,32.
Guarda una importancia especial Rom 1,3-4. El sujeto de todo el himno
es el Hijo de Dios. De este Hijo se recoge un origen humano, de la estirpe
de David. Este aspecto correlaciona con las narraciones de la infancia. Pero
también se afirma ahora una realidad trascendente del mismo: constituido
Hijo de Dios por su resurrección mediante la fuerza de Dios. Ahora, con

340
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

el Espíritu de santidad, participa de la gloria divina, pertenece a la esfera


celestial y trascendente. El esquema no incluye de modo expreso la preexis-
tencia, aunque no repugna directamente con la misma, sobre todo si se le
sobrepone un esquema de envío semejante al del himno de filipenses. Allí
también parecería alcanzar la realidad de Kyrios mediante la resurrección.
Con la resurrección se confirma la mesianidad de Jesús y toda la preten-
sión de aquel que murió debido a su pretensión mesiánica como «rey de los
judíos». A este se le designa como Hijo de Dios, porque expresa bien lo que
la fe percibe de su persona. Es decir, se quiere mostrar la unidad y la íntima
conexión entre Jesús, el Hijo, y el Padre. Esta unidad será ciertamente de
voluntad; pero también de procedencia y actuación. El ser del Hijo queda-
rá determinado mediante aquellas expresiones que acierten a mostrar de
modo pleno la comunión total entre ambos, ya apunten hacia la voluntad,
el amor, la gloria o la misma sustancia. Pues lo que el título quiere hacer
ver es que si Jesús vence a la muerte y ha sido el mesías enviado por Dios
en el tiempo final, el plenipotenciario absoluto, el dispensador de la gracia,
entonces la presencia de Jesús entre nosotros implica la presencia del mis-
mo Dios que vence a la muerte y al pecado mediante el amor y la entrega
generosa hasta la muerte.
Por otra parte, a partir de 2Sam 7,14 y del salmo 2,7 era fácil hacer la
transición de verdadero mesías a hijo de Dios. Este mesías vencedor de
la muerte es más que un mero mesías, y más que un Hijo del hombre. Se
muestra precisamente como Hijo de Dios, manifestándolo plenamente en
la capacidad redentora (muerte y resurrección), en su misma pretensión
(Abbà, viñadores homicidas, parábola del hijo pródigo, logion joánico: Ht
11,27). Solamente el envío de parte de Dios de su propio Hijo da razón
lógica y cabal de esta panorámica.
Aunque no sea propiamente lo mismo que Hijo, resulta cercana la idea
de carácter paulino que considera a Cristo imagen de Dios (2Cor 4,4; Col
1,15). No resulta lejana a la expresión de Cristo como aquél que tenía forma
de Dios (morfh; qeonæ; cfr. Filp 2,6). Quien entra en contacto con la imagen
de Dios capta el propio resplandor de Dios, el contenido de Dios. El que
es imagen de Dios puede revelar a Dios, darlo a conocer, porque se da una
semejanza radical con Dios de su parte. Este elemento se quiere expresar
también mediante la categoría de Hijo, que es capaz de dar a conocer a
Dios, al Padre (Jn 1,1.18). A su vez también contiene una señalada dimen-
sión antropológica dado que nosotros estamos destinados a conformarnos
con la imagen del Hijo (Rom 8,29), a reproducir su imagen, a que la forma
del Hijo sea la nuestra (cfr. Gál 4,19). De ahí que la realidad de la imagen
convierta a Cristo en el primogénito de muchos hermanos, pero también en
el primogénito de la creación y de los muertos (Col 1,15-20), de tal mane-
ra que la obra salvífica acontece precisamente mediante aquél que puede

341
LA LÓGICA DE LA FE

realmente ser mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5). Combinado
con la preexistencia, que se encuentra sugerida con la primogenitura, se
comprende también su mediación en la creación (cfr. 1Cor 8,6; Jn 1,1ss).

b) Hijo de Dios en la carta a los hebreos

La preexistencia se recoge con mayor claridad en el comienzo de la carta


(Heb 1,1-4). Forma parte de las convicciones fundamentales de su autor así
como de los destinatarios, si bien está al servicio de la soteriología, que la
acompaña. Se manifiesta que Jesús no es un simple profeta, sino radical-
mente el Hijo. Por medio de este Hijo nos ha hablado en el tiempo final:
literalmente en los días escatológicos. Si, además, mediante él se hizo el
mundo, tal acción no tiene sentido sin una preexistencia anterior al mun-
do. El texto además subraya la ligazón del Hijo con Dios: resplandor de su
gloria, impronta de su sustancia, mostrando un parentesco y una comunión
insuperable. El puesto del Hijo en la economía de la salvación queda clara-
mente destacado además como el heredero de todo.
Llama la atención que la mención de la filiación se encuentre muy cer-
cana a la muerte redentora. Se va repitiendo un esquema recurrente: pre-
existencia, comunión íntima con Dios Padre, realización de la redención
mediante la muerte, exaltación suprema con la resurrección y despliegue
de la potencia de su ser filial que explota en toda su fuerza una vez acon-
tecido el sacrificio de la cruz y la resurrección. Coinciden la realización de
la filiación por parte de Jesús, el Hijo, con la obtención de la posibilidad
para nosotros de la filiación adoptiva y de todas las formas de redención y
salvación que ha descubierto la fe cristiana en su meditación del misterio
de Cristo: divinización, filiación, iluminación, santificación, redención, etc.
Cabe destacar que el sujeto de todas las afirmaciones centrales del pró-
logo es el mismo, gracias a un encadenado de pronombres relativos que
se refieren al Hijo: nos habló por medio del Hijo: a quien (hón) instituyó
heredero, por quien (di hoû) hizo los mundos, el cual (hós) es resplandor,
a los que se suman participios también referidos al Hijo. Es decir, en el
himno se marca la unidad del sujeto, el Hijo, en su preexistencia y actividad
mediadora de la creación, en su vida terrena incluyendo la muerte, en su
exaltación. Todo se predica del mismo.
La consecución o realización de la filiación. El autor aplica directamente
dos textos centrales a Jesús en 1,5: Sal 2,7 y 2Sam 7,14. Así, con la sesión a la
diestra de Dios ha superado a todas las potestades angélicas manifestándose
como el verdadero Hijo. Para la carta a los hebreos el que se perfecciona por
la obediencia, típico de la filiación, ya es Hijo (5,8; 7,28). Por eso insiste en no
rechazar al Hijo (6,6; 10,29). Se percibe un esquema dinámico: siendo Hijo, se
hizo y manifestó su auténtica realidad filial a través de su entrega obediente

342
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

(5,8) y de su unión con el Padre. Ahora está a la diestra de la Majestad en lo


más encumbrado de los cielos. Jesús es superior a Moisés (3,5-6), es un sumo
sacerdote fiable, que como Hijo de Dios, ha atravesado los cielos (4,14).

c) Hijo de Dios en los sinópticos

Entre las características comunes destacan: las veces que podemos supo-
ner que Jesús se dirige a Dios con el término Abbà o con el término Padre,
indicando así su filiación; las tentaciones que sufre como Hijo de Dios; el
bautismo y la transfiguración, en las que se manifiesta como Hijo de Dios;
y el solapamiento probable entre hijo (huiós) y siervo (pais).
Hoy en día no se duda del núcleo fundamental de la tesis de J. Jeremias:
Jesús innovó el lenguaje religioso de su época empleando un término típico
del lenguaje familiar, como abbà (papá). Además de emplear este término
para dirigirse a Dios, Jesús lo empleó en el contexto de la oración y en vo-
cativo, ambos aspectos novedosos con respecto a la práctica de su tiempo.
Este modo de hablar denota una familiaridad especial y manifiesta una rela-
ción filial con Dios como Padre. En el NT encontramos la expresión literal
Abbà en Mc 14,36 (oración de Getsemaní: ho patér, vocativo e invocación
en oración); Rom 8,15 y Gál 4,6 (ambos como vocativo ho patér); y hay
buen fundamento para suponerla bajo Lc 11,13; 11,2; 10,21.
El relato de las tentaciones está teologizado, tal y como lo tenemos.
Sin embargo, refleja un fondo histórico: la tentación de Jesús de desviarse
en su camino filial y en su mesianismo. En el material de las narraciones
evangélicas encontramos otros momentos que reflejan la tentación en el
transcurrir del ministerio público de Jesús. Así, por ejemplo, la lucha que se
refleja en la escena del huerto (Mc 14,32-42 y par.; Heb 5,7); pero también
cuando le quieren hacer rey (Jn 6,15; cfr. Mt 27,42 y par.); o le piden una
señal inequívoca que le acredite y elimine el paso de la fe (ej. Mt 12,38 y
par.; Mc 8,11 y par.; Lc 11,16). Las tentaciones reflejan la autoconciencia
filial, de las características peculiares de su pretensión y de su mesianismo.
La escena (Mt 4,1-11 y par.) está elaborada desde Dt 8,2-5, mostrando que
mientras el pueblo, hijo de Dios, cayó en la tentación; Jesús, el verdadero
Hijo, se mantiene firme y en todo obediente a Dios.
Tanto en la escena del bautismo como en la de la transfiguración, Jesús
es designado Hijo de Dios. Fijándonos en la primera, resalta la alusión en
Mt 3,17 a Is 42,1, uno de los cantos del siervo. Jesús es el Hijo de Dios al
modo del Siervo de Yahveh, predicando de él ambos aspectos. A Jesús se
le dice pais theou (hijo-siervo de Dios) en Mt 12,18; Hch 3,13.26; 4,27.30.
Precisamente en Mt 12,18 se cita Is 42,1-4. Esta idea del siervo se asocia
fácilmente con el esclavo de Mc 10,44; y con el carácter sustitutorio y ex-
piatorio del siervo según el cuarto cántico del siervo, de Is 53. Las fórmulas

343
LA LÓGICA DE LA FE

hypér de la cena y otras podrían entenderse como resonancia del motivo


hijo-siervo predicado de Jesús.
Junto con el bautismo, en la escena de la transfiguración también se da
una proclamación por parte de Dios, desde el cielo, con cita del salmo 2,7:
«Este es mi Hijo». La transfiguración sucede en un contexto en el que antes
y después se habla claramente de la pasión. Así, se muestra que la filiación
de Jesús tiene que ver con su sufrimiento hasta la muerte, con su singular
relación con el Padre, al que siempre está unido, y con el cumplimiento de
la voluntad del Padre. Así es como Jesús se manifiesta precisamente como
el Hijo querido. Para Mateo la filiación divina de Jesús resulta fundamental y
pertenece al contenido esencial de la confesión de fe. Además Mateo insiste
en que este conocimiento solamente se puede alcanzar por una revelación
de Dios Padre (Mt 16,17).
Gran repercusión han tenido las narraciones de la infancia y el naci-
miento, ausentes en Mc y Jn. En ellas, de diverso modo se apunta a la filia-
ción divina de Jesús desde su nacimiento. Destacan: Lc 1,32: «hijo del Altísi-
mo», asociado a 2Sam 7,12-16 (hijo de David); y Mt 2,15 (cfr. Os 11,1). Sobre
estos aspectos, se ha de tener presente lo excepcional del nacimiento: con
intervención decisiva del Espíritu Santo (Lc 1,35; Mt 1,20), cumplimiento de
la profecía del Enmanuel (Mt 1,23; cfr. Is 7,14).
Aunque Marcos no insiste con mucha frecuencia en la filiación de Jesús
(cfr. 1,11: bautismo; 9,7: transfiguración; viñadores homicidas: 12,6), se trata
de un tema central en su evangelio. El comienzo: «Evangelio de Jesucristo
Hijo de Dios» (1,1), y el final: «Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios» (15,39) están en inclusión. También en otras escenas se apunta en esa
dirección: los demonios le denominan «el santo de Dios» (1,24); los espíritus
inmundos, que conocen su auténtica condición, «el Hijo de Dios» (3,11) o
«el Hijo del Altísimo» (5,7). También se le asocia al sufrimiento (Mc 14,61-
62), pues reconoce su filiación en el contexto del interrogatorio del sumo
sacerdote durante el relato de la pasión y la asocia al Hijo del hombre. A
pesar de la unión con Dios, se mantiene la diferencia entre el Hijo el Padre,
especialmente en Mc 13,32, en la que se afirma la ignorancia del Hijo.
En el evangelio de Mateo la filiación divina de Jesús aparece afirmada
de un modo más claro. Aparece en quince ocasiones con claridad. Sobre
lo visto en el evangelio de Marcos (bautismo, exorcismos, transfiguración,
interrogatorio del sumo sacerdote) cabe resaltar el famoso logion joánico
(Mt 11,27). Entre el Padre y el Hijo se da una unión estrechísima, que se
manifiesta en el conocimiento mutuo. Esta unión íntima implica que el Hijo
realiza la voluntad del Padre, tal y como el evangelio de Juan repite incan-
sablemente. Pero también que el Hijo es quien puede revelar al Padre. Y, a
la inversa, el Padre es quien puede dar a conocer al Hijo. Resuenan otros
motivos presentes en otras escenas: el conocimiento verdadero del Hijo,

344
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

de la filiación de Jesús, es obra de Dios, que lo manifiesta así mediante la


revelación y lo da a conocer a los sencillos, mediante el don de su Espíritu.
De ahí que el conocimiento recíproco entre Hijo y Padre implique la reve-
lación recíproca: el Padre revela al Hijo y el Hijo al Padre. Y, por lo tanto,
quien conoce en verdad a uno de ellos debería conocer también al otro, al
estilo de Jn 10,30; 14,9-11. La confesión de fe de Pedro de Cesarea de Filipo
incluye la filiación de Jesús (cfr. Mt 16,16).
Por último, también destaca el kerigma bautismal con el que Mateo fi-
naliza su evangelio (Mt 28,19). La práctica bautismal que Mateo refleja era
trinitaria. Las tres personas trinitarias, aunque ordenadas según una taxis que
se ha mantenido hasta el día de hoy, se sitúan a la misma altura, en el mismo
rango. Por lo tanto a la filiación se le une la divinidad de Jesús, el Hijo.
Sobre los elementos de Mateo y Marcos, en Lucas solamente encontra-
mos alguna particularidad menor. Lucas recoge más textos con historicidad
garantizada en los que Jesús se dirige a Dios como Padre (cfr. supra).
También ve la filiación divina unida a la presencia especial del Espíritu, ya
desde su narración de la infancia (Lc 1,32.35). En los Hechos de los Apósto-
les destaca una confesión de fe en contexto bautismal (Hch 8,37; cfr. 9,20).

d) Hijo de Dios en el evangelio de Juan

Para el evangelio de Juan la filiación divina es un tema dominante, que


ocupa el centro de su evangelio. El sentido de su evangelio se refleja en el
final del capítulo 20: «Éstas quedan escritas para que creáis que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él»
(20,31; cfr. 11,27; 1Jn 4,15), con un claro componente de confesión de fe, en
el que se incluyen «Mesías» e «Hijo de Dios». Este aspecto ya se anuncia en
el denso prólogo (1,1-18). En este texto se afirma claramente la preexisten-
cia y la divinidad del Logos (v. 1-3). Este mismo Logos el es Hijo unigénito
(mouogenhvς v. 14 y 18; cfr. Jn 3,16.18; 1Jn 4,9). Su venida al mundo supone
la irrupción de la luz (v. 9), la revelación de la gracia y de la bondad (v.
14 y 17), nos da a conocer al Padre (v. 18; cfr. Jn 15,15) y nos concede ser
hijos de Dios (v. 12). Esta cristología del Logos y de la preexistencia (cfr. tb.
Jn 8,56; 17,5.24) conecta con la cristología sapiencial, también presente en
Pablo (cfr. 1Cor 1,24.30).
Juan no solamente emplea la locución «Hijo de Dios» (Jn 1,34.39; 5,25;
10,36; 11,4.27), sino también con relativa frecuencia el absoluto «el Hijo» (ej:
Jn 3,17.35.36; 5,20.21.22.23.26; 8,35.36; 14,13), a veces en correlación con
el Padre (Jn 5,19-23.26; 6,40; 17,1), resaltando la consideración de Jesús
precisamente como Hijo de un modo más claro y firme. El Hijo solamente
se entiende desde su estrechísima relación con el Padre, clave absoluta de
su vida. Esta relación se expresa en la procedencia del Padre que le ha

345
LA LÓGICA DE LA FE

enviado al mundo (ej. Jn 3,2; 8,42; 11,42; 13,3; 16,27.30; 17,8.21.23.25), el


retorno al Padre (ej. Jn 13,1.3; 14,12.28; 16,5.10.17.28; 17,13; 20,17), y su
permanente obediencia al Padre (Jn 4,34; 5,30; 6,38). Por esta obediencia el
Hijo de Dios da su vida por nosotros y por la salvación del mundo (Jn 3,16;
19,7). De ahí que el sufrimiento no le sea ajeno. El Hijo de Dios está lleno
del Espíritu (Jn 1,32-34). Jesús se entiende a sí mismo como Hijo de Dios de
un modo claro: «llamaba a Dios su propio Padre» (Jn 5,28). La filiación es la
clave última de la identidad de Jesús (Jn 10,33.36). Una clave que le sitúa en
el mismo rango que el Padre (Jn 10,33), que ha puesto todo en sus manos
(Jn 3,34) y cuyas obras realiza (Jn 5,19; 10,37s).

e) Significación y relevancia sistemática

La filiación divina expresa con mayor amplitud y profundidad la iden-


tidad de Jesús, el Hijo eterno enviado por el Padre, encarnado por obra
del Espíritu Santo, muerto y resucitado; y su misión: la transmisión de la
revelación divina, el don del Espíritu que nos hace hijos adoptivos y la filia-
ción. Con este título se abre con toda suavidad el entronque trinitario de la
cristología: Dios revelado por Cristo y Cristo revelador de Dios terminan por
ser dos miradas diferentes sobre un único acontecimiento simultáneamente
trinitario y cristológico. Aquí se asienta la base para la teología trinitaria y
para que la soteriología cristiana funcione correctamente: solamente alguien
que viene de Dios, y es Dios, nos puede traer la salvación de Dios. Dicha
salvación está a la altura de un Dios que no trata a las personas humanas,
sus criaturas, como meras marionetas, si a la vez es también una salvación
obrada con la concurrencia de la persona humana, del Hijo encarnado «por
nosotros y nuestra salvación» (credo nicenoconstantinopolitano).
Las conexiones con la antropología (somos imagen del Hijo) y el pen-
samiento mismo de la encarnación (expresado con mayor rotundidad en el
prólogo de Jn), penden muy estrechamente de este título. La encarnación
nos muestra que Dios es capaz de entrar en la historia y hacerse historia sin
que esto repugne con su dignidad. La relación entre Dios e historia no pue-
de ser la de la oposición. Si el eterno se ha hecho temporal, el tiempo y la
eternidad han entrado en contacto. La historia y la mundanidad no suponen
una barrera para la presencia de Dios y su acción (gracia), por más que en
la persona de Jesucristo se hayan dado en su grado supremo. Ahora bien,
quid potest maior, potest minor. Si la encarnación ha sido posible, lo habrá
de ser la actuación y la presencia de la gracia en nuestro mundo (Iglesia,
sacramentos, santidad personal de los cristianos).
En este título se percibe bien la unidad intrínseca entre el ser intratrini-
tario de la segunda persona y su encarnación. El que es Logos es precisa-
mente quien puede decir en la historia la palabra de Dios; quien es Hijo

346
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

eterno, a cuya imagen hemos sido creados, es quien nos puede mostrar el
camino de la filiación y el ser filial. Por eso, resulta plenamente congruente
la encarnación de la segunda persona y no de ninguna otra. Así, se percibe
cómo el ser del Hijo y su misión correlacionan al máximo (Balthasar): el ser
del Hijo se entiende desde su misión, que engloba todo su ser y su actuar.
En correlación con su dinamismo encarnatorio, siendo Hijo realizó a
través de la obediencia hasta la muerte su ser filial, se abre paso una mi-
rada claramente positiva a la comprensión de la vida cristiana como un
peregrinaje de carácter escatológico: pues habiendo sido configurados con
el Hijo en el bautismo mediante el Espíritu, la vida cristiana, ya preñada
de carácter escatológico, de la inhabitación del Espíritu y la cristificación,
ya con las arras, se habrá de configurar también como un despliegue de la
cristidad o filiación que nos habita. Es decir, como un caminar hacia la con-
sumación (teleiosis), a través del seguimiento y el ejercicio de las virtudes.
Dicho caminar ya está inscrito en la irrupción del tiempo escatológico, del
comienzo incoado de la salvación y del perdón de los pecados. Nosotros
también siendo hijos hemos de realizar la filiación. Así, el ser teleiótico de
Cristo alumbra nuestro caminar escatológico en la fe, que también queda
marcado por un dinamismo de teleiosis: el cristiano a lo largo de su vida va
realizando lo que es la salvación recibida hasta que se consuma.
Finalmente, la filiación de Jesús, como el Hijo enviado por el Padre
por nosotros y nuestra salvación hasta la muerte, expresa cómo el ser filial
radica finalmente en el amor y la entrega. Jesús es verdaderamente Hijo
por su apertura total al Padre y a su voluntad. De este modo, el ser filial
consiste en no reservarse nada para sí. El Hijo procede del Padre, que
le engendra por amor. Siendo el amor la sustancia de su propio ser, no
puede sino responder con pleno amor. En este amor recíproco se revela
la gloria desbordante de Dios. La gloria del Padre, que tanto ama al Hijo
que le confía lo más íntimo de su ser y de su corazón: su propio ser y
su designio amoroso sobre el mundo. La gloria del Hijo, que se entrega
sin reserva alguna a los deseos del Padre, volcados en la salvación del
mundo. La gloria de ambos es un intercambio de amor oferente y excén-
trico, pues no se cierra en el interior de sus mutuas relaciones, sino que
incluye la salvación del mundo, mediante el envío y la muerte del Hijo
muy amado. El Espíritu nos comunica esta gloria y nos la hace entender,
santificando además la humanidad del Hijo para que llegue hasta la con-
sumación. De aquí se deduce que la realización de la libertad filial se sitúa
en las antípodas de una actitud de distancia, que enarbola los propios
derechos, buscando la autonomía del padre (hijo pródigo: Lc 15,12-13). El
ser filial y su verdadera libertad se realiza en el despliegue completo del
amor; dejando que la libertad, inundada por el Espíritu, se deje conducir
por el amor y culmine en ofrenda completa de toda la vida. De esto no se

347
LA LÓGICA DE LA FE

deduce necesariamente una kénosis intratrinitaria (contra Balthasar), pero


sí que el ser divino trinitario, en lo que a nosotros se nos alcanza, es pleno
amor de donación y desprendimiento.

4. Una nueva concepción de Dios y del hombre

Con estos títulos se abre una nueva comprensión de Dios, típicamente


cristiana, en la que se ha de combinar lo cristológico con lo trinitario. Aun
cabría sumar el aspecto pneumatológico, que dejo de lado.
El Dios revelado por Jesucristo se ha manifestado como trinitario, pues
el mismo Jesucristo, es el Hijo eterno, el Logos preexistente, que estaba jun-
to a Dios y era Dios y ha venido a revelarnos el rostro del Padre. Así, Dios
mismo es intrínsecamente amor (1Jn 4,8), en su propia realidad interna más
íntima, es comunión, es donación. Este amor que es Dios en sí mismo, uno
y trino, se ha manifestado a través de la encarnación y la kénosis del Hijo
(Filp 2,7), señal de su amor; un amor que desciende para abajarse y hacerse
igual a los hombres. Este amor todavía alcanza su paroxismo en la cruz, la
señal más grande posible del amor (Jn 15,13; cfr. Jn 13,1).
Este Dios revelado por Jesucristo también nos ha dicho mucho sobre el
hombre: que somos radicalmente imagen del Hijo. Con la encarnación se
nos ha dicho que el hombre es esa gramática en la que Dios se dice a sí
mismo (Rahner): Deus capax hominis Pero también que la persona humana
está llamada a realizar y ser según la misma realidad filial del Hijo, gracias
al don del Espíritu, que nos cristifica y pneumatiza: homo capax Dei.

§ 23. Los concilios cristológicos de la era patrística afirman la divinidad


de Jesucristo (Nicea), la unidad de su persona (Éfeso), en conjunción con
sus dos naturalezas (Calcedonia), formulando la unidad de la persona hu-
mana en la hipóstasis (II Constantinopla), que no va en detrimento de la in-
tegridad de la naturaleza humana, voluntad incluida (III Constantinopla).
Este desarrollo es una referencia cualificada para la teología posterior, pues
despliega una gramática fundamental de la fe cristiana entre la ontología
trinitaria (Nicea y I Constantinopla), la ontología cristológica (Éfeso y Cal-
cedonia) y la mutua imbricación de ambas (II y III Constantinopla). De ahí
surgen implicaciones para la comprensión de la humanidad (protología,
antropología teológica) su salvación (soteriología) y destino final (escato-
logía). Además se incluye la relevancia de la historia de Jesús de Nazaret,
quien a través de su voluntad (III Constantinopla) revela el rostro de Dios,
su propia identidad y realiza el plan de salvación.

El estudio de la historia del dogma trinitario y cristológico sugiere una


pregunta sistemática: ¿se da algún tipo de engranaje dogmático entre los

348
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

seis primeros concilios cristológicos? Si la respuesta fuera positiva, entonces


estos concilios bien entendidos nos aportarían dos elementos bien valiosos.
En primer lugar, una precisión conceptual en torno a dos ejes fundamentales
de la teología: una serie de contornos irrenunciables del misterio del Dios
cristiano y del misterio de Cristo. En segundo lugar, nos estaría mostrando y
entregando una gramática de fondo de la doctrina cristiana a conservar: el
engranaje que liga las grandes cuestiones que conforman el núcleo central de
la teología trinitaria, la cristología, la antropología teológica, la soteriología y
su culminación final en la escatología. Me concentraré básicamente en la se-
gunda cuestión: en la gramática de la doctrina cristiana. Voy a recorrer los seis
primeros concilios desde una doble clave. Aludiré a la aportación teológica
fundamental en cada caso. Los agruparé por parejas, entendiendo que cada
pareja funciona como una cierta unidad lógica, a pesar de las típicas tensio-
nes y desplazamientos de acentos que se da con frecuencia en esta época
entre un concilio concreto y el que le antecede y sucede.

1. El discernimiento de la ontología trinitaria: Nicea y


Constantinopla I

a) El concilio de Nicea (325)

Desde una mirada histórica no deja de guardar un gran significado el


doble hecho de que este primer concilio ecuménico sea a la vez claramente
trinitario y cristológico (cfr. § 9, 1-2). El asunto en cuestión, planteado por
Arrio y el arrianismo, es la divinidad irrestricta del Hijo, de Cristo. Para Arrio
el Hijo, el Logos, era el primer ser creado y el más excelso de la creación,
pero no pertenecía al mismo rango de ser que el Padre. El primer asunto que
se solventa en un concilio trinitario es que el ser de Cristo pertenece al mis-
mo rango de ser del Padre (homoousios); la ontología trinitaria incluye, en su
primera formulación conciliar, un elemento ya irrenunciable y constante de
la ontología cristológica: Jesucristo es Dios de Dios (DH 125). Aunque ya se
introduce en el símbolo niceno al Espíritu Santo y la humanidad de Cristo (la
encarnación), la tradición va a seguir profundizando sobre estos elementos.
En la teología de Arrio y la antecedente la cuestión del Espíritu no ocupó el
espacio que teóricamente se merece. Por otra parte, sobre la humanidad ya
se había dicho algo, no recogido en cuanto tal en el símbolo niceno y su
anatematismo, al negar una suerte de divinización debido a un progreso de
perfeccionamiento moral (prokopé), planteamiento difusamente presente en
la línea arriana, con contornos difíciles de precisar y sin ningún texto clara-
mente auténtico de Arrio que avale esta interpretación, que, sin embargo,
parece derivarse, según Atanasio ineluctablemente, de las premisas arrianas.

349
LA LÓGICA DE LA FE

b) Constantinopla I (381)

Recogiendo el trabajo de los capadocios, el primer concilio de Constanti-


nopla va a establecer las líneas maestras de la ontología trinitaria: un único
Dios, una única sustancia divina (ousía), poseída por tres personas (hipós-
taseis) distintas, pero con el mismo rango divino, a pesar de la taxis trini-
taria que se ha conservado en los símbolos: Padre, Hijo y Espíritu Santo; si
bien esta terminología técnica no aparece en el símbolo. En sus elementos
esenciales, la ontología trinitaria queda formulada, si bien se puede seguir
profundizando sobre ella: precisar mejor el concepto de persona (Boecio,
Ricardo de San Víctor, Santo Tomás), formular la perichóresis (Juan Damas-
ceno), indagar la articulación de la actuación económica de cada una de
las personas: obras ad extra comunes (DH 800, 804, 1331) y apropiaciones.
Con este paso se rompe uno de los aspectos del molde típicamente
preniceno en dos sentidos. Primero, porque se aborda expresamente y se
supera el peligro de subordinacionismo latente en los planteamientos preni-
cenos. También, segundo, se introduce el tema propio de la esencia divina,
como algo que la teología ha de pensar y precisar, por supuesto en rela-
ción con las personas divinas, pero también en cuanto tal. Se desvinculan
en cuanto tal las propiedades de las personas de las características de la
esencia divina, ya que solamente así se superaron las contradicciones que
plantearon los pneumatómacos, que quisieron identificar lo propio de la
persona del Hijo y del Padre con la esencia divina, dejando fuera al Espíritu
Santo. En el concilio se sancionará que el Espíritu procede del Padre (cfr.
Jn 15,26; DH 151), asegurando así la igualdad de rango con el Padre. La
incorporación de la pneumatología y la aclaración del estatus divino del
Espíritu supusieron la necesidad de pensar más a fondo la particularidad
de la persona en la comunión de la esencia, relacionando y distinguiendo
más nítidamente estos conceptos. Así, la ontología trinitaria adquirió un
instrumental básico, un utillaje conceptual capaz de articular lo común de
la Trinidad, sin menoscabo de la unidad divina heredada del monoteísmo
judío; a la vez que era capaz de formular conceptualmente de modo con-
gruente la pluralidad trinitaria y comunional de las personas, como uno de
los rasgos típicamente identitarios de la fe cristiana, en el que la divinidad
de Cristo está incluida y garantizada (cfr. § 9, 3).
Este paso no implica de por sí la ruptura del así llamado esquema grie-
go, que parte de las personas, en concreto de la del Padre, por uno de
corte latino, más centrado en la esencia divina, cuyo inicio algunos situarían
en el De Trinitate de Agustín. Esta esquematización, divulgada por el gran
historiador Régnon, simplifica en exceso. Los padres griegos y los teólogos
ortodoxos, que aceptan plenamente estos concilios, siguen el esquema de-
nominado griego. Por otra parte, dicho esquema no está ausente en algu-

350
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

nos latinos, como Hilario. La discusión moderna sobre el trasfondo de esta


temática sigue viva, aunque con otros matices: si partir de la persona del
Padre o de la diversidad de las personas y su perijóresis.
Aunque se ha perdido el tomus doctrinal, en este mismo concilio se
rechazó y condenó el apolinarismo (DH 151). Ya se anticipa la gran pro-
blemática cristológica en torno a la encarnación: ¿cómo se puede pensar
de manera congruente la encarnación sin abandonar lo rubricado por el
homoousios niceno en torno a la divinidad de Cristo? Apolinar planteó la
cuestión de fondo, proponiendo un monofisismo (una única naturaleza en
Cristo) simple, más fácil de identificar y condenar. Apolinar quería a toda
costa defender la unidad de la persona de Cristo, al mismo tiempo que
mantenía la presencia de la humanidad y de la divinidad en Cristo. ¿Cómo
hacerlo? En su opinión la única salida era considerar que el alma de Cristo
no era un alma humana. Su puesto lo habría ocupado el Logos, convertido
así en el auténtico intelecto (sede de la libertad, el conocimiento y la volun-
tad de Cristo). De esta manera, la humanidad de Cristo quedaba recortada.
Desde el axioma básico que conducirá la reflexión cristológica, aunando la
soteriología (teoría de la salvación) y la cristología (teoría sobre la persona
de Cristo y su constitución ontológica), según el cual «lo que no fue asumi-
do no fue salvado» (Gregorio Nacianceno, Epist. 101,32; SC 208, p. 51), en
este caso nuestra humanidad en cuanto tal no habría sido salvada, sino so-
lamente sus aspectos más pasivos (la carne). Este recorte de la humanidad
de Cristo imposibilita una verdadera salvación de los seres humanos, pues
deja completamente fuera nuestra alma.
Profundizando un poco más, la cristología de Apolinar se fundamenta
sobre dos presupuestos básicos. En Cristo no puede haber dos principios
autónomos que dirijan su libertad, uno humano y otro divino. Esto daría
lugar a un ser completamente escindido y absurdo. Más aún, teniendo en
cuenta que para Apolinar la naturaleza humana ha sido tan fuertemente
afectada por el pecado que no puede alcanzar sin más el conocimiento de
Dios. De ahí que la hegemonía absoluta la haya de detentar la divinidad.
Este punto de vista para Apolinar era fundamental de cara a asegurar la sal-
vación. Si Cristo se hubiera conducido por una libertad humana, al estar la
naturaleza humana impedida para conocer a Dios, entonces Cristo hubiera
pasado muy directamente por el trance de poder pecar.

c) Síntesis provisional

Con este par de concilios, la temática central ha sido la ontología trinita-


ria, que ha quedado establecida en sus líneas maestras. Se ha reflexionado
sobre la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo. Esto ha obligado a intro-
ducir una reflexión expresa sobre la divinidad (ousía) y a profundizar en

351
LA LÓGICA DE LA FE

el concepto de persona (hipóstasis). De ahora en adelante la conjunción


de unidad y trinidad, en su mutua imbricación y reforzamiento recíproco,
será un tema permanente de la teología trinitaria. Así, un primer apunte in-
teresante radica en que la primera dilucidación conciliar versa directamente
sobre el Dios cristiano, como Dios trino, concerniendo a la cristología de
lleno y de refilón. De lleno, porque Jesús de Nazaret es para la fe cristiana
una persona divina: el Verbo eterno, el Hijo unigénito encarnado. Pero en
cierto sentido de refilón, pues la temática propia de la ontología cristológi-
ca, ligada a la encarnación y sus consecuencias soteriológicas y antropoló-
gicas, será objeto principal de los siguientes concilios.

2. El discernimiento de la ontología cristológica: Éfeso y Calcedonia

a) Éfeso (431): la unidad de la persona de Cristo

Uno de los elementos fundamentales de la ontología cristológica radi-


ca en la unidad de la persona de Cristo. Si con Nicea se ha reafirmado su
divinidad irrestricta, del mismo rango que la del Padre, y con el canon pri-
mero de Constantinopla, más la documentación próxima (sínodo de Roma
del año 382, DH 159), se ha insistido en la integridad de la humanidad, la
siguiente cuestión a dilucidar era la unidad del sujeto cristológico o, toman-
do la terminología que se impondrá más adelante, de la persona de Cristo.
Divinidad verdadera y humanidad integral no van disociadas, sino que se
dan en la unidad de la persona.
El concilio de Éfeso no produjo una terminología técnica precisa, sino
una orientación básica clara, con la defensa de la maternidad divina de
María (theotókos), que es Madre de todo el sujeto cristológico en su uni-
dad (DH 251). Nestorio, patriarca de Constantinpla, se negó a aceptar que
María fuera madre de Dios, pues pensaba que era más acertado hablar de
Christotókos (madre de Cristo). En una mirada benévola a su planteamien-
to, está insistiendo en que el Logos eterno, divino, no es sin más el Logos
encarnado. El Logos encarnado sería Cristo, en quien se dan las dos natura-
lezas, humana y divina, y de quien María es madre. Ahora bien, incluso en
esta mirada se percibe la disociación entre el Logos eterno y el encarnado.
Lo que la fe cristológica va a reconocer es la identidad entre el eterno y el
encarnado. Por lo tanto, si el Logos eterno divino se encarna, naciendo de
María, María ha de ser considerada Madre de Dios. Cirilo de Alejandría, en
su segunda carta dirigida a Nestorio, que fue aprobada en el Concilio de
Éfeso, defiende la maternidad divina de María.
Éfeso sanciona una orientación teológica suficientemente definida; lo
que se denomina la «idea» o el «esquema» de Éfeso. Los elementos integran-
tes de este esquema, más allá de la formulación verbal, que no queda del

352
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

todo fijada de modo técnico y preciso, son los siguientes. Defensa de la ma-
ternidad divina de María, de la Theotókos. Este aspecto había sido negado
por Nestorio y calurosamente defendido por Cirilo. Defensa de la identidad
entre el Hijo eterno del Padre y el hijo de María nacido según la carne.
Ambos elementos guardan una estrecha relación entre sí: la negación de la
Theotókos era resultado de una separación excesiva de las dos naturalezas.
La afirmación de la verdadera unidad entre ambas conduce a la maternidad
divina de María e incluye lo que técnicamente se denomina la «comunica-
ción de idiomas». Por idiomas se entienden las propiedades típicas y carac-
terísticas de cada naturaleza. Con la comunicación de idiomas se afirma que
siendo el sujeto único, lo que compete a una naturaleza compete de hecho
al sujeto total. Así se pueden predicar las distintas propiedades o idiomas
del único sujeto: Cristo muere y Cristo es Dios. O, incluso, dando un paso
y haciendo hincapié en la unidad, se pueden hacer, como ya hicieran en
el siglo II, afirmaciones de una naturaleza y predicarlas de la otra, por la
unidad del sujeto. Como por ejemplo que Dios muere en la cruz o que el
hombre nos redime del pecado y rescata de la muerte.

b) Calcedonia (451): la unidad de la persona en la diversidad de naturalezas

La fórmula cristológica del Concilio de Calcedonia ha quedado como


el referente básico para el dogma cristológico. El detonante fue Eutiques,
que defendió: «Reconozco que el Señor era de [ek] dos naturalezas antes
de la unión, pero no reconozco más que una sola naturaleza después de la
unión.» (B. Sesboüé, El Dios de la salvación, 310). Como se puede observar,
la teología de Eutiques niega explícitamente la diversidad de naturalezas
después de la unión. En este sentido es claramente monofisita (una única
naturaleza). Después de mucho revuelo, se terminó por apelar a Roma y
celebrar un concilio ecuménico en Calcedonia. Aquí se elaboró una fórmula
dogmática, que va encabezada por todo un dossier: los símbolos de Nicea
y I Constantinopla, la segunda carta de Cirilo a Nestorio, la fórmula de
unión del 433 (DH 271-273), y el tomo de León. La fórmula de unión fue el
modo de llegar a una reconciliación tras la ruptura en Éfeso entre los antio-
quenos (con Nestorio a la cabeza), y los alejandrinos (con Cirilo como su
referente). En esta fórmula se moderan las posturas de ambos, renunciando
a sus formulaciones más punzantes, y se es capaz de reconocer bajo las
formulaciones propias de cada escuela el mismo contenido teológico fun-
damental. El tomo de León (DH 290-295) es un escrito del papa al patriarca
de Antioquía, Flaviano, en el que no solamente se refuta el monofisismo
de Eutiques, sino que se presentan también los contenidos principales de
la ontología cristológica. Es el único texto latino que influye en las formu-

353
LA LÓGICA DE LA FE

laciones conciliares. Se distingue por su defensa de la salvaguarda de las


naturalezas de Cristo y de sus propiedades respectivas después de la unión.
En la fórmula se defiende con claridad la dualidad de las naturalezas
(difisitismo), que ya venía de atrás, pues se trataba simplemente de man-
tener en vigor lo ya afirmado por Nicea y Constaninopla I. Sin embargo,
sobre este aspecto se avanza en un doble sentido. Se establece un criterio
claro que permite discernir si la integridad de las naturalezas se está man-
teniendo: si se salvaguardan las propiedades que les son propias. Además,
se prohíbe, a través de los famosos cuatro adverbios negativos, que en el
mismo sujeto cristológico y entre las naturalezas que lo conforman se dé
división o separación, confusión o mezcla (DH 302). Este avance en cuanto
a la clarificación de la presencia irrestricta de las dos naturalezas, humana
y divina, no se hace al precio de rebajar la unidad. Antes al contrario, la
unidad se reafirma en diez ocasiones en la fórmula. De tal manera que no
se puede entender bien la fórmula de Calcedonia ni aislándola de Nicea, I
Constantinopla y Éfeso, ni de los concilios siguientes. Sin embargo, es cier-
to que el modo de unión queda impreciso: afirmado con claridad, incluso
con una formulación fluctuante (prósopon o hipóstasis) pero no aclarado
conceptualmente.

c) Síntesis provisional

Sin haber vuelto de modo formal sobre la ontología trinitaria, en esta


pareja de concilios, que conviene leer conjuntamente, se ha formulado el
entramado básico de la ontología cristológica: Jesucristo es verdadero Dios
(naturaleza divina, recogiendo el homoousios niceno) y simultáneamente
verdadero hombre (recogiendo la integridad de la naturaleza humana afir-
mada contra Apolinar), rubricada por la salvaguarda de las propiedades.
Ahora bien, esta dualidad no supone una división del sujeto cristológico en
dos hijos (contra la supuesta doctrina de Nestorio), sino una unidad radical
de la persona, rubricada con la theotókos, la comunicación de los idiomas
y la unión en la hipóstasis (alejandrinos) o el prósopon (antioquenos). Evi-
dentemente, el siguiente paso será discernir más agudamente el modo de
unión, de tal manera que el difisitismo calcedoniano no derive ni hacia el
nestorianismo ni hacia formas de monofisismo, más o menos larvado, sutil
o camuflado.

3. La clarificación final de la ontología cristológica: Constantinopla


II y III

Desde el punto de vista histórico el transcurso eclesial y político de


los siglos siguientes resulta un periodo extraordinariamente enmarañado.

354
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Simplificando entiendo que la clarificación final de la ontología cristológica


que se produce en el II y III concilio de Constantinopla radica en un mo-
vimiento complejo: la reasunción, a otro nivel de discurso, de la ontología
trinitaria ya discernida, de la ontología cristológica formulada, y su proyec-
ción sobre la antropología, abriendo la cristología de modo formal y más
claro que hasta ahora hacia la protología, la soteriología y la escatología.
Estos últimos aspectos ahora se explicitan más y se aquilatan con mayor
solvencia y claridad.

a) Constantinopla II (553): en entronque trinitario explícito

En los aproximadamente cien años que median entre Calcedonia y


Constaninopla II se avanza en dos puntos fundamentales, que además son
convergentes. Por una parte, se clarifica que la hipóstasis de la que hablaba
la fórmula de Calcedonia es una hipóstasis trinitaria. Así, se unen el len-
guaje trinitario de la persona-hipóstasis, con su exponente máximo en los
capadocios, pero con una rica tradición anterior a este concilio (ej: Hipólito,
Orígenes, Tertuliano, Agustín), con el cristológico. Su exponente más claro
es la fórmula teopascita, «uno de la santísima Trinidad ha padecido» (DH
432), tomada de los monjes escitas. Con esta formulación se zanja la impo-
sibilidad de una construcción cristológica que carezca de un fuerte gozne
trinitario. El otro punto no se recogió expresamente en la documentación
conciliar aprobada, a pesar de que representa un avance conceptual claro
y, en el fondo, la extracción de una consecuencia de todo lo anterior en
cuanto a la ontología cristológica. Con el concepto en-hypóstasis, debido a
Leoncio de Bizancio y Leoncio de Jerusalén, queda claro que en todo mo-
mento el Verbo encarnado es una hipóstasis divina, a la que se le ha unido
hipostáticamente una naturaleza humana. Naturaleza humana verdadera,
completa e íntegra (frente a cualquier forma de adopcionismo, arrianismo o
apolinarismo), pero que carece de una hipóstasis propia: su único modo de
existencia es en la hipóstasis divina del Verbo. Esta naturaleza humana se
puede calificar, pues, como an-hypostática; esto es, sin una hipóstasis pro-
pia, como es el caso del resto de las personas humanas; y en-hypostática,
pues se da siempre en la unión hipostática, unida a la persona del Verbo.
La documentación conciliar va plenamente en esta línea. Sus puntos funda-
mentales son. La clarificación del modo de unión de las naturalezas, unión
hipostática (DH 424; canon 4), produciendo una «hipóstasis compuesta»,
pues se da la hipóstasis divina en la que sin dejar de ser divina, existe la
naturaleza humana. Esta unión no implica la supresión de las naturalezas o
su alteración (DH 428, canon 7); ambas se mantienen. La diferencia entre
ellas solamente se capta en la contemplación (en teoría), para no introducir
una división interna en el sujeto cristológico.

355
LA LÓGICA DE LA FE

Podemos interpretar que se realiza en una relectura cristológica de la


ontología trinitaria que permite una apropiación cristológica propia de la
ontología trinitaria. Así, el engranaje constante entre ontología trinitaria y
ontología cristológica, que ya se apuntó en Nicea, queda rubricado, amplia-
do y aclarado. Dicho engranaje, además, cualifica la humanidad de Cristo
de modo singular, ampliando lo dicho en Calcedonia. No se da marcha
atrás en cuanto a la integridad de la humanidad, pero sí que se avanza en
su cualificación singular: ninguna otra naturaleza humana está unida hipos-
táticamente al Verbo. Debido a la unidad del sujeto cristológico (Éfeso) y la
comunicación de los idiomas (Éfeso), aun salvaguardando las propiedades
que le son propias a cada naturaleza (tomo de León, Calcedonia), la natu-
raleza humana no podrá menos de verse singularizada y afectada por el
hecho de la unión hipostática. Lo contrario vendría a negar la unidad del
sujeto cristológico, de la persona de Cristo y la misma comunicación de
los idiomas. Este será el asunto que se habrá de abordar en la controversia
con los monoteletas (una única voluntad divina en Cristo) y monoenergetas
(una única energía divina en Cristo)

b) Constantinopla III (681): cristología y antropología

La disputa con los monoteletas y monoenergetas puso sobre el tapete la


necesidad de rubricar de nuevo, a otra altura, la integridad de la humanidad
de Cristo, frente a formas nuevas de monofisismo más camuflado y sofisti-
cado. El concilio III de Constantinopla, lo mismo que el I concilio de Letrán,
reunido en Roma bajo el papa Martín I, recogen en esencia la teología de
Máximo el Confesor.
Para Máximo la integridad de la humanidad de Cristo es fundamental.
Será quien responda verdaderamente a Apolinar. La solución de Máximo
recurrirá a un doble registro. Por un lado, en la documentación conciliar se
rubrica la centralidad de Calcedonia, pues se acude a sus famosos adverbios
para iluminar la relación entre las voluntades, humana y divina, y las ener-
gías u operaciones, humana y divina (DH 556-557), igual que se hizo pre-
viamente acerca de las naturalezas, humana y divina. Por lo tanto, el calce-
donismo sigue siendo un referente fundamental (cfr. tb. DH 554-555). Si la
unidad era posible entre las naturalezas, salvaguardando sus propiedades,
lógicamente la unidad habrá de ser posible tematizando las propiedades
(las operaciones) de las naturalezas. En definitiva, se extraen consecuencias
que ya estaban implícitas, pero no desarrolladas, en el tomo de León y en
Calcedonia. También se clarifica la comprensión de la naturaleza humana:
en Cristo se da en su integridad y en ausencia de pecado (Calcedonia).
Esto significa que, si la unión hipostática es posible y si la conjunción de
las voluntades en un único querer también —dos facultades volitivas, que

356
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

quieren conjuntamente un único objeto: la salvación de la humanidad—,


la humanidad en cuanto a su ser natural propio está orientada a Dios y al
cumplimiento de su voluntad. Así se profundiza cristológicamente en el
sentido auténtico y profundamente divinizador del mandato recibido por
Adán en el paraíso. En otras palabras: el dinamismo natural del ser creatural
está orientado hacia Dios. Si el ser creatural (humanidad de Cristo) se da en
unión hipostática con el Verbo, este dinamismo creatural se potenciará al
máximo, mostrando la cumbre y la pauta del propio dinamismo natural del
ser creatural. Así, Cristo, humanidad y encarnación incluida, es la cabeza de
la humanidad desde el designio protológico de la economía divina de la sal-
vación, en la que divinización, cristificación y pneumatologización inciden
en la misma realidad desde ángulos complementarios y armónicos. Con
esta reflexión se vincula cristología y antropología de un modo más claro
de lo que se venía haciendo hasta ahora, incorporando de algún modo la
teología de los dos adanes (Rom 5; 1Cor 15), y la teología de la imagen de-
sarrollada por Ireneo y Tertuliano en cuanto a la antropología (Gén 1,26-27,
leído desde Col 1,15; 2Cor 4,4; cfr. Rom 8,29).
Discernir la verdadera humanidad de Cristo en su integridad y en la
plenitud de sus operaciones implica discernir a fondo el ser propio de lo
que de suyo es la humanidad (cfr. GS 22). Por eso, la ontología cristológica
dice una palabra sustantiva a la antropología teológica y a la antropología
en cuanto tal. De ahí que la cristología se sitúe en el gozne fundamental
que vertebra la comunicación de Dios con los humanos y la comprensión
del misterio de Dios y del ser hombre. Ambos se disciernen en Cristo. Así,
teología (Trinidad y ontología cristológica), cristología (ontología cristoló-
gica) y antropología forman una unidad lógica en correlación. Este mismo
engranaje se puede expresar a través de una lectura de la encarnación, que
incluye en su propio concepto tanto el homo capax Dei como el Deus ca-
pax hominis, definiendo así, en Cristo, tanto la radical vocación humana a
la divinización, como la condescendencia misericordiosa y amorosa de toda
la economía divina en la que Dios expresa y expone su propio ser.
Al introducir la voluntad humana de Cristo entre los elementos consti-
tutivos de la ontología cristológica se abre paso desde el dogma y desde
los conceptos de corte metafísico a la historia: a la vida concreta de Jesús
de Nazaret, su pretensión, su predicación de la irrupción del reino de Dios
ligado a su persona y a su caminar hasta la muerte en obediencia al Padre
(cfr. p.ej. Filp 2,5-11; Mc 14,36 y par.; Jn 4,24; Heb 5,7-10). Esto nos muestra,
como colofón, que en cristología se ha de conjugar lo que denominé un eje
ontológico (quién es Jesucristo: títulos cristológicos, fórmulas y confesiones
de fe, dogma) y otro dinámico o histórico (el caminar terreno de Jesús de
Nazaret, su predicación y su praxis sobre la irrupción del reino de Dios,
los misterios de la vida de Jesucristo). Ahora bien, solamente integrando el

357
LA LÓGICA DE LA FE

segundo en los parámetros del primero adquiere la historia una densidad


auténticamente crística y se garantiza su significado soteriológico, antropo-
lógico y revelador.

c) Síntesis provisional

El movimiento teológico de fondo de estos dos últimos concilios es más


complejo. Radica, básicamente, en una reasunción en nueva profundidad
de la ontología trinitaria, vinculando la ontología cristológica a la trinitaria
y mostrando su intrínseca conexión. De aquí se derivan consecuencias in-
eluctables para la humanidad de Cristo. Dichas consecuencias se extraen
en una radicalización de las intuiciones expresadas en Calcedonia, poten-
ciadas hacia la antropología teológica. Desde aquí, desde este nudo entre
«Teología - Cristología - Antropología» se despliegan consecuencias para la
soteriología y la escatología, como no puede ser menos.

4. Engranaje sistemático de los seis primeros concilios

No se puede cerrar la presentación ni la intelección de la historia del


dogma cristológico con Calcedonia, a pesar de que este concilio y su fór-
mula siga siendo la referencia primordial. Si se aísla Calcedonia de Éfeso se
tiende a un difisitismo con peligros de neo-nestorianismo (dos naturalezas
sin conjugar la unidad; Jesús histórico no idéntico al Cristo de la fe). Si la
historia del dogma se cierra con Calcedonia entonces flaquean las conexio-
nes fundamentales entre cristología y antropología, inherentes a la encar-
nación. La cristología actual corre a veces un peligro y otras veces el otro.
El tratado de cristología ha de contener una apertura intrínseca y sólida
hacia la Trinidad (cristología descendente, superación del adopcionismo).
Solamente desde el ser trinitario del Hijo se entiende la encarnación, la
vida histórica de Jesús, su predicación de la irrupción del reino de Dios,
los misterios de su vida, su resurrección de los muertos, su señorío sobre la
historia, su carácter recapitulador, su obra soteriológica. De igual forma, la
cristología ha de entroncar consistentemente con la antropología. Sin esta
conexión, la raíz y el fundamento crístico de la vocación humana a la cristi-
ficación y la divinización quedan en el aire. Sin la conjunción de estos dos
aspectos no se podrá afrontar con garantías el desafío que supone para la fe
cristiana el pluralismo religioso, con la necesidad de dar cuenta del puesto
de las religiones en la economía divina de la salvación.
La soteriología se sustenta tanto en el eje ontológico de la cristología
(con su enganche trinitario), como en el eje histórico o dinámico, que in-
cluye la entrega hasta la muerte (sustancialidad del recorrido histórico de
Jesús de Nazaret). Ahora bien, el primer eje contiene también un compo-

358
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

nente antropológico: la encarnación afecta a la naturaleza humana, revela la


vocación del hombre. De tal modo que la soteriología necesita el difisitismo
del que es el único mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5-6; toda la
Carta a los hebreos).
Así, la protología, la primacía del Hijo a cuya imagen hemos sido crea-
dos, es el primer compás de la economía divina de la salvación. Una eco-
nomía trinitaria que pasa por la encarnación y culminará en cristificación
gracias a la acción cristificante del Espíritu. Por eso, la protología (creación)
apunta ya hacia la escatología (recapitulación, consumación), si bien su
realización concreta (soteriología), en una situación de pecado, pasó por la
muerte en cruz del Hijo amado (Jn 3,16; Rom 8,32).
Desde esta perspectiva la historia de Jesús de Nazaret adquiere toda su
densidad y valor. Por una parte, porque así aparece en la plenitud de su
densidad teológica: es la historia del Hijo que se ha hecho carne humana,
para revelarnos el rostro del Padre y mostrarnos el camino hacia Él. Por otra
parte, esta densidad de la historia de Jesús el Hijo y el Señor permite una
auténtica teología de los misterios de la vida de Jesús: cada uno de los mo-
mentos narrados por los evangelios posee una auténtica verdad reveladora
y una sustancia teológica de primer calibre. Así, la historia de Jesús no es
de ningún modo prescindible para la teología. No es posible el recurso a
una metafísica de naturalezas ajena a la historia. En la historia de Jesús se
interpreta (exégesis: Jn 1,18) y se manifiesta lo que es el verdadero ser de
Dios y del hombre, en su predicación y praxis que ilustran lo que significa
la irrupción del reino de Dios como buena noticia para los pobres y los que
viven en los márgenes de la sociedad.
Desde aquí engancha la necesidad de dar cuenta de la génesis de la
cristología y de los orígenes de la primitiva fe apostólica, pues si se renun-
ciara a ello no se estaría haciendo justicia a lo que la encarnación significa,
en cuanto a que la fe cristiana se funda en una verdadera historia huma-
na, la de Jesús de Nazaret. Sin embargo, la cristología no puede limitarse
a reflexionar sobre lo que fueron sus orígenes, desde la reconstrucción
del Jesús histórico hasta el enigma de la proclamación de la tumba vacía,
porque entonces deja fuera de su consideración la misma fe que trata de
pensar: que este mismo Jesús fue creído, profesado y testimoniado hasta
la muerte como el Cristo de Dios, el Señor, el Hijo unigénito y el Salvador
del universo.
Ni la antropología ni la escatología ni la soteriología son posibles, en su
resplandor y en su verdadera fuerza, desconectadas de la ontología cristo-
lógica que las dinamiza, potencia, sostiene, ilumina y realiza. La ontología
cristológica, por su parte, no se sostiene sin su engarce con la ontología
trinitaria. De tal modo, que el misterio de Dios (Trinidad), revelado en la
plenitud de los tiempos en Cristo (cristología), despliega toda su potencia

359
LA LÓGICA DE LA FE

cuando se reconoce: la creación en Cristo (protología); el anuncio vetero-


testamentario de la alianza y del Mesías; el comienzo de su cumplimiento
con la encarnación del Hijo (María como theotókos); su realización práctica
a través de los misterios de la vida histórica de Jesús de Nazaret, predica-
dor del reino de Dios, del que es realizador escatológico al cumplirse con
y en él las promesas salvíficas de Dios a su pueblo; su muerte y posterior
resurrección (misterio pascual); seguido del magno don del resucitado: el
Espíritu, con la consiguiente regeneración creatural (creatura nueva: Gál
6,15; 2Cor 5,17); el inicio del tiempo escatológico; el origen de la Iglesia
como realidad teándrica (LG 8); y los sacramentos que brotan del costado
abierto del Traspasado. Estos dones de la gracia divina trinitaria capacitan
para una vida nueva en medio de la historia, sus dolores e injusticias (se-
guimiento, virtudes, espiritualidad, moral) hasta la definitiva consumación
de los tiempos (recapitulación en Cristo).

§ 24. La singularidad específica de la persona de Jesucristo, recogida por


el Nuevo Testamento y afirmada en la tradición por el dogma eclesial, es
un constitutivo esencial de la fe cristiana. Dicha singularidad se manifiesta
en la autoconciencia de Jesús con respecto a su misión y su filiación. La
santidad peculiar de Jesús implica la ausencia absoluta de pecado, aunque
su libertad se haya realizado en el marco de la tentación y de la opción
constante.

1. La singularidad de Jesús y de su humanidad

De muchas maneras en el NT se recoge la singularidad de Jesucristo. Los


títulos cristológicos de Mesías, Hijo de Dios y Señor; las confesiones de fe
y el reconocimiento de que él es el Salvador son una muestra. En el dogma
cristológico su singularidad queda espléndidamente rubricada: porque él
es el Verbo eterno encarnado, el Logos, y su humanidad existe solamente
en unión hipostática con el Verbo, a diferencia de la nuestra. Mientras que
María, por ser la madre de Jesús es la madre de Dios, esto no se puede decir
de ninguna otra mujer. Esta singularidad tiene una importancia especial, en
la que confluyen una serie de motivos, especialmente ligados a su humani-
dad, que conviene destacar en un momento en que la investigación históri-
ca sobre Jesús se fija exclusivamente en su aspecto humano, sin incorporar
de manera decidida una lectura teológica de esta humanidad y esta historia
(cfr. G. Uríbarri,La singular humanidad, 394-407).
Una humanidad verdadera y limitada. La humanidad de Jesucristo com-
parte las limitaciones de espacio y tiempo típicas de toda historia humana.
Nos estamos refiriendo a la persona de Jesús de Nazaret, históricamente
datable y reconstruible en algunos de sus rasgos fundamentales: dichos más

360
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

significativos, acciones más destacadas, parientes, oficio, cultura, relaciones


sociales, conflictos, lugar y causa de la muerte, etc. Estamos, pues, afirman-
do que se trata de una humanidad verdadera. Esta humanidad, sin embar-
go, posee una singularidad determinante y específica, que se manifiesta en
una plétora de consecuencias de altísimo calibre y se debe a una condición
original e irrepetible de la persona de Jesucristo.
Una humanidad singularmente «reveladora». Dicha humanidad es el
cauce para una revelación definitiva, plena y completa del rostro de Dios;
es pues singularmente reveladora. Jesucristo, en todo el transcurso de su
vida, revela en auténtico rostro de Dios. Lo puede hacer por su íntima
unión con el Padre; unión que no solamente incluye una relación familiar
(Abbà), sino que incluyéndola la supera porque la capacidad reveladora
última se debe al ser y al origen intratrinitario del Verbo (preexistencia) que
se encarna y se hace carne de nuestra carne en la persona de Jesús (cfr. Jn
1,1-18; Heb 1,1-2; Filp 1,6-8). La humanidad de Jesucristo es aquella en la
que habita corporalmente la plenitud de la divinidad (Col 1,19; 2,9), que es
como un templo en el que mora Dios mismo (Jn 2,19.21).
Una humanidad singularmente «salvadora». Por la misma razón de fon-
do que es reveladora, la humanidad de Jesucristo también es singularmente
salvadora. A nosotros nos alcanza la salvación gracias a la vida, la muerte y
la resurrección de Cristo, gracias, de un modo particular, a su preciosísima
sangre, por emplear una expresión tradicional de la devoción. Además,
dicha salvación es la que se ofrece a todos, no hay salvación de primera
o segunda categoría, según sea la adscripción a Cristo refleja o implícita.
Esta es la misma salvación del designio original de Dios, desde la creación,
porque incluye la filiación, la divinización, compartir la vida del Hijo, confi-
gurarnos plenamente con la imagen según la cual inicialmente hemos sido
creados. La razón de la capacidad salvífica de la humanidad de Cristo es,
en definitiva, la misma de su capacidad redentora. En su obediencia per-
fecta hasta la entrega libre a la muerte en la cruz recorre el camino de la
revelación y de la salvación, de la perfecta amistad y comunión con Dios,
abriéndonos a nosotros esa posibilidad con el auxilio de su gracia. Pudo
realizar este recorrido en el ejercicio de una voluntad humana obediente
porque era el Hijo encarnado, porque esa voluntad obediente y libre de
su naturaleza humana, sin dejar de ser auténticamente humana, estaba in-
ternamente sostenida por la persona divina del Hijo. El Hijo quiso con una
voluntad humana (cfr. DH 500).
Una humanidad que se perfecciona en su devenir histórico. De aquí se
sigue también la relevancia del singular camino histórico de Jesús, en su
hacerse Hijo mediante la obediencia. La historia singular y concreta de Jesús
representa toda la densidad de la encarnación, que supone una libertad y
una voluntad en ejercicio. Lo que estaba en germen con la encarnación, se

361
LA LÓGICA DE LA FE

hubo de cumplir y llevar a término gracias al caminar histórico en la obe-


diencia. En esta línea, el evangelio de Juan pone en boca de Jesús: «[todo]
está cumplido (tetélestai)» (Jn 19,30; cfr. 19,28), mostrando así el peso sus-
tantivo del caminar histórico de Jesús, mediante el cual llega a su hora y
hasta el final (Jn 13,1). Esta perspectiva no es ajena al himno de Filipenses
(2,8), que no se contenta con la kénosis, sino que la completa con la obe-
diencia hasta la muerte en cruz. De igual modo, la carta a los hebreos habla
de una consumación (teleiosis; Heb 5,9; 2,10) del mismo Jesús, en la que su
ser Hijo (Heb 5,8) se perfecciona, explaya, desarrolla y realiza.
Una humanidad con una singularidad definitiva. La singularidad de
la humanidad de Cristo no es transitoria, sino definitiva. La teología clási-
ca ha recogido este aspecto desde la convicción de que la unión hipostá-
tica es definitiva: una vez el Logos se unió hipostáticamente a la humani-
dad, dicha unión permanece de modo definitivo, a pesar de los avatares
de la muerte y la resurrección. No existe un Jesús que no sea el Cristo, el
Hijo de Dios encarnado. Evidentemente, esto singulariza enormemente la
humanidad de Jesús, que siempre es aquella que ha sido asumida en la
encarnación. La formulación de Agustín da en el clavo y es difícilmente
superable: «Es siempre Hijo de Dios por naturaleza, e Hijo del hombre el
que en el tiempo asumió (la naturaleza humana) por gracia; no fue asumi-
da de forma que primeramente creada fuera asumida, sino de forma que
por la misma asunción fue creada» (Contra Serm. Arian. I,8; PL 42,688 C).
Si miramos a la sustancia de lo que se nos transmite, estas formulaciones
recogen el sentido de lo que afirma el prólogo del evangelio de Juan, que
para hablarnos de Jesús y antes de narrar su historia, se remonta al mismo
Logos que estaba en el principio junto a Dios (Jn 1,1-2). Así pues, indica
que una comprensión de la persona de Jesús y de su historia separada
del Logos creador (Jn 1,3.10), que ilumina a todo hombre (Jn 1,9), Logos
que ha venido a habitar entre nosotros (Jn 1,11.14), resulta equivocada y
falsa (cfr. Jn 1,6-8.15), pues no toma en consideración la realidad última
que explica la persona (Jn 1,18), la obra y el misterio de Jesús de Nazaret
(Jn 1,12-18).
Una humanidad nacida con singular intervención del Espíritu Santo.
Para comprender la persona de Jesús de Nazaret no son prescindibles los
contenidos que los evangelios nos han querido transmitir a partir de los
relatos de la infancia de Lucas y Mateo. Ahí ya se nos está poniendo direc-
tamente en relación a Jesús con una proveniencia de Dios cualitativamente
diversa de cualquier otra persona humana. Dichos textos, colocados al co-
mienzo de cada uno de estos dos relatos evangélicos, cumplen la función
de lente a través de la cual hay que leer y comprender el resto. La historia
de Jesús de Nazaret es la de aquel que proviene de una intervención espe-
cialísima del Espíritu Santo sobre María (Mt 1,18.20), hasta el punto de que

362
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

se puede decir en verdad que es Dios con nosotros (Enmanuel; Mt 1,23; cfr.
Mt 28,20) y que por eso nos puede salvar de nuestros pecados (Mt 1,21).
Que es propiamente la historia de la vida entre nosotros del Hijo del Dios
altísimo (Lc 1,32), cuyo reino no tendrá fin (Lc 1,33), debido a que el Espí-
ritu Santo cubrió a María (Lc 1,34), y de ella nació aquel a quien se puede
llamar en verdad Hijo de Dios (Lc 1,35). Su nacimiento es una gran alegría
para todo el pueblo (Lc 2,10), porque nace un Salvador, que es Cristo y Se-
ñor (Lc 2,11). Ostenta todo su peso cristológico que los títulos cristológicos
ya aparezcan en las narraciones de la infancia.
Una humanidad singularmente ungida por el Espíritu. Estas perspectivas
de las narraciones de la infancia se corroboran de otro modo complementa-
rio con la unción, de la que la humanidad de Cristo es objeto en el bautismo
según los tres sinópticos (Mc 1,9-11 y par.; Jn 1,32-33). No son, además,
los únicos textos que recogen una unción de Jesús (Lc 4,18; Hch 10,38; Mt
12,18). Esto muestra que a la humanidad de Jesús le pertenece una especial
unción del Espíritu, que la cualifica notablemente: en la humanidad de Je-
sús el Espíritu está de modo diferente a como pudo estarlo previamente en
algunos elegidos del AT, como los profetas. La unción también indica que la
presencia del Espíritu en la humanidad de Jesús es cualitativamente diversa
de la que luego se dará en los cristianos o de la que pueda darse en otras
personas o tradiciones religiosas, por la misma acción universal del Espíritu
de Dios. Jesús es aquel en quien mora y reside el Espíritu, de tal modo que
él lo puede donar y derramar sobre nosotros, como su don más preciado,
confirmando que con él llegan los tiempos mesiánicos. La singularidad de
la unción recibida por Jesús nos dice que él es el Mesías, el Cristo de Dios,
el esperado de los tiempos, el que había de venir, el que doblega la marcha
de la historia introduciendo una nueva etapa en la historia de la salvación,
trayendo el giro de los eones.
Una humanidad que efunde el Espíritu Santo. La humanidad de Cristo
es la fuente de la que brota la efusión del Espíritu (cfr. esp. Jn 19,34; 7,39;
20,22). Por tanto, le pertenece como facultad singular la de donar el Espíritu
de Dios, que en ella habitaba. Esto la singulariza y le otorga, también por
este concepto, un puesto singular en la economía de la salvación. Desde
este punto de vista no se puede desvincular la acción salvífica del Espíritu,
tal y como se da en la situación actual de la economía, de la salvación de
la humanidad de Jesús.
Una humanidad singularmente gloriosa. Esta humanidad ahora es la
gloriosa humanidad de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Filp 3,21; 1Cor 15,44).
Nuestra configuración futura, en la resurrección de los muertos, será con
una humanidad semejante a la de Cristo, gloriosa y espiritual, por más
que eso ahora mismo supere nuestros cuadros conceptuales y nos resulte
prácticamente imposible de imaginar. Esta humanidad gloriosa es la fuente

363
LA LÓGICA DE LA FE

de nuestra salvación, el Cordero degollado del que manan los ríos de agua
viva, según la gráfica imaginería del Apocalipsis (Ap 22,1; 7,11).
Una humanidad quicio de toda la economía de la salvación. La singula-
ridad de la humanidad de Jesucristo refulge cuando se cae en la cuenta de
que es verdaderamente el quicio de la única economía divina de la salva-
ción, tal y como se ha puesto de relieve en el debate originado con la teo-
logía pluralista de las religiones. Esta virtualidad de la humanidad de Cristo
ya fue percibida claramente por la teología asiática de Ireneo y Tertuliano,
por ejemplo, que se confrontaron con la puesta en cuestión de la unidad
de la economía divina por parte de los gnósticos y de los marcionitas, com-
batidos ambos por sendos autores. Los grandes himnos cristológicos de las
cartas a los colosenses (Col 1,15-20) y a los efesios (Ef 1,3-14) articulan todo
el despliegue de la economía divina de la salvación, creación - redención
por la sangre y muerte de Cristo - recapitulación final de todo, en vincula-
ción con la humanidad de Cristo. De esta forma, la humanidad de Jesucristo
se nos muestra como verdaderamente singular, en cuanto que la economía
divina de la salvación pivota sobre ella, pudiéndose denominar con toda
justicia como una salus carnis.
Una humanidad que engloba en sí el sentido de Dios y del hombre. La
humanidad de Cristo posee una singularidad extraordinaria porque es el
punto donde Dios y el hombre se encuentran en su máxima potencia:
«Asumió la forma de siervo sin la mancha del pecado, elevando las realida-
des humanas, no disminuyendo las divinas (humana augens, divina non
minuens), ya que aquel despojamiento, por el cual el invisible se ofreció a
sí mismo visible y el creador y señor de todas las cosas ha querido ser uno
de los mortales, fue un inclinarse de la misericordia, no una falta de poder»
(León Magno, Tomus ad Flavianum 3; DH 293).
Dicho encuentro lejos de hacer que ambas realidades se desdibujen en
su propia consistencia produciendo un híbrido, semidios y semihombre
(tentación de la filosofía helenística que el cristianismo de los Padres hubo
de superar, por ejemplo bajo el arrianismo), conduce por el contrario a que
la persona humana encuentre su auténtica medida, a que la humanidad se
perfeccione y logre la meta que le es propia, en cuanto tal y en su relación
con Dios, aspectos que no son deslindables. Así, la humanidad de Cristo,
como hombre perfecto que es (GS 22, 38, 41, 45) nos muestra y demuestra
que constitutivamente estamos creados para Dios: homo capax Dei (aspecto
especialmente subrayado por la cristología trascendental de Rahner). Co-
rrelativamente, en la encarnación se nos revela el auténtico rostro de Dios,
que es aquel que por amor a su criatura pasa por el misterio tremendo de
la kénosis, tan contrario a una concepción abstracta de la omnipotencia y
la excelsitud de Dios. La gloria de Dios refulge en la humildad de su carne,
de su amor desposeído hasta el extremo (H. U. von Balthasar). Así, se nos

364
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

revela como un verdadero Dios de los hombres, para los hombres y con los
hombres, como Deus capax hominis.

2. Autoconciencia

La problemática relativa a la autoconciencia de Jesús ha surgido en tiem-


pos recientes (mitad del s. XX), como efecto de la investigación histórica
sobre Jesús y el interés sobre su subjetividad. Para los evangelios no cabe
duda del saber de Jesús y de su conciencia filial. En el evangelio de Juan el
aspecto está más destacado, pero también está presente en los sinópticos.
Es decir, la presentación creyente de Jesús como el Hijo de Dios no duda de
su propia autoconciencia como Hijo de Dios, sin introducir una separación
de naturalezas, que la Escritura desconoce. En la Escritura se adjudica todo
al mismo sujeto, ya sea resaltando cualidades humanas o divinas.
Desde el punto del dogma y la reflexión especulativa tampoco cabe
duda. La formulación clásica más granada se debe a Gregorio Nacianceno:
«si alguno pusiera su esperanza en alguien ignorante, sería verdaderamente
necio e indigno de recibir la salvación completamente» (Epist. ad Cledo-
nium [SC 208,51; PG 37,181]). Esto supone que la fe cristiana no es soste-
nible si Jesús no tuvo conciencia de quién era él mismo, pues creer en un
mesías, un Hijo de Dios y un Señor, que lo era, pero no lo sabía ni actuaba
como tal ni pretendía a través de su vida y ministerio traer la salvación de
Dios resulta ridículo. Desde la ontología cristológica no es sostenible ni
una modificación de la naturaleza humana, de tal modo que deje de ser
humana; ni un aislamiento, de tal modo que la unión no deje de afectar a
la naturaleza humana. No le pudo ser ajena a su conciencia humana su rea-
lidad última filial; o dicho más técnicamente, la realidad de la enhypóstasis:
que la naturaleza humana de Jesús subsiste en la hipóstasis del Verbo, de tal
modo que en Jesús solamente se da un yo divino (J. Ratzinger - Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret 2 vols.).
Lo que se ha planteado más modernamente es la posibilidad de fun-
damentar exegéticamente la conciencia filial, mesiánica y divina de Jesús
desde una perspectiva del estudio crítico e histórico de Jesús. Conviene
notar que el estudio histórico es parcial y no recubre la totalidad del Jesús
terreno. Es decir, que si no se pudiera probar tampoco se podría negar des-
de ahí radicalmente esa conciencia divina, si bien la fe cristiana quedaría
en posición precaria. Más todavía si se llegara a probar la falta absoluta de
conciencia mesiánica, salvífica y filial y divina en Jesús. Desde el punto de
vista dogmático nos basta con indicios suficientemente sólidos de dicha
conciencia. Estos indicios se dan. Al menos se encuentran los siguientes.
Fuerte conciencia mesiánica, sin la cual no se explica ni su movimiento ni
su muerte ni muchos aspectos de su ministerio: milagros, llamada al se-

365
LA LÓGICA DE LA FE

guimiento, los Doce, puesta en cuestión de la Ley y el Templo, etc. Fuerte


conciencia salvífica: comidas con los pecadores, curaciones, respuesta al
Bautista, interpretación de su vida y su muerte en la Cena, fórmulas hypér.
Con Schürmann: tenemos una soteriología implícita bastante clara. Relación
de intimidad de tipo filial reflejada en el Abbâ, el padrenuestro, la revela-
ción con aplomo de un nuevo rostro de Dios. La explicación más cabal es
que ahí aflora la conciencia filial profunda. No de una diafanidad al estilo
del evangelio de Juan, desde la que casi no tiene sentido ni la tentación ni
la agonía del Huerto. Pero sí desde el imponerse su realidad más profunda
en su actuación, en sus palabras, en su oración, etc.
Desde aquí quedan claros tres elementos. Que en Jesús pudo darse un
progreso en el devenir de su misión, según se fue aquilatando lo que su-
ponía el ejercicio de la filiación. Dicha filiación es su realidad radical desde
el principio y es la que va conformando su misión y su vida, según se va
abriendo de modo más consciente, radical y progresivo a la conformación
dinámica con su propio ser. Esa conformación se actúa a través de la obe-
diencia filial, como la clave que atraviesa la vida entera de Jesús, iniciada
desde la preexistencia con la anuencia a la misión encarnatoria, hasta cul-
minar en la muerte en cruz. Así, el dinamismo encarnatorio reaparece de
nuevo. Que el saber propio de Jesús es un saber de Dios y de su misión,
no una omnisciencia científica irrestricta (cfr. Lc 2,53; Mc 13,32). Que dicho
saber está determinado por la pertenencia irrestricta de Jesús a Dios, como
Logos encarnado. Es el Logos quien determina últimamente la actuación de
Jesús, el Hijo, y su propia conciencia.

3. Santidad y libertad

En el caso de Jesús hemos de seguir afirmando la plena integridad de


su humanidad. La Escritura afirma con claridad que «ha sido probado en
todo como nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Dicha integridad
se vería en precario en el caso de negar una libertad humana, propia de la
naturaleza humana y de la voluntad humana. Sin embargo, una disociación
de la naturaleza humana de la hipóstasis divina, o una consideración de la
libertad humana de Jesús en la que el hecho de ser Hijo de Dios encarnado
no hubiera tenido ninguna relevancia, también deshace la persona Jesucris-
to tal y como nosotros creemos en ella. Si a la naturaleza humana de Jesús
le fuera indiferente el hecho de ser el Hijo, estaríamos negando de hecho la
comunicación de los idiomas y, por consiguiente, la unidad de la persona.
Llegaríamos, en el extremo, a distinguir al Hijo de Dios del hombre Jesús de
Nazaret. «Cristo no es un autómata de Dios en el mundo, mero delegado de
una oferta del Dios lejano, sino realizador humano de una libertad histórica»
(O. González de Cardedal, Cristología, 473, cursivas en original).

366
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

¿Cómo explicar la ausencia de pecado de una manera consistente? Cier-


tamente no se niega la presencia de la tentación, recogida por los evange-
lios (ej. Mt 4,1-11 y par.); como tampoco se niega la oración (Getsemaní,
padrenuestro y otras escenas). Por lo tanto, se afirma una obediencia que se
abre camino en medio de tentaciones y luchas (Getsemaní). Sin embargo,
esta libertad está tan plenamente abierta a Dios, el Padre, impulsada por
el Espíritu que en todo momento le conduce y sostenida por el Logos, en
quien subsiste, que puede ejercer una auténtica libertad humana a la vez
que evita constantemente el pecado. El pecado no pertenece intrínsecamen-
te a lo que es naturaleza humana (Adán no fue creado pecador), sino que
es una posibilidad suya. Pero también es una posibilidad la plena comunión
con Dios, caso que se da de manera insuperable en Cristo Jesús, donde la
naturaleza humana está en plena comunión con la persona del Hijo. Siendo
esta comunión con Dios en la persona de Jesús de naturaleza hipostática,
no se puede sostener la simultaneidad de la posibilidad de pecar con esa
intimidad tan absoluta con Dios. Así, más bien es Cristo quien nos muestra
lo que es la verdadera libertad humana, la libertad de los hijos de Dios, que
al revés (cfr. GS 22). No debemos pensar primero la libertad y obligarla a
que encaje en el dato cristológico, sino partir del dato cristológico, como el
lugar de iluminación antropológico de la libertad, teológicamente entendida
y, desde ahí, dialogar con la antropología filosófica.

§ 25. La cristología neotestamentaria ha interpretado la figura de Jesús


como Salvador, otorgando un relieve muy destacado a su sacrificio reden-
tor. La comprensión cristiana de la salvación entra en consonancia con el
misterio de la persona de Cristo, articulándose en categorías ascendentes y
descendentes. En el panorama del actual pluralismo religioso la fe cristia-
na sigue confesando a Jesucristo como el único mediador entre Dios y los
hombres.

1. La salvación: aspectos generales

La salvación en el NT se refiere tanto a un acontecimiento como a una


situación: liberación de realidades opresoras y la entrada en un nuevo
modo de vida —el estatuto de la vida salvada—, como consecuencia de
lo anterior. El paso a esta situación nueva es considerado como algo de-
finitivo, no parcial. El NT no entiende la salvación como una evolución
espiritual, sino como una liberación gratuita. La liberación o salvación es
de toda necesidad y fastidio. No hay distinción entre salvación material y
espiritual. El evangelio —y la predicación del mismo— hace entrar en sal-
vación: Rom 1,16; 1Cor 1,18; 15,2; 2Cor 2,15; Ef 2,5.8. Especial relevancia
cobran la salvación del pecado y de la muerte. La muerte a la que se refiere

367
LA LÓGICA DE LA FE

es la muerte como realidad escatológica. La salvación del pecado se veía


como algo con mucha fuerza, pues se entendía que el pecado estaba perju-
dicando y tergiversando continuamente las relaciones humanas, la relación
con Dios y arrastrando consigo en un decaimiento al cosmos mismo. Jesús
también salva y libera de otros aspectos: enfermedad, riqueza, etc. Para los
cristianos su dios ya no puede ser el vientre ni mammón (el dinero) ni la
lujuria (el sexo). También tiene un contenido positivo. Éste se formula de
forma privilegiada con el reino de Dios (H. Merklein). Es una nueva rela-
ción con Dios, una nueva relación con las personas, con las riquezas, es un
recentramiento de la persona entrando en una relación con Dios y con los
humanos al modo de Jesús. Para los sinópticos el concepto salvífico central
es el reino. No se puede desestimar lo que el acontecimiento salvífico de la
muerte y resurrección ya ha puesto en marcha: ya estamos en paz con Dios
(Rom 5,1). Pero esperamos todavía grandes cosas para la salvación escato-
lógica y el momento del juicio final. Todo esto conduce a una impregnación
de la vida cotidiana: por la liberación experimentada, por la conversión
sucedida, por los males de que queda uno libre, por la configuración de la
espera ansiosa de la consumación escatológica que tiñe los tonos vitales, las
conductas y formas de vida. Se sabe que el juicio estará en continuidad con
esta vida, pero se espera y aguarda con esperanza sabiendo que Dios hará
salir adelante el bien y la verdad, y que, habiendo entregado a su Hijo por
nosotros, está claramente de nuestra parte (cfr. Rom 8,32-34).
Jesús se asocia continuamente a la salvación. Él es quien salva. O
Dios, el Padre, salva mediante Cristo. Por el Espíritu nos mantenemos
en la vida salvada y participamos en ella. Dentro de un registro más am-
plio (lutrouæsqai, ltron, poltrwsiς = reconciliar; rescate; redención;
rJomai = proteger), destaca el verbo sw√/zw (sodzo; 106 veces en NT) y
el sustantivo swthra (sotería = salvación; 45 veces). El término salvador
(swtr; 24 veces) en el griego profano se aplica al médico o quien ayuda y
salva la vida, a filósofos, políticos, gobernador helenista, a emperadores (ej:
Augusto, Adriano). El NT nos ofrece un uso muy amplio de este título en
las cartas pastorales y en 2Pe. La abundancia de este título en las pastorales
muy probablemente está ligada a la insistencia típica de estas cartas en la
universalidad de la salvación, que está abierta para todos los hombres. Se
aplica a Dios (Lc 1,47) y a Cristo (Lc 2,11; 2Tim 1,10; Tit 1,4; 2,13; 3,6). Sin
embargo, en el cristianismo primitivo el título sotér se usó restringidamente.
La razón parece radicar en el significado del término en ambiente judío
y pagano, que podía inducir a equívocos. Entre los judíos se refería a un
libertador nacional. Para los paganos era un benefactor político. El título
que más se empleó fue el de Krioς (= Señor). No es el título sotér el que
manifiesta la divinidad de Jesús, sino la sotería por él conseguida. Así, la

368
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

salvación resulta fundamental para entender la identidad de Jesucristo, sin


que se pueda separar de su identidad y su persona.

2. El sacrificio redentor

Para la primitiva comunidad toda la vida de Jesús es salvífica. Su naci-


miento se proclama a los pastores como el de un salvador (Lc 2,11) y al
mismo José se le explica el sentido del nombre: «le pondrás por nombre
Jesús, porque él salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Resuena que
Jesús significa Yahveh salva, donde está presente la raíz [vy [jasa'], que en
hifil (causativo) significa: «salvar, librar, liberar, libertar, preservar, socorrer,
defender, auxiliar, proteger; vencer, dar la victoria, sacar sano y salvo, poner
a salvo» (L. Alonso Schökel; V. Morla; V. Collado, Diccionario bíblico he-
breo-español, Madrid 1994) y al griego se tradujo con el verbo sodzo. Toda
su actividad y su predicación en torno a la irrupción del reino contienen un
claro tono salvífico, de buena noticia de la llegada de la misericordia y la
salvación de Dios, especialmente para los pobres. Sin embargo, se da una
concentración en el perdón de los pecados a través de su muerte redentora:
(ej: Mc 2,1-12; Mt 1,21; 26,28; Lc 7,36-49; 24,46-47; Hch 5,31; Jn 1,29; 1Jn
1,7-2,2; Rom 3,23-26; 4,25; 5,8-21; 1Cor 15,3; Col 1,14; Ef 1,7; 1Tim 1,15;
Heb 1,3; 1Pe 2,24; 3,18).
Esta comprensión se ancla en las fórmulas con la preposición hypér (y
otras prácticamente sinónimas), que encontramos en muchos escritos del
NT, pero también en labios de Jesús, como puse de relieve al tratar de la
Cena. El que podía vencer al pecado y a la muerte, lo hizo pasando por el
trance que nos alcanza a nosotros de una manera sustitutoria: a favor y en
lugar nuestro. Por eso la muerte y el pecado, en su potencia escatológica,
han quedado vencidos (1Cor 15,54-57). «… el Cristo que se ofrece a sí mis-
mo en la cruz es el auténtico Sumo Sacerdote… El don que Él hace de sí
mismo —su obediencia que nos acoge a todos nosotros y nos devuelve a
Dios— es, pues, verdadero culto, el verdadero sacrificio» (J. Ratzinger - Be-
nedicto XVI, Jesús II, 277).

3. Categorías ascendentes y descendentes

En el NT se emplean diversidad de categorías para nombrar la salvación.


Esto indica que nos hallamos ante una realidad profunda y polimorfa, que
no se deja encasillar fácilmente por la riqueza de sus dimensiones. Siguien-
do a Sesboüé voy a hacer una sistematización en categorías ascendentes y
descendentes. Para el NT se da una prioridad del momento descendente,
pues la salvación viene de Dios (ej. 2Cor 5,18). Pero conviene caer en la
cuenta de que también incluye un dinamismo ascendente: la salvación nos

369
LA LÓGICA DE LA FE

llega porque el hombre Cristo Jesús nos la ha traído a nosotros, los hom-
bres, siendo así un auténtico mediador (1Tim 2,5-6; Heb 8,6; 9,15; 12,24).
La estructuración de estas categorías y su propio contenido conjuga la iden-
tidad ontológica de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, poniendo
en juego simultáneamente el significado redentor de la encarnación (me-
diación descendente; eje ontológico o kerigmático), con su consecuente
despliegue histórico (mediación ascendente; eje histórico o dinámico). Así,
por ejemplo, el que era Hijo, nos mostró en qué consiste la filiación y nos
donó la filiación adoptiva.

a) Categorías de la mediación descendente

Cristo es revelador e iluminador. Revelación y salvación no son del todo


deslindables. Para 1Tim 2,4: «Dios quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad». Quien conoce a Dios, nos lo puede
comunicar y transmitir, llenándonos nosotros de este conocimiento, que
tiene efecto salvador. Esto se refleja en Jesús, que es quien conoce al Padre
(Mt 11,27), en su enseñanza con verdadera autoridad (Mc 1,22). Con él la
luz alcanza a todos los pueblos (Lc 2,32; 1,79). La transfiguración denota
este conocimiento que irradia fulgurante (Mt 17,2 y par.). Para Juan Cristo
nos trae la luz, frente a las tinieblas (Jn 1,4-5.9); él es la luz del mundo (Jn
9; 12,46). También para Pablo el conocimiento es fundamental (Rom 15,13-
14; Gal 4,9; 1Cor 8,3; 13,12; 2Cor 4,3-6; Filp 3,8). Cristo es la sabiduría de
Dios (1Cor 1,24). El bautismo se entiende como una iluminación (fotismós;
Heb 6,4; cfr. 10,26).
Cristo es vencedor y redentor. La vida humana transcurre atravesada por
el pecado, una magnitud escatológica que nos esclaviza y hace menos
humanos, que no está en nuestra mano hacer desaparecer o vencer. Por
eso la salvación implica la remoción del pecado, de su fuerza y sus efectos
(aspecto negativo), engendrando criaturas nuevas (2Cor 5,17; Gal 6,15; as-
pecto positivo), un nuevo pueblo de Dios. En el NT se da un vocabulario de
rescate (ej. Mc 10,45) y de compra (1Cor 6,20), ligado al precio de la sangre
de Cristo. Se pone de relieve el carácter oneroso de la salvación. Pues ha
sucedido no a través de una acción extrínseca a nuestra situación, nuestra
carne de pecado (Rom 8,3; 2Cor 5,21; Ef 2,14), ni de un modo mágico, sino
venciendo al pecado a través de la confrontación directa con él. La muerte
en cruz revela a la vez la potencia mortífera del pecado (muerte injusta del
justo) y la bondad y la fuerza de Dios (manifestación de su poder y de su
misericordia).
Cristo es divinizador. El término no es bíblico, pero sí la cuestión de
fondo. Gracias a Cristo obtenemos la adopción filial (Gal 4,5; Rom 8,15.23).
Esta actividad del Hijo enlaza con la del Espíritu, que también nos diviniza,

370
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

al asimilarnos al Hijo. Somos hijos de Dios (1Jn 3,1-2). Para la 1Pe 1,4 so-
mos hechos partícipes de la naturaleza divina, texto que será capital en la
meditación patrística. Así, gracias a Cristo, entramos en auténtica comunión
con la vida de Dios.
Cristo es justicia de Dios. Para Pablo, gracias a Cristo obtenemos la jus-
tificación. Pues Cristo es para nosotros «justicia, santificación y redención»
(1Cor 1,30). El tema lo desarrolla Pablo con amplitud en las cartas a los
romanos y a los gálatas (cfr. § 17). Al alcanzar la justificación, la fuerza del
pecado ya no atenaza nuestra existencia, sino que estamos capacitados para
las buenas obras (Gál 5,6) y la vida en justicia.
Cristo es reconciliador. Cristo es quien nos reconcilia con Dios (2Cor
5,18), estableciendo un alianza nueva. Gracias a él podemos entrar en el
santuario de la presencia de Dios (Heb 10,19). No hay obstáculo para nues-
tra relación con Dios, ni para la relación fraterna con los demás (Ef 2,14-17).

b) Categorías de la mediación ascendente

El sacrificio de Cristo. Ya me he referido a él al hablar de la cruz. El


sentido originario del sacrificio es expresar la reverencia y el reconoci-
miento de Dios como el Señor y el soberano, como aquel de quien todo se
recibe y a quien se quiere alabar respondiendo con la entrega de todo. La
alabanza verdadera incluye la ofrenda. La finalidad del sacrificio es, pues:
«La unión del hombre con Dios. Por eso éste comporta siempre un don.
En efecto, el hombre se debe en todo a Dios y es justo que exprese con-
cretamente el deseo de darse en compensación a Dios. En el sacrificio, a
través del don simbólico de un bien que le hace vivir, el hombre reconoce
la soberanía divina sobre las cosas y sobre la vida en particular, le rinde
homenaje y le da gracias por poder usar de los bienes de la tierra con una
finalidad profana. Este don comporta por tanto una privación: no es que
se quiera la destrucción por sí misma, sino que ésta es la única manera de
hacer la ofrenda irrevocable» (B. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador I,
Salamanca 1990, 284).
Es decir, el sacrificio está marcado por dos aspectos centrales: la ofrenda
de un bien preciado y el reconocimiento del señorío de Dios. La ofrenda
será más auténtica cuando sea más existencial, la propia persona que se
ofrece a Dios a disposición de su voluntad, que meramente material, el
desprendimiento de un objeto o un bien valioso. No es lo mismo dar algo
que darse uno mismo.
El sacrificio pone de relieve el carácter existencial de la ofrenda de Jesús,
a quien se nos invita a imitar (Rom 12,1). También se sitúa en línea con
la obediencia, que fue una obediencia hasta la muerte (Filp 2,6-9). Su en-
trega fue un auténtico sacrificio (Ef 5,2), aspecto que desarrolla en toda su

371
LA LÓGICA DE LA FE

amplitud la Carta a los hebreos. Con su sacrificio, de una vez para siempre
(ephapax: Heb 7,27; 9,12) ha establecido la nueva y eterna alianza (Heb
9,15; 12,24; 13,20).
La expiación. Esta terminología se emplea en le NT (Rm 3,25: hylaste-
rion; 1Jn 2,2: hylasmós; cfr. 1Jn 4,10; Heb 2,17). La expiación consiste en la
intercesión eficaz, para que la desgracia asociada al pecado no caiga sobre
aquel que la cometió. Así lo hizo Moisés, mediante su oración (Dt 9,25-27).
En este contexto es importante la figura del Siervo de Yahveh: «Si se da a sí
mismo en expiación, verá descendencia (…) Mi siervo justificará a muchos
y las culpas de ellos él soportará» (Is 53,10.11). Según Heb 5,7-10, con su
obediencia Cristo realizó esta intercesión. Hemos de caer en la cuenta de
que el aspecto principal reside en el carácter de intercesión, que va acom-
pañado de la ofrenda existencial, ligado a la obediencia. Esta intercesión
fue escuchada, haciéndose sacrificio existencial. La eucaristía conserva vivo
el carácter sacrificial de la ofrenda intercesora de Cristo. Aquí se manifiesta
la solidaridad de Cristo con nosotros, sus hermanos (Heb 2,11). La teología
contemporánea es más sensible a la categoría de solidaridad, que a la de
expiación, que puede revestirse de tonos que dañen la imagen de Dios,
como si se complaciera en la sangre o necesitara sangre para perdonar. Al
contrario, bien entendida la expiación manifiesta la apertura de Dios a en-
contrar medios mediante los cuales la desgracia que acompaña el pecado
no dañe al pecador; sino que sus efectos perversos se desvían bien hacia
una víctima expiatoria o bien se condonan por la intercesión orante. La in-
tercesión orante de Cristo alcanza tal calibre que se entrega él mismo como
ofrenda, convirtiéndose en víctima: «Expiar los pecados no quiere decir —a
pesar de las connotaciones que le dan nuestras lenguas— sufrir un castigo
que debe ser aceptado como proporcionado a la falta; significa dejarse
reconciliar con Dios, mediante una fe activa. El acto cultual adquiere su
sentido con Jesucristo, quien por su sangre ha realizado la expiación de
nuestros pecados: Jesucristo es el único intercesor (gr. hilasmos) por el que
Dios se muestra propicio, y el hombre agradable a Dios» (X. Léon-Dufour,
Diccionario del NT, Bilbao 2002, 282).
La satisfacción. Esta categoría ha estado muy ligada a san Anselmo.
Pone de relieve que un auténtico perdón de Dios, a la altura de los hom-
bres, no puede acontecer solamente del lado de Dios, de un modo extrín-
seco, sin la participación activa de los hombres en el perdón. No se trata
solamente de recibir gratuitamente el perdón de Dios, sino que dicho per-
dón implica en su verdad una actitud y una acción en consecuencia, de tal
modo que en la salvación y el perdón también el pecador se ve implicado
de una manera activa. Un perdón sin recepción no alcanza su objetivo. Por
eso, Dios hace que la redención también se dé una participación humana,
del hombre Cristo Jesús. En definitiva, esta categoría pone de relieve que

372
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

quien comprende la ofensa que es el pecado y cae en la cuenta, se mueve


espontáneamente hacia una actitud de penitencia y reparación, que brotan
del amor. Lo que sucede es que Cristo ha asumido nuestro lugar, nos ha
representado, ofreciéndose en penitencia reparadora por nuestro pecado.
Luego la lógica operante es la del amor que responde al amor; no la de
la necesidad de alcanzar una serie de méritos para arrancar con sangre la
misericordia de Dios.

4. Frente al pluralismo religioso

a) La teología pluralista de las religiones

La aproximación fundamental de la teología de las otras religiones se


está realizando desde hace años, de hecho, desde la pregunta por la salva-
ción de aquellos que no se adhieren de modo explícito a la fe cristiana. No
se ha realizado todavía una reflexión a fondo para constatar las ventajas e
inconvenientes de esta posición, que es la dominante con mucho. J. Ratzin-
ger opina que no se debería soslayar o relegar la cuestión de la verdad (J.
Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Salamanca 52005, esp. 183-222); siendo
este aspecto también criticado por un número considerable de autores.
Desde este punto de vista, no extraña la importancia del tema de la salva-
ción en la reflexión cristológica de la teología pluralista de las religiones.
La pregunta guía que preside la reflexión es: ¿cómo pueden los cre-
yentes de otras religiones acceder a la salvación? Esta pregunta para los
teólogos pluralistas se desliza hacia a otra: ¿cómo pueden las religiones, en
especial las grandes religiones de la humanidad, ser caminos plenamente
válidos para alcanzar la salvación? Es decir, la reflexión concierne, primero,
a la universalidad de la salvación. Negar la universalidad de la salvación, al
menos como posibilidad, parece inaceptable. Implica proponer una imagen
de Dios que carga sobre las personas la condenación eterna, por no haber-
se adherido a una fe que no tuvieron oportunidad de conocer (antes de la
misión cristiana) o que habiéndola conocido la han rechazado por razones
culturales, de educación o con una conciencia invenciblemente errónea.
Mantener esa postura emitiría un duro juicio sobre culturas y continentes
enteros. Parece necesario plantearse el modo adecuado de defender la uni-
versalidad de la salvación, aspecto sobre el que hoy en día reina un con-
senso bastante amplio en la teología católica, refrendado por el magisterio.
El punto del debate se sitúa en si esta salvación universal ha de ser sal-
vación de Cristo, por Cristo, con Cristo y en Cristo. Es decir, si Jesucristo es
el mediador único y absoluto de toda la salvación. Así, tendríamos un único
salvador, un único mediador entre Dios y los hombres, y esto le caracteriza-
ría de forma única y singular (uniqueness) frente a todos los demás genios y

373
LA LÓGICA DE LA FE

figuras religiosas. Otro asunto es explicar cómo opera esa mediación fuera
de la fe cristiana explícita, si alcanza a los individuos en cuanto tales o si
puede impregnar incluso las mismas tradiciones religiosas en cuanto tales,
dotándolas de capacidad salvífica derivada de la gracia de Cristo (cfr. Juan
Pablo II, RM 28-29). Esta presencia de la gracia salvadora en las mismas
tradiciones religiosas afirmada por Juan Pablo II, no implica equipararlas en
todo a la mediación de Cristo y de la Iglesia, pues se sigue afirmando que
también se dan en ellas elementos que necesitan ser sanados, elevados y
completados por la gracia de Cristo (cfr. LG 17; AG 9). Los pluralistas po-
nen en cuestión esta singularidad de Cristo. Opinan que no aceptar que las
otras religiones sean por sí mismas vías de salvación implicaría devaluarlas
de un modo sutil, pero no menos real que negando la universalidad de la
salvación.
La solución de los pluralistas consiste en desvincular la salvación de
Dios de la humanidad de Cristo, de su singular humanidad. De este modo
se pretende asegurar la universalidad, adjudicar la salvación a Dios mismo
(teocentrismo) frente a su concentración en Cristo (cristocentrismo). Dios
obraría salvación por diversos caminos. Uno de ellos sería Cristo y la reli-
gión cristiana; pero eso no representaría la totalidad de la salvación. Ya se
daría una presencia de Dios en la creación (creaciocentrismo), que las semi-
llas del Verbo, de las que hablara Justino en el siglo II, estarían recogiendo.
No hay espacio para mostrar aquí que Justino no piensa una independencia
entre las semillas del Verbo, con acción universal, y la misma encarnación
del Verbo. Este deslinde de elementos es ajeno a su planteamiento, que se
fundamenta en que los cristianos hemos conocido la totalidad del Verbo.
Desde aquí algunos leen (Dupuis basándose en Ireneo) una primera
alianza con Adán, que abrazaría a toda la humanidad. A la cual se sumaría
la alianza con Noé, no derogada, que habría sido una alianza universal y
cósmica, englobando toda religión y toda búsqueda religiosa (Dupuis, Du-
quoc). Así, las otras tradiciones religiosas entrarían en la economía divina
de la salvación a través de la alianza con Noé. Siguiendo este esquema,
el pueblo judío entra dentro de la economía de la salvación a través de la
alianza con Moisés. A estas alturas ya cabe preguntarse por el sentido de
una cuarta alianza: se da un primer universalismo en Adán, que se rubrica
con un segundo universalismo en Noé, incluso completado con la alianza
estrictamente judaica, ¿hacía falta una cuarta alianza o un tercer universalis-
mo en Cristo? En esta lógica no cabe. Mientras que en Ireneo todo conduce
a la plenitud en Cristo de un único plan divino, en este esquema todo in-
duce hacia la superfluidad de la alianza en Cristo. Por último, los cristianos
pertenecemos a la alianza sellada con Jesucristo. Las cuatro alianzas se
presentan como igualmente válidas y contenedoras de la relación verdadera
con Dios. No se establece una gradación entre ellas, una coordinación o

374
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

una jerarquización. Desde la impostación de los pluralistas no se ve cómo


con este esquema se mantiene la unidad de la economía de la salvación: pa-
rece más bien que habría que afirmar al menos cuatro economías, de modo
paritario, sin que se establezca la articulación entre ellas. En este modo de
leer las ricas relaciones de Dios con la humanidad, tampoco se percibe que
el centro y el culmen insuperable de la economía divina de la salvación se
alcance en Cristo Jesús (contra la intención reiterada de Ireneo).

b) Respuesta a los pluralistas

Como se puede observar tras esta sucinta exposición, las cuestiones cris-
tológicas centrales son dos: la unicidad y singularidad de Cristo y si, además,
es el único mediador como subraya 1Tim 2,5. Este texto establece una íntima
conexión entre la voluntad salvífica universal de Dios, el conocimiento de la
verdad, la unicidad de Dios, la unicidad del único mediador Cristo Jesús, la
humanidad de Cristo Jesús y su ofrenda salvífica por todos en la cruz. Refren-
da la existencia de una única economía de la salvación con alcance universal,
que pasa a través de un único mediador, Jesucristo, del que también se afirma
la unidad y unicidad, sin desligarla de su humanidad.
Tanto el documento de la Comisión Teológica Internacional, El Cristia-
nismo y las religiones (1996); como la Declaración Dominus Iesus (2000) de
la Congregación para Doctrina de la Fe, en línea con otros documentos del
magisterio, han desautorizado la teología pluralista. En definitiva lo que está
en juego es afirmar que si Jesús es verdaderamente el Logos eterno, con
Él, con su encarnación, nos llega la verdad de Dios, la revelación auténtica
y definitiva del rostro de Dios. Esta revelación es intrínsecamente salvífica,
no dándose en su plenitud más que en Jesucristo (DV 2 y 4). Así, él es el
salvador de todos, aunque puede mediar su salvación, con la asistencia
del Espíritu, sobrepasando los límites de la Iglesia (cfr. GS 22). Cristo es
«el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). La reflexión sobre la soteriología
muestra cómo en ella entra en juego la identidad y la constitución ontoló-
gica de Jesucristo. Ambos aspectos van de la mano. Por otra parte, también
se manifiesta la grandeza y la precariedad del hombre: creado para la co-
munión con Dios, pero incapaz de obtenerla por sí mismo, sino como don
de Dios en Cristo, mediante el Espíritu, superando la situación objetiva y
subjetiva de pecado.

IV. MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

§ 26. La Virgen María ocupa un puesto singular en la fe de la Iglesia.


En María la fe percibe a la Virgen y Madre de Dios, que fue concebida sin

375
LA LÓGICA DE LA FE

pecado original y elevada al cielo al término de su vida en la tierra. De este


modo, no solamente se sitúa al servicio del misterio de Cristo, sino que tam-
bién aparece como figura ejemplar de creyente y madre de la Iglesia.

«… por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo


hombre» (DH 151). En la formulación del símbolo llamado niceno-constan-
tinopolitano a María se la menciona al hilo del nacimiento de Jesucristo.
Ahí se la califica como «virgen». Habremos de dar cuenta de esta afirmación
fundamental del credo, junto con la maternidad divina de María, «Theotókos
(qeoto/koj")» (DH 251), y los dogmas marianos más recientes: la inmaculada
concepción (DH 2803; LG 59) y la asunción al cielo (DH 3903; LG 59). En
la teología actual estos aspectos se han enriquecido con la comprensión de
María como discípula ejemplar (tipo; LG 63) y madre de la Iglesia (LG 61).

1. Situación y enfoque. Las líneas básicas del Concilio Vaticano II


(LG VIII)

En las épocas anteriores al concilio Vaticano II, todo movimiento de pie-


dad eclesial y toda asociación de apostolado era fervientemente mariana.
Después del concilio y no porque el concilio lo pretendiera se ha extendido
en muchos lugares un languidecimiento de lo mariano. El axioma tradicio-
nal De Maria numquam satis (acerca de María nunca es suficiente) había
dado lugar a una expansión tremenda de la piedad mariana y de las atribu-
ciones a Nuestra Señora. Al recuperar el cristocentrismo, lo cual es sin duda
una ganancia, parece que la Virgen se quedaba sin el lugar que antes ocu-
paba. Uno de los factores que han provocado el malestar ha sido la crítica
bíblica: «la exégesis histórico-crítica significó para la mariología, sobre todo
para la mariología cristomonística de la época de los Papas «Pío», un golpe
aniquilador» (K.-H. Menke, María, 16). Este golpe se debe no solamente a
las posibles limitaciones de la exégesis histórico-crítica, sino también a un
enfoque excesivamente especulativo de la mariología, alejado de la funda-
mentación bíblica y patrística.
En el aula conciliar hubo una discusión acerca de la mariología: si debía
tener un documento propio o incorporarse al esquema sobre la Iglesia.
Ganó la segunda opción (1.114 frente a 1.074 votos el 29.10.1963). Esto
supuso no optar por una mariología sustantiva en sí misma, sino ligarla,
como hace el texto conciliar, al misterio de Cristo y de la Iglesia. Supuso
en realidad un triunfo de aquellos que venían impregnados por el movi-
miento litúrgico, por el movimiento y el interés ecuménico, por los estudios
patrísticos y bíblicos. Estos cuatro vectores (litúrgico, ecuménico, patrístico
y bíblico) impulsaron también una notable renovación en el enfoque de la
mariología. No se declaró a María corredentora, como pretendían algunos,

376
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

sino que aun recalcando su importancia singular en la economía divina de


la salvación (LG 55-58), se afirma con claridad la única mediación de Cristo
(LG 60), aunque también se afirma que «la única mediación del Redentor
no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que
participa de la fuente única» (LG 62). Sin embargo, no se dice de un modo
explícito que María con sus dolores la pie de la cruz haya colaborado de
un modo activo en la redención, junto con los dolores de Cristo en la cruz.
Por otra parte se subraya que el texto conciliar, aun situándose dentro de
la constitución dogmática sobre la Iglesia, no habría realizado una opción
ni por una mariología cristotípica ni eclesiotípica. La tendencia eclesiotípica
(H. Rahner, J. Ratzinger, H.U. von Balthasar, K. Rahner, K.-H. Menke) en-
tiende que en María se aclara el ser de la Iglesia y el ser del creyente. Entre
María y la Iglesia se da una reciprocidad, que pone de relieve el carácter
tanto maternal como esponsal de la Iglesia. Así, María es ante todo la figura
del creyente, que con su sí debido a la gracia acoge a Cristo. La tendencia
cristotípica quiere ver a María más ligada a Cristo y a su obra, al servicio
de la redención, viendo su ser y su realidad desde lo que es más exclusivo
de María en su relación singular con Cristo. Se hace fuerte en los primeros
dogmas marianos, virginidad y especialmente maternidad divina, ligados
directamente a contenidos de carácter cristológico. Extrae todos los conte-
nidos básicos de la mariología de la maternidad divina, por la que María
aparece ligada de un modo particular y único a su Hijo. De ahí deriva la
virginidad y la conveniencia de la preservación del pecado (Inmaculada
Concepción), así como de la Asunción. Al situarla dentro de la constitución
sobre la Iglesia, se está subrayando el elemento eclesial, que le presta un
marchamo y un tenor general al tratamiento del conjunto. En nuestro enfo-
que trataremos, pues, de mantener el equilibrio conciliar y no despreciar los
elementos de la mariología que hacen referencia más expresa al misterio de
Cristo (maternidad divina, concepción virginal), pero nos situaremos más
bien en un horizonte en que María aparece arquetípicamente como la figura
del creyente y de la Iglesia. En ella, Iglesia en acto, se concentra toda la
fe cristiana. Por eso, los diferentes tratados resuenan en la mariología y se
comprueban en su concreción.
LG VIII es el texto magisterial que ha de marcar la pauta de la mariolo-
gía después del Concilio. El título del capítulo: «La Bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia», pone de relie-
ve algunas de las intenciones mayores del texto. Para empezar, destaca el
título de Madre de Dios (deipara) que hace alusión a la Theotókos (madre
de Dios) definida en el concilio de Éfeso (año 431; DH 251). Esta es la afir-
mación conciliar de la Iglesia antigua más fuerte y más densa acerca de la fi-
gura de María. De ella, compartida por las Iglesias de la Reforma y la Iglesia
ortodoxa, se hace el quicio sobre el que se quiere desarrollar la mariología.

377
LA LÓGICA DE LA FE

Además, se sitúa en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Se trata de un único


misterio, en singular, y no de dos: uno para Cristo y otro para la Iglesia.
Luego se está insistiendo en la interpenetración de los dos elementos: el
misterio de Cristo y el de la Iglesia, derivado del primero. María pertenece
a ambos, con lo cual se logra un equilibrio pretendidamente buscado. El
eje vertebrador reside precisamente en la maternidad divina: «La maternidad
divina sitúa a María en una relación privilegiada con su Hijo. Esta relación
debe ser descrita con categorías eclesiológicas» (C. García Llata, María en el
designio divino, 39).
El texto contiene numerosas notas de los Padres y los grandes autores
medievales, así como de los papas anteriores, para mostrar la continuidad
con la gran Tradición. La clave de bóveda es la consideración histórico
salvífica. El núcleo central es la maternidad divina de María. Definida dog-
máticamente en el concilio de Éfeso, tiene un fundamento bíblico claro. A
partir de ahí se puede deducir o colegir el núcleo de las afirmaciones de la
mariología, tanto en relación a su puesto en el misterio de Cristo como a
su puesto en la Iglesia. Aparece con claridad la comprensión católica de la
creatura y su capacidad, por la gracia de Dios, de colaborar y cooperar en
la obra de la salvación (antropología). Muestra también la esperanza final,
escatología, y hacia dónde conduce el designio de la salvación (soteriolo-
gía): la asunción al cielo, la consumación en la vida de la gracia. Por eso se
ha hablado de María como un «icono escatológico». De esta forma quedaría
clara la vinculación entre LG VIII y LG VII, que trata de la índole escatoló-
gica de la Iglesia. También se manifiesta el tipo de lectura de la Escritura:
en el ámbito del conjunto de la economía salvífica, de la Tradición de la
Iglesia, de una mirada contemplativa y de fe, inspirada por los Padres de la
Iglesia. El estilo teológico más contemplativo es el propio de la mariología.
Destaca la relación con la Trinidad. Si no se articulara correctamente no se
la podría ubicar bien en la historia de la salvación. Sin embargo es la Madre
de Jesús, del Salvador, del Hijo de Dios; es la criatura preferida del Padre,
la llena de gracia, la inmaculada; la que el Espíritu Santo cubre y por eso
puede ser Virgen y Madre. A pesar de todo esto, García Llata denuncia un
cierto déficit pneumatológico. Cuando éste se da se propende al biologicis-
mo, mientras que la tradición evangélica ha recogido expresiones fuertes
de Jesús en sentido contrario (cfr. Lc 8,19-21; 11,27-28). La correlación con
la cristología es evidente: la madre del Salvador; pero también con la ecle-
siología: ofrece la esperanza y el ejemplo a los cristianos en su camino; es
figura de la Iglesia, como Virgen y Madre; es madre de los creyentes, en
cuanto madre de la cabeza; es como nueva Eva madre de los creyentes; es
el verdadero Israel, la Mujer, la Hija de Sión, de donde surge la Iglesia. Así,
una de las claves de fondo de la presentación de la figura de María radica
en la vertebración de la cristología y la eclesiología.

378
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

2. Textos mariológicos del AT

El método histórico-crítico busca descifrar el contenido del texto en el


momento histórico de su producción y en su estadio más primitivo. Sin em-
bargo, en la mariología y en la exégesis que contribuyen a su elaboración
entran en juego otros principios que la exégesis histórico-crítica no contem-
pla. Por eso no es la más adecuada para este propósito. Para la exégesis
mariológica es fundamental considerar las resonancias de unos textos en el
conjunto de la Escritura y de unos pasajes con otros. Se remite a la unidad
de la Escritura (DV 12c). Para la exégesis mariológica es fundamental la
lectura de los textos en el marco de la tradición y del conjunto de la fe de
la Iglesia (DV 12c). Se trata por tanto de una exégesis claramente teológica.
Por ejemplo, no resultará tan fundamental que la expresión kecharitomene
(llena de gracia) no signifique de modo tajante e inequívoco que María fue
inmaculada, sino que se preguntará por la posibilidad de una asimilación
meditativa y en la fe de esta aserción, por la congruencia con la declaración
dogmática de la inmaculada concepción, sin buscar una expresión bíblica
que en su tenor literal la refrende de un modo indefectible. La exégesis
mariológica, especialmente aplicada a los textos del AT, maneja la tipología
y es de carácter tipológico. Este modo de aproximación se encuentra en el
NT (Rom 5,14; 1Cor 10,6.11; 1Pe 3,21). Sin embargo, también se encuentra
en el AT, pues allí, por ejemplo, el exódo es typos del regreso del exilio
(Jer 16,14s; Is 43,16-22). Su modo de funcionar incluye unos presupuestos
fundamentales. Se da una continuidad de la acción salvífica de Dios a lo
largo de la historia, de tal manera que la historia de la salvación se puede
leer como una unidad, con claves comunes que se repiten. Esto implica
que puede haber acontecimientos y personas que sean una figura ejemplar
(typos) para iluminar el sentido de la acción de Dios y anticipar velada-
mente lo que ocurrirá más adelante. Sobre estos principios exegéticos y los
textos en cuestión se ha de aplicar una idea básica: el hilo conductor y la
idea central que recorre el conjunto de la Escritura es el deseo de Dios de
establecer una alianza con la humanidad. Esta realidad comienza ya con
la alianza entre Yahveh y el pueblo de Israel y culmina con la nueva alian-
za en Cristo, que abraza el total de la humanidad. La alianza implica una
relación especial entre Dios y el pueblo (Ez 36,28), que se deja expresar a
través de una relación esponsal, en la que Dios se desposa con el pueblo.
A partir de estas ideas fundamentales se entiende que la Escritura se refiera
al pueblo de Israel como a la Hija de Sión, simbolizando así al pueblo en
la figura de una mujer. Lo cual nos lleva tratar de descubrir los caracteres
principales con los que aparece la Hija de Sión en el AT, que son los de
esposa, madre y virgen. Estas tres características se aplicarán también a la
Iglesia y la Virgen María.

379
LA LÓGICA DE LA FE

Esposa de Yahvé. Sobre todo han sido los profetas quienes más han
profundizado en esta imagen de la Hija de Sión (Israel) como esposa de
Yahveh, por ejemplo, Os 1-3; Is 1,21; 62,4-5; Jer 2,2; 3,1. A pesar de la pros-
titución de Israel (Is 1,21-23), Dios se desposará con ella (Is 62,4-5). Madre
del pueblo. A este respecto destaca el Salmo 87,5-6. Es una madre de la que
todos nacen, no solamente Israel, sino todos los pueblos. Ha sido fundada
por Yahveh; en ese sentido se podría considerar hija. Por lo tanto, los dife-
rentes sentidos: hija, esposa, madre y, como veremos, virgen no entran en
contradicción, sino que cada uno aporta un matiz, dentro de una esfera de
significados de orden metafórico y simbólico para expresar el ser propio del
pueblo como Hija de Sión en el marco de la alianza. Se encuentra un eco de
esta imagen en Is 60,1-22 y en Mt 23,37. Para I. de La Potterie, la mujer de
la que habla Jn 19,26 es la figura de la mujer-Sión, de la que nace la Iglesia.
Pablo habla de la Iglesia también como una mujer-madre en Gal 4,24-27,
comparándola con Sara y su descendencia. El aspecto de la virginidad re-
sulta más chocante, pues en general la Escritura no valora la virginidad. La
Escritura denomina a un pueblo «virgen» cuando, a consecuencia de una
guerra, ha perdido su independencia (cfr. Is 47,1-4). En este sentido se le
aplica a Israel (Jer 18,13; Am 5,1-6). Pero, también por eso, puede poseer
un sentido positivo (Jer 31,4). Es decir, en la medida en que «la virgen Israel»
permanezca fiel a la alianza tendrá futuro.
Estos motivos y estas figuras permiten comprender que la Hija de Sión,
una mujer, es a la vez figura de Israel, de la Sinagoga, y tipo de la Iglesia,
que nace precisamente de la Sinagoga. Así, María, mujer judía, se sitúa en
la conjunción y la transición del AT al NT, de las promesas al cumplimiento.
En María se concentrarán estos motivos en cuanto a su figura personal, pero
también en cuanto a personificación de la Iglesia, nuevo Israel. María supo-
ne el comienzo del Israel mesiánico y escatológico, que comienza con ella.
Como afirma Menke: «Los pasajes enumerados pueden corroborar la sospe-
cha de que los textos del Antiguo Testamento que designan a la «Mujer Sión»
como esposa o cónyuge, como madre o virgen, son la razón cognoscitiva
para la mariología del Nuevo Testamento. Porque la designación de «Mujer
Sión» o de «Hija de Sión» se aplica ya en el Nuevo Testamento, en todas
las dimensiones descritas, a una mujer concreta, a María, por cuanto ella
personifica al Israel mesiánico o escatológico» (K-H. Menke, María, 37-38).

3. La maternidad virginal de María

Tanto el aspecto de la maternidad como el de la virginidad aparecen


bien refrendados en la Escritura. Pablo, muy escueto, se refiere al nacimien-
to de una mujer con una intención soteriológica (Gál 4,4-5). En el texto
resuenan acordes que sintonizan bien con la preexistencia: Dios envió a su

380
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Hijo. Algunos (I. de la Potterie; J.-P. Torrell; A. Serra) ven una alusión a la
concepción virginal en Jn 1,13, si se lee, con algunos testimonios antiguos:
«el cual no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad
del hombre, sino de Dios fue engendrado». Los textos fundamentales y más
seguros, en los que se ha apoyado la tradición, aparecen en los evangelios
de Mateo y Lucas.

a) Material más destacado de Mateo y Lucas

Mateo sitúa a Jesús como aquel en quien culmina la descendencia de


Abrahán y de David; en quien se cumplen las promesas dirigidas a ambos.
María es la esposa de José, es la madre de Jesús, a quien engendra en su
seno por el Espíritu Santo, es la madre del mesías. El peso recae sobre su
maternidad. La expresión «el niño y su madre» se repite en cinco ocasiones
(2,11.13.14.20.21).
En la genealogía (Mt 1,1-17) lo más destacado es que la expresión «en-
gendró», del verbo gennáo, se repite mecánicamente en 39 ocasiones. Esta
serie se rompe al llegar a Jesús: «Jacob engendró (gnnhsen) a José, el
esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (1,16). No se le
otorga a José el papel de engendrar a Jesús. En lugar de un verbo activo
«engendrar», encontramos nacer en pasiva. Mientras que el varón engendra,
se nace de la mujer. Se da un desplazamiento para recalcar la figura de
María, cosa que no había sucedido con las cuatro mujeres mencionadas
en la genealogía. Todo esto correlaciona perfectamente con el nacimiento
virginal. José queda como esposo de María, como padre legal, garante de la
línea davídica, que queda reafirmada. En Jesús culmina la promesa hecha a
David. María aparece como la madre del mesías davídico, tal y como con-
firmarán las escenas siguientes.
El relato del anuncio a José (Mt 1,18-25) afirma con claridad el nacimien-
to virginal de María. Se repite cuatro veces: «antes de vivir juntos, resultó
que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo (k pneu/matoj gou)»
(v.18). «… no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en
ella viene del Espíritu Santo (k pnematς stin gou)» (v.20). «Mirad: la
Virgen (parqnoς) concebirá y dará a luz un hijo…» (v. 23; cfr. Is 7,14). «Y
sin haberla conocido, dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús» (v.
25). La concepción virginal y la concepción por medio del Espíritu Santo
indican la misma realidad. La profecía de Is 7,14 se menciona como cum-
plimiento del hecho de que María ha concebido por obra del Espíritu, sin
intervención de José.
María, siendo la madre de Jesús, aparece como la madre del Mesías
rey, en quien se cumple la profecía de Is 7,14. Este Mesías rey lo será del
pueblo, pero también de los gentiles como lo corrobora la escena de los

381
LA LÓGICA DE LA FE

magos. El Mesías estaba ligado a la madre (Gén 3,15; Is 7,14). Su presencia


junto al niño, que veneran los magos, la certifica como madre del mesías
al que reconocerán todos los pueblos. Por otra parte, Jesús representa al
nuevo Israel (Mt 2,14; cfr. Os 11,1). De aquí que la mesianidad sea universal
y María aparezca como la madre del Mesías. Algunos quieren ver ya aquí
insinuaciones de carácter eclesial: pues María acoge en su casa (la Iglesia)
a gentes venidas de oriente (magos) y occidente. La comunidad cristiana, la
Iglesia, acoge a todos en su seno para entregarles a Jesús.
En el evangelio de Lucas, especialmente en las narraciones de la infan-
cia, encontramos una presencia muy destacada de María. El nombre de Ma-
ría aparece en estos capítulos en doce ocasiones (1,27.30.34.38.39.41.46.56;
2,5.16.19.34); y a lo largo del evangelio, siete veces se la denomina «la ma-
dre de Jesús» (1,43; 2,33.34.48.51; 8,19.20).
El relato de la anunciación (Lc 1,26-38) es el texto neotestamentario más
importante para la mariología. Una virgen (parqnoς v.27). Ya encontra-
mos esta alusión a María como virgen en el relato de Mateo. Ciertamente
el sentido no es el general de «mujer casadera» o «doncella en edad núbil»,
porque se especifica claramente que estaba desposada con José. «El Espí-
ritu Santo vendrá (pelesetai) sobre ti» (v.35). Muchos ven aquí una alu-
sión a la acción del Espíritu en la creación (Gén 1,2). Isaías nos habla de
una nueva creación (Is 32,15), aunque con otro verbo. Sin embargo, en el
anuncio de Pentecostés: «Recibiréis la fuerza del Espíritu santo, que vendrá
sobre vosotros» (Hch 1,8) se emplea el mismo verbo. Tomando todo en
conjunto, se describe la acción del Espíritu, que crea en María, como tierra
nueva y virgen, la humanidad de Cristo, recreando con ella el nuevo Israel
de la Alianza. «La fuerza del Altísimo te cubrirá (piskisei) con su sombra»
(v.35). Aquí resuena una alusión a Ex 40,34-35: la nube, presencia de Dios,
cubría la tienda de la alianza, manifestando la presencia del mismo Dios. La
fuerza del Altísimo parece señalar al Espíritu Santo de nuevo. La idea central
apunta hacia la nueva arca de la alianza, en la que Dios mora y, morando
en ella, está en medio de su pueblo. Los v.36-37 nos indican la señal: su
prima Isabel ha concebido en la vejez. Y más importante: «porque para
Dios nada hay imposible» (1,37; cfr. Gén 18,14). Se alude al nacimiento de
Isaac. El pueblo que tuvo su comienzo en Abrahán y Sara, tendrá un nuevo
comienzo en María. Dicho comienzo se debe a Dios en exclusiva. El signo
expresivo radica en algo que solamente Dios puede hacer. Por otra parte, la
expresión nos coloca ante el punto central en toda la mariología: si conce-
demos o no que Dios puede actuar; que dicha actuación puede tener lugar
en el seno de la historia, cambiándola y transformándola; realizando algo
que rompe todos los moldes de lo previsible, de tal manera que solamente
se le puede adjudicar al mismo Dios.

382
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

b) Sentido teológico de la maternidad virginal

Este somero repaso de los textos del NT ha mostrado que la fundamen-


tación bíblica de la virginidad y la maternidad es firme. Su combinación
choca a nuestra mentalidad. Que María es la madre de Jesús ha quedado
claro. Ahora bien, siendo la madre de Jesús, es la madre del Verbo eterno
encarnado y, por lo tanto, la madre de Dios. En caso contrario estaríamos
negando la divinidad de Jesucristo. En la maternidad divina de María se
concentra el dogma cristológico, pues siendo María su madre, Jesucristo es
verdaderamente hombre. Pero habiendo sido concebido en el seno de Ma-
ría sin concurso de varón, Dios es su Padre. Así, Jesucristo es Dios de Dios,
el Hijo de Dios que procede del Padre y, simultáneamente, un hombre de
nuestra estirpe. Los concilios de Éfeso y Calcedonia apuntan en esta línea.
María es virgen porque concibe primeramente en el corazón y por la fe
(LG 53; 63). San Agustín lo había recalcado: «La Virgen María fue más dicho-
sa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo. … Tampo-
co hubiera aprovechado nada el parentesco maternal a María si no hubiera
sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su carne» (De sancta
virginitate, 3). Esto pone de relieve que la entrada de Dios en el mundo
no se puede realizar por nuestras fuerzas; proviene de Dios. Por eso, la
virginidad de María correlaciona espléndidamente con la divinidad de su
Hijo. Quien nace de María es, entre otras cosas, el Salvador del pueblo de
sus pecados (Mt 1,20); «Dios con nosotros» (Mt 1,23); «Hijo del Altísimo» (Lc
1,32); «Santo» e «Hijo de Dios» (Lc 1,35); «Señor» (Lc 1,43). Dios entra en el
mundo mediante la obediencia virginal.
Por la virginidad María quedó consagrada precisamente por ser la Madre
de Dios (LG 57). El concilio entiende la virginidad ante todo como obedien-
cia y fidelidad incondicionada a la revelación. De esta manera en el caso
de María (y de la Iglesia) ambas van a la par. Porque es precisamente la
obediencia y la sumisión total al plan de Dios lo que hace de María virgen,
territorio plenamente dispuesto para la actuación plena de Dios; y madre,
actuando el Espíritu de Dios en María es como se engendró a Jesucristo,
el Hijo de Dios. El Hijo de Dios no puede ser engendrado en la carne si
no es con la intervención directa de Dios (en este sentido el concurso de
varón es radicalmente insuficiente), virginidad, y con el asentimiento de la
criatura, maternidad. Por eso María, como Virgen Madre, es la nueva Eva
(Ireneo, Adv. haer. III,22,4): frente a la desobediencia de la madre de todos
los vivientes según la carne se alza la obediencia de la madre de todos los
creyentes, engendrados no por la sangre, sino por la Palabra, la obediencia
y el bautismo. Este aspecto maternal de María resuena con la maternidad
de la Iglesia, que también engendra hijos (LG 64). La Iglesia también es
virgen, pues conserva pura y castamente en su integridad la fe y la relación

383
LA LÓGICA DE LA FE

con su esposo. La virginidad se refiere a la disposición de obediencia total.


Solamente recibiendo de manera íntegra la revelación de Dios en Jesucristo
mediante el Espíritu (virginidad) puede la Iglesia engendrar hijos en Cristo
por el Espíritu (maternidad) para la gloria del Padre.
La Iglesia predica la virginidad perpetua de María (ej.: II Constantinopla,
DH 427; I Letrán, DH 502). Esta afirmación incluye el sentido teológico y
el biológico, que se han de mantener unidos. Para afirmarla es necesario
aclarar el sentido de los hermanos de Jesús, de los que se habla en algunas
ocasiones (ej.: Mc 3,31.32 y par.; Mc 6,3 y par.; Jn 2,12; Hch 1,14; 1Cor 9,5;
Gal 1,19). La solución más sencilla apunta en la dirección de entender que
se trata de parientes cercanos, pero no hijos de María. Filológicamente esta
solución es viable.

4. María, concebida sin pecado

En la elucidación de esta doctrina han intervenido diversos factores, que


ponen de manifiesto cómo la misma ha madurado a lo largo de los siglos en
el ámbito del sensus fidei, contemplando la figura de María, su significación
y profundizando lo que la Escritura afirma de ella. En este proceso multi-
secular se dan cita, primero, diversas posiciones, aunque no unánimes, de
los Padres, a favor de la santidad de María (ej.: Orígenes, Hipólito, Epifanio,
Eusebio, Jerónimo, Agustín, Efrén el Sirio, Proclo de Constantinopla). Se-
gundo, la devoción popular, especialmente a partir del siglo XI. Tercero, el
impulso de universidades y órdenes religiosas, que con relativa frecuencia
hicieron un voto a favor de defender la inmaculada concepción de María.
Cuarto, la instauración de la fiesta litúrgica (Sixto IV, 1477; DH 1400), y su
extensión universal (Clemente XI, 1708). Después de consultas a peritos
y a todos los obispos, Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus (1854), define:
«declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que
la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de
pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia
y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo
Salvador del género humano, está revelada por Dios» (DH 2803; cfr. LG 59).
La fundamentación bíblica no se puede buscar en textos que afirmen
esta doctrina de modo directo e inequívoco. Se trata de una maduración
en la fe y una dilucidación del sentido profundo de los textos. Los más
destacados son la figura de la Hija de Sión, que se personifica en María.
También Gén 3,15, donde se interpreta que la santidad de la madre del
mesías, que será cabeza de la nueva humanidad opuesta al pecado, lleva
implícita la oposición entre el pecado de Eva y la santidad de la nueva Eva.
Mayor importancia ostenta Lc 1,28, con dos expresiones significativas. La
primera y principal: llena de gracia (kecaritwmnh). Esta expresión aparece

384
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

solamente en este lugar en todo el NT. Además, el verbo manejado, chari-


too (caritw), solamente se usa en otra ocasión: Ef 1,6. Este verbo, como
todos los terminados en w, es factitivo o causativo: produce el efecto que
enuncia. Se traduce por agraciar, pues su sentido es causar ser agraciado.
Aparece en participio perfecto pasivo: se nos indica una acción acontecida
en el pasado, cuyos efectos perduran en el presente. La pasiva alude a la
acción de Dios. La acción transformante de la gracia ya ha tenido lugar so-
bre María. En la otra ocasión en que aparece, en Ef 1,6, el texto se refiere
a la acción de gracia sobre los cristianos y se encuentra en aoristo activo:
«para alabanza y gloria de su gracia, con la que nos agració (cartwsen) en
el amado». Se afirma, pues, una gracia especial en la persona de María. La
gracia ha preparado a María para la misión de ser la madre de Dios, siendo
y permaneciendo Virgen (de La Potterie). Será la meditación de la escena
y de la figura de María la que producirá en la fe de la Iglesia la convicción
de que el nuevo comienzo de la historia de la salvación que se da en María
unido a la plenitud de la gracia, con la que se interpreta el «llena de gracia»
(gratia plena será la traducción latina), apuntan a ausencia de pecado en
María por la especial intervención de la gracia. Se trata de una gracia espe-
cial, que procede de Dios Padre (pasiva divina); que no es ajena a Cristo,
pues se da en vistas a su nacimiento; ni al Espíritu Santo, que vendrá sobre
ella. La segunda: El Señor está contigo ( krioς met souæ). Esta expresión
se repite en casos en los que se confía una misión especial de salvación o
de cumplimiento de una promesa. Así ocurre con Isaac, Jacob, Moisés, Ge-
deón, David o el pueblo fiel (cfr. Gén 26,24; 28,13-15; Ex 3,11-12; Jue 6,12;
2Sam 7,9; 2Cro 36,23).
También ostenta su importancia Lc 1,42: «¡Bendita entre las mujeres!»,
que correlaciona con Lc 1,48: «me felicitarán todas las generaciones». Isabel
exclamó con una gran voz al recibir a María (Lc 1,42). El júbilo es típico de
la llegada de los tiempos mesiánicos (Is 32,15-18; Ez 36,25-35). El arca per-
maneció tres meses en casa de Obededón (2Sam 6,11); María estuvo unos
tres meses con Isabel (Lc 1,56). La presencia del arca es fuente de bendición
(2Sam 6,11-12), igual que la presencia de María (Lc 1,42). Así pues, María
queda retratada como la nueva arca de la alianza. Todo esto apunta hacia la
santidad excepcional de María, precisamente por ser la Madre del Salvador,
el habitáculo en que mora el Hijo de Dios, el Santo de Dios.
Desde el punto de vista teológico «a María sólo se la puede comprender
desde Cristo» (K. Rahner, Escritos de Teología I, 224). Ella ha sido elegida y
agraciada de modo consecuente por Dios para ser, gracias a su anuencia,
a su fiat, la madre virgen del Señor. El querer Dios el nacimiento virgen
de Cristo del seno de María implica también la preparación de la madre de
Cristo, como el santuario virginal y puro. Por eso, María ha sido redimida
por los méritos de Cristo, en orden a ser el lugar santo mediante el cual el

385
LA LÓGICA DE LA FE

santo de Dios entra en el mundo. Como vamos viendo, la maternidad virgi-


nal, que expresa el nuevo comienzo de la salvación, implica que María es la
nueva Eva. Ahora bien, la nueva Eva para ser realmente tal ha de responder
obedientemente, virginalmente, sin defecto al plan de Dios. Por ello, fue
preservada de pecado.

5. Asunta al cielo

El dogma de la asunción fue definido y proclamado por Pío XII, el 1 de


noviembre de 1950, en la constitución apostólica Munificentissimus Deus:
«proclamamos, declaramos y definimos que es dogma divinamente revelado
que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso
de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (DH
3903; cfr. LG 59).
Como fundamento bíblico no se puede aducir un texto que lo refrende
de modo irrecusable. Se trata más bien de la convergencia de aspectos en
la consideración de María como nueva Eva (cfr. Gén 3,15) y, en esta línea,
estrechísimamente asociada a la obra redentora de Cristo. Ostenta un pues-
to singular en la dilucidación de este aspecto la fiesta litúrgica. Primero del
Tránsito o Dormición de María, ya establecida en Oriente en el siglo VI.
No se niega su muerte, sino que se afirma la posterior resurrección. Desde
el siglo VII la fiesta se celebra en Roma, denominándose, desde el siglo
VIII, Assumptio S. Mariae. Meditando el contenido litúrgico de la fiesta,
los teólogos han descubierto la coherencia con la que se debe afirmar la
asunción de María. Su sentido teológico estriba en considerar que si por su
maternidad virginal María ha sido preservada de todo pecado y está estre-
chísimamente unida a Cristo en su obra redentora, esta singularidad pide
por su propia coherencia que la redención de Cristo no le alcance de modo
incompleto. Dado que la redención de Cristo, por él ya operada, incluye
la resurrección corporal, se afirma de María como ya sucedido aquello que
todos esperamos, debido a la unión tan perfecta entre la madre y el Hijo
en todos los órdenes, el carnal, el espiritual y el de la gracia. Como asunta,
María es figura de la Iglesia, que espera la consumación de la salvación; y
también esperanza para los creyentes, que ven cumplida en ella, la discípu-
la perfecta, la meta que anhelamos.

6. Modelo de creyente y madre de la Iglesia

María es el gran modelo de creyente. Refleja tipológicamente con sus


actitudes el ser propio de la Iglesia. En ese sentido se la considera también
madre de los creyentes y madre de la Iglesia (Pablo VI).

386
CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA

Destaca Lc 1,38: «He aquí la esclava del Señor; hágase (gnoito) en mí


según tu palabra». Al final del relato de la anunciación, en un puesto pre-
eminente, aparece la respuesta de María. María es la Hija de Sión, la mujer
que representa al pueblo elegido, del que nacerá el mesías (cfr. Ap 12). Se
denomina a sí misma esclava (2 dolh) en el sentido de sierva. En el magní-
ficat se insiste en la humildad (tapinwsiς; Lc 1,48). Siervo, en la Escritura,
es quien pertenece al Señor. Su servicio será su maternidad. La aceptación
se expresa con un optativo: génoito, que en esta forma no se encuentra en
ningún otro lugar en el NT. Expresa un deseo, que es lo típico del optativo,
alegre y esperanzado. Por lo tanto el fiat de María es algo más que mera
pasividad, es disposición activa, alegre y esperanzada para participar en el
plan de Dios y para que se cumpla en ella el deseo de Dios. Isabel habló
llena del Espíritu Santo (Lc 1,41), expresión frecuente para designar el oficio
profético (Num 11,25), proclama: «Dichosa tú que has creído (pistesasa),
porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Se recalca la fe
de María, que aparece como el modelo de discípulo y de creyente. Frente
a Zacarías que tuvo sus dudas y temores, María confió plenamente en la
promesa de Dios. En otras ocasiones se recalca en el mismo evangelio la
escucha de la palabra de Dios y su puesta en práctica (Lc 11,27-28; 8,19-
21). Se recalca cómo la maternidad de María es primeramente espiritual.
Solamente así se puede engendrar al Verbo de Dios. Nos señala a nosotros
también que toda actividad apostólica para llevar a Jesucristo al mundo
(cfr. LG 65) comienza por este momento de escucha, de pasividad, de obe-
diencia, de dejarse inhabitar plenamente por el Verbo y el Espíritu, para
que no sea nuestra obra la que hagamos, sino la de Dios con nosotros y a
través nuestro, haciéndonos meros siervos humildes de su gracia. Todas las
generaciones la llamarán dichosa (Lc 1,48). Con esta afirmación tan fuerte
se recalca el puesto particular y singular de María en toda la historia de la
salvación y de la humanidad. La veneración de la virgen María supone el
cumplimiento de esta profecía. Se la venera porque en ella la Iglesia ve al
discípulo perfecto (LG 63) y su propia imagen, como virgen que escucha,
que ora y alaba al Señor, que lo hace presente en el mundo y que se ofrece
por entero a él.
El aspecto maternal de María sobre Cristo es claro. La meditación des-
de la fe, viendo en María a la Hija de Sión, la madre del Mesías (Ap 12)
y la nueva Eva, considera que también es la madre de los creyentes en el
orden de la gracia (LG 61). A este resultado se llega considerando que es
«madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que
naciesen en la Iglesia los fieles, que “son miembros de aquella cabeza” (San
Agustín, De sancta virginitate, 6)» (LG 53). La maternidad espiritual de María
se alimenta de la escena de las bodas de Caná, donde ella como mujer-
madre nos dice a todos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Pero sobre todo

387
LA LÓGICA DE LA FE

de la escena en la que María, al pie de la cruz, recibe al discípulo amado:


«“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”»
(Jn 19,26-27). En este momento nace la Iglesia, para el evangelista Juan.
En su nacimiento interviene María, la mujer, la Hija de Sión, que acoge al
discípulo, al creyente, como madre.
Por la maternidad virginal, María está estrechísimamente vinculada al
misterio de Cristo y a su redención. La lógica interna de la misma, que se
enuncia en la Escritura y la Iglesia ha celebrado en su liturgia, ha sido el
caldo de cultivo propicio para descubrir cómo esta realidad exige la inma-
culada concepción y la asunción de María en cuerpo y alma, pues implica
que ella es la primera y más perfecta redimida por su Hijo, con la cual está
asociada de modo personal y singular. La maternidad virginal también sitúa
a María en un órbita de carácter eclesial y antropológico, pues manifiesta
que es la nueva Eva, la Hija de Sión, modelo de discípulo, realización del
ser eclesial, modelo de la Iglesia, madre de los creyentes, figura en la que
se cumple nuestra esperanza de redención.

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391
IV
SANTIFICACIÓN
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
5. LA IGLESIA Y SU MISTERIO

SANTIAGO MADRIGAL TERRAZAS

Podemos convenir con K. Rahner que los tres misterios cristianos estric-
tamente dichos son la Trinidad, la Encarnación y la deificación del hombre
en gracia y gloria («Sobre el concepto de misterio en la teología católica»,
en Escritos de Teología, IV, Madrid 1964, 91). En esta perspectiva todo gira
en torno a la absoluta auto-comunicación de Dios a la criatura, para afirmar
que la Trinidad «inmanente» se ha hecho Trinidad «económica-salvadora»
de modo que el ser humano ha podido conocer y experimentar en la fe la
absoluta originalidad del Padre, el principio activo del Hijo en la historia, el
don del Espíritu Santo, dado y aceptado por nosotros. La economía salvífica
se despliega en la doble «misión» divina, la del Verbo-Hijo nacido de María,
y la del Espíritu Santo. De todo ello sabemos a partir de la palabra concre-
ta de la Escritura. Prolongando esta lógica, porque el misterio de la gracia
y de la Iglesia está esencialmente relacionado con la misión del Espíritu,
podemos decir —con Henri de Lubac— que «la Iglesia es un misterio, pero
misterio derivado» (Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 32002, 40).
Desentrañar el significado de esta aserción es el objetivo de las páginas si-
guientes que hacen de la Iglesia, siguiendo la misma estructura ternaria del
Símbolo de fe, un capítulo de la Dogmática en estrecha dependencia de la
Cristología y de la Pneumatología.

395
LA LÓGICA DE LA FE

Esta aserción viene a compendiar una Eclesiología de orientación tri-


nitaria inspirada en la constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio
Vaticano II que se abre precisamente con un capítulo titulado El misterio
de la Iglesia, anticipando así el alcance teológico de la doctrina conciliar en
su conjunto: «Por primera vez en su historia secular, la Iglesia se definió a
sí misma (o, en todo caso, ella se describió) en la constitución dogmática
Lumen gentium y en otras constituciones, decretos o declaraciones» (Y.
Congar, Eclesiología. Desde S. Agustín hasta nuestros días, 296).
Parece ser que la expresión técnica «Eclesiología» ocurre por primera vez
en la obra homónima editada en 1677 de J. Scheffler (= Angelus Silesius),
un convertido al catolicismo (cfr. K. Werner, Geschichte der Katholischen
Theologie, Munich 1889, 33-35). Este dato evoca ya el hecho de que la ins-
titución eclesial había pasado a ser el centro de la teología de controversia,
una circunstancia que ha marcado la reflexión teológica hasta el desarrollo
del movimiento ecuménico en el siglo XX.
Este condicionamiento no es ajeno a la situación de la Eclesiología como
disciplina teológica en las fechas previas al Concilio Vaticano II. La Iglesia
era considerada de doble manera: por un lado, en el marco de la teología
fundamental o apologética como condición y regla de la fe, donde se justi-
ficaba su dimensión externa e institucional, o bien en la teología dogmática
como tratado especial, donde se analizaba la dimensión interna de la Igle-
sia. Esta escisión metodológica habla de una falta de claridad acerca de la
ubicación de la Eclesiología en el conjunto de la Teología. En este sentido
se pudo reclamar una «Eclesiología teológica», fórmula que ha servido para
designar una presentación del misterio de la Iglesia que se desmarcara de
la mera apologética y de un tratamiento eminentemente jurídico, tal y como
fue común en la etapa anterior al Vaticano II.
Para una recuperación plena del tratado De Ecclesia por parte de la
Dogmática esta exposición avanza en tres momentos. Comenzaremos plan-
teando las consecuencias que se derivan de la presencia de la Iglesia en el
Símbolo de fe para la reflexión teológica. Tomar como punto de partida la
fórmula básica de fe eclesiológica, credo Ecclesiam, no sólo permite reca-
pitular el carácter trinitario de la Eclesiología reformulada por el Concilio
Vaticano II, sino que sirve para dar curso a esta certeza: su ubicación es-
pecífica en la estructura histórico-salvífica del Símbolo Apostólico permite
sacar consecuencias acerca del puesto de la Iglesia en el sistema teológico.
Estas consideraciones preliminares dejan la puerta abierta a una exposi-
ción que se despliega sucesivamente en dos partes: en primer término, in-
dagaremos en los «fundamentos» bíblicos de la Iglesia, su origen, naturaleza
y estructuras; seguidamente, desarrollaremos los «aspectos» esenciales de la
vida eclesial en perspectiva sistemática al hilo de estas categorías: koinonia-
diakonia-leitourgia-martyria. Los rasgos básicos de la comunidad eclesial,

396
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

fijados en Hech 2,42, han de seguir siendo los mismos en el curso del
tiempo: el grupo de los creyentes en Jesús se reunía en la plegaria común
y en torno a la enseñanza de los Apóstoles, en la eucaristía o fracción del
pan y en la koinonia, es decir, en la comunión vertical con el Padre y con
el Hijo y en la comunión horizontal interhumana (1Jn 1,3-6). Y aunque las
formas y figuras institucionales de la Iglesia peregrina hayan ido cambiando
a lo largo de los siglos, la guía del Espíritu salvaguarda su identidad perma-
nente en fidelidad a los aspectos nucleares que dan razón de su existencia:
la proclamación y testimonio del Evangelio (martyria), indisociables de la
oración común y la celebración de la cena del Señor (koinonia) y de los
sacramentos (leitourgia), con vistas al ejercicio del servicio a la caridad
(diakonia) a favor de los más necesitados.

I. «CREDO ECCLESIAM»: CREER Y COMPRENDER LA IGLESIA

§ 27. Aunque la doctrina sobre la Iglesia no es el núcleo del cristianismo,


en perspectiva católica, el hecho de ser Iglesia pertenece a la economía de la
salvación como uno de sus elementos intrínsecos. El carácter de misterio de-
signa a la Iglesia en cuanto que proviene de la Trinidad. El lugar teológico
de la Iglesia es el tercer artículo del Símbolo de Fe en estricta dependencia de
la Cristología y de la Pneumatología.

Al introducir en el Símbolo de fe una cláusula sobre la Iglesia, las prime-


ras generaciones cristianas tomaron una decisión básica y fundamental para
todos los tiempos. El ciclo histórico de los comienzos del credo conoce un
momento de apogeo con el antiguo credo romano, que es el predecesor
directo de buena parte de los credos locales en Occidente y en Oriente. En
el credo bautismal romano, de finales del s. II, se encuentra ya la cláusula
sobre la Iglesia; de él ha nacido el llamado Símbolo de los Apóstoles. Por
tanto, después de profesar la fe en Dios Padre, en Dios Hijo y en el Espíritu
Santo, el más famoso y común de los credos cristianos añade la confesión
de la Iglesia. Antes de preguntarse por el significado teológico de la locu-
ción «credo ecclesiam», sale al paso un interrogante previo: ¿cuál puede ser
la razón de su inclusión? Es claro que esta adición de la Iglesia (junto con
otras afirmaciones sobre el perdón de los pecados y la resurrección de la
carne) ocurre en los credos primitivos como una ampliación del artículo
sobre el Espíritu Santo (Henri de Lubac, La fe cristiana. Ensayo sobre la
estructura del Símbolo de los Apóstoles, Salamanca 21988, 139). Ahora bien,
cuando menos sorprende encontrarse con estos añadidos ya que no hay
rastro de ellos en los credos embrionarios del NT, ni en los textos de los
Padres apostólicos, de S. Justino o de S. Ireneo.

397
LA LÓGICA DE LA FE

El texto más temprano en que aparece la Iglesia en un credo es la Epis-


tula Apostolorum, tratado anti-gnóstico escrito en Asia Menor poco después
de mediados del s. II; en un discurso que se atribuye a los Once, los dis-
cípulos explican que los cinco panes de la multiplicación milagrosa son
símbolo de nuestra fe cristiana, que es fe en el Señor del universo, en Jesu-
cristo, en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia y en el perdón de los pecados
(cfr. J.N.D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Salamanca 1980, 190.105).
Existen textos de Tertuliano que introducen la Iglesia junto a las preguntas
bautismales; por su parte, la Tradición apostólica de S. Hipólito exhibe
un credo interrogativo que formula la tercera pregunta en estos términos:
¿Crees en (εις) el Espíritu Santo en (εν) la santa Iglesia y la resurrección de
la carne? Es sintomática la formulación de S. Hipólito, pues hablando en un
sentido locativo (dentro de la Iglesia) está sugiriendo una cierta dificultad
de relacionar a la Iglesia (y los otros misterios de salvación) con la tercera
persona divina. A mediados del s. II la doctrina sobre la Iglesia debió adqui-
rir un relieve especial al socaire de la acentuación de la diferencia existente
entre la «gran Iglesia» y las sectas, que testimonia S. Ireneo cuando afirma
que el Espíritu Santo sólo se recibe en el seno de la Iglesia (Adv. haer. 3, 24,
1: PG 7, 966), al tiempo que recuerda que los herejes desprecian a los que
pertenecen a la Iglesia llamándoles «eclesiásticos» (Adv. haer. 3, 15, 2). Para
la teología ortodoxa del s. II se fue haciendo característico el énfasis puesto
en la Iglesia como institución, resultado de una conciencia cada vez más
clara en este sentido. Ahora bien, mientras escritores cristianos, como Cle-
mente Romano, S. Ignacio de Antioquía y S. Policarpo, pusieron el énfasis
en el carácter concreto, histórico e institucional de la Iglesia, tampoco han
faltado escritores como Hermas o el autor de la segunda carta de Clemente,
que resaltan el aspecto espiritual de la Iglesia, afirmando su establecimiento
antes de la creación del mundo y a la que pertenecen los escogidos del
cielo y de la tierra. A mitad del s. II, el adjetivo «santa», un epíteto que en
el corpus paulino sólo se usa en una ocasión (Ef 5,27), comienza a ser apli-
cado a la Iglesia. A la Iglesia se le llama «santa» en el credo porque en ella
habita y actúa el Espíritu Santo.
En medio de los debates teológicos del s. II-III, mientras se hacía ne-
cesaria la clarificación sobre el Espíritu Santo, la doctrina sobre la Iglesia
empieza a adquirir un relieve especial en el Símbolo trinitario. Así lo sugie-
re su mención explícita en el momento de la iniciación sacramental junto
a las verdades centrales de la salvación. Tres son las únicas palabras que
el Símbolo de los Apóstoles le dedica: sanctam Ecclesiam catholicam. No
obstante, esta cláusula sigue siendo el punto de referencia ineludible para
la elaboración de una teología de la Iglesia que se confiese cristiana.

398
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

1. El cristianismo como Iglesia: la dimensión eclesiológica de las


diferencias confesionales fundamentales

Las reflexiones precedentes han dejado apuntada una cuestión de fon-


do: el carácter eclesial del cristianismo. Dejando a un lado un planteamiento
más general, propio de la sociología de la religión, donde queda estableci-
da la indisolubilidad entre religión e Iglesias, entendidas como comunida-
des socio-religiosas, aquí nos limitaremos a recordar la dimensión eclesial
de la fe, ese hecho radical del «cristianismo como Iglesia», cuya necesidad
se desprende de la comunicación histórica de Dios en Jesucristo que es la
esencia misma del cristianismo, de modo que la historicidad y la estructura
social forman parte de la mediación de la salvación (cfr. K. Rahner, «Gra-
do séptimo: Cristianismo como Iglesia», en Curso fundamental sobre la fe,
Barcelona 62003, 375-462; esp. 397-401). Por aquí se abre un camino de
respuesta a la pregunta eclesiológica por excelencia, ¿por qué la Iglesia?,
que a menudo se plantea en los términos de la difícil relación entre la expe-
riencia personal de Dios y la experiencia de una fe colectiva. La experiencia
religiosa debe ser un convencimiento personal, propio y libre, anclado en
lo más profundo de la conciencia; pero la propia experiencia religiosa sólo
es tal en una comunidad y en una sociedad. El cristianismo es una reli-
gión histórica, vinculada de forma muy precisa a Jesucristo: «Yo sólo puedo
pertenecer a Cristo por medio de la Iglesia, y no de otra manera» –insistía
K. Rahner. En este sentido su necesidad queda puesta a prueba ante este
otro interrogante fundamental: ¿de qué modo puede la Iglesia hacer que
Jesucristo sea efectivamente contemporáneo a la libertad del ser humano
individual, cuando éste, temporal y espacialmente, se aleja cada vez más
de Él? Dicho en positivo: la Iglesia, la esposa del Señor, está llamada a ser
el medium intrínseco del acontecimiento salvífico de Cristo para el hombre
de todo tiempo y lugar.
En este punto la reflexión eclesiológica va de la mano de la espiritua-
lidad. Esta es la perspectiva que se hace presente en el libro de los Ejerci-
cios espirituales de S. Ignacio a través del cuerpo de reglas para el sentido
verdadero en la Iglesia militante, a partir de este presupuesto de fondo:
«Creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es
el mismo espíritu, que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas;
porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez manda-
mientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia» (EE 365). La
experiencia espiritual de la gracia consiste básicamente en la comunicación
directa del Creador con su criatura (EE 15); sin embargo, esta experiencia y
la elección para la propia vida conoce un importante contrapunto: acaece
«dentro de la Iglesia» (EE 170. 351). Por tanto, la razón eclesiológica perma-
nente, de ayer y de hoy, que justifica la presencia de unas reglas para sentir

399
LA LÓGICA DE LA FE

en/con la Iglesia en un manual de vida espiritual es la dialéctica que se esta-


blece entre la afirmación de la inmediación divina y la mediación eclesial de
la salvación. Resulta ejemplar en este sentido que tanto el teólogo católico
Y. Congar (Cfr. Vraie et fausse Réforme dans l’Église, París 1969, 397) como
el luterano W. Pannenberg (Teología Sistemática, III, Madrid 2007, 25; 106)
se hayan hecho eco de la contraposición que F. Schleiermacher establecía
entre el protestantismo y el catolicismo desde el punto de vista eclesioló-
gico: mientras el primero hace depender la relación del individuo con la
Iglesia de su relación con Cristo, el segundo operaría de forma contraria, es
decir, haciendo depender la relación del individuo con Cristo de su relación
con la Iglesia.
No se llega a comprender hasta el fondo el misterio de la muerte y resu-
rrección de Jesucristo, el único mediador (1Tim 2,5), sin reconocer que el
hecho de la Iglesia está integrado plenamente en el misterio de la salvación.
La Iglesia, comunidad de los seguidores del Mesías reunidos por el don
del Espíritu en un solo cuerpo, ha nacido del misterio pascual, entrando a
formar parte del acontecimiento de la salvación: Cristo la amó y se entregó
por ella, haciéndola santa y purificándola con el agua y la palabra, para que
se presente ante Él sin mancha ni arruga (Ef 5,25-27). Es la Iglesia santa de
los pecadores. En ella el acontecimiento se ha hecho institución, y por la ley
de la encarnación, la Iglesia está destinada a traer visiblemente al mundo
el don irreversible de la gracia de salvación de Dios para los hombres. Por
eso decimos que la Iglesia es «sacramento» del acontecimiento salvador de
Cristo. La teología católica previa al Concilio (O. Semmelroth, K. Rahner,
E. Schillebeeckx, J. Ratzinger, Y. Congar, Henri de Lubac) ha hablado de la
Iglesia como sacramento para describir su naturaleza de misterio. El Vatica-
no II emplea diversas fórmulas («signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad del género humano»; «sacramento visible de la unidad
salvífica»; «sacramento universal de salvación»), que vienen a expresar teoló-
gicamente esa realidad del cristianismo como Iglesia, esto es, la visibilidad
histórica de la gracia de Dios. Con todo, en este lenguaje se reconoce a
día de hoy uno de los puntos de divergencia entre la concepción católica
y protestante de Iglesia. La teología evangélica hace valer que la Iglesia es
«congregatio fidelium», creatura del Evangelio, y, ante el concepto de Igle-
sia sacramento subraya la «pasividad» de la Iglesia, es decir, de instrumento
«receptor» de la salvación, mientras que la postura católica sostiene la parti-
cipación activa de una Iglesia que siendo fruto primero de la gracia de sal-
vación se convierte en «mediadora» de salvación a partir de la prioridad del
obrar único de Dios en Cristo (cfr. Comisión mixta católico-luterana, Iglesia
y justificación. La concepción de la Iglesia a la luz de la justificación, Sala-
manca 1994, 61-62). La Iglesia sacramento es signo e instrumento visible de
la única mediación de Cristo.

