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Luis Alberto de Cuenca 62

NECESIDAD DEL MITO


Biblioteca Cultural
El pgjg qUe no tjene leyendas — dice el poe-
- ^ B B *a— est® condenado a morir de frío. Pero e|
Ι^,^Η pueblo que no tuviera mitos — dice Georges
I Dumézil— estaría ya muerto. Necesitamos
I los mitos, pues, para seguir estando vivos*
I Este libro nos habla de esa necesidad, y dé
K la presencia en nuestra sociedad de los
^ ^ ' 4 · grandes mitos de siempre. El mito es la Pa-
labra con mayúscula. Y tiene la facultad dé
regir la vida y la conducta del pueblo que la pronuncia. Conocer
los mitos es poseer la llave que revela el contenido de la habital·-
ción del mundo, el secreto original de las cosas. LUIS ALBERT^)
DE CUENCA, nacido en Madrid en 1951, doctor en Filologíjéi
Griega, desarrolla su labor investigadora en el CSIC. Ha publi­
cado, entre otros libros, una Floresta española de varia caba­
llería (1975).

Coedición de las editoriales:


PLANETA
MAGISTERIO ESPAÑOL
PRENSA ESPAÑOLA
EDITORA NACIONAL
Necesidad del mito
Luis Alberto de Cuenca

EDITORIAL PLANETA
EDITORA NACIONAL
Ilustraciones: Archivo EMESA, Editorial Planeta, Manuel Fernández-Galiano y
Fernando G. de Canales
Diseño cubierta: Valeriano Pérez, S.A.
Foto cubierta: «El Triunfo de la m uerte», de Brueghel (Museo del Prado, Madrid)
© Luis Alberto de Cuenca, 1976
Editorial Planeta, S.A.
Calvet, 51-53 Barcelona
Depósito legal: B. 21274-1976
ISBN 84-320-2642-5
Im preso sobre Papeles Martelé y Offset PM, de Sarrio, C.P.L., S.A.
Composición, reproducción, im presión y encuadernación:
Printer, industria gráfica, SA Sant Vicenç dels Horts Barcelona
Printed in Spain - Im preso en España
Para GENOVEVA
En memoria de Adolfo, conde
de Roca y su antifaz
I. NECESIDAD DEL MITO
Necesidad del mito; dos palabras y un relacionante. O, si se
quiere, La necesidad del mito. Tanto da. Pero, ¿por qué nos
referimos al mito como necesario? ¿Para quién es necesario, res­
pecto a quién, por qué?
Veamos en primer lugar lo que revela el término «necesidad».
Se llama necesidad —en el Diccionario de la Real Academia— al
«impulso irresistible que hace que las causas obren infaliblemen­
te en cierto sentido». Esto es, trasponiéndolo a nuestro lenguaje:
en el hombre se aprecia indefectiblemente una facultad especí­
fica que le capacita para crear un tipo de discurso, el místico,
que forma parte de su ser y de su historia. En efecto, cuando
hablamos de «necesidad del mito» nos estamos refiriendo siem­
pre al ser humano o, mejor, a los seres humanos. Así, el mito es
necesario para el hombre, y su interés viene dado por el hombre
que, perdido en las nieblas de un remotísimo pasado, ideó este
nuevo género de discurso. Pero, ¿por qué es necesario? Es impo­
sible responder sin antes habernos referido al segundo término,
al término «mito».
En el habla vulgar «mito» denota cualquier cosa que se oponga
a «realidad». Así «fábula», «cuento», «metáfora», «ficción», «ale­
goría», «representación», «translación» o «lenguaje figurado». Es
su sentido más falaz. Entre los griegos, mythos significaba tanto
«ficción» como simple «conversación» o «discurso». En el sentido
de «ficción» se opuso pronto a logos, «discurso verdadero» y tam­
bién «razón», y a historia, «discurso histórico». Y es este sentido
el que va a prevalecer, favorecido por la crítica alejandrina, irres­
petuosa con las tradiciones míticas precedentes, y por la comba­
tiva e intransigente apologética cristiana. Semejante definición
de «mito» como «fábula» o «ficción» (especialmente alegórica,
sobre todo a partir del estoicismo) funciona a nivel religioso,
contraponiendo el mundo de la mitología al irreconciliable uni­
verso de la teología ortodoxa, y se perfila con más rotundidad
con posterioridad al advenimiento del cristianismo al solio impe­
rial romano.
Así pues, «necesidad» del «mito». Necesidad real, no ideal ni
formal. Necesidad del sociólogo, antropólogo o lingüista, nunca
necesidad del filósofo logicista. Recordemos, por otra parte, que
«necesidad» también equivale en lenguaje ordinario a «cosa nece-
9
El triunfo c -'rueghel.
saria»; esto es, «construir mitos es una necesidad dei hombre»
(como «veranear en la costa se ha convertido en una necesidad
jara muchos»). Y que «necesidad» es también —aquí de nuevo
ia docta Academia— «todo aquello a lo cual es imposible sus­
traerse, faltar o resistir» (porque está ínsito en la naturaleza hu­
mana), y es «precisión» al mismo tiempo de «urgencia».
El porqué de esta «necesidad» trasciende la consideración pura­
mente lingüística. El hombre es el único ser consciente de su
paulatina e ineluctable destrucción, de su muerte. Constantino
Cabal, por ejemplo, ha estudiado el proceso de formación de los
mitos precisamente a partir de la muerte. Y ha dejado escrito su
pensamiento en palabras muy bellas:

Toda la mitología que engarfió la raíz en las honduras de


los tiempos primitivos, que floreció en los históricos en­
vuelta en generosas opulencias, y que aún vive agazapada
en los rincones obscuros de las supersticiones populares,
ha nacido de la muerte. Todas las divinidades que vieron
“I desfile de los siglos desde encima de los dólmenes, que
penetraron después en los templos majestuosos de civili­
zaciones refinadas, y que aún tienen un refugio a la vera
del lar aldeaniego, han nacido de la muerte. La muerte
las engendró; la noche las recogió, las perfiló, las cuidó, y
una les sirvió de madre y otra quiso servirles de nodriza...

f es que en la actualidad ya nadie piensa en «mito» como «his­


toria falsa» o «elaboración fabulada desprovista de lógica». El estu-
científico de las sociedades arcaicas ha revelado que el mito,
para el hombre primitivo, es siempre una historia verdadera, y
una historia preciosa en tanto que sagrada, ejemplar y significa­
tiva. Una historia que responde —o suspende— interrogantes en
los modos de concebir las relaciones del hombre con el mundo,
un oasis de intemporalidad en el entorno humano de todas las
épocas, preñado siempre de relojes constantes e inflexibles (que
el tiempo «se detenga» en el mito no quiere decir —apunta Van
der Leeuw— que el reloj se detenga, sino que se ha hecho
11
La noche, de Miguel Angel.
M ira n