400
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

Traslademos, finalmente, estas divergencias al terreno del Símbolo de


fe, retomando la reflexión que proponía Juan Calvino. A su juicio, se debe
«creer en la Iglesia invisible y conocida sólo por Dios (…) y honrar a la
Iglesia visible» (Institución de la religión cristiana, IV, 1, 7). Aquí se opera
algo muy peculiar de la Eclesiología nacida de la Reforma como es esa es-
cisión tan característica del objeto teológico Iglesia, en la forma de la Iglesia
visible y la Iglesia escondida (ecclesia abscondita). Frente a esta postura,
la teología de la contrarreforma intensificó de forma unilateral los aspectos
institucionales y visibles de la Iglesia. El Vaticano II corrigió esta orientación
poniendo en juego esa convicción radical de la eclesiología católica roma-
na que explica el misterio de la Iglesia con ayuda de la analogía del Verbo
encarnado: «La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico
de Cristo, el grupo visible y la comunidad espiritual, la Iglesia de la tierra y
la Iglesia llena de bienes del cielo, no son dos realidades distintas, sino que
forman una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y
el humano» (LG I, 8).
Ello nos sitúa ante la Iglesia real, de carne y hueso, de manera que una
vivencia mística de Iglesia no se desvanece fuera de las condiciones históri-
cas en las que se realiza el misterio de la Iglesia, nacida de la Trinidad y en-
caminada a la Trinidad como su meta. Invocar el misterio de la Iglesia no es
una argucia para esconder la precariedad institucional de la realidad ecle-
sial. El lenguaje sacramental permite establecer la conexión entre la realidad
invisible de la gracia y la institución visible. Por eso, en una perspectiva ca-
tólica, la Iglesia visible sigue siendo una realidad interior al propio misterio,
de modo que toma distancia del punto de vista protestante que propende
a disociar y distinguir la Iglesia visible y la Iglesia invisible manteniendo la
realidad de gracia del lado de lo invisible conocido sólo por Dios, mientras
que la Iglesia visible seguiría siendo organización meramente humana.
De esta manera han quedado apuntados dos aspectos muy propios de
la Eclesiología católica, como son la dimensión sacramental y su relación al
misterio de Cristo. Otro aspecto fundamnetal de la Eclesiología católica pro-
movida por el Concilio Vaticano II, «el concilio de la Iglesia sobre la Iglesia»,
es su estricta relación y derivación trinitaria.

2. La Eclesiología trinitaria del Concilio Vaticano II: Ecclesia de


Trinitate - Ecclesia ex hominibus

Hace algunos años, K. Rahner llamaba la atención sobre un hecho pa-


radójico: los cristianos, a pesar de la confesión ortodoxa de la Trinidad,
somos en la realización de nuestra existencia religiosa casi exclusivamente
«monoteístas» (cfr. Escritos de Teología IV, Madrid 1964, 107). Por eso, pue-
de decirse que cuando el Concilio Vaticano II intenta dar una definición

401
LA LÓGICA DE LA FE

de Iglesia nos enseña ante todo una cosa: que el Dios uno y trino es el
principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. En otras
palabras: el Dios que nos presenta la doctrina conciliar es el Dios de la
historia de la salvación, el Dios que desde el AT se acerca progresivamente
al ser humano, camina codo con codo con él y termina, en el máximo de
su proximidad, enviando a su propio Hijo al mundo y, por el Hijo, al Espí-
ritu de ambos, en quien esa presencia espacio-temporal del Hijo adquiere
nuevas dimensiones. En esta perspectiva la reflexión teológica ha sacado
al misterio trinitario del aislamiento olímpico al que se le había relegado,
para hacerlo el «humus» vital de la experiencia del ser humano (cfr. § 10,6).
El corazón de la revelación cristiana está recogido en esta sentencia:
«Dios es amor» (1Jn 4,8). Y decía S. Agustín, tratando de declarar el misterio
del amor trinitario en su inmanencia: «Verdaderamente ves a la Trinidad
cuando ves el amor» (De Trinitate, VIII, 8, 12: PL 42, 959). El amor de Dios
Padre es fontal e inicial, principio, manantial y origen de la vida divina. Él
ha creado desde la más absoluta libertad y por la más pura gratuidad del
amor. Y el apóstol Pablo dirá: «Fiel es Dios por quien habéis sido llamados a
la comunión con el Hijo» (1Cor 1,9). Él es el que convoca, reúne y congrega
a un pueblo de su propiedad, desde los albores mismos de la humanidad
(ecclesia ab Abel). El Hijo que es «amado antes de la creación del mundo»
(Jn 17,24), traslada la eternidad del amor al tiempo, es la Palabra que se
hizo carne para que nosotros participemos de esa comunión de amor: «Lo
que hemos visto y oído de la palabra de la vida (…) que estuvo junto a Dios
os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y esta comu-
nión lo es con el Padre y con el Hijo» (1Jn 1,3ss). En esta historia eterna del
amor, el Espíritu representa la abrazadera de la comunión entre el Amante
y el Amado: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la
comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13). En
esta fórmula, en la que resuena el eco del culto de la Iglesia naciente, la
confesión del don gratuito del amor del Padre en Jesucristo queda unida a
la confesión de la comunión obrada por el Espíritu. En efecto, el Espíritu
Santo se comunica a las personas, marcando a cada miembro de la Iglesia
con el sello de una relación personal y única con la Trinidad: «El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado» (Ro 5, 5). Y, por eso, se puede concluir con el Obispo de
Hipona: «He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor» (De Trini-
tate, VIII, 10, 14: PL 42, 960).
Desde estos datos bíblicos que diseñan la comunión del Dios uno y tri-
no podemos contemplar a la Trinidad a través de esas relaciones personales
y familiares que ha querido tener con la Iglesia y, en ella y a través de ella,
con todo el género humano. Este enfoque teológico, que corresponde a
la eclesiología trinitaria del Vaticano II, nos suministra la mejor compren-

402
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

sión, y la más radical, del «misterio de la Iglesia» (cfr. N. Silanes, «La Iglesia
de la Trinidad». La Santísima Trinidad en el Vaticano II. Estudio genético-
teológico, Salamanca 1981). La respuesta conciliar a la cuestión, ¿de dónde
viene la Iglesia?, suena en estos acordes: la Iglesia procede de la Trinidad.
Lo expresa bella y sintéticamente la constitución pastoral Gaudium et spes:
«La Iglesia que procede del amor del Padre eterno, ha sido fundada en el
tiempo por Jesucristo redentor, y congregada en el Espíritu Santo, tiene una
finalidad salvífica y escatológica, que no se puede lograr plenamente sino
en el siglo futuro» (GS 40).
A esta lógica obedece el capítulo I de la constitución dogmática Lumen
gentium, cuyos artículos 2-3-4 hacen de la Iglesia la realidad destinataria
del plan de Dios Padre y de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo: el
proyecto universal del Padre, la misión del Hijo, la obra santificadora del
Espíritu fundan la Iglesia como «misterio», es decir, como obra divina en el
tiempo de los hombres. La Iglesia, comunidad de los creyentes, está llama-
da a ser sacramento de la comunión de Dios, porque de ella ha tomado su
origen. Por ello, S. Cipriano pudo referirse a ella como «una muchedumbre
reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (cfr. LG I,
4). En otras palabras: los orígenes de la Iglesia están escondidos en lo más
hondo del misterio de Dios. La Iglesia ha sido querida por Dios Padre desde
la misma creación del mundo; la Iglesia está llamada a configurarse con el
Hijo Jesucristo, que «inauguró en la tierra el reinado de Dios», de modo que
representa en medio de la humanidad doliente el espacio concreto del Se-
ñor glorificado, es su cuerpo y es su esposa; la Iglesia es el espacio histórico
donde acontece la obra santificadora del Espíritu Santo: «Consumada, pues,
la obra, que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo
en el día de Pentecostés, para que indefinidamente santificara a la Iglesia,
y de esta forma los que creen pudieran acercarse por Cristo al Padre en un
mismo Espíritu» (LG I, 4).
Entre el Dios trinitario y la Iglesia se da una relación profunda, que no
es sólo una relación de tipo causal u originaria, sino también una relación
esencial de la Iglesia con el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ella
es así continuadora de la misión que Dios Padre confió al Hijo y al Espíritu
Santo: «La Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que la totalidad del
mundo se transforme en pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del
Espíritu Santo y para que en Cristo, cabeza de todos, se dé todo honor y
toda gloria al Creador y Padre de todos» (LG II, 17; cfr. AG 2-4).
Por tanto, aunque la realidad eclesial aparece configurada como un fe-
nómeno humano y social, no se puede ignorar —salvo riesgo de empeque-
ñecerla— su enraizamiento en el misterio de Dios. En su reflexión sobre el
ser humano, tantas veces aherrojado y encadenado en su propia soledad,
H. de Lubac nos mostraba al Dios trinitario como la respuesta a esa ansia in-

403
LA LÓGICA DE LA FE

finita de comunión característica del ser humano, pues «nos ha creado para
introducirnos juntos en el seno de su vida trinitaria… Jesucristo se ofrece en
sacrificio para que seamos uno en esta unidad de las personas divinas. Aho-
ra bien, existe un lugar en el cual, ya desde la tierra, empieza a realizarse
esta reunión de todos en la Trinidad. Hay una “familia de Dios”, extensión
misteriosa de la Trinidad en el tiempo, que no sólo nos prepara a esta vida
unitiva y nos la garantiza plenamente, sino que nos hace partícipes ya de
ella. Es la única sociedad completamente “abierta” y es ella la única que se
ajusta a nuestra íntima aspiración y en la que nosotros podemos alcanzar
por fin todas nuestras dimensiones… De unitate Patris et Filii et Spiritus
Sancti plebs adunata: tal es la Iglesia. Ella está “llena de la Trinidad”» (Me-
ditación sobre la Iglesia, Madrid 1988, 190).
Estas afirmaciones del jesuita francés dan cuenta de lo que él mismo
ha dicho y pusimos en nuestro punto de partida: «la Iglesia es un misterio,
pero misterio derivado». Ha llegado el momento de retomar la pregunta
indicada al comienzo: ¿en qué sentido afirmamos «creer (en) la Iglesia»? De
ahí podremos sacar conclusiones acerca del puesto de la Eclesiología en el
conjunto de la Dogmática.

3. El significado teológico de la cláusula «Credo Ecclesiam»:


el Espíritu Santo, principio de la communio trinitaria y eclesial, o
nexus mysteriorum

El Credo de fe nos enseña, ante todo, el misterio de la Trinidad divina,


misterio en el que consiste toda nuestra fe. La fe en la Trinidad divina está
caracterizada en el Símbolo por la triple fórmula latina credo in, mientras
que las tres únicas palabras que le dedica el Símbolo Apostólico –santa
Iglesia católica-, van introducidas por una fórmula distinta, de modo que al
verbo credo no sigue esa preposición característica «in» reservada a la fe en
Dios. Hay ya aquí una cuestión que debe ser objeto de consideración: la
diferencia en el «creer en Dios» y el «creer la Iglesia». Esta distinción lingüís-
tica (credere in Deum - credo Ecclesiam) tiene una importancia decisiva: la
Iglesia no es Dios. Nosotros —subraya H. de Lubac con toda la tradición—
no creemos ni podemos creer, es decir, no podemos tener fe sino sólo en
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La locución credere in se fue reservando
para designar exclusivamente el acto cristiano de fe, donde lo más impor-
tante es la preposición «in» (La fe cristiana, Salamanca 1988,138). Con me-
ridiana claridad establecía el Catecismo de Trento esta distinción a la hora
de explicar de qué modo el credo ecclesiam pertenece a los artículos de fe:
«Es necesario creer que existe una Iglesia, que es una, santa y católica. En
cuanto se refiere a las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, creemos en ellas de tal manera que depositamos en ellas nuestra fe.

404
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

Pero ahora, cambiando nuestra manera de hablar, profesamos creer la santa


Iglesia, y no en la santa Iglesia. Y, así, hasta con esta diferencia de lengua-
je, Dios, autor de todas las cosas, es distinguido de todas sus creaturas; y
todos los bienes que Él ha conferido a la Iglesia, nosotros, al recibirlos, los
referimos a su divina bondad» (Catecismo Romano, I, 10, 23; cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, 750).
El viejo Catecismo de Trento hace otra precisión que a menudo se pasa
por alto y que denota algo muy importante: hay realidades que no son
Dios, pero que sólo se aprehenden «con los ojos de la fe». El texto ofrece
esta explicación: «Cualquiera puede percibir con la razón y los sentidos que
hay en la tierra una Iglesia, esa congregación humana dedicada a Cristo; no
hace falta la fe para creer esto, cosa que ni judíos ni turcos niegan; ahora
bien, sólo un entendimiento humano ilustrado por la fe, y no por la vía de
meras razones humanas, puede alcanzar a comprender aquellos misterios
que este artículo de la santa Iglesia de Dios encierra (…) Por esto confesa-
mos con mucha razón, que no conocemos por fuerzas humanas, sino que
sólo miramos con los ojos de la fe el origen, los dones, las prerrogativas,
excelencias y dignidad de la Iglesia» (Catecismo Romano, I, cap. X, 20; cfr.
Catecismo de la Iglesia católica, 770).
Para declarar esa dignidad y esos dones es oportuno subrayar que la
Iglesia es inseparable del Espíritu Santo. P. Nautin subraya que a la concate-
nación que establece el Símbolo de fe entre «Espíritu Santo» y «santa Iglesia»
le subyace un quiasmo. En el estado inicial del Credo el adjetivo «santa» no
expresa primariamente la pureza moral de los miembros, sino su relación
con Dios (cfr. 1Cor 3,17); ella es de Dios, de modo que asume el sentido
de la expresión «nación santa» del Éxodo y de la primera epístola de Pe-
dro. Como heredera de aquella apelación, es santa e inmaculada según la
personificación de Ef 5,27. En el sentido profundo del quiasmo, la relación
estrecha con el Espíritu lleva a atribuirle el calificativo propio del Espíritu
Santo que es la santidad (P. Nautin, Je crois à l’Esprit Saint, París 1947, 54ss).
Los comentarios medievales del Credo interpretan la cláusula sobre la
Iglesia desde esta modulación específica, Credo in Spiritum Sanctum, sanc-
tam ecclesiam catholicam, de manera que la Iglesia aparece en el Símbolo
no sólo como la primera entre las obras del Espíritu, sino que además com-
prende, condiciona y absorbe a las otras (comunión o participación en lo
santo, el perdón de los pecados). Es el Espíritu el que ilumina y conduce
a la Iglesia, la llena con sus dones y carismas y actúa en sus sacramentos;
además el Espíritu garantiza la participación en la vida eterna. Por su parte,
el comentario ecuménico al Credo niceno-constantinopolitano rubrica esta
inseparabilidad del Espíritu y la Iglesia en los siguientes términos: «La se-
cuencia en el tercer artículo del Credo se mueve desde la fe en el Espíritu
Santo a la fe en la Iglesia. Esto indica la estrecha relación de la realidad de

405
LA LÓGICA DE LA FE

la Iglesia con la obra del Espíritu. Previene a la Iglesia de aparecer como un


objeto aislado de la fe» (Comisión Fe y Constitución, Confesar la fe común.
Una explicación ecuménica de la fe apostólica según es confesada en el Cre-
do niceno-constantinopolitano, Salamanca 1994, n. 219).
El puesto que ocupa la Iglesia en la confesión de fe depende de su
relación con el Espíritu Santo, que es quien la introduce en el corazón del
único misterio cristiano de la salvación, en su unidad. No en vano el Con-
cilio Vaticano I, en su Constitución sobre la revelación divina, Dei Filius,
habla del «nexus mysteriorum». Siendo este diseño de Dogmática una glosa
de la confesión de fe desarrollada conforme a la estructura trinitaria de los
artículos del Símbolo de fe, se hace verdad en este momento aquella afir-
mación de Henri de Lubac: «La Iglesia viene a ser para nosotros como el
lugar donde confluyen todos los misterios» (Meditación sobre la Iglesia, 26).
Así se pone de manifiesto la unidad y circularidad interna de la Teología,
que nos lleva desde el artículo primero sobre el Dios uno y trino, que en-
globa la relación del Dios Padre creador del mundo y de la criatura humana
(Antropología teológica), hasta la Iglesia, que pertenece al artículo sobre el
Espíritu (Pneumatología), pasando por la salvación en Cristo, que consti-
tuye el núcleo del artículo segundo (Cristología-Soteriología), llevando a la
creación y a la humanidad a su consumación (Escatología). Se puede pos-
tular que la idea de comunión, que va intrínsecamente asociada al Espíritu
Santo, es la clave fundamental para la inteligencia del misterio cristiano, el
«nexus mysteriorum».
Henri de Lubac ha hablado también del círculo perfecto del Credo, cuya
fe es una en razón de la unidad de su objeto y de su sujeto. La unidad del
objeto consiste en que Dios es uno cuando actúa como trinidad. El Dios
cristiano es un Dios vivo, es amor, existe en diálogo y en éxtasis, es decir,
saliendo de sí mismo. De máxima importancia es esta reflexión: «El misterio
de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva enteramente nueva: el fondo
del ser es communio» (La fe cristiana, 13). Desde aquí hay que entender
también cómo la unidad del objeto del Credo abarca e incluye también
la unidad del sujeto: si la fe trinitaria es comunión, creer trinitariamente
significa volverse y caminar hacia la communio. Aquí radica el significado
más hondo del credo ecclesiam como un «creer eclesialmente». El yo de las
fórmulas del Credo es el yo comunitario de la Iglesia creyente. La forma
específica del sujeto del Credo presupone estructuralmente el yo de la Igle-
sia, llamado a ser communio eclesial: «Fiel es Dios por quien habéis sido
llamados a la comunión con el Hijo Jesucristo» (1Cor 1,9).
La communio, como fundamento de la realidad contemplada desde la
esencia y vida intratrinitaria divina, define asimismo la entraña íntima del ser
eclesial. El Espíritu Santo es comunión y lazo de comunión. S. Agustín ha
formulado esta idea fundiendo la perspectiva del origen trascendente de la

406
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

comunión trinitaria y su efecto eclesial por el don del mismo Espíritu: «Quod
ergo commune est Patri et Filio, per hoc nos habere voluerunt communionem
et inter nos et secum et per illud donum nos colligere in unum quod ambo
habent unum; hoc est per Spiritum Sanctum et Donum Dei» (Sermo 71: PL
38, 454). Como se lee en la constitución sobre la Iglesia, «el Espíritu habita
en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cfr. 1Cor
3,16; 6,19)»; este mismo Espíritu «que dirige a la Iglesia hacia la verdad (cfr.
(Jn 16,13), la unifica en comunión y en ministerio, y la enriquece con diversos
dones jerárquicos y carismáticos» (cfr. LG I, 4). Por su parte, el decreto sobre
el ecumenismo afirma que el Espíritu Santo, «principio de la unidad de la
Iglesia», es quien realiza la comunión de los fieles y los une a todos en Cristo;
y este mismo texto conciliar apostilla: «El modelo y principio supremo de este
misterio es la unidad en la Trinidad de personas de un solo Dios, Padre e Hijo
en el Espíritu Santo» (UR 2). Una síntesis magnífica ofrece Y. Congar resaltan-
do la acción del Espíritu Santo en la Iglesia al hilo de las cuatro propiedades
esenciales confesadas en el Símbolo Niceno-constantinopolitano: el Espíritu,
principio de comunión, hace una a la Iglesia, es asimismo principio de ca-
tolicidad, que la conserva en la apostolicidad y la hace santa (cfr. El Espíritu
Santo, Barcelona 21991, 218-269).
Por consiguiente, la aproximación a la Iglesia como objeto de la re-
flexión teológica reclama una mirada desde la fe que brota de su condición
específica de misterio derivado como lugar de acción y presencia del Espí-
ritu Santo. En otras palabras: creemos en Dios y sólo en Dios, y al confesar
la Iglesia tan sólo reconocemos que la Iglesia es de Dios y para Dios. Pero
una vez que hemos reconocido a fondo que la Iglesia no merece, —como
tampoco lo merece ninguno de los demás objetos de fe que no son Dios
mismo—, la preposición que les asimilaría a Dios, es menester reconocer el
puesto privilegiado que la Iglesia ocupa en la economía de la fe cristiana.
En palabras de K. Rahner: «Hay enunciados propios de fe sobre la Iglesia, y
no sólo sobre Dios y su relación para con nosotros; hay realidades que sólo
la fe aprehende y que no son Dios; a esas realidades de creencia y credibili-
dad, pertenece también la Iglesia. Y por eso hay en la dogmática en cuanto
tal una eclesiología» («Advertencias dogmáticas marginales sobre la ‘piedad
eclesial’», en Escritos de Teología V, Madrid 1964, 373).

4. Cristo, Espíritu, Iglesia: el lugar de la Eclesiología en el conjunto


de la Dogmática

El puesto de la Iglesia en el Símbolo de fe refleja su ubicación en la econo-


mía de la salvación: su lugar teológico es el tercer artículo del Símbolo de Fe,
tanto en la versión del Apostólico como en el Niceno-constantinopolitano. Esta
afirmación nos permite seguir reflexionando acerca de la situación actual de la

407
LA LÓGICA DE LA FE

Eclesiología como disciplina teológica: la Iglesia queda situada ante todo en un


contexto pneumatológico y no en primer lugar en un marco cristológico. Sin
embargo, ya hemos indicado la analogía que el Vaticano II establece entre el
misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia a la luz de la economía de la en-
carnación. En otras palabras: la dinámica trinitaria desautoriza la unilateralidad,
sea cristológica o pneumatológica, pues no se respetaría el movimiento y la di-
námica de unidad en la diversidad. Todo apunta en esta dirección: la Iglesia se
halla en una doble relación con Cristo y con el Espíritu en su acceso al Padre.
Estamos en condiciones de plantear el interrogante metodológico anunciado al
comienzo, —¿cuál es el lugar de la Eclesiología en la Teología sistemática?—,
concretado ahora en estos términos: ¿cuál es su punto de partida: la Cristología
o la Pneumatología? Daremos la palabra a J. Ratzinger, a W. Pannenberg, y a J.
Zizoulas, para extraer algunas conclusiones.
El planteamiento de J. Ratzinger se sitúa precisamente en el marco de un
comentario al Símbolo apostólico, siendo una de sus preocupaciones la uti-
lización de la fórmula de Calcedonia en la Eclesiología, ya que la unidad de
lo humano y de lo divino en Cristo acaece en la Iglesia de una manera esen-
cialmente distinta a como ocurre en el misterio del Verbo encarnado. A su
juicio, la aplicación de la categoría de encarnación a la Iglesia ha de hacerse
desde el principio pneumatológico. La encarnación y la dimensión cristoló-
gica dicen relación a la realidad humana, a la historia y al mundo, pero la
encarnación no es el último estadio de la historia de la salvación, sino que
representa un punto de llegada que tiene como objetivo la transformación
de lo terreno, de la existencia mortal en la realidad de la resurrección. La
encarnación está orientada al misterio de la pascua, y sólo adquiere su ple-
nitud por el tránsito a la resurrección. El Nuevo Testamento está concentra-
do en la teología de la resurrección y así, de forma retrospectiva, se inserta
la teología de la resurrección en la encarnación: la encarnación del Logos
abre las puertas a la transformación de la resurrección. Por ello, el sentido
de la Iglesia no es la pura implantación de la Iglesia en este mundo, sino
elevarse hacia la radical novedad de la resurrección. La dimensión pneuma-
tológica apunta hacia la pascua y hacia la resurrección; por ello debe ser
tenida en cuenta en la reflexión teológica sobre la Iglesia, que es la criatura
del Espíritu Santo. «El punto de partida de la doctrina de la Iglesia —escribe
en su comentario al Símbolo Apostólico— ha de ser la doctrina del Espíritu
Santo y de sus dones. Pero su meta estriba en una doctrina de la historia de
Dios con los hombres, es decir, de la función de la historia de Cristo para
la humanidad en cuanto tal. Así queda de manifiesto la dirección que debe
seguir la cristología en su desarrollo: no puede considerarse como doctrina
del enraizamiento de Dios en el mundo que explica la Iglesia como algo in-
tramundano partiendo de la humanidad de Jesús. Cristo sigue presente me-
diante el Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad que no excluye

408
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

en modo alguno la forma institucional, pero que sí limita sus pretensiones


y no la equipara con las instituciones mundanas» (J. Ratzinger, Introducción
al cristianismo, Salamanca 1970, 293-294).
En segundo lugar demos la palabra a W. Pannenberg, el teólogo de
tradición luterana que ha dedicado recientemente los mayores esfuerzos
a la Eclesiología. Sus reflexiones arrancan de esta provocativa afirmación:
«No es evidente que el concepto de Iglesia constituya un tema propio de
la Dogmática» (Teología Sistemática, III, Madrid 2007, 21-29). Este aserto
nace de la constatación de la ausencia histórica de una exposición doctrinal
sobre la Iglesia, cosa que no ocurre hasta bien entrado el s. XV en medio
del debate entre el conciliarismo y el papalismo (Juan de Ragusa y Juan de
Torquemada, Juan de Segovia). Para la Iglesia antigua y el medioevo latino
el Dios trinitario, la creación del mundo, su reconciliación por Jesucristo
y los sacramentos, constituyen el contenido fundamental de la fe y de la
doctrina cristianas. Si bien, no faltan en las obras de los Padres reflexiones
parciales sobre la esencia de la Iglesia, al hilo de su introducción en los
antiguos Credos (desde el siglo II) en estricta relación con el Espíritu Santo,
esto es, como «lugar de su acción». Ahora bien, los Padres suelen pasar de
la Cristología a la exposición del bautismo sin hacer escala en una teología
de la Iglesia. Ninguno de los grandes escolásticos emprendió la tarea de
componer un tratado específico De Ecclesia. Por su parte, Pannenberg ha
dedicado los volúmenes primero y segundo de su Teología Sistemática a
exponer los fundamentos de la teología cristiana, repasando la doctrina
de Dios, su revelación y realidad trinitaria, la doctrina de la creación, la
antropología, la cristología y la reconciliación salvadora; pues bien, la Ecle-
siología aflora en el tercer volumen de su Dogmática, que está dedicado a
la Pneumatología. A su juicio, la Pneumatología constituye el presupuesto
permanente de la Eclesiología, precisamente porque la Iglesia se sitúa en el
arco de tensión que se extiende entre la presencia escatológica del don de
la salvación regalado con la efusión del Espíritu en Pentecostés y la provi-
sionalidad que siempre embarga a la comunidad eclesial en su permanente
condición de signo a la espera de la manifestación plena del Reino. En otras
palabras: el tema de la Iglesia ocupa el centro de este volumen, si bien en
el marco de la doctrina sobre el Espíritu Santo como don escatológico. Pan-
nenberg construye su doctrina sobre la Iglesia sobre estos cuatro principios
metodológicos: a) anteponer el concepto de Iglesia a la exposición de la
apropiación individual de la salvación; b) la importancia de la idea de Reino
de Dios para la elaboración del concepto de Iglesia; c) la diferencia entre
el Reino de Dios y la Iglesia; d) la inmediatez permanente del creyente in-
dividual con Jesucristo.
En tercer lugar atendamos a las reflexiones de uno de los grandes teó-
logos ortodoxos, J. Zizoulas, que toma en consideración las reservas de la

409
LA LÓGICA DE LA FE

teología oriental acerca del escaso peso de la Pneumatología en la Eclesio-


logía del Vaticano II, al mismo tiempo que reconoce que tampoco en la
teología ortodoxa se ha logrado aún una síntesis satisfactoria entre Cristolo-
gía y Pneumatología (cfr. «Cristo, el Espíritu y la Iglesia», en: El ser eclesial,
Salamanca 2003, 137-155). Antes de ocuparse de las instituciones eclesiales
hay que abordar una cuestión previa: ¿qué debería incluir hoy una sínte-
sis adecuada entre Cristología y Pneumatología? Mientras la peculiaridad
del Hijo es hacerse historia, la peculiaridad del Espíritu es precisamente la
opuesta: liberar al Hijo y a la economía de las ataduras del la existencia his-
tórica. Por tanto, la primera peculiaridad de la Pneumatología es su carácter
escatológico. La segunda aportación del Espíritu Santo al acontecimiento
de Cristo es que por su implicación en la economía Cristo no es solamente
un individuo, esto es, «uno», sino «muchos». La idea de esta «personalidad
corporativa» no se puede concebir sin la Pneumatología, que aporta esa
dimensión de la comunión (cfr. 2Cor 13,13). Merced a esta función del Es-
píritu Santo, podemos decir que Cristo tiene un «cuerpo» y podemos hablar
de Eclesiología, es decir, de la Iglesia como cuerpo de Cristo. El metropolita
de Pérgamo concluye que la Eclesiología de oriente ha estado determinada
por la liturgia y la eucaristía, de manera que viene configurada por esos
dos aspectos de la comunión y de la escatología, que son los dos primeros
aspectos de la Pneumatología. De ahí brota este imperativo metodológico:
«es necesario que estos dos aspectos de la Pneumatología se transformen en
elementos constitutivos de la Eclesiología» (Ibid., 145-146).
Por tanto, a la hora de ubicar el tratamiento de la Iglesia en la Dogmáti-
ca, la estructura ternaria del Credo nos ofrecía ya una respuesta en la forma
precisa de la dependencia de la confesión de fe en la Iglesia como concre-
ción de la fe en el Espíritu Santo. En este sentido es claro que la Eclesiología
depende internamente de Pneumatología. Ahora bien, la consideración de
la Iglesia como creatura del Espíritu Santo es indisociable de la obra me-
siánica de Jesucristo, que remite a la Iglesia como a la comunidad de sus
seguidores. Hace años que Y. Congar reclamó la integración más operativa
del Espíritu Santo en la Iglesia, yendo más allá de la estrecha alternativa
entre la perspectiva pneumatológica y el «cristomonismo». Asistimos cierta-
mente a un renacimiento pneumatológico en la teología actual. Y si, por
un lado, resulta que de la mano del Vaticano II la Eclesiología debe entrar
definitivamente en su fase pneumatológica, por otro, la Iglesia ha dejado
de presentarse en el texto conciliar como «continuación de la encarnación»,
como «Cristo prolongado y expandido», sin menoscabo de la afirmación
del misterio de la Iglesia en conexión con el misterio de la encarnación.
Desde el planteamiento trinitario hay que asignar a la misión del Espíritu
la misma importancia que se le asigna a la misión del Hijo. En esta línea
de una «Pneumatología eclesiológica» ya se han producido buenos frutos,

410
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

comenzando con la obra pionera y clásica de H. Mühlen, construida sobre


la fórmula «una mystica persona», el Espíritu santo, «una persona en muchas
personas», un único Espíritu en el Cristo y en los cristianos (Cfr. El Espíritu
Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; G. Cislaghi, Per una eclesiologia pneu-
matologica, Milán-Roma, 2004).
La institución eclesial se remite a Cristo en su origen mismo, en el es-
tablecimiento de los ministerios y de los sacramentos; sin embargo, hasta
ahora, el Espíritu era escasamente percibido en el mismo surgir y vivir de la
Iglesia, con toda su actividad carismática, con su asistencia a la indefectibili-
dad de la Iglesia y a su fe, en la forma de la tradición, de la infalibilidad del
papa y de los concilios. Por otro lado, se ha hablado también de «Cristología
pneumatológica» para honrar el papel del Espíritu en la encarnación del
Hijo, en el ministerio terreno de Jesús de Nazaret, en la resurrección y en
la exaltación del Señor. Ello tiene su prolongación en el hoy de la actualiza-
ción de esa salvación realizada «de una vez por todas». Sólo así —como de-
seaba Congar— la Pneumatología no es un simple «apéndice» yuxtapuesto
a una consideración de la Iglesia exclusivamente cristológica. Ahora bien,
la problemática eclesiológica arranca de la relación fundacional que hay
que establecer entre Jesús de Nazaret y la Iglesia postpascual. Por consi-
guiente, sin desatender la perspectiva pneumatológica, hay que comenzar
formulando la Eclesiología en conexión con la Cristología. Ciertamente, la
Eclesiología es consecuencia de la Cristología, pues la causa de Jesús no
acaba en la cruz, sino que es continuada por la Iglesia, que vive de la fuerza
de la resurrección, integrada ella misma en el misterio de Cristo (Col 1,27;
2,2). La salvación de Cristo, que pervive y perdura por medio de la Iglesia
en medio de la historia, en la forma de una epíclesis permanente, se ofrece
al mundo mediada por la Palabra y el Sacramento. De ahí que la doctrina
de los sacramentos celebrados en la Iglesia adquiere su lugar específico en
el desarrollo de la Eclesiología como su concreción.

5. Articulación o estructura para un tratado teológico sobre la


Iglesia

Hemos puesto estas reflexiones metodológicas bajo el lema «creer y


comprender la Iglesia», que ahora podemos desglosar en estos tres momen-
tos: creer en Dios —confesar la Iglesia— comprender la Iglesia. Creemos en
Dios y confesamos la Iglesia, esa Iglesia que cree y que se cree porque cree-
mos en Dios. Este creer reposa y se refiere a Dios e introduce a la Iglesia en
el misterio de comunión del Dios trinitario. Después de haber comprobado
que la cristiandad primera se vio movida a poner la confesión de la Iglesia
al lado y en dependencia de la fe en el Dios trino, hemos dejado constancia
de que hay realidades que sólo la fe aprehende y que no son Dios. Por

411
LA LÓGICA DE LA FE

ello, vale para la Iglesia el doble imperativo «crede ut intelligas» - «intellige ut


credas». Por eso, el paso ulterior que hemos de dar está guiado por el deseo
de comprender el misterio de la Iglesia. El misterio está entretejido de para-
dojas. Jesucristo, dicen los Padres, es la primera y gran paradoja. El misterio
de la Iglesia está también confeccionado de paradojas: eternidad y tiempo,
humanidad y divinidad, visibilidad e invisibilidad, santidad y pecado. ¿Qué
actitud tomar ante el misterio? Hay que avanzar en la dirección indicada por
J. Ratzinger: «El misterio no quiere destruir la comprensión, sino posibilitar
la fe como comprensión» (Introducción al cristianismo, 55).
Preguntarse por la Iglesia equivale a preguntarse cómo hacerla mejor,
sobre todo cuando a diario se constata que la palabra y la realidad de la
Iglesia han caído en descrédito. Ésta es la razón de ser de la Eclesiología.
Antes de abordar cuestiones prácticas hay que plantearse con paciencia qué
es la Iglesia, de dónde viene, a qué fin está orientada. La Eclesiología es un
«saber situado» que tiene por objetivo principal la descripción de la natura-
leza y de la misión de la Iglesia. Su textura propia es la de teología crucis,
pues —como se lee en LG VII, 48— «lleva en sus instituciones y sacramentos,
que pertenecen a este tiempo, el signo de este tiempo que pasa». Quizás lo
más específico de la reflexión sobre la Iglesia, a diferencia de los otros temas
de la teología (Cristología, Trinidad, Sacramentos, etc.), sea esa convicción
epistemológica que se lee en el n. 8 de la constitución dogmática Lumen gen-
tium: la naturaleza propia del objeto teológico que es la Iglesia es su realidad
humano-divina, su condición «teándrica», como institución de origen divino
que se despliega en la historia humana y que se halla, por consiguiente, en
permanente devenir. Además, la palabra «eclesio-logía» encierra una paradoja
y una tensión interna: buscamos un «logos» de la Iglesia, es decir, intentamos
describir de forma sistemática su naturaleza específica o su esencia; ahora
bien, todo lo que es de naturaleza histórica, —de manera especial las realida-
des sociales, agrupaciones o instituciones—, es mudable y está sometido al
desarrollo, al cambio, al despliegue vital. Por eso, la fórmula «Eclesiología en
devenir» preserva esta tensión específica e intrínseca a la realidad de la Iglesia
y alienta, al mismo tiempo, el intento de establecer una serie de principios
sistemáticos para una interpretación de la Iglesia cristiana, de modo que hoy,
al cabo de dos milenios de historia, podamos reconocerla como la Iglesia
que brotó del costado herido del Crucificado y se templó en el fuego de Pen-
tecostés (S. Madrigal, «Eclesiología en devenir: el estudio de la Iglesia en el
ciclo institucional», en G. Uríbarri (ed.), Fundamentos de teología sistemática,
Bilbao-Madrid 2003, 137-177).
Así las cosas, el proyecto eclesiológico que aquí se emprende quiere ser
eminentemente «Eclesiología teológica»: siendo Dios misterio, la teología
será siempre reductio in mysterium, de modo que todas las realidades teo-
lógicas han de ser remitidas a Dios como al misterio único, estrictamente

412
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

dicho, desde el cual cobran inteligibilidad y significado. Todas las realida-


des teológicas contenidas en el Símbolo de fe dependen en último término
de su diversa relación con dicho misterio y, además, se puede establecer
a partir de sus diferencias un nexus mysteriorum conforme a esa «jerarquía
de verdades» de la que habla el decreto conciliar sobre el ecumenismo (UR
11). La Iglesia no es el núcleo del cristianismo, pero en su ser misterio de
comunión se refleja el misterio de la Trinidad y en ella se entreveran los
otros misterios, de modo que el tratado de Eclesiología lleva la impronta
de «tratado encrucijada» (Y. Congar), donde se dan cita el Dios trinitario, la
Cristología y la Pneumatología, la doctrina de la justificación y de la gracia,
la teología sacramental y la Escatología. Por otro lado, no se puede olvidar
que en relación a la aplicación de la fórmula cristológica de Calcedonia a
la Eclesiología, la Iglesia debe ser considerada desde su realidad empírica y
visible, grupo humano en la historia, es decir, sin poder ignorar su situación
característica de «sociología teológica».
A partir de estas consideraciones vamos a desarrollar esta teología de la
Iglesia en los dos momentos sucesivos ya indicados. En primer término, se
emprende un estudio bíblico de los fundamentos de la Iglesia, abordando
las cuestiones del origen, naturaleza y estructuras (II). En un momento ul-
terior, a la luz del testimonio patrístico que asocia el misterio de la Iglesia,
incluso en su dimensión institucional al ser de Dios uno y trino, al ser del
hombre y al ser del mundo (cfr. LG I, 8), recorreremos en perspectiva siste-
mática cuatro dimensiones esenciales de la Iglesia que la afectan en su con-
dición actual y en su misión: comunión, servicio, liturgia y testimonio (III).
En esta articulación resuena la distinción entre «Eclesiología fundamental»
y «Eclesiología sistemática», que, sin embargo, dista mucho de ser una ree-
dición de la vieja escisión metodológica entre apologética y dogmática de
la Iglesia denunciada al comienzo. Sobre todo, porque esa Eclesiología que
se ocupa de los fundamentos hace suyas las indicaciones conciliares acerca
de la renovada enseñanza de la Teología dogmática «a partir de un contacto
más vivo con el misterio de Cristo y con la historia de la salvación» (Opta-
tam totius, 16d). Por lo demás, toda nuestra segunda sección, que arranca
del estudio del origen de la Iglesia en la historia de Jesús de Nazaret y en
los acontecimientos de la Pascua y de Pentecostés, para pasar después a la
descripción de la Iglesia de los orígenes con sus estructuras sociales, adopta
una perspectiva «fundacional» en este sentido preciso: aquellas mismas rea-
lidades cristológicas y pneumatológicas que la hicieron nacer siguen siendo
los principios que configuran hoy en su ser a la Iglesia de Dios, porque esas
dos misiones del Hijo y del Espíritu comportan al mismo tiempo un momen-
to histórico pasado y una actualidad permanente, de modo que Cristo no es
sólo «fundador» de la Iglesia sino su «fundamento» siempre actual; otro tanto
cabe decir del Espíritu Santo: ha habido un Pentecostés, como momento de-

413
LA LÓGICA DE LA FE

cisivo del nacimiento de la Iglesia, pero el Espíritu Santo fue y sigue siendo
«co-instituyente de la Iglesia con Cristo» (Y. Congar, «La Iglesia, ¿acercamiento
u obstáculo?», en: K. H. Neufeld (ed.), Problemas y perspectivas de teología
dogmática, Salamanca 1987, 235). En otras palabras: para hacer Eclesiología
hay que dejar abierta la pregunta de cómo la Pneumatología y la Cristología
puedan encontrarse en una síntesis completa y orgánica.
La eclesialidad, o el sentido eclesial, forma parte del acto de fe en Dios;
no sólo porque profesamos eclesialmente el Credo de nuestra fe, sino por-
que la Iglesia, conforme al despliegue de la revelación de Cristo, ha entrado
a formar parte de los contenidos de la fe profesada en el Credo, de modo
que se constituye como un momento intrínseco a la respuesta del hombre
que en la fe se abre al Dios uno y trino. Las bellas páginas que K. Rahner
ha escrito dando razón del coraje en pro de un cristianismo eclesial se sus-
tancian en esta confesión y testimonio: «Si la Iglesia es para mí sólo un ele-
mento más o menos razonable de mi situación global humana, un elemento
simplemente sociológico y dado de hecho; si yo entiendo la Iglesia como
una organización mal que bien adecuada para transmitir unas expectativas
o unas experiencias religiosas, será para mí una magnitud en cierto modo
conocida e identificable en el campo de mi conciencia, pero sin su impor-
tancia religiosa y teológica peculiar. Yo creo, por ejemplo, que de algún
modo realizo lo que profeso cuando digo: «Creo en la Iglesia una, santa, ca-
tólica y apostólica». Quiero con esto decir que la Iglesia como realidad tiene
en sí y respecto a mí un significado salvífico esencial, querido por Dios, que
forma parte de la sustantividad de mi existencia, de mi conducta, de mi fe.
En una palabra: es elemento esencial de mi vida». («Nuestra relación con la
Iglesia», en: P. Imhof - H. Biallowons, La fe en tiempos de invierno. Diálogos
con K. Rahner en los últimos años de su vida, Bilbao 1989, 170-171).

II. FUNDAMENTOS DE ECLESIOLOGÍA: ORIGEN, NATURALEZA Y ESTRUCTURAS DE


LA IGLESIA

Desde la Eclesiología acudimos a la Escritura con tres grandes interro-


gantes a la búsqueda de principios y fundamentos: 1) ¿Quiso el Jesús his-
tórico fundar una Iglesia?; 2) ¿Cuál es el concepto propio de Iglesia según
el Nuevo Testamento?; 3) ¿Cómo han surgido las estructuras de liderazgo y
los ministerios eclesiales en ese proceso de transformación del «movimiento
de Jesús» en la Iglesia cristiana? Hay que rastrear los datos que ofrece el NT
acerca del origen, de la naturaleza, y de las estructuras de la Iglesia, en esa
perspectiva propia de la teología fundamental que busca «dar razón de la
esperanza» (S. Madrigal, Origen y comienzos de la Iglesia según el NT: Estu-
dios Eclesiásticos 85 [2010] 387-410).

414
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

II. 1. ORIGEN Y FUNDACIÓN DE LA IGLESIA EN EL PROCESO HISTÓRICO DE LA REVELACIÓN

§ 28. El misterio de la Iglesia se manifiesta en su fundación. En relación


con el anuncio de la proximidad del Reino, Jesús reunió en torno a sí un
grupo de discípulos entre los que escogió a los Doce, distinguiendo de un
modo especial a Simón Pedro. En la última Cena y en la experiencia pas-
cual de los discípulos se encuentran dos momentos decisivos del origen de
la Iglesia.

1. La pregunta eclesiológica fundamental: la fundación de la Iglesia


por Jesucristo

El problema del origen y la fundación de la Iglesia puede y debe plan-


tearse en ese doble nivel al que corresponden estas dos cuestiones indiso-
ciables entre sí: ¿de dónde viene la Iglesia? ¿Cuándo y cómo comienza la
Iglesia? Ya nos hemos ocupado de la primera cuestión, la más radical, al
situar el origen de la Iglesia en la Trinidad: antes de que el Verbo de Dios
se hiciera carne y palabra humana, existía la voluntad salvífica de Dios de
convocar y congregar a su pueblo, un designio hecho historia en la ofrenda
de Abel, con anterioridad incluso a la fe de Abrahán, y de alguna manera
presente en la misma historia religiosa de la humanidad. Situada en estas
coordenadas, la Iglesia cristiana existe paradójicamente antes del hecho his-
tórico de la encarnación de Jesucristo, remontándose hasta los orígenes del
género humano (Ecclesia ab Abel), conforme a esta secuencia: «Prefigurada
ya desde el origen del mundo, preparada maravillosamente en la historia
del pueblo de Israel y en la antigua alianza, se constituyó en los últimos
tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu Santo y llegará gloriosa-
mente a su plenitud al final de los tiempos» (LG I, 2).
Sin embargo, viniendo a las coordenadas temporales hay que dar res-
puesta a la segunda cuestión: cómo y cuándo la Iglesia terrestre se ha
constituido en lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ahí reside
el problema fundamental del paso de la Iglesia querida por Dios desde la
eternidad trinitaria al tiempo histórico de la revelación, que es el de su ori-
gen en la obra de Jesús de Nazaret, el profeta escatológico, la palabra última
y definitiva de Dios. Por eso, «el misterio de la santa Iglesia se manifiesta en
su fundación» (LG I, 5).
En este sentido, la Comisión Teológica Internacional habla de un pro-
ceso histórico de revelación jalonado por estas etapas: las promesas del
Antiguo Testamento sobre el pueblo de Dios que Jesús asume en su predi-
cación; el llamamiento de Jesús y la invitación a creer en Él; la vocación e
institución de los Doce como signo del restablecimiento futuro de Israel; la
atribución del nombre a Simón-Pedro y su puesto privilegiado en el círculo

415
LA LÓGICA DE LA FE

de los discípulos; el rechazo de Jesús por Israel; la institución de la Cena


y la persistencia en el mensaje del reino y reinado de Dios al afrontar la
pasión y muerte; la reedificación de la comunidad de discípulos merced a
la experiencia de la resurrección del Señor; el envío del Espíritu Santo en
Pentecostés que hace de la Iglesia una creatura de Dios; la misión abierta
a los paganos; la ruptura entre el «verdadero Israel» y el judaísmo (C. Pozo
[ed.], «Temas selectos de eclesiología», en Documentos 1969-1996, Madrid
1998, 327-375; aquí: 332-333). Ahora bien, esta reconstrucción histórico-
teológica que incluye la actuación terrestre de Jesús y el acontecimiento
pascual, debe afrontar un interrogante radical: ¿qué relación existe entre el
mensaje y la obra de Jesús de Nazaret y esa realidad postpascual que es la
Iglesia del Señor Resucitado surgida tras la experiencia de la Pascua y de
Pentecostés? ¿Ha querido el Jesús histórico fundar una Iglesia?
Desde el subrayado de la prioridad dada por Jesús al anuncio del rei-
no de Dios y a la vista de la condición postpascual de la Iglesia, algunos
investigadores niegan una voluntad de fundación por parte del Jesús his-
tórico. En consecuencia, la Iglesia nacida de Pentecostés no sería sino una
evolución sociológica no prevista por Él. Tocamos en este punto el núcleo
de la Cristología, con la grave cuestión acerca de la conciencia que Jesús
tenía de sí mismo y de su misión. Sin embargo, por un lado, existe un cierto
consenso exegético en torno a lo que G. Lohfink ha denominado la corre-
lación entre el anuncio del reino-reinado de Dios y la reunión escatológica
del pueblo de Dios que neutraliza los términos aparentemente antitéticos
contenidos en la famosa proclama de A. Loisy: «Jésus annonçait le royaume,
et c’est l’Église qui est venue» (L’Évangile et l’Église, París 21903, 155); por
otro lado, ya existía un pueblo de Dios, el pueblo de Israel, al que Jesús de
Nazaret pertenece «según la carne» (Rom 1,3) y al que se dirige con la in-
tención de renovarlo y dar paso a una nueva forma de comunión con Dios.
Durante su vida terrena, Jesucristo reveló al Padre, dio a conocer la
buena noticia del reino, llamó e instituyó a Doce, señalando de un modo
especial a Pedro, realizó gestos —como su propio bautismo en el Jordán
y la cena de despedida con sus discípulos— en los que la comunidad de
sus seguidores encontró el origen de sus sacramentos. Con razón se ha
hablado, en paralelo a la Cristología, de una «Eclesiología implícita», como
el intento de identificar las huellas pre-pascuales de la Iglesia post-pascual.
Todo el acontecimiento cristológico, incluyendo el misterio pascual, consti-
tuye el fundamento de la Iglesia. Por eso, Jesús de Nazaret es considerado
«fundador» (cfr. LG I, 5) de la comunidad mesiánica de la nueva alianza.
Ahora bien, ello no significa afirmar —según advierte la Comisión Teo-
lógica Internacional— que la intención de Jesús implique una voluntad
expresa de fundar y establecer todos los aspectos de las instituciones de la
Iglesia tal y como se han desarrollado en el curso de los siglos. Basta afir-

416
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

mar, por el contrario, que «Jesús ha querido dotar a la comunidad que ha


venido a convocar en torno a sí de una estructura que permanecerá hasta la
consumación del Reino» («La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su
misión» en Documentos, 386-389). Desde estos presupuestos bíblicos vamos
a analizar la relación entre Jesús y la Iglesia.

2. La correlación entre la proclamación del Reino de Dios y la


reunión escatológica del pueblo de Dios

La célebre formulación de Loisy, «Jesús anunciaba el reino, lo que vino


fue la Iglesia», expresa de modo acertado que la Iglesia no ha sido el tema
de la predicación de Jesús de Nazaret. El centro de su predicación ha sido
el Reino de Dios. Sin embargo, de esa afirmación no hay que sacar precipi-
tadamente la consecuencia de una contraposición radical entre el mensaje
escatológico de Jesús y la idea de una Iglesia. Más bien, la intención última
de las palabras del teólogo modernista permiten avanzar en esta otra direc-
ción: la predicación del Reino de Dios por Jesús se encuentra al principio
de un proceso histórico que avanza —o al menos deja abierta la posibi-
lidad— hacia el surgimiento de la Iglesia. De hecho, el trabajo exegético
encuentra un elemento básico de «Eclesiología implícita» en la correlación
entre la predicación del Reino de Dios y la reunión del pueblo de Dios.
G. Lohfink ha hablado de una «concentración de Jesús en Israel» (Cfr.
«Jesus und die Kirche», en W. Kern, H.J. Pottmeyer, M. Sekler, HdFTh 3, 49-
96; Id., La Iglesia que Jesús quería. Dimensión comunitaria de la fe cristia-
na). El profeta de Galilea no se dirige a la humanidad en general ni a cada
uno de los individuos por separado, sino que se dirige a los miembros del
pueblo de Dios: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios.
Arrepentíos y creed al Evangelio» (Mc 1,14-15). Frente a una interpretación
individualista del Reino de Dios a la manera del protestantismo liberal (A.
Harnack), Jesús, al igual que su precursor Juan Bautista, se dirige a Israel en
su totalidad, para reunirlo en los tiempos escatológicos, de modo que este
pueblo de Dios cumpla la voluntad de Dios y sea de nuevo, tras su conver-
sión, instrumento y signo de la salvación para todos los pueblos. Al Bautista
y a Jesús les moviliza y les preocupa la suerte de Israel, una preocupación
que comparten con los otros grupos judíos de renovación, esenios, fariseos,
zelotas, que, conocedores de la profunda crisis de identidad que atraviesa
Israel, aspiran a su renovación para que sea verdadero pueblo de Dios.
Se tergiversa el mensaje de Jesús acerca del Reino de Dios (basiliva touv
qeouv) si su llegada se pospone al lejano futuro o se desplaza a la absoluta
intemporalidad. Para Jesús ha comenzado el tiempo de salvación (cfr. Lc
11,20), y sin embargo, enseña a sus discípulos a rezar y pedir «que venga a
nosotros su Reino» (Lc 11,2). Otra manera de vaciar de contenido el men-

417
LA LÓGICA DE LA FE

saje central de la predicación de Jesús consiste en dejarle sin un lugar en el


que ese reinado de Dios comience a hacerse presente y perceptible. Este
lugar es pueblo de Israel. Porque el reino/reinado de Dios no sólo tiene su
kairov", sino que también tiene su tovpo", no es pura u-topía; el reino-reinado
de Dios se hace presente y captable en Jesús mismo y en sus actuaciones,
pero también en el pueblo de Dios que el profeta de Galilea ha empezado
a reunir en torno a sí.

a) El mensaje del Reino/reinado de Dios

El significado del mensaje de Jesús acerca de la proximidad del reino de


Dios se esclarece desde pasajes del AT como Is 52,1-12, donde se proclama
la buena noticia del reino escatológico de Dios: «¡Qué bellos son sobre las
montañas los pies del mensajero, que anuncia paz, el portador de buena
nueva, que anuncia la salvación; el que dice a Sión: “¡Tu Dios reina!”» (v. 7).
¿De qué manera reina Dios? El Deutero-Isaías ofrece esta respuesta: Dios
lleva adelante su reinado en la medida en que reúne al Israel disperso y
le hace regresar a su tierra (52,8). La base social del reinado de Dios es el
pequeño pueblo de Israel sometido y despreciado por otros pueblos, por-
que «Yahve ha desnudado su santo brazo a los ojos de todos los pueblos,
y todos los confines verán la salvación de nuestro Dios» (52,10). De esta
forma, la basileia salvadora y liberadora de Dios que actúa en Israel resulta
manifiesta para todos los pueblos, hecha visible y real en un pueblo concre-
to. Así, el reino de Dios aparece como un universal concreto; en otro caso
estaría en todas partes y en ningún lugar, sin fuerza efectiva para cambiar
la historia.
La proclamación de Jesús, vinculando el reinado universal de Dios con
el pueblo de Israel, está muy próxima a esta concepción teológica del
Deutero-Isaías (cfr. § 21). A Jesús le interesa que este Israel necesitado de
salvación y apartado de Dios como colectivo se convierta en el ámbito en
el que se abre paso y se implanta el señorío de Dios. A esta luz habría que
leer las primeras bienaventuranzas (Lc 6,20b.21) como la interpelación de
Jesús a Israel en su conjunto, como el pueblo de Dios sumido en la necesi-
dad de la salvación: «Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro
es el reino de Dios; bienaventurados vosotros, que pasáis hambre, porque
seréis saciados; bienaventurados los que ahora lloráis, porque vais a reír».
Especialmente importante es la designación «pobres» en el primer macaris-
mo, que habría que poner en conexión con aquellas palabras de Is 61,1s,
que han servido de plantilla a la hora de expresar el significado de la misión
de Jesús: «El espíritu de Yahvé está sobre mí; me ha ungido para anunciar
la buena noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos...» (Lc
4,16-21; cfr. Mt 11,5ss). En continuidad con Is 61,1s, «pobres» era una desig-

418
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

nación para Israel, que se reconoce en su necesidad y pobreza ante Dios.


En el centro de la predicación de Jesús no se encuentra una doctrina del
más allá, sino de la acción de Dios en la tierra, en la historia, en el mundo.
«Reino de Dios» significa que Dios ejerce su soberanía, que Dios actúa para
la salvación de su pueblo. Por otro lado, las curaciones de enfermos reali-
zadas por Jesús están al servicio de esta idea de la restauración escatológica
de Israel: son signos de la irrupción del reino de Dios. Porque allí donde
irrumpe el reino de Dios desaparece la enfermedad y el dolor. Los milagros
y las curaciones de Jesús tienen una referencia evidente a la comunidad,
puesto que sirven para restaurar el pueblo de Dios. En el tiempo escatoló-
gico de la salvación desaparece la enfermedad: «Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan
y se anuncia a los pobres la buena nueva» (Lc 7,22; Mt 11,5).
Recapitulando: en el pensamiento mesiánico-escatológico de Israel, la
salvación escatológica es inseparable del pueblo de Dios, de modo que el
anuncio del Reino/reinado de Dios presupone un pueblo de Dios. Por otro
lado, en la medida en que Jesús anuncia el mensaje del nuevo actuar de
Dios en nuestro mundo, el concepto de reino de Dios pasa a ser referido a
su persona. Ya Orígenes habló de Jesucristo como autobasileia, es decir, el
reino en persona: allí donde se produce la presencia de Cristo, allí comien-
za a hacerse presente el reino de Dios. A eso apuntan quizás las palabras
enigmáticas que dicen «el reino de Dios está entre vosotros (evntov"uvmwvn)» (Lc
17,20), en el sentido de que con estas palabras Cristo se está refiriendo a
sí mismo: el reino de Dios está entre vosotros, en medio de vosotros, en la
figura de Cristo. En torno a esta concentración cristológica empieza a con-
figurarse el futuro pueblo escatológico.

b) La reunión escatológica del pueblo de Dios

Por eso, la locución de «reunión de Israel» ayuda a comprender la in-


tención de Jesús y el significado profundo de su dedicación al pueblo de
Dios. Es la idea que expresan algunos pasajes de los sinópticos con tonos
dramáticos que vislumbran el fracaso: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas, cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne
a sus polluelos, y no habéis querido» (Mt 23,37; Lc 13,34). Muchos exegetas
católicos y evangélicos coinciden en expresar el nexo histórico entre Jesús
de Nazaret y la Iglesia post-pascual con el concepto de «reunión de Israel»:
el NT concibe la Iglesia como el verdadero Israel escatológico, compuesto
por el pueblo de Dios convertido a Jesús de Nazaret y a su mensaje. Esta
explicación del origen de la Iglesia como la obra de Dios realizada en Jesús
implica el proceso de una separación escatológica producida en el pueblo
de Dios, que genera internamente una distinción entre el verdadero Israel

419
LA LÓGICA DE LA FE

que vive según la voluntad de Dios y el Israel según la carne, que se cierra
a la predicación de Jesús. Es el momento de recordar el pasaje clásico del
evangelio de Mateo que ha servido tradicionalmente para fundar la Iglesia
en las palabras de Jesús: «Tú eres Pedro, piedra, y sobre esta piedra edifi-
caré mi Iglesia» (Mt 16,18). La exégesis llama la atención sobre el carácter
futuro implicado en el verbo. En el evangelio de Mateo, de cara al plan-
teamiento del problema del surgimiento de la Iglesia, resulta más relevante
el pasaje de Mt 21, 43, que sirve de clave de interpretación a la parábola
de los malos viñadores: «Se os quitará el reino y se dará a un pueblo que
produzca los frutos del reino». Es la forma más característica de Mateo para
explicar el origen de la Iglesia, sobre todo, por la correlación que establece
entre el pueblo de Dios y el reino de Dios (Lohfink, «Jesus und die Kirche»,
56). Aunque Jesús se ha concentrado en Israel, y a esta luz se entienden las
palabras chocantes dirigidas a la mujer sirofenicia, «espera que primero se
sacien los hijos» (Mc 7,27), la universalidad de su mensaje está anclada en el
concepto de reino de Dios que derriba las fronteras nacionales, culturales y
sociales, tal y como anunciaban estas palabras: «Os digo que vendrán mu-
chos de Oriente y Occidente, y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac
y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Este «muchos» es una expresión
semítica que da a entender un gran número, un número inmenso de genti-
les, que accederá al banquete del reino de Dios. De esta forma se da cabida
a la idea de la peregrinación de los pueblos gentiles a Sión. Por el contrario,
el Israel que rechaza a Jesús será arrojado a la oscuridad extrema (cfr. Mt
12,41s; Lc 11,31s).

c) El Círculo de los Doce

Dentro de la vida de Jesús de Nazaret hay dos hechos que tienen una
relevancia especial en el marco de una «Eclesiología implícita», en la me-
dida que despliegan la correlación entre el menaje del Reino-reinado de
Dios y la reunión escatológica de pueblo de Dios: la llamada de discípulos,
instituyendo el círculo de los Doce, y la cena de despedida. De esta última
nos ocuparemos enseguida. El primer gesto conlleva una pretensión que
se entiende claramente en el seno de la historia de Israel. Es un signo evi-
dente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la alianza,
de modo que en el círculo de los Doce, signo eficaz de la restauración y
reunión del pueblo escatológico de las doce tribus, se empieza a reconocer
la preformación de la Iglesia. Es difícil explicar que ese círculo de los Doce
haya aparecido repentinamente tras la Pascua. Más bien, su institución pa-
rece ser un rasgo típico de la actuación prepascual de Jesús (cfr. Mc 3,13-16;
Mt 10,1-4; Lc 6,12-16): «Designó a doce para que le acompañaran y para en-
viarlos a predicar, con poder de expulsar a los demonios». Aquí se encuen-

420
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

tra de manera germinal el patrón y modelo básico del ser Iglesia trazado en
el Nuevo Testamento: estar con Él y tomar parte en su envío. Este círculo
será el portador primario del mensaje post-pascual, pues al escoger a Doce
y al constituirlos en comunión con Él, Jesús les hizo partícipes de su misión
de anunciar el Reino en palabras y obras. Este gesto es el signo inequívoco
de la voluntad de Jesús de reunir y restaurar definitivamente al pueblo de
Israel, el pueblo de las doce tribus: «Os sentaréis sobre doce tronos para juz-
gar a los doce tribus de Israel» (Mt 19,28; Lc 22,29). La existencia del círculo
de los Doce —llamados de los más diversos orígenes— representa de forma
simbólica al Israel definitivo y escatológico, al mismo tiempo que evoca esa
llamada hecha al Israel del tiempo presente para que se reúna y congregue
en torno a la fe del reino de Dios que Jesús proclama. En el simbolismo de
los Doce van anudados la idea del pueblo de Dios y la noción de la alianza.
El pueblo de Dios crece como comunidad de aquellos que han pasado
a tomar parte en el destino de Jesús. El destino de Jesús es el destino del
Dios fracasado en la cruz; pero el círculo simbólico de los Doce sostiene la
esperanza escatológica de quienes se incorporen a la Iglesia del crucificado.
En realidad, la sombra de la cruz no se circunscribe a la última semana de
la vida de Jesús, sino que se recubre claramente con la última etapa de su
enseñanza en Israel. De ello hablan los anuncios de la pasión, que en el
relato de Mateo presta la ocasión para las duras palabras que Jesús dirige a
Simón Pedro (Mt 16,16-19), portavoz de la confesión mesiánica y ejemplo
de incomprensión hacia un Mesías que triunfa desde la cruz. Efectivamente,
dentro del círculo de los Doce destaca la figura señera de Pedro, a pesar de
sus debilidades, incomprensiones y faltas de fe. El primero de los Apóstoles
recibe un encargo específico: «Y tú, cuando te hayas convertido, confirma
a tus hermanos» (Lc 22,32). Ante el rechazo de las masas y la negativa del
Israel oficial, Jesús no elige el camino de la secta ni cultiva el ideario de
un resto. Al final se dirige a Jerusalén, a la Ciudad santa, para celebrar con
Israel la comida de pascua. Su respuesta es la muerte «por muchos» (uvpevr
pollwvu), palabras con las que Jesús interpreta su muerte en cruz durante
la última cena (cfr. § 19,3). Esta cena constituye el verdadero comienzo, el
punto de partida y el origen de la Iglesia. Desde ahí se entenderá la natura-
leza más profunda de la Iglesia.

3. La última cena de Jesús con sus discípulos

La exégesis ha puesto de relieve el significado de las comidas de Jesús


con sus discípulos y con los pecadores y excluidos, que entrañan indu-
dablemente un carácter de signo de la bondad salvadora de Dios en este
mundo, abierta a todos. De esta forma se anticipa el banquete del Reino, la
comunidad de mesa de Dios con los hombres, la culminación de la alianza.

421
LA LÓGICA DE LA FE

De todo ello son signo esas comidas de Jesús y, por tanto, expresión de su
pretensión de personificar la alianza y el Reino de Dios. En este horizonte
de la comunidad de mesa y en continuidad con ella se sitúa el aconteci-
miento de la cena de despedida, que reviste un significado muy especial
para reconocer la imagen de la Iglesia en sus orígenes, ya que marca el
paso decisivo de la obra del profeta galileo a la presencia del Señor en su
cuerpo eclesial. Los relatos de la cena, trasmitidos por la comunidad pas-
cual, muestran que ella reconocía en ellos la memoria de un acto decisivo
para su propia existencia (cfr. Mc 14,22-25; Mt 26,26-29; Lc 22,14-20; 1Cor
11,23-25).
No sabemos con certeza —dada la discrepancia cronológica entre Juan
y los sinópticos— si la última cena de Jesús fue una comida pascual o si,
al tiempo que se sacrificaban los corderos, se estaba desangrando Él en la
cruz. En cualquier caso, Jesús insertó aquella cena con los Doce (Mc 14,17),
símbolo de las doce tribus del Israel escatológico, en el antiguo banquete
pascual, que había sido a su vez la verdadera hora de nacimiento del pue-
blo de Israel. Jesús «parte el pan» y «bendice la copa» que corre entre los co-
mensales para que beban todos de ella en un gesto singular y no acostum-
brado. En este momento se establece a través de las palabras interpretativas,
«esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre», un nuevo pacto, de manera que así
se constituye el pueblo de Dios de la nueva alianza. El Señor se sienta a la
mesa con los suyos y anuncia una nueva comunidad de mesa. Porque ante
la muerte inminente Jesús ha permanecido firme en su esperanza del reino
de Dios: «no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día aquel en el que
lo beba de nuevo en el reino de los cielos» (Mc 14,25). De ahí brota el sen-
tido neotestamentario de la Iglesia: es la prolongación de la comunidad de
mesa de aquellos para los que el Resucitado sigue partiendo el pan y a los
que reúne como nuevo pueblo de Dios de todos los rincones de la tierra.
Por eso, puede decirse que la cena del Señor es el verdadero manantial de
la realidad eclesial.
Quede desterrada, por tanto, una idea de fundación de la Iglesia en
términos de un acto explícitamente jurídico de institución. En la cena se
nos indica algo mucho más importante y decisivo: los componentes funda-
mentales de la vieja alianza del Sinaí (Ex 24,8), la idea del Israel de Dios y
la esperanza de una nueva alianza (Jer 31,31), el acontecimiento fundante
de la pascua (Ex 12) y la idea del siervo de Dios (Is 53,11) son reinterpre-
tados e introducidos en el misterio de la vida y de la muerte de Jesús: en el
servicio de la vida y muerte de Jesús llega a su cumplimiento el sentido del
culto véterotestamentario. Él es el cordero pascual, el siervo de Dios, que
muere por muchos. En la entrega de Jesús alcanza su plenitud el pacto del
Sinaí. Desde ahí crecerá esa realidad que llamamos Iglesia. Cuando habla-
mos de la cena del Señor como el lugar del origen de la Iglesia, ponemos

422
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

de manifiesto que la Iglesia no ha sido fundada en actos jurídicos concretos,


sino que surge de la persona de Jesús y del misterio de su vida y de su
muerte. Durante siglos se puso la fundación de la Iglesia en las palabras
de Mt 16,17-19. En esta consideración que atiende al proceso histórico de
la revelación acaecida en Jesucristo la Iglesia se comprende desde el fenó-
meno de la comunidad de mesa del Señor con los suyos. Ahora bien, ello
no excluye que Mt 16, 18 no pueda ser incluido en este planteamiento, ya
que esa colación de poderes de atar y desatar a Pedro y a los apóstoles (Mt
18,18) tiene que ver con la intención de establecer esa comunidad que el
NT designa con el término ekklesia. Así lo corroboran los discursos dirigi-
dos a los discípulos en la cena, que hablan de una constitución apostólica
de la Iglesia (cfr. Lc 22,28s): los que habían perseverado con Él en las prue-
bas, «se sentarán sobre tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel».
La «cena del Señor» (1Cor 11,20) se convirtió muy pronto en el centro
vital de la comunidad cristiana, que se sabe ella misma un único cuerpo
producido por el único pan (1Cor 10,17), gesto que repite «anunciando la
muerte del Señor hasta que Él vuelva» (1Cor 11,16). El memorial que el
Señor ha confiado a la comunidad de los suyos se configura como una eu-
caristía de esperanza a la luz de la experiencia pascual.

4. La experiencia pascual del Resucitado y el envío del Espíritu en


Pentecostés

Hasta ahora, analizando el comportamiento y la predicación del Nazare-


no en el marco de una «Eclesiología implícita», hemos indicado las huellas
prepascuales de la Iglesia postpascual. Hay que afrontar ahora esa cesura
característica entre el fracaso de la cruz y la luz de la pascua: «Es evidente
—escribe L. Schenke— que la comunidad primitiva y su mensaje se basan
en el movimiento prepascual de Jesús. Hay que reconocer, no obstante, que
entre el movimiento prepascual y el movimiento postpascual hay un foso
que el historiador puede salvar lanzando puentes, pero no puede saltarse
sin más» (La comunidad primitiva. Historia y teología, Salamanca 1999, 14).
En otras palabras: ¿qué relación guarda la «reunión de Israel» perseguida y
pretendida por Jesús y la Iglesia congregada por la fuerza del Espíritu Santo
después de Pascua y en Pentecostés?

a) La cruz y el misterio pascual: muerte y resurrección

A diferencia de Lucas y de Juan, el evangelio de Marcos no hace ningún


intento por ocultar la terrible soledad en la que debió transcurrir el final de
Jesús en la cruz. Según Mc 14,50, tras el prendimiento de Jesús, todos los
discípulos huyen; sólo Pedro le sigue hasta la casa del sumo sacerdote, pero

423
LA LÓGICA DE LA FE

para negarle. En el relato marcano de la pasión ninguno de los discípulos


está presente en el calvario; sólo algunas mujeres seguidoras de Jesús miran
desde lejos (Mc 15,40). Además, es José de Arimatea el protagonista de la
sepultura de Jesús. Faltan los apóstoles en la escena de la tumba vacía, que
las tradiciones más antiguas vinculan a las mujeres. Las palabras de Jesús
en la cena habían profetizado una dispersión de los apóstoles: «Heriré al
pastor y se dispersarán las ovejas» (Mc 14,27). Y añade: «Pero después que
resucite iré delante de vosotros a Galilea». Los discípulos habrían huido y
vuelto a su patria, a sus cosas (Jn 16,32), a su profesión de antes. El ángel
del sepulcro dice a las mujeres: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro: “Va
delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis como os dijo”» (Mc 16,7). Ello
indica que los discípulos de origen galileo han abandonado Jerusalén y han
huido a su tierra tras la ominosa muerte de Jesús en cruz.
Uno de los indicios más seguros de esta huida de los apóstoles galileos
es el hecho de que las primeras apariciones hayan tenido lugar en Galilea,
no en Jerusalén. Los evangelios presentan un cuadro un tanto contradic-
torio: Mc 16,7 anuncia las apariciones en Galilea, Mt 28,16-20 narra una
aparición a los Once en Galilea, mientras Lucas sitúa varias apariciones en
Jerusalén, como hace también Juan; sin embargo, el capítulo 21 de Juan
cuenta una aparición en Galilea, junto al lago de Genesaret. Todo el peso
recae en Galilea. Allí debieron comenzar las apariciones o visiones del Re-
sucitado y, en primer lugar, a Pedro: «Se apareció a Cefas, y después a los
Doce» (1Cor 15,5). Según el relato de las apariciones de Emaús (Lc 24,34),
Pedro es el sujeto de la primera aparición. Estamos ante un dato que incre-
menta su prestigio y su liderazgo en la primitiva Iglesia. Es notable que los
textos nos describen la experiencia pascual en varias formulaciones: Dios
ha exaltado a Jesús a su derecha (Hech 5,31); Dios ha llevado a Jesús a los
cielos (Hech 1,1-11; 3,21); Dios ha despertado a Jesús de entre los muertos
(1Cor 15,4; Gál 1,1). Estamos ante diversas formas de expresar la idea de
que en Jesús y con Jesús ha comenzado la resurrección escatológica de los
muertos y que, por consiguiente, han irrumpido los últimos días, próximo
ya el fin del mundo. Aquella honda experiencia de la resurrección debe ha-
ber inscrito en el corazón de sus seguidores una conciencia marcadamente
escatológica (cfr. § 20,1).

b) La reunión de los discípulos en Jerusalén y el envío del Espíritu Santo en


Pentecostés

Por la fiesta de Pentecostés encontramos a Pedro, a los Doce y a los


otros discípulos de nuevo en Jerusalén. Allí también residían simpatizantes
de la causa de Jesús, como aquellas mujeres que en la mañana del primer
día de la semana buscaron en vano su cadáver, según la tradición más an-

424
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

tigua de la tumba vacía (cfr. Mc 16,1-8). La noticia de la tumba vacía habría


reforzado tanto la espera apocalíptica de los galileos como su interpretación
de los acontecimientos pascuales en el sentido de que Dios ha resucitado a
Jesús de entre los muertos. Ahí reside otra razón para regresar a la Ciudad
Santa. Este desplazamiento de Galilea a Jerusalén concuerda bien con el
pensamiento judío que espera y localiza allí los acontecimientos del tiempo
final. Desde Sión se ofrece la salvación definitiva a todos los pueblos, en
Jerusalén tendrá su comienzo el juicio y la resurrección. Allí se han insta-
lado Pedro y sus compañeros para esperar el desenlace definitivo. En esta
espera escatológica se inserta el pasaje inicial del libro de los Hechos de
los Apóstoles que cuenta el restablecimiento del círculo de los Doce con
la elección de Matías (1,15-26). Esta iniciativa de recomponer el número
«Doce» ha sido abandonada muy pronto, seguramente porque la función de
aquel gremio dirigente ha pasado a segundo plano conforme se aminoraba
la inminencia de la parusía, es decir, ha perdido su función escatológica
prevista en las palabras de Mateo: al final del tiempo se sentarán en doce
tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28).
La reunión de los discípulos en Jerusalén y la efusión del Espíritu Santo
en Pentecostés marcan los comienzos de la Iglesia de Jesucristo. Pedro y
su grupo están bajo la impresión de las apariciones y esperan en la Ciu-
dad Santa la parusía, la última aparición del Resucitado. En el marco de
esta atmósfera de fiesta y de oración se sitúa el núcleo de la narración de
Pentecostés (2,1-36), un acontecimiento vivido por la comunidad primera:
en medio de una asamblea tuvo lugar un fenómeno de glosolalia, es decir,
alabanza extática a Dios en lenguajes incomprensibles, un hecho que fue
interpretado como un estar poseídos por el Espíritu Santo. Sin embargo,
otras gentes, desde su condición de espectadores, consideran que están
cargados de mosto (2,13).
El núcleo de la narración está adornado con los motivos típicos de la
teofanía, viento impetuoso y lenguas de fuego, que sirve para dar curso al
milagro de las lenguas: cada cual oía a aquellos galileos hablar en su propia
lengua (2,7-9). Aquella experiencia de oración profunda ha debido cimen-
tar una profunda certeza de fe que constituye a los seguidores de Jesús de-
finitivamente en una comunidad que siente haber nacido de la experiencia
del Espíritu Santo. Además, para completar este cuadro sobre el nacimiento
de la Iglesia, conviene recordar que existe en el Antiguo Testamento y en el
judaísmo una tradición que concibe la llegada del Espíritu Santo como un
fenómeno del tiempo final. En este sentido, el discurso de Pedro en Pen-
tecostés (Hech 2,16-21) recurre a la profecía de Joel (cfr. 3,1-5). La asam-
blea allí reunida interpreta aquellos hechos como el envío escatológico del
Espíritu, en conexión con lo que habían anunciado los profetas: «todos se
llenaron del Espíritu Santo».

425
LA LÓGICA DE LA FE

En este horizonte ha de ser situada la práctica del bautismo, sello salva-


dor de cara al fin próximo, y también la celebración de la cena del Señor,
así como esa forma de oración que clama por la venida del Señor: marana
tha (cfr. 1Cor 16,22). También las denominaciones que la comunidad se da
a sí misma lleva esa impronta escatológica: los «santos» (Hech 9,13; 2Cor
9,1), los «llamados» (Mc 13,19-27), evkklhsiva touv qeouv (Gál 1,13; 1Cor 15,9).
Todas estas denominaciones sirven para nombrar al pueblo de Dios del
tiempo escatológico, que Dios ha creado, elegido y santificado. La Iglesia
naciente vive del Espíritu derramado en Pentecostés: «Se dedicaban asidua-
mente a escuchar la enseñanza de los apóstoles, a compartir la vida, a la
fracción del pan y a la oración» (Hech 2,42).
Este cristianismo primitivo, que transcurre entre la muerte de Jesús y el
año 49, fecha aproximada del llamado concilio de Jerusalén, puede ras-
trearse con la ayuda del libro de los Hechos de los Apóstoles, con ese
desplazamiento característico de Jerusalén a Antioquía que narran de forma
teologizada los doce primeros capítulos. En la génesis de la Iglesia cristiana
juega un papel decisivo la persecución en Jerusalén del grupo helenista de
Esteban, con la separación creciente del judaísmo. En este proceso, los que
llegan a Antioquia comienzan a anunciar el Evangelio «también a los grie-
gos» (Hech 11, 20); esta cláusula enuncia de una forma abrupta una de las
opciones decisivas del cristianismo primitivo, signo de la primera apertura
universalista de la Iglesia cristiana.

5. Conclusión: el origen cristológico y pneumatológico de la Iglesia:


Cristo in-stituye y el Espíritu con-stituye

El desarrollo postpascual de la comunidad de seguidores de Jesús hunde


sus raíces en el sustrato prepascual, en la acción y en las palabras de Jesús.
En la perspectiva de la «Eclesiología implícita» es Dios mismo quien esta-
blece y garantiza un continuum entre esas dos etapas salvíficas diversas,
mientras lleva adelante la historia de la salvación. La Iglesia del Resucitado
es en primer término la «Iglesia de Dios» (1Cor 1,2). Podemos concluir una
primera forma de síntesis entre Cristología y Pneumatología que surge al
hilo del origen y de la fundación de la Iglesia y muestra un camino para
salir del dilema entre un enfoque cristomonista, típicamente occidental y
latino, que subraya la continuidad de la Iglesia con la encarnación, propi-
ciando una fuerte orientación institucional, y un enfoque pneumatológico,
más de inspiración oriental. Para ir más allá de la pura alternativa hay que
tomar en consideración el doble origen de la Iglesia: en Jesucristo y en el
Espíritu Santo.
La Iglesia ha surgido de facto de la decisión de los Apóstoles: tras reco-
nocer que el rechazo de la fe por parte de Israel es definitivo, no se han

426
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

quedado parados a la espera del reino, sino que han intentado implantar
la Iglesia entre los pueblos. Los Apóstoles se sienten legitimados para esta
decisión desde el convencimiento de que les asiste el Espíritu del Señor y
les capacita para interpretar la revelación en esta nueva situación. La Igle-
sia se constituye por una decisión tomada sobre la base de la fuerza del
Espíritu Santo. A esto se le puede denominar el origen pneumatológico de
la Iglesia. Aquí se da un paso más respecto del legado histórico de Jesús,
y este legado se recibe pneumatológicamente, pues «el Señor es Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2Cor 3,17). Al mismo tiem-
po hemos visto que en la predicación de Jesús y en los hechos concretos
del Jesús histórico —la institución de los Doce y la celebración de la cena
del Señor como colofón de las comidas festivas— se encuentran «prefor-
mados» los elementos fundamentales de la Iglesia. Por tanto, el mensaje de
Jesús contiene un impulso decisivo para la Iglesia y podemos hablar de un
origen cristológico. Esta dualidad se sustancia en una tesis doble: a) El Jesús
histórico ha puesto el fundamento de la Iglesia; b) la Iglesia ha surgido en
Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo. Brevemente: «Sólo desde una
perspectiva cristológica se puede hablar de la Iglesia como in-stituida (por
Cristo), pero desde una perspectiva pneumatológica tenemos que hablar de
ella como con-stituida (por el Espíritu). Cristo in-stituye y el Espíritu con-
stituye» (J. Zizoulas, «Cristo. El Espíritu y la Iglesia», en El ser eclesial, 154).
En este mismo sentido habla Y. Congar cuando designa al Espíritu Santo
«cofundador de la Iglesia» (El Espíritu Santo, 210): la Iglesia ha nacido y vive
de dos misiones, la del Hijo (Gál 4, 4-5) y la del Espíritu (Gál 4,6).
La fe en la presencia del Espíritu Santo ha legitimado la fundación de
la institución eclesial y la ha posibilitado. La institución Iglesia, la figura
organizativa de la Iglesia, no es una prolongación rectilínea de la encarna-
ción, sino que reposa sobre la fe en la autoridad del Espíritu Santo. En el
ministerio eclesial y en la dimensión institucional se da al mismo tiempo la
referencia cristiana a la permanente libertad del Espíritu que abre la esfera
de lo carismático de la Iglesia (M. Kehl, «Kirche als Institution», HdFTh 3,
176-197). La Iglesia se renueva siempre desde y por la eucaristía, y, en este
sentido, se levanta sobre un fundamento cristológico. La Pneumatología
aporta a la Eclesiología la dimensión de la comunión: Cristo tiene un cuer-
po. Comenzamos a tocar aquí algunos de los conceptos fundamentales con
los que el Nuevo Testamento describe la naturaleza de la Iglesia.

II. 2. NATURALEZA Y SER DE LA IGLESIA SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO

Ocuparse hoy de la Iglesia le hace a uno fácilmente sospechoso de


apartarse de las cuestiones nucleares de la teología —Dios y el hombre en
Cristo—, dando curso además a un intento vano de salvar esa barca de la

427
LA LÓGICA DE LA FE

«institución» eclesial en un momento en que parece hacer agua por muchos


lados. Nuestra Iglesia padece la erosión a la que están sometidas las gran-
des instituciones en este tiempo de la postmodernidad, con la sobrecarga
que impone un gran sistema burocrático y un pesado lastre de tradición, de
manera que su ser más profundo corre el riesgo de diluirse en una insopor-
table identificación con la así llamada Iglesia «oficial». Así las cosas, parece
ganar terreno la posibilidad de un cristianismo sin Iglesia, una realización
de la fe en la dimensión de la autenticidad personal, de la solidaridad co-
munitaria y del compromiso social.
Sin embargo, nada más errado que ese «cristianismo sin Iglesia» desde
el testimonio del NT, cuyos escritos, cuando hablan de la Iglesia, no están
pendientes de las condiciones de vida o de supervivencia de un grupo
social más o menos numeroso, sino que expresan por el contrario la con-
vicción de que la pregunta por la Iglesia es al mismo tiempo una cuestión
vital para la fe, pues es «la Iglesia de Dios (evkklhsiva touv qeouv) que adquirió
por la sangre de su Hijo» (Hech 20,28). Los análisis actuales muestran la
gravedad de una disociación entre la dimensión teológica de la Iglesia y su
realidad empírica en su percepción pública, incluso por parte de muchos
cristianos, un extrañamiento que se concreta en un profundo desconocer
su entraña y sustancia teológica como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo,
comunión en el Espíritu (M. Kehl, Adónde va la Iglesia. Un diagnóstico de
nuestro tiempo, Santander 1997, 68-69).
Por otra parte, es evidente que la realidad, la vitalidad y la existencia
de la comunidad que profesa a Jesucristo precede a cualquier «teología de
la Iglesia». No pudiendo recorrer todos los cuerpos doctrinales del NT, nos
limitaremos a resaltar las concepciones básicas siguiendo la estela de la teo-
logía paulina. Aunque aquella Eclesiología se encuentre en un estadio ger-
minal y fragmentario, ofrece algunos criterios para establecer la distinción
entre las cartas paulinas genuinas y las cartas deuteropaulinas, Colosenses y
Efesios, así como la evolución que registran las cartas pastorales.

§ 29. La Iglesia es el pueblo de Dios reunido y renovado en Cristo. El


Nuevo Testamento le otorga, entre otros, los nombres de Pueblo de Dios,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. En la comunidad del Mesías,
reunida por el Espíritu para formar un solo cuerpo y ser la esposa purificada
y santificada por el agua y la Palabra, el acontecimiento de la salvación se
ha hecho institución que se yergue mediadora entre Cristo y los cristianos.
Según la ley de la encarnación, conviene a la Iglesia ese carácter de sujeto
histórico que sigue trayendo al mundo de forma sacramental y eucarística
el don irreversible de Dios a los hombres.

428
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

1. La «Iglesia de Dios», o la hondura eclesiológica de la Cristología


pneumatológica

Pablo relata autobiográficamente el exceso con el que había perseguido


a la «Iglesia de Dios» (1Cor 15,9; Gál 1,13; Flp 3,6). El término evkklhsiva,
utilizado hasta 44 veces en sus cartas, es un concepto clave, acuñado pre-
viamente en la comunidad de Jerusalén. Esta denominación guarda relación
con otras (los santos, los elegidos, los hermanos, los pobres), que vienen
a dar expresión a esta certeza: los seguidores de Jesús se consideran el
comienzo del Israel verdadero que Él quiso reunir y congregar. Por tanto,
«Iglesia de Dios» designa al pueblo de Dios congregado al final de los tiem-
pos, es decir, la comunidad del Mesías que aguarda la venida definitiva de
Dios. El vocablo griego ekklesía traduce la expresión hebrea qahal, que
significa «convocatoria» y «asamblea congregada» (cfr. Dtn 4,10; 9,10; 18,16).
Llamativamente, la designación explícita de ekklesía juega un papel muy su-
bordinado en los Evangelios. En realidad, sólo dos pasajes de Mateo hacen
mención expresa del término (Mt 16,18; 18,18); ahora bien, Mateo y Lucas
trazan la génesis de la Iglesia de Dios como el proceso de constitución del
verdadero Israel; frente al judaísmo, este pueblo de Dios se reconoce ekkle-
sía, no sinagoga.
Entre las designaciones más antiguas empleadas en el NT para nombrar
a los seguidores de Jesús pronto se abrió paso esta denominación. A ello ha
colaborado decisivamente Pablo que le dio un tono característico al aplicar
esa designación de ekklesía a todas y cada una de sus comunidades concre-
tas (incluso a las comunidades domésticas) y a su reunión en un lugar (1Cor
1,1: «La Iglesia de Dios, que está en Corinto»). Esta aplicación está basada en
una profundización cristológica y pneumatológica de la vida concreta de la
comunidad cristiana. Por un lado, resulta constitutiva para la ekklesía su re-
unión en torno a la cena del Señor, que la configura como cuerpo de Cristo
(swvma cristouv). Esta connotación cristológica de la Eclesiología paulina late
en sus cláusulas solemnes: «las Iglesias de Dios en Cristo Jesús» (1Tes 2,14),
o «las Iglesias de Cristo» (Rom 16,16), o «a la Iglesia de los Tesalonicenses
en Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (1Tes 1,1). Para Pablo la Iglesia se
realiza primariamente en un lugar. Cada Iglesia local particular, la Iglesia
doméstica (Rom 16,5.14s; 1Cor 16,19; Hech 1,13; 2,46), es de por sí y en
sentido pleno «Iglesia de Dios». Ella es el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,27) y
el edificio del Espíritu Santo para morada de Dios (2Cor 6,16). La unidad
interna de ese cuerpo de Cristo radica en haber sido todos bautizados en
un solo Espíritu (1Cor 12,13).
El cristocentrismo paulino presente en la imagen del «cuerpo de Cristo»,
que recapitula la doctrina de la justificación y expresa la nueva vida «en
Cristo» (Gál 3, 26-28), sostiene el significado de la Iglesia local sin eliminar

429
LA LÓGICA DE LA FE

la consideración de la Iglesia en su dimensión de totalidad (1Cor 4,17;


11,16; 12,28; Gál 1,13.22). Esta dimensión global de la Iglesia está inscrita
en la comprensión de ekklesía acuñada por la comunidad de Jerusalén, es
decir, su carácter de «reunión escatológica» de Dios en el marco de la histo-
ria de la elección del pueblo de Israel. En esta longitud de onda se halla el
otro gran nombre de Iglesia, «pueblo de Dios». Pablo utiliza este concepto
en citas del AT, ya que esta idea guarda en sí la dimensión de la historia de
la salvación, una perspectiva teológica que no se puede ignorar a la hora
de hablar de la Iglesia cristiana.
Por tanto, la concentración cristológica de la Eclesiología paulina no
elimina ni reduce a la nada la perspectiva histórico-salvífica o teológica.
Además, para completar el cuadro, hay que dejar constancia de la presencia
de una serie de conceptos de intermediación entre la perspectiva teológica
y la perspectiva cristológica, como templo o santuario de Dios (uao" qeouv),
construcción de Dios (oikodomhv qeouv), labranza de Dios (gewvrgiou qeouv),
que están indicando la actuación de Dios a través de Jesucristo. Porque
Cristo opera la sustitución del templo, de modo que el Espíritu de Dios
ponga su morada en nosotros y nos constituya en «santuario de Dios» (1Cor
3,16-17); Cristo es el «fundamento» sobre el que se levanta el edificio de la
Iglesia (1Cor 3,11); a través de su Palabra y de la transmisión del Evange-
lio ha crecido esa nueva plantación que Dios hace crecer (1Cor 3,5-9). El
análisis de la noción más básica —ekklesía— nos permite reconocer que la
Eclesiología paulina es trinitaria como todo su pensamiento. Por otro lado,
nos plantea la tarea de establecer de forma coherente la relación entre esas
dos categorías predominantes en los escritos del Apóstol de los gentiles:
cuerpo de Cristo y pueblo de Dios.

2. Los dos polos de la idea paulina de Iglesia: pueblo de Dios -


cuerpo de Cristo

Las cartas de Pablo plantean una cuestión eclesiológica que aflora de


cuando en cuando en los debates eclesiales y ecuménicos del presente:
¿Cuál es el concepto fundamental de Iglesia: pueblo de Dios o cuerpo de
Cristo? Si en la investigación no se ha llegado a un consenso, ello tiene
que ver en buena medida con el hecho de que los escritos paulinos no
desarrollan una Eclesiología de forma sistemática, sino que dejan abierto el
modo preciso de la relación entre ambas imágenes. Ya hemos señalado que
el concepto de «pueblo de Dios» acoge la descripción de la Iglesia desde
el trasfondo de la historia de Israel, mientras que la noción de «cuerpo de
Cristo» vive de la experiencia novedosa de la revelación acaecida en Jesús
de Nazaret. Se puede aceptar un itinerario de fondo conforme a esta apre-
ciación de R. Schnackenburg: «Si la idea del «pueblo de Dios» se conserva

430
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

por doquier (en lo que a Pablo respecta, cfr. «la Iglesia de Dios» en 1Cor 1,2;
10,32; 15,9; el «Israel de Dios», en Gál 6,16; Rom 9,25ss, 15,9-12; 2Cor 6,16),
la concepción paulina del «cuerpo de Cristo» se abre paso enérgicamente
como el fruto más maduro de la idea de Iglesia en el Nuevo Testamento»
(La Iglesia en el Nuevo Testamento, Madrid 1961, 197). Partiendo del estudio
por separado de cada uno de estos dos conceptos eclesiológicos, el mismo
análisis debe mostrar un punto de ensamblaje entre ambas perspectivas. En
esta línea, el exégeta evangélico J. Roloff presenta la Eclesiología paulina
como una elipse con dos polos que resume en una cláusula breve: la Iglesia
es el pueblo de Dios reunido y renovado «en Cristo» (Die Kirche im Neuen
Testament, Göttingen 1993, 86-131).

a) La fórmula «en Cristo»: incorporación bautismal y comunión eucarística

Pablo concede a la asamblea cristiana local una gran relevancia como


verdadera actualización de la ekklesia de Dios. En todas y en cada una de
ellas se hace palpable el estar reunidos «en Cristo», una fórmula de indu-
dable alcance eclesiológico: reunión de personas de distinta procedencia y
posición en un nuevo marco vital habitado por el Espíritu Santo. La exis-
tencia de la Iglesia de Dios se funda en el acontecimiento cristológico del
bautismo. El bautismo es el comienzo de una vinculación personal inme-
diata con Cristo, «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom
6,11). Cuando Pablo habla de «ser en Cristo», piensa en una vida libre de
las viejas ataduras del poder del pecado y de la muerte asentada sobre la
vinculación con Cristo operada en el bautismo. El «hombre viejo», es decir,
el hombre prisionero del pecado, ha sido «crucificado con Cristo», de modo
que «no sirvamos más al pecado» (Rom 6,6). Como bautizados, entramos
«con Cristo» en el ámbito de la nueva creación. Ese nuevo ser en Cristo es
de carácter escatológico: «el que está en Cristo, es una nueva criatura; desa-
pareció lo antiguo, mirad, ya es nuevo» (2Cor 5,17). La expresión «en Cristo»
sirve para insertar el futuro escatológico en la experiencia actual del cristia-
no. Merced al bautismo, por el que todos beben de un mismo Espíritu (1Cor
12,13), los creyentes están «en Cristo». En esta clave habla Gál 3,26-28, un
pasaje fundamental en la Eclesiología paulina, que afirma: «Pues mediante
la fe sois todos hijos de Dios en Cristo Jesús; pues los que os bautizasteis
(para uniros) a Cristo os vestisteis de Cristo; no existe judío ni griego, no
existe esclavo ni libre, no existe varón y mujer, pues todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús». Brevemente: la ekklesia-congregación o comunidad
cristiana local es la expresión visible del «ser-en-Cristo» de los bautizados.
La imagen de la Iglesia «cuerpo de Cristo», que en realidad aparece sólo
tres veces en las cartas paulinas auténticas (en el pasaje eucarístico de 1Cor
10,16-17; en la analogía del cuerpo y los miembros de 1Cor 12,12-26; en el

431
LA LÓGICA DE LA FE

contexto parenético de Ro 12,4-5), se relaciona estrechamente con esa fór-


mula en Cristo sin ser idéntica con ella. Mientras 1 Cor 10 pone de relieve
la idea de la participación sacramental en el cuerpo eucarístico de Cristo,
los pasajes de 1Cor 12,12-26 y Ro 12,4-5 elaboran la idea del organismo en
el que los diversos miembros del cuerpo actúan conjuntamente. Pablo esta-
blece, a través de la cena del Señor, una estrecha conexión entre el cuerpo
del Señor que «por nosotros» ha colgado en la cruz y la comunidad eclesial
descrita en términos de «cuerpo de Cristo». Si el fragmento de 1Cor 11,23-25
recuerda la tradición de la última cena, lo más notable en 1Cor 10,16-17 es
la introducción en dos ocasiones del concepto koinwuiva para establecer la
profunda conexión del cuerpo del Crucificado y Exaltado con la comuni-
dad eclesial: «El cáliz de bendición, que bendecimos, ¿no es koiuwuiva en
la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es koiuwuiva en el cuerpo de
Cristo? Pues es un solo pan, somos los muchos un solo cuerpo, pues todos
participamos del único pan».
De esta forma la cena del Señor queda asociada a la idea de Iglesia. El
concepto griego de koinonía puede ser traducido aunando las ideas de «par-
ticipación» y de «comunión»: es la profunda unión que surge por la común
participación en determinados bienes comunes. Aquello en lo que tienen
parte los creyentes es el «único pan», de modo que esta comunión de origen
trascendente determina permanentemente a la Iglesia como cuerpo de Cristo.
La Iglesia es la asamblea local como «comunión (= participación) del cuerpo
de Cristo». Esta idea de koinonía tiene consecuencias inmediatas sobre la fi-
gura social de la comunidad (cfr. 1Cor 11,17-34): Pablo denuncia formas per-
versas de celebración eucarística, pues prima una comprensión individualista
del sacramento en detrimento de las relaciones de hermandad.
A la luz de esta relación entre eucaristía e Iglesia habría que leer los
pasajes de 1Cor 12,12-27 y Rom 12,4. La imagen del organismo, insinuada
ya en 1Cor 10,17, se hace dominante en 1Cor 12,12-14. A primera vista nos
encontramos ante la fábula de la insurrección de los miembros del cuerpo
contra el estómago (Tito Livio, Ab urbe condita II, 32s), aunque ya Platón
aplicó la metáfora del cuerpo al Estado. Pablo argumenta contra el indivi-
dualismo pneumático de los corintios, tratando de poner a salvo la unidad
de la comunidad seriamente dañada. El punto de partida es la unidad del
Espíritu Santo, que suscita carismas, esto es, dones gratuitos y sociales en
orden a la santificación de los demás. En esta perspectiva el texto paulino
compara la Iglesia con un organismo (1Cor 12,14-26) con la intención de
que sus interlocutores se sientan invitados a identificarse con los diversos
miembros de ese organismo y a percibir las diversas funciones en sintonía,
como los diversos órganos de un cuerpo.
Hasta aquí puede llegar la analogía con la fábula; sin embargo, Pablo
introduce una reflexión divergente en estos términos: «Porque así como,

432
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del
cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo» (1Cor
12,12). La lógica inscrita en la filosofía social antigua debería seguir esta
proporción: «Los muchos miembros que componen un único cuerpo, como
los diversos carismas conforman una única Iglesia». Pero no ocurre así, y
donde debiera aparecer «la Iglesia» como término de la comparación, apa-
rece «Cristo» mismo. Además, en 1Cor 12,13 resuena la idea del bautismo
y de «ser en Cristo» de Gál 3,27: «todos nosotros, judíos o griegos, esclavos
o libres, fuimos bautizados con un mismo Espíritu para formar un cuerpo».
Pablo, queriendo provocar la puesta de los carismas individuales al servicio
del todo, concluye: «vosotros sois el cuerpo de Cristo (swma cristou>) y sus
miembros» (1Cor 12,27). La analogía del cuerpo adquiere toda su densidad
y se eleva sobre la pura comparación por referencia a la Cena del Señor: la
Iglesia, asamblea local en Cristo, es comunidad eucarística.

b) La perspectiva histórico-salvífica y la relación entre Israel y la Iglesia

Llama poderosamente la atención que Pablo habla en términos de «pue-


blo de Dios» (lao" qeouv; Israhvl touv qeouv; sperma Abravm) en citas del An-
tiguo Testamento (Rom 9,25s=Os 2,25; 2, 1; Rom 10,21=Is 65,2; Rom 11,
1=Sal 93,14; Rom 15,10=Dtn 32,43; 1Cor 10,7=Ex 32,6; 2Cor 6,16=Lev 26,12).
En cualquier caso, ello no significa equiparar a la Iglesia con el Israel de la
antigua alianza. En este sentido resulta elocuente la relación entre Israel y
la Iglesia que refleja la tipología de 1Cor 10,1-13: cuando Pablo propone a
los corintios la referencia al éxodo del pueblo de Israel guiado por Dios,
presupone una relación entre Israel y la Iglesia bajo el punto de vista de la
acción constante de Dios hacia el pueblo de su elección. Aquellos israelitas
son «nuestros padres» (v. 1) en razón de la identidad de la acción divina en
la historia: Dios congrega, salva y acompaña a los hombres con sus dones
salvíficos. El Dios de la Biblia es el Dios de Israel, y éste le pertenece como
su pueblo. Pablo entra así en conexión con esa idea bíblica que subyace
a la misma predicación de Jesús sobre el reinado de Dios: los israelitas y
los creyentes en Jesús constituyen el pueblo de Dios en razón de la misma
acción de Dios. En una palabra: esta tipología de 1Cor 10,1-13 indica el
enraizamiento histórico-salvífico de la Iglesia; ahora bien, la Iglesia está al
final de la historia de la salvación (v. 11c: «a quienes ha salido al paso el
fin de los tiempos»); pero no se puede olvidar que aquella acción de Dios
y aquellas cosas, «sucedieron con valor de símbolo» (v. 11a), «se escribieron
para avisarnos a nosotros» (v. 11b). Pablo conjuga en este pasaje dos ideas:
la Iglesia como pueblo de Dios en los tiempos escatológicos y la Escritura
como palabra dirigida a la Iglesia cuyo verdadero sentido sólo se desvela
desde Jesucristo (2Cor 3,14-17).

433
LA LÓGICA DE LA FE

La relación entre Israel y la Iglesia representa un problema vital para el ju-


dío Pablo y aflora con especial densidad en los capítulos 9-11 de la carta a los
Romanos. Los paganos, los que eran «no pueblo» han llegado a ser «pueblo de
Dios» (Rom 9, 25s), «hijos del Dios vivo». ¿Acaso ha perdido Israel su elección?
Pablo pone de relieve la constancia de la dedicación y fidelidad de Dios para
con Israel en su historia. Por eso, Israel es responsable de su rechazo a la fe
en Cristo aferrándose a la ley. De todos modos, desde la libertad un «resto» ha
mantenido su fidelidad a Dios (Rom 9,24-29; 11,1-10). Dios no ha rechazado
a su pueblo; su caída abre la salvación a los gentiles que, como receptores
de los bienes de la salvación, provocarán los celos de Israel, celos que le van
a mover a la fe en Cristo. Por tanto, los hijos de Dios son los miembros del
pueblo compuesto de judíos y gentiles, y así se establece una profunda rela-
ción entre Israel, la descendencia de Abraham y los hijos de Dios (Rom 9,6b-
8). Dios llama a judíos y gentiles sin distinción, y con su llamada y elección
confecciona su Israel, su pueblo escatológico (Rom 11,16s). En otras palabras:
existe un Israel, cuya condición de pertenencia no es la procedencia carnal
de la parentela de Abraham, sino la fe en Cristo, y que acoge sin distinción a
esos descendientes «hijos de la promesa».
Llegados a este punto hay que señalar un pasaje en el que la orientación
histórico-salvífica de la Eclesiología paulina se entrecruza con la perspectiva
cristológica y soteriológica. Se trata de Gál 3,26-29. Allí, como ya hemos se-
ñalado, se parte del bautismo que nos hace ser uno en Cristo sin distinción
(judíos o griegos, esclavos o libres, varón o mujer). El texto da un paso
más declarando la mediación cristológica de la verdadera descendencia de
Abraham, iluminando en la perspectiva de la historia de la salvación la con-
clusión relativa al nuevo «ser en Cristo» por el bautismo: «Si vosotros (sois)
de Cristo, sois, por tanto, descendencia de Abraham, herederos según la
promesa» (Gál 3,29). Por consiguiente, los gentiles, a través de Cristo —que
personifica la descendencia de Abraham (Gál 3,16)— son constituidos «des-
cendencia de Abraham», el padre de los circuncisos y de los incircuncisos
(Rom 4,11-12). Así, los paganos, que han sido incorporados a la nueva
identidad de su «ser en Cristo», reciben al mismo tiempo la participación en
la historia de Dios con Israel, son de la «descendencia de Abraham». El ser
en Cristo es, por tanto, un ser con Israel. En conclusión: Gál 3,29 represen-
taría la abrazadera que ensambla y armoniza los dos núcleos centrales de la
Eclesiología paulina, pueblo de Dios y cuerpo de Cristo.

3. La Iglesia, cuerpo de Cristo, ámbito y espacio de salvación en las


deuteropaulinas

Las cartas deuteropaulinas, Colosenses y Efesios, prolongan la imagen


de cuerpo de Cristo, pero le imprimen una orientación diferente respecto

434
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

a lo que aparece en los escritos «protopaulinos» (J.-N. Aletti, Eclesiología de


las cartas de S. Pablo, Estella 2010). Como hemos visto, Pablo utilizaba la
imagen de cuerpo de Cristo para dar una interpretación de la comunidad
eclesial concreta, de modo que nunca hay una aplicación a la Iglesia como
totalidad, sino que esta noción hacía referencia a la comida eucarística para
expresar la unidad y comunidad entre todos los miembros de la Iglesia
(local) con el Cristo crucificado y resucitado. Además, las cartas genuinas
del Apóstol tampoco hablan del Señor en términos de «cabeza» del «cuerpo»
de Cristo que es la Iglesia, tal y como ocurre en Col 1,18.24; 2,19; 3,15; Ef
1,22-23; 3,6; 4,15; 5,23.29.
En todos esos versículos los términos «cabeza» y «cuerpo» establecen una
relación Cristo-Iglesia. El enunciado de Col 1,18, inscrito en el himno inicial
de la carta (1, 15-20), subraya que Aquel que es la cabeza de la Iglesia es el
mismo por quien todas las cosas fueron creadas y por quien subsisten. La
metáfora apunta en esta dirección: la Iglesia recibe su vida, su dinamismo
y su crecimiento de Cristo. En el versículo 24 aparece el sufrimiento del
Apóstol por el cuerpo de Cristo, es decir, «por la Iglesia». En uno y otro
caso, ekklesía no designa a las comunidades creyentes de una región o de
una ciudad, sino al conjunto de los creyentes diseminados por el univer-
so. Ellos componen el cuerpo de Cristo; la Iglesia es percibida como una
realidad universal. Además, esta Iglesia, definida cristológicamente como el
cuerpo de Cristo, ha pasado a formar parte del contenido del Evangelio: «fui
constituido ministro conforme a la misión de Dios que se me encomendó
para vosotros: llevar hasta el final la palabra de Dios, el misterio escondido
desde la eternidad ahora manifestado a sus santos, a los que Dios quiso
dar a conocer cuáles son las riquezas de este misterio esplendoroso entre
los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (1,25-27).
Cuando la carta toma postura contra la «filosofía» de Colosas (2,8), afirma
que la Iglesia como cuerpo recibe de Cristo-cabeza su crecimiento, porque
no hay otra fuente de vida y de salvación (2,19). Nos encontramos ante
una Eclesiología fuertemente cristologizada. Si el himno inicial establece
que Cristo, como mediador de la creación, determina el origen del mundo,
y como «primogénito de entre los muertos» es la meta del universo. En la
situación presente y actual del mundo, cuerpo de Cristo es sólo la Iglesia
y, por tanto, el lugar del reinado presente y actual del Señor Exaltado. En
este escrito el sesgo cósmico desplaza a la dimensión histórico-salvífica. Es
interesante cómo ha sido reinterpretada la afirmación paulina del ser «en
Cristo» (Gál 3,28): en la Iglesia, no hay ya «griego o judío, circuncisión o in-
circuncisión, bárbaro, escita, esclavo, libre, sino (sólo) Cristo, (que) es todo
en todo» (3,9-11). Desde su vinculación y dependencia de Cristo, Señor
del todo, la Iglesia debe testimoniar ante el mundo el mysterion o aconte-
cimiento de Cristo. Está en marcha la conciencia de Iglesia universal; con

435
LA LÓGICA DE LA FE

todo, la carta presupone la existencia de comunidades locales y el estrecho


contacto e intercambio de informaciones, saludos y cartas apostólicas (Col
4,14-16).
Por su contenido, la carta a los Efesios es un pequeño tratado sobre la
Iglesia. Probablemente estamos ante una carta circular, pues en los manus-
critos más antiguos falta el dato del destinatario «en Efeso» (1,1); además,
falta toda alusión a una situación particular en una comunidad concreta; el
autor se dirige a una serie de comunidades de la provincia de Asia, que se
encuentran en la tradición doctrinal paulina, con intención de robustecer su
sentido de pertenencia a una Iglesia universal. El himno que abre la carta
está centrado en el misterio de Cristo (1,3-14), revelado y realizado en la
Iglesia: «(Dios) «sometió todo bajo sus pies» y lo dio, como Cabeza suprema
a la Iglesia, que es su cuerpo, lo que está lleno de quien llena el univer-
so de todo» (1, 22-23). Estas afirmaciones, profundizando en la metáfora
cabeza-cuerpo de Colosenses, subrayan la dimensión escatológica de la
Iglesia, puesto que no es separable de su cabeza, Cristo resucitado. En el
acontecimiento de Cristo irrumpe la plenitud de los tiempos para la totali-
dad del universo (1,10). La Iglesia abraza ya ahora la plenitud de su Señor y
cabeza (Ef 1,23; 3,19), de modo que actúa en medio del mundo viejo para
reformarlo y transformarlo desde dentro.
Al final de la carta, la relación entre Cristo-Iglesia retoma la doble me-
táfora del cuerpo-cabeza y la introduce en la analogía de los esponsales
(Ef 5, 22-33). La relación esposo-esposa, inscrita en las tablas tradicionales
de virtudes domésticas, da pie a una reflexión teológica sobre la relación
Cristo-Iglesia. La Iglesia es la esposa de Cristo. En todo el pasaje, la Iglesia
aparece como la destinataria de la acción salvífica de Cristo en el pasado
y en el presente. Así lo expresa la afirmación programática del v. 23: Él es
el salvador del cuerpo. Y añade: «Él la ha amado, se ha entregado por ella,
santificándola, purificándola por el baño del agua y con la palabra». Toman-
do como fundamento la cita de Gn 2, 24, el esposo y la esposa forman una
unidad; si la esposa forma el cuerpo, y el esposo la cabeza, su relación va
más allá del sometimiento socialmente estipulado y debe ser establecida
según el modelo de la relación que existe entre Cristo y la Iglesia, de amor
y entrega: «Este es un misterio grande, yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia».
La nueva perspectiva presente en la carta a los Efesios consiste en la
emergencia de la Iglesia entre Cristo y el creyente: la Iglesia es el ámbito
de la acción del Señor, de modo que sus miembros son introducidos en el
proceso de salvación que, iniciado por Cristo, ha de alcanzar a la realidad
entera hasta su plena renovación en una nueva creación. En la Iglesia se
hace ya presente la nueva creación. No obstante, esta forma de hablar se
mueve dentro de la tensión escatológica entre el «ya» y el «todavía no». Por
tanto, no sucumbe al triunfalismo entusiasta, sino que subraya que la Iglesia

436
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

ha nacido del acontecimiento de la cruz (2, 14-16); por la cruz surge una
comunidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Así se anun-
cia otro tema eclesiológico básico de la carta, las relaciones entre judeo-
cristianos y pagano-cristianos, saliendo al paso de la tendencia a olvidar los
orígenes judíos de la Iglesia. Si la carta a los Colosenses es un claro ejemplo
en este sentido, la carta a los Efesios, compuesta entre los años 80-90, re-
presenta una corrección que examina en perspectiva histórico-salvífica la
relación entre Israel, la Iglesia y los paganos (Ef 2,11-22).
Los destinatarios de la carta son pagano-cristianos. El autor les recuerda
el gran cambio producido por su incorporación a la Iglesia, señalizado lin-
güísticamente con un «antes» y un «ahora». La situación pasada está caracte-
rizada por la separación entre judíos y paganos exteriorizada en la marca de
la circuncisión (v. 11); la situación de los paganos estaba determinada por
la no participación en los privilegios de Israel: sin Cristo, están excluidos
de la politeia de Israel, ajenos a las promesas, «sin esperanza y sin Dios en
el mundo» (v. 12-13). Los paganos salen de su situación anterior y entran
en una nueva situación salvífica por el hecho de que Jesucristo les abre el
acceso al pueblo de Dios. Por la sangre de Jesucristo, los que antes estaban
lejos, ahora están cerca (v. 13). Los v. 14-16 completan esta idea desde esta
afirmación: «El es nuestra paz». Es decir, Jesucristo ha aniquilado la barrera
de la ley que separaba a judíos y gentiles. Este hecho de reconciliación es,
al mismo tiempo, aquel acto de la nueva creación por el que ha surgido la
Iglesia. Jesucristo ha traído la paz para los dos grupos enemistados, para los
de lejos (paganos) y para los de cerca (judíos). Juntos configuran una nueva
comunidad, «un solo cuerpo», que Cristo ha reconciliado con Dios, la Iglesia
de judíos y gentiles como nueva realidad. Por tanto, la Iglesia es el resultado
de la obra redentora de Cristo que ha dado lugar a una nueva humanidad:
los paganos son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios», «edifi-
cados sobre los cimientos que son los apóstoles y profetas, siendo Cristo la
piedra angular» (Ef 2, 20-22).
La Iglesia sin sus raíces en Israel sería un abstracto histórico; y, a la inver-
sa, esta perspectiva sirve de freno a la consideración del cristianismo gentil
como meta propia de la acción de Dios infravalorando el significado del
judeocristianismo en la génesis de la Iglesia. La carta a los Efesios hace una
importante aportación eclesiológica cuando presenta la Iglesia como el sig-
no visible de la unidad de la humanidad querida y dispuesta por Dios. Pues
la superación de aquella enemistad entre judíos y paganos por la cruz de
Cristo vale paradigmáticamente para toda otra forma de enemistad humana.
En este documento deuteropaulino la Iglesia reconoce como suyo el
papel de anunciar el Evangelio, es decir, el misterio de Cristo; ahora bien, al
anunciar el misterio notifica que ella misma forma parte de ese misterio en
su identidad de cuerpo formado por judíos y gentiles: «Que los gentiles son

437
LA LÓGICA DE LA FE

coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa


en Cristo Jesús, mediante el Evangelio del que fui hecho ministro conforme
al don de la gracia de Dios» (3,6-7). En otras palabras: la realidad que vive
la Iglesia como unidad de creyentes judíos y no judíos es un testimonio
esencial para el Evangelio y para los caminos de la salvación, de modo que
en ella y por ella se deja reconocer el mysterion o designio de Dios para
nuestra humanidad. Esta sección de la carta (3,1-13), que asocia misterio y
Evangelio, cuyo núcleo es Jesucristo (3,4), el Señor resucitado y cabeza de
la Iglesia, deja preparada la perspectiva que ha adoptado la constitución
Lumen gentium del Vaticano II, el misterio de la Iglesia.
La carta a los Efesios subraya también la unidad esencial del misterio de
la Iglesia. En Ef 4,3-6 enumera hasta siete elementos de unidad: «Esforzaos
en conservar la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz. Un solo cuerpo
y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados.
Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de to-
dos, que está sobre todos, por todos y en todo». Esta carta muestra un inte-
rés claro por perfilar la imagen teológica ideal de la Iglesia, relegando los
aspectos relativos al ordenamiento concreto y a su organización a un rango
mucho más secundario. Así se percibe ya en las escuetas indicaciones sobre
los ministerios, presentados como dones del Cristo exaltado para la consti-
tución de la Iglesia, lugar de la acción salvadora del Señor: «El dio apóstoles,
profetas, evangelistas, pastores y doctores para la edificación de los santos
en la obra del ministerio para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que
lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hom-
bre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo» (4, 11-13). En suma: la
prelación de la Iglesia respecto del cristiano individual, su carácter salvífico
y universal, la alta valoración del ministerio son los rasgos fundamentales
que diseñan la orientación eclesiológica de esta carta.

4. La Iglesia, casa de Dios e institución, en las Cartas pastorales

Las cartas pastorales, redactadas hacia el 100, pertenecen al grupo de


los escritos más tardíos del NT y nos han sido transmitidas como escritos
de Pablo donde el Apóstol da a sus dos estrechos colaboradores, Timoteo
y Tito, instrucciones para el ejercicio de su cargo en la comunidad. Estos
dos personajes representan la personalización ideal del ministerio directi-
vo de las comunidades. Ahí emerge el verdadero interés e intención del
autor: expandir la voluntad organizativa de Pablo para la Iglesia. Con este
objetivo utiliza los escritos paulinos, y a tal fin las tres cartas pastorales se
complementan: mientras la primera carta a Timoteo y la carta a Tito tienen
globalmente ese carácter de ordenamiento eclesial, la 2 carta a Timoteo,
compuesta como escrito de despedida del Apóstol próximo a su martirio,

438
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

confiere a este grupo de escritos el aspecto de últimas palabras y de testa-


mento para la Iglesia venidera y para sus dirigentes.
A diferencia de la carta a los Efesios, la reflexión sobre la Iglesia no se
hace desde arriba, perfilando una imagen ideal de Iglesia, sino desde abajo,
con una clara preocupación por la organización de la vida eclesial: normas
de procedimiento para la vida litúrgica (1Tim 21-15); reglas para la vida
comunitaria (1Tim 5,1-22; Tit 2,1-15); disposiciones para los ministerios de
la comunidad (1Tim 3,1-13; 4,11-16; Tit 1,5-9); medidas contra las herejías
(2Tim 2,14-3,9; Tit 3,8-11); amonestaciones para la conservación cuidadosa
de la tradición recibida de los apóstoles (1Tim 6,20s; 2Tim 1,11-14). El mo-
tivo concreto para hacer hablar a Pablo en esos términos venía proporcio-
nado por los problemas que amenazaban a las comunidades de la provincia
de Asia. Se trata de doctrinas falsas que seguramente han florecido en la
misma escuela paulina (1Tim 1,18-20; 2Tim 2,16-17), en la forma de una
primera gnosis cristiana. Esta grave situación ha provocado la pregunta: ¿a
qué norma atenerse, una vez que el Apóstol ha muerto? ¿Cómo comportarse
en medio de un entorno pagano?
La idea de Iglesia de las Cartas pastorales guarda relación con su com-
prensión específica de la salvación. El punto de partida de su soteriología
es la venida salvadora de Cristo a este mundo (1Tim 1,15). Esta venida
de Cristo es el auténtico acontecimiento salvífico; en ella se ha hecho pa-
ladinamente manifiesta la voluntad salvadora de Dios en el mundo. Las
cartas pastorales designan la venida de Cristo al mundo con el término de
epifanía, esto es, aparición salvadora de la divinidad (2Tim 1,10). Con la
misma palabra se puede designar la segunda venida de Cristo, la parusía,
confirmación de todo aquello que ya se había dado en la primera, «bienes
y familiaridad de Dios, nuestro salvador» (Tit 3,4). Desde la venida de Cristo
a este mundo, el anuncio de la voluntad salvífica de Dios, que alcanza a
todos los hombres (1Tim 2,4), su Evangelio, sigue siendo permanentemen-
te presente en el mundo. Esta presencia permanente del Evangelio es el
axioma fundamental de la soteriología del que deriva su comprensión de la
Iglesia como el signo visible de esta presencia. A esta luz se han de leer las
afirmaciones sobre la Iglesia «casa de Dios» (1Tim 3,14-16; 2Tim 2,19-21).
El problema concreto consiste en saber cómo hay que actuar en la «casa
de Dios», que es la «Iglesia del Dios vivo», «columna y fundamento de la ver-
dad» (1Tim 3,15s). La Iglesia es construcción firme y segura, porque en ella
se hace presente la verdad, aquella verdad salvífica que ha venido al mun-
do en Jesucristo. La Iglesia testifica con su existencia la verdad salvífica. En
la cláusula «columna de la verdad» puede percibirse el eco de Ex 13,21, que
habla de la presencia salvadora de Dios. En otras palabras: la Iglesia de las
Cartas pastorales es una asociación humana que con su testimonio en obras

439
LA LÓGICA DE LA FE

y palabras hace visible ante el mundo la presencia salvífica de Dios para


que «todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).
Por otro lado, la metáfora eclesiológica de la casa ha de ser entendida
en el sentido antiguo de oikos, es decir, la vida doméstica de la gran familia,
es decir, la estructura social organizada de la familia como célula básica de
la sociedad. Su aplicación a la Iglesia sirve en primer término a la consoli-
dación de la comunidad local, dando por supuesta la magnitud unitaria de
la Iglesia (1Tim 3,15). Cuando el término ekklesia aparece en el contexto
de instrucciones, se refiere a la Iglesia en un lugar (1Tim 3,5; 5,16). La de-
signación de la Iglesia como casa de Dios (1Tim 3, 14) ha de ser tomada
en su literalidad: Dios es el señor de la casa (despotes: 2Tim 2, 21), y Él ha
instituido un administrador de la casa (oikonomos: Tit 1,7), a saber, el líder
de la comunidad; y este episkopos ha de realizar en la práctica la función del
paterfamilias; por eso debe contar con una serie de capacidades y cualida-
des que ya ha puesto a prueba en su propia familia, pues «si uno no sabe
gobernar su propia familia, ¿cómo va a cuidar de la Iglesia de Dios?» (1Tim
3,5). Ha de saber actuar en la casa de Dios con la autoridad que le es pro-
pia: presidiendo (1Tim 3,4), corrigiendo y mandando (1Tim 6,17; Tit 3,10).
También debe tener buenos informes de los de fuera (1Tim 3,7). Se perfila
aquí una acomodación de la Iglesia a la sociedad sin parangón en el NT.
En el otro segundo pasaje de orientación eclesiológica (2Tim 2,19-22)
emerge la Iglesia como institución. Al igual que en 1Tim 3,15, la metáfora
se vincula con el motivo de la fundamentación firme y sólida: «Los sólidos
cimientos de Dios se mantienen firmes, teniendo grabada esta inscripción:
“El Señor conoce a los que son suyos”, y “Apártese de la injusticia todo el
que pronuncie el nombre del Señor”». El bautismo opera como esa señal
de lo que es propiedad de Dios. A estas afirmaciones sigue una declaración
sobre la relación de la Iglesia con sus miembros individuales: «En una casa
grande no hay sólo objetos de oro y de plata, sino también de madera y de
barro, y unos son para usos nobles, otros para usos viles; así que, si uno se
purifica de esos errores, será un objeto para usos nobles, santificado, útil al
dueño, preparado para toda clase de obras buenas» (vv. 20-21). Esta peque-
ña parábola alude a la existencia de miembros obedientes y desobedientes
en la comunidad, fieles e infieles, es decir, hay que contar con la presencia
de miembros que son como «objetos de usos viles», pero el sólido cimien-
to de la comunidad no se conmueve. La Iglesia aparece así como corpus
permixtum; lo cual no significa contentarse con la simple constatación de
miembros fieles e infieles dentro de la comunidad, sino que esta pertenen-
cia a la «casa grande» ofrece la posibilidad de purificarse para convertirse en
«objeto de uso noble. La Iglesia aparece así como instrumento de esa gracia
divina con fuerza educadora (Tit 2,12). Bajo la metáfora de la casa, la Iglesia

440
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

presta la tarea de la educación para la salvación, incluso para educar a los


que se hayan extraviado (1Tim 1,20; 2Tim 2,25).
Por consiguiente, se puede concluir que la Iglesia de las Cartas pasto-
rales se aproxima a la de la carta a los Efesios, en cuanto que ambas con-
templan la Iglesia como magnitud autónoma contrapuesta a los creyentes
concretos, es decir, entre Cristo y los cristianos. Aflora así la afirmación
fundamental de la dimensión eclesial de la identidad cristiana. Si se añade
su insistencia en el ordenamiento estructural, en los ministerios, en su ser
ámbito de la verdad, esta Iglesia porta los rasgos de una institución. En una
palabra: la Iglesia de las Cartas pastorales es el marco institucional dispues-
to por Dios para que los hombres puedan encontrarse con Cristo y puedan
vivir conforme a esa fe.

5. Conclusión: La iglesia como «misterio» y «sujeto histórico»

El conjunto de los distintos cuerpos literarios del Nuevo Testamento es


un reflejo cronológico y geográfico de la abigarrada variedad de «Iglesias que
los apóstoles nos dejaron», que R. E. Brown ha estudiado de forma magistral
para el último tercio del siglo I, etapa en la que fue escrita la mayor parte del
Nuevo Testamento. Todo este desarrollo evolutivo viene a coincidir con el
hacerse mismo de la gran Iglesia, esa que Ignacio de Antioquía denominó la
«católica» a principios del siglo II, acogiendo en su seno a una pluralidad de
comunidades cristianas diseminadas por Asia Menor y la cuenca del Medite-
rráneo que se sabían en la comunión de fe y del único pan eucarístico (Cfr.
R. E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986).
La Eclesiología del NT es una respuesta permanente, bajo la guía del
Espíritu Paráclito, a lo que Dios ha obrado en Jesús más allá de su muer-
te. La importancia de estos testimonios para la reflexión teológica ulterior
es decisiva desde su condición de norma y fundamento para la Iglesia de
todos los tiempos: «Cristo como Hijo al frente de su casa: su casa somos
nosotros, a condición de que mantengamos la libertad y el orgullo de la
esperanza» (Heb 3,6). La fe en una acción creadora siempre nueva de Dios
hace que la Iglesia, pueblo de Dios en marcha (Heb 3,7-4, 11), esté en una
permanente interacción con el mundo. Porque Dios sigue pronunciando
y determinando un nuevo «hoy», para los partícipes y seguidores de Cristo
sigue en pie aquella interpelación: «Si hoy escucháis su voz no endurezcáis
vuestro corazón» (Heb 4,7).
Cierto es por lo demás que la realidad eclesial aparece configurada
como un fenómeno humano social e histórico, pero no se puede ignorar
—salvo riesgo de empequeñecerla— su sustancia teológica, por la que la
Iglesia llamada a testimoniar el «misterio del Evangelio» (Ef 6,19) está enrai-
zada en el designio salvífico de Dios. Para explicitar la conexión entre el

441
LA LÓGICA DE LA FE

Dios trinitario y la Iglesia el NT utiliza los nombres fundamentales de pue-


blo de Dios, cuerpo de Cristo y comunión del Espíritu. Con ellos repiensa
teológicamente la realidad de las comunidades eclesiales y su realización
como totalidad de dimensión universal. Al comentar el concepto de «nuevo
pueblo de Dios» presente en la constitución Lumen gentium, la Comisión
Teológica Internacional señala que la Iglesia se configura como «misterio» y
como «sujeto histórico»: «Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que,
por ello, lo distingue de todo otro pueblo, es vivir ejerciendo simultánea-
mente la memoria y la espera de Jesucristo y, por ello, el compromiso de la
misión» («Temas selectos de Eclesiología», 337-342; aquí: 339).

II. 3. ESTRUCTURAS Y CONFIGURACIÓN SOCIAL DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO COMO


IGLESIA

El cristianismo primitivo entró en una fase de búsqueda de identidad


intereclesial y de consolidación frente a la gnosis, frente a los cultos mis-
téricos, frente a la religión politeísta del helenismo. Este proceso, como ha
mostrado Margaret Y. Macdonald, puede percibirse en la misma evolución
interna del corpus paulino (Cfr. Las comunidades paulinas. Estudio socio-
histórico de la institucionalización en los escritos paulinos y deuteropauli-
nos, Salamanca 1994). Las primeras cartas paulinas representan un primer
estadio de institucionalización constructora de la comunidad, donde preva-
lece la autoridad carismática de Pablo. En un segundo momento, tipificado
por Colosenses y Efesios, se ha producido una institucionalización estabi-
lizadora de la comunidad; la desaparición del Apóstol obliga a establecer
una forma de autoridad que asume el modelo familiar. En un estadio ulte-
rior, representado por las Cartas pastorales, se percibe una institucionaliza-
ción protectora que subraya la autoridad de Timoteo y Tito, al tiempo que
estipula el nombramiento de presbyteroi y la función de episkopé en cada
ciudad. Estaba en marcha el camino hacia el episcopado monárquico, con
la afirmación de la presidencia eucarística por el obispo.
En los textos del Concilio Vaticano II se lee que los obispos son «suce-
sores» de los Apóstoles por «institución divina» (cfr. LG III, 18.20). Allí se es-
tablece también la tripleta clásica de los ministerios eclesiales: «Los obispos
recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores los presbí-
teros y diáconos, presidiendo en nombre de Dios la grey, de la que son pas-
tores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
de gobierno» (LG III, 20). Ahora bien, ¿se puede justificar desde el NT una
sucesión apostólica de «origen divino», o es el fruto de la organización inter-
na de la Iglesia urgida por el propio proceso de institucionalización? Aquí
surge una grave cuestión ecuménica, pues la Iglesia de la Reforma favorece

442
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

esta segunda comprensión, y no reconoce entre el ministerio episcopal y


los Apóstoles un lazo directo en el sentido de una «sucesión apostólica».
Sin embargo, en el saludo inicial de la carta a los Filipenses, es decir, hacia
el año 60, se encuentra la mención más antigua de «obispos y diáconos» (Flp
1,1), única por lo demás en las cartas auténticas de Pablo. El dato, a primera
vista desconcertante, no es tan extraño si se considera que en los escritos
paulinos aparecen —si bien bajo otras denominaciones— diversas funciones
(1Tes 5,12; 1Cor 12,28; 16,15; Rom 12,6-8) y que, más tarde, las cartas pas-
torales y la primera carta de Clemente (42,1-5; 44,1-3), hacia el año 95, men-
cionan el ministerio de «obispos» y «diáconos», no como una nueva creación
sino como conservación de una institución previa. Por otro lado, las Cartas
pastorales mencionan en distintas ocasiones la figura de los «presbíteros»,
acercándose así a los datos que ofrecen los Hechos de los Apóstoles.

§ 30. Para garantizar su conexión permanente con el acontecimiento


fundador y con el mensaje apostólico, conservando así el don de gracia que
la constituye internamente, Cristo el Señor instituyó en su Iglesia diversos
ministerios, ordenados al bien común y cuidado de todo el cuerpo y al ser-
vicio de sus hermanos, con el encargo misionero de anunciar el Evangelio a
todos los pueblos hasta el fin de los tiempos.

1. La sociología y el Nuevo Testamento: del movimiento de Jesús a


la Iglesia cristiana

El hecho de la existencia y la vitalidad de las comunidades cristianas


es inseparable de la elaboración de una primera teología sobre la Iglesia;
asimismo, en el corazón de esta reflexión se constata la emergencia de una
variedad y unidad de los ministerios de presidencia (J. Delorme [dir.], El
ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975). Este
proceso exige un esfuerzo de reconstrucción de la génesis de la Iglesia
aplicando los métodos histórico-críticos y los métodos sociológicos al NT.
Esta problemática se desgrana en una serie de preguntas que se han ido
diversificando al socaire de la investigación de los últimos decenios: ¿Cómo
se ha producido la transformación de un movimiento carismático de fuer-
te impronta apocalíptica en una potente institución que se consolida por
toda la cuenca mediterránea en un leve espacio de tiempo? ¿Cómo se ha
pasado de un movimiento de tipo rural a una religión urbana? ¿Cómo se ha
producido la ruptura con el judaísmo? ¿Cómo han evolucionado las Iglesias
domésticas? ¿Cómo han aparecido los primeros ministerios? ¿Cómo llega a
aclimatarse la tríada obispos-presbíteros-diáconos? A la Eclesiología le afec-
ta de manera eminente ese interrogante de naturaleza sociológica acerca de
las formas de organizar la fraternidad cristiana que se plasma en el surgi-

443
LA LÓGICA DE LA FE

miento de las estructuras comunitarias de liderazgo. En este estudio, la re-


flexión teológica debe ir acompañada de un dossier exegético bien fundado
en la historia de la Iglesia cristiana primitiva y en el estudio sociológico del
cristianismo de los orígenes (B. Holmberg, Historia social del cristianismo
primitivo. La sociología y el Nuevo Testamento, Córdoba 1995).
En este horizonte histórico, sociológico y teológico hay que situar el
surgimiento de los ministeria communitatis. Es evidente que en razón de la
estructura encarnatoria de la Iglesia dimanen una serie de diferencias geo-
gráficas y cronológicas. Los grupos y comunidades de los años treinta, radi-
cados en un ámbito palestinense, están organizados teológica y socialmente
de una forma distinta a la de los grupos cristianos de las zonas de Asia
Menor y Grecia de finales del siglo I. El paso del ámbito judío al ámbito no
judío, así como el tránsito de la época apostólica a la post-apostólica, traje-
ron consigo la asimilación de nuevas estructuras de organización. Volvemos
así a la Iglesia del origen. No por mero interés arqueológico, sino porque
buscamos criterios orientadores a la hora de plantear nuestros problemas
actuales (R. Aguirre [Dir.], Así empezó el cristianismo, Estella-Navarra 2010).
El NT es la «carta constitucional» de la Iglesia. La época apostólica de la
Iglesia primitiva es decisiva para la eclesiología de todo tiempo en razón del
carácter definitivo de la revelación plena acaecida en Jesucristo; y «no hay
que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación
de nuestro Señor Jesucristo» (DV 4). La etapa apostólica de la Iglesia es nor-
ma y fundamento para la Iglesia de todos los tiempos. R. E. Brown distingue
en la época apostólica estos tres períodos: el período apostólico (30-65 d.C.),
el período sub-apostólico (66-100 d.C) y el período post-apostólico (100-150
d.C.). El período apostólico se caracteriza por una creencia tan inminente en
el retorno del Señor que apenas se prestó atención al futuro de las iglesias y a
su organización; en el período sub-apostólico, ante la muerte de los apóstoles
y con vistas a evitar las falsas doctrinas, comienzan a fijarse unas estructuras
ministeriales. A lo largo del siglo II se configura la tripleta ministerial o el epis-
copado monárquico. Siendo el texto inspirado del NT la norma normans, el
problema de la organización y la consolidación de las estructuras ministeriales
de la Iglesia obliga a tomar en consideración otros testimonios no neotestamen-
tarios, primeros escritos cristianos no canónicos (de los Padres apostólicos y de
los apologetas), contemporáneos de los escritos más tardíos incluidos en el NT.
Estos documentos vienen a explicitar y desarrollar elementos que en los textos
neotestamentarios sólo se hallan en estadio germinal o implícito.

2. Las estructuras de la comunidad de Jerusalén

Aunque los documentos más antiguos del Nuevo Testamento son las
cartas auténticas de Pablo, hay que orientar la mirada hacia la formación de

444
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

la proto-comunidad de Jerusalén. El grupo de seguidores de Jesús, testigos


de las apariciones del Señor resucitado, se instala en la Ciudad Santa. Aque-
lla primera cristiandad se apropia el nombre de ekklesia, pueblo elegido,
convocado y renovado por Dios conforme a las promesas hechas a Israel.
A diferencia del grupo de Qumran, que se aparta a las orillas del Mar Muer-
to, la primera comunidad se sitúa en el corazón religioso del judaísmo, la
ciudad de Jerusalén, con la conciencia de ser representante y portador de
la salvación dirigida al pueblo de la alianza véterotestamentaria y acaecida
en Jesucristo, crucificado y resucitado.
El grupo de los Doce (cfr. Mt 19,28; Lc 22,30) preside inicialmente la
proto-comunidad en Jerusalén y asume la tarea de proclamar el anuncio de
salvación a todo Israel. Pedro actúa como portavoz; por otro lado, la co-
munidad primitiva de lengua aramea podía recurrir a las palabras de Jesús
que apuntan a un ministerio especial de Pedro vinculado, entre otras cosas,
al cambio de nombre (Mt 16,13-20). En este sentido resulta altamente sig-
nificativo que Pablo reproduzca, al comienzo del capítulo 15 de la primera
carta a los corintios, aquella antigua tradición de la comunidad más antigua
que hace de Pedro el primer testigo del Resucitado (15,3-5). Ello indica que
Pablo reconoce y no cuestiona el ministerio singular del apóstol Pedro.
Ahora bien, Pablo está igualmente convencido de que su apostolado, que
le ha sido confiado directamente por el Kyrios, no es inferior al de Pedro.
Si Pedro ha sido enviado a los judíos, Pablo orientará su ministerio a los
gentiles (Gál 2,7).
Desde los mismos escritos paulinos se puede constatar que poco tiempo
después se ha producido un cambio en la dirección de la comunidad jero-
solimitana. Cuando Pablo vuelve a Jerusalén dice haberse encontrado con
un grupo de tres personalidades, a las que se considera como «columnas»:
Cefas, Santiago, Juan (Gál 1,18-20; 2,9). Mientras ellos lideran la comuni-
dad, el grupo de los Doce ha pasado a un segundo plano. Pero también
sabemos que Cefas no ha residido de forma permanente en Jerusalén, sino
que ha actuado fuera de Palestina, primeramente en Antioquía y finalmen-
te en Roma. En consecuencia, la presidencia de la proto-comunidad va a
ser asumida por Santiago, el hermano del Señor, a quien asisten -según la
narración de los Hechos de los Apóstoles- un círculo de «ancianos = pres
byteroi» (21,18).
La estructura comunitaria en Jerusalén se ha configurado a partir de un
modelo judío de la época: en los diversos lugares las sinagogas estaban
regidas por un grupo de «ancianos», de manera que a uno de ellos le corres-
ponde la presidencia. En la medida en que esta proto-comunidad judeo-
cristiana de Jerusalén se siente orientada, en primer término, a anunciar el
Evangelio a Israel, esto es, al pueblo de la antigua alianza, se organiza y
estructura conforme a un modelo judío. Sin embargo, hay que recordar que

445
LA LÓGICA DE LA FE

desde muy pronto ha existido un grupo de los siete (Hech 6,3), que han
dirigido muy probablemente una comunidad de juedo-cristianos helenistas
y que fueron expulsados de Jerusalén. Este grupo de «helenistas» se muestra
distante respecto del templo y crítico frente a la ley (6,13); por sus convic-
ciones cristológicas serán objeto de persecución y de muerte personificadas
en el martirio de Esteban. Al abandonar Jerusalén quedó la puerta abierta
para ampliar el anuncio del Evangelio de Cristo más allá de las fronteras del
judeo-cristianismo (Hech 11,19-20). Pablo reconocerá en esta universalidad
del anuncio a los pueblos gentiles la especificidad de su ministerio. Sin
embargo, es notable que las nuevas comunidades cristianas, sean de raíces
judías o paganas, se saben vinculadas a la comunidad madre de Jerusalén.
El apóstol Pablo reúne entre las Iglesias por él fundadas una colecta, que se
orienta tanto al servicio y socorro de aquella comunidad como al testimonio
y respeto que la cristiandad adeuda a los primeros testigos y enviados del
Evangelio en Jerusalén.

3. Las estructuras de liderazgo en las comunidades paulinas

En un breve lapso de tiempo surgieron un sinnúmero de pequeñas


comunidades, cuya composición no será sólo de antiguos simpatizantes
de las sinagogas, sino que se abren a gentes de todos los pueblos que
confiesan a Cristo resucitado como su Señor. Al igual que la comunidad
primitiva de Jerusalén, las comunidades paulinas estaban embargadas por
la expectativa de un pronto retorno del Señor. Se entiende, pues, que no
fuera objeto de especial preocupación la reflexión sobre la estructura de
la vida comunitaria. Bastaba con un mínimo de principios regulativos que
aseguraran la celebración litúrgica y las tareas básicas dentro de la comu-
nidad. Es, con todo, notable que ante la expectativa inminente las comu-
nidades paulinas no hayan sucumbido a un entusiasmo lunático que se
desentendiera de las realidades, obligaciones y preocupaciones terrenas.
El Apóstol ha instruido a aquellos cristianos para afrontar con sobriedad
las tareas cotidianas según el Evangelio sin dejarse llevar de falsos y en-
gañosos espíritus.
En las comunidades paulinas resulta característica la acción y la presen-
cia experimentada del Espíritu que permite desplegar una amplia gama de
dones o servicios correlativos a las necesidades de la comunidad (1Cor 12;
Rom 12). Estos dones o carismas abarcan la profecía, la doctrina, la capa-
cidad para curar y el servicio de la caridad. No se trata en modo alguno de
una enumeración exhaustiva y completa Pablo quiere establecer que se re-
quiere de una pluralidad de dones del Espíritu para que el cuerpo de Cristo
llegue a la plenitud desde la variedad de sus miembros, porque todos esos

446
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

carismas del Espíritu han de ser ordenados a la «edificación del cuerpo de


Cristo», esto es, de la comunidad (1Cor 14,26).
Las cartas paulinas ofrecen algunas escuetas indicaciones para la con-
figuración de una estructura comunitaria. En las comunidades ha habido
personas que ejercen la presidencia (1Tes 5,12). Por otro lado, se afirma
en 1Cor 12,28 que Dios puso en la Iglesia «apóstoles, profetas, maestros»;
estos tres servicios, que están estrictamente relacionados con el anuncio
de la Palabra, presentan una prioridad sobre todos aquellos otros servicios
realizados en la comunidad. En el funcionamiento del cuerpo resulta im-
prescindible la tarea de cada uno de sus miembros y su servicio a la unidad.
Dentro de esas pluralidad de tareas y servicios, Flp 1,1 habla, como ya di-
jimos, de episkopoi (=vigilantes, inspectores) y diakonoi. Ambos conceptos
son de procedencia helenística. Es la única vez que en las cartas auténticas
de Pablo aparece este par de conceptos. Algunos piensan que se trata de
una interpolación tardía. Para otros, estos conceptos que, inicialmente, des-
cribían funciones y servicios dentro de la comunidad, se han ido cargando
progresivamente de un contenido específico cristiano.
De cualquiera de las maneras, lo que más sorprende es que las indica-
ciones que se encuentran en las cartas paulinas o que apuntan a la estruc-
tura de la proto-comunidad de Jerusalén, nunca hablan de algo así como
unos «sacerdotes» que hayan actuado en aquellas primeras comunidades
eclesiales. No obstante, el Apóstol ha podido caracterizar ocasionalmente
el servicio especial que ha dispensado a las comunidades con expresiones
que enlazan con las tradiciones sacerdotales (Rom 15,16). Pero en ningún
lugar se menciona un ministerio sacerdotal en las primitivas comunidades
cristianas. Esta ausencia es tanto más significativa si se repara en la comu-
nidad de Qumran: para su estructura y organización es decisiva la figura de
los sacerdotes, como garantes de y representantes de la pureza que debe
caracterizar a la comunidad electa. Las primeras comunidades están orien-
tadas en su vida y acción al Evangelio, no tanto a exigencias o tradiciones
cúlticas. La vida de las comunidades ha de ser configurada según la imagen
paulina del cuerpo de Cristo. Las comunidades están al servicio del anun-
cio del Evangelio del Señor, la multiplicidad de los miembros es expresión
de los diversos dones del Espíritu que han de ser puestos al servicio de la
edificación y de la unidad del cuerpo. Las cartas deuteropaulinas, como ya
vimos, han desarrollado este motivo del cuerpo de Cristo en esta dirección:
la cabeza, que es Cristo, se contrapone al cuerpo, que es la Iglesia. En la
reflexión de la carta a los Efesios se lee: «Cristo el Señor puso en su Iglesia
apóstoles, profetas, evangelistas y maestros» (4,11-13).

447
LA LÓGICA DE LA FE

4. La organización de la comunidad según las Cartas pastorales. La


emergencia de la tripleta clásica: obispos, presbíteros y diáconos

En la evolución de las estructuras comunitarias del cristianismo primitivo


los documentos más significativos son las Cartas pastorales. Se trata de es-
critos de finales del siglo I que han desarrollado notablemente la tradición
paulina. Antes de adentrarnos en la presentación de sus nuevas perspec-
tivas echemos una rápida ojeada a otros escritos del NT. Los «ancianos»
actúan en la carta de Santiago (5,14). También la primera carta de Pedro
habla de estos presbyteroi, a los que Pedro se considera especialmente uni-
do en calidad de «co-presbítero». Notable es el caso del cuarto Evangelio,
donde no se mencionan ministerios especiales; si bien las cartas joánicas
dejan reconocer que la dirección de la comunidad ha sido confiada a los
«presbíteros». Todos estos datos parecen indicar que en los comienzos de
la constitución de las comunidades primitivas esta figura de los ancianos
o presbíteros ha empezado a jugar un papel importante. Los Hechos de
los Apóstoles nos van a presentar a un Pablo y un Bernabé que instituyen
«ancianos en cada Iglesia» (14,23), «encargados de toda la grey, en medio de
cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes (episkopoi) para pasto-
rear la Iglesia de Dios» (20,28).
Las Cartas pastorales tienen por preocupación fundamental la protección
y salvaguarda de la tradición recibida; con este objetivo ponen un énfasis
especial en el ordenamiento eclesial. La Iglesia es descrita en las cartas
pastorales como una institución, como la casa de Dios (1Tim 3,14-16; 2Tim
2,19-21), la Iglesia del Dios vivo, que testimonia ante el mundo la presencia
salvífica de Dios, siendo al mismo tiempo «columna y fundamento de la
verdad» (1Tim 3,15). Aquí aparecen estipulados los términos que luego han
caracterizado los tres ministerios clásicos: obispos, presbíteros, diáconos, si
bien aún no tienen su modulación específica con su graduación jerárquica
neta. Ahora bien, no quiere ello decir que estén ya claramente delimitadas
y descritas sus funciones específicas o que estos términos se recubran con
nuestras categorías actuales. Resulta llamativo que, en determinados con-
textos, las cartas pastorales hablen de obispo en singular (1Tim 3,1-13) y,
seguidamente, se pasa a hablar también de diáconos. Dentro de la primera
carta a Timoteo, en otro contexto, se habla también de los ancianos que
están al frente de las Iglesias (1Tim 5,17-19). Por otro lado, Tito habría re-
cibido del Apóstol el encargo de «nombrar ancianos en cada ciudad» (Tit
1,5), para afirmar seguidamente que «el obispo, como administrador de
Dios», tiene que presentar determinadas cualidades (1,7ss). Se plantean di-
versas cuestiones. Aunque se hable de obispo en singular, no podemos
presuponer sin más que un obispo estuviera al frente de la comunidad;
queda abierta la pregunta si ese episkopos no es sino uno del círculo de

448
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

los presbyteroi de la comunidad que ha de ser caracterizado como un «pri-


mus inter pares». El pasaje de Tit 1,5ss parece equiparar a los ancianos con
los obispos, interpretando su ministerio en el sentido del episcopado. En
efecto, como hemos de indicar enseguida, la figura del obispo adquirirá un
relieve y realce peculiar. Cabría hablar de un presupuesto implícito: en cada
comunidad debe haber un dirigente responsable. Así como la casa, reclama
un pater familias (1Tim 3,5), así la Iglesia, casa de Dios, reclama un solo
administrador. Está en marcha la evolución hacia el llamado «episcopado
monárquico».
Por otra parte, las Cartas pastorales dan cabida a la doctrina de los
carismas presente en las cartas auténticas de Pablo, introduciéndola en la
estructura y organización ministerial. El ministro de la comunidad recibe el
don del Espíritu orientado a la realización de su servicio. Por la imposición
de las manos, esto es, por el rito de ordenación, alguien queda capacitado
para desempeñar la tarea que se le encarga. La primera carta a Timoteo
insta a «no descuidar el don que hay en ti, que se te concedió mediante una
palabra profética con la imposición de las manos del consejo de ancianos»
(1Tim 4,14); y la segunda abunda en esta misma idea: «Te recuerdo que
avives el don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2Tim
1,6). En el primer caso el sujeto de esta ordenación es el consejo de ancia-
nos, mientras que en el segundo se trata del Apóstol. Las Cartas pastorales
reflejan un nuevo estadio de evolución. Ante las amenazas procedentes de
dentro y de fuera, las comunidades del ámbito de la misión paulina se topa-
ron con la tarea urgente e insoslayable de dotar a su organización comuni-
taria de estructuras más fijas y estables. Las Cartas pastorales parecen mane-
jar, entre las distintas posibilidades y modelos, dos estructuras previas: una,
la de los ancianos y el consejo de ancianos, de raíz judía o palestinense; la
otra, de obispos y diáconos, se asienta en la misión helenística. La tarea de
ordenar la fraternidad cristiana se nos presenta como un proceso abierto
a la hora de organizar estos diversos elementos. La estructura comunitaria,
incoada y reconocible en las Cartas pastorales, se va a ir imponiendo paula-
tinamente. En la evolución ulterior, sobre el obispo local recae la dirección
de la comunidad, rodeado por un consejo de presbíteros y asistido para el
servicio por los diáconos. Sin embargo, hay que recordar que ningún testi-
monio neotestamentario suministra indicaciones acerca de quién preside la
celebración eucarística. Esta evolución, en la dirección del llamado episco-
pado monárquico, acaece a lo largo del siglo II. Está testimoniada por vez
primera en las cartas de Ignacio de Antioquía. Afirma, por ej., en la carta a
los cristianos de Esmirna: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre,
y al presbiterio como a los apóstoles. Respetad a los diáconos como al man-
damiento de Dios. Nada de lo que atañe a la Iglesia lo hagáis sin el obispo.

449
LA LÓGICA DE LA FE

Sólo ha de considerarse válida aquella eucaristía presidida por el obispo o


por aquél en quien él mismo delegue» (VIII, 1).
Los resultados de esta lectura panorámica del NT centrada en la organi-
zación de las primeras comunidades plantea una cuestión de gran resonan-
cia ecuménica: el problema de la unidad y de la multiplicidad. ¿Fundamenta
el canon del NT un modelo unitario de Iglesia? Se puede sacar la conclu-
sión de que el pluralismo eclesiológico está tan arraigado en la experiencia
eclesial apostólica que debía ser prolongado en el tiempo. Ahora bien, ¿la
actual pluralidad de Iglesias es, entonces, un fenómeno normal y no pato-
lógico? ¿Cómo afectan estos datos a la institución de un ministerio eclesial
de institución divina?
La evolución histórica ha caminado en la dirección de la consolidación
de la tripleta ministerial de obispos, presbíteros y diáconos. El Espíritu,
que ha guiado y determinado la fe y la configuración de la vida de los
primeros cristianos, ha ido creando el correspondiente ordenamiento de la
comunidad. La Iglesia antigua ha asumido en Oriente y en Occidente una
estructura eclesial unitaria en la que el obispo aparece como el dirigente
de las Iglesias locales. Por tanto, a la hora de reflexionar acerca de un
modelo para organizar la Iglesia del presente, el análisis histórico parece
recomendar que aquel modelo de estructura comunitaria generado en la
fase inicial de la Iglesia puede ser determinante para el tiempo presente y
futuro. En estos términos se expresa el Documento de Lima (1982) cuando
afirma: «El Nuevo Testamento no describe un modelo único de ministerio
que pudiera servir de proyecto original o norma constante para todos los
futuros ministerios en la Iglesia. Lo que aparece en el Nuevo Testamento
más bien es una variedad de formas que se daban en diferentes lugares y
tiempos. Conforme el Espíritu Santo fue dirigiendo la vida, culto y misión
de la Iglesia, ciertos elementos de esta primitiva variedad adquirieron ma-
yor desarrollo y fijación, dando lugar a modelos más universales de ministe-
rios. A lo largo de los siglos II y III se estableció el triple modelo de obispo,
presbítero y diácono como ministerios ordenados en toda la Iglesia» (n. 19)
(Cfr. A. González Montes (ed.), Enchiridion Oecumenicum, I, Salamanca
1986, 312-930). A partir del reconocimiento de los cambios sufridos por esta
tripleta ministerial a lo largo de la historia, el Documento hace la siguiente
propuesta ecuménica y de futuro: «Aunque no hay un modelo único en el
Nuevo Testamento, aunque el Espíritu ha conducido a la Iglesia muchas ve-
ces a una adaptación de sus ministros a las necesidades concretas, y aunque
han sido bendecidas otras formas del ministerio ordenado con los dones
del Espíritu Santo; sin embargo, el triple ministerio de obispo, presbítero y
diácono puede servir hoy como expresión de la unidad que buscamos, e in-
cluso como un medio para conseguirla. Hay que decir que, históricamente,
el triple ministerio llegó a ser el modelo aceptado generalmente en la Iglesia

450
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

en los primeros siglos y que aún permanece hoy en muchas Iglesias. Para
cumplir su misión y servicio, las Iglesias necesitan gente que, de diferentes
formas, expresen y lleven a cabo las tareas del ministerio ordenado en los
aspectos y funciones del diácono, presbítero y obispo» (n. 22).
Ahora bien, lo que hoy conocemos como «episcopado histórico» no lo
encontramos en el NT. La tríada obispo-presbítero-diácono, tradicional des-
de Ignacio de Antioquía, representa una división de funciones que en el NT
y en el período post-apostólico queda en una cierta indefinición. Esta tríada
no puede ser referida a una institución directa e inmediata de Jesucristo,
y de modo especial, es claro que la distinción obispo-presbítero ha sido
objeto de una decisión eclesial. A ello se añade la afirmación, en el umbral
del siglo I al II, de la «sucesión apostólica», es decir, la transmisión de las
funciones de los apóstoles a los obispos. La cuestión, por tanto, suena así:
¿puede entenderse el resultado de este cambio histórico a favor de episco-
pado histórico como «institución divina»?
La teología protestante responde negativamente a la pregunta, y ahí se
pone de relieve una comprensión de la «apostolicidad» diferente a la católi-
ca. Es difícil pensar que Cristo determinó explícitamente la estructura epis-
copal de las Iglesias locales; es evidente que los apóstoles, guiados por el
Espíritu, tomaron decisiones sobre la estructura de la Iglesia en momentos
de necesidad (los 7 diáconos de Hech 6,1-6). Es bastante coherente con lo
que vemos en el resto del NT y en el tiempo posterior, cuando se sintió la
necesidad de un punto focal de unidad en cada Iglesia local. En vida del
apóstol fundador o del colaborador apostólico la función de un líder pas-
toral en cada iglesia no era necesaria; pero es razonable pensar que esta
función se hizo necesaria. Y de hecho, un siglo después, un obispo estaba
al frente de cada iglesia, siendo reconocido como legítimo sucesor de los
apóstoles. Confiamos en que el Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia del
siglo II y III en su discernimiento de los escritos que iban a ser normativos
para su fe; de la misma forma que el canon de las Escrituras fue aceptado
por la Iglesia, ella misma estuvo persuadida de que un ministerio episcopal
formaba parte de su estructura esencial. Bajo la guía del Espíritu Santo (Jn
16,13) ha percibido la coherencia de esta decisión con los datos del NT, de
modo que el episcopado histórico se sitúa dentro del plan de Dios para su
Iglesia.
La Iglesia católico-romana ha señalado la importancia capital que conce-
de a los tres ministerios ordenados, pronunciándose -aunque sin hacer una
definición solemne- respecto a la sacramentalidad del episcopado. Además
los textos del Vaticano II reconocen ese carácter de decisión histórica en
la teología de los ministerios: «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al
mundo (cfr. Jn. 10, 36), hizo a los obispos partícipes de su propia consagra-
ción y misión por mediación de los Apóstoles, de los cuales son sucesores.

451
LA LÓGICA DE LA FE

Estos han confiado legítimamente la función de su ministerio en diversos


grados a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, ins-
tituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya desde antiguo
recibían los nombres de obispos, presbíteros y diáconos» (Cfr. LG III, 28).

5. Conclusión: la interpretación pneumatológica de la fórmula de


Calcedonia en Eclesiología

En el fondo de esta grave cuestión ecuménica se conjuga la decisión


humana con el aliento del Espíritu yendo más allá de la sola Escritura. La
teología de la Iglesia no es sólo «Eclesiología teológica»; su desenvolverse
como institución y realidad social y humana en la historia le da esa modu-
lación específica de «Sociología teológica», que le obliga a situarse de forma
coherente entre el monofisismo y el nestorianismo eclesiológicos. Esta vía
media aparece condensada en la descripción del misterio eclesial que hace
el Vaticano II recurriendo a la analogía del Verbo encarnado: «Cristo, el úni-
co Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe,
esperanza y amor, como un organismo visible. (…) Pero la sociedad pro-
vista de sus órganos jerárquicos y el cuerpo místico de Cristo, la asamblea
visible y la comunidad espiritual, la Iglesia de la tierra y la Iglesia enrique-
cida con los bienes del cielo, no deben ser consideradas como dos reali-
dades distintas, sino que forman más bien una realidad compleja que está
integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara,
por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la
naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino como órgano
vivo de salvación que le está indisolublemente unido, de la misma manera
el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo, que
le da vida para que el cuerpo crezca» (LG I, 8).
Este pasaje intenta dar una explicación del título del capítulo primero de
la constitución dogmática Lumen gentium, «El misterio de la Iglesia». Para
ello recurre a la fórmula cristológica de Calcedonia, trazando un paralelis-
mo con el misterio de Cristo, ya que en ambos casos se trata de la unidad,
sin confusión, pero sin separación, entre un elemento humano y un ele-
mento divino, que constituyen así una sola realidad compleja, «teándrica».
Ahora bien, aunque esta perspectiva nace desde la lógica de la encarnación,
en el fondo se trata para el caso de la Iglesia de una afirmación de índole
pneumatológica, puesto que es precisamente la acción del Espíritu la que
permite establecer la unidad entre el elemento humano y el elemento divi-
no de la Iglesia: el organismo social está al servicio del Espíritu de Cristo. La
constitución sobre la Iglesia ha perfilado esta idea al subrayar su naturaleza
escatológica: «Cristo, después de resucitar de entre los muertos, envió su

452
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

Espíritu vivificador, y por él hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento


universal de salvación» (LG VII, 48).
Volvamos al importante artículo 8 de la constitución: «Esta es la única
Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, ca-
tólica y apostólica. (…) Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo
como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica gobernada por el suce-
sor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sin duda, fuera de su
estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y
de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia
la unidad católica» (LG I, 8b). La pregunta que surge a continuación, a la
vista del devenir histórico y de las escisiones y rupturas eclesiales, suena
así: esa Iglesia de Cristo, ¿existe en alguna parte a día de hoy? La respuesta
del Concilio Vaticano II afirma mediante una fórmula de mediación, no
exclusivista, sino abierta, la autoconciencia de la Iglesia católica de ser ver-
dadera Iglesia de Cristo, al tiempo que reconoce la eclesialidad parcial de
las otras Iglesias y comunidades cristianas, que guardan a su vez elementos
de santificación y verdad de la única Iglesia de Cristo. Esa fórmula «subsistit
in», como escribiera en su día el redactor principal de Lumen gentium, «es
todo el ecumenismo en germen» (G. Philips, La Iglesia y su misterio, I, 149s);
sobre ella estamos obligados a volver una y otra vez (Cfr. Ch. Morerod, Tra-
dition et unité des chrétiens, París 2005, 179-216). Ahora bien, tampoco se
puede obviar que buena parte del problema tiene que ver con el problema
de los ministerios de la comunidad eclesial y su relevancia eclesiológica a
la hora de definir la Iglesia.
El intento de unificar el lenguaje y la teología nacida de la Reforma
protestante encontró su plasmación en la Confesión de Augsburgo (1530),
que estipulaba en su artículo VII una definición de Iglesia asentada sobre
el doble criterio de la predicación del Evangelio y la administración de los
sacramentos. Un siglo antes, uno de los primeros redactores de un tratado
teológico sobre la Iglesia, el dominico Juan de Ragusa, había dado lugar
a una definición de Iglesia edificada sobre estos tres pilares: confessio de
una misma fe, communio en los sacramentos, oboedientia a los legítimos
pastores (S. Madrigal, La eclesiología de Juan de Ragusa O.P. (1390/95-
1443). Estudio e interpretación de su «Tractatus de Ecclesia», Madrid 1995,
317). Aquí, como reflejo de la tradición de la Iglesia antigua, se añade a las
realidades de la palabra y del sacramento un tercer elemento, que es el del
ministerio eclesial. Por tanto, si la fe del catolicismo romano está plenamen-
te de acuerdo con la simbólica eclesial de la Confesión de Augsburgo en lo
referente al anuncio del Evangelio y a la celebración de los sacramentos,
se constata en la misma definición de Iglesia una diferencia eclesiológica
básica entre el catolicismo y protestantismo: la teología evangélica define a
la Iglesia sin el ministerio espiritual. La doctrina católica subraya, frente a la

453
LA LÓGICA DE LA FE

interpretación reformada, que el ministerio ordenado sirve a la palabra de


Dios como predicador e intérprete autorizado, y sirve a la comunicación de
la gracia sacramental en virtud de la naturaleza eclesial del sacramento del
orden. En otras palabras: la estructura ministerial forma parte integrante del
concepto católico de Iglesia.
En este sentido creemos que la acción divina del Espíritu Santo se sirve
del organismo social de la Iglesia, de sus signos y sacramentos en los que
transmite la gracia que emana de la redención de Cristo. Porque la Iglesia
no sólo es sacramento de Cristo, sino del mismo Espíritu de Cristo. La ac-
ción divina del Espíritu prolonga los bienes de la redención, aquí y ahora,
y por medio de los gestos y signos sacramentales, concretos y temporales,
facilita a los creyentes su participación en la vida divina. Sólo si el cristiano
percibe en la pobre realización de la Iglesia visible el medio por el que está
en íntima comunión con la gracia de Cristo, y así como la vida divina, será
capaz de mantener en tiempo de invierno y desafección eclesial su fideli-
dad a la Iglesia.

III. ASPECTOS ESENCIALES DE LA IGLESIA: KOINONIA - DIAKONIA - LEITOURGIA -


MARTYRIA. ECLESIOLOGÍA EN PERSPECTIVA SISTEMÁTICA

El Credo Niceno-constantinopolitano nombra las cuatro propiedades de


la Iglesia: unidad, santidad, catolicidad apostolicidad. Sabido es que el tra-
tado teológico sobre la Iglesia se configuró en sus orígenes, a finales de la
Edad Media, como una explanación de la cláusula del Símbolo de fe sobre
la Iglesia y sus cuatro atributos. Esta orientación, anticipada en el comen-
tario al Símbolo de Tomás de Aquino y en el De regimine christiano de
Jacobo de Viterbo, exhibe un nuevo grado de maduración en las obras de
Juan de Ragusa (Tractatus de Ecclesia), Juan de Torquemada (Summa de
Ecclesia) y Juan de Segovia (Liber de substantia Ecclesiae), que vieron la luz
a lo largo del siglo XV en medio del debate sostenido entre los partidarios
del papalismo y del conciliarismo, y como respuesta al concepto espiritua-
lista de Iglesia de Juan Wyclif y Juan Hus. A día de hoy no faltan en el pa-
norama bibliográfico postconciliar tratados eclesiológicos construidos sobre
esta estructura de las propiedades esenciales de la Iglesia (S. Madrigal, «El
tratado De Ecclesia. Pasado y presente», en: S. Madrigal-E. Gil, Sólo la Iglesia
es cosmos, Madrid 2000, 393-440). Aquí, sin perder de vista esta perspectiva,
vamos a desarrollar una reflexión sistemática al amparo del rótulo «aspectos
de la Iglesia», asumiendo las indicaciones de la obra homónima de Yves
de Montcheuil, SJ (1900-1944), donde afirma: «El catolicismo se distingue
de todas las otras formas de vida religiosa, cristianas o no cristianas, por la
importancia que da a la Iglesia» (Aspects de l’Église, París 1956, 7). La pri-

454
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

mera lección de su curso, del 13 de noviembre de 1942, estuvo dedicada al


«problema de la Iglesia», con el deseo explícito de llevar a sus oyentes desde
el mero vivir en la Iglesia, a un vivir mucho más de la Iglesia, porque ella
juega un papel determinado en el retorno del hombre hacia Dios.
Los aspectos aquí escogidos —koinonia, diakonia, leitourgia, mar-
tyria— dejan traslucir las cuatro propiedades esenciales de la Iglesia, uni-
dad, catolicidad, apostolicidad, santidad, al tiempo que guardan una refe-
rencia decisiva a las cuatro constituciones del Vaticano II: Lumen gentium,
Gaudium et spes, Sacrosanctum Concilium, Dei Verbum. Más arriba hemos
indicado la idea de «comunión» como el verdadero «nexus mysteriorum»
en la articulación del Credo de fe. Esta dimensión esencial de la Iglesia
se despliega en aquellas otras dimensiones que constituyen la tarea de la
comunidad eclesial, conforme a las indicaciones de Benedicto XVI en su
primera encíclica (Deus caritas est, 25): «La naturaleza íntima de la Iglesia se
expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma - mar-
tyria), celebración de los Sacramentos (leitourgia) y servicio de la caridad
(diakonia)».

III.1. LA IGLESIA HACE LA EUCARISTÍA Y LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA

§ 31. Koinonia: La Iglesia, según el Concilio Vaticano II, es el nuevo pue-


blo de Dios que, por la alianza nueva, entra en el misterio de la comunión
con Dios, por Jesucristo, en el Espíritu. La eclesiología de comunión es el
fundamento para el orden en la Iglesia en la que se integran el pluralismo
en la unidad, la Iglesia particular en la universal, el ministerio personal en
la colegialidad, la autoridad en la corresponsabilidad.

1. El primer díptico de la Constitución dogmática Lumen gentium:


el misterio de la Iglesia, pueblo de Dios llamado a la «comunión»

La Eclesiología es un «saber situado» o «saber penúltimo», tal y como


expresa un bello pasaje del Vaticano II: «La Iglesia peregrina lleva en sus sa-
cramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este
siglo que pasa» (LG VII, 48). Por ello no ha de extrañar el flujo y reflujo que
va de la teoría a la realidad, de modo que la aplicación de la doctrina con-
ciliar haya suscitado un debate acerca de la idea central y fundamental de la
Iglesia que se vio plasmado en la contraposición polémica entre la imagen
de pueblo de Dios y una comprensión de la Iglesia en clave de comunión
(S. Madrigal, «Los nombres de la Iglesia en el tiempo posconciliar: pueblo
de Dios y/o misterio de comunión», en Vaticano II: remembranza y actua-
lización, Santander 2002, 245-270). Este fenómeno encontró un momento
de efervescencia con ocasión de la celebración del Sínodo extraordinario

455
LA LÓGICA DE LA FE

de los Obispos (1985), cuya Relación final afirma: «La eclesiología de co-
munión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio».
Por aquellas mismas fechas, la Comisión Teológica Internacional reconocía
que «la expresión «pueblo de Dios» ha llegado a designar la eclesiología
del Concilio» («Temas selectos de eclesiología», 336). En el actual momento
de recepción habría que buscar una síntesis y evitar un uso alternativo o
exclusivo de ambas categorías, para no incurrir en una deformación del
pensamiento conciliar, dando curso a una nueva reedición de la alternativa
entre las imágenes de Iglesia pueblo de Dios y cuerpo de Cristo que no
hace justicia a los datos del NT, que ya hemos presentado.
Así nos lo indica la síntesis de la doctrina conciliar que ofreció Juan Pa-
blo II en la presentación del nuevo Código de Derecho Canónico: «De entre
los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia, han
de mencionarse principalmente éstos: la doctrina que propone a la Iglesia
como el pueblo de Dios (LG II) y a la autoridad jerárquica como servicio
(LG III); además la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y,
por tanto, establece las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia
particular y la Iglesia universal y entre la colegialidad y el primado; también
la doctrina según la cual todos los miembros del Pueblo de Dios, a su modo
propio, participan de la triple función de Cristo, es decir, sacerdotal, profé-
tica y regia, doctrina a la que hay que añadir también la que considera los
deberes y derechos de los fieles cristianos, y concretamente de los laicos; fi-
nalmente, el empeño que la Iglesia debe poner en el ecumenismo» (Sacrae
disciplinae leges, Madrid 1983, 5).
A la hora de determinar la riqueza de una visión de Iglesia como pueblo
de Dios, hay que comenzar señalando que esta perspectiva eclesiológica
acoge en sí misma, desde sus propios presupuestos, la eclesiología de co-
munión. El capítulo II de Lumen gentium expresa en varios momentos su-
cesivos la autoconciencia conciliar de la Iglesia «pueblo de Dios». En primer
término, esta categoría bíblica indica que la voluntad salvífica universal de
Dios se realiza históricamente constituyendo un pueblo de su propiedad,
el Israel de las promesas, para hacerle objeto de su bienaventuranza. «Pero
todo esto —precisa LG II, 9— sucedió como preparación y figura de su
alianza nueva que iba a realizar en Cristo y de la revelación plena que iba
a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne».
La interpretación conciliar de la unidad de la historia de la salvación se
concentra cristológicamente en el concepto de «pueblo mesiánico», cuyo
núcleo es la institución de la nueva alianza en la sangre de Cristo (cfr. 1Cor
11,25). El nuevo pueblo de Dios, que no ha nacido de la carne, sino del Es-
píritu, da cabida a judíos y gentiles. Este pueblo mesiánico, pequeña grey,
tiene a Cristo por cabeza: «Cristo lo instituyó para ser comunión de vida, de
caridad y de verdad, se sirve también de él como instrumento de la reden-

456
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

ción universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de
la tierra» (LG II, 9). La Iglesia de Cristo es ese nuevo Israel, que peregrina
en busca de ciudad permanente. Entretanto, como afirma a continuación el
texto conciliar: «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven
en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y
la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento
visible de esta unidad salutífera». En esta perspectiva, la noción de pueblo
de Dios expresa el carácter histórico de la Iglesia, su provisionalidad y su
dinámica escatológica, la unidad de la historia de la revelación y la unidad
interna del pueblo de Dios, incluso más allá de sus confines sacramentales,
de ahí su potencial ecuménico y su aptitud para expresar la orientación de
la humanidad a Cristo, como germen e instrumento de la preparación del
reino de Dios definitivo en el que Dios es «todo en todo» (1Cor 15,28). Por
eso, la noción de pueblo de Dios refleja con transparencia, aunque no de
modo exclusivo, el misterio de la Iglesia.
A partir de esta determinación cristológica del pueblo de Dios, los ar-
tículos 10-12 de la constitución Lumen gentium describen al conjunto de
la totalidad de los fieles como pueblo sacerdotal y profético (1Pe 2,5-9),
señalando lo que es común a todos en el plano de la existencia cristiana
antes de cualquier distinción en razón de oficio, de vocación o de estado.
Esta eclesiología del pueblo de Dios o teología de la comunidad cristiana
afirma el sacerdocio común y el sentido de la fe de todos los cristianos.
Sobre los fundamentos de la gracia bautismal y de la participación de todos
los creyentes en la función mesiánica de Cristo se asienta esa forma básica
y primaria de la comunión cristiana, esa unidad básica que nace de la on-
tología común de la gracia del bautismo, de la idéntica dignidad e igualdad
fundamental previas a la diversidad generada por carisma o ministerio. Es el
Espíritu Santo quien santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacra-
mentos y los ministerios, reparte gracias y distribuye sus dones a cada uno
según quiere (1Cor 12,11); son, pues, los carismas del Espíritu para el bien
común. Brevemente: «El Espíritu del Hijo, Señor y dador de vida es, para
toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes, el principio de uni-
dad y de asociación en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunidad de
vida, en el partir el pan y en las oraciones» (LG II, 13). Podemos recapitular
este recorrido con la definición de Iglesia dada por S. Cipriano, que sirve
de colofón al planteamiento trinitario de la constitución dogmática sobre
Lumen gentium para describir el misterio de la Iglesia: «el pueblo reunido
con la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG I, 4).
Estas reflexiones nos sitúan ante el interrogante principal de la Relación
final del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985: ¿Qué significa la
palabra compleja «comunión»? Por communio se entiende «la comunión con
Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Pala-

457
LA LÓGICA DE LA FE

bra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y el fundamento


de la comunión de la Iglesia; la eucaristía es la fuente y el culmen de toda
la vida cristiana (cfr. LG 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo
significa y hace, es decir, edifica, la íntima comunión de todos los fieles en
el cuerpo de Cristo que es la Iglesia».
Como ya dijimos, la noción «pueblo de Dios» nos ofrece en perspectiva
histórico-salvífica una inmejorable aproximación a la idea de comunión;
ahora bien, es preciso reconocer que la otra gran imagen paulina, cuerpo
de Cristo, que guarda una profunda relación con la idea bíblica de koi-
nonia/comunión, ayuda a completar y profundizar desde su perspectiva
propia la descripción del misterio de la Iglesia. El texto de la Relación
final indica la ruta a seguir: «Koinonia/comunión, fundadas en la Sagrada
Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias
orientales hasta nuestros días».

2. Fundamentos bíblicos de la noción koinonia/comunión:


la Iglesia, «icono de la Trinidad»

El NT no aplica nunca directamente a la Iglesia la idea de koinonia/


comunión. Por ello hay que comenzar examinando la pertinencia de esta
atribución. De las 19 veces que aparece en el NT, no se encuentra nunca
en los Evangelios; por consiguiente, nunca estuvo en boca de Jesús, pero
procede sin duda de la comunidad primera. Este término griego juega un
papel preponderante en las cartas auténticas de Pablo, documentado hasta
13 veces, y, como ya tuvimos ocasión de señalar, está al servicio de la in-
terpretación del acontecimiento del misterio eucarístico en su relación con
el acontecimiento salvífico de la cruz: la participación común en los dones
de la salvación genera una especial relación de comunión entre las perso-
nas. Los «muchos» que comen un mismo pan forman un solo cuerpo (1Cor
10,16-17). Este es el trasunto que da unidad a los diversos usos del término
koinonia, de modo que el mismo concepto permite establecer una gama
variada de relaciones comunitarias: de Pablo con sus mismas comunidades
(Flp 4,15-16), de las Iglesias o comunidades paulinas con la comunidad de
Jerusalén, sellada con el apretón de manos con Cefas, Santiago y Juan (Gál
2,9), hasta el punto de que la colecta a favor de los pobres de la comunidad
madre recibe el nombre de koinonia (Rom 15,26; 2Cor 8,4; 9,13; cfr. Heb
13,15). En otras palabras: el pensamiento eclesiológico de Pablo gira en
torno a la noción de koinonia. Veamos sus momentos de mayor densidad,
que permiten trazar un circuito trinitario (cfr. J. Reumann, «La koinonia
en las Escrituras. Estudio de los textos bíblicos»: Diálogo Ecuménico XXIX
[1994] 239-286).

458
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

En primer lugar, el amor y la fidelidad de Dios Padre son principio y


fundamento de la comunión: «Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados
a la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Cor 1,9). Es Dios
quien llama y elige a los creyentes a la comunión con su Hijo, de modo
que el autor primero de esa comunión es Dios que muestra su fidelidad
(1Cor 10,13) con su «llamamiento» (1Tes 5,24). El verbo empleado (eklêthête
eis koinonian) tiene la misma raíz que la palabra ekklesía. Esta perspectiva
paulina se deja completar con las indicaciones de la primera carta de Juan:
la vida que estaba junto a Dios se nos ha manifestado; este anuncio de los
que lo han contemplado hace nacer una comunión con el Padre y con el
Hijo Jesucristo (1 Jn 1, 3ss), que convierte al Padre en la meta y fin último
de la comunión con Cristo. Se trata, por tanto, de la dimensión teo-lógica y
escatológica de la koinonia.
En segundo lugar, la koinonia con el Hijo entraña una comunión euca-
rístico-sacramental y una comunión eclesial. La participación en la sangre
y cuerpo de Cristo, es decir, la comunión en la vida y en el sacrificio de
Cristo, su fracción y su quebranto, genera comunión entre los que beben
de la misma copa y comen el mismo pan (1Cor 10,16-17; cfr. Rom 12,5;
1Cor 12,27). Para Pablo, comunión tiene un sentido salvífico, comunitario,
corporativo, de modo que el concepto global de koinonia aproxima la
eclesiología a la soteriología: comunión con Cristo es salvación; al mismo
tiempo, comunión de unos con otros en Cristo, es la comunidad cristiana
ideal. Este es el fundamento de una Eclesiología sacramental basada en la
eucaristía, una perspectiva que coincide con las señas de identidad de la
primera comunidad de Jerusalén, reunida en torno a la enseñanza de los
apóstoles, en la koinonia, en la fracción del pan y en la oración (Hech
2,42). Por otro lado, la tradición patrística ha desarrollado esta misma idea:
las Iglesias que celebran la misma eucaristía quedan vinculadas entre sí por
la comunión del único cuerpo de Cristo. Ahora bien, Cristo funda comu-
nidad no sólo por medio de la participación en su cuerpo (y sangre), sino
también a partir de la participación en sus sufrimientos (Flp 3,10; cfr. 1Pe
4,13). Hech 2,42.44 relata que todos los que creían vivían unidos; Pablo, por
su parte, habla esa misma comunión/participación en la fe (Flm 6) y en el
Evangelio (Flp 1,5; 1Cor 9,23).
La comunión del Espíritu Santo cierra el ciclo: en dos ocasiones habla
Pablo de la comunión en el Espíritu (2Cor 13,13 y Flp 2,1), rubricando
que lo que une a todos los cristianos es, finalmente, la participación en un
mismo Espíritu. Los antecedentes de 2Cor 13,13 estarían dados en las afir-
maciones de este otro pasaje de la carta: «Dios nos ha confirmado en Cristo,
nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado en nuestros corazones las
arras del Espíritu» (2Cor 1,21-22). En paralelo a las fórmulas «la gracia de
nuestro Señor Jesucristo», «el amor del Padre», la cláusula «comunión del Es-

459
LA LÓGICA DE LA FE

píritu Santo» parece indicar la acción de producir en nosotros la comunión,


que nos introduce en la comunidad de vida trinitaria. El Espíritu es el ceñi-
dor de la unidad (Flp 2,1-4), el principio activo y dinámico de la koinonia.
En el marco de la consideración de la Iglesia a la luz de la idea de «co-
munión» aparecen con nitidez sus fundamentos trinitarios, de modo que
siendo la Trinidad el origen, la forma y la meta de la vida eclesial, podemos
decir que la Iglesia es, como les gustaba decir a los Padres, «icono de la
Trinidad». Ciertamente, equiparar koinonia con Iglesia es ir más allá del NT;
ahora bien, está fuera de duda que el NT expresa las dos relaciones cons-
titutivas de la Iglesia, —su comunión con Dios, en la dimensión vertical, y
la comunión de los creyentes entre sí, en la dimensión horizontal—, con
un solo y único término: koinonia (cfr. 1Jn 1,6-7). Más aún, esta categoría
entraña un potencial ecuménico enorme y se ha convertido, desde la asam-
blea de Fe y Constitución celebrada en Santiago de Compostela (1992), en
ideal regulador para la búsqueda de unidad entre las Iglesias y comunida-
des cristianas.

3. La noción de «comunión» como idea directriz del Concilio


Vaticano II

Aunque la idea de Iglesia-comunión no haya sido objeto de un capítulo


particular en Lumen gentium, sin embargo, puede constatarse una presen-
cia difusa y constante a lo largo de los documentos, y bien puede decirse
que el Vaticano II, en la pluralidad y variedad de sus afirmaciones, se con-
vierte en una caja de resonancia de la noción de «comunión» presente en la
Escritura y de su evolución en la tradición cristiana. Es, pues, el momento
de evaluar ese carácter de idea central que le otorga la Relación final del
Sínodo extraordinario de los Obispos, subrayada y repensada en el docu-
mento Communionis notio (1992) de la Congregación para la Doctrina de
la Fe. Siguiendo la sistematización de W. Kasper («Iglesia como communio.
Consideraciones sobre la idea eclesiológica directriz del concilio Vaticano
II», en: Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 376-400), podemos señalar el sig-
nificado de communio en los documentos conciliares.
1. La comunión con el Dios trinitario. La categoría de comunión se refie-
re fundamentalmente al misterio de Dios en su vida trinitaria que se ofrece
para ser participado por los creyentes. A esta conclusión nos condujo ya
el análisis de esta categoría en el NT. Communio designa la naturaleza o
mysterium de la Iglesia; el «misterio de la Iglesia» consiste en que tenemos
acceso al Padre en el Espíritu a través de Jesucristo, para participar en su
vida divina. La comunión trinitaria prefigura, hace posible y sustenta la co-
munión de las Iglesias. La Iglesia es el icono de la comunión trinitaria del
Padre, Hijo y Espíritu Santo (LG 4; UR 2).

460
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

2. La participación en la vida de Dios por la Palabra y los sacramentos.


La «comunión» se efectúa, ante todo, por la Palabra, auto-revelación de Dios
ofrecida al hombre y que éste ha de acoger en la fe. Es la Palabra de Dios
creadora de una nueva creación, que hace aquello que dice: es creadora
de la nueva humanidad de los hijos de Dios. La Palabra que dice y hace la
comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. La comunión se
edifica sobre una base sacramental, en especial, por medio de los sacra-
mentos de iniciación y constituyentes del ser cristiano y de la comunidad
cristiana: el bautismo, la confirmación y la eucaristía. El bautismo es puerta
de entrada en el ámbito divino de la comunión. Por la incorporación a
Cristo y en la participación del Espíritu Santo el hombre entra realmente en
la intimidad de la vida divina, en la comunión de la unidad y de la trini-
dad del ser de Dios. Es el ser-cristiano de la nueva creación. La eucaristía,
fuente y culminación de la vida cristiana, realiza vitalmente la comunión
de los fieles con Dios y entre sí, mediante la nueva alianza en la comunión
sacramental del Cuerpo y la Sangre de Cristo (1Cor 10,16-17). A partir de
esa base sacramental de la comunión se edifica la Iglesia. Como communio
eucarística, la Iglesia es no sólo copia de la communio trinitaria, sino tam-
bién su actualización; signo-medio de salvación, y fruto de salvación. (LG
7; UR 22; SC 47; LG 11; AG 9). Como señala J. Ratzinger a propósito de esta
noción eucarística de Iglesia: «Esta eclesiología de la communio ha llegado
a ser el auténtico corazón de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia, el
elemento nuevo y, al mismo tiempo, enteramente ligado a los orígenes que
este concilio ha querido ofrecernos» (Iglesia, ecumenismo, política, 10; «La
eclesiología de la Constitución Lumen gentium», en: Convocados en el cami-
no de la fe. La Iglesia como comunión, Madrid 2004, 129-157).
3. La Iglesia como comunión-unidad de las Iglesias locales. La comunión
con Dios comunicada a través de la Palabra y del sacramento se realiza
concretamente en la communio de las Iglesias locales fundadas mediante
la eucaristía (terminus technicus). Con esta concepción de comunión de las
Iglesias locales fundadas en la eucaristía, el Vaticano II hace suyos un con-
cepto y una realidad fundamental de la Iglesia antigua. Esta idea de comu-
nión juega un papel fundamental en el decreto sobre las Iglesias orientales
y en el decreto sobre el ecumenismo. Dentro de la Iglesia católica sirve de
marco para expresar la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias par-
ticulares o locales (LG III, 23). Ello supone el retorno y la recuperación de
la eclesiología de comunión del primer milenio, que constituye asimismo el
presupuesto de la colegialidad episcopal y el marco teológico para plantear
la relación entre primado y episcopado (NP 2; OE 13; UR 14s; LG 23.26;
CD 11).
4. La comunión de los fieles, como corresponsabilidad en la vida y en
la misión de la Iglesia. Frente a la societas inaequalis la común pertenencia

461
LA LÓGICA DE LA FE

al pueblo de Dios precede a toda distinción en razón de ministerios, caris-


mas y servicios. El presupuesto de esta comunión básica es la doctrina del
sacerdocio común de todos los bautizados (LG 10), que fundamenta la idea
de participación en la vida litúrgica (SC 14) y la corresponsabilidad en la
misión de la Iglesia (AA 2), a partir del testimonio que brota del sensus fidei
o sensus fidelium (cfr. LG 12).
5. «La Iglesia como communio —dice la Relación final del Sínodo de los
Obispos (n. 26)— es sacramento para la salvación del mundo». La Iglesia es
tipo, modelo y ejemplo de la communio de los hombres y de los pueblos
(AG 11.23; GS 29); este pueblo mesiánico, signo universal de la salvación
(LG 9), existe en la historia «como un sacramento», signo e instrumento para
la paz del mundo (LG 1; GS 42.45). Dios quiere renovar todas las cosas en
Cristo mediante la comunión eclesial.
Por consiguiente, la koinonía no tiene su fuente ni en las exigencias so-
ciológicas de toda institución humana ni en los meros principios éticos, sino
en la fe. La «comunión» no es un atributo suplementario, sino que constituye
el mismo «ser eclesial». Se entiende así la afirmación de la Relación final del
Sínodo de 1985: «La eclesiología de comunión no se puede reducir a meras
cuestiones organizativas o cuestiones que se refieren a meras potestades.
Sin embargo, la eclesiología de comunión es también fundamento para el
orden en la Iglesia y, sobre todo, para una justa relación entre la unidad y la
pluriformidad en la Iglesia» (n. 18). Ahí se sitúa la relación entre las Iglesias
particulares y la Iglesia universal, y la eclesiología de comunión ofrece el
fundamento de la colegialidad (n. 21), de la participación y de la correspon-
sabilidad en todos sus grados (n. 23).

4. Principios fundamentales de una Eclesiología de comunión:


redescubrimiento de la Iglesia local

La Iglesia es el pueblo convocado por Dios y reunido por el Espíritu


Santo en la comunión del cuerpo de Cristo. Este es su misterio. Ahora bien,
¿dónde podemos experimentar realmente este ser de la Iglesia? La respuesta
del Concilio suena así: la Iglesia de Cristo «se hace presente» (adest) en las
Iglesias locales (LG III, 26). La Iglesia universal «existe en y a partir» de las
Iglesias locales, y las Iglesias locales están hechas a imagen de la Iglesia
universal (LG III, 23). La comunidad eclesial local es el punto de encuentro
de la historia trinitaria de Dios y de la historia humana. El planteamiento
pneumatológico y trinitario permite valorar adecuadamente la consistencia
teológica de la Iglesia local, de modo que el acontecimiento del Espíritu
queda referido al acontecimiento de Cristo, concretado en la celebración
eucarística, sacramentum unitatis, cumbre y fuente de la vida de la Iglesia
(SC 11). En la comunidad eucarística local, bajo la presidencia del obispo,

462
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

según la más antigua tradición cristiana, está presente en plenitud el miste-


rio de la Iglesia. La Iglesia local es el lugar de la máxima actualización de
la Iglesia de Cristo Es la comunidad concreta que se reúne en torno al altar,
desde donde se anuncia el misterio pascual del Señor y su Evangelio. La
primera consecuencia del redescubrimiento de la eclesiología de comunión
es la revalorización de la Iglesia local. Este fenómeno ha dejado planteados
una serie de interrogantes: ¿Cuáles son los elementos constitutivos de una
Iglesia local y cuáles las relaciones entre ellos? ¿En qué relación se halla
la Iglesia local y la Iglesia universal, como «communio ecclesiarum»? (cfr.
Communionis notio, 8).
1. Entre las Iglesias particulares (locales) y la Iglesia universal existe una
interioridad mutua», una especie de ósmosis, de modo que el misterio de la
Iglesia se hace palpable en la Iglesia particular (LG III, 23). En el plano del
misterio existe una identidad real, hasta el punto que cada comunidad local
(la diócesis presidida por el obispo, según CD 11) merece «el nombre que
es gala del único y total pueblo de Dios, es decir, Iglesia de Dios» (LG III,
28). Por consiguiente, la Iglesia particular no es una mera circunscripción
administrativa de la Iglesia universal. La totalidad del misterio de la Iglesia
subsiste en la Iglesia particular. Y, de forma recíproca, «la Iglesia particular
debe representar lo mejor que pueda a la Iglesia universal» (AG 20).
2. Este misterio de identidad y de unidad, que subsiste en y a pesar de la
diversidad fáctica de las Iglesias locales, descubre su referencia última en el
misterio de la eucaristía, que es una e idéntica a través de la multiplicidad
de las celebraciones locales (LG III, 26).
3. Este misterio de identidad y de unidad está remitido a la institución
del ministerio episcopal. La eucaristía es presidida por el obispo en el cen-
tro de su presbiterio. Es figura de la unidad de su pueblo reunido por el
Señor o, como dice el Vaticano II, «vicario y delegado de Cristo» (LG III,
27). El obispo desempeña un ministerio constitutivo de la Iglesia local,
que garantiza la apostolicidad de la comunidad (conexión con los orígenes
apostólicos) y la catolicidad, porque establece la unidad con el resto de las
Iglesias en su calidad de miembro del colegio episcopal. El episcopado es
único, extendido por un gran número de obispos en la comunión, reflejo
de la identidad mística de lo universal y lo particular. De este principio de
la colegialidad episcopal nos hemos de ocupar enseguida.
4. El pueblo de Dios constituye «una comunión de vida, de caridad y de
verdad» (LG II, 9) en un lugar. La voz koinonía establece, según dijimos, las
dos relaciones básicas que sirven para definir el ser íntimo de la Iglesia: co-
munión vertical con el Dios trinitario y comunión horizontal entre los seres
humanos (1Jn 1, 3ss). La unidad mística se traduce en unas relaciones de
comunión fraterna, que es comunión en la fe, comunión en la celebración
de los sacramentos, comunión de vida en un mismo cuerpo orgánico, par-

463
LA LÓGICA DE LA FE

ticipación en una misma misión. Los procesos instituyentes de la comunión


son los elementos constitutivos de la Iglesia local: el Evangelio de la recon-
ciliación, el Espíritu Santo, los sacramentos —en especial, la eucaristía— y
los ministerios. Es el Espíritu quien propicia la variedad y la pluriformidad
en la unidad. Un pasaje de UR 2 lo expresa bien: «El Espíritu Santo, que
habita en los creyentes y llena y dirige a toda la Iglesia, es quien realiza la
admirable comunión de los creyentes (communio fidelium) y tan estrecha-
mente los une a todos en Cristo, que Él es el principio de la unidad de la
Iglesia». Cada Iglesia es en sí misma una comunión; la comunión de estas
comuniones se da en una sola comunión, la de la Iglesia universal.
5. Así como la Iglesia particular encuentra representada su unidad en
su obispo, la Iglesia universal, y en ella el colegio episcopal, encuentran
representada su unidad en el Obispo de Roma. El Papa es el símbolo visible
de la unidad de la Iglesia universal y ejerce el ministerio de la comunión
entre todas las Iglesias. Juan Pablo II, que trazó en su encíclica Ut unum sint
(1995) el desafío de buscar un nuevo ejercicio del primado en una nueva
situación ecuménica, puso a la Iglesia que se adentra en el tercer milenio
ante el reto de ser «la casa y la escuela de la comunión». Al proponer una
espiritualidad de la comunión no olvidaba pensar en esos servicios específi-
cos de la comunión que son el ministerio petrino y la colegialidad episcopal
(NMI 43-44).

5. Primado, colegialidad episcopal y communio ecclesiarum

Llegamos así a una reflexión sobre el gobierno en la Iglesia-comunión,


que ha de repensar a la vista el capítulo III de la Constitución sobre la Igle-
sia, Lumen gentium, la integración del ministerio personal del Obispo de
Roma en la colegialidad episcopal. La idea del colegio episcopal debe ser
situada en la óptica de la sucesión apostólica: el oficio confiado por Cristo a
los apóstoles permanece en el orden de los obispos; en ellos, que suceden
al colegio apostólico en el magisterio y en el régimen pastoral, se prolonga
también esa misma estructura colegial: «Así como por disposición del Señor,
S. Pedro y los demás apóstoles forman un solo colegio apostólico, de modo
semejante (pari ratione) se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de
Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua discipli-
na, conforme a la cual los obispos establecidos por todo el mundo comuni-
caban entre sí y con el Obispo de Roma con el vínculo de la unidad, de la
caridad y de la paz, como también los concilios convocados para resolver
en común las cosas más importantes, manifiestan la naturaleza y forma co-
legial propia del orden episcopal» (LG III, 22).
El Concilio ha hecho suya la sentencia de Cipriano: el episcopado es
uno e indiviso. De la misma manera que Pedro ha sido puesto por Cristo

464
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

al frente del colegio apostólico, el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, es


la cabeza del colegio episcopal. Por tanto, tal y como indica la Nota expli-
cativa previa, no hay que entender «colegio» como grupo de iguales que
haya entregado a un presidente su potestad, sino en el sentido de «grupo
estable, cuya estructura y autoridad debe ser deducida de la revelación». El
Vaticano II ha asumido la doctrina dogmáticamente formulada por el Vati-
cano I en su constitución Pastor aeternus: el Obispo de Roma, sucesor de
Pedro, es el principio y fundamento visible de la communio episcoporum y
de la multitud de los fieles (LG, 18.23; cfr. DH 3051). Ahora bien, hay que
subrayar al mismo tiempo que cada obispo entronca personalmente, aun-
que solidariamente, en la misma raíz apostólica de la cual brota el único
e indiviso episcopado. El Concilio ratifica estas afirmaciones recurriendo a
varios argumentos de naturaleza histórica: por un lado, la tradición antigua
y disciplina de comunicación, de caridad y de paz entre los obispos y de
los obispos con el papa; y, por otro lado, la praxis sinodal y conciliar de
la Iglesia, así como ese uso litúrgico, atestiguado en el canon 3 de Nicea,
según el cual se debía convocar al menos tres obispos a la hora de elevar
a un nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. El recuerdo de estas
formas y prácticas de la comunión entre los obispos de una determinada
región sigue teniendo validez para nuestros días, sobre todo por lo que se
refiere a las conferencias episcopales y el sínodo de los obispos.
La verdadera aportación de Lumen gentium respecto a Pastor aeternus
se aprecia a luz de este dato: el Vaticano I habla de la unicidad y de la
indivisibilidad del episcopado sin mencionar el término «colegio», sin repa-
rar en la consideración de la sacramentalidad del episcopado. La imagen
del obispo, desfigurada por las circunstancias históricas y por la corrosión
teológica, estaba necesitando una redefinición. Frente al galicanismo y al
josefinismo, Roma había reaccionado con una evidente afirmación de la
autoridad papal. La erosión teológica era efecto de la distinción entre el
poder sacramental y el poder de jurisdicción de un obispo. Esta estricta dis-
tinción introducía la idea de que la autoridad de un obispo no procedía del
sacramento del orden sino de una delegación papal. El Vaticano II recupera
el fundamento de la antigua eclesiología de comunión: por la ordenación
episcopal una persona pasa a ser miembro de un cuerpo llamado colegio
episcopal y recibe así su poder directamente de Cristo, no del papa, aunque
el papa, como cabeza del colegio, tiene el derecho de indicarle dónde y
cómo puede ejercer esa autoridad. Además, reunidos como colegio y en su
calidad de sucesores de los obispos, todos los obispos son corporativamen-
te responsables de la Iglesia y de la evangelización del mundo entero: «Uno
es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración
sacramental y de la comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros
del colegio» (LG III, 22).

465
LA LÓGICA DE LA FE

El concepto de comunión jerárquica nos sitúa ante el problema de la


unidad y de la diversidad, de la pluralidad y de la universalidad de la Iglesia
(J. Ratzinger, «La colegialidad episcopal según la doctrina del Concilio Va-
ticano II», en El nuevo pueblo de Dios, Barcelona 1969, 191-224). La Iglesia
una se encarna y se concreta en el espacio y en el tiempo. La unidad del
colegio episcopal se manifiesta también en las relaciones entre las Iglesias
particulares y la Iglesia universal. Lo que se predica del papa para la Iglesia
universal, se predica también del obispo para las Iglesias locales: «Del mis-
mo modo cada obispo es el principio y fundamento visible de unidad en
su propia Iglesia formada a imagen de la Iglesia universal; y así en todas las
Iglesias particulares y de todas ellas resulta la Iglesia católica una y única.
Por eso cada obispo representa a su Iglesia, pero todos ellos a una con el
papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la
unidad» (LG III, 23).
Esto significa que la Iglesia universal no nace de la fusión ulterior como
la suma o confederación de las Iglesias particulares; al mismo tiempo, hay
que afirmar que tampoco las Iglesias particulares o locales son simplemente
una división administrativa de la Iglesia universal en una especie de provin-
cias. En suma: la estructura esencial de la Iglesia es, por institución divina,
papal y episcopal. La comunión que se haya de producir y de buscar pro-
cede desde estos dos polos, y sólo así será la expresión real de la unidad
en la catolicidad y de la catolicidad en la unidad.
Añadamos, para concluir, que los textos conciliares recuerdan que los
obispos, como sucesores de los Apóstoles, han recibido la misión de en-
señar y evangelizar; «esta función, que el Señor confió a los pastores de su
pueblo, es un verdadero servicio, que en la Escritura recibe el nombre de
diaconía o ministerio» (LG III, 24).

III.2. LA IGLESIA HACE LA MISIÓN Y LA MISIÓN HACE LA IGLESIA

§ 32. Diakonia: La presencia de la Iglesia de Jesucristo en este mundo


es una presencia evangelizadora y de encarnación, solidaria del género
humano y de su historia. En el ejercicio de su acción misionera la Iglesia,
sacramento universal de la salvación, ofrece su cooperación para instituir
la fraternidad universal del reino de Dios continuando, bajo la guía del
Espíritu, la obra de Cristo que vino a servir, no a ser servido, a salvar, no a
condenar.

1. Apertura de la Iglesia al mundo como estructura del Vaticano II

En la puesta en marcha del Vaticano II estuvo muy presente el mandato


misionero del Resucitado: «Id al mundo entero…» (Mt 28,19-20). Al final del

466
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

primer periodo de sesiones, conforme a la intuición del cardenal Suenens,


se abrió paso la certeza de que el Concilio debía responder a una doble
pregunta: ¿qué es la Iglesia?, ¿qué hace la Iglesia en este mundo? Ambos
interrogantes son indisociables. Ciertamente, el resultado de aquella mirada
ad intra quedó plasmado de forma eminente en la constitución dogmática
Lumen gentium, mientras que el esfuerzo por pensar la tarea y la misión de
la Iglesia en el mundo contemporáneo, la mirada ad extra, dio lugar a la
constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy.
Ahora bien, no se puede desconocer que Lumen gentium es misionera has-
ta los tuétanos (cfr. LG II, 17), y que buena parte de los documentos conci-
liares dirigidos a una renovación interna de la Iglesia respiran una marcada
orientación hacia la evangelización, haciendo suya la impronta caracterís-
tica de «apertura de la Iglesia al mundo» que es la estructura característica
de la constitución pastoral. Baste pensar en el decreto sobre el apostolado
seglar, sobre la vida religiosa o sobre el ministerio de los presbíteros, por no
hablar del decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia.
Por este motivo en la reflexión teológica sobre la Iglesia el tema de la
misión no puede ser un mero apéndice sino que debe ocupar un lugar cen-
tral. La pregunta acerca de la misión, ¿cuál es la tarea histórica de la Iglesia?,
se transforma de hecho en una pregunta acerca de su misma identidad: «Si
por un lado, es verdad que no sólo la Iglesia hace la misión, sino que la
misión hace la Iglesia, por otro lado no se ve cómo sería posible tener una
inteligencia de la misión que tuviera como tema a una Iglesia de la que
nunca se trazase un retrato» (S. Dianich, Iglesia en misión. Hacia una ecle-
siología dinámica, Salamanca 1988, 19).
En esta perspectiva la noción de Iglesia-sacramento permite expresar
esa voluntad de servir en misión anclada en el corazón de la constitución
Gaudium et spes: la Iglesia desea «ofrecer al género humano la sincera coo-
peración para instituir la fraternidad universal», de modo que no le mueve
ninguna ambición terrena, sino la voluntad de «continuar bajo la guía del
Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar
testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para
ser servido» (GS 3). Comenzaremos dando unas indicaciones acerca de la
relación Iglesia-mundo inspiradas en la constitución pastoral. Seguidamen-
te, nos referiremos a los fundamentos básicos de la diakonia cristiana,
estableciendo la misión de Jesús como fuente y modelo de la misión evan-
gelizadora de la Iglesia; en este marco analizaremos el significado de esa
descripción de Iglesia como «sacramento universal de salvación» que abre
la puerta a una teología de la misión. Finalmente, desde la sacramentalidad
de la Iglesia, revisaremos el axioma «fuera de la Iglesia no hay salvación».
La intención de apertura de la Iglesia al mundo se manifiesta ya en el
hecho de que la constitución pastoral es el primer texto de un concilio cu-

467
LA LÓGICA DE LA FE

yos destinatarios no son sólo los miembros de la Iglesia, sino que quiere
llegar a todas las gentes, exponiendo para cristianos y no cristianos, «cómo
entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual» (GS 2).
Ya al inicio afirma que la Iglesia «se siente verdadera e íntimamente soli-
daria del género humano y de su historia», llamada a compartir «el gozo y
la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo, de los pobres y afligidos» (GS 1). Esta orientación aparece con-
densada en el capítulo IV de la primera parte, cuyo título asume la proble-
mática del documento: «sobre la tarea (munus) de la Iglesia en el mundo
de hoy» (GS 40-45). Esta sección ocupa un lugar destacado en el conjunto
del texto, pues está concebido como capítulo bisagra que enlaza las dos
partes en las que se subdivide el documento más largo del Vaticano II. La
constitución Gaudium et spes está atravesada por un doble interrogante: en
primer término, ¿qué piensa la Iglesia del ser humano?; y en segundo lugar,
desde esa visión antropológica, ¿qué recomendaciones se pueden hacer a
las grandes cuestiones que tiene planteadas la humanidad en los ámbitos
de la vida conyugal y familiar, de la cultura moderna, de la vida económi-
ca, de la sociedad política y de la paz internacional? A la primera cuestión
responde la primera sección, que lleva el rótulo de «La Iglesia y la vocación
del hombre», mientras que la segunda queda subsumida bajo el lema de
«Algunos problemas más urgentes». La sección que nos interesa está ubicada
precisamente al final de esa primera parte, una vez que ha sido trazada una
antropología de corte cristológico. A fin de cuentas, «el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Por tanto, la plataforma que utiliza Gaudium et spes para buscar el diá-
logo profundo entre la Iglesia y el mundo, entre la fe revelada y la cultura
moderna, es una antropología cristiana, que recorre sucesivamente los temas
de la dignidad humana (GS 12-22), la condición comunitaria inherente a la
vida humana (GS 23-32), su capacidad de transformar la realidad (GS 33-39).
Ahí se sitúa el capítulo IV: todo lo dicho sobre la dignidad de la persona,
sobre la comunidad humana, sobre su actividad, constituye el fundamento
de la relación entre la Iglesia y el mundo y la base de un mutuo diálogo
(GS 40a). Porque la Iglesia tiene algo que decir sobre las grandes cuestiones
antropológicas, tiene asimismo contraída una importante tarea, munus, con
respecto a este mundo: «La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del
mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del Reino
de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo
de Dios puede dar a la familia humana deriva del hecho de que la Iglesia
es «sacramento universal de salvación», que manifiesta y al mismo tiempo
realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45) (Cf. S. MADRIGAL, «Las
relaciones Iglesia-mundo según el Concilio Vaticano II», en G. URÍBARRI (ed.),
Teología y nueva evangelización, Bilbao-Madrid 2005, 13-95).

468
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

2. Misión de Jesús y misión de la Iglesia: la diakonia cristiana en


sus formas básicas

Para describir el ser íntimo de la Iglesia hemos utilizado la noción de


koinonia-comunión; para describir su actuar vamos a utilizar la categoría
de diakonia-servicio. ¿Cuáles son los fundamentos bíblicos, cristológicos y
pneumatológicos, de la noción «Iglesia servidora»? Toda Eclesiología pre-
supone una Cristología. Así como Cristo es el hombre para los demás, la
Iglesia sólo es la Iglesia de Jesús en la pro-existencia, cuando existe para los
demás, siendo servidora de la misión de Cristo. No hay diaconía evangélica
sino en el espíritu de Jesús. Por eso, la tarea evangelizadora de la Iglesia
consiste en el servicio al Reino o la diakonía de la salvación.
La tradición ha buscado el carácter evangélico de la diaconía cristiana
en estos tres pasajes: el lavatorio de los pies según la narración joánica (Jn
13,12-17); las palabras sobre el servicio que Lucas inserta en medio del rela-
to de la última Cena (Lc 22,24-27), donde Cristo se designa como diakonos,
en acto de servicio; y la respuesta de Jesús a la petición de los hijos de
Zebedeo (Mc 10,42-45), cuando dice que el Hijo del hombre no ha venido
a ser objeto de diakonía, sino para ejercer la diakonía. Resulta, pues, de-
cisivo, que el NT haya expresado el núcleo del acontecimiento cristológico
en términos de diaconía. Aquí el «servicio» designa el hecho de dar la vida
en rescate por muchos según la misión recibida del Padre. Brevemente:
estos textos presentan la diaconía de Cristo como la actitud existencial total
y como la donación de la propia vida al servicio del Reino.
Prolongando esta lógica, el canto del siervo de Isaías (42,6-7) también
puede ser aplicado a la Iglesia y a su misión. Jesús de Nazaret hizo suyas
aquellas palabras del siervo de Yahvé para describir -de forma programá-
tica- su misión: «El Espíritu del Señor está sobre mí. Porque Yahvé me ha
ungido, me ha enviado a llevar la buena nueva a los humildes, a curar los
corazones rotos, a anunciar la libertad a los cautivos, la liberación a los
encarcelados...» (Lc 4,16-19; cfr. Is 61,1-2). Este mensaje fue avalado por
el comportamiento histórico del Mesías: se sentó a la mesa con pobres y
pecadores, proclamando con hechos y palabras que la salvación gratuita
de Dios llegaba primero para ellos. Ante la desconfianza de los discípulos
del Bautista acerca de si aquel Nazareno era el Mesías, Jesús respondió: «Id
a Juan y anunciad lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos son limpiados..., los pobres son evangelizados» (Mt 11,4-5). Estos
son los signos del Reino. Surge el Reino allí donde se acaba la triste con-
dición de la humillación, de la explotación, de la pobreza, del desprecio.
Jesús aceptó vivir solidariamente, experimentar y sufrir la marginalidad de
los excluidos: «Siendo rico, por vosotros, se hizo pobre a fin de que os en-
riquecierais con su pobreza» (2Cor 8,9). Jesús es la opción de Dios por los

469
LA LÓGICA DE LA FE

pobres y pecadores, por los que son pobres a causa de sus pecados y de
los pecados de los hombres, y por los que siendo pecadores son causa de
pobreza y de injusticia.
No es indiferente, por tanto, qué tareas asume y cómo realiza su misión
la Iglesia, llamada a configurarse como Iglesia pobre y servidora a imagen
de su Fundador: «Así como Cristo realizó la obra de redención en la per-
secución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para
comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, a pesar de
su condición divina..., se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo
(Flp 2,6) y por nosotros se hizo pobre a pesar de ser rico (2Cor 8,9). También
la Iglesia, aunque necesite recursos humanos para realizar su misión, sin
embargo, no existe para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar,
también con su ejemplo, la humildad y la renuncia. Cristo fue enviado por
el Padre a anunciar la Buena noticia a los pobres... a sanar a los de cora-
zón destrozado (Lc 4,18), a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 9,10).
También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la
debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la
imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria
y busca servir a Cristo en ellos» (LG I, 8).
Este pasaje conciliar recapitula los fundamentos cristológicos de una
eclesiología de la misión en clave de servicio. La cristología mesiánica de
Cristo siervo inspira la eclesiología de la diaconía. La «diaconía de la salva-
ción» es una forma de expresar la identidad y la misión de la Iglesia, cuya
«ministerialidad» brota de su ser más íntimo. Para determinar las formas
básicas de la misión de la Iglesia al servicio del Reino miremos de nuevo
a Jesús de Nazaret. Su obra mesiánica queda perfectamente identificada en
estos tres ejes (o munus): función profética (martyría), función sacerdotal
(leitourgia), función regia (diakonia):
1. Martyría: Jesús es, en primer lugar, el heraldo de la buena noticia
esperada para los tiempos escatológicos. Recorría las ciudades y aldeas,
«predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios» (Lc 8,1). El es el
Maestro (Mt 26,18) por antonomasia, que ha venido al mundo para «testifi-
car en pro de la verdad» (Jn 18,37).
2. Leitourgia: La carta a los Hebreos declara que los cristianos tenemos
un «sumo sacerdote», «probado en todo, igual en todo a nosotros, menos en
el pecado» (4,15), que «en la obediencia de sus padecimientos se convirtió
en autor de la salvación eterna» (5,9). Jesús «obtuvo un ministerio litúrgico
tanto más diferente» ya que es el mediador de una «nueva alianza» (8,6).
A esta nueva liturgia corresponde una forma especial de oración dirigida
confiadamente a su Padre que es nuestro Padre (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4). La
entrega a la voluntad de Dios sin condiciones quiere manifestar el amor de

470
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

Dios, plasmado en toda una serie de acciones y de signos, que alcanzan su


momento cumbre en la última Cena.
3. Diakonía y agape: Esa comida pascual —preludio de la futura euca-
ristía de la Iglesia— compendia en los signos del pan y del vino el sentido
de la vida y de la muerte de Jesús. En las palabras sobre el pan y sobre la
copa no dejan de resonar aquellas palabras que compendian la vida de Je-
sús y explicitan el sentido de su muerte como servicio al reino de Dios: «Yo
estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22,27; cfr. Mc 10,45). Esta
diaconía queda modulada por el único y gran mandamiento que asocia in-
disolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo (Mc 12,28-34). Juan ha
señalado el fundamento de este mandamiento: «que os améis mutuamente,
como yo os he amado» (Jn 13,34; cfr. 11,5; 13,1); Jesús ha amado «como el
Padre le amó» (Jn 15,9). Nadie tiene más amor que el que da la vida por
sus amigos. Por ello, quien guarda los mandamientos y, en especial, este
mandamiento nuevo es amado por Dios y permanece en su amor. El dis-
tintivo de los discípulos es el amor (Jn 13,35); el agape se configura como
diaconía; y la caridad se realiza en el servicio.
Estos aspectos fundamentales de la misión de Jesús de Nazaret han lle-
gado a ser los rasgos constitutivos de la comunidad germinal: «se dedicaban
asiduamente a escuchar la enseñanza de los apóstoles, a compartir la vida, a
la fracción del pan y a la oración» (Hech 2,42). La primera Iglesia de Jerusa-
lén ha servido de referencia ideal para toda reforma o renovación a lo largo
de los siglos. A partir de éste y de los otros sumarios (4,32-35; 5,12-16),
han quedado preformadas las actividades o funciones básicas de la Iglesia:
la enseñanza de los apóstoles guarda relación con el testimonio y con el
anuncio (martyría); el compartir la vida habla de la comunión fraterna (koi-
nonía) y un servicio caritativo a los hombres (diakonía); la fracción del pan
y la oración dice relación al culto público a Dios (leitourgia).
Recapitulando: la radical diaconía de la salvación o servicio del Reino
se diversifica en estas tres diaconías matrices en las que toma cuerpo la
misión de la Iglesia bajo la guía permanente del Espíritu Santo: servicio de
la palabra (anuncio y testimonio), servicio del culto divino (oración y sacra-
mentos), servicio del amor caritativo. «Diaconia liturgiae, verbi et caritatis»
-dice LG III, 29. La única misión recibida de Cristo será actualizada, asumida
y efectuada desde la pluralidad de los carismas del Espíritu en la forma de
diaconías, de servicios o ministerios concretos: «Hay diversidad de carismas,
pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el
mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en
todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho
común» (1Cor 12,4ss). El mensaje paulino ha sido actualizado en las pala-
bras del decreto sobre el apostolado seglar: «Hay en la Iglesia pluralidad de
ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les

471
LA LÓGICA DE LA FE

confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su nombre


propio y autoridad. Los seglares, por su parte, participan del ministerio sa-
cerdotal, profético y regio de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la
parte que les atañe en la misión del pueblo de Dios» (AA 2).

3. La Iglesia, «sacramento universal de salvación»

«Si Cristo es el sacramento de Dios, —escribía H. de Lubac en 1938— la


Iglesia es para nosotros el sacramento de Cristo, ella le representa, según
toda la antigua fuerza del término: nos lo hace presente en verdad» (Catoli-
cismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963, 56). Hablar de la Iglesia
como «sacramento de salvación» es un modo de expresar la naturaleza de la
Iglesia como misterio de fe, que pone en juego una serie de relaciones bá-
sicas, Cristo y la Iglesia, salvación e Iglesia, Iglesia y mundo, acción humana
y reino de Dios, al hilo de este interrogante: ¿cómo puede ser la Iglesia y la
actividad humana la forma de la presencia de la misericordia salvadora de
Dios en este mundo?
Matías J. Scheeben (1835-1888) introdujo en la reflexión teológica la con-
vicción de que todo el cristianismo está penetrado por la idea de un «miste-
rio sacramental». Quiere ello decir que estamos ante un misterio sobrenatu-
ral, que en sí mismo no es perceptible por los sentidos y por la razón, pero
que se manifiesta externamente por medio de una realidad visible con la
que mantiene una unión real, no puramente ideal. El misterio sacramental
sigue siendo misterio, aun cuando se manifiesta visible e históricamente, y
alcanza su mayor significado cuando obra y se comunica a nosotros apro-
vechando lo visible como vehículo e instrumento. En este sentido pleno,
Jesucristo, el Hombre-Dios, es un misterio sacramental. Estamos ante la
sacramentalidad más radical, la de Cristo, que nos transporta al encuentro
con la realidad profunda y misteriosa del Dios indecible: «El que me ve a
mí, ve al Padre» (Jn 14,8-11). Siendo Cristo el sacramento radical de Dios,
del que deriva toda otra sacramentalidad, la Iglesia prolonga la presencia
de Cristo entre los hombres para ser en este sentido verdadero sacramento:
«La Iglesia es el sacramento de Jesucristo, de igual manera que el mismo
Jesucristo es para nosotros, en su humanidad, el sacramento de Dios» (H.
de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Barcelona 1963, 163).
La descripción de la Iglesia como sacramento representa, frente a la
doctrina de la Iglesia como societas perfecta, un intento de profundización
en las dimensiones más hondas de su realidad, en la relación de Cristo con
la Iglesia y su función en el mundo como medio de salvación. La expresión
se ha convertido, tras un largo período de olvido, en una de las acuñacio-
nes teológicas más características del Concilio Vaticano II, presente en la
constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium 1,9,48,59), en la

472
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

constitución sobre la liturgia (Sacrosanctum Concilium 5. 26), en la consti-


tución pastoral (Gaudium et spes 42.45), y en el decreto sobre la actividad
misionera de la Iglesia (Ad gentes 1.5). ¿Cuál es la riqueza de una visión de
Iglesia como sacramento?
1. La «sacramentalidad» de la Iglesia es expresión de su referencia consti-
tutiva a Dios uno y trino: la Iglesia es sacramento sólo «en Cristo» (LG I, 1),
y, teniendo a Dios por autor (LG II,9), depende del envío del Espíritu (LG
VII,48). Por consiguiente, como se lee en el decreto Ad gentes, la Iglesia
es «por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la
misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre»
(AG 2).
2. Como signo sacramental la Iglesia significa y transmite la salvación
querida por Dios para los hombres: es sacramento de la unidad que salva
(LG II,9), universale salutis sacramentum (LG VII,48; GS 45; AG 1). Ya la
fórmula conciliar que describe la Iglesia como «signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG I,1;
GS 42) es, en el fondo, una descripción del concepto de reino de Dios, es
decir, «signo sacramental del reinado de Dios». Esta formulación se completa
con una descripción de la Iglesia como reino de Cristo en misterio que cre-
ce visiblemente en este mundo (LG I,3). Por tanto, la definición de Iglesia
como «sacramento universal de salvación» tiene una neta impronta escato-
lógica: la Iglesia se encuentra bajo el signo de la salvación ya manifestada,
pero todavía no consumada. Como indica la Comisión Teológica Internacio-
nal, «que la Iglesia sea ya la presencia «in mysterio» del reino, se esclarece
definitivamente a partir de María, morada del Espíritu Santo, modelo de fe,
«Real-Symbol» de la Iglesia» («Temas selectos de Eclesiología», 375).
3. Es importante subrayar la dimensión cristológica de la sacramentalidad
de la Iglesia para evitar malentendidos ecuménicos: la Iglesia es sacramento
de la salvación de Cristo. La definición de Iglesia como sacramento ocurre
en un contexto cristológico ya desde el parágrafo 5 de la constitución sobre
la liturgia. En este pasaje, Jesucristo es el único mediador entre Dios y los
hombres, sobre todo mediante el misterio pascual: «del costado de Cristo
muerto en la cruz brota el maravilloso sacramento de la Iglesia».
4. Anotemos, finalmente, que es el mundo y la realidad humana histórica
el escenario vital de la Iglesia-sacramento (GS 42.45), cuya diaconía evange-
lizadora tiene como destinatarios a todas las gentes (AG 5). Podemos con-
cluir con una reflexión que anuda la condición sacramental de la Iglesia con
su misión desgranada en el triple ejercicio del testimonio, de la liturgia y de
la donación amorosa, esto es, la martyría, leitourgia y diakonia: «La Iglesia
lleva a cabo su misión como sacramento universal de salvación en la mar-
turiva, leitourgiva y diakoniva». A través de la marturiva del Evangelio de la
redención universal llevada a cabo por Jesucristo, la Iglesia anuncia a todos

473
LA LÓGICA DE LA FE

los hombres el misterio pascual de salvación que se les ofrece o del cual ya
viven sin saberlo. En la leitourgiva, la celebración del misterio pascual, la
Iglesia cumple su misión de servicio sacerdotal en representación de toda
la humanidad. En un modo que hace presente la representación de Cristo
que «se hizo pecado» por nosotros (2Cor 5,21) y en nuestro lugar «colgó del
madero» (Gál 3,13) para librarnos del pecado. Finalmente, en la diakoniva la
Iglesia da testimonio de la donación amorosa de Dios a los hombres y de la
irrupción del reino de la justicia, del amor y de la paz» (Comisión Teológica
Internacional, «El cristianismo y las religiones», 586).

4. Cambios de paradigma en la Eclesiología de la misión: la hora del


laicado

La intersección entre el concepto sacramental de «Iglesia» y la idea de


«misión» se traduce en el imperativo de «servir en misión». El decreto sobre
la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes, aprobado en la última sesión
conciliar, es su mejor exponente. En su punto de partida asume la noción
de Iglesia «sacramento universal de salvación» (cfr. AG 1). Con todo, los
comentaristas notan una oscilación del lenguaje: por un lado, existe una
comprensión que define la misión como una función esencial de la Igle-
sia; pero, por otro, se aprecia aquella concepción que insiste en la misión
como una actividad particular de quienes, enviados por la Iglesia, van por
el mundo a predicar el Evangelio entre quienes todavía no creen en Cristo
(AG 6). Ahora bien, el objetivo no será la «conversión de los infieles» (salus
animarum), según el antiguo patrón misionero, sino la fundación y el es-
tablecimiento de Iglesias locales y autóctonas. El decreto sobre la actividad
misionera representa además un enriquecimiento notable de teología de la
Iglesia local (cfr. AG 36-41).
En cualquier caso hoy resulta muy obvia la conexión entre la noción de
Iglesia y la idea de la misión, de modo que respondiendo a la pregunta:
«¿qué es la misión?», se responde en realidad a este otro interrogante: «¿qué
es la Iglesia?». Esta conexión entre Iglesia y misión corresponde a un nue-
vo paradigma histórico, una vez que se ha visto superado aquel esquema
según el cual el globo terráqueo podía dividirse en países cristianizados y
países de misión. La misión de la Iglesia no se puede interpretar como una
tarea geográficamente circunscrita, en el sentido del antiguo concepto de
misión extranjera, sino que viene a coincidir sencillamente y en toda su
amplitud con la obra de evangelización y con la misma vivencia de la voca-
ción cristiana en el mundo. La quiebra histórica de la situación de la societas
christiana no sólo ha espoleado la pregunta acerca de la tarea histórica de
la Iglesia, sino que ha visto surgir la primera teología del laicado, tal y como
la presentaba ya en 1953 el dominico Y. Congar (Jalones para una teología

474
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

del laicado). En virtud del bautismo y de la confirmación, la misión compe-


te a todo el pueblo de Dios y en los laicos reside, junto al profetismo y el
sacerdocio común, un ejercicio de su realeza, de influencia y servicio en el
mundo y en la sociedad. En esta misma línea se ha movido la constitución
pastoral Gaudium et spes que propicia una visión del hombre y la historia
abierta a Dios, al tiempo que subraya la búsqueda del reino de Dios en este
mundo desde la unidad de la historia profana y la historia de la salvación.
Aquella primera toma de conciencia de la misión histórica de la Iglesia
encuentra un momento de maduración en la exhortación apostólica Evan-
gelii nuntiandi (1975): la dimensión antropológica del anuncio evangélico
no se dirige a un hombre abstracto, sino a un hombre inmerso en situacio-
nes históricas determinadas; desde la unidad existente entre el orden de la
creación y el orden de la redención. La misión de la Iglesia consiste no sólo
en la expansión geográfica del evangelio, sino en «tocar y casi subvertir,
mediante la fuerza del evangelio, los criterios del juicio, los valores deter-
minantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes ins-
piradoras y los modelos de vida de la humanidad» (EN 19). La exhortación
de Pablo VI ofrece una visión integral de la evangelización que reconoce
sin ambages cómo el mensaje del evangelio es un mensaje de liberación.
Entre evangelización y promoción humana —desarrollo, liberación— exis-
ten lazos profundos, de orden antropológico, evangélico y el lazo de la
caridad (EN 31). La Iglesia no pretende sustituir el anuncio del reino con la
proclamación de las liberaciones humanas; y aunque establece la conexión
entre liberación humana y salvación en Cristo, no las identifica (EN 35). La
Iglesia desea insertar siempre la lucha cristiana por la liberación en el de-
signio global de la salvación por ella anunciada (EN 38).
Resuenan aquí algunos de los anhelos más hondos de la teología de la
liberación. De suyo, proponer a la Iglesia un compromiso histórico como el
de la lucha por la justicia, no era una novedad. El magisterio había venido
desarrollando desde León XIII una doctrina social sistemática. Si la misión
de la Iglesia en el ámbito social nacía bajo los auspicios de un magisterio
ético, la experiencia de la Misión de París y los curas obreros de los años
cuarenta del siglo pasado desplazaron el acento hacia el terreno de la evan-
gelización en medio del mundo obrero. La generalización de un compromi-
so histórico fue proclamada a los cuatro vientos desde la llamada teología
política. Por su parte, de manera expresa, la teología de la liberación ha re-
conocido y subrayado cuál ha sido el cambio de perspectiva impulsado por
ella: la opción por los pobres como exigencia de hacer destinatario de su
misión no al hombre moderno de las sociedades secularizadas avanzadas,
sino al pobre, no escolarizado y analfabeto, que padece el sistema político-
económico vigente.

475
LA LÓGICA DE LA FE

Desde la constitución pastoral hasta la encíclica del papa Juan Pablo II


Redemptoris missio (1990) el planteamiento de la evangelización como tarea
de la Iglesia ha recorrido un buen trecho. Esta encíclica, escrita con ocasión
del 25 aniversario del decreto Ad gentes, al tiempo que revalida la misión
tradicional en zonas aún no evangelizadas, con la consecuente prolonga-
ción del diálogo con las otras religiones iniciado por la declaración Nostra
aetate, delimita también las condiciones de la llamada «nueva evangeliza-
ción» conforme a las exigencias del anuncio del evangelio en las sociedades
fuertemente secularizadas, una viva preocupación de Benedicto XVI.
Entre los elementos más característicos del nuevo paradigma de la mi-
sión hay que señalar: a) la conciencia de Iglesia-en-misión va ligada al
descubrimiento de la Iglesia local como principal agente de evangelización;
b) esta teología de la misión pivota sobre la noción de Iglesia «sacramento
universal de salvación»; c) el concepto de «salvación» adquiere esos nuevos
perfiles de búsqueda de la justicia, incluyendo la promoción y liberación
humanas; d) la nueva evangelización se sabe referida a la dinámica de «in-
culturación» del Evangelio según los diversos contextos; e) la misión es un
ministerio, servicio o tarea de todo el pueblo de Dios. En este sentido el
apostolado seglar debe exigir sus credenciales.

5. Universalidad y eclesialidad de la salvación: extra ecclesiam


nulla salus?

La apertura de la Iglesia al mundo, en diálogo y colaboración, es el le-


gado permanente de la Constitución pastoral. Esta actitud extrovertida, que
se enfrenta ante el desafío específico que plantea el diálogo con las otras
religiones no cristianas (Nostra aetate), sería impracticable sin el presupues-
to formal del principio de la libertad religiosa (Dignitatis humanae). El im-
pulso misionero y evangelizador encuentra su raíz última en la conciencia
de catolicidad o universalidad de la Iglesia (cfr. LG II, 13.17). Aquí se perfila
el dilema entre «diálogo» y «misión», como el lugar donde acaece el diálogo
interreligioso. El Vaticano II señala que «la Iglesia católica no rechaza nada
de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo» (NA 2). Ciertamen-
te, la libertad religiosa no contradice al mandato misionero, sino que es
la condición para que puedan darse de hecho las misiones. En el seno de
esta dialéctica entre libertad religiosa y misión, la declaración conciliar ha
formulado algunos imperativos concretos: se censura el proselitismo (DH
4), se previene contra cualquier forma de coacción exterior que viciara la
libertad del acto de fe (DH 10); finalmente, se propone el ejemplo de Cristo
en su predicación, que exhibe un trato de amor, prudencia y paciencia (DH
14).

476
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

A la hora de plantear el problema de la salvación más allá de los límites


de la Iglesia, formulado en el axioma clásico extra ecclesiam nulla salus,
hay que conjugar la universalidad de la gracia divina con la afirmación de la
necesaria diakonia a la salvación que presta la Iglesia histórica y visible. El
don de la gracia ha sido ya dado a cada ser humano con la existencia; ade-
más, la tradición teológica ha rechazado la tesis de que fuera de la Iglesia
no sea operante la gracia de la cruz de Cristo. Por eso, el Vaticano II sostie-
ne que en todo ser humano actúa de modo invisible la gracia que le asocia
al misterio pascual (GS 22) y le ayuda a llevar una vida en conciencia con-
forme a las formas históricas que le brindan sus creencias (LG II, 16). Existe
una expresión acuñada por la reflexión patrística que lleva los comienzos
de la Iglesia a una etapa previa a la historia sellada por la alianza haciéndola
coextensiva con el origen mismo de la humanidad: Ecclesia ab Abel (LG I,
2). La afirmación de que la Iglesia empezó ya con el justo Abel tiene una
función decisiva: señalar que también para quienes no han oído ni recibido
el Evangelio de Jesucristo hay una forma de pertenencia a la Iglesia. No se
trata del puro universalismo salvífico, sino una posibilidad límite para los
que como Abel viven justamente hasta la entrega de la propia vida. Es el
potencial salvífico del amor, pues quien ama lo tiene todo. Ahora bien, el
signo irrevocable de esta oferta de salvación ya dada en Cristo es la Iglesia
«sacramento universal de salvación», una noción que opera la interpretación
correcta de la teoría del cristianismo «anónimo».

III.3. LA IGLESIA SUBSISTE COMO LITURGIA Y EN LA LITURGIA

§ 33. Leitourgia: La Iglesia-sacramento, receptora de la gracia de la justi-


ficación, celebra en sus sacramentos el misterio pascual. En la liturgia que
es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, confluyen el sacerdocio
común y el sacerdocio ministerial o jerárquico como expresión de la estruc-
tura carismática y ministerial del pueblo de Dios. El sacerdocio ministerial
actúa en representación de Cristo al tiempo que hace visible el carácter sa-
cerdotal y diaconal de la Iglesia. El laicado cristiano hace presente en el
mundo el misterio eucarístico de la Iglesia.

1. El espíritu de la liturgia: la Iglesia-sacramento y los sacramentos


de la Iglesia

En una comprensión de la Iglesia como «sacramento universal de salva-


ción», la dimensión litúrgica exhibe una dimensión eminentemente misione-
ra. Por medio de la liturgia, sobre todo en la eucaristía, «se ejerce la obra de
nuestra redención», y la liturgia —sigue diciendo el proemio de Sacrosanc-
tum Concilium— contribuye a que los fieles expresen y manifiesten a los

477
LA LÓGICA DE LA FE

otros «el misterio de Cristo y la naturaleza de la Iglesia» (SC 2). La constitu-


ción conciliar inscribe la raíz de la liturgia en la obra redentora de Cristo y
así ofrece una comprensión teológica de la Iglesia en clave de sacramento a
la luz del misterio pascual: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió
a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evange-
lizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como médico corporal
y espiritual, mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad,
unida a la persona del Verbo, fue el instrumento de nuestra salvación.
Por esto, en Cristo «se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos
dio la plenitud del culto divino» (…) Por medio del misterio pascual, «con
su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra
vida». Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento
admirable de toda la Iglesia» (SC 5).
Esta inserción de la Iglesia en el misterio de Cristo queda bien expresada
en el lema «la Iglesia subsiste como liturgia y en la liturgia» (J. Ratzinger-
Benedicto XVI, La eucaristía centro de la vida, Valencia 2005, 135-144), de
manera que su estructura sacramental se manifiesta con una especial con-
centración en la celebración litúrgica de los sacramentos. Toda celebración
litúrgica es obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, la Iglesia, y, por ello,
constituye una acción sagrada sin parangón a otras acciones de la Iglesia
(SC 7). Añade el texto conciliar que la liturgia es «la cumbre a la que tiende
la acción de la Iglesia y la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10), si
bien no agota toda la acción (apostólica) de la Iglesia (SC 9). Porque los tra-
bajos del anuncio evangélico y de la predicación (martyria) y los esfuerzos
de la caridad (diakonia del amor) son genuinas realizaciones «misioneras»
de la Iglesia inseparables, por lo demás, de esta dimensión del culto (lei-
tourgia), como viva expresión de la conexión interna entre lex credendi-lex
agendi-lex orandi. La Iglesia existe en sentido pleno por el hecho de anun-
ciar la buena nueva del Evangelio, dando testimonio de la verdad de Cristo
a través de los tiempos, amando a Dios en el prójimo, haciendo presente
en la celebración de la eucaristía la gracia de la salvación que le es propia.
La Iglesia y los sacramentos se interpretan mutuamente, pues en la cele-
bración litúrgica se pone de manifiesto su condición sacramental. La Iglesia
es el sacramento en los sacramentos, y los sacramentos son modos de rea-
lizarse la estructura sacramental de la Iglesia, como lugar de encuentro del
ser humano con el Dios uno y trino en el nivel de la salvación. Los siete
sacramentos no son posibles ni concebibles sin el sacramento uno de la
Iglesia, son realizaciones de lo que la Iglesia es en cuanto tal y totalmente.
Como se dice al comienzo de Sacrosanctum Concilium, «es característico
de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos
invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el
mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo hu-

478
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

mano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la


acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos»
(SC 2).
La reforma litúrgica perseguía con intensidad el objetivo de la partici-
pación activa de todo el pueblo de Dios (SC 14); de ahí la opción a favor
de las lenguas vernáculas. Dejando a salvo la principalidad de la acción
de Cristo, es toda la comunidad cristiana, pueblo de Dios sacerdotal, el
verdadero sujeto de la acción litúrgica (cfr. PO 2a), bajo la presidencia del
ministro ordenado (cfr. SC 28). En otro lugar se recuerda: «Las acciones li-
túrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es
«sacramento de unidad», esto es, pueblo santo, congregado y ordenado bajo
la dirección de los obispos» (SC 26).
Este concepto de Iglesia, de impronta litúrgica, nos ofrece el marco para
contemplar la unidad y la variedad de los carismas, servicios y ministerios
suscitados por el Espíritu Santo. El ministerio ordenado sirve a la palabra
de Dios como predicador e intérprete autorizado, y sirve a la comunicación
de la gracia sacramental en virtud de la naturaleza eclesial del sacramento
del orden. Hay que examinar previamente ese pasaje tan importante del
capítulo II de la constitución sobre la Iglesia en el que se establece la re-
lación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o jerárquico
(LG II, 10). Al hilo de esta consideración sobre la forma y las formas de la
vocación cristiana, nos ocuparemos sucesivamente del ministerio sacerdotal
y del laicado.

2. Hacia la «eclesiología total»: estructura carismática y ministerial


del pueblo de Dios

La eclesiología vivida y enseñada antes del Vaticano II establecía una


rígida distinción clérigos-laicos; ahora bien, no se trata de abolir una polari-
dad inscrita en la estructura de la Iglesia, sino de rechazar una bipolaridad
que excluya la reciprocidad. Así lo refleja ya la transición de los capítulos
de Lumen gentium: teología de la comunidad (LG II) – teología del minis-
terio jerárquico (LG III). Cuando Y. Congar revisó su trayectoria personal
iniciada con Jalones para una teología del laicado (1953), hizo la propuesta
de sustituir la pareja «sacerdocio-laicado» por la fórmula «ministerios o ser-
vicios - comunidad». De esta forma el esquema lineal descendente, Cristo
—jerarquía— Iglesia-comunidad de fieles, daría paso a un esquema donde
la comunidad apareciese como la realidad envolvente en cuyo interior los
ministerios, incluso los ministerios instituidos y sacramentales, se situarían
como servicios de eso mismo que la comunidad está llamada a ser y a
realizar. En realidad, el capitulario de Lumen gentium obedece a este otro
esquema: Cristo-Espíritu Santo —pueblo de Dios— ministerio jerárquico,

479
LA LÓGICA DE LA FE

desfondando el esquema descendente y lineal que situaba el sacerdocio mi-


nisterial como anterior y exterior a la comunidad; en ese caso, la construc-
ción de la comunidad queda reducida a la acción del ministerio jerárquico.
Sin embargo, es Cristo quien por su Espíritu no cesa de construir la Iglesia.
El viejo esquema no atiende a la actuación divina, a la Pneumatología ni al
redescubrimiento de los carismas y de los ministerios desde los que Dios
sigue construyendo su Iglesia. Todos esos servicios proceden de aquellos
dones de naturaleza o gracia que Pablo denomina «carismas», porque son
hechos «para la utilidad común» (1Cor 12,7.11). Y escribe Congar: «Existen,
pero hasta ahora ni se les había llamado por su verdadero nombre, el de
ministerios, ni se les había reconocido su puesto y su estatuto en eclesiolo-
gía» (Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, 11-32; aquí: 19).
La Iglesia surgió en la unidad y en la diferencia de la experiencia de
Pascua y de Pentecostés. Por un lado, surgió como consecuencia de las apa-
riciones del Resucitado y en inmediata referencia al círculo apostólico del
Jesús pre-pascual. Por otro, la Iglesia ha nacido de una experiencia caris-
mática, del derramamiento del Espíritu de Dios prometido para los tiempos
escatológicos que continúa el movimiento de reunificación del nuevo Israel
iniciado por Jesucristo. Por eso, la comunidad de nueva alianza quedó
marcada para todos los tiempos por el doble sello de Cristo y del Espíritu,
«las dos manos del Padre» (S. Ireneo). La existencia de una estructura caris-
mática y de una estructura ministerial en la Iglesia es el reflejo de su doble
origen cristológico y pneumatológico. Recordemos brevemente cómo la
teología paulina establece la existencia y el sentido de esa «estructura caris-
mática» (1Cor 12,4-11; 12-31): en la comunidad cristiana hay «carismas», es
decir, dones plurales y diversos concedidos por libre disposición del Espí-
ritu de Dios a los miembros de la comunidad. Por otro lado, el testimonio
neotestamentario permite hablar también de una «estructura ministerial»: los
relatos de vocación, las reflexiones sobre el apostolado como participación
en el envío de Jesucristo, las escenas de aparición, hablan de esa incipiente
estructura ministerial de la Iglesia al hilo del origen cristológico de la Igle-
sia. Hay una serie de textos (Mt 28,16-20; Jn 20,19-23; 21,15-18; Mc 1,16-20
par; Mc 3,7-19; Mt 4,18-22; Lc 6,13; 24,48; 2Cor 3,6.11s; Lc 9,57-62 par.), que
hablan de la continuación de la misión de Cristo. Es decir, en la comunidad
cristiana hay servicios o ministerios especiales, funciones de testigos elegi-
dos por el Señor sobre los que recae la tarea del servicio a la comunidad
y para ser heraldos del Evangelio ante el mundo. En otras palabras: «(El
Espíritu) guía a la Iglesia hacia toda la verdad y la unifica en comunión y
ministerio (communione / ministratione) con diversos dones jerárquicos y
carismáticos» (LG I, 4). El Vaticano II intentó restablecer el complejo modelo
estructural de carismas y ministerios, al tiempo que resituaba el ministerio
eclesial en el corazón de la Iglesia, con vistas a superar un cristomonismo

480
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

unilateral. Así no sólo tomaba distancia de la autonomización de los pasto-


res, sino que ponía fin a cualquier tipo de descalificación religiosa de los
laicos. Por tanto, la realidad del pueblo de Dios engloba la comunidad con
sus carismas y servicios, esto es, al ministerio ordenado, al laicado y a las
otras formas carismáticas del ser cristiano. En este sentido, se ha hablado
de «eclesiología total» o «integral», frente a la mera «jerarcología». Eclesiolo-
gía «total» o «integral» significa partir de una visión trinitaria de la Iglesia,
fundada en la comunión del Espíritu Santo, cuyo influjo no es puramente
vertical y unidireccional, sino multidireccional, de modo que todos son res-
ponsables en ella y todos están capacitados para la construcción de la Igle-
sia por la palabra y los sacramentos. Esta opción eclesiológica tiene como
presupuesto la primacía de la gracia bautismal, haciendo del «sacerdocio
común» de los bautizados la categoría cristiana básica. S. Agustín lo expresó
bellamente: «Para vosotros, soy obispo, con vosotros, soy cristiano. Aquél
es el nombre del cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste, el de
la salvación» (cfr. LG IV, 32).

3. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o jerárquico


participan del único sacerdocio de Cristo

Una de las adquisiciones del Concilio Vaticano II es la recuperación de


la doctrina sobre el «sacerdocio común» de todos los bautizados: Cristo ha
hecho participar de su único sacerdocio a la Iglesia mediante el sacerdocio
común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico; se trata, no
obstante, de dos formas del sacerdocio que difieren esencialmente y no
sólo en cuanto al grado (essentia non tantum gradu), si bien se ordenan
recíprocamente en la comunión eclesial (LG II, 10). Veamos qué significa
que el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o jerárquico participan
suo peculiari modo del único sacerdocio de Cristo.
El Documento de Lima (n. 17) ofrece un buen planteamiento desde los
resultados de un análisis bíblico: «En la Iglesia primitiva los términos “sacer-
docio” y “sacerdote” llegaron a significar el ministerio y ministro ordenados
en cuanto que presidían la Eucaristía. Subrayan la relación existente entre
el ministerio ordenado y la realidad sacerdotal de Jesucristo y de toda la
comunidad. Cuando los términos se utilizan en referencia al ministro or-
denado, su sentido difiere de forma apropiada del relativo al sacerdocio
sacrificial del AT, así como del único sacerdocio redentor de Cristo y del
relativo al sacerdocio corporativo del pueblo de Dios. Pablo pudo hablar
de su ministerio como de «un servicio sacerdotal del Evangelio de Dios para
que la oblación de los gentiles sea aceptable gracias al Espíritu Santo» (Rom
15,16)».

481
LA LÓGICA DE LA FE

En otras palabras: en el NT el término «sacerdocio» nunca designa al


ministerio o ministro ordenado, sino que esta denominación se reserva, por
un lado, para el único sacerdocio de Jesucristo (Carta a los Hebreos), y,
por otra, para el sacerdocio real y profético de todos los bautizados. Cristo
es el Pontífice de la nueva y eterna alianza, que asocia a su sacerdocio y
conforma al pueblo de Dios (Heb 7,20-22.26-28; 10,14.21). El sacerdocio
corporativo de pueblo de Dios se plasma en el seguimiento de Cristo y en
la entrega de la propia vida, como «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios»
(Rom 12,1). En este sentido, ser cristiano es ser sacerdote. El sacerdocio co-
mún de los fieles o sacerdocio regio (1Pe 2,9; Ap 1,6; 5,9) se confiere en el
sacramento del bautismo. Por ello este sacerdocio de raíz bautismal repre-
senta el más firme fundamento de una Eclesiología de comunión. Además,
«en virtud de su sacerdocio regio concurren a la ofrenda de la Eucaristía y
ejercen dicho sacerdocio en la recepción de los sacramentos, en la oración
y en la acción de gracias, a través del testimonio de una vida santa, en
la abnegación y en la caridad operante». Queda en el aire el interrogante
acerca de la aplicación del título sacerdotal a los ministros que presidían las
comunidades cristianas.
En este sentido son de gran interés las investigaciones de A. Vanhoye que
ha analizado el concepto de «sacerdocio» presente en la Carta a los Hebreos.
Este exegeta francés descubre ahí una doble dimensión del «sacerdocio de
Cristo»: la ofrenda existencial y el aspecto de la mediación (cfr. Sacerdotes
antiguos, sacerdote nuevo según el NT, Salalanca 1992, 321). Por un lado,
Cristo se ofreció a sí mismo, o sea, puso su existencia humana a disposición
para la salvación de sus hermanos; por otro lado, Cristo estableció la alianza
perfecta, de modo que El es el único mediador (1Tim 2, 5). No se trata en
los dos casos del mismo aspecto del sacerdocio: en la primera dirección,
en la línea de la ofrenda personal se sitúa el sacerdocio común (Heb 13,15-
16), mientras que el ministerio pastoral es «manifestación» de la mediación
sacerdotal de Cristo. De ahí se deriva que los ministerios de la Iglesia son
instrumentos vivos de Cristo mediador, y no meros delegados de un pueblo
sacerdotal. Los ministros de la comunidad se sitúan del lado de Cristo (Heb
13, 7.17), como dirigentes de la comunidad, competentes para un ministerio
de la Palabra, de la cura de almas e investidos de su autoridad.
Por otro lado, el Documento de Lima alude a algunos textos que con-
tienen indicios de un lenguaje sacerdotal para describir el ministerio del
Apóstol de los gentiles: «Con todo, os escribo con cierto atrevimiento en
algunos pasajes, como para refrescaros la memoria, por la gracia de Dios
que me concedió ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, ejerciendo
el sacerdocio del Evangelio de Dios, a fin de que la oblación de los gentiles
sea acepta, santificada por el Espíritu Santo» (Rom 15,15-16). ¿Por qué se
trata simplemente de indicios? En opinión de Vanhoye (Sacerdotes antiguos,

482
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

322), mientras se iba elaborando la doctrina del sacerdocio de Cristo —


cosa que no ocurre sino en las últimas epístolas del NT—, no era posible
pensar en atribuir a los ministros cristianos una cualificación sacerdotal ya
que esto que les hubiera colocado a la altura del sacerdocio antiguo. Sin
embargo, una vez llevado a cabo este desarrollo doctrinal, que marcaba la
diferencia del nuevo sacerdocio de Cristo respecto del antiguo, se podrá
aplicar a los ministros esta categorización. Para ello, Pablo dejaba indicadas
algunas pistas cuando define el ministerio apostólico como una capacidad
de origen divino y no humano, que hace de los apóstoles «ministros de
una alianza nueva» (2Cor 3,6). En sí misma esta fórmula no tenía nada de
sacerdotal. Pero tras la demostración de que Cristo se ha hecho «mediador
de una nueva alianza», se podía desplegar la idea de un sacerdocio que se
originaba en el sacerdocio de Cristo. Otro tanto vale para el «ministerio de
la reconciliación» confiado por Dios a los apóstoles en relación a la obra de
reconciliación con Dios obrada por Jesucristo (2Cor 5,18-20).
La ausencia de todo título sacerdotal indica que en su origen los ministe-
rios cristianos no se entendieron en continuidad con el sacerdocio antiguo.
La adopción de los títulos sacerdotales para los ministerios presupone, por
tanto, un cambio profundo en la manera de entender el culto y el sacrifi-
cio: en lugar de poner en primer plano la expresión ritual, se resalta ante
todo las realizaciones existenciales, ya que el sacerdocio de Cristo no se
condensa en una ceremonia ritual, sino que consiste en el acontecimiento
de la ofrenda de la propia vida. Desde ahí se ve emerger un sacerdocio
«ministerial» al servicio del sacerdocio de toda la Iglesia.
El Documento de Lima constata que el ministerio cristiano recibió el
título «sacerdotal» en relación a la presidencia de la eucaristía. Ahora bien,
una terminología sacerdotal explícita para la eucaristía y una terminología
sacerdotal para el ministerio no se encuentran desarrolladas en el NT. Sin
embargo, desde muy pronto, Ignacio de Antioquía desarrollará la relación
entre obispo y altar. En esta perspectiva, la Iglesia era el sujeto integral de
la acción litúrgica y eucarística. En aquella eclesiología de comunión, la ce-
lebración eucarística era una celebración de la comunidad en la que todos
con-celebran a su manera. Toda la Iglesia sacerdotal ofrecía el sacrificio eu-
carístico mediante el sacerdote ministro. Por eso, la distinción y la relación
entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial encuentra su pleno sentido
y se percibe –así lo hace LG II, 10b– en la celebración de la eucaristía: «El
sacerdote ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela
y dirige al pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico representando
a Cristo, ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo». El sacerdocio
ministerial, en la celebración eucarística, actúa in persona Christi et Eccle-
siae (en nombre de Cristo y de la Iglesia). En esta doble determinación
aparece claramente la condición «sacramental» del sacerdocio ministerial: el

483
LA LÓGICA DE LA FE

ministro ordenado de la Iglesia es símbolo real sacramental tanto del sumo


sacerdocio de Cristo como del pueblo de Dios sacerdotal. Él representa,
en el plano del rito sacramental, lo que realmente acaece: la communio de
cabeza y miembros en su ofrenda al Padre, la entrega salvífica de Cristo y la
entrega de los hombres en su seguimiento; en otras palabras: ahí encuentra
su expresión sacramental la unidad del totus Christus, cabeza y cuerpo. Por
eso, el ministerio sacerdotal, que es necesario en la Iglesia y para la Iglesia,
pertenece a su estructura fundamental desde los orígenes.
El sacerdocio común bautismal se inscribe en el dinamismo de una cristo-
logía existencial, donde Cristo, «centro de la forma de la revelación» (Baltha-
sar), libre presencia de la gracia de Dios en este mundo, es el modelo de vida
para toda vocación cristiana ejercida luego en distintos «estilos» o «formas»,
reflejo a su vez de la gloria de Dios que resplandece en la historia humana
y en su gran variedad según las circunstancias, situaciones y ocupaciones di-
versas: «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG V,40) (Cf. S.
MADRIGAL, «Aggiornamento y formas de la vocación cristiana», en: Unas leccio-
nes sobre el Vaticano II y su legado, Madrid 2012, 262-296).

4. El sacerdocio ministerial de los presbíteros en la vida y en


la misión de la Iglesia

El decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum


ordinis, está presidido por la orientación de fondo expresada en el título de
su primer capítulo: «El presbiterado en la misión de la Iglesia». Allí se dice:
«El Señor Jesús, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,36), ha
hecho que todo su cuerpo místico participe de la unción del Espíritu con
la que Él estaba ungido. En Él todos los fieles quedan constituidos en sa-
cerdocio santo y regio, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios
espirituales y anuncian el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su
luz maravillosa. (…) El mismo Señor, para que los fieles formaran un solo
cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rom
12,4), instituyó a algunos como ministros que, en el grupo de los fieles, tu-
vieran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los
pecados, y que desempeñan públicamente, en nombre de Cristo, el ministe-
rio sacerdotal a favor de los hombres. Así pues, Cristo envió a sus apóstoles
como el Padre lo había enviado a Él, y por medio de los apóstoles hizo que
los sucesores de éstos, los obispos, participaran de su consagración y mi-
sión. Su función ministerial, en grado subordinado, fue encomendada a los
presbíteros para que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran los
colaboradores del orden episcopal para realizar adecuadamente la misión
apostólica confiada por Cristo» (PO 2).

484
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

Este pasaje condensa la teología del sacerdocio ministerial de los pres-


bíteros, como «colaboradores» de los obispos, que participan por su consa-
gración (sacramento del orden) en la misión apostólica confiada por Cristo
(cfr. LG III, 28). Trento no pudo elegir su punto de partida, obligado como
estaba a salir al paso de las afirmaciones protestantes sobre el sacrificio
de la misa. De ahí, su arranque sacrificial y eucarístico, que relegaba a un
segundo plano las otras dimensiones del ministerio (S. Madrigal, «Ser sacer-
dote según el Vaticano II y su recepción postconciliar», en G. Uríbarri [ed.],
El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, Madrid 2010,
119-157).
El Vaticano II ha hecho una opción: su punto de partida no es la cele-
bración de la eucaristía (el culto), sino la misión del pueblo de Dios, cosa
que implica reconocer la prioridad ontológica del pueblo sacerdotal en la
se inscribe el ministerio sacerdotal. He aquí una primera clave de compren-
sión. Ahora bien, ello no equivale a rechazar la dimensión del culto y de
la celebración litúrgica sino que las integra junto al anuncio del Evangelio
y la guía pastoral. En este sentido, como señala el texto citado, el Señor
instituyó a algunos como ministros, con la sagrada potestad del orden para
ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y así desempeñaran pública-
mente, en nombre de Cristo, el ministerio sacerdotal. Estas palabras reto-
man literalmente la doctrina de Trento con una pequeña diferencia: no se
utiliza la palabra «sacerdocio» sino el término «ministros». El ejercicio de
ese sacerdocio, que tiene un carácter «público», está dirigido a la asamblea
cristiana y se distingue del sacerdocio de todos los bautizados; además, lo
que el ministro hace «en nombre de Cristo» lo hace a favor de los hombres.
Se percibe así que el Vaticano II ha resituado la institución del sacerdo-
cio en la perspectiva más amplia de la institución por Cristo del ministerio
apostólico. Esta es la segunda clave de comprensión del ministerio ordena-
do en la Iglesia: el punto de partida es indisolublemente cristológico y ecle-
siológico. Sólo así la teología del presbiterado es fiel a su origen: la misión
de Cristo. Toda la Iglesia participa de la misión y consagración de su cabeza
a través de otros hombres enviados y consagrados: apóstoles, obispos y sus
colaboradores, los presbíteros. El decreto avanza hacia la afirmación del
presbiterado como sacramento: «El sacerdocio de los presbíteros se confiere
por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu, marca
a los sacerdotes con un carácter especial y así son configurados con Cristo
Sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de Cristo
Cabeza (in persona Christi capitis agere)» (PO 2c). La recepción sacramental
del sacerdocio presupone los sacramentos de iniciación y está en conexión
con el sacerdocio común de todos los bautizados, cosa que remacha la
orientación fundamental del presbiterado a la construcción del cuerpo de
Cristo. Esta es una tercera clave de comprensión del ministerio ordenado,

485
LA LÓGICA DE LA FE

donde resuena la impronta eclesiológica del sacramento del orden. Y, al


mismo tiempo, hay que decir que la recepción de este sacramento capacita
para actuar como representante de Cristo. Esta afirmación establece de he-
cho, frente al sacerdocio común o bautismal, la especificidad del sacerdocio
ministerial o jerárquico en general, y del sacerdocio de los presbíteros en
particular.
En relación a la doctrina del carácter esbozada cabe señalar, en medio
de una gran continuidad, un desplazamiento respecto de Trento: la identi-
dad sacerdotal del presbítero no se explica desde el poder sobre el cuerpo
eucarístico, sino desde esa acción in persona Christi capitis; por consiguien-
te, el presbiterado se entiende menos como un poder sobre la eucaristía
que como una gracia para la misión. Dicho de otra manera: el sacerdocio
ministerial entraña un carisma para la evangelización. El sacramento que
otorga al presbítero este estatuto es una participación del sacerdocio de
Cristo que encuentra su grado pleno en los obispos, sucesores de los Após-
toles. Por otro lado, el camino para la descripción de las tres funciones del
presbiterado ya había sido trazado en la teología del episcopado esbozada
en el capítulo III de Lumen gentium, estableciendo además una secuencia
precisa: desde la preocupación misionera del Vaticano II la función del
anuncio de la Palabra aparece en primer lugar (LG III, 25); en segundo
lugar viene la función sacramental (LG III, 26) y, finalmente, la función de
gobierno (LG III, 27). Esta es la misma concatenación que exhiben los artí-
culos 4-5-6 del decreto Presbyterorum ordinis: anunciar a todos el Evange-
lio de Dios, ejercer función sacerdotal en la liturgia por medio del Espíritu,
reunir y pastorear en nombre del obispo a la familia de Dios.

5. El lugar del laicado en la misión de la Iglesia y en el mundo

Desde la forma fundamental de ser cristiano que es la del seguimiento


de Jesucristo, hay que considerar otras formas de la vocación cristiana que
hacen de los bautizados testigos del Evangelio en el corazón del mundo. Ya
indicamos el carácter misionero de la liturgia de una Iglesia-sacramento, de
forma que la presencia cristiana en el mundo brota del corazón eucarístico
de la Iglesia, haciendo de la propia vida acontecimiento de entrega y culto
existencial (Rom 12, 1). El existir cristiano, que participa de la pascua del
Señor, se hace eucaristía en la liturgia cósmica y en la pasión de la vida
cotidiana. La eucaristía es el origen dinámico de la misión y apostolado de
los laicos en el mundo.
Dos acontecimientos marcan el itinerario reciente de la teología del lai-
cado: en el punto de partida, el Concilio con el capítulo IV de la constitu-
ción Lumen gentium, junto con el decreto Apostolicam actuositatem; en se-
gundo lugar, el Sínodo de Obispos de 1987, que dio lugar a la exhortación

486
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

apostólica Christifideles laici. El Vaticano II es el primer concilio que se ha


ocupado de la vocación seglar. En LG IV, 31 se ofrece una definición tipoló-
gica del laico: «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los
miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia.
Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo,
que forman el pueblo de Dios y que participan, a su modo, de las funciones
de Cristo: sacerdote, profeta y rey. Ellos realizan, según su condición, la
misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo... El carácter
secular es lo propio y peculiar de los laicos».
En esta definición quedan residuos de una tensión u oposición relacio-
nal (definición negativa del seglar respecto a sacerdotes y religiosos); sin
embargo, positivamente, se define al seglar por su participación en la triple
función de Cristo, sacerdote, profeta y rey, y por su participación en la úni-
ca misión de la Iglesia y en el mundo. Al señalar que la indolis saecularis
es «lo específico» del laicado parece prevalecer de nuevo un dualismo ad
intra-ad extra, que define al laico por lo temporal en oposición al sacerdote
definido por lo eclesial. Estas afirmaciones acerca de la indoles saecularis
como proprium del laicado han dado lugar a la discusión acerca de la es-
pecificidad de la vocación cristiana laical. Habría que retener, no obstante,
los elementos que cualifican al laico de cara a la misión. En primer lugar, la
eclesialidad: el laico no sólo pertenece a la Iglesia, sino que es la Iglesia, de
modo que su hacerse presente en el mundo es la forma de hacerse presente
la Iglesia en el mundo. Se supera así una noción de laico como puente que
hace de delegado de la Iglesia en su relación con el mundo profano. El se-
gundo elemento es el de la secularidad, es decir, el laico es llamado a vivir
su eclesialidad en la manera secular, en la vida familiar, en el ámbito de lo
temporal, donde realiza su misión de construir el reino de Dios y donde
ejercita su testimonio del Evangelio.

III.4. LA VIVA VOZ DEL EVANGELIO RESUENA EN LA IGLESIA

§ 34. Martyria: Entre la revelación y la Iglesia se da una relación media-


da por la Escritura, Palabra de Dios en palabras humanas, que la configura
como «tradición viviente». En el cumplimiento de esta función profética de la
Iglesia tiene su puesto y sentido el magisterio de la jerarquía que proclama
la Buena Nueva y enseña con la autoridad de Cristo en una acción ordina-
ria y extraordinaria. La asistencia infalible del Espíritu Santo del que goza
el magisterio en determinadas circunstancias es expresión concreta de la
infalibilidad prometida al conjunto de la Iglesia.

487
LA LÓGICA DE LA FE

1. La Iglesia, «tradición viviente», o el servicio eclesiológico a


la verdad

La tradición reformada ha acrisolado esa descripción de Iglesia en tér-


minos de «criatura del Evangelio». A la luz de esta denominación la Iglesia
se sabe esencialmente portadora del mensaje del Evangelio de la salvación
que ha de anunciar, conforme a las palabras del Apóstol: «Nosotros damos
gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios transmitida por nosotros
la recibisteis no como palabra de hombres, sino, tal como es verdadera-
mente, como palabra de Dios que actúa en vosotros, los creyentes» (1Tes
2,13). El Evangelio se hace predicación y transmisión viva, antes de adoptar
la forma de un testimonio escrito. Fue la Iglesia del s. II la que determinó
la forma normativa del «canon» de las Escrituras, en un acto de recepción o
de obediencia y en un acto de autoridad: la Iglesia dio forma a la Escritura
y la Escritura da forma a la Iglesia.
Del ministerio de la predicación (kerygma-martyría) ha nacido la Iglesia
y es el mismo anuncio y testimonio evangélico el que la ha configurado
como comunión con Dios y comunión interhumana (koinonia): «Os anun-
ciamos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en
esta comunión nuestra que es comunión con el Padre y con el Hijo Jesucris-
to» (1Jn 1,2-3). A este texto apela el comienzo de la Constitución dogmática
Dei Verbum, sobre la revelación. En la Iglesia, por la acción del Espíritu San-
to, sigue resonando «la viva voz del Evangelio» (DV 8). Desde esta certeza,
el documento conciliar aborda sucesivamente el problema de la transmisión
de la revelación confiada a la Iglesia, que «sostiene y defiende la verdad»
(1Tim 3,15), el problema de la relación entre Escritura y Tradición, así como
el papel del magisterio al servicio de la autenticidad de la interpretación de
la palabra revelada. Dejando a un lado la difícil cuestión suscitada por el
principio de la sola Scriptura, nuestra reflexión se circunscribe al problema
de la transmisión de la Palabra como ese servicio eclesiológico a la verdad
que se encuadra en la categoría bíblica del testimonio o martyría, y que
la configura internamente como «tradición viviente» (S. Pié, Eclesiología. La
sacramentalidad de la comunión cristiana, Salamanca 2007, 170-174). El
proceso de actualización de la revelación divina acontece en el testimonio
de la Iglesia universal expresado en el sensus fidei fidelium. En el ejercicio
de esta función profética ocupa un lugar específico el «magisterio», cuya
función vamos a plantear al hilo de la ambigüedad inscrita en este interro-
gante: ¿quién tiene la Palabra en la Iglesia?
Hace ya algunos años, A. Dulles distinguía, —a partir de la tríada paulina
de ministerios, «apóstoles, profetas, doctores» (1Cor 12,28)—, una triple for-
ma de sucesión, estipulando junto a la sucesión apostólica en el ministerio

488
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

de gobierno (los obispos sucesores de los apóstoles), una prosecución de la


sucesión profética en el testimonio de los creyentes y especialmente de los
santos, así como una sucesión en el saber especializado de los doctores o
teólogos («La triple sucesión: apóstoles, profetas y doctores»: Concilium 168
(1981) 248-257). Esta reflexión permite delinear el carácter específico del
magisterio de los pastores, puesto al lado del magisterio de los creyentes y
el de los teólogos. En primer lugar, todo cristiano está llamado a ser testigo
de su fe: «Con el corazón —escribe Pablo— se cree para la justicia, y con
la boca se confiesa para la salvación» (Rom 10,10). Es ésta una modalidad
de magisterio que deriva de la condición de bautizados, llamados a «anun-
ciar las maravillas del que os llamó a su luz admirable» (1Pe 2,9). Quiere
ello decir que hay que hablar del magisterio de los santos en la vida de la
Iglesia, y también del magisterio que brota de la vivencia honda de la fe
y se expresa en el testimonio de la resurrección de Cristo ante el mundo.
Son formas legítimas del magisterio y de la presencia de los cristianos en
el mundo. Esta modalidad de magisterio de los creyentes, anclada en el
sentido de la fe (sensus fidei) que abarca tanto a los simples fieles como
a los pastores, permite contextualizar la reflexión sobre el ministerio de la
enseñanza. Enseguida nos referiremos a ello.
Todavía habría que considerar, en relación a esa triple forma de suce-
sión, lo que la teología medieval denominó, siguiendo a Sto. Tomás, las
dos cátedras de enseñanza eclesiales: magisterio de la «cátedra pastoral» y
magisterio de la «cátedra magistral» (Y. Congar, «Bref historique des formes
du ‘magistère’ et de ses relations avec les docteurs», Revue des Sciences
Philosophiques et Théologiques 60 [1976)] 99-112; aquí: 103). Tocamos aquí
dos formas de magisterio, la de los pastores y la de los teólogos, cada una
con su peculiar estatuto canónico, que han dado formas de convergencia
altamente productivas en el desarrollo del Concilio Vaticano II, pero han
conocido también conflictos y tensiones posconciliares en eso que se dio
en llamar el disenso teológico. Sin entrar a más detalles y a situaciones que
están en la mente de todos, esta alusión al magisterio de los teólogos nos
ayuda a perfilar el contorno del magisterio jerárquico de los pastores. No
se puede confundir el magisterio eclesiástico y el saber especializado de la
ciencia teológica, pero es obvio que el magisterio de los pastores no puede
renunciar al servicio de los teólogos.
El término «magisterio», en su sentido teológico, designa la función ofi-
cial y propiamente jerárquica de enseñanza ejercida por el cuerpo de pas-
tores de la Iglesia. Esa función ha existido siempre en la vida de la Iglesia,
si bien con otro nombre, vinculada a carismas y revestida de autoridad, en
la acción de los que predican, enseñan, transmiten o conservan el depósito
de la fe.

489
LA LÓGICA DE LA FE

2. Indefectibilidad e infalibilidad de la Iglesia: la unicidad orgánica


del sensus fidei fidelium y el magisterio

«Decir la verdad en el amor» (Ef 4,15). Este es el criterio supremo de


la vida y misión de la Iglesia, es decir, anunciar al mundo el misterio de
la Pascua de Jesucristo. Ahora bien, la pretensión de verdad de la Iglesia,
especialmente su infalibilidad, resulta muy poco atractiva. Este sentimiento
de rechazo va asociado a representaciones negativas: obligación de fe y
coacción de la conciencia, rigidez de un sistema doctrinal sin relación con
la mutabilidad histórica, fórmulas venerables del dogma que dieron lugar
a disputas y a divisiones, cerrazón a nuevas concepciones de las ciencias
que luego tuvieron que ser reconocidas a regañadientes. Y bien, ¿qué es
la verdad?, ¿existe la verdad con validez general y vinculante para todos?
¿Es posible conocerla y definirla dentro de ciertos límites como pretende el
dogma eclesiástico? Estos interrogantes y otros están detrás del debate sobre
la infalibilidad suscitado por el libro ¿Infalible? de H. Küng (1970).
La interpelación lanzada por el teólogo suizo de manera drástica y uni-
lateral permitió reconocer la legitimidad de la distinción entre infalibilidad
e indefectibilidad, una pareja de términos bien estudiada por Y. Congar:
mientras «indefectibilidad» mienta «la seguridad dada a la Iglesia de perma-
necer inmutable en su constitución esencial y de ser la institución definitiva
para la salvación», «la infalibilidad se sitúa en el interior de esta indefectibi-
lidad», añadiendo esta garantía a la enseñanza de la fe y de las costumbres
en esta doble forma: a) la exclusión de error en materia de verdad salvífica
sobre fe y costumbres, es decir, respecto al contenido de los enunciados y
formulaciones; y b) la imposibilidad de engañarse y engañar en su ense-
ñanza y predicación («Infalibilidad e indefectibilidad», en K. Rahner [Dir.],
La infalibilidad de la Iglesia. Respuesta a H. Küng, Madrid 1978, 158-176;
aquí: 158-159). En otras palabras: la Iglesia se siente con la capacidad de
poder «expresar» la verdad sobre Jesucristo, a sabiendas de que su lenguaje
quedará siempre desbordado por el misterio infinito del que quiere hablar.
Por la fuerza de la promesa del Señor exaltado (Mt 16,18) y bajo la ac-
ción del Espíritu que la inhabita y la guía hacia la plenitud de la verdad
(Jn 14,26), la Iglesia tiene la certeza de permanecer en la verdad a través
de la confesión explícita de su fe y de su objetivación en las fórmulas y
proposiciones del lenguaje que excluyen el error. En este sentido Lumen
gentium subraya que el pueblo de la nueva alianza no perderá la identidad
de la fe: «La Iglesia, caminando en medio de tentaciones y tribulaciones, se
ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida
para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la car-
ne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la

490
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue
a aquella luz que no conoce ocaso» (LG II, 9).
Si existe una permanencia de la Iglesia en la verdad, entonces hay que
dar respuesta a estas cuestiones: ¿quién la aplica? ¿Quién la enseña o custo-
dia? ¿Acaso se puede separar la apostolicidad de toda la Iglesia del magiste-
rio? ¿Se pueden indicar instancias concretas y actos concretos que expresen
la certeza de que Dios, a su través, muestra a su pueblo su verdad? Y, sobre
todo, ¿cómo permanece la Iglesia en esa fidelidad, siempre a la búsqueda
de la verdad? La permanencia de la Iglesia en la verdad es, en primer térmi-
no, un don del Espíritu Santo, y la Iglesia permanece en la verdad cuando
se apropia del testimonio transmitido por la Escritura y por la Tradición.
Otra importante mediación de la revelación es la celebración en la liturgia
de los acontecimientos de la historia de la salvación y, sobre todo, de la
pascua de Jesucristo. A todo ello hay que añadir el sentido sobrenatural de
la fe de todos los creyentes, esa infalibilidad radical que incluye al magiste-
rio ejercido por el cuerpo episcopal unido al Papa, y en la que van asocia-
das la infalibilidad en el creer y la infalibilidad en el enseñar.
La idea de la indefectibilidad e infalibilidad del cuerpo orgánico de la
Iglesia, es decir, tomada como totalidad, está presente en el capítulo se-
gundo de Lumen gentium: «El pueblo santo de Dios participa también del
carácter profético de Cristo dando un testimonio vivo de El, sobre todo con
la vida de fe y amor, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza, fruto
de unos labios que aclaman su nombre (Heb 13,15). La totalidad de los
fieles (universitas fidelium) que tienen la unción del Santo (1Jn 2,20.27) no
pueden equivocarse en la fe (in credendo falli nequit). Se manifiesta esta
propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el
pueblo (supernaturali sensu fidei): cuando «desde los obispos hasta el últi-
mo de los laicos cristianos» muestran estar totalmente de acuerdo (universa-
lem suum consensum) en cuestiones de fe y de moral. El Espíritu de verdad
suscita y sostiene ese sentido de la fe (sensus fidei). Con él, el pueblo de
Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe,
no ya una simple palabra humana, sino la Palabra de Dios (1Tes 2,13). Así
se adhiere indefectiblemente (indefectibiliter) «a la fe transmitida a los san-
tos de una vez para siempre» (Jud 3), la profundiza con un juicio recto y la
aplica cada día más plenamente en la vida» (LG II, 12).
Todos los bautizados son partícipes de la comprensión y transmisión
de la verdad revelada. En el interior del pueblo de Dios y del cuerpo de
Cristo, todo él vibrátil y carismático, cada uno es animado por el Espíritu
según su vocación y servicio para adherirse a la fe y aplicarla a la vida; los
creyentes se muestran así activos en la profesión y en la expresión de la
fe. La infalibilidad en el creer es el suelo nutricio de la infalibilidad en el
enseñar. Frente al desarrollo unilateral de las nociones de magisterio e infa-

491
LA LÓGICA DE LA FE

libilidad, es necesario rehacer el equilibrio entre pastores, comunidad, teó-


logos, recepción, sin olvidar que el sentido de la fe de los creyentes no es
autónomo, sino que se encuentra bajo la guía del magisterio. La autoridad
del magisterio se encuentra en ósmosis vital con la tradición y con el sensus
fidei de toda la Iglesia ungida con ese carisma del Espíritu de la verdad.

3. La función eclesial del magisterio como intérprete autorizado del


testimonio apostólico

La concentración histórica de una función, la de enseñar, en un sujeto


corporativo, que es el cuerpo de los obispos, ha quedado plasmada en
estas afirmaciones de la constitución Dei Verbum: «El oficio de interpretar
auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado
únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el
nombre de Jesucristo» (DV 10). La naturaleza específica del magisterio de
los pastores reside en el término «auténticamente», cuyo significado debe
ser precisado en el sentido que indica el mismo texto. El vocablo «auténtico»
no significa aquí genuino o verdadero, —propiedad que conviene igual-
mente al magisterio de los santos, al testimonio de fe de los creyentes y al
magisterio de los teólogos—, sino que ha de interpretarse en el sentido de
«autorizado», es decir, como una función que se ejerce autorizadamente en
nombre de Cristo y avalado por su autoridad. Así lo corrobora la Constitu-
ción sobre la Iglesia: una de las principales funciones de los obispos es el
anuncio del Evangelio; ellos son «predicadores de la fe» y «maestros auténti-
cos», «por estar dotados de la autoridad de Cristo» (LG III,25).
Situados en el capítulo III de Lumen gentium, podemos reconocer que
el fundamento teológico del magisterio en su función específica al servicio
de la Palabra es la sucesión apostólica, que entraña el encargo recibido del
Señor de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo
el mundo (LG III,24). Esta función es un verdadero servicio eclesial, una
diakonia o ministerio (Hech 1,17.25; 21,19; Rom 11,13; 1Tim 1,12). Puestos
al frente de sus Iglesias locales los obispos son pastores en el ejercicio de
una triple tarea: ser maestros de la doctrina, sacerdotes del culto sagrado y
ministros de gobierno (LG III,20). Estas son las tres funciones constitutivas
de su ministerio: enseñar, santificar, regir. El Concilio se ha desmarcado de
la vieja acuñación canonística que distinguía entre potestad de orden y po-
testad de jurisdicción para hablar en el lenguaje del triple munus: el oficio
de enseñar, de santificar y de regir, como continuadores de la función pro-
fética, sacerdotal y regia de Jesucristo. Estas funciones han de realizarse en
comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio.
Estas indicaciones dejan traslucir que la doctrina sobre el magisterio
fluye en paralelo con la historia de la doctrina sobre el primado del papa

492
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

como punto de encuentro de unidad y cabeza del colegio episcopal. La


infalibilidad es esa prerrogativa íntimamente ligada al primado del sucesor
de Pedro que entraña un carisma de la verdad por el que en determina-
das condiciones el magisterio del Obispo de Roma y el del cuerpo de los
obispos está inmune de error en materia de fe y de moral, fruto de una
singular asistencia del Espíritu Santo. Esta enseñanza autorizada reclama el
«religioso obsequio de la voluntad y de la inteligencia» que se debe prestar
«al magisterio auténtico del romano pontífice, incluso cuando no habla ex
cathedra, de tal manera que se reconozca con respeto su magisterio su-
premo y se acepten con sinceridad sus opiniones según la intención y el
deseo expresado por él mismo, que se deducen principalmente del tipo de
documento, o de la insistencia de la doctrina propuesta, o de las fórmulas
planteadas» (LG III,25). Estas observaciones dan paso a la consideración de
los diversos tipos de magisterio, ordinario y universal, así como la necesaria
hermenéutica de los diversos tipos de documentos magisteriales del papa y
de los obispos dentro y fuera del marco de una asamblea conciliar.

4. Las formas básicas del ejercicio del magisterio: solemne,


ordinario y universal, auténtico

Recapitulemos lo dicho hasta ahora: 1) la autoridad del magisterio no


está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para la interpre-
tación auténtica-autorizada del testimonio apostólico escrito y transmitido;
2) el magisterio consiste en la autoridad de enseñanza en la Iglesia, que se
funda en la ordenación sacramental, y que compete a los obispos y al papa,
en modo y grados diversos que precisaremos enseguida; 3) la infalibilidad
prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos cuando
ejercen el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro.
La tradición teológica refleja las variadas formas del magisterio en la
Iglesia, según las personas que lo ejercen, las modalidades de este ejercicio
y su valor vinculante. El magisterio es variado como variada es la vida del
pueblo de Dios. De ahí que no todos sus pronunciamientos expresan la
revelación con la misma intensidad, ni reclaman siempre la prerrogativa
de la infalibilidad. Muy al contrario, la mayor parte de la enseñanza de los
obispos se mueve en el marco del llamado magisterio ordinario, que es el
que acompaña la vida cotidiana de las comunidades eclesiales. Es claro que
«magisterio» es un concepto analógico que reviste, al hilo del parágrafo 25
de Lumen gentium y de su desarrollo posterior en la carta apostólica Ad
tuendam fidem (29-VI-1998), las formas siguientes:

a) el magisterio solemne o extraordinario: se trata de los pronuncia-


mientos ex cathedra del papa o de un concilio ecuménico cuando

493
LA LÓGICA DE LA FE

pretenden definir una «verdad revelada» en materia de fe y costum-


bres. Afirmar que un acto del magisterio es infalible significa que
un determinado enunciado, si bien sujeto a los condicionamientos
históricos en los que ha sido formulado, está inmune de error.
b) El magisterio ordinario y universal: se trata de la enseñanza del cole-
gio de los obispos dispersos por el mundo y unidos al papa cuando,
convergentes en una misma opinión, dan lugar a una enseñanza defi-
nitiva, que tiene esa cualidad de magisterio infalible. Esta modalidad
de magisterio definitivo no definido es uno de los desarrollos más
característicos de la citada carta apostólica de Juan Pablo II, que tenía
como presupuesto la doctrina conciliar descrita en LG III,25: «Aunque
los obispos aisladamente no gozan del privilegio de la infalibilidad,
sin embargo, cuando incluso dispersos por el mundo, pero en co-
munión entre sí con el sucesor de Pedro, enseñan cuál es la fe y la
moral auténticas, si están de acuerdo en mantener una opinión como
definitiva, entonces proclaman infaliblemente la enseñanza de Cris-
to». A este cuerpo de doctrina corresponden verdades necesariamente
conexas con la revelación (ordenación sacerdotal reservada a los va-
rones, ilicitud de la eutanasia, celebración de un concilio, legitimidad
de la elección de un papa, la canonización de los santos, etc.).
c) El magisterio ordinario auténtico: es esa enseñanza del magisterio
ordinario que incluye doctrinas no definidas ni definitivas, y cuyo
mejor exponente pueden ser las encíclicas papales; a ello habría que
añadir la doctrina emanada de los sínodos locales de obispos y de
las conferencias episcopales. Subrayemos que el magisterio de cada
obispo en su Iglesia local es siempre un magisterio ordinario.

5. Conclusión: Credo in Spiritum Sanctum, sanctam Ecclesiam

La presencia del Espíritu de Cristo en la Iglesia no supone una unión


sustancial entre el Espíritu y los cristianos, sino la inhabitación del don in-
creado que produce por la gracia la transformación de los cristianos y de
la Iglesia en el cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo actualiza la revelación de
Cristo y empuja hacia delante el Evangelio en el todavía no de la historia
presente. Es un Espíritu de verdad y de libertad. La asistencia del Espíritu
Santo es garantía de la indefectibilidad de la Iglesia y de su fe, conforme a
la conexión que establece el Símbolo apostólico: Credo in Spiritum Sanc-
tum, sanctam Ecclesiam. Alberto Magno hacía este comentario: «Decimos
“la santa Iglesia”. Pero todo el artículo de fe se funda en la verdad divina
y eterna, no sobre la verdad creada, porque toda criatura es vana y carece
de verdad firme. Por esto, este artículo tiene que ser relacionado con la
obra propia del Espíritu Santo, es decir, con “Creo en el Espíritu Santo”, no

494
LA IGLESIA Y SU MISTERIO

sólo en sí mismo, como lo enuncia el artículo anterior, sino que creo en él


igualmente en cuanto a su obra propia, la de santificar a la Iglesia. Comu-
nica esta santidad en los sacramentos, virtudes y dones que distribuye para
consumar la santidad; y en los milagros y gracias de tipo carismático, tales
como la sabiduría, la ciencia, la fe, el discernimiento de los espíritus, las cu-
raciones, la profecía y todo lo que el Espíritu da para manifestar la santidad
de la Iglesia» (De sacrificio Missae, II, c. 9, a. 9).
Esto no excluye que la Iglesia peregrina sea Iglesia de los pecadores. Da
que pensar la aplicación tipológica a la Iglesia del pasaje de Jn 8,1-11 que
hace K. Rahner (cfr. «Iglesia de los pecadores» en Escritos de Teología, VI,
Madrid 1969, 313): la mujer acusada de adulterio es la pobre Iglesia de los
pecadores; ella piensa en sus pecados mientras vociferan los acusadores; el
Maestro guarda silencio y escribe sus pecados en la arena de la historia del
mundo. Al final, cuando los acusadores se hayan ido, Jesús se levantará y
le preguntará: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?» El Señor irá hacia
ella y le dirá: «Tampoco yo te condeno», «esposa mía, Iglesia santa».

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496
6. LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

CARLOS MARTÍNEZ OLIVERAS

Confiteor unum baptisma in remissionem peccatorum. Después de ha-


ber proclamado el credo Ecclesiam y antes de manifestar la esperanza futu-
ra, el símbolo prosigue, ahora en forma de confesión, con la fe sacramental
expresada y condensada en el bautismo. Por lo tanto, su lugar en el credo
(desarrollo del tercer artículo) nos da una cierta idea de la ubicación del tra-
tado de sacramentos dentro del conjunto orgánico del corpus theologicum.
Fundamentados en Cristo (cristología), la Iglesia (eclesiología) los celebra
haciendo llegar así la gracia de la salvación al hombre (antropología teo-
lógica), al mismo tiempo que su celebración edifica la comunidad de los
creyentes y anticipa la esperanza escatológica a la que estamos llamados
(escatología). Podríamos recordar con el beato cardenal Newman que los
sacramentos, signos eficaces de la gracia de Dios otorgada al hombre, anti-
cipan la gloria celeste y nos lanzan hacia ella: Grace is glory in exile, glory is
grace at home (cit. en MySal IV-2, 907). Credo, confiteor et expecto son sín-
tesis perfectas de la triple acción del Espíritu Santo en la vida del creyente.

Per visibilia ad invisibilia

El hombre puede encontrar a Dios de un modo personal y directo. Y


esto solo es posible en virtud de la autotranscendencia divina que es capaz

497
LA LÓGICA DE LA FE

de alcanzar al hombre en su ser más profundo. Ahora bien, dado que la


persona posee una estructura corpórea, social e histórica, este encuentro
con Dios en la gracia y en la fe adquiere una forma visible: «la sacramen-
talidad como categoría teológica caracteriza la unidad interna entre la au-
tocomunicación divina en la forma encarnada de la gracia y la adoración
—posibilitada por esta forma— que el hombre tributa a Dios en todos los
ejercicios de su vida, en la fe y en el seguimiento de Cristo» (Müller, Dog-
mática, 641). Esta sacramentalidad se condensa en las acciones simbólicas
que cristalizan en ritos litúrgico-eclesiales, cuya eficacia nace de Cristo, el
Salvador universal. Estos actos simbólicos transmiten al hombre la salvación
que significan: la comunión personal con Dios y con todos los redimidos.
El ser humano ha sido definido en ocasiones como zoon symbolikon
(B. Lonergan). El hombre es, por tanto, un ser simbólico. Su primera ex-
periencia pasa por hacerse consciente de que su interioridad la expresa a
través de su corporalidad, lo profundo lo exterioriza a través del ámbito
de lo sensible en una unidad inseparable. Además, se descubre capacitado
para dotar de sentido las cosas y los acontecimientos de manera que pue-
de trascenderlos a su simple manifestación. Por eso, los sacramentos, que
participan de esta naturaleza simbólica y que remiten a la acción divina,
encajan perfectamente en la estructura humana. Los sacramentos canalizan
la experiencia que permite que por las cosas visibles se alcance la realidad
divina, o mejor, que la acción de Dios alcance y toque al hombre en lo más
profundo de su ser. Por eso, si se puede decir que el hombre es capax Dei,
quizá con más razón se podrá afirmar que el hombre es capax sacramen-
torum, o mejor, capax Dei per sacramenta.
La paradoja producida en el siglo XX y que viene acentuada en la era di-
gital del comienzo del siglo XXI ha sido la siguiente: por un lado, el rescate
de todo lo que supone la dimensión antropológico-teológica del símbolo (Ri-
coeur, Chauvet…), el extraordinario redescubrimiento del profundo sentido
de la liturgia, la recuperación de la mystagogia patrística, el acento puesto en
el misterio (concepto clave del movimiento litúrgico) y toda la impresionante
renovación de la teología sacramental propiciada, en gran parte, también por
el movimiento eclesiológico; por otro lado, nunca como en estos tiempos del
funcionalismo materialista, se ha degradado el mundo considerándolo sim-
plemente como materia y la materia como material, dejando apenas espacio
para que el símbolo pueda respirar y el sacramento pueda «trasparentar sim-
bólicamente la realidad de lo eterno» (Ratzinger). Aquí estaría en juego, como
afirma K. Rahner, que lo definitivo e invencible de la comunicación de Dios
mismo aparece concretamente en la vida individual, a través de la Iglesia que
es sacramento universal de salvación (cfr. CFF, 474). El sacramento presupone
una interpretación simbólica del mundo (entendiendo símbolo como concepto
fuerte) que hoy solo encuentra sentido en lo funcional. Para quien vive en el

498
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

mundo científico-técnico, en este universo del vértigo digital en las comuni-


caciones y las relaciones, el lenguaje de los símbolos, a través del cual expre-
samos los signos sacramentales, le resulta, cuanto menos, extraño. Si bien es
cierto que se ha desarrollado una conciencia ecológica muy sensible a la con-
servación de la naturaleza y de sus elementos, hoy no logramos, a diferencia de
las generaciones pasadas, experimentar el mundo como transido de divinidad.
La incapacidad de ver en la serena belleza de una flor o en la majestad de un
monte la fuerza creadora del Padre bloquea uno de los clásicos caminos para
llegar a Dios (via pulchritudinis, Sab 13,1-9); por otra parte, en esta época
postmoderna del pensamiento débil (crisis de la razón teórica) y del relati-
vismo moral (crisis de la razón ética), el camino clásico de la búsqueda de la
verdad (Santo Tomás) y de la bondad (Kant), ha sufrido una fuerte erosión en
los últimos tiempos. Los condicionamientos histórico-culturales han provocado
que la divina providencia haya sido sustituida por la planificación racional, las
rogativas por los planes de regadío y la dirección espiritual por la consulta psi-
coterapéutica. Dios no aparece por ninguna parte y su silencio se hace patente
tanto en el macro como en el microcosmos. Desde esta mentalidad parece
ciertamente difícil comprender cómo la aspersión con agua sobre la cabeza de
un niño o un adulto pueda decidir sobre su salvación o que una palabra —
proferida por otro— garantice el perdón de la culpa. Incluso algunos verían en
los sacramentos de la Iglesia los últimos vestigios de un pensamiento mágico.
Nada más lejos de la realidad. Removidos los obstáculos culturales, esta vía de
la belleza puede mostrarse un camino adecuado, a través de la naturaleza, el
arte, la música... que permite alcanzar una comprensión simbólica del mundo
y una adecuada percepción de la riqueza del universo sacramental.
Armonizadas la fe y la razón, y reconciliada la Iglesia con un sano y
sabio proceso de secularización en el que las realidades temporales ocupan
su lugar en diálogo fecundo e interrelación constructiva con las instancias
religiosas, ha hecho su aparición un secularismo pragmático que algunos
creen que puede deteriorar la sacramentalidad original arraigada en lo pro-
fundo de la persona y privar a la fe de todo fundamento cultural. Junto a
ello se observa en ocasiones una fuerte religiosidad popular en contraste
con una débil experiencia sacramental. No obstante, la dificultad de fondo
que hoy se encuentra a la hora de elaborar una concepción de los sacra-
mentos y una recuperación profunda de su celebración estriba esencial-
mente en la ausencia de fe en Dios. De ahí la importancia y la necesidad
de una nueva reevangelización que recupere la fe en un Dios personal
que mira al hombre y le quiere hacer partícipe de su plan de salvación por
medio de los sacramentos (sacramenta propter homines). Recuperada esta
dimensión crucial, la vida sacramental cristiana se verá como consecuencia
inevitable para vivir referidos a Dios en los momentos fundamentales de la
existencia humana y, por lo tanto, cristiana.

499
LA LÓGICA DE LA FE

I. DOCTRINA GENERAL DE LOS SACRAMENTOS


La teología clásica ha distinguido siempre entre un «Tratado general de
los sacramentos» (De sacramentis in genere) y un «Tratado de los sacramen-
tos en particular» (De sacramentis in specie). El orden a la hora de articular
su estudio no solo supone una decisión de carácter pedagógico, sino una
opción teológica, ya que al hacerlo así se expresaría mejor la sacramen-
talidad original y fontal de Cristo y de la Iglesia de la que dependen los
siete sacramentos eclesiales (Rahner). El primer tratado estudiará dos as-
pectos fundamentales: el proceso histórico de reflexión en el que la praxis
celebrativa, la teología y el magisterio han ido configurando la fe eclesial
sacramental (§35); y, en segundo lugar, las categorías comunes que atravie-
san toda la teología sacramental (§36). El segundo tratado se encargará del
estudio particular de cada uno de los siete sacramentos, estructurados en
tres bloques: sacramentos de la iniciación cristiana —bautismo (§37), con-
firmación (§38) y eucaristía (§39)—, sacramentos de curación —penitencia
(§40) y unción de los enfermos (§41)— y sacramentos al servicio de la co-
munidad —orden (§42) y matrimonio (§43)—, siendo muy conscientes de
que no son acciones independientes, sino elementos de un todo orgánico
que es la fe y la celebración del misterio cristiano en el ámbito litúrgico-
sacramental de la Iglesia.

I. 1. REFLEXIÓN HISTÓRICO-TEOLÓGICA

§ 35. La teología, en su diaconía a la fe, preparó durante la época pa-


trística el paso del mustrion bíblico al sacramentum litúrgico-teológico. La
preocupación por encontrar la definición del sacramento que integrara las
categorías de significación y causalidad marcará un proceso fecundo lle-
vado a cabo por la teología monástica medieval, los autores escolásticos y el
magisterio de la Iglesia. Cuestionados por la Reforma los planteamientos ca-
tólicos, Trento sancionará la teología sacramental y marcará su impronta
hasta el Concilio Vaticano II. Allí se ofrecerá una visión integral que sabrá
armonizar las dimensiones de santificación, eclesialidad y culto divino.

1. La teología patrística: del mystérion al sacramentum

El uso de mustrion y sacramentum en los tiempos inmediatamente


postapostólicos de la Iglesia primitiva está marcado por la pluralidad de
significados y matices. Compete al estudio del planteamiento sacramental
patrístico analizar dos procesos: el primero, cómo el término mustrion, en
la sucesiva valoración teológica que hicieron de él los Padres, llegó a de-
signar las acciones rituales por medio de las cuales Dios confiere la gracia a

500
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

los hombres; y, el segundo, las causas por las que los Padres occidentales,
aunque asumieron el contenido teológico del mustriou, optaron por tradu-
cirlo por el término sacramentum para referirse a la actuación santificadora
de Dios sobre los hombres.

a) El trasfondo bíblico y la teología oriental

En los dos primeros siglos de la vida del cristianismo los Padres no inno-
varon mucho en la forma de entender y explicar las celebraciones cristianas
fundamentales (bautismo, eucaristía). Lo hicieron conscientes de ser, en
parte, herederos del ambiente cultural semita del que procedía el término
mystérion. Este ambiente cultural judío venía marcado por dos rasgos fun-
damentales: hacer de los acontecimientos no mera evocación retrospectiva
del pasado, sino actualización eficaz de la memoria que invita a la acción
en el presente; y, en segundo lugar, entender que la experiencia de un
miembro del pueblo elegido es válida para todo el pueblo en su conjunto
dada la fuerte conciencia de personalidad corporativa propia de Israel (cfr.
H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 72). Este doble trasfondo lleva
a considerar cómo Israel, en el marco de la historia de la salvación, está
transido de un pensamiento sacramental: «Por pensamiento sacramental
se entiende la convicción de que la historia de Dios con los hombres se
realiza en acontecimientos, acciones y encuentros que pueden captarse
históricamente: en ellos se muestra Dios a los hombres y se acerca a ellos
transformándolos» (Nocke, Doctrina general de los sacramentos, 810). Por
tanto, los SS.PP. aceptaron y asumieron la concepción bíblica de mustrion
que, con algunos referentes puntuales en el AT (Sab 6,22) y, sobre todo en
Dn 2,28 (sueño e interpretación; secreto escatológico y anuncio velado de
acontecimientos futuros); y otros pasajes del NT (Mc 1,4; Ap 10,1-7), alcan-
zó su máximo desarrollo en la teología paulina, que identifica el misterio
con el acontecimiento pascual de Cristo y con su misma persona que viene
a realizar el designio salvador de Dios: por medio del misterio de Jesucristo,
imagen (visible) de Dios invisible (Col 1,15), Dios nos ha dado a conocer
«el misterio de su voluntad» (Ef 1,9-10); y así, Pablo ha sido elegido para
anunciar este «misterio de Cristo…que ahora ha sido revelado por medio
del Espíritu» (Ef 3,1-12). De este misterio se origina una oikonomía, una his-
toria de salvación, en la que este misterio se revela y se realiza, a la espera
de su definitiva consumación en donde todo sea recapitulado en Cristo (Col
1,26-27).
Así pues, el origen del sacramento hay que buscarlo no en una explica-
ción teórico-sistemática de un acto instituyente del mismo Cristo, sino en el
hecho de que los símbolos y ritos celebrativos bíblicos encuentran en Cristo
Jesús su continuidad, su verdad y su plenitud. Al mismo tiempo, cuando lle-

501
LA LÓGICA DE LA FE

gue el momento de estudiar la institución y el nexo con Jesús, será preciso


distinguir desde el principio entre origen, fundamento y contenido esencial
cristológico, y determinación o concreción eclesial histórica. Aunque se
trata de dos aspectos inseparables en la comprensión y celebración del
sacramento, sin embargo, no se les debe atribuir idéntico valor doctrinal.
Jesús, por tanto, asume los signos de la primera Alianza (circuncisión, un-
ción y consagración de reyes y sacerdotes, imposición de manos, sacrificios
y, sobre todo, la pascua), que prefiguraban los sacramentos de la Iglesia,
pero «da un nuevo sentido a los hechos y a los signos de la antigua Alianza,
sobre todo al Éxodo y a la Pascua (cfr. Lc 9,31; 22,7-20), porque Él mismo
es el sentido de todos esos signos» (CEC 1151).
Dentro del uso cristiano y evolutivo del término mustrion, se partirá del
significado del único misterio de Dios en la acción salvífica por medio de
Cristo (S. Pablo), para pasar a designar también los sucesos particulares de
la vida y de la acción de Jesús, en los cuales se muestra el misterio salvífi-
co de Dios: la teología nos dice que Cristo es sacramento de Dios, signo y
causa de nuestra salvación. Todo lo que Jesús vivió, hizo y sufrió forma el
conjunto de los sacramentos originales de nuestra salvación: «lo [...] que era
visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios» (León Magno, Sermo
74, 2). De entre esos sucesos y gestos hay siete signos-acontecimientos que
la Iglesia ha reconocido como instituidos por el Señor para ser celebrados
en la Iglesia y hacer que la gracia llegue al hombre. En este proceso teológi-
co de decantación de la fe, la reflexión patrística juega un papel primordial.
Los Padres Apostólicos, entre los que destaca Ignacio de Antioquía (s.
II), en cierta medida tienen muy presente el carácter salvífico de los acon-
tecimientos de la vida de Jesús cuando llaman mustrion a la virginidad de
María, a su parto y a la muerte del Señor. Pero sobresale un fragmento de
la carta de a los Magnesios en la que llama mustrion al acontecimiento
del «nacimiento de nuestra vida mediante Él (Jesucristo) y su muerte» (Ad
Magn. 9,1); tal misterio está esencialmente relacionado con el día del Señor;
por medio de él han llegado los cristianos a la fe, han recibido la fe. Y esta
mediación parece referirse al bautismo.
Hacia la mitad del siglo II, en medio de las batallas dialécticas para
defender la fe de los ataques de los intelectuales paganos y gnósticos, los
Padres apologetas van a desarrollar un uso mucho más frecuente y variado
del término mustrion. Su esfuerzo principal está dirigido a contrarrestar los
«misterios paganos», destacando la originalidad cristiana, en un contexto de
influencia platónico-gnóstica. El principal representante de este momento
es san Justino. En esta etapa, mustrion, etimológicamente relacionado con
myein (cerrar los labios, secreto), aparece en este autor desde una triple
referencia de sentido: a) en relación a los cultos mistéricos paganos que,
según Justino, solo pueden guardar una relación diabólica con los sacra-

502
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

mentos cristianos; b) acciones salvíficas cumplidas en Jesucristo y obradas


por Él, tales como el nacimiento o la muerte en cruz; c) la necesaria rela-
ción entre arquetipo y tipo, aplicada a las figuras del AT en relación con el
NT; desde esta clave, mustrion es para san Justino sinónimo de parabol,
smbolon, tpoς.
En el transcurso de este proceso, fueron los alejandrinos quienes mar-
caron un punto de inflexión en el planteamiento sacramental patrístico al
aplicar la terminología y las categorías gnóstico-neoplatónicas a la teología
cristiana en general, y a la referente a las acciones rituales simbólicas que
trasmiten la gracia, en particular. Clemente de Alejandría usa el término en
91 ocasiones refiriéndose a los ritos mistéricos paganos, y la mayoría de las
ocasiones a Cristo como el gran Mistagogo, a la religión cristiana de modo
genérico o a la verdad revelada u oculta. Su principal aportación consistió
en establecer la división entre misterios menores (revelados a todos) y mis-
terios mayores (comunicados a los gnósticos). Emplea también el término
mystérion para indicar la acción salvífica realizada en Cristo, que se procla-
ma y actualiza de forma misteriosa en la acción cultual. Lo anunciado en
el AT se cumple en Cristo, se continúa en la Iglesia y se actualiza en sus
«misterios». Desde aquí el conocimiento queda vinculado a la exégesis ale-
górica que solo unos pocos sabios serán capaces de conocer, desentrañar
e interpretar. Alguna vez relaciona los misterios paganos más dignos con
los sacramentos cristianos. Conviene apuntar finalmente que de él arranca,
en la catequesis cristiana, la observancia de la ley del arcano, en virtud de
la cual no se daban a conocer a los paganos aspectos o verdades de la fe
que no estaban en condiciones de comprender (p. ej.: la eucaristía) y a los
neófitos se les iba revelando solo progresivamente. Siguiendo la estela de
Clemente, Orígenes distinguió la magnitud única de mustrion (es decir, la
triple manifestación del Logos: mediante la encarnación, en la Iglesia y en
la Escritura) de los mustria que (únicamente) participan de aquel. Asimis-
mo perfiló un particular modo de abordar la teoría sobre la imagen y el
arquetipo, sentando las bases para la reflexión sistemática que establece la
íntima relación entre el signo y la realidad, es decir, el signo como principio
operativo a través del cual se consigue la gracia como efecto. Mantuvo la
dimensión operativa del término mustrion pero, a su vez, introdujo una
cierta novedad al considerar una comprensión del misterio como medio
que se relaciona con la verdad que manifiesta. Del misterio-voluntad y
misterio-evento se pasó a un misterio-verdad y un misterio-conocimiento.
La aplicación del esquema filosófico platónico de arquetipo-tipo al con-
cepto de mystérion, les sirvió a los Padres griegos para afirmar por una
parte la trascendencia del misterio (arquetipo), y por otra, la participación
simbólica (tipo); este esquema serviría después para hablar de la gracia
(trascendente) y del signo o símbolo mistérico (expresión inmanente) y

503
LA LÓGICA DE LA FE

sería fundamental en toda la posterior teología sacramental. Los Padres


latinos, temerosos de que al aceptar musthvrion se introdujeran en la teolo-
gía católica y en la vida sacramental de los fieles infiltraciones de carácter
gnóstico o procedente de las religiones mistéricas, optaron por traducir el
término mystérion por sacramentum para referirse a los medios por los
cuales Dios comunica su gracia santificante y, de este modo, alteraron la
terminología manteniendo la identidad conceptual y reservando mysterium
para las verdades dogmáticas de la fe.

b) Los padres latinos y el legado de San Agustín

El término latino sacramentum no es un término bíblico como tal, ni


posee un origen hebreo o cristiano, sino que deriva de la cultura latina y
el uso clásicos. «Sacramentum» hacía referencia al gesto, avalado por la au-
toridad pública, con el cual algo acontecía –acción, estado de vida, lugar o
acontecimiento sagrado, no necesariamente religioso. Ese gesto podía ser el
juramento militar con que los soldados, invocando a los dioses, se compro-
metían a la fidelidad y a la obediencia; o podía significar el juramento con
el cual se depositaba una caución de dinero en un lugar sagrado por parte
de los contendientes en un proceso judicial, de modo que al vencedor se
le restituía todo lo que había depositado y el perdedor debía dejar su parte
para usos sagrados.
Aunque «sacramentum» fue el término latino escogido para traducir el tér-
mino griego bíblico mystérion (realidad escondida, misteriosa y sagrada),
Tertuliano lo utilizó como categoría teológica para indicar los elementos
del designio salvífico divino, prefigurado en la antigua Alianza; y también
se refirió con él, tanto a la acción de la celebración ritual cristiana como
a la obligación que asume el creyente al beneficiarse del sacramentum
(dimensión de juramento-compromiso sagrado de fidelidad a Cristo). De
este modo, el bautismo fue denominado por Tertuliano «sacramentum» de
la militia christiana y las promesas bautismales en el compromiso solemne
ante Cristo de aquellos que se han consagrado a él por la fe y el bautismo.
Muy poco después de Tertuliano, Cipriano, en el norte de África, aban-
dera la reflexión sacramental desde el término sacramentum. En los nu-
merosos usos que hace de él se repiten las dos acepciones (mystérion
y juramento). Dentro de la dimensión de mystérion cabe subdividirlo en
dos secciones: la que contempla el misterio como tal y la que lo considera
desde la figura y el símbolo (o el signo). Teniendo en cuenta la múltiple
diversidad de significaciones que san Cipriano otorga al sacramentum, lo
que importa es su contribución netamente teológica. En este plano los sa-
cramentos son para san Cipriano medios por los cuales el hombre llega a
la vida saludable («viam vitae per salutaria sacramenta teneamus»: Ad Qui-

504
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

rinum, en CCSL III, p.3.1.). La segunda nota teológica es la comprensión


de los sacramentos en el conjunto de las ceremonias eclesiales donde, aun
afirmando la existencia de una norma rectora del rito, sin embargo admite
una cierta libertad en la celebración sacramental. Conviene tener también
muy presente la concepción de Cipriano sobre la Iglesia como sacramento
visible de la unidad salutífera (cfr. LG 9), que tan importante será para la
reflexión eclesiológica.
Como en tantos otros aspectos teológicos, será san Agustín quien mar-
que un punto de inflexión en la comprensión de la teología sacramental.
Conviene advertir que su doctrina la aplica sobre todo al bautismo y a la
eucaristía. Es el primer autor que nos explica la misma estructura del signo
sacramental, compuesta por un elemento corporal visible y otro espiritual
invisible. La parte sensible o significante («signum») se compone a su vez, de
«elementum» o aspecto material y «verbum» o aspecto verbal, tan unidos que
el mismo San Agustín llega a hablar del sacramento como «visibile verbum».
Y en la parte invisible o significado, también puede distinguirse la «virtus» o
poder del Espíritu por la que es eficaz, y la «res» o contenido y misterio de
gracia que el sacramento actualiza. Desde esta estructura y teniendo presen-
te una triple concepción de rito, símbolo y misterio, define el sacramento
como signo visible de la gracia invisible («invisibilis gratiae, visibilia sacra-
menta»: Questiones in Heptateucum III, 84, en PL 34, col 712) y lo conside-
rará como «una celebración en la que se conmemora una cosa, de tal forma
que se significa algo que va a ser recibido santamente» (Carta a Jenaro II, 2,
2, en Obras Completas de San Agustín [BAC 69], VIII, 320-321). Desde esta
clave denomina al sacramento signo sagrado (sacrum signum) o signo de
una cosa santa (sacrae rei signum). Inmerso en aquel universo simbólico,
la introducción de la categoría de signo forma parte de su principal apor-
tación: «el signo es una realidad que, más allá de la imagen que trasmite a
los sentidos, hace venir a la mente algo diferente a ella misma» (De doctri-
na christiana II, 1, 1 en Obras completas de S. Agustín [BAC 168], 112). El
sacramento es un signo que, en la celebración cultual designa, contiene y
comunica una cosa santa. Para el obispo de Hipona el sacramento es signo
sensible y «eficaz» de la gracia que expresa y significa lo sagrado. No cabe
duda de que apunta ya hacia el «significando, causan» escolástico, pero se
encuentra aún lejos de las teorías de la causalidad sacramental posteriores.
Según San Agustín, al estudiar la relación entre la fe y el sacramento, en el
gesto sacramental se da la unión entre un elemento material y la palabra de
la fe. Si al elemento se le une la palabra, se realiza el sacramento («accedit
verbum ad elementum, et fit sacramentum», In Ioannis evangelium 80, 3, en
Obras Completas de San Agustín [BAC 165], 436-437).
El siglo IV que le toca vivir a san Agustín se caracteriza por el rigorismo
de los donatistas, que supuso un cisma para la Iglesia africana y amenazó

505
LA LÓGICA DE LA FE

seriamente a la Iglesia universal. Para los donatistas solo la comunidad pura,


sin mancha, la asamblea de los perfectos constituye la Iglesia real, visible, y
solo un sacerdote sin mácula puede administrar los sacramentos. Frente a
esta concepción rigorista y exclusivista, la Iglesia católica siempre ha tenido
conciencia de ser la Iglesia de los santos y de los pecadores que han de
ser reconciliados con la comunión eclesial (Ecclesia sancta simul et semper
purificanda, LG 8). A tenor de la concepción donatista, todos los bautis-
mos administrados en la Iglesia universal son inválidos. Por eso, cuando un
cristiano pasaba de la Iglesia universal a los donatistas era «rebautizado», es
decir, recibía, a su juicio, por primera vez válidamente el bautismo. El paso
en sentido contrario de la herejía a la comunión católica encontró división de
opiniones, pero la Iglesia siempre ha afirmado la existencia de un solo bautis-
mo administrado válidamente cuando se cumplen las condiciones necesarias
(el verdadero problema se cifraba en discernir cuáles eran esas condiciones).
Esa será la doctrina de San Agustín y la que acabe imponiéndose.
En la concepción agustiniana del bautismo como sacramento es impor-
tante la doctrina del signum y su significado. Este signum del bautismo se
compone del elementum y el verbum, o del «agua» y la «palabra». El verbum
está ligado intrínseca y necesariamente al evangelium de Dios, y esto signi-
fica en la mente de Agustín religación a la historia salvífica en Cristo y a la
fe (expresa) en la Trinidad. El sacramentum es así verbum visibile. De este
modo, Agustín logra evitar tanto el subjetivismo extremo de la fe personal
como el «automatismo de la palabra», también extremo. Como fruto de esta
controversia se podrían extraer algunas consecuencias de capital relevancia
para la teología sacramental posterior:
En primer lugar, Agustín afirma que la pureza del ministro es irrelevante.
Es la pureza y el poder de Cristo lo que hace que el bautismo sea eficaz:
(Como el agua de regadío viene por una acequia de piedra, el poder de
Cristo pasa incontaminado a través de un ministro pecador y produce fruto
en quien lo recibe [cfr. Io. ev. 5,15]). No importa tanto la condición del mi-
nistro humano, porque el verdadero ministro de todo sacramento es Cristo
de cuyo poder nace la fuerza de la gracia: «Cuando Pedro bautiza, bautiza
Cristo; cuando Pablo bautiza, bautiza Cristo; sí, incluso cuando Judas bau-
tiza, bautiza Cristo» (Io. ev. 5,18 y 6,7). Con esta afirmación de la eficacia
del sacramento con independencia de la fe y santidad del ministro se está
anticipando, en cierta medida, la doctrina del ex opere operato que consa-
grará la escolástica.
En segundo lugar, Agustín afirma que el bautismo imprime una señal
indeleble en quien lo recibe, marcándolo como perteneciente al rebaño de
Cristo con una marca que él denominaba dominicus character. Así como
a los soldados que habían desertado no se les volvía a hacer el tatuaje
(stigma) con el que habían quedado vinculados al emperador al alistarse,

506
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

así también los que habían recibido el bautismo fuera de la Iglesia no eran
rebautizados (De baptismo 1,4.5; Io. ev. 6,15). Agustín admite, por tanto,
que los donatistas poseen un bautismo válido y llevan la marca de Cristo.
Pero como se han separado de la unidad de la Iglesia, en realidad son de-
sertores de la militia Christi. Si piden la readmisión en la Iglesia no tienen
que ser rebautizados, sino que sencillamente han de ser acogidos de nuevo
dándoles la bienvenida (c. ep. Parm. 2.13; symb. cat. 8. 16). Con estos pre-
supuesto, la Iglesia elaborará más adelante y de una forma más sistemática
la doctrina del carácter sacramental.
En tercer lugar, la distinción agustiniana entre el signum sensible y la res
invisible y espiritual, significada por el primero, ayuda a la distinción entre
la validez del bautismo y sus frutos (eficacia). Con esta distinción, Agustín
afirma que los donatistas están bautizados válidamente, pero que no gozan
de los frutos del bautismo —el perdón de los pecados y la vida eterna— a
menos que den por terminado su cisma y vuelvan a incorporarse a la Igle-
sia. Así lo expresa sucintamente: «una cosa es no poseer el bautismo, y otra
cosa es no poseerlo de manera útil» (De bapt. 4. 17. 24). Para san Agustín
existe, por tanto, una doble praxis válida del bautismo: un bautismo cuya
eficacia salvífica está (todavía) bloqueada, por razones ajenas al sacramento
como tal (los herejes solo han recibido el sacramentum); otro bautismo
que alcanza su (plena) eficacia salvífica (aquellos que han recibido el sa-
cramentum y la res). Esta doble distinción será clave para la comprensión
teológica del sacramento.
Finalmente, en Agustín encontramos una muy fuerte dimensión cristo-
lógica y eclesial. En el acto sacramental es el mismo Cristo quien actúa, el
Christus Totus agustiniano, la Cabeza con su Cuerpo, Cristo presente en
la Iglesia. Este componente cristológico tan fuerte, expresión de la minis-
terialidad de Cristo en los sacramentos, es el que le lleva a afirmar, como
hemos visto, la eficacia del sacramento con independencia de la santidad
del ministro. La insistencia de la presencia y acción de la Iglesia en los sa-
cramentos hace que con él no se pueda olvidar el elemento eclesial que no
es estrategia pastoral, sino cuestión teológica fundamental.

2. Hacia la definición de sacramento: la teología medieval

a) El contexto

La máxima autoridad teológica durante la Edad Media fue, sin duda,


San Agustín. Sin embargo, esta influencia teológica hubo de verse contras-
tada muchas veces con las fuertes sacudidas culturales que irrumpieron en
esos momentos de la historia. El mundo medieval comprende una serie
de cambios de paradigmas que influirán de manera decisiva en la teología

507
LA LÓGICA DE LA FE

sacramental. El cambio de una comprensión simbólica a una comprensión


realista proveniente de la mentalidad germánica hará que allí donde los
Padres orientales contemplaban la realidad desde la categoría de símbolo,
sin que ello supusiera una pérdida de consistencia ontológica, se pasara
a una concepción del sacramento como vasum gratiae, olvidando así su
dimensión mistérica y teologal como encuentro de salvación. El cambio de
comunidades perseguidas con fuerte identidad a la Iglesia de cristiandad
provocará una pérdida de intensidad en la vivencia sacramental, donde
ahora solo se requiere un mero cumplimiento de los sacramentos para ser
aceptado en sociedad cristiana. El paso de la auctoritas (autoridad de la
Escritura y los Padres) a la razón como instancia de la teología propició
la posibilidad de un medio analítico y discursivo dando alas a la especu-
lación racional iluminada por la fe. El estilo más meditativo e intuitivo de
los Padres era sustituido por una sistematización racional ampliando los
campos y las preocupaciones y creando un sistema perfecto y cerrado de
comprensión sacramental. Desde estas claves, la Iglesia se vio comprometida
a embarcarse en la búsqueda de la definición de sacramento que integrara
las categorías de significación y causalidad. Este proceso, teológicamente
fecundo, será llevado a cabo por la teología monástica medieval, los autores
escolásticos y el magisterio de la Iglesia.
La preocupación de la época se cifrará, desde una sistematización de
la teología sacramental, en la búsqueda de una definición de sacramento
que dé razón también del número. Son dos cuestiones claramente unidas
entre sí, desde el momento en que solamente precisando la noción propia
de «sacramento» podría ser posible dirimir la discusión sobre cuántos son
los sacramentos de la Iglesia en sentido estricto, en contraste con el gran
conjunto de ritos y de realidades sacramentales acogidos por la convicción
común y llamados ordinariamente con el mismo nombre. Isidoro de Sevilla
(c. 556-636) con su autoridad e influencia por las Etymologias concentrará
su atención en la relectura de la noción de sacramentum como sacrum se-
cretum y, por lo tanto, sobre la virtus escondida, presente y operante bajo
las realidades sensibles: El sacramento consiste en una celebración por la
que se significa un misterio que debe acogerse en la fe y en la santidad;
y propiamente se los llama sacramentos, porque bajo el velo de las cosas
corporales, actúa en ellos de forma secreta el poder divino y se realiza la
salvación; los principales sacramentos son el bautismo, el crisma y el cuer-
po y la sangre de Cristo (cfr. Etym. VI, 19, 39.40). Su aportación se puede
calificar de más «mistérica pneumatológica» que la agustiniana; pero en el
fondo comienza a producirse un cambio en el que el sacramento pasa de
actio a res. Esto provoca que se altere la ruta de la reflexión teológica po-
niendo en primer plano la acción divina que actúa ocultamente, mientras
queda en un segundo plano la condición sacramental de ser signo sagrado.