La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí. Museo de Arte


Moderno de Nueva York.
indiferente cada «cuándo» al integrarse en el Tiempo —con ma­
yúscula— primigenio; de ello hablaremos más adelante).
Si los mitos se forman a partir de la muerte, ellos no mueren
nunca. No nos resistimos a reproducir aquí una vez más un
célebre y luminoso pasaje de Malinowski:
Estudiado vivo, el mito no es úna explicación destinada a
satisfacer un interés científico, sino la resurrección narra­
tiva de una realidad primeval, relato que responde a hon­
das necesidades religiosas, a deseos morales, a prescripcio­
nes y afirmaciones sociales, incluso a exigencias de orden
práctico. El mito cumple en la cultura una función indis­
pensable; expresa, realza y codifica la creencia; salvaguar­
da y robustece la moralidad; se responsabiliza de là efi­
ciencia del ritual y contiene reglas prácticas para el go­
bierno del hombre. El mito es, pues, un ingrediente vital
de la civilización humana. No es un relato inútil, sino
una fuerza viviente sumamente activa; no es una explica­
ción intelectual ni una artística fantasía, sino una cédula
pragmática de fe primitiva y sabiduría moral... Estas his­
torias... son para los nativos la manifestación de una
realidad primeval, mayor y más relevante, por la que
vida, destino y actividades de la humanidad están deter­
minados. El conocimiento de esta realidad suministra al
hombre el sentido de sus acciones rituales y morales, al
mismo tiempo que las indicaciones para llevarlas a cabo.
Pocas veces el genio sintético del estudioso ha brillado tanto
como en el estupendo párrafo del etnólogo polaco. El hombre
primitivo de Malinowski está volcado al exterior, su vida depende
de la naturaleza, a la vez su enemiga y su fuente de sustento. El
hombre moderno ha domeñado a la naturaleza, ya no la teme:
pero se halla en conflicto consigo mismo. Uno es el mito, a pesar
de todo y en lo fundamental, para ambos. Un mito una mito­
logía, desprovisto por completo de todo valor o carácter etiológi-
co. Un mito vivo en el que está de más igualmente lo simbólico.
Veámoslo con Karl Kerényi.
14
Para los pueblos primitivos, el mito expresa lisa y llanamente
lo que expresa: un acontecer que se remonta al Tiempo de los
«comienzos»: no hay símbolo ni alegoría posibles. Tampoco el
mito se creó para satisfacer una curiosidad científica; «la función
de la clase particular de leyendas que son los mitos es, en efecto,
expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad,
mantener ante su conciencia no solamente los valores que reco­
noce y los ideales que persigue de generación en generación, sino
ante todo su ser y su estructura mismos, los elementos, los víncu­
los, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en
fin, las reglas y las prácticas tradicionales sin las cuales todo lo
suyo se dispersaría» (Dumézil). Suscribimos su opinión, reserván­
donos el derecho de discrepar en un punto: en nuestro concepto,
los mitos no son una «clase particular de leyendas». En su mo­
mento distinguiremos «mito» de «leyenda». Será muy pronto.
Los mitos no «explican» nunca nada: se limitan a confirmar un
precedente (primigenio, ideal) que, sin «explicaï», sin violencia
ninguna de concepto, sin dialéctica alguna, vuelve claro el suce­
so, la realidad que es objeto del discurso mítico. Con ayuda del
mito no se inventan ociosas explicaciones —continúa Kerényi—;
cpn ayuda dél mito lo que se hace es begründen, un infinitivo
alemán que podríamos verter por «motivar», «exponer los moti­
vos». En efecto, el mito motiva. No responde a la pregunta «¿por
qué?» No es «etiológico» (aitia = «causas» u «orígenes») sino en
tanto en cuanto los aitia son archaí, «principios» o «bases» del
mundo. Porque los mitos forman la base del mundo, al estar
fundados sobre unas archaí inagotables situadas en un pasado
que, a fuerza de repetirse ad infinitum, deviene inmortal e im­
perecedero. «Decir» un mito —afirma Mircea Eliade— consiste
en proclamar lo que acaeció ab origine.
No es de extrañar, pues, que la relación entre el hombre y el
mito sea de estricta necesidad. Pero «necesidad» es también la
«falta de las cosas que son menester para la conservación de la
vida». Así podríamos llamar «necesitado» al hombre que no con­
forma su existencia al rictus tranquilizador de los mitos, entendi­
dos éstos en su sentido más amplio, como respuestas a este tiem­
po —con minúscula— que «aplasta y que mata», por acudir a
términos de Eliade.
16
Ahora bien, ¿existe algún hombre más allá de las fronteras del
pensamiento mítico, más allá del «a consecuencia de qué»? Mu­
cho nos tememos que no sea así. Pensemos en el ser humano
más abandonado a su propia destrucción, a su propia impotencia
y a su propia insignificancia. Pensemos en los personajes de las
piezas teatrales de un Samuel Beckett, en Vladimiro y Estragón
(de Esperando a Godot), en Clov y Hamm (de Final de partida),
en el Krapp de La última cinta. Vladimiro, por ejemplo, decide
arrepentirse y ni siquiera sabe de qué; «¿quizá de haber nacido?»,
interviene estragón, y Vladimiro ríe, ríe, ríe a mandíbula batien­
te, como aquella divina marquesa Eulalia de Rubén. Hamm
reflexiona sobre la vanidad del mundo y llega a la conclusión de
que el universo apesta a cadáver, como su propia casa. Krapp no
desea más probabilidades de ser feliz; no desea más probabilida­
des de seguir existiendo. El desconsuelo es absoluto aquí, nunca
la «desmitifícación» ha parecido tan real y palpable. Y, sin em­
bargo, ellos mismos ignoran que en su profundo desarraigo está la
génesis de un nuevo mito: el mito del Absurdo, consecuencia de
la exacerbación, en todas las posguerras, del mito de la Libertad,
unido aquí a la atroz cercanía y cotidianidad de la muerte (una
vez más la muerte en la formación de los mitos). Y es que no
hay hombres concretos, ni siquiera en el teatro, «necesitados» de
mitos. Todos, en mayor o menor medida, estamos inmersos por
naturaleza en una atmósfera mítica. En virtud de nuestra propia
condición humana.
Es un hecho comprobado que la referencia a los «comienzos»,
el nihil novum sub sole del enunciado mítico, opera en el ánimo
del hombre de todas las épocas a modo de sedante. Lo terrible
sería pensar que nuestro combate de todos los días mide sus
fuerzas con lo desconocido, sin precedente alguno. El mito pue'-
de implicar o no la salvación, puede ostentar o no perfiles soterio-
lógicos. Si el hombre un día sucumbió ante el diluvio (ya esté
unido a una falta ritual, ya resulte del simple capricho de los
dioses para aniquilar a la humanidad, como en el caso del dilu­
vio mesopotámico), si un fin del mundo tuvo lugar en el pasado
(como sucede en innumerables escatologías de Oriente y Occi­
dente), otra catástrofe universal —otro diluvio, restringiendo el
concepto— tendrá lugar en el futuro. Y el mito hace que ese
17
av-SÍ