508
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Con ello Isidoro subrayaba la eficacia escondida, ya que el Espíritu Santo


actúa de manera secreta, pero real.

b) La teología monástica medieval

La influencia de Isidoro se va a dejar sentir en el ámbito de la teología


monástica medieval donde se acentuará el proceso de cosificación sacra-
mental desapareciendo la categoría de signo de la definición de sacramento
y haciendo de él casi un objeto «transportable» (sacramenta in aliqua cele-
bratione traditur). La pregunta se hacía tanto o más urgente dentro de las
cuestiones litúrgico-jurídicas abiertas por la reforma carolingia. La exigen-
cia de codificar la praxis litúrgica y la progresiva acentuación del espíritu
canonista había provocado que la atención de los teólogos se desplazara
a los aspectos rituales (=signos) de la acción sacramental a sus elementos
estructurales. Se hacía necesaria una clarificación de la relación entre el
«signum» y la «res». Las controversias eucarísticas sobre la presencia real
polarizadas por el realismo (Pascasio, Lancfranco) y el simbolismo (Rábano
Mauro, Ratramno) harán que la reflexión sacramental se desarrolle y tome
postura restando fuerza a la dimensión simbólica y significadora (cfr. §39,
3). Será Berengario de Tours (c. 1000-1088) el que tome una posición firme
frente al realismo exagerado. Esta toma de posición, por una parte, orienta
la discusión sobre la recuperación de la noción agustiniana de «signo» y
sobre su valor significante, pero, por otra, hace entrar plenamente en juego
la diferenciación, que ya había comenzado a abrirse camino antes, entre
«sacramentum» y «res», haciendo de dicha distinción el núcleo del debate.
El punto decisivo de la disputa de Berengario de Tours es que la distinción
agustiniana «signum-res» se convierte (o al menos así les parece a sus con-
temporáneos) en una verdadera y propia separación, hasta el punto de que
el sacramento acaba por ser solamente un símbolo vacío, separado del todo
de la realidad de la que es llamado a ser portador de representación. Si el
sacramento es signo, lo es solamente en un sentido funcional, en cuanto
que da a conocer una realidad más allá de sí mismo, pero sin que la conten-
ga. La relación del signo con la realidad significada es de carácter solamente
mental. Berengario ofreció por vez primera un atisbo de definición de sa-
cramento cuando, siguiendo a san Agustín, de quien afirma explícitamente
que ha tomado las palabras, predica del sacramento ser signo sagrado, lo
que equivale a decir que es signo de la realidad sagrada (invisibilis gra-
tiae visibilis forma). Berengario se mueve en un mundo completamente
agustiniano sin aportar novedad conceptual aunque sí literaria. Por ello, la
innovación que ha supuesto en la historia de la teología sacramental la obra
de Berengario ha consistido en haber asimilado las categorías agustinianas
y, desde las mismas, describir por vez primera los sacramentos. Su plantea-

509
LA LÓGICA DE LA FE

miento de definición de sacramento vino muy condicionado por la circuns-


tancia particular de tener que hallar una posible definición de sacramento
que fuese apta para dar razón de su previa concepción de la Eucaristía
sobre la que llega a negar prácticamente la presencia real.

c) Los autores escolásticos: significación y causalidad

Superadas estas controversias, el siglo XII dio a la luz importantes aporta-


ciones. Es en este momento cuando surge, por primera vez, un Tratado De
Sacramentis in genere. Pedro Abelardo coloca a los sacramentos en su Intro-
ductio ad theologiam después de la fe y la caridad y los define, siguiendo a
Agustín y a su contemporáneo Berengario, como «signos visibles de la gracia
invisible». Más adelante ocupa un puesto particularmente importante Hugo de
San Víctor (1097-1141) con su famosa obra De sacramentis christianae fidei.
Desde su planteamiento antropológico (opus conditionis-peccatum originale-
opus reparationis) los sacramentos poseen una naturaleza sanante orientada
a curar la naturaleza caída por el pecado. Y adelanta una definición bastante
completa que engloba las dimensiones fundamentales: «El sacramento es un
elemento corpóreo o material propuesto de manera externa y sensible, que
representa por su semejanza, significa porque a tal fin ha sido propuesto,
contiene porque es capaz de santificar una gracia invisible y espiritual. Esta
definición aparece tan propia y perfecta que parece convenir a todo sacra-
mento y a solo el sacramento» (I, X, 2, en PL 176, col. 317-318). Con la Sum-
ma sententiarum (s. XII), de autor desconocido, el sacramento no solo sig-
nifica, sino que también confiere aquello de lo cual es signo o significación:
«Sacramento es una forma visible de la gracia invisible que en él se otorga,
es decir, de la gracia que da el mismo sacramento. No es, pues, solamente,
el signo de una cosa sagrada, sino signo eficaz (sed etiam efficatia)» (IV, I, en
PL 176, col. 117). Finalmente, Pedro Lombardo (1100-1160) con la autoridad
y repercusión de su IV Libro de las Sentencias colocó a los sacramentos entre
los tratados fundamentales de la teología (I. Dios Trinitario; II. Creación y pe-
cado; III. Encarnación y gracia) y el capítulo final dedicado a los Novísimos
(V) y ensambló en la definición de una manera definitiva las dos dimensiones
sacramentales fundamentales: «Se dice propiamente sacramento aquello que
es signo de la gracia de Dios y forma de la gracia invisible, de tal manera
que es a la vez su imagen y su causa» (dist I, 2, en PL 192, col. 389). Será
especialmente la noción propuesta por este último autor la que permitirá a
la teología sacramental salir de la incertidumbre en la que se debatía durante
siglos y enfocar el camino hacia una definitiva puntualización del concepto
y del número de los sacramentos cristianos. Esta labor sistematizadora será
realizada por Santo Tomás de Aquino presentando los sacramentos como
prolongación del Verbo encarnado del que reciben su plena eficacia y que,

510
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

como signos eficaces, llevan inscritos dentro de ellos una triple dimensión:
rememorativa de la pasión de Cristo (signum rememorativum), demostrativa
de la presencialización de la gracia (signum demonstrativum) y escatológica
(signum prognosticum). Tras una fase más influido por el carácter sanante
de los sacramentos, finalmente propondrá una definición que incluye toda
la fuerza de la significación proveniente del agustinismo: sacramento es «el
signo de una realidad en cuanto que santifica a los hombres» (S. Th. III, q.
60, a.2). De nuevo, significación y causalidad vienen a unirse en la definición
sacramental. Por influencia del aristotelismo, la explicación de la «estructu-
ra» del sacramento pasa de centrarse en la relación signo-significado a la
composición materia-forma (elemento sensible o ritual - palabra o fórmula
sacramental, que no son separables, sino componentes constitutivos de un
todo) y a una más precisa explicación sacramental de carácter ternario: sa-
cramentum tantum (el signo externo y visible), res et sacramentum (el efecto
primero inmediato y signo del efecto final) y res tantum (el efecto último de
justificación y gracia).

d) Las declaraciones magisteriales medievales

No cabe duda de que, junto a la reflexión teológica, la fijación de la


teología sacramental se fue apoyando en el magisterio eclesial. Su valor
dogmático es de capital importancia para el futuro por recoger el sentir
teológico y doctrinal del momento en que se estaba formando una teología
sacramental sistemática. En estos documentos no solo se defiende el nú-
mero de los sacramentos, sino también su diversidad en la unidad, ya se
trate de defender la totalidad, o de explicar las condiciones de validez, o la
importancia y fe del ministro.
En 1208 Inocencio III impuso una profesión de fe a los valdenses que
aportaba una cierta novedad. Era la primera vez que un documento magis-
terial (declaración papal) presentaba y explicaba sucesivamente los siete
sacramentos, aunque sin enumerarlos (DH 793). La razón de su aparición
apunta hacia la influencia de las enseñanzas de Pedro Lombardo en su IV
Libro de las Sentencias y que fueron asumiendo diferentes concilios loca-
les. En fidelidad a la doctrina de Agustín, que tuvo que habérselas con los
donatistas por problemas de fe, reafirmaba la validez de los sacramentos
administrados por un sacerdote con independencia ahora de su dignidad
moral (simonía, amancebamientos...) y establecía un triple requisito para
la validez del sacramento: certa persona, sollemnia verba et fidelis intentio.
En ese ambiente de movimientos pauperísticos y corrientes maniqueas el
documento defendía el bautismo de niños, afirmaba la presencia real en la
eucaristía y la necesidad de un ministro válidamente ordenado para cele-
brarla, y realizaba una defensa del matrimonio y su valor sacramental.

511
LA LÓGICA DE LA FE

Por su parte, el IV Concilio Lateranense (1215) por medio de un credo


propone la fe católica frente a cristianos herejes, albigenses y discípulos de
Joaquín de Fiore (DH 802). Dicho símbolo se ve caracterizado por el desa-
rrollo del tercer artículo de los antiguos credos (Espíritu e Iglesia) explici-
tando no solo el bautismo, sino también la eucaristía y aludiendo indirecta-
mente a la penitencia y el matrimonio. Dada la precedencia y preeminencia
que asume la eucaristía en el texto (vocabulario eucarístico de continentur-
sub speciebus-transubstantiatis que marcará la teología posterior), algunos
hablan de que se esté dando en este momento un posible cambio de es-
piritualidad: de la impronta bautismal (Iglesia antigua) a una espiritualidad
plenamente eucarística (Iglesia del segundo milenio).
La confesión de fe de Miguel Paleólogo en el II Concilio de Lyon (1274)
(texto papal asumido por un testigo laico ortodoxo y leído en un concilio
general formado por obispos latinos en su mayoría) presenta la doctrina sa-
cramental enumerando los siete sacramentos aunque en orden diferente al
de Pedro Lombardo (DH 855). Sería la primera vez que un concilio general
enumera el septenario. Además reafirma la validez del único bautismo fren-
te a la tendencia oriental a rebautizar, recoge el término «transubstanciados»,
recuerda el uso latino del pan ázimo sin condenar la costumbre oriental y
afirma el valor del matrimonio en un tiempo en el que sigue teniendo pro-
blemas de comprensión.
En medio de un concilio de unión entre orientales y latinos aparece el
Decreto pro armeniis (DH 1310-1328) que quedó recogido en las actas del
Concilio de Florencia (1439). Su contenido se puede definir como una sín-
tesis de la doctrina sacramental católica seguidora de la teología tomista (De
articulis fidei et ecclesiae sacramentis) y que marcará el futuro de la sacra-
mentología. Enuncia el septenario y sanciona la estructura ternaria configu-
rada por: el elemento material, las palabras sacramentales y el ministro con
su intención (res–verbum–minister cum intentione faciendi). El vocabulario
causal, la proposición del carácter sacramental para el bautismo, confir-
mación y orden, la asunción del esquema materia-forma para designar las
relaciones entre el elemento sensible y las palabras del sacramento son ele-
mentos definitorios del texto. Junto a ellos destaca también la importancia
del ministro (que aparece explicitado en cada sacramento), se subraya la
relevancia de la fidelis intentio y se dice de él que habla in persona Christi.

3. Los sacramentos en Lutero y Trento

Esta será la teología que llegue al s. XVI y cuyos planeamientos serán


seriamente cuestionados por la Reforma de modo que el Concilio de Trento
se verá obligado a sancionar la teología sacramental católica que dejará su
impronta hasta el Concilio Vaticano II. La irrupción en el escenario eclesial

512
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de la figura de Lutero y su teología marcará una de las épocas de la historia


de la Iglesia más relevantes y dolorosas por el desgarro que supuso para la
comunión eclesial. Por parte católica, se quería salvaguardar el septenario
sacramental y la eficacia objetiva de los sacramentos. Por parte luterana,
entraba en juego la Palabra de Dios que se expresa como promesa y que
está pidiendo la fe como correlato, de modo que todo queda centrado en
la justificación por la fe como superación de las obras. La concepción sa-
cramental (siempre un momento segundo en teología) de Lutero no es sino
una consecuencia lógica de otros varios presupuestos en su planteamiento
teológico. Si la única fuente de revelación es la Sola Scriptura negando
cualquier papel a la Tradición o al Magisterio (presupuesto hermenéutico),
solo el bautismo y la eucaristía serán verdaderos sacramentos (la peniten-
cia, con dudas). Desde el presupuesto eclesiológico de una Iglesia invisible
centrada en la comunión de fe y gracia donde lo jerárquico apenas tiene im-
portancia, los sacramentos pierden relevancia en la vida de la comunidad,
ya que la incorporación a la Iglesia se da por el anuncio de la Palabra y la
acogida de esta en la fe. Su cristología, más bien de matiz descendente y so-
teriológica (Dios que baja y salva al hombre), diluye la importancia salvífica
de la humanidad de Cristo difuminando la importancia de los sacramentos
que, según el Aquinate, son prolongación de la humanidad de Jesucristo.
Finalmente, el pesimismo antropológico heredado de San Agustín hace del
hombre un ser profundamente dañado por el pecado original, corrompido
hasta el punto de que ni el bautismo borra el pecado: justo y pecador a la
vez, no puede hacer cosas buenas si no es por la gracia de Dios. El bautis-
mo servirá solo para tomar conciencia de la salvación. Una salvación en el
bautismo que será justificación vicaria que no transforma al hombre, donde
Dios ya no le imputa al hombre su pecado aunque permanezca en él. La
repercusión en el ámbito sacramental será evidente: si el ser humano ya no
puede hacer nada bueno, la salvación no puede venir por las obras y, por
tanto, la afirmación del ex opere operato sería herejía. Así pues, la postura
de Lutero se condensa en una triple negativa: contra un sacramento sin fe,
contra un sacramento sin Palabra y, como consecuencia, una negación del
septenario sacramental. Con estos presupuestos su teología derivará en un
vaciamiento de la comprensión sacramental dejando al sacramento despro-
visto de una verdadera eficacia causal. Los sacramentos serán, pues, signos
que por la institución y promesa divina, llevan anejo el perdón de los peca-
dos. Su causalidad vendría de un modo indirecto, puesto que alimentan la
fe, provocando la fe en el creyente. Y, frente al septenario sacramental, solo
encontrará verdadero apoyo escriturístico para el bautismo y la eucaristía
(cfr. J.M. Rovira Belloso, Lutero y los sacramentos: Phase 217 [1997] 21-41).
Para Calvino el sacramento sería el testimonio de la gracia divina en no-
sotros, confirmado por un signo externo, junto con el testimonio de nuestra

513
LA LÓGICA DE LA FE

propia devoción hacia Dios. Los sacramentos son signos que sirven para
confirmar la promesa contenida en la palabra de la predicación y operada
por el Espíritu. El sacramento, que no dejaría de ser más que un símbolo
exterior mediante el cual manifiesta su fidelidad a la promesa y su benevo-
lencia hacia los hombres, se añadiría como un apéndice con el fin de con-
firmar y sellar la misma promesa. Zwinglio niega también que el sacramento
sea un vehículo de gracia y, por tanto, sería un mero «signo o símbolo de
cosas espirituales», signo externo con el cual da el hombre testimonio de
su fe o manifiesta su pertenencia a la Iglesia («distingue al fiel del infiel»).
La doctrina sacramental del Concilio de Trento fue tratada en la sesión
VII, es decir, después del Decreto sobre la justificación, mostrando así su
estrecha relación con ella, ya que por los sacramentos la verdadera justicia
empieza, empezada se aumenta o perdida se repara (Proemio). Los padres
conciliares no pretendieron exponer una doctrina general de los sacramen-
tos, sino responder puntualmente a afirmaciones protestantes (casi todas
de Lutero en el De captivitate babilonica Ecclesiae). Y además, Trento no
pretendió dirimir cuestiones de escuela, sino que quiso permanecer en
un nivel de principios generales, aunque hay que admitir que utilizó de
manera generalizada todo el lenguaje tomista. Los trece cánones de los
que consta este Decreto afirman la doctrina católica sobre los sacramentos
fundamentada en los siguientes aspectos: a) la institución por Cristo y el
número septenario (DH 1601-1603), aspectos ambos negados por Lutero al
no encontrar suficiente base escriturística para algunos de ellos; b) la distin-
ción entre los sacramentos de la Nueva Ley, que sí confieren la gracia, y los
sacramentos veterotestamentarios que solo la prefiguran (Lutero niega esta
diferencia por estar ambos vinculados a una promesa y su acto salvador
depende de la fe personal) (DH 1602); c) la necesidad de los sacramentos
in re o in voto para la salvación (al menos de algunos) frente a la postura lu-
terana que abogaba por la justificación por la sola fe; d) la causalidad de los
sacramentos ex opere operato a quien no pone óbice negando que el sacra-
mento haya sido instituido solo para alimentar la fe (DH 1605-1607); e) la
concesión de un cierto sello espiritual e indeleble (carácter) en el bautismo,
confirmación y orden (DH 1608-1609) del que dice Lutero que «lo imprime
el Papa ignorándolo Cristo»; y f) el mantenimiento de la doctrina tradicional
de la independencia de la condición moral del ministro para la validez de
la celebración de los sacramentos, pero recordando, ahora sí, la necesidad
de potestad e intención de hacer lo hace la Iglesia (DH 1610-1613).

4. El Concilio Vaticano II: visión integral e integradora

La cristalización dogmática y el gran esfuerzo sistematizador del Tri-


dentino fue de tal calado que se podría afirmar que la Iglesia no sintió la

514
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

necesidad de volver a celebrar un concilio hasta más de tres siglos después.


La teología sacramental católica posterior a Trento se mantuvo fiel a aque-
llos cánones que, inspirados en la escolástica de corte tomista, los padres
sancionaron con su autoridad apostólica. La herida con la Reforma había
sido tan profunda y sangrante que incapacitó a ambas partes para el diálogo
durante mucho tiempo. La polarización de las posturas creó una alternativa
perniciosa entre la «Iglesia de los Sacramentos» y la «Iglesia de la Palabra»
que llevaba a un callejón sin salida y que solo hace pocas décadas se ha po-
dido superar. Pues bien, a pesar de contar con aquel armazón sacramental
inexpugnable, la Iglesia tuvo que hacer frente a las cargas de profundidad
provenientes de los más variados campos y responder a las críticas que so-
bre materia sacramental le fueron haciendo las diferentes corrientes.

a) De Trento al Vaticano II

A finales del siglo XVIII, la crítica de la religión colocaba al mismo nivel


los ritos mágico-supersticiosos y los sacramentos, haciendo de estos últi-
mos expresiones de la manipulación de la conciencia religiosa del pueblo
en orden a mantener los privilegios de la casta clerical. La historia de las
religiones a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX reforzó la crítica
racionalista que negaba la institución de los sacramentos por Cristo y los
colocaba como fruto del sincretismo helenista en el contexto de un proto-
cristianismo desde el que más adelante se configuró el edificio dogmático
cristiano. La postura marxista ve los sacramentos como narcóticos confor-
mistas que alienan la voluntad y la iniciativa de las clases obreras. Desde
la clave psicológica, se los acusa de ser catalizadores de neurosis, mientras
que desde la visión espiritual se refuerza su comprensión individual e in-
timista, relativizando todo aspecto eclesial y litúrgico. Finalmente, bajo el
punto de vista de una crítica ética se afirma que su verdadero valor está en
función del compromiso moral y transformador que desarrollen.
El gran teólogo alemán del siglo XIX, M. J. Scheeben (1835-1888), posi-
bilitó el acceso a un camino para responder a todas estas críticas, mediante
la recuperación de aquella categoría patrística de mystérion, difuminada en
la reflexión escolástica, y que se hacía necesario rescatar de tan prolongado
letargo. En su gran obra acerca de Los misterios del cristianismo (1865-97)
definía los sacramentos como «aquellos signos exteriores que significan y
comunican la gracia de Cristo» y que, por tanto, «son grandes misterios»
que «contienen un misterio grande». Su radical afirmación de la naturaleza
mistérica de los sacramentos hacía que el efecto del sacramento no se que-
dara en una simple relación moral con Dios, sino en una real participación
mística de la naturaleza y vida divina.

515
LA LÓGICA DE LA FE

La aparición a comienzos del siglo XX de la figura de Romano Guardini


con su obra El espíritu de la liturgia (1918), dentro de la esfera de aquel
incipiente movimiento litúrgico coloca otro hito en la historia de la reflexión
sacramental. El autor de La esencia del cristianismo (1929) entendía que
solo era posible una teología de los sacramentos a partir de la liturgia. Solo
mediante el culto divino que cristaliza en el signo sacramental, comprendi-
do como acontecimiento personal y comunitario vivido por cada creyente
en el seno de la Iglesia («realidad que está profundamente dentro de la
historia y, sin embargo, es garantía de lo eterno»), es posible liberarse del
materialismo positivista y del subjetivismo despersonalizador. El cambio
de comprensión del sacramento de res sacra a actio ecclesiae en la liturgia
suponía un paso de gigante que ratificaba la comprensión de que la ac-
ción salvífica de Cristo actúa en la Iglesia mediante la celebración de los
sacramentos y, por tanto, cada uno de ellos sería una renovada y constante
epifanía del Señor.
Junto a Guardini despuntan con luz propia los monjes Lambert Beaudin
y Odo Casel como figuras relevantes del movimiento litúrgico. Su aporta-
ción se podría sintetizar en un cambio de sujeto celebrativo, acción litúrgica
y realidad sacramental: de aquel sacerdote que administraba (confecciona-
ba) sacramentos (res sacra) se pasaría a la Iglesia que celebra los misterios
sacramentales como signos de su fe en el hecho salvífico de la Pascua.
El cristianismo recibe el impulso vital de Cristo a través de la celebración
litúrgica y sacramental. De este modo, por medio de los sacramentos se
confiere a los cristianos la presencia real y actual in mysterio de la salvación
merecida por Cristo. Al movimiento litúrgico la teología sacramental le debe
tres aportaciones: el redescubrimiento del carácter anamnético (memorial)
de los sacramentos; poner en alza su carácter posibilitador de inserción en
la historia de la salvación; y la recuperación de la dimensión pneumática de
los sacramentos como referencia esencial e indispensable de la acción del
Espíritu que actúa, opera, dinamiza y hace presente la gracia de Dios y la
encarna en una dinámica eclesial y sacramental.
Por su parte, desde la universidad de Tubinga se empezaban a cosechar
a mediados del siglo XX los frutos de aquella investigación histórica inicia-
da a finales del siglo XIX. Su principal exponente fue O. Semmelroth y su
concepción de Die Kirche als Ursakrament (1953) rescatada de los escritos
de J. A. Möhler y elaborada a partir de la noción paulina de mystérion.
El movimiento eclesiológico adquiría entidad y ofrecía así a la teología
contemporánea un marco novedoso para la comprensión sacramental de
la Iglesia y la inherente eclesialidad de todos los sacramentos dentro del
misterio de salvación de Cristo. Desde esta clave eclesiológica K. Rahner
escribiría su obra Kirche und Sakramente (1960) dando razón de las princi-
pales cuestiones sacramentales y aportando su peculiar y profundo sentido

516
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

teológico: los sacramentos, instituidos por Jesucristo al instituir la Iglesia-


protosacramento, vendrían a ser actualizaciones/desdoblamientos de la na-
turaleza sacramental de la Iglesia, expresiones de la fontalidad sacramental
de la Iglesia. Dos años antes había aparecido el estudio de E. Schillebeeckx
Christus, Sacrament van de Godsontmoeting (1958) [Cristo, sacramento del
encuentro con Dios] que, al introducir esta categoría relacional y afianzar
la dimensión eclesiológica de los sacramentos dirigidos al hombre como
miembro de la Iglesia, iba a constituir otro paso significativo en la reflexión
sacramental. Sin todas estas aportaciones, junto con la recuperación de la
categoría de «símbolo» en su sentido más profundo, no se podrían entender
los frutos que, más adelante, cosecharía el Concilio Vaticano II.

b) Sacrosanctum Concilium 59

El Concilio Vaticano II, el concilio del s. XX, supuso un hito para todos los
ámbitos de la fe y la vida de la Iglesia. El gran acontecimiento conciliar crista-
lizó en una serie de documentos referenciales ineludibles para toda la Iglesia.
El espíritu se hacía letra en un proceso comenzado muchas décadas antes de
aquel 11 de octubre de 1962. Por eso, podemos afirmar que ciertamente este
Concilio no se marcó como objetivo renovar la teología sacramental en su
contenido doctrinal. Se puede afirmar que mantuvo por lo general las con-
cepciones clásicas sacramentales (causalidad, eficacia, significado, carácter,
sustancia, sacerdocio bautismal y ministerial, poder de los obispos y de los
sacerdotes, sacrificio eucarístico...), además de la insistencia en la relación
entre los sacramentos y la fe. No obstante, tuvo dos intuiciones de crucial
importancia: se dio cuenta de que hablar de los sacramentos suponía no
tanto analizarlos cuanto revisar sus celebraciones y, por eso, se ocupó más
de la liturgia que de la teología sacramental; y, por otro lado, puesto que
los sacramentos no son objetos teológicos aislados, sino que implican una
eclesiología y una cristología, tratar de ellos para su renovación suponía re-
ferirlos a Cristo y a la Iglesia. La recuperación de su conexión con el misterio
pascual, su inclusión en el marco de la historia de la salvación y la afirmación
de su eclesialidad, al mismo tiempo que se afirmaba la sacramentalidad de la
Iglesia, suponían tres anclajes desde los que poder afrontar su renovación en
fidelidad a la tradición: «conservar la sana tradición» reconociendo la posibili-
dad de «abrir el camino a un progreso legítimo» (SC 23). Solo desde la clave
de una hermenéutica de la reforma en la continuidad tiene sentido entender
los cambios, en ocasiones significativos, que se han producido en el ámbito
litúrgico-sacramental y discernir las innovaciones más o menos adecuadas en
las que en algún momento se pudiera haber llegado.
El fruto conciliar no se podría entender sino como resultado de una serie
de movimientos que lo prepararon de una forma general y, de un modo

517
LA LÓGICA DE LA FE

particular, en el aspecto litúrgico-sacramental. No olvidemos que ningún


Concilio antes había dedicado a la liturgia todo un documento: la Constitu-
ción Sacrosanctum Concilium (1963), primer fruto conciliar precisamente
por lo preparado que venía desde tiempo atrás en la reflexión teológica y
la enseñanza magisterial. Junto al movimiento litúrgico (Casel, Guardini),
se había producido una importante recuperación de la patrística (Newman,
Pusey, Danielou, de Lubac), la irrupción del movimiento eclesiológico rea-
firmando la sacramentalidad de la Iglesia y la eclesialidad de los sacramen-
tos, la renovación bíblica en el estudio de las fuentes y en su acercamiento
al texto, la conciencia cada vez más fuerte del papel del laicado en la
misión de la Iglesia, y el movimiento ecuménico consagrado en Edimbur-
go (1910) y afianzado con la creación del Consejo Mundial de las Iglesias
(1948). Algunas iniciativas de los papas, como la invitación a la comunión
frecuente y la edad en la eucaristía de niños de S. Pío X, y el cierre del de-
bate entre la Iglesia y el estado con respecto al matrimonio (Casti Connubii,
1930) contribuyeron de forma notable a preparar la renovación conciliar.
Esta tampoco podría entenderse sin la triple aportación del papa Pacelli:
a) la encíclica Mystici Corporis (1943) que afirmaba la realidad eclesial de
manera espiritual y despejaba el camino hacia la idea de Iglesia-sacramento;
la encíclica Mediator Dei (1947) que suponía una gran renovación litúrgica
desde la función sacerdotal de Cristo distinguiendo ya entre el sacerdocio
bautismal y ministerial; o la constitución apostólica Sacramentum ordinis
(1947) que reafirmaba la autoridad de la Iglesia sobre el ámbito sacramental
cambiando la materia del sacramento del orden de la entrega de los ins-
trumentos a la imposición de manos. Así pues, a pesar de que la cuestión
sacramental no constituyó una prioridad conciliar, los sacramentos se hallan
presentes en los principales documentos desde perspectivas complementa-
rias: la liturgia (SC), la eclesiología (LG), la función del ministerio ordenado
(LG y PO), la responsabilidad misionera y evangelizadora del pueblo cris-
tiano (AG), la cuestión ecuménica (UR) y, finalmente, el conjunto de la vida
y de la espiritualidad cristiana (LG y OT) (cfr. H. Bourgeois, Los signos de la
salvación, 185ss.).
Al abordar específicamente la cuestión de los sacramentos, los Padres
conciliares, más que profundizar desde una clave esencialista (signos, cau-
sas, medios de salvación, símbolos, dones de Dios...), se decantaron por
describir sus efectos y funciones en el creyente y el conjunto de la Iglesia.
De hecho, el Magisterio de la Iglesia no ha ofrecido nunca una definición
cerrada. Pareciera que buscara ahora una orientación integral e integradora,
no por opción, sino porque en realidad responde a la esencia misma de
los sacramentos. La yuxtaposición de los diversos aspectos apunta a una
definición lo más completa, profunda, armónica y equilibrada posible, en
la que quedan integradas las diferentes dimensiones de la vida cristiana en

518
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

una unidad de sentido. No olvidemos que en los sacramentos se conden-


san de una manera singular el elemento antropológico, simbólico, bíblico,
teológico, pastoral, litúrgico, canónico, ecuménico...
Como expresión y síntesis de las afirmaciones anteriores, la teología
sacramental conciliar concentra en el texto de SC 59 las diversas orientacio-
nes (clásica, eclesiológica, litúrgica, «reformada») y apela al lenguaje bíblico
sobre las dimensiones del sacramento: santificar al hombre, construir el
cuerpo de Cristo y dar culto a Dios. Las tres pueden contemplarse desde
su vinculación con la liturgia. Más que de una definición, se trata de una
profunda descripción que recoge los elementos fundamentales e irrenun-
ciables de toda la teología sacramental. Dentro de las orientaciones, la que
aparece más claramente es la «sacramentología clásica» que hunde sus raíces
últimas en la Escritura y se ha mantenido fiel a la tradición. Su ordenamien-
to a la santificación de los hombres y a la concesión ciertamente de la gra-
cia, esto es, ofreciendo la salvación a los fieles que los reciben en su vida
personal sitúan su origen en la referencia a Dios. Junto a esta dimensión
«descendente», aparece la edificación del cuerpo de Cristo que nos ofrece la
clave eclesiológica que nunca debe perderse de vista en conexión con la
sacramentalidad de la Iglesia; y, finalmente, la dimensión más litúrgica del
culto a Dios, expresión del «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC 7)
que celebra el culto público íntegro del Cuerpo místico de Cristo (Cabeza
y miembros). Estas dos últimas dimensiones nos hablan de un movimiento
«ascendente» en el que los sacramentos desempeñan simultáneamente una
función constitutiva para la Iglesia y para cada uno de los creyentes. Por
esta dimensión constitutiva se podrá afirmar más adelante: Ecclesia de Eu-
charistia (la Iglesia vive de la eucaristía), síntesis del núcleo del misterio de
la Iglesia. Más allá de los efectos, nos encontramos con la cuestión crucial
de la relación entre los sacramentos y la fe: no solo suponen la fe, sino que
la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas.
Son sacramentos de la fe por una triple relación: la fe es anterior a ellos (la
suponen), está en ellos (la alimentan, la expresan) y es posterior a ellos (la
robustecen). Se recupera así, sin negar la eficacia objetiva, aquella parte de
verdad que la condena tridentina a los reformadores pudiera haber descui-
dado (DH 1605).
Los sacramentos son liturgia. Si algo ha dejado claro el Concilio Vaticano
II es que no se puede hablar de los sacramentos independientemente de
su celebración. Los sacramentos están en la liturgia. Le pertenecen y pro-
ceden de ella. Pero no lo son todo en la liturgia. Así se pueden introducir
los sacramentales, que define el Concilio como «signos sagrados creados»
según el modelo de los sacramentos y orientados hacia ellos (SC 60). De
todos modos, ocupan un lugar privilegiado en la liturgia porque la obra de

519
LA LÓGICA DE LA FE

la salvación se realiza «mediante el sacrificio (eucarístico) y los sacramentos,


en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC 6).
Los sacramentos son lugar de la acción divina. Se podría afirmar que
poseen un cierto sentido trinitario a pesar de que no sea tan manifiesto
como se podría desear. Aunque el lenguaje pudiera llevar a pensar que
tiene actividad propia («dan culto a Dios» [SC 59], «unen con Cristo» [LG 7],
«comunican y alimentan el amor a Dios» [LG 33; AA 3]), es en realidad Dios
el que interviene por el acto eclesial del sacramento. No cabe duda de que
el acento conciliar está puesto en la cristología: nos «insertan» en el misterio
pascual de Cristo (SC 6), nos hacen «participar» de su cuerpo (LG 7; AG
36; UR 22), nos «hacen semejantes» a Él (LG 7), nos «hacen participar de su
sacerdocio» (LG 26) y «comulgar de su ofrenda» (PO 4), «nos incorporan y
configuran con Él» (AG 36). El fuerte acento cristológico es consecuencia
de la relación Cristo-sacramentos que tradicionalmente la Iglesia ha concen-
trado en el tema clásico de la institución. Las referencias al Padre son más
discretas y algo más frecuente su relación con el Espíritu en expresiones
como «los dones» (LG 12; GS 38), «la fuerza» (LG 11; AG 11) o «la unción del
Espíritu» (LG 10; PO 2 y 12).
Los sacramentos están indisolublemente unidos con la Iglesia. En primer
lugar, se celebran en ella. Fuera de la Iglesia y en ausencia de la fe eclesial
les faltaría el oxígeno para sobrevivir. La asamblea reunida, la familia de
Dios, la comunidad sacerdotal (LG 11) es la que, convocada por Cristo, se
congrega para la celebración litúrgica. En segundo lugar, el carácter cons-
titutivo de los sacramentos origina que la Iglesia se edifique por los sacra-
mentos. La Iglesia es hecha por lo que ella hace: Ecclesia de sacramentis
et sacramenta de Ecclesia en analogía con la fórmula clásica Ecclesia de
Eucharistia et Eucharistia de Ecclesia. Además, por medio de los sacra-
mentos los bautizados no solo quedan «destinados para el culto» (LG 11),
sino que reciben el impulso y la fuerza para el apostolado, la misión y el
testimonio en la Iglesia (AA 3). En tercer lugar, la Iglesia tiene valor sacra-
mental. A la Iglesia, signo e instrumento de salvación, se la puede deno-
minar Ur-Sakrament (protosacramento). Iglesia y sacramentos quedan así
mutuamente referidos en correlación perfecta de naturaleza e implicación
evitándose el doble peligro de considerar a la Iglesia como mera estructura
jurídica o exagerar eventualmente el papel de la Iglesia en el misterio de
la salvación («los obispos santifican a los fieles» [LG 26]; «los seminaristas se
preparen para ejercer la obra de salvación por medio del sacrificio eucarís-
tico y los sacramentos» [OT 4]; ambas expresiones pudieran ser expresio-
nes ambiguas: solo Dios santifica). En cuarto lugar, la celebración de los
sacramentos brinda un cauce extraordinario de apertura ecuménica de la
Iglesia. Ofrece un estatuto oficial a un ecumenismo sacramental partiendo
del único bautismo de todos los fieles en Cristo y del reconocimiento de

520
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

una cierta cualidad sacramental (santidad y verdad), limitada pero real, de


las Iglesias y Comunidades eclesiales no católicas, pero matizando grados y
posibilidades en virtud fundamentalmente de la concepción del ministerio
(conservación del episcopado y eucaristía).
Los sacramentos en la vida cristiana. Ya sabemos que bajo los sacramen-
tos subyace una fuerte base antropológica que los conecta con momentos
existenciales de especial densidad. Ciertamente hasta ahora el acento había
recaído en los efectos eclesiales de las celebraciones sacramentales (apos-
tolado, testimonio) o en los efectos en la vida cotidiana secular (caridad,
santidad, sentido espiritual de la ofrenda de sí mismo...). Puesto que los
sacramentos no son todo en la vida cristiana ni en la liturgia se quiere ahora
poner de relieve su inserción en el marco global de la experiencia cristiana,
sin aislar de ella los gestos rituales de la fe. Por eso, al lado de los sacra-
mentos, sin olvidar su eminente y singular valor cualitativo como medios de
santificación, habría que poner: la palabra de Dios, la oración, las virtudes,
el apostolado, la renuncia, el servicio a los demás...
A modo de síntesis podríamos afirmar lo siguiente: la teología sacramen-
tal del Concilio Vaticano II, preparada por una amplia reflexión, cristaliza-
rá ofreciendo una orientación integral e integradora. Los sacramentos están
ordenados a la santificación de los hombres a los que confieren la gracia, a
la edificación de la Iglesia y al culto divino en las situaciones fundamenta-
les de la existencia. Como signos, alimentan la fe del creyente, lo preparan
para la práctica de la caridad y lo envían a la instauración del Reino, del
que son anticipo.

c) Los sacramentos después del Vaticano II

Las décadas que han transcurrido tras el Concilio Vaticano II han dado
paso a una importante reforma litúrgica, a numerosas declaraciones magis-
teriales, a un rico patrimonio documental procedente de las conferencias
episcopales, al Código de Derecho Canónico, al Catecismo de la Iglesia
Católica, a documentos de acuerdo fruto del diálogo ecuménico... Todo
ello se ha traducido en una ingente producción teológica y magisterial de
contenido sacramental que ha colocado a los sacramentos en uno de los
lugares más fecundos de la literatura teológica. En los años inmediatamente
posteriores al Concilio la Iglesia animó y estimuló toda la reforma litúrgica y
pastoral de los sacramentos, aunque también es cierto que últimamente ha
tratado de poner en guardia a pastores y fieles sobre posibles desviaciones
o deformaciones y ha invitado a evitarlas. Más allá de la actuosa participa-
tio de los fieles, se sigue abogando por afrontar de una manera profunda la
cuestión de la inculturación de los sacramentos en todas las latitudes, tam-
bién en Occidente. No en vano, la creación de un nuevo Pontificio Consejo

521
LA LÓGICA DE LA FE

para la Nueva Evangelización (2010) habla mucho de esta necesidad y de


su insistencia en la reinstauración de procesos de iniciación cristiana ver-
daderamente transformadores. No se ha de perder de vista que el proceso
natural de evangelización e iniciación cristiana culmina en el sacramento
(Emaús, Pablo VI, EN). Ni tampoco esa sabia ley que invita a no sacramen-
talizar lo que no está evangelizado, puesto que solo desde una auténtica
personalización de la fe y una profunda conciencia comunitario-eclesial
adquirirá la importancia y el sentido la celebración sacramental, piedra an-
gular y cumbre de la vida cristiana. En esta línea habrá que seguir profun-
dizando en una adecuada y centrada teología del símbolo (sacramentum est
in genere signi!) que sepa dar razón de la implicación del sujeto a través de
su dimensión simbólica, teniendo en cuenta el carácter sacramental de la
revelación que viene a nosotros verbis gestisque (DV 2).
El nuevo planteamiento ecuménico de la Iglesia católica abierto por
el Concilio Vaticano II ha posibilitado la creación de numerosos diálogos
ecuménicos bilaterales y multilaterales en donde en muchas ocasiones se
han tratado cuestiones sacramentales. Baste recordar el Documento de Lima
Bautismo, Eucaristía y Ministerio (1982) que pone las bases para un diálo-
go posterior entre las diferentes confesiones cristianas. El bautismo y la eu-
caristía constituyen un binomio fundamental a la hora de sentarse a dialo-
gar. El reconocimiento de un único bautismo en Cristo supone un punto de
partida extraordinario para cualquier diálogo que busque el acercamiento
de las diversas confesiones. La comprensión del ministerio entre la Iglesia
católica y la Comunión anglicana o las Comunidades eclesiales provenien-
tes de la Reforma continúa suponiendo un serio obstáculo a la hora de la
búsqueda de la meta final del movimiento ecuménico: la plena comunión
eclesial que nos permita celebrar la única Cena del Señor.

I. 2. CUESTIONES SISTEMÁTICAS

La reflexión histórico-teológica ha ido sacando a la luz conceptos fun-


damentales de la teología sacramental que necesitan ser abordados de una
manera sistemática para completar el marco referencial de una teología
general de los sacramentos. Estos aspectos son fundamentalmente tres: en
primer lugar, la institución de los sacramentos por parte de Cristo, tema
crucial que tuvo un peso capital en la controversia con la Reforma y del
que dependen, en el fondo, la cuestión del poder de la Iglesia sobre los
sacramentos y la determinación del septenario sacramental; en segundo
lugar, el acontecimiento de comunicación de la gracia por medio del signo
sacramental que tradicionalmente ha recibido el nombre de causalidad o
eficacia sacramental; y, en tercer lugar, y dentro de esta eficacia, la cuestión
de la doctrina del carácter sacramental.

522
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

§ 36. Los siete sacramentos de la Iglesia se relacionan con momentos fun-


damentales existenciales de la vida del cristiano; tienen su origen en Cristo
el Señor ya que por Él han sido instituidos; celebrados dignamente en la fe
confieren la gracia que significan; y tres de ellos (bautismo, confirmación
y orden sacerdotal) imprimen además un indeleble carácter sacramental
por el cual el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y forma parte de la
Iglesia, según estados y funciones, por lo que dichos sacramentos no pueden
ser repetidos.

1. Jesucristo: fundamento y origen de los sacramentos

a) Institución

La Iglesia ha mantenido siempre que para que un signo fuera verda-


deramente sacramento debería encontrar su origen y fundamento en el
mismo Cristo: en su vida, sus palabras y sus signos, su misión, su misterio.
La tradición patrística compartía plenamente esta convicción aunque no se
planteó el problema de un modo sistemático debido al concepto amplio de
sacramento que usaba. A pesar de no poseer una noción común de sacra-
mento, los Padres no dudan en poner el origen y la «virtus» del sacramento
en Cristo y en la santificación del Espíritu Santo. Si el sacramento actuali-
za el mystérion es porque así lo ha querido Cristo. Cualquier modelo de
explicación del sacramento en aquellos siglos, ya sea tipológico-simbólica
(Ambrosio), signal-teológica (Agustín) o mistérico-mistagógica (Juan Crisós-
tomo) manifiesta que el origen de los sacramentos no es otro que Cristo
(cfr. G. Francesconi, Storia e simbolo, 295ss).
En todo el proceso histórico de la reflexión sacramental, concretamente
durante la escolástica y la época postridentina (aunque también compartido
con la tradición protestante), hemos visto cómo la institución de los sacra-
mentos por parte de Jesucristo entra en la misma definición de sacramento.
De este modo, se constituye en elemento determinante y criterio decisivo
a la hora de discernir acerca de las siete realidades que la Iglesia considera
como verdaderos sacramentos. Pero, ¿qué significa exactamente instituir?,
¿en qué sentido se puede hablar de que Jesús instituyó los sacramentos?,
¿cómo, cuándo y de qué manera los instituyó y fundó? Los sacramentos se
fundan en acciones simbólicas de Jesús testificadas por la Biblia y en ellos se
prolonga la acción salvífica, corporal y simbólica de Jesús (cfr. F. J. Nocke,
Doctrina general, 841). En nuestros días la teología en ocasiones prefiere
hablar de que los sacramentos «tienen su origen en Cristo», manteniendo y
ampliando toda la fuerza y el contenido de la expresión «institución», quizá
para no caer en un término que pudiera sonar excesivamente juridicista
y, sobre todo, puntual, y que tanto tiene que ver con la problemática del

523
LA LÓGICA DE LA FE

Jesús histórico y el Cristo de la fe en relación también a la fundación de la


Iglesia por Cristo. Todo ello sin restar un ápice de fuerza a lo que se quiere
indicar acerca de la vinculación directa entre los sacramentos y la voluntad
de Cristo de establecerlos como signos y medios de santificación.
La Edad Media, desconocedora de un completo tratado sistemático De
Ecclesia y marcada por la Summa Theologiae del Aquinate, donde los sacra-
mentos eran prolongación del tratado De Verbo Incarnato, asumió el térmi-
no y el concepto de la institución, pero los teólogos medievales diferían en
el modo en que estos sacramentos habían sido instituidos: ¿instituyó Cristo
los sacramentos como Dios (potestas auctoritatis) o como hombre (potestas
excellentiae) donde se unen divinidad y humanidad? Entre la polarización
de las dos posturas Santo Tomás afirmará que solo Jesucristo en cuanto
Dios (causa principal de la gracia) y en cuanto hombre (causa instrumental)
pudo instituir los sacramentos. El hecho de que a unos elementos materia-
les se les otorgue la capacidad de producir efectos sobrenaturales puede
acontecer gracias a la obra de Jesucristo, Dios hecho hombre. Por eso, dado
que los sacramentos celebran y hacen presentes para la Iglesia los mysteria
vitae Christi, actualizan el acto de la redención y comunican la gracia santi-
ficadora, son actos del propio Cristo que la Iglesia por su propia autoridad
no pudo instituir. Y no lo pudo hacer, en primer lugar, porque ella no es
la causa definitiva de la donación de gracia y, en segundo lugar, porque
la Iglesia misma está constituida parcialmente por los sacramentos. Gracias
al bautismo, los creyentes entran a formar parte y son constituidos en esta
comunidad cristiana llamada a la salvación que al celebrar la Eucaristía con-
figura la Iglesia (Ecclesia de Eucharistia).
Sin olvidar el momento congregador suscitado por Jesús en su ministerio
y la importancia eclesiológica de la Última Cena, cabe decir que el costado
abierto de Cristo es el lugar originario del cual nace la Iglesia y del cual
brotan los sacramentos que la edifican: el bautismo y la Eucaristía, don y
vínculo de caridad (Jn 19,34). Como ya anticipó la patrística, la eficacia de
los sacramentos proviene de la muerte de Cristo; pero la plena eficacia
de los mismos depende de su Pascua y, como la Iglesia, está íntimamente
ligado con el acontecimiento del envío del Espíritu Santo en Pentecostés.
Prescindiendo de un modo jurídico restringido de presentar la institu-
ción de los sacramentos, las interpretaciones teológicas medievales se po-
drían sintetizar del modo siguiente: a) la institución inmediata sostiene que
Jesucristo instituyó directamente y sin ningún tipo de mediación los siete
sacramentos; b) la institución mediata defiende que Jesucristo instituyó de-
terminados sacramentos a través de otras personas como los Apóstoles o
la Iglesia misma (así pensaban Hugo de San Víctor o San Buenaventura).
Dentro de la teoría de la institución inmediata por Cristo también se distin-
guen: a1) la institución in concreto, opinión de los que afirman que Jesu-

524
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

cristo especificó la materia y forma de cada uno de los siete sacramentos


en el momento de su institución (Santo Tomás); a2) la institución in genere
propuesta y sustentada por quienes aseguran que Jesucristo, al instituir los
sacramentos, tan solo determinó el signo en su aspecto significador y su
finalidad, pero no así los elementos concretos significantes que son suscep-
tibles de ser cambiados o modificados por la Iglesia (R. Tapper). De este
modo, se podría distinguir entre institución y promulgación.
La postura del magisterio ha sido siempre nítida respecto de la afirma-
ción de la institución de los sacramentos por parte de Cristo. Así lo hizo en
el Concilio de Florencia proponiendo su origen divino y buscando en la
letra del Nuevo Testamento su fundamento; o en Trento en el canon 1 sobre
los sacramentos en general (DH 1601), en la profesión de fe promulgada
por Pío IV tras la clausura conciliar (DH 1864) e indirectamente al abordar
la posibilidad de administrar el cáliz a los laicos (DH 1728).
La teología contemporánea ha seguido planteándose la cuestión del modo
cómo Jesucristo ha instituido los sacramentos. Karl Rahner, inserto en el mo-
vimiento eclesiológico y en la profundización de la sacramentalidad de la
Iglesia y la eclesialidad de los sacramentos, parte de tres presupuestos funda-
mentales: a) la verificación histórica de los datos, bíblicos y patrísticos, que
cuestionan la institución de los siete sacramentos por parte de Jesucristo; b)
la aportación crucial del Vaticano II que concibe la Iglesia como sacramento
universal de salvación; y c) la comprensión de los siete sacramentos como
acciones deducidas del sacramento original que es la Iglesia. Desde estas
claves propondrá que los siete sacramentos fueron instituidos por Jesucristo
en el momento de la institución de la Iglesia. No son sino otros tantos des-
doblamientos de la naturaleza sacramental de la Iglesia: actos de la concreta
autorrealización de la Iglesia en cuanto es el sacramento fundamental de la
salvación del mundo (cfr. La Iglesia y los sacramentos, 44ss).
Por su parte, Schillebeeckx, aun aceptando que la institución de la Igle-
sia lleva consigo la institución fundamental de los sacramentos, había afir-
mado que esta institución implícita no es suficiente. Puesto que en cada
sacramento se produce una actualización de la salvación del Kyrios, Cristo
mismo debe intervenir inmediatamente en esta orientación y, por tanto, él
ha debido determinar la orientación septiforme de la gracia comunicada por
un acto visible de la Iglesia (cfr. Cristo, sacramento del encuentro con Dios,
132). Chauvet es partidario de fundamentar la institución en el misterio pas-
cual, más que en la encarnación, distinguiendo entre lo «instituido» por Cris-
to y lo «instituyente» por la Iglesia (cfr. Símbolo y sacramento, 383). Aunque
la sacramentología occidental ha sido poco pneumatológica, no conviene
olvidar la acción del Espíritu Santo en la institución de los sacramentos,
hecho al que tan sensible es la tradición oriental. Jesús prometió la venida
del Espíritu y afirmó que el Espíritu haría memoria de Él. Esta acción pneu-

525
LA LÓGICA DE LA FE

matológica ha tenido siempre un reflejo en la estructura de epíclesis de la


liturgia sacramental. Finalmente, podemos añadir que para evitar el peligro
de pensar que la Iglesia pudiera instituir sacramentos es conveniente dis-
tinguir entre reconocimiento e institución dejando claro que es la Iglesia la
que en un proceso histórico, similar a la fijación del canon y al depósito de
la fe, ha reconocido el tesoro recibido, determinado su dispensación y dis-
cernido los siete sacramentos instituidos por Cristo el Señor (cfr. CEC 1117).

b) El poder de la Iglesia sobre los sacramentos

Desde estas claves de la institución, el Concilio de Trento reconoció la


legítima potestad que la Iglesia tuvo en todos los tiempos en la administra-
ción de los sacramentos de establecer o de cambiar salva eorum substantia
aquellos elementos que en la variedad de los tiempos, lugares y circunstan-
cias, juzgara oportuno para el bien de los fieles y la dignidad de los mismos
sacramentos (DH 1728). Así lo determinó el Tridentino convencido de estar
bajo el principio según el cual la Iglesia puede cambiar y derogar en un
momento lo que ella misma había establecido en otro como más tarde re-
cordará el papa Pacelli (Omnes norunt Ecclesiam quod statuit etiam mutare
et abrogare valere, DH 3858). Sin remontarse muy atrás, el mismo Pío XII en
1944 determinó el cambio de la materia del sacramento del orden pasando
de la entrega de los instrumentos a la imposición de manos, por creerla más
acorde con el sentido y la tradición del sacramento (Sacramentum Ordinis).
El mismo Pablo VI promulgó un nuevo ritual de la Confirmación con una re-
novada fórmula de recepción del Espíritu Santo unido al signo de la unción.
En directa conexión con el tema de la institución se encuentra la cues-
tión del poder de la Iglesia sobre los sacramentos. Se trata de un hecho
indiscutible a lo largo de toda la historia manifestado en las innumerables
modificaciones que han experimentado los diferentes ritos litúrgicos sa-
cramentales. Pero no se trata solo de una cuestión práctica. La raíz de esta
competencia reside en la misma naturaleza de los sacramentos. Su esencia
eclesial hace que en su celebración la Iglesia se automanifieste y exprese
su voluntad salvífica. Como ya hemos advertido, los límites de la acción de
la Iglesia están, por lo tanto, constituidos por la «substancia». Pero, ¿en qué
consiste concretamente dicha «substancia»? Se trata de una pregunta de muy
difícil respuesta. En el fondo, se trataría de aquel núcleo ritual simbólico
querido por Cristo e instituido por Él que corresponde a la finalidad del
sacramento y que dispuso que fuera conservado a través de las vicisitudes
históricas. Tal núcleo es el límite que está por encima y más allá de la
autoridad de la Iglesia sobre los sacramentos (cfr. Pío XII, Sacramentum
ordinis). Respecto a su alcance, la Iglesia tendría potestad sobre el uso
del sacramento para determinar qué elementos afectan a la validez del

526
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

sacramento, como así ha hecho en diferentes ocasiones. De todos modos,


cualquier modificación, que siempre debería aparecer como un desarrollo
o adaptación del mismo núcleo divinamente instituido, habría de hacerse
mirando la mayor utilidad de los fieles y la veneración de los sacramentos.
En el fondo nos encontramos delante del acuciante problema de la incul-
turación de los signos sacramentales, de su posible y necesaria adaptación
a las circunstancias concretas en las cuales se encuentra y vive la Iglesia
en contextos de primera o nueva evangelización y que precisa siempre de
una respuesta en fidelidad creativa. Conviene caer en la cuenta de cómo la
cuestión de la institución de los sacramentos nos ha llevado directamente
al tema del poder de la Iglesia sobre los sacramentos y, en definitiva, a
la posibilidad de inculturación de los mismos en las diferentes latitudes y
culturas del mundo. ¿Hasta dónde puede cambiar?, ¿qué es lo innegociable
en cada sacramento?, ¿qué aspectos sacramentales pueden ser adaptables
a otras culturas? Desde aquí podemos ya atisbar la fuerte relación entre la
cuestión de la institución de los sacramentos, el poder que tiene la Iglesia
sobre ellos y una cuestión tan actual como es la misma inculturación de los
sacramentos en los diferentes contextos culturales y continentales. Para salir
al paso de todas estas cuestiones, algunos autores han querido distinguir
entre la substancia del sacramento (signo y finalidad dada por el mismo
Jesucristo) y la substancia del rito sacramental (de alguna manera bajo la
competencia eclesial), pero los límites no son siempre tan fáciles de definir
(origen, fundamento y contenido esencial cristológico, y determinación o
concreción eclesial histórica). Son preguntas que seguirán necesitando de
estudio y reflexión salvaguardando siempre la fidelidad a quien es el ori-
gen y fundamento de los sacramentos, Jesucristo, y a la sana tradición de
la Iglesia. De hecho, la Iglesia ha manifestado su posición de no pretender
«imponer una rígida uniformidad» en aquello que no afecta a la fe, ni siquie-
ra en la Liturgia. En la Iglesia debe mantenerse la fidelidad a la tradición y
el camino abierto a un legítimo progreso (SC 23). Es más, consciente de que
su poder acontece en el Espíritu que la anima permanentemente, respeta
y promueve el «genio» de los pueblos y culturas, con tal de que se pueda
armonizar toda celebración «con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico»
y siempre y cuando quede «salvada la unidad del rito romano» (SC 37-38).

c) El septenario sacramental

También la cuestión del septenario aparece estrechamente vinculada con


el problema de la institución de los sacramentos. Al fin y al cabo, solo aque-
llos signos en los que quedara probada su directa relación con Cristo serían
los que habría que considerar como verdaderos sacramentos. Al abordar el
tema surgen muchas preguntas: ¿Cuántos sacramentos hay? ¿Por qué siete

527
LA LÓGICA DE LA FE

ni más ni menos? ¿Por qué la profesión religiosa o la consagración de aba-


des no formaron parte finalmente del septenario? ¿Se podría añadir hoy un
nuevo sacramento? Durante la Patrística no hubo preocupación especial
por el tema. Existía una concepción amplia del sacramento que llevaba a
pensar que muchos ritos, gestos o símbolos lo eran: además del Bautismo y
la Eucaristía, la Palabra de Dios, la ceniza... eran considerados sacramentos.
San Agustín llega a reconocer la existencia de más de doscientos. Pedro
Damiano (s. XI) enumera doce entre los que incluye consagración de pontí-
fices, unción de reyes, dedicación de iglesias, consagración de canónigos y
monjes... Y el mismo San Bernardo llega hasta diez, incluyendo el lavatorio
de los pies, a ejemplo de san Ambrosio. Fue la escolástica la que se preo-
cupó del tema, de manera que tanto el proceso hacia la búsqueda de una
definición del sacramento como la determinación de su número, corrieron
en paralelo en un momento de lucha de investiduras en que importaba
mucho distinguir lo verdaderamente eclesial de aquello que estaba bajo el
poder secular.
Con un valor limitado, lógicamente, se ha aducido un argumento simbó-
lico sobre la fuerza del número siete y su extraordinaria riqueza simbólica
tan extendida en la Biblia, en otras religiones y en la misma naturaleza
humana. Este argumento no estuvo del todo ausente de la explicación to-
mista del septenario sacramental —ni tampoco en los debates del Concilio
de Trento— porque, como sostenían otros autores de la Edad Media, este
número significa la plenitud, la perfección, la universalidad, la apertura o
inacabamiento y, al mismo tiempo, la diversidad y la unidad. Otros autores
se ocuparon de defender el argumento escriturístico: «Ex sacris Scripturis
habetur sacramenta esse septem». No porque se encuentre explícitamente
el número septenario en la Biblia, sino porque cada sacramento puede ser
confirmado con textos neotestamentarios. Dicho argumento, como en el
caso de la institución, encontraba siempre algunas dificultades relevantes.
Hubo quien halló la clave en un argumento de conveniencia antropológica
(Santo Tomás, S.Th. III, q.65, a.1) estableciendo una analogía de los sacra-
mentos con siete situaciones existenciales decisivas: nacimiento, madurez,
nutrición, enfermedad corporal y espiritual, la autoridad en la sociedad,
reproducción de la especie. Este argumento conectaría muy bien con el
principio de la encarnación. Cristo se hace hombre para compartir solida-
riamente el destino de los hombres y ofrecerles su salvación. De este modo,
asumiría y convertiría en situaciones salvíficas aquellas experiencias deci-
sivas en la historia de cada persona. El número, la necesidad y sus efectos
estarían enraizados en el proceso vital del hombre al que le correspondería
en paralelo un desarrollo espiritual. Por su lado, la Iglesia en su misión de
prolongar la acción salvadora de Cristo celebraría estos momentos funda-
mentales convirtiéndolos, por la fuerza de Dios, en acontecimientos santifi-

528
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

cadores. Esta explicación ha tenido mucho eco en autores modernos como


Bonhoeffer, Rahner o Schillebeeckx. Los encuentros con el misterio de la
vida son encuentros con el Misterio de Dios. La ventaja de la explicación
radicaría en que los sacramentos ya estarían inscritos en la naturaleza del
ser humano y no habría más que expresarlos. Si las experiencias vitales del
hombre fueran indiferenciadas bastaría un solo sacramento como «canal»
seguro de vehiculación de la gracia. Pero sabemos que no es así. Los sacra-
mentos serían encuentros encarnados con Cristo, enraizados en la existen-
cia humana, por la pluralidad de las experiencias vitales. El encuentro de
la gracia con esa situación particular producirá también efectos diferentes.
Por último, nunca aislado y sin duda con un peso específico singular y
decisivo, nos encontramos con el argumento magisterial (cfr. § 35, 2d) que
fue finalmente sancionado por Trento (DH 1601) en controversia con la Re-
forma, quien solo reconocía el bautismo y la eucaristía como sacramentos
(en sentido protestante) por no encontrar suficiente base escriturística para
los otros cinco.

2. Causalidad sacramental (significando causant)

Por medio de su misterio pascual, Jesucristo ha establecido una nueva


alianza entre Dios y los hombres en la que estos reciben el título de «hijos
de Dios». Esta adopción filial nos otorga «un corazón nuevo y un espíritu
nuevo» (cfr. Ez 36,24-28) por medio de la acción del Espíritu Santo, que ac-
túa a través de los sacramentos, signos operativos para la santidad del hom-
bre y no simples acciones humanas con las que se pretende actuar sobre
Dios para obtener cuanto se desea. A la celebración de los sacramentos van
unidas, por ello, una energía y una eficacia, capaces de divinizar al hom-
bre. Los sacramentos serían entonces la prolongación y actualización de la
palabra sanadora y la acción curativa de Jesús cuando obraba sus milagros
(cfr. Scheeben). De esta forma, al mismo tiempo que se reconocería que es
Dios y solo él quien justifica (cfr. Rom 8,33), se afirma que Dios se sirve de
las realidades sensibles creadas y de los instrumentos humanos para llevar a
cabo su acción salvadora. Pero, ¿cómo puede explicarse que un signo mate-
rial pueda producir un efecto sobrenatural en el hombre?, ¿qué importancia
tiene la acción del hombre?, ¿qué papel juega la Iglesia en todo el proceso?,
¿qué significa exactamente la expresión ex opere operato?
En la teología bíblico-patrística se halla una enseñanza permanente a
propósito de la celebración de los sacramentos como actualizaciones del
misterio pascual. Se trata de la presencia del Viviente que en este misterio
celebrativo concentra y recapitula toda su existencia. Los Padres atestiguan
esta presencia del Señor resucitado explicando a los fieles en sus homilías y
reflexiones conceptos como «misterio», «memoria», «imagen», «realidad», etc.

529
LA LÓGICA DE LA FE

En el hodie litúrgico se actualiza la presencia salvadora del Señor que alcan-


za a los hombres que celebran con sinceridad de corazón los misterios de
Cristo. La doctrina teológica clásica formuló esta eficacia del símbolo sacra-
mental con dos axiomas fundamentales: sacramenta significando causant
y sacramenta efficiunt quod figurant. Ambos coinciden en poner de relieve
la identificación entre lo significado y lo producido. El Magisterio de la Igle-
sia definió los sacramentos como signos eficaces de la gracia instituidos por
Jesucristo que en cuanto tales contienen lo que representan para conferirlo
ex opere operato a aquellos que no ponen obstáculo (DH 1601 y 1606) (cfr.
C. Rochetta, Los sacramentos de la fe, 213). La expresión trataba de salva-
guardar siempre la iniciativa de Dios, pero la mejor teología escolástica sa-
bía muy bien que no se trataba de una acción mágica. Esta expresión de la
eficacia no era un «absoluto». Quienes la acuñaron eran conscientes también
de que debía contar con una serie de condiciones respecto del ministro (po-
testad e intención) y también del receptor (fe antecedente-excepto para el
bautismo de niños) dejando claro que ambos (ministro y receptor) siempre
deberían ser distintos (excepto en el matrimonio). El éxito de la fórmula
radicaba en que dejaba claro la eficacia objetiva del sacramento salvando la
acción de Dios por encima de la casuística y los condicionamientos morales
de ministro y receptor. Pero, por otra parte, quedaba difuminada la dimen-
sión simbólica y celebrativa con la tentación de caer en una obsesión por
el validismo y el peligro de considerar a los sacramentos como «máquinas
de gracia» que actuaban casi de un modo automático. El gesto sacramental
tenía la fuerza para santificar aun cuando el destinatario no recibiera la
salvación contenida en el sacramento válido a causa del obstáculo opues-
to. Más tarde, a raíz de este planteamiento, se desarrollaría la teoría de la
reviviscencia sacramental.
La diferentes opiniones a propósito de cómo se producía este proceso
en el curso de la reflexión teológica sobre la eficacia de los sacramentos
revela los esfuerzos por alcanzar la inteligencia de la fe en uno de sus
aspectos más complejos. Si algo define al sacramento es, por tanto, su
función santificadora (sacramenta tunc primum santificandi vim habent:
DH 1639). Ya San Agustín hablaba en su controversia con los donatistas
de la objetividad de la gracia en el sacramento, independientemente de la
dignidad del ministro. La primera escolástica trató de explicar la causalidad
desde los sacramentos concebidos como recipientes de la gracia (vasum
gratiae) concedida por Dios con ocasión de la celebración sacramental, sin
llegar a dar razón de manera convincente de su comunicación al hombre. El
rechazo a que algo material pudiera producir la gracia sobrenatural llevó a
algunos autores a defender una teoría según la cual el sacramento es eficaz,
no por la materia y la acción unidos a la fórmula, sino en cuanto que dis-
ponen (causalidad dispositiva intencional) a la recepción de la gracia por

530
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

medio del carácter o del adorno del alma (ornatus animae) de manera que
así Dios y solo Él obra interiormente la santificación. La hipótesis que tuvo
más aceptación fue la asumida por Santo Tomás. En ella establecía que el
mismo sacramento produce la gracia en cuanto instrumento (instrumenta
separata) que se encuentra íntimamente unido a la humanidad de Cristo
(instrumentum coniunctum) dependiente de la causa principal que es Dios
para alcanzar la causa final: la salvación del hombre (causalidad físico-
instrumental) (S. Th. III, q.62). En esta misma cuestión el Doctor Angélico
se preguntaba por la distinción entre la gracia santificante y los efectos
particulares de cada sacramento. Como hemos visto antes, cada sacramento
actualiza de forma privilegiada, según la estructura celebrativa del signo
sacramental propio, uno de los aspectos de ese misterio (lo que más tarde
se llamará «gracia sacramental» que encontrará su específica «coloración» de
la gracia santificante en relación con la situación antropológica del sujeto).
Algunos teólogos trataron también de explicar la eficacia sacramental recu-
rriendo a la causalidad moral: los sacramentos causan la gracia en tanto en
cuanto inducen a Dios a conferirla en virtud de su dignidad derivada de la
institución por Cristo. Conceptos como alianza, promesa y fidelidad rodean
esta concepción que encontró también dificultades y objeciones para expli-
car adecuadamente el proceso de santificación.
Para Rahner la eficacia de los sacramentos (símbolos esenciales) estriba
en su calidad de signos y por ello puede hablar de una causalidad simbólica
(La Iglesia y los sacramentos, 37-44). Los sacramentos no son sino «palabra
operante de Dios al hombre». Cuando la palabra inequívoca y operante de
Dios, una palabra sin arrepentimiento y absoluta de la gracia de Dios (opus
operatum) sale al encuentro de la palabra todavía abierta del hombre (opus
operantis), el creyente recibe la acción de Dios. En esa palabra operante
Dios se comunica al hombre y con ello libera la libertad del hombre para
aceptar con su propia acción la comunicación de Dios mismo. Cuando este
proceso se cumple satisfactoriamente el sacramento se hace eficaz. Eso sí,
los sacramentos solamente podrán ser operantes en la fe, la esperanza y el
amor. Por eso no son magia, porque solo se hacen operantes en tanto que
se encuentran con una libertad abierta del hombre. Ahora bien, aceptada
por el hombre la comunicación divina, habrá de confesar que su aceptación
se produce por la fuerza de la gracia de Dios (cfr. CFF, 476-477).
Por lo tanto, la eficacia ex opere operato trata de salvaguardar la acción
libre y absoluta de Dios. Al hacerlo, no hace sino negar todo valor causal o
meritorio por parte de la acción humana del ministro o el receptor. Pero, al
mismo tiempo, se exige la disponibilidad, la apertura del creyente para que
el sacramento, signo operativo del misterio cristiano a través de las acciones
sensibles, establezca el encuentro de Dios con los hombres: «el misterio de
la causalidad de los sacramentos no reside tanto en la eficacia paradójica,

531
LA LÓGICA DE LA FE

en el orden sobrenatural de un rito o de una acción sensible, como en la


existencia de una sociedad que, bajo las apariencias de una institución
humana, esconde una realidad divina» (H. de Lubac, Catolicismo, 51). «Ce-
lebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que signi-
fican. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien bautiza,
Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el
sacramento significa. El Padre escucha siempre la oración de la Iglesia de
su Hijo que, en la epíclesis de cada sacramento, expresa su fe en el poder
del Espíritu. Como el fuego transforma en sí todo lo que toca, así el Espíritu
transforma en vida divina lo que se somete a su poder» (CEC 1127). Desde
este texto, queda de nuevo resaltada la fundamental dimensión pneumato-
lógica de este proceso de transformación por medio de los sacramentos. La
fuerza del Espíritu es la que hace «eficaz» el signo sacramental convirtiendo
en vida divina lo que ha sido puesto bajo su acción poderosa.
Pero los sacramentos no son actos aislados. Son sacramentos de la fe
y sacramentos de la Iglesia. Y solo dentro de esta fe eclesial adquieren su
inteligibilidad y eficacia (cfr. CEC 1124). El efecto eclesial de cada sacra-
mento, expresado y sistematizado por el magisterio reciente (LG 11), ya
lo intuyeron los teólogos medievales mediante el concepto escolástico de
res et sacramentum. Se trataría de un efecto intermedio que participaría de
una doble dimensión entre el signo sacramental (sacramentum tantum) del
que sería efecto y el efecto final del sacramento (res sacramenti) de la que
sería causa intermedia. Algunos identificaron este efecto intermedio como
el carácter para los tres sacramentos que no son reiterables.

3. La doctrina del carácter

Desde antiguo la Iglesia ha sostenido que, además de la gracia santifi-


cante, determinados sacramentos producían un efecto en forma de cierto
signum spirituale et indelebile (DH 1609), en virtud del cual dichos sacra-
mentos no podían reiterarse. ¿Por qué no lo poseen todos los sacramentos?
¿Cuál es su verdadera naturaleza? ¿Qué causas llevan a su fijación dogmá-
tica? ¿Por qué fue tan polémica esta doctrina con los reformadores? ¿Cuáles
son las corrientes actuales sobre esta doctrina? Éstas y otras muchas son
preguntas que nos podemos hacer para alcanzar una adecuada intelección
de la doctrina del carácter. Para ello debemos remontarnos al AT donde ya
encontramos una señal o marca imborrable en la costumbre de la circun-
cisión, por medio de la cual el hombre pasa a ser propiedad de Dios (Gn
17,11). Esta pertenencia irrenunciable de cada israelita al pueblo elegido
se encuentra fundada en la absoluta e irrepetible alianza establecida por la
fidelidad de Yahvé para con su pueblo. Esta fidelidad es irrevocable incluso
cuando el hombre rompe el pacto y da la espalda a Dios. También en virtud

532
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de la naturaleza sacerdotal del Pueblo de Dios se podría atisbar un antici-


po del carácter basado en la figura del Sumo Sacerdote que, interpretado
en clave cristiana, remite siempre a Jesucristo. La idea apocalíptica de una
marca escatológica por medio de la cual los elegidos están marcados con el
«sello» de Dios es recogida por Pablo y utilizada con significativa frecuencia:
se trata de una marca espiritual impresa en el alma de los fieles cristianos:
«En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, la Buena
Nueva de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la Promesa» (Ef 1,13); Por eso, «no entristezcáis al Espíritu
Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef
4,30). Pablo aplicará esta imagen especialmente al bautismo en el que se
recibe una señal espiritual no visible e indeleble con tres dimensiones fun-
damentales: apocalíptica, ya que por ella Dios nos ha dado una marca de
salvación para identificarnos el día del juicio; eclesiológica, por medio de
la cual los sellados forman la comunidad de los santos (no de los puros);
y, finalmente, ética, porque ese sello compromete a quien lo ha recibido
a llevar una forma de vivir y actuar conforme a la identidad y pertenencia
asumidas.
Esta idea del sphragís se enriquece y profundiza en la teología patrística,
casi siempre vinculada al inicio sacramental, puesto que al identificar el
sello con el agua significaba que «recibir el bautismo era tanto como quedar
sellado» (Pastor de Hermas); dentro de la exuberante riqueza del vocabula-
rio patrístico, al bautismo se le denomina signaculum u obsignatio (Tertulia-
no), y también la «señal que Cristo da a sus fieles» (Hipólito). Con frecuencia
se recurrió a la imagen militar para hablar de esta cuestión: «pues, así como
se impone a los soldados un sello (sphragís), así también a los fieles se les
impone el Espíritu. Por lo que si desertas, todos te reconocerán. Los judíos
tenían como señal la circuncisión, nosotros tenemos la prenda del Espíritu»
(Juan Crisóstomo). Se llega a usar la expresión signaculum dominicum
para la confirmación (Cipriano). De todos modos, en sus líneas esenciales,
la doctrina del carácter tiene su origen en san Agustín en respuesta a la
práctica bautismal seguida por los donatistas. Para estos, solo los ministros
moralmente santos podían administrar válidamente el bautismo, haciendo
depender el efecto bautismal de la disposición moral del ministro que lo
administraba. La reacción del obispo de Hipona fue enérgica y decidida,
afirmando que puesto que el bautismo es solo y exclusivamente de Jesucris-
to, confiere siempre la gracia, con independencia de la disposición moral y
de fe del ministro. Para ello recurre al término «carácter», evocando la marca
del emperador realizada sobre el soldado, la cual señalaba su pertenencia y
fidelidad si estaba a su lado y denunciaba su situación de deserción cuando
se separaba de él. En el fondo lo que subyace es la distinción en el efecto
de los sacramentos entre la gracia y el carácter (efecto permanente), pues-

533
LA LÓGICA DE LA FE

to que el bautismo puede conferirse sin la gracia, pero quien fue bautizado
fue consagrado por Cristo, que no puede revocar su don y, por tanto, ha
quedado marcado con ese sello permanente, concretamente en el bautis-
mo (confirmación) y en el orden con lo que esos sacramentos no pueden
repetirse en esa persona.
La teología medieval, a partir del siglo XII, trató de definir el sentido,
la naturaleza y las propiedades del carácter sacramental. Si el sacramento
confería la gracia ex opere operato a quien no ponía óbice, surgía la preo-
cupación por la celebración ficte del bautismo, dado que surgía la duda de
si realmente fue concedida la gracia. Se ampliaban las dimensiones, pero
se restringía la perspectiva. Por eso, «la escolástica, en la medida en que
acentuó la dimensión trinitaria y cristológica del carácter, fue perdiendo de
vista la dimensión eclesial que había tenido el planteamiento agustiniano
y comenzó a otorgarle una nota de intimidad individualista» (R. Arnau,
Tratado general de los sacramentos, 323). De acuerdo en lo fundamental
sobre bautismo-confirmación-orden, en la variedad de escuelas medievales,
algunos autores llegaron a opinar que el matrimonio imprimía un cuasi
carácter. Por eso, y aunque sean notables las diferencias entre sí sobre
no pocos puntos, los escolásticos están de acuerdo a la hora de atribuir
a la misteriosa realidad del indeleble carácter sacramental algunas notas
esenciales, siempre desde la categoría de signum: configurativum porque
el creyente queda conformado con Cristo; distinctivum, porque identifica
a quien lo posee; dispositivum et exigitivum, porque prepara para recibir
la gracia; deputativum ad cultum porque habilita para participar el culto
divino (dimensión sacerdotal); y obligativum, porque comporta el deber de
responder a los compromisos recibidos mediante dicho efecto permanente.
Lutero abomina de la idea de carácter por considerarlo una «blasfemia»
contra su comprensión de la eficacia sacramental en virtud de la sola fe del
creyente. No obstante, los planteamientos radicales de los anabaptistas en
referencia al bautismo de niños le hicieron admitir dicha práctica manifes-
tando la gratuidad desbordante de la salvación de Dios operada en un niño
que no puede presentar ningún mérito; y su comprensión del ministerio le
llevó a admitir un efecto constitutivo y permanente en los ministros ordena-
dos, incluso herejes y papistas, que los capacitaba para ejercer su función
eclesial en todo el mundo. Se trata así de puentes entre el pensamiento lute-
rano y el católico expresado con conceptos como compromiso o fidelidad,
pero donde el contenido de su mensaje corresponde a la doctrina católica
sobre el carácter sacramental.
Aquellos indicios prefigurados en la Escritura, desarrollados con gran
riqueza de imágenes por los Padres y sistematizados por la escolástica, la
Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, las transformó en la certeza de que ese
efecto sacramental forma parte del depósito revelado. El Papa Inocencio

534
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

III, muy atento a la teología sacramental, se refería al carácter como algo


comúnmente admitido en su carta Maiores Ecclesiae causas (1201) cuando
se preguntaba por la falta de libertad al recibir el sacramento o su recep-
ción mientras se dormía o se estaba privado de las facultades mentales (DH
780-781); el concilio de Florencia en su Decreto pro armeniis lo ratificó si-
guiendo a los teólogos de la época (Alejandro de Hales, Tomás de Aquino)
como cierto signo espiritual indeleble que expresa el sentido definitivo de
ciertos dones divinos (DH 1313), pero sin entrar en discusiones de escuela
sobre si había de entenderse más como una orientación estable en el obrar
(habitus) o una habilitación respecto a los demás sacramentos. El Concilio
de Trento no hizo sino confirmar la doctrina anterior refutando las ideas
protestantes que lo negaban, afirmando su existencia, su cualidad de per-
manencia y, por tanto, la no reiterabilidad de los sacramentos que lo confie-
ren. El Magisterio del siglo XX siguió reflexionando sobre el carácter. Pío XII,
al abordar el sacerdocio común de los fieles, expuso la dimensión cultual y
la dimensión eclesial del carácter, aspectos que fueron desarrollados de un
modo claro por el Vaticano II dentro de la Constitución dogmática Lumen
gentium al resaltar el aspecto de incorporación a la Iglesia y el de la partici-
pación en el sacerdocio de Cristo de cada uno de los siete sacramentos (n.
11). El decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros volvió a incidir
sobre el tema, afirmando cómo son marcados y configurados los ministros
por medio del carácter y destacando el primado del don frente a la función
(cfr. PO 2; CEC 1121).
La teología sacramental contemporánea (Scheeben, Schillebeeckx, Rah-
ner...) ha sentido la necesidad de clarificar y referir de un modo actualizado
el carácter a la dimensión eclesial propuesta por san Agustín apartándose
del intimismo y el excesivo peso cultual al que le había conducido la es-
colástica y equilibrando ambas dimensiones de pertenencia y habilitación
para el culto. Cualquier polarización o absolutización de los aspectos onto-
lógico o funcional llevará siempre a un callejón sin salida: lo ontológico ha
de traducirse en función para no quedar esclerotizado, y la función exige
siempre un fundamento ontológico para no quedarse suspendida en el
vacío. Puesto que todo el culto sacramental de la Iglesia se realiza personal-
mente por Cristo, para participar en dicha dimensión sacerdotal se precisa
una consagración real. Por eso, el carácter confiere una consagración tal
que supone una configuración e identificación con Cristo que capacita al
creyente para el culto dentro de la Iglesia, además de otorgarle una misión
específica dentro de la comunidad eclesial. Se trata, en definitiva, del sello
de la consagración que el Espíritu Santo imprime sacramentalmente en el
hombre. Por este don queda consagrado a Dios mediante la integración en
la Iglesia y unido de modo indeleble a Cristo sacerdote para ofrecer a Dios
Padre el sacrificio espiritual de la alabanza. La adecuada referencia pneu-

535
LA LÓGICA DE LA FE

matológica y, en definitiva, trinitaria, a aquella bíblica sphragís del Espíritu


será siempre un buen complemento, e incluso un cierto correctivo, a las
explicaciones excesivamente cristocéntricas que se han podido dar a lo
largo de la historia.

II. SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA


«Los cristianos no nacen, se hacen» (Tertuliano, Apologeticum 18,4). La
famosa frase del conocido autor del s. II nos sitúa en la clave de este itine-
rario que caracteriza y marca el inicio de la vida del cristiano. La Iniciación
cristiana es la inserción de un candidato en el misterio de Cristo, muerto y
resucitado, y en la Iglesia por medio de la fe y de los sacramentos. Al térmi-
no «iniciación» se le suele asignar el significado de proceso de aprendizaje
o introducción progresiva en el conocimiento de una teoría (doctrina) o de
una práctica (oficio, disciplina, ocupación o profesión); y también el signi-
ficado de proceso de socialización por el cual una persona asimila existen-
cialmente las creencias, valores, normas, comportamientos, actitudes y ritos
de un determinado grupo social. Este tipo de procesos se ha visto como
un hecho reconocido en las religiones. Sin embargo, la Iniciación cristiana,
aunque pueda aparecer con algunos puntos de contacto con el lenguaje y
las formas iniciáticas de las religiones es, sin embargo, un hecho de natu-
raleza diferente. Se trata de un acto único, pero con momentos sucesivos y
que es igual para todos. Con ella se lleva a cabo el único e irrepetible paso
a la vida nueva por la que Dios nos hace hijos adoptivos suyos; nos inserta
en el misterio pascual de Cristo, lo que significa que nos hace participar
de su misterio de muerte y resurrección y, por tanto, de su misterio de sal-
vación; nos incorpora al Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia, sacramento
universal de salvación; y, finalmente llama al bautizado a vivir en coheren-
cia con la nueva vida en Cristo que ha inaugurado dejando atrás al hombre
viejo. En este nacimiento la fe juega lógicamente un papel crucial ya que
sin ella todo sería una estructura vacía. El candidato habrá de recorrer un
camino (proceso orgánico) en el que queda implicada toda la persona (in-
tegral), sostenido por la comunidad cristiana (eclesial), desarrollado en el
tiempo (continuado) y donde se le ofrece no solo un fundamento doctrinal
(anuncio catequético sistemático y completo), sino que también se trabajan
las dimensiones ascéticas y morales de la persona y se ve jalonado por una
serie de ritos litúrgicos que culminan en los tres sacramentos de iniciación.
La Iniciación cristiana ha de entenderse, por tanto, como una Institución ca-
tequética eclesial, con entidad propia, heredera del catecumenado antiguo.
Por medio del bautismo —el comienzo de la vida nueva— el iniciado se in-
troduce en el misterio de la salvación y se configura con Cristo crucificado y

536
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

resucitado; por la confirmación participa de la unción, con la que el Espíritu


Santo consagró a Cristo en el bautismo y selló a los discípulos en Pentecos-
tés; la eucaristía, memorial del sacrificio pascual del Señor, es el banquete
sacrificial en el que Cristo se hace presente y alimenta a sus discípulos con
su Cuerpo y con su Sangre para ser transformados en él. En la comprensión
global de estos sacramentos se encuentran implicados, en diversa medida,
algunos elementos que interactúan con la lectura de los datos: la praxis
litúrgico-sacramental, lentamente modificada y estabilizada a lo largo de
los siglos y marcada por algunas adquisiciones de las cuales no se puede
prescindir; la experiencia actual, con toda la problemática relativa al bau-
tismo de los niños, al lugar de la confirmación en la iniciación cristiana o a
la recuperación del catecumenado para adultos; la actual percepción de la
realidad de la fe, ya que precisamente bautismo y confirmación pertenecen
a la modalidad originaria de la actuación de la fe y como tal la acompañan
siempre; por último, una conciencia crítica que sepa reapropiarse de la ri-
queza de la experiencia originaria y fundante, relajando la eventual rigidez
de las precomprensiones históricas y permitiendo una reformulación de la
comprensión de los sacramentos que sea fiel al dato histórico-salvífico en
la estela de la tradición eclesial (cfr. M. Ponce, Tratado de los sacramentos,
106; A. Grillo (ed.), Corso di teologia sacramentaria, 96).

II. 1. Bautismo

El bautismo es el primer sacramento, el fundamento de toda la existencia


cristiana y la puerta que posibilita la celebración de todos los demás. Su
nombre está tomado de la inmersión en el agua (baptizein, derramamien-
to o aspersión) que designa el acto litúrgico de la Iglesia por el que una
persona es aceptada e incorporada, en virtud de su fe, a la comunidad de
los fieles cristianos. Esta comunidad que se abre con el bautismo es más
amplia que la Iglesia local concreta, ya que abraza a todos aquellos que, de
algún modo, han acogido este signo de salvación: «el bautismo constituye
el vínculo sacramental de unidad, vigente entre todos los que por él se han
regenerado» (UR 22). De esta manera, el bautismo se configura por sí mis-
mo como un principio y un comienzo, llamado a ser profundizado durante
toda la existencia, porque todo él tiende a conseguir la plenitud de la vida
en Cristo. Por eso, la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici
afirma que la existencia del creyente «tiene como objetivo el llevarlo a co-
nocer la radical novedad cristiana que deriva del bautismo, sacramento de
la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la
vocación que ha recibido de Dios» (n. 10).

537
LA LÓGICA DE LA FE

§ 37. El sacramento del bautismo es el fundamento de toda la vida cris-


tiana y pórtico de la vida en el espíritu (vitae spiritualis ianua). Por él somos
liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, nos insertamos en el
misterio pascual de Cristo, somos incorporados a la Iglesia y hechos partíci-
pes de su misión y se constituye en signo y expresión de la comunión entre
los cristianos de las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales.

1. El bautismo en el Nuevo Testamento

Basta una mirada para darse cuenta de que el bautismo es la acción


simbólica cristiana más frecuente atestiguada en los textos del Nuevo Tes-
tamento. Bajo el elemento del agua, símbolo al mismo tiempo de vida y de
muerte, de purificación y regeneración, se produjo una profundización y
reinterpretación, a partir de la praxis de Jesús y de su misterio pascual, del
sentido que las religiones helénicas y el propio judaísmo asignaban a las
abluciones y ritos de purificación.

a) El bautismo de Juan. En definitiva, el Nuevo Testamento asume la rea-


lidad bautismal, tan extendida en el judaísmo para alcanzar limpieza ritual,
y se preocupa de indicar con el término baptizo algo absolutamente nuevo,
es decir, el bautismo cristiano, libre de posibles equívocos y malentendidos.
A pesar de esta originalidad, es necesario reconocer que el bautismo cristia-
no se pone en relación inmediata con el movimiento bautismal de Juan que
lo precede y que no se confunde con los ritos legales judíos de purificación
que preveían la reiteración (lo mismo vale para las abluciones practicadas
en Qumram previstas solo para algunos privilegiados). Sin embargo, una
sola vez venía conferido en el judaísmo el bautismo de prosélitos, previs-
to solo para los paganos y, además, como autobautismo no repetible. Así
pues, el bautismo de Juan no es todavía el de Jesús, pero se encuentra es-
trechamente unido y vinculado a él.
El bautismo que Juan predica y confiere en la ribera del río Jordán,
aunque presenta evidentes semejanzas con las abluciones de su tiempo,
es fundamentalmente un bautismo del todo diferente. De hecho, aparece
unido a los anuncios de los profetas del Antiguo Testamento (Is 1,15; Ez
36,25; Jer 3,22; 4,14; Zc 13,1); este bautismo exige la conversión del corazón
en vista a la venida próxima y cercana del Señor. El Bautista comprende el
bautismo que él anuncia a todo el pueblo como único e irrepetible medio
de expiación, acontecimiento que prepara para el juicio escatológico. Por
ello, nos encontramos delante de un rito de características verdaderamente
nuevas. El bautismo de Juan es, sobre todo, expresión de penitencia por y
para la conversión del corazón (Mt 3,11); incluso parece ser un bautismo
para el perdón de los pecados (Mc 1,4; Lc 3,3). Pero aquello que es el indi-

538
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

cio de una novedad absoluta es que este rito se presenta como anuncio de
otro bautismo: el bautismo en «Espíritu Santo y fuego» que será donado por
Jesucristo (Mt 3,11; Mc 1,8).
Este bautismo «de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1,4) es
punto fundamental de referencia. Se conservaron como elementos consti-
tutivos del bautismo cristiano las acciones simbólicas externas del bautismo
de Juan —inmersión en agua corriente con sentido de desaparición de
una antigua y errónea orientación de vida—, y el contenido interno: una
seria voluntad de arrepentimiento y conversión, una nueva orientación a
la voluntad divina y al cercano reino de Dios. El bautismo del Precursor
(hopródromos), desde una perspectiva marcadamente mesiánica, ha de ver-
se como la preparación inmediata para el acontecimiento esperado del
bautismo escatológico obrado por Yahvé mismo. Se puede decir que «Juan
fue el primero en expresar el hecho (histórico-salvífico) de que la inmersión
en el agua corriente constituía la expresión de la disposición indispensable
de espera —como arrepentimiento de los pecados— de la decisiva llegada
escatológica de Yahvé a la historia de su pueblo» (P. Coda, Uno en Cristo
Jesús, 16). Por eso, ya se puede hablar de una cierta novedad por parte de
Juan. Sin duda, para la primera comunidad cristiana fue de una importancia
decisiva el hecho de que Jesús mismo hubiera recibido el bautismo de Juan,
conscientes siempre de que los Sinópticos colocan tras la escena del bau-
tismo la de la revelación, según la cual inmediatamente después de haber
sido bautizado Jesús, descendió sobre él el Espíritu Santo y se proclamó su
misión (cfr. H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 138).

b) El bautismo de Jesús. En los Evangelios Sinópticos podemos leer que


Jesús de Nazaret inicia su actividad pública haciéndose bautizar por Juan en
el río Jordán (Mt 3,3-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22) y no, precisamente, predican-
do un bautismo propio. Conviene advertir desde el principio la dificultad
que entrañaba para la Iglesia admitir que Jesús hubiese sido bautizado por
Juan. Esto se percibe en un «disimulo» progresivo: Marcos afirma claramente
el suceso, Mateo se ve obligado a puntualizarlo, Lucas elimina al Bautista de
la escena (en 3,20 se lo encarcela, y en 3,21 se bautiza Jesús) y, finalmente,
Juan manifiesta conocer las circunstancias pero silencia el hecho. Colocado
en la fila de los pecadores, Jesús refleja su condición kenótica y se muestra
solidario con su pueblo necesitado de redención. La tradición patrística
asumió muy pronto el bautismo de Jesús como gran prototipo del bautismo
cristiano fundamentada en diversos aspectos: la presencia del agua para la
remisión de los pecados; los cielos abiertos (dimensión escatológica); la
proclamación de Jesús como Hijo de Dios (filiación adoptiva); la venida del
Espíritu Santo (dimensión pneumatológica); consagración mesiánica (inau-
guración de la misión).

539
LA LÓGICA DE LA FE

Por otra parte, siempre en el Nuevo Testamento, leemos que la Iglesia


apostólica bautiza «en el nombre» («en/epì» tó onomáti Iesoû Xristoû, Hch
10,48) y «por el nombre de Jesucristo» (eis tò ónoma tou Kyríou Iesoû, Hch
8,16). ¿Qué quiere decir esto? En otras palabras, ¿por qué la Iglesia bautiza
«en el nombre de Jesús» si Él, como parece, después de bautizar durante un
tiempo (Jn 4,1), abandona la praxis bautismal? ¿Qué significa este bautismo
«en el nombre de Jesús»? Tanto Mateo como Marcos recuerdan que, después
de su resurrección, Jesús confía a los Apóstoles la misión de evangelizar
(Mc 16,15-16; Mt 28,18-20). A ellos les compete cumplir el mandato de pre-
dicar y bautizar, como lo atestigua el libro de los Hechos. Allí cobran vida
los términos «palabra», «conversión», «bautismo», «remisión de los pecados»,
«don del Espíritu» y «agregación a la Iglesia» vinculados de alguna mane-
ra, aunque no siempre aparezcan en la misma secuencia. No obstante, el
proceso fundamental es constante porque el bautismo ya supone el Cristo
predicado y el Cristo creído: predicación de los mensajeros autorizados de
Cristo, fe en el kerygma de Cristo y bautismo en Cristo. Mateo es aún más
preciso: los Once deben llevar la Buena Noticia a todos los pueblos, ha-
ciéndolos discípulos y bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Parece como si el bautismo, junto con la fe, donase la salva-
ción y convirtiese en discípulo al creyente. Ahora bien, si la Iglesia primitiva
bautiza «en el nombre del Señor Jesús» (Hch 2,38; 8,16; 10,47; 19,5; 22,16)
es porque la Iglesia ha recibido la orden y el mandato del mismo Jesús. No
obstante, la exégesis pone en duda que esta orden o mandato haya salido
directamente de la boca de Jesús. Lo que es cierto es que, aunque la frase
hubiese sido introducida por la Iglesia primitiva, manifiesta una profunda
convicción: bautizar «en el nombre de...» quiere decir ser puesto en una re-
lación directa con la persona de Jesús (en otras palabras, se hace referencia
al sentido de pertenencia, de adhesión), con su obra salvífica. El nombre
Jesucristo compendia la entera obra de la redención y confiere fundamento
y fin al bautismo. Si la obra salvífica y redentora de Jesús reclama el poder
del Padre y la acción del Espíritu Santo, el bautismo hace referencia esencial
a la misma vida de la Trinidad, es el don de la vida divina en Cristo. Pero
esto será particularmente profundizado en la reflexión que San Pablo hace
del bautismo.

c) El bautismo en San Pablo. Una verdadera y propia elaboración teoló-


gica sobre el bautismo, dentro de la experiencia y praxis bautismal de las
primeras comunidades cristianas, se encuentra en las Cartas de San Pablo.
El Apóstol, de hecho, habla del bautismo en no pocos momentos y, con
cierta frecuencia, con una gran variedad de imágenes: el bautismo viene
considerado como regeneración, nueva creación, nuevo nacimiento, ilumi-
nación, purificación, santificación... Fundamentalmente, para San Pablo el

540
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

bautismo es un evento, el evento de la fe, caracterizado por tres elementos


esenciales:
En primer lugar, el bautismo pone en íntima relación con Cristo en vir-
tud de una participación real (no solamente espiritual) en su muerte y en
su resurrección: el texto de Romanos 6,4-11 tiene un sabor profundamen-
te realista, se habla no de un simple acercamiento espiritual o moral a la
muerte y resurrección de Cristo, sino, más aún, de una presencia actuali-
zante, para el creyente cristiano, del misterio pascual. El cristiano, en virtud
del bautismo, es realmente «con-formado», «con-figurado» con la muerte y
resurrección de Cristo; este uso reiterado de la partícula syn (con-morir,
con-resucitar, vivir con él…) subraya por un lado, la solidaridad real con
el acto salvífico supremo del Señor y, por otro, la actualidad —producida
eficazmente por el bautismo— de esta participación: «Cuantos habéis sido
bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27). En segundo
lugar, el bautismo es el inicio y el don de una vida nueva en el Espíritu.
Vivir en Cristo, a través del bautismo, significa vivir en el Espíritu Santo
(Rom 8,2). San Pablo expresa este «ser nueva criatura» del bautizado con
la dinámica entre el «vivir según la carne» y el «vivir según el Espíritu» (Gál
5,13-26). Quien ha renacido a una vida nueva (es decir, la vida del Espíri-
tu), muriendo realmente y resucitando realmente con Cristo, ahora es una
criatura nueva, no puede vivir sino «en el Espíritu» y «según el Espíritu». En
tercer lugar, este sello del bautismo, que marca la intervención del Espíritu
Santo, en definitiva, es un signo de pertenencia al cuerpo de Cristo, a la co-
munidad de los creyentes. El bautismo estructura la Iglesia como el nuevo
pueblo de Dios, un organismo bien articulado; el haber sido bautizado en
un solo Espíritu, en el mismo Espíritu, nos lleva a superar toda división, a
formar un solo cuerpo (1Cor 12,13).

d) El bautismo en el cuarto evangelio merece una particular atención.


Concretamente, vale la pena recordar cómo para San Juan el punto de par-
tida del bautismo cristiano no es el bautismo conferido por Juan el Bautista
a Jesús en el río Jordán, sino el don del Espíritu Santo a la Iglesia, don que
es fruto de la muerte y glorificación de Cristo (Jn 7,39; 16,7; 19,30; 20,19-23).
Es la inmersión en el Espíritu Santo la que salva a todos aquellos que creen.
Se podría decir, pues, que son dos los elementos teológicos: «la relación es-
tructural entre bautismo (como nuevo nacimiento y plena generación filial
según el proyecto integral de Dios sobre el hombre) y el acontecimiento
pascual; y estrechamente vinculado, el realce que se da al don pascual
del Espíritu como principio y fuente de este acontecimiento» (Coda, 34).
El bautismo, por otra parte, viene a ser considerado por el evangelista san
Juan no tanto en relación con los gestos singulares y particulares de Jesús,
sino con su entera vida. Por este motivo, el bautismo no es sino el itinerario

541
LA LÓGICA DE LA FE

que debe realizar el creyente, itinerario que conduce al mismo Jesús de la


encarnación hasta la crucifixión y exaltación. En este sentido, basta pensar
en el tema del bautismo de Jesús como Cordero que quita el pecado del
mundo (Jn 1,30) y en el encuentro con Nicodemo (Jn 3,1-21) donde, de he-
cho, se desarrolla la imagen del nuevo nacimiento «del agua y del Espíritu»,
«de lo alto».
En síntesis, para el Nuevo Testamento es necesario ser bautizado para to-
dos aquellos que desean ser cristianos. El bautismo «en el nombre de Jesús»
une a su persona y a su destino, asocia con su muerte y con su nueva vida;
perdona los pecados; hace generarse una criatura nueva donde se inaugura
la existencia vivida en el Espíritu Santo y se trasmite el don de la vida eter-
na; finalmente, por el bautismo, los creyentes se incorporan al cuerpo de
Cristo: comunidad eclesial visible y comunidad salvífica invisible. Todo esto
no es realizado por un simple rito (de hecho, poco sabemos de las modali-
dades rituales del Nuevo Testamento), sino por un acto decididamente libre
de respuesta con la conversión y la fe a la palabra del Evangelio. Es el inicio
de una vida nueva, pero no como un simple momento, sino como actitud
constante que se funda y se basa en una transformación interior.

2. Desarrollo histórico-dogmático

En los primeros dos siglos los testimonios principales que tenemos so-
bre el bautismo se refieren esencialmente a la catequesis preparatoria y a
la celebración del mismo. En la Didajé, un escrito del final del siglo I, el
bautismo es presentado como el rito mediante el cual uno se convierte en
miembro de la Iglesia y de la comunidad cristiana local, comprometiéndose
a escoger y a seguir el camino de la vida. Es administrado en agua corriente,
«en el nombre de la Trinidad» (7,1.3) (aunque también conoce la modalidad
de bautizar «en el nombre de Jesús» [9.5]), pero en caso de que el agua
fuese poca, se vierte solo sobre la cabeza por tres veces, en el nombre del
Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Tenemos, pues, ya en los primeros
pasos de la vida de la Iglesia, el bautismo por inmersión y, también, aquel
administrado por infusión.

a) La época patrística: una Iglesia bautismal. La obra fundamental de


este período para la teología y liturgia del bautismo es la Tradición Apostó-
lica, atribuida a Hipólito de Roma al inicio del siglo III. En ella se describe,
de hecho, aunque de manera un tanto difusa, en primer lugar la prepara-
ción de los candidatos. El rito del bautismo es precedido por una catequesis
orgánica y completa a nivel bíblico, dogmático y moral que se completará
después, una vez celebrado y recibido el bautismo, en la mystagogia, es
decir, en la profundización y reflexión sobre los tres sacramentos de la

542
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

iniciación cristiana. Conviene recordar que todo este proceso se encuentra


enmarcado en la gran institución del Catecumenado de la Iglesia con la
importancia que cobran el obispo, los padrinos y la comunidad en un itine-
rario largo (varios años), exigente (escrutinios) y marcadamente procesual
(catechoúmenoi/audientes - photizômenoi/electi), que además de la forma-
ción doctrinal en la fe, comprendía frecuentes ejercicios ascéticos (ayunos,
limosnas, penitencias…) y diversos ritos litúrgicos (traditio-[explanatio]-
redditio Symboli, Orationis Dominicae...); todo ello con un fuerte prota-
gonismo de la comunidad que guía, orienta y acompaña todo el proceso.
En segundo lugar, se describe la misma celebración del bautismo. Los ritos
preparatorios comprenden el effetá, la renuncia al demonio (pompa dia-
boli) y adhesión a Cristo, un despojo de vestiduras y una primera unción
(ya se empieza a distinguir entre el óleo de exorcismo y el óleo de acción
de gracias bendecido por el obispo). A continuación, se procede al bautis-
mo como tal mediante una triple inmersión, unida a la confesión trinitaria
de la fe en forma de una triple pregunta y triple respuesta, para terminar
con la imposición de la vestidura blanca. A esto sigue, después de que los
neo-bautizados han entrado a formar parte de la Iglesia, una serie de ritos
postbautismales que consisten en la unción y la imposición de las manos y
una ulterior unción, realizadas por el obispo.
La liturgia bautismal, que se ha convertido en una verdadera y propia
catequesis a través, sin más, de su rico simbolismo, se desarrolla en el bap-
tisterio, un edificio cuadrangular u octogonal con una piscina bautismal,
ricamente decorado. A la piscina se accede descendiendo las escaleras de
la parte de occidente para salir subiendo las escaleras de la parte de oriente,
con una referencia al paso del Mar Rojo y del Jordán. Las fases celebrativas
comprenden el desvestirse de manera completa (es el abandono del «hom-
bre viejo» y de las obras de pecado); la unción pre-bautismal (para huir
del enemigo, del diablo); el rito bautismal; la segunda unción (que no está
presente en todos los ritos); el vestirse con los vestidos blancos (la nueva
condición de resucitado con Cristo); el signo de la cruz (interpretado o
como ingreso en la nueva alianza o como configuración con Cristo o como
don del Espíritu Santo); la crismación, realizada por el obispo, que se desa-
rrollará más adelante en el sacramento de la confirmación.
En este período, siempre y sobre todo gracias a la obra de San Agustín,
se consolida una praxis ya atestiguada en la Iglesia desde el siglo II y que
los Padres de la Iglesia la tuvieron por tradición apostólica: la práctica del
bautismo de los niños. Contra las tesis de la doctrina pelagiana, que nega-
ban la transmisión del pecado original y la necesidad de la gracia, y que
afirmaban, por lo tanto, la inutilidad de bautizar a los niños porque al fin
y al cabo eran incapaces de pecar, San Agustín elabora toda una reflexión
teológica en torno a la gracia basada, sobre todo, en la universalidad del

543
LA LÓGICA DE LA FE

pecado original. ¿Cómo se transmite el pecado? ¿Por qué nacemos todos


en él y con el pecado original? El pecado, responde San Agustín, se trans-
mite por generación, por lo tanto, también los niños son generados con el
pecado; todos los hombres son massa damnata; aquellos que mueren sin
ser bautizados (¡también los niños!) son destinados al infierno. El bautismo,
por lo tanto, es también necesario para la salvación de los niños, y aunque
ellos sean incapaces de emitir una profesión personal de la fe, esta viene
manifestada por los padres y por la Iglesia. Este será el motivo principal
que se convertirá en base común generalizada en toda la tradición y en la
teología de la Iglesia, de cara a la justificación del bautismo de los niños.
Los niños serán bautizados en la fe de la Iglesia, representada por sus pa-
dres y padrinos, a quienes se confiaba, por tanto, la posterior instrucción
catequética fundamental.
Otra de las cuestiones fundamentales de la teología bautismal fijada des-
de el comienzo fue la cuestión de si debían ser rebautizados algunos here-
jes (marcionitas y montanistas) a la hora de volver a la verdadera Iglesia. En
esta disputa, san Cipriano tenía una opinión positiva, mientras que el papa
Esteban, postura que prevaleció, negaba que debieran bautizarse de nuevo.
También San Agustín en su controversia con los donatistas (que obligaban
a rebautizarse a los que se convertían a su secta), elaboró una incipiente
teología bautismal basada en la validez del bautismo por encima de la san-
tidad del ministro, la distinción entre el signum y la res y la impresión en
el bautismo de un character dominicus indeleble que hacía el sacramento
irrepetible. Recibido el bautismo en mala disposición, el fiel no recibiría el
don de Dios y el sacramento no sería fructífero, pero sí el carácter bautismal
que haría irrepetible su celebración (§35, 1b). Por esta razón el bautismo
será también llamado sphragís (sello), es decir, carácter impreso de Dios,
sello de Cristo y del Espíritu Santo, estampado a modo de renovación de la
imagen de Dios.
Baste para terminar este apartado citar el texto clásico de san Gregorio
Nacianceno que nos habla de la diversidad de los nombres del bautismo en
la época patrística: «El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones
de Dios […]. Lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de
incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que
hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque
es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en
el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos);
iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nues-
tra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque no guarda y es el signo de
la soberanía de Dios» (Orationes 40,4: SCh 358, 202). Dicha variedad en la
denominación nos habla de la riqueza teológica de sus efectos: «El bautismo
(phôtisma) es resplandor de las almas, cambio de vida “compromiso de la

544
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

conciencia de Dios” (1Pe 3,21); el bautismo es ayuda para nuestra debili-


dad; el bautismo es renuncia a la carne, docilidad al Espíritu, comunión con
el Verbo, restauración de la criatura, purificación del pecado, participación
en la luz, desaparición de las tinieblas; el bautismo es vehículo que nos
conduce hasta Dios, muerte con Cristo, sostén de la fe, perfección del es-
píritu, llave del reino de los cielos, transmutación de la vida, supresión de
la esclavitud, ruptura de las cadenas, transformación de las costumbres; el
bautismo —¿hay necesidad de continuar con esta enumeración?— es el más
bello y magnífico de los dones de Dios» (Orationes 40,3: SCh 358, 200-202).
Superados los enfrentamientos con donatistas y las otras sectas, el bau-
tismo no tuvo en adelante grandes controversias. El acento puesto en la
Iglesia antigua en la incorporación a una comunidad salvífica escatológica
dio paso, con la declaración del cristianismo como religión oficial del Im-
perio, a una comprensión del bautismo que hacía mayor hincapié en la
participación en el mysterium Christi. Se fue produciendo una progresiva
desaparición del bautismo de adultos como consecuencia del generalizado
bautismo de niños, al tiempo que se iba elaborando una sistematización de
la reflexión teológica sobre el sacramento. La cristianización de los pueblos
ya no se realiza de un modo personal o familiar, sino por medio de la de-
cisión de la conversión del soberano. La celebración viene separada de la
Pascua y se convierte más en una fiesta familiar que va perdiendo su carác-
ter eclesial y comunitario. En otras palabras, el bautismo ya no aparece más
como el gran sacramento que introduce en la comunidad cristiana sino, más
bien, como un rito destinado, sobre todo, al perdón del pecado original.
En este período, se producirá también el distanciamiento temporal entre el
bautismo y los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana, es decir, la
confirmación y la eucaristía. En medio de la cultura medieval donde subya-
ce el esquema feudal de señor y siervo, la teología bautismal de la época
en la que resuena de un modo singular el mandato misionero (Mt 28,19),
se presenta como un cambio de dominio y de señorío, en el que la meta
no es sino el paso del bautizado a la soberanía de Dios (cfr. F. J. Nocke,
Doctrina general, 865).

b) La teología escolástica, condicionada sobre todo por San Agustín y


marcada por las categorías de «causas» y «efectos», concederá una marcada
importancia tan solo a algunos aspectos del sacramento del bautismo: su
institución por parte de Jesucristo; la composición del signo sacramental
(materia = agua; forma = invocación trinitaria); la eficacia «ex opere opera-
to»; sus efectos (carácter, purificación, gracia divina). El Decretum pro arme-
niis del Concilio de Florencia (1439) que recoge sustancialmente el pensa-
miento tomista ofrece una síntesis de la evolución de la teología bautismal
hasta el momento: a) el bautismo es el sacramento primero y fundamental

545
LA LÓGICA DE LA FE

(ianua vitae spiritualis) que incorpora a los fieles al Cuerpo de Cristo y les
hacer renacer en agua y espíritu para escapar de la muerte eterna traída por
Adán; b) el esquema materia-forma (agua-fórmula trinitaria) se consolida, y
se identifica a Dios trino como causa primera y determinante de la gracia,
mientras que la causa instrumental sería el ministro humano; c) el ministro
ordinario es el sacerdote, pero en caso de necesidad los laicos (de ambos
sexos) e incluso los paganos y herejes si guardan la forma establecida y po-
seen la intención de hacer lo que hace la Iglesia, administran válidamente
el sacramento; y d) los efectos del bautismo son: la remisión de toda culpa
(pecado original y pecados actuales), la entrada en el reino de los cielos y
la visión de Dios uno y trino (DH 1314-1316).

c) La Reforma Protestante afirmará que el bautismo, «palabra de Dios en


el agua» (M. Lutero, Art. Smalc., WA 50,241), como por otra parte el resto
de los demás sacramentos, es tan solo un signo de la fe en el cual se expe-
rimenta la salvación de Dios. La palabra es una carta de Dios para nosotros
y el bautismo es el sello de la carta, afirmará Lutero. No existe discusión
respecto al fundamento bíblico del bautismo, reconociéndolo como sacra-
mento (signo de la promesa divina), pero se sigue afirmando que, sin la fe,
el bautismo no tendría ningún sentido y en nada aprovecharía. En un cierto
contraste con sus ideas los tres reformadores aceptaron y justificaron el bau-
tismo de niños en contra de los anabaptistas, que lo consideraban inválido
por carecer de fe personal y, por consiguiente, necesitado de fe, conversión
y, lógicamente, mayoría de edad: «El lugar preeminente que hoy ocupa el
bautismo se debe al designio divino de aplicarlo a los niños, incapaces
como son de codicia y superstición, y de santificarlos por la fe sencillísima
de su palabra» (M. Lutero, La cautividad babilónica de la Iglesia, en Obras,
ed. por T. Egido, Salamanca 1977, 111).
En directa pugna contra las opiniones reformadas, el Concilio de Trento
abordará la cuestión del bautismo en diferentes momentos, entre ellos con
la promulgación del decreto de la justificación, pero principalmente en los
catorce cánones de su decreto sobre el mismo sacramento. Su pensamiento
se podría sintetizar del siguiente modo: a) es un sacramento de la Nueva
Alianza instituido por Jesucristo cuya fuerza es superior a la del bautismo de
Juan; b) perdona el pecado original de los niños y adultos, así como todos
los pecados actuales y las penas debidas al pecado; c) dona la justificación
al creyente, aunque pueda suplirlo el votum baptismi; d) obliga no solo a la
fe, sino a la observancia de toda la ley de Cristo, ya que el bautizado puede
perder la gracia y para encontrarla necesitaría de la penitencia; e) imprime
un carácter indeleble en virtud del cual no debe reiterarse nunca; f) intro-
duce en la Iglesia; g) es necesario para la salvación; y h) los niños deben
ser bautizados, ya que el bautismo los hace verdaderos fieles. Respecto a

546
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

otros aspectos como sus elementos, los padres conciliares se mostraron en


continuidad con la tradición manteniendo el agua natural, la fórmula trini-
taria y la intención de hacer lo que hace la Iglesia por parte de cualquier
persona (DH 1614-1630).

d) El Concilio Vaticano II, además de disponer la reforma litúrgica del


sacramento del bautismo en el contexto de toda la iniciación cristiana de
adultos (recuperación del catecumenado - RICA), lo entiende, en línea con
toda la tradición, como inserción en el misterio pascual de Cristo (LG 7),
acentúa el aspecto eclesial-comunitario de este sacramento (LG 11) y su
importancia en las relaciones ecuménicas con otras confesiones cristianas
(LG 14; UR 3) puesto que, como vínculo sacramental, es el fundamento de
cuantos lo han recibido y confiesan su fe en Jesucristo como su solo Señor.
Estas dimensiones, junto con la conciencia realzada del sacerdocio común
de los fieles recibido a partir del bautismo y armónicamente articulado con
el sacerdocio ministerial (LG 10), colocan a los fieles laicos en la clave del
apostolado y la misión en la Iglesia y en el mundo (AA 2.3). No sin razón, el
cardenal Suenens pudo escribir que «el corazón del Vaticano II es la recupe-
ración de la conciencia del sacramento del bautismo». El debate actual se ha
colocado bajo una visión del sacramento más personalista (Schillebeeckx,
Semmelroth) que influye también sobre la concepción del mismo bautismo.
En esta perspectiva, el bautismo es aquella celebración en la que el Dios
trinitario y el hombre creyente vienen a encontrarse en una comunión de
vida destinada a durar para siempre.

3. Reflexión sistemática

a) Inserta en el misterio pascual de Cristo

Hemos podido ver cómo San Pablo insiste, de una manera muy parti-
cular, en el hecho de que el bautismo es una participación en el misterio
de Cristo, más propiamente en su Pascua que es la revelación máxima y
suprema del amor de Dios para con el hombre, el cumplimiento de la obra
de Jesucristo. Este «paso» definitivo, cumplido y realizado por Jesucristo en
su muerte y en su resurrección, se conmemora y se actúa en el bautismo de
todo creyente. La muerte y resurrección de Jesucristo han sido, en un cierto
sentido, una especie de bautismo colectivo, en el cual todos los hombres
han pasado del reino de las tinieblas al reino de Dios, de la enemistad al
amor divino. El bautismo individual no es otra cosa que la participación
personal en este acto fundamental, lleno de fuerza y de gracia: se muere
con Cristo y en Cristo al pecado y se resucita con Él a una vida nueva:
«vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Todo esto

547
LA LÓGICA DE LA FE

era expresado simbólicamente en el rito bautismal: hemos sido realmen-


te sepultados con Cristo (inmersión), hemos resucitado realmente con Él
(emersión) a la vida nueva. Hemos sido bautizados en Cristo y de Cristo nos
hemos revestido (Gál 3,27). Pero con el bautismo el cristiano entra también
en comunión de vida con Dios Padre y con el Espíritu Santo. Por medio
de la filiación divina, con el Hijo y en el Hijo, también nosotros somos hi-
jos de Dios. La vida que hemos recibido como don es la vida misma de la
Trinidad; nuestra existencia se abre a Dios, a la comunión con Él. En otras
palabras, el Espíritu Santo, que se recibe como don en el bautismo, crea en
el hombre un movimiento constante hacia el Padre, en una actitud de amor
y de don. El bautismo, en cuanto asimilación (homóioma: Rom 6,5) al Cristo
muerto y resucitado se encuentra profundamente vinculado a la misma co-
municación del Espíritu Santo: a este don debe el bautizado la capacidad de
creer en Jesús como Verbo e Hijo del Padre, confesar al Crucificado como
Señor (1Cor 12,3), vivir según la justicia (Rom 8,4) y poder orar desde el
corazón llamando a Dios Abbá (Gál 4,6).

b) Concede el perdón de los pecados

La participación en la vida divina constituye al hombre en criatura nue-


va. Entrar en comunión con Dios, gracias al don del bautismo, significa tam-
bién para el hombre quedar liberado del pecado (culpa personal y original)
y de la muerte. Ahora bien, ¿qué es el pecado sino una falta de comunión
con Dios, un decir «no» a Dios? ¿Qué ha sido el pecado original sino el inicio
de una historia de falta de comunión con Dios? Ser engendrados con el pe-
cado original no es otra cosa que nacer en esta historia marcada por el «no»
dicho a Dios (pecado) que, según los relatos bíblicos, comienza al principio
de la historia y que abraza a toda la humanidad. Ser bautizados, en cambio,
no es otra cosa que un retornar, en Cristo, a la comunión con Dios. Cuando
esta negación, en la relación con Dios, es eliminada, entonces Dios mismo
se dirige de nuevo al hombre, le concede de nuevo su gracia, su favor, su
cercanía. Como consecuencia, el hombre ya no es más un pecador sino san-
to, heredero conforme a la promesa (Gál 3,29): es admitido en la comunión
con Dios, el «tres veces Santo» y lleva la impronta de Él en su propio ser y
su misma existencia. El hombre ha sido así rescatado (Rom 3,24), justificado
(Rom 5,9), liberado (Rom 6,18), salvado (Rom 5,9). Por tanto, la gracia bau-
tismal otorga el perdón de los pecados (redención). La Iglesia ha bautizado
siempre «para la remisión de los pecados». Por eso, en la Iglesia antigua no
era la penitencia el sacramento del perdón, sino el bautismo como el primer
sacramento de la reconciliación. Dios no puede comunicarnos su vida sin
purificar todo lo que obstaculiza en nosotros la comunión con Él. Junto al
perdón de los pecados y con el «estado de gracia», el sacramento del bautis-

548
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

mo dona también una nueva libertad: la libertad de los hijos de Dios. Como
«hijos de la luz», los bautizados deben vivir ahora y aquí siguiendo las obras
de la luz, deben ser libres del poder del egoísmo y de las pasiones. Es cierto
que la fe de la Iglesia nos advierte que no todo viene eliminado al borrar la
culpa original: tentación, sufrimiento, muerte… continúan caracterizando la
vida del cristiano bautizado, pero, renacidos en Cristo, estamos en condicio-
nes de afrontar tales pruebas con una mayor fuerza interior.

c) Incorpora a la Iglesia

Comenzando por el texto de los Hechos de los Apóstoles (2,41), toda la


tradición cristiana es unánime a la hora de afirmar que el sacramento del
bautismo es el rito que incorpora a la Iglesia. No es solo el creyente bautiza-
do el que entra sino que, propiamente hablando, es la comunidad cristiana
eclesial la que le hace e invita a entrar: «La creatura humana no se hace ella
misma miembro de la Iglesia, sino que es hecha tal. Ella no entra en la Igle-
sia, sino que viene acogida en la Iglesia» (Schlink, cit. por Courth, I sacra-
menti, 143). El sacramento del bautismo es, en otras palabras, un ingreso,
una entrada, no en una sociedad humana o una asociación de personas,
sino en la comunidad de aquellos que en Cristo se convierten en un solo
cuerpo, una sola familia, un solo pueblo. Supone entrar en el Pueblo de
Dios que Cristo mismo, príncipe de los pastores, ha convocado y no deja de
guiar y nutrir (LG 6) y que ha unido en el Espíritu Santo: bautizarse y unirse
(a la Iglesia) constituye un proceso único y unitario, tanto desde el punto de
vista histórico-visible como desde el punto de vista mistérico-sacramental.
Quien actúa es Cristo, presente en la comunidad, que incorpora a Sí, a
su cuerpo que es la Iglesia, el nuevo miembro, a través de la comunidad
cristiana. Este carácter eclesial del sacramento del bautismo ha sido bien
claro desde el comienzo, y hoy vuelve de nuevo a serlo en el bautismo de
los adultos, por el interés que se pone en la preparación de los candidatos
(catecumenado, cuya fase final, realizada durante la Cuaresma, se desarro-
lla en la presencia de la comunidad local) y por la acogida, después del
baño ritual, como nuevos miembros de la Iglesia. También el nuevo rito del
bautismo de los niños ha tratado de recuperar este significado invitando a
la comunidad eclesial a interesarse tanto por la preparación de los nuevos
candidatos como por su educación, y a la participación directa y activa en
el rito que se celebra bajo la presencia de la comunidad parroquial.
Las múltiples Iglesias y Comunidades eclesiales deforman la unidad que
el bautismo constituye, mientras que el fin de todo ecumenismo es la su-
peración, paso a paso, de dicha deformación. La afirmación de un solo
bautismo (Ef 4,4-6) en el contexto de las otras bases de la unidad eclesial
comporta una relevancia crucial para este fin. El bautismo crea comunión.

549
LA LÓGICA DE LA FE

El único bautismo remite al único Padre que ofrece a todos la filiación di-
vina; al único Señor que une a los bautizados en su Cuerpo místico; y al
Espíritu Santo, principio de unidad en la diversidad de los dones: «el bau-
tismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad
entre todos los que con él se han regenerado» (UR 22). En este sentido, el
empeño ecuménico comporta un irrenunciable deber de fe para todo bau-
tizado. Es cierto que solo es el principio y que desde el bautismo hasta la
comunión eclesial plena hay un largo camino, pero se trata de un principio
miliar, el punto de partida fundamental que ha posibilitado en los últimos
años un extraordinario avance en los diálogos y las relaciones ecuménicas:
«Así pues, en el ecumenismo no empezamos desde cero, no partimos de
Iglesias separadas que posteriormente se unen. Con el bautismo común
viene dada ya una unidad esencial, si bien todavía no plena. El recuerdo del
bautismo común y de la profesión de fe bautismal que repetimos en cada
celebración de la noche pascual, constituye el punto de partida y la refe-
rencia para todo ecumenismo real» (W. Kasper, Sacramento de la unidad,
Santander 2005, 51).
El bautismo, como sacramento que crea unidad, introduce en la co-
munión de la única Iglesia universal (inconsutilis tunica Christi), la cual
se realiza plenamente (subsistit) en la Iglesia católica, pero que también
puede encontrarse con diversos elementos de verdad y santidad (UR 3),
con diverso espesor y diferentes grados de autenticidad en otras Iglesias y
Comunidades eclesiales.

d) Confiere la vida divina

La escena de Jesús con Nicodemo hace referencia a la regeneración o


nuevo nacimiento «en agua y Espíritu» (Jn 3,5) como condición para entrar en
el Reino de Dios. Queda así puesta de manifiesto la condición del bautismo
como don divino, ya que el hombre no puede darse esta nueva vida, sino
que la recibe de modo gratuito y generoso por parte del Dios trino. Guiados
por el Espíritu somos constituidos hijos de Dios (adopción filial), herederos
de Dios y coherederos de Cristo (hijos del Padre y hermanos del Hijo) (cfr.
Rom 8,14-17). El Dios trinitario viene al hombre y la promesa se convierte
en don que el sacramento significa y actualiza. Así pues, con la redención, el
bautismo es el sacramento de nuestra divinización, de nuestro nacimiento a
la vida de Dios. Además, la fórmula bautismal mateana con la referencia al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo implica que el bautismo se confiere con la
exousía de la Trinidad, entraña un asentimiento a su revelación e introduce
en la participación de la vida del Dios trinitario. Se trata, pues, de un acto del
Dios trinitario, que ha de vivirse como conversión hacia Él y que conlleva
una inserción plena en su vida. Desde estas claves se podría hablar de una

550
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

inserción en la vida trinitaria de Dios como espacio dinámico de plena rea-


lización de la humanidad del hombre en una dimensión vertical de relación
de filiación con Cristo y otra horizontal de las relaciones recíprocas entre los
creyentes (como Iglesia) en Cristo (cfr. P. Coda, Uno en Cristo Jesús, 55-62).

4. Cuestiones teológicas

a) Sacramento de la fe (eclesial y personal)

El Nuevo Testamento no conoce un bautismo sin fe. Por eso, el destinatario


del bautismo es siempre el creyente: «el que crea y se bautice se salvará» (Mc
16,16). El sacramento trata de sellar la apertura, la disponibilidad a la escucha,
el deseo de ser aceptado, en resumen, la fe del discípulo de Cristo. Se podría
afirmar que el bautismo es el sacramento de la acogida de la salvación de Dios
mediante la fe del hombre. Por medio de la fe,el sacramento hace partícipe
visiblemente al ser humano de la vida trinitaria. Pero una cosa debe quedar
clara: el bautismo evidencia la absoluta gratuidad de la iniciativa de la salvación
por parte de Dios. Nos encontramos así en una tensión dinámica: la fe debe
preceder al bautismo y, al mismo tiempo, el bautismo dona la fe. En el antiguo
ritual cuando el ministro preguntaba a los padres «¿Qué pedís a la Iglesia de
Dios?», estos respondían: «la fe». Bautismo y fe son dos dimensiones de un úni-
co acontecimiento: la fe tiende a su expresión sacramental plena y el bautismo
es profesión de fe en acto. Cuando se recibe el sacramento de adulto, el fiel
debe confesar su fe antes incluso de acoger el signo sagrado y ratificar la propia
disponibilidad a dejar que el Dios trinitario entre en su vida para transformarla
y sostenerla. La confesión pública de la fe habilita al cristiano con todos sus
deberes y con todos sus derechos de «ciudadano cristiano». El sacerdocio real
(don espiritual) proveniente del bautismo configura al Pueblo de Dios como
«linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad,
para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz ma-
ravillosa» (1Pe 2,9). Ello implica un compromiso en la misión de santificación
del mundo y en la participación de pleno derecho en el culto y los sacramentos
de la Iglesia. Por esta razón, desde los Santos Padres hasta el magisterio más re-
ciente de la Iglesia, ha existido unanimidad en definir al bautismo como sacra-
mentum fidei. Esta definición podría entenderse en cuatro sentidos: a) objetivo:
el bautismo es una profesión de fe en acto donde el contenido de la fe trinitaria
profesada coincide con la realidad del bautismo; b) eclesial: sacramento de la
fe de la Iglesia a la cual incorpora y, al mismo tiempo, ella se reconoce y se
identifica en el bautismo; c) personal: sacramento de la fe del sujeto, adhesión
personal al contenido salvífico ofrecido en el acontecimiento sacramental; d)
teologal: el bautismo dona la fe y, al mismo tiempo, la causa de modo que el
cristiano vive de la fe que nace y crece del acontecimiento bautismal.

551
LA LÓGICA DE LA FE

b) Bautismo de niños como signo de salvación

b1. Nivel bíblico-histórico. En los comienzos de la Iglesia solo se dio,


naturalmente, el bautismo de los adultos. En lo que respecta al bautismo de
niños, se trata de una tradición inmemorial en la Iglesia, con posibles refe-
rencias implícitas (bautismo de una «casa») dentro del estudio del NT (Hch
16,15.33; 18,8; 1Cor 1,16), aunque no aceptadas por todos los exégetas. Los
primeros testimonios expresos y claros del bautismo de los recién nacidos
se remontan al s.II viniendo a ser apoyados en una ininterrumpida tradición
eclesial posterior confirmada por la doctrina del magisterio de la Iglesia (cfr.
CDF, Pastoralis actio. De baptismo parvolorum, 20 de octubre de 1980).
b2. Nivel teológico. La problemática teológica nace precisamente de la
consideración del papel necesario de la fe en la celebración del bautismo.
Las objeciones tradicionales se vieron alimentadas con la postura de K.
Barth en contra del bautismo de niños (Die Kirchliche Lehre von der Taufe,
[1943]). Para responder a esta cuestión se podría hablar de dos modelos
neotestamentarios. Si bien en los Hechos de los Apóstoles encontramos el
esquema clásico de escuchar-creer-bautizarse (el bautismo supone la fe:
Hch 8,12-13; 18,8; 14,47 y otros), no es menos cierto que en Pablo encon-
tramos una dinámica de crecimiento en la fe a partir de la experiencia del
bautismo (Rom 6,3-4; 1Cor 6,9-11; Ef 5,8-9): con la predicación mistagógica
se pretende llevar a los bautizados hasta el fundamento de la realidad que
ya se ha operado en ellos. La fe, por tanto, no es un hecho cerrado en sí
mismo, sino un proceso de crecimiento. Por esta razón, la fe del bautizado
vive de la experiencia bautismal y del Espíritu de Dios que se otorga en
el bautismo. Además, en ningún lugar como en el bautismo de niños se
verifica de una manera más clara la absoluta gratuidad de la iniciativa de
salvación divina, la primacía de la llamada y el don de Dios en relación
con la respuesta a la fe. Por otro lado, el bautismo de niños apunta tam-
bién a la dimensión comunitaria de la misma fe que tiene una naturaleza
intrínsecamente eclesial: la decisión de conciencia del creer no deja de ser
participación en la fe de los demás. La fe se halla radicalmente vinculada
a la comunidad y necesita de esta. El sí a Cristo es siempre en la Iglesia.
El bautismo de los recién nacidos articula con especial claridad esta ne-
cesidad y conexión con la comunidad a la que se incorpora el niño y sin
la cual no puede vivir ni siquiera humanamente. Junto a ello, queda más
adecuadamente completada la imagen de Pueblo de Dios con la presencia
de los menores. Finalmente, no debemos olvidar que el bautismo es un
sacramento de iniciación de la existencia cristiana y, en este sentido, como
diría Santo Tomás, corresponde perfectamente a la entrada en la vida que
es el nacimiento. Por lo tanto, si podemos hablar de una solidaridad de

552
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

todos los hombres en el pecado del «primer Adán» ¿cómo no reconocer esa
solidaridad en la gracia de Cristo (Rom 5,12.15-20)?
b3. Nivel religioso-pedagógico. Quienes cuestionan el bautismo de in-
fantes aducen que ya no nos encontramos en la sociedad cristiana antigua
confesionalmente unitaria y donde estaba garantizada la educación religiosa
de los niños. En nuestros días se ha planteado la tesis de si en medio de
una sociedad postmoderna, pluralista y secularizada, donde muchos niños
bautizados no llegan a hacer en su vida un verdadero acto de fe, consciente
y personal, sería legítimo seguir manteniendo dicha práctica. Se considera
además que, en medio de una sociedad de signo emancipativo, este bautis-
mo sería un ataque contra la libertad individual y creen que sería necesario
diferir su celebración hasta una edad donde la persona pudiera decidir por
sí misma. Frente a estas objeciones habría que afirmar que: i) la situación
tiene para la Iglesia un valor únicamente indicativo y nunca puede erigirse
en criterio fundamental y normativo; es cierto que la Iglesia debe realizar
su misión en el contexto concreto, pero ella se debe al cumplimiento de
la misión que Jesucristo le ha encomendado llevar la salvación a todos;
ii) la educación neutra y aséptica en el plano religioso y formativo es una
ilusión; los niños siempre han sido educados de acuerdo a los criterios de
los padres que les influyen con su fe o su indiferencia; iii) la defensa de
un aplazamiento del bautismo podría estar escondiendo también una cierta
concepción individualista y prometeica que no tuviera en cuenta a la comu-
nidad y el carácter eminentemente gratuito del don.

c) Necesidad del bautismo para la salvación


La cuestión se debate en la tensión entre la voluntad divina de que todos
los hombres se salven (1Tim 2,4) y el llamamiento urgente a la conversión
y la incorporación a la Iglesia por medio del bautismo. Conviene no olvidar
ciertamente que el texto de Timoteo vincula la voluntad salvífica universal
con la figura de Cristo, único mediador y salvador de todos los hombres. Con
todo ello, la necesidad de nacer del agua y del Espíritu (Jn 3,5) o el imperati-
vo del final del evangelio de Marcos «el que crea y se bautice se salvará» (Mc
16,16) conviven con una cierta conciencia en la Iglesia de advertencia contra
un juicio negativo acerca de quienes se encuentran «fuera». Ya en el mismo
NT Jesús pide no subestimar a quienes «no van con nosotros» (Mc 9,38) y, so-
bre todo, centra la conducta decisiva para la salvación no en el culto ni en la
confesión explícita de fe, sino en el amor practicado con el prójimo concreto
(Mt 25,31-46). A lo largo de la historia tenemos ejemplos de esta tensión: en la
patrística si, por una parte, nacía el axioma «extra Ecclesiam nulla salus», por
otra, tenemos el testimonio de aquellos catecúmenos mártires que habrían
sido justificados por haber sido bautizados «en su propia sangre» (b. sangui-
nis) o el testimonio de Justino (y su teoría del lógos spermatikós) que llamaría

553
LA LÓGICA DE LA FE

«cristianos» a Sócrates o Heráclito por vivir de acuerdo con el lógos. Durante


la Edad Media, en un mundo que se consideraba completamente evangeliza-
do, mientras que Florencia afirmaba la imposibilidad de alcanzar la salvación
fuera el bautismo (DH 1314), la escolástica desarrollaba la teoría del votum
baptismi (b. flaminis) que tenía el mismo efecto justificador que el bautismo
de agua (b. fluminis). Trento mantiene esta doctrina con la salvaguarda de
que el bautismo no es libre. Cuando en la Edad Moderna entra en juego la
gran evangelización de los pueblos no bautizados, la Iglesia llevó a cabo una
ingente labor misionera y unos esfuerzos ímprobos en medios y personas
con los bautismos masivos bajo el convencimiento de que estaba en juego la
salvación de aquellas personas. En el correr del tiempo se amplió la doctrina
del bautismo de deseo, abarcando la del votum baptismi implicitum: «cuan-
do hay ignorancia invencible, Dios acepta igualmente un voto implícito, lla-
mado con este nombre porque está contenido en aquella buena disposición
del alma, con la cual el hombre quiere que su voluntad esté conforme con
la voluntad de Dios» (DH 3870). Finalmente, el Concilio Vaticano II distin-
gue dos planos: al fijar su atención «en los fieles católicos» enseña que «esta
Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación» (LG 14); por otro lado,
cuando pone su atención en las religiones extrañas afirma: «Pues quienes,
ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante,
a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en
cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia,
pueden conseguir la salvación eterna». En esta clave prosigue: «Y la divina
Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quie-
nes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y
se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay
de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación
del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que
al fin tengan la vida» (LG 16). En el año 2000, ante algunos planteamientos
relativistas respecto a la salvación en otras religiones, la CDF sacó a la luz la
Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y universalidad salvífica de Je-
sucristo y de la Iglesia que propició ciertas tensiones en el plano ecuménico
e interreligioso (cfr. F. J. Nocke, Bautismo, 876).
La cuestión de los niños fallecidos sin haber recibido el bautismo quizá
haya sido una de las cuestiones más espinosas y dolorosas a lo largo de la
historia de este sacramento. San Agustín no dudaba en pensar que estos
niños se condenaban sin remedio. Más adelante, en la Edad Media, la teo-
logía elaboró la doctrina del limbo, entendido como un estado en el que las
almas de los niños que mueren sin bautismo no merecen el premio de la
visión beatífica, a causa del pecado original, pero no sufren ningún castigo,
ya que no han cometido pecados personales. Dicha explicación enseñada
hasta el Concilio Vaticano II, no es mencionada ya en el Catecismo de la

554
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Iglesia Católica (cfr. n. 1261). Finalmente, la CTI publicó un documento


titulado La esperanza de salvación para los niños que mueren sin Bautismo
(2007) en la que se afirma en la presentación del texto: «La conclusión del
estudio es que hay razones teológicas y litúrgicas para motivar la esperanza
de que los niños muertos sin Bautismo puedan ser salvados e introducidos
en la felicidad eterna, aunque no haya una enseñanza explícita de la Reve-
lación sobre este problema».

II. 2. CONFIRMACIÓN

La Confirmación o Crismación (en referencia a la unción con el crisma


que se recibe) es el sacramento de la recepción del Espíritu que capacita al
creyente para el testimonio en la Iglesia y en el mundo. En cierto sentido,
completa y perfecciona el sacramento del bautismo y dispone o prepara
para la plena participación en la Eucaristía. Ahora bien, si hemos recibido
ya el Espíritu Santo en el bautismo ¿qué sentido tiene una nueva recep-
ción del Espíritu?, ¿es la confirmación un sacramento distinto del bautismo?,
¿cuándo debe celebrarse?, ¿quién es su ministro adecuado?, ¿por qué en
Oriente y en Occidente han seguido praxis litúrgicas diferentes?, ¿dónde
podemos encontrar su fundamento bíblico?, ¿por qué esa pluralidad de ritos
a lo largo de la historia? Para responder a todas estas preguntas y al hallarse
tan íntimamente unidos bautismo y confirmación en su origen, deberemos
rastrear en primer lugar las fuentes bíblicas; en segundo lugar, sus orígenes
históricos, recordando el proceso de iniciación cristiana de los primeros
siglos de la Iglesia; en tercer lugar, recorrer la historia de la reflexión del
sacramento dando cuenta de los cambios que se han producido en los ri-
tuales como expresión del mismo cambio de significado teológico que ha
sufrido en determinados momentos; y, en cuarto lugar, estudiar las cons-
tantes de la tradición cristiana apuntando algunas cuestiones fundamentales
que la teología sigue planteando hoy con respecto a este sacramento. La
vinculación entre bautismo-confirmación no hace sino mostrar una visión
integradora que simboliza la unidad entre el misterio pascual de Cristo y el
acontecimiento del Espíritu en Pentecostés.

§ 38. El sacramento de la Confirmación que con el bautismo, del que es


plenitud, y la eucaristía constituyen el conjunto de los «sacramentos de la
iniciación cristiana», une a los bautizados más íntimamente a la Iglesia y
los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma, se
comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a edificar su
Cuerpo y a extender y defender la fe con sus palabras y obras. El carácter o
el signo del Señor queda impreso de tal modo que este sacramento no puede
repetirse.

555
LA LÓGICA DE LA FE

1. Fundamentos bíblicos y testimonios históricos: la fuerza del


Espíritu

La santa Ruah del AT es siempre el poder de la vida, la fuerza de Dios, la


energía de la que depende nuestra vida interior y exterior, la donación caris-
mática de guerreros, reyes y profetas, la mano de Dios que sostiene tanto al
pueblo en su conjunto como a cada uno de los fieles. La unción se hace pa-
tente en los ritos de entronización practicados en la Antigua Alianza (Ex 29,7;
Lv 4,3). Con este gesto Israel trataba de significar la comunicación del Espíritu
Santo: «Y a partir de entonces vino sobre David el espíritu de Yahvé» (1Sam
16,13). La importancia que Israel confiere a este signo se desprende del títu-
lo que el mismo rey adquiere como «Ungido de Dios» (Sal 2,2). También el
Redentor que se espera, se apodera de este título cuando aparece como el
nuevo David y rey de Israel que renovará todas las cosas (Is 9,1-6; 11,1-10).
La presencia del Espíritu en el NT recorre la vida de Jesús, el Ungido
(Xristós), y se hace especialmente activa en el tiempo de la Iglesia. Ya el
papa Pablo VI encontraba el comienzo de la confirmación en las referencias
de los Hechos de los Apóstoles: «La tradición católica reconoce en la impo-
sición de manos el inicio del sacramento de la confirmación, que en cierto
modo perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés» (Divinae consortium
naturae). Ahora bien, ¿existe en la práctica de la Iglesia apostólica un rito
postbautismal relacionado con el Espíritu? Los evangelios no mencionan
ningún momento en el que Jesús con sus palabras y gestos instituyera de
modo formal la confirmación. Sin embargo, los testimonios de la Iglesia
naciente en los Hechos de los Apóstoles aportan algunos textos que tradi-
cionalmente se han considerado como fundamentales para este sacramento
poniendo de relieve la existencia de un rito distinto y separado del bau-
tismo, aunque en estrecha relación con él, para el don del Espíritu Santo.
Se podría hablar de una iniciación «extendida» que, después del lavado del
bautismo, culmina en la imposición de las manos y la recepción del Espíritu
Santo. En Samaría, los protagonistas son Pedro y Juan, que imponen las ma-
nos a los samaritanos que «únicamente habían sido bautizados en nombre
del Señor Jesús» (Hch 8,14-17). El pasaje establecería la distinción entre dos
ritos: el bautismo administrado por el diácono Felipe y la imposición de
manos reservada a los apóstoles. El texto de Hch 19,1-7 se refiere, en cam-
bio, a la comunidad de Éfeso, donde a aquellos que habían sido bautizados
según el bautismo de Juan, les fue dado el bautismo «en el nombre de Jesús»
al cual sigue, por parte del Apóstol San Pablo, la imposición de las manos
para el don del Espíritu Santo. Según la exégesis bíblica más acreditada, no
obstante, la finalidad de estos dos textos no sería la de presentar ni difundir
un nuevo rito para el don del Espíritu Santo, sino la de subrayar que existe
una sola Iglesia, la de los Apóstoles, a la cual se es incorporado mediante el

556
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

don del Espíritu Santo comunicado por la imposición de las manos. En otras
palabras, los dos episodios que hemos citado quieren poner en evidencia
la existencia de una sola Iglesia, no de dos comunidades eclesiales, una
de tipo privado y la otra apostólica. «Según las interpretaciones histórico-
exegéticas más seguras, esta contraposición entre “bautismo de agua” y la
“investidura del Espíritu” hay que referirla a la autoconciencia profunda de
la Iglesia, según la cual solo en el ámbito de la comunión apostólica con la
Iglesia madre de Jerusalén (y con los apóstoles) se podía acceder auténtica-
mente al don mesiánico del Espíritu enviado por Cristo resucitado» (Coda,
Uno en Cristo Jesús, 118).
De este modo, más que en momentos puntuales, el fundamento bíblico
del sacramento de la confirmación habrá que buscarlo en toda la ense-
ñanza de la Escritura sobre el Espíritu Santo y su conexión, lógicamente,
con la persona de Jesucristo. Y dado que se trata de una tarea ardua, nos
limitamos a concentrarnos en los dos acontecimientos que, según los ex-
pertos, contienen la mayor relevancia para el tema. Para los estudiosos de
este sacramento, la confirmación debe estar unida al bautismo de Jesús en la
ribera del Jordán (Mc 1,9-11; Mt 3,13-17; Lc 3,21-22) y al acontecimiento de
Pentecostés (Hch 2,1-13). En el bautismo del Jordán desciende y «se posa»
sobre Jesús el Espíritu Santo, de manera extraordinaria y visible. Esta venida
del Espíritu, que manifiesta a Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios, Siervo
de Yahvé y «ungido del Señor», puede ser considerada de parecida manera
a la unción profética: ahora Jesús de Nazaret inicia su ministerio entre los
hombres. Cuando retorna del desierto, a donde había sido conducido por
el Espíritu, se pone a enseñar en la sinagoga de Nazaret. Allí Jesús afirma y
hace suyas las palabras del profeta Isaías («El Espíritu del Señor está sobre
mí») y expresa su conciencia de haber sido enviado para anunciar la Buena
Noticia a los pobres (Lc 4,16). En esta misión recibirá la fuerza del Espíritu,
más aún, el Espíritu permanecerá en Él hasta que Él mismo acabe convir-
tiéndose en Espíritu vivificante que es donado a su Iglesia. Por su parte,
en el día de Pentecostés aquello que había sucedido tan solo a Jesús en la
orilla del Jordán, se verifica para toda la Iglesia: el Espíritu desciende sobre
María y los Apóstoles. La Iglesia recibe entonces el bautismo en el Espíritu
y la investidura apostólica y misionera. Pueblo reunido en el nombre del
Señor, la Iglesia, con el don del Espíritu Santo, recibe aquella «fuerza» pro-
metida por Jesucristo para poder anunciar y testimoniar a todas las gentes
que solamente en Cristo hay salvación (Hch 1,8). Pentecostés realiza esta
promesa y los Apóstoles se convierten en «profetas» de Dios y en testigos
de Cristo. Todo aquello que se ha verificado para la Iglesia en el día de
Pentecostés, se cumple también para todo bautizado en el sacramento de
la confirmación. La adquisición, profundización y elaboración de este plan-

557
LA LÓGICA DE LA FE

teamiento será gradual y progresiva como lo testimonia la historia misma de


este sacramento de la confirmación.

2. La confirmación en la historia: unidad sacramental y variedad


litúrgica

El Nuevo Testamento ha mostrado que la configuración con Cristo en su


muerte y resurrección no solo viene por la acción renovadora del Espíritu,
sino que comporta el don pleno del Espíritu Santo que plenifica al cristiano
y lo conduce a vivir como Cristo. No cabe duda de que en los orígenes de
la historia de la Iglesia bautismo y confirmación se han vivido como una
unidad en el proceso de iniciación cristiana e inserción en la comunidad
eclesial dentro de la misma celebración litúrgica. Una verdadera y propia
distinción entre el momento y el rito mediante el cual viene conferido el
don del Espíritu Santo no fue realizada desde el inicio, seguramente porque
se quería subrayar la unidad del rito en la única iniciación cristiana que
comprende el bautismo de agua y la comunicación del Espíritu. La institu-
ción de la confirmación por parte de Cristo nos lleva al modo en que Cristo
está presente en este bautismo en el Espíritu. Desde el punto de vista sacra-
mental, la imposición de las manos viene considerada como el primer des-
puntar del sacramento de la confirmación. Esto explicaría la libertad que la
Iglesia ha mostrado en desarrollar y determinar el signo sacramental como
tal, sin perder nunca el significado de comunicación del Espíritu Santo. No
obstante, a partir del siglo III, según la Tradición Apostólica de Hipólito, tras
la celebración del bautismo encontramos tres ritos reservados al obispo: la
imposición de manos con la invocación del Espíritu, la unción con el óleo
santo y la persignación en la frente en nombre de la Trinidad acompañado
del osculum pacis.
La diversidad ritual con la cual es celebrado el sacramento nos impone
esta distinción entre la historia del sacramento en la Iglesia Oriental y la
historia en la Iglesia Occidental. Sustancialmente, en el Oriente se configuró
la iniciación como un proceso unitario al decidir confiar a los presbíteros la
totalidad de la iniciación cristiana, de manera que se ha conservado intacta
la unidad de los ritos. Después del bautismo, de hecho, el creyente recibe
la unción con el myron (óleo mezclado con muchos perfumes, consagrado
por el obispo) y participa en la eucaristía (si es niño, con unas pocas gotas
de vino). A nivel teológico, dada esta unidad de fondo, no es posible de-
terminar (tampoco, en este sentido, se preocuparon los escritores antiguos)
el momento y el rito preciso para que el don del Espíritu Santo se asocie a
un gesto, sea la imposición de las manos o sea la unción. Occidente, por
su parte, caminó hacia una distinción y un espaciamiento en el tiempo de
las etapas del proceso de iniciación. Reservó la administración de la crisma-

558
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

ción al obispo, administrándolo a quien ya fuese capaz de una fe personal,


quizá en una primera adolescencia. Además, los ritos post-bautismales son
más numerosos y, de manera frecuente, con notables diferencias entre las
diversas Iglesias.
A pesar de esta variada riqueza litúrgica occidental de ritos y signifi-
cación unida a la celebración de la confirmación hay un cierto consenso
y convencimiento, de fondo, de que el bautismo no es completo hasta el
momento en que el obispo no lo «perfecciona» (perficere, confirmare...)
mediante el rito de la unción, al cual se le atribuye el don pleno del Espí-
ritu Santo. En clave teológica, pues, no se puede plantear en términos de
oposición, sino en sintonía con todos aquellos conceptos que vayan en la
clave de progresión, crecimiento, perfeccionamiento y complemento (teleiô-
sis), plenificación, sello... Los Padres utilizan bellas analogías para explicar
esta dinámica sacramental: el bautismo sería la creación del hombre sacado
y modelado del barro y la confirmación el momento en que le insufla el
hálito vital (S. Cipriano); la confirmación es al bautismo lo que la cocción a
la masa de pan (San Agustín); en el bautismo nos alistamos para la militia
Christi y en la confirmación nos equipamos para el combate (Fausto de
Riez). «No hay que buscar lo específico de cada uno de los dos sacramentos
en efectos supuestamente distintos. La acción de Dios es una y la misma,
aunque comprende dos fases y dos caras distintas: una cara visible, crística,
que depende de la palabra y afecta igualmente al bautismo y a la confir-
mación, y una cara interior, operación propia del Espíritu, que comienza
en el bautismo y concluye en la confirmación» (Sesboüé, Los signos de la
salvación, 137). Será a partir del siglo V cuando comencemos a asistir a un
hecho de excepcional importancia que tendrá sus notables consecuencias
y repercusiones en la práctica y en la teología de la confirmación: la sepa-
ración de la celebración de la confirmación del sacramento del bautismo.
De esta manera, se comienza a romper aquella unidad de la iniciación
cristiana que había sido una característica común de la Iglesia durante los
primeros cuatro siglos. La separación es el resultado de la imposibilidad
de la presencia del obispo en los ritos bautismales: el obispo intervendrá
después para completarlos. Antes que retrasar el bautismo, necesario para
la salvación y administrado quam primum a los niños, y debido sobre todo
a una siempre más creciente difusión de la mortandad infantil, se prefiere
bautizar de manera rápida, sin esperar la intervención del obispo. De esta
manera, las Iglesias de Oriente mantienen la unidad y el orden antiguo de
la iniciación cristiana administrando los tres sacramentos en el momento
del bautismo, pero quedan difuminadas la dimensión eclesial (el sacra-
mento es administrado por el presbítero, aunque con el crisma bendecido
por el obispo) y el sentido de madurez y robustecimiento atribuido a la
confirmación. Por su parte, en Occidente se alterarán los tiempos de la

559
LA LÓGICA DE LA FE

iniciación cristiana distanciando del bautismo la recepción del sacramento


de la confirmación, pero reservándolo al obispo como punto de referencia
de la comunión eclesial y ministro competente. La carta de Inocencio I a
Decencio de Gubbio en el año 416 viene a ratificar esta convicción: «Acerca
de la confirmación de los niños es evidente que no puede hacerse por otro
que no sea el obispo» (DH 215). Según el Pontifical de Durando, obispo de
Mende (†1296), reconvertido en el Pontifical romano de 1595 y adoptado
por la Iglesia latina hasta la reforma del Concilio Vaticano II, el rito de la
confirmación prevé lo siguiente: celebración fuera de la misa; la imposición
de las manos por parte del obispo sobre los candidatos con la oración que
pide la efusión del Espíritu septiforme; la unción con el crisma en la frente
en forma de cruz; una palmadita en la mejilla deseándole la paz; y la ben-
dición y la exhortación a los padrinos sobre su responsabilidad sobre sus
ahijados. Como puede observarse, se trata de un ritual un tanto pobre, a
causa de su separación del complejo y rico conjunto celebrativo de la vigilia
pascual. También será pobre la reflexión teológica que casi perderá de vista
la acción múltiple del Espíritu Santo y considerará un solo efecto específico
de este sacramento, a saber: la fuerza particular (gratia ad robur) para las
luchas de la vida.
La Edad Media elaboró una teología de la confirmación separada del
bautismo con el riesgo de no conectar ya tan explícitamente con la tradición
primitiva de la iniciación unitaria en la vida cristiana y de privar de toda
dimensión pneumatológica al acontecimiento del bautismo. Con esta sepa-
ración, aunque inicialmente rara y extraña, de la confirmatio respecto del
bautismo, será necesario encontrar también una motivación fuerte de cara
a convencer a los fieles para que soliciten este rito después del bautismo,
dada la consiguiente pérdida de importancia y de estima. La Iglesia latina
no cesará de interrogarse acerca de la especificidad de este sacramento, sus
efectos concretos, y la edad más adecuada para recibirlo. Se comenzará a
presentar el sacramento de la confirmación como un adiestramiento y un
equipamiento del cristiano, semejante al del soldado, para las luchas de
la vida: de la confirmación deriva o nace una particular fuerza («robur»,
vocablo utilizado por San Agustín y consagrado por Santo Tomás) para la
lucha. Será ya en el siglo XII cuando se dé otro paso decisivo para separar
confirmación y bautismo: el rito de la crismación, que había llegado a una
forma casi definitiva, queda distanciado y desgajado de la vigilia pascual.
El Doctor Angélico tiene claro que la confirmación es un sacramento dis-
tinto del bautismo al que perfecciona y en el que se concede nueva fuerza
del Espíritu Santo (cfr. S. Th. III, q. 65 a.1c); apunta a la encarnación y al
bautismo en el Jordán como dos momentos, cada uno con distinta efusión
del Espíritu Santo, y los pone en relación con bautismo y confirmación
como dos tiempos de gracia en la constitución de la única existencia cris-

560
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

tiana («por el bautismo uno es edificado como casa espiritual, y es escrito


como escritura espiritual; mientras que el Espíritu Santo consagra al Espíritu
la casa ya construida y sella con el signo de la cruz la carta ya escrita» [S. Th.
III, q. 72, a. 11c]); consciente de que no se encuentran las palabras directas
de Jesús, ofrece una pista muy sugerente para explicar la institución: Cristo
no instituye este sacramento mostrando la materia y la forma, sino «pro-
metiendo el Espíritu»; según el argumento de conveniencia antropológica
(§36, 1c), al momento del crecimiento y la maduración física y psicológica,
le corresponde el momento de crecimiento y maduración espiritual; por
esta razónen cuanto a sus efectos y espiritualidad, hablará del sacramento
como aquel que marca la edad perfecta de la madurez de la vida espiritual
(aetatem perfectam spiritualis vitae [S.Th. III, q. 72 a. 1]), lo que suponía
a menudo considerarlo como el sacramento de la edad adulta, que otorga
la fuerza para el combate espiritual (dimensión ascética) y habilita para el
anuncio de la fe (dimensión testimonial). De ahí también la interpretación
clásica de este sacramento como entrega de las armas y el escudo que
convierten al receptor en un verdadero «caballero cristiano» o «soldado de
Cristo» y lo capacita para confesar con valentía públicamente la fe cristiana
quasi ex officio.
Las afirmaciones del Concilio de Florencia vendrán profundamente in-
fluenciadas por la teología crismal del alto Medievo: si en el bautismo so-
mos regenerados espiritualmente, en la confirmación crecemos en la gracia
(augemur in gratia) y nos robustecemos en la fe (roboramur in fide) (DH
1311); el Concilio califica al obispo como ministro ordinario y al presbítero
como extraordinario (DH 1318); y, apoyado en los Hechos de los Apósto-
les, reclama como efecto de este sacramento el don del Espíritu Santo para
fortalecer y para que el cristiano pueda confesar valerosamente el nombre
de Cristo: «por eso, el confirmado es ungido en la frente, donde está el
asiento de la vergüenza, para que no se avergüence de confesar el nombre
de Cristo y, señaladamente su cruz que es escándalo para los judíos y nece-
dad para los gentiles (cfr. 1Cor 1,23), según el Apóstol» (DH 1319).
Los Reformadores negaron a la confirmación la cualidad de sacramento
por no encontrarla fundamentada en la Sagrada Escritura y considerarla una
ceremonia ociosa en relación al bautismo, que era lo fundamental. Quizá
puedan también haber jugado un cierto papel motivos de orden práctico en
cuanto que la confirmación estaba reservada al obispo y no aparecía referi-
da a la eucaristía. Ello explicaría la consideración de una mera «ceremonia
eclesiástica». Por su parte, el Concilio de Trento (DH 1628-1630) no dedicó
un capítulo doctrinal a este sacramento (solo tres breves números) y, más
que clarificar los diversos aspectos teológicos, se limitó a formular la doctri-
na católica en neta antítesis de las posiciones asumidas por la Reforma: san-
cionó la teología católica del sacramento, defendiendo su sacramentalidad

561
LA LÓGICA DE LA FE

e institución por parte de Jesucristo; y reafirmó al obispo como «ministro


ordinario», en contraste con las Iglesias orientales; no obstante, esta disposi-
ción contemplaba situaciones excepcionales en las que el presbítero podía
convertirse en ministro extraordinario del sacramento.
El Concilio Vaticano II trajo consigo una renovada comprensión del sa-
cramento y su nítida conexión con el bautismo: «Revísese también el rito
de la confirmación, para que aparezca más claramente la íntima relación
de este sacramentocon toda la iniciación cristiana; por tanto, conviene que
la renovación de las promesas del bautismo preceda a la celebración del
sacramento» (SC 71). Con rigor histórico-teológico y delicado sentido ecu-
ménico definió al obispo como minister originarius (LG 26). La revisión
a fondo prescrita por el Concilio trajo consigo como fruto un nuevo ritual
precedido por una Constitución apostólica (Divinae consortium naturae)
firmada por Pablo VI en 1971. En ella, declaraba que el rito determinante
es «la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de las
manos, y por las palabras: “N., recibe por esta señal el don del Espíritu
Santo”». La decisión se vio como un gran gesto de cercanía y sensibilidad
hacia a los hermanos de Oriente colocando las dos praxis una al lado de
la otra. Además, se quiso incidir en la relación del sacramento con el don
del Espíritu, aunque dentro del proceso unitario de la iniciación cristiana.

4. Cuestiones teológicas del sacramento

A la luz de los datos neotestamentarios y del testimonio posterior de la


tradición de la Iglesia, y a pesar de sus oscilaciones, la confirmación en-
cuentra su lugar como explicitación de la dimensión pneumatológico-ecle-
siológica constitutiva del bautismo cristiano. Ello implica que no pueda en-
tenderse como sacramento autónomo separado del mismo bautismo. Como
prefacio sintético a este apartado podríamos traer el número dedicado en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II. En él se nos
indican las principales dimensiones teológicas del sacramento de la confir-
mación por medio del cual «[los fieles] se vinculan más estrechamente a la
Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello
quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como ver-
daderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras» (LG 11).

a) La iniciación cristiana consiste en el proceso de incorporar al creyente


al misterio pascual de Cristo y, por tanto, a la misma vida del Señor Jesús,
desde la fe y por medio de los sacramentos. El aspecto cristológico nos re-
cuerda que la confirmación es también sacramento de la Pascua de Cristo.
En el dinamismo de la vida de Cristo se halla muy presente la presencia y
la fuerza del Espíritu (encarnación, bautismo, vida pública, muerte, resu-

562
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

rrección). Este dinamismo se hace vivo y operante en todo el Cuerpo del


Señor desde aquel primer momento en Pentecostés hasta nuestros días y se
extiende a cada uno de los miembros que conforman la Iglesia. La Iglesia
ha recibido la plenitud del Espíritu y, sacramentalmente, en el nombre del
Señor, lo comunica a cada uno de sus miembros que van incorporándose
mediante el bautismo y la confirmación. Para significar sacramentalmente
que el bautismo de la Iglesia es el bautismo del Señor en el Espíritu, esta
añade al baño de agua la imposición de las manos (crismación, signación)
que significa expresamente el don del Espíritu Santo. Bautismo y confirma-
ción visibilizan, pues, la misión del Hijo y del Espíritu. El creyente renace
del agua y del Espíritu y con la imposición de manos (unción y signación)
queda sacramentalmente marcada la identidad del bautismo cristiano en el
Espíritu. Mientras el bautismo subraya la asimilación al Cristo pascual, ven-
cedor del pecado y donador de una vida nueva, la confirmación destaca
nuestra asimilación al Hijo de Dios constituido en poder y donador del Es-
píritu. Por eso, también la confirmación nos introduce más profundamente
en la filiación divina y nos une más firmemente a Cristo. Renacidos con
Cristo, ungidos por el Espíritu como Él, estamos capacitados para participar
plenamente de su Pascua en la eucaristía, culminación y plenitud de toda
la vida cristiana y, fortalecidos con la fuerza del Espíritu en el combate
espiritual, ser testigos en el mundo por medio de la fe y la caridad (cfr.
Ponce, Tratado sobre los sacramentos, 156). La confirmación, al igual que
el bautismo, imprime en el alma una marca espiritual, un sello indeleble, el
carácter, el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su
Espíritu. El carácter perfecciona el sacerdocio común de los fieles, recibido
en el bautismo y «el confirmado recibe el poder de confesar la fe de Cristo
públicamente, y como en virtud de un cargo» (S. Th. III, q. 72, a.5, ad2).

b) La confirmación es el sacramento del Espíritu como don que sella la


novedad de vida inaugurada en el bautismo. Esta dimensión pneumatoló-
gica fundamental, afirmada por toda la tradición, lo define de una forma
esencial y lo distingue del resto de una manera peculiar. Las dos orientacio-
nes teológicas —la apostólica y la ascética— desarrolladas por la liturgia y
el magisterio encuentran en la donación del Espíritu su raíz y fundamento.
Por una parte, la confirmación confiere un fortalecimiento de la gracia bau-
tismal y, por tanto, una mayor capacitación para la lucha interna espiritual;
y, por otra parte, la fuerza (robur) para el testimonio cristiano en medio
de la Iglesia y del mundo. La idea de la adquisición de la capacidad para
el combate contra los enemigos internos y externos, al haber alcanzado
la madurez en la fe, ha estado siempre de alguna manera presente en la
historia del sacramento. El proceso de transformación interior (conversión)
y de configuración con Cristo (testigo) solo puede ser fruto de la acción

563
LA LÓGICA DE LA FE

del Espíritu Santo. Esta recepción del Espíritu Santo no puede interpretarse
como un momento puntual en un instante preciso, sino más bien como una
relación vital y personal que se realiza y se desarrolla en el decurso total
de nuestra vida. Por eso, ningún sacramento es autónomo, sino que todos
se ponen en una dialéctica de complementariedad dentro de una estructu-
ra dialógica entre Dios y el hombre. Es verdad que el bautismo marca un
momento decisivo para esta vida vivida en el Espíritu Santo, pero la vida
cristiana y eclesial no es otra cosa que una realización y una profundización
en esta relación con el Espíritu, dentro de la cual la confirmación representa
«el momento central del sello y la radicación de nuestra vida en el Espíritu»
(S. Regli, «El sacramento de la confirmación», 305).

c) La dimensión eclesial nos lleva a la escena de Pentecostés, inicio del


tiempo de la Iglesia y de su misión. Ya vimos cómo a los textos de Samaría
y Éfeso se les solía atribuir un sentido eclesiológico de pertenencia a la
única comunidad. La imposición de las manos y la recepción del Espíritu
procurarían una vinculación más estrecha a la Iglesia (LG 11), siendo cons-
cientes de que la pertenencia a la vida de la Iglesia y la participación en ella
es un acontecimiento dinámico y progresivo. También queda significado
por la propia configuración del rito y por estar reservado al obispo como
«ministro originario» (si no está presente, sí lo está el crisma consagrado en
la misa crismal). El obispo no es solo principio visible de unidad y comu-
nión eclesial, sino que también representa la apostolicidad de la Iglesia.
Por eso, su presencia no solo denota la importancia y publicidad eclesial
del don y el compromiso que de él brota (dimensión pública de asunción
del don y el compromiso bautismal en la comunión y para la comunión),
sino su referencia a la universalidad visible de la Iglesia. Al mismo tiempo
que compromete al confirmado, también la Iglesia queda comprometida al
reconocerse estructurada por el don del Espíritu Santo. Si por el bautismo,
sacramento de la unidad eclesial, somos introducidos en la Iglesia, por la
confirmación se recibe una energía plenificante para ser testigo de Cristo
en medio del mundo, no solo en lo concreto de la Iglesia local (en la que
se le invita a asumir un compromiso de comunión, misión y testimonio),
sino también a abrirse a la universalidad de la Iglesia tomando conciencia
de su apostolicidad y de su catolicidad. Este testimonio no se juega solo
en el anuncio explicito de la fe, sino en un testimonio de vida creyente en
coherencia con los sacramentos celebrados y los dones recibidos. Por eso,
toda teología de la confirmación debería dejar claro que cualquier asunción
de responsabilidad en orden a la misión de Cristo y de la Iglesia no acae-
ce en un plano meramente exterior o formal. La confirmación visibiliza la
incorporación en una Iglesia vivificada por el Espíritu y habilita espiritual-
mente para entrar en sintonía con la misión misma de Cristo, ad intra en

564
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

la santidad y ad extra en el testimonio (cfr. F. Courth, I sacramenti, 192).


Porque este sacramento aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo
y nos concede una fuerza especial «para difundir y defender la fe mediante
la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar va-
lientemente el nombre de Cristo y para no sentir vergüenza de la cruz (LG
11, 12)» (CEC 1303).

d) El bautismo, la confirmación y la eucaristía guardan entre sí una ínti-


ma unidad, constantemente reclamada por el Magisterio desde el Concilio
Vaticano II. En efecto, «los sacramentos de la Iniciación cristiana se ordenan
entre sí para llevar a su pleno desarrollo a los fieles, que ejercen la misión
de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 3; RICA, Observ.
gen., 2). Entre estos sacramentos existe una conexión indisoluble, derivada
de su lógica interna, que permanece siempre. Por un lado, la confirmación
ha de verse como una prosecución, desarrollo, ratificación, cumplimiento…
del bautismo, y esto tanto desde el punto de vista eclesiológico como desde
el pneumatológico. Por otro, la eucaristía es siempre plenitud de la inicia-
ción cristiana por ser el sacramento de la plena comunión eclesial. Tenien-
do muy claros los principios, sin embargo, por motivos histórico-pastorales,
el orden de los sacramentos se ha modificado. Ésta es la razón por la que
continúa abierto el debate sobre cuándo se debe celebrar la confirmación.
Quienes lo entienden como el sacramento de la madurez cristiana lo colo-
can después de la eucaristía cuando el joven puede hacer una verdadera
personalización de la fe y expresar su compromiso cristiano y eclesial de
un modo visible y significativo. Hay otros que lo celebran poco tiempo des-
pués de la primera eucaristía, en una primera adolescencia, para garantizar
la máxima unidad y cierta continuidad en el proceso de iniciación cristiana.
Desde orientaciones y planeamientos más litúrgicos se afirma el principio
general reconocido por todos: la confirmación es la plenitud del bautismo
y, por tanto, debería normalmente preceder a la eucaristía. Por eso, esta
línea aboga por mantener el orden de la Iglesia antigua y celebrar primero
la confirmación a una edad de discreción (can. 891), retrasando la primera
eucaristía un tiempo o incluso recibir ambos sacramentos en la misma ce-
lebración.

II. 3. EUCARISTÍA

El fenómeno de la reunión y la comensalidad es tan antiguo como la


humanidad misma. El hombre es el único ser que hace del comer, comida.
Precisamente en la comida experimenta que no se fundamenta a sí mismo,
que vive recibiendo y que lo biológico adquiere un nuevo sentido y pro-
fundidad en virtud de su capacidad espiritual y trascendente: «la acción de

565
LA LÓGICA DE LA FE

comer y beber es mediadora de una experiencia de Dios» (J. Jeremias). Para


Israel, inserto en el contexto del Antiguo Oriente, la comensalidad posee
una relevancia excepcional. La invitación y la acogida en la propia mesa
supone una declaración de amistad y respeto, de paz y fraternidad, en de-
finitiva, de comunión de vida: «Al participar del mismo alimento que man-
tiene nuestra vida, somos unidos por aquello en lo que nos convertimos,
ya que en un sentido verdadero somos lo que comemos» (J.P. Schanz, Los
Sacramentos en la vida y en el culto, 249-250 [Der Mensch ist was er isst]).
Pero además contiene en sí misma una referencia a Yahvé. En la comida
Dios se acuerda de su pueblo y lo colma de sus bendiciones: la comida se
constituye en el momento privilegiado en que actúan las relaciones entre
Dios, Creador y Autor de la Alianza, y los hombres. El momento supremo
de la experiencia de salvación que vive el pueblo de Israel se enmarca en
el contexto previo de la celebración de la pascua judía. Es precisamente una
comida cargada de elementos simbólicos y pedagógicos, la que anticipa la
liberación de la esclavitud de Egipto y guía durante el camino del desierto,
donde Dios alimentará a su pueblo con el maná del cielo, hasta la entrega
de aquella tierra de promisión en la que mana leche y miel.

§ 39. La eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, encuentra su


origen bíblico en las comidas del Jesús histórico, la Última Cena y las comi-
das con el Resucitado. La comunidad apostólica dará ya testimonio de su
celebración que será continuada por las primeras comunidades cristianas.
Memorial del sacrificio de Cristo, no recuerda ni reitera el pasado de la
cruz, sino que presencializa el único sacrificio de Jesús perennizado por
la resurrección y al que incorpora la oblación de la propia Iglesia. Confir-
mada por la tradición, la Iglesia afirma, junto con una presencia de Cristo
como presidente de la acción litúrgica (presencia actual), otra presencia
tras los dones (presencia real u objetiva) que, superando el simbolismo y el
realismo extremo, acaece por una conversión de los mismos que la teología
denomina transubstanciación. El intento de reinterpretación de esta fórmu-
la dogmática ha sido continuado por la teología actual.

1. La eucaristía en el testimonio bíblico: comensalidad, signo de


Dios

Jesús no es ajeno al ambiente y herencia cultural de Israel. Participó


en numerosas comidas y banquetes. De hecho, es la acción simbólica más
referida en los evangelios (cfr. § 19,3; § 28,3). Sin embargo, su actitud con-
trasta con la del Precursor. Juan Bautista ni comía ni bebía (Mt 11,16-19) y
sus discípulos ayunaban en actitud coherente con la venida del juicio es-
catológico. Jesús, por su parte, es acusado de «comilón y borracho», amigo

566
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de pecadores y publicanos, y cuyos discípulos no ayunan en la presencia


del Novio (Mc 2,18-19). En el cumplimiento de su misión, Jesús anuncia la
oferta salvífica de Dios a los hombres. El Reino se constituye así en centro
de su vida, mensaje y actuación. Por eso, las comidas de Jesús, cargadas de
una gran densidad simbólica, serán signo y anticipación del Reino. Bajo el
símbolo de la comida festiva se anticipa el futuro banquete mesiánico de
Dios (Is 25,6-8); la participación convival con aquellos a quienes Israel des-
preciaba y excluía, se constituye en signo de la acogida gratuita y generosa
de Dios para con los pecadores (Mc 2,17; Lc 7,36-50).
El testimonio constante de la Escritura, la Tradición y el Magisterio es
que la vida, la Última Cena y la Pascua de Jesús están indisolublemente uni-
das bajo la clave de una entrega proexistente (H. Schürmann). Por eso, las
comidas de Jesús, la cena del Jueves Santo y la Eucaristía son inseparables y
solamente comprensibles desde su mutua correlación. Con esta clave y so-
bre el trasfondo del contexto israelita del banquete del que hemos hablado,
hay que entender la cena de despedida de Jesús como compendio y culmi-
nación de su vida en la que su proexistencia alcanza su entrega suprema.
Es precisamente la proximidad a su muerte la que dota de una relevancia
del todo singular el último convite de Jesús.
En el evangelio de Juan, también en el contexto de una cena, sabiendo
Jesús que había llegado la hora de partir de este mundo al Padre y habien-
do amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo:
les lavó los pies, les encomendó repetir el gesto y les dio el mandamiento
del amor. Por su parte, los sinópticos y san Pablo narran el único acon-
tecimiento al que se refieren los cuatro relatos neotestamentarios (Mt/Mc
- Lc/1Cor). En Jerusalén, al caer de la tarde y con la sensación de que su
vida y ministerio habían llegado a un punto decisivo, Jesús convoca a sus
discípulos a una cena de despedida en medio de un contexto pascual (para
los sinópticos la cena es pascual mientras que para Juan es previa a la fiesta
del «séder pésaj»). Del mismo modo que los profetas, Jesús confiere el sen-
tido a la cena por medio de gestos y palabras. Estos se destacan en cuatro
verbos (tomó, partió, dio gracias, repartió) y en dos momentos paralelos,
ambos totalizantes, uno sobre el pan (cuerpo entregado) y otro sobre el
vino (sangre derramada). A ellos une palabras de acción de gracias (Lc y
1Cor, eucharistésas solo para el pan) y bendición (Mt y Mc, eulogésas para
el pan/eucharistésas para el vino). Y en todos se recoge, además, alguna
expresión con sentido escatológico de modo que se ponga de manifiesto la
conexión entre la Última Cena y la cena final del Reino de Dios donde se
realice la perfecta reconciliación de los hombres con Dios. Al analizar las
expresiones de un modo más concreto podríamos afirmar:
Sobre el pan. Jesús pronuncia las palabras «Esto es mi cuerpo» (toûtó
estin tò sôma mou) identificando el pan partido y entregado con la perso-

567
LA LÓGICA DE LA FE

na misma de Jesús en su integridad y totalidad. Esta proclamación tiene


una doble finalidad expresada en su Cuerpo entregado (didómenon) «por
vosotros»/«por los muchos» (hypèr hymôn/hypèr pollôn): la donación radical
de su vida en la Cruz y la entrega de su propio Cuerpo como alimento y
don para la comunidad. Las resonancias sacrificiales del Siervo de Yahvé
dan pie para la idea de sacrificio expiatorio donde el amor de Cristo hacia
el hombre comporta la asunción de la muerte a favor y en sustitución del
hombre.
Sobre el vino. Mientras que Mateo transmite la orden de Cristo («bebed
todos», píete ex autoû pántes), Marcos transmite la realización («y todos be-
bieron de él», kaì épion ex autoû pántes). Lo realmente novedoso estribaría
en el acto de beber todos de la misma copa significando así, no solo la
unidad fraterna en el momento de la despedida, sino también la disposición
a unirse en el destino de Jesús. Beber del mismo cáliz supone participar
de la suerte del Señor que llega a entregar su Sangre derramada (ekchyn-
nómenon) «por vosotros»/»por los muchos». Así como Moisés estableció la
primera Alianza rociando al pueblo con la sangre de los novillos (Ex 24,8),
Jesús sella la Nueva Alianza derramando su propia sangre (to haîma mou
tês diathêkes/he kainè diathéke en tô aímatí mou) en el ara de la cruz para
el perdón de los pecados (eis áphesin hamartiôn).
No podría explicarse la eucaristía tan solo con los relatos de la vida
histórica de Jesús. Sin la resurrección, la cena sería la última comida de
un muerto. La mayoría de los autores coincidirían en la necesidad de una
experiencia nueva e impactante que suscitara en los discípulos la convic-
ción de que los gestos y palabras que Jesús realizó en el Cenáculo debían
ser repetidos y celebrados como memorial: «…a nosotros que comimos y
bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó
que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que él está
constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10,40-42). Es llamativa la
desbordante alegría (agallíasis) que se vive cada vez que la comunidad se
reúne en las casas para la fracción del pan (klásis toû ártou) (Hch 2,42-47)
y que está vinculada a la presencia del Resucitado (cfr. O. Cullmann, La fe
y el culto en la Iglesia primitiva, Madrid 1971, 156). Son diversos los relatos
donde se describe esta experiencia y que se han denominado banquetes
de apariciones (Jn 21, 1-4; Jn 20,19; cfr. Lc 24,36 y Mc 16,14). Entre ellos
destaca de una manera sobresaliente el episodio de Emaús (Lc 24,13-35):
en estos pasajes se da a entender que «se llegó a la experiencia del Resuci-
tado, a la comunidad de mesa con el Exaltado» (Th. Schneider, Signos de la
cercanía de Dios, 153-154). La vinculación eucaristía-resurrección posibilita
salvar dos polaridades enfrentadas: la tentación protestante de reducir la
eucaristía a un mero recuerdo de la cena y de la cruz muy atado a la exis-
tencia terrena de Jesús; y, por otro lado, el peligro católico de reducir la

568
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

presencia de Cristo en la eucaristía a una presencia «puramente objetiva». La


eucaristía de la comunidad primera y de las siguientes generaciones (Hch
20,7-12; 27,35) e incluso la eucaristía de la Última Cena tienen sus raíces no
solo en la vida y en la muerte de Cristo, sino también en su resurrección.
Mejor dicho, «la resurrección del Señor es la fuente última de donde dimana
la eucaristía de la Iglesia posterior, hasta el punto de que sin la resurrección
la eucaristía no llegaría a existir. Porque la vida y la muerte de Jesús podrían
suscitar el recuerdo de los discípulos, mientras que solo la resurrección
puede ser generadora de la presencia de Cristo en la Eucaristía» (Gesteira,
Misterio de comunión, 77).
La celebración de la fracción del pan en un primer momento respondía
al esquema: palabras eucarísticas sobre el pan-celebración de la cena-pa-
labras eucarísticas sobre el vino. Muy pronto este esquema se cambia por
una secuencia nueva: primero, la comida comunitaria (agápe) seguida, en
segundo lugar, de la doble acción litúrgica. Pero los abusos y las desviacio-
nes obligan a Pablo a intervenir personalmente. Los corintios se mezclan en
cultos de banquetes paganos poniendo en peligro el verdadero sentido de
la koinonía, ya que la comunión eucarística implica opción decidida por la
«mesa del Señor» que no admite estar al mismo tiempo sentado a la «mesa
de los demonios» (1Cor 10,21). La razón la da previamente: «puesto que
uno es el pan, un cuerpo somos la muchedumbre; pues todos de un solo
pan participamos» (10,16). Por otro lado, los corintios parece que toman a
la ligera la celebración al comer y beber «sin discernir el cuerpo del Señor»
(1Cor 11,29), discriminando además a los pobres que llegaban más tarde
a la reunión posiblemente después de las labores sin poder aportar nada.
San Pablo critica duramente esta actitud ya que pone en juego la unidad de
la comunidad eclesial y el sentido de la eucaristía, donde se actualizan las
actitudes de entrega y ofrecimiento del Señor, incompatibles con el egoísmo
y las injusticias. Ante esta situación se tomó la decisión de separar claramen-
te la cena de la acción eucarística, que ahora se va asociar con el servicio
divino de la palabra. A partir de entonces, la eucaristía se celebrará en las
primeras horas del día porque Cristo resucitó en la mañana de Pascua (cfr.
Plinio, Ep. Ad Trajanum 10,96). Muy poco tiempo después, a mediados del
s. II, encontraremos el testimonio de fe eucarística y la estructura litúrgica
plasmada por Justino en su Apología (65-67) y que podemos reconocer
perfectamente en nuestra celebración actual (cfr. Tradición apostólica con
la plegaria II del Misal Romano). Finalmente, con estas claves, Eucaristía e
Iglesia (Ignacio de Antioquía, Cipriano), comunión eucarística y comunión
eclesial serán binomios inseparables desde los cuales poder entender la
vida y misterio de la comunidad cristiana en su devenir histórico.

569
LA LÓGICA DE LA FE

2. Pensamiento patrístico sobre la eucaristía

La teología patrística se ocupará de la eucaristía principalmente en ser-


mones y catequesis. Los Santos Padres, tantas veces teólogos y liturgos
simultáneamente, recogen las afirmaciones bíblicas y las ponen en contacto
con el platonismo, no para adoptar un sistema filosófico cerrado, sino para
tratar de aclarar y dar razón de los contenidos de fe eucarística mediante
categorías y recursos lingüísticos que se podrían definir como «filosofía
popular». El esquema arquetipo-tipo (modelo-copia/imagen) dará lugar a
la teoría del símbolo real, de transcendental importancia para la teología
eucarística: «La posibilidad de la presencia de Dios y de su mundo, oculta
pero sumamente real, se debe, según la fe cristiana, a la acción del Espíritu
divino» (H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 201). Este planteamien-
to se acopló al pensamiento sacramental de la mentalidad judía que traía
a la presencia real acontecimientos pasados de hazañas y milagros realiza-
dos por Yahvé a favor de su pueblo y recordados en la presencia de Dios
(zikkaron). Más adelante, el término griego de anámnesis vendrá a ser el
concepto central para explicar la presencia de Jesucristo en imagen, en ale-
goría, en símbolo, al que tantas veces se refieren los Santos Padres, pero sin
restarle ni un ápice de fuerza a la realidad de dicha presencia.
La reflexión teológica acerca de la presencia verdadera de Jesucristo
en la eucaristía caminará, como es lógico, al ritmo de los desarrollos en la
cristología. Cuando los teólogos alejandrinos (Clemente, Orígenes, Cirilo
de Alejandría) se muevan en una cristología descendente que piensa en la
venida del Logos al pan, la eucaristía será comunión con la carne del Logos,
situando en un segundo plano la memoria de la muerte. A su vez, cuan-
do los teólogos antioquenos, desde una cristología ascendente, centren su
atención en los aspectos históricos de la vida y muerte de Cristo (identidad
del cuerpo eucarístico con el cuerpo histórico), la eucaristía se comprende-
rá como memorial del sacrificio de la cruz. San Juan Crisóstomo utilizará el
concepto anámnesis para expresar lo que acontece en la eucaristía como la
actualización del acto redentor en la cruz y la celebración comenzará a de-
nominarse «sacrificio» (prosphorá, thysía, oblatio, sacrificium). Contra cier-
tas corrientes gnósticas se coloca el acento en la presentación de los dones
que no trata de realizar otro sacrificio distinto del de la cruz, sino mostrar
nuestra participación en el sacrificio de Cristo, ofreciendo nuestros cuerpos
como «sacrificio (thysía) vivo, santo y agradable a Dios», como verdadero
«culto espiritual» (logikè latreía) (Rom 12,1; cfr. 1Pe 2,5; Heb 13,15).
La fe en la presencia real de Cristo en la eucaristía no será especialmente
problemática en los primeros siglos de la Iglesia. La convicción general de
esa admirable conversión se expresa a través de una extraordinaria rique-
za de vocabulario (metabállein/gígnomai/metapoieîn/hagiádso/mutare/

570
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

convertere/efficere/consecrare/sanctifiicare) que da razón de la profundi-


dad, complejidad y amplitud del misterio que allí se celebra (cfr. M. Gestei-
ra, Misterio de comunión, 463-472). No obstante, se empiezan a vislumbrar
dos tendencias, no opuestas ni enfrentadas. En primer lugar, San Ambrosio
y su teoría de la transformación (metabolé) de los elementos, en virtud de la
cual la eficacia de las palabras de la consagración, eclesialmente pronuncia-
das, transforman el pan y el vino dotándolos de una nueva realidad (iden-
tidad del Cuerpo de Cristo con el nacido de la Virgen María). En segundo
lugar, San Agustín utiliza, por un lado, una terminología simbólica (tipo/
arquetipo) presentando la eucaristía como signo, sacramento (non ipsa res)
de la realidad divina y con el fin de distinguirlo del cuerpo histórico. Por
otro lado, reconoce que el pan y el vino, santificados por la Palabra de
Dios, se hacen Cuerpo y Sangre de Cristo. En esta reflexión eucarística el
obispo de Hipona afirmará la presencia en la eucaristía del totus Christus,
caput et corpus, presencia completa de Jesús: cuerpo individual y cuerpo
místico universal (Iglesia). «Su concepción eclesial de la eucaristía impulsó
la opinión de que, además de la actualización del sacrificio de la cruz, la
Iglesia se ofrece a sí misma en sacrificio y actúa, sacrificándose a una con
Jesucristo» (H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 204). San Agustín fue
la máxima autoridad teológica en la Edad Media y ejerció una influencia
decisiva en todo el desarrollo teológico posterior, también en la eucaristía.

3. Controversias eucarísticas medievales: presencia real

La teología de la Edad Media centró su interés de un modo especial en la


persona y obra del Jesús terreno, sin poner suficientemente de manifiesto la
radical novedad de su resurrección. Esta situación generó algunas dificultades
que no se habían vivido como problemáticas en el primer milenio del cristia-
nismo donde teología, liturgia y espiritualidad habían mantenido una cierta
unidad. La evolución de un pensamiento sacramental realista tendente a la
cosificación del símbolo hizo que surgieran dos cuestiones fundamentales
planteadas desde las categorías de tiempo y espacio: ¿cómo explicar la pre-
sencia en la eucaristía de aquel sacrificio único (ephápax/semel pro semper) y
de su acción salvadora en un momento determinado de la historia? y ¿cómo
explicar la presencia sobre el altar del cuerpo y la sangre de Cristo localizado
en los cielos? A esta segunda pregunta la teología logró dar respuesta utili-
zando la categoría de substancia y desmarcándose de los extremos de un
realismo craso y un simbolismo exagerado y vacío. Para la primera, los teólo-
gos no acertaron a encontrar una salida similar. De esta forma, se deslizaron
en posturas polarizadas, en paralelo a la anterior cuestión, que iban desde
una repetición del sacrificio de Jesús en la cruz en cada misa (realismo) a

571
LA LÓGICA DE LA FE

una total disociación entre el sacrificio y el misterio eucarístico quedando la


celebración en mero recuerdo y evocación (simbolismo).
Las controversias eucarísticas medievales tuvieron como protagonistas, en
primer lugar, el ambiente monástico de dos monjes de Corbie, que debatían
sobre si la presencia de Cristo en la eucaristía habría que entenderse desde
una comprensión realista (Pascasio Radberto, †851 o 860) o, en cambio, en
un sentido simbólico (Ratramno, †868) (§35, 2b). La tensión entre la afirma-
ción de la presencia de Cristo in veritate, o bien, in signo seu sacramento
alcanzó un punto álgido en la conocida controversia de Berengario de Tours
(†1088). El monje francés, bebiendo de las fuentes agustinianas, llegó en
el fondo a negar la presencia real de Cristo en la eucaristía. Recurrió a los
conceptos de substancia y accidentes para demostrar que la consagración en
nada modificaba dicha apariencia externa del pan y del vino y, por tanto,
eran tan solo figuras del cuerpo de Jesucristo, y su recepción un medio para
unirse espiritualmente con el Resucitado en el cielo. No había, propiamente,
transformación de la esencia de los elementos, sino un cambio de significa-
ción de los elementos para los creyentes. Las ideas de Berengario, rebatidas
por Lancfranco de Bec († 1089), fueron condenadas en cuatro sínodos entre
1047 y 1054. Poco después, en un sínodo lateranense celebrado el año 1059
Berengario tuvo que adherirse a una declaración de fe eucarística de marcado
y fuerte tono realista (DH 690). Aunque al volver a su patria se retractó de
dicha declaración, en el año 1079 hubo de suscribir de nuevo otra confesión,
esta vez algo más sobria, en el marco de un sínodo romano afirmando que,
después de la consagración, el pan y el vino «se convierten sustancialmente
(substantialiter) en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Je-
sucristo nuestro Señor, y que después de la consagración son el verdadero
cuerpo de Cristo que nació de la Virgen...» (DH 700).
Aquel adverbio subtantialiter era expresión de una nueva forma de com-
prensión de la presencia real (Guitmundo de Aversa [†1095], Lancfranco de
Bec) que se había elaborado para salir al paso de los problemas planteados
por Berengario. El cuerpo de Jesús no está presente según su apariencia
natural, sino bajo su substancia (soporte metafísico). De tal modo que solo
la substancia del pan y del vino se convierte en el Cuerpo y la Sangre
del Señor. Los accidentes externos (apariencia sensible) se mantienen sin
cambios ni alteración. Esta terminología fue adoptada por el IV Concilio
Lateranense (1215) (continentur/sub speciebus) aunque el término trans-
bustantiatis no tiene todavía el sentido técnico que le dará la escolástica
(DH 802). Es precisamente en el s. XIII con Santo Tomás de Aquino y en el
horizonte filosófico de la metafísica aristotélica donde recibirá su plena con-
sagración. En virtud de una verdadera conversio substantialis el lugar de la
substancia de pan, en el momento de la consagración, es ocupado gracias
a la virtus Dei, por la substancia del cuerpo de Cristo (S. Th. III, qq. 73-83).

572
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

No se trata, pues, de una apariencia natural externa del cuerpo histórico,


sino per modum substantiae, saliendo así al paso del ultrarrealismo que se
había dado en los siglos anteriores. No le faltaron a esta teoría objeciones y
críticas provenientes del escotismo y el nominalismo. El término substancia
sufrió un desplazamiento de la «base metafísica de una especie sensible» a
la «unidad fenomenológica de los accidentes percibida por la experiencia
sensible» de las ciencias naturales que empiezan a hacer su aparición de
una manera más marcada.
La transubstanciación, definida como una mutatio in melius/in nobilius,
respondía también a quienes sostenían que se producía una aniquilación
de los accidentes o a aquellos que defendían la teoría de la impanación
(Wycliff y Hus). Ambos fueron condenados en el Concilio de Constanza
(1415) al tiempo que se reafirmaba la praxis de la Iglesia de comulgar bajo
la sola especie del pan. Esta doctrina de la concomitancia afirmaba que en
virtud de las palabras de la consagración el cuerpo y la sangre de Jesucristo
están tan indisolublemente unidos (la sangre forma parte del cuerpo, la
humanidad de la divinidad, sin mezcla, sin separación, sin división) que
en cada «parte» está Cristo entero. De modo que privar a los laicos de la
comunión del cáliz no suponía una carencia en la recepción del cuerpo
del Señor, al tiempo que la Iglesia ejercía su convicción de tener un cierto
poder sobre los sacramentos. Una decisión que en su origen tenía solo un
carácter disciplinar (evitar abusos en un mal uso del cáliz), se convertirá
después en cuestión dogmática. El Concilio de Florencia recogió la doctrina
del Aquinate sobre la eucaristía asumiendo los términos clásicos de la es-
colástica: materia, forma, transubstanciación, concomitancia... apareciendo
por primera vez en el Magisterio la expresión de que el sacerdote actúa en
la eucaristía in persona Christi (DH 1320-1322).

4. La doctrina reformada sobre la Cena: las cautividades


eucarísticas

La radicalización de la doctrina reformada de una «justificación solo por


la gracia y la fe» sin contribución, condición o cooperación humana de
ningún tipo, condujo a una crítica exacerbada de la eucaristía, tal y como
la comprendía y celebraba la Iglesia. Una teología excesivamente compleja
(transubstanciación) y una práctica ultrasacrificial (multiplicación de misas,
estipendios, comunión infrecuente, prevalencia de la adoración sobre la
comunión) fueron dos líneas de fuerte controversia. Lutero señaló, en un
lenguaje violento, las tres cautividades a las que había sido sometida la
eucaristía por parte de la Iglesia de Roma: a) la cautividad tiránica de los
sacerdotes por negar el cáliz a los laicos en clara contradicción con la insti-
tución de Jesús y el sacerdocio general; b) la cautividad porque la eucaristía

573
LA LÓGICA DE LA FE

se reducía a la teoría de la transubstanciación, en virtud de la cual la fe se


habría visto sometida a la filosofía del pagano Aristóteles; y c) la tercera y
más terrible sería la cautividad debida a que la misa era considerada como
una obra buena y un sacrificio, desavalorizando el único y singular acon-
tecimiento de la cruz y dando paso a una mentalidad religiosa del mérito.
Se había pervertido el verdadero sentido de la misa como don de Dios a
nosotros (testamentum seu sacramentum) pasando a considerarse don del
hombre a Dios (sacrificium seu bonum opus). Si en el aspecto sacrificial
hubo una cierta coincidencia por parte de los reformadores, no fue así con
el tema de la presencia real en el que se visibilizó una fuerte escisión in-
terna en el seno de las comunidades evangélicas. Las posturas idealistas y
espiritualizantes de Calvino y Zwinglio chocaron abiertamente con el refor-
mador alemán. Aunque Lutero rechazó abiertamente la doctrina de la tran-
substanciación, abogó por el modelo de la consubstanciación (impanación)
afirmando, fiel a las palabras de la Escritura, una presencia real sacramental
de Cristo presente «mit Brot, in Brot, unter Brot» (cum, in et sub pane).

5. La defensa de Trento: sacramento y sacrificio

Conviene advertir que la doctrina sobre la eucaristía del Concilio de


Trento se trató en tres momentos diferentes muy separados en el tiempo
(1547: diez errores sobre la eucaristía, la comunión bajo las dos especies
y otras cuestiones; 1551: Decretum de SS. Eucharistia y los Canones; 1562:
Doctrina y Canones de communione sub utraque specie et parvolorum, y
Doctrina y Canones de SS. Missae sacrificio). Estos datos ponen de manifies-
to que la reflexión eucarística, que ha de ser unitaria, se fragmentaba en el
aspecto sacrificial y la dimensión sacramental (presencia real y comunión).

a) Presencia real. Los padres conciliares confirmaron la doctrina de la


presencia real de Cristo en la eucaristía «vere, realiter et substantialiter jun-
tamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo» (DH 1651).
Revalidaron la doctrina de la transformación o conversión esencial del pan
y el vino en el cuerpo y la Sangre del Señor «que la Iglesia católica aptísima-
mente (aptissime) llama transubstanciación» (DH 1652) distinguiendo, pues,
entre la verdad de fe y la forma de expresarla, y que dará pie para que en
el s. XX se ensayen otras fórmulas para dar razón del misterio sacramental.

b) Sacrificio. Según el Tridentino, la eucaristía es verdadero sacrificio. No


es solo un banquete. Pero este sacrificio no va en contra del sacrificio reden-
tor de Cristo. Cristo ofreció una sola vez el sacrificio de su muerte y con ello
bastó para conseguir la redención eterna. La misa, por tanto, hace memorial
sacramental del sacrificio de la cruz. De este modo continúa el sacerdocio

574
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de Cristo, deja a su Iglesia un sacrificio visible y aplica la virtud salvadora de


la cruz para la redención de los pecados. Con ello, el sacrificio de la misa es
verdadero sacrificio propiciatorio, no simplemente de alabanza, como dirían
algunos reformadores. Tanto el sacrificio de la misa (incruento) como el de
la cruz (cruento) tienen la misma Víctima y el mismo Oferente: Cristo; y la
misa puede ser aplicada por los vivos y los difuntos (DH 1751-1759).

c) El cáliz de los laicos. Acerca de la cuestión del cáliz a los laicos Tren-
to confirma la doctrina de la concomitancia y mantiene la prohibición, sin
que por ello signifique una fijación en la negativa de comulgar bajo las
dos especies. Y añade que los párvulos no están obligados a la comunión
sacramental (DH 1760).

Desde el punto de vista de la teología, a partir de este momento los ma-


nuales siguieron el mismo orden del Concilio: a) eucaristía como sacramen-
to; b) sacrificio de la misa; c) comunión. Todavía marcados por la contro-
versia protestante, el peligro estribaba en acentuar demasiado la dimensión
sacrificial y autónoma de la misa respecto del sacrificio del Calvario (teorías
inmolacionista y oblacionista). Desde el punto de vista de la piedad, la mar-
cada separación temática conllevaba el peligro de una disociación vivencial
desconectando comunión y misa (comuniones sin misa) o sacrificio de la
misa y comunión (misas sin comuniones) o devoción eucarística aislada
(adoración de la presencia real sin conexión con la misa, ni con la comu-
nión) [Gesteira, Misterio de comunión, 269-271].

6. Vaticano II: memorial del sacrificio perpetuado en la Iglesia

El siglo XX fue testigo de la aparición de una serie de factores que mar-


carán después la doctrina conciliar del Vaticano II. Entre ellos destaca la
comunión frecuente «y diaria, a ser posible» (DH 3354) a la que invitó el
papa Pío X (1903-1914) y el redescubrimiento por parte del movimiento
litúrgico de la importancia de los signos, el carácter histórico salvífico de
los sacramentos, la categoría «memorial» y la acción del Espíritu Santo (epí-
clesis) que hicieron que la dimensión de banquete de la Misa cobrara una
relevancia significativa.
Con estas premisas, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia que estable-
cía una renovación litúrgica, especialmente en la eucaristía, superaba la vi-
sión reducida de la presencia de Cristo solo en las especies eucarísticas y la
reconocía en los demás sacramentos, en el ministro, en la palabra cuando la
Sagrada Escritura es leída en la Iglesia, y en la misma Iglesia cuando suplica
y canta salmos confiada en la palabra del Señor de que cuando dos o tres
están congregados en su nombre allí está él en medio de ellos (cfr. SC 7).

575
LA LÓGICA DE LA FE

El nuevo enfoque dado por el Concilio Vaticano II afectó de forma im-


portante a la celebración eucarística. Desde un punto de vista meramente
externo los cambios fueron altamente significativos: las lenguas vernáculas,
la orientación del altar y la posición del sacerdote, la importancia dada a
la Palabra de Dios, las concelebraciones eucarísticas, la comunión bajo las
dos especies, las nuevas plegarias eucarísticas pronunciadas en voz alta, la
insistencia general en la participación plena y activa en la liturgia de todo el
pueblo de Dios (totius populi plena et actuosa participatio)...
También la comprensión teológica del sacramento tuvo tres acentos
marcados: a) la dimensión anamnética de la eucaristía como memorial:
«Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche que le traicionaban institu-
yó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a
perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar
así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacra-
mento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en
el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda
de la gloria venidera» (SC 47); b) la dimensión pascual y pneumatológica:
«En la santísima eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: a
saber, Cristo mismo, nuestra pascua y pan vivo, que da vida a los hombres,
vivificado y vivificante por medio del Espíritu Santo» (PO 5); c) la dimensión
eclesiológica de la eucaristía: «Participando del sacrificio eucarístico, fuente
y cima de toda la vida cristiana, (los fieles), ofrecen a Dios la víctima divina
y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por
la sagrada comunión, todos forman parte activa de la acción litúrgica, no
confusamente, sino cada uno según su condición. Pero una vez saciados
con el Cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente
la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y admirablemente pro-
ducida por este augustísimo sacramento» (LG 11). Esta relación entre Iglesia
y eucaristía será una fuente inagotable de diálogo entre los cristianos de di-
ferentes confesiones a la espera de poder celebrar un día la única Cena del
Señor como expresión de haber alcanzado la plena comunión eclesial.

7. Explicaciones actuales de la presencia real

Las dificultades derivadas del concepto aristotélico de «substancia» para


la comprensión de la presencia de Cristo en la eucaristía hicieron que en la
actualidad se suscitaran nuevos intentos de explicación que dieran cuenta
de la admirable conversión de los dones. No debemos olvidar que en la eu-
caristía la presencia no es de una cosa, sino de la persona del mismo Cristo
resucitado, con el que, gracias a su autodonación por la muerte y resurrec-
ción, nos encontramos y entramos en comunión con él. Estos intentos van
comprendidos a partir de los diversos presupuestos de orden ontológico.

576
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Un exponente de este planteamiento sería B. Welte, para quien la reali-


dad es relación de sentido: la realidad de las cosas está siempre y solo en
el nexo de referencia que las cosas tienen con el ser humano. Esta relación
o intencionalidad es el mismo ser del ente. De este modo, el pan y el vino,
que en su esencia y nexo referencial son comida, pueden venir situados en
una nueva estructura de sentido. De modo que en la eucaristía no cambian
su ser físico, material, sino que su transformación viene situada en un di-
verso nexo de sentido y supone una modificación de significado que es, al
mismo tiempo, modificación de su ser: ahora son plena y totalmente cuerpo
y sangre de Cristo.
En esta línea, otros autores como Schoonenberg o Schillebeeckx se pu-
sieron a estudiar los diferentes niveles de presencia viendo el exponente
máximo en la presencia personal como presencia de la persona espiritual
en los signos materiales. La presencia personal es comunicada en primer
lugar a través del cuerpo, que se convierte así en el primer signo de la
persona. Cuando la ontología de las cosas pasa de un «en sí» a un «en sí
para mí», la realidad adquiere un significado y una finalidad diferente que
afecta directamente a su mismo ser. Este proceso puede darse no solo a
nivel personal sino en objetos (cartas, fotos...) de modo que las cosas ma-
teriales vienen así elevadas a un nuevo y más alto significado. A causa de
este cambio de finalidad se habla ahora de una transfinalización como
se daría en un simple recipiente que sirve ahora de florero. En cambio, se
hablará de transignificación cuando el objeto recibe un nuevo contenido
y valor, como cuando una carta ocasional se convierte en la despedida de
esta vida de la persona que la envía. La realidad eucarística se convierte así
en el paradigma primordial de crear comunión y expresar presencia perso-
nal. Las especies de pan y vino se convierten en el don que Cristo hace a
la comunidad. Ellas vienen ahora redefinidas en la propia significatividad
y experimentan una transignificación. El pan y el vino se convierten en el
signo de la comunión, aquel «por el cual el Señor nos da su cuerpo, nos
entrega su cuerpo, nos ofrece el don de una comunión con Él y en Él» (P.
Schoonenberg, Fin dove la dottrina della transustanziazione è storicamente
condizionata?: Concilium 4 [1967] 97-114, 113). «La transustanciación su-
pone un cambio ontológico sustancial, en virtud de la palabra de Cristo, el
poder del Espíritu y la intención-fe de la Iglesia (finalización), por el que
en el pan y el vino se contiene la realidad nueva del cuerpo y la sangre de
Cristo resucitado (significación), en la que a su vez se basa en plenitud la
nueva finalidad y significado de las especies que contienen al mismo Señor
resucitado» (D. Borobio, Eucaristía, 288).
Desde el planteamiento de K. Rahner, los sacramentos son palabras en-
carnadas por lo que el anuncio se constituye en la «máxima articulación
esencial de la Iglesia». Desde esta perspectiva, la eucaristía es el sacramento

577
LA LÓGICA DE LA FE

de la palabra, es «la palabra, por antonomasia, de la Iglesia». Por eso, las


palabras de la consagración no son solo la causa eficiente del sacramento,
aquellas por las que el sacramento se realiza, sino que representan el mo-
mento constitutivo y permanente del signo sacramental. Se puede recono-
cer la presencia de Cristo en el alimento sacramental solamente si se presu-
pone «la validez y vigencia permanente de la anámnesis, de las palabras de
la consagración sobre el pan y el vino» («Palabra y Eucaristía», en Escritos de
Teología IV, 361). Siguiendo a Rahner nos podríamos preguntar «qué queda
oscuro y sin resolver» en el tema de La presencia de Cristo en el sacramento
de la Cena del Señor (Escritos de Teología IV, 367-396, 391-396). Y respon-
dernos que habría que distinguir entre teología y explicación metafísica
óntica, por una parte, y dogma y la explicación —lógica—, de otra, además
de realizar una profundización acerca del concepto de substantia panis.
Otros autores han tratado de explicar el tema de la presencia real no
acudiendo a categorías filosóficas, sino recurriendo a una interpretación
en clave escatológica (F. X. Durrwell). En virtud del acontecimiento de
la pascua, Cristo ha sido constituido Kyrios de todo lo creado, de modo
que tiene un dominio total sobre todo lo creado que lejos de violentar la
naturaleza, la lleva a plenitud. La conversión eucarística ha de entenderse
desde el principio general del misterio cristiano: «Dios salva transformando
y transforma salvando». El pan y el vino son puestos, por mediación de la
Iglesia, en una relación única con el término final, Cristo glorioso. Se pro-
duce así una escatologización de los dones, que celebra el acontecimiento
escatológico de Cristo. El Espíritu es aquel que escatologiza —santifica— la
realidad hasta su plenitud en Cristo Jesús. La liturgia resalta adecuadamente
esta decisiva acción pneumatológica en la epíclesis eucarística: «Santifica, Se-
ñor, estos dones con la efusión de tu Espíritu para que sean…» (la «epíclesis
de consagración» tendrá su correlato en la «epíclesis de comunión» durante
la plegaria eucarística). Desde esta explicación la transubstanciación podría
ser mantenida, no en sentido bioquímico, sino en su sentido patrístico de
asunción escatológica de los elementos por parte de Cristo. Asimismo, la
transfinalización tendría sentido no en cuanto procedente de un cambio de
sentido externo dado por la Iglesia o por la fe, sino en cuando derivada
de un cambio debido a la escatologización. Esta transfinalización (destina-
ción y finalidad, relación-hacia) precisaría el sentido de la transignificación
(nuevo significado a partir del fin dado) (cfr. D. Borobio, Eucaristía, 310).
A modo de síntesis podríamos decir lo siguiente: la presencia de Cristo
en la eucaristía es diversa y está relacionada con otras presencias (SC 7);
esta presencia se da siguiendo el mandato del Señor dado a los Apóstoles
y en virtud de la epíclesis por la que estos dones de pan y vino se convier-
ten en el cuerpo y la sangre de Cristo; se trata de una presencia singular,
cualitativamente superior a cualquier otra y permanente, prolongándose en

578
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

el tiempo mientras subsistan las especies (Lutero había hablado del extra
usum, abusus); transubstanciación afirmará el papa Pablo VI es término
aptissimus que no se explica solo por la transfinalización-transignificación,
pero que las incluye e integra (Mysterium fidei, nn. 11 y 47); la eucaristía
es y permanece un misterio cuya explicitación debe proseguirse, pero «de
modo que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad
de la fe» (Mysterium fidei, n. 15).
Así pues, la eucaristía es misterio que se ha de creer, celebrar y vivir
(Benedicto XVI, Sacramentum caritatis [2005]). Esta eucaristía, celebrada
en y por la Iglesia, es conjuntamente sacrificio de Cristo y de la Iglesia. Un
sacrificio que no «repite» ni «renueva» otro, sino que perpetúa el único sacri-
ficio realizado una vez para siempre en el ara de la cruz y cuya compren-
sión siempre se podrá iluminar con las plegarias eucarísticas de la tradición
cristiana de oriente y occidente. Pero además es sacramento: la presencia
en los dones eucarísticos deriva de la actualización de la oblación sacrificial
de Cristo en la cruz. Por eso es signo, memorial, oblación, banquete, comu-
nión, vínculo de unidad, acción de gracias, acción litúrgica, fuente de vida
cristiana, garantía escatológica, culmen de la existencia cristiana... La yuxta-
posición de sustantivos ya da muestra de la profundidad y riqueza teológica
que encierra la celebración de la Cena del Señor y las múltiples perspectivas
que configuran un misterio siempre tan cercano y tan inabarcable.

III. SACRAMENTOS DE CURACIÓN

III. 1. PENITENCIA

La vida de hijos de Dios, a la que nos incorporamos con el bautismo y la


confirmación, y que con la eucaristía alcanza la cumbre del proceso de ini-
ciación cristiana, puede ser debilitada e incluso perdida a causa del pecado.
El sacramento de la penitencia, junto con el de la unción de los enfermos,
forma parte de los llamados sacramentos de curación por medio de los
cuales esa vida de gracia herida es restañada para volver a la reconciliación
con Dios y a la comunión con la Iglesia (cfr. DH 1600).
Ahora bien, si hay un sacramento al que en las últimas décadas se ha
asociado la palabra «crisis», ese ha sido sin duda el sacramento de la peniten-
cia. Las causas son múltiples y muy complejas. Son numerosos los aspectos
culturales, morales o eclesiales que se entretejen para formar una tela donde
es difícil distinguir los límites de unos y otros. El radical viraje de la cultu-
ra moderna que ha conducido a una difuminación del sentido de Dios, ha
propiciado, lógicamente, una fuerte pérdida de sentido del pecado. Junto
a ello, en la carrera frenética por la búsqueda del placer y el bienestar por

579
LA LÓGICA DE LA FE

encima de todo ¿qué lugar queda para la penitencia, la conversión a Dios o


la mortificación evangélica? En ocasiones, la falta de dedicación del clero, la
actitud «consumista» de los fieles, el escaso conocimiento del nuevo ritual o
la confusión moral propiciada por una cultura marcada por un fuerte rela-
tivismo han llevado a una desorientación que ha contribuido a agravar aún
más esa sensación de crisis. Hay quienes ponen en duda el sacramento por
razones superficiales ante una mala experiencia con un confesor. Otros, a
veces cristianos convencidos y bien formados, cuestionan la forma usual y
ordinaria de celebrar el sacramento (confesión auricular e íntegra de los peca-
dos) por considerarla demasiado individualista o «humillante» o insuficiente,
dada la importancia de la dimensión comunitaria y eclesial que posee. A un
nivel mucho más profundo no faltan voces desorientadas que cuestionan la
necesidad misma de una penitencia, aduciendo la posibilidad de confesar-
se directamente con Dios o quienes, llegando aún más lejos, dudan de la
existencia misma del pecado, probablemente porque nunca han tenido la
profunda experiencia del amor de Dios (cfr. Millán, La penitencia hoy, 73-98).
No podemos detenernos en un análisis exhaustivo de todas las causas.
Ahora bien, sí podemos afirmar que esta situación puede ser una extraor-
dinaria oportunidad para suscitar una gran reactivación del sacramento de
la reconciliación, que quizá ya se esté dando. Además, la palabra «crisis»
conecta muy bien con este sacramento porque refleja la situación difícil in-
terna del creyente, el momento decisivo que vive y el juicio al que se some-
te. Conscientes de que el humus existencial de este sacramento comporta
una cierta crisis interna de ruptura con Dios, con los hermanos y con uno
mismo, el recurso al psiquiatra no acaba de saciar la sed de trascendencia.
Dicha situación podrá acercarnos a propiciar una restauración de la triple
alianza desgarrada y a celebrar plenamente el encuentro de gracia entre el
cristiano pecador y el Dios de la misericordia, que salva en Jesucristo por
el ministerio de la Iglesia. Muestra también de la densidad que entraña este
acontecimiento vital son los diferentes nombres que el sacramento recibe,
mostrando así las profundas dimensiones que se hallan implicadas: conver-
sión, penitencia, confesión, perdón y reconciliación (cfr. CEC 1423-1424).

§ 40. En el sacramento de la penitencia la Iglesia perdona todos los peca-


dos cometidos después del bautismo. La conversión de corazón que incluye la
contrición del pecado y el propósito de una vida nueva se expresa por la con-
fesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida.

1. El pecado en el Antiguo Testamento: la ruptura de la Alianza

La culpa, la conversión, el perdón y la reconciliación no son descubri-


mientos e innovaciones cristianas. Hunden sus raíces en las más profundas

580
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

entretelas del ser humano (cfr. § 15). Desde la primera página de la Biblia
encontramos los relatos del pecado original (Gén 3) condensado funda-
mentalmente en el deseo del hombre de ser como Dios y constituirse en
juez único ante el discernimiento del bien y del mal (Gén 4,1-6; 6-8; 11,1-
9). En ese pecado original y en los pecados subsiguientes se advierte una
estructura de cuatro elementos recurrentes: a) el pecado del hombre; b) la
experiencia de las consecuencias de su culpa; c) la conexión entre ambas
realidades que Dios le muestra; d) y el ofrecimiento por parte de Dios
de una nueva oportunidad para alcanzar la redención (cfr. F. J. Nocke,
Penitencia, 934). Sin un término concreto para definir el pecado, la rica
literatura veterotestamentaria recurrirá a los verbos hata’ (fallar el blanco),
pesa’ (rebelarse) y awôn (apartarse del camino) para expresar la experien-
cia del hombre que rompe su alianza con Dios. Esta ruptura de la relación
con Dios provoca su cólera (2Re 24,19-20) y se equipara a una sentencia
de destrucción y muerte (Dt 6,15). Por ello, los profetas llaman a la actitud
interna de conversión y penitencia que va acompañada de obras externas
como el ayuno (Dt 9,9.18), el saco y la ceniza (Dn 9,3), el llanto y las lágri-
mas (Is 58,5), el rasgarse las vestiduras o cortarse el cabello o la barba (Esd
9,3), el caminar cabizbajo (1Re 21,27), el luto y las postraciones (Is 5,2-3).
La denuncia profética, que vislumbra la conexión entre culpa y destino, se
centrará en el ritualismo vacío y pondrá en evidencia la incoherencia entre
la actitud interior y las obras externas exhortando, cuando no amenazando
con el juicio, al pueblo incapaz de volverse al Dios de Israel (Am 4). Ante
esta situación, Dios es el único que puede restablecer la alianza rota por
el pecado mostrándose así «misericordioso y clemente, lento a la cólera y
rico en amor y en fidelidad» (Ex 34,6-7) porque «Él no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 13,21-23). La nueva oportunidad
de redención y transformación es un don de Dios para el que perdonar no
significa ignorar el mal, sino vencerlo. Dios otorga un auténtico perdón de
los pecados, los cuales borra (Sal 50,3), lava (Sal 51,4) y purifica (Jer 33,8)
creando en el pecador un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26).
La fuerte personalidad corporativo-colectiva de Israel hace que la expe-
riencia de un miembro del pueblo elegido sea válida para el pueblo en su
conjunto (§ 35, 1a). Por ese motivo, las realidades de culpa, conversión y
redención se descubren como experiencias absolutamente sociales. La di-
mensión comunitaria del pecado hace que toda la experiencia se presente
como solidaria en un pueblo que ha de responder con obras de conversión
y penitencia, sacrificios expiatorios, confesiones (alabanza, profesión de
fe, reconocimiento del pecado) y que cristalizan en la gran fiesta anual de
la expiación o Yom Kippur (Lv 16,1-32). Esta ceremonia, signo máximo de
reconciliación para el pueblo entero, era presidida por el sumo sacerdote
quien rociaba el santuario con la sangre de un cabrito sacrificado al tiempo

581
LA LÓGICA DE LA FE

que se confesaban las faltas del pueblo; seguidamente, colocadas sus ma-
nos sobre la cabeza de otro «chivo expiatorio», descargaba así los pecados
y el animal era conducido al desierto llevando consigo todas las iniquida-
des; finalmente, el sumo sacerdote imploraba el perdón sobre el pueblo
penitente, a modo de bendición absolutoria, para la que era requerida la
conversión del corazón.

2. Jesús, enviado para llamar a los pecadores

La visión neotestamentaria de la penitencia y la reconciliación viene pro-


fundamente caracterizada por la seriedad con la que se asume el pecado. La
predicación de Jesús, en línea con la de Juan el Bautista, viene centrada en
la llamada a la conversión (metánoia) como único camino de participación
en el reino de Dios al que añadirá la creencia en el Evangelio (Mc 1,15). El
Israel de los tiempos de Jesús heredó de sus antepasados la conciencia clara
e inequívoca de que solo Dios puede perdonar. Sin embargo, uno de los
rasgos característicos de Jesús en los evangelios es el haber perdonado pe-
cados. Jesús no solo predica la reconciliación, sino que reconcilia y ofrece
el perdón de los pecados a los que se convierten. Las curaciones muestran
el poder que él tiene para perdonar pecados (Mt 9,2-8). Jesús, por tanto, no
se limita a predicar la conversión y reconciliación, sino que realiza, en su
misma persona, un nuevo tipo de comunión con Dios. Jesús reemplaza al
Templo donde el fiel israelita buscaba la reconciliación con Dios y entraba
en comunión con él.
La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), paradigma del proceso de
conversión y reconciliación, permite a Jesús mostrarse actuando como el
padre de la parábola que acoge, perdona y come con los pecadores (§
39,1). Además, los pasajes del paralítico y la pecadora (Lc 7,47) en los que
expresamente declara «tus pecados te son perdonados» causaron un grave
escándalo entre sus contemporáneos precisamente al mostrar así su condi-
ción mesiánica. Conviene caer en la cuenta de la relación perdón-curación
que aparece en muchos relatos y que pone de manifiesto la estrecha rela-
ción entre la liberación de la enfermedad y la liberación de la culpa, entre
la salus (salud/salvación) corporal y la espiritual. Esta doble curación pro-
picia la reintegración del pecador en la esfera de su comunidad de la que
había sido excluido y evoca ya esa dimensión reconciliadora con Dios y su
Pueblo (cfr. Lc 19,9; cfr. CEC 1443). La condición de Cristo para alcanzar la
reconciliación pasará siempre por el perdón al hermano que nos ofendió.
El relato del Padrenuestro o el de los deudores de los talentos (Mt 18,21-
35) ponen de manifiesto la ineludible condición de la caridad fraterna para
alcanzar el perdón divino. Esta dinámica en la comprensión de la vida de
Jesús, en la que no solo ofrece el perdón, sino que Él mismo es la reconci-

582
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

liación y reconcilia a los hombres con Dios, vendrá profundizada ulterior-


mente a la luz de su muerte, ya que según san Pablo: «fue entregado por
nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25).
Dios reconcilia a la humanidad por medio de la muerte de Cristo en la cruz.
La muerte de Jesús se convierte en el signo del gran amor que Dios tiene
por los pecadores.
Como hemos apuntado, la convicción de la fe israelita era firme: solo
Dios puede perdonar pecados. De este modo, Jesús, el Hijo de Dios, en
cumplimiento de su misión reconciliadora, tiene poder para ello. A la Igle-
sia, continuadora de la misión de Cristo y constituida por su voluntad en
instrumento de perdón y reconciliación, le ha sido otorgado también el
poder de perdonar los pecados. Ya desde el siglo III se citan como textos
clásicos para fundamentar la institución del sacramento de la penitencia por
parte de Jesús el «atar y desatar» de Mt 16,19 y 18,18 y el «perdonar/retener»
de Jn 20,23 que han recibido diversas interpretaciones. La explicación clási-
ca del binomio mateano atar/desatar veía una potestas jurídica concedida a
Pedro y los discípulos para perdonar pecados; la corriente filológica inter-
pretaba el pasaje como una fórmula técnica rabínica para prohibir/permitir
o excomulgar/reintegrar que fue aplicada al perdón de los pecados; la
exégesis eclesiológica vio en la expresión dos fases sucesivas de un mismo
proceso reconciliador que ataba el pecado al pecador y, posteriormente,
tras la penitencia lo desataba devolviéndole a la comunión de la Iglesia; úl-
timamente se ha hablado también de una explicación demonológica donde
atar sería poner al pecador bajo el principado de Satanás y desatarlo sería
romper dichas ataduras y reintegrarlo a la comunidad salvífica del pueblo
definitivo de Dios (cfr. D. Borobio, El sacramento de la reconciliación, 110).
A la luz de este análisis deberemos retener dos afirmaciones: 1) es im-
portante observar, ante todo, sobre el plano de la teología de los sacramen-
tos, que la reconciliación con la Iglesia está inscrita en la reconciliación con
Dios; y 2) nótese la prudencia de concentrar la reconciliación eclesial en el
ministerio: aquello que ha sido confiado a la comunidad en su conjunto no
autoriza todavía al miembro individual de esta a proceder del mismo modo.
La misión postpascual confiada a los discípulos (Jn 20,21b-23) pasa por la
concesión de perdonar/retener. Aquí se desarrolla lo que encontramos ger-
minalmente en Mateo: la misión que Jesús ha recibido del Padre continúa
en la misión que los discípulos reciben como don del Espíritu Santo. A la
vista de una comunidad eclesial llamada a confirmar la propia condición
o traicionarla, el servicio que Juan presenta se restringe al perdón de los
pecados y la misión encomendada a los discípulos es la de perdonarlos o
retenerlos. Por encima del debate exegético a propósito de «quiénes son
los discípulos» podemos concluir: perdonar los pecados en el nombre de
Jesús es un acto vital que remite esencialmente al pueblo de Dios y desde

583
LA LÓGICA DE LA FE

el inicio presenta un carácter no individual, sino más bien eclesial. Aquí


la Iglesia continúa, obediente al mandato recibido, la misión salvífica que
Jesús ha inaugurado por el mundo. Y desde el inicio se colige un vínculo
específico entre este mandato eclesial y el encargo ministerial, sin que obste
la conciencia de la espera intensa de una parusía inminente.

3. Historia de la doctrina y praxis penitencial

Hasta la mitad del siglo II la vida de los primeros cristianos está marcada
por el signo de la penitencia. La viva confesión del símbolo de la fe en el
unum baptisma in remissionem peccatorum, junto con el compromiso de
una vida nueva tras el baño regenerador, hacían de la penitencia en la Igle-
sia un ejercicio continuo de la vida bautismal marcada por una permanente
conversión (metánoia). Las faltas cotidianas que debilitaban la fraternidad
cristiana eran confesadas (exomológesis) en el momento previo de la euca-
ristía dominical para restablecer la reconciliación entre los hermanos antes
de celebrar la fracción del pan: «Reunidos cada día del Señor, romped el
pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de
que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, empero, que tenga contienda
con su compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se haya recon-
ciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio» (Didajé 14,1-2). Con
el paso del tiempo la comunidad cobra conciencia de la especial gravedad
de algunos pecados (escándalo en la comunidad, rebelión contra la auto-
ridad eclesial, cismas gnósticos...) que rompían la comunión con la Iglesia.
Incluso para estos pecados algunos testimonios mostraban que era posible
la reconciliación mediante la penitencia y la sumisión al juicio de la Iglesia:
Para Ignacio de Antioquía el regreso a la comunión con el obispo era el
regreso a la comunión con Dios.
La extensión del cristianismo y el extraordinario aumento del número
de sus miembros propiciaron un debilitamiento en la exigencia de vida de
acuerdo con los compromisos bautismales. Tales conductas amenazaban
la autenticidad evangélica de la Iglesia, pero no era posible un segundo
bautismo. Este había supuesto una verdadera remisión (áphesis) irrepetible
por su propia naturaleza. Ahora bien, para los bautizados el Señor había
instituido una penitencia (pænitentia) laboriosa y larga orientada a la re-
conciliación. Conviene advertir en este punto que la Iglesia católica nunca
ha sido la secta excluyente y rigorista de los puros, sino la comunidad de los
santos y de los pecadores necesitados de purificación (cfr. LG 8), a los que,
como Ecclesia-Mater, teniéndolos en su seno, llama permanentemente a la
reconciliación por medio de la penitencia. Dicha penitencia, con un marca-
do sentido escatológico, era única (Hermas) como único era el bautismo, y
proporcionaba una nueva oportunidad al que había caído después del bau-

584
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

tismo (Tertuliano, De pænitentia). Hasta el s. III no encontramos una clara


institucionalización de la penitencia y es en este momento también cuando
se plantea el problema de la irremisibilidad de ciertos pecados.
La penitencia ha asumido a través de la historia tres modelos de cele-
bración hasta llegar a nuestros días: a) la penitencia canónica o eclesiástica
(hasta el siglo VI) de la que escribirán los Santos Padres; b) la penitencia
tarifada (siglos VI-XIII) importada por los monjes irlandeses y marcada por
la regulación de los libros penitenciales; y c) el modelo actual que empieza
a vislumbrarse en el floreciente período de la escolástica.

a) Penitencia canónica (siglos III-V)

Para los pecados cometidos después del bautismo, si eran leves, existía
un tipo de penitencia cotidiana (metánoia); mientras que, si eran graves
(apostasía, adulterio y homicidio) el cristiano debía incorporarse a un pro-
ceso de reconciliación organizado por la misma Iglesia y que constaba de
tres momentos fundamentales: 1) Ingreso en el Ordo Poenitentium. El cris-
tiano, cuya conducta contraria a la santidad de la Iglesia era notoriamente
conocida y denunciada, reconocía su situación y entraba en el orden de los
penitentes durante una celebración litúrgica presidida por el obispo donde
se declaraba públicamente su falta, se le entregaban los hábitos penitencia-
les y se le señalaba la naturaleza y duración de su penitencia. El obispo le
imponía las manos y, desde ese momento, quedaba excluido litúrgicamente
de la comunidad (excomunión), de modo que su pecado había quedado
«atado» y vinculado al cumplimiento de la larga, dura y exigente penitencia
supervisada bajo la atenta mirada de los presbíteros. 2) Cumplimiento de
la penitencia. Se trata del modo de mostrar la conversión cumpliendo las
onerosas obligaciones impuestas, consistentes en ayunos y mortificaciones
con la participación de toda la comunidad en esas liturgias penitenciales
que acompañaba a los penitentes con su presencia y oración; se daba así un
proceso progresivo de cumplimiento penitencial en correlación con la rein-
tegración paulatina en la liturgia eclesial: flentes, audientes, substrati y con-
sistentes. 3) La reconciliación. Finalizado el período penitencial y realizada
una nueva confesión, primero pública y después secreta con el obispo, se
procede a la solemne celebración litúrgica (normalmente en Jueves Santo)
en la que por la imposición de manos por parte del obispo el penitente es
readmitido a la comunión eucarística. Su pecado ha sido «desatado» y par-
ticipa plenamente de la comunión eclesial. La pax cum Ecclesia se verifica
como garantía de la pax cum Deo.
Se trata, por tanto, de una penitencia única en la vida (no reiterable);
rigurosa por la larga duración y los actos penitenciales que comportan tanto
un valor terapéutico (Oriente) como un componente jurídico de satisfacción

585
LA LÓGICA DE LA FE

de la deuda contraída por los pecados cometidos (Occidente); finalmente,


se encuentra marcada con un fuerte carácter eclesial, dado el importante
papel de la comunidad y la presencia decisiva del obispo.

b) Penitencia tarifada (siglos VI-X)

Los cristianos del siglo VI conocen un momento crítico en su experiencia


de la penitencia. El rigor de la disciplina penitencial les parece excesivo y
les repele la publicidad del modelo de la Iglesia antigua. Por este motivo,
reclaman una moderación en las cargas y una cierta discreción y secreto.
La oportunidad única de la penitencia irreiterable les hace remisos a entrar
demasiado pronto en el ordo y posponen la reconciliación hasta una edad
avanzada e incluso hasta el mismo lecho de muerte. Por otro lado, en oca-
siones los mismos pastores dudan en conceder la penitencia a personas de-
masiado jóvenes por el peligro de recaída que los dejaría desamparados de
la Iglesia y sencillamente abandonados (y encomendados) a la misericordia
de Dios. El cambio de la comprensión del pecado como figura sociológica
de retorno al mundo pagano (dimensión externa) a una dimensión ética del
pecado va a jugar también un papel decisivo.
En medio de este contexto, aparece la figura del monje, atento a la vida
interior y a la conciencia personal y, con él, una nueva penitencia proce-
dente de las Islas Británicas (Irlanda y Escocia) y que se ha venido en lla-
mar la penitencia céltica. Se trata de una penitencia surgida en la tradición
monástica que va a tratar de dar respuesta a los conflictos del momento.
Las características principales serían: a) su carácter secreto en confesión
auricular con el sacerdote (privacidad de la confesión y del hecho de la
condición de penitente); b) la posibilidad de repetirla tantas veces como se
haya cometido pecado grave (entran también los pecados leves en el con-
texto de la dirección espiritual); c) y la paulatina desaparición del tiempo
penitencial sustituido por unas prácticas inspiradas en las de la penitencia
canónica (ayunos, oraciones y limosnas), pero reguladas según unos catá-
logos de pecados-penitencias (penitencia tarifada) que podrán realizarse en
secreto, de una manera más intensa y breve con la idea de que podían sus-
tituir (anticipo de las indulgencias) a la penitencia más larga o ser realizadas
por un sustituto; d) aunque en el origen de esta nueva disciplina el orden
celebrativo de las fases se mantiene (confesión-satisfacción-absolución), la
experiencia de que los penitentes no retornaban y la exigencia de la dis-
creción provoca que algunos sacerdotes comiencen a otorgar la absolución
inmediatamente después de la confesión del penitente, hecho que queda
generalizado en torno al s. X; e) las fórmulas deprecatorias («que venga la
paz»; «que sea reconciliado con el altar») dan paso a unas más indicativas
(«ego te absolvo»). Con ello, el papel del sacerdote queda muy reforzado al

586
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

perdonar y absolver en nombre de Dios y, al mismo tiempo, el aspecto co-


munitario se ve diluido en este contexto de privacidad, secreto y discreción.

c) Desarrollo teológico medieval

De acuerdo con el desarrollo anterior, la teología penitencial afirmaba


que la contrición, que se encuentra en el origen del proceso de la confe-
sión, constituye lo esencial del sacramento y, por tanto, también de la satis-
facción. Antes de presentarse, el penitente está ya reconciliado con Dios y
la Iglesia puede entonces darle la absolución y reconciliarlo. La satisfacción
impuesta no es más que un complemento normal. Esta es la herencia teoló-
gica que reciben los teólogos escolásticos y que cristalizará en Santo Tomás
de Aquino y será sintetizada y sancionada por el Magisterio eclesial hasta
llegar, en debate con la Reforma, al Concilio de Trento.
El debate teológico se centra en este momento, por tanto, en la determi-
nación del elemento decisivo que alcanza el perdón al penitente. La Iglesia
antigua puso la fuerza en la obra penitencial del pecador (satisfacción) con
un marcado carácter comunitario; en el inicio de la Edad Media el acento se
desplazó hacia la confesión de los pecados, que queda valorada como obra
penitencial debido a la vergüenza que comporta; para la primera escolástica
(s. XII) el elemento decisivo es el arrepentimiento (contrición). Por eso, las
controversias que se susciten tratarán de determinar la necesidad o no de la
absolución para alcanzar el perdón, puesto que es la gracia de Dios la que
causa en el pecador el arrepentimiento, la conversión y la reconciliación.
La gran escolástica (s. XIII) tratará de vincular por todos los medios esa
convicción con la necesidad de la absolución sacramental por parte del sa-
cerdote. El mérito de Santo Tomás estriba en haber conseguido integrar en
la unidad del signo sacramental los diversos elementos: los actos persona-
les del penitente (arrepentimiento, confesión y satisfacción) como materia
sacramenti y la acción sacerdotal en la absolución que ejerce el poder de
las llaves (forma). Ambos aspectos intervienen conjuntamente en la causa-
lidad del perdón. El penitente que se acerca al sacramento perfectamente
dispuesto por el dolor de contrición obtiene el perdón antes de recibir la
absolución. Pero la contrición perfecta lleva en sí el deseo íntimo del sa-
cramento. Bajo el principio del ex atrito fit contritus, el penitente con un
arrepentimiento imperfecto, lo transforma en arrepentimiento perfecto en
virtud de la gracia del sacramento.
Por su parte, el teólogo franciscano Juan Duns Scoto (†1308) simplificó
esta concepción fundando el sacramento no en el arrepentimiento, sino en
el valor de la absolución. Su postura encontró eco y reconocimiento entre
teólogos y la enseñanza y la pastoral de la Iglesia. Para el Doctor Sutil existe
una doble vía: una sacramental y otra extra-sacramental. Esta segunda es

587
LA LÓGICA DE LA FE

la del arrepentimiento perfecto y un tanto insegura, mientras que la abso-


lución impartida por el sacerdote es el camino más fácil, seguro y cierto
en virtud de la pactio Dei según el cual Dios ha instituido este signo y es
siempre eficaz en aquel que lo recibe con tal de que no ponga obstáculo
a la gracia.

d) Posiciones magisteriales

La problemática acerca del sacramento de la penitencia está muy relacio-


nada con la negativa a la justificación de la existencia de un sacramento que
perdona pecados o de una institución de tal signo por parte de Jesucristo.
A ello se une toda la controversia de los ministros indignos que acompañó
la reflexión medieval. Después de que el Concilio de Sens en 1140 hubiera
condenado los errores de Abelardo (DH 379), el Lateranense IV (1215), en
medio de su polémica con cátaros y valdenses, confirmaba la realidad de
una penitencia para los que hubieran caído después del bautismo (DH 802)
y el precepto de la confesión anual y de la comunión por Pascua: «Todo fiel
[...] confiese por lo menos una vez al año sus pecados al propio sacerdote
y cumpla según sus fuerzas la penitencia que le impusiere» (DH 812). Así
pues, la Iglesia había aceptado plenamente la nueva práctica penitencial
introducida «desde abajo» y no sin ciertas resistencias sinodales; los peccata
debían ser entendidos como pecados graves; y establecía una disposición
válida hasta hoy. El Concilio de Constanza también defendió contra Wycliff
y Hus el sacramento de la penitencia y la potestad sacerdotal (DH 1115;
1260). En 1439, el Concilio de Florencia, en el contexto de reunificación
con Roma, estableció la enseñanza sacramental —siguiendo a Santo To-
más— que los armenios debían admitir. En ella se consideraban a los actos
del penitente (contrición, confesión y satisfacción) como quasi materia y se
exigía la confesión íntegra «de todos los pecados de que tuviere memoria».
La forma sacramenti quedaba establecida bajo la fórmula indicativa de la
absolución y el ministro no podía ser sino el sacerdote (DH 1323) frente
a algunas prácticas medievales en situaciones especiales en que se había
dado una cierta «confesión entre laicos».

e) La penitencia en la Reforma

El punto simbólico del inicio de la Reforma se sitúa en la puerta de la


iglesia de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Las 95 tesis de Lutero re-
chazaban las enseñanzas y prácticas de la Iglesia sobre el arrepentimiento
perfecto, la satisfacción y el poder de la Iglesia para la concesión de las
indulgencias. En una primera etapa y dentro de su obra La cautividad ba-
bilónica de la Iglesia (1520) el monje agustino admitió la institución de una

588
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

penitencia exterior y una sentencia absolutoria que daban fundamento a


una confesión privada, la cual defendió en numerosas ocasiones. No obs-
tante, en su cruzada contra el ex opere operato escolástico criticaba abier-
tamente en los «papistas» el olvido de la fe y la promesa divina, negaba la
necesidad de la confesión íntegra y admitía que el poder de atar y desatar
fue dirigido a todos los cristianos (posteriormente tuvo que moderar su
discurso en controversia con los anabaptistas distinguiendo entre la con-
fesión y declaración de perdón como práctica entre los hermanos, y el
ejercicio del poder de las llaves por parte de los ministros o pastores). Con
todo, más adelante, y desde su concepción de que solo Dios concedía la
gracia al pecador, negó a este proceso la dignidad de sacramento, además
de antojársele una auténtica blasfemia en comparación con el bautismo
que es el verdadero sacramento del perdón de los pecados. La palabra de
absolución se encuentra en la proclamación del perdón de Dios por medio
de la predicación en la que el pecador debe tener fe. Solo por esta fe la
absolución adquiere su fuerza y eficacia. Zwinglio y Calvino promovieron y
alentaron una fuerte y marcada penitencia eclesial y pública. Sin embargo,
ante la plenitud del bautismo nunca admitieron a la penitencia como un
sacramento. A lo sumo, permitieron la práctica de la confesión individual
como conversación en busca de consejo.

f) Trento: entender, celebrar y vivir la penitencia

En las afirmaciones de Lutero, el Concilio de Trento veía amenazada la


doctrina y la praxis penitencial tradicional de la Iglesia. Conviene no olvidar
que la postura católica sobre la penitencia se encuentra indisolublemente
unida al concepto de la gracia y la justificación y, por tanto, al mismo de-
creto del Tridentino sobre esta última (DH 1542-1544.1577-1580). En este
contexto, el Concilio establece una serie de enseñanzas rebatiendo como
falsas las posturas de los reformadores (DH 1667-1693): a) Institución. La
penitencia es un verdadero sacramento instituido por Cristo (diferente del
bautismo) a través del cual los fieles vienen nuevamente reconciliados con
Dios por los pecados cometidos después del bautismo; b) Constitución del
sacramento. Los elementos esenciales de la realidad del sacramento son:
contrición, confesión y satisfacción que, unidos a la absolución conducen
a una «remisión completa y perfecta» del pecador y su reconciliación con
Dios; c) Necesidad y forma de la confesión de los pecados. Dicha confesión
íntegra de todos los pecados mortales «fue instituida y es necesaria para la
salvación por derecho divino» y su forma secreta hecha al sacerdote ha sido
siempre observada por la Iglesia no siendo ajena al mandato e institución
de Cristo por lo que no puede considerarse mera institución humana; d) El
significado de la absolución es entendido como un «acto judicial» (que Lute-

589
LA LÓGICA DE LA FE

ro no podía comprender). Desde esta postura los sacerdotes aparecen como


praesides et iudices que deben emitir, en virtud del poder de las llaves, una
«sentencia» en el acto-juicio que administran. La potestad absolutoria del
ministro, en línea con toda la tradición desde san Agustín, no depende ni
de la santidad ni de la condición pecadora, sino de la fe de la Iglesia. Con
todo, la reforma tridentina centrará una de sus grandes aspiraciones en la
mejor preparación y formación del clero como modelos y guías del pueblo
de Dios; e) El valor de las obras satisfactorias. Con ello se quería realzar
esta dimensión, adecuadamente entendida según la tradición de la Iglesia,
frente a los protestantes que no reconocían la necesidad de la colaboración
humana en la obra de la gracia y la importancia de la obra penitencial en el
proceso de la reconciliación. La discusión posterior al texto se centra en qué
medida el Tridentino quiso formular afirmaciones dogmáticas vinculantes
para los fieles o hasta dónde se trataba de proteger —bajo amenaza de ex-
comunión— ciertas normas irrenunciables para la Iglesia (cfr. H. Vorgrimler,
Teología de los sacramentos, 278). En Trento se configura en términos muy
precisos lo que hoy llamamos «catolicismo». Por esta razón, los padres con-
ciliares marcaron, en aquel contexto de separación, la forma de entender,
celebrar y vivir la fe cristiana en general y la penitencia en particular y que
se adentra hasta la segunda mitad del siglo XX.

4. La penitencia a la luz del Concilio Vaticano II: perdón divino y


reconciliación eclesial

Trento tuvo extraordinarias figuras e instrumentos que llevaron adelante


y de manera eficaz sus determinaciones: san Carlos Borromeo en sus Ins-
trucciones a los confesores; san Vicente de Paúl y san Juan Eudes orientando
las misiones hacia la práctica de la confesión; san Ignacio y la práctica de los
Ejercicios Espirituales que pide en ocasiones confesión general; san Alfonso
Mª de Ligorio y su notable espíritu pastoral... Más adelante, en la primera
mitad del siglo XX, se produjo un cambio significativo en la práctica peniten-
cial. La invitación a la comunión frecuente del papa san Pío X (1903-1914),
en línea con los impulsos del movimiento litúrgico, hubo de conciliarse con
la práctica secular de confesarse antes de comulgar. La masiva asistencia y
participación en la liturgia eucarística, sumados otros muchos factores mo-
rales, sociales y eclesiales hizo que disminuyera rápidamente la frecuencia
de las confesiones. No cabe duda de que la praxis que se venía practicando
permitió a K. Rahner hablar de «cinco verdades olvidadas» del sacramento
de la penitencia: el aspecto eclesiológico del pecado, el significado original
de «legare», la materia del sacramento, la oración de la Iglesia y, finalmente,
la reconciliación eclesial (K. Rahner, Verdades olvidadas del sacramento de
la penitencia, en Id., Escritos de Teología II, Madrid 1967, 141-180).

590
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

En esta situación es el Vaticano II, precedido del movimiento litúrgico


y eclesiológico, el que centra de nuevo el sacramento de la penitencia re-
cuperando su dimensión eclesial, que desde el final de la época antigua
había quedado un tanto difuminada y debilitada. La clara conciencia del
significado de los sacramentos en la misión de la Iglesia y en la vida de los
cristianos ha encontrado su expresión en el ámbito de la penitencia en los
documentos conciliares. Con la afirmación explícita de que los fieles obtie-
nen el perdón y, al mismo tiempo, «se reconcilian con la Iglesia a la que,
pecando, ofendieron» se vuelve a resaltar la dimensión eclesiológica al mis-
mo tiempo que queda subrayada la importancia de la comunidad eclesial
en el proceso penitencial, ya que ayuda a los penitentes en su proceso de
conversión «con caridad, con ejemplos y con oraciones» (LG 11).
Esa reconciliación en la comunidad de los bautizados es el efecto de una
gracia que reconoce la condición pecadora de los miembros de la Iglesia
(santa y necesitada de purificación) y asume en la solidaridad del amor de
Cristo las necesarias exigencias de una conversión permanente a Dios (cfr.
G. Flórez, Penitencia y Unción, 228). La cristalización de la teología conci-
liar se plasmó en el Ritual de la Penitencia (1973) que fue el último en ser
publicado después de que el Concilio ordenara su revisión para que expre-
sara mejor su naturaleza y efecto (SC 72). La nueva fórmula de absolución
contenía un desarrollo trinitario, se inscribía en el marco de la historia de la
salvación que culmina en la vida del creyente, se hacía patente la mediación
eclesial y ofrecía el perdón y la paz apuntando hacia una reconciliación con
el mundo. La recuperación del concepto y el nombre de reconciliatio para
el sacramento de la penitencia se configura como un elemento teológico
clave puesto que conecta perfectamente el perdón divino reconociendo
a Dios como el gran reconciliador; la comunicación interhumana y la di-
mensión social del pecado con la consiguiente restauración de la paz con
los hermanos; y la curación interna que supone una reconciliación con la
propia identidad del cristiano perdonado y redimido (cfr. F. J. Nocke, Pe-
nitencia, 954).
Las tres formas posibles de celebración del único sacramento de la peni-
tencia manifiestan la riqueza de las dimensiones celebrativas. La reconcilia-
ción de un penitente de forma particular (fórmula A) expresa de un modo
más claro el carácter personal de la conversión y del perdón y el Ritual
le ha querido dar un verdadero carácter de encuentro celebrativo con los
diversos momentos de acogida, lectura de la Palabra de Dios, confesión de
los pecados, determinación y aceptación de la satisfacción, la absolución,
la acción de gracias y la despedida del penitente. En los casos de pecado
grave la Iglesia pide que se personalice el proceso penitencial de este modo
y recuerda que «la confesión individual e íntegra y la absolución continúan
siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios

591
LA LÓGICA DE LA FE

y la Iglesia» (CEC 1484). La confesión frecuente puede ser altamente pro-


vechosa desde el punto de vista espiritual, pero nunca se ha de considerar
como un remedio psicológico o el mero cumplimiento rutinario de una
costumbre, sino como «la expresión de una mayor fidelidad al evangelio y
al Espíritu en la lucha diaria contra el pecado» (D. Borobio, El sacramen-
to de la reconciliación, 385). La reconciliación de muchos penitentes con
confesión y absolución individuales (fórmula B) trata de aunar en buena y
equilibrada síntesis las dos dimensiones del sacramento: la responsabilidad
personal del penitente con su proceso ante Dios y la dimensión eclesial-
comunitaria del sacramento. Finalmente, la reconciliación de muchos pe-
nitentes con confesión y absolución general (fórmula C) ha sido recupe-
rada por la Iglesia en su validez y sacramentalidad para poder responder
a situaciones pastorales extraordinarias, bajo estrictas y claras condiciones
(can. 962; Normas Pastorales de la CDF [1972]), y manteniendo siempre
ese cierto carácter de excepcionalidad a juicio de la autoridad de la Iglesia.
El sacramento de la penitencia es indispensable para la vida del cris-
tiano. Su crisis actual solo será superada mediante la articulación de una
adecuada teología, fiel a la más genuina tradición de la Iglesia y su re-
novación pastoral que incida en algunos elementos esenciales como los
siguientes: el redescubrimiento de la dimensión eclesial del sacramento; el
saber colocar adecuadamente la penitencia entre la conversión inicial y la
conversión cotidiana, entre el bautismo y la eucaristía, entre una moral sin
pecado y una moral de pecado; el rico testimonio de la Palabra de Dios que
ilumina nuestra situación, la contrasta con el Evangelio y nos impulsa a la
conversión; el cuidado de la dimensión litúrgica con toda la riqueza de sus
lugares, formas, signos (imposición de manos), fórmula de absolución; la
recuperación de la dimensión profético-misional de la penitencia que hace
del perdonado un constructor de perdón y donde se recupera el sentido
de la satisfacción adecuando las penitencias a los problemas vitales (cfr.
Juan Pablo II, Reconciliatio et poenitentia, n. 31); finalmente, la manifes-
tacióndel carácter festivo profundo del sacramento sin ignorar la situación
antropológica subyacente y sin caer en una frivolización del pecado, sino
reconociendo que Dios es más fuerte que nuestro pecado, que Cristo ha
muerto por nuestros pecados y ha vencido a la muerte, y que su misericor-
dia, su promesa y su lealtad superan a su fama (cfr. Sal 137) (cfr. F. Millán,
La penitencia, 173-297).
Por último, no conviene olvidar que la liturgia de la Iglesia reconoce
momentos penitenciales de gran densidad y calado diferentes del mismo
sacramento de la reconciliación. Entre ellos, el bautismo como el gran sa-
cramento de la conversión y el perdón de los pecados; la eucaristía, cele-
bración central de la redención, con sus diferentes y diversos elementos
penitenciales dentro de la misa; la unción de los enfermos en el que se

592
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

aúna la curación y la salvación del hombre; y, por último, las celebraciones


penitenciales no sacramentales inscritas en la más auténtica y genuina tra-
dición de la Iglesia.

III. 2. UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

Los sacramentos abarcan la vida de la persona por completo y encuen-


tran su humus en las situaciones fundamentales de la existencia humana.
Dentro de estas situaciones no cabe duda de que la enfermedad grave y la
preparación para el encuentro definitivo con Dios constituyen un momen-
to cargado con una densidad especial en un sentido ambivalente. Como
afirma K. Rahner: la enfermedad «pertenece a su historia de salvación, y le
fuerzan [al enfermo] a decidir cómo quiere entender libremente el todo y
lo auténtico de su vida, como absurdo o como misterio obscuro, en el que
se acerca a él el amor incomprensible» (CFF, 486). En esta tensión entre la
angustia estéril o la apertura a Dios (cfr. CEC 1501) se decide muchas veces
el sentido del ser humano ante los momentos cruciales de su vida.
Orar en favor de un enfermo y ungirlo con óleo es una costumbre que
se remonta hasta los primeros tiempos de la vida del cristianismo. La Iglesia
interviene en este momento particular de la vida del creyente celebrando
la unción de los enfermos, donde continúa realizando aquello que Jesús
mismo hacía y encomendó realizar a sus discípulos: «curad enfermos» (Mt
10,8). Este sacramento, que con la penitencia conforma los sacramentos de
curación, consiste en la oración de fe acompañada de la unción del enfer-
mo que vive la propia enfermedad como una situación de salvación y de
gracia. En muchas ocasiones a la unción no le ha sido fácil encontrar su
lugar dentro de la vida sacramental de los fieles. Su condición de sacramen-
to «último», destinado a preparar al cristiano para la muerte y considerado
sacramento exeuntium (de los que salen de este mundo), le constituía en
una especie de signo de la muerte que llega con toda seguridad y que, a
menudo, costaba aceptar y, por tanto, se procuraba evitar. El alcance de
esta unción ha sido clarificado por el Concilio Vaticano II precisando que el
sentido guarda relación con el nombre mismo del sacramento: «La extrema
unción, que puede ser llamada también, y mejor, “unción de los enfermos”,
no es solamente el sacramento de aquellos que están al final de la vida. El
tiempo oportuno para recibirlo tiene inicio cuando el fiel, por enfermedad
o vejez, comienza a estar en peligro de muerte» (SC 73). Este cambio de
significado de sacramento de moribundos a sacramento de la ayuda en
grave enfermedad constituye un elemento decisivo a la hora de entender
su fundamentación bíblica, su sentido originario y su desarrollo histórico-
dogmático.

593
LA LÓGICA DE LA FE

§ 41. Por la santa unción de los enfermos, junto con la oración sobre
ellos, la Iglesia entera los encomienda al Señor sufriente y glorificado para
que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión
y muerte de Cristo y contribuir así al bien del Pueblo de Dios. El testimonio
de la Escritura, la tradición y el magisterio manifiestan la sacramentalidad
de este signo que recibe el fiel cuando comienza a encontrarse en peligro de
muerte por causa de enfermedad o vejez.

En este itinerario se verán los diversos problemas acerca del momento


oportuno para administrarlo (agonía o enfermedad); su lugar entre la pe-
nitencia y el viático; su efecto espiritual de preparación para el tránsito de-
finitivo o también de curación corporal; la potestad necesaria y, por tanto,
el ministro para conferir el sacramento. Todo ello debe ser comprendido
dentro del lugar que la enfermedad y la curación, la agonía y la muerte
juegan en el conjunto de la teología sacramental.

1. La enfermedad y la curación en la Sagrada Escritura

Para el AT la enfermedad representa un caso particularmente visible y


difícil del misterio del mal y del sufrimiento. La relación entre el pecado y el
mal físico implicaría la comprensión de la enfermedad como la intervención
de Dios que castiga por los pecados personales (1Sam 16,14); pero la pala-
bra definitiva es palabra de esperanza, Dios es más fuerte que la enferme-
dad (Gén 3,15). Si la enfermedad y los dolores corresponden a los malos, el
sufrimiento del justo (Job 21) cuestiona todo el planteamiento de la retribu-
ción: ¿cómo explicar la impunidad de los malvados y el sufrimiento de los
inocentes? Israel buscó incansablemente respuesta a todo el problema del
mal, dando explicación a las dificultades que provenían de los planteamien-
tos heredados. De esta forma, llegó, a partir de la experiencia de la confian-
za en Dios, a relacionar la enfermedad con la esperanza escatológica, con la
resurrección y a descubrir el valor redentor del sufrimiento. Si Dios es justo
y verdadero, la última palabra no está dicha y Dios hará justicia venciendo
la enfermedad (cfr. Is 26,19; Jer 33,6) y en los tiempos mesiánicos se realiza-
rá la liberación de toda enfermedad y de todo pecado (cfr. Is 33,24; 35,4-6):
el justo vivirá después de la muerte ya que la existencia actual no agota las
posibilidades del Dios de la vida (Mac 7,9-23). En la nueva perspectiva el
justo permanece como tal y paga por los pecadores. A su sufrimiento se le
reconoce un valor de intercesión y de redención. El último canto del Siervo
de Yahvé explica de una manera clarividente el sufrimiento, la enfermedad
y el dolor (Is 53). Pero la transformación del sufrir, de ser signo de culpa y
de pecado a ser signo de salvación, se realiza siempre y solamente cuando
se abre a la fuerza de Dios. El elemento decisivo no reside en el sufrimien-

594
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

to mismo que, de hecho, no pierde su carácter de escandaloso, sino en la


confianza y entrega al poder de Dios. Desde entonces la enfermedad se
convierte en un lugar marcadamente señalado de encuentro con Dios.
Al acercarnos al NT debemos afirmar que la unción de los enfermos
encuentra su fundamentación última en la conducta compasiva que Jesús
muestra hacia los enfermos y afligidos. No se pueden encontrar textos ex-
plícitos que aseguren una «institución» jurídica; sin embargo, los evangelios
nos ofrecen datos suficientes que justifican de sobra que la Iglesia, aplican-
do la enseñanza y el ejemplo del mismo Cristo, reconozca en la unción un
verdadero sacramento. Los tiempos mesiánicos anunciados por los profetas
han llegado. Jesús es consciente de ello y lo declara en la sinagoga de Naza-
ret (Lc 4,16-22) y, cuando es preguntado por su condición de Mesías declara
abiertamente: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resuci-
tan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,3-6). Las curaciones
de Jesús no son meras acciones taumatúrgicas de recuperación de la salud
física, sino que se constituyen en signo maravilloso de que «Dios ha visitado
a su pueblo» (Lc 7,16), anuncio de salvación para todos los hombres, señal
inequívoca de la cercanía y la realización del reino de Dios (Mt 4,23-24).
La salvación comprende al ser humano entero, en su unidad de cuerpo y
espíritu. Jesús manifiesta así su participación en la miseria humana y su
compasión hacia ella: se presenta al mismo tiempo como médico que nece-
sitan todos los hombres enfermos y pecadores (Mc 2,17) y como el hombre
enfermo que quien le visita y cura, le visita y cura a Él mismo (Mt 25,36).
En esta acción curativa, Jesús se acerca, consuela, toca a los enfermos, los
perdona, los confirma en la fe y los reintegra a la comunidad y, para ello, se
sirve de signos para curarlos: saliva e imposición de manos, unción, barro
y ablución, de manera que se puede afirmar abiertamente que en los sacra-
mentos «Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos» (CEC 1504).
San Pablo nos confiesa que se complace en sus propias limitaciones y
flaquezas, en las persecuciones y angustias sufridas a causa del nombre de
Cristo, precisamente porque en la debilidad se manifiesta su fortaleza en
Cristo (cfr. 2Cor 12,9-10). Y el mismo Jesucristo aparece hecho perfecto por
el Padre mediante el sufrimiento, guiando así a los hombres a la salvación
y la gloria (Hb 2,10; 5,7-9). De esta manera, por el misterio de la pasión y
muerte en la Cruz, Cristo confiere un nuevo sentido al sufrimiento que nos
configura con él y nos une a su pasión redentora completando así lo que
le falta (Col 1,24).
Jesús quiere que su misión sanadora y salvadora continúe y se prolon-
gue. Él mismo prepara y encomienda a sus discípulos la misión de ungir y
curar enfermos. Les envía a anunciar el reino de Dios, dándoles ese poder
(exousía) para expulsar espíritus inmundos. En virtud precisamente de este

595
LA LÓGICA DE LA FE

especial encargo recibido, los Doce «predicaron para que se convirtieran;


expulsaban muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y
los curaban» (Mc 6,12-13). Predicación misionera y curación van así estre-
chamente de la mano, con la particularidad de que en este caso la curación
va asociada con una unción con óleo: se presenta así de forma gráfica «la
actividad curativa y subraya el carácter psicosomático de la salvación pro-
clamada por los Doce, a la vez que la continuidad de su actividad misionera
con la acción simbólica de Jesús» (F. J. Nocke, Unción, 968).
La primera Iglesia tuvo clara conciencia de que debía prolongar la mi-
sión de Cristo para con los enfermos. El testimonio más claro y preciso de
la unción de los enfermos como praxis de la comunidad cristiana primitiva
lo encontramos en la carta de Santiago. Dicho pasaje neotestamentario, a
partir del s. V, estará a la base del sacramento de la unción: «¿Está enfermo
alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él
y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará
(sôzein) el enfermo, y el Señor hará que se levante (egeírein), y si hubiera
cometido pecados, le serán perdonados (aphíemi)» (St 5,14-15). Del contex-
to, parece que no se trata de un enfermo en inminente peligro de muerte,
sino de un enfermo cuyo estado es tal que no se puede acercar por sí mis-
mo al presbítero. La perspectiva de fondo es la de aconsejar a los cristianos
en las diversas situaciones (alegría, dolor, sufrimiento...), de orar siempre y
en todo momento. La referencia a la unción con óleo entra a formar parte
de una convicción bien fundada en el judaísmo y en la antigüedad en ge-
neral: al óleo, además de atribuírsele efectos naturales (el buen samaritano
vierte óleo y vino para aliviar las heridas de aquel a quien habían robado
y apaleado los ladrones [Lc 10,34]), se le atribuyen también efectos sobre-
naturales, en el sentido de un alivio y fuerza en la enfermedad (además de
un sentido profundo religioso en las unciones sacerdotales y regias). De la
misma manera que los discípulos habían realizado milagros en nombre del
Señor Jesús, ahora los presbíteros realizan determinados gestos en el nom-
bre del Señor y oran con fe para conseguir salvar al enfermo. Los efectos
de la oración y la unción serán aquellos que están indicados en el mismo
pasaje bíblico: salvar, levantar y perdonar los pecados.
En el contexto general del Nuevo Testamento, estas acciones indican la
salvación plena y escatológica de la vida eterna como participación en la re-
surrección de Jesucristo. El cristiano, ungido en el bautismo e incorporado
al misterio pascual de Jesucristo al inicio de su vida de fe, en el momento
de su partida vuelve a ser ungido y asociado a la resurrección del Señor.
También estos verbos podrían indicar, como por otra parte deja entender
el texto, la curación en una situación de crisis corporal y espiritual de un
enfermo como efecto de la oración de toda la comunidad y, por lo tanto, en
este caso, sería más justo llamar a este rito con el nombre de «unción de los

596
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

enfermos». Salvar y levantar tendrían el sentido de liberar de la enfermedad.


La oración y la unción salvan al enfermo porque pretenden liberarlo del
peligro y el mal causado por la enfermedad y tienden a restituir la salud. De
modo sintético, para el autor de la carta, la obra de la comunidad cristiana,
y precisamente a través de los presbíteros de la misma, continúa la obra de
salvación de Jesús. La oración y el óleo sobre el enfermo señalan la acción
de la gracia divina que libera al hombre de una situación de debilidad física
y espiritual. Así como Jesús extendió su mano curativa a tantos enfermos
con los que se cruzó, de nuevo por medio del sacramento de la unción
«toca» al hombre herido por la enfermedad y la vejez para hacerle llegar su
gracia y consuelo.

2. El sacramento de la unción en la historia y el Magisterio

Del siglo II al IV la unción de los enfermos atraviesa un relativo silencio


en las fuentes ya indicadas para los restantes sacramentos. Tan solo la Tra-
dición Apostólica, a la hora de presentar la bendición del óleo, hace una
breve referencia: «concede también tu fortaleza a cuantos gusten de él y tu
salud a cuantos hagan uso del mismo» (n. 5). En este testimonio de Hipólito
aparecen como un elemento central las oraciones durante la celebración
eucarística para la bendición y consagración, por parte del obispo, del óleo
destinado a los enfermos. Además, al mismo obispo se le recomienda en-
carecidamente que visite personalmente los enfermos que los diáconos le
indiquen. El uso de este óleo, que lleva consigo alivio a los enfermos, se
confía a los mismos fieles, los cuales lo tienen junto a sí para la cura de
las enfermedades propias o ajenas. Este dato ha sido necesario discernirlo
respecto a la determinación del ministro del sacramento a lo largo de la
historia.
En el siglo V nos encontramos con el primer testimonio explícito de la
unción de los enfermos en un documento del Magisterio: la Carta de Ino-
cencio I a Decencio, obispo de Gubbio (416). En él se conecta el rito con
el texto de Santiago 5,14s: «Lo cual no hay duda que debe tomarse o en-
tenderse de los fieles enfermos, los cuales pueden ser ungidos con el santo
óleo del crisma que, preparado por el obispo, no solo a los sacerdotes, sino
a todos los cristianos es lícito usar para ungirse en su propia necesidad o
en la de los suyos». En esta carta viene subrayada la importancia primaria
de la bendición del óleo por parte del obispo; se precisa que el texto de
Santiago debe entenderse como referido a los fieles enfermos (este será
el fundamento bíblico de la unción) y que ellos (o sus familiares), ade-
más de los presbíteros, pueden hacer uso de este óleo en sus necesidades
personales. Igualmente deja clara la razón por la que no pueden recibirlo
enfermos en proceso de «excomunión», en cuanto que el óleo «no puede

597
LA LÓGICA DE LA FE

derramarse sobre los penitentes, puesto que es un género de sacramento


(genus sacramenti)» (DH 216). Ante estos testimonios alguno conjeturan
una doble unción: una privada (enfermedad leve), administrada por los
mismos enfermos o sus familiares y otra litúrgica (enfermedad grave) reser-
vada al presbítero o al obispo. En cualquier caso, no conviene dar excesiva
importancia a estas distinciones ya que nos encontramos en un tiempo en
el que la doctrina de los sacramentos no estaba todavía muy desarrollada.
En líneas generales podemos convenir que en el tiempo de la patrística y
de su paso a la Edad Media, a pesar de la escasez de testimonios explícitos,
la unción de los enfermos aparece ampliamente difundida. Baste pensar
en las diversas oraciones para la bendición del óleo, oración que el obispo
recitaba durante la celebración eucarística. El crisma consagrado poseía esa
fuerza sanante precisamente porque sobre él venía invocado el Espíritu
Santo. De ahí se comprende la exhortación dirigida a los cristianos para que
usen el óleo bendecido y no el de los magos.
A partir del s. VIII y con la reforma carolingia del s. IX se produjo un viraje
de sentido con la aparición de los diversos rituales. La preeminencia se des-
plaza de la bendición del óleo a la administración del sacramento; se acentúa
el efecto espiritual y la remisión de los pecados frente a la curación corporal,
de modo que la unción se concentra en los cinco sentidos como vehículos
de pecado; asociada a la penitencia ad mortem y al viático dentro del mismo
ritual, la extremaunción quedará reservada a los enfermos en inminente pe-
ligro de muerte; la unción ya no tiene aquel carácter familiar de los primeros
momentos, sino que son los sacerdotes, por medio de un rito litúrgico y sa-
cramental, quienes celebran este sacramento en nombre de la Iglesia.
La escolástica medieval recibió la herencia que la tradición le legaba y
elaboró un cuadro en el que quedaban sistematizadas todas las cuestiones,
no sin alguna controversia, como por ejemplo el modo de la institución o
los efectos. Algunos defendían que el sacramento no había sido instituido
por Jesucristo, sino directamente por los apóstoles, pero en general fue
asumido sin dificultad entre los siete sacramentos de la Iglesia. Siguió sien-
do generalizada y preponderante la administración a los moribundos por
lo que su celebración debía darse al final de la vida. La cuestión estriba en
que ya desde el primer Medioevo, la unción de los enfermos se vincula
con la penitencia y la eucaristía, el viático. Santo Tomás la interpreta como
una preparación para la eternidad y el efecto se cifra en la remisión de los
pecados y la ayuda proporcionada al enfermo llegado al extremo de sus
fuerzas: «Mientras que para san Buenaventura la unción perdona los peca-
dos veniales, para santo Tomás cancela los pecados de que el enfermo se
ha olvidado junto con las flaquezas espirituales, y las ineptitudes (reliquae
peccati) dejadas en nosotros por el pecado original y por los pecados per-
sonales» (B. Testa, Los sacramentos de la Iglesia, 232).

598
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

El Decreto para los armenios del Concilio de Florencia (1439) asume la


reflexión teológica escolástica y la praxis ritual que la Iglesia venía prac-
ticando. De esta manera, determina el marco teológico-litúrgico del sacra-
mento de la extremaunción, como así se le denomina. La materia es el óleo
de oliva bendecido por el obispo, el ministro es el sacerdote y el destinata-
rio será aquel enfermo cuya muerte se teme. En lo que respecta al efecto, se
utiliza una fórmula en cierto sentido abierta: «el efecto es la salud del alma,
y en cuanto convenga, también la del mismo cuerpo» (cfr. DH 1324-1325).
El Concilio de Trento continúa en la línea magisterial anterior, pero con
algunas matizaciones importantes. En concreto, habla indistintamente de
extremaunción y unción de los enfermos, indicando también la superación
de una rígida referencia a los moribundos y abriendo la puerta a otras si-
tuaciones: esta unción debe administrarse a los enfermos y, señaladamente
(praesertim) a los que se encuentran en peligro de muerte (DH 1698).
Contra los reformadores, afirmará inequívocamente la sacramentalidad,
afirmando del sacramento haber sido instituido por Cristo nuestro Señor,
insinuado ciertamente en Marcos (6,13) y recomendado y promulgado por
Santiago, apóstol y hermano del Señor (DH 1695). También en controversia
con quienes entendían que los presbíteros de Sant 5,14 eran solamente an-
cianos de la comunidad, enseñará que el ministro «proprius» del sacramento
es el obispo o el sacerdote. Trento así defendió la institucionalización sa-
cramental (más allá del carisma), demostró que la praxis católica no es con-
traria a las Escrituras y enseñó la significación salvífica de este sacramento
para los enfermos. Como hemos visto, la enseñanza de Trento, tributaria de
la teología medieval, hace hincapié en la unción como ayuda espiritual con-
cedida para el momento final de la vida, pero el concilio no quiso enunciar
dogmáticamente que sea un «sacramento de los moribundos». Tendencias
posteriores consignaron comprensiones de escatologización del sacramen-
to, convirtiéndolo en «unción de la muerte» o «unción del cuerpo resucitado»
(cfr. H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 298).
La teología postridentina, hasta llegar al Concilio Vaticano II, se moverá
en la perspectiva de la «extrema unción». Los estudios bíblicos, litúrgicos
y patrísticos de la primera mitad del siglo XX devolverán al sacramento su
sentido originario de «unción de los enfermos» como testimonia, de hecho,
el texto de Sacrosanctum Concilium n. 73, citado al inicio de este capítulo y
que reconoce el nombre de «unción de los enfermos» como más adecuado,
y fija el momento oportuno de recibir el sacramento «cuando el cristiano
empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez». El lugar de
la unción se sitúa entre la penitencia y el viático de la eucaristía (SC 74) y
los padres conciliares pidieron que se adaptara y reformara la celebración
litúrgica del rito (SC 75). El Vaticano II además trató este sacramento en el
marco de la actividad del presbítero (PO 5 y LG 28) y, especialmente, en

599
LA LÓGICA DE LA FE

el contexto del sacerdocio común de los fieles acentuando la dimensión


eclesial junto al resto de los sacramentos: «Con la unción de los enfermos
y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al
Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (Sant 5,14-16) e
incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte
de Cristo contribuyan así al bien del pueblo de Dios» (LG 11).
El Ritual del sacramento de la unción y de la pastoral de los enfermos
aprobado por el papa Pablo VI en 1972, así como la Constitución apostólica
Sacra Unctio infirmorum representarán, no cabe duda, la última y decisiva
etapa de este sacramento. Desde ellos se descubre un profundo significa-
do con diversas dimensiones: pneumatológica, y de ayuda y fuerza en la
enfermedad a nivel corporal, psicológico y espiritual, que puede también
perdonar pecados: «Este sacramento otorga al enfermo la gracia del Espíritu
Santo, con lo cual el hombre entero es ayudado en su salud, confortado por
la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y la
angustia de la muerte, de tal modo que pueda no solo soportar sus males
con fortaleza, sino también luchar contra ellos, e incluso conseguir la salud
si conviene para su salvación espiritual; asimismo, le concede, si es necesa-
rio, el perdón de los pecados y la plenitud de la Penitencia cristiana» (Prae-
notanda, 6). Lo esencial de la celebración de este sacramento consiste en
la unción en la frente y en las manos del enfermo (rito romano) o en otras
partes del cuerpo (en Oriente), unción acompañada de la oración litúrgica
del sacerdote celebrante que pide la gracia especial de este sacramento.

3. Dolor y enfermedad: momento sacramental de encuentro con


Dios

A la debilidad y a la fragilidad de la criatura en el tiempo de la enfer-


medad sale al encuentro el sacramento de la unción de los enfermos. Es
una manifestación de la victoria que el Señor Jesús trae sobre el pecado y
sus consecuencias dentro del profundo misterio que supone el sufrimiento
humano (cfr. Juan Pablo II, Salvifici doloris [1984]). Este sacramento, en una
situación de crisis corporal y espiritual y de aislamiento o soledad como im-
plica la enfermedad, puede dar, de hecho, una ayuda existencialmente muy
importante. En otras palabras, se hace expresión de una solidaridad que
se expresa o explicita a varios niveles: a) una familia a modo de pequeña
comunidad que ora por él, que espera junto a él por su curación, que sufre
junto a él; b) la presencia del presbítero que expresa un nivel superior don-
de la entera comunidad eclesial de fe, representada por él, se hace cercana
y solidaria con el enfermo; c) no obstante, mediante la acción sacramental,
se llega a un nivel todavía más profundo de solidaridad: Jesucristo mismo
se hace solidario con el sufrimiento humano de aquel enfermo. La unción

600
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de los enfermos, de hecho, al comunicar la gracia del Espíritu Santo, sitúa


al enfermo, en último término, en comunión con el Señor sufriente y glori-
ficado. El momento de la crisis se puede convertir en momento de la gracia.
El enfermo, aceptando con fe el sufrimiento, es un testimonio de la gracia y
de la acción del Señor: se convierte, de esta manera, en un miembro activo
de la comunidad de fe en un sentido muy concreto.
En relación al Padre la unción es el sacramento de la ofrenda del su-
frimiento del enfermo y de la gracia con la que Dios la acoge, valorando,
sobre todo, la experiencia del dolor y de la enfermedad como vías de re-
dención y de salvación. Por eso, la Iglesia se dirige al Padre pidiendo que
quien recibe en la fe la unción encuentre alivio en sus dolores y ánimo en
sus sufrimientos. En relación al Hijo el evento sacramental de la unción
une la pasión del hombre a la pasión de Cristo y aplica a ella los méritos
del Salvador con el poder de su victoria pascual sobre el pecado y sobre la
muerte y hace de la enfermedad una participación en la cruz y resurrección
del Señor para bien de toda la comunidad eclesial. Finalmente, en relación
al Espíritu Santo la unción establece la comunión solidaria de los enfermos
con toda la Iglesia en el vínculo realizado por el Consolador, gracias al cual
la comunidad y el individuo se ayudan recíprocamente en la hora del sufri-
miento y de la prueba. De este modo, también la condición de debilidad y
de aparente inutilidad puede convertirse en camino de servicio a los otros
y en experiencia del beneficio de la solidaridad espiritual.
La unción de los enfermos ha de entenderse como una acción simbólica
que viene acompañada de la oración y por la cual Dios mismo, a través
de la comunidad eclesial, reconforta al enfermo en su fe cristiana. Si a tal
fortalecimiento tiende todo sacramento, la unción de los enfermos mira
principalmente a conseguir que el fiel sea capaz de soportar la enfermedad
junto al Cristo sufriente (cfr. Courth, I sacramenti, 358). Se trata de la asis-
tencia de Dios que no abandona al enfermo en su situación de debilidad
y tribulación y lo ayuda con la mirada puesta en su salvación. «Salvar» y
«levantar» podrán entenderse así, tanto desde la mejoría física como desde
la esperanza escatológica. Por lo tanto, el don particular del Espíritu Santo
que da consuelo, paz y ánimo para vencer las dificultades propias de la en-
fermedad y la vejez; la unión íntima a la Pasión de Cristo; la gracia eclesial
por la cual el enfermo santifica a la Iglesia al tiempo que la Iglesia ora por
él; el perdón de los pecados cuando no hubiera sido posible la Penitencia;
el restablecimiento de la salud corporal (si conviene a la salud espiritual); y
la preparación para el paso a la vida eterna, condensan los ricos elementos
y profundas dimensiones que se encierran en este sacramento que, desde la
situación existencial de enfermedad, nos habla de fuerza, de vida y de espe-
ranza. Es el Dios de la vida y la esperanza quien ha entregado a la muerte
a su Hijo por amor a los hombres. Por eso, Él puede otorgar la gracia de

601
LA LÓGICA DE LA FE

experimentar la fuerza consoladora y sanadora de un amor misericordioso


y de ofrecerle a Él el dolor en comunión con toda la historia de pasión del
mundo. En la suprema entrega y abandono de la cruz, se advierte la cerca-
nía, se comparte una ofrenda que cambia el corazón y la vida. Es el poder
de la vida donada por el Resucitado; es la fuerza del amor que transforma
el dolor y vence la muerte.

IV. SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD

IV. 1. ORDEN

El Concilio Vaticano II, fundamentado en la eclesiología de comunión


y de Pueblo de Dios que manifestaba el carácter comunional de la Iglesia,
presentó la concepción del ministerio desde el punto de vista teológico bajo
dos perspectivas: por una parte, como continuación de la misión de Jesu-
cristo; y, por otra, como desarrollo del misterio de la Iglesia. Planteadas es-
tas dos dimensiones como alternativas excluyentes originaron no pocas cri-
sis en muchos presbíteros que se vieron confrontados con la pregunta: ¿soy
sacerdote de la Iglesia o de Jesucristo? A esta tensión se unió un elemento
enriquecedor como fue la «recuperación del laicado» desde el desarrollo del
cap. 4 de la LG y la reafirmación del sacerdocio común de todos los fieles
recibido en el bautismo, algo difuminado en tiempos anteriores. El único
bautismo está a la base de todos los ministerios, ordenados y no ordena-
dos, porque hace capaces a todos los creyentes de ejercitar el ministerio de
Jesucristo. Ello comportaba una serie de consecuencias prácticas que dejó a
muchos sacerdotes en la incertidumbre de su verdadera identidad y misión.
Por si esto fuera poco, en los últimos tiempos se han sucedido algunas
«sacudidas» a la estructura sacramental de la Iglesia de diverso origen, grado
y naturaleza que volvían a poner el ministerio sacerdotal en primera plana
del debate teológico y eclesial. Volver nuestra mirada a la Escritura, a la tra-
dición y a la reflexión teológica será necesario para poder afrontar adecua-
damente los retos que el ministerio tiene planteados. No obstante, podemos
atisbar, ya desde ahora, una línea-fuerza que recorrerá toda la historia: el
ministerio ordenado, en su origen y originalidad, y en su triple forma, ha
sido entendido siempre como servicio a la edificación continua de la Iglesia
(cfr. LG 18) que, desde sus orígenes, es simultáneamente Pueblo de Dios,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta estructura trinitaria será
decisiva para la comprensión y praxis de la vida sinodal y para la ubicación
de los ministros ordenados en el seno de la comunión eclesial.

602
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

§ 42. Por el sacramento del orden son instituidos los ministros apostólicos
de la Iglesia a los que confiere su gracia propia. El ministerio ordenado, que
comprende tres grados: episcopado, presbiterado y diaconado, hace presente
de forma especial el único sacerdocio de Cristo al tiempo que hace visible el
carácter sacerdotal y diaconal de toda la Iglesia en cuyo nombre se ejerce.

1. El testimonio bíblico: origen y naturaleza del orden

Dios eligió a Israel para ser pueblo de su heredad, reino de sacerdotes y


nación santa (Ex 19,6). Constituido por doce tribus, privó a una de ellas de
la herencia territorial para encomendarle el servicio litúrgico, de modo que
ahora Dios sería la parte de su heredad. Israel desarrolló ritos para consa-
grar sacerdotes cuya principal misión sería ofrecer el culto, mantener viva la
palabra de Yahvé enseñando su doctrina y hacer cumplir sus mandatos. Por
su parte, Dios se compromete con su pueblo: «Os daré pastores según mi
corazón» (Jer 3,14). Así pues, la idea del sacerdocio santo posee un origen
veterotestamentario. La conciencia de pueblo sacerdotal elegido se consti-
tuirá en marca que viene aplicada desde el tiempo del exilio y el postexilio
al pueblo del éxodo que no conocía todavía un rey y cuya guía era confiada
a los sacerdotes. El NT recoge esta tradición (2Pe 2,1-10) y la modifica. Aho-
ra la Iglesia es la casa de Dios y el lugar donde Dios es adorado. Sacerdocio
real significará que la santa morada de Dios es la comunidad congregada
por Cristo y en Cristo, el Buen Pastor anticipado por los profetas (Ex 34,11).
Por esta razón, el sacerdocio del AT queda superado en Jesucristo, único
sacerdote de la Nueva Ley, manteniendo una relación analógico-profética
entre el antiguo sacerdocio y el nuevo que iba a sucederle: la función sa-
crificial del sumo sacerdote es anticipo del propio sacrificio sacerdotal de
Cristo y la función transmisora de la ley del Señor se constituye en primicia
del anuncio del Evangelio, donde encuentra su plenitud (cfr. R. Arnau, Or-
den y ministerio, 24).
La misión que el Padre encomienda al Hijo, junto con el ejemplo de la
vida y obra de Jesucristo, constituyen el signo y fundamento de una econo-
mía salvífica ordenada a realizarse mediante el servicio salvífico que unos
hombres prestan en favor de otros (cfr. Conferencia Episcopal Alemana,
El ministerio sacerdotal, 24). Esta misión de Cristo consistía en anunciar el
Reino de Dios como promesa de revelación salvífica, congregar al pueblo
escatológico y llevar a la salvación a todos los hombres mediante su muerte
expiatoria. Para poder llevarla adelante fue investido de un poder divino
(exousía) manifestado a la hora de enseñar (Mc 1,22), expulsar demonios
(Mc 3,13) realizar milagros (Mc 1,23-27) y perdonar los pecados (Mc 2,10) y
que llega a su plenitud en el momento de su resurrección: «Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra...» (Mt 28,18).

603
LA LÓGICA DE LA FE

Las notas sacerdotales que se predican de Cristo en la carta a los Hebreos


coinciden con las notas que en el resto de los escritos neotestamentarios,
básicamente Pablo y Juan, se atribuyen a Cristo como enviado del Padre.
Cristo es sacerdote por lo mismo que es enviado. La misión y el sacerdocio
coinciden. Por eso, el autor de la carta a los Hebreos puede afirmar que
Cristo es Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe (Heb 3,1). Cristo, en cuan-
to sacerdote, es constituido por el Padre para redimir a los hombres por
medio del sacrificio de la pasión y de la muerte. Cristo, en cuanto receptor
de la misión, es enviado por Dios y nacido de mujer, para redimir a los que
estaban bajo la ley, asumiendo la condición humana hasta las últimas con-
secuencias (cfr. R. Arnau, Orden y ministerio, 30ss).
Cristo es también el Buen Pastor. Con este título se pone de manifiesto
su carácter mesiánico, que en este caso es el de su propio sacrificio. No solo
apacienta, sino que entrega su propia vida para que sus ovejas la obtengan
en abundancia. El «gran pastor de las ovejas» (Heb 13,20) es constituido pas-
tor y obispo de nuestras almas (poimèn kaì epískopos) (1Pe 2,25). A la luz
del Nuevo Testamento podemos concluir: Cristo es el único sacerdote que
se entrega a sí mismo por nuestros pecados y como testimonio de su amor
a los hombres. Cristo, Buen Pastor, ha hecho partícipes a los Apóstoles de
su propia misión. Este ministerio de pastor representa en la Iglesia el minis-
terio de Cristo, y este fundamenta la íntima estructura del ministerio de los
discípulos (cfr. H. Schlier, Die neutestamentliche Grundlage des Priestera-
mtes, en Priest Dienst I. Ursprung und Frühgeschichte, Freiburg-Basel-Wien
1970, 80-82).
Cristo constituyó a los Apóstoles para continuar su misión. Los ministros
son en la Iglesia enviados y representantes de Cristo. La presencia de Cristo
en sus discípulos les confiere una autoridad, que ellos ejercen en el nombre
del Señor. Ahora bien, esta autoridad solo tiene sentido desde el servicio y
la humildad (Mc 9,35). Dicha autoridad, distinta del «poder secular», se ma-
nifiesta allí donde actúa el propio Señor; es decir, donde resuena la Palabra
de Dios y se busca la salvación del pecador, donde es aceptada interior-
mente en un clima de libertad, pues solo el Espíritu Santo puede hacer que
se acepten los mandamientos del Señor. Más que un «poder» propiamente
dicho, el ministerio eclesial consiste en un cuidado, una atención, una vi-
gilancia (episkopé) ejercida en nombre de Cristo. No obstante, dentro del
plan de salvación, es decir, dentro de la Iglesia, la autoridad de los ministros
tiene cierta forma de potestad. Llamados por Jesús al inicio de la vida pú-
blica participan de la exousía para predicar, perdonar pecados, celebrar la
Cena, ungir enfermos, expulsar espíritus inmundos y dar testimonio hasta
el confín del mundo.
En el marco de estos encargos, Jesús confía a Pedro edificar la Iglesia y
confirmar a sus hermanos (Mt 16,19; 18,18). Los Doce son poseedores de

604
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

una función singular, irrepetible e intransmisible y, al mismo tiempo existen


elementos que se transmiten. Como primicias de todo Israel, los Doce son
al mismo tiempo fundamento de la Iglesia y enviados a todo el mundo con
la encomienda de predicar la Buena Nueva y bautizar a todos los pueblos
(Mt 28,19-20). A su vez, ellos hicieron partícipes de su misión a algunos co-
laboradores que, como sucesores, fueron incorporados al ministerio apos-
tólico para posibilitar que la obra de Cristo perdurara en el tiempo. Parece
éste el sentido de la sustitución de Judas por Matías (Hch 1,12-26). Judas
es sustituido no tanto porque había muerto como porque había cometido
traición; el testimonio de los apóstoles debe ser transmitido íntegro y sin
tacha a todo el mundo. La muerte de un apóstol nada cambia de suyo en el
hecho de los Doce. El colegio de los Doce sigue siendo, después de su ex-
tinción, un don y una promesa para la Iglesia. Pero la sustitución de Judas
por Matías prueba y fundamenta la sucesión apostólica. Dicha sustitución
representa el principio de la continuidad histórica de los testigos después
de los apóstoles y, sobre todo, el de la misión escatológica de los Doce: un
acontecimiento duradero y de importancia definitiva para toda la historia de
salvación. El hecho de los Doce indica que comienza para toda la Iglesia a
realizarse ya la promesa de que en los tiempos escatológicos será congre-
gado de nuevo todo Israel.
Los testimonios neotestamentarios también nos hablarán del número de
los setenta (o setenta y dos: Lc 9,1-6; 10,1-6), enviados por Jesús con la mi-
sión de poner en práctica los signos del reino de Dios que viene a nosotros:
curar enfermos, anunciar un tiempo de gracia, sacudirse el polvo de los pies
como signo del juicio que ha de venir sobre aquellos que no les presten
hospitalidad. Este número simbólico apunta a la imagen de que así como
los ancianos de Israel habían recibido la misión de cuidar con Moisés del
pueblo y de profetizar, así son enviados los setenta por Cristo e incorpora-
dos a su acción. Así pues, el servicio eclesiástico se configura primariamen-
te a partir de los Doce y, secundariamente, de la función encomendada a
los setenta (Ef 2,20).
Finalmente, los siete «varones de buena fama, dotados de espíritu y habi-
lidad» elegidos para el «servicio de las mesas» se puede suponer que fueran
dirigentes espirituales del respectivo grupo originario (Hch 6,1-7). El hecho
de que los apóstoles les impusieran las manos subraya la unidad de toda la
Iglesia de Jerusalén, de los cristianos de Judea y de los cristianos de la diás-
pora. Indica desde el principio que la Iglesia es, al mismo tiempo, «judía» y
«griega» por naturaleza. En medio de toda esta complejidad de la estructura
ministerial aparece el signo de la comunión eclesial como garante de la
unidad de la Iglesia.
Pablo, a su vez, «llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad
de Dios» (1Cor 1,1), fundó diferentes comunidades sobre las que él posee

605
LA LÓGICA DE LA FE

una clara conciencia de responsabilidad en su presidencia y dirección y en


las que coexisten diferentes carismas y ministerios. Más adelante el mis-
mo Pablo asoció a su ingente tarea pastoral colaboradores personales con
nombre propio (Tito, Tíquico, Arquipo, Epafras, Timoteo, Epafrodito), para
ayudarle en su tarea e incorporarles a su ministerio apostólico. Finalmente,
reconoció en estos colaboradores diversos ministerios (apóstoles, profetas,
doctores) con un carácter estable en la función eclesial adquirida (1Cor
16,15-16). Destacan también los proistámenoi que tienen la responsabilidad
de predicar el Evangelio y hacer que la comunidad viva conforme a él (1Tes
5,12-13). En este texto, Pablo presentaría una situación comunitaria en la
cual, sin otorgar ningún título concreto, se reconocería una autoridad local
que preside, distinta a la autoridad general que el Apóstol tiene sobre todas
las Iglesias por él evangelizadas. Estos colaboradores que al principio no
adquieren ningún nombre determinado van apareciendo posteriormente
con los títulos de «obispos»-«presbíteros» y «diáconos». Los primeros serán
aquellos a los que se les encomiende la presidencia de las comunidades de
forma colegial mientras que los diáconos se perfilarán como colaboradores
de los obispos. En este sentido, los presbíteros-obispos de Éfeso cumplen
con la función de tener cuidado de «todo el rebaño sobre el que el Espíritu
os ha puesto como guardianes (epískopos) para pastorear la Iglesia de Dios
que Él se adquirió por su sangre» (Hch 20,28). La riqueza de vocabulario
ministerial da cuenta del momento incipiente del proceso de institucionali-
zación ministerial en el que aún se parece advertir una diferencia entre la
dirección de una Iglesia local y un ministerio itinerante. La conexión entre
la primera generación y la Iglesia ulterior cristalizará en las cartas pastorales
y en otros escritos más tardíos (3Jn con Diotrefes y su negativa a acoger
a los misioneros: ¿primera confrontación entre institución y carisma?) para
dar respuesta a los problemas surgidos con la desaparición de los Apósto-
les. Los colaboradores se convierten en sucesores formalmente designados
y la continuidad de la sucesión quedará garantizada por la imposición de
manos.

2. Patrística: el obispo como representante de la unidad eclesial

La estructura ministerial heredada de la primitiva Iglesia va tomando


forma, estabilidad y precisión en la sucesión apostólica, pero sin determinar
aún los tres grados ministeriales. En medio del s. II todavía encontramos la
coexistencia de ministerios itinerantes y estables. La Iglesia, consciente del
mandato misionero recibido del Señor, va disponiendo la existencia de un
ministerio más estable al frente de la comunidad. De este modo, la Didajé
conoce solo dos ministerios: el de los obispos y el de los diáconos. Cle-
mente de Roma, en su carta a los Corintios, afirma que los obispos y los

606
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

diáconos han sido instituidos por los Apóstoles, «por encargo de Jesucristo
que, a su vez, ha sido enviado por Dios» y ambos dirigen la comunidad
de manera colegial (c. 96). Quizás aquí tengamos la primera legitimación
explícita del origen divino del ministerio eclesial y la relación explícita, por
primera vez, con el culto cristiano. Clemente habla también de los «presbí-
teros», que muy probablemente son identificados con los «obispos» y cuya
característica en el ministerio es la de «ofrecer dones». El Pastor de Hermas
(c. 150), escribiendo a Roma, habla de los obispos, presbíteros y diáconos,
llamando explícitamente a los presbíteros «directores de la comunidad»; se
puede razonablemente suponer que se dirija a ellos cuando en otros mo-
mentos nombra a los «pastores» y a «aquellos que presiden».
Ya Ignacio de Antioquía (†107) había profundizado en el significado del
ministerio al considerarlo en analogía con el misterio de la Trinidad. Al igual
que el Padre es el principio de la vida trinitaria, así el obispo es el principio
de la teología ministerial del cual ha de brotar toda la reflexión teológica.
En sus cartas a las diferentes comunidades adquiere base sólida la estruc-
tura eclesial que, desde ese episcopado monárquico y la vinculación de la
sucesión apostólica al obispo, da fundamento a la comunidad cristiana y
donde se distingue ya la tríada ministerial: «Todos debéis reverenciar a los
diáconos como a Jesucristo, al obispo como a la imagen del Padre, a los
presbíteros como al senado de Dios y al colegio de los Apóstoles» (Tral. III,
1). El presbiterio alrededor del obispo es imagen de los Apóstoles alrededor
de Jesucristo. Por eso, no se pueden entender uno sin el otro. Los diáco-
nos, por su parte, son servidores de la Iglesia y deben ser considerados
como Jesucristo por su comportamiento de servicio, por la propia entrega
a los demás y por la práctica de la caridad a favor del prójimo. La jerarquía
eclesiástica tiene como competencia convocar a la Iglesia en torno al altar
único. Por eso, Ignacio formula con su reflexión una eclesiología eucarística
donde el obispo y la eucaristía son el fundamento de la unidad eclesial.
Con Tertuliano aparecerá la distinción entre el ordo sacerdotalis y la
plebs christiana. La concepción de Jesucristo como gran sacerdote del Pa-
dre abre las puertas para esta incipiente sacerdotalización del ministerio en
la que los obispos, y por extensión, los presbíteros y diáconos quedarán
encuadrados en la denominación de clerus. El obispo se equipara al sumo
sacerdote otorgándole funciones litúrgicas, doctrinales y disciplinares con
un poder universal en la Iglesia en virtud del sacerdocio que desempeña
por participación en el sacerdocio de Jesucristo, el gran sacerdote del Pa-
dre. Con la idea de la suprema dignidad sacerdotal se comienza a producir
un cambio en la categoría conceptual que sostiene al obispo, pasando del
servicio al honor y abriendo las puertas para una futura concepción del
presbítero (cuerpo con consensus sacerdotalis) como sacerdote de segundo
orden.

607
LA LÓGICA DE LA FE

La unidad de la Iglesia particular en torno a la figura del obispo y la


articulación local-universal será la gran preocupación de Cipriano (episco-
patus unus et indivisus). Gracias al testimonio de la Tradición Apostólica de
Hipólito tenemos una guía ritual y una teología (lex orandi, lex credendi)
para la consagración de obispos, presbíteros y diáconos. Al obispo, que
ha sido elegido por el pueblo, le es transmitido el don del Espíritu Santo
(Pneûma hegemonikón-Spiritus principalis) por medio de la imposición de
las manos (de al menos tres obispos) y la plegaria de consagración. La con-
celebración posterior a la consagración con todos los presbíteros expresa la
plena comunión eclesial en la comunión eucarística. En la ordenación del
presbítero le imponen las manos el obispo y todos los demás presbíteros
significando así dos realidades: la incorporación al presbiterio por medio de
la recepción del Espíritu Santo y la finalidad ministerial de ayudar al obispo
en el gobierno del Pueblo de Dios.
Durante los ss. IV-V se suscitó una polémica en Roma, iniciada en el
pontificado de San Dámaso (†384). Los diáconos, en número poco signifi-
cativo, se consideraban de mayor dignidad que los presbíteros e intentaron
usurpar sus funciones. Alegaban que los papas solían ser elegidos de entre
los diáconos. Esto originó un debate y una reflexión acerca de la relación
entre el presbítero y el diácono y dio lugar, al mismo tiempo, a una reac-
ción en favor de los presbíteros en defensa de sus derechos como cuerpo
presbiteral. Dicha defensa se fundamentaba en la afirmación de que, por
razón de origen, existía una igualdad entre el obispo y el presbítero. El
planteamiento de san Jerónimo, por su autoridad de enorme trascendencia
para el futuro, supuso una ruptura con la tradición anterior. De la superiori-
dad sacerdotal del obispo y su distinción del presbítero (Ignacio, Tertuliano,
Cipriano, Hipólito), se pasó a una igualdad sustancial del episcopado y el
presbiterado.

3. El orden en la escolástica: sacerdocio y eucaristía

Mientras en la antigüedad todos los miembros de la Iglesia se sentían


unidos entre sí por sus diferencias y contrastes con el entorno no cristiano,
la sociedad medieval se define predominantemente por el contraste entre
ministros y laicos dentro de la Iglesia. Esta diferencia se visibiliza aún más
en los ritos de consagración que agudizan la distancia entre consagrados
y no consagrados. Si para la patrística el punto de partida de la reflexión
teológica del ministerio se centraba en la persona del obispo y en su tarea
de continuar la missio Christi desde una actitud de servicio recibida en la
ordenación por la imposición de manos, y cristalizada en el triple grado
ministerial, la Edad Media va a traer un cambio decisivo: se modifica el
sujeto, el concepto teológico, la comprensión, el signo y el número de ór-

608
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

denes. A partir de ahora la reflexión del sacramento del orden partirá del
sacerdote, su referencia será el sacrificio eucarístico, se entenderá como una
dignidad (cursus honorum), el signo será la entrega de los instrumentos y
aparecerán las llamadas órdenes menores (subdiácono, lector, acólito, exor-
cista y ostiario). Este cambio fundamental encuentra su base en la potestad
del presbítero de consagrar (potestas consecrandi). De ahí que la relación
presbiterado-episcopado solo se enfoque desde el sacrificio eucarístico. Las
consecuencias son inevitables: se polariza la distinción entre santificar (sa-
cramentalidad) y presidir (presidencia-dirección) y, a partir de ahí, se esta-
blece una distinción entre la potestas ordinis que queda vinculada al cuerpo
eucarístico (corpus Christi verum) y la potestas iurisdictionis que se ha de
ejercer sobre la Iglesia (corpus Christi mysticum).
En la Escolástica no hay duda sobre la sacramentalidad del orden. Es
una convicción de la teología y de la fe universal de la Iglesia. Por lo tanto,
para los teólogos resulta natural probar la sacramentalidad del orden con
argumentos de la Sagrada Escritura y de la Tradición sin extrema minucio-
sidad. Todos los teólogos incluyen el orden en el elenco de los siete sacra-
mentos. La concepción de la sacramentalidad del orden es tan amplia que
para algunos teólogos incluye también la tonsura, que significaba el ingreso
en el estado clerical; de hecho, la cuestión que ocupa a los teólogos de la
época es la de saber cuántos y cuáles grados del orden son sacramento; esta
cuestión normalmente dependerá del número de los grados reconocidos.
De esta forma, ya Pedro Lombardo considera que las órdenes (menores
y mayores) que están relacionadas con la eucaristía (santificación) son sa-
cramento, mientras que al resto de los oficios y dignidades no se les puede
considerar tales, de modo que el episcopado no es considerado como sa-
cramento. Santo Tomás hereda este planteamiento en donde el sacerdote
queda perfectamente definido desde la potestad de ofrecer la eucaristía, y
el sacerdocio aparece como la máxima categoría entre las órdenes minis-
teriales. La adopción de la teoría aristotélica le hace aportar un interesante
desarrollo incorporando la idea de la instrumentalidad constitutiva del mi-
nistro que actúa, en virtud de su ordenación sacerdotal, como instrumento
del Señor para actuar siempre en su nombre (in persona Christi et in nomi-
ne Ecclesiae), aunque de un modo especial en la eucaristía. En continuidad
con el Maestro de las Sentencias, Santo Tomás afirma que en lo que se
refiere al cuerpo sacramental el obispo no es superior al presbítero, aunque
recibe un «cierto orden» en relación al cuerpo místico sobre el cual ejerce
el supremo cuidado pastoral y donde realiza determinadas acciones que no
puede delegar (confirmar, ordenar, consagrar basílicas). Además, el obispo
depuesto, al ser restituido al ejercicio episcopal, no ha de ser consagrado
nuevamente, por lo que se atisba una cierta afirmación de la sacramentali-
dad del orden que el Doctor Angélico no llegó a desarrollar.

609
LA LÓGICA DE LA FE

En clara línea tomista, el Decreto para los armenios del Concilio de


Florencia establece que en la ordenación sacerdotal la fórmula «Recibe la
potestad de ofrecer el sacrificio en la Iglesia...» es la forma sacramenti mien-
tras que el signo decisivo (materia sacramenti) consiste en la entrega del
cáliz con vino y de la patena con pan (porrectio instrumentorum). A conti-
nuación se menciona solo la materia del diaconado (liber Evangeliorum) y
del subdiaconado (cáliz y patena vacíos) y una alusión general en analogía
con el resto de las órdenes sin citarlas. Se decreta que el ministro ordinario
del orden es el obispo, pero no se menciona la consagración episcopal
como sacramento (DH 1326).

4. La crítica de la Reforma y la «divina ordinatione» de Trento

Lutero afirmó que el sacramento del orden es «un invento de la Iglesia


del papa» sin la más mínima promesa de gracia por estar ausente comple-
tamente del Nuevo Testamento. El argumento católico de la institución en
la Última Cena en el mandato de Cristo de «Haced esto en memoria mía»
no le parecía consistente: «¿Por qué no ven la institución de la ordenación
sacerdotal en aquella ocasión en que Cristo les impuso el ministerio de la
proclamación de la palabra y del bautismo... ya que el quehacer propio
de los sacerdotes es el de predicar y bautizar?» (La cautividad babilónica
de la Iglesia, 145). El término sacerdote sería inapropiado completamente
para referirse a los ministros. Se trata de una categoría clave, pero para
significar la naturaleza de todo cristiano y determinar la igualdad de to-
dos los creyentes en Jesucristo (1Pe): «El título de sacerdotes sería para
los ungidos (cristianos) y habría que usurpárselo a los impostores». Lutero
también niega la vinculación sacerdocio-eucaristía (sacrificio) puesto que la
predicación se constituye en el punto fundamental de cualquier ministro.
Y, como consecuencia de todo ello, equipara al párroco con el obispo en
el ministerio de la palabra. Finalmente, niega la sacramentalidad del orden
a partir del rito de la entrega de los instrumentos por no constar en el NT
y considera ridícula la doctrina del carácter que el papa da «sin que Cristo
se entere» (o.c., 149).
Atacar al sacramento del orden significaba atentar contra la estructura de
la Iglesia y romper su unidad. Por eso, los padres conciliares de Trento se
vieron obligados a responder con firmeza en este tema a partir de la lista
de errores luteranos previamente elaborada. No en vano, se trata, junto con
la justificación, de la materia más laboriosa de todas cuantas en el terreno
dogmático abordó el Tridentino. El plan desarrollado en cuatro capítulos y
ocho cánones afirmará la naturaleza sacramental del sacerdocio ministerial
y tratará de articular la justa relación entre el obispo y el presbítero. Se po-
dría sintetizar en seis afirmaciones dicha doctrina: a) la institución divina del

610
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

sacerdocio cristiano por el que el ministro recibe la potestad de consagrar,


ofrecer y administrar el Cuerpo y la Sangre del Señor en el sacrificio de la
misa y de perdonar los pecados; b) la sacramentalidad del orden sagrado;
c) el carácter sacerdotal; d) la existencia de diversos órdenes sagrados deri-
vados de una «ordenación divina»; e) la naturaleza jerárquica de estos órde-
nes; f) la superioridad de los obispos, con respecto a los presbíteros, pero
se evita definir si esa superioridad es inmediatamente de derecho divino
o no (FIC, p. 746). Conviene advertir que Trento hablaría de una sucesión
apostólica en un doble sentido: el eucarístico-sacramental por el que se afir-
ma que los presbíteros son sucesores de los Apóstoles en el sacerdocio (DH
1764), y el eclesiológico, que corresponde a los obispos, quienes suceden
a los Apóstoles dentro de una Iglesia (DH 1768).
El Concilio trató de evitar cuestiones discutidas de doctrina católica y
se centró en los errores luteranos. Pero no cabe duda de que existían ten-
dencias encontradas en diferentes puntos controvertidos. Mientras algunos
padres sostenían que el episcopado no era sacramento siguiendo a los prin-
cipales autores escolásticos, otros lo consideraban un sacramento distinto
del presbiterado y afirmaban que de la consagración episcopal nacía toda
potestad pastoral y, por lo tanto, los obispos eran superiores a los presbíte-
ros por derecho divino. Se decía, así, que toda la jurisdicción le venía a los
obispos directamente de Dios, mientras que del papa les vendría el «uso».
El conciliarismo que aún se respiraba entre muchos obispos franceses hacía
temer que una definición de la sacramentalidad del episcopado fortaleciese
dichas posiciones por lo que finalmente se hubo de llegar a un punto de
acuerdo: se decidió finalmente no definir la superioridad del papa sobre el
concilio y, dado que afirmar que la jerarquía era de institución divina pro-
vocaba no pocos rechazos, se alcanzó el compromiso de admitir por parte
de todos la fórmula «divina ordinatione» para explicar la existencia de la je-
rarquía en la Iglesia sustentada por los tres grados ministeriales de obispos,
presbíteros y ministros (DH 1776). Como se ha visto, no era el momento de
entrar en debates intracatólicos, sino de responder a la amenaza doctrinal y
eclesial que planteaban los reformadores, dejando abierta la cuestión para
ulteriores desarrollos teológicos sobre la jurisdicción universal del Romano
Pontífice (Vaticano I) y su esencial relación con todo el episcopado (Vati-
cano II).

5. Vaticano II: sacramentalidad del episcopado y continuidad en


la misión de Cristo

La confluencia en el s. XX de diversos movimientos teológicos junto con


las investigaciones históricas, litúrgicas, bíblicas y ecuménicas hicieron que
el sacramento del orden adquiriera una nueva orientación. Ya en 1947 Pío

611
LA LÓGICA DE LA FE

XII había declarado que la imposición de las manos era la materia única de
las ordenaciones de diácono, presbítero y obispo recuperando así la más
genuina tradición patrística, al mismo tiempo que mantenía la entrega de
los vasos sagrados y otros gestos como ritos ilustradores dentro de la cere-
monia litúrgica (DH 3859).
El planteamiento teológico del sacramento del orden desde la esco-
lástica, y que fue adoptado por Trento, hacía partir la reflexión teológica
del presbítero y su relación fundamental con la eucaristía. Dado el mismo
poder de consagrar y ofrecer el sacrificio de la misa, el obispo y el presbí-
tero aparecían como iguales en el sacerdocio. De ahí que el episcopado se
definiera entonces por la búsqueda de cuál es y dónde radica la potestas
episcopi y no apareciera clara su condición de sacramento. La reflexión de
los padres del Vaticano II reorientó las claves de comprensión y volvió a
colocar al episcopado, plenitud del supremo sacerdocio, como punto de
partida de la reflexión teológica. Desde ahí se explicará la participación
del mismo sacerdocio de los presbíteros y la colaboración de los diáconos.
La cuestión de su definición no vendrá ahora por la potestas, sino por pre-
guntarse cuál es el don recibido del Espíritu en la consagración episcopal
mediante la imposición de manos. Sin olvidar la importancia central de la
eucaristía, va a ser la misión la que se constituya ahora en el fundamento
del sacramento del orden. Y así, la sacramentalidad del episcopado y el
presbiterado quedan enraizadas en el envío que Jesucristo hace a sus Após-
toles para participar de su propia misión: «Los Apóstoles, instituidos por el
Señor, llevarán a cabo su misión llamando de diversas formas pero todas
convergentes, a otros hombres como obispos, presbíteros y diáconos, para
cumplir el mandato de Jesús resucitado, que los ha enviado a los hombres
de todos los tiempos. El Nuevo Testamento es unánime al subrayar que es
el mismo Espíritu de Cristo el que introduce a estos hombres, escogidos de
entre los hermanos. Mediante el gesto de la imposición de las manos, que
transmite el don del Espíritu, ellos son llamados y capacitados para conti-
nuar el mismo ministerio apostólico de reconciliar, apacentar el rebaño de
Dios y enseñar» (PDV 15).
La visión de los ministerios jerárquicos se hace ahora desde la compren-
sión de los «servicios» (LG 18) y en el amplio marco de la doctrina del pue-
blo de Dios. La recuperación y revalorización del sacerdocio común de los
fieles, difuminado en Trento, junto con su relación con el sacerdocio minis-
terial (diferencia esencial no solo de grado) constituyen las bases para una
adecuada eclesiología (LG 10), donde la comunión y la complementariedad
encuentren cauce adecuado en las relaciones de todos los estados de vida
cristiana. El sacerdocio de Cristo testimoniado en la carta a los Hebreos po-
see dos dimensiones: una existencial (ofrecimiento de la propia vida en la
cruz) de la que brota el sacerdocio común de los fieles para ofrecer el culto

612
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de la propia vida; y otra mediacional (establecimiento de la nueva alianza


entre Dios y los hombres) de la que mana el sacerdocio ministerial. Ambos
provienen y participan del único sacerdocio de Cristo y están ordenados
mutuamente (cfr. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según
el Nuevo Testamento, Salamanca 1984).
El Concilio destacó también diferentes aspectos que pudieron quedar
menos resaltados en el desarrollo magisterial anterior por encontrarse tra-
tados en un contexto polémico necesitado de defender lo nuclear que se
consideraba atacado. Subraya, por una parte, la tarea de la predicación que
compete al obispo y al sacerdote (PO 4; LG 25; CD 12) y otorga a la predi-
cación un lugar equivalente al del sacramento (DV 21). Frente a la fórmula
de compromiso tridentina, definió la sacramentalidad del episcopado por
la que el ordenado es incorporado a la misión de Cristo y es revestido con
el poder del Espíritu Santo: «Enseña el Santo Sínodo que con la consagra-
ción episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden». Respecto
del carácter que imprime el sacramento se produce un cambio de plantea-
miento. Se produce un paso de la consistencia institucional a la gratuidad
carismática con carácter pneumatológico: no es una potestad arbitraria en
manos del ministro, sino un don que capacita para obrar en la Iglesia accio-
nes eclesiales por medio del cual el obispo queda configurado para hacer
las veces, de modo eminente y visible, del mismo Cristo, Maestro, Pastor y
Sacerdote y actuar en su nombre (in eius persona agant) (LG 21). La doctri-
na del primado y la infalibilidad del Romano Pontífice del Concilio Vaticano
I fue completada con la de la colegialidad episcopal (LG 21s; CD 4).
Por su parte, el presbítero, partícipe de la misión apostólica, queda iden-
tificado con Cristo Sacerdote para actuar como representante de Cristo Ca-
beza (PO 2) y su ordenación se orienta a la edificación de la Iglesia, pero
siempre como cooperador de los obispos (PO 12) formando parte de un
único presbiterio junto con los demás presbíteros seculares y consagrados
(CD 34). En relación a los diáconos, que participan de una manera especial
de la misión y la gracia de Cristo (LG 41; AG 16), el Concilio pidió el resta-
blecimiento del diaconado permanente, prácticamente desaparecido en la
Iglesia latina (LG 29; OE 17) (cfr. CTI, Diaconado: evolución y perspectivas
[2002]). Marcados con un sello (carácter) que los configura con Cristo que
se hizo diácono, es decir, el servidor de todos, les corresponde «asistir al
obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre
todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a lacelebración
del matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las
exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cfr. LG29; cfr.
SC 35,4; AG 16)» (CEC 1570).
Como conclusión podemos decir que el sacramento del orden se funda-
menta en la misión de Cristo conferida a los Apóstoles de la que, obispos

613
LA LÓGICA DE LA FE

y presbíteros (cooperadores), participan cada cual a su modo: «La Iglesia


considera el sacerdocio ministerial como un don a ella otorgado en el mi-
nisterio de algunos fieles. Tal don instituido por Cristo para continuar su
misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en
la Iglesia a través de los obispos, sus sucesores» (Directorio para el ministe-
rio y la vida de los presbíteros, 7-8). Precisamente es la categoría misión la
que evita concepciones unilaterales del pasado sobre el ministerio (potestas
consecrandi et absolvendi) e integra otras dimensiones como el servicio de
la palabra (Rahner), el servicio a la unidad (Kasper) o la representación de
Cristo y de la Iglesia (Greshake) en un todo armónico y orgánico. Queda así
puesta de manifiesto la evidente dimensión cristológica del sacramento y la
finalidad de servicio a la Iglesia a la hora de predicar el Evangelio, regirla
como pastores solícitos de la grey en el nombre de Cristo y santificarla por
medio del culto y los sacramentos en el anhelo de un día poder celebrar
con los demás cristianos la única Cena del Señor.
Precisamente el aspecto ecuménico encierra un punto crucial dentro de
la teología del ministerio. Solamente estaremos en plena comunión eclesial
cuando seamos capaces de celebrar juntos la eucaristía. Y eso será posible
cuando se dé un reconocimiento de los ministerios. Pero ese momento
actualmente se ve lejano, incluso con la Comunión anglicana. La declara-
ción de invalidez y nulidad de las órdenes anglicanas por parte de León
XIII en 1896 (Apostolicae curae) y la ordenación unilateral de mujeres por
parte de algunas confesiones cristianas supone un serio obstáculo más en
ese camino de unidad que es siempre don del Espíritu Santo. Juan Pablo
II, apoyado en la declaración de la CDF Inter insigniores (1976) y sus argu-
mentos (tradición, actuación de Cristo y los Apóstoles, representación de
Cristo y simbolismo matrimonial), declaró en una carta apostólica (Ordina-
tio sacerdotalis, 1994) que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad
de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen
debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n.
4). La cuestión de la ordenación de los varones casados (viri probati), de
naturaleza completamente distinta al tema anterior, continúa suscitándose
en diversas áreas, aunque la Iglesia ha reiterado en diversas ocasiones la
decidida y convencida opción y elección del celibato actual como disciplina
obligatoria en la Iglesia latina (Sacerdotalis caelibatus, 1976; CIC, can. 277,
1) bajo argumentos cristológicos y escatológicos, unidos a otros aspectos de
tipo más práctico (disponibilidad apostólica...).

IV. 2. MATRIMONIO

El matrimonio se podría definir como una relación jurídicamente reco-


nocida entre dos personas de distinto sexo para una comunidad total de

614
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

vida. Se trata de una realidad que ya existe en la economía de la creación


y que para la Iglesia católica, cuando se realiza entre dos bautizados, es
siempre sacramento. Matrimonio y orden sagrado constituyen los dos sig-
nos sacramentales al servicio de la comunidad y reflejan el misterio de la
maternidad de la Iglesia. Por eso, ambos podrían denominarse sacramentos
de la fecundidad cristiana. Nos cumple ocuparnos de la parte más teológica
de esta realidad, pero al menos conviene citar las diferentes ciencias que
también estudian el matrimonio como la antropología o el derecho civil, la
ética o la sociología. Ello nos hace caer en la cuenta de la complejidad de
esta institución que ha experimentado importantes cambios a lo largo de la
historia, pero de un modo especial ha sufrido importantes sacudidas en el
último siglo, por ejemplo: el retraso en la fecha a contraer matrimonio por
parte de la humanidad joven; los nuevos modelos de familia asumidos con
naturalidad que han desplazado al matrimonio como lugar natural de las
relaciones íntimas y la socialización de los nuevos miembros; la baja tasa
de natalidad en las sociedades occidentales; el elevado número de fracasos
en las relaciones matrimoniales (aumento de divorcios); el cuestionamiento
de los ritos oficiales para el inicio de un proyecto de vida común; las altas
expectativas de felicidad puestas en las palabras «amor» y «matrimonio», etc.
Desde el punto de vista cristiano algunos hacen recaer el debilitamiento
del matrimonio en una cierta desconfianza frente al cuerpo y al placer que
vendría lastrada por la doctrina eclesiástica, por toda la reglamentación
canónica que se vería como inútil en muchas ocasiones o en el gran pro-
blema pastoral de tantos bautizados-alejados que se acercan para recibir el
sacramento con una fe muy débil o incluso cuestionando la misma realidad
sacramental (cfr. F. J. Nocke, Orden, 996-997).

§ 43. El matrimonio cristiano, con su unidad e indisolubilidad, es sacra-


mento de la Ley Nueva según la Escritura, los Santos Padres y los concilios de
la Iglesia; asume la realidad humana y la refiere íntimamente al bautismo
y a la fe.

Son muchas las preguntas que surgen ante esta rica realidad y solo el
estudio de la Escritura, la tradición y la reflexión teológica, muchas veces
cristalizada en el magisterio eclesial, nos irán dando luz para responder a
algunas tan importantes como estas: ¿cómo una realidad natural es elevada
a la categoría de sacramento?, ¿de dónde nace su sacramentalidad?, ¿quién
tiene jurisdicción sobre esta institución?, ¿cuál es el elemento fundamental?,
¿qué papel juega el amor, el pacto o la cohabitación?, ¿qué significa unidad
e indisolubilidad?, ¿cómo se fue configurando el matrimonio en las comu-
nidades cristianas?

615
LA LÓGICA DE LA FE

El matrimonio y la familia han sido en la Iglesia objeto de experiencia vi-


tal, de cuidado ético y pastoral, de reflexión teológica e incluso de vivencia
mística. Y la Iglesia no improvisa, puesto que es una comunidad histórica
en crecimiento perenne, cuerpo de Cristo en crecimiento constante que
trata de dar respuesta en todos los momentos de la historia.