Selva virgen.
Rascacielos neoyorquinos. El hombre moderno ha domeñado a la
naturaleza, ya no la teme.
Samuel, Beckett, escritor irlandés, creador de simbólicos perso­
najes.
Detalle del Diluvio Universal, de Miguel Angel. Capilla Sixtina.
nuevo diluvio sea de alguna manera el primero, su imagen refle­
jada desde el principio de los tiempos. Los guaraní, pçr ejemplo,
cansados de vivir, encuentran en su cansancio la serenidad mítica
del saber «a consecuencia de qué», no la desesperanza inconsola­
ble del «porqué». En uno de sus mitos, la propia Tierra dice
(Nimuendaju): «He devorado demasiados cadáveres; estoy harta,
agotada. ¡Padre,, haz que todo esto acabe!» Hasta la muerte
última, el desastre final, cobra una nueva dimensión de integra­
ción en la naturaleza en aquellas sociedades en las que el mito es
la Palabra por excelencia.
Pero «relatar una historia sagrada equivale a revelar un miste­
rio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son
dioses o héroes civilizadores, y por esta razón sus gestas constitu­
yen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran
sido revelados» (Eliade). Esta formulación lleva consigo una limi­
tación en lo temporal a la que ya hemos hecho alguna alusión,
una limitación relativa, ya que el mito se refiere con exclusividad
a la narración· de lo que dioses o héroes llevaron a cabo en una
amplísima época primeval, al principio de los tiempos.
Por ello, y de acuerdo con su proximidad o lejanía respecto del
Tiempo original, el mito es susceptible de «degradarse». Al mito
degradado lo identifica Juan Villegas en La estructura mítica del
héroe con el mito profanizado, esto es, con el mito desprovisto
de su contenido religioso. Es preciso señalar que la mayor parte
de los mitos modernos se hallan desacralizados, por más que
conserven la misma estructura mítica de los mitos de antaño.
Pero de los mitos de hoy hablaremos más tarde.
Por lo que hace a dicha estructura mítica, hagamos para termi­
nar una pequeña disgresión terminológica, siguiendo las directri­
ces lévi-straussianas à la mode: un mito se compone de mitemas
—del mismo modo que el sistema fonológica de una lengua se
compone de fonemas—, unidades mínimas de significación den­
tro del sistema mítico. Por otra parte, Kerényi llama ambigua­
mente mitologema a cada uno de los «elementos antiguos trans­
mitidos por la tradición que se refieren a dioses y seres divinos, a
combates de héroes y descensos a los infiernos». Tales considera­
ciones no revisten especial importancia. Lo que se hace a todas
luces necesario es distinguir al mito de sus géneros afines.
22
MITO, LEYENDA, CUENTO
Es absolutamente imprescindible distinguir entre mito, leyen­
da y cuento (popular). Evitaremos con ello al lector multitud de
problemas de concepto. Para llevar a cabo tal distinción, creemos
que será lo más adecuado transcribir un ejemplo de cada una de
estas tres formas de lenguaje, viendo cómo se cumplen en cada
caso las notas que caracterizan a los respectivos géneros. La sola
teoría, si no va acompañada de oportunos ejemplos —como la
sola fe sin buenas obras en la doctrina católica—, hiede a cadáver.