1. Sagrada Escritura: fundamento histórico-salvífico

La «carta magna» del proyecto originario de Dios sobre el matrimonio


está contenida, de manera esencial, en los dos relatos de la creación que
aparecen en el libro del Génesis. Dios ha creado al hombre a su imagen
y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo
tiempo al amor. Dios es amor y vive dentro de sí una comunión de amor
personal. En la creación del ser humano Dios inscribe en la humanidad del
hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la
responsabilidad del amor y la comunión.

a) El ser humano en el proyecto creador de Dios

El relato sacerdotal de Gén 1,2-2,4 presenta la creación del cosmos y de


sus múltiples y diversos componentes, como un gran escenario concebido
y preparado, por obra de Dios, para acoger la criatura humana, síntesis y
coronación de toda la creación. Frente a la concepción del sexo como obje-
to de culto o realidad sagrada y misteriosa (religiones cananeas), el Génesis
desmitologiza y naturaliza el sexo. El hombre y la mujer, creados «a imagen
y semejanza de Dios» para que dominen sobre los peces del mar y sobre
las aves del cielo, no son uno, en singular, sino, y esto es de fundamental
importancia, son pareja humana. (Esto no implica que cada uno no sea una
persona, una «suidad», una conciencia que no puede diluir su responsabi-
lidad en la de la pareja: «el alma y su Dios», decía Newman). La semejanza
con Dios de todos los hombres (sin distinción de sexos) y, por tanto, la
igual dignidad intrínseca que poseen y el respeto que merecen, provienen
en razón de su naturaleza humana. La complementariedad sexual, «varón y
mujer los creó» (Gén 1,27) se constituye como algo «creatural» (bará); pero
curiosamente, por ello mismo, es sagrada ya que, como todo lo creado,
proviene de Dios. La pareja humana, desde el comienzo creada y diferen-
ciada, es posteriormente bendecida por Dios. Tal bendición divina no es un
simple augurio o deseo, sino que expresa la presencia de Dios mismo; es
una palabra operadora de realidad. El mismo don de la vida, que surgirá de
la unión conyugal de los dos esposos (Gén 1,28-31), será considerado como
un don propio de Dios. A todos los seres humanos se les ha asignado la
tarea de «asegurar y proteger el orden vital de la creación», «de administrar

616
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

y configurar amorosamente el mundo como el hogar y la casa paterna que


les ha sido destinado» (H. Vorglimer, Teología de los sacramentos, 364-365).
En este cuadro panorámico, el matrimonio no puede ser simplemente una
institución humana o convencional, sino que constituye un don bueno de
Dios, una institución divina que Dios mismo ha puesto a la base de la cons-
trucción y edificación de la humanidad en este mundo. De hecho, al final
de la creación, el autor bíblico expresa la complacencia de Dios de frente a
su obra, con la frase ritual y ampliada para esta ocasión: «Y Dios vio cuanto
había hecho, y todo era bueno» (Gén 1,31).
El segundo relato (Gén 2,4b-25), más antiguo en el plano redaccional y
de tradición no sacerdotal (antiguamente llamada «yahwista»), también se
expresa con un lenguaje más arcaico e, incluso, popular. La formación de la
mujer es puesta en relación al hecho de que el hombre no puede estar solo:
«No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»
(Gén 2,18). La mujer, que Dios presenta al hombre, como compañera de
vida y colaboradora, elimina de raíz aquella suerte de ser incompleto en la
cual el hombre se encontraba. La mujer, en otras palabras, creada de la mis-
ma carne del hombre, «de su costilla», aparece como la expresión eminente
y más directa de este complemento del hombre (Gén 2,23) y de la recipro-
cidad relacional. «Por esto», subraya el texto (Gén 2, 24), los dos, hombre y
mujer, una vez llegado el momento de su madurez, dejarán sus respectivas
familias y volverán a ser «una sola carne». En esta perspectiva, el matrimonio
es considerado, entonces, como una unión total y estable de dos seres. La
expresión «una sola carne» (carne, en el lenguaje bíblico, indica a la persona
humana total) implica una unión de tal manera profunda y completa que
conlleva e implica la fusión de dos cuerpos como signo de comunión y de
don total de sí mismos entre un hombre y una mujer, no solo a nivel cor-
poral, sino también a nivel de corazón, de mente, de espíritu. En esta situa-
ción irrumpe el pecado que lleva a la ruptura con Dios (¿dónde estás?), la
ruptura consigo mismo (desnudez), la ruptura con los demás («la mujer que
tú me diste…») y la ruptura con la creación. La complementariedad buena y
creatural ha quedado afectada, pero siempre queda la oferta de perdón por
parte de Dios (Dios les hace dos vestidos).
Es evidente cómo estos dos relatos del libro del Génesis se relacionan y
se entienden mutuamente. Ambas narraciones presentan aquello que pode-
mos considerar, sin duda, el mensaje fundamental de la revelación divina
sobre el matrimonio en su realidad humana, terrena, en definitiva, origina-
ria. El matrimonio, en otras palabras, viene de Dios como un don bueno;
es bendecido por Dios mismo, se funda en la natural complementariedad
entre hombre y mujer; reconoce la inalienable dignidad de cada uno; pre-
senta las connotaciones fundamentales de la unicidad e indisolubilidad (un
hombre y una mujer se unen de tal manera que se convierten en «una sola

617
LA LÓGICA DE LA FE

carne» para siempre); está abierto a acoger el don de una nueva vida («cre-
ced y multiplicaos»); es camino realizado por dos personas bajo la presen-
cia de Dios y que tiene como clave existencial la mutua autodonación que
propicia una comunión de vida y que, por su propia dinámica, se establece
como generadora de vida.
En continuidad con la teología del Génesis y dentro del ámbito de los
profetas la clave de la alianza se va a mostrar como decisiva para entender
la relación entre Dios y su pueblo. Rasgos como delicadeza, ternura, intimi-
dad y ardiente emoción marcan la profunda comprensión del matrimonio.
La aceptación mutua en los esponsales y el pacto que se establece entre
hombre y mujer se convierten en símbolo e imagen de la alianza entre Dios
y el hombre, entre Dios y su pueblo, marcada tantas veces por el binomio
fidelidad-infidelidad (Os 1-3; Jer 2,2; Ez 16 y 23; Is 54 y 62): «El matrimonio
es, por tanto, en cierta medida, la gramática merced a la cual se expresan
el amor y la fidelidad de Dios» (W. Kasper, Teología del matrimonio, 42).
Creación y alianza se constituyen así como las dos claves fundamentales
para entender la realidad y la teología del matrimonio cristiano.

b) El matrimonio en la Nueva Alianza: signo de Cristo

Todo el planteamiento veterotestamentario quedaría incompleto si no


se insertara el matrimonio en el misterio salvífico de Cristo. La intuición
del Antiguo Testamento de la unión esponsal vivida como alianza es recu-
perada ahora en la nueva alianza establecida por Cristo: por su novedad
radical, el matrimonio queda también afectado para ser vivido en el Señor.
La doctrina del matrimonio aparece en el marco de la llamada de Jesús a
la radicalidad y en un cierto ambiente escatológico ante la inminencia del
Reino. Cristo se ha identificado con el novio presente (Mt 9,14-15) o el es-
perado por las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13); ha hablado de Dios como
un rey que invita a la boda de su hijo (Mt 22,2-14). Tres son los textos fun-
damentales en los cuales el Nuevo Testamento habla del matrimonio:

1. El relato que hace referencia a la cuestión del divorcio (Mt 19,3-9;


Mc 10,1-12) se puede leer en realidad como una llamada a la fidelidad. La
pregunta malintencionada de los fariseos pretende que Jesús se posicione
acerca de la enseñanza del divorcio que por entonces tenía interpretaciones
dispares –entre las más rigoristas (Hillel) y las más permisivas (Shammay)–
y que dejaba solo al varón la posibilidad de disolver el matrimonio. Ante
esto, Jesús supera la polémica y reafirma la intención originaria de Dios
sobre el matrimonio: creados varón y mujer para formar una sola carne. La
posibilidad del repudio a causa de la esclerocardía no es propia del hombre
nuevo: en el principio no fue así (Mt 19,7-8). La conclusión definitiva del

618
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

debate desemboca en la tan debatida cláusula mateana (mè epì porneía=nisi


ob fornicationem = sino a causa defornicación): «…os digo que quien repu-
die a su mujer –salvo en caso de fornicación (porneía)–, y se case con otra,
comete adulterio» (Mt 19,9; Mt 5,32). La teología oriental tradujo el término
por «adulterio» y vio aquí una excepción a la regla general de modo que
encontró un camino para poder romper el matrimonio. La teología católica
tradujo por «prostitución» o «fornicación». Según la explicación clásica (se re-
monta al menos a San Jerónimo), Jesús permite el «divorcio parcial» (lo que
llamaríamos «separación de cuerpos») en caso de adulterio. Es una solución
práctica, pero problemática, ya que la excepción (nisi ob fornicationem) de-
bería afectar tan solo al primer término de Mt 19 (repudiar) y no al segundo
(casarse otra vez) que seguiría prohibido, lo cual, indudablemente obliga
a forzar el texto mismo. San Agustín, interpretaba el nisi ob fornicationem
como una excepción, pero no como una excepción a la regla, sino como una
excepción en el discurso, es decir, algo así como: «Dejando aparte el caso de
fornicación». En definitiva, según esta segunda interpretación el «excepto en
caso de porneia» («prostitución» en hebreo) indicaría que la indisolubilidad
absoluta exigida por Jesús es siempre mantenida, excepto en el caso de estos
matrimonios (entre parientes próximos) que no concuerdan con la Ley (Lev
18) y que deben, por lo tanto, ser disueltos ya que, por otra parte, no eran
sino matrimonios nulos. En cualquier caso, la escena concluye con la sorpre-
sa de los discípulos (señal de que en la afirmación de Jesús había una radi-
calidad nueva e inusitada). Jesús habla otro lenguaje y se sitúa en otra clave
por encima de la casuística legal de los judíos. Él mismo lo afirma: «No todos
entienden este lenguaje». Por ello, el matrimonio, como todas las demás vo-
caciones cristianas, se vive desde este «lenguaje», desde este nuevo horizonte.
Desde aquí se puede interpretar la afirmación de la teología clásica sobre el
problema de la «institución del matrimonio»: «Jesús eleva el matrimonio a la
dignidad de sacramento» porque lo incluye en otro ámbito, en otra esfera,
en otro horizonte hermenéutico: el del Reino y sus valores, que tiene como
exponente supremo el valor del amor.

2. La concepción paulina del matrimonio se encuadra dentro del cristo-


centrismo del Apóstol. Después de un significativo elogio de la virginidad, se-
gún 1Cor 7,39 el matrimonio se contrae «en el Señor». De igual modo a como
el bautismo se entiende como un «ser en Cristo», así también el matrimonio
resulta inserto en esa relación de alianza. Ante los recelos y miedos de que
los casados cristianos pudieran quedar contaminados si mantenían relaciones
sexuales con el cónyuge no cristiano, san Pablo declara que la parte cristiana
santifica al no creyente y a los hijos (1Cor 7,14). Reitera la sentencia de Jesús
(«no yo, sino el Señor») que declara la ilicitud de la separación para ambos
cónyuges, pero si lo hace el no creyente, el cónyuge cristiano queda libre

619
LA LÓGICA DE LA FE

para volver a contraer matrimonio («yo, no el Señor»: privilegio paulino, 1Cor


7,12-16). Es evidente que Pablo conjuga el pragmatismo pastoral y la llamada
de Jesús a la fidelidad incondicional: «la llamada a una vida en libertad» hace
necesaria la atención a las situaciones concretas y a los casos excepcionales»
sin perder ni un momento de vista el principio fundamental de la fidelidad
y la indisolubilidad de la unión matrimonial (cfr. Nocke, Matrimonio, 999).

3. El otro texto paradigmático de la escuela paulina es el que se encuen-


tra en Ef 5,21-33, considerado fundamento bíblico de la sacramentalidad del
matrimonio, y al que la tradición ha otorgado siempre un peso excepcional,
a pesar de las dificultades a la hora de su interpretación. Al tratar Pablo las
relaciones entre el marido y la mujer termina refiriendo la unión corporal
de los cónyuges a la unidad de los miembros del cuerpo de Cristo: «Gran
misterio (mystérion: que será traducido por sacramentum) es este; lo digo
respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32). Según el Magisterio, la gracia con
que Cristo perfecciona el amor humano une de manera indisoluble y san-
tifica a los cónyuges de suerte que hace del matrimonio un sacramento. A
partir de esta conciencia la fe cristiana ha afirmado desde antiguo el carácter
sacramental del matrimonio cristiano. Los Santos Padres de la Iglesia, en la
línea de estos datos bíblicos, revelan y manifiestan repetidamente que la
unión entre dos bautizados es una real inserción en una realidad sobrenatu-
ral: la unión de Cristo con la Iglesia. Trento dirá prudentemente que la doc-
trina de la gracia matrimonial se encuentra en este texto insinuada (innuit),
no enseñada (DH 1799); el concilio Vaticano II afirmará que el matrimonio
es imagen y participación en el pacto de amor entre Cristo y la Iglesia (cfr.
GS 48; AA 11), manifestando y participando del misterio de la unidad y del
fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (LG 11). «No se trata de una compara-
ción sin más, sino que el matrimonio terreno y su realización, se constituye
también en su misma esencia por ese modelo de Cristo» (Schlier, Epheser,
263). Por tanto, la sacramentalidad del matrimonio proviene de su misma
esencia y de la realidad intrínseca en virtud de la cual se constituye en
signo: la unión del hombre y la mujer en matrimonio significa la unión de
Cristo con su Iglesia. Esta unidad cristológica-eclesiológica fundamentada
en el amor debe ser el modelo perfecto al que tender y punto continuo de
referencia, no sencillamente fruto de la traducción de un término bíblico.
En el matrimonio entre bautizados, insertado en la dinámica de la historia
de la salvación, no solo se actualiza la relación Adán-Eva, sino también y
de una manera absolutamente propia la relación redentora y sublime entre
Cristo y la Iglesia (cfr. B. Testa, Los sacramentos de la Iglesia, 286-288). Esta
realidad matrimonial inscrita en el proyecto creador de Dios, cuando se
verifique entre dos bautizados cuyas vidas se encuentran insertas en Cristo,
será siempre sacramento (can. 1055,2).

620
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

2. El matrimonio en la historia y el Magisterio

a) Realidad terrena penetrada de espíritu cristiano. No existen indica-


ciones claras ni precisas sobre la existencia de una verdadera ni propia
celebración litúrgica del matrimonio durante los primeros siglos de la Igle-
sia. Los cristianos celebraban el matrimonio sin significaciones relevantes:
«se casan como todos los demás, como los demás tienen hijos, pero no
abortan, ni abandonan a los recién nacidos, tienen en común la mesa pero
no el lecho» (Carta a Diogneto). Se conformaban así a las costumbres y
usos civiles del momento, pero daban una impronta a su relación desde
la mutua fidelidad y el respeto a la vida. Estas ceremonias se celebraban
bajo la presencia del padre de familia cumpliendo tan solo los gestos y
ritos domésticos como, por ejemplo, la unión de las manos de los futuros
esposos. Poco a poco con el tiempo y con la declaración del cristianismo
como religión oficial del imperio se irá produciendo una progresiva «ecle-
sialización» del matrimonio, quedando totalmente bajo la jurisdicción de
obispos y párrocos en detrimento de la administración civil. Precisamente
la reivindicación de la autoridad sobre el matrimonio por parte de la Iglesia,
junto con la cuestión de la sacramentalidad del mismo, su defensa frente a
ciertas herejías, la teoría agustiniana del triple bonum, su permanente ten-
sión con la virginidad, la controversia entre consentimiento y consumación
como elemento determinante, y su celebración canónica serán los temas
fundamentales que recorrerán la historia del sacramento y la cristalización
doctrinal de la tradición.

b) La difícil defensa del matrimonio. No les resultó fácil a los Padres


defender el orden de la creación y, por tanto, el matrimonio dentro del
contexto cultural que les tocó vivir. Sin embargo, por fidelidad al Nuevo
Testamento y a la tradición de la fe de la Iglesia adoptaron una inequí-
voca defensa del matrimonio en un doble frente: i) ante una sexualidad
promiscua vivida sin control y legitimada en el ámbito religioso con la
prostitución sagrada de los templos, el matrimonio se constituye en la ins-
titución social que vive el orden familiar y pone freno al libertinaje sexual;
ii) ante una ética estoica y maniquea propugnada por determinadas sectas
(encratitas=continentes [cfr. 1Tim 4,1-5], priscilianistas…) que identifican la
materia y el placer como el principio del mal y, consecuentemente, des-
precian la sexualidad y la unión matrimonial, los Santos Padres elogiarán
la bondad y moralidad del matrimonio como modelo de unión, querido y
bendecido por Dios. Esta segunda dimensión se vivirá en un desequilibrio
siempre tenso entre la valoración del matrimonio y la altísima estima de la
vida celibataria. La relación matrimonio-virginidad será siempre un binomio
en tensión. No obstante, el monje de Roma Joviniano lideró un movimiento

621
LA LÓGICA DE LA FE

que criticaba la supervaloración del celibato porque mermaba la dignidad


del matrimonio. Su opositor más fuerte se desveló en la persona de Je-
rónimo y en el año 390 Joviniano y sus monjes, cuyas ideas continuaron
algunas décadas más, fueron condenados por los sínodos de Roma y Milán,
presididos por el papa Siricio y el obispo Ambrosio.
Más allá de las polémicas en el tiempo de los Padres, el matrimonio era
considerado desde una doble perspectiva: el proyecto de la Creación (Dios
crea la pareja humana para unirse y procrear hijos haciendo del matrimonio
una realidad buena y fuente de la vida) y el proyecto de la Redención (el
matrimonio entre cristianos —bautizados— envuelto en el misterio de Dios
en Cristo Jesús). En esta clave, encontraron los Padres un filón para resaltar
la riqueza de la realidad matrimonial, la novedad cualitativa del matrimonio
cristiano como unión realizada en la Iglesia, confirmada por la eucaristía,
bendecida por Dios, proclamada por los ángeles y ratificada por el Padre;
describen la belleza de la pareja cristiana en la vivencia de su comunión y
misión; resaltan que Dios es quien une a la pareja y le concede el carisma
de la armonía y la mutua entrega.
Precisamente la relevancia eclesial del matrimonio es subrayada, por
ejemplo, por Ignacio de Antioquía que invita a los cristianos a casarse sola-
mente con la aprobación del obispo. Más adelante, de la bendición paterna
se pasará a la presencia del sacerdote o el obispo en la celebración en la
que ahora realizará el mismo ministro la bendición nupcial ante la comuni-
dad (in facie Ecclesiae). También Tertuliano se refiere al aspecto de que los
cristianos, con ocasión del matrimonio, en algunas ocasiones participan en
la celebración del sacrificio cristiano de la eucaristía con el fin de obtener
una particular bendición. En el comienzo de la Edad Media ya en algunos
Sacramentarios se encontrará una misa pro sponsis. Por otra parte, algunos
Padres orientales (Basilio, Epifanio, etc.) admitirán alguna excepción a la
indisolubilidad (generalmente la del marido inocente, abandonado). Este
aspecto, junto con una concreta interpretación de la cláusula mateana, dará
lugar a que la Iglesia ortodoxa admita ciertos casos de divorcio (basándose
en el principio de economía o condescendencia) (cfr. G. Flórez, Matrimo-
nio y familia, 195-196; 214-215).
También entre Oriente y Occidente se darán ciertas diferencias litúrgicas
que tendrán consecuencias de comprensión teológica. Mientras que la Igle-
sia oriental daba mayor importancia a la bendición nupcial desarrollando
una rica teología de la théosis envuelta en una cierta mística, y donde el
matrimonio consistía en casarse en Cristo, la teología occidental, impreg-
nada del derecho romano, se centró en el aspecto jurídico del consensus y
acentuó la consideración de los esponsales como casarse por la Iglesia. Por
ello, se va fraguando en Oriente la idea de que el ministro del sacramento
es el obispo o el presbítero (que bendice), mientras que en Occidente va

622
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

cristalizando la comprensión de que los ministros del sacramento son los


mismos cónyuges que se comprometen y, en este caso, el sacerdote actúa
como testigo de la Iglesia. El matrimonio fue compatible con el ministerio
sacerdotal hasta el s. IV ordenando la Iglesia siempre a varones casados (§
42,5).
El pensamiento de S. Agustín ha marcado la teología del matrimonio
hasta el s. XX. Consciente de haber pasado por una vida licenciosa, influen-
ciado primero por corrientes maniqueas y comprometido después en la
confrontación con Pelagio, considera imposible que el hombre pueda prac-
ticar la sexualidad sin caer en el pecado. Sin embargo, la enseñanza bíblica
destaca la bondad de la unión de marido y mujer y, por tanto, el matrimo-
nio llega a ser bueno por tres bienes (bona) que compensan las deficiencias
que el hombre corrompido experimenta cuando el placer corporal actúa en
detrimento del espíritu: a) en primer lugar, la descendencia (bonum prolis)
que implica la generación y educación cristiana de los hijos, que han de
convertirse en miembros plenos de la ciudad de Dios, porque lo propio del
matrimonio es la propagación de la naturaleza humana, la procreación de
los hijos; b) en segundo lugar, la fidelidad (bonum fidei) porque el matri-
monio constituye una societas, una comunidad permanente de relaciones
de amor y mutua confianza entre un hombre y una mujer que excluye el
adulterio y el «comercio» con otro/a; c) y, finalmente, la indisolubilidad (bo-
num sacramenti) en virtud del juramento que se prestan y el lazo creado a
imagen de Ef 5,32: el valor sacramental estriba en ser símbolo de la alianza
esponsal entre Cristo y su Iglesia. San Agustín define al matrimonio como
alianza (confœderatio) que Dios quiere mantener durante toda la vida de
los cónyuges y que Jesús, el Señor, bendijo (cfr. De bono matrimonii, 24,
32). Al mismo tiempo, integra las dos dimensiones tanto de vínculo (vin-
culum) jurídico como del símbolo religioso real (signum) que, «en todo
matrimonio, alude a la unión esponsalicia de Jesús con la Iglesia y se con-
suma en el bautismo, en el que se realiza la incorporación al cuerpo de
Cristo» (H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 373). La armonización
de la doble dimensión nos lleva a afirmar que por ser signo de este misterio
(sacramentum-signum) es por lo que el matrimonio (lazo sagrado) en el
nivel natural mismo (sacramentum-vinculum) es verdadera y radicalmente
indisoluble (cfr. Schillebeeckx, 250-251). Con todo, para Agustín, la nueva
situación creada por la venida de Jesús, el Señor, le hace descubrir que ha
cesado la necesidad o el precepto de casarse; también hay que construir
la ciudad del futuro, la Ciudad de Dios, que está más allá de la carne y la
sangre. De ahí surge también el valor de la virginidad.

c) La indisolubilidad del matrimonio. El segundo milenio vino caracteri-


zado por una progresiva institucionalización eclesiástica del matrimonio. Es

623
LA LÓGICA DE LA FE

importante constatar en este periodo la profunda influencia del ius roma-


num en relación con el pensamiento católico en general, y con el matrimo-
nio en particular. De acuerdo con él, se acoge el valor del consenso mutuo
y recíproco como hecho constitutivo del matrimonio cristiano. Según el
derecho romano, de hecho, solamente el consenso de los esposos es estric-
tamente necesario en la celebración del matrimonio, cualquiera que fuese la
forma. El objeto del consenso comportaba, de manera esencial, la voluntad
de contraer matrimonio de acuerdo con las exigencias del derecho (iustum
matrimonium) y que las dos partes respetasen el honor matrimonii: esto
implicaba que el hombre debía tratar a la mujer como esposa legítima,
es decir, con afecto y respeto (affectio maritalis); la mujer debía tener el
mismo rango social del marido (por influencia de la Iglesia se reconoció el
derecho de los esclavos a contraer matrimonio e incluso se abrió la puerta
a la excepcional unión entre esclavos y personas libres [«matrimonios de
conciencia»]).
La tradición latina del consensus tuvo que contrastarse con las corrien-
tes germánicas que ponían el acento en la consumación como elemento
determinante para la creación del vínculo matrimonial. La síntesis de com-
promiso vino sancionada por los papas Alejandro III (1159-1181), Inocencio
III (1198-1216) y Gregorio IX (1227-1241): el matrimonio es válido por el
consentimiento (ratum) y se hace indisoluble por la cohabitación (con-
summatum) (DH 755-756). En medio de estas vicisitudes los matrimonios
clandestinos continuaron siendo un problema acuciante al darse la posibili-
dad de adulterios y bigamias (y, por consiguiente, problemas respecto a la
titularidad y transmisión de los bienes), ya que el sacerdote no disponía de
pruebas para poder negar un segundo matrimonio público a quien lo solici-
taba. Esta cuestión solo se resolverá en el Concilio de Trento. Por su parte,
el complejo movimiento de los cátaros (ss. XI-XII) hizo saltar todas las alar-
mas: para esta secta «el matrimonio es un lupanar» y tener hijos es «procrear
diablos». La Iglesia, por medio de san Bernardo de Claraval, hubo de de-
fender, de nuevo, al matrimonio como estado de vida y como sacramento.

d) La sacramentalidad del matrimonio. La gran problemática escolástica


respecto al matrimonio se centró en su sacramentalidad. Hugo de San Víctor
(†1141) fue el primero en ofrecer un tratado orgánico y sistemático sobre el
matrimonio. Subrayó con acierto la doble institución divina del matrimonio
(Dios creador lo instituyó y Cristo Jesús lo consagró); la bondad moral de
la realidad matrimonial y del acto conyugal, mediante los cuales se realizan
los bienes del matrimonio; el carácter simbólico y su sacramentalidad como
signo e instrumento de la gracia; el consentimiento como elemento cons-
titutivo y la jurisdicción de la Iglesia sobre él. Comprendía el matrimonio
como una sociedad indivisible entre hombre y mujer, fundada en un pacto

624
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

de amor (fœdus et consensus). Pedro Lombardo (†1160) elaboró un amplio


tratado sobre el matrimonio siguiendo a Hugo de San Víctor y admitiendo
que la unión sexual perfecciona la sacramentalidad del matrimonio y que
todo matrimonio es sacramento de la unión de Dios con el alma y de la
unión de Cristo con su Iglesia (magnum et maius). Sin embargo, en contra
de Hugo, no reconoce al matrimonio eficacia positiva, don de gracia, sino
meramente negativa, remedio del pecado.
El matrimonio aparecía, pues, en los tratados de los grandes teólogos
medievales dentro de la lista septenaria, pero había problemas para asig-
nársele el correspondiente efecto. Los sacramentos habían sido definidos
como aquellas celebraciones que significando causant, pero la unión de
Cristo con su Iglesia era previa a cualquier unión esponsal y no lo producía.
Santo Tomás salió al paso de esta problemática distinguiendo y precisando
los términos dentro de la concepción de la estructura tripartita sacramental.
Si existía un cierto acuerdo en que el sacramentum tantum era el pacto
conyugal, expresión del consentimiento recíproco, y la res et sacramentum
la unión entre los cónyuges en virtud del vínculo indisoluble creado, para
el Doctor Angélico existe una res significata et contenta que se cifra en la
ayuda para el cumplimiento de los deberes conyugales, pero existe también
una res significata et non contenta que sería la unión de Cristo con su Igle-
sia (cfr. In Sent. IV, d. 26, q.2, a.1, ad 4s; a.3). El razonamiento tomista logró
paliar la incoherencia inicial de un sacramento sin efecto al que le había
llevado la definición escolástica, pero el Decreto pro armeniis del Concilio
de Florencia (1439), fiel al esquema materia-forma-ministro-efectos y que
sigue muy de cerca el De articulis fidei et Ecclesiae sacramentis de Santo
Tomás, mantiene un silencio con respecto a los efectos del matrimonio (DH
1327), prueba de la dificultad que el tema entrañaba.

e) Los Reformadores protestantes se distanciaron de la Iglesia católica


en su consideración sobre la identidad sacramental del matrimonio. Lutero
negó la sacramentalidad del matrimonio por no encontrar en la Escritura pa-
labras de su institución; acusó a los teólogos católicos de una interpretación
escolástica de Ef 5,32, fuente de toda la jurisprudencia casuística matrimo-
nial; reafirmó el matrimonio como «negocio mundano» y «asunto profano»,
dando a entender que no pertenecía al orden salvífico, sino al creacional
y, por tanto, reclamó la jurisdicción del Estado sobre él; combatió la supra-
valoración eclesial del celibato frente al matrimonio (solo quedan exclui-
dos los tres tipos de eunucos a los que Jesús se refirió) y denunció lo que
para él era una contradicción: presentar el matrimonio como sacramento y
prohibírselo a los sacerdotes; finalmente, en medio de planteamientos no
muy claros, admitió el divorcio en tres supuestos (ineptitud de uno de los
cónyuges, adulterio, abandono de uno de ellos). Calvino reconoció la insti-

625
LA LÓGICA DE LA FE

tución divina del matrimonio, por parte del Creador, pero no su institución
como sacramento. Además, en la teoría matrimonial de la Iglesia católica
sospechaba que se ocultaba simple y llanamente un deseo de poder y de
control sobre los matrimonios. Calvino seguía, sin embargo, creyendo en la
primacía de la virginidad tal como deducía de los textos paulinos.
Frente a estas críticas y ataques reformados, el Concilio de Trento con-
firmó y definió la inequívoca sacramentalidad del matrimonio insinuada
(innuit) ya en san Pablo, revalidó la jurisdicción de la Iglesia sobre el matri-
monio, sancionó su indisolubilidad incapaz de ser soslayada por la herejía,
la cohabitación molesta o la culpable ausencia del cónyuge. Declaró que
«la Iglesia no yerra» (fórmula delicadamente ecuménica) cuando enseña y
ha enseñado que, según la doctrina evangélica y apostólica, el vínculo del
matrimonio no puede ser roto por el adulterio. De este modo, en un ejerci-
cio de finura estilística y condena suave, anatematizaba a los que negaban
su autoridad, para no entrar en conflicto con los orientales que tenían una
práctica diferente. Habiendo Lutero contraído matrimonio y cuestionando el
sentido a los votos, Trento condenó la tesis reformada del matrimonio como
estado superior a la virginidad. Frente a toda la problemática de los matri-
monios clandestinos que se arrastraba en los siglos precedentes, el concilio
de Trento con el decreto Tametsi (DH 1813-1816), al tiempo que declaraba
válidos los anteriores matrimonios clandestinos en virtud del consentimien-
to de las partes, prescribía a partir de aquel momento la «obligación de la
forma» (publicidad, presencia del párroco o delegado, testigos…), vinculán-
dola a la validez del matrimonio y demostrando una vez más la conciencia
de la Iglesia acerca del poder que posee sobre los sacramentos, salva illo-
rum substantia.

3. El Concilio Vaticano II y las nuevas visiones teológicas: «Ecclesia


domestica» y señal escatológica

La mentalidad personalista que trajo el s. XX junto con los movimientos


bíblico, litúrgico y eclesiológico supuso un cambio muy importante en la re-
novación de la teología sacramental en general y, en particular, también en
la del matrimonio. Todavía la encíclica Casti connubi (1930) de Pío XI man-
tenía los aspectos fundamentales del planteamiento escolástico, pero ya se
empezaban a vislumbrar ciertos elementos más acordes con la importancia
que iba tomando el concepto de relación, y dejaba zanjada la cuestión de
la jurisdicción sobre el matrimonio.
El Concilio Vaticano II, acontecimiento central de la vida de la Iglesia con-
temporánea, también lo fue para el matrimonio. En él se encuentra el plan-
teamiento para articular armónicamente las formas de vida cristiana en su
correlación y complementariedad. La doctrina conciliar sobre el matrimonio

626
LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

se halla plasmada fundamentalmente en la Constitución pastoral Gaudium et


spes (nn. 46-52). Reafirmada la sacramentalidad del matrimonio se le define
como «íntima comunidad de vida y amor». Esta inclusión del amor como fin
esencial del matrimonio (con igual dignidad que la proles) y el hecho de que
se evite expresamente el lenguaje de las prioridades suponen importantes
novedades. A ello se une que el Vaticano II opta por un lenguaje más bíblico
en clave de «alianza», relegando en cierta medida la comprensión más jurídica
de «contrato». La alianza matrimonial se funda en el consentimiento de los
esposos y tiene su origen en el mismo Creador. Los cónyuges están llamados
a ser «cooperadores del amor creador» y «como sus intérpretes», y han de
comprometerse en una «paternidad responsable».
El matrimonio ha tenido siempre una clave eclesiológica directa al ser
misterio que simboliza la unión de Cristo con la Iglesia. La unión matrimo-
nial significa una ayuda para la procreación y educación de la prole puesto
que concede la gracia de Dios. Se reconoce a los padres como cooperado-
res a la fecundidad de la Iglesia y primeros educadores de sus hijos en la fe.
Al mismo tiempo, se reconoce una dimensión escatológica del matrimonio
como anticipo de la gloria. En el número 11 de Lumen gentium, donde
aparece la vinculación entre los sacramentos y la Iglesia encontramos tam-
bién unas claves fundamentales para iluminar la teología del matrimonio:
«los esposos, con la fuerza del sacramento del matrimonio, representan y
participan del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia».
Su sacramentalidad aparece tanto mejor cuanto más unido está al misterio
de la Iglesia.Y continúa el número: «se ayudan mutuamente a santificarse
en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso
poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma
de vida. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciu-
dadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo,
quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través
del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica (velut
Ecclesia domestica) los padres deben ser para sus hijos los primeros pre-
dicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la
vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación
sagrada». También el matrimonio se manifiesta como una importante señal
escatológica dentro de toda la importancia de las «bodas» como símbolo de
la alegría y plenitud de toda la realidad al final de los tiempos (cfr. Mc 2,19;
Mt 22,1-14; 25,1-13).
La Doctrina católica sobre el matrimonio (1977) de la CTI y la Exhor-
tación apostólica postsinodal Familiaris consortio (1981) de Juan Pablo II
constituyen la síntesis posconciliar de la enseñanza teológica y magisterial
sobre el matrimonio y la familia cristiana en el mundo actual. El nuevo CIC
de 1983 mantiene el carácter jurídico del matrimonio, pero dando una defi-

627
LA LÓGICA DE LA FE

nición completa que incluye elementos teológicos y que después recoge y


desarrolla el Catecismo de la Iglesia Católica: «La alianza matrimonial por la
que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, or-
denado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la genera-
ción y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de
sacramento entre bautizados» (can. 1055, 1). Todo este movimiento culminó
con el Ordo celebrandi matrimonium de 1969 posteriormente revisado en
la edición de 1991 y en el que se destacan varias características: mayor ri-
queza bíblica, inserción orgánica en la eucaristía, mayor expresividad del
signum (diversas fórmulas del consentimiento y mayor valoración de la
bendición solemne (algo olvidada en la tradición latina y con la que se acer-
ca a la visión más mistérica de la Iglesia oriental). Conviene recordar que,
para la tradición católica, los ministros del sacramento son los contrayentes,
mientras que el sacerdote o el diácono actúa como testigo cualificado del
sacramento que celebran los esposos.
Hay quien opina que la doctrina sobre el matrimonio, tal como la ha
enunciado el magisterio latino, está menos elaborada que la correspondien-
te a otros sacramentos. La preocupación pastoral se ha centrado más en
cuestiones éticas (unidad, fidelidad, responsabilidad sobre los hijos, lugar
en la sociedad) que en problemas propiamente teológicos y sacramentales
(H. Bourgeois). Hoy siguen siendo interpelantes para la reflexión teológica
algunas situaciones como las declaraciones de nulidad, los matrimonios
«mixtos» entre cristianos de diferentes confesiones, el matrimonio dispar
entre fieles de religiones diferentes y el doloroso caso de los divorciados
vueltos a casar civilmente a quienes la Iglesia priva de los sacramentos de la
penitencia y la eucaristía por considerarlos en una situación objetivamente
contradictoria con la norma evangélica. Especialmente para estos últimos,
la Iglesia continúa comprometida en mantener la fidelidad doctrinal y la
comprensión pastoral. Tanto la participación de los laicos en la reflexión
sobre un sacramento que ellos mismos viven, como el lugar tan importante
que ocupa el matrimonio en el diálogo ecuménico permiten esperar una
profundización común de lo que la fe afirma sobre la unión conyugal.

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630
7. ESCATOLOGÍA

NURYA MARTÍNEZ-GAYOL FERNÁNDEZ

Ni la patrística, ni la escolástica dispusieron de un término único para re-


ferirse a las realidades vinculadas a la consumación del mundo, y sólo poco
a poco se va organizando un núcleo de contenidos con una temática común
que la teología católica (también la luterana) denominó De novissimis, y la
reformada De glorificatione. Pero fue necesario aguardar hasta los siglos XIX y
XX, para que en la dogmática cristiana se normalizara —no sin algunos recha-
zos y reticencias— el uso del término escatología para designar el discurso
acerca de la consumación y de las realidades que la constituyen. La intro-
ducción de esta expresión en el vocabulario teológico arrastró tras de sí una
importante ampliación en lo concerniente a los contenidos. La palabra esca-
tología, proviene del griego: scatoς. Aunque este vocablo fuera utilizado
en el NT con el sentido general de algo último en el tiempo, incorporó apo-
yándose tanto en los LXX como en los textos proféticos veterotestamentarios
un nuevo sentido y contenido: la aparición de Dios en el mundo constituye
el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación definitiva.
Con Cristo ha irrumpido en el mundo «lo último» (cfr. Heb 1,2; 1Pe 1,20). Un
significado que es aplicado tanto a realidades temporales (cfr. Jn 11,24; 12,48;
Hch 2,17; 2Tim 3,1) como al fin de los tiempos (1Cor 15, 45-52; Hch 1,8; 13,
47; Ap 1,17). (cfr. Kittel II, scatoς, 697-698). El texto bíblico al que se suele

631
LA LÓGICA DE LA FE

hacer referencia para fundamentar el uso del término escatología es Eclo 7,36
que la Vulgata tradujo: «in omnibus operibus tuis memorare novissima tua et
in aeternum non peccabis» [En todas tus acciones acuérdate del fin y nunca
pecarás], y que condujo a que durante mucho tiempo se designara a esta
parte de la teología: Tratado de los novísimos o de las postrimerías. El novis-
sima tua se corresponde con las τ σχατα del griego, que significa «cosas
últimas», aunque el sentido original del texto fuera más bien el de un consejo
de sabiduría humana para el tiempo presente, que invitaba a actuar antici-
pando las consecuencias últimas de nuestro obrar. No obstante la opción de
traducción de la Vulgata: novissima —significando lo más nuevo, las cosas
más recientes— se aplicará a los tratados teológicos que se ocupaban del
fin de la existencia del ser humano y del mundo, así como a los problemas
concretos en relación a dicho fin (muerte, juicio, infierno, gloria), que termi-
nan convergiendo en la designación De Novissimis y también De Extremiss.
Este uso afectará al contenido del tratado. Puesto que lo nuevo siempre es lo
más reciente, lo último en aparecer, el sentido de lo último será identificado
con lo que está en el extremo, produciéndose una sustantivación (novísimos,
postrimerías) de los adjetivos (último, novísimo, postrero) que contribuirá
a una intelección de los mismos como realidades estáticas más que como
acontecimientos y, a la postre, a la cosificación de la escatología, que tomará
la forma de tratado sobre las realidades últimas, cual si la fe hiciese accesible
y observable en inmediatez y objetividad, aquello que nos aguarda al otro
lado de la muerte. A este tipo de escatología se refirió Congar con la célebre
expresión: «física de las ultimidades», y ha recibido otras muchas denomina-
ciones que reflejan, con acierto, el problema latente que se esconde bajo lo
que aparentemente podría parecer un mero juego de palabras. Así Gabino
Uríbarri habla de una «topografía de la trasvida», y Luis Armendáriz de un
«retablo de postrimerías». Curiosamente, la mayor objeción ante este tipo de
reflexión es que provoca que los novísimos dejen de ser lo que son: novísi-
mos, es decir, «últimas formas de ser de algo que tuvo comienzo y ahora es
historia», quedando desenganchados de la historia y consolidados en sí mis-
mos como unos «entes» creados por Dios, aparte de nuestro devenir. De esta
manera era imposible pensarlos como «la configuración última que tomará lo
que ya hoy estamos viviendo como relación entre Dios, el cosmos y nosotros»
(L. Armendáriz, El nuevo rostro, 37). Una tal comprensión arrastra como coro-
lario un determinado concepto de revelación. Ésta es pensada como desvela-
miento del porvenir, en lugar de verla como «la profundidad que encierra el
presente y vislumbra el futuro que lleva en las entrañas» (Ibid., 38). No para
quedarse en una pre-visión del futuro, sino para regresar desde el futuro al
presente retándolo e interpelándolo para que dé lo mejor de sí. La segunda
gran objeción, es que esta visión de lo último, no sólo aísla las ultimidades de
aquello que ultiman, sino de la esperanza con la que han de ser conocidas y

632
ESCATOLOGÍA

anheladas (con la consabida pérdida de fe y amor). Se cercena el deseo y con


él la esperanza. Se rebajan a un mero objeto de curiosidad o de espera, sin
que se requiera esa apuesta total de la persona en aras al horizonte abierto
del más allá (cfr. Ibid., 38). Paralizan esa inclinación propia de la existencia
cristiana hacia el fin, confiando que será lo que la fe y el amor auguran de él.
Frente a esta escatología pensada como un «retablo de ultimidades» habrá que
decir, más bien, que la escatología es algo cambiante, «in fieri», que implica
un dinamismo. Esto no quiere decir que el eschaton que Dios nos reserva,
sea cambiante o esté sujeto a variación. Más bien significa que la escatología
no es sólo el eschaton, sino nuestro conocimiento y acercamiento a él: «el
logos del eschaton, el modo de pensarlo y de explicarlo» (Ibid., 35) y, por ello,
lo escatológico no se refiere a los sucesos del fin de los tiempos sino expresa
una relación, una expectación referida a ellos.
Nos introducimos así en otra de las consecuencias de la introducción
de este vocablo —escatología—, con el que se desencadena una verdadera
revolución en los contenidos de lo escatológico causada, en cierta medida,
por su uso en otros campos del saber diversos a la teología: el histórico, el
histórico-crítico, las ciencias de las religiones, la filosofía existencial, etc. Este
uso permitirá al nuevo término ser utilizado como «concepto marco», lo que
reforzará el paso de una orientación centrada en un objeto (estático) a una
reflexión que mira fundamentalmente al proceso, y que por lo tanto tendrá
que incorporar un lenguaje más histórico. En definitiva, se puede afirmar que
«la creación de los términos «escatología» y «escatológico» ha permitido utili-
zarlos como categorías teológicas generales» (Ch. Schütz, MySal V, 536-537).
De ahí que la escatología no pueda ser pensada ya sólo como un tratado par-
ticular más dentro de una dogmática, sino como una dimensión constitutiva
de la fe y de la teología, y un principio estructurante de la revelación y de la
existencia cristiana. Esta extensión de lo escatológico a todo el ámbito de la
teología y a todo su contenido necesariamente imprime una transformación
en la comprensión de la escatología, que clama —si es que quiere acomo-
darse al mensaje del NT— por constituirse en una dimensión imprescindible
de la dogmática, y no sólo en su capítulo final, quedando circunscrita a un
dominio temático restringido (Ibid., 587) como, por otra parte, hemos podido
comprobar a lo largo de todo el recorrido de nuestra dogmática. En palabras
de W. Pannenberg, la escatología «determina la perspectiva de la doctrina
cristiana como un todo» (Teología Sistemática 3, § 573).
En realidad, el uso del término escatología, en la teología cristiana, es el
resultado de una reelaboración de la teología de la esperanza, con la que la
fe nos invita a mirar el destino final propio y de la humanidad. Este destino
no es un final estático, cerrado y absolutamente delimitado, sino una con-
sumación, ya incoada en el mundo y en la historia por Cristo, que alcanzará
la plenitud como renovación de todo lo creado en la Nueva Creación. La

633
LA LÓGICA DE LA FE

escatología nos habla de esa espera tejida de esfuerzo intramundano y an-


clada en la salvación aguardada. Esto no obsta para seguir afirmando que la
escatología tiene que ver siempre con el fin, como última acción y palabra de
Dios y desvelamiento definitivo del sentido de la historia. De ahí que autores
como Tornos o Ruíz de la Peña hayan apuntado hacia la cuestión del sentido
al proponer el objeto de la escatología: sentido de la historia y sentido de lo
que está detrás de la historia; sentido para nuestro presente, pero también
para nuestro destino. Es decir, la esperanza cristiana mira hacia la plenitud
última de la historia individual, social y universal, pero sin olvidar que el
presente y futuro intramundano de nuestra tierra y de la comunidad humana
es un momento decisivo de dicha esperanza en una consumación definitiva.
Y puede serlo porque, «en Cristo», la tierra está ya habitada e impregnada de
gloria (cfr. Jn 1,14), es decir, del «ofrecimiento de salvación que la conduce a
ella misma y a su cumplimiento» (A. Gesché, El destino, 54). Nuestro futuro
no está en manos del azar, o de un destino extraño y ajeno, ante el que nos
encontramos sin orientación ni referencia. El Espíritu Santo nos guiará hasta
la verdad plena, e introducirá en Dios nuestra vida y gloria.
La revolución de contenidos escatológicos que tuvo lugar en la teología,
en las décadas cercanas al Concilio Vaticano II, provocada en gran parte
por los resultados de los avances en el campo de la exégesis bíblica y el
redescubrimiento de la importancia de la apocalíptica para la escatología
cristiana, fueron forjando el convencimiento cada vez más extendido de
la necesidad de establecer unos principios hermenéuticos que ayudasen a
la interpretación de unos contenidos «especialmente» difíciles por remitir a
un ámbito de realidad altamente problemático: el eschaton. El estudio de
Rahner, Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones esca-
tológicas, será a partir de este momento y hasta la actualidad un punto de
referencia para todo acercamiento a la cuestión de lo escatológico (en los
párrafos siguientes las páginas indicadas entre paréntesis sin otra indicación
se refieren a este artículo de Rahner).
Rahner acuñará la expresión «hombre entero» para tratar de clarificar
cuál sería el ámbito propio de las afirmaciones escatológicas. Con dicha
expresión Rahner se refiere en primer lugar, al ser humano en su unidad:
espíritu personal - ser corporal (432); pero también al ser humano conside-
rado simultáneamente en su individualidad y en su dimensión colectiva, en
tanto miembro de la humanidad (433). El «hombre entero» es también ese
ser histórico capaz de anamnesis (mirada regresiva a un pasado temporal)
y de prognosis (mirada anticipadora del futuro) (420).
Clarificado este ámbito, se hace preciso acotar el tipo de lenguaje pro-
pio del discurso escatológico. Éste será, siempre y necesariamente, ana-
lógico en razón de su objeto. De ahí lo irrenunciable de un imaginario
escatológico para aproximarnos conceptualmente a la realidad futura, y la

634
ESCATOLOGÍA

importancia de delimitar claramente la expresión de los contenidos. De ahí


también que, cuando nos aproximamos a las afirmaciones escatológicas de
la Escritura y de la Tradición, sea menester discernir cuidadosamente cuales
son los contenidos sobre los que habrá que apoyarse y cuales las formas
externas expresivas elegidas en un momento y un contexto particulares
para comunicarlos (436). Rahner alerta de la intención desmitologizadora
como una tentación que acaba des-escatologizando la fe. La verdadera ta-
rea —como apuntará Tornos— consistirá en ir buscando las imágenes más
apropiadas y adaptadas a cada momento histórico: la trasn-mitologización
(A. Tornos, Escatología I, 82).
Si era preciso un lenguaje específico, lo era en razón del objeto de la
escatología. Lo cual nos devuelve a las consideraciones sobre otro de los
elementos «del ámbito propio de lo escatológico»: el futuro. Rahner pondrá
de relieve que la fe cristiana tiene una dimensión de futuro que le es propia
e irrenunciable, hasta el punto que una fe des-escatologizada no podría
llamarse cristiana. Ahora bien, ese futuro nos es accesible sólo en tanto que
Dios quiera revelarlo, pero su conocimiento siempre será limitado, tanto a
causa de la propia finitud del sujeto que lo recibe, como por el carácter
oculto y mistérico que caracteriza lo escatológico: «a la plenitud le corres-
ponde un carácter esencial de ocultación» (419). Por tanto las afirmaciones
escatológicas no podrán ser certezas absolutas —que no dejarían espacio a
la fe ni a la esperanza—, ni descripciones detalladas de un futuro que siem-
pre nos será indisponible, y habrá que diferenciarlas cuidadosamente de los
detallados reportajes anticipadores de signo apocalíptico. Sin embargo, por
la revelación sabemos que el futuro es para nosotros «inmanencia y prome-
sa» al mismo tiempo. La indisponibilidad del futuro se traduce en la idea de
un «futuro abierto», pues la consumación plenificadora que se nos promete
no puede ser sino don gratuito del Dios indisponible; y en razón de su es-
tar abierto a la libertad creada, implicando necesariamente una cierta dosis
de riesgo (423). «El hombre ha de saber sobre su futuro porque es devenir
hacia lo futuro» (422). Ahora bien, el único modo de acceso a dicho futuro,
propio de la escatología, será «desde el presente». El ser humano sabe del
futuro por realizar «lo que de él puede experimentarse prospectivamente
en su presente “desde y en”» su experiencia histórico-salvífica» (424). Criterio
que también resultará válido para distinguir las afirmaciones escatológicas
—que van desde el presente al interior del futuro—, de las apocalípticas
—que proceden desde el futuro hacia el interior del presente (428).
La escatología es así contemplada como una mirada anticipadora del
futuro desde la experiencia presente de salvación. Pero, como dicha expe-
riencia la tenemos en Cristo —«Cristo mismo es el principio hermenéutico
de todas las afirmaciones escatológicas» (435)–, habrá que decir que las
afirmaciones escatológicas no son más que enunciados de la cristología y

635
LA LÓGICA DE LA FE

de la antropología (cristología depotenciada) llevados al modo de plenitud.


En otras palabras, hacer escatología no es sino traducir en clave de futuro
lo que se vive en clave de gracia crística en el presente.
El Credo de la Iglesia, que estructura esta Dogmática, se abre con la confe-
sión de la fe en Dios Padre, Creador de todo, y se cierra con la proclamación
de la esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No
se trata simplemente del primero y el último de los artículos de nuestra fe,
entre ambos se da una estrecha implicación y correspondencia. Se necesitan
y se exigen mutuamente. El primero contiene implícitamente al último, que
explicita la novedad radical que en aquel, de alguna forma, se sugiere. El
Dios creador es el Viviente por excelencia, que crea por puro amor, pues él
mismo es Amor (cfr. 1Jn 4,8b). Y puesto que el amor es biógeno, Dios crea
para la vida; y porque sólo su Amor puede realizar el deseo y la promesa de
perennidad que todo amor porta cabe sí, la vida surgida de este amor creador
es vida eterna. El Credo concluye solemnemente con esta proclamación de
esperanza, tan unida a la fe en Dios (cfr. CEE 1995, n.8), esa fe que «es garan-
tía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1).
La fe cristiana nos promete la Vida, no «otra vida» que nos permita huir
y refugiarnos en la expectación de lo futuro y diverso a lo que el presente
nos oferta, sino esta vida transformada, renovada, consumada, llevada a
su plenitud. Esta vida alcanzando su identidad más profunda y el fin para
el que fue creada. Lo que la fe afirma es que esta vida, a la que la muerte
pertenece como suceso penúltimo, es eterna. Pero para que la vida eterna
pueda ser acogida como salvación ha de ser divinización, es decir, partici-
pación en el ser de Dios, comunión en su vida. La anticipación de esta sal-
vación escatológica es obra del Espíritu, factor vitalizante de la vida eterna
en el cristiano (Jn 6,63; 7,38s.). Y el fundamento de posibilidad de todo ello
descansa en Cristo. De ahí que el artículo cristológico del credo sostenga las
afirmaciones sobre la esperanza escatológica. Cristo es nuestra esperanza,
pero si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida —como advertía Pa-
blo—, somos los más desgraciados de los hombres. Pero no. Cristo resucitó
de entre los muertos como primicia y nosotros resucitaremos con él (1Cor
15,12-13.17.19-20). Lo que en él ha acontecido ya, de modo aún velado,
lo que desde su resurrección es realidad en él, que es la cabeza, espera la
manifestación plena en todo su cuerpo. Cristo es la totalidad de la promesa
cumplida, es nuestro reino, nuestro éschaton. La Vida eterna es «ser con
Cristo». Sólo en él, Dios consustancial a nosotros, nos es posible entrar en
la comunión de la vida divina, por el vínculo sustancial que es el Espíritu.
Se entiende entonces que la vida eterna pueda ser recibida ya ahora por la
fe, adhesión personal y conformación con Cristo, y consumada en la «visión
de Dios», que es el «ser con Cristo-escatológico».

636
ESCATOLOGÍA

De este modo es posible percibir cómo la esperanza cristiana confesada


en el credo, no sólo mira a la vida trinitaria como meta de nuestra existen-
cia, sino camina hacia ella; dicha esperanza está fundada y posibilitada por
el propio acercamiento de Dios al mundo desde la creación, y será consu-
mada por la misión del Hijo y del Espíritu, alcanzando la meta del proyecto
que la voluntad divina había preestablecido desde el principio: «recapitular
en Cristo todas las cosas» (cfr. Ef 1,10) para que «Dios sea todo en todos»
(1Cor 15,28).
La esperanza del creyente en la comunión sin fin con Dios, participando
de su vida eterna, requerirá un esclarecimiento, tanto en lo que respecta
a la dimensión social de su destino, como a la relación con el mundo en
que está inmerso. Habrá que explicar qué significa que la existencia finita
y temporal del hombre participe de la misma vida eterna de Dios, y aclarar
cómo esto ocurre únicamente en Jesucristo, en la participación en su rela-
ción filial con el Padre. Con esto aludimos ya a los temas tradicionales de la
escatología cristiana: resurrección de los muertos, Reino de Dios, juicio final
y retorno de Cristo (cfr. W. Pannenberg, La tarea de la escatología, 265-274).
En este capítulo, tras haber situado sucintamente el tratado de esca-
tología en el conjunto de la dogmática, trataremos de dar razón de las
afirmaciones escatológicas que confesamos en el símbolo de fe, poniendo
de manifiesto cómo la propia fórmula del Credo nos ofrece los principios
creacional y cristológico como estructurantes de la escatología cristiana.
La confesión de fe reserva para el tercer artículo la explicitación de las
afirmaciones escatológicas, tras haber expuesto su fundamentación cristo-
lógica en el artículo segundo y su necesaria referencia al proyecto creador
en el primero. No obstante, para estructurar estas tesis vamos a seguir el
orden expositivo del Credo, discurriendo desde la fundamentación hacia la
promesa de futuro. Nuestro punto de partida será el proyecto divino que
suscita una creación destinada a ser consumada y apunta así a la plenitud
de la salvación.

§ 44. La esperanza cristiana confesada en el Credo no sólo mira a la meta


de nuestra existencia sino camina hacia ella. Dicha esperanza está funda-
da y posibilitada por el acercamiento de Dios al mundo que comienza en
la Creación, y será consumada a través de la misión del Hijo y del Espíritu.
Fin y principio están internamente articulados, de modo que escatología y
protología se exigen mutuamente, siendo Cristo el principio hermenéutico
que los hace definitivamente inteligibles.

637
LA LÓGICA DE LA FE

I. «CREO EN DIOS PADRE TODO PODEROSO CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»


1. Escatología: principio cristológico y creacional

Todo ha sido creado para ser salvado y consumado. Si podemos hablar


de una creación continua y una santificación continua, es porque el fiat de
Dios al suscitar una creación libre, como la nuestra, camina hacia el amén
definitivo y final. Fin y principio, están internamente articulados, de modo
que escatología y protología se exigen mutuamente. No porque el final sea
simplemente el retorno al comienzo, o porque puesto el comienzo éste
avance irremediablemente hacia el fin, sino porque ninguno de los dos po-
los podría comprenderse en ausencia del otro. Y el eje central, el principio
hermenéutico que los hace definitivamente inteligibles, es Cristo.

a) La articulación entre escatología y protología

No pocos teólogos han elaborado su reflexión escatológica a partir del


principio creacional. W. Pannenberg, al titular el capítulo de su Teología Siste-
mática dedicado a la escatología: La consumación de la creación en el reino
de Dios, está haciendo de la creación el principio formal de su escatología. L.
Armendáriz, propone también «una lectura del éschaton en clave de creación»
(El nuevo rostro, 65) como la más apropiada para nuestro momento actual,
pues no sólo permite identificar al Dios del origen con el del fin, sino logra
explicitar con más claridad la unicidad del proceso que desde el origen dis-
curre hacia el final, como una creación incesante en la que van emergiendo
nuevas realidades. De hecho presenta la categoría «novedad» como la más
adecuada para explicar, partiendo de la fe en el creador, la historia del univer-
so desde el proton hasta el éschaton (Id., La resurrección, 41). Por su parte,
J. Moltmann señala que el salto cualitativo más profundo de la historia hacia
el futuro proviene de la visión escatológica cristiana en la medida en que es
capaz de poner en evidencia todo el alcance de la doctrina de la creación. El
relato del Génesis «no caracteriza la existencia del mundo como sacada del
no-ser todavía, del anhelo de la materia y del ser posible, sino, como sacada
de las tinieblas de la profundidad. En lo yermo... en lo únicamente negativo
aparece de repente la creatio» (Teología de la esperanza, 458, nota 48). El
futuro irrumpe de forma imprevista en la historia superando todo tipo de
expectativas y premisas, manifestando su rostro escatológico nuevo, salién-
donos al encuentro como «lo indisponible» (K. Rahner).

b) Articulación de los principios cristológico y protológico

Insiste también en este aspecto protológico Ruiz de la Peña en sus di-


versas obras, pero muestra de un modo especialmente plástico la necesaria

638
ESCATOLOGÍA

articulación de la protología con la escatología a través de la cristología, en


el título de su último manual: «La Pascua de la Creación». Si la escatología
es Pascua, entonces estamos ante una consumación cristológica. Pero si
esa Pascua es la Pascua de la Creación, es decir, la plenitud de la creación,
entonces, el éschaton es la plenitud del proton. Ahora bien, sólo compren-
diendo la creación como acción de Dios y resultado de ella, puede ser
considerada «clave hermenéutica de la escatología». Desde ahí, afirmar que
el éschaton es la Pascua de la Creación significa, en primer lugar, que es la
palabra última y la acción definitiva del Creador; y, en segundo lugar, que el
éschaton es la forma de ser última y consumada de todo aquello que creó.
Lo cual supone admitir que la palabra creadora tiene una historia, entabla
un diálogo creciente con el mundo y, por esta razón, la realidadque resulta
de esta palabra será una realidad abierta, que está aún por hacerse del todo.
Con ello no se pone en cuestión el sí inicial de Dios al mundo, que fue de-
finitivo en el sentido de no revocable (cfr. 2Cor 1,20), pero se invita a con-
templarlo como «un sí germinal en camino hacia el sí mayúsculo», puesto
que el mundo creado es una realidad inconclusa, llamada constantemente
a la plenitud (cfr. L. Armendáriz, El nuevo rostro, 64).
Ahora bien, el problema que se plantea es el de la articulación de estos
dos principios, de tal modo que el principio creacional no anule el cristoló-
gico, ni nos veamos abocados a mantener dos principios simultáneos. Para
ello, es necesario que la creación pueda abarcar a Cristo al mismo tiempo
que Cristo abarca a la creación (Ibid.) o, en otros términos, afirmar que
Cristo es el proton y a la vez éschaton de lo creado. En cuanto a la prece-
dencia temporal, ciertamente,Adán es anterior a Cristo y, en este sentido, su
condición de posibilidad. Pero teológicamente todo ha sido creado «en Cris-
to» (Col 1,16), no sólo finalizado a Cristo. Como explica H. U. von Balthasar,
Adán es un ser creado, por lo tanto, no posee una continuidad inmediata
de vida con su origen. El hecho de no poder fundar su propio origen, ni
encontrar en sí su subsistencia última, es razón suficiente para sospechar de
su provisionalidad. Si Cristo es el «principio del principio-Adán», resulta con-
traria a la naturaleza la pretensión de Adán de fundamentarse en sí mismo,
pues desde siempre ha sido pensado y creado como algo transitorio, que
no puede encontrar su plenitud más que en el otro que es su meta y fun-
damento. Sin embargo, el segundo principio, «Cristo», no puede postularse
como culminación necesaria del principio Adán, aunque no pueda preverse
al margen del primero. Más bien debe ser pensado como una participación
en la naturaleza divina que se ofrece a toda naturaleza creada y que no pue-
de ser sino gracia libremente otorgada, que debe ser, a su vez, libremente
aceptada. De modo que la creación en Cristo es en realidad la condición
de posibilidad de la creatio ex nihilo. El auténtico proton no es Adán sino
Cristo, como proton del proton. (cfr. H. U. von Balthasar, El componente

639
LA LÓGICA DE LA FE

dramático de la inclusión en Cristo, TD III, 39-45). En definitiva, estamos


de nuevo en una comprensión de la creación y de la consumación, a la luz
del misterio de la Pascua, e implícitamente desde el misterio trinitario, que
es en último término el fundamento de posibilidad de una creación llamada
a una plenitud que sólo puede ser consumada en Dios. De la misma ma-
nera que la creación apuntaba a la salvación, ambas apuntan al éschaton
y viven de él, porque la promesa no es un añadido a la acción creadora,
sino un elemento interior a ella, aunque su realización no pueda alcanzarse
sino es como don. La escatología reenvía a la protología. Los mismos cien-
tíficos reconocen hoy que el estado actual de este universo en expansión
depende decisivamente de lo que fueron sus primeros instantes. La visión
escatológica ha de estar armonizada con una referencia protológica y cris-
tológica. Porque si Cristo no está en la raíz misma de la realidad, no podrá
ser sentido y plenitud de toda ella. La llamada a la comunión con Dios y
a la vida eterna está inscrita en el género humano desde la creación.Y la
obra de Cristo consiste en conducirnos a la consumación de aquello que
en el fondo somos más constitutivamente. El arché apunta hacia el télos. La
protología cristiana está abierta y reclamando la escatología.
Si retornamos ahora a la profesión de fe en el Dios Creador, nos encon-
tramos con la creencia bíblica en un Dios que crea por amor y para que todo
subsista (Sab 11,14; Sab 1,14), un Dios de vivos y no de muertos (Mc 12,27 y
par. y Lc 20,38). Ambas realidades son asociadas por Pablo al hablar de la fe
de Abraham: «ante Dios, a quien creyó como el que da la vida a los muertos
y llama a la existencia lo que no existe» (Rom 4,17). Creación y resurrección
son puestas en continuidad como parte del mismo proyecto de un Dios que
suscita y mantiene la vida que ha hecho surgir. Pero más allá de la relación
creadora con el mundo, Dios interviene en él de forma innovadora a través
de acciones especiales, densas de sentido (kairoi) que van configurando la
historia salutis. Resurrección, venida en gloria, juicio, nueva creación, serán
esas acciones radicalmente innovadoras de Dios que, aconteciendo sin me-
diación humana (Kessler), constituyen la parusía, como el último kairós, que
da forma de eternidad a lo creado. Y es que Dios crea una humanidad y un
cosmos, con un sentido, con un proyecto. La Creación es un proceso abierto
hacia el futuro, pero no a cualquier futuro (azar, o destino inexorable...), sino
al que trazan la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, que consti-
tuyen el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación
definitiva. Eso permite que la esperanza sea espera, y no sólo expectativa,
y le impide convertirse en ideología o mera ilusión. También por esta razón
la escatología adquiere una resonancia profundamente nueva a partir de la
llegada de Cristo y, de un modo particular, en su paso y victoria sobre la
muerte posibilitando que ésta no se perciba ya como un obstáculo a superar
sino como un paso obligado para acceder a un futuro que, más que acon-

640
ESCATOLOGÍA

tecer después de la muerte, surge precisamente de la muerte. Así, el acon-


tecimiento Cristo es presencia anticipadora del acontecimiento escatológico
final en el tiempo (con Cristo ha irrumpido en el mundo «lo último», pues él
es «el último»); pero también, y en razón del paso escatológico del aconteci-
miento pascual, se convierte en el centro del movimiento de la historia hacia
un futuro nuevo, hacia el cumplimiento escatológico que abarca a la nueva
humanidad en la nueva creación.

2. Principio cristológico y pneumatológico

De hecho, el principio cristocéntrico atraviesa hoy toda reflexión teoló-


gica. Cristo es el eschatos frente al cual se define el destino de cada hombre
y de la entera humanidad. Desde esta perspectiva, la escatología será vista
como la cristología realizada, cumplida o proyectada hacia el futuro (J. Da-
niélou, K. Rahner, G. Martelet, G. Moioli, etc.), y Cristo como el principio
hermenéutico más decisivo para la reflexión escatológica (Rahner, Schille-
beeckx). Pero a nivel sistemático-especulativo, conviene complementar el
principio cristológico o cristocéntrico de la escatología con un pneumato-
morfismo o principio pneumatológico, pues la obra de Cristo no se realiza
sin la obra del Espíritu que la universaliza haciéndola llegar a todo lugar y
tiempo, y la interioriza de forma personal en cada sujeto. Esto exigiría un
cierto viraje en el giro antropológico que la teología vivió en la modernidad,
que permita mirar al ser humano en esa necesaria unión con el Espíritu,
fuente de vida y de plenitud humana. (J. Alviar, Escatología, 26.33-34). «El
Espíritu Santo ha sido dado a la Iglesia para que [...] persevere en la esperan-
za... Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo
en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación
en la vida intratrinitaria» (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, n.66). A
pesar de ello y de las grandes posibilidades que un planteamiento de este
tipo aportaría en el contexto contemporáneo —como hacía notar S. del
Cura—, son escasos los trabajos en los que la escatología se haya elaborado
explícitamente en esta perspectiva pneumatológica (cfr. Escatología con-
temporánea, 314). M. Bordoni y N. Ciola, en su escatología: Jesús nuestra
esperanza, hablan de una «laguna» pneumatológica en la escatología (69).
Pero, será Pannenberg quien ponga mayor énfasis en esta dimensión. Apo-
yándose en su reflexión sobre Rom 8, sostiene que es a partir del Espíritu
de Dios que el mundo espera un cumplimiento escatológico, que consistirá
en el cambio de nuestra vida mortal a la nueva vida de la resurrección de
los muertos (Rom 8,11). La espera por parte de la creación de la manifes-
tación de los hijos de Dios (v. 19) sugiere que su propia corruptibilidad
será conquistada por el poder de la vida creadora del Espíritu, que trans-
formará el mundo en una nueva creación, tal como la primera creación fue

641
LA LÓGICA DE LA FE

creada por el poder del Espíritu (Gén 1.2b) (cfr. Teología y Reino de Dios,
551). Junto a Pannenberg, el inicio del s. XXI en el ámbito italiano ha visto
nacer algunas escatologías en las que la presencia del Espíritu ha tomado
un importante relieve. Así V. Croce, vincula la acción de la Tercera persona
al éschaton donde consuma la dimensión esponsal de cada creyente en
relación a Cristo y la filial respecto al Padre, así como la dimensión fraterna
respecto al resto de la humanidad (Allora Dio sarà tutto in tutti: escatologia
cristiana, 199). Por su parte G. Ancona, afirma que es la presencia del Espí-
ritu lo característico de los «nuevos/últimos tiempos» llevando a plenitud el
itinerario del hombre en Cristo hacia el Padre, e incorporándolo en cuanto
ser-para-la-koinonia a la comunión de la Trinidad y de la humanidad en
Cristo (Escatología cristiana, 279. 347-355). Otros autores han abordado
esta relación tratado, más bien, de incluir la cuestión escatológica dentro
del tratado de Pneumatología. Un buen representante de este intento es
F. Lambasi. En su obra: Lo Spiritio Santo: mistero e presenza, contempla la
entera historia de salvación como un movimiento teleológico que afecta a
todo lo creado, un exitus-reditus, de la Trinidad a la Trinidad, que acontece
bajo la acción del Paráclito que encamina al mundo hacia su culminación, y
donde la etapa final, el «éschaton» es presentado como una «última epíclesis»
(Bologna 1991, 332). Y en el ámbito germano B.J. Hilberath sugiere volver
a la intuición fundamental del Símbolo que entiende la «nueva creación»
como obra específica del Espíritu. Un Espíritu «que obra la liberación, la
renovación y la consumación de la creación», transformando al individuo
en «hombre nuevo», a la sociedad humana en koinonia y al universo «en los
nuevos cielos y tierra» (Pneumatología, Barcelona 1996, 236).
Todas estas aproximaciones apuntan a una relevancia escatológica del
Espíritu Santo que ya era manifiesta en la Biblia. El Espíritu, presente desde
la creación y activo a lo largo de toda la historia de la salvación, vivificará a
la humanidad y transformará el cosmos (Ez 37, 1-14; Rom 8,11) recreando
cielos y tierra (cfr. Ap 21,1; Gén 1,1). Su acción escatológica está íntima-
mente relacionada con su actividad en la historia. Además, el Espíritu de
Dios ejerce un papel decisivo en la resurrección y la vida eterna. Esta fuerte
presencia pneumatológica es explicitada por las primeras generaciones cris-
tianas que basan en la fe en el Paráclito su esperanza de inmortalidad (L.F.
Ladaria, Fin del hombre y fin de los tiempos, 310-332). Y de ella se hacen eco
los símbolos al culminar la sección pneumatológica con la confesión de fe
en la resurrección y en la vida eterna, y al profesar la fe y la esperanza en
el Espíritu Santo como Señor y dador de vida.
En la medida que la escatología ha ido incorporando perspectivas más
personalistas y de carácter relacional, el éschaton se comienza a pensar
con categorías tales como «participación», «encuentro» o «comunión», que
inevitablemente conducen la atención hacia el Espíritu Santo, artífice de

642
ESCATOLOGÍA

dicha comunión, tanto en la vida intratrinitaria como en la construcción


del pueblo de Dios. Ya en el NT el Espíritu aparece como el principio de
la conciencia escatológica de la comunidad apostólica, que en Pentecostés
comprende la llegada de los tiempos últimos en el don sobreabundante del
Espíritu (cfr. Hch 2,33-36; 2,5-11). El mismo Concilio Vaticano II en LG 48
presenta la existencia cristiana como una existencia escatológica marcada
por el Espíritu, que nos hace ya ahora hijos, aunque esta filiación la viva-
mos como en «exilio» (2Cor 5,6), porque «aunque poseemos las primicias
del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cfr. Rom 8,23) y ansiamos estar
con Cristo (cfr. Flp 1,23)». Subraya además que la llegada del fin de los tiem-
pos —anticipada por la muerte y resurrección de Cristo— se hace operante
por la obra del Espíritu Santo vivificador que Cristo resucitado envió a los
discípulos (cfr. LG 48). El Espíritu es, por tanto, Espíritu de consumación,
pero sin dejar de ser el Espíritu del Dios Trino. En otros términos, su papel
vivificador y consumador del hombre y del mundo no debe separarse de
su actividad unificadora en el interior de la vida divina. El Espíritu, que es
siempre vínculo sustancial entre las Personas, hipóstasis de esa corriente de
entrega mutua entre el Padre y el Hijo, elabora con su acción una profunda
koinonia entre lo divino y lo humano. «En realidad no hace sino actualizar
en las criaturas su propio misterio como reflujo eterno de amor entre el
Padre y el Hijo. Es decir, configura un mundo escatológico que no es más
que un reflejo de la estructura interior de la Trinidad. La gloria de Dios se
manifestará plenamente así en el último día: en la gloria de las criaturas,
transfiguradas a su imagen» (M. Bayo, Dimensión peumatológica en los ma-
nuales de escatología, 348). Por esta razón, el misterio de la salvación puede
ser entendido como la incorporación del ser humano en la vida divina. El
Padre adopta al hombre como hijo en el Hijo, injertado en Cristo por la
acción del Espíritu Santo. Este trabajo transfigurador del Espíritu Santo se
realiza no sólo en los hombres, sino también en el cosmos. De este modo,
el Espíritu desempeña un papel de progresiva inserción histórica de las cria-
turas en la Trinidad, al mismo tiempo que como agente del desbordamiento
y la apertura de Dios hacia la creación. Esta integración pneumatológica en
el misterio de la koinonia divina comienza en la historia y llega a su consu-
mación en el éschaton, donde nuestra configuración con Cristo será plena.

§ 45. La esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna se sus-


tenta desde el kerigma cristológico y desde la salvación escatológica ya acaeci-
da en Cristo, a pesar de que su obra no haya alcanzado aún la culminación
en nosotros. Él es nuestro éschaton y el Símbolo lo proclama al anunciar su
venida en gloria. Quien confiesa su fe en la parusía ha de ser un operante en
la dirección de lo que espera, comprometiéndose históricamente con su reali-
zación «esperando y acelerando la venida del Reino» (2Pe 3,12).

643
LA LÓGICA DE LA FE

II. [CREO EN JESUCRISTO]… QUE VENDRÁ CON GLORIA A JUZGAR A VIVOS Y


MUERTOS

1. Fundamentación cristológica de la escatología

a) La escatología hunde sus raíces en lo acontecido en Cristo

Será el artículo cristológico del Símbolo, el que nos permita percibir con
claridad la fundamentación cristológica del tratado de escatología. Como
destaca G. Uríbarri (sigo aquí Habitar en el tiempo escatológico, 254-260),
este artículo, en su estructura interna, nos presenta un entramado verbal
donde se combinan afirmaciones en pasado referidas a Cristo —«...bajó del
cielo, y por obra del Espíritu Santo y María Virgen, se hizo hombre; y por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue
sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo»—;
otras en presente —«Y está sentado a la derecha del Padre»—; y otras en
futuro —«Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino
no tendrá fin». El kerigma cristológico fundamental se formula en afirmacio-
nes en pasado y presente. Desde ellas, nos abre en esperanza hacia otras
realidades futuras. Éste es —como ya se ha dicho— uno de los principios
hermenéuticos que regulan toda reflexión escatológica cristiana: el acceso
al futuro se realiza desde la experiencia histórico-salvífica presente. Por lo
que parece lógico que desde la realidad cristológica (pretérita y presente)
el Símbolo de fe nos invite a propender hacia el futuro de lo que vendrá.
De hecho, lo que se dice en este artículo es que la obra de Cristo no está
clausurada. Todavía ha de venir a juzgar a vivos y muertos; quedan pen-
dientes la parusía, el juicio final y la consumación de la historia en Cristo.
Sin embargo hay que afirmar, sin ambages, que su Reino ya ha comenzado
y que no tendrá fin, es decir, será eterno. La realidad del Reino es escato-
lógica, no caduca con la consumación final. El componente futuro aparece
como intrínseco y fundamental a la esperanza cristiana.
De hecho, el tema del Reino de Dios, se convertirá en un eje fundamen-
tal del pensamiento escatológico contemporáneo. Y tras no pocos intentos
de realizar este reino en su plenitud dentro de la historia, arropados por la
ilusión de que pudiera ser definitivamente cumplida por los hombres una
sociedad verdaderamente humana y justa, las escatologías actuales han asu-
mido con convicción, si bien con diversas acentuaciones, que la esperanza
cristiana ama la tierra (cfr. K. Rahner, Glaube, der die Erde liebt, Freiburg
1966) y ha de comprometerse activamente con ella, pero ansía con igual
fuerza y ardor, la realización de una promesa que desborda sus posibilida-
des intrahistóricas.

644
ESCATOLOGÍA

Dentro del mundo católico es preciso destacar el intento de M. Kehl de


fundamentar nuestra esperanza actual en el Reino de Dios, haciendo de ésta
la categoría central alrededor de la cual sistematiza los aspectos bíblicos,
teológicos, filosóficos y dogmáticos, permitiéndole, al mismo tiempo, man-
tener viva la esperanza de Jesús y testificar en ella el elemento específico
de la esperanza cristiana en el Reino de Dios. Una esperanza que no puede
olvidar el destino de aquel que fue crucificado por proclamarla, ni que con
su muerte y resurrección la promesa del Reino no quedó anulada sino fue
superada en una nueva figura que combina la historia y la meta que la tras-
ciende (cfr. Escatología, 28). En el ámbito protestante, Pannenberg afirmará
que el futuro del Reino de Dios es el epítome de la esperanza cristiana
(Teología Sistemática 3, § 569), pues Dios y su señorío forman el contenido
central de la salvación escatológica. Por otra parte, este futuro lo entiende
ya presente, por la obra de Dios, entre quienes creen en él y su mensaje,
así como lo está «su fuerza de transformación de esta vida terrena». Esto se
ha manifestado en el evento de la resurrección de Jesús» (Ibid. § 573), que
constituye para Pannenberg el aspecto proléptico de la acción de Dios. El
futuro se anticipa en el acto de la resurrección de Jesús, al mismo tiempo
que en lo acontecido y lo presente referido a Cristo, encuentra su funda-
mento la dimensión futura.

b) Diástasis cristológica y modo de apropiación de las realidades salvíficas

Pero aún quedan pendientes algunas preguntas a las que la escatología


debería tratar de dar respuesta. En primer lugar la cuestión de cómo arti-
cular, y de un modo coherente, ambas series de afirmaciones. En segundo
lugar, dar razón de cómo se sustenta nuestra esperanza en la resurrección y
en la vida eterna desde el kerigma cristológico y desde la salvación escato-
lógica ya acaecida en Cristo, a pesar de que su obra no haya alcanzado aún
la culminación en nosotros.
Nuestro punto de partida es un desfase fundamental: Cristo ha resuci-
tado (pasado), está sentado a la derecha del Padre (presente) después de
haber ascendido a los cielos (pasado). Entre tanto nosotros esperamos aún
la resurrección como algo a acontecer (futuro). Este desfase nos compete
a nosotros —que esperamos la resurrección— respecto a Cristo, que ya ha
resucitado. Pero su fundamento es cristológico, y descansa en el hecho de
que Cristo no ha finalizado su obra salvífica, a pesar de que todo haya sido
consumado.
Lo que el Símbolo afirma es un cumplimiento cristológico ya realizado:
encarnación, muerte, resurrección, ascensión, sesión a la diestra de Dios; y
una apertura escatológica aún por consumarse que afecta también a Cristo:
venida en gloria y juicio final. La distancia entre lo cumplido y la consuma-

645
LA LÓGICA DE LA FE

ción escatológica del lado cristológico se refleja en el modo de apropiación


de las realidades escatológicas por el cristiano (cfr. G. Uríbarri, Habitar en el
tiempo escatológico, 258). En el cristiano también se da una distancia entre
un cumplimiento ya dado y la consumación a la que está abierto. Ya partici-
pa de la salvación de Cristo y, en este sentido, ya ha ingresado en el tiempo
escatológico que marca la irrupción del Reino. La entrada en él es posible,
aquí y ahora, por la incorporación a Cristo. Si toda la existencia cristiana es
un proceso de conformación con Cristo (ser en Cristo), éste recorrido co-
menzará con el bautismo culminando con la resurrección. La entera existen-
cia cristiana no se puede comprender sino como un proceso de asimilación
en nosotros de la muerte y resurrección de Cristo (Rom 6,3-5), que iniciado
en el bautismo es actualizado en cada eucaristía. Todo ello posibilitado
por la inhabitación del Espíritu de Cristo que media nuestro acceso a estas
realidades. De ahí que se pueda afirmar que el cumplimiento cristológico
repercute de cara al ingreso del cristiano en una novedad escatológica
fundamental que es, a la vez que cristológica, también pneumática. Pero
mientras que Cristo ya ha resucitado y tiene un cuerpo glorioso, el cristiano
aguarda aún la resurrección de su cuerpo, y vive en un cuerpo carnal, no
plenamente pneumatizado. Como decía San Agustín: «Cristo ha realizado
lo que nosotros esperamos todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero
somos el cuerpo de la Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos»
(Enarr. in Psalm. 85). Así pues, tenemos que convenir que existe una fuerte
vinculación entre lo cristológico y lo antropológico en cuanto a las realida-
des escatológicas. Tanto en Cristo como en el cristiano, hay que hablar de
un cumplimiento escatológico fuerte y sustantivo y, también, en ambos, de
una apertura escatológica hacia un futuro consumador de lo que aún está
por realizarse (cfr. G. Uríbarri, Habitar, 258). Se hace patente, de nuevo, el
centramiento cristológico de la escatología cristiana. Como afirmaba Rah-
ner: «La escatología cristiana es, en el fondo, cristología extrapolada hacia la
reflexión escatológica» (Principios, 426).

2. «... ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos...»

El artículo primero del Símbolo Niceno-Constantinopolitano en relación


a las llamadas cuestiones últimas es el de la Parusía. Sin embargo, la pa-
labra parusía como tal no se nombra y lo que formulamos es: «desde allí
ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos», o bien, «ha de venir con
gloria a juzgar a vivos y muertos». Las primeras comunidades cristianas
estuvieron fascinadas por la espera de este acontecimiento finalizador de
la historiaen el doble sentido de otorgar finalidad y término. Dicho acon-
tecimiento incluía las ideas de parusía (1Tes 5,23), epifanía (1Tm 6,14),
apocalipsis o manifestación (1Cor 1,7), Día del Señor (1Tes 5,2), Venida del

646
ESCATOLOGÍA

Hijo del Hombre (Mc 13,26), el Día... y en él confluían diversos elementos


de la expectación escatológica —la venida en poder, el juicio, la resurrec-
ción y la Nueva Creación—. La palabra más empleada para referirse a él
era parusía. La Parusía es pensada como desvelamiento, revelación, cum-
plimiento y consumación del Reino; por ello, repercute en los que son del
Reino (resurrección), y discrimina lo que es Reino de lo que no lo es (en
este sentido es juicio). Además remodela toda la realidad, por lo que debe
ser entendida como Nueva Creación. Puesto el elemento parusía, de éste se
siguen todos los demás que, sin embargo, no deben ser considerados como
independientes y sin conexión. De hecho, el NT casi siempre los relaciona,
pero el lugar donde esta inseparabilidad se hace más evidente es 1Cor 15.
Para Pablo la venida de Cristo (v. 23) pone en marcha el entero proceso de
consumación: la resurrección de los muertos (objeto del capítulo); el juicio
(con la destrucción de todas las potencias enemigas de Dios y del hombre,
incluida la muerte y en su relación con el pecado, es decir, lo que no es
del Reino: vv. 24-26, cfr. 54-56); el fin del mundo presente (v.24); la Nueva
Creación en la que «Dios será todo en todas las cosas» (v.28). La parusía es,
por tanto, la pieza central germinadora del éschaton, que en este centro
integrador, condensa toda su lógica interna y que consiste en la venida en
poder de Jesús, que supone la instauración de su señorío, el cumplimiento
y consumación del Reino, revelándose como lo que es: el Kyrios. (Cfr. J.
L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 125). La parusía del Señor es con-
secuencia de su resurrección, la plena realización de la salvación, cuyo
fundamento está en la victoria que Jesús ya ha obtenido. En ese momento
final todo quedará sometido a Cristo, su dominio sobre el mundo se hará
realidad. Pero la referencia de Jesús al Padre, constante en todos los instan-
tes de su vida, encuentra también aquí su expresión. Jesús entrega el reino
al Padre, por cuya iniciativa se ha realizado toda la historia de la salvación
que ahora concluye con su pleno dominio sobre toda su creación: Dios
«todo, en todas las cosas» (1Cor 15,28).
El término Parousiva es una palabra griega, derivada del verbo páreimi
(estar presente, llegar) y que significa la presencia o la llegada de personas,
cosas o acontecimientos. En su origen, el uso técnico del término en con-
textos celebrativos albergaba una gran riqueza semántica de contenido so-
teriológico y celebrativo, que puede ayudarnos a comprender su presencia
en las afirmaciones de fe fundamentales en los orígenes del cristianismo. El
helenismo lo utiliza en situaciones de manifestación triunfal en un ambiente
solemne y festivo. En la época imperial, la parusía del César puede dar lu-
gar a una nueva era, y el emperador es saludado y recibido en su parusía
como Señor y portador de salvación, pues su llegada iba habitualmente
acompañada de beneficios excepcionales. De ahí que se le aguarde con
expectación jubilosa y festiva. En hebreo, no hay un término equivalente,

647
LA LÓGICA DE LA FE

pero «los verbos que traducen la idea de «venir» adquieren una coloración
sacral, muy próxima a la del término parusía cuando tienen a Yahvéh o al
Mesías por sujeto» (Ibid., 154). Así se entiende que la venida del día del
Señor haya jugado un papel tan importante en la génesis de las ideas es-
catológicas del AT. Los escritores del NT utilizan la palabra (24 veces) en
su acepción técnica religiosa (excep. 2Tes 2,9), para designar con ella el
evento glorioso de Cristo al final de los tiempos. La Parusía es la venida de
Cristo en poder que concluye y consuma la historia de la salvación, supone
la derrota de las fuerzas del mal, la glorificación de los que ya ahora per-
tenecen a Cristo, el juicio, el fin del mundo actual y la renovación cósmica
que denominamos Nueva Creación.

a) La parusía: final y consumación

En la § 12 de Antropología veíamos cómo «la fe cristiana sostiene que


Dios… mantiene a lo creado en el ser y orienta la creación hacia la plenitud
inimaginable de su amor». La escatología ha de dar razón de ese fin hacia
el que el Creador orienta a su creación, que es consumación de la historia
y de todo lo creado, en una plenitud que excede sobre-abundantemente
cualquier expectativa humana: «la plenitud inimaginable de su amor», con-
templada no sólo como destino futuro, sino como posibilidad de participa-
ción, que comenzamos a gustar ya en el tiempo presente.
Objeto propio de la escatología es el fin, pero éste contemplado en
un triple registro: fin como plenitud o consumación; fin, como finalidad o
sentido; y fin en cuanto término cronológico. En este triple significado del
término fin es posible consignar «un requerimiento latente a la unidad y
coincidencia entre lo que es plenitud, finalidad y acabamiento de alguien o
algo» (J. Noemi, En torno al fin del mundo, 90). Parecería pues que el fin que
cabría afirmar a partir de la fe en el resucitado, implicaría una plenitud obje-
tiva del mundo, que no se da sino en correlación con la finalidad y sentido
al que el mundo apunta en tanto que creación de Dios. «La consecución de
dicha plenitud y finalidad resulta impensable sin un término o acabamiento
temporal de la realidad mundana» (Ibid.). Esta aseveración, sin embargo,
nos sitúa ante una quaestio disputata en la escatología. Aunque durante
mucho tiempo la teología se mostraba acorde en la necesidad de hablar de
un término de la historia humana, en el s. XX no han faltado voces que han
tratado mostrar que dicha afirmación es más apocalíptica que cristiana. Lo
propio de nuestra fe sería reconocer que con el acontecimiento Cristo se
ha llegado a la plenitud, a la consumación de la historia, que alcanza así su
sentido definitivo, independientemente de que pueda continuar indefinida-
mente (Dodd). El dato revelado nos hablaría de un mundo que alcanza su
finalidad (Vollendung), pero no necesariamente su fin cronológico (Ende).

648
ESCATOLOGÍA

Dicha consumación es adquirida antropocéntricamente, pues en la medida


que cada individuo participa de la resurrección de Cristo se plenifica él y,
con él, una parcela de mundo (Greshake, Lohfink, y en otro sentido tam-
bién Bultmann). Estamos ante una cuestión relevante, pues compromete el
corazón de la escatología cristiana. Ciertamente la teología no puede (ni es
de su competencia) formular ningún enunciado sobre el cuándo y el cómo
de un fin empírico de nuestra tierra, pero sí debe considerar la relación
entre dicho fin y la consumación teológica. No se pueden identificar sin
más los términos, pero tampoco separar (M. Kehl, Escatología, 246). Sin un
acabamiento cronológico del mundo humano y su historia, queda obligada
la esperanza cristiana a dar razón sobre cómo la finalidad para la que el
creador destinó al mundo, pueda alcanzar «su plenitud objetiva como don
del Plenificador» (J. Noemi, En torno al fin, 90). Por otra parte, como muy
certeramente observa Ruíz de la Peña, en esta concepción quedan desaten-
didos el aspecto cósmico y comunitario de la consumación escatológica,
«irreductible a la realización individual de cada individuo» (La Pascua de la
Creación, 136). La plenitud prometida no sería tal si aconteciese al indivi-
duo aislado de su condición social, y si se ignorase que también la tierra
gime por ser transformada en Nueva Creación (Rom 8). Por otro lado, sin
un final de la historia y por ende, de las libertades que la hacen posible,
no se podría mostrar definitivamente el sentido del proceso histórico. Es
preciso demandar un «novum», como momento de consumación, donde
dicho proceso termine, para que el sentido definitivo y la culminación pue-
dan ser manifiestos. Más recientemente, ha sido W. Pannenberg quien ha
planteado como un imperativo para el teólogo cristiano, la no disociación
del fin del mundo como plenitud y como término cronológico, invitando
a considerar ambos aspectos como complementarios y no contrapuestos.
Pues si «es pensable un término sin plenitud no lo es una plenitud que no
fuese término» (Teología Sistemática III, § 632). «La existencia del hombre
en cuanto ser histórico solo tiene una finalidad (Zweck) y una meta (Ziel)
cuando la plenitud (Vollendung) de su historia en cuanto tal sea el término
(Ende) de la historia. Si la idea de plenitud (Vollendung) solo pende sobre
la historia sin hundirse en esta como acontecimiento terminalizante (been-
dendes Ereignis), entonces, no cabe hablar de una plenitud (Vollendung)
para la existencia histórica del hombre y de la humanidad» (Ibid., § 632-
633). Al igual que Ruiz de la Peña, también Pannenberg insiste en que no
cabe la parcialización y resolución del fin de la historia en el horizonte de la
muerte individual y piensa la aceptación de un término de la historia como
la condición de posibilidad de la misma experiencia de historicidad. Diso-
ciar la experiencia histórica individual de la universal (Bultmann) es tanto
como poner en cuestión que el creador sea realmente sujeto de la historia.

649
LA LÓGICA DE LA FE

La consecuencia más inmediata de lo dicho, pasará por comprender


que también futuro absoluto y futuro intrahistórico se requieren y deben
de integrarse. El futuro absoluto se eleva en instancia crítica y promesa a la
vez que sostiene al ser humano en su compromiso concreto. El futuro intra-
mundano se sustenta en el absoluto que, a su vez, está referido a la historia
mundana. «La apertura a la trascendencia es entendida en el cristianismo
como necesariamente mediada por la inmanencia [...], el elemento de ruptu-
ra se da siempre sobre un fondo de continuidad. Lo propio e irrenunciable
de la esperanza cristiana» (J. L. Ruíz de la Peña, Lo propio e irrenunciable de
la esperanza cristiana, 801). De ahí que el sentido del futuro transcendente
esperado no pueda significar la negación de un sentido de un futuro in-
manente. Y esto no por mero optimismo intramundano, sino por la radical
esperanza cristiana que nace de la afirmación del Dios de Jesucristo como
Creador y consumador escatológico. Optimismo que se atempera desde el
realismo de la Cruz. Ésta nos recuerda que no podemos excluir tampoco la
posibilidad de conducir al mundo a una catástrofe fruto de nuestro pecado.
El problema que subyace es, de nuevo, el de la comprensión de la tem-
poralidad y con ella de la historia como una magnitud positiva. En Jesús
reconocemos a Dios que se hace presente en un acontecer histórico deter-
minado, incoándose en nuestro tiempo, y atrayéndolo hacia su consuma-
ción a través de la resurrección de Jesús. Él es en definitiva el fundamento
y término de la historia. (J. Noemi, En torno al fin del mundo, 100-102).
Ahora bien, no se opone a la esencia del mundo el que el ciclo abierto y
en continua generación de la historia tenga un fin. Otra cosa es que ese fin
se alcance como conclusión de su carrera hacia la muerte conforme a sus
leyes internas, o por la palabra creadora y limitadora de Dios, y lo que de-
finitivamente se nos escapa es cómo ambas cosas pueden ser finalmente a
lo mismo. Pero lo que la revelación nos ha comunicado es que ese fin será
«participación en la realización del espíritu» (K. Rahner, La resurrección de
la carne, ET II, 209).
Esta consumación final se sitúa en un orden diverso al problema del fin,
tal como lo aborda la cosmología, y a la dimensión cronológica del mismo.
Aun cuando la relación entre tiempo y eternidad sea una de las cuestio-
nes más complejas con las que la escatología actual ha de confrontarse, al
referirse más propiamente al futuro absoluto de lo creado en términos de
participación en la vida trinitaria, pone en evidencia hasta qué punto se
desbordan las posibilidades naturales de lo creado. Pero en otro sentido,
si Dios, el Eterno, se ha comprometido con el tiempo —ya en la creación,
pero de modo radical en Jesucristo—, entonces lo temporal ha de tener un
sitio en Dios. Y si en la vida y muerte de Jesús lo eterno ha irrumpido en
el tiempo, y esta presencia permanece sacramentalmente, será necesario
superar todo intento de estricta oposición entre tiempo y eternidad, y abra-

650
ESCATOLOGÍA

zar el concepto «participación» como el más adecuado para pensar dicha


relación. Balthasar ha señalado cómo en el misterio de la unión hipostática
«las realidades temporales reciben una posibilidad de existencia, una justifi-
cación y una acogida en el ámbito de la vida eterna en Dios» (Escatología en
nuestro tiempo, 41). Tiempo y eternidad aparecen, en él, en la relación más
intensa pensable entre sí. Si Dios habita la eternidad y entra en el tiempo
convirtiéndolo en kairos, el ser humano, que nace en el tiempo, está llama-
do a habitar la eternidad por participación. Cristo ha introducido la gloria
de Dios entre nosotros, pues en él el Verbo de Dios se ha hecho carne y
tiempo, y la tierra ha quedado impregnada de gloria (cfr. Jn 1,14), es decir,
de un ofrecimiento de salvación, que la conduce a su cumplimiento. Será el
Espíritu quien, «gracia sobre gracia», hará posible, ya ahora, la participación
de la vida trinitaria en nosotros, e introducirá nuestra gloria en «el Dios de
toda gloria que [n]os ha llamado a su eterna gloria en Cristo» (1Pe 5,10).

b) La Parusía: venida en gloria

El NT nunca habla de la Parusía en términos de vuelta o de retorno y


menos de segunda venida. Un lenguaje de retorno significaría que Cristo
se ha marchado. Lo que se quiere dejar claro es que Cristo está presente
sacramentalmente: en la palabra, en la eucaristía, en la comunidad, en cada
hermano, en los pobres... (cfr. Mt 28,20; Mt 18,20). Este lenguaje —1ª y 2ª
venida—, será utilizado por primera vez por Justino (Dial. 14,8) con fines
pedagógicos, y después de él por Ireneo (Adv. haer. IV, 22,1-2) y otros (Cfr.
A. Fernández, La escatología en el s. II, Burgos 1979). Pero el texto bíblico
habla de una única venida de Cristo al mundo que articula en tres fases. La
primera es la encarnación, en la que el Logos asume la forma de Siervo de
Yahvé y que culmina con su muerte, que es el extremo de la kénosis o auto-
entrega. La segunda inaugura con la resurrección de Cristo la presencia del
Kyrios. Este señorío, sin embargo, es un señorío velado, se confiesa desde
la oscuridad del creer y precisa de los ojos de la fe para ser «visto». Oculta
bajo los signos sacramentales, esta presencia demanda un desvelamiento
posterior que acontecerá en la última fase: la parusía. En ella se hará mani-
fiesto lo ya acontecido en la resurrección: el señorío de Cristo, ahora de un
modo patente y evidente. Por esta razón la parusía es la espera de alguien
presente, no ausente. (cfr. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación, 137-
138). La venida en gloria del Hijo del hombre empezó ya en la resurrección
de Jesús y continúa en el envío de su Espíritu «renovando la faz de la tierra»
de cara a la instauración definitiva del reino. Esta “venida no se reduce a un
cambio social en la tierra ni exclusivamente a la consumación definitiva en
la muerte, sino que abarca la acción renovadora del Hijo del hombre «así en
la tierra como en el cielo”» (M. Kehl, Escatología, 245).

651
LA LÓGICA DE LA FE

La adopción del término parusía por los autores del NT supuso un


uso y significación original, añadiendo una nota específicamente cristiana:
el final del tiempo. Por ser nosotros seres temporales, tanto el fin como
el principio del tiempo, nos resultan difícilmente pensables e imaginables
plásticamente; de ahí la necesidad de recurrir al lenguaje evocador del
símbolo. Las «descripciones del éschaton» de la Sagrada Escritura deben ser
leídas como evocaciones simbólicas del significado del acontecimiento, y
no en su pura literalidad. De hecho, el cuadro complexivo de los elementos
descriptivos que nos brindan, dista mucho de ser unitario, como muestran
los dos esquemas espaciales utilizados, prácticamente intercambiables pero
contrarios: uno descendente (sinópticos: Mt 26,63-64; Mc 14,61-62; Lc 22,66-
69) y otro ascendente (Pablo en 1Tes 4,17). Cuando los textos hablan de la
llegada de la parusía no tratan de dar cuenta de un movimiento espacial,
pues la distancia Cristo - mundo no es cuantitativa, ni se mide en las coor-
denadas espacio-temporales, sino cualitativa y ontológica. Estamos ante el
hecho de la diástasis mencionada anteriormente (cfr. 1.2). El mundo, la hu-
manidad no somos todavía lo que seremos, no gozamos aún de la forma de
existencia del Cristo glorioso. La parusía es la resolución de este desajuste.
Se trata más de un ir nosotros hacia la forma consumada de existencia de
Cristo resucitado, que un venir de Él a nosotros. La aparición de Cristo-
glorioso consiste en nuestra aparición gloriosa a Él («cuando aparezca [se
manifieste] Cristo, vida nuestra entonces también vosotros seréis manifesta-
dos con él en gloria»: Col 3,4). En este sentido deberíamos definirla como el
acontecimiento consumador del mundo y de los hombres en su globalidad
y el estadio último de nuestra conformación con Cristo y la Pascua de la
Creación (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 139). Por esta
razón, los sentimientos que provoca son gozo por el triunfo y expectación
anhelante, que cristalizan en la Iglesia primitiva en la oración Marana tha y
se perpetúan en la liturgia eucarística de la Iglesia, siguiendo la pauta de la
Didaché. En cada eucaristía la comunidad de creyentes se reconoce como
la comunidad de los que esperan la venida gloriosa de Cristo, mientras lo
saben presente en las especies eucarísticas.
Desde la Patrística a la teología medieval y hasta nuestros días, ha te-
nido lugar un proceso de paulatina neutralización del pensamiento sobre
la parusía. El Magisterio sólo la menciona en dos ocasiones desde la Edad
Media hasta el Vaticano II y en fórmulas de pura rutina (IV Letrán, DH 801;
Profesión de M. Paleólogo, DH 852). La LG recupera el término en los nn.
48 y 49, recogiendo los datos neotestamentarios fundamentales. En GS 39
se dice que el Reino ya presente se consumará en la venida del Señor y en
el n.8 de la Sacrosanctum Concilium se afirma que la participación en el
culto litúrgico, entraña la expectación de la venida final de Cristo. Pero los
datos aportados no son lo suficientemente iluminadores de la importancia

652
ESCATOLOGÍA

que el pensamiento de la parusía tuvo en la conciencia escatológica de la


fe cristiana. Por desgracia, la teología en general, se ha limitado a repetir
el artículo de fe, sin ahondar en su significado. En consecuencia, no ha
ejercido un serio influjo ni en la vivencia religiosa de los creyentes, ni en
las elaboraciones teológicas. Sin embargo, tres cuestiones vinculadas a la
profesión de nuestra fe en «la venida en gloria» resultan a nuestro modo de
ver especialmente relevantes.

– Proximidad teológica de la parusía

El primer lugar, la mencionada proclamación litúrgica del Marana tha,


como reflejo de la conciencia creyente de las primeras comunidades cris-
tianas que se definen como el grupo de los que esperan la venida del Señor
Jesús. Esta praxis mantuvo el dato de «proximidad» como un ingrediente de
la esperanza parusíaca en el NT. Al principio era entendido cronológica y
cuantitativamente, y después cualitativamente (2Tes, 2Pe 3 y Ap), como
«proximidad teológica»: El Señor está tan cerca que se hace presente en el
Altar y está tan próximo que en cualquier momento puede llegar porque,
en cierto sentido, nada nos separa ya de la parusía (cfr. J.L. Ruiz de la Peña,
La otra dimensión, 160-161; 174). La cuestión es especialmente explícita en
Pablo, donde es posible ver cómo la evolución apreciable en su pensamien-
to sobre la inminencia de la parusía no incidió de forma decisiva, ni en su
soteriología ni en su teología de la esperanza. A pesar de la desaparición
de la proximidad cronológica, la esperanza en la venida inminente no des-
parece (1Tes 4,1 s; 5,1s.; Flp 2,12s.; 3,20s.; Gál 5,5; 6,7s.; 1Cor 15,20s.; 2Cor
5,1-10; Rom 13,11s.;14,10s.) porque en definitiva la esperanza paulina no se
centra en la participación cronológica en estos sucesos. Y si se puede seguir
sosteniendo la esperanza una vez que se abandona la idea de la inminencia
de la parusía (Flp 1,20-21) es porque lo central se sigue manteniendo: vivir y
morir en Cristo, participar de su resurrección, de la reconciliación con Dios
que él nos ha obtenido con su muerte y resurrección (1Tes 4,15). Ahora bien,
de facto, la consecuencia será que, en las primeras comunidades, a la espe-
ra próxima le va a seguir una espera cada vez más lejana y menos «urgida».
El motivo pudo estar en la dificultad, o la incapacidad, para transmitir esta
inminencia inconmensurable en el tiempo cronológicamente. De ahí que
el pensamiento de teólogos como E. Peterson, resulte hoy importante y
atrayente para la escatología, porque recupera el dato de presencia y el
dato de proximidad que poco a poco se fueron perdiendo en la concien-
cia creyente, al reclamar que con la entrada en el tiempo escatológico, de
alguna manera somos constituidos ciudadanos de la Jerusalén celestial y se
abre para nosotros la posibilidad de participar en la liturgia cósmica (De los
ángeles en Tratados teológicos, Madrid 1966, 159-192). Las secuelas de esta

653
LA LÓGICA DE LA FE

pérdida (del dato de inminencia teológica) son graves, e imprimen un sesgo


negativo en la conciencia eclesial que, al dejar de sentirse como el grupo
de los que esperan a Jesús, comienza a acomodarse en el mundo, a pactar
con los poderes establecidos, constituyéndose también en un grupo de
poder. El descenso de atención a lo escatológico-futuro lleva consigo como
consecuencia, una atención creciente al presente-inmediato. No obstante,
las parábolas de la parusía siguen siendo hoy, para nosotros, normativas.
Sólo la memoria presente de la realidad próxima del Señor, de su venida,
ayudará como instancia crítica a la Iglesia a desinstalarse y no convertirse
en un grupo de apoyo del poder establecido, liberándola de la confusión
entre lo transitorio y lo permanente, recordándole su índole escatológica,
que debería funcionar como acicate en orden a su ministerio profético.
De ahí la apuesta que el Vaticano II hizo para recuperar la conciencia del
Marana tha, al re-introducirlo en la celebración eucarística, después de la
Consagración —¡Ven Señor Jesús!—, como un elemento central de nuestra
fe que nos recuerda que la eucaristía es un momento de anticipación y ace-
leración del éschaton. Sin el Marana tha, el Sermón del Monte y la entera
ética cristiana carecerían de sentido como una ética del «interin». La pérdida
de sensibilidad escatológica va irremisiblemente asociada a una mengua en
la especificidad de la ética cristiana.

– La esperanza escatológica movilizadora del compromiso histórico

Muy vinculada con el tema de la «proximidad teológica» está la segunda


cuestión en la que quisiéramos detenernos y que, en cierta forma, es conse-
cuencia de la anterior: la dimensión operativa de la esperanza en la parusía,
de la que se sigue que el esperante cristiano, no pueda ser sino «el operante
en la dirección de lo que espera» (cfr. J.L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la
creación, 141).
El tiempo de la Iglesia que emerge ya en el texto lucano, entre la ex-
pectación inmediata y la espera dilatada de la parusía, se mantendrá en
esa dialéctica presente-futuro que caracteriza también al concepto Reino
de Dios. El intento de una interpretación existencial meramente presentista
de R. Bultmann (Historia y escatología, Madrid 1974) que sitúa la venida
de Cristo en el «instante escatológico» —comprendido éste no como acon-
tecimiento histórico de pasado o punto futuro de cierre de la historia, sino
como la llegada liberadora y transformante de Cristo al individuo en el
«ahora» y movido por la decisión interna—, si bien ponía en guardia con-
tra el peligro de refugiarse descomprometidamente en un futuro lejano,
terminaba desvinculando la parusía de la historia, y despojando a ésta de
una posible consumación. Confesar la fe en la venida en gloria de Cristo
es creer que ha vencido al pecado, a la muerte, a la injusticia; que el Reino

654
ESCATOLOGÍA

de Dios ha triunfado y por lo tanto que hay una posibilidad real de instau-
rarlo ya ahora. El dolor, el mal, la muerte, «de alguna manera» pueden ser
vencidos. Nuestro mundo será transformado y consumado por su poderosa
presencia, pero ese encuentro glorioso de «aquel día» puede y debe de ser
anticipado «cada día» en la exigencia concreta del amor al prójimo, en la
relación con el pobre, en la comunidad, en la celebración litúgica, etc., es
decir en una esperanza activa que «convierte el presente en el comienzo
de la consumación esperada» (F. J. Nocke, Escatología, Barcelona 1984, 69).
El Marana tha estonces, se convierte en un testimonio de nuestro compro-
miso a favor de los valores del Reino. La espera de la parusía no es síntoma
de una piedad quietista. Las obras de los creyentes han de dar testimonio
y anticipar lo que se proclama. La palabra evangélica, es Palabra de Dios,
tiene una estructura sacramental que implica que obra lo que significa, es
performativa, e incluye la acción en el anuncio. La palabra esclarece la
acción y la acción acredita la palabra. Quien confiesa su fe en la parusía
se está comprometiendo a realizar aquello que afirma que puede realizarse
(2Pe 3,12: «esperando y acelerando la venida del reino»). Esperar la venida
en gloria, es ir realizándola, acelerándola. Este es el momento activo del
proceso, y es la única prueba que podemos dar de la verdadera efectividad
de ese anuncio ya, aquí y ahora. Testimoniar la verdad es hacer veraz el
anuncio, es la verificación objetiva de lo anunciado.
El Concilio Vaticano II supuso un momento esencial en orden a discernir
cuál debía ser la actitud del creyente ante la esperanza escatológica. Renun-
ciando a una pastoral intemporal de las verdades eternas del más allá, el
Concilio entenderá como «deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo
los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que,
acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los peren-
nes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y
de la futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS 4). Desde este enfo-
quesurge la necesidad de clarificar en qué medida el compromiso histórico
contribuye decisivamente a este Reino que, en definitiva, es obra de Dios;
y hasta qué punto aquello que aguardamos y en lo que comprometemos
nuestro esfuerzo no es un logro histórico sino un don de Dios que supera la
historia y la vida terrena. Superando la posición «dualista-escatológica», que
defendía la tesis de la radical discontinuidad entre los dos órdenes: progre-
so temporal y crecimiento del Reino de Dios —y que, remontándose a Lu-
tero, fue defendida en el siglo XX con gran vigor por Barth o por Bouyer—,
la teología católica inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II se había
ido inclinando progresivamente por la posición «encarnacionista», optando
por la tesis de la continuidad, aunque con acentos diversos. La constitu-
ción pastoral Gaudium et Spes parece consagrar esa posición mayoritaria
al defender de forma muy matizada que «la espera de una tierra nueva no

655
LA LÓGICA DE LA FE

debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta


tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de
alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo». Y añade a continua-
ción: «Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso tempo-
ral y crecimiento del reino de Cristo, el primero, en cuanto puede contribuir
a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de
Dios» (GS 39). Afirma además el Concilio la importancia de la vida política
y la contribución que han de hacer los cristianos y la Iglesia en este ámbito
(GS 73-76) dando pie a la teología de las realidades temporales. Siguiendo
las pautas señaladas en el Concilio, la teología posterior subrayará la impli-
cación recíproca existente entre progreso temporal y crecimiento del reino.
En este sentido será de decisiva importancia para la escatología que se
desarrollará después del Concilio la aportación de la Teología de la espe-
ranza de J. Moltmann (Theologie der Hoffnung, 1964), por su capacidad
de mostrar hasta que punto la esperanza cristiana libera una fuerza crítica
y movilizadora, que induce de continuo a la protesta y al éxodo de las
circunstancias presentes en cada momento. La relevancia de esta teología
se dejará ver fundamentalmente en las relaciones entre el cristianismo y la
sociedad. Justamente en el intento de «formular el mensaje escatológico en
las condiciones de la sociedad actual» se gestará la teología política de J.
B. Metz (Zur Theologie der Welt, 99), con su pretensión de mostrar que la
expectación escatológica no nos pone ante «la prometida ciudad de Dios»
como una meta lejana a una realidad terminada, sino la convierte en un
cometido para el cristiano, que es llamado a ser un «colaborador» de reino
prometido de paz y justicia universal (Ibid., 96). Posteriormente Metz tratará
de impedir una vinculación demasiado rápida entre las ideas de progreso
y esperanza, destacando el elemento de «discontinuidad» a través del ele-
mento apocalíptico y del concepto de «reserva escatológica» (cfr. La fe, en la
historia y en la sociedad, 103; Teología del mundo, 149); tratando de resaltar
la «presión del tiempo y de la acción» que provoca la expectativa de tiempo
final contra una idea evolucionista que descansa en la seguridad y el op-
timismo, produciendo apatía en vez de compromiso histórico y político; e
incluyendo el nuevo reto que planteaban los desengaños de las esperanzas
políticas surgidas en los 60 (cfr. Ibid.,180-185). La historia de sufrimiento y
la expectativa cercana de la llegada del Mesías, van para Metz de la mano,
y en esto consiste el «aguijón apocalíptico» (Ibid.,184;92, cfr.122). La fe en
la parusía tiene por ello también un sentido «enteramente político», puesto
que insiste en la memoria del sufrimiento acumulado en la historia y desde
allí determina nuestras acciones y esperanzas (Ibid., 93).
Los impulsos de la teología de la esperanza y de la teología política
se confrontarán en directo con la praxis social, desarrollándose práctica y
teóricamente en la teología latinoamericana de la liberación que, hacien-

656
ESCATOLOGÍA

do suya la orientación de GS 39, planteará la cuestión desde la praxis de


la liberación socio-política, lo que le permite profundizar la implicación
recíproca entre progreso temporal y crecimiento del reino, en otras claves.
Liberación del hombre y reino de Dios aparecerán como magnitudes que
se exigen mutuamente. Salvación e historia intramundana se enlazan y su-
perponen sin identificarse (cfr. K. Rahner, Historia del mundo e historia de
la salvación, 121). La consumación sigue siendo don y los proyectos histó-
ricos de liberación no pueden confundirse con la salvación plena, pero la
condición de posibilidad de la salvación es la liberación, y sólo articulando
proyectos prácticos de liberación se hace creíble el proyecto utópico de
salvación cristiana (G. Gutiérrez, L. Boff, I. Ellacuría). Ahora bien, la fe en
que es Dios quien garantiza la consumación, libera tanto de la presión del
éxito como del peligro de desesperación violenta o resignación ante fraca-
sos o experiencias decepcionantes. El cristiano es ante la historia al mismo
tiempo un escéptico y un entusiasta. Escéptico —pues para él «la historia del
mundo es la existencialmente repotenciada» (Ibid., 132)—, que relativiza la
historia sin huir de ella, pues sabe que lo eterno sólo se encuentra en lo
temporal, a pesar de que el Reino no sea simplemente el desarrollo espe-
rable del proceso de la historia. Entusiasta porque sabe que la salvación
puede acontecer en formas paradójicas y en figuras contradictorias, y en
todo caso a pesar de los fracasos siempre es posible recomenzar de nuevo.
En 1976 la Comisión Teológica Internacional, publicará un documento
sobre «Promoción humana y salvación cristiana» en el que se pone de nue-
vo de relieve el problema de la articulación entre el compromiso histórico y
el don de la gracia en orden a la construcción del Reino, señalando que «la
reflexión sobre la relación entre la salvación operada por Dios y la acción
liberadora del hombre muestra la necesidad de definir más exactamente
las relaciones existentes entre la promoción humana y esta salvación, entre
la construcción del mundo y el cumplimiento escatológico» (Documentos
1969-1996, Madrid 1998, 147 ss). La clave formal de la relación correcta
a establecer, nos remite al principio calcedoniano: unidad sin confusión,
distinción sin separación. Unidad, ciertamente, puesto que «el crecimiento
del reino es un proceso que se da históricamente en la liberación», pero sin
confusión, ya que «no estamos ante una identificación»: aunque «el hecho
histórico, político, liberador, es crecimiento del reino... no es la llegada del
reino»; aunque es «acontecer salvífico», no es «toda la salvación». Distinción,
indudablemente, pero sin separación, ya que se hace «en una perspectiva
dinámica que no tiene nada que ver con aquella que sostiene la existencia
de dos ‘órdenes’ yuxtapuestos...» (G. Gutierrez, Teología de la liberación.
Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972, 238-240, retomado por J. Raztin-
ger en Política y Salvación: Acerca de la relación de la fe, lo racional y lo
irracional, en la llamada Teología de la Liberación). La declaración de la

657
LA LÓGICA DE LA FE

CTI insiste en la unidad o no separación cuando sostiene «que es necesario


evitar separarlas totalmente» (159) o cuando, recordando numerosos textos
conciliares, concluye diciendo que tales textos «nos invitan a considerar
las luchas por la justicia, la participación en la transformación del mundo,
como un elemento constitutivo del anuncio de la fe» (161); pero insiste
igualmente en la distinción sin confusión cuando advierte que «es preciso
evitar un ‘optimismo evolucionista’ que identifique totalmente el dominio
de Dios con la obra humana de construcción del mundo en su desarrollo»
(160). Las diferencias se encuentran en los énfasis que se establecen y tam-
bién en la forma más concreta de entender la relación, cuando se intenta
avanzar más allá del marco formal abstracto de referencia. Mientras que
unos están especialmente preocupados en mostrar la conexión existente
entre liberación y salvación, progreso temporal y crecimiento del reino, y
por eso ponen el énfasis en la unidad sin separación dualista, otros están in-
teresados en recordar la discontinuidad que media entre cualquier proceso
histórico de liberación y la llegada del reino, y por eso el énfasis lo centran
en la distinción sin confusión monista. Es muy significativa a este respecto
la posición de la CTI que manteniendo desde un punto de vista formal con
toda claridad que la relación entre el reino de Dios y la historia no se puede
anunciar ni bajo la forma de un monismo ni bajo la de «un dualismo» (161),
añade —incluso corrigiendo lo que es general interpretación de la doctrina
del Vaticano II—, que en el momento actual el énfasis hay que ponerlo
en la distinción o diferencia: «De un modo general, los textos del Concilio
Vaticano II se interpretan como si sugiriesen mas bien una armonía entre el
esfuerzo humano de construcción del mundo y la salvación escatológica en
respuesta a una dicotomía abusiva. Hoy día... conviene más bien poner de
relieve con mayor claridad y vigor lo que las diferencia» (161). Sin embar-
go, las enseñanzas del Concilio tal como aparecen resumidas en el decreto
Apostolicam actuositatem, n.5 sobre el apostolado de los laicos, parecen no
dejar dudas acerca de su intento de armonización: «La obra de la redención
de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la
restauración incluso de todo elorden temporal. Por lo tanto, la misión de la
Iglesiano es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres,
sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con espíri-
tu evangélico. [...] Aunque estas estructuras [el orden espiritual y el orden
temporal] sean distintas, se compenetran de tal forma en el único designio
de Dios, que el mismo Dios busca reasumir en Cristo todo el mundo en la
nueva creatura, incoativamente en la tierra, plenamente en el último día»
(160-161).
Ahora bien, de la creencia en la consumación de lo creado no puede
deducirse ningún pronóstico concreto sobre el desarrollo intrahistórico. El
ámbito propio de la reflexión escatológica es el del misterio. Hay una oscu-

658
ESCATOLOGÍA

ridad que le es propia a la plenitud y es preciso respetar por cuanto dentro


de la historia está en curso la libertad humana. El esperante cristiano ha de
asumir la responsabilidad de ser el operante en la dirección de lo esperado.
Pero aunque la fe en la voluntad salvífica universal de Dios nos hable de
una gracia ofertada junto a la capacidad para acogerla, no es posible a prio-
ri conocer si llegará a ser una realidad efectiva para todos y cada uno de los
seres humanos. La historia universal sigue siendo un proceso en marcha, y
un proceso abierto, indisponible en cierta medida para nosotros, pero esto
no excluye la total confianza de que Dios nos lo ha dado «todo» en Cristo, y
ya nada podrá separarnos de su amor. El cumplimiento aguardado será «en
Cristo» en quien todo será recapitulado en Dios.

– Cristo es nuestro éschaton

En último lugar, anunciar la venida de Cristo en poder es proclamar


que Cristo es nuestro éschaton: esperamos a Alguien, no algo. La revelación
plena de Dios que ha tenido lugar en Jesús, la aparición de Dios en el
mundo que constituye el acontecimiento decisivo que imprime a la historia
su orientación definitiva; con Cristo ha irrumpido en el mundo «lo último»,
o, tal vez mejor todavía, él es «el último». Esto quiere decir que Cristo no
está separado ya del éschaton, no tiene un futuro propio. Está instalado en
una forma sin presente, pasado ni futuro. Nosotros somos su único futuro
pendiente. «El destino cristológico, que estaba incrustado en la creación
desde sus comienzos, ahora se cumple como emergencia de las pulsio-
nes inyectadas en el interior de lo real por la Pascua del Señor, y no por
una vía extrínseca de decreto administrativo, que acordarse dar fin al gran
teatro del mundo» (Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 139). Cristo
es el éschaton, no tiene éschaton. El mundo y nosotros somos los que te-
nemos éschaton. El «por nosotros y por nuestra salvación» de la muerte y
resurrección de Cristo, habría que aplicarlo, también a la Parusía. Por eso,
ésta no es principalmente un acontecimiento cristológico, sino eclesiológico
o soteriológico.

c) La parusía es venida a juzgar

El tema del juicio aparece con claridad en el Símbolo: «... ha de venir


con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos», una afirmación que es una
copia casi literal de 2Tim 4,1, pero que hay que entender desde la pregunta
por el sentido del proceso histórico. Un proceso que es opaco, pues las
acciones libres que lo conforman proceden de un pasado desconocido,
y tienen repercusiones imprevisibles en el futuro; y es también ambiguo
porque aunque las acciones registradas en la historia, tiendan a reflejar la

659
LA LÓGICA DE LA FE

interioridad de los sujetos que las realizan, la expresión externa traiciona


siempre la interioridad. En términos ranherianos «la última cualidad de la
libertad es irrefleja», por tanto ni la propia persona puede erigirse en juez
infalible de sus propias motivaciones y, en consecuencia, mucho menos de
las de los otros o de la historia. De ahí que todo acontecimiento sea siempre
bi-valente, y la imposibilidad de despejar absolutamente su ambigüedad.
Esto ha conducido a pensar que la historia no tiene sentido, que no existe
un proceso unitario teleológicamente orientado; el mundo sería natural,
pero no histórico. A lo sumo habría un destinum o un factum, como mu-
cho podrían pensarse fragmentos de sentido, pero no un sentido global. Es
este el ámbito en el que se hace preciso acudir a laidea primera de juicio
escatológico. Dios ha querido el mundo, no sólo como natural, sino como
historia. El acto que cierra la historia —como hemos visto— es término y fi-
nalidad es el juicio. Y en este acto, porque todo llega a su fin, se manifiesta
que todo tenía sentido. El juicio es por tanto la mostración de sentido de la
historia como totalidad. De ahí quepodamos explicar la fe en la parusía y
«en la consumación del mundo como la convicción de que nuestra historia
se dirige al punto omega, donde será definitivamente claro y visible que lo
estable que a nosotros nos parecía el suelo que soportaba la realidad, no es
la materia pura, inconsciente de sí misma, sino la inteligencia que mantiene
el ser, le da realidad; más aún, es la realidad: el ser no tiene consistencia
desde abajo, sino desde arriba» (cfr. J. Ratzinger, Introducción al cristianis-
mo, 266).
La fe en la parusía supone que la historia es un proceso finalizable, no
interminable. Sin entrar en la compleja problemática del tiempo, lo que está
de fondo es la pregunta por el sentido. La historia está grávida de sentido y
tiene que haber un día de nacimiento de la realidad y la historia como un
todo, donde se de a luz ese sentido. Si no existiera un término, no habría
meta. La parusía concluye la historia porque sólo así puede consumarla, es
decir: mostrar su sentido y ser su cumplimiento definitivo. Si la parusía es
revelación, mostración de sentido de todo el proceso histórico, no menos
demanda de alguna manera un «novum último» donde el proceso se abra a
«algo que hasta ahora no había acontecido todavía» (J. Moltmann, Teología
de la esperanza, 295). Si el proceso histórico siguiera indefinidamente, y
en él las libertades finitas actuando, decidiendo y moldeándolo, no sería
posible afirmar definitivamente su sentido. La fe en la parusía nos dice que
el mundo está llamado a un momento de consumación que hará patente
el sentido del proceso histórico. Con ello no se afirma nada sobre el cómo
haya de ser este término, ni se exige la destrucción ni del mundo, ni de la
historia, pero si la finalización del proceso que se ha ido construyendo a lo
largo del tiempo con las libertades humanas y que denominamos historia.
De ahí que la parusía pueda ser comprendida como Pascua de la Creación,

660
ESCATOLOGÍA

en cuanto acto último de la historia de la salvación: su «paso a la configura-


ción ontológica definitiva mediante la anulación del desfase no codificable
en categorías cuantitativas entre Cristo y la obra creada» (Ruiz de la Peña,
la Pascua de la creación, 139). En cierto sentido podemos afirmar que
parusía y juicio escatológico son la misma cosa, aún cuando en realidad el
juicio deba ser comprendido como un momento de la parusía, una de sus
dimensiones. De ahí que reservemos como primera idea que define espe-
cíficamente al juicio escatológico, la del acto por el que Dios termina la
historia y la justifica, mostrando su significación y haciendo ver su sentido,
despejando la opacidad y la ambigüedad del proceso (cfr. Ibid., 142-143).
El juicio es así la verdad misma, su revelación. Una verdad que ilumina y
esclarece el sentido y la verdad de toda realidad.

d) El juicio escatológico

Parusía y juicio aparecen unidos en el artículo de fe que concluye la


parte cristológica del Símbolo. Sin embargo, el gozo de la expectación y
la alegría de la espera vinculadas a la venida en gloria, parecen haber sido
ensombrecidas e incluso fagocitadas por la idea de juicio. Estamos así ante
uno de los temas en los que es posible encontrar más amplios contrastes
en la interpretación teológica, debido a la diversidad de modelos utilizados
para dar razón de él. Sin duda, la facilidad para adornar esta categoría con
un denso y detallado imaginario, haciendo de ella —junto con el infierno—
una de las temáticas preferidas por el arte desde el medioevo hasta prácti-
camente la modernidad, junto a la relevancia de este acontecimiento para
«la salvación del alma» —centro neurálgico de la preocupación escatológica
durante siglos—, así como el influjo de una predicación que ponía palabras
a un imaginario, elocuente por sí mismo, tratando de convertir y guiar los
comportamientos, hizo del juicio un elemento bien conocido y temido por
todos los fieles hasta prácticamente las puertas del Concilio Vaticano II. A
partir de este momento nos encontraremos con un doble posicionamiento
ante el juicio. El de los que se mantuvieron, más o menos, fieles a las con-
vicciones preconciliares, y el de quienes más permeables a la renovación
teológica que brotó del Concilio, emprendieron una praxis de más com-
promiso con el presente histórico, desplazando las preocupaciones del más
allá a un segundo plano, y considerando la idea de juicio como anacrónica
respecto a la de un Dios todo misericordia y cuya voluntad salvífica no as-
pira sino a abrazar a la entera humanidad. La teología, por su parte, tratará
de repensar el concepto desde los nuevos datos aportados por la exégesis
bíblica, recuperando dimensiones del juicio que a lo largo de los siglos se
habían ido perdiendo o desdibujando. No obstante será posible encontrar
acentos y posturas bastante diversificadas. Desde la comprensión del jui-

661
LA LÓGICA DE LA FE

cio como «el elemento esencial de toda la historia de la salvación» que «los
hombres de ambos Testamentos, conscientes de su vocación de ejecutores
del juicio, configuraron hasta convertirlo en el contenido fundamental de
todas las formas y aspectos del anuncio salvífico» (J. Schmid, Gerichtspre-
digt in der Schrift: LThK IV (1960) 742), hasta una interpretación del mismo
en los textos bíblicos con un sentido meramente exhortativo, bien lejano
a la amenaza, el castigo o la condena (A. Tornos, Escatología II, 115-141;
Duquoc, etc.).
El verbo «juzgar» procede del hebreo safat (gobernar, instaurar, dominar,
juzgar entendido en el sentido de ejercer la soberanía). Se le atribuía, como
acción propia al rey que, en tanto poseía la plenitud de poder, era el juez.
De ahí que cuando Dios interviene en la historia, e irrumpe en el acontecer
de su pueblo, cada intervención divina sea leída como un acto regio y, por
tanto, «un juicio de Dios». Ahora bien, como Dios interviene siempre y sólo
para salvar, de ahí se deduce que los juicios de Dios son actos de salvación
(cfr. 1Re 3,16-28; Dn 13 donde Yahvéh asume la responsabilidad de que la
verdad y el bien salgan adelante, precisamente en momentos de dificultad y
oscuridad), manifestaciones de la soberanía de Yahvéh (cfr. Jc 11, 27, 2Sam
18,31; Dt 33,21, etc.) (cfr. D. Mollet, Jugement dans le Nouveau Testament
en DBS IV, Paris 1949, 126ss). Ciertamente esta concepción se cruza tam-
bién con la experiencia de sufrimiento de Israel (destierro) y la pregunta
por los padecimientos del justo, que provocan que la fe en la justicia de
Yahvéh se convierta en la esperanza de una intervención futura en la histo-
ria «el día de Yahvéh», en el que Dios juzgará a los enemigos de su pueblo
(Is 13-27) y al mismo Israel (Is 2, 6-4; Am 5, 16-20). Pero aún aquí, y ante la
expectación de un día terrible, el objetivo del juicio es la salvación, o bien
la conversión que posibilita el retorno de Israel y el comienzo de una nue-
va relación con Dios (Mal 3,2-4). En la época de los grandes profetas este
juicio se concebía como algo intrahistórico, con pruebas y purificaciones
que permitían a Yahvéh reconducir y renovar la historia de su pueblo. Será
la apocalíptica la que convierta el día de Yahvéh en el último día y fin del
presente eón.
La concepción fundamentalmente salvífica se conservará en el NT (Mt
25,31; Lc 10,18; 2Tes 2,8; 1Cor 15,24-28, etc.), donde el juicio será entendido
prioritariamente como la victoria definitiva y aplastante de Cristo sobre los
poderes hostiles. Al afirmar que «él es constituido por Dios juez de vivos
y muertos» (Hch 10,42; cfr. Jn 5,22.27), el texto bíblico está dando un re-
ferente hacia el cual se ha de orientar toda la historia, así como el criterio
y la medida que permitirán situarse en dicha historia en una perspectiva
de esperanza. El evangelio de Juan permite percibir que la relación con la
cristología imprime un nuevo desarrollo a la comprensión del juicio. Si el
primer sujeto del juicio que aparece en la Biblia es Dios (no sólo en el AT

662
ESCATOLOGÍA

también 2Tes 1,5; 1Cor 5,13; Mt 10,28, etc), lo es como salvador y como
verdad definitiva. «Dios es juez en la medida que es la verdad misma. Pero
Dios es la verdad para el hombre como el que se ha hecho hombre… Es
medida de la verdad para el hombre en y por Cristo» (J. Ratzinger, Escato-
logía, 222). De ahí que para la fe cristiana el cambio operado en la concep-
ción del juicio consista en que la verdad que juzga al hombre ha salido en
su búsqueda para salvarlo.
La afirmación del juicio escatológico es la confesión de fe en una irrup-
ción final de Dios en la historia, de carácter salvífico, que culminará todos
los actos salvíficos precedentes (juicios de Dios) con el acto salvífico por
excelencia (el juicio final). Por lo tanto lo primero que hay que aseverar es
que Dios juzga en tanto en cuanto salva. De ahí que el venir en gloria y po-
der de Cristo, el venir como rey, sea lo mismo que venir a juzgar, y compor-
te el gozo del triunfo. Cuando la Iglesia primitiva confesaba su fe en Cristo
juez, lo que resonaba era el mensaje de la gracia vencedora y la plenitud
del amor alcanzándonos: «en esto ha llegado el amor a su plenitud con no-
sotros; en que tengamos confianza en el día del juicio...» (cfr. 1Jn 4,17-18).
Esta idea de juicio está lejos del significado forense del término. No se trata
de un juicio de ajusticiamiento sino de justificación, de otorgamiento de
justicia. Lo que los cristianos confesamos en el Credo es que creemos que la
historia conocerá este acontecimiento: un juicio de justificación, y que será
escatológico, es decir fuera de la historia (en el sentido de que pone fin a
la historia). Este juicio supone, además, una justificación de la creación; con
él, la primera palabra creadora (Gén 1, Jn 1) «halla su correspondencia en
el sí definitivo y el amén de la creación a la gloria de Dios (2Cor 1,18-20)
manifestada en la epifanía de Cristo» (Ruiz de la Peña, La otra dimensión,
179). La Iglesia primitiva, lo percibió así y lo introdujo en el credo. La afir-
mación de fondo del artículo de fe sobre el juicio es la idea de la plenitud
triunfante del Reino. Más tarde, cuando la Iglesia salga del ámbito judío y
entre en contacto con la cultura greco-latina, se encontrará con una idea
de juicio que tiene que ver fundamentalmente con la instauración de un
proceso jurídico. La actitud esperanzada frente al juicio-salvación va siendo
desplazada por la del juicio como acto de decisión; la parusía se comienza a
leer en función del juicio y éste se entiende en sentido judicial, por lo que al
gozo expectante le suceden el temor y la inseguridad ante una sentencia in-
cierta; el marana tha desaparece de la liturgia, y el día del Señor se convier-
te en el dies irae de la secuencia medieval (cfr. Ibid., 178). La escatología
se va sumiendo en un moralismo temeroso y sobrecogido, desprovisto de
alegría. Todo esto, va a ir acompañado de un proceso de degeneración del
artículo de fe. El hecho de que en los primeros símbolos el acontecimiento
de la parusía fuese formulado sencillamente como «vendrá a juzgar...» (DH
6, 10, 11,12, etc.), y la comprensión cada vez más jurídica de éste, motivó

663
LA LÓGICA DE LA FE

que hubiera de interpolarse la expresión «con gloria»: «de nuevo vendrá con
gloria a juzgar a los vivos y a los muertos» (DH 150).
Vistas así las cosas, la pregunta que surge es ¿qué había de fondo para
que se pudiera dar esta confusión? ¿No deja también el texto bíblico un
testimonio de juicio de discriminación? Ya hemos hablado del aspecto re-
velador de la parusía, y de la dimensión de mostración de la verdad y del
sentido de la historia del juicio. Ambas ideas comportan, sin duda, una
discriminación. Y si bien, en el NT, los evangelios de Juan y Mateo ope-
raron un clara desmitificación de las escenografías apocalípticas del juicio,
ciertamente en el concepto bíblico de juicio, además de la idea de una
intervención regia de carácter salvífico, también se incluía el sentido de
crisis, discriminación y fijación de destino de cada uno a tenor de sus obras.
Esto es lo que nos permite hablar de una segunda acepción del concepto
juicio. El que algunos autores han denominado: juicio como crisis (cfr. M.
Kehl, Escatología, 283; J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 179-181; F.
J. Nocke, Escatología, 154-155).

e) El juicio de crisis

Hay una línea de interpretación en el NT en la que se recalca la respon-


sabilidad moral de los individuos, y por ende, la discriminación y el efecto
de su comportamiento en su destino (Mt 25, Mt 24). Recoge fundamental-
mente la idea del pensamiento profético-apocalíptico, que también resalta-
ba la responsabilidad (Am 5,18-20, Is 13-27). Es en este marco de compren-
sión donde es posible situar el juicio de crisis. A diferencia del escatológico,
se trata de un acontecimiento histórico, interior a la historia y no al final
de la historia. No obstante, tampoco se trata de un proceso judicial. No «es
la sentencia divina la que constituye al hombre en salvado o condenado,
la que le emplaza en el estatuto jurídico de inocente o culpable» (J. L. Ruiz
de la peña, La otra dimensión, 179), ni tampoco nada sobreañadido desde
el exterior. El juicio de crisis significa decisión y discriminación, e incluye
responsabilidad, pero todo ello como algo inmanente a la actuación del ser
humano en historia. En este sentido, tal vez la idea más cercana para dar
razón de él sea la de autojuicio. Pues es la actitud personal la que se torna
principio constitutivo de la situación definitiva del sujeto (Mc 8,38).
El lugar donde más nítidamente nos encontramos con esta idea de juicio
de crisis en la historia es el evangelio de Juan: «Dios no ha enviado a su Hijo
a juzgar el mundo, sino a que se salve por medio de él... el que no cree,
ya está juzgado» (Jn 3,17). Para el evangelista es claro que Cristo no viene a
juzgar, y menos a condenar, sino a salvar. Lo que me juzga es mi actitud ac-
tual frente a Cristo, aceptándolo en la fe o rechazándolo en la incredulidad.
Cristo mismo, rechaza para sí el papel de juez y reivindica el de salvador.

664
ESCATOLOGÍA

La Palabra aparece como aquello que me juzgará según la acepte o no (Jn


12,47-48). «En este sentido, es el hombre en definitiva, el que se convierte
en juicio para sí mismo: Cristo no impone condena alguna; únicamente el
hombre puede poner una barrera a la salvación» (J. Ratzinger, Escatología,
223).
También en Pablo encontramos desarrollada esta misma línea de com-
prensión: «Si Dios está con nosotros ¿quién estará contra nosotros?... ¿ el
que no se reservó a su propio Hijo ¿quién acusará a los elegidos de Dios?
¿Dios? No porque él es quien justifica. ¿Jesús? No, porque él es el que mue-
re e intercede por nosotros» (Rom 8,31 ss). Ni el Padre ni el Hijo aparecen
aquí como acusadores de un juicio forense que no existe. Sólo existe la
sentencia de justificación, la comunicación de la justicia de Dios con amor
misericordioso. No hay juez, no hay fiscal, no hay juicio forense, tan sólo la
suma parcialidad de un amor infinito y supremo (cfr. J. L. Ruiz de la Peña,
La Pascua de la creación, 146).
Parecería, sin embargo, que todo esto se contradice con el texto clásico
del juicio de Mt 25,31 ss. No es así. El texto mateano nos ubica en el jui-
cio universal ante las naciones, es decir, se trata del juicio escatológico. Y
curiosamente, lo que se pondrá en evidencia en este texto es que el juicio
escatológico da publicidad a una decisión que tiene lugar en «el ahora de la
confrontación personal con Jesús». También aquí es la actitud presente, ac-
tual, la que decide nuestro destino. Pero ahora, en otra clave. Ya no se trata
de la adhesión a Jesús y a su Palabra (fe), sino del el amor o desamor como
referente (Ibid., 147). Las tres virtudes teologales aparecen como telón de
fondo que sostiene el tejido de la existencia en el seguimiento de Cristo,
al mismo tiempo que van conformando nuestro destino. De hecho, lo que
literalmente se dice en los vv. 34 y 41 es «venid los que sois benditos... y
apartaos de mi los que sois malditos...». Es decir, la situación de cada cual
llega al éschaton consolidada (cfr. E. Farahian, Relire Matthieu 25,31-46:
Gregorianum (1991) 437-457). No se trata de una sentencia judicial extrín-
seca que en el momento último me constituye en maldito o bendito. El
juicio escatológico es mostración de verdad y de sentido: constata lo que ya
había. La suerte de la persona se decide en la confrontación con el prójimo,
que es sacramento de Cristo.
El juicio, en cuanto decisión, acontece en el aquí y ahora de la respon-
sabilidad, y así posibilita la índole personal del ser humano. Ésta no puede
concebirse al margen de la responsabilidad, y la responsabilidad a su vez
sólo es auténtica allí donde se impone una rendición de cuentas. «Ser-
responsables es tener alguna responsabilidad para con alguien» (E. Schille-
beeckx, El mundo y la Iglesia, Salamanca 1969, 416). La idea de juicio da su
último fundamento a la de responsabilidad. La ausencia de una sentencia
sumaria, lejos de suponer —como algunas voces críticas dejan oír— una

665
LA LÓGICA DE LA FE

falta de seriedad respecto a la existencia, apunta justamente a lo contrario.


Nos recuerda que nuestros actos presentes son los que están grávidos de
eternidad. No hay razón para temer la amenaza de un juicio final que no
será sino desbordamiento de gracia y verdad, la verdadera preocupación
del creyente debería estar en su día a día, en cada una de sus decisiones
cotidianas, porque todas ellas están «amenazadas de eternidad» (J. Marías),
y le van configurando no sólo en lo que es, sino en lo que será.
¿Quién juzga, entonces? Es la verdad la que nos juzga. Aquel que es ca-
mino, verdad y vida. El hombre no es juzgado por una instancia impersonal
y neutra. La norma, la medida, el referente de este juicio es Alguien que
suscita la responsabilidad saliendo a nuestro encuentro como el otro, el «tú»
que me interpela. No es el totalmente Otro, sino el consustancial conmigo,
según humanidad: Cristo. La concentración cristológica del juicio-crisis su-
pera una concepción heterónoma de la responsabilidad (sólo ante el total-
mente Otro) y también una concepción autónoma de la misma (sólo ante
mí mismo) (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creción, 148). Si Cristo
es el juez, entonces el juicio es la permanente confrontación con la presen-
cia interpelante del Kyrios, con lo que el fundamento de la responsabilidad
debe ser situado en la trascendencia «coram Deo». Pero al mismo tiempo el
Señor que sale a mi encuentro es el «otro» semejante a mí, el más próximo
de los prójimos, aquel «que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
El juicio-crisis es por tanto un acontecimiento intra-histórico, constitutivo
de la responsabilidad personal. El carácter presente del juicio-crisis, supo-
ne que ya ahora tiene que haber criterios válidos para discernir si esta o
aquella actitud responde al evangelio. La comunidad cristiana ha de poder
decir objetivamente qué conductas llevan a la salvación y cuáles no; cuáles
construyen o destruyen el Reino. Si no contáramos con esta norma objetiva,
no podríamos hablar de un juicio presente, tendríamos que remitir todo al
futuro. Lo que ya no está a nuestro alcance es dar el paso de decidir sobre
la real culpabilidad del sujeto agente.
Cada persona va fraguando su destino en el ejercicio de su libertad situa-
da, en su propia vida. El juicio de crisis está teniendo lugar en la respuesta
de la persona a sus responsabilidades históricas. Pero aunque sea distinto
del juicio escatológico, la dimensión crítica del juicio-crisis tiene relación
con él. Se hace claro en el evangelio de Juan, para quien el que cree en
Jesús, en cierta medida, ya ha superado el juicio (Jn 5,24), es como si estu-
viese más allá de él habiendo superado la muerte con la vida. Pero este re-
conocimiento del juicio de crisis como realidad presente no permite ignorar
el contenido del juicio escatológico como pretendía Ch. H. Dodd («la idea
escatológica de juicio se ha visto sometida a una reinterpretación conclu-
yente»: The Apostolic Preaching and its developments: three lectures with an
appendix on eschatology and history, Harper & Row, New York 1964, 171),

666
ESCATOLOGÍA

más bien hace evidente la estructura escatológica básica del NT, que no
piensa la parusía como una división total de los dos eones, como lo hacía
la apocalíptica, sino más bien como una superposición de las experiencias
del siglo venidero a las del siglo presente por medio de la encarnación. De
este modo el juicio sigue teniendo una dimensión escatológica aún cuando
esté aconteciendo en el presente a través de la respuesta de la libertad hu-
mana. Y el juicio escatológico, en tanto que desvelamiento y mostración de
la verdad y del sentido de la historia universal y de la historia personal de
cada individuo, no será sino la manifestación de lo que en el aquí y ahora
de nuestra vida histórica se está decidiendo en el posicionamiento personal
de acogida o rechazo de la llamada y oferta de gracia divina.
Al mostrar el sentido y la verdad que latía bajo la opacidad de la historia,
las consecuencias y las reales intenciones de las decisiones y acciones de
cada ser humano, a la luz del juicio escatológico todo ser conocerá y se
encontrará con su propia verdad y, por ende, se hará patente la decisión
a favor o en contra de Cristo. Por esta razón, aunque el juicio escatológico
sea esencialmente el acto salvífico definitivo, la luz de la verdad arrojada
sobre las libertades personales lo constituirá en pública revelación de las
opciones tomadas (cfr. J. L., Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 181). Este
último «descubrimiento de la verdad» de la realidad humana de forma ínte-
gra —a nivel individual y social— implica personalmente el encuentro de
la persona con la «verdad de su vida», y con esa identidad plena que sólo
coram Deo podía hacérsele accesible. Pero supone también el endereza-
miento de las relaciones humanas, y la apertura del espacio definitivo de
paz y justicia que Dios deseaba para su Reino. El reconocimiento de aque-
llos que han sufrido las consecuencias de la injusticia humana y el otorga-
miento de justicia reparadora. «Existe una justicia. Existe la «revocación» del
sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe
en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya
necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los
últimos siglos... Sólo Dios puede crear justicia... de un modo que nosotros
no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.
Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en
primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás
la imagen decisiva para nosotros de la esperanza» (Spe Salvi, 43), y al mis-
mo tiempo es una imagen que exige responsabilidad, y que otorga valor y
densidad a todo aquello cuanto hacemos en la historia. Pero además, para-
dójicamente, la palabra que juzga —dirá Balthasar— «confiere perfección a
lo defectuoso, sentido a lo absurdo, desde la profundidad insondable de su
libertad. La verdad de la criatura, la verdad de la vida humana vivida sale a
la luz, no partiendo de la profundidad del hombre sino de la profundidad
de Dios», aún así, «la verdad de nuestra existencia no encontrará cobijo en

667
LA LÓGICA DE LA FE

una eternidad que no tenga nada que ver con nuestro tiempo vivido» (Cfr.
Escatología, 103). Si el juicio de Dios es un momento de la consumación,
de la acogida definitiva de lo creado en la vida del amor trinitario de Dios,
entonces se pone de relieve hasta qué punto no puede ser sino «expresión
de su amor crítico» (M. Kehl, Escatología, 282). Por esta razón, además de
cómo patencia de sentido y resolución de la opacidad y ambigüedad de la
historia humana y de cada historia personal, el juicio escatológico puede
ser contemplado por el teólogo de Basilea como el encuentro personal
con el Cristo glorioso que incluye un momento de necesaria purificación y
acrisolamiento de la existencia temporal —si ha de pasar al seno de la vida
eterna—, y que la tradición católica ha denominado purgatorio. Esta tesis,
es sintetizada con claridad y belleza en la encíclica Spe Salvi, n. 47: «El fuego
que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El en-
cuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad
se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma
y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese
momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse
como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de
este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos pre-
senta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su cora-
zón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como
a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder
santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin
totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios» (cfr. H.U. von
Balthasar, Escatología, 106-110). También W. Pannenberg se valdrá de la
imagen paulina del fuego purificador (1 Cor 3,12 ss) vinculándola a Jesu-
cristo mismo, que es el fuego escatológico, y a la doctrina del purgatorio.
Afirma que el juicio tiene esta función de «purificación de la discordancia
del pecado y de cuanto contradice la intención creadora de Dios... se con-
vierte así en fuego purificador... que destruye todo lo que es incompatible
en la vida de la criatura con el Dios eterno y con la participación en su vida
(Is 66, 15 ss)» (Teología Sistemática III, § 657). Comprendiendo así el purga-
torio, logra hacer desaparecer la causa de la contradicción planteada sobre
esta doctrina por la Reforma (cfr. § 666).

f) Los dos juicios: representaciones teológicas

Hemos hablado del juicio escatológico y del juicio de crisis, pero la teo-
logía clásica se ha referido habitualmente a dos juicios en términos de juicio
universal y juicio particular. De hecho, en el NT hay textos en los que se
menciona muy claramente un juicio universal que coincide con el final de
la historia (Mt 25; Mt 10,15; 11,21-24; etc.), y junto a estos, otros en los que

668
ESCATOLOGÍA

se considera que al final de la vida cada uno será juzgado según sus obras
(Mt 12,36-37; Hch 17,30-31; Rom 2,16; Heb 13,4) que parecieran remitir a
un juicio individual. Estamos nuevamente ante una cuestión en la que no
hay unanimidad ni entre los teólogos, ni entre los exégetas. Para un núme-
ro cada vez más elevado de autores los textos hablarían básicamente del
juicio escatológico, también aquellos en los que se dice que cada uno será
juzgado según sus obras, puesto que su finalidad no sería descriptiva, sino
la de destacar la importancia de la responsabilidad personal e individual
(Rom 2,6; 2 Cor 5,10, Heb 9,27). Todos ellos se hallarían en la perspectiva
del único juicio que tiene en cuenta el NT, el juicio a las naciones (e.g. H.
U. von Balthasar, W. Pesch, W. Pannenberg, A. Tornos, Nocke, etc). Pero
además, hay otra serie de textos que hablan de una retribución inmediata
después de la muerte (Lc 23,43; Mt 27,51) y otros que interpretan la muerte
de cada individuo como un ir hacia Dios o hacia Jesucristo (Flp 1,23). Sin
embargo, deducir inmediatamente de éstos un argumento incontrovertible
acerca de la existencia de un juicio particular postmortem distinto y distante
del juicio final (cfr. J. A. Sayes, Escatología, Madrid 2006, 114) no parece tan
obvio, y supone que se están manejando después de la muerte las mismas
categorías temporales del momento presente. Es cierto que el NT acentúa
la idea de que cada uno en particular ha de responder en el juicio por su
vida personal (Rom 2,6; 2Cor 5,10), pero «un testimonio expreso de que hay
un juicio particular distinto del juicio general universal, no se encuentra en
el NT» (F. J. Nocke, Escatología, 90). Esta idea se desarrolló a partir de la
Patrística que, sin embargo, la mantiene unida a la del juicio escatológico, y
más bien como expectación de una retribución cabal para cada criatura. Los
antiguos Símbolos de la fe confirman que el acento no estaba en el juicio
particular, sino en el universal, y lo que se destaca fundamentalmente es
la vinculación parusía y juicio. En la teología medieval la distinción entre
los dos juicios se convierte en un tema principal, tratando de resaltar la
responsabilidad personal; y al fin, el acento se desplaza al juicio particular,
especialmente a medida que la preocupación por la salvación individual va
tomando más importancia respecto a la universal.
Distinguir entre juicio particular y juicio universal, —es decir, afirmar
que hay dos juicios—, uno inmediatamente después de la muerte y otro al
final de la historia encajaba muy bien a los autores que dividían la escato-
logía en «individual y colectiva». Además, sea fundamentándose en el NT o
en la Benedictus Deus (DH 1000-1002), ayudaba a mostrar que la retribu-
ción es inmediata. Ahora bien, el discurso del doble juicio resulta «difícil»
y deja sin resolver algunos problemas de cierta envergadura. En primer
lugar, lo insatisfactorio de la idea de que un hombre sea juzgado dos veces,
para dar cuenta de lo mismo. Y en segundo lugar, la situación de déficit
ontológico en la que se encontraría el supuesto sujeto de la retribución y

669
LA LÓGICA DE LA FE

juicio: «el alma separada del cuerpo». Por otra parte, si la retribución es in-
mediata, ¿qué añade el juicio universal? La teología hoy tiende a considerar
la existencia de dos juicios, particular y universal, entendidos como real-
mente distintos y cronológicamente distantes entre sí, no como afirmación
de fe dogmáticamente vinculante sino como un modo representativo de
dar cuenta de una realidad teológica. Legítimo, porque intenta ofrecer una
solución y es coherente dentro de sus presupuestos, pero no vinculante,
porque no forma parte integrante de ningún contenido definido de fe y
por las serias reservas que suscita. La tendencia es más bien a comprender
esta distinción como un «modelo de representación» (Nocke, Escatología,
145-146; cfr. Rahner, Greshake, Lohfink...), que podría convivir con otros
modelos, tal como el que ve en la distinción juicio universal - juicio parti-
cular, la explicitación de dos aspectos de un mismo acontecimiento. Según
Pannenberg, es evidente que la «vinculación entre la escatología individual
y la colectiva lleva a dificultades con respecto a la necesidad de representar-
se global y unitariamente el futuro escatológico», pero estas dificultades se
redimensionan cuando se percibe que tales representaciones del final de la
historia, tienen un interés fundamentalmente antropológico por unir el des-
tino individual y social del ser humano, de ahí su función principalmente
simbólica (Teología Sistemática III, § 592). Él mismo, integrando la proble-
mática del juicio dentro del tema teológico más amplio y determinante de
las relaciones entre tiempo y eternidad, llega a formular la coincidencia de
ambos juicios (Ibid.,§ 657-658). Lo importante es sostener que no podemos
prescindir de la dimensión individual, ni tampoco de la colectiva (social y
universal). Estamos bajo el juicio de Dios tanto como individuos únicos e
irrepetibles, cuanto como humanidad (bajo la luz de su verdad y la fuerza
de su intervención salvífica en la historia). Su juicio nos alcanza tanto en
nuestro ser individual como en nuestro ser corporativo. De ahí que sea me-
nester considerar tanto la solidaridad en la culpa como la responsabilidad
personal, propia e intransferible; «ambas son inseparables y mutuamente
se iluminan y pujan entre sí. Esto quiere decir que el juicio individual que
situamos inmediatamente después de la muerte —debido a nuestra pers-
pectiva temporal—, y el juicio universal, que situamos en el punto final de
la línea temporal de la historia, van juntos y son inseparables para la eterni-
dad divina» (H. U. von Balthasar, Escatología, 104). Es preciso no desenten-
derse de ninguna de estas dimensiones, ni separar drásticamente el juicio
escatológico, de lo que hemos denominado juicio de crisis, porque sólo así
podremos percibir la dimensión presente del juicio escatológico. El juicio
comienza aquí y ahora, como una realidad de nuestra vida, pues es ésta la
que se va configurando y desarrollando bajo el juicio de Dios y de los hom-
bres. Bien sabido que la justicia de Dios no es como la de los hombres. No
nos juzga un Padre airado, ni la justicia vindicativa de los hombres, ni tan

670
ESCATOLOGÍA

siquiera la ley moral inscrita en nuestro corazón «sino el hermano que está
junto a mí, que era Dios y en el que estaba Dios» (Ibid., 106).

g) Juicio, justicia y misericordia

Una acentuación excesiva y unilateral de la comprensión del juicio como


castigo y espacio temible donde se decide la condenación o la salvación
de los individuos, condujo a la escatología a una reducción moralizante de
la esperanza, limitada a la espera del premio o del castigo en el más allá.
La idea forense de juicio ensombreció la de juicio-salvación, y la del juez
implacable la de Cristo como mediador. El intento de contraponer un Dios
justo a un Dios misericordioso, deja al pensamiento cristiano ante una alter-
nativa falaz y sin fundamento.
Tras la idea bíblica del juicio escatológico, hemos visto que estaba fun-
damentalmente la comprensión del modo peculiar en que Yahvéh ejercita
su soberanía sobre el pueblo. Ahora bien, en el proyecto de intervenciones
salvíficas de Dios con el mundo, que es un proyecto de iniciativas de vida y
de benevolencia, trasparece una preferencia, una voluntad y una elección,
que privilegian una línea histórica y no otras: la elección de los pequeños,
la relación de Alianza sostenida por la fidelidad, la justicia como modo de
ser y relacionarse y el «amor gratuito», traducido en entrega de sí, como úl-
timo criterio de vida. Dicho juicio no sólo es compatible con la misericordia
sino entraña misericordia; pero esto no puede traducirse en ceguera, ne-
gligencia o indiferencia ante el mal, la injusticia, el odio y la destrucción de
la vida. En consecuencia, las líneas históricas que se opongan al amor y a la
justicia se autoexcluyen de este plan en cuanto rechazables por el proyecto
divino. Aquí encuentra su lugar la discusión sobre la posibilidad de conde-
nación (infierno) como el resultado de una auto-exclusión del señorío del
reino. Pues ni el reino, ni el señorío divino se impondrán a quien lo recha-
ce. Por eso, en la teología cristiana, la retribución está en continuidad con
la vida anterior, porque sino la libertad humana sería un simulacro. Lo que
hacemos, las decisiones que tomamos, las opciones continuas que realiza-
mos en nuestra vida nos van configurando. Lo que seremos no prescinde
de lo que somos, lo culmina. Pero hay una identidad personal que vamos
fraguando con nuestra propia vida y que de alguna manera nos constituye,
que si desapareciera impediría afirmar que soy yo el que resucita para la
vida. Esto, con todos los matices que queramos situacionales, de oportuni-
dades, etc., que no se le ocultan ni a la verdad ni a la misericordia de Dios.
En la época moderna, la idea del juicio final fue desdibujándose a me-
dida que la fe cristiana se orientaba fundamentalmente hacia la salvación
personal del alma. El ateísmo de los siglos XIX y XX protesta contra las in-
justicias del mundo y de la historia universal, y justifica así la imposibilidad

671
LA LÓGICA DE LA FE

de la existencia de un Dios creador bueno. Este mundo sin Dios se arroga


la pretensión de establecer por sí mismo la justicia, pero la propia historia
se ha encargado de ir mostrándonos a lo largo del último siglo su incapa-
cidad para ello. «Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo
es un mundo sin esperanza» porque nadie ni nada puede dar respuesta al
sufrimiento de los siglos. En diálogo con los pensadores de la escuela de
Frankfurt, Benedicto XVI señala, con Theodor W. Adorno, que una verda-
dera justicia requeriría un mundo «en el cual no sólo fuera suprimido el
sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente
pasado» (Spe Salvi, 42). El Papa nos recuerda que sólo el cristianismo ha
sido capaz de dar una respuesta a esta cuestión. Esta respuesta tiene un
nombre concreto: resurrección de los muertos. En sus palabras: «... Dios
revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la con-
dición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente
que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe
crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y
que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la
carne» (Spe Salvi, 43). Pues sólo hay justicia verdadera para el injustamente
ajusticiado si puede ser recuperado para la vida, que es mucho más que
recuperar meramente el orden y el derecho. Por eso, la esperanza cristiana
responde a esta demanda de justicia, sin la cual las víctimas serían irrevo-
cablemente víctimas. Es decir, hay una única reparación definitiva y total,
la participación en la plenitud de Dios de todo lo creado: la recapitulación
de todo en Cristo (Ef 1,10), cuando Dios sea todo en todos (1Cor 15,28).
Por eso la fe en el juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, una
esperanza para los perjudicados en este mundo, para las víctimas de toda
clase de injusticia. Pero una esperanza no entendida como venganza o ajus-
te de cuentas, sino como reconocimiento de su situación y reparación reno-
vadora de la misma. La fe en el juicio es una invitación a alejar de nosotros
todo espíritu de revancha y de venganza, tan ajeno al Reino y su vocación
reconciliadora. La imagen de un Dios que al final de los tiempos «premia a
los buenos y castiga a los malos» es demoledora, y una proyección sobre
Dios de la justicia punitiva y vindicativa contemplada como la única posi-
ble. Conviene recordar, una vez más, que «Dios sabe crear la justicia de un
modo que nosotros no somos capaces de concebir» (Spe Salvi, 43). Ahora
bien, de ahí no se concluye que la mentira, la opresión tengan la última
palabra. La última palabra es de vida y salvación, la última palabra es de
verdad y otorgamiento de sentido, sin que esta dimensión esperanzadora
disuelva la dimensión de responsabilidad de cada persona. Pues el hecho
de que Dios haya confiado a su Hijo el juicio es nuestra salvación (Jn 3),
pero también hace más grave nuestra responsabilidad. Él conoce nuestra
vida, ha cargado con nuestra culpa —que podemos contemplar en él en

672
ESCATOLOGÍA

vez de en nosotros mismos—, y «así resulta ésta infinitamente más horrible


e infinitamente más sanadora» (H. U. von Balthasar, Las cosas últimas, 105).
Amor y temblor son las actitudes cabales con las que aguardar este juicio.