MITO
El país que ya no tenga leyendas — dice el poe­
ta— está condenado a morir de frío. Es harto posi­
ble. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya
muerto.
Georges Dumézil
Nos ofrece un valioso ejemplo de discurso mítico en su estado
más puro el conocido relato de Hainuwele. Nos basaremos en la
versión recogida in situ por el antropólogo alemán Ad. E. Jensen.
Conozcamos el mito:
Hainuwele {«Rama de cocotero») es el nombre de una
figura mítica femenina entre los wemale de la isla Ceram,
en el archipiélago de las Molucas {Indonesia). D1VINI-
dad dema {los marind-anim de Nueva Guinea llaman así
tanto a los seres del tiempo originario como a las figuras
divinas que intervienen en la creación), representa un
papel muy importante en los llamados «mitos de produc­
ción». El mito central refiere la muerte de la diosa-dema
a manos de los dema. Veamos cómo: Hainuwele nació de
la sangre de un cazador, Ameta, y de un cocotero; en tres
días llegó a la pubertad. Pero su fin estaba próximo.
Durante la gran fiesta Maro, fundamentada en la danza,
fue asesinada por los hombre-átmz {ancestros míticos) ·, el
fiel Ameta descuartizó su cuerpo y enterró los pedazos en
distintos lugares (recordemos que Isis, por el contrario, va
25
Terne te lAlM AHER,

WAIGEl

PUhAU-PULAU BATJAN
BANSGAI . SALAW ATI
TALIABU

vowoiii

Hainuwele es el nombre de una figura mítica femenina en el


archipiélago de las Molucas {Indonesia).
recogiendo uno a uno y dando sepultura a los catorce
fragmentos del cuerpo de su esposo y hermano Osiris,
despedazado éste por el pérfido Set-Tifón, en el mito
egipcio). Los brazos los llevó a Satene, otra divinidad-
dema, como prueba del crimen nefando. Donde fueron
entenados los pedazos de Hainuwele surgieron plantas
nuevas, especialmente los tubérculos, base de alimenta­
ción para los humanos a partir de entonces. Satene, por
su parte, elaboró una puerta con los brazos de Hainuwele
y dijo a los danzarines-asesinos: «Como habéis matado,
no quiero vivir aquí. Partiré hoy mismo. Ahora tendréis
que venir hasta m í a través de esta puerta.» Los que
lograron trasponerla continuaron siendo seres humanos,
ahora afligidos por la sexualidad y por la muerte; los
demás se transformaron en nuevas especies animales. La
desaparición de Satene puso fin a los tiempor viejos y dio
paso a los nuevos. Hainuwele pervive entre los muertos, o
en la nuez del coco, los tubérculos y los cerdos con que se
alimentan los hombres (téngase en cuenta que el sacrificio
de los puercos constituye una «representación» del asesi­
nato de la diosa).
Siguiendo a Van der Leeuw, el mito no es otra cosa que la
palabra misma. Pero es una palabra que posee un valor decisivo
si se la repite. Es la Palabra. Y tiene la facultad de regir la vida y
la conducta del pueblo creyente. Conocer los mitos es poseer la
llave que revela el contenido de la habitación del mundo, el
secreto original de las cosas.
El mito narra un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo
primordial, en el Tiempo con mayúscula. Y cuenta cómo, «a
través de los hechos de seres sobrenaturales, una realidad ha
venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el universo, o
sólo un fragmento —una isla, una especie de planta, un tipo
particular de conducta humana, una institución» (son palabras
insustituibles de Mircea Eliade). El mito, pues, relata siempre
una «creación», cómo algo ha cobrado existencia, ha comenzado
a ser.
Para Van Gennep el mito es una «leyenda localizada en regio-
27
Hay personajes literarios que, por su potencia y genio, acceden a
la categoría de mitos. En la foto, una escena de Hamlet, de
Shakespeare.
nes y tiempos, que está fuera del alcance humano y tiene perso­
najes divinos». El lector podrá ir comprobando personalmente
cómo la historia trágica de Hainuwele se va adaptando con una
flexibilidad poco común a todas las puntualizaciones de los estu­
diosos en torno al mito. Sin embargo, en el caso de la definición
de Van Gennep hay algo sumamente discutible. Se trata de la
«localización». El mito se reduce a experimentar la vivencia divi­
na de nuevo, a que el relato sacro de Hainuwele —en nuestro
ejemplo—, que tuvo lugar en una fabulosa época primeval, se
vuelva a repetir ad infinitum con provecho religioso —y prácti­
co— para los descendientes de aquellos bailarines construido por
Satene; es la muerte perenne y la resurrección subsiguiente de
Cristo en el sacrificio «representativo» de la Misa, el horrible
asesinato y el imprescindible tubérculo. Y esa vivencia divina
—como quiere Van der Leeuw— se reproduce en el mito de
manera indirecta, estructurada y formal, y en un lugar o tiempo
no necesariamente determinados. El lenguaje mítico nos traslada
al Tiempo de los «comienzos», no hay otro tiempo en él. Lo que
es común y acostumbrado en la naturaleza se atribuye en el mito
a un acontecimiento que sucedió una vez y para siempre. El mito
no conoce «tiempo» en el sentido físico newtoniano: Hainuwele
nació (no importa el cuándo y el dónde es «nuestro» donde en
un sentido amplísimo y no determinado) de la sangre del caza­
dor Ameta y de un cocotero. Y no importa el cuándo porque
conocemos el Cuándo (los «comienzos»), y valga el juego gráfico-
conceptual.
Pero no basta conocer el mito: hay que recitarlo. En el ritual
de recitación es donde se recupera realmente el Tiempo mítico
de los orígenes, donde se adquiere la plena contemporaneidad
en relación con los acontecimientos y figuras del mito narrado.
Al no existir el tiempo que blanquea las sienes y siembra de
arrugas el rostro, esas figuras míticas son eternas e inalterables:
Hainuwele lo es, para siempre y desde el principio. También lo
son, a su manera, aquellos personajes literarios que, en virtud de
la potencia y genio de su carácter, acceden a la categoría de
mitos. Así Hamlet, Ulises-Bloom, Segismundo. Sin embargo, la
literatura desacraliza de algún modo a la Palabra por excelencia:
el mito se considera únicamente desde su identidad con el ejem-
29
pio a imitar, con el modelo, con el arquetipo. La importancia
que el mito como «modelo ejemplar» va a adquirir en nuestros
días podrá advertirse con toda claridad cuando nos refiramos a
los mitos del siglo XX.
Una última advertencia: el mito no debe ser entendido (como
ya vio Platón) como «razón irracional con la que empiezan el
pensamiento antiguo y el primitivo» (es el mentís a la diacronía
que conduce del mito a la razón). Porque el mito no muere. No
puede morir porque «sus raíces están hundidas en la naturaleza
del hombre» (Marcelino Peñuelas). Porque tiene algo de verdad
última —penúltima, cuando menos—, de ultima ratio cuando la
razón falla.
El mito, pues, resumiendo con Eliade:
1. ° Centra su naturaleza en el relato de las hazañas de dioses
y de héroes sobrenaturales. Así, en la historia de Hai­
nuwele, la protagonista es una divinidad.
2.° Dicho relato se considera verdadero y sagrado (al contra­
rio que el cuento, como veremos a continuación). En el
mito que proponemos como ejemplo se parte de la auten­
ticidad «histórica» de lo narrado: Hainuwele fue real­
mente asesinada en el Tiempo real por excelencia de los
«comienzos», el relato de su muerte es sagrado.
3.° Se refiere siempre a una «creación». La del tubérculo, por
ejemplo, planta naciente sobre los residuos de la diosa
wemale.
4.° Su conocimiento (incluyendo recitación y ritual) implica
el conocimiento del «origen» de las cosas. El origen de la
muerte y de la sexualidad humanas queda reseñado en el
mito de Hainuwele por la «puerta» de Satene y sus con­
secuencias.
5.° De un modo u otro, es «vivido», esto es, supone una
experiencia «religiosa» por parte de quien habla y de
quien escucha, del emisor y del receptor, y de toda la
comunidad en general. Así, entre los wemale, la pasión
de Hainuwele es entendida «religiosamente».