§ 46. La esperanza en la vida eterna que la fe nos promete, más allá de


la muerte, se comprende como inserción en la comunión en la vida trinita-
ria, posibilitada por la acción vivificadora del vínculo sustancial que es el
Espíritu, y realizada por la participación en la resurrección de Cristo que
recapitulará todo lo creado en la Nueva Creación. Dicha esperanza, es una
oferta que implica nuestra libertad, de ahí que no podamos ignorar la posi-
bilidad de una perdición definitiva.

III. [CREO EN EL ESPÍRITU SANTO]… LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA


VIDA ETERNA

La última frase del Símbolo reza así: «Esperamos la resurrección de los


muertos y la vida del mundo futuro». Al llegar a este artículo, la confesión
de fe, que se dispone a afrontar los contenidos del futuro absoluto, varía el
«creo» de las afirmaciones precedentes trocándolo en un «espero». La espe-
ranza y la escatología cristiana apuntan así hacia lo venidero, tensionadas
hacia el futuro. Una tensión que como hemos visto encuentra su fundamen-
to en el acontecimiento Cristo y en las afirmaciones precedentes. De ahí
que uno de los componentes esenciales de la escatología cristiana sea la
pregunta por el significado universal de Cristo cara al futuro: la suerte final
de los individuos, la marcha de la historia y la creación, su fin y consuma-
ción final. Hay un único Misterio Pascual, ya realizado por Cristo, hacia el
cual se encamina el resto de la creación, su Pascua: la Pascua de la Crea-
ción. Y sin embargo, el hecho de que este enunciado, en el que se conden-
san las principales afirmaciones escatológicas de nuestra fe, sea formulado
en el artículo tercero, es decir, en el referido al Espíritu Santo, y en cone-
xión con la Iglesia y el sacramento del bautismo, parece estar indicando la
importancia que la pneumatología va a desempeñar en la comprensión del
futuro definitivo que puede esperar el individuo, la humanidad y el cosmos
en su conjunto.

1. Dimensión pneumatológica de la escatología

Como hemos dicho al comienzo de esta tesis, el Espíritu Santo ha sido


dado a la Iglesia para que, por su poder, el pueblo de Dios persevere en la
esperanza, concediéndole así un protagonismo particular en el misterio de
la consumación. Además, el Espíritu Santo desempeña también una función

673
LA LÓGICA DE LA FE

esencial como nexo de los acontecimientos del fin, así como de vínculo
entre éstos y el devenir histórico, pues desde el acto creador su presencia
activa es garantía de la salvación futura, y él grita con la esposa hasta el últi-
mo día «ven» (Ap 22,17). El Paráclito empuja la historia de la salvación hacia
el momento de la recreación definitiva, afianzando la filiación de los hijos
al Padre y uniéndolos en comunión (cfr. F. Lambiasi, Lo Spirito santo, mis-
tero e presenza. Per una sintesi di Pneumatologia, Bologna 1991, 332). La
Nueva Creación será obra del mismo Espíritu creador (Gén 1,2) que libera,
renueva y consuma; la resurrección, obra del mismo Espíritu que resucitó
a Jesús (cfr. Rom 8,11); así como la gloria final del hombre y su mundo, la
plenitud de la santificación «que nos reviste con el manto de la divinidad...
a nosotros que entramos en Dios hasta el punto de que resplandecemos de
luz divina por todas partes» (cfr. H.U. von Balthasar, Gloria VII, 421). Por
esta razón F. Lambiasi invita a considerar la escatología como la «última epí-
clesis», donde de modo análogo a como ocurre en la Eucaristía, el Espíritu
descenderá al final de la historia para transfigurar y consagrar todo, en una
acción perfectiva conjunta de Dios y los hombres donde fundará también la
unidad definitiva, en Cristo, de la humanidad con Dios.
Este papel específico de la Tercera persona en la elaboración del con-
sorcio divino-creatural, es destacado por O. González de Cardedal al con-
templar al Espíritu como «interiorización» de Jesús. La función pneumatoló-
gica por excelencia consiste en operar en cada sujeto la identificación con
la persona de Cristo «filialmente». Una identificación que comienza con el
bautismo, pero prosigue a lo largo de la existencia histórica en la que el
Espíritu, habitando en el hombre, intensifica la «determinación divina de lo
humano», haciéndolo progresivamente cada vez más aquello para lo que
había sido creado (La entraña del cristianismo, Salamanca 21998, 832). El
punto culminante de este proceso de pneumatologización de la criatura
será el día de la resurrección, en el que el Espíritu obrando como «Consu-
mador» llevará a término la divinización (Ibid., 821): «el hombre compartirá
el destino de la humanidad glorificada de Cristo y será plenificado por el
Espíritu, hasta constituir con el Hijo la relación con el Padre y por el Espíritu
convivir la vida trinitaria» (Ibid., 857).
La Constitución Dogmática Lumen Gentium, ya había destacado esta tarea
escatológica del Espíritu, al afirmar que «la restauración prometida que espe-
ramos», aunque ya comenzó en Cristo «es impulsada con la venida del Espíri-
tu Santo y continúa en la Iglesia». Una mención que no estaba en la primera
versión del capítulo presentado por los padres conciliares y que fue incluida
para explicitar la imposibilidad de hablar de nuestra vocación escatológica
ignorando al Espíritu. La afirmación procede —de la misma manera que ocu-
rre en el Símbolo— de la referencia cristológica al «resucitado de entre los
muertos» (cfr. Rom 6,9), que «envió a Su Espíritu vivificador sobre sus discípu-

674
ESCATOLOGÍA

los». A partir de Cristo, Cabeza, el Espíritu fluye con toda su energía divina y
divinizante hacia los hombres (Hch 2,17), para construir a lo largo del tiempo
un «cuerpo filial» histórico: el Cristo Total, la familia de los hijos de Dios (GS
40). «El Espíritu amplía el ser de las criaturas y las transforma de entidades
aisladas en miembros estrechamente unidos en un Cuerpo». (J. Alviar, La di-
mensión pneumatológica de la escatología, 231). Por ser él, vínculo sustancial
y eterno, abrazo de amor entre el Padre y el Hijo, a través de este movimiento
de integración pneumatológica introduce a las criaturas en la comunión in-
tratrinitaria, lo cual implica un enriquecimiento ontológico de las mismas, en
la dirección de esa cristificación o filiación que denominamos «ser-en-Cristo».
Esta labor del Paráclito culminará en el último día, extendiéndose también
a la entera creación. Él que ha sido el Creator Spiritus será ahora el Espíritu
renovador del mundo material, infundiéndole armonía y belleza, purificán-
dolo para hacerlo resplandecer (E. Scognamilglio, Ecco, Io faccio nuove tutte
le cose, Padova 2002, 555. 603-604).
La acción del Espíritu es puesta de relieve con especial fuerza y creativi-
dad en la reflexión escatológica de Pannenberg, vinculándola a la categoría
glorificación. Para él «todo el ámbito de la acción escatológica del Espíritu
se despliega cuando se piensa en su índole propia como glorificación. En
la idea de glorificación, la nueva vida de la resurrección se une, por la re-
lación a Dios Padre, para alabanza de Dios, con el factor juicio contenido
en la transformación de esta existencia terrenal. La glorificación de Dios, en
este sentido amplio, es la obra propia y última del Espíritu, que es también
el creador de vida, la fuente tanto de todo conocimiento, como de la fe, es-
peranza y amor. Y así, también el Espíritu de la libertad y de la paz, y de la
convivencia consumada y perfecta, en el Reino de Dios, de todas las criatu-
ras, en mutuo reconocimiento; convivencia que ya se expresa significativa-
mente en la comunión de la Iglesia. En todo esto, la acción del Espíritu está
ya siempre dirigida a la glorificación de Dios en su creación, y este aspecto
destacará y dominará en su acción escatológica, compendiando y trasfor-
mando todos los demás» (W. Pannenberg, Teología sistemática 3, § 670).
El Espíritu Santo es presentado en el Símbolo como «poder por el que el
Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo como principio
de una nueva historia y de un mundo nuevo» (J. Ratzinger, Introducción al
cristianismo, 276). El hecho de que no se trate del Espíritu como persona
de la Trinidad, sino como poder de Dios en la historia inaugurada con la
resurrección de Cristo, tuvo como consecuencia el que en la conciencia
del creyente se interfiriesen la profesión de fe en el Espíritu y en la Iglesia.
Esto posibilitó una concepción pneumática-carismática de la Iglesia y no
exclusivamente a partir de la encarnación —como se ha visto al inicio del
capítulo de eclesiología—. El tercer artículo del credo, parece indicar que
el punto de partida de la doctrina de la Iglesia ha de ser la doctrina del

675
LA LÓGICA DE LA FE

Espíritu Santo y de sus dones, pero que su meta estriba en una doctrina de
la historia de Dios con los hombres, pues «Cristo sigue presente mediante el
Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad» (Ibid., 277), y el don de
su Espíritu, efecto de la resurrección, triunfa sobre la negatividad (GS, 22,
38). Las restantes afirmaciones de la tercera parte del Símbolo no pretenden
ser sino ampliación de la profesión fundamental «creo en el Espíritu Santo».

2. Dimensión eclesiológica de la escatología

La perspectiva eclesiológica es el lugar de nacimiento de la escatología.


Ésta surge en la historia de salvación como una esperanza colectiva que ha
seguido dominando como horizonte más apropiado de la reflexión sobre
el cumplimiento futuro prometido por la fe (M. Bordoni - N. Ciola, Jesús
nuestra esperanza, 66). Pero la concentración cristológica de las esperanzas
que se dan en el NT, al ser personalizadas en Cristo, nuestro éschaton, él
se convierte en el punto de convergencia por el que es dirigido el desti-
no de la colectividad. La perspectiva neotestamentaria, no permite separar
como momentos sucesivos las diversas fases de la escatología (la suerte del
individuo y luego la de la comunidad), ni encerrar todo su sentido en lo
que habrá de suceder después de la muerte, eludiendo la reflexión sobre
el contenido escatológico de la vida presente. La consumación que aguar-
damos es la de una sociedad humana (reino) que alcanza su fin en la par-
ticipación de la vida y gloria de Dios, y no la de unos destinos individuales
que competen simplemente la realización y felicidad personal. De ahí, que
la Iglesia sea el comienzo germinal del reino de Dios, y que la esperan-
za cristiana tenga una irrenunciable dimensión eclesial. «Por el nacimiento
bautismal de la Iglesia y del Espíritu Santo resucitamos sacramentalmente
en Cristo resucitado (cfr. Col 2,12). La resurrección de los que son de Cristo
debe considerarse como la culminación del misterio ya comenzado en el
bautismo. Por ello se presenta como la comunión suprema con Cristo y
con los hermanos y también como el más alto objeto de esperanza: «y así
estaremos siempre con el Señor» (1Tes 4,17; «estaremos», ¡en plural!). Por
tanto, la resurrección final gloriosa será la comunión perfectísima, también
corporal, entre los que son de Cristo, ya resucitados, y el Señor glorioso. De
todas estas cosas aparece que la resurrección del Señor es como el espacio
de nuestra futura resurrección gloriosa y que nuestra misma resurrección
futura ha de interpretarse como un acontecimiento eclesial» (CTI, Algunas
cuestiones actuales de Escatología, 462).
La esperanza será, por tanto, «siempre y esencialmente también esperan-
za para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí» (CEC,
1032). Posiblemente nadie como von Balthasar haya defendido en nuestro
tiempo la idea de «esperar por todos». Ahora bien, no se puede confundir

676
ESCATOLOGÍA

esta opción teológica ni con la defensa de una apocatástasis, ni con una


teología de la «gracia barata». El fundamento de una tal esperanza es cla-
ramente cristológico y al mismo tiempo, trinitario. Sólo el compromiso ex-
tremo de Dios con el mundo, manifestado en la muerte de Jesucristo en la
cruz y en el Descensus ad inferos, da motivo a la esperanza de que incluso
lo más perdido pueda ser todavía salvado, pues «no hay ninguna muerte,
ni siquiera la del más abandonado, que no sea recogida aquí» (H. U. von
Balthasar, Escatología en nuestro tiempo, 59).
La salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunita-
ria. La Carta a los Hebreos habla de una «ciudad» (cfr. 11,10.16; 12,22; 13,14)
y, por tanto, de una salvación que tiene algo de corporativa. Los Padres,
coherentemente con esta idea, entienden el pecado como la destrucción
de la unidad del género humano, como ruptura y división. La «redención»
se presenta precisamente como el restablecimiento de la unidad, para que
podamos formar parte de este pueblo y llegar a vivir con Dios eternamente
(1Tim 1,5). «Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre
de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un “pueblo” y sólo
puede realizarse para cada persona dentro de este “nosotros”» (Spe Salvi,
14). Un nosotros que se amplía cada vez más, desde nuestros próximos, a
la entera humanidad, y que incluye aun a quienes han atravesado la muer-
te. De hecho ya el judaísmo pensaba que se podía ayudar a los difuntos
por medio de la oración (cfr. 2Mac 12,38-45). Esta praxis fue adoptada por
los cristianos tanto en la Iglesia oriental como en la occidental y, con este
modo de actuar, se significa el carácter intrínsecamente comunitario de la
esperanza cristiana. Los creyentes —ya desde el AT— son definidos como
«los que esperan en el Señor» (Is 40,31). Es decir, hay una esperanza común
que sostiene la fe compartida y que atañe a esa comunidad fraterna, que es
el pueblo de Dios y que está llamado a la comunión de los santos. La es-
peranza de una comunión universal en Cristo, necesariamente ha de tener
una componente presente, y la oración por los difuntos es muestra de ello.
«Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco
dar y recibir en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afec-
to más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del
cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia
consoladora... Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí,
entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive
solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. Así, mi intercesión en modo
alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la
muerte... en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo
terrenal» (Spe Salvi, 48). A esta communio universal va dirigida sobre todo la
esperanza cristiana en su dimensión intrahistórica (cfr. Col 1,19s.; Ef 1,10).
Por eso ella intenta materializar en el ámbito social la tendencia, presente

677
LA LÓGICA DE LA FE

en todos los signos por obra del Espíritu, a una unidad global y dinámica,
que se orienta a la consumación futura en la communio trinitaria.
Es obvio que esta consumación no se otorga a cada individuo aisla-
damente, sino en la comunión de los elegidos (communio sanctorum) y
esto ocurre en la Nueva Creación, donde esperamos la consumación del
reino de Dios, y del pueblo de Dios, que en definitiva es el sujeto de este
reino. La consumación de los individuos y de su historia vital se produce
siempre como plenitud de la «unidad comunicativa» del reino de Dios. El
individuo se perfecciona participando en la consumación de la communio
sanctorum, en la vida resucitada de la comunidad de aquellos que han
compartido la vida y muerte de Jesús a causa del Reino de Dios. En esta
figura perfecta del «Cuerpo de Cristo» es integrado y colabora a su vez con
los frutos de su vida, de modo que «los “individuos santificados” son el su-
jeto de consumación con igual radicalidad que la “comunión de los santos”»
(M. Kelh, Escatología, 236).
La comunión de los santos es además una forma concreta de hablar del
Espíritu Santo; una representación que trata de hacer explícito el modo
como el Espíritu obra en la historia, y que cuenta con un significado fuer-
temente sacramental. En primer lugar alude a la comunión eucarística, po-
niendo al mismo tiempo de relieve su dimensión escatológica: el cuerpo del
Señor une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo, y la
hace partícipe de su muerte y resurrección. De ahí que la Iglesia se entienda
como comunidad de los que son uno a raíz del banquete eucarístico, y des-
de ahí se pasara a incluir en el concepto de Iglesia una dimensión cósmica.
La comunidad de los santos, de la que se habla en el Símbolo, supera los
límites de la muerte, y reúne y une a quienes recibieron el Espíritu y su po-
der único y vivificante (cfr. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 277).
Esta comunidad que abraza a los presentes y a los ausentes en un dinámico
intercambio y comunión en los bienes salvíficos, sustenta teológicamente
y muestra el sentido profundo de la praxis de la oración por los difuntos.
La confesión de fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna
son también ampliación de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transfor-
mador; de alguna forma podríamos decir que presentan su última eficacia,
puesto que la resurrección en la que todo desemboca nace necesariamente
de la fe en la transformación de la historia iniciada con la resurrección de
Cristo. Es decir, también la resurrección de los muertos resuena como una
ampliación de la confesión en la resurrección de Cristo de entre los muertos,
que culmina la sección cristológica del Credo. Por otra parte «si el efecto
de la parusía es la Pascua de la Creación, la extensión a toda la realidad
de lo acaecido a Jesús en su Pascua» (JL Ruiz de la Peña, La pascua de la
creación, 149) no podrá sino suponer la resurrección de los muertos. Como
también la ha de presuponer necesariamente el juicio escatológico, si ha de

678
ESCATOLOGÍA

restablecer la justa valoración de las obras. La identidad de las personas ha


de estar garantizada si se quiere que cada uno pueda recibir el juicio defini-
tivo de su vida, en tanto que otorgamiento de justicia y esclarecimiento de
sentido y verdad última de su existencia.

3. «Esperamos en la resurrección de la carne...»

La fe en la resurrección nace a consecuencia de la Pascua. Alguien ha


resucitado. Éste es el artículo neurálgico de la fe cristiana,que sostiene y
fundamenta de algún modo el resto de las afirmaciones y, de manera par-
ticular, la que ahora nos ocupa: «esperamos en la resurrección de la carne».
Al ser nuestra resurrección futura «la extensión de la misma resurrección de
Cristo a los hombres» (Recentiores episcoporum Synodi, 2: AAS 71 (1979)
941) es también participación en la suya puesto que resucitamos como
miembros de su cuerpo glorioso. Desde ahí se entiende que el carácter
ejemplar y causal de la resurrección del Señor respecto a la nuestra: «por-
que, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre
viene la resurrección de los muertos» (1Cor 15,21). En definitiva, hay un
solo misterio unitario debido al Espíritu vivificante, que obra lo mismo en
la cabeza y en el Cuerpo (cfr. Rom 8, 9-11; 1Cor 15,22).

a) La resurrección de los muertos en el NT

En este artículo de la profesión de fe resuenan muchos testimonios del


NT. Ninguno de ellos aborda el tema de la resurrección desde el presupuesto
de la inmortalidad del alma o la pregunta por la misma. En la Biblia, la pervi-
vencia postmortal se vincula íntimamente a la relación con Dios, situándonos
ante un problema fundamentalmente teológico, no antropológico. Lo que
está en juego no es si el ser humano es inmortal o perecedero, sino la ima-
gen de Dios. El asunto en liza es la fidelidad y la justicia divina; y la cuestión
principal: si la muerte puede ser una barrera para dicha fidelidad.
En la época en que Jesús predica, la idea de la resurrección de los muer-
tos es aún objeto de disputas entre sus contemporáneos, como lo prueba
la creencia en la misma de los fariseos, en contraposición a los saduceos.
Pablo se aprovecha de esta circunstancia para causar división entre sus jue-
ces (cfr. Hch 23,6-8; 24,14-15) y a Jesús le plantean una pregunta al respecto
para ver cómo salía del paso (Mc 12,18-27). En esta polémica con los sadu-
ceos, Jesús utiliza el mismo argumento que en la tradición bíblica conduci-
ría a la fe en la resurrección de los mártires («El rey del mundo nos resucita-
rá para una vida eterna a nosotros que hemos muerto por sus Leyes»: 2Mac
7,9; cfr. Dn 12). Dios le mantendrá su fidelidad hasta la vida, a quien le ha
sido fiel hasta la muerte. Es decir, el debate se convierte en una reflexión

679
LA LÓGICA DE LA FE

teológica: los que niegan la resurrección no conocen a Dios porque Dios es


un Dios de vivos y no de muertos. Jesús no combatió la doctrina farisea de
la resurrección (cfr. Mc 12,18 ss), pero de su modo de actuar lo que se sigue
es que el problema del cristiano no es la inmortalidad o la pervivencia post-
mortal, sino otro muy distinto. A saber, la entrega de la vida para dar vida
en abundancia (cfr. Jn 10,10), como hizo el maestro. En los sinópticos el
tema es abordado desde los supuestos antropológicos veterotestamentarios,
que no conciben una vida verdadera sino encarnada (Mc 9, 43-47) (cfr. J. Je-
remías, V. Taylor, J. Gilka, etc., a pesar de algunas posturas que insisten en
apuntar a la inmortalidad del alma —M.E. Boismard—; o al poco interés de
Jesús en el tema de la resurrección —Becker, A. Tornos—). Mientras que en
Juan, además de afirmarse claramente una resurrección universal (5,28ss),
Jesús mismo es «la resurrección y la vida» (11,25) y quien le acoge a él o a
su palabra «vivirá» (5,25) o «tendrá la vida eterna», en realidad sinónimos de
«ser resucitados el último día» (6,39.40.44.54). Además ese «resucitar para la
vida» es el resultado de participar en la vida de Cristo, de comer su carne y
beber su sangre (6,53-54), de modo que «la importancia de la resurrección
deriva del hecho de que ella es la emergencia escatológica de la vida de
Cristo, ahora misteriosamente oculta, aunque ya operante en los creyentes»
(J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 151). La vida resucitada
aparece así como el último desarrollo de la vida eterna incoada ya en la
tierra (6,40.54).
Ahora bien, la cuestión de la resurrección encuentra en Pablo el mayor
desarrollo, y de una forma peculiar en el capítulo 15 de la carta a los Corin-
tios, síntesis de la teología de la resurrección neotestamentaria (cfr. § 20,1).
Se trata de un escrito de ocasión, en el que posiblemente Pablo responde
a una de las cuestiones de conciencia que le enviaron por escrito a Éfeso
(cfr. 1Cor 7,1). El motivo se nos ofrece en el v.12: «Si se proclama que Cris-
to resucitó de la muerte ¿cómo decís algunos que no hay resurrección de
muertos?» (cfr. vv.13.15.16.29.32), aunque también podría estar de fondo la
discusión sobre la posibilidad de una resurrección acontecida en plenitud
en la carne (cfr. v.50), lo que empalmaría con las opiniones gnostizantes
que se daban en esa comunidad. La resurrección de Cristo no se discute,
pues pertenece al kerigma, a la fe de los corintios, de ahí que el punto de
partida de la argumentación sea la «resurrección de los muertos». Se afron-
ta así la relación entre ésta y la resurrección de Cristo: la humanidad de
Cristo ha resucitado porque hay resurrección de los muertos. Si no hubiera
resurrección de los muertos, tampoco Cristo habría resucitado y, entonces,
«vana es nuestra fe» y vana nuestra esperanza (vv. 12-21). Tras este sencillo
razonamiento, Pablo afronta la cuestión central que nos ocupa: la relación
entre la resurrección de Cristo y nuestra resurrección. En esta sección apa-
recen tres notas que caracterizan el pensamiento paulino y de las que nos

680
ESCATOLOGÍA

serviremos para estructurar esta parte: su carácter escatológico (vv. 20-28),


somático (vv. 35 ss) y cristocéntrico (vv. 20-21. 45-49).

Carácter escatológico de la resurrección

A partir de la resurrección de Jesús, Pablo argumenta a favor de la re-


surrección de los muertos. Hasta ahora sólo ha resucitado Cristo, la resu-
rrección es un elemento de la parusía, aún no presente. Cristo es primicia:
parχ, de los que reposan (LG, 49). El primero de una serie que no está
cerrada. Los de Cristo resucitarán en su venida (parousa, v.23). Posible-
mente Pablo se sitúa aquí frente a una comprensión de la resurrección
realizada ya: «ya estamos resucitados, porque ya hemos recibido el Espíritu
Santo» (cfr. 2Tim 2,18: «se han desviado de la verdad al decir que la resu-
rrección ya ha acontecido»), y defiende que la resurrección no ha tenido
lugar. Pablo sólo conoce la resurrección escatológica. ¿Y entre tanto? «El
último enemigo que será destruido es la muerte» (v.26). La muerte sigue
estando ahí, como el último enemigo a destruir. Sólo será abolida cuando se
acabe con todas las fuerzas del mal. La referencia al éschaton es clara. Esta
cuestión ya había sido abordada por Pablo en un texto más antiguo (1Tes
4,13-17) y sobre el horizonte de la expectación inminente de la parusía en
la iglesia de Tesalónica. Ante el interrogante que se le plantea a la comu-
nidad sobre el futuro de los cristianos que han muerto antes de la llegada
de este acontecimiento, Pablo apunta a cómo la fe en la resurrección de
Jesús debe hacerse extensiva a «los que murieron en Jesús» de tal modo
que el vivir el momento de la parusía no supone una especial ventaja. Con
la sucesión adverbial prôton- épeita señala hacia el papel aglutinante de la
resurrección, que hace que todos: vivos y muertos, participen simultánea
y solidariamente de la gloria de la parusía. «La resurrección escatológica
suprime la diacronía del proceso histórico, las diferencias temporales que
separan a los cristianos y reconstruye la comunidad de los creyentes según
la totalidad de sus miembros para la hora triunfal de la parusía» (J. L. Ruiz
de la Peña, La pascua de la creación, 152).
Ahora bien, la correlación resurrección de Cristo - nuestra resurrección,
«no es sólo la inducción lógica de un caso particular a una regla general,
como si la resurrección de Jesús fuera un «caso» con el que se pudiera de-
mostrar la posibilidad de una resurrección universal» (J. F. Nocke, Escato-
logía, 81). La resurrección de Jesús inaugura un novum en la historia que
llegará a su término cuando sean vencidos todos los poderes enemigos.
Ese es el significado del término parχ («Cristo ha resucitado de entre
los muertos, primicia de los que duermen»: 1Cor 15,20). Cristo es primicia,
primer eslabón de una cadena. Se nos recuerda así a la vez que el carácter
universal de la resurrección, la diástasis cristológica de la que hablábamos

681
LA LÓGICA DE LA FE

al comienzo: el hecho de la resurrección de Cristo no es algo cerrado en


sí mismo, sino que ha de extenderse a los que son de Cristo. Si Adán re-
presenta el pasado, Cristo es el futuro. La tipología Adán - Cristo servirá a
Pablo para mostrar que la recuperación de la vida, supone un ser asociados
a Cristo (vv. 21-22). De este modo se nos presenta la resurrección de Jesús,
en la dinámica del ya pero todavía no (hasta que Cristo entregue el Reino
al Padre). Asociados al segundo Adán, primicia de una serie, vivimos una
economía in fieri. Cristo ya ha triunfado y nos incorpora a su triunfo real
y efectivamente, pero todavía no ha sido eliminado totalmente el pecado,
ni la muerte ha sido vencida definitivamente. El triunfo de Cristo no ha
desplegado todo su poder, es pleno pero no consumado. La economía de
la salvación está en marcha de modo irrefrenable y definitivo, pero todavía
no estamos en el fin, en la consumación. Esta paradoja escatológica es un
elemento esencial de la esperanza cristiana: «totum sed non totaliter» (cfr. G.
Uríbarri, Habitar el tiempo escatológico, 260-270).

Carácter somático

La resurrección es para Pablo un acontecimiento corpóreo. La resurrec-


ción del cuerpo significa en el lenguaje neotestamentario resurrección del
ser humano como persona (se afirma que son «nuestros cuerpos mortales»:
Rom 8,11; o «nosotros»: 1Cor 6,14, los que resucitamos). Este hecho entra-
ñaba una gran dificultad para la sensibilidad de los Corintios: «Pero dirá
alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿con qué clase de cuerpo vuelven a la
vida?» (v.35). Con esta pregunta Pablo se confronta con el verdadero motivo
que mueve a rechazar la resurrección: la repugnancia por la corporeidad.
La cuestión se afronta distinguiendo dos tipos de corporeidad: una signada
por la corruptibilidad, la caducidad, la vileza..., y otra que trasciende estas
negatividades en función de una transformación por la fuerza del Espíritu,
que hace superar el estatuto de sôma —caduco y corruptible—, en «cuerpo
espiritual» —sôma pneumatikón— (bien entendido que para Pablo, sôma
dice referencia a la totalidad de la persona, no sólo al ámbito de lo ma-
terial). La resurrección no consiste sólo en volver a la vida (reanimación,
re-vivificación), lo importante aquí es la idea de transformación, de trans-
figuración según el modelo de Cristo: porque «no todos dormiremos, pero
todos seremos transformados» (v. 51). Pablo utiliza diversas imágenes para
explicar la heterogeneidad (discontinuidad) del cuerpo resucitado, la ruptu-
ra con la realidad antigua (el grano de trigo que muere, v. 36), y la novedad
que es don de Dios (v. 37 ss.; 2Cor 5,1). Se trata de comenzar a vivir con-
figurados con Cristo (misterio de la doble descendencia): «Así como hemos
llevado la imagen del terrenal, (primer Adán) llevaremos también la imagen
del celestial (segundo Adán)» (v. 49). Tanto la antítesis tipológica, como el

682
ESCATOLOGÍA

tema del «ser revestidos» (vv. 50-58, cfr. 2Cor 5,4) están enfocados a subra-
yar esta dimensión de transformación. «Pablo se enfrenta decididamente
con la idea, dominante en el judaísmo, según la cual el cuerpo resucitado es
totalmente idéntico con el terreno y el mundo de la resurrección una sim-
ple continuación del terreno» (Ratzinger, Escatología, 185). Si la existencia
cristiana es el proceso de ir imprimiendo en nosotros la imagen de Cristo,
la resurrección será el acontecimiento que nos conformará totalmente con
él; la transformación última que imprime en nosotros la imagen misma del
resucitado. De ahí que la resurrección suponga en la persona que resucita
una cierta continuidad (resucita el mismo ser humano) y una cierta discon-
tinuidad o inidentidad (pero no lo mismo) (cfr. H. Kessler, La resurrección
de Jesús, 273).
Detrás de su argumentación Pablo trata de combatir la tesis de la pura
inmortalidad del alma, es decir, la creencia en una consumación desencar-
nada como forma definitiva de existencia ultraterrestre. La nueva vida no
es una vida meramente espiritual, ni tampoco el cuerpo se puede reducir
a algo puramente espiritual, a una figura ideal o algo similar. Contra esa
tesis el apóstol formula una alternativa tajante: o hay resurrección somática
o no hay salvación. Si la antropología reconoce al ser humano un futuro
más allá de la muerte, éste futuro no podrá ser pensado sino en términos
de corporeidad y por ello ha de ser expresado como resurrección y no sólo
como inmortalidad. El pensamiento de Pablo es claro e incisivo: si se niega
la resurrección corporal, se desintegran los fundamentos mismos de la fe y
por lo tanto se aniquila la esperanza en una salvación encarnada y escato-
lógica. Una salvación presentista y espiritualista es ajena a la esperanza cris-
tiana. Además en este capítulo Pablo realiza una conjunción de cristología
(la resurrección de Cristo) y antropología (cómo será nuestra resurrección),
mostrando cómo lo que sabemos de la resurrección de Cristo ilumina la rea-
lidad de la vida humana y esclarece nuestra esperanza en la resurrección.

Carácter cristocéntrico

Ya hemos señalado que el punto de arranque del capítulo es el kerigma,


la afirmación de que Cristo ha resucitado (v.20), y no a título privado, sino
como primicia. Éste es el fundamento último de posibilidad de nuestra re-
surrección. Porque Cristo ha resucitado puede incorporarnos a nosotros a
su resurrección, porque es arché nos abre el camino de acceso a la Vida.
De ahí que el cristocentrismo de este capítulo sea radical, y en él podamos
encontrar apoyos para hablar de Cristo como causa eficiente, ejemplar y
cabeza del cuerpo en el que resucitamos.
Cristo es causa eficiente pues resucitamos porque Cristo resucitó. La re-
surrección de Jesús funda la resurrección de los muertos. Pero además es

683
LA LÓGICA DE LA FE

causa ejemplar, pues resucitamos a su imagen. Ejemplaridad y causalidad


encuentran apoyo en el uso de la partícula «diá» (di/a v. 21). De nuevo, lo
que se consuma en la resurrección es el proceso de nuestra identificación
con Cristo. Por último, resucitamos como miembros del Cuerpo de Cristo
resucitado. La resurrección es un acontecimiento corporativo, comunitario,
eclesial. Es el entero Cuerpo de Cristo el que llega a la Resurrección, a la
plenitud, a la consumación, cuando con él todos seamos resucitados. La
idea está latente en «primicias» y explícita en 1Cor 6,14-15: «Dios, que re-
sucitó al Señor, también a nosotros nos resucitará por medio de su poder».
La resurrección de Cristo, cabeza del Cuerpo, postula la resurrección de los
miembros, de ahí que no pueda ser sino el Cristo total el sujeto complexi-
vo de la resurrección. Por tanto Cristo resucitado no estará completo hasta
que todos hayamos resucitado «en él» (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua
de la creación, 156). Pero a esa humanidad nueva, transfigurada ya según
el Resucitado, le corresponderá también un mundo renovado: la Nueva
Creación. La resurrección, por lo tanto, afectará a la entera realidad. Cristo
resucitado da plenitud al sentido dado por el Padre al ser humano, pero
también a la historia y al mundo. De ahí que el propio curso de la historia
y del mundo creado no pueda ser indiferente y extraño a este fin. «En el
milagro de la resurrección de la carne ha de integrarse todo lo que en el
cosmos camina hacia la plenitud de sentido, pero sigue estando afectado
por una causalidad sobrenatural» (H. U. von Balthasar, Escatología, 295). Re-
surrección de los muertos y realización definitiva del Reino de Dios en este
mundo requieren un nuevo cielo y una nueva tierra (GS 39). No sólo se ha
de transformar la vida de cada uno, sino que aun cielo y tierra reclaman esta
transformación (W. Pannenberg, La tarea de la escatología cristiana, 272).
En síntesis podemos decir, que para Pablo la resurrección no es ni una
salvación desencarnada (el alma sola), ni una salvación privatizada (el in-
dividuo solo), ni una salvación desmundanizada (la humanidad sola). Si la
resurrección tienen que ver con el ser humano entero, tendrá que ver con
las relaciones fundamentales que lo constituyen como tal, y por ello la re-
surrección es salvación del hombre entero, salvación del Cuerpo de Cristo
entero (entera comunidad), salvación de la realidad entera (Nueva Crea-
ción). Es decir, para el NT la categoría resurrección opera prácticamente
como abreviatura de la salvación consumada.

b) Resurrección de los muertos en la fe de la Iglesia

La doctrina de la resurrección se ha encontrado desde el inicio con difi-


cultades e incomprensiones (Hch 17,32; 26,24), así como con desviaciones
en su recta comprensión dentro de las propias comunidades paulinas (1Cor
15,12-13). En los escritos más antiguos nos encontramos sencillamente con

684
ESCATOLOGÍA

la declaración de la verdad de la resurrección (1Carta de Clemente, 24-26;


Carta de Bernabé, 21,1; Didaché 16, Ignacio de Antioquía...). Pero los cris-
tianos tuvieron que elaborar muy pronto argumentos en defensa de una
doctrina extraña a la cultura greco-latina a la que la idea de una resurrec-
ción de la carne resultaba repugnante, al igual que escandaloso el hecho
de una salvación encarnada. Ciertamente, Pablo no pudo hablar de la re-
surrección de la carne, porque sarx significa para él, a diferencia de soma,
lo débil, perecedero o pecaminoso. La expresión aparece a mediados del
s. II, en confrontación con el gnosticismo, tratando de subrayar la realidad
de una resurrección que afecta a todo el ser humano, y sostenida por la
teología de la encarnación, por eso «significa realmente la «resurrección de
los muertos», es decir, de la persona constituida corporalmente, y no de
una corporeidad aislada» (H. Kessler, La resurrección, 276). A pesar de las
dificultades, el artículo de «la resurrección de la carne o de los muertos» se
incorporó al símbolo y pertenece a la confesión de fe. Está recogido en
los símbolos más antiguos, profesiones de fe de concilios provinciales y
ecuménicos (Símbolo de los apóstoles [DS 10,13,14...], recensión de Hipólito
romano en la Traditio apostolica: «Credis in Spiritu Sancto, et sanctam Ec-
clessiam et carnis resurrectionem?»; Símbolo de Epifanio [DH 42-45]; Símbolo
del I de Constantinopla [DH 150]; Símbolo Quicumque [DH 75-76]; Profe-
sión de fe de León IX [DH 680-686]; Profesión de fe del IV de Letrán [DH
800-802]; Profesión de fe de Miguel Paleólogo en el II Lyon [DH 850-861],
etc.). La versión del Credo occidental que formula «resurrección de la car-
ne», parece que fue tomada sin cambio del judaísmo, pues ya se encuentra
en el Apocalipsis de Moisés, texto anterior a la destrucción del templo. A
la luz de esta procedencia puede entenderse que remite a la salvación de
la criatura-hombre o de la creación como tal (J. Ratzinger, Escatología, 188).
Varias precisiones acompañan habitualmente esta expresión de la fe
eclesial. En primer lugar se trata de un hecho escatológico, que tendrá lu-
gar «a su venida» (Quicumque), «en el último día» (Fides Damasi), en el día
del juicio (II Lyon). En segundo lugar la resurrección se presenta como un
hecho universal, de ahí que se afirme que resucitarán «todos los hombres»
(Quicumque), «todos» (IV Letrán), «todos los muertos (XI Toledo). Además el
evento resurrección afecta al entero ser humano, es decir, incluye la iden-
tidad somática. De ahí que se afirme que resucitarán «los hombres con sus
cuerpos» (Quicumque), «en esta carne que ahora vivimos (Fides Damasi),
«no una carne aérea ni de cualquier otro tipo, como algunos deliran, sino
en ésta, en la que vivimos, subsistimos y obramos» (XI Toledo), «con sus
propios cuerpos que ahora tienen» (IV Letrán). La fuerza de las expresiones
intenta, por una parte, distanciar la fe cristiana de la teoría de la metempsí-
cosis (defendida por los neoplatónicos de los primeros siglos cristianos, los
cátaros y los albigenses del XII); y por otro lado reaccionar a la condena

685
LA LÓGICA DE LA FE

de la carne y el menosprecio de la corporeidad humana del pensamiento


dualista. Por lo tanto no se trata sólo de afirmar que resucita un cuerpo hu-
mano (identidad específica) sino de exigir que sea el mismo de la existencia
terrena (identidad numérica), pues de lo contrario se negaría la identidad
personal. Ahora bien, no se trata de reclamar la recuperación de todas las
partículas que integraban el cuerpo mortal. «Las profesiones de fe se limitan
a asegurar que cada persona reconocerá como «el suyo propio» el cuerpo
con el que resucita» (J. Alviar, Escatología, 172). Aún así, en la historia de la
teología desde el s. III se desencadenarán grandes disputas alrededor de la
intelección de ese cuerpo resucitado y de la condiciones exigibles para que
se respete esa identidad numérica.
A la idea de la identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno
se añadirá también el matiz que apunta a su carácter glorioso, siempre
siguiendo el patrón de Cristo «modelo de esta santa resurrección» (XI de
Toledo), y desde la comprensión de dicha resurrección como un compartir
«la gloria eterna con Cristo» (IV Letrán), entrando en comunión con él: «resu-
citados por Él... hemos de alcanzar por Él... la vida eterna» (Fides Damasi).
El Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen Gentium recogerá de
forma sintética todas estas notas, pero su más interesante aportación será la
ubicación del misterio de la resurrección dentro del marco de la historia de
la salvación, que se encamina hacia «el tiempo de la restauración de todas
las cosas», dando un especial relieve a las dimensiones cósmica —pues es
el universo entero el que está destinado a ser «perfectamente renovado»—,
y comunitaria —es la Iglesia la que está llamada a su «plena perfección»,
y enmarcándola en el misterio de la comunión de los hombres con la Tri-
nidad (LG 48). Este carácter trinitario intrínseco a la resurrección es subra-
yado también por el Catecismo, al afirmar que Dios Padre nos resucitará
con Jesús por el Espíritu (CEC, 989, 1004), de modo que nosotros «resuci-
taremos como Él [Cristo], con Él y por Él» (CEC, 995). Y el documento de
la CTI sobre Cuestiones de escatología (1990) confirma el carácter eclesial
de este acontecimiento al comprender la «resurrección del Señor como el
espacio de nuestra futura resurrección gloriosa» afirmando explícitamente
que «nuestra misma resurrección futura ha de interpretarse como un acon-
tecimiento eclesial» (CTI, 462).

c) Cuestiones alrededor de la confesión de fe en la resurrección

El cuerpo resucitado: «soma pneumatikós»

La resurrección de los muertos nos habla de otro de los elementos esen-


ciales de la escatología, porque lo que la fe cristiana profesa, al lado de la
afirmación de la resurrección de Cristo, es la resurrección de toda la perso-

686
ESCATOLOGÍA

na, espíritu encarnado, materia espiritualizada, de la que la carne-cuerpo es


no una parte, sino una dimensión imprescindible que la constituye como
tal. Por ende, el cuerpo no es tan sólo algo que tenemos, sino algo que
«somos» (y lo mismo podría decirse del alma).
La resurrección de los muertos afecta a la persona en su «identidad e
integridad», también a la integridad de sus relaciones interpersonales y cós-
micas. Es el ser humano con toda su humanidad, con toda su biografía, con
todo lo vivido, hecho y omitido, el destinado a encontrarse con el amor de
Dios en Cristo Resucitado. Ya hemos visto cómo sôma, para Pablo, hace
referencia a algo más que «cuerpo físico», más que la pura materialidad bio-
lógica de nuestra «carne». La resurrección no anula la desintegración de la
vida orgánica, que por otra parte ya la vivimos durante nuestra existencia
terrena, lo que tampoco quiere decir que ésta no tenga en absoluto ningún
papel en la Resurrección. Lo que Pablo deja claro es que la resurrección
lleva consigo el don de un cuerpo radicalmente transformado, pero en re-
lación con el cuerpo terreno, pues a ése se refiere con la expresión «sôma
pneumatikós». El calificativo «pneumático» no es una designación sustancial,
sino cualitativa: el nuevo cuerpo es radicalmente diverso pero no otra per-
sona, y la razón es que ahora está totalmente determinado por el pneuma,
es decir, marcado en la totalidad de su ser y de sus relaciones por la pre-
sencia vivificante de Dios. «La resurrección corporal significa salvación no
del cuerpo físico sino del hombre corpóreo por el poder configurador y
perfeccionador de Dios» (H. Kessler, La resurrección de Jesús, 271).
Para comprender el uso paulino del término cuerpo puede ayudar el
texto de la última cena y la invitación de Jesús «Tomad y comed este es mi
cuerpo» (Mt 26,26). Lo designado aquí como cuerpo es la entera persona de
Jesús, en tanto que entregado al plan de Dios y a la salvación de los hom-
bres, es su entero vivir y morir al servicio del Reino. Por lo tanto, podemos
pensar en una corporalidad no única y forzosamente «física o material», de
la misma manera que tampoco lo es la que conocemos en nuestro propio
cuerpo al momento presente. Ratzinger insiste, en este sentido, en la nece-
sidad de distinguir «entre organismo corporal y corporeidad», pues lo que
está en juego es la identidad de la corporeidad, posible porque «la materia
subyace a la fuerza expresiva del alma» (J. Ratzinger, Escatología, 195). Esto
quiere decir que la corporeidad es mucho más que la pura materialidad
biológica que constituye nuestra exterioridad. La corporeidad es figura de
lo que somos, exterioridad manifestativa de nuestra interioridad, medio de
comunicación, de autoexpresión, de posibilitación para nuestras relaciones
con el mundo y con los demás. La corporeidad es mediación que nos per-
mite decirnos, comunicarnos, expresar nuestros sentimientos, llevar cuenta
de nuestros años, portar las marcas de nuestras vivencias; es también parte
de nuestra biografía personal, el instrumento con el que dejamos que nues-

687
LA LÓGICA DE LA FE

tra alegría o tristeza tome realidad en nuestro mundo, el puente con el que
liberamos nuestra interioridad, a través de los gestos, la voz, los movimien-
tos. El ser humano es cuerpo diciéndose, relacionándose, implantándose en
las coordenadas espacio-temporales. Su corporeidad es la expresión visible
de su mismidad hacia fuera. Durante la existencia temporal ese decirse ha-
cia fuera, esa expresión de lo que se es en sí, nunca se da definitivamente.
Por una parte nuestra exterioridad no siempre responde o encuentra cami-
nos para transparentar la interioridad, en ocasiones, hasta la esconde; pero
por otra, durante nuestro devenir histórico tampoco alcanzamos nuestra
total y definitiva identidad: el yo está en trance de ser. En este sentido pa-
rece posible pensar «el yo resucitado» como ese yo absolutamente logrado
en su identidad, que ya puede decirse tal cual es. Resucitar corporalmente,
sería entonces resucitar con una corporeidad que es transparencia diáfana
de la propia interioridad, de la más profunda y veraz identidad, que tras-
luce, e irradia la dinámica del espíritu, que es expresión de la vida feliz y
plena en comunión con Dios. Una corporeidad que permita una relación
más plena con los demás y con el mundo. L. Boff lo expresaba en su librito
Hablemos de la otra vida diciendo que «resucitamos con aquel cuerpo que
transparente plenamente lo que somos, lo que nos hemos ido haciendo y
lo que Dios en definitiva ha ido pudiendo labrar en nosotros». La nueva
corporeidad resucitada será la configuración última y definitiva de lo que
realmente somos. Con más incisión continúa Boff afirmando: «Al morir cada
uno conseguirá el cuerpo que merece: éste será la expresión perfecta de la
interioridad humana, sin las estrecheces que rodean nuestro actual cuerpo
carnal. (…) El cuerpo trasfigurado será con plenitud lo que ya realiza defi-
cientemente en su expresión temporal: comunión, presencia, relación con
el universo… Con todo la resurrección mantendrá la identidad personal de
nuestro cuerpo… conferirá a cada uno la expresión corporal propia y ade-
cuada a la estructura del hombre interior» (L. Boff, 45). Por su parte Kelh, en
Y después del fin, ¿qué? defiende la idea de que el «cuerpo pneumático» del
que habla Pablo en su carta, así como la tradición bíblico-eclesiástica insis-
ten en el concepto «cuerpo» para referirse al entero hombre resucitado que
alcanza su plenitud sin dejar de ser quien es, junto con la vida que ha vivi-
do realmente, porque quiere destacar el hecho de que perduran los lazos
de su vida terrena, y por ende con su cuerpo animal. Es decir, el concepto
«alma» apuntaría más bien a la «apertura del ser humano a Dios», mientras
que el concepto «cuerpo» lo haría a la relación y ligazón con esa tierra que
la «esperanza cristiana ama» (M. Kehl, Y después del fin, 143 ss.)
Si hemos dicho que todo lo que se afirma en la escatología cristiana
debe poder predicarse de Cristo, entonces, esta argumentación debería sos-
tenerse en referencia al mismo Cristo. Y parece que así es, pues si la Palabra
creadora del Padre se encarnó en el mundo, a través de «la carne del Hijo»,

688
ESCATOLOGÍA

lo hizo no como quien entra en un envoltorio intercambiable y posterior-


mente prescindible, sino como «sacramento indisoluble del Amor de Dios
a todo lo creado» (Ibid,.151). De hecho, la humanidad de Cristo, como nos
recordaba K. Rahner, tiene un valor y una importancia eterna para nosotros
y nuestra relación con Dios (Eterna significación de la humanidad de Jesús
para nuestra relación con Dios, ET III, 47 ss; ET IV, 117 ss). Con su resurrec-
ción la naturaleza humana entra en el ámbito de lo divino y se nos abre la
posibilidad de compartir con él esta condición resucitada, participando de
la suya. Jesús resucitó también corporalmente, es decir, con todo lo que es,
con su biografía, con las marcas de todo cuanto había vivido y padecido,
donado y entregado… y todo eso es conservado en su corporalidad resu-
citada y llevado a la vida eterna de Dios. Esto es lo que hace de su cuerpo
«un espacio vital soteriológico para todos los demás hombres», que en Cristo
son llamados a participar de la vida de Dios… y que son acogidos en este
cuerpo del resucitado junto con su personal y concreta biografía (M. Kehl,
Y después del fin, 151). En este sentido habría que afirmar que la corporali-
dad resucitada, no será idéntica a la terrenal, pero conservará una especie
de memoria de aquella. Es decir, todo lo que habiendo formado parte de
nuestra existencia corporal, tenga significado en vistas a nuestra salvación
definitiva, a esa última configuración que será nuestra personal plenitud «en
Cristo». Ciertamente sólo podemos hacer conjeturas desde nuestra expe-
riencia de presente sobre el cómo de ese cuerpo resucitado, pero lo que sí
sabemos es que «en la resurrección el hombre deviene plenamente hombre,
más de cuanto ha sido jamás... y adquiere su plena identidad personal» (P.
Althaus, Die letzten Dinge, Gütersloh 91964, 134). En otras palabras el yo
resucitado será «la total coincidencia del hombre con su destino: Cristo», y
su cuerpo pertenecerá al Cuerpo total del Resucitado (J. L. Ruiz de la Peña,
La Pascua de la creación, 174).

Identidad de la corporalidad histórica con la resucitada

La fe de la Iglesia, a partir del s. III, al introducir el artículo de la resurrec-


ción en el Símbolo de fe añade una precisión sobre el modo: resucitaremos
con los mismos cuerpos, con la misma carne. Al hacerlo se está afirmando,
además del hecho de la resurrección, la identidad del cuerpo resucitado.
El tema aparece en los Padres con un doble motivo. En primer lugar re-
accionar contra la devaluación del cuerpo y de la carne propia de la gno-
sis y doctrina docetista. Al afirmar la «resurrección de la carne» se estaba
empleando una fórmula anti-gnóstica que trataba de alejar toda sospecha
de maldad natural sobre la carne, mostrando su relevancia para nuestra
salvación (Tertuliano, Ireneo), en tanto que es parte de la unidad personal
del sujeto, y por ende, digna de ser admitida en la gloria de Dios. En se-

689
LA LÓGICA DE LA FE

gundo lugar, como en el mundo de la Patrística la idea de la resurrección


era inédita, los Padres tratan de reaccionar contra una posible intelección
de dicha resurrección como reencarnación, en el sentido de viaje del alma
por cuerpos sucesivos, sin retorno a la misma corporeidad. La misma razón
por la que ninguna de las teorías, sean orientales u occidentalizadas de la
reencarnación, pueden ser de recibo para la fe cristiana. La reencarnación
del alma en un cuerpo diverso, implica otro ser, nunca la vuelta a la vida del
mismo sujeto, que no es tal si se le priva de una de las partes que lo cons-
tituyen. Tanto ayer como hoy, de lo que se trata es de salvar la identidad
personal individual del resucitado: pues si el que resucita es el mismo in-
dividuo, ha de contar con todo aquello que le caracterizaba y singularizaba
como tal. Resucitar es recuperar la vida con todo aquello que me hacía ser
«yo». Ahora bien, hablar de identidad personal o numérica (mismo cuerpo),
es algo diverso a la identidad corpuscular de la material bruta, que por otra
parte no se da, ni tan siquiera, en la vida terrena. Lo que se trata de afirmar
es que, sea cual fuere la exigencia que se pide a la materia para que sea
considerada «cuerpo mío», el cuerpo resucitado mantendrá esa identidad
del «sí mismo», puesto que lo que resucita es el principio configurador del
cuerpo, no el cadáver.
Si la salvación cristiana se dirige a cada persona en su individualidad
—identidad— y a toda la persona —integridad—, y la dimensión corporal
es un elemento constitutivo fundamental del ser personal, el sujeto resu-
citado (su identidad) ha de ser el mismo que el de la existencia histórico-
corporal, pero transformado según el ser de Cristo resucitado. La afirmación
de la resurrección supone la reivindicación total del hombre por parte de
Dios «pero de tal suerte que la vida vivida (y a veces poco vivida, impedida,
cortada prematuramente, disipada, fracasada) no queda recogida y «escrita
para siempre», sino que se realiza y perfecciona en sus ensayos positivos,
en sus posibilidades irrealizadas y en sus anhelos incumplidos» (H. Kessler,
La resurrección de Jesús, 271). El «cómo» ciertamente sobrepasa nuestro en-
tendimiento. Es legítima la pregunta e inevitable que la imaginación trate de
alcanzar alguna respuesta, pero desde la fe lo único que se puede afirmar
es el marco en el que habría que entender esta corporalidad: identidad,
integridad, transformación. En todo caso, continuidad y discontinuidad,
identidad y transformación de la persona resucitada vienen «de arriba», del
acto del Dios que resucita, del poder y la fidelidad del creador y Padre con
su creación e Hijo.

Inmortalidad del alma y resurrección

Desde que Cullmann publicó su célebre corpúsculo sobre el dilema in-


mortalidad-resurrección es innumerable la literatura que tanto en el ámbito

690
ESCATOLOGÍA

católico como en el protestante lo afrontan (La inmortalidad del alma o la


resurrección de los cuerpos. El testimonio del Nuevo Testamento [orig. 1955],
Madrid 1970). Durante la primera mitad del s. XX la teología protestante se
opuso decididamente a la tesis de la inmortalidad del alma. Dos razones
son las que fundamentalmente se esgrimían: el hecho de que no era bíbli-
ca, sino filosófica y su carácter opuesto a la idea de resurrección. K. Barth
añadía una tercera, al afirmar que al declarar dogma de fe la inmortalidad
del alma, la Iglesia había canonizado una antropología dualista. Hoy en
día las posturas se han suavizado bastante por ambas partes. Muchos teó-
logos de la talla de Bultmann, Althaus, Ebeling, Tillich... no defienden una
postura tan radicalmente contraria, y el mismo Cullmann, reconoce que en
la Biblia se desconoce el concepto de aniquilación total del ser humano.
Por otra parte, desde el campo católico también la teología ha realizado
un gran esfuerzo para explicar cómo hay que interpretar la afirmación del
Lateranense V y el alcance exacto de la misma. Cuando el Concilio afirmaba
la inmortalidad del alma (DH 1440), en realidad intentaba salir al paso del
error de Pietro Ponponazzi, para quien el alma racional no es singular y
propia de cada hombre sino un principio universal participado en cada ser
humano; mientras el alma propia sí era mortal. Intentaba con este doble
argumento negar la victoria de la persona singular concreta sobre la muer-
te. Letrán no define la inmortalidad de un alma-espíritu puro, sino la del
alma como forma del cuerpo (de hecho el texto remite a Vienne). Con ello
se está apuntando claramente a la supervivencia de la entera persona, del
«hombre entero», es decir, a lo que bíblicamente se denomina resurrección.
Ahora bien, para poder hablar de resurrección del mismo sujeto personal
de la existencia histórica, tiene que haber en tal sujeto algo que sobreviva
a la muerte y que actúe como nexo (continuidad) entre las dos formas de
existencia (la histórica y la metahistórica). Sin este dato, en rigor, no po-
dríamos hablar de resurrección sino de nueva creación de la nada. Porque
Dios es fiel a sí mismo, porque la redención tiene que ver con la creación,
por eso la resurrección no es creatio ex nihilo, sino creatio ex creatione. La
Nueva Creación no es «otro mundo», sino la renovación de este mundo. La
utilización del concepto inmortalidad tenía esta finalidad. Ruiz de la Peña
ha mostrado cómo el NT consiente ambos conceptos, e incluso los combina
ocasionalmente. Pues si la muerte se entiende como aniquilación en la que
muere el hombre entero y enteramente (tesis de la muerte total), habría que
barajar la posibilidad —absurda desde el punto de vista metafísico—– de
que Dios crea dos veces a un mismo y único ser humano, del que por otra
parte se dice que es único e irrepetible. A pesar de que esta argumenta-
ción ha sido defendida como «conjetura especulativa» posible, pensando la
resurrección como recreación de un organismo, sustancialmente el mismo
que antes de su muerte, al serle restituido el código genético, que se pro-

691
LA LÓGICA DE LA FE

pone como el criterio de identidad del ser humano (cfr. A. Gómez-Lobo,


Inmortalidad y resurrección. Problemas filosóficos y respuestas actuales: Es-
tudios Públicos 112 (2008) 283-284), crear por segunda vez implicaría no
sólo replicar la estructura ontológica singular, sino además introyectarle
una completa dotación de recuerdos, vivencias, sentimientos, etc. Sólo así
estaríamos realmente ante la misma persona, el mismo «yo humano», puesto
que éste no depende únicamente del código genético. La inverosimilitud
de tal operación es harto obvia. En otra línea, también Kessler se pronuncia
—siguiendo a G. Haeffner—, contrario a basar la identidad y la continuidad
de la persona en una mismidad que perdura más allá de la muerte (alma
inmortal u otro soporte de identidad), subrayando que el nuevo cuerpo es
un don de Dios que no precisa ningún sustrato. Evita, no obstante, hablar
de aniquilación o muerte total; pero para mostrar que no se trata tampoco
de una nueva creatio ex nihilo se ve forzado a admitir la existencia del
muerto como persona individual (no como alma separada) después de la
muerte, haciendo posible que el resucitado conserve su identidad personal
y reciba una nueva vida de Dios (cfr. H. Kessler, La resurrección de Jesús,
274). Claro está que este posicionamiento empujará, casi como única salida,
a Haeffner a abrazar la hipótesis de la «resurrección en la muerte». Dicha
hipótesis defiende que «la muerte global del ser humano es asumida, en el
instante mismo de producirse, por la acción vivificadora de Dios, de suerte
que el hombre al morir no cae en la nada sino es preservado como persona
idéntica mientras recibe la nueva vida» (Ibid., n.116). Con este modelo men-
tal no se hace necesario imaginar ningún tiempo intermedio entre muerte
y resurrección, ni es preciso echar mano de las tesis de la muerte total o
del alma separada. En la teología católica esta idea ha tenido también dos
importantes partidarios en Greshake y Lohfink, que la mantienen al mismo
tiempo que la de la no necesidad de un fin de la historia para que esta al-
cance su culminación. A éstos se han unido otros nombres como Kessler,
Nocke, Kelh, etc., con posturas algo más matizadas. Greshake concibe la
resurrección en la muerte como un acontecer procesual, de tal manera que
resurrección en la muerte y resurrección en el último día no se suceden
como acontecimientos puntuales. El modo de alcanzar la consumación sería
algo progresivo, que se va incrementando con la llegada de cada individuo
con su vida, muerte y resurrección a ese cuerpo que está tensionado a su
pleroma (cfr. G. Greshake, Seele, en AAVV., Seele: Problembegriff christli-
cher Eschatologie, Freiburg 1986, 152). La idea fue fuertemente rechazada
por J. Ratzinger, que juzga que, aún en contra de la intencionalidad de su
defensores, termina conduciendo a un nuevo dualismo alma-cuerpo, pues
«se excluirá de la meta de la creación el ámbito todo de la materia, convir-
tiéndola en una realidad de segundo orden» (Escatología, 180). También
en este sentido se pronuncia el documento de la CTI: Algunas cuestiones

692
ESCATOLOGÍA

actuales de Escatología (1990), y añade que la forma más extendida de esta


hipótesis «se explica de modo que aparece con grave detrimento el realismo
de la resurrección, al afirmar una resurrección sin relación al cuerpo que
vivió y que ahora está muerto» (CTI, 466). Late aquí, sin duda, una preo-
cupación pastoral, que juzga que la distinción entre «cuerpo» y «cadáver» se
entiende en ámbitos académicos pero resulta confusa para los creyentes en
general. «La experiencia pastoral enseña que el pueblo cristiano oye con
gran perplejidad predicaciones en las que, mientras se sepulta un cadáver,
se afirma que aquel muerto ya ha resucitado» (Ibid.). Por otra parte, también
contra el posicionamiento de Greshake, Ruiz de la Peña reclama junto al
cosmológico, el aspecto comunitario de la resurrección final que «parece di-
solverse en la teoría de la resurrección en la muerte, ya que tal resurrección
se convertiría más bien en un proceso individual» (CTI, 467).
Por lo tanto, a pesar de la problemática y las inconsistencias conceptua-
les que pueda acarrear consigo la cuestión de la doctrina de la inmortali-
dad del alma, lo que parece cierto es que su utilización lejos de contradecir
la idea de la resurrección, lo que hace es posibilitarla: es su condición de
posibilidad. Se trata de una doctrina funcional y secundaria, destinada a
tutelar la comprensión exacta de la idea correcta de resurrección. «Hay que
hablar de inmortalidad en orden a poder hablar de resurrección, y sólo en
la medida en que sea necesario para tal fin» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen
de Dios, Santander 31996, 150). La fe en la resurrección no excluye la es-
peranza en la inmortalidad, sino que la incluye; no se opone a ella, pero
la supera. La razón fundamental descansa en que lo que la fe promete y
espera es la resurrección y no la inmortalidad (no-muerte) que de suyo es
algo negativo y que puede ignorar la condición encarnada del ser humano,
mientras que la resurrección dice algo positivo, sin necesidad de negar la
muerte, pero aguardando que esta no tenga la última palabra, ni prevalezca
sobre el poder y el amor infinitos de Dios. Con esto queda claro también
que el aserto definido por Letran V, no conlleva necesariamente una ontolo-
gía del alma, ni impone el esquema del alma separada (la problemática del
estado intermedio estaba totalmente fuera de la problemática del Concilio),
ni exige que la inmortalidad enseñada sea una inmortalidad natural. Podría
ser considerada ya gracia y no cualidad inmanente. Esta distinción entre
inmortalidad natural e inmortalidad sobrenatural (efecto del don gratuito de
Dios) puede ayudar a clarificar esta cuestión y a explicar también las fluc-
tuaciones que han tenido lugar durante la patrística sobre este tema. Lo que
se afirma es que la acción resucitadora de Dios no se ejerce sobre la nada o
sobre el vacío del ser, sino sobre uno de los co-principios del ser humano
singular, cuya persistencia hace posible la resurrección del mismo e idénti-
co yo personal. La forma en la que después se explique en qué consiste ese
principio del ser humano que designamos «alma», ya es otro problema. Pero

693
LA LÓGICA DE LA FE

tal vez las críticas incoadas que se han dirigido a esta afirmación, no tengan
mucha razón de ser, siempre y cuando se clarifique qué contenido se aloja
bajo esta expresión que, por otra parte, hay que reconocer que retiene una
fuerte referencia de sesgo dualista. Ahora bien, para no tener que someter-
nos al uso de una doctrina filosófica, que cumple su función pero que al
mismo tiempo acarrea problemas metafísicos, la solución parece apuntar a
redefinir cristianamente qué decimos cuando hablamos de la inmortalidad
del alma. Si ciertamente precisamos del concepto inmortalidad para salva-
guardar la identidad del resucitado, será menester repensar desde la fe en
qué consiste. «La esperanza en la resurrección de los muertos» —afirmación
del símbolo que tratamos de clarificar—, presenta la forma fundamental
de la esperanza bíblica en la inmortalidad, que en el NT no aparece como
idea que continúa la precedente e independiente inmortalidad del alma,
sino como expresión esencial y fundamental sobre el destino humano» (J.
Ratzinger, Introducción al Cristianismo, 289).
La inmortalidad cristiana, explica Ratzinger, no es una inmortalidad na-
tural, cual era en el pensamiento griego, sino se trata de una inmortalidad
dialógica: «Mediante la resurrección y frente a la concepción dualista de la
mortalidad expresada en el esquema griego cuerpo-alma, la forma bíblica
de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica
de la inmortalidad: la persona, lo esencial al hombre permanece» (Ibid.,
293). Esta inmortalidad dialógica sería el tipo de inmortalidad específica
del cristianismo. Lo que permanece tras la muerte es «lo que ha madurado
en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporalidad
espiritual». Permanece. Pero permanece de un modo distinto: «permanece
porque vive en el recuerdo de Dios» (Ibid.). Es decir, es sostenida en la
existencia por el Dios que nos crea para establecer con nosotros un diálogo
amoroso eterno. Ese diálogo que Dios inicia con el ser humano ha de ser
necesariamente un diálogo ininterrumpido. Aún cuando el ser humano no
responda o no lo haga conscientemente, el amor y la fidelidad divina lo
sostienen. Esa posibilidad nunca será cerrada por Dios, de ahí que este ser
sostenidos «en el recuerdo de Dios» sea la base de nuestra inmortalidad.
Pero este nuevo concepto de inmortalidad exige necesariamente una reno-
vación en la comprensión del concepto «alma». También en el documento
Recentiores episcoporum synodi (1979) se insistirá en la defensa de este
término, consagrado por el uso en las Sagradas Escrituras y la tradición; y,
aun cuando la Congregación de la Fe reconoce la amplia polisemia bíblica
de este vocablo, declara que no existe razón convincente para desecharlo,
ya que, para la conservación de la fe, es indispensable un verbale instru-
mentum, un instrumento terminológico adecuado. Ahora bien, cuando Ra-
tzinger utiliza el término alma, lo hace en un sentido y con un contenido
diverso a la terminología tradicional cuerpo-alma. Para él, «tener un alma

694
ESCATOLOGÍA

espiritual significa ser querido, conocido y amado especialmente por Dios...


ser llamado por Dios a un diálogo eterno», en otras palabras «ser interlocu-
tor de Dios» (Ibid., 293). Pero, entonces, habría que afirmar que esta capa-
cidad comprende todas las dimensiones del ser humano: su corporalidad,
su entero ser personal, su entendimiento, su corazón, afectos, sociabilidad,
creatividad cultural… pues el destinatario de la comunión y de la relación
con Dios es el ser humano entero, la criatura amada por Dios que vive en
la tierra, que es capaz de responder a la palabra y amor de Dios con toda
su existencia.
El «alma» (facultad obsequiada por Dios) sería entonces el ser humano
mismo, en tanto persona en presencia de Dios, invitada a entrar en diálogo
con él y a darle respuesta. El sentido sería el del salmo 103 «Bendice alma
mía al Señor… el fondo de mi ser a su santo nombre…», y se corresponde-
ría con el término «espíritu» del Magníficat, es decir, el órgano de recepción
y respuesta del hombre frente a Dios, dado a toda criatura, lo utilice ésta o
no para responder en fe, esperanza y amor a su don y gracia. Esta facultad,
es la que persiste en el ser humano, responda a Dios con ella, o la ignore,
porque lo que no puede destruir ni negar es que ha sido creado como inter-
locutor de Dios. En este sentido se podría hablar de un «alma indestructible»
(Kehl). Porque la fidelidad de Dios es absoluta e ilimitada esta facultad es
más fuerte que la muerte. Porque la promesa de amor de Dios es absoluta
y su amor es el único que puede dar la eternidad que todo amor promete,
esta facultad es indestructible. Es decir, la inmortalidad bíblica tiene que
ser resurrección porque no nace simplemente de la evidencia de no-poder-
morir, sino del acto salvador del que ama y que tiene poder para realizarlo.
El hombre no puede, pues, perecer totalmente, porque ha sido conocido y
amado por Dios. El amor pide eternidad, y el amor de Dios no sólo la pide,
sino que la da. De hecho, la idea bíblica de la resurrección nació de este
motivo dialógico: el que ora sabe en la fe que Dios restablecerá el derecho
(Job 19,25 s.; Sal 73,23 s.); la fe sabe que quienes han padecido por causa de
Dios participarán en la recompensa prometida (2Mac 7,9s). La resurrección
de los muertos tiene que ser resurrección del ser humano todo, porque el
creador no se refiere sólo al alma, sino al ser humano que se realiza dentro
de la corporeidad en la historia. La inmortalidad del ser humano es dialógi-
ca porque «se funda en su relación con Dios cuyo amor crea la eternidad»
(Ratzinger, Introducción al cristianismo, 294). La idea cristiana de la «in-
mortalidad del alma» quiere decir que «la acción resucitadora de Dios no se
ejerce en el vacío absoluto de la criatura, sobre la nulidad total de su ser,
sino se apoya en la alteridad reclamada por la relación dialógica interper-
sonal Dios-hombre» (J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 274).

695
LA LÓGICA DE LA FE

4. La Vida eterna: «espero... la vida del mundo futuro»

Como hemos visto, la resurrección no es un acontecimiento aislado,


que puramente nos libera de un destino de muerte, sino un acontecimiento
para la vida y una vida eterna, en el marco de una Nueva Creación. Esto
es lo que proclamamos al concluir el Símbolo de fe: que esperamos la Vida
eterna. ¿Qué queremos decir con esto? ¿En qué consiste esta esperanza?
¿Cuál sería el contenido, el estatuto de esa vida nueva a la que resucitamos
en una Nueva Creación? Esto es lo que vamos a intentar clarificar en este
apartado: el estadio escatológico de los bienes salvíficos, o en otras palabras,
el contenido vivencial concreto que tendrá esa vida transfigurada que se
nos promete y que nosotros confesamos esperar en el Credo.

a) La vida eterna en la Sagrada Escritura

A lo largo de toda la Sagrada Escritura hay un dato que es constante: la


vida es más que pura existencia, es plenitud existencial por la comunión
con Dios. Una vida así sólo es posible vivirla en el marco de la Alianza. Ya
en los salmos místicos (también Cantar de los cantares...) se comienza a
expresar el presentimiento de que esta vida es más fuerte que todo, incluso
que la muerte. En la misma línea se mantendrá el libro de la Sabiduría,
al afirmar que la vida de los justos está en manos de Dios (Sab 3,1; 3,7-
9; 5,15). Y mientras los profetas, acentúan el carácter comunitario de esta
vida, a través de símbolos como ciudad (Is 65,16 ss) o pueblo (Am 9,11-ss),
en la literatura veterotestamentaria más tardía (Dn 12,2 , 2Mac 7,9.14), nos
encontraremos ya la idea de resucitar para la vida. Pero lo esencial es per-
cibir cómo en el AT se nos revela la lógica bíblica del amor, como la única
capaz de dar cuenta del origen de la vida en su total gratuidad, y por lo
tanto de garantizar su culminación, como la vocación de definitividad del
mismo amor. Dios crea para la vida porque crea por amor y la fe en una tal
creación genera un discurso escatológico de esperanza en la consumación
de este amor. Aún así, el AT sólo nos puede legar sus intuiciones, oscuras
a veces y fragmentarias, que únicamente alcanzarán su unidad y claridad
últimas, con el acontecimiento Cristo, puesto que en definitiva Él es la Vida
(Jn 14,6). Los evangelios tratan de decir con palabras humanas, cuál es el
contenido de esta vida con Dios anunciada, que les es ofertada en Jesu-
cristo. Para esta tarea se hace necesario recurrir a imágenes suministradas
por el lenguaje analógico, figurativo y mítico. El tema es recurrente en las
parábolas del Reino, donde se describe la plenitud vital escatológica, a
partir de experiencias muy cotidianas, de forma simbólica y adaptándose al
auditorio (Mt 13,44-57; Lc 15,1-7, etc.). Con ello, los sinópticos sugieren que
sólo quien es capaz de creer en la vida, en una vida «antes» de la muerte,

696
ESCATOLOGÍA

será capaz de esperar en una vida después de la muerte. En palabras de A.


Gesché: «la dicha de la tierra es primicia de la del cielo» (Dios para pensar
I, Salamanca 1995, 310). Mantienen los evangelios el elemento comunitario
que subrayaban los profetas, a través de nuevos signos. Entre ellos destaca
la imagen del banquete, bien sea nupcial (Mt 25,1 ss; Mt 22,1-10) o mesiá-
nico (Lc 22,29-30). Pero será el evangelio de Juan el que más ahonde en el
concepto «vida». Para Juan, la vida eterna es la cifra de la salvación consu-
mada, estableciendo una práctica identidad entre las ideas de «reino» y de
«vida». La Vida está en el Logos (Jn 1,4). El Logos se ha encarnado con una
finalidad: darnos vida y ésta en abundancia (Jn 1,14; Jn 10, 10). Recibir esa
Vida, es una especie de «nuevo nacimiento» (Jn 1,13; Jn 3,5: Nicodemo). A
partir de este nuevo nacimiento, esa vida se convierte en una realidad ac-
tual, es ya poseída. El germen de este nuevo nacimiento es la fe; de modo
que el que cree tiene la vida (Jn 6,36.40.54.47) o vida eterna (en Juan tér-
minos absolutamente equivalentes). Por lo tanto, la vida es sólo una. Ésta se
vive bien en un estadio terreno, temporal e histórico, cuyo origen está en la
fe; o en un estadio escatológico, meta –histórico, donde la fe se conmutará
en visión. De ahí, que la idea de vida eterna se haya vinculado desde los
comienzos del cristianismo con la de ver a Dios.
Ver a Dios, es el deseo del justo a lo largo de toda la Biblia. Esta nostalgia
atraviesa todo el AT: ¡Muéstranos tu rostro! ¡Cuándo veré tu rostro! ¡No me
escondas tu rostro! (Sal 101, 79, 26, Ex 33,18, etc.). También el NT prolonga
esta desiderata: «Bienaventurados los limpios de corazón, verán a Dios» (Mt
5,8). Es especialmente relevante el uso paulino de la expresión en 1Cor
13,12: «Ahora vemos como por un espejo, confusamente, entonces, veremos
cara a cara. Ahora conozco a medias, entonces conoceré como soy cono-
cido». Pablo señala aquí dos modos de ver: «como por un espejo», se refiere
a un ver no claro y mediado por la creación que vela y desvela al mismo
tiempo, un ver que supone conocimiento a través de mediaciones; y un ver
«cara a cara», es decir, inmediato, claro y diáfano. Esta inmediatez está pi-
diendo un contacto directo y permite un nuevo modo de conocer, tal «como
somos conocidos». Se trata, por tanto, de un «ver» que es «conocer», y esta
visión exige una compenetración entre el cognoscente y el conocido, que
permita un intercambio vital entre las dos partes. Es importante captar que
la idea de «ver» aquí manejada, al igual que la de «conocer», deben ser leídas
en su contexto semita. «Conocer», en hebreo, es entrar en contacto íntimo y
vital con alguien, lo cual implica una cierta comunión de vida. De ahí que
conocer a Dios sea también entrar en comunión de vida con su existencia,
es decir, ser divinizados por participación. En cuanto al «ver a Dios», es esen-
cialmente un acto escatológico, equivalente a ver al rey (que es inaccesible
al hombre del pueblo). Los que ven al rey son los consanguíneos, los que
gozan de su confianza, los que comparten con él la vida; en otras palabras,

697
LA LÓGICA DE LA FE

los que de algún modo participan de su vida. Éste es el sentido de «ver a


Dios», entrar en el círculo de sus amistades privilegiadas, participar de su
vida. (P. Schoonenberg, Creo en la Vida eterna: Conc 41 [1969] 109). Este
comulgar en el modo propio de ser de Dios, es otra manera de expresar la
idea de ser divinizados.
Por lo tanto el texto parece permitirnos establecer una triple equivalen-
cia o sinonimia entre las expresiones: Vida eterna, Visión de Dios, Diviniza-
ción. Así parece afirmarlo el evangelio de Juan, cuando trata de explicar en
qué consiste la vida eterna: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Pero será un texto
de las cartas joánicas, el que nos permita iluminar totalmente el sentido de
este «ver»: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él [Cristo/
Dios] porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2). ¿Qué datos se siguen de aquí?
En primer lugar, el texto nos habla de una visión, cuyo objeto es posible-
mente Cristo (aunque algunos autores defienden que se refiere a Dios) que
culmina en el éschaton. La parusía, momento de manifestación por exce-
lencia, nos permitirá verlo tal cual es. Pero además, existe una relación de
causa - efecto entre visión y semejanza, que aportará una clave esencial de
comprensión: la visión engendra semejanza. Es decir, ver a Dios es desea-
ble, en tanto que genera semejanza con él, es decir, nos diviniza. La visión
produce una afinidad ontológica, por vía de asimilación y conformación,
que es condición de posibilidad para la comunión definitiva con Cristo (cfr.
S. Zedda, L’escatologia biblica II, Brescia 1975, 417ss). En esto consiste la
vida eterna, en una comunión con Dios en Cristo, en la que el grado de
participación e intimidad será extremo, porque habremos alcanzado la se-
mejanza plena que se nos prometía. En última instancia Juan identifica la
vida eterna con la plenitud del amor (Jn 17,26). Si Dios es amor (1Jn 4,8),
y la vida eterna comunión en su ser, entonces la vida eterna no puede te-
ner otro contenido que el amor. De ahí que podamos afirmar que la vida
eterna es visión de Dios y la visión de Dios es divinización del ser humano.
Y todo ello en el seno de una intimidad amorosa, que proporciona el «ser
con Cristo». La participación del ser de Dios que constituye el ver a Dios o
poseer la vida eterna, se nos da en la «participación del ser de Cristo». (Cfr.
J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 203ss).
«Ser en Cristo» es una categoría específica del NT para denotar el esta-
dio escatológico de la salvación. En el evangelio de Lucas se emplea en el
diálogo de Jesús con el buen ladrón: «hoy estarás conmigo (met’emoû) en
el paraíso» (Lc 23,43). El término parádeisos denota en las tres ocasiones
que aparece en el NT la condición propiamente escatológica. Los exégetas
ponen de relieve el hecho de que sea utilizada la preposición metá en vez
de syn, para poner de relieve que el «conmigo» no se refiere solamente a

698
ESCATOLOGÍA

acompañamiento sino a vida estrechamente compartida, la comunión en


un mismo destino (P. Grelot, De la mort à la vie éternelle, Paris 1971, 213;
O. Cullmann, H. Conzelmann, etc.). De ahí que «estar con Cristo» o «ser con
Cristo» sea un modo de afirmar que el paraíso es Cristo, el Reino es Cristo,
el éschaton es Cristo. Este «ser con Cristo» es recurrente en Pablo (1Tes 4,17;
Flp 1, 23; 2Cor 5,8) y pone de relieve el marcado cristocentrismo de su com-
prensión de la consumación escatológica. Lo que en el AT se expresaba en
la formulación: «Dios con nosotros», se indica ahora en el «ser con Cristo».

b) La vida eterna como visión de Dios en la tradición de la Iglesia

La tradición de la Iglesia es riquísima a la hora de hablar de la vida eter-


na. Los Padres desarrollaron largamente este tema, preocupándose por dos
cuestiones que nos van a resultar especialmente interesantes: el carácter
social y el sujeto de la vida eterna. Así autores como Agustín y Gregorio
Magno transmiten la idea de cielo como sociedad (Confesiones 11,3 y In
Ezech., 2,1.2), y Beda llegará a definir la vida eterna como «el gozo de la
sociedad fraterna» (De Tabernaculo et vasis ejus, 2,13). Por otra parte el su-
jeto primero de la gloria celeste ha de ser comprendido como esa «unidad
transpersonal» que es la Iglesia (H. de Lubac, Catolicismo, Barcelona 1963,
83). En ella y por ella llega el gozo eterno a cada persona en singular. Con
el paso de los siglos, tendrá lugar un lento desplazamiento de la teología
de la visión desde el ámbito unitivo hacia el terreno más intelectual. Esta
tensión entre los aspectos de comunión y los cognoscitivos de la visión, se
puede apreciar en los documentos del magisterio medieval.
El artículo de la Vida Eterna, está presente —desde los primeros— en
todos los Símbolos de fe, ya sean breves o largos, (DH 15, 19, 21 ss). Ahora
bien, la esperanza en la vida eterna se expresa con una gran variedad de
categorías: visión, reinar con Cristo, divinización, ser con Cristo... Ninguna
puede definirla exhaustivamente; en realidad se complementan entre sí y
se conectan entre ellas. Pero la Iglesia irá poco a poco privilegiando la ca-
tegoría vida eterna y la idea de visión asociada a ella.
Hasta el Medioevo, la vida eterna no va a ser objeto de una declaración
dogmática del Magisterio extraordinario. El motivo de que se provocase
esta definición va a ser un error en la doctrina del papa Juan XXII (1316-
1334). La cuestión teológica en trance de ser clarificada era dirimir el mo-
mento en el que comienza la retribución ¿en la muerte o en el éschaton?
El papa Juan XXII, siguiendo a san Bernardo, va a dilatar la visión de Dios
hasta el éschaton. El pontífice distingue entre el seno de Abraham y el altar
celeste. En el seno de Abraham esperan los justos del AT, y esperaremos
todos consolados por la visión de la humanidad de Cristo, hasta la entrada
en el gozo del Señor que acontecerá con la resurrección y juicio. Al justo

699
LA LÓGICA DE LA FE

le queda un tiempo intermedio, desde que se muere hasta ese momento,


en el que su situación sería de «no acceso» a la visión de Dios en su esen-
cia divina. Juan XXII, enseñó esto a título de «doctor privado», no como
Pastor de la Iglesia, pero la comisión que había constituido para dirimir
este problema, defendía la solución contraria. A esta comisión pertenecía
el futuro Papa Benedicto XII, su sucesor (M. Dykmans, Les sermons de Jean
XXII sur la vision béatifique, Roma 1973). Será éste el que proclame la
Constitución dogmática Benedictus Deus, en la que se define la retribución
esencial como «la visión de la esencia divina», enfatizando el momento de
su comienzo: «inmediatamente después de la muerte». Se hacen además una
serie de precisiones que afectan al modo: «intuitiva» y «directa», «facial», «sin
que medie criatura alguna en calidad de objeto visto», interpuesta entre el
bienaventurado y Dios. A la duración: «durará eternamente, sin interrupción
y sin cambio». Y al efecto: la bienaventuranza o «el gozo», «la felicidad» y «la
vida y el descanso eternos» (DH 1000). El acento se pone en la cuestión de
la visión, pero el problema es que ésta ya no es entendida en un sentido
bíblico, sino polarizadamente intelectual, refiriéndose al conocimiento in-
tuitivo de la esencia. También desaparecen otros aspectos de fuerte arraigo
bíblico: el cristológico (prácticamente ausente), el comunitario, y el hecho
de la comunión vital. (cfr. J. Gil, La benaurança del cel i l’ordre establert.
Aproximació a l’escatologia de la Benedictus Deus, Barcelona 1984). Por
lo que la Constitución resulta, cuando menos, algo restrictiva y unilateral
al intentar aclarar una sola cuestión; limitaciones explicables por las cir-
cunstancias en las que se elaboró el documento. En una línea similar se
moverá el Concilio de Florencia. Habrá que esperar al Vaticano II, para
recuperar el resto de las dimensiones implicadas en la categoría visión. Más
concretamente a la Constitución Lumen Gentium que en el n. 48 rescata la
dimensión comunitaria: estableciendo que es el pueblo de Dios, la Iglesia,
el sujeto de la vida eterna; recobra la dimensión cristológica a través de la
fórmula «ser con Cristo»; y la idea de comunión vital («intimamente unidos
con Cristo»: n. 49), al mencionar la participación de todos los resucitados en
la misma vida de Cristo glorificado.
Sin embargo, la fe de la Iglesia ha seguido privilegiando, de entre las
categorías bíblicas, la vida eterna para hablar de la salvación escatológica.
Dos razones destacan entre las posibles a señalar. La primera de orden teo-
lógico: nos remite a la doctrina de la creación. La fe en la creación es la fe
en un Dios que da el ser, por pura gratuidad, por pura liberalidad, por puro
amor; es la fe en un Dios Amor, que crea por amor y para la vida, y no se
desentiende de lo que ha creado (Sab 1,13-14; Sab 11,24-26). Si Dios crea
para la vida y por amor, y todo amor auténtico promete y lleva en sí implí-
cita una llamada a la perennidad, el amor de Dios —como hemos visto—,
además de desearla y prometerla puede darla. De ahí que la vida surgida

700
ESCATOLOGÍA

del amor de Dios sea vida eterna. Por lo tanto que el «hombre sea un ser
para la muerte» —como afirmaba Heidegger— no es toda la verdad: el
hombre es un ser para la vida siempre y cuando sepa recibir ésta como don
de Dios. Porque si el hombre quiere ser sólo por y para sí mismo, entonces
será para la muerte pues se quedará cercado por un estatuto de finitud.
En segundo lugar, habría que esgrimir razones de carácter soteriológico.
Si se niega el deseo de vivir siempre, cualquier propuesta de salvación ter-
mina siendo una pura teoría abstracta, pues todo se salvaría «en abstracto»
pero nadie «en concreto». El primero de los contenidos de toda propuesta
de salvación es la vida; sin éste, los demás no subsisten. En este sentido
hay que afirmar que la vida es la condición de posibilidad de toda sote-
riología. Sin éste concepto los demás quedan vacíos porque no se sabe de
quien predicarlos. Por ello la fe cristiana privilegia esta categoría, porque
sin vida asegurada y consolidada, no hay salvación posible. Vida que es el
milagro de un amor, que es misterio y que es Dios en persona dándose, y
por ello es vida consolidándose, definitivamente válida, vida eterna. Ahora
bien esta eternidad, no es simplemente una propuesta de vida ilimitada. La
mera derogación del límite vital y, sólo de él, originaría una situación de
contingencia infinita y crónicamente alargada, que sería más perdición que
salvación. De ahí que si la vida eterna ha de ser salvación, importa también
que ésta suponga una mutación ontológica que afecte al ser humano en
todas sus dimensiones, y provoque la desembocadura del hombre en el re-
basamiento de la contingencia nativa. De lo cual se sigue que la vida eterna
para ser salvación ha de ser divinización, participación en el ser de Dios. Se
trata de vivir siempre, pero a otro nivel, con otro modo de ser, con el modo
de ser propio del ser de Dios. Esa vida será eterna, en el sentido de que su
modo de persistir en el ser, su modo de duración será también «eternidad
participada» (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 212-213).

c) La Vida eterna: realidad dinámica

Esa realidad que llamamos vida eterna y que consiste en el ser con Cristo
escatológico junto a Dios, ha devenido en nuestros días en una idea sino
tediosa, «aburrida» y falta de estímulo y atracción para muchos cristianos.
Detrás de ella está una especie de convencimiento implícito de la monoto-
nía en la que podría encerrarnos un «eternamente» que aboca a una vida sin
expectativas, sin cambios, lo que convierte a la propia «eternidad» en algo
«trivial» (cfr. M. Frisch, Triptychon, Frankfurt 1978). Este modo de pensar in-
crementa la vieja tesis del aburrimiento, fruto de una concepción reductiva
de la vida eterna como visión de Dios comprendida como mera actividad in-
telectual de conocimiento. Una tal percepción está lejana de la idea cristiana
de vida eterna como «vida en plenitud», vida en «abundancia» (Jn 10,10), es

701
LA LÓGICA DE LA FE

decir, desbordamiento de vida, gozosa sorpresa, máxima intensidad vital y


renovada felicidad.
Las tesis del aburrimiento, del tedio o la trivialidad de la eternidad olvi-
dan en primer lugar que estamos hablando de un estado de comunión con
Dios, y el dato de su absoluta incomprehensibilidad. Dios no puede ser
aprehendido nunca, porque nunca cabrá en nuestros esquemas finitos, ni
podremos adueñarnos de él. Hay un desajuste entre creador y creatura que
le hace siempre y necesariamente incomprensible. La incomprensibilidad
es «el atributo de todos los atributos de Dios» (K. Rahner). Por ello la vida
eterna debe de ser concebida como una magnitud progresiva, que supone
una penetración incesantemente nueva y nunca terminada en la densidad
inexaudible del ser del Misterio de Dios (J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de
la creación, 215). De ahí que la vida eterna lejos de ser una realidad estática
resulte intrínsecamente dinámica, en este sentido de constante progreso en
la profundización del conocimiento de Dios. Esto hace insostenible la tesis
del hastío eterno, basada en una vida eterna concebida como contempla-
ción extática y estática de Dios y que confunde el consorcio interpersonal
con la contemplación indefinida de dicho espectáculo. «Quien dice vida
dice dinamismo adornado de un coeficiente de autosuperación... sobre la
base colmada de una plenitud de ser» (Ibid., 216). Pero es que además, la
Vida eterna es relación intersubjetiva de amor, comunicación con un sujeto
que supone la entrada en la dinámica del amor interpersonal. Y la dinámica
del amor es siempre cambiante, fecunda y creativa. Debe ser pensada, por
ello, como un proceso dinámico de adentramiento en el misterio amoroso
y sin fondo de Dios por contagio y asunción de ese ser inagotable que es
Dios mismo, en Cristo.

d) Socialidad y mundanidad de la vida eterna

Hasta este momento, hemos hablado más bien de la vida eterna como
una relación interpersonal entre la criatura y Dios. Pero si la vida eterna
ha de ser la cifra del contenido vital de la existencia consumada del ser
humano, entonces no podemos olvidar que éste no se puede comprender
sino como alteridad y referencialidad a un tú (sociabilidad) y en su carácter
mundano (mundanidad). Si la vida eterna ha de ser consumación del hom-
bre tendrá que serlo en todas sus dimensiones constitutivas. Ciertamente,
por una parte, tanto las utopías humanas universales como los proyectos
socio-políticos humanistas contienen esta aspiración a la «sociabilidad». Por
otra, el ideal indeclinable de la ciencia, la técnica y el arte ha sido siempre
el del señorío del hombre sobre el mundo, señorío que hoy en día debe
ser matizado por los requerimientos y exigencias de la ecología. Ambas
aspiraciones, a una fraternidad universal y a la transfiguración de la materia

702
ESCATOLOGÍA

humanizada por el hombre, deben ser consideradas como elementos cons-


titutivos de esta vida consumada.
Sin embargo los hechos constantemente parecen contradecir este doble
anhelo. «La filantropía internacionalista de las proclamas y los manifiestos
es refutada, una y otra vez, por la embriaguez idolátrica de los diversos
racismos o por el impasible egoísmo de las naciones y de las clases más
favorecidas. La ciencia que entronizó al hombre como Señor de su planeta,
le notifica que éste es a penas un arrabal periférico en la inabarcabilidad
del cosmos; todo avance tecnológico entraña la paradoja de colonizar una
mínima franja de lo real al precio de descubrir, tras el territorio colonizado,
una nueva e insospechada extensión de tierra incógnita» (J. L. Ruiz de la
Peña, La Pascua de la creación, 217). A lo que habría que añadir la amena-
za mortífera de la utilización de la técnica, junto a la degradación ecológica
de un planeta, que camina hacia una situación de insostenibilidad que cada
día va abarcando más ámbitos. Y sin embargo y a pesar de que los hechos
pongan de manifiesto la imposibilidad histórica de actuar los deseos de una
sociabilidad y una relación con el mundo y la naturaleza consumadas, la fe
cristiana no se desalienta, y continúa confesando su esperanza en la vida
eterna, no sólo como comunión con el ser de Dios sino también comunión
de los santos y mundanidad consumada en la Nueva creación (cfr. Ibid.,
217-220).
La Comunión de los santos es por tanto la culminación de la fraternidad
universal. Un ámbito en el que poder percibir que vivir en plenitud es con-
vivir, que verdaderamente somos hermanos, y que el gozo sólo puede ser
total cuando abarque a toda la humanidad. En esta situación todos se des-
velarán a cada uno como una parte del propio yo en la comunión del no-
sotros, y cada yo, se experimentará y será tanto más yo, cuanto más abierto
al tú. Así el yo más absoluta y totalmente abierto a todos será el yo más
totalmente logrado. La vida eterna abre al yo solitario y egoísta a la gran
familia de Dios. No será el único deseo ver de nuevo a los seres queridos
sino a todos, precisamente también a los no queridos, en el acercamiento a
los distantes de la «comunión de los santos». Si esto se va a realizar, implica
que es realizable, y por ello la esperanza en la sociabilidad plena de la vida
eterna emerge como instancia crítica ante la realidad actual. La comunión
de los santos, refuta la idea de que el hombre sea un lobo para los otros
(Hobbes), que los grupos humanos sean naturalmente irreconciliables. La
violencia, el odio, la guerra no pueden ser camino para una humanidad re-
conciliada en el amor. De ahí que la tarea del cristiano debiera ser anticipar
ya la fraternidad universal. La Iglesia debería dar testimonio y ser sacramen-
to (signo eficaz) de este ideal de fraternidad universal, y no sólo esperar
a que llegue en la parusía. Debería ser el espacio que anticipa el Reino, y
por tanto la fraternidad. En la vida eterna se dará una comunión felicitante

703
LA LÓGICA DE LA FE

porque todos serán fuente de gozo para todos. Si esto será, es que puede
y debe comenzar a serlo, y la comunidad eclesial debería de ser el espacio
donde se testimonie de hecho esta posibilidad, ya ahora, como elemento
constitutivo del Reino ya implantado, ya incoado en el mundo por Cristo. El
primer signo de la esperada plenitud es por lo tanto la comunidad universal
y fraterna de los seres humanos (Ibid.).
Más complejo resulta tematizar la mundanidad consumada pues nues-
tra relación con el mundo está habitualmente orientada por la necesidad.
Es una relación interesada, por ello, no es inmediato pensar en una mun-
danidad presentida y movida por la plenitud y no por la insuficiencia.
Ahora bien, también en este caso, el presente es mediación para nuestro
acceso al futuro. Ya ahora conocemos una relación con la mundanidad que
sólo aspira a humanizarla: la relación estética, la creación artística. El amor
desinteresado a la obra bien hecha, la atracción por la obra bella, el deseo
de incrustar el espíritu en la materia... este tipo de relación es una acción
gratuita y gratificante que ennoblece la materia en vez de degradarla y que
en el fondo también nos humaniza. Análogamente, podemos pensar que
algo así debería ser la mundanidad resucitada en la Nueva Creación. Esta
mundanidad consumada sería también el correctivo crítico a un modo des-
ordenado de relación con el mundo que envilece la materia, la depaupera y
la degrada. Este modelo no puede ser válido porque está en contradicción
con el definitivo. De nuevo la fe en la vida eterna debería convertirse para
el cristiano en instancia crítica que le impulsa a denunciar esta forma tecno-
crática de dominio que es expolio, y defender una relación humanizadora.
Pero dando un paso más, también es pensable que la Creación posea,
por sí misma, y no únicamente a través del hombre, algo indestructible
que el Espíritu del resucitado pueda transformar y consumar en la Nueva
Creación. En esta línea, M. Kehl propone que lo que en el ser humano era
la capacidad dialógica con Dios, pueda ser contemplado en la realidad
creada como «su capacidad de respuesta» para ser aquello que Dios llama
a cada cosa a ser. Esto es lo que la Biblia denomina la alabanza a Dios de
la creación: su capacidad de glorificar y de transparentar la belleza divina.
Esta capacidad deviene en la Nueva Creación pura transparencia, liberada
de las limitaciones, accidentes y desastres que en nuestra historia tantas
veces oscurecen su canto de alabanza al Creador (Y después del fin, 195 ss).
Si la vida eterna es para el ser humano su misma vida agraciada por
el «ser con Cristo» desde el bautismo y consumada en el «ser con Cristo-
escatológico» del que forma parte toda la humanidad insertándose en el
Cristo total, esa consumación implicará así mismo la asimilación y la trans-
formación de la entera Creación en «el Cuerpo de Cristo». De la misma
manera que durante nuestra existencia terrena somos incorporados a este
cuerpo de Cristo en la participación de la Eucaristía, participación que será

704
ESCATOLOGÍA

consumada en la parusía, también, en la misma celebración, pan y vino


son transformados por la fuerza del Espíritu y comienza en ellos —en un
simbolismo sacramental— no sólo la transustanciación, sino la transfigura-
ción y transformación de todo el cosmos, en el Cuerpo de Cristo, que será
consumada en el «nuevo cielo» y «nueva tierra», cuando Dios sea todo en
todo (cfr. Ibid., 199-201).
En síntesis: el ser humano es indisolublemente ser personal, ser social
y ser mundano. La salvación que esperamos como vida eterna ha de con-
sumar esta triple dimensión: la persona humana es divinizada, la social
deviene comunidad fraterna y el mundo resulta Nueva Creación. Esta es
la salvación cristiana, que no existe de forma sectorial, y que se juega al
todo o al nada. Es una salvación englobante, como la misma extensión de
la Creación. Se salva todo lo creado porque todo lo creado, lo ha sido para
ser salvado.

5. Muerte eterna

La confesión de la fe en la «vida eterna» cierra el Símbolo de los apóstoles,


apuntando a ese destino de salvación al que la voluntad divina ha destinado
todo lo creado: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tim 2,3s). El enunciado de la muerte eterna,
no es una certeza de igual rango a la Vida eterna. Es decir, confesamos
como parte de nuestra fe, que hay vida eterna, y que la esperamos. La si-
tuación es radicalmente diversa cuando hablamos de la muerte eterna. Y la
razón es clara. La escatología trata de la gracia y del obrar salvífico de Dios.
Ese es su contenido, su norma y su certeza. De ahí que «la escatología de la
salvación y de la reprobación no estén al mismo nivel» (K. Rahner, Princi-
pios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas, 430).
El evangelio no es el anuncio de una religión de dos caminos, sino buena
noticia de salvación, de vida eterna, la que Cristo ha alcanzado ya para no-
sotros, aunque todavía no haya desplegado todo su potencial y aguardemos
la plenitud definitiva. La vida eterna es un don de Dios. La muerte eterna
es manufactura humana. Por esta razón, de la vida eterna tenemos certeza
fiducial predicable de la totalidad de lo creado. Mientras la muerte eterna
es sólo una posibilidad y predicable únicamente de casos individuales. Vida
eterna y muerte eterna son dos enunciados asimétricos, que no ostentan el
mismo rango dogmático. El único fin querido por Dios para lo creado es
la salvación. Los católicos nunca hemos admitido la doctrina de la doble
predestinación, y la Iglesia que con frecuencia emite veredictos de salva-
ción en las canonizaciones, nunca ha osado a pronunciarlos de condena.
Ahora bien, esto no supone la afirmación de una salvación sin excepciones
(apocatástasis). Lo que se predica de la totalidad —la salvación— no es

705
LA LÓGICA DE LA FE

necesariamente predicable de cada uno de los individuos singulares. A la


condición libre del ser humano, si ha de ser real, «deben de estarle abiertas
verdadera y existencialmente ambas posibilidades» (Ibid, 431).

a) Revelación bíblica

Este punto de partida se ve confirmado por el tono general con el que


el NT afronta este tema. Jesús predica exclusivamente la salvación y lo hace
además en claro contraste con la predicación profética y más concretamen-
te con la de Juan en cuyo discurso se anuncian salvación y condenación
(Mt 3,2-10). El discurso programático de Jesús en la Sinagoga de Lc 4,16ss
es iluminador. Jesús cita el conocido pasaje de Is 61,1-2 suprimiendo el
oráculo de condenación, el anuncio del día de venganza de nuestro Dios y
remitiendo únicamente a las palabras de gracia. Este es el verdadero motivo
del escándalo provocado en el auditorio. Si acudimos ahora al evangelio
de Juan, son múltiples los lugares en los que una y otra vez se insiste que
la misión del Hijo no es «condenar al mundo sino salvarlo» (Jn 12, 47; 3,17;
Rom 8,35-39). Ahora bien, es preciso reconocer también que la sagrada
Escritura conoce una doctrina de la muerte eterna, a la que señala como
destino de quien rechaza la oferta de salvación.
En el AT se habla de Seôl, que fue para los judíos durante siglos el des-
tino de los muertos, aunque ya desde los salmos místicos comienza a de-
linearse más concretamente como lugar de los impíos y pecadores. Textos
como Is 66,24 y Dan 12,2 son antecedentes claros de las imágenes neotes-
tamentarias con las que se describe a la gehena. En tiempos más cercanos a
Jesús empiezan a diferenciarse ya con claridad dos espacios diversos como
destino de justos e injustos, y se comienza también a hablar de la posibili-
dad de resucitar para la vida o para la muerte. La idea de condenación se
formula con una serie de expresiones que apuntan hacia la negación de
la comunión con Dios que describe la bienaventuranza: perder la vida (Mc
8,35; Jn 12,25), «no ser conocido» (Mt7,23), «quedar fuera» (Mt 25, 10-12). En
realidad la nota más común a todos los textos es que siempre estamos ante
la exclusión del encuentro inmediato con Cristo o con Dios en que consistía
la vida eterna. Lo que está en juego es la vida eterna como comunión de
vida con Dios, por lo que el rechazo a esta oferta de comunión se traduce
en ausencia de comunión, lejanía, no vida, no conocimiento. Con lo que
el infierno no parece tener una identidad clara en sí, sino diseñarse como
la imagen invertida del cielo, como la frustración de lo anunciado como
salvación. El cotejo de textos del NT arroja un saldo similar al contemplado
en el AT. Tres notas son recurrentes en estos textos. Un aspecto negativo:
exclusión de la vida (no-comunidad); un aspecto positivo: su carácter penal,
metafórico; y el carácter irrevocable de esta situación, en paralelo a la si-

706
ESCATOLOGÍA

tuación de los salvados (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación,


226-228).
Se trata en todo caso de una exclusión de la vida; y esto en sí ya supone
una situación penal. Es ésta la que será enfatizada con todo tipo de imá-
genes: «gehenna de fuego» (Mt 18,9), «horno de fuego» (Mt 13,50), «fuego
inextinguible» (Mc 9, 43.48), «llanto y crujir de dientes» (Mt 13,42), «estanque
de fuego y azufre» (Ap 19,20), «gusano que no muere» (Is 66,24), etc. que
a través del lenguaje metafórico y simbólico tratan de poner en evidencia
el trágico fracaso de la vida del hombre abocada a la privación eterna de
Dios (Ibid., 228). Éste sería el mayor de los sufrimientos. La pérdida de la
unión con Dios es claramente presentada como desventura para el hombre.
Además, se trata de una situación definitiva e irrevocable. A este respecto
hay que decir, que la lógica del discurso impone la absoluta sinonimia del
adjetivo eterno, tanto cuando cualifica a la vida como cuando cualifica al
estado de condenación. Algunos autores —como por ejemplo A. Tornos,
(Escatología II, Madrid 1991, 205-234) y Ch. Duquoc (Parusía y juicio, en
Cristología II, Sígueme, Salamanca 1972), se inclinan a interpretar todos los
textos en los que aparecen imágenes de castigo, venganza o condenación
eterna teniendo en cuenta cuatro principios. En primer lugar examinar si
presentan adherencias apocalípticas, porque lo son típicamente tanto el
tema del castigo, como el de la aniquilación de los malvados. En segundo
lugar, cotejarlos con el mensaje global del NT que es de buena noticia, de
salvación y de misericordia, y no de amenaza, castigo y venganza. En tercer
lugar no tratar con descripciones objetivas lo que no son más que metá-
foras expresivas (llanto y rechinar de dientes, el fuego, azufre, etc.). Y en
último término, comprobar si se trata de textos fundamentalmente parené-
ticos cuya pretensión sería el exhortar a la vigilancia acudiendo al recurso
del castigo. Habría por tanto que relativizar mucho las formulaciones de
dichos textos y sobre todo confrontarlos con las líneas fundamentales de
pensamiento del evangelio, para evitar hacer lecturas literalistas de pasajes
que más que tratar de definir o proponer una realidad, tiene una función
exhortativa o una finalidad educativa. No serían por lo tanto probatorios de
una revelación positiva de la existencia de la muerte eterna.

b) La doctrina del infierno en el Magisterio

A partir de estos datos escriturísticos, la comunidad eclesial ha visto en


la doctrina de la muerte eterna una verdad vinculante para los creyentes.
No obstante, ésta tarda en aparecer en los símbolos (mientras que el de la
Vida eterna, es uno de los primeros artículos que se introduce). El Magis-
terio extraordinario ha sancionado los tres rasgos mencionados como una
«posibilidad» para aquel que rechace la oferta de salvación hecha por Dios.

707
LA LÓGICA DE LA FE

La primeras constancias las encontramos en la Fides Damasi (DH 72) y en


el Símbolo Quicumque (DH 76) como resultado del intento de dar respues-
ta al error dualista de los priscilianistas, que hablaban de la aniquilación
de los injustos: «Y los que obraron bien irán a la vida eterna y los que mal
al fuego eterno». En el medioevo, el Concilio IV de Letrán (1215) emitió
también una condena contra los dualistas cátaros, y contra la herejía de los
albigenses que no admitían otro estado penal, sino el de la encarnación; las
almas pecadoras sufrirían tantas encarnaciones como fueran precisas hasta
librarse de sus culpas; la apocatástasis pondrá fin a estas encarnaciones
y entrañará la aniquilación de la materia. En este contexto se afirma «los
pecadores recibirán con el diablo, una pena perpetua» (DH 801). Por fin,
un siglo después la constitución dogmática Benedictus Deus de Benedicto
XII (DH 1002) retoma la doctrina, y tras haber definido la vida eterna como
visión inmediata de Dios, define la muerte eterna como privación de visión
(distanciamiento completo y definitivo de Dios, parece lógico aunque no se
explicita); situación penal positiva (sin definir en qué consiste) y situación
definitiva. Todo ello en condicional: «si hay alguien que muere en estado de
pecado actual... entonces...». Es decir lo que se define como dogma de fe es
la «posibilidad» de la muerte eterna, si se cumple la condición. No es de fe la
factibilidad, sino la posibilidad. El Vaticano II, en LG 48, abordará también
el tema del infierno, recogiendo varias citaciones del NT. El textus prior no
mencionaba la muerte eterna, ésta fue introducida en la redacción final a
petición de algunos Padres, y como «posibilidad» que ha de estimularnos a
la vigilancia. El Concilio, sin embargo, rechazó la petición de otros Padres
que postulaban la definición de la existencia de hecho de condenados (cfr.
A. dos Santos Marto, Esperanza cristá e futuro do homem, Porto 1987, 171;
226). Con ello parece confirmarse la interpretación que contempla como
afirmación de fe, la posibilidad real de la muerte eterna, no la realización
de hecho de la misma. La única certeza de fe, versa sobre la Vida Eterna.

c) El problema de la muerte y la libertad humana

En primer lugar hay que afirmar que el problema de la muerte eterna


es el de las reales dimensiones de la liberad humana. La vida eterna sólo
existe como «creación de Dios», mientras que la muerte eterna sólo existe
como «creación humana». Si Dios ni quiere ni crea el infierno, su existencia
tendrá que ser fruto de la libertad humana. Ahora bien, para que esa situa-
ción se dé, basta que exista un hombre que la quiera. En otras palabras: el
infierno, es una realidad que no pertenece al ámbito de lo divino, sino de lo
humano. Pero es justamente este argumento, el que provoca la contestación
al concepto de muerte eterna. La cultura actual rechaza la idea de pecado y
culpa sustituyéndola por la idea de error. En consecuencia se rechaza tam-

708
ESCATOLOGÍA

bién el concepto de responsabilidad, lo cual equivale al rechazo de la idea


de libertad. Hay una triada que no puede olvidar ninguno de sus eslabones,
porque se exigen mutuamente en su unidad: culpa - responsabilidad - li-
bertad. La fe cristiana cree en la libertad del hombre, y por lo tanto en la
responsabilidad del mismo, como un dato ineludible de su ser persona. Si
el hombre es libre y responsable, entonces es capaz de una responsabilidad
culpable. La cuestión es si admitida la responsabilidad de la culpa, se sigue
necesariamente la posibilidad del infierno. A esto hay que contestar que
no. ¿Por qué? Porque el que exista una responsabilidad culpable no exige
que la culpa tenga tales dimensiones como para desencadenar la muerte
eterna. Pero el interrogante ineludible es, entonces, si la libertad humana
es capaz de una acción culpable tal, que sea mortal. A esto la fe cristiana
contesta que sí, pues la libertad humana es capaz de dar un no a Dios. Ésta
es por una parte su grandeza y, por otra, su miseria. Esta posibilidad forma
parte de la constitución dramática de la persona. Si ha sido creada como
un sujeto capaz de entrar en un diálogo amoroso con Dios —y por tanto
libre—, la posibilidad de este encuentro amoroso sólo será real y verdade-
ra si existe a su vez la posibilidad de negarse o renunciar a él, de dar un
no como respuesta a la invitación divina a entrar en comunión con Dios
en Cristo. Si no existiera esta posibilidad entonces hablar de una relación
interpersonal amorosa con Dios sería un engaño y una farsa. Dios sería el
que movería unilateralmente los hilos de la trama de este estado de gracia,
y esta relación interpersonal que llamamos gracia sería una imposición de
Dios, que trataría con el hombre no como un sujeto de libertades, sino
como una marioneta. En consecuencia, la muerte eterna es una posibilidad
que tutela en último término la seriedad de la economía de la gracia. Aun
así, ¿es el hombre libre para poder decir un no consciente y responsable
a Dios? La filosofía apoyará que es propio de la libertad la intención de
definitividad (que la verdad conocida sea verdadera siempre, que el amor
sea eterno, la fidelidad, etc.), pero no puede mostrar que esta intención
alcance una definitividad real más allá de la muerte, incluyendo al sujeto de
la libertad (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 235-237). A
pesar de ello, la fe cristiana ha de responder que sí, que aun cuando nues-
tra libertad sea finita, situada y limitada, es posible. En primer lugar, como
hemos dicho, porque la posibilidad de la muerte eterna tutela el concepto
de vida eterna como consumación de la relación de amistad interpersonal
entre Dios y el hombre. Pero el fundamento último de esta afirmación des-
cansa en la teología de la creación (M. KEHL, Escatología, 595 y ss). Es ella
la que nos explica por qué la libertad humana es capaz de definirse más
allá de la muerte. La creación por Dios implica un sí definitivo e irrevoca-
ble de Dios a la criatura libre (fidelidad inquebrantable y sin retorno). La
afirmación por parte de Dios a la criatura, confiere a ésta su fundamento

709
LA LÓGICA DE LA FE

ontológico existencial y a la libertad una «positividad» entitativa inextirpable


(previa a toda acción consciente) que nada puede aniquilar y disolver en
la «nada» y, en este sentido, funda la inmortalidad dialógica. El «sí» de Dios
se orienta a integrar al ser humano en una consumación definitiva positiva,
a acompañarle, a ofertársele continuamente, y este «sí» sigue sustentando
al ser humano aunque opte contra él. El amor de Dios es tal que asume el
límite auto-impuesto ante la libertad humana, pero no se acaba ese amor.
Somos creados con un destino de ganancia, de plenitud, de consumación.
Para ello, Dios elige abajarse, autolimitarse en su omnipotencia al dotarnos
de libertad. La criatura no tiene nada que perder y todo que ganar. Si lo
pierde es porque opta por esa pérdida. No obstante, hay que recordar que
estamos hablando de posibilidad, el tránsito a la facticidad no le es lícito ni
al teólogo, ni a la Iglesia. Ninguno puede excluir categóricamente, que la
gracia triunfe definitivamente en todos los casos —respetando la libertad,
porque sino, no sería gracia. En todos y en cada uno de los casos la gra-
cia podría suscitar la conversión y tiene poder para ello. Pero ni se puede
excluir la posibilidad de perdición, ni se puede exigir la salvación. No nos
queda sino pedirla y esperarla.

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711
8. VIRTUDES TEOLOGALES

NURYA MARTÍNEZ-GAYOL FERNÁNDEZ

En los capítulos precedentes hemos querido exponer la esencia de los


tratados fundamentales de la teología cristiana mostrando la articulación
interna que los vincula entre sí, asi como la razón teológica que los sostie-
ne, apoyándonos para ello en la estructura trinitaria que nos brindan los
símbolos de fe de la Iglesia Antigua.
Si una Dogmática ha de preguntarse por el Cristianismo como un todo,
mostrando cuál es la realidad más específica y singular que lo distingue y,
a su vez, poniéndose en relación con otras ciencias humanas y con otras
tradiciones religiosas, no menos quedará emplazada a mostrar hasta qué
punto este todo sobre el que ha reflexionado, puede y debe ser vivido por
el creyente como una unidad que, atravesando todas las dimensiones de su
existencia, lo guíe y lo acompañe como individuo y como miembro de la
comunidad cristiana y de la humanidad hacia el destino que la fe le anuncia
y promete.
Es ésta sin duda una de la tareas propias del tratado de Virtudes, que
encuentra su lugar al final de todo nuestro recorrido, contemplado como
una reflexión sobre la existencia cristiana vivida en la fe, esperanza y amor.
Creer en el Dios que se nos revela, esperar en el Dios que se nos promete y
amar al Dios que nos ama (Alfaro) es el fundamento de la relación dialogal

713
LA LÓGICA DE LA FE

del hombre con Dios en Cristo, que el Espíritu interioriza en la vida de cada
creyente y que se desarrolla como un proceso dinámico en el marco de esa
comunidad de fe, esperanza y caridad que llamamos Iglesia. A través de
este dinamismo el creyente va configurando su existencia con Cristo, des-
cubriendo su identidad más propia y la misión específica que es llamado a
realizar junto con sus hermanos en la Iglesia, contemplando la creación y
la humanidad como realidades que le incumben de tal modo que, sin ellas,
no podría alcanzar la salvación que se le oferta, ni vivir la comunión con el
Dios de Jesucristo como fundamento y fin de su existencia, a la que el Es-
píritu le impulsa cada día y en la que participa a través de los sacramentos,
hasta que la muerte —vivida como acto definitivo y conclusivo de su fe,
esperanza y amor— le abra al «Amén» (2Cor 1,19-20) definitivo de Dios al
mundo, en la Nueva Creación.
Tres palabras «clave» acompañarán nuestro recorrido y estructurarán este
último capítulo de nuestra Dogmática: virtudes teologales, dinamismo y
unidad. Con ellas queremos acentuar hasta qué punto la triada fe, esperan-
za y amor apunta a un dinamismo que funda, sostiene y tensiona la vida
teologal hacia un cumplimiento plenificador, así como destacar la unidad
estructural y existencial de la confesión de fe que se concreta en un único
movimiento teologal: creer, esperar y amar.

I. VIRTUDES TEOLOGALES Y DINAMISMO VIRTUOSO


La teología actual ha tratado de pensar la gracia creada, en primer lu-
gar, como un determinado modo de ser del hombrey no como una realidad
distinta a él, para mejor expresar la transformación intrínseca de la perso-
na, liberándola de una comprensión «cosista». De ahí que fe, esperanza y
caridad deban de ser contempladas en primer lugar como modos de ser,
disposiciones profundas que arraigadas en la propia identidad del indivi-
duo le definen como tal (carácter, identidad). Y en segundo lugar, en clave
personalista, dando la primacía a la presencia y encuentro de Dios con su
criatura como generadores de una nueva relación de filiación.
La filiación es, por tanto, la nueva relación que instaura la gracia en
nosotros. El justificado es hecho «hijo en el Hijo». Esta novedad en su vin-
culación con el Creador, cambia el ser de la criatura, por tratarse de una
referencia constitutiva que la determina en todos los aspectos. Algo que,
sin embargo, no ocurre de una vez para siempre; sólo en virtud del reno-
vado amor de Dios y de su presencia dinámica en la criatura, se mantiene
el hombre en su nuevo ser de justificado y de hijo, ya que la permanencia
en la opción por Dios es siempre don de la gracia (Trento, DH 1541). Por
tanto no sólo el momento de la justificación está marcado por la iniciativa

714
VIRTUDES TEOLOGALES

divina. Lo están, y por cierto con la misma intensidad, todos los instantes
de su vida. Si hay una creación continuada, que supone que la criatura no
puede no depender en todo momento totalmente de su Creador, hay una
aceptación también continua del ser humano como pecador, y un continuo
ofrecimiento de perdón. Y por tanto, hay también una santificación con-
tinuada del hombre. Sólo el incesante don del Espíritu de Cristo, del que
siempre necesitamos porque nunca podemos tenerlo en propiedad, nos
permite ser y vivir como hombres nuevos. Es decir, esta presencia de Dios
que transforma y eleva a la criatura ha de actualizarse en cada momento
para que podamos vivir conforme a lo que somos. Dicha actualización pue-
de ser únicamente obra del Espíritu divino. Ahora bien, la relación personal
con Dios que trae consigo la filiación adoptiva es siempre susceptible de
ser enriquecida y aumentada. Por otra parte, toda acción y decisión huma-
nas contribuyen o son obstáculo a la realización de ese «ser hijo de Dios»
- aun cuando en toda acción del hombre sea necesario el «concurso» divino,
entendido no como una intervención que coarta su libertad sino como la
causa de esta última. De este modo, consintiendo libremente a la obra del
Espíritu y actuando su don en nuestras acciones y decisiones, la inserción
en Cristo va creciendo a lo largo de la vida de la persona en vistas a una
progresiva conformación con él y a una consecuente intensificación de la
unión con el Padre. Esto es lo que denominamos «el crecimiento de la vida
en la gracia» (cfr. L. F. Ladaria, Antropología Teológica, 406; Teología del
pecado original y de la gracia, 283). Las «virtudes» encuentran aquí su lugar
propio, como dinámicas de este crecimiento. En ellas está lo característico
de la nueva existencia en Cristo del justificado.
El Concilio de Trento enseñaba que «en la misma justificación, juntamen-
te con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas,
que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza
y la caridad» (Sesión VI, c.7, DH 1530). La libre aceptación de la obra de
Dios en nosotros nos une más a Cristo, y nos abre a la esperanza de una
más plena posesión de Dios. Todo aumento de nuestro consentimiento y
desistimiento en Él intensificará esta inserción. Por esta razón, fe, espe-
ranza y caridad, pueden ser contempladas en sus mutuas relaciones como
dinámicas que posibilitan el crecimiento en la vida de la gracia, puesto que
hacen al creyente cada vez más disponible, profunda y personalmente, ante
la propuesta - llamada de la gracia. Una «disposición» que se concretará en
un aumento de confianza (fe) en Dios, de quien todo se espera y a quien
se ama. De esta manera la gracia de Dios se hace activa en cada creyente
que, de gracia en gracia, camina hacia la consumación «en la esperanza de
la gloria de Dios». Y esta «esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5,5).

715
LA LÓGICA DE LA FE

§ 47. Con la expresión «virtudes teologales» nos referimos a los dinamis-


mos que sostienen la experiencia de acogida de la autocomunicación divi-
na en la gracia, y la respuesta de la criatura al agraciamiento del que ha
sido objeto.

1. Virtudes teologales

La tradición teológico-sistemática medieval se sirvió de la expresión vir-


tudes teologales para distinguir de las virtudes platónicas (prudencia, justi-
cia, fortaleza y templanza) las «virtudes cristianas» de las que había hablado
Agustín, entre otros santos Padres. Por tratarse de un don de Dios que trans-
forma la vida humana y la une con él, en un encuentro que, por exceder
las posibilidades humanas, requiere de la iniciativa divina que atrae al ser
humano hacia sí (STh I-II, a. 51, q. 4) se entienden como divinas. Quien
se abre a este encuentro crece en intimidad con Dios y se va identifican-
do cada vez más con Cristo. A diferencia de las demás virtudes, no están
regidas por la regla del término medio entre dos extremos. Su medida es
Dios mismo, de quien proceden y hacia quien tienden, pues «tienen como
origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino» (CEC, 1812, cfr. STh II-II, 17,
6). No obstante son verdaderas virtudes, es decir, disposiciones permanen-
tes que permiten al cristiano vivir como hijo de Dios —hijo en el Hijo—,
en toda circunstancia, siendo él mismo, el sujeto del creer, esperar y amar.
La calificación de «teologales», que no se hizo habitual hasta la gran esco-
lástica, tardó tiempo en imponerse. La introdujo por primera vez Godofre-
do de Poitiers, aduciendo al hecho de que sólo las consideran y tratan los
teólogos, pero habían recibido otras muchas denominaciones, tales como
católicas (Pedro el Cantor) por ser propias de los católicos; infusas o gra-
tuitas (Simón de Tournai) porque no se dan sino por una infusión gratuita
de Dios; o meritorias porque solamente ellas, informadas por la caridad
que el Espíritu derrama en nuestros corazones, conducen a la vida eterna
(cfr. M. Gelabert, Para encontrar a Dios, 17-18). La experiencia fundamental
que se aloja tras la expresión virtudes teologales podría ser reformulada en
los términos: dinamismo virtuoso teologal. Dinamismo porque no se trata
de una realidad ya dada de una vez para siempre sino, como hemos dicho,
del crecimiento en la vida de la gracia, es decir, de un proceso por el que la
vida humana va siendo configurada con Cristo por el Espíritu. Este proceso
es articulado por la fe, esperanza y el amor, que no son sino las formas
diversas en las que la gracia se incoa y expresa en la complejidad del ser
humano. El dinamismo virtuoso se especifica dentro del contexto decisivo
del encuentro con Cristo y animado por «la presencia y acción del Espíritu
Santo» (CEC, 1813) se despliega en la triple dinámica de esos tres modos
fundamentales de existir. El creer, esperar y amar discurre en un doble sen-

716
VIRTUDES TEOLOGALES

tido. En primer lugar, desde Dios, puesto que se trata de dones de gracia
otorgados al ser humano en los que Dios mismo se le oferta. Y en segundo
lugar, desde el creyente, en tanto reflejan su disponibilidad de acogida y res-
puesta a dicho ofrecimiento y llamada que, en último término, Dios mismo
posibilita. «En Cristo», la criatura es incorporada a esta corriente de gracia y
amor kenótico que traduce el «sí» absoluto y definitivo de Dios al mundo y
que comporta su divinización y filiación adoptiva a través de la efusión del
Espíritu. De este modo se le abre la posibilidad de corresponder con otro
«sí» libre y agradecido: creyendo en el Dios que se le revela, esperando en el
Dios que se le promete y amando al Dios que le ama.
La comprensión teológica de la existencia cristiana tendrá, en conse-
cuencia, su perspectiva fundamental en la situación dialógica establecida
por Dios respecto al mundo en el acontecimiento único y singular de Cristo
y en la respuesta del ser humano a este acto supremo del Amor de Dios. Se
trata, en último término, de «ser en Cristo» como un destino, de alguna ma-
nera anunciado ya por creación (Ef 1,4), pero que se va a ir concretando en
un proceso de incorporación en la vida divina, a través del cual el creyente
se va configurando más y más con Cristo, y que culminará con la partici-
pación plena en la vida de la humanidad glorificada de Jesús, entendida
como un estar con él en la gloria (Jn 17,24-26). De este modo, la existencia
cristiana —signada ya con la marca del don por creación y justificada por
Cristo—, se despliega, impulsada por la acción del Espíritu, desde el pre-
sente de gracia hacia un futuro de gloria (Rom 8,14-18) y lo hace a través
del compromiso concreto con la historia y la humanidad e incorporándose
en un movimiento de inclusión universal y de recapitulación, en Cristo, que
culminará cuando «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). En este contexto la
fe, esperanza y amor se muestran como canales vitales a través de los cuales
la gracia busca su «hora oportuna» en la historia y en el ser humano, para
iluminar sus opacidades, fortalecer su disponibilidad y sostener su resisten-
cia al pecado, impulsándolo hacia su consumación.

2. Creer, esperar y amar: dinámicas fundamentales de la vida


cristiana

El crecimiento de nuestra vida en la gracia supone una nueva relación


con Dios y con el mundo en la que nuestro ser creatural no desaparece ni
queda absorbido, sino que es perfeccionado internamente. Esta relación se
traduce, como hemos dicho, en una mayor configuración con Cristo, en una
unión más estrecha con el Padre, y en una mayor presencia del Espíritu de
Jesús acogido con amor y libertad en nosotros. Todo ello desemboca en un
acrecentamiento de la novedad en nuestro ser, pues «el que está en Cristo
es nueva creación» (2Co 5,17). Y esta novedad de la existencia se concreta-

717
LA LÓGICA DE LA FE

rá en un aumento de nuestra confianza y abandono en Dios, esperándolo


todo de él y amándolo con todas las fuerzas y todo el ser. En otras palabras,
la nueva existencia en Cristo quedará caracterizada por la «santa tríada»
(Clemente de Alejandría, Estromata IV,7; PG 1265 B): fe, esperanza y amor.
La vida cristiana es vida teologal. La vida teologal es vida en fe, esperan-
za y caridad, que son tres expresiones estructurales reveladoras y decisivas
del ser y hacer cristiano. Por eso hablamos de ellas como dinamismos que
disponen al cristiano para vivir en relación con la Santísima Trinidad y
participar por tanto en la naturaleza divina (CEC, 1812). Esta «tríada», en su
complejidad y en su unidad otorga una expresión estructural a la tensión
del hombre a Dios. La gracia de la regeneración que nos es otorgada en
Cristo transforma al ser humano en su totalidad y renueva sus estructuras
antropológicas (fiducial, expectante, amorosa) elevándolas como infraes-
tructuras teológicas de la fe, esperanza y caridad. Las virtudes teologales se
refieren así a la experiencia fundamental de acogida de la autocomunica-
ción divina en la gracia y a la respuesta de la criatura al agraciamiento del
que ha sido objeto en acción de gracias al Dios que se le entrega y en acti-
tud agraciante hacia la humanidad de la que forma parte y hacia la Iglesia
en la que dicho don es recibido. Son así tendencia dinámica hacia la unión
con Dios en sí mismo (Cfr. Santo Tomás, STh I-II, q.62, aa. 1-3; II-II, q.6,
a.1; q.17, a.5; q.23, a.6.), de ahí que nos refiramos a ellas fundamentalmente
como dinamismos.
Dinamismos totalizadores, pues hablar de fe, esperanza y caridad nos
sitúa ante tres expresiones estructurales de la vida cristiana que afectan a la
entera persona, y no como un suplemento añadido sino, como algo que la
constituye en lo más íntimo de su realidad. Todas las dimensiones y las es-
tructuras fundamentales del ser personal quedarán afectadas por ellas, pues
es el ser humano en su totalidad el que experimenta una transformación y
no sólo sus acciones. Esta totalidad también atañe a la tríada, pues será ella
misma, como unidad englobante la que designe la realidad completa de la
salvación como don de Dios y como respuesta del ser humano.
Dinamismos ascendentes y descendentes: don y tarea. Hablar de las vir-
tudes teologales como dinamismos supone también encuadrarlas dentro
del doble movimiento que caracteriza las relaciones del ser humano con
Dios. Es Él quien se dirige ala criatura atrayéndola hacia sí a través de estos
dinamismos, haciendo manifiesta su dimensión de don; pero la criatura
agraciada no permanece pasiva y busca responder en formas diversas a ese
origen agraciante (tarea). Por esta razón nos referimos a las virtudes teo-
logales como dinamismos descendentes —pues vienen de Dios y son antes
que nada llamada suya y oferta de otorgamiento— y ascendentes —puesto
que dan forma a la respuesta de la criatura, que crece a través de ellas en
la vida de la gracia, y la dirigen hacia la comunión definitiva con quien es

718
VIRTUDES TEOLOGALES

su origen. Doble movimiento que hace patente, por una parte, cuánto hay
en las virtudes de aspiración, deseo, y anhelo del ser humano de Dios y de
entrar en comunión con él como realización plena de su existencia. Por otra
parte, nos revela la condescendencia de Dios que se aproxima al hombre
atrayendo, persuadiendo y ofertándosele. De este modo se entiende que
la existencia cristiana se desarrolle también en una doble tensión: centrí-
peta, de acogida, apropiación personalizadora y consentimiento al don; y
centrífuga, puesto que se siente enviada e impulsada hacia la alteridad del
totalmente Otro que la solicita ofreciéndole su propia plenitud y hacia el
«otro» a través del cual vive concretamente su relación con Dios.
Dinamismos de inclinación. La doctrina de la virtud de santo Tomás partía
de la idea de que la existencia cristiana en la fe, esperanza y amor debía de
ser una existencia humana lograda. El Aquinate sustrae de Aristóteles el dato
de la consonancia entre la idea de virtud e inclinación, al contemplarla como
una disposición tendenciosa, una tendencia deseosa, una fuerza de atracción,
un «impulso hacia» algo gozoso y placentero. El fundamento de posibilidad
de que fe, esperanza y caridad actúen como inclinaciones que nos hacen pro-
pender gozosamente hacia una nueva vida descansa en el hecho de que «la
acción de la gracia es, a la vez, transformación ontológica, elevación del hom-
bre e inhabitación personal del Espíritu Santo en él»; y justamente por ello
puede crear una «nueva connaturalidad del alma con las cosas divinas, que
se traduce inmediatamente en una nueva inclinación y disponibilidad» (H.U.
von Balthasar, Gloria I, Madrid 1985, 224).. Esta connaturalidad nace como
fruto ese «amor infundido en el hombre por el Espíritu Santo que habita en
él» que le otorga el sensorium de Dios, es decir el «gusto» por él y, por decirlo
de alguna manera, la comprensión del «gusto de Dios». Este sensorium de
Dios, que es consecuencia del don de la caridad, se sumerge en el sensorium
natural. No se identifica con él, pero paulatinamente lo va connaturalizando
de modo que en la existencia cristiana el deseo y el esfuerzo por vivir con-
forme a la lógica del amor, en coherencia con la fe que profesamos, y en la
esperanza de la realización plena de lo que aguardamos, se va haciendo algo
cada vez más espontáneo, más deseable y por ende más gozoso. De ahí que
podamos hablar de la tríada como una inclinación, una propensión —espon-
tánea, alegre y gozosa— hacia un «modo de vida» en la lógica del amor, en
la lógica del Reino. La existencia cristiana vivida en la fe, esperanza y amor
consistirá en otorgar una preeminencia tal a esta «inclinación», que nos per-
mita «crecer en la vida de la gracia», según el modelo de Cristo.
Dinamismos transformadores. Pero no se trata sólo de una inclinación,
las virtudes teologales, en tanto dones de gracia, originan una transfor-
mación vital en las relaciones fundamentales constituyentes de la persona
capacitándola, al mismo tiempo, para acoger, internalizar y actuar dicha
gracia, en orden a su propia conversión, la del mundo y la ordenación

719
LA LÓGICA DE LA FE

de ambos a la plenitud prometida. Esta transformación consiste en primer


lugar en una nueva relación viva con Dios, creyendo en él como origen y
destino, amándole y reconociéndole como amor, esperando en él y adhi-
riéndose a él y a su palabra (fe); en segundo lugar en un ensanchamiento
hacia nuevas formas de vida y exigencias de acción humanizadora y libe-
radora de la historia (amor - caridad);y por último en una nueva apertura
al futuro desde esta nueva relación con él y con el mundo, aguardando la
comunión con Dios en Cristo, como el futuro absoluto para cada persona y
esperanza para toda la humanidad (esperanza) (cfr. O. González de Carde-
dal, La palabra y la paz, 1975-2000, Madrid 2000, 250).

3. Dinámica de la existencia cristiana en la fe, esperanza y amor:


el dinamismo virtuoso

La «tríada» nos habla de la fisonomía que asume el dinamismo que con-


figura la tensión del ser humano hacia Dios. Fe, esperanza y amor se mues-
tran como una concreción existencial de la gracia que introduce «nuevos
dinamismos en nosotros»: tres energías, tres fuerzas, tres flujos vitales que se
desarrollan en la vida del justificado diseñando la única dinámica del estado
de gracia, fruto conjunto de la apertura reveladora de Dios al ser humano,
dándosele y diciéndosele, y de la apertura de éste a esa realidad que se le
entrega junto a su decisión de libre correspondencia.
Esta dinámica tiene su punto de partida en la iniciativa divina, en el acto
creador y en el acto definitivo de gracia que Dios ha cumplido y revelado
en Cristo, en la inefable gratuidad de su acción salvífica —siempre inmane-
jable, imprevisible e indeducible—; y tiene en el ser humano un destina-
tario a quien se dirige y a quien interpela. El único don de Dios alcanza al
sujeto en su triple estructura fiducial, expectante y amorosa generando en
el justificado los dinamismosa través de los cuales se concreta esa nueva
relación que Dios nos oferta en Cristo a través de la presencia del Espíritu,
y por la que Dios se revela como fundamento y energía del proceso espiri-
tual por el que la criatura se constituye en una personalidad creyente. Este
don consiste en la autocomunicación de Dios al hombre diciéndosele como
Revelación, ofertándosele como Promesa, y entregándosele como Amor
(cfr. J. Alfaro, Cristología y antropología, 449). Fe, esperanza y caridad son
entonces, antes que nada, estos dones de gracia que penetran a la criatura
como la propia luz de Dios, a fin de que iluminándola en todo su ser pue-
da percibirlo como origen y destino; como la promesa que la dinamiza y
sostiene hacia un futuro plenificador y sanador, encendiendo su esperanza;
como amor que la hace existir con sentido y gozo, en la participación de
su propia vida. (O. González de Cardedal, La palabra y la paz, 250). Fe,
esperanza y caridad circunscriben así la donación fundamental del Dios Tri-

720
VIRTUDES TEOLOGALES

nitario al hombre, en la medida que su acción salvífica nos precede desde


siempre, nos acompaña en el presente y nos aguarda en el futuro.
Porque esta donación de Dios al ser humano, dándosele y revelándose,
precisa poder ser acogida, reconocida y respondida, será necesario que exista
en él un «presentimiento» de la misma. Éste consistirá, por una parte, en la
vivencia, al menos incoada, de la fe, esperanza y caridad, factible porque «el
amor de Dios, que es la gracia, necesariamente porta consigo las condicio-
nes de su reconocimiento y por esta razón las aporta y las comunica» (H.U.
von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Salamanca 2004, 71); y, por otra
parte, procederá de la misma estructura antropológica que constituye al ser
humano como un ser espiritual y personal, definido estructuralmente por su
carácter fiducial, expectante y amoroso, con hambre y sed de Absoluto, sea
esta explícita u oculta, esté cultivada o cegada. Debido a estas estructuras el
sujeto, que toma «conciencia de sí mismo» y acepta la propia capacidad de
trascendencia inscrita en su naturaleza, se percibe —consciente o inconscien-
temente— constitutivamente necesitado, vocacionado al Absoluto. Sin Dios
no sería posible para ese ser la vivencia de esa esperanza absoluta, confian-
za absoluta y amor absoluto, hacia los que se percibe destinado.
Dios se revela, promete y dona, llevándonos más allá de todas las po-
sibilidades exigibles de nuestra naturaleza, pero sin prescindir de ella. Es
decir, la vida divina que se nos otorga, se adentra en la existencia creatural
a través de las fisuras de su propia estructura antropológica, no simplemen-
te para colmar una necesidad que pareciera exigirla, sino para dilatar el
horizonte de sus posibilidades hacia un destino inalcanzable para ellas: la
comunión con la vida divina. Ahora bien, el deseo de perfección de la cria-
tura, se va a ver colmado por un paradójico camino. No el de la saciedad de
sus carencias, no el de los logros de sus capacidades, sino precisamente el
del despojo, del vaciamiento y desistimiento de sí, como la disposición que
le permite ser incorporada en la corriente de la vida divina, en ese modo de
existencia al que es llamada y que consiste fundamentalmente en un creer,
esperar y amar que, en último término, le ha de ser dado.
El desarrollo de la dinámica de la existencia cristiana —en esta fase
de respuesta— podríamos articularlo en cuatro momentos (cfr. J. Alfaro,
Actitudes fundamentales de la existencia cristiana). El primero consistirá
en una fundamental disposición de acogida, que pondrá de manifiesto tres
dimensiones básicas de la fe comprendida como disponibilidad absoluta
de la criatura ante Dios: el consentimiento radical de su infinitud y de la
dependencia creatural por la que toda su existencia queda referida a aquel
que es origen y meta de la misma, así como el asentimiento obediente a su
voluntad; el desistimiento de todo intento prometeico de autojustificación
o autosalvación; y el reconocimiento. Reconocimiento agradecido hacia
aquel de quien ha recibido el ser y que en definitiva le hace ser, en tanto

721
LA LÓGICA DE LA FE

que se recibe de él; reconocimiento testimonial de lo que ha realizado por


él en Cristo; y reconocimiento adorante de su presencia infinita en lo finito
como eje y guía de la propia vida. Por eso la existencia cristiana, llevará
consigo una intrínseca exigencia de disponibilidad a acoger la infinitud de
lo divino en medio de la finitud de la realidad y de la historia. Ser capaz de
este reconocimiento de Dios confesándolo como tal (credere Deum) es uno
de los elementos imprescindibles de eso que llamamos fe, y que supone
además ampliar ese «estar dispuesto» al desistimiento personal del propio
yo en la persona infinita, apoyándose y confiando sólo ella (credere Deo),
y el consentimiento y entrega a su proyecto o voluntad (credere in Deo).
Esta triple disponibilidad sólo es posible desde la confianza que brota del
saberse amado por Dios y constituye el perfil de la fe como respuesta de la
criatura al Dios que sale a su encuentro.
El segundo momento, reflejará la asimilación de la gracia del Dios que
sale a nuestro encuentro y se hace presente en nuestro interior por el Espí-
ritu, y en la apropiación personalizadora de la misma. La connaturalización
será la clave que posibilitará este proceso. Desde esta «connaturalidad» se
hace posible al creyente propender hacia el Amor, actuando según su lógica,
gustando su autotestimonio como «verdad suprema» en la fe, como «fidelidad
eterna» en la esperanza y como «entrega infinita» en el amor. Fe, esperanza
y caridad traducen así operativamente el carácter dialogal e interpersonal de
la gracia en esta disposición que supone una acogida que internaliza el don
sin retenerlo ni posesionarse de él, y una adhesión plena de la persona al
donador. Se trata de dar una respuesta personal a la solicitud y llamada de
la gracia dejándola que ejerza todas sus posibilidades y exigencias al des-
embocar en «una relación y misión específicas» para cada creyente. Todo
ello supone permitir a la gracia introducirse en lo más personal de nuestras
estructuras antropológicas, de tal manera que creer, esperar y amar se con-
viertan en dinamismos que explicitan nuestra personal identidad cristiana,
en modos de ser que definan la forma específica de la vocación personal
del creyente en cuanto miembro de una comunidad eclesial, lugar donde se
descubre llamado a la fe, esperanza y amor, alcanzando en esta vivencia su
verdadera identidad: su ser-en-Cristo. Por esta razón fe, esperanza y caridad
se convertirán también en factores de discernimiento eclesial en la vida de
la Iglesia y en la vida del creyente, referentes a la hora de desentrañar qué
nos identifica como comunidad cristiana. La Iglesia —«comunidad de fe, es-
peranza y caridad» (LG 8)—, por ser mediadora de la gracia, es la communio
donde recibimos y se nos ofrece la garantía para nuestra fiel perseverancia en
la fe, esperanza y amor. La dimensión eclesial del ternario es ineludible. Los
dinamismos del creer, esperar y amar se actúan también en una historia don-
de el creyente descubre no sólo una presencia que opera en su interior, sino
una «presencia» que actúa en la realidad, posibilitándole una nueva mirada

722
VIRTUDES TEOLOGALES

sobre ella y una nueva conciencia de la misma que, en tanto que «habitada»,
se manifiesta preñada de sentido. Fe, esperanza y caridad se convierten así
también en elementos de discernimiento en la historia (cfr. UR 3).
El tercer momento podríamos definirlo como el de expansión y pleni-
ficación de las estructuras humanas en las que se ha expresado la gracia,
pues «al ser el don divino de la participación implantado en la criatura, ésta
alcanza su plenitud: se satisfacen todos sus anhelos, que sin la gracia per-
manecerían incolmables, pues están abiertos, no a las posibilidades propias,
sino a las de Dios» (H.U. von Balthasar, Verbum Caro, 193). En otras pala-
bras, el triforme don de Dios, acogido y asimilado por la criatura, incoado
en sus estructuras antropológicas constitutivas, se convierte en fuente de
una ulterior expansión de los dinamismos naturales hacia realizaciones más
plenas en un nuevo orden de realidad. De ahí que las virtudes teologales
sean como las diversas formas en las que la gracia se expresa al encarnarse
en el tejido de lo humano.
El crecimiento en la vida de la gracia es crecimiento de la persona en
su configuración e inserción en Cristo, lo que proporciona también un
salto cualitativo en las posibilidades de sus estructuras humanas. «El Espí-
ritu que se nos ha dado» (Rom 5,5) no nos habita cual huésped extraño y
perpetuo, sino desencadena un proceso de re-creación que toca al núcleo
más íntimo de la persona permitiéndole ese «ir habituándose» que llevará
hacia delante la fase de connaturalización y, por ende, la de identificación
con el paradigma crístico. En toda relación interpersonal profunda se da
un proceso de acostumbramiento que pasa por el «hacerse el uno al otro».
Análogamente, la gracia —en tanto que relación— implica un proceso de
adaptación, de habituación, que pone de manifiesto que la acción divina
en el ser humano no es ni instantánea ni estática, sino se adapta al carácter
histórico y procesual de todo lo humano. Por lo tanto los llamados «hábitos
infusos» deberían comprenderse más bien como dinámicas de habituación,
provocadas por la fuerza de transformación y de atracción de la gracia al
autocomunicarse. A través de ellas la fe se abre camino a través de la pro-
pia incredulidad, la esperanza lo hace sorteando la desesperanza y el amor
venciendo al egoísmo y al desamor. Así la existencia cristiana toma forma
de un, más bien lento, proceso de rehabilitación, reparación y recreación
de la vida humana, de una afirmación de la potencia de Dios en el sujeto li-
bre, conduciéndolo hacia la semejanza, a través de un cambio de la imagen
adámica a la imagen crística (cfr. LG 65), «momento de posibilitación de lo
imposible» (J.I. González Faus, La humanidad nueva, Santander 1984,228).
Todo el ser es llamado, y todo el ser responde. La transformación se ve-
rifica tanto ad intra como ad extra. a) Ad intra, por la generación de unos
«nuevos órganos» (cfr. San Agustín, Soliloquium I, cp. VI, 12): nuevos ojos
que le permiten ver con otra luz, aún en medio de la duda y la oscuridad, y

723
LA LÓGICA DE LA FE

captar así un «nuevo horizonte de sentido» que taladra lo puramente aparen-


te; nuevo corazón que le posibilita entrar en la dinámica del amor univer-
sal, inclusivo, perdonador, sufriente, kenótico; y una nueva fortaleza para
afrontar el dolor, para vivir con mansedumbre y paciencia. b) Ad extra, en
las nuevas «posibilidades» que brotan de la caridad actuándose en nuevas
formas de vida, y nuevas exigencias de acción humanizadora y liberadora
de la historia; de la fe, generando una nueva relación personal con Aquel
que es el fundamento del ser, reconocido como amor y apoyo absoluto,
expresada en la oración, celebrada en la liturgia, fortalecida a través de los
sacramentos y plasmada, bien por el pensamiento en la teología, bien a tra-
vés de la acción, en la actuación del amor en la «justicia»; y de la esperanza
como nueva apertura al futuro que se concreta en utopías históricas que
encarnan en el aquí y ahora la «esperanza» del reino y defienden contra los
proyectos históricos con pretensión de absoluto en ellos mismos (cfr. O.
González de Cardedal, La palabra y la paz, 250).
El cuarto momento, se refiere fundamentalmente a la convergencia fi-
nal. En él, fe, esperanza y caridad se muestran en su dimensión de incli-
naciones que explicitan la tensión del ser humano hacia Dios, en tanto que
«atraído» por él. Una atracción que no se impone sino se incoa en su propia
búsqueda y deseo, y que debe ser respondida con la decisión de su liber-
tad. Se trata de un momento de implicación activa, en el que las virtudes
aparecen como los dinamismos que orientan la convergencia de todas las
energías (humanas y mundanas) hacia Dios y su proyecto en Cristo, impli-
cándolas en los designios divinos.
Esta «tendencia» tiene su meta en la participación de la experiencia de
filiación de Cristo a través de la cual se alcanza la comunión con Dios. Por
eso hablamos de una dinámica profundamente cristocéntrica, pues no sólo
se dirige a Cristo como aquel en quien se revela y nos revela al Padre y nos
dona el Espíritu que nos conducirá a la verdad plena, sino que ve en Cristo el
fundamento, norma y modelo de su obrar, pues capta en su «vida filial» y en
su acción, la experiencia absolutamente singular a la que hemos de tender y
en la que hemos de participar por gracia. Es decir, Cristo es el modelo ejem-
plar de nuestro creer, esperar y amar (LG 65) como expresiones de la actitud
fundamental de filiación en que consiste la existencia cristiana.

II. LA UNIDAD DE LA EXISTENCIA CRISTIANA


§ 48. Con profundas raíces veterotestamentarias, y posibles antecedentes
en la combinación de las binas «fe-amor» y «fe-esperanza», la fórmula pau-
lina «fe, esperanza y caridad» se va convirtiendo en una expresión bíblica
acabada que resume, reasume y condensa los aspectos principales de la

724
VIRTUDES TEOLOGALES

existencia cristiana concretamente vivida y teológicamente contemplada.


Sólo consideradas en su conjunto, en sus referencias mutuas y en sus legí-
timas particularidades, «fe, esperanza y caridad» pueden definir en su uni-
dad «perijorética» la existencia cristiana desde su origen hasta su fin.

Las virtudes teologales, si han de dar cuenta del dinamismo activo del
estado de gracia, no podrán pensarse sino juntas, en unidad, inseparables
unas de otras puesto que brotan de un origen común, se mueven hacia una
misma meta y dinamizan la única vida del cristiano. En la mutua interacción
e indivisible unidad en las que se despliega la dinámica del creer, esperar
y amar, este dinamismo hallará su cauce expresivo más propio, al mismo
tiempo que su concretización existencial más acabada.
La existencia cristiana se realiza —como hemos visto— como una única
dinámica que brota del también único, aunque triforme, don de Dios y al-
canza la triple estructura del sujeto humano (ya sea individual o eclesial).
Unificada en la raíz común de la confianza básica, esta estructura se des-
pliega en los tres dinamismos del creer, esperar y amar, desde la irremplaza-
ble base común de la confianza de la criatura en Dios. Dinamismos que, a
su vez, orientan hacia una única y definitiva convergencia: la comunión de
Amor con el Padre, en la participación de la filiación del Hijo por la fuerza
del Espíritu, hasta que «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). De ahí que
se pueda afirmar que sólo en su conjunto y en sus referencias mutuas, fe,
esperanza y caridad pueden constituir un adecuado esquema para describir
la realidad vital de la existencia cristiana en su totalidad. Están en la raíz
de Dios y están en la raíz del hombre, y definen en su unidad perijorética
la existencia cristiana. Por eso su unidad se fundamenta desde el Dios uno
y trino, desde el ser humano y desde Cristo: fundamento, mediador y meta
del encuentro entre lo humano y lo divino. Una unidad que será confirma-
da como tal por la Iglesia donde se reciben, viven y celebran (eclesiología,
sacramentología), así como en el destino último donde esa existencia cris-
tiana encuentra su realización y plenitud final (escatología). La propia reve-
lación (Biblia y Tradición) apunta desde los orígenes del cristianismo a la
utilización de la terna, como una unidad de sentido que describe de forma
paradigmática tanto la totalidad de la vida cristiana, como el camino que
guía al creyente hacia la plenitud a la que se siente convocado con otros.

1. Fundamentación Bíblica
a) La confianza: vínculo concreto de la inmanencia entre la fe, esperanza
y amor
Fe, esperanza y caridad son términos básicos en el NT que encuentran
en el AT su raíz y fundamento. Para dar cuenta de estas dimensiones, tam-

725
LA LÓGICA DE LA FE

bién peculiares para la identidad de Israel, las escrituras hebraicas, más


que a términos abstractos recurren a una amplia gama de acciones. A la
voz neotestamentaria pisteuvw (creer) corresponde en el AT, sobre todo, la
raíz verbal ’mn: ser resistente, estable, firme, seguro, sólido (cfr. «pisteuo»:
GLNT X, 359-384). Significa la estabilidad y seguridad derivadas del hecho
de apoyarse en alguien con abandono y confianza. Dios es la roca esta-
ble, es resistente, seguro, es firme: es apoyo. En éste sentido es creíble,
y esta es la fe que nos participa. El hombre cree, en tanto que se apoya
con confianza en esa roca. Y puede creer porque hay alguien que es roca
firme, estable: Dios, que a su vez «cree» ofreciéndose como el apoyo en
el que la criatura se puede abandonar. Se trata pues, de una relación en
la que una parte da estabilidad y la otra responde con abandono confia-
do apoyándose en Aquel que es estable y se le ha ofrecido como apoyo.
El uso del término en el ámbito religioso añade el sentido de fidelidad
y aguardabilidad (espera confiada). Sólo en Dios puede encontrar el ser
humano un punto sólido de apoyo. El uso religioso de las formas hiphil
de ‘mn en referencia a YHWH apuntan a la idea de apoyarse sobre Dios y
sobre ningún otro, confiar y creer sólo en Él y en su palabra y en ninguna
otra cosa. Algo que se convierte en signo distintivo de Israel, y en una
componente de la autoconciencia y de la identidad de cada individuo. «Si
no creeis (ta’ aminû), no tendréis estabilidad/no susbsistiréis (te’ amenû)»
(Is 7,9), «porque es Dios mismo el que pone en Sión una piedra elegida,
angular, preciosa, firmemente fundada: quien cree no vacilará» (Is 28,16).
Esto significa que la estabilidad de la vida depende de la fe, pero también
que la fe es la vida misma en su única forma posible. No obstante el creer
veterotestamentario significa, además de este abandonarse confiadamen-
te a Dios (desistimiento), tener-por-verdadera su palabra (asentimiento),
acogiendo profunda y amorosamente su voluntad (consentimiento) y re-
conociendo que Dios es Dios: conocerle y expresar la gratitud que nace
de este conocimiento (reconocimiento). Ahora bien, el acento más ca-
racterístico recae sobre la entrega confiada del hombre a Dios. Hay una
fórmula estereotipada para definir a aquellos que creen: «los que esperan
en el Señor» (Sal 25,3; 37,9), que pone de relieve cómo para el AT y más
marcadamente aún para el tardojudaísmo apocalíptico, la esperanza es
una dimensión y una expresión fundamental de la fe. Esperar en el Señor
es creer y creer en el Señor es esperar. De ahí que creer implique insepa-
rablemente una síntesis de seguridad y esperanza, de obediencia y temor,
que se traducen en una actitud de confianza,como respuesta de todo el
hombre a la iniciativa salvífica de Dios que, manifestada potentemente en
la historia, se revelará de modo definitivo en el cumplimiento escatoló-
gico. La esperanza veterotestamentaria, por su parte, es la espera confia-
da, referida a la fidelidad y la potencia salvífica de YHWH, el Dios de la
Alianza, hasta el punto de afirmar que YHWH es la esperanza de Israel

726
VIRTUDES TEOLOGALES

(Jer 14,8; 17,13). Creer en Dios y esperar en Dios se funden en la palabra-


promesa divina, y por eso están vitalmente unidos por el vínculo de la
confianza. Esperanza y fe se reclaman mutuamente, se incluyen una en
otra, se garantizan recíprocamente y remiten a Dios. Tanto la esperanza
como la fe, se fundan exclusivamente en YHWH.
En cuanto a la idea del amor de Dios, ésta aparece en el AT sólo al final
de un largo proceso de educación divina, y lo hace como la intrahistoria
motivadora de una historia externa verificable, como el impulso profundo
que movía los hilos de la trama. El precepto sintetizado paradigmática-
mente en el shema’: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda el alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4 s), es la respuesta al Dios
que se ha revelado como Aquel que elige a Israel para hacer de él su
pueblo por puro amor, por un amor absolutamente gratuito, y a pesar de
su infidelidad (Ex 4,22; 6,5-8; Dt 4,37; 7,6-9; 10,15-11,1; 30,10.16; Os 4,12;
9,15; Jer 2,2; 11,15; 31,3; Is 49,15-16; 54,6; 62,4). La fórmula fija de la fe
israelita «creer a Dios», pone de relieve el aspecto de donación confiada
y de abandono incondicional a la gracia de Dios que en su radicalidad
es realmente amor. Por otra parte la ley de la Alianza de YHWH con Is-
rael presenta unidas dos exigencias fundamentales: la fidelidad a YHWH
como único Dios al que adorar, y los deberes de justicia y amor al prójimo
que se resumen en la fórmula «ama al prójimo como a ti mismo» (Ex 20,1-
17; Dt 10,19; 5,6-21; Lev 19,18.32). De este doble precepto descienden
todos los otros y depende toda la historia de Israel como historia de su
relación con YHWH.
A la luz del acontecimiento Cristo, la historia de Israel aparece como
un largo camino de maduración de la fe que encuentra su vértice y cum-
plimiento en la revelación neotestamentaria del Dios-Amor (1Jn 4,8). La fe,
esperanza y amor, formuladas en las Escrituras hebreas, se miden de un
modo nuevo desde la singularidad del evento Cristo, que se convierte así
en la condición de posibilidad para comprender la naturaleza del ternario.
Y aunque nos vamos a mover en un registro básicamente de continuidad,
el NT marca sin duda una separación y progreso, una profundización y
penetración crecientes. La novedad se percibe fundamentalmenteen la for-
mulación de las tres temáticas, así como en la interrelación y unificación
entre ellas.
La peculiaridad de la fe pospascual reside en que se dirige a la acepta-
ción de Jesús como Señor y Cristo (Hch 2,36). Se produce una separación,
un deslizamiento de significado o al menos de acento, respecto al AT y
a la misma predicación de Jesús (evangelios): de la dimensión prevalen-
temente fiducial a la más confesional y cognoscitiva de la fe; del sentido
subjetivo del creer —el acto de creer— pistis pasa progresivamente a
significar el sentido objetivo del mensaje creído, es decir, el kerygma

727
LA LÓGICA DE LA FE

apostólico integralmente aceptado. Por supuesto que en primer plano


no está el kerygma, por sí mismo, sino como posibilidad y condición de
conocimiento y encuentro con Cristo y con la salvación que en él se ha
realizado. Se puede decir que el kerygma está en función de la experien-
cia del evento, ofrecida al creyente en la adhesión al mensaje proclama-
do y acogida en la potencia del Espíritu Santo (Hch 2). Con el paso del
tiempo, esta referencia tan vinculante, tiende a alejarse y el mensaje de
la salvación se inclina más bien a estructurarse en un todo orgánico, en
una doctrina donde la dimensión de adhesión a Cristo ya no resulta ni
tan evidente, ni tan inmediata; pero en todo caso, se trata de una doctrina
capaz de fundar una determinada forma de vida
Respecto a la esperanza, en muchos pasajes del NT ésta aparece como
un término intercambiable con la fe, en continuidad con el AT. Así, la Carta
a los Hebreos une estrechamente la «plenitud de la fe» (10,22) con la «firme
confesión de la esperanza» (10,23). También cuando la 1ª Carta de Pedro
exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta so-
bre el logos —el sentido y la razón— de su esperanza (cfr. 3,15), «esperanza»
equivale a «fe». En el mismo sentido Pablo les dice a los Tesalonicenses: «No
os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1Ts4,13). En este caso aparece
también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos
tienen un futuro, que su vida no acaba en el vacío (Spe Salvi, 2). Este tener
esperanza, es signo de que se ha recibido una vida nueva. Pero el creyente
habrá de saber esperar también en tiempo de prueba, soportando y perma-
neciendo pacientemente para poder «alcanzar la promesa» (cfr. Heb 10,36).
El término hypomone da cuenta de una esperanza vivida y sostenida en la
dificultad, pero también de una existencia que descansa en la certeza de la
esperanza (Spe Salvi, 9). Esta certeza de la esperanza, hunde sus raíces en el
amor de Dios por nosotros, fundamento de la espera de la salvación futura:
«La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom
5,5). La especificidad de este texto está en el afirmar por una parte dicha
certeza (la esperanza que no defrauda, no engaña... en tanto que basada
en el amor de Dios); y por otro, la interiorización de este amor en nuestro
corazón mediante el don del Espíritu Santo. A partir de este amor de Dios,
derramado en nuestro corazón por el Espíritu y poseído en el núcleo de
la persona, existe la esperanza para los que han sido justificados por la fe.
Ella guía la vida, se fortalece en las tribulaciones y se extiende alzando la
mirada hasta dar vista a la gloria de Dios (cfr. Rom 5, 1-5). Así aparece como
esperanza real, que no engaña. Este es el amor de Dios del que nadie nos
podrá arrancar (cfr. H. Schlier, La lettera ai Romani, Paideia, Brescia 1982,
95-96). Un amor que suscita en nosotros una respuesta, también de amor,
y que sostiene la confianza cierta (certeza de la esperanza) de ser amados

728
VIRTUDES TEOLOGALES

por Dios. El contexto de Rom 8 pone esta certeza en el ámbito de la vida


guiada por el Espíritu, que es la de los hijos de Dios, de los justificados. La
«efusión del Espíritu en nuestros corazones» —de la que hablaba Rom 5,5—,
posibilita la emergencia de la confianza filial. En Gál 4,6 y Rom 8,14-17 se
confirma esta lectura con la expresión: «Abba, Padre», que sugiere que la
experiencia filial del cristiano es una participación en la experiencia filial
de Cristo, el Hijo de Dios. Es decir, Dios interioriza su amor en el corazón
del creyente y suscita en él la actitud filial de confianza y de amor. Esta será
la experiencia de confianza que subyace a la experiencia de filición. Solo
quien ha experimentado el amor paterno-materno de Dios puede aban-
donarse a él en una extrema confianza filial y adherirse a su palabra y
voluntad sin reservas. Éste es el creyente y el esperante por autonomasia
para Pablo. Ahora bien, la primera Carta de Juan nos recordará que esta
condición de hijo (3,1) implica y exige necesariamente el amor por los
hermanos: «Todo el que ama a Aquel que da el ser ama también al que ha
nacido de Él» (5,1), al mismo tiempo que afirma que no hay capacidad de
amar según Dios, si no se ha sido generado por Dios; por tanto, solo quien
ama puede decirse realmente hijo de Dios. Pero, al igual que Pablo, termina
afirmando que el nacido de Dios es el que cree, y esa fe vence al mundo
(cfr. 5,5). Es la fe justificante de Pablo, «la fe operante en el amor al prójimo»
(Gál 5,6; cfr. Ef 14,15).
Ya desde el testimonio veterotestamentario, y muy claramente en la pre-
dicación apostólica, el texto bíblico apunta hacia el ámbito semántico de la
confianza como el espacio común donde fe, esperanza y amor, se recla-
man entre sí, se superponen y se exigen mutuamente. La fe bíblica posee
una dimensión de afirmación-confesión de lo que Dios ha realizado en
la historia y cumplido definitivamente en Cristo por la salvación de los
hombres, pero esta dimensión confesante hunde sus raíces en la confianza
absoluta en ese Dios que se revela y en la disponibilidad radical que este
crédito posibilita. Confiándose a su palabra-promesa, sometiéndose a ella
es posible la entrega y abandono que denominamos fe fiducial. Esta fe
conlleva el conocimiento del Dios-amor que se nos manifiesta y la acogida
confiada de su promesa como anticipación garantizadora de una futura
autodonación plena. Esta tensión hacia el futuro es característica de la es-
peranza que, sin embargo, no podría sostenerse ni propender en fidelidad
hacia la meta sin la confianza que nace de la experiencia de un encuentro
de amor. La espera de lo imprevisible, implica la confianza amante. Confiar-
se en Dios es abandonarse en él, es abrir en la propia existencia una plena
disponibilidad a entregarse. La fe fiducial es confianza en aquel que es dig-
no de crédito y en el que uno se sabe seguro al apoyarse. La confianza de
la fe y de la esperanza delata la presencia del amor en ellas. Lo propio del
amor es la comunión de vida del hombre con Cristo y, en Cristo, con Dios.