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Papiro griego que representa un fragmento de Evangelio Apócrifo


de María Magdalena. (Foto: Manuel Fernández- Galiano.)
LEYENDA

Cuando en las formulaciones míticas opera, hablando grosso


modo y en líneas generales, la necesidad de localizar la acción
desde un principio en un ámbito espacial determinado, nos en­
contramos con la leyenda.
En un primer momento se empleó el término «leyenda» en su
original sentido perifrásico: legenda = «lo que debe ser leído».
Se identificó, pues, por razones puramente etimológicas, con lo
que más tarde se conocería con el nombre de literatura «hagio-
gráfica», esto es, aquella literatura destinada a glosar, con fines
didácticos y piadosos, las vidas ejemplares de los santos —márti­
res, confesores o prelados sobresalientes—, intercalándose asimis­
mo sabrosas e ingenuas historias deducidas de los Evangelios
Apócrifos. Dichas narraciones constituirían la llamada Leyenda
Aurea, recopilada a mediados del siglo XIII por Jacobo de Vorá­
gine y fuente inagotable para la figuración pictórica y escultórica
de los siglos anteriores al Renacimiento clasicista.
Hecha esta salvedad, continuemos con nuestro método «ejem­
plar». Hemos elegido el atractivo tema legendario del hombre
que perdió su sombra, basándonos en la preciosa colección reuni­
da por Vicente García de Diego:
— En la localidad luxemburguesa de Esch-sur-la-Süre la tradi­
ción se refiere a un antiguo señor feudal que, condenado a
vagar eternamente por no sé cuál «divinidad herida», es
perceptible las noches de luna llena en tomo a los muros
del que fue su castillo. Y, lo que es más sobrecogedor, su
cuerpo no proyecta sombra alguna sobre el lienzo de piedra
ni sobre el suelo herboso.
— Don Juan de Atarrabio —informa Azkue— ha estudiado,
junto con otros dos compañeros, en el infierno con el dia­
blo. El príncipe de las tinieblas demanda, a modo de ma­
trícula para tan extraño curso, que uno de sus tres educan­
dos permanezca con él al terminar las clases. El ingenioso
Atanabio insta al demonio a quedarse con el que va tras él,
y Lucifer, equivocándose, se apodera de la sombra del estu­
li
Adalbert von Chamisso, escritor alemán de origen francés (1781-
1838). Retrato por Robert Reinick.
diante. En el acto siguiente nos encontramos a Atarrabio
como párroco de Goñi {Navarra), privado de su sombra,
pero con la facultad de recuperarla en el momento de ele­
var la Hostia durante la consagración de la Misa. No resig­
nándose a morir desombrado, se hace matar en el transcur­
so de una elevación. Una paloma blanca transporta final­
mente el corazón de Atarrabio al paraíso.
En Musculdy {país vasco francés) se narra una leyenda simi­
lar a la recogida por Azkue. En la famosa cueva de Sa­
lamanca, la misma cuya demoníaca historia escribiera en
1737 Don Francisco Botello de Moráes y Vasconcellos {se
nos viene a la memoria aquella Cueva de Salamanca cervan­
tina, pletórica de gracia y de «diablos» fingidos), el diablo
imparte enseñanzas a un grupo de futuros sacerdotes a lo