729
LA LÓGICA DE LA FE

Amar es co-vivir de una misma vida, y el creyente participa en Cristo por el


Espíritu, en la vida de Dios —ya desde ahora, aunque en plenitud sólo en
el futuro—, por su respuesta de autodonación a la propia autodonación de
Dios. Se percibe así, con mayor nitidez, la necesidad de hablar, no sólo de
una inseparabilidad, sino de una «inmanencia mutua de la fe, esperanza y
caridad» (J. Alfaro, Cristología y antropología, 454). Y el vínculo concreto de
esta inmanencia es la confianza en Dios.

b) La «santa triada» en el corpus paulino

La nueva existencia en Cristo quedará caracterizada por la «santa tría-


da»: fe, esperanza y amor. Nos lo confirma el NT y con especial claridad
el corpus paulino donde —tanto en los textos más antiguos (1Tes 1,3;
1 Co 13,13), como en las grandes cartas (Gál 5,5; Rom 5,1-5), sea en las
escritas en prisión (Ef 1,15-18; Col 1, 3-5) o en las pastorales (1Tim 6,11,
Tit 2,2)—, la tríada emerge como un signo distintivo de la vida cristiana. Lo
hace además en tres contextos significativos, que ponen de relieve que la
terna dice relación con toda la existencia cristiana concretamente vivida y
teológicamente contemplada en sus aspectos principales: soteriológico —en
el marco de la doctrina de la justificación— (Gál 5,5s y Rom 5,1-5), esca-
tológico (1Tes 5,8; Ef 6,10-22), y eclesiológico (Ef 4,1-6; 1Tm 6,11; Tt 2,2).
Además encontramos la fórmula también en la acción de gracias con la que
Pablo acostumbra dar comienzo a sus cartas. En todos los casos el apóstol
da gracias por el testimonio de vida cristiana que está dando la comunidad
a la que se dirige. Un testimonio que se concreta y ejemplariza en el modo
en el que son vividas la fe, la esperanza y la caridad (1Tes 1,2 ss; 2Tes 1,3ss;
Ef 1,15 y Col 1,3-5).
En las cartas apostólicas la tríada aparece como una síntesis teológica-
mente fundada, densa de significado, fácil de recordar, para expresar la
esencia de la existencia cristiana. Ésta queda referida a los tres dinamismos:
creer, esperar y amar. Cada uno de ellos, contiene la auténtica respuesta
del hombre al hacer salvífico de Dios que ha tomado forma en Cristo muer-
to y resucitado. El NT, en general, no se preocupa de encuadrarlos en un
sistema terminado, ni tampoco de definirlos a partir de cualquier otra cate-
goría comprehensiva: simplemente los asume como diferentes maneras de
realizar la existencia cristiana (H. U. von Balthasar, Saggi Teologici. Homo
creatus est, Brescia 1991, 303). Fe, esperanza y caridad se presentan como
dones de Dios que presiden y hacen posible la vida nueva en Cristo. Sin
embargo, el escaso número de ocurrencias explícitas del ternario sugiere
la necesidad de clarificar si el texto bíblico habla de un único dinamismo
o de tres. Y por otra parte el hecho de que los elementos de la triada no
aparezcan siempre en el mismo orden, y de que lo hagan, en algunas oca-

730
VIRTUDES TEOLOGALES

siones, dentro de catálogos más amplios de virtudes, cuestiona el que se


trate realmente de una fórmula cristiana —sea paulina o no—, y sugiere la
posibilidad de que pudiéramos estar ante un elemento extraño proveniente
de un contexto diverso al bíblico.

c) ¿Un único dinamismo o tres?

El texto más famoso y al que la tradición teológica se ha referido cons-


tantemente para fundar la doctrina de las virtudes teologales es 1Cor 13,13:
«Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estas tres. Pero la mayor de
todas ellas es el amor». Se trata de la conclusión al llamado Himno a la ca-
ridad (1 Cor 13) –aunque más bien estemos ante un elogio–, que aparece
como un conjunto semántico unitario de extraordinaria intensidad, a través
del cual Pablo trata de mostrar la grandeza del ágape cristiano y su exce-
lencia sobre los carismas, incluso los más extraordinarios, pues, a diferencia
de ellos, es condición de posibilidad —necesaria e ineludible— para la
existencia cristiana. Pero no sólo el amor, las tres virtudes subsisten como
fundamento necesario y continuo de la existencia cristiana, en tanto que
son los dinamismos que posibilitan nuestra comunión con Dios en Cristo.
No obstante, la estructura de 1 Cor 13, refleja la preeminencia del amor. Los
vv. 1-3, subrayan su absoluta necesidad (fundamenta la vida cristiana); los
vv. 4-7, la intrínseca belleza y dignidad (criterio y condición) y vv. 8-13, su
insuperable duración y permanencia (fin escatológico). El texto presenta
cómo es el amor de Dios, tal como se nos ha manifestado en Jesucristo,
y de una manera particular, en la segunda sección del capítulo, muestra
cómo la visibilidad del ágape implica una actitud de plena confianza y fi-
delidad hacia el otro. Pone así de relieve la unión entre la confianza (que
se expresa en el «todo lo cree y todo lo espera y soporta», v.7) y el ágape.
Es decir, el amor abraza y alimenta la fe y la esperanza en su dimensión
de confianza. En otras palabras, hay una dimensión de confianza que le es
propia al amor, y que le posibilita creer y esperar todo y en todo. El ága-
pe para Pablo es mucho más que el amor que pueden intercambiarse dos
seres humanos, es ante todo el amor de Dios en Cristo que existe en el ser
humano sólo como don (Rom 5,5) que lo habita y lo habilita, que lo atrae
y reclama comprometiéndole en la vivencia del mandamiento del amor.
Un ágape que en la última sección del capítulo es descrito en perspectiva
escatológica, como punto de llegada de la existencia cristiana. La caridad
que es en nuestra vida terrena el más grande valor, tiene un carácter defi-
nitivo, permanecerá incluso en la Nueva Creación, cuando veamos a Dios
tal cual es (1Jn 3,2). El capítulo se cierra con la famosa sentencia: «Ahora
(nyni) subsisten (ménei) la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la
mayor de todas ellas es la caridad» (1Cor 13,13). Pablo, de hecho, introduce

731
LA LÓGICA DE LA FE

aquí elementos que no parecen venir exigidos por la economía del texto
y que atraen la sospecha de que tal vez el v.13 no constituya un todo con
los vv. 8-12, sino que se trate de una nueva sección. ¿Por qué aparecen la
fe y la esperanza en este punto? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué Pablo intro-
duce aquí la triada, afirmando la superioridad de la caridad, si de lo que
está hablando es de los carismas? ¿En qué relación se encuentran la fe y la
esperanza aquí con la caridad? ¿Por qué habría de pensarlos como un único
dinamismo en vez de tres? La solución de esos interrogantes depende de la
interpretación gramatical de los términos nyni y ménei. Tres interpretacio-
nes resumen de alguna manera los intentos exegéticos de aportar claridad
a la significación de este versículo: la solución temporal-escatológica (R.
Fabris, Ch. K. Barrett), la lógica (G. Barbaglio) y la de la tradición teológica
que se ha movido siempre sobre el registro de la sucesión temporal —en
referencia a la última sección del capítulo construida sobre el esquema aho-
ra (artí)— entonces. Esta última leerá la secuencia: «la mayor es la caridad»,
en términos de excelencia escatológica, interpretándola cual afirmación de
su permanencia en la eternidad y como forma definitiva de la vida teologal,
frente a la transitoriedad de la fe y de la esperanza, que cesarían una vez
que se entra en la posesión y en la visión del Dios-Amor. A la interpreta-
ción temporal apoyaría el contexto inmediato anterior, construido sobre el
contraste presente (ahora) - futuro (entonces). Esta visión se correspondería
con otras afirmaciones paulinas que parecen situar la fe y la esperanza en
la fase previa a la condición escatológica: «nuestra salvación es objeto de
esperanza, y una esperanza que se ve no es esperanza» (Rom 8,24-25); y
«caminamos en la fe y no en la visión» (2Cor 5,7). En su contra, esta inter-
pretación evidencia una comprensión fuertemente reductora tanto de la fe
como de la esperanza, que son contempladas únicamente en su carácter de
conocimiento oscuro y desconocimiento, en oposición a la visión.
Pero el entero versículo final puede prescindir del contexto anterior y
ser leído como una síntesis de todo el elogio al amor. En este caso se estaría
afirmando la preeminencia absoluta del amor, incluso frente a las otras dos
realidades fundamentales de la existencia cristiana, esto es la fe y la espe-
ranza. Ahora bien, el intento de separación entre las tres, se encuentra con
el problema de la sorprendente construcción: ménei en singular. Gramati-
calmente el verbo debería aparecer en plural; el singular sólo es explicable
si fe, esperanza y caridad (sin artículo en el texto griego) se entienden
como un todo, es decir, si aquello que hace subsistir la existencia cristiana
es una unidad constituida por la fe, la esperanza y el amor. La dimensión
escatológica no estaría explícitamente tematizada en este texto y, de todos
modos, la afirmación de la excelencia de la caridad también en un sentido
escatológico no excluiría la permanencia de la fe y de la esperanza en la
condición de la plena y definitiva comunión con Dios. Sin entrar en esta

732
VIRTUDES TEOLOGALES

discusión, lo que nos interesa clarificar en este momento es que parece


haber sólidas razones de carácter filológico, para sostener que el sentido
de este versículo, supone la subsistencia, en el tiempo, de la fe, esperanza
y caridad frente a los demás carismas. El texto entonces entendería que la
vida cristiana no consiste en el ejercicio de los carismas, incluso los más
extraordinarios, ni en lo excepcional de las experiencias espirituales, sino
en la vida de fe, esperanza y caridad (cfr. B. Barbaglio, La primera Lettera
ai Corinzi, 724 ss.; D. Vitali, Esistenza cristiana, 106-112). Persiste, sin em-
bargo, el problema teológico y exegético. Por una parte, la permanencia
de la triada en el eschatón en 1Cor 13,13 frente a otros pasajes paulinos
en los que se habla de la fe como conocimiento imperfecto. Una dificultad
que olvida el hecho de que para Pablo la fe es principalmente la adhesión
y acogida global de Cristo y de su amor, por la que se recibe la filiación.
Por eso la fe es también amor y fidelidad, y estos no serán anulados en el
mundo futuro, permanecerán perfeccionados de un modo sumo. Lo mismo
se podría decir de la esperanza, que es espera de la revelación de la gloria
de Dios (Rom 8,18), y que se actúa en el momento presente a través del
co-sufrir con él (Rom 8, 17). Y sin embargo tanto en la fe como en la espe-
ranza paulinas (por ser la esperanza de los hijos) está presente la confianza
ligada a la dimensión filial que a su vez está caracterizada, ante todo, por
el amor (Rom 5,5; 8,16; 35-39). Es más, el fundamento de la esperanza es la
experiencia de la comunión y la confianza en que el amor es fiel. Por eso,
en la visión sería esperable que esta confianza permaneciera, potenciada al
máximo, en la experiencia acabada de la filiación plena. Por otra parte, en
el mundo futuro algunos aspectos, no sólo de la fe y de la esperanza sino
también de la caridad, sin duda desaparecerán porque serán superados,
purificados y reconducidos a su culminación.

d) La pregunta por el origen del ternario

Fe, esperanza y caridad —como fórmula fija—, aparece únicamente en


1Cor 13,13; 1Tes 1,2ss; 5,8; Heb 10,22ss. En otros lugares lo que se describe
es, más bien, un dinamismo dentro del cual fe y caridad son condiciones
para alcanzar la vida eterna, identificada con la esperanza (Rom 5,1-5; Col
1,3-5; Ef 1,15-18; Judas 20ss). A menudo, la tríada aparece en elencos más
amplios, donde no siempre es fácil de aislar (1Tim 6,11). Por su parte, el
análisis individual de los términos nos conduce hacia la pregunta por las
parejas: fe-esperanza y fe-caridad (cfr. J. Alfaro, D. Vitali, H. Schlier, R.
Fabris, R. Bultmann). Su estudio permite concluir que, para Pablo, la vida
cristiana se rige y articula sobre estos dos dinamismos, diversos pero com-
plementarios: la fe que se actúa en la caridad (Gál 5,5) y la fe que encuentra
en la esperanza una irrenunciable dimensión constitutiva (Heb 11,1) que

733
LA LÓGICA DE LA FE

la proyecta hacia el futuro, revelando la valencia escatológica de la vida


en Cristo (2Pe 3,12; 1Pe 1,20ss). De ahí que a partir de la fe-esperanza,
sea posible diseñar el movimiento que, fundando al hombre en Cristo, lo
orienta al futuro escatológico, mientras que el par fe-caridad da expresión,
más bien, al acontecer de la vida cristiana en el presente, en el compromiso
de traducir la profesión de fe en una existencia concreta que se desarrolla
en el amor (A. Vanhoye, R. Penna, J. Alfaro, M. Lubomirski). No se encuen-
tran textos explícitos que vinculen directamente esperanza y amor en el
NT, pero detrás de cada bina es posible percibir cómo la esperanza no se
sostiene aguardando cualquier promesa, o cualquier premio. Es esperanza
de alcanzar la comunión de vida con Dios en Cristo. En último término
es la experiencia de comunión en el amor la que sostiene la esperanza y
la dinamiza hacia una meta que, justamente, en el amor, ha sido en cierta
manera anticipada.
Habrá que restar credibilidad, por tanto, al intento de referir a otros
contextos culturales (sea judaico o helenístico: Norden, 1913; Reitzenstein,
1916) el origen del ternario —a pesar del hecho de que la terna no aparez-
ca siempre ni en un orden fijo, ni como una fórmula estereotipada—. Una
explicación extrabíblica del ternario, parece superflua (C. Spicq). Si Pablo
tomó la fórmula de la tradición protocristiana —más probable en tanto que
encontramos textos que atestiguan su uso fuera del corpus paulino (Heb
6,10-12; 10,22-24; Judas 20, Ap 2,19)—, o la elaboró él mismo, no es rele-
vante. Ésta responde perfectamente a la teología paulina, que contempla
la fe como totalmente impregnada de amor (Ef 3,17). Adherirse a Cristo no
es sólo reconocer su divinidad, sino también darse a él de todo corazón y
consagrarle la vida. Por eso, fe y amor aparecen constantemente como las
dos categorías guías que resumen la vida cristiana, como los componentes
principales de la nueva vida (Gál 2,20; 5,6). Por otra parte, Pablo sabe que
esta vida íntima de relación con el Señor, no es más que un bosquejo de
lo que será, y por tanto se encuentra totalmente saturada de una tensión
de esperanza que la hace propender hacia el encuentro definitivo. La fe es
intrínsecamente esperante (Rom 4,18-20). La esperanza es una dimensión
de la fe amante (Rom 8,31-39; 5,5-11).
El origen de la fórmula triádica podría depender, por lo tanto, de la com-
binación de los dos binomios fe-esperanza y fe-caridad (A. Harnack), como
descripciones del dinamismo y de las condiciones esenciales de la vida en
Cristo. La fórmula fe-amor posiblemente esté en el origen, condensando
la actitud cristiana frente a Dios y frente al prójimo, a la que pronto se le
añadiría la esperanza, que tanta importancia tiene en la práctica de la vida
cristiana, sobre todo en su dimensión de perseverancia paciente frente a las
tribulaciones (Tit 2,2; 1Tim 6,11). Esta «adición» explicaría el lugar final que
ocupa a menudo la esperanza en las formulaciones neotestamentarias (1Tes

734
VIRTUDES TEOLOGALES

1,2-3; Col 1,3-5; Jds 20), que posteriormente y a causa de su relación íntima
con la fe —en su dimensión subjetiva principalmente: uJpomon— cambiaría
de lugar, para establecerse en la formulación tal como la encontramos en
1Cor 13,13: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero
la mayor de todas ellas es la caridad». La fórmula final, sería así el resultado
del uso frecuente y variado de los términos pístis, elpís y agápē, y de las
binas, que conduce a una frase feliz que reasume, resume y condensa la
diversidad de aspectos que con ellos se expresaban. La tríada declara la
posibilidad de vivir el efecto transformante de la propia existencia en la
fe-confianza, fe-esperanza, de la realización «por mí» de las promesas que
brotan del evento Cristo y llegar a la relación del ágape con Dios que se
autocomunica al hombre en dicho acontecimiento. Fe, esperanza y caridad
definen, de este modo, en primer lugar, la esencia de la existencia cristiana
e instituyen una verdadera unidad de respuesta al don de Dios, donde la fe
ocupa el primer lugar y el amor la primacía; en segundo lugar, establecen
las condiciones de salvación escatológica puesta en acto por Dios ya ahora
en Cristo; y constituyen el nudo en el cual la vida del cristiano hic et nunc
se entreteje con la dimensión escatológica de la salvación (cfr. C. Spicq).

e) Una tradición continuada hasta el medioevo

Una tradición ininterrumpida, desde los padres de la Iglesia hasta santo


Tomás y que se prolonga —con alguna excepción— hasta el día de hoy,
ha afirmado la unidad del ternario. Incluso con anterioridad a la determi-
nación explícita de fe, esperanza y amor como virtudes teologales, nos
encontramos numerosos testimonios que defienden su inseparabilidad, y
la necesaria interrelación entre ellas, para hacer posible una vida cristia-
na verdadera. En un primer momento, simplemente manteniéndose muy
cerca de los textos bíblicos, que básicamente parafraseaban, respetando y
potenciando la certeza de la necesaria unidad de sentido y praxis de la fe,
esperanza y caridad.
En los primeros siglos cristianos el término virtud, mantiene un signi-
ficado impreciso y oscilante. Sólo muy lentamente se va imponiendo la
acepción teológica de virtud en relación a la idea cristiana de ágape. Los
primeros cristianos eran hombres y mujeres sencillos que no estaban pre-
ocupados por realizar una elaboración técnica de su comprensión de la
categoría «virtud». La reflexión cristiana poseía una estructura existencial,
más que metafísica, dependiente de Cristo, y expresada primordialmente
en la praxis del amor fraterno. Los escritos de estos siglos, de carácter fun-
damentalmente apologético y catequético, indican e inculcan las «actitudes
virtuosas» como un modo de imitar a Cristo. El acento recae en la «caridad»
que vivifica a las demás virtudes, y que encuentra su más acabada mani-

735
LA LÓGICA DE LA FE

festación en el martirio (en tanto que entrega de la vida por amor). De ahí
que la escuela de perfección de la vida virtuosa consista básicamente en un
prepararse para el martirio (cfr. Ignacio de Antioquía, Tertuliano, Policar-
po, Orígenes). Cuando este ideal ya no parece practicable, la imitación de
Cristo se buscará de forma sustitutiva en la virginidad y en la vida mona-
cal y se expresará a través de la práctica de las virtudes. Dicha práctica se
interpreta como señal o verificación de que Cristo ha otorgada a alguien la
salvación; es decir, como testimonio de la gracia salvífica recibida, fruto de
la «nueva vida» y redención que se ha llevado a cabo en la persona; y sólo
de una manera meramente secundaria expresa también la cooperación y
la correspondencia por parte del creyente. El equilibrio entre don y tarea
bascula claramente hacia la dimensión del «don».
La vida del cristiano se va entendiendo cada vez más como vida en la
fe, esperanza y caridad aunque no se hable explícitamente de ellas como
virtudes: «...fortificaos en la fe que os ha sido dada. Esta fe es la madre de to-
dos nosotros, seguida de la esperanza y precedida de la caridad hacia Dios,
Cristo y el prójimo» (Policarpo, Carta a los Filipenses, 3). Será Clemente de
Alejandría (Stromata IV,7) el primero que se refiera a ellas con una deno-
minación que acentúe la unidad del ternario y su carácter sagrado: «A cuan-
tos tienden a la perfección es propuesto un conocimiento racional, cuyo
fundamento es la santa triada: fe, esperanza, caridad; más la mayor es la
caridad». La existencia cristiana se piensa como un dinamismo tendente a
Dios, cuyo fin es la comunión con Él y cuyo camino se concibe como un
proceso de identificación y asimilación que progresa desde la «imagen» a la
«semejanza» (cfr. Ireneo de Lyon, Adv. haer. IV,18,1), en el que el principio
inmediato es Cristo, el principio de desarrollo dinámico el Espíritu y la me-
diación: las virtudes (Orígenes, Com. a la Carta a Romanos, 6,10-11; 4,6).
Los Padres Griegos después de Nicea van a tener como preocupación fun-
damental la fe en polémica con el racionalismo y tardo arrianismo (Grego-
rio Nacianceno, Gregorio de Nisa), mientras que los Padres latinos después
de Nicea, se mantuvieron más fieles a la unidad de fe, esperanza y caridad,
e incluso las articularon en verdaderos tratados, tal como por ejemplo el de
Zenón de Verona (Tractatus II. De spe, fide, et charitate, PL 11 253-280) y
Agustín de Hipona (Enchiridium ad laurentium sive de fide, spes et charita-
te, PL 40, 231-290). En el pensamiento teológico de S. Agustín (354-430), la
virtud ocupa un lugar primordial: «Es el arte de llegar a la felicidad eterna»
(De libero arbitrio, II, c. 18). De él procede la definición de virtud como
«buena cualidad del alma por la cual se vive rectamente, que no puede ser
usada para el mal, y que Dios produce en nosotros sin nosotros» —fórmu-
la que se refiere propiamente sólo a las virtudes sobrenaturales y que fue
enunciada por Pedro Lombardo y completada por Pedro de Poitiers, pero
que tiene su origen en las reflexiones de S. Agustín en De libero arbitrio,

736
VIRTUDES TEOLOGALES

II, c. 19—. Cristo es la fuente de todas las virtudes: «Es Él, Cristo, quien nos
da en esta vida las virtudes; es Él quien en el lugar y el puesto de todas las
virtudes necesarias en este valle de lágrimas, nos dará una sola virtud, a Él
mismo» (Enarr. in Ps. 83, 11, PL 36). Cristo es la Virtud de Dios y desde ahí
es posible hablar de la fe, esperanza y caridad como «virtudes cristianas»,
subrayando la necesaria unidad que debe de existir entre ellas —«No hay
amor sin esperanza, no hay esperanza sin amor, y no hay amor ni esperanza
sin fe» (Ench. 8)—. Es más, cuando Agustín es invitado a dar cuenta de lo
más esencial para la fe cristiana, escribe un tratado que justamente titulará:
«Libro de la fe, esperanza y caridad» (Enchiridium de fide, spes et charitate I,
PL 40). De ahí que pueda exclamar «¿Dónde están aquellas tres virtudes que
el andamiaje de todos los Libros santos tiende a edificar en nuestra alma:
la fe, la esperanza y la caridad, sino en el ánimo de aquel que cree aquello
que no ve todavía, que espera y ama aquello que cree?» (Trin VIII, 4, 6).
Famosísimo es el texto de De catechizandis rudibus IV, 8, que el Concilio
Vaticano II recogerá en el nº 1 de la constitución dogmática Dei Verbum
(cfr. EV 1; DDM 166): «Después de haber propuesto este amor (de Cristo
por el hombre) como fin en el cual hacer converger todo aquello que di-
ces, cualquier cosa que expongas, exponla de modo que quien te escucha,
escuchando crea, creyendo espere, esperando ame». Fe, esperanza y amor
son para el obispo de Hipona «realidades divinas» (Sermo 41, 3; PL 38), y
lo son hasta el punto de que, tenerlas es tener «a Dios» (Contra Gaud. 1,
43; PL 43). Por lo tanto aun cuando Agustín no se refiera a ellas como vir-
tudes teologales, y no siempre se sienta cómodo denominándolas virtudes,
ciertamente de lo que no hay duda es del carácter teologal de la terna para
el obispo de Hipona. Merecen este calificativo por pertenecer al ámbito de
Dios en cuanto «realidades divinas», y porque a él apuntan como origen,
meta y función de las tres, asuntos sobre los que Agustín se expresa sin
ambigüedades. «De Dios recibimos la fe, la esperanza, la caridad» (Sermo
105,5) cuya propiedad son.
Pero habrá de esperar hasta Gregorio Magno para encontrarnos con la
vinculación explícita entre fe, esperanza y caridad y el término virtud. Gre-
gorio hace de la fe, esperanza y caridad, la terna de virtudes. Hablando de
las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sostiene
que una virtud no puede existir sin las otras, y que las virtudes son tanto
más sólidas cuanto más están unidas entre ellas. Esta nota de las virtudes,
será aplicada al dinamismo teologal de la fe, esperanza y caridad: «Los siete
hijos, naturalmente, tienen en nosotros sus tres hermanas, porque con todo
aquello que de viril realizan estos sentimientos de las virtudes, se unen a
la fe, esperanza y caridad. Los siete hijos no conducen a la perfección del
número de diez, si todo lo que hacen no lo realizan en la fe, esperanza y
caridad» (Moralia in Job I, 37-38). Estas tres virtudes cumplen para Gregorio

737
LA LÓGICA DE LA FE

una necesaria función en el crecimiento y consumación de la existencia


cristiana en unión a los siete dones del Espíritu, que no podrían promover
un camino de perfeccionamiento de la vida cristiana si no es en la fe, espe-
ranza y caridad. Y será el mismo Gregorio Magno quien introduzca el tema
de la perijoresis de la santa Triada, de la que se seguirá hablando hasta la
Edad Media: «De la fe procede la caridad, de la caridad la esperanza y de
nuevo se refunden entre sí a la manera de un círculo» (Moralia in Job I, 32-
33), que recoge Santo Tomás en STh II-II, 24, 2, citándola como Glosa sobre
Mt 1,2: «La fe engendra la esperanza, y la esperanza, la caridad». Tratando
de destacar la necesaria interdependencia entre ellas afirmará:«la fe y la es-
peranza no son perfectas más que cuando están informadas por la caridad»
(STh I-II, 62,4).
La causa de que esta unidad, de hecho, haya sido fraccionada posterior-
mente se debe a una comprensión reductora de las virtudes teologales. En
esta línea, el Concilio de Trento en el Decreto sobre la justificación, distin-
guirá la fe considerada como creencia, de la confianza y el amor, lo que le
conducirá a afirmar que puede perderse la gracia sin perder la fe (DH 1544)
e incluso que «la fe, si no se le añaden la esperanza y la caridad, ni une per-
fectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo» (DH 1531). No
podemos decir que Trento separe las tres virtudes, pero ciertamente tales
afirmaciones sólo son pensables desde una comprensión de la confianza y
el amor como yuxtapuestos a la fe y no como inmanentes a la misma. De
hecho, para expresar la unidad de la fe con la esperanza y el amor, y no
la mera yuxtaposición, ya santo Tomás había acuñado la expresión fides
formata, que da cuenta de una fe que se actualiza en esperanza y amor. El
conocimiento de Cristo es inseparable de la dinámica transformadora de la
vida que de él brota. Lo contrario es un modo incompleto de comprender
la fe o, en palabras de Santiago, una «fe muerta» (St 2,17).
Si tanto en la aproximación bíblica —desde el texto veterotestamenta-
rio hasta las cartas paulinas—, como en este breve apunte de la tradición,
hemos podido percibir hasta qué punto la mutua inmanencia entre la fe,
esperanza y caridad era una realidad que descansaba en la dimensión de la
confianza, la aproximación antropológica no hará sino confirmar y profun-
dizar esta intuición.

2. Fundamentación antropológica

El ser humano ha sido creado para ser colmado en la libre acogida


del amor divino. Tal meta ni se le impone, ni la alcanza como el normal
desenvolvimiento de sus posibilidades naturales, sino le es ofrecida a su
libertad como gracia, que puede acoger o rechazar, aún cuando aquello
que excluya constituya su más radical esencia y plenitud. De ahí que el

738
VIRTUDES TEOLOGALES

don que supone la historia de la relación de Dios con el ser humano, y que
constituye el núcleo de la existencia cristiana, no pueda ser contemplado
como un añadido a una estructura humana que se basta por sí misma, ni
comprendido como la aportación de una realidad absolutamente extrínseca
a ella. Del hecho de que la gracia sea gratuita no se sigue que sea superflua.
Al contrario, cuando la gracia alcanza a la criatura ésta descubre que aquella
realidad absolutamente inexigible e indeducible a priori que se le regala, se
muestra aún desbordándola como lo que, desde siempre, de alguna manera
estaba aguardando y le permite, en definitiva, encontrar su más genuina
identidad: aquello que estaba destinada a ser. El ser humano lo reconoce así
en un doble momento. En primer lugar, en el mismo acto de acogida de la
oferta graciosa divina, donde descubre quién es él mismo y que sólo es, en
tanto que se recibe y se dona; y en segundo lugar, en sus propias estructu-
ras constitutivas que claman por una plenitud que no puede alcanzar por sí,
pero que la autocomunicación divina acogida pone a su alcance elevando
sus posibilidades más allá de sus propias expectativas.
Un triple orden de estructuras antropológicas constituyen y definen al
ser humano como tal. Es un ser fiducial, puesto que precisa confiar y
confiarse, apoyar su existencia en alguien a quien pueda otorgar crédito y
sentirse él mismo capaz de ofertar apoyo a otros; un ser expectante, pues
es en tanto que aspira y se proyecta hacia el futuro (E. Bloch), y se torna
capaz de aguardar, de anhelar, de proyectar, de esperar de sí mismo, de la
realidad y de los otros; y un ser amante, ya que «ser en relación» es el dato
básico que le constituye, y la capacidad relacional que en último término le
define es sin duda el amor (J. Keller).
Si la gracia no es algo exterior y extraño, que se habría añadido a un
ser humano completo, entonces, debe ser más bien contemplada como la
forma en que el hombre es definitivamente él mismo. Puesto que hemos
sido creados «en Cristo» y por tanto «crístico» es el molde en el que hemos
sido pensados y suscitados a la existencia, crística será también la forma
última a la que estamos destinados (la filiación, hijos en el Hijo). El orden
de la gracia abraza, abarca e integra el orden de la Creación, así como todo
orden de la realidad de tal manera que la naturaleza puede ser entendida
como una dimensión interior a la gracia, diversa de ella y con su legitimi-
dad, autonomía y valor propios, pero que precisa de ella para alcanzar la
plenitud para la que fue diseñada.
Nuestra tarea es ahora mostrar cómo desde una perspectiva antropoló-
gica la confianza básica constituye una especie de trasfondo existencial
que, apoyado en la unidad de una base psico-biológica, se instituye en
raíz de la estructura antrolopológica del ser humano (fiducial, expectante y
amoroso) que confirma y funda la unidad teológica del ternario. Además,
dicha confianza básica se va a revelar como ese indicio que nos brinda la

739
LA LÓGICA DE LA FE

naturaleza, que nos permite reconocer en la fe, esperanza y amor teologales


las formas definitivas de esa triple estructura «fiducial, expectante y amante»
que constituyen la vida humana. La confianza básica alcanzará su plenitud
y forma definitiva cuando en ella sea suscitada por Dios, una confianza
trascendente, desde la que postulamos la unidad de la vida teologal en la
fe, la esperanza y el amor.
Ternura tutelar y confianza básica. Desde los primeros meses de vida,
en el ser humano se constituye la condición de posibilidad de percepción de
lo numinoso, al lado de otra serie de realidades que serán de gran trascen-
dencia en su biografía personal, tales como el entramado básico (urdimbre)
sobre el que se asentarán sus relaciones interpersonales, su modo particular
de integrarse en la sociedad, de asentarse en el mundo, y de incorporar las
futuras vivencias y significados. Es éste un hecho de trascendencia médica,
psicológica, pedagógica, social y religiosa sin precedentes. El amor, vehi-
culado por la ternura proporcionada por sus progenitores en este proceso,
será de vital importancia y mediará una adecuada cristalización de una con-
fianza básica de la que dependerá que el ser humano albergue en su seno
el núcleo y la raíz antropológica de la fe, esperanza y amor.
El «acceso a la realidad de Dios» no puede prescindir del fundamental
hecho antropológico del descubrimiento del ser en la criatura naciente,
mediado por la experiencia del encuentro yo-tu en el que madre e hijo son
incorporados en «una misma elipse de amor». Momento en el que el infante
percibe el amor como algo absoluto e infinito, en la todavía inexistente
división entre amor divino y amor humano. Se trata de un hecho puramen-
te antropológico, pero que esconde en su núcleo un momento de gracia
(gracia de creación), y que encuentra su fundamento de posibilidad en el
sentimiento de absoluta confianza en el amor, que el infante experimen-
ta en los brazos de esa ternura materna que «le despierta a su propio ser
espiritual», en una especie de auténtica promesa de amor absoluto que le
permite tener una primera intuición (G. Siewerth) de la esencia divina, de
la plenitud del ser y del amor percibidos en ese primer instante, del «au-
téntico absoluto que exige y recibe el «sí» ilimitado» (H. U. von Balthasar, El
camino de acceso a la realidad de Dios: MySal II/I, 41-55, aquí 55). Es decir,
a través de la ternura tutelar (J. Rof Carballo), se posibilita al infante: 1) la
experiencia del amor absoluto e infinito (Dios) que se le da y llama en la
experiencia de «ternura» y que suscita una respuesta en él (el amor llama
al amor); 2) la experiencia de un poder salvador infalible y omnipotente; y
3) la primera conciencia de su mismidad, de su ser-en-sí, el nacimiento de
su subjetividad, la emergencia de su espíritu. Esta experiencia se convierte
en «cuna del ser», pues en ella tiene lugar el descubrimiento del propio yo
como algo diverso a ese tú amante, que se manifiesta en tanto el «yo» es
capaz de responder a la llamada de la ternura: «soy llamado luego existo».

740
VIRTUDES TEOLOGALES

Se trata también de una especie de trasfondo existencial, apoyado en la


unidad de una base biológica de confianza que en el ámbito antropológico
se presenta como raíz de la triple estructura humana «fiducial, expectante y
amante». En esta triple estructura se adentrará la gracia generando una con-
fianza trascendente, raíz divina que se incoa en la condición humana, don-
de se anudan a su vez fe, esperanza y amor, como un germen de vida que
tomará cuerpo y figura concreta en la existencia cristiana. Pero además en
esta autodonación divina, el ser humano redescubre también su identidad
como ser pístico, elpídico y agápico (Laín Entralgo). Este re-descubrimiento
apunta a una presencia previa del creer, esperar y amar en el ser humano,
que es recreada y transformada por dicha autocomunicación.
La triple estructura antropológica emerge, por tanto, a partir de esa con-
fianza denominada «confianza básica» (Erikson) y que podríamos designar
también esperanza fundamental. La confianza básica sería como el sustrato
quasi-biológico tanto de la estructura antropológica fiduciosa, cuanto de la
esperanza. La confianza básica sería ese estado de confianza primaria en la
realidad, que se adquiere en los albores de la vida al calorde la ternura, esto
es, de un amor y una entrega personales, que crean en el infante una visión
buena del mundo (M. Mead). El apoyo y seguridad «físicas» que proporcio-
na la ternura generan esta «confianza básica», que no es sólo confianza en
el Otro o en otro, sino confianza en el mundo y en un supremo orden que
lo rige y lo colma de sentido y, por ende, en el futuro como algo que me-
rece la pena ser aguardado. Confianza que por lo demás debe mantenerse
a lo largo de toda la vida. Con ello somos conducidos hasta la raíz antropo-
lógica de las comúnmente denominadas virtudes teologales, al revelarse la
confianza básica, como condición de posibilidad del saberse y sentirse in-
condicional y gratuitamente amado y cuidado; y por tanto la conciencia que
permite la autocomprensión de sí como alguien que es digno de amor. Ésta
será la base común desde la que puede brotar una sana confianza en uno
mismo, en el mundo y en el sentido de la existencia (dimensión fiducial);
un contemplar la realidad y el futuro como posibilidad y no como amenaza
y obstáculo continuo (dimensión expectante); y la capacidad de establecer
relaciones positivas con los otros en un intercambio de donación gratuita
(dimensión amante). Con lo que estamos de nuevo ante la triple estructura
antropológica donde actuará la novedad de la gracia, desde dentro, llevan-
do nuestras posibilidades naturales más allá de nuestros límites y posibili-
tando la vivencia de la triada teológica que dinamizará la existencia cristiana
como tal. Fe, esperanza y caridad, son antes de nada dones de gracia, que
no vienen simplemente exigidos por una «necesidad» estructural de la cria-
tura, pero que precisan de ella y de la respuesta consciente y responsable
del ser agraciado, posibilitada por el don y factible porque la estructura
humana ha sido diseñada con este triplete antropológico, que permite que

741
LA LÓGICA DE LA FE

la gracia llegue a ella no como algo absolutamente extraño, sino como un


don gratuito y relacional, que actuando desde «dentro» la conduce hacia la
plenitud que se le oferta.
Existe, por tanto, una conexión íntima y profunda entre la dimensión
teologal de las denominadas virtudes teologales con la experiencia y estruc-
tura antropológica humanas (cfr. J. Rof Carballo, Biología y Psicoanálisis,
Bilbao 1972, 67). En realidad lo que se pone en evidencia es ese núcleo
biológico-antropológico, donde encuentran las virtudes teologales el encla-
ve humano donde se enraíza la gracia. Es decir, hay un fondo de la exis-
tencia en el que amor, esperanza y fe se unen en una única raíz común (la
confianza básica) y ésta a su vez funda su unidad teologal.

3. Fundamentación cristológica

La escolática había mirado hacia Dios como Verdad primera y Suma


Bondad, y en estas realidades había situado el objeto de la fe, esperanza y
caridad respectivamente, desvinculadas de la experiencia de la vida en Cris-
to que interpela y convoca al ser humano a su seguimiento. Fe, esperanza
y caridad quedaban así des-historizadas y desvinculadas del contexto tanto
cultural como eclesial en el que el creyente desarrollaba su existencia cris-
tiana, pasando también por alto el aspecto central de la mediación teologal
de Cristo en la fe, esperanza y caridad, tan subrayada en los escritos del
NT: Creer a Cristo y en Cristo, esperar en Cristo y a Cristo, amar a Cristo y
en Cristo, porque sólo «en Cristo», viene Dios al hombre y el hombre llega
a Dios. Sin embargo, si algo son la fe, esperanza y caridad, son dinamismos
que inclinan al sujeto al seguimiento de Cristo, que lo polarizan hacia él,
como aquel a quien el creyente se adhiere, en quien deposita su credibili-
dad y confianza, en quien espera, y a quien ama. Esta experiencia concreta
la vive en el contexto de una comunidad con la que camina hacia la pro-
mesa ofertada y donde Cristo le comunica la fe, esperanza y caridad que él
mismo vivió paradigmáticamente. Por esta razón, el dinamismo de encuen-
tro entre Dios y el ser humano que tratamos de describir a través de las vir-
tudes teologales, sólo es posible en la mediación de Cristo, espacio singular
y condición de posibilidad de todo encuentro entre Dios y el hombre. Por
otra parte, la participación de Cristo en el dinamismo de la fe, esperanza y
caridad no puede ser sólo funcional. Es decir, en Cristo tenemos no sólo la
causa eficaz y funcional de la fe, sino también la ejemplar, en tanto «pionero
y culminador de la fe» (Heb 12,2; 2,10). Es aquí donde, se abre la posibilidad
de hablar de Cristo como modelo de fe, esperanza y caridad, y por ende de
la fe de Cristo, la esperanza de Cristo y el amor de Cristo. Hablar del amor de
Cristo no plantea dificultades, ahora bien hacerlo de la fe y de la esperanza
de Cristo es algo que había sido imposible para escolástica, y esto por dos

742
VIRTUDES TEOLOGALES

motivos. En primer lugar por manejar una definición de la fe y la esperanza,


demasiado centradas en la idea de un conocimiento oscuro e imperfecto; y
en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, porque la excelen-
cia de Cristo no permitía atribuirle nada que no pareciese perfecto. Así a la
pregunta de si Jesús tuvo fe (STh III, q.7, a. 3) concluye el Doctor Angélico
que, como el objeto de la fe es «la realidad divina no vista» y Cristo, desde
su concepción, «vio plenamente la esencia divina», en Él no pudo existir la
fe: Cristo tuvo la visión beatífica y, por ende, no tuvo fe (STh III, q.34 a.4).
Sin embargo hablar de la fe de Jesús, no significa reducir su capacidad de
conocimiento, ni vaciar su misión, o negar su naturaleza divina, simplemen-
te es la consecuencia de tomar en serio su condición humana, ese hacerse
semejante a nosotros «en todo salvo en el pecado» (Heb 4,15; cfr. GS 22), y
afirmar que Él ha vivido en un modo plenamente humano el acto de entre-
ga amorosa y obediente, en respuesta y correspondencia a la fuerza de la
gracia de Dios que lo hace posible, de forma incondicional e ilimitada. «Un
acto que en su plenitud se llama fe-amor-esperanza; fe amorosa que todo
lo espera, o amor esperanzado que todo lo cree, o esperanza creyente que
ama todo lo que Dios quiere». Es el acto que fundamenta nuclearmente el
ser cristiano (H.U.von Balthasar, Quien es cristiano, Salamanca 2000, 61-
62). La confianza filial del que es Hijo en un sentido único, posibilita una
vivencia paradigmática de la fe y de la esperanza, hasta el punto de que la
fe cristiana pueda ser contemplada como un incorporarse en la actitud más
íntima de Jesús (M. D. Hooker, PISTIS CRISTOU, 321-342), que engloba
en sí no sólo el creer a Jesús, sino tambiénun-creer-como-Jesús en su forma
propiamente escatológica, pascual, definitiva. Algo que estaría confirmado
en la fórmula neotestamentaria «pístis Christoû», y en la triple posibilidad
de ser interpretada como un genitivo objetivo (fe en Jesús), subjetivo (fe
de Jesús) y epexegético (la fe, que es Jesús). En este sentido resulta de
gran interés la apreciación de A. Vanhoye (Pstις Cristouæ: fede in Cristo o
affidabilità di Cristo?, 1-21), al abogar por la «correlatividad» como fórmula
articuladora que permite entender en la relación orgánica que les es pro-
pia, ambas ideas. Pstiς en griego traduce la idea de la raíz hebrea ‘mn,
y es siempre tanto la actitud de quien ofrece apoyo como la de quien se
apoya. Fe en Jesús como un confiarse en él y fe de Jesús, como su ser digno
de confianza, de crédito (Heb 2,17;3,2: digno de fe) se dan siempre simul-
táneamente en los textos, aun cuando –dependiendo de los contextos-sea
una sola forma la que aparezca explicitada y la otra permanezca implícita
como su condición de posibilidad. Un acto de fe consiste siempre en el
encuentro de ambas formas de pstις. En realidad Vanhoye se percata de
la complejidad de este genitivo y de la riqueza de sentidos que alberga ha-
ciendo referencia particularmente a las relaciones entre la fe del cristiano y
Cristo: fe suscitada por Cristo en el corazón del creyente, fe configurada por

743
LA LÓGICA DE LA FE

la pasión y resurrección de Cristo, fe que hace vivir en Cristo. Algo similar


podría decirse de la esperanza de Jesús y de nuestra esperanza en Jesús,
entendida como un reconocer y fundar en él «nuestra esperanza», y un par-
ticipar en su misma esperanza.
Pero será, en definitiva, la unidad indisoluble del acontecimiento sal-
vífico de Cristo, la que funde la unidad del dinamismo teologal en su di-
mensión cristológica. Una unidad que, sin embargo, ya en Cristo, se nos
da diversificada como: Revelación, que es acogida y respondida en la fe;
como Promesa sostenida en la esperanza, y como Amor al que sólo el amor
puede dar respuesta. En la unidad del acontecimiento salvífico de Cristo se
refleja la unidad de la respuesta existencial de aquel que es invitado a aco-
ger a Cristo como su único salvador, en una existencia ritmada por la tríada
«fe, esperanza y amor» y considerada como un único dinamismo. La misma
unidad indisoluble del acontecimiento salvífico está también en el origen de
la consideración de la existencia cristiana como una unidad vital, que a su
vez se significa en la unidad de ortodoxia y ortopraxis, puesto que la adhe-
sión a la verdad revelada se verifica en una existencia que actúa esa verdad
creída; de la misma manera que funda la inseparabilidad de las dimensiones
cognocitivas y activo-experienciales en la fe, esperanza y amor. Y el vínculo
concreto de esta inmanencia, vuelve a ser la confianza en el Dios que se
autocomunica como revelación, promesa y amor, en Cristo.

4. Fundamentación teológica trinitaria

En una perspectiva teologal la unidad desde la que contemplamos el


dinamismo de la existencia cristiana, tiene su origen último en Dios. La
iniciativa está en el movimiento descendente del Dios que se autocomuni-
ca al mundo. «La fe y la caridad, a las que se añade la esperanza, hay que
entenderlas ante todo como la expresión aquí abajo, inteligible y comu-
nicable, de la vida eterna. Como algo que se encuentra muy por encima
de las posibilidades del entendimiento y la voluntad naturales. Como algo
que brota directamente de la fuente intimísima de la vida trinitaria» (H. U.
Von Balthasar, Verbum Caro, 181). En el inicio tenemos, por tanto, el único
don de Dios que se expresa como autodonación manifestada (revelación),
anticipación de una autodonación plena (promesa) y autodonación de sí
mismo en Cristo por el Espíritu (amor). El origen fontal de este don es la
vida trinitaria manifestándose al mundo. De modo que el Padre se muestra
como paradigma de la caridad, porque su donarse se refleja con máxima
evidencia en el Amor que manifiesta al mundo al no reservarse al Hijo, es
decir, en la entrega del Hijo para su salvación —«Tanto amó Dios al mun-
do...»: Jn 3,16—. El Hijo es el paradigma de la fe, en su actitud de disponibi-
lidad absoluta a la voluntad del Padre. Así parece ponerlo de relieve Pablo

744
VIRTUDES TEOLOGALES

cuando habla de la «la fe de Cristo» como aquella de la que recibimos la


justificación, y al identificar su «vivir sólo de la fe» como vivir de Aquel que
«me amó y dio la vida por mí» (Gál 2,20). Y por último, el Espíritu aparece
como paradigma de la esperanza que aguarda la redención incrustado en el
corazón de la creación, expectante y con gemidos inefables (Rom 8,19-26).
Esta fontalidad trinitaria, tiene su último venero en la misma vida intratrini-
taria. Así el amor encuentra su referente arquetípico en el amor intradivino;
y la fe en la eterna relación del Padre-Hijo, por la que el Padre le confía su
proyecto salvífico y éste en absoluta disponibilidad lo acoge y realiza en
obediencia. La esperanza, por su parte, se muestra como una dilatación de
la fe, cuyo origen es la reverente y divina espera frente a la libertad infini-
ta del Otro. Sustraer al Amor divino de la posibilidad de un momento de
confianza y, por lo tanto, de espera, de anhelo reverente ante la libertad
del otro, sería tanto como sofocarlo o minimizarlo. Aquello que en Dios se
puede llamar fe o confianza existe sólo para dar al amor toda posibilidad de
desarrollo, para crearle aquel espacio que no podría venirle de un muerto
«saber desde siempre», y del cual tiene necesidad porque no puede existir,
sin fruición, movimiento, querer... Es en esta reverente y divina espera,
donde está la primera fuente de la esperanza. Esperanza que el Padre pone
en el Hijo y en el Espíritu y que, como la fe, «se encuentran también en el
Hijo y en el Espíritu» (H.U. von Balthasar, L'unità delle virtù teologali, 5-15).

5. Fundamentación pneumatológica

Desde esta perspectiva trinitaria es preciso afirmar que la mediación


teologal y ejemplar de Cristo y la unidad del acontecimiento salvífico en él
realizado, apuntan al Paráclito, no sólo como paradigma de la esperanza
teologal, sino como el universalizador, para todo tiempo y lugar, e interio-
rizador personal, para cada ser humano, de la gracia que es Cristo. De ahí
que una descripción de la existencia cristiana como vida en la fe, esperan-
za y amor no pueda prescindir de la dimensión pneumatológica en orden
a captar la unidad dinámica de la vida teologal. Sin la referencia y la luz
que arroja la presencia y la acción del Espíritu Santo en el justificado, no
podríamos concebir el dinamismo virtuoso como aquel proceso de creci-
miento que conduce al creyente a la plena conformación con Cristo, en la
comunión trinitaria.
Pedro Lombardo, siguiendo a Agustín y a la tradición anterior (Abelar-
do), había identificado el amor con el Espíritu Santo (Libri Sententiarum II,
Sent., lib II, 27,9) haciendo de éste el sujeto de las obras de caridad (Sent.,
lib I, 7, 1-2, Grottaferratta, Romae 1971, 141), lo que generaría, entre otros
problemas, un cierto malestar a causa de la insuficiente relevancia dada a la
criatura en los actos de amor que dirige a Dios. Por otra parte, el doble re-

745
LA LÓGICA DE LA FE

gistro de comprensión de la virtud —aristotélico y agustiniano— provocó la


falta de consenso a la hora de dirimir si fe, esperanza y amor, eran o no vir-
tudes. Así, por ejemplo, para Abelardo, sólo la caridad es «virtud», mientras
que la fe y esperanza son guías y estímulo para la caridad. Para Lombardo,
por el contrario, es la caridad (que es el Espíritu Santo) la que no es virtud,
mientras sí lo son la fe y la esperanza. La gran escolástica logró clarificar
y distinguir, a través de los conceptos gracia increada y gracia creada, la
relación existente entre las virtudes teologales y el Espíritu Santo, así como
la identificación de la fe, esperanza y caridad como virtudes. Trento, confir-
mó esta tesis en el Decreto sobre la justificación al enseñar que el Espíritu
Santo comunica al hombre en el evento de la regeneración estos «dones» de
Cristo, en quien es injertado —la fe, la esperanza y la caridad (DH 1530)—,
como condiciones necesarias para la vida teologal.
«La caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los
corazones (Rom 5,5) de aquellos que son justificados y queda en ellos in-
herente» (DH 1530). Sellados y ungidos (2Cor 1,21) por este Espíritu que
Dios nos da como prenda de nuestra herencia (Ef 1,13s.), hechos hijos en
el Hijo, «somos como un espejo que refleja la gloria del Señor y vamos
transformándonos según aquella misma imagen, de gloria en gloria, por la
acción del Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). Es decir, el creyente es llamado
y capacitado por el Espíritu a adentrarse en un camino de conformación
con Cristo, como forma cumplida de la vida cristiana. De ahí que en el NT
«ser en el Espíritu» y «ser en Cristo» funcionen en muchas ocasiones como
expresiones intercambiables. Puede vivir «en Cristo» quien ha recibido el
«Espíritu de Cristo» (Rom 8,9), el «Espíritu del Hijo» (Gál 4,6), el Espíritu que
da testimonio de nuestra identidad filial (Rom 8,16). «Así, la vida en el Espí-
ritu comprehende dinámicamente todo lo que la teología clásica describía
como vida de gracia» (Vitali, Esistenza cristiana, 308).
El Espíritu que en su ser más profundo es siempre lazo de unión y
comunión, actúa también la unidad personal y la de la vida espiritual del
creyente, que bautizado en el Espíritu (Hch 11,16) es reforzado «en el hom-
bre interior» (Ef 3,16) y vive su condición de hijo en docilidad a la obra del
Espíritu que va conformando al Hijo. Así entendió la tradición teológica la
articulación entre las virtudes teologales y los dones del Espíritu. El segui-
miento de Cristo no es una imposición ética, ni resulta del cumplimiento
de una ley, nace de la acción del Espíritu que va formando en el interior
del hombre las actitudes de Cristo (Flp 2,5), connaturalizándole con sus
sentimientos y desvelándolo como el horizonte y la norma última de esa
vida nueva (Rom 6,4) a la que el creyente se siente atraído y en la que
puede encontrar su plenitud. Es el Espíritu quien lo capacita para la vida en
Cristo: suscitando, sosteniendo, guiando y fortaleciendo sus disposiciones
para creer, esperar y amar. De hecho, en el NT el Paráclito es enviado para

746
VIRTUDES TEOLOGALES

afianzar a los discípulos en su fe, y sólo por él pueden descubrir a Jesús


como el Señor (1Cor 12,3). El principio vital que desde entonces mueve
sus vidas no es otro que el amor de Dios y de Cristo que ha sido interiori-
zado y derramado en sus corazones por el don de este Espíritu (Rom 5,5).
Es el Espíritu que ora en nosotros, que nos posibilita reconocernos como
Hijos y a Dios como Abba (Rom 8,15), y que sostiene la certeza de nuestra
esperanza, haciéndonos capaces de «esperar contra toda esperanza» (Rom
4,18), mientras clama desde lo más profundo de nuestra condición humana,
aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19) y anti-
cipando la presencia de la gloria divina en el hombre.
El Espíritu es siempre vida, movimiento, dinamismo que impulsa desde
dentro y guía al creyente hacia la verdad plena (Jn 16,13), lo hace propen-
der hacia su destino de vida eterna (Rom 6,22) a través de un proceso de
crecimiento en Cristo (Jn 15,5) por quien va al Padre en este mismo Es-
píritu, hasta hacerlo «partícipe de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Hasta tal
punto guía, impulsa, sostiene y orienta hacia el fin; hasta tal punto informa
e unifica la vida cristiana, que le confiere decisivamente una orientación
escatológica.

6. Fundamentación eclesiológico-sacramental

Si el Espíritu unifica, informa y orienta la vida teologal, la Iglesia —in-


separable del Espíritu y primera de sus obras— también ella iluminada,
conducida e introducida por este mismo Espíritu en el corazón del único
misterio cristiano de salvación, abraza, acoge, visibiliza y condiciona dicha
vida teologal. Por otra parte, ya hemos visto cómo la unidad de la existencia
cristiana vivida en la fe, esperanza y amor descansa fundamentalmente en
su referencia cristológica, puesto que el creyente, constituido hijo de Dios
en el bautismo, recibe la fe, esperanza y amor que Cristo ha vivido de modo
paradigmático, y de las que se ha convertido en principio y fuente para la
humanidad. Pero aún hay más, al ser injertado en Cristo es incorporado a su
creer, esperar y amar. Ahora bien, puesto que estas virtudes no se reciben
como dones meramente individuales sino como expresión de la acogida
y disponibilidad a la gracia del creyente en tanto miembro de una comu-
nidad de fe, esperanza y amor, inmediatamente es reclamada también la
dimensión eclesial, tanto desde la perspectiva pneumatológica como desde
la cristológica. El dinamismo virtuoso se actúa en el suelo eclesial, como
autocomunicación de Dios en el Hijo y el Espíritu, acogida, respondida y
retornada por el creyente, que se convierte también en este mismo movi-
miento en sujeto agraciador para su prójimo y en colaborador con Cristo
por la fuerza del Espíritu en la tarea de la recapitulación de todo en Dios. Y
puesto que la comunicación de Dios a los hombres tiene un carácter consti-

747
LA LÓGICA DE LA FE

tutivamente encarnatorio, no podrá acontecer sino en las estructuras finitas


y limitadas, propias de lo humano. Lo divino siempre toma cuerpo en lo
humano. Lo tomó en Cristo, y si por el Espíritu Santo podemos hablar de la
Iglesia como Cuerpo de Cristo, también lo toma en la Iglesia —gracias a la
cual la causa de Jesús y su salvación perdura y pervive hoy en medio de la
historia—, así como en los sacramentos.
La manualística clásica al definir las virtudes teologales como principios
operativos del hacer cristiano, las veía como un medio y una condición del
justificado para alcanzar en Dios el fin y cumplimiento de su vida. Al hacerlo,
pasaba por alto la dimensión profundamente social que le es constitutiva
tanto al creer, como al esperar y al amar. De hecho, el cristiano recibe estos
dones en un evento eclesial: el bautismo. Este sacramento pertenece al entero
cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta y lo implica (SC 26), operando siempre y
simultáneamente la incorporación a Cristo y a la Iglesia. El creyente es bauti-
zado en la fe de la Iglesia, y se confirma en esa misma fe. La participación en
el cuerpo de Cristo eucarístico, lo transforma para hacer de él junto con aque-
llos que celebran la mesa eucarística: cuerpo de Cristo eclesial. La communio
eclesial ofrece así la garantía para la fiel perseverancia en la fe, esperanza y
amor, que no sólo se reciben, sino que se sostienen y se celebran gracias «a»
y «en» esta comunidad. Creer como miembro de esta comunidad eclesial sig-
nifica la adhesión a un modo de vida que se recibe de otros, se comparte con
otros, y que gracias a los otros es sostenida a lo largo de la vida. Supone la
adhesión a una «herencia» que hay que entender como mucho más que unas
verdades de fe. Se trata de una tradición de vida, de santos, de mártires, de
creyentes que se van constituyendo en una suerte de «comunidad de carácter»
(Habermas) que comparte una misma propuesta de sentido (fe), una esperan-
za común, y un modo particular de amar y de entender el amor. Las virtudes
teologales se convierten así en los referentes a dónde mirar para conocer
qué nos identifica como comunidad cristiana. Es, por tanto, nuestra forma de
creer, de esperar, y de amar, lo que nos proporciona una verdadera identidad
como cristianos. Y es la Iglesia, en tanto «comunidad de fe, esperanza y amor»
(LG, 8), ese espacio donde se hace posible y concreta, en unidad e identidad,
la vida teologal. Sólo vivida en el suelo eclesial, la existencia cristiana en la
fe, esperanza y amor se entiende como unidad. La UR hablando de la unidad
de la Iglesia se expresa de tal modo que no deja duda del carácter eclesial
de esa vinculación necesaria entre fe, esperanza y caridad: «Exaltado sobre la
Cruz y glorificado, el Señor Jesús comunicó el espíritu prometido, por medio
del cual llamó y reunió en la unidad de la fe, esperanza y caridad al pueblo
de la Nueva Alianza, que es la Iglesia» (UR 2).
La fe nos remite constantemente al grupo, a la Iglesia, pues es ella
quien la transmite. Orígenes decía que el alma cristiana era un alma ecle-
siástica. Cada creyente es como un eslabón que ha recibido la fe de otros y

748
VIRTUDES TEOLOGALES

debe de trasmitirla a otros. Es decir, esa fe que porta la experiencia de po-


der abandonarse, confiar absolutamente, precisa de los «otros» que también
sostienen mi fe y a su vez ha de ser también sostén para los demás. Pero no
sólo la fe, también el fundamento de la esperanza (la muerte y resurrección
de Cristo) tiene un sentido universal y eclesial. Cristo glorificado es salva-
dor y Señor de todos los hombres (Hch 4,12; 10,36; Jn 4,42;12 32); en él
tiene la creación entera su centro de sustentación y finalización (1Cor 8,6;
Ef 1,11; Col 1,16-18; Heb 1,3; Jn 1,3). La esperanza cristiana no es auténtica
si no tiene esta dimensión universal; lo que exige del cristiano esperar para
los demás como para sí mismo, es decir, vivir la esperanza como llamada a
esperar para sí y para los otros. El esperante cristiano no está solo consigo
mismo, aún si no lo siente así, su espera es siempre también comunitaria.
Porque lo esperado es un bien que no sólo le alcanza a él, puede, «debe»
legítimamente esperarlo para toda la humanidad. De ahí que la plenitud de
la esperanza sólo pueda darse allí donde existe esa interconexión espiritual
llamada amor: «presupuesta la unión de amor con otro, puede uno esperar y
desear algo para él como para sí mismo» (Tomás de Aquino, STh II-II,17,3).
Y si también lo mundano pertenecen a la estructura de lo humano, se pue-
de hablar de «la ansiosa espera de la creación» (Rom 8,1) y de una esperan-
za que la humanidad aguarda junto con todo lo creado (Rom 8, 21).
La Iglesia es así el presupuesto de posibilidad para alcanzar aquella es-
peranza que es el cumplimiento y plenitud de la vida en Cristo (Ef 1,15-18).
Si estamos destinados como pueblo a la comunión definitiva con Dios, la
vida presente no podrá ser sino una vida vivida bajo el signo de esta comu-
nión con Dios y con los hermanos. De ahí que toda la vida de la Iglesia esté
estructurada bajo el signo del «agápē»: «por encima de todo la caridad que
es vínculo de la unión perfecta» (Col 3,14). El NT insiste constantemente en
el amor como la estructura fundamental de la vida en Cristo. Cada creyente
alcanzado por el amor de Dios en Cristo, no puede sino traducir esta expe-
riencia de amor en el amor al prójimo, un amor que es constitutivamente
eclesial. Lo demuestra el mandato de Jesús: «amaos los unos a los otros como
(kathôs) yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12) donde la fórmula allēlōn: «los unos
a los otros», es esencial para captar dicho carácter eclesial, pues indica el cri-
terio de vida fundamental para la comunidad eclesial cuyos miembros son
llamados a construir entre ellos relaciones de comunión como signo de una
fe compartida que se expresa en la solicitud de unos por otros (Rom 15,26;
2Cor 8,4; 9,13). Una comunión que es un rasgo constitutivo e irrenunciable
de la vida cristiana y que se expresa paradigmáticamente en el banquete
eucarístico (cfr.1Cor 10,16ss). Es tan clara la acentuación del amor fraterno,
que la dimensión eclesial se impone aquí sin posibilidad de equívocos. El
amor fraterno no es tan sólo una exigencia o una condición de la vida cris-
tiana en la Iglesia, sino es una dimensión constitutiva de la misma.

749
LA LÓGICA DE LA FE

Lo dicho hasta ahora se confirma en la praxis sacramental de la Iglesia,


que funda y manifiesta la dimensión irreductiblemente eclesial de la fe, es-
peranza y caridad. Si los sacramentos son «encuentros» con el Dios que se
nos otorga a través de unas ciertas mediaciones concretas dentro de la co-
munidad eclesial, es lógico pensar que sean lugares paradigmáticos en los
que es posible recibir la fe, esperanza y caridad, donde actuar y responder
estos dones creyendo, esperando y amado en la comunidad de los hijos de
Dios. Por otra parte, si a través de los sacramentos somos incorporados a
la vida de Cristo y hechos co-partícipes de su muerte y resurrección, serán
también los ámbitos específicos donde recibimos la gracia de una confi-
guración mayor, es decir, de un crecimiento en el proceso de la vida de
la gracia. No porque dependa únicamente del momento sacramental, sino
porque ese momento particular funda y manifiesta la irreductible dimensión
teologal de la fe, esperanza y caridad, como dones de Dios en Cristo a tra-
vés de la efusión del Espíritu, en medio de la Iglesia.

7. Fundamentación escatológica. La muerte: acto definitivo de fe,


esperanza y amor

La unidad existencial del dinamismo virtuoso y por ende de la fe, la


esperanza y el amor encuentra un último fundamento en su permanencia
escatológica (cfr. 1Cor 13,13; § 49). Dones de Dios que dinamizan la vida en
Cristo inclinándola y orientándola hacia su plenitud en la comunión divina,
las virtudes teologales reciben de este destino la fuerza de cohesión que
necesariamente las vincula e integra en la unidad eterna que están llamadas
a participar. Ciertamente esto exigirá un proceso de maduración y purifica-
ción que las transforme según el paradigma divino en el que han de aden-
trarse. Un camino que se inicia al comienzo de la existencia cristiana y que
culminará con la muerte, momento en el que el dinamismo virtuoso atra-
vesará una peculiar concentración, quedando sellado definitivamente (sin
detrimento de la posibilidad de una maduración y purificación postmortal).
La importancia del acontecimiento «muerte» se hace evidente al contem-
plar la existencia cristiana como un proceso de conformación con Cristo, en
quien vida, muerte y resurrección gozan de un determinante valor salvífico.
Un proceso que comienza con el bautismo y culmina con la resurrección,
y en el que la muerte se hace presente como penúltimo rasgo de este
transcurso de asimilación. El creyente es por ello constantemente invitado,
durante su vida, a participar de la muerte de Cristo para así co-vivir con él
(Rom 6,8; 2Tim 2,11), es decir, para que su vida pueda ser realmente un
«vivir en Cristo». La fe neotestamentaria revela una semejanza esencial entre
la muerte del Señor y la nuestra, sin que por ello se soslaye el carácter único
de aquella. El carácter señero de la muerte de Cristo procede en primer lu-

750
VIRTUDES TEOLOGALES

gar de su valencia redentora, pero también del hecho de haber establecido


en el mundo un nuevo paradigma del morir. No ya como mera visibilidad
de la culpa, pena del pecado, violencia pasiva sufrida, sino como un acto
supremo de libertad («nadie me la quita la vida, sino que yo la entrego…»: Jn
10,18), un acto de liberalidad (de generosa disponibilidad a Dios y entrega
de toda su existencia por los amigos), un acto de desistimiento confiado en
Dios («Padre, en tus manos...»: Lc 23,46), un acto de esperanza en el Dios de
la vida, y un acto de amor por los hermanos («pro nobis»: Lc 22,19-20); es
decir, como un acto radical y definitivo de fe, esperanza y amor. Su muerte
inaugura así un novum a partir del cual el cristiano muere «en el Señor» (Ap
14,3; 1Tes 4,16; 1Cor 15,18), muere para «ser con Cristo» (Flp 1,23; 2Cor
5,8). Este morir con Cristo, que es anticipado en el bautismo, convierte la
existencia cristiana en un real proceso de mortificación, en el sentido de
asimilación de la muerte y resurrección de Cristo.
Entre la muerte sacramental del bautismo y la física del deceso, el cristia-
no vive un con-morir con Cristo en la participación de la Eucaristía. La Eu-
caristía como sacramento, obra lo que significa. El cristiano bautizado que
participa en la mesa del Señor, consciente de lo que participa —la apropia-
ción de la muerte y resurrección del Señor—, cuando encare su muerte, la
vivirá como Cristo la vivió. De ahí, que todas las pequeñas muertes que nos
inflige la vida, vividas así, según el paradigma de la muerte de Cristo, nos
vayan preparando para el momento de la muerte física y configurando en
la forma definitiva de existencia. En consecuencia, los que mueren en la fe
son «muertos en Cristo», en primer lugar, porque su existencia la vivieron
«en él», pero no menos porque su morir mismo fue «en Cristo». Aquí se pone
de relieve en qué sentido puede entenderse la muerte real como «una mag-
nitud axiológica que domina nuestra vida entera, y también como una ac-
ción» y no sólo una pasión infligida externamente ante la cual el individuo
no puede hacer nada (K. Rahner, Sentido teológico de la muerte, Barcelona
1965, 76). Esta muerte entendida como acción que supone un proceso que
culmina y vivida como el definitivo acto de fe, esperanza y amor, funda-
menta la unidad de la vida teologal, pues es el acontecimiento que por su
capacidad para hacer presente la totalidad de la existencia, concentra en la
consumación última toda acción personal de la vida, todos los actos de fe,
esperanza y caridad que nos han ido conformando y dotándonos de una
identidad a lo largo de la historia personal.
Por la gracia de la muerte de Cristo, el cristiano actúa la muerte, a lo
largo de toda su vida, como una disposición confiada y una disponibilidad
abierta a Dios (fe), como una espera de vida aún donde todo parece oscu-
ridad y vacío (esperanza) y como amor que responde a aquel que «me amó
y se entregó por mí» (Gál 2,20). De este modo la fe, la esperanza y el amor
son la verdadera realidad que trasforma la muerte, haciendo de ella la más

751
LA LÓGICA DE LA FE

alta hazaña del creer, esperar y amar. La triada se muestra así como la po-
tencia fundamental del existir humano. Y en la medida en que fe, esperanza
y amor penetran en la muerte adquieren el modo de existir más propio y
realizado de la vida cristiana en el presente eón: el modo de la rendida
obediencia de la fe, de la esperanza que permanece contra toda esperanza
y del desapego de la gratuidad del amor. Pero en la medida también, en
que esta muerte puede concebirse como el término consumador que se
opera y realiza por la acción total de la vida misma, la triada se alza como
configuradora de una muerte libre, creyente, expectante y amante, que re-
úne la existencia personal en un solo y único gesto de disponibilidad en el
que dicha muerte sólo puede interpretarse como caída en manos de Dios,
y en el que la persona queda definitivamente configurada (cfr. Ibid., 79-80).
De una muerte así encontramos el testimonio más explícito en el mar-
tirio cristiano. En él, la muerte —entendida como suceso extendido a lo
largo de toda la vida—, pasa a ser la muerte de la muerte, como acto de
plena libertad sobre la totalidad de la vida, pues allí donde se muere vo-
luntariamente se hace presente la vida entera. Esta particularidad permite
que se perciba más explícitamente la unidad de la existencia cristiana y de
los dinamismos de creer, esperar y amar, justamente en este acontecimiento
de la muerte martirial. Y es que la muerte para el mártir es aquello para lo
que él está dispuesto en fuerza de su existencia entera. La disponibilidad
aquí lo es todo. Disponibilidad radical para la causa de Dios en el mundo, a
«estar crucificado con Cristo», a morir por amor a Cristo crucificado «por mí».
La disponibilidad de la fe, para aceptar en medio de las aparentes tinieblas
y absurdo de la muerte, el sentido universal de la existencia, en rendición
amorosa al Dios incomprensible. La actitud de espera en la que el ser huma-
no se pone a sí mismo y a toda su realidad a disposición de Dios a través
de unas mediaciones que se antojan opacas. El martirio, se convierte de este
modo, en el supremo acontecimiento personal de la vida creyente. De la fe
procede y a la fe atestigua con una trasparencia insuperable, y en él se reali-
za la existencia cristiana como victoriosa gracia de Dios: el hecho realmente
universal de la fe que vence al mundo, de la esperanza que sostiene hasta
el final y del amor que se entrega hasta el extremo. Esta perceptibilidad,
esta aparición de la gracia de Dios, real y verdaderamente vencedora, se da
concentrada y cierta allí donde se da la manifestación extrema de la fe, la
esperanza y el amor en unidad indisoluble, en la muerte como testimonio,
en el martirio (cfr. Ibid., 108). Aquí está realmente lo que aparece por fuera:
el morir con Cristo en Dios; y aquí resuena realmente un sí radical a Dios
y a su palabra, no dado sólo por el ser humano, sino por la fuerza y virtud
de Dios que habita y triunfa en la debilidad. Un sí que brota del centro más
íntimo de la persona y se abre al Amén definitivo.

752
VIRTUDES TEOLOGALES

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753
AMÉN

PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO

Al finalizar la presentación sistemática de los contenidos de la fe cristia-


na, los autores de esta obra quieren hacer suyas las palabras de Pablo en
2Cor 1,19-22: «el amén con que glorificamos a Dios lo decimos por medio
de Él», Jesucristo, el Hijo de Dios, sellando con ellas el convencimiento pro-
fundo que ha guiado las páginas de esta dogmática: que toda palabra que
se dice de Dios, proviene primero de la relación viva con Él, expresada en
la oración y el culto, lugares por excelencia de la escucha de su Palabra.
Porque Jesucristo es el SÍ de Dios a los hombres, el Amén del «Dios del
amén» (Is 65,16), el cumplimiento de todas las promesas, podemos nosotros
reconocer, aceptar y estimar agradecidos el valor real de su condescenden-
cia y su amor; la verdad que no es sino la fidelidad del Único Fiel, en quien
podemos confiar porque no ha dejado nunca de ser confiable y de consti-
tuirnos, a su vez, como dignos de confianza a pesar de nuestra infidelidad.
Si la primera forma de teología es la doxología, el final del recorrido a
través de los distintos contenidos de la fe, no puede ser otro que la alaban-
za y el agradecimiento que nos lleva de nuevo a la liturgia y, desde ella, a
la doxología del testimonio de la vida en la alegría y el servicio a los demás.
La profundización de la fe que posibilita la teología, no es una mera con-
templación sin más de algo profundamente hermoso y coherente, sino que

755
LA LÓGICA DE LA FE

—si se hace bien— despierta en quien lo cultiva un dinamismo que lleva


a amar más y a servir mejor, para mayor gloria de Dios y plenitud de los
hombres. En un pasaje de sabor agustiniano de su profundo y hermoso Li-
ber de diligendo Deo (VII, 22), dice San Bernardo: «nadie puede buscarte sin
haberte encontrado antes. Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser
buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, mas no
adelantarnos a ti» (BAC 444, 333). La obra que ahora finaliza no ha intenta-
do en ningún momento adelantarse a Dios, sino más bien dejarse encontrar
por Él, y seguirlo con fidelidad en el servicio de desentrañar el lógos inter-
no de cuanto nos ha trasmitido la revelación, con el deseo de que ayude a
las mujeres y los hombres de nuestro tiempo a una mejor personalización
de la fe cristiana, de tal modo que se convierta en una fuente de búsqueda
paciente de la verdad y de amor al prójimo, en una incitación a la búsqueda
incesante del rostro de quien se ha vuelto primero hacia nosotros.
El recorrido realizado hasta aquí ha intentado mostrar la coherencia, la
verdad y la belleza de la doctrina cristiana, el entramado portentoso que
posibilita el nexo entre sus diversos misterios, y la jerarquía de verdades
que articula todo alrededor de su núcleo esencial (Trinidad, Encarnación,
Gracia), dejando ver una razón no sólo religiosa, sino también estrictamente
cristiana; lo que permite una nueva manera de concebir al hombre, a su
mundo y a la realidad en su conjunto. Cómo no decir amén, con la vida
toda, a quien tiene más fe en nosotros que nosotros mismos: «en adelan-
te…» (Jn 8,11), al abrir al hombre un horizonte ilimitado de esperanza. Este
amén dado a Dios que es la fe, se da con todas las dimensiones y niveles
en los que consiste la persona, desde su más profundo centro o corazón.
Y aquí se encuentra el drama de la actitud creyente: conseguir por gracia
que el sí a Dios sea unísono, que ninguna de esas dimensiones o niveles
se retarde en la entrega, o lo diga a medias, o arrastrado por otros, pero sin
pleno convencimiento. Sólo María ha sido capaz de dar a Dios un sí inma-
culado, el creyente camina en la esperanza de no desanimarse nunca ante
el dilema que tan vivamente expresa Pablo en Rom 7,19: «Pues no hago el
bien que quiero, sino el mal que aborrezco».
Y ese amén tendrá un eco particular en cada una de las dimensiones
constitutivas de la persona, pues cada una lo dará a su modo y con la crea-
tividad que hace posible la debida recepción del Espíritu. La dimensión
racional, por ejemplo, convertirá su tendencia a reducir conceptualmente lo
real, a la apertura que supone una razón múltiple, participativa, acogedora,
respetuosa con el misterio de todo cuanto existe y con el Misterio de Dios,
utilizando unos conceptos transfigurados y dignos de Él que inciten a hacer
personalmente el viaje hacia lo señalado por ellos. La estimación de los va-
lores y la razón práctica seguirá siempre la máxima evangélica de ir dos mi-
llas con quien te pide compañía para una, o entregar la túnica a quien sólo

756
AMÉN

necesita el manto; es decir, una lógica de la gratuidad y el exceso del don


propias de quien vive agradecido al que es, como dice Karl Rahner, el do-
nador, el don y la posibilidad de recibir éste en libertad. Lo que afina y di-
lata enormemente la sensibilidad para el dolor ajeno, enviando a un éxodo
cordial hacia nuestros prójimos necesitados y, de igual forma, haciéndonos
conscientes, sin engaños ni ilusiones, de la maldad del mal, a cuyo combate
sin descanso se invita al creyente con las solas armas del amor entregado al
Bien Perfecto de Dios. Y otro tanto podría decirse de la dimensión estética
y su razón. En efecto, liberada la belleza de ser convertida en un dios, para
el cristiano «los cielos proclaman la gloria (kābod, doxa) de Dios» (Sal 19,1),
y todas las criaturas le hablan de su Autor. De ahí que el compromiso que
supone su amén a Dios, tensione al creyente para dar una respuesta digna
de Él en el nivel racional; una figura a la altura del buen samaritano en la
praxis que sale como consecuencia del encuentro con Cristo, y unas expre-
siones estéticas en la sencillez evangélica de los lirios del campo y las aves
del cielo del Sermón de la Montaña.
Los autores de la obra que ahora termina, tienen la esperanza de que el
estudio y la meditación paciente de los contenidos de la fe cristiana, des-
pierte en los lectores el anhelo de una formación permanente, de una vida
con examen y discernimiento, de una mayor profundización de cada uno
de los misterios de la fe que aquí han sido tratados. Y, sobre todo, que este
impulso los lleve de nuevo a la entrega servicial y amorosa del prójimo y a
la celebración agradecida de la fe en la Iglesia. Al final de la Escritura, en el
último de sus libros —el Apocalipsis—, también aparece el amén, esta vez
ante quien está a punto de llegar: «¡Amén!¡Ven, Señor Jesús!»

757
ÍNDICE

I. CREO

1. TEOLOGÍA FUNDAMENTAL ............................................................. 17

I. REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LOS FUNDAMENTOS DE LA FE........................ 17


§ 1. La Teología Fundamental tiene como tarea dar razón
de la pretensión de verdad del cristianismo ante la radicali-
dad filosófica, la profundidad religiosa o la creatividad cultu-
ral y científica (dimensión apologética). Semejante tarea exige
una profundización en los fundamentos de la fe, como una
reflexión de bases rigurosamente teológica que no deja los con-
tenidos de la revelación en el atrio de unos preámbulos pura-
mente racionales e históricos, sino que al asumirlos en la tarea
de justificación antropológica del creer, devuelve la plena dig-
nidad teológica a la consideración de los presupuestos y condi-
ciones de posibilidad de la fe cristiana. ....................................... 17
1. Dar razón de la fe............................................................... 18
2. La dimensión apologética ad extra de la Teología Funda-
mental.................................................................................. 22
3. Profundización en los fundamentos (ad intra) ................ 26

II. REFLEXIÓN TEOLÓGICO-FUNDAMENTAL SOBRE LA RELIGIÓN ......................... 34

759
LA LÓGICA DE LA FE

§ 2. El hombre es capaz de Dios (capax Dei), por ello hay en


él un indicio originario de su apertura a una posible revela-
ción. Aunque las religiones de la humanidad han tematizado
dicho indicio, la teología fundamental no puede conformarse
con el concepto de religión que le proporciona la Ciencia de
las religiones, sino que necesita un concepto específicamente
teológico de religión como relación redentora con el Dios Tri-
no, superando de este modo sus reducciones a situaciones de la
existencia o estados de la conciencia, al privilegiar una verda-
dera y real trascendencia de la vida entera (en todos sus niveles
y dimensiones) hacia Dios en el horizonte de la salvación. ....... 36
1. El indicio originario de nuestra apertura a la trascenden-
cia ........................................................................................ 36
2. Las religiones de la humanidad como lugares de temati-
zación del indicio originario .............................................. 41
3. El concepto teológico-fundamental de religión como re-
lación redentora con el Dios Trino.................................... 43

III. REFLEXIÓN TEOLÓGICO-FUNDAMENTAL SOBRE LA REVELACIÓN ..................... 47


§ 3. El cristianismo es una religión de revelación, en el senti-
do más específicamente teológico: la autocomunicación libre y
amorosa del Dios Trino en Jesucristo, y el don del Espíritu Santo
para la salvación de los hombres; lo que diferencia este concep-
to del puramente estético, al que apunta la etimología de la pa-
labra (desvelamiento, descubrimiento) y numerosos datos del
ámbito del arte, donde se habla de un principio de irrupción
que hace percibir lo invisible en lo visible; y del de la Ciencia
de las religiones. La Constitución dogmática Dei Verbum, del
Concilio Vaticano II, describe la revelación como un aconte-
cimiento dialogal de carácter personalista y sacramental que
culmina en Jesucristo, Palabra definitiva y última del Padre. .. 48
1. El concepto estético de revelación .................................... 48
2. El concepto de revelación de la Ciencia de las religio-
nes ....................................................................................... 51
3. El concepto teológico de revelación ................................. 53
4. La revelación como acontecimiento dialogal según Dei
Verbum ................................................................................ 57

IV. LA RESPUESTA DEL HOMBRE AL DIOS QUE SE REVELA ................................ 62

760
ÍNDICE

§ 4. La primera palabra del Símbolo de la Fe es «credo». Re-


suena en ella el diálogo bautismal de quien, mediante la con-
versión, ya no se pertenece a sí mismo, sino que acepta libre-
mente poner su vida en las manos fiables de Dios. Y, de igual
modo, el «nosotros» eclesial que estructura la fe y es clave de su
contenido (fides quae). Por la fe el hombre se entrega por en-
tero al Dios que se revela, convirtiendo a Él su corazón (fides
qua). Ambos aspectos aparecen inseparablemente unidos en la
tradición cristiana en las formas más variadas del lenguaje de
la fe. ............................................................................................... 62
1. Dimensión eclesial de la fe y conversión ......................... 63
2. La fe como libre entrega del hombre entero al Dios que
se revela .............................................................................. 68
3. Las variedades del lenguaje de la fe.................................. 70

V. LA MEDIACIÓN HISTÓRICA DE LA REVELACIÓN ........................................... 72


§ 5. En consonancia con el concepto comunicativo, históri-
co-salvífico y personalista de revelación, su mediación en pala-
bra humana que llamamos Tradición (norma normata), es la
autoentrega activa por medio de la doctrina, la vida y el culto,
de aquello que la Iglesia es y cree; y consta, en su estructura,
del acto mismo de la trasmisión, del contenido que se transmite
y de su recepción a través de los tiempos, pues en cada época,
el Espíritu Santo crea un contexto espiritual de afinidad con la
Escritura que posibilita leer, comprender y vivir los textos sagra-
dos como Palabra de Dios (norma normans) que suscita la fe. 72
1. El concepto teológico de Tradición ................................... 74
2. Escritura, Tradición y Magisterio........................................ 77
3. El Magisterio en el sistema de los lugares teológicos ...... 80

II. CREACIÓN:
CREO EN DIOS PADRE

2. EL MISTERIO DE DIOS ....................................................................... 89

I. EL ACCESO DEL HOMBRE AL MISTERIO DE DIOS ........................................ 90


§ 6. La dogmática cristiana comienza por el misterio de
Dios. Su objeto es el discurso sobre el Dios único buscado por los
hombres, que se ha revelado en la historia como Padre a través
de su Palabra y se ha comunicado a los hombres como Espíritu

761
LA LÓGICA DE LA FE

llamándonos a la comunión de vida con él. El misterio de Dios


revelado en Jesucristo es la respuesta a la cuestión de Dios en
el mundo actual. El lenguaje y el conocimiento sobre Dios na-
cidos de una experiencia religiosa se dan siempre dentro de la
analogía. ....................................................................................... 91
1. El lugar de la Trinidad en la dogmática cristiana ............. 91
2. El Dios de la dogmática cristiana: paradojas y correspon-
dencias ................................................................................ 92
a) El Dios revelado en la historia y el Dios buscado por la
razón.............................................................................. 92
b) Dios en sí y Dios para nosotros ..................................... 93
c) Dios como misterio ......................................................... 96
3. Presupuestos para el tratado teológico sobre Dios .......... 98
a) La experiencia de Dios ................................................... 99
b) El conocimiento de Dios y el fenómeno del ateísmo..... 100
c) El lenguaje sobre Dios y su perversión en la idolatría .. 103

II. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO EN LA SAGRADA ESCRITURA ......................... 106


§ 7. El punto de partida del discurso teológico sobre Dios es
la revelación en Jesucristo, quien con su persona da testimonio
de una doble relación: con el Padre, a quién llama Abba y con
quien vive una relación de absoluta intimidad y obediencia en
su misión por el Reino; y con el Espíritu, fuerza e impulso para
el ejercicio de la misión mesiánica y don del Resucitado a los
discípulos. El misterio pascual es el acontecimiento trinitario en
el que se nos revela en plenitud el misterio de Dios. ................... 106
1. El punto de partida: la historia de Jesús en relación al
Padre y al Reino ................................................................. 107
2. Jesús, el exégeta del Padre ................................................ 108
3. Jesús, el Hijo de Dios ......................................................... 111
4. Jesús, conducido por el Espíritu ........................................ 114
5. El misterio pascual como acontecimiento trinitario.......... 116

§ 8. El NT da testimonio de la revelación que Dios hace de


sí mismo a través de una economía de la salvación que está
estructurada trinitariamente. Esta economía salvífica ya está
prefigurada en el AT (Palabra, Sabiduría, Espíritu). Israel da
testimonio de un Dios único manifestado en la historia de for-
mas diferentes. En el centro de este testimonio aparece Yahvé en

762
ÍNDICE

su ilimitada soberanía (trascendencia) y su arriesgada solida-


ridad (inmanencia). .................................................................... 124
1. Trinidad y Nuevo testamento ............................................. 124
2. Trinidad y Antiguo Testamento ......................................... 127
a) Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento................ 127
b) La revelación del nombre de Dios ................................ 129
c) Dios revelado en la historia .......................................... 130
d) Trascendencia de Dios en la inmanencia de la histo-
ria ................................................................................... 130

III. LA DETERMINACIÓN DOGMÁTICA DEL MISTERIO EN LOS CONCILIOS ............... 133


§ 9. Esta revelación y experiencia bíblica original ha tenido
que ser aclarada y perfilada lenta y progresivamente a lo largo
de la historia del dogma y de la teología, para mantenerse fiel
al monoteísmo heredado de la tradición judía y sostener en
toda su verdad esta nueva revelación y experiencia trinitaria
de Dios. Los momentos decisivos en esta reflexión han sido el
Concilio de Nicea y el de Constantinopla I. ................................. 133
1. La crisis arriana del siglo IV: el momento decisivo .......... 134
2. El Símbolo de Nicea ........................................................... 137
a) Naturaleza del Símbolo y estructura fundamental ..... 137
b) La divinidad del Hijo .................................................... 138
c) Significado teológico...................................................... 141
3. Constantinopla I.................................................................. 142
a) Entre Nicea y Calcedonia.............................................. 142
b) La divinidad del Espíritu Santo .................................... 144
c) Significado teológico...................................................... 146
d) Excurso sobre el Filioque ............................................... 147

IV. LA CONCEPTUALIZACIÓN TEOLÓGICA DEL MISTERIO EN LA HISTORIA ............. 148


§ 10. Los conceptos clásicos que utilizamos en teología para
decir algo sobre la Trinidad (misión, procesión, relación, perso-
na, perijóresis), quieren expresar desde la analogía cómo es la
vida interna de Dios para que sea posible afirmar los tres mis-
terios centrales del cristianismo: la Trinidad, la encarnación
de Dios y la divinización del hombre. Dios es amor, relación,
comunión, vida en plenitud. Por esta razón puede asumir la
historia sin dejar de ser Dios e integrarla dentro de sí sin va-
ciarla de su contenido y propiedad, llevándola a su plenitud. .. 149

763
LA LÓGICA DE LA FE

1. El Dios que es capaz de salir de sí mismo: las misiones


como punto de partida....................................................... 150
2. La fecundidad en Dios: las procesiones ............................ 151
3. Las relaciones en Dios........................................................ 155
4. Las personas en Dios.......................................................... 157
5. Perijóresis: la comunión perfecta en el amor ................... 164
6. Dios es amor ....................................................................... 165

3. ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA ......................................................... 171

I. EL HOMBRE COMO OBJETO DE LA TEOLOGÍA ............................................ 172


§ 11. La antropología teológica es la parte de la teología sis-
temática que reflexiona sobre la condición humana ante Dios.
Desde la fe cristiana nos muestra al hombre como un ser vivo,
inteligente, libre y sexuado. La antropología teológica afirma
que el ser humano, ubicado en un universo en evolución, está
referido al Dios de Jesucristo en su inicio absoluto, en su esen-
cia más íntima y en su final definitivo........................................ 172
1. La condición humana ante Dios ........................................ 172
2. El hombre es un ser vivo ................................................... 178
3. El hombre es un ser inteligente ......................................... 180
4. El hombre es un ser libre ................................................... 181
5. El hombre es un ser sexuado ............................................ 183
6. El hombre ante Dios en el espacio-tiempo....................... 185

II. LA CREACIÓN Y LA CONDICIÓN DE CRIATURA............................................ 187


§ 12. La dimensión cósmica de la antropología teológica se
ocupa de la teología de la creación del universo. La fe cristiana
sostiene que Dios, omnipotente, omnipresente, eterno, omnis-
ciente y benevolente, ha creado todo de la nada, mantiene a lo
creado en el ser y orienta la creación hacia la plenitud inima-
ginable de su amor manifestado en Cristo. ................................. 187
1. «Inicio absoluto» y «origen remoto» .................................... 187
2. El concepto de creación ..................................................... 188
3. El Creador desde la condición de criatura ........................ 189
4. La creación de la nada ....................................................... 191
5. La creación en Cristo .......................................................... 195
6. La creación continua .......................................................... 197
7. La creación, su consumación y la condición de criatura . 201

764
ÍNDICE

§ 13. La dimensión personal de la antropología teológica se


ocupa de la constitución íntima del ser humano. La fe cristiana
sostiene que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza
de Dios y que, en consecuencia, su constitución esencial ha de
ser explicada profundizando en la interioridad ilimitada de su
condición corporal, así como en la corporalidad finita de su
condición interior. El misterio del hombre dice relación directa
al misterio de Dios presente en Jesucristo. ................................... 203
1. Intuición y conocimiento .................................................... 203
2. Lo esencial de la Escritura y la Tradición cristiana ............ 207
3. El reto de la teología actual ................................................ 213

III. LA POSIBILIDAD DEL MAL Y LA REALIDAD DEL PECADO ............................... 218


§ 14. La dimensión caótica de la antropología teológica se
ocupa del lado oscuro del universo. La fe cristiana sostiene que
en la creación existen el mal físico y el moral, que, no obstante,
no pueden tener su origen en Dios, puesto que Dios es su más
firme y decidido enemigo. El poder cósmico del mal es vencido
en la vida, muerte y resurrección de Cristo. ................................ 218
1. La realidad del mal ............................................................. 218
2. El «caos» de la creación....................................................... 221
3. Los presupuestos: omnipotencia y perfección.................. 225
4. Dios en Cristo contra el mal .............................................. 227

§ 15. La dimensión dramática de la antropología teológica


se ocupa del lado oscuro del ser humano. La fe cristiana sostie-
ne que a través del corazón del hombre irrumpe el pecado en el
mundo, de tal manera que sólo el amor de Dios manifestado en
Cristo puede librar a toda la humanidad de la fuerza inercial
del pecado. .................................................................................... 229
1. El drama de la libertad: el lado oscuro del ser humano .. 230
2. El concepto de pecado....................................................... 231
3. La experiencia de ruptura .................................................. 233
4. El porqué de la escisión íntima ......................................... 235
5. El relato del jardín .............................................................. 239
6. La respuesta de Agustín al problema del mal ................... 241

IV. LA POSIBILIDAD DE LA SALVACIÓN Y LA REALIDAD DE LA GRACIA ................. 246


§ 16. La dimensión transformadora de la antropología teo-
lógica se ocupa del inicio de la transfiguración del universo. La

765
LA LÓGICA DE LA FE

fe cristiana sostiene que la gracia de Dios sobreabunda donde


abundó el pecado, supone la naturaleza y la perfecciona y po-
sibilita la verdadera alteridad de la creación, así como su par-
ticipación en la esperanza de unos cielos nuevos y una tierra
nueva. ............................................................................................ 247
1. El inicio de la transfiguración del universo....................... 247
2. La sobreabundancia de la gracia ....................................... 250
3. Naturaleza y perfección ..................................................... 252
4. Gracia, creación y alteridad ............................................... 256

§ 17. La dimensión regeneradora de la antropología teoló-


gica se ocupa del inicio de la transfiguración del ser humano.
La fe cristiana sostiene que la gracia de Dios reorienta la exis-
tencia del hombre en la conversión y lo incorpora al proceso
de la salvación en la justificación. En una y otra se conjugan
adecuadamente la iniciativa absoluta de Dios con la libertad
autónoma de aquella criatura que está llamada, en Cristo, a la
verdadera filiación. ...................................................................... 258
1. El inicio de la transfiguración del hombre ........................ 258
2. Gracia, conversión y justificación ...................................... 261
3. Gracia, naturaleza y libertad .............................................. 267
4. Gracia, bautismo y filiación ............................................... 271

III. REDENCIÓN:
CREO EN SU HIJO JESUCRISTO

4. CRISTOLOGÍA-SOTERIOLOGÍA-MARIOLOGÍA ............................... 277

I. PRELIMINAR: EL ACCESO TEOLÓGICO A LA PERSONA DE JESUCRISTO .............. 278


§ 18. La credibilidad de la confesión de fe cristológica ha
de mostrar la consistencia de la confesión de fe en diálogo con
las aportaciones de la investigación histórica sobre Jesús. La
metodología adecuada para responder a este desafío radica en
la articulación del eje ontológico del ser de Cristo con el eje his-
tórico, en combinación con la génesis de la cristología.............. 279
1. La investigación histórica sobre Jesús ............................... 279
2. Planteamiento metodológico ............................................. 281
a) Límites y posibilidades del eje ontológico ...................... 282
b) Límites y posibilidades del eje histórico ........................ 283

766
ÍNDICE

c) Relevancia y lecciones a partir de la génesis de la cris-


tología ............................................................................ 284

II. LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DE NAZARET COMO DESVELACIÓN


ESENCIAL DE SU PERSONA Y SU OBRA ...................................................... 287
§ 19. La muerte de Jesús se ha de entender en continuidad
con su ministerio. La expulsión de los mercaderes del Templo
supuso la última acción simbólica que desencadenó el proceso
de su condena. En el marco de la última Cena, Jesús se despide
de sus discípulos y les anticipa el sentido de su muerte como
entrega salvífica y como último servicio a favor de la instaura-
ción del Reino de Dios. La doble condena, religiosa y política,
refrenda el mesianismo de Jesús. ................................................. 289
1. La muerte de Jesús en continuidad con su ministerio ..... 289
2. La expulsión de los mercaderes del Templo .................... 290
3. La Cena como condensación e interpretación de la vida
de Jesús ............................................................................... 291
a) El transcurso de la Cena: los gestos y las palabras de
Jesús ................................................................................ 292
b) Fórmulas «hypér»............................................................ 295
4. La muerte de Jesús: ¿por qué le mataron? .......................... 296
a) La condena religiosa ..................................................... 296
b) Interpretación teológica de la condena religiosa......... 298
c) La condena política ....................................................... 299
d) Sentido teológico de la condena política ...................... 300

§ 20. La experiencia pascual de los discípulos, reflejada en la


predicación y en las primeras confesiones de fe, así como en los
relatos evangélicos que narran el hallazgo del sepulcro vacío y
las apariciones, atestigua una resurrección gloriosa de Jesús.
La resurrección es un factor clave para comprender la obra y
la persona de Jesús. ....................................................................... 301
1. El testimonio neotestamentario.......................................... 302
a) Las confesiones de fe e himnos...................................... 302
b) El texto de 1Cor 15,3-8 .................................................. 303
c) La tradición narrativa .................................................. 307
2. Síntesis y valoración final ................................................... 310

III. EL MINISTERIO DE JESÚS EN TORNO AL REINO DE DIOS Y LA COMPRENSIÓN


ECLESIAL DE SU FIGURA ........................................................................ 313

767
LA LÓGICA DE LA FE

§ 21. Jesús de Nazaret anunció el advenimiento del Reino es-


catológico de Dios, que se anticipa en su persona. Sus palabras
y obras son signos de esa anticipación. La pretensión de Jesús
respecto del Reino suscita la pregunta por su identidad como
Mesías, Hijo de Dios, Señor y Salvador. ....................................... 313
1. Elementos históricos fundamentales de la praxis y la pre-
dicación de Jesús ................................................................ 314
a) Jesús y Juan el Bautista ................................................. 314
b) Reino .............................................................................. 315
c) Relaciones ...................................................................... 320
2. La pretensión de Jesús y sus interrogantes ....................... 323

§ 22. La cristología del Nuevo Testamento interpreta la per-


sona y la obra de Jesús a la luz de diversos títulos, entre los que
destacan los de Mesías, Señor e Hijo de Dios. A partir de tales
títulos la primitiva Iglesia confiesa la plena divinidad de Jesu-
cristo, produciéndose así una innovación típicamente cristiana
en la concepción de Dios. ............................................................. 325
1. Jesús es el Mesías ............................................................... 325
a) La esperanza mesiánica en el AT ................................. 326
b) Esperanzas mesiánicas en tiempos de Jesús ................. 327
c) La mesianidad de Jesús según Pablo ............................ 329
d) Jesús de Nazaret es el Cristo (de Dios) .......................... 330
2. Jesús es el Señor ................................................................. 332
a) Señor en el AT y en el NT ............................................... 333
b) «Maranathá»................................................................... 335
c) El salmo 110,1 y la entronización de Jesús como
Kyrios a la derecha de Dios .......................................... 335
d) El himno de Filipenses ................................................... 338
e) Consideraciones sistemáticas ........................................ 338
3. Jesús es el Hijo de Dios ..................................................... 339
a) Hijo de Dios en Pablo y en el corpus paulino .............. 340
b) Hijo de Dios en la carta a los hebreos .......................... 342
c) Hijo de Dios en los sinópticos ........................................ 343
d) Hijo de Dios en el evangelio de Juan ............................ 345
e) Significación y relevancia sistemática ......................... 346
4. Una nueva concepción de Dios y del hombre ................. 348

§ 23. Los concilios cristológicos de la era patrística afirman


la divinidad de Jesucristo (Nicea), la unidad de su persona
(Éfeso), en conjunción con sus dos naturalezas (Calcedonia),

768
ÍNDICE

formulando la unidad de la persona humana en la hipóstasis


(II Constantinopla), que no va en detrimento de la integridad
de la naturaleza humana, voluntad incluida (III Constanti-
nopla). Este desarrollo es una referencia cualificada para la
teología posterior, pues despliega una gramática fundamental
de la fe cristiana entre la ontología trinitaria (Nicea y I Cons-
tantinopla), la ontología cristológica (Éfeso y Calcedonia) y la
mutua imbricación de ambas (II y III Constantinopla). De ahí
surgen implicaciones para la comprensión de la humanidad
(protología, antropología teológica) su salvación (soteriología)
y destino final (escatología). Además se incluye la relevancia
de la historia de Jesús de Nazaret, quien a través de su voluntad
(III Constantinopla) revela el rostro de Dios, su propia identi-
dad y realiza el plan de salvación. .............................................. 348
1. El discernimiento de la ontología trinitaria: Nicea y Cons-
tantinopla I .......................................................................... 349
a) El concilio de Nicea (325) ............................................. 349
b) Constantinopla I (381).................................................. 350
c) Síntesis provisional ........................................................ 351
2. El discernimiento de la ontología cristológica: Éfeso y
Calcedonia........................................................................... 352
a) Éfeso (431): la unidad de la persona de Cristo ............ 352
b) Calcedonia (451): la unidad de la persona en la di-
versidad de naturalezas ................................................ 353
c) Síntesis provisional ........................................................ 354
3. La clarificación final de la ontología cristológica: Cons-
tantinopla II y III ................................................................ 354
a) Constantinopla II (553): en entronque trinitario ex-
plícito.............................................................................. 355
b) Constantinopla III (681): cristología y antropología ... 356
c) Síntesis provisional ........................................................ 358
4. Engranaje sistemático de los seis primeros concilios ....... 358

§ 24. La singularidad específica de la persona de Jesucristo,


recogida por el Nuevo Testamento y afirmada en la tradición
por el dogma eclesial, es un constitutivo esencial de la fe cristia-
na. Dicha singularidad se manifiesta en la autoconciencia de
Jesús con respecto a su misión y su filiación. La santidad pecu-
liar de Jesús implica la ausencia absoluta de pecado, aunque
su libertad se haya realizado en el marco de la tentación y de
la opción constante. ...................................................................... 360

769
LA LÓGICA DE LA FE

1. La singularidad de Jesús y de su humanidad.................... 360


2. Autoconciencia ................................................................... 365
3. Santidad y libertad .............................................................. 366

§ 25. La cristología neotestamentaria ha interpretado la fi-


gura de Jesús como Salvador, otorgando un relieve muy desta-
cado a su sacrificio redentor. La comprensión cristiana de la
salvación entra en consonancia con el misterio de la persona
de Cristo, articulándose en categorías ascendentes y descen-
dentes. En el panorama del actual pluralismo religioso la fe
cristiana sigue confesando a Jesucristo como el único mediador
entre Dios y los hombres. .............................................................. 367
1. La salvación: aspectos generales ....................................... 367
2. El sacrificio redentor........................................................... 369
3. Categorías ascendentes y descendentes ............................ 369
a) Categorías de la mediación descendente ..................... 370
b) Categorías de la mediación ascendente ....................... 371
4. Frente al pluralismo religioso ............................................ 373
a) La teología pluralista de las religiones.......................... 373
b) Respuesta a los pluralistas ............................................. 375

IV. MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA.................................. 375


§ 26. La Virgen María ocupa un puesto singular en la fe de
la Iglesia. En María la fe percibe a la Virgen y Madre de Dios,
que fue concebida sin pecado original y elevada al cielo al tér-
mino de su vida en la tierra. De este modo, no solamente se si-
túa al servicio del misterio de Cristo, sino que también aparece
como figura ejemplar de creyente y madre de la Iglesia............. 375
1. Situación y enfoque. Las líneas básicas del Concilio Vati-
cano II (LG VIII) ................................................................. 376
2. Textos mariológicos del AT ................................................ 379
3. La maternidad virginal de María ........................................ 380
a) Material más destacado de Mateo y Lucas ................... 381
b) Sentido teológico de la maternidad virginal ................ 383
4. María, concebida sin pecado ............................................. 384
5. Asunta al cielo .................................................................... 386
6. Modelo de creyente y madre de la Iglesia ........................ 386

770
ÍNDICE

IV. SANTIFICACIÓN:
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

5. LA IGLESIA Y SU MISTERIO ............................................................. 395

I. «CREDO ECCLESIAM»: CREER Y COMPRENDER LA IGLESIA. ........................... 397


§ 27. Aunque la doctrina sobre la Iglesia no es el núcleo
del cristianismo, en perspectiva católica, el hecho de ser Iglesia
pertenece a la economía de la salvación como uno de sus ele-
mentos intrínsecos. El carácter de misterio designa a la Iglesia
en cuanto que proviene de la Trinidad. El lugar teológico de la
Iglesia es el tercer artículo del Símbolo de Fe en estricta depen-
dencia de la Cristología y de la Pneumatología. ......................... 397
1. El cristianismo como Iglesia: la dimensión eclesiológica
de las diferencias confesionales fundamentales ............... 399
2. La Eclesiología trinitaria del Concilio Vaticano II: Ecclesia
de Trinitate – Ecclesia ex hominibus................................. 401
3. El significado teológico de la cláusula «Credo Ecclesiam»:
el Espíritu Santo, principio de la communio trinitaria y
eclesial, o nexus mysteriorum ........................................... 404
4. Cristo, Espíritu, Iglesia: el lugar de la Eclesiología en el
conjunto de la Dogmática .................................................. 407
5. Articulación o estructura para un tratado teológico sobre
la Iglesia .............................................................................. 411

II. FUNDAMENTOS DE ECLESIOLOGÍA: ORIGEN, NATURALEZA Y ESTRUCTURAS DE LA


IGLESIA .................................................................................................. 414

II.1. ORIGEN Y FUNDACIÓN DE LA IGLESIA EN EL PROCESO HISTÓRICO DE LA REVELA-


CIÓN ................................................................................................. 415
§ 28. El misterio de la Iglesia se manifiesta en su fundación.
En relación con el anuncio de la proximidad del Reino, Jesús
reunió en torno a sí un grupo de discípulos entre los que escogió
a los Doce, distinguiendo de un modo especial a Simón Pedro.
En la última Cena y en la experiencia pascual de los discípulos
se encuentran dos momentos decisivos del origen de la Iglesia.. 415
1. La pregunta eclesiológica fundamental: la fundación de
la Iglesia por Jesucristo ...................................................... 415
2. La correlación entre la proclamación del Reino de Dios y
la reunión escatológica del pueblo de Dios ..................... 417

771
LA LÓGICA DE LA FE

a) El mensaje del Reino/reinado de Dios .......................... 418


b) La reunión escatológica del pueblo de Dios ................. 419
c) El círculo de los Doce .................................................... 420
3. La última cena de Jesús con sus discípulos ...................... 421
4. La experiencia pascual del Resucitado y el envío del Es-
píritu en Pentecostés .......................................................... 423
a) La cruz y el misterio pascual: muerte y resurrección .. 423
b) La reunión de los discípulos en Jerusalén y el envío del
Espíritu Santo en Pentecostés ........................................ 424
5. Conclusión: el origen cristológico y pneumatológico de
la Iglesia: Cristo in-stituye y el Espíritu con-stituye .......... 426

II.2. NATURALEZA Y SER DE LA IGLESIA SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO ................ 427


§ 29. La Iglesia es el pueblo de Dios reunido y renovado en
Cristo. El Nuevo Testamento le otorga, entre otros, los nombres
de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu San-
to. En la comunidad del Mesías, reunida por el Espíritu para
formar un solo cuerpo y ser la esposa purificada y santificada
por el agua y la Palabra, el acontecimiento de la salvación se
ha hecho institución que se yergue mediadora entre Cristo y los
cristianos. Según la ley de la encarnación, conviene a la Iglesia
ese carácter de sujeto histórico que sigue trayendo al mundo de
forma sacramental y eucarística el don irreversible de Dios a
los hombres. ................................................................................... 428
1. La «Iglesia de Dios», o la hondura eclesiológica de la Cris-
tología pneumatológica ...................................................... 429
2. Los dos polos de la idea paulina de Iglesia: pueblo de
Dios - cuerpo de Cristo ...................................................... 430
a) La fórmula «en Cristo»: incorporación bautismal y co-
munión eucarística ....................................................... 431
b) La perspectiva histórico-salvífica y la relación entre
Israel y la Iglesia ............................................................ 433
3. La Iglesia, cuerpo de Cristo, ámbito y espacio de salva-
ción en las deuteropaulinas ............................................... 434
4. La Iglesia, casa de Dios e institución, en las Cartas pasto-
rales ..................................................................................... 438
5. Conclusión: La iglesia como «misterio» y «sujeto históri-
co» ........................................................................................ 441

772
ÍNDICE

II.3. ESTRUCTURAS Y CONFIGURACIÓN SOCIAL DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO COMO


IGLESIA.............................................................................................. 442
§ 30. Para garantizar su conexión permanente con el acon-
tecimiento fundador y con el mensaje apostólico, conservando
así el don de gracia que la constituye internamente, Cristo el
Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al
bien común y cuidado de todo el cuerpo y al servicio de sus
hermanos, con el encargo misionero de anunciar el Evangelio
a todos los pueblos hasta el fin de los tiempos. ............................ 443
1. La sociología y el Nuevo Testamento: del movimiento de
Jesús a la Iglesia cristiana ................................................... 443
2. Las estructuras de la comunidad de Jerusalén .................. 444
3. Las estructuras de liderazgo en las comunidades paulinas .. 446
4. La organización de la comunidad según las Cartas pasto-
rales. La emergencia de la tripleta clásica: obispos, pres-
bíteros y diáconos .............................................................. 448
5. Conclusión: la interpretación pneumatológica de la fór-
mula de Calcedonia en Eclesiología. ................................. 452

III. ASPECTOS ESENCIALES DE LA IGLESIA: KOINONIA - DIAKONIA - LEITOURGIA -


MARTYRIA. ECLESIOLOGÍA EN PERSPECTIVA SISTEMÁTICA .............................. 454

III.1. LA IGLESIA HACE LA EUCARISTÍA Y LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA .............. 455


§ 31. Koinonia: La Iglesia, según el Concilio Vaticano II, es
el nuevo pueblo de Dios que, por la alianza nueva, entra en el
misterio de la comunión con Dios, por Jesucristo, en el Espíritu.
La eclesiología de comunión es el fundamento para el orden en
la Iglesia en la que se integran el pluralismo en la unidad, la
Iglesia particular en la universal, el ministerio personal en la
colegialidad, la autoridad en la corresponsabilidad. ................. 455
1. El primer díptico de la Constitución dogmática Lumen
gentium: el misterio de la Iglesia, pueblo de Dios llama-
do a la «comunión» ............................................................. 455
2. Fundamentos bíblicos de la noción koinonia/comunión:
la Iglesia, «icono de la Trinidad» ........................................ 458
3. La noción de «comunión» como idea directriz del Conci-
lio Vaticano II ...................................................................... 460
4. Principios fundamentales de una Eclesiología de comu-
nión: redescubrimiento de la Iglesia local ........................ 462

773
LA LÓGICA DE LA FE

5. Primado, colegialidad episcopal y communio ecclesia-


rum ...................................................................................... 464

III.2. LA IGLESIA HACE LA MISIÓN Y LA MISIÓN HACE LA IGLESIA......................... 466


§ 32. Diakonia: La presencia de la Iglesia de Jesucristo en
este mundo es una presencia evangelizadora y de encarna-
ción, solidaria del género humano y de su historia. En el ejerci-
cio de su acción misionera la Iglesia, sacramento universal de
la salvación, ofrece su cooperación para instituir la fraterni-
dad universal del reino de Dios continuando, bajo la guía del
Espíritu, la obra de Cristo que vino a servir, no a ser servido, a
salvar, no a condenar. .................................................................. 466
1. Apertura de la Iglesia al mundo como estructura del Va-
ticano II ............................................................................... 466
2. Misión de Jesús y misión de la Iglesia: la diakonia cris-
tiana en sus formas básicas ................................................ 469
3. La Iglesia, «sacramento universal de salvación» ................ 472
4. Cambios de paradigma en la Eclesiología de la misión:
la hora del laicado .............................................................. 474
5. Universalidad y eclesialidad de la salvación: extra eccle-
siam nulla salus? ................................................................ 476

III.3. LA IGLESIA SUBSISTE COMO LITURGIA Y EN LA LITURGIA ............................. 477


§ 33. Leitourgia: La Iglesia-sacramento, receptora de la gra-
cia de la justificación, celebra en sus sacramentos el misterio
pascual. En la liturgia que es el ejercicio de la función sacer-
dotal de Jesucristo, confluyen el sacerdocio común y el sacer-
docio ministerial o jerárquico como expresión de la estructura
carismática y ministerial del pueblo de Dios. El sacerdocio mi-
nisterial actúa en representación de Cristo al tiempo que hace
visible el carácter sacerdotal y diaconal de la Iglesia. El laicado
cristiano hace presente en el mundo el misterio eucarístico de
la Iglesia. ....................................................................................... 477
1. El espíritu de la liturgia: la Iglesia-sacramento y los sacra-
mentos de la Iglesia............................................................ 477
2. Hacia la «eclesiología total»: estructura carismática y mi-
nisterial del pueblo de Dios ............................................... 479
3. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial o jerár-
quico participan del único sacerdocio de Cristo .............. 481

774
ÍNDICE

4. El sacerdocio ministerial de los presbíteros en la vida y


en la misión de la Iglesia ................................................... 484
5. El lugar del laicado en la misión de la Iglesia y en el
mundo ................................................................................. 486

III.4. LA VIVA VOZ DEL EVANGELIO RESUENA EN LA IGLESIA ............................... 487


§ 34. Martyria: Entre la revelación y la Iglesia se da una
relación mediada por la Escritura, Palabra de Dios en pala-
bras humanas, que la configura como «tradición viviente». En
el cumplimiento de esta función profética de la Iglesia tiene
su puesto y sentido el magisterio de la jerarquía que proclama
la Buena Nueva y enseña con la autoridad de Cristo en una
acción ordinaria y extraordinaria. La asistencia infalible del
Espíritu Santo del que goza el magisterio en determinadas cir-
cunstancias es expresión concreta de la infalibilidad prometi-
da al conjunto de la Iglesia. ......................................................... 487
1. La Iglesia, «tradición viviente», o el servicio eclesiológico
a la verdad .......................................................................... 488
2. Indefectibilidad e infalibilidad de la Iglesia: la unicidad
orgánica del sensus fidei fidelium y el magisterio ............ 490
3. La función eclesial del magisterio como intérprete auto-
rizado del testimonio apostólico........................................ 492
4. Las formas básicas del ejercicio del magisterio: solemne,
ordinario y universal, auténtico ......................................... 493
5. Conclusión: Credo in Spiritum Sanctum, sanctam Eccle-
siam ..................................................................................... 494

6. LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA ................................................ 497

I. DOCTRINA GENERAL DE LOS SACRAMENTOS .............................................. 500


I.1. REFLEXIÓN HISTÓRICO-TEOLÓGICA .......................................................... 500
§ 35. La teología, en su diaconía a la fe, preparó durante la
época patrística el paso del μυστήριον bíblico al sacramentum li-
túrgico-teológico. La preocupación por encontrar la definición
del sacramento que integrara las categorías de significación y
causalidad marcará un proceso fecundo protagonizado por la
teología monástica medieval, los autores escolásticos y el ma-
gisterio de la Iglesia. Cuestionados por la Reforma los plantea-
mientos católicos, Trento sancionará la teología sacramental y
marcará su impronta hasta el Concilio Vaticano II. Allí se ofre-

775
LA LÓGICA DE LA FE

cerá una visión integral que sabrá armonizar las dimensiones


de santificación, eclesialidad y culto divino. .............................. 500
1. La teología patrística: del mysterion al sacramentum ...... 500
a) El trasfondo bíblico y la teología oriental..................... 501
b) Los padres latinos y San Agustín .................................. 504
2. Hacia la definición de sacramento: la teología medieval . 507
a) El contexto...................................................................... 507
b) La teología monástica ................................................... 509
c) Los autores escolásticos.................................................. 510
d) Las declaraciones magisteriales medievales ................. 511
3. Los sacramentos en Lutero y Trento.................................. 512
4. El Concilio Vaticano II: visión integral e integradora ....... 514
a) De Trento al Vaticano II................................................ 515
b) Sacrosanctum Concilium 59 ........................................ 517
c) Los sacramentos después del Vaticano II ...................... 521

I.2. CUESTIONES SISTEMÁTICAS .................................................................... 522


§ 36. Los siete sacramentos de la Iglesia, que encuentran su
correlato en momentos fundamentales existenciales de la vida
del cristiano, tienen su origen en Cristo el Señor ya que por Él
han sido instituidos, celebrados dignamente en la fe confieren
la gracia que significan y tres de ellos (bautismo, confirmación
y orden sacerdotal) imprimen además un indeleble carácter
sacramental por el cual el cristiano participa del sacerdocio de
Cristo y forma parte de la Iglesia, según estados y funciones, por
lo que dichos sacramentos no pueden ser reiterados. ................. 523
1. Jesucristo: fundamento y origen de los sacramentos ....... 523
a) Institución ...................................................................... 523
b) Poder de la Iglesia sobre los sacramentos..................... 526
c) Septenario sacramental ................................................. 527
2. Causalidad sacramental ...................................................... 529
3. Doctrina del carácter .......................................................... 532

II. SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA ............................................. 536


II.1. BAUTISMO ....................................................................................... 537
§ 37. El sacramento del bautismo es el fundamento de toda
la vida cristiana y pórtico de la vida en el espíritu (vitae spiri-
tualis ianua). Por él somos liberados del pecado y regenerados
como hijos de Dios, nos insertamos en el misterio pascual de
Cristo, somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de

776
ÍNDICE

su misión y se constituye en signo y expresión de la comunión


entre todos los cristianos de las distintas Iglesias y Comunidades
eclesiales. ....................................................................................... 538
1. El bautismo en el Nuevo Testamento................................ 538
2. Desarrollo histórico-dogmático .......................................... 542
3. Reflexión sistemática .......................................................... 547
4. Cuestiones teológicas ......................................................... 551

II.2. CONFIRMACIÓN ................................................................................. 555


§ 38. El sacramento de la confirmación que, con el bautis-
mo, del que es plenitud, y la eucaristía, constituyen el conjunto
de los «sacramentos de la iniciación cristiana», une a los bau-
tizados más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una
fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma, quienes lo
reciben se comprometen mucho más, como auténticos testigos
de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y obras. 555
1. Fundamentos bíblicos y testimonios históricos: la fuerza
del Espíritu .......................................................................... 556
2. La confirmación en la historia: unidad sacramental y va-
riedad litúrgica .................................................................... 558
3. Cuestiones teológicas del sacramento ............................... 562

II.3. EUCARISTÍA ...................................................................................... 565


§ 39. La eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, en-
cuentra su origen bíblico en las comidas del Jesús histórico, la
Última Cena y las comidas con el Resucitado. La comunidad
apostólica dará ya testimonio de su celebración que será conti-
nuada por las primeras comunidades cristianas. Memorial del
sacrificio de Cristo, no recuerda ni reitera el pasado de la cruz,
sino que presencializa el único sacrificio de Jesús perennizado
por la resurrección y al que incorpora la oblación de la propia
Iglesia. Confirmada por la tradición, la Iglesia afirma, junto con
una presencia de Cristo como presidente de la acción litúrgica
(presencia actual), otra presencia tras los dones (presencia real
u objetiva) que, superando el simbolismo y realismo extremo,
acaece por una conversión de los mismos que la teología deno-
mina transubstanciación. El intento de reinterpretación de esta
fórmula dogmática ha sido continuado por la teología actual. .. 566
1. La eucaristía en el testimonio bíblico: comensalidad, sig-
no de Dios .......................................................................... 566

777
LA LÓGICA DE LA FE

2. Pensamiento patrístico sobre la eucaristía ........................ 570


3. Controversias eucarísticas medievales: presencia real...... 571
4. La doctrina reformada sobre la Cena: las cautividades
eucarísticas .......................................................................... 573
5. La defensa de Trento: sacramento y sacrificio .................. 574
6. Vaticano II: memorial del sacrificio perpetuado en la
Iglesia .................................................................................. 575
7. Explicaciones actuales de la presencia real ...................... 576

III. SACRAMENTOS DE CURACIÓN ................................................................. 579


III. 1. PENITENCIA ................................................................................... 579
§ 40. En el sacramento de la penitencia la Iglesia perdona to-
dos los pecados cometidos después del bautismo. La conversión
de corazón que incluye la contrición del pecado y el propósito
de una vida nueva se expresa por la confesión hecha a la Igle-
sia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. ........ 580
1. El pecado en el Antiguo Testamento: la ruptura de la
Alianza ................................................................................. 580
2. Jesús, enviado para llamar a los pecadores ...................... 582
3. Historia de la doctrina y praxis penitencial ...................... 584
4. La penitencia a la luz del Concilio Vaticano II: perdón
divino y reconciliación eclesial .......................................... 590

III. 2. UNCIÓN DE LOS ENFERMOS ................................................................ 593


§ 41. Por la santa unción de los enfermos, junto con la ora-
ción sobre ellos, la Iglesia entera los encomienda al Señor su-
friente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los
anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo y
contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios.El testimonio de la
Escritura y la tradición manifiestan la sacramentalidad de este
signo que recibe el fiel cuando comienza a encontrarse en peli-
gro de muerte por causa de enfermedad o vejez. ........................ 594
1. La enfermedad y la curación en la Sagrada Escritura....... 594
2. Desarrollo de la unción en la historia y el Magisterio...... 597
3. Dolor y enfermedad: momento sacramental de encuen-
tro con Dios ........................................................................ 600

IV. SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD ......................................... 602

778
ÍNDICE

IV.1. ORDEN .......................................................................................... 602


§ 42. Por el sacramento del orden son instituidos los minis-
tros apostólicos de la Iglesia, a los que confiere su gracia propia.
El ministerio ordenado, que comprende tres grados: episcopa-
do, presbiterado y diaconado, hace presente de forma especial
el único sacerdocio de Cristo al tiempo que hace visible el ca-
rácter sacerdotal y diaconal de toda la Iglesia en cuyo nombre
se ejerce.......................................................................................... 603
1. El testimonio bíblico: origen y naturaleza del orden ....... 603
2. Patrística: el obispo como representante de la unidad
eclesial ................................................................................. 606
3. El orden en la escolástica: sacerdocio y eucaristía ........... 608
4. La crítica de la Reforma y la «divina ordinatione» de Tren-
to.......................................................................................... 610
5. Vaticano II: sacramentalidad del episcopado y continui-
dad en la misión de Cristo ................................................. 611

IV.2. MATRIMONIO................................................................................... 614


§ 43. El matrimonio cristiano, con su unidad e indisolubi-
lidad, es sacramento de la Ley Nueva según la Escritura, los
Santos Padres y los concilios de la Iglesia; asume la realidad
humana y la refiere íntimamente al bautismo y a la fe. ............ 615
1. Sagrada Escritura: fundamento histórico-salvífico ............ 616
2. El matrimonio en la historia y el Magisterio ..................... 621
3. El Concilio Vaticano II y las nuevas visiones teológicas:
«Ecclesia domestica» y señal escatológica .......................... 626

7. ESCATOLOGÍA ................................................................................... 631


§ 44. La esperanza en la vida eterna que la fe nos promete,
más allá de la muerte, se comprende como inserción en la co-
munión en la vida trinitaria, posibilitada por la acción vivifi-
cadora del vínculo sustancial que es el Espíritu, y realizada por
la participación en la resurrección de Cristo, que ha de venir
en gloria a juzgar a vivos y muertos, y que recapitulará todo lo
creado en la Nueva Creación. Dicha esperanza, es una oferta
que implica nuestra libertad, de ahí que no podamos ignorar la
posibilidad de una perdición definitiva. ..................................... 637

I. «CREO EN DIOS PADRE TODO PODEROSO CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIE-


RRA» ................................................................................................. 638

779
LA LÓGICA DE LA FE

1. Principio cristológico y creacional ..................................... 638


a) Articulación entre escatología y protología.................. 638
b) Articulación entre los principios cristológico y protoló-
gico ................................................................................. 638
2. Principio cristológico y pneumatológico ........................... 641

§ 45. La esperanza cristiana en la resurrección y en la vida


eterna se sustenta desde el kerigma cristológico y desde la sal-
vación escatológica ya acaecida en Cristo, a pesar de que su
obra no haya alcanzado aún la culminación en nosotros. Él es
nuestro éschaton y el Símbolo lo proclama al anunciar su ve-
nida en gloria. Quien confiesa su fe en la parusía ha de ser un
operante en la dirección de lo que espera, comprometiéndose
históricamente con su realización «esperando y acelerando la
venida del Reino» (2Pe 3,12). ....................................................... 643

II. CREO EN JESUCRISTO… QUE VENDRÁ CON GLORIA A JUZGAR A VIVOS Y MUER-
TOS» ................................................................................................. 644
1. Fundamentación cristológica de la escatología ................ 644
a) La escatología hunde sus raíces en cuanto ha aconte-
cido en Cristo ................................................................. 644
b) Diástasis cristológica y modo de apropiación de las
realidadessalvíficas ....................................................... 645
2. «… ha de Venir a juzgar a los vivos y a los muertos» ....... 646
a) La parusía: final y consumación. ................................ 648
b) La parusía: venida en gloria ......................................... 651
c) La parusía es venida a juzgar ...................................... 659
d) El juicio escatológico ..................................................... 661
e) El juicio de crisis ............................................................ 664
f) Los dos juicios: representaciones teológicas ................. 668
g) Juicio, justicia y misericordia ....................................... 671

§ 46. La esperanza en la vida eterna que la fe nos promete,


más allá de la muerte, se comprende como inserción en la co-
munión en la vida trinitaria, posibilitada por la acción vivifi-
cadora del vínculo sustancial que es el Espíritu, y realizada por
la participación en la resurrección de Cristo que recapitulará
todo lo creado en la Nueva Creación. Dicha esperanza, es una
oferta que implica nuestra libertad, de ahí que no podamos
ignorar la posibilidad de una perdición definitiva..................... 673

780
ÍNDICE

III. [CREO EN EL ESPÍRITU SANTO]… LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA


VIDA ETERNA ...................................................................................... 673
1. Dimensión pneumatológica de la escatología .................. 673
2. Dimensión eclesiológica de la escatología........................ 676
3. La resurrección de los muertos .......................................... 679
a) La resurrección de los muertos en el NT ....................... 679
b) Resurrección en la fe de la Iglesia ................................ 684
c) Cuestiones alrededor de la confesión de fe en la resu-
rrección .......................................................................... 686
4. La Vida eterna: «espero… la vida del mundo futuro» ....... 696
a) La vida eterna en la Sagrada Escritura ....................... 696
b) La vida eterna como visión de Dios en la tradición de
la Iglesia ......................................................................... 699
c) La Vida eterna: realidad dinámica.............................. 701
d) Socialidad y mundanidad de la vida eterna ............... 702
5. La Muerte eterna ................................................................. 705
a) Revelación bíblica ......................................................... 706
b) La doctrina del infierno en el Magisterio ..................... 707
c) El problema de la muerte y la libertad humana.......... 708

8. VIRTUDES TEOLOGALES .................................................................. 713

I. VIRTUDES TEOLOGALES Y DINAMISMO VIRTUOSO ....................................... 714


§ 47. Con la expresión «virtudes teologales» nos referimos a
los dinamismos que sostienen la experiencia de acogida de la
autocomunicación divina en la gracia, y de respuesta de la
criatura al agraciamiento del que ha sido objeto. ...................... 716
1. Virtudes teologales ............................................................. 716
2. Creer, esperar y amar: dinámicas fundamentales de
la vida cristiana ................................................................... 717
3. La dinámica de la existencia cristiana en la fe, esperanza
y amor: el dinamismo virtuoso .......................................... 720

II. LA UNIDAD DE LA EXISTENCIA CRISTIANA ................................................. 724


§ 48. Con profundas raíces veterotestamentarias, y posibles
antecedentes en la combinación de las binas «fe-amor» y «fe-
esperanza», la fórmula paulina «fe, esperanza y caridad», se va
convirtiendo en una expresión bíblica acabada que resume,
reasume y condensa los aspectos principales de la existencia
cristiana concretamente vivida y teológicamente contemplada.

781
LA LÓGICA DE LA FE

Sólo consideradas en su conjunto, en sus referencias mutuas


y en sus legítimas particularidades, «fe, esperanza y caridad»
pueden definir en su unidad «perijorética» la existencia cristia-
na desde su origen hasta su fin.................................................... 724
1. Fundamentación Bíblica ..................................................... 725
a) La confianza: vínculo concreto de la inmanencia en-
tre la fe, esperanza y amor ........................................... 725
b) La «santa triada» en el corpus paulino ......................... 730
c) ¿Un único dinamismo o tres? ........................................ 731
d) La pregunta por el origen del ternario ......................... 733
e) Una tradición continuada hasta el Medioevo ............. 735
2. Fundamentación antropológica ......................................... 738
3. Fundamentación cristológica ............................................. 742
4. Fundamentación teológico trinitaria .................................. 744
5. Fundamentación pneumatológica...................................... 745
6. Fundamentación eclesiológico-sacramental ...................... 747
7. Fundamentación escatológica. La muerte: acto definitivo
de fe, esperanza y amor ..................................................... 750

AMÉN

782
ÍNDICE DE AUTORES

Abbà, G. 753
Abelardo, P. 149, 510, 588, 745, 746
Adorno, Th. 672
Aguirre, R. 389, 444, 629
Agustín de Hipona 31-33, 35, 36, 45, 59, 60, 64, 65, 72, 149, 153, 156,
157, 159, 162, 167, 169, 181, 183, 189, 197, 199,
200, 206, 220, 222-224, 227, 241-245, 263, 266,
273, 350, 355, 362, 383, 384, 387, 402, 406, 407,
481, 504-507, 509-511, 513, 523, 528, 530, 533,
543-545, 559, 560, 571, 590, 623, 646, 699, 724,
736, 737, 745
Alberigo, G. 389
Alberto Magno 161, 494
Aldama, J. A. de 391
Alejandro III 624
Alejandro de Alejandría 135, 142
Alejandro de Hales 535
Alfaro, J. 713, 720, 721, 730, 733, 734, 753
Alfonso María de Ligorio 590
Alleti, J.-N. 435
Alonso Schökel, L. 369
Althaus, P. 689, 691
Alviar, J. 641, 675, 686, 710
Alzseghy, F. 629
Ambrosio de Milán 523, 528

783
LA LÓGICA DE LA FE

Amengual, G. 162
Ancona, G. 642, 710
Anoz, J. 753
Anselmo de Canterbury 10, 34, 245
Antón, A. 495
Apolinar de Laodicea 351
Arendt, H. 35, 73, 84
Aristóteles 159, 180, 189, 206, 574, 719
Armendáriz, L. 632, 633, 639, 710
Arnau, R. 534, 604, 629
Arrio 134-140, 142
Atanasio de Alejandría 142, 144, 169, 196
Atenágoras 211
Auer, J. 629
Averroes 200
Avicena 200, 212

Baader, F. 230
Baaren, P. van 52
Balz, J. 13
Balthasar, H. U. von 14, 23, 30, 31, 34, 35, 80, 84, 97, 102, 105, 121,
158, 164, 166, 169, 364, 377, 388, 391, 639, 651,
668-671, 673, 674, 676, 677, 684, 710, 719, 721,
723, 730, 740, 743, 744, 745, 753
Bañez, D. 267
Baraúna, G. 495
Barbaglio, G. 732, 733
Barbour, I. 273
Barth, K. 91, 94, 105, 163, 169, 201, 251, 273, 552, 691
Barret, Ch. K. 732, 753
Basilio de Cesarea 142, 143, 144, 145, 169, 622
Bayo, M. 267, 268, 643
Bayo López, A. 710
Beaudin, L. 516
Becker, J. 680
Beda, el venerable 699
Beinert, W. 629
Benedicto XII 700, 708
Benedicto XVI 19, 47, 58, 184, 295, 365, 369, 455, 476, 478, 579,
667, 668, 672, 677, 728
Berengario de Tours 509, 510, 572
Bernardo de Claraval 37, 64, 70, 528, 699, 755

784
ÍNDICE DE AUTORES

Biallowons, H. 414
Bloch, E. 739
Blondel, M. 23, 30, 34, 36-40, 84, 235, 273
Boecio, S. 159, 160-162, 191, 273, 350
Boecio de Dacia 200
Boff, L. 165, 657, 688, 710
Boismard, M. E. 680
Bonhoeffer, D. 529
Bordoni, M. 641, 676, 710
Bornkamm, G. 389
Borobio, D. 577, 578, 583, 592, 628, 629
Bosch, J. 496
Botella, V. 496
Böttigheimer, C. 83
Bourgeois, H. 518, 628
Bousset, W. 332, 335
Bouyer, L. 495
Brobinskoy, R. 151
Brox, N. 22, 84
Brown, R. E. 391, 441, 444
Brunetière, F. 30
Brunner, E. 92
Buenaventura 161, 181, 200, 273, 524, 598
Bueno, E. 496
Bulgakov, S. 116
Bultmann, R. 277, 332, 649, 654, 691, 733, 753

Calero, A. M. 496
Calvino, J. 267, 401, 513, 574, 589, 625, 626
Camelot, P. Th. 389, 495
Casel, O. 516, 518
Casiano, J. 267
Charles de Foucauld 116
Chauvet, L. M. 498, 628
Childs, B. 130
Chrétien, J. L. 65, 84
Cicerón 158
Ciola, N. 641, 676
Cipriano de Cartago 457, 464, 504, 533, 544, 559, 569, 608
Cirilo de Alejandría 119, 352, 353, 570
Cislaghi, G. 411
Clemente XI 384

785
LA LÓGICA DE LA FE

Clemente de Alejandría 211, 503, 570, 718, 736


Clemente Romano 398
Coda, P. 539, 551, 557, 629
Coenen, L. 13, 274
Cohen, H. 23, 84
Collado, V. 369
Collantes, J. 14
Coleridge, S. T. 49
Congar, Y. M. 115, 169, 395, 400, 407, 410, 413, 414, 427, 474,
479, 480, 489, 495, 632
Constantino, emperador 135, 141
Conzelmann, H. 699
Cordovilla Pérez, A. 11, 89, 169, 390
Cozzoli, M. 753
Croce, V. 642, 710
Courth, F. 549, 565, 601, 628
Cullmann, O. 389, 568, 690, 691, 699

Dal Cavolo, E. 389


Dámaso, papa 608
Damiano, P. 528
Danielou, J. 518, 641
Davies, ST. T. 389
Delorme, J. 443
Del Cura Elena, S. 710
Denzinger, E. 13
Descartes, R. 34, 230
Deschamps V.-A. 30
Dianich, S. 467
Dias, P. 495
Dilthey, W. 41, 84
Dionisio Areopagita 104
Dodd, C. H. 317, 648, 666
Döllinger, E. 75
Döpfner, J. 68
Drey, J. S. 14, 33, 44, 84
Duquoc, Ch. 374, 707, 753
Dulles, A. 54, 84, 488
Dunn, J. D. G. 285, 389
Duns Scoto, J. 587
Dupuis, J. 374, 390
Durando, obispo de Mende 560

786
ÍNDICE DE AUTORES

Durrwell, F. X. 578
Dussel, E. 274
Dykmans, M. 700

Ebeling, G. 58, 84, 691


Edsmann, C. M. 51
Efrén el Sirio 384
Egido, T. 546
Eicher, P. 54, 84
Eliade, M. 42, 53, 84, 192, 274
Ellacuría, I. 657
Emery, G. 159-162, 169
Endokimov, P. 116
Epifanio 384, 622
Erasmo de Rotterdam 183, 273
Erikson, E. 741
Escoto Erígena 147
Estévez, E. 389
Eunomio de Cícico 143, 156
Eusebio de Cesarea 137
Eusebio de Nicomedia 135
Eutiques 353

Fabris, R. 389, 732, 733, 753


Farahian, E. 665
Fédou, M. 389
Fernández, A. 651
Fernández Castelao, P. 171
Fernández Rodríguez, P. 629
Ferrara, R. 169
Flaviano de Antioquía 353
Flecha, J. R. 753
Flick, M. 629
Fichte, J. G.34
Fisichella, R. 33, 83
Fiores, S. de 391
Flórez, G. 591, 622, 629, 630
Forte, B. 48, 84, 391, 496
Fotino 143
Foucault, M. 175
Francesconi, G. 523
Fredegiso de Tours 193

787
LA LÓGICA DE LA FE

Fries, H. 83
Frisch, M. 701

Gaburro, S. 66, 84
García-Baró, M. 71, 238
García Llata, C. 378, 391
García Paredes, J. C. R. 391, 629, 630
Garijo-Guembe, M. M. 496
Gauchet, M. 42, 84
Gavrilyuk, P. L. 119
Geerlings, W. 26, 84
Gelabert, M. 716, 753
Gerken, A. 629
Gertler, Th.
Gesché, A. 20, 21, 50, 84, 105, 274, 634, 697, 710
Gesteira, M. 293, 388, 569, 571, 575, 629
Gil, J. 700
Gnilka, J. 389, 680
Godescalco 267
Goethe, J. W. von 9, 96, 162
Gómez-Lobo, A. 692
González, A. 753
González de Cardedal, O. 27, 44, 58, 84, 366, 388, 674, 720, 724
González Faus, J. I. 274, 388, 723
González Montes, A. 83, 450
Grañés, C. 73
Gregorio IX 624
Gregorio Magno 699, 737, 738
Gregorio Nacianceno 84, 145, 149, 155, 164, 169, 351, 365, 544, 545,
736
Gregorio de Nisa 67, 167, 736
Grelot, P. 699
Greshake, G. 91, 149, 153, 157, 164, 165, 169, 614, 649, 670,
692, 693
Grillmeier, A. 137, 140, 169, 389
Grillo, A. 537, 629
Guardini, R. 55, 84, 516, 518
Guijarro Oporto, S. 389
Guillermo de Auxerre 162
Guitmundo de Aversa 572
Gunton, C. E. 49, 84, 164
Gutiérrez, G. 116, 657

788
ÍNDICE DE AUTORES

Haeffner, G. 692
Hahn, F. 389
Hamman, A. 629
Harnack, A. 734, 753
Hart, L. H. 55, 84
Hauerwas, S. 753
Hegel, G. W. F. 55, 120
Heidegger, M. 189, 220, 701
Heiler, F. 109
Hengel, M. 285, 287, 328, 333, 335, 340, 389
Henry, M. 50, 51, 84
Hercsik, D. 75, 84
Hermas 398, 533
Hick, J. 390
Hilario de Poitiers 142, 155, 164, 169, 350
Hilberath, B. J. 642
Hildebrandt, D. von 264, 274
Hipólito 158, 355, 384, 398, 533, 542, 558, 597, 608, 685
Hobbes, T. 703
Holmberg, B. 444
Hooker, M. D. 743, 753
Husserl, E. 175, 199
Hugo de san Victor 153, 181, 245, 510, 524, 624, 625
Hünermann, P. 13, 388, 391
Hurtado, L. 333, 389
Hus, J. 454, 573

Ignacio de Antioquía 398, 502, 569, 584, 607, 608, 622, 685
Ignacio de Loyola 14, 399
Imhof, P. 414
Inocencio I 597
Inocencio III 511, 534, 624
Ireneo de Lyon 13, 59, 61, 75, 189, 357, 374, 375, 383, 397, 480,
651, 689, 736
Isidoro de Sevilla 14, 508

Jacobo de Viterbo 454


Jansenio 267, 268
Jaspers, K. 188
Jeremias, J. 389, 566, 629, 680
Jerónimo 384, 608
Joaquín de Fiore 149, 512

789
LA LÓGICA DE LA FE

Juan XXII 699


Juan Crisóstomo 523, 533, 570
Juan Damasceno 165, 350
Juan de la Cruz 37, 71, 116
Juan de Ragusa 409, 453, 454
Juan de Segovia 409, 454
Juan de Torquemada 409, 454
Juan Pablo II 13, 50, 83, 188, 205, 390, 456, 464, 476, 592, 600,
614, 627, 641
Jüngel, E. 96, 97, 116, 169, 173
Justino 139, 158, 194, 199, 211, 397, 502, 569, 651

Kant, I. 34, 162, 499


Kasper, W. 73, 74, 76, 84, 91, 103, 108, 151, 157, 165, 169,
280, 388, 389, 460, 550, 614, 618, 630
Kattenbusch, F. 62
Käsemann, E. 389
Kehl, M. 427, 428, 496, 645, 649, 651, 664, 668, 678, 688,
689, 692, 704, 709, 710
Keller, J. 739, 753
Kelly, J. N. D. 398
Kendall, D. 389
Kern, W. 14, 83
Kessler, H. 99, 121, 388, 683, 685, 687, 690, 692, 711
Kierkegaard, S. 26, 34, 35, 39, 65, 84, 251
Kittel, G. 631
Knapp, M. 83
Knitter, P. 389
Kreiner, A. 244, 274
Kremer, J. 301
Küng, H. 490, 495

Lactancio 44
Ladaria, L. 71, 84, 152, 154, 164, 169, 262, 265, 274, 389, 642,
711, 714
Laín Entralgo, P. 753
Lambiasi, F. 642, 674
Lancfranco de Bec 509, 572
La Potterie, I. de 380, 381, 385, 391
Larrabe, J. L. 629
Latourelle, R. 33, 59, 83, 85, 495
Laufen, R. 388

790
ÍNDICE DE AUTORES

Lehmann, K. 80, 85
Leibniz, G. W. 189, 222, 273
Léon-Defour, X. 372
León Magno 160, 353, 356, 364, 502
León XIII 475, 614
Leoncio de Bizancio 355
Leoncio de Jerusalén 355
Léthel, F.-M. 283, 389
Lessing, G. E. 34, 56
Locke, J. 163
Lohfink, G. 416, 417, 420, 649, 692
Loisy, A. 416
Lombardo, P. 245, 264, 510-512, 609, 625, 745
Lonergan, B. 61, 498
López Sáez, F. J. 629
Lorenzen, Th. 389
Lossky, V. 116, 169
Lubac, H. de 31, 63, 85, 158, 268, 269, 274, 395, 397, 400, 404,
406, 472, 495, 518, 532, 699
Lubomirski, M. 734, 753
Lutero, M. 14, 116, 118, 183, 266, 273, 513, 514, 534, 546,
574, 588-590, 610, 625, 626

Macdonald, M. Y. 442
Madrigal Terrazas, S. 395, 412, 414, 453-455, 468, 484, 485, 495, 496
Marcelo de Ancira 143
Maréchal, J. 34
Marías, J. 148, 666
Martelet, G. 641
Martín Velasco, J. 41, 42, 53, 85, 109
Martínez Oliveras, C. 497
Martínez Sierra, A. 391
Martínez-Gayol, N. 631, 713
Maspero, G. 169
Máximo Confesor 147, 164, 282, 283, 356
Mead, M. 741
Meier, J. 281, 389
Melchor Cano 80-82, 85
Menke, K.-H. 274, 376, 377, 380, 391
Mensching, G. 109
Meo, S. 391
Merklein, H. 368

791
LA LÓGICA DE LA FE

Merz, A. 293, 389


Messina, R. 629
Metz, J. B. 274, 300, 656, 711
Meunier, B. 157
Migne, J. P. 14
Miguel Paleólogo 512, 652, 685
Milano, A. 157
Millán, F. 580, 592, 629, 630
Möhler, J. A. 516
Moioli, G. 641
Mollet, D. 662
Moltmann, J. 116, 153, 163, 638, 656, 660, 711
Montcheuil, Y. 454
Morerod, Ch. 453
Morin, E. 176
Morla, V. 369
Mühlen, H. 411, 495
Müller, G. L. 91, 253, 274, 498, 629
Murphy, F. X. 389

Nautin, P. 405
Neuenheuser, B. 629
Neusch, M. 83
Newman, J. H. 30, 31, 41, 497, 518, 616
Nestorio 352-354
Nicolás de Cusa 257
Nicolau, M. 629
Nissiotis, N. 151
Nocke, F. J. 501, 523, 545, 554, 581, 591, 596, 615, 620, 629,
655, 664, 669, 670, 681, 692
Noemi, J. 648-650, 711
Norden, A. 734
Nussbaum, M. 85

O’Callaghan, P. 753
O’Collins, G. 389
Ollé-Laprune, L. 30
Olivi, P. J. 212
Oñatibia, I. 629
Orígenes 67, 120, 135, 140, 158, 197-199, 211, 273, 355,
384, 419, 503, 570, 736
Ortega y Gasset, J. 48, 85, 148

792
ÍNDICE DE AUTORES

Ortíz de Urbina, I. 143-146, 389


Osio de Córdoba 137

Pablo VI 14, 386, 390, 475, 522, 526, 579


Pablo de Samosata 141
Pascasio Radberto 509, 572
Pannenberg, W. 43, 52, 85, 153, 164, 165, 169, 174, 201, 223, 228,
235, 236, 237, 253, 274, 400, 408, 409, 633, 637,
638, 645, 649, 668, 669, 670, 675, 684, 711
Pascal, B. 30, 56
Paz, O. 49, 85
Pedro de Poitiers 736
Pelagio 243, 245
Penna, R. 335, 389, 734, 753
Pérez de Oviedo, A. 20
Perrone, G. 29, 85
Pesch, W. 669
Peterson, E. 324, 653
Philips, G. 453, 495
Pié-Ninot, S. 33, 83, 488
Pieper, J. 753
Pío IV 525
Pío IX 384
Pío X 518, 575, 590
Pío XI 626
Pío XII 386, 518, 525, 526, 535, 611
Platón 104, 189, 191, 206, 226, 273
Plauto 158
Plinio el joven 287, 569
Policarpo de Esmirna 398, 736
Ponce Cuellar, M. 391, 537, 630
Ponponazzi, P. 691
Popper, K. 20
Porfirio 159
Pottmeyer, H. J. 14, 33, 73, 74, 77, 83, 85
Proclo de Constantinopla 384
Pozo, C. 416
Pusey, E. B. 518

Quevedo, F. 50, 72

Rabano Mauro 509

793
LA LÓGICA DE LA FE

Rad, G. von 193


Rahner, H. 377, 391
Rahner, K. 13, 24, 31, 32, 34, 47, 48, 53, 85, 91, 94, 97, 104,
163, 169, 214, 215, 230, 232, 239, 241, 246, 269,
274, 364, 377, 385, 388, 391, 395, 399, 400, 401,
407, 414, 490, 495, 498, 500, 516, 525, 529, 531,
535, 577, 578, 590, 593, 614, 629, 629, 634, 635,
638, 641, 644, 650, 657, 670, 689, 702, 705, 711,
751-753, 756
Ramos, M. 629
Ramos-Regidor, J. 629
Rast, T. 711
Ratramno 509, 572
Ratzinger, J. 19, 27, 28, 30, 47, 55, 62, 68, 69, 71, 82, 85, 206,
208, 215, 217, 230, 241, 274, 277-279, 285, 295,
365, 373, 377, 388, 389, 391, 400, 408, 409, 411,
461, 466, 478, 495, 498, 629, 657, 660, 665, 675,
678, 683, 685, 687, 692, 694, 695, 711
Regli, S. 564, 629
Régnon, T. 350
Reitzenstein, R. A. 734
Reumann, J. 458
Revel, J. Ph. 629
Rilke, R. M 45
Ricardo de San Victor 149, 153, 159-162, 169, 350
Ricoeur, P. 274, 498
Riez, F. de 267, 559
Rigal, J. 496
Rochetta, C. 530, 629
Rodríguez Panizo, P. 17, 390
Rof Carballo, J. 740, 742
Roloff, J. 431
Rosalía de Castro 177, 255
Rousseau, J. 56
Rousselot, P. 31
Rovira Belloso, J. M. 496, 513
Ruiz de la Peña, J. L. 162, 274, 638, 639, 647, 649-654, 659, 661, 663-
667, 678, 680, 681, 684, 689, 693, 695, 698, 701-
703, 707, 709, 711

Salinas, P. 35
Sánchez Rosillo, E. 49, 85

794
ÍNDICE DE AUTORES

Santos Marto, A. dos 708


Sarmiento, A. 630
Sayés, J. A. 669
Schanz, J. P. 566
Schatz, K. 389
Scheeben, M. J. 472, 515, 529, 535
Scheffler, J. (A. Silesius) 396
Schelling, F. W. J. 55, 189, 199, 255, 273
Schenke, L. 423
Schillebeeckx, E. 400, 517, 525, 529, 535, 547, 577, 623, 629, 630,
641, 665
Schleiermacher, F. 92, 169, 197, 201, 399
Schlier, H. 285, 287, 389, 604, 620, 728, 733, 753
Schlink, E. 549
Schlosser, J. 389
Schmid, G. 41, 85
Schmid, J. 662
Schmidt-Leukel, P. 390
Schmitz, J. 51, 85
Schmitz-Moormann, K. 274
Schnackenburg, R. 431
Schneider, G. 13
Schneider, Th. 568, 629
Scholem, G. 192, 274
Schoonenberg, P. 577, 698
Schrenk, G. 109
Schulte, R. 131
Schürmann, H. 108, 290, 389, 567
Schütz, Ch. 633, 711
Schweitzer, A. 280
Schwöbel, Ch. 164
Scognamiglio, E. 675
Seckler, M. 14, 18, 25, 27-29, 33, 45, 57, 58, 80-83, 85
Semenaro, M. 496
Semmelroth, O. 400, 516, 547
Sequeri, P. 83
Serra, A. 381
Sesboüé, B. 59, 85, 169, 353, 371, 388, 389, 390, 559, 629, 753
Sherwood, P. 389
Sicre, J. L. 389
Siewerth, G. 740
Siger de Bravante 200

795
LA LÓGICA DE LA FE

Silanes, N. 403
Simonetti, M. 389
Sixto IV 384
Sobrino, J. 116, 388, 657
Spicq, C. 734, 735, 753
Stock, K. 391
Studer, B. 390
Stuhlmacher, P. 101, 109, 389
Sullivan, F. A. 73, 78, 85, 496

Taciano 194, 198, 199, 211


Tapper, R. 525
Taylor, V. 680
Teodosio 142
Teófilo de Antioquía 194, 198, 199, 211
Terencio, P. 158, 172
Tertuliano 75, 139, 152, 158, 169, 355, 357, 504, 533, 536,
585, 607, 608, 689
Testa, B. 598, 620
Testaferri, F. 69, 77, 78, 85
Tettamanzi, D. 630
Theobald, C. 59, 85
Theissen, G. 293, 321, 389
Thiselton, A. C. 753
Tihon, P. 495, 629
Tillich, P. 14, 22, 24, 46, 85, 180, 182, 188, 201, 240, 263,
274, 691
Tindal, M. 56
Tito Livio 432
Toland, J. 56
Tomás de Aquino 43-45, 58, 64, 103, 104, 149, 156, 159, 161, 162,
169, 189, 197, 200, 212, 246, 248, 249, 254, 259,
264, 273, 350, 454, 499, 510, 511, 513, 524, 525,
528, 531, 560, 561, 572, 587, 598, 609, 625, 716,
718, 719, 738, 749
Toniolo, A. 83
Tornos, A. 635, 662, 669, 680, 707, 711
Torrell, J. P. 381, 391
Torres Queiruga, A. 222, 225, 227, 257, 274
Tourón, E. 391
Trevijano, R. 711
Trujillo Díaz, L. 629

796
ÍNDICE DE AUTORES

Uríbarri Bilbao, G. 277, 360, 388, 390, 412, 468, 630, 632, 644, 646,
682, 711

Valensin, A. 31
Vanhoye, A. 61, 85, 390, 482, 613, 630, 734, 743, 753
Vargas Llosa, M. 73
Varrón 158
Velázquez, D. 51
Verweyen, H. 18, 33, 34, 36, 83
Vicente de Lerins 75
Vignolo, R. 753
Vitali, D. 733, 746, 753
Vorgrimler, H. 501, 539, 570, 571, 590, 599, 617, 623, 629

Wahl, J. 45
Waldenfels, H. 61, 64, 83, 85
Werbick, J. 84, 169
Werner, K. 396
Westermann, C. 193
Willians, R. 389
Wilson E. O. 205
Wittgenstein, L. 96
Wolff, H. W. 274
Wolinski, J. 389
Wozniac, R. 169
Wyclif, J. 454, 573

Zañartu, S. 389
Zedda, S. 698
Zenger, E. 192, 241
Zenón de Verona 736
Zizioulas, I. 151, 152, 158, 164, 168, 169, 408-410, 427
Zubiri, X. 44, 92, 103, 238, 257
Zwinglio 514, 574, 589

797

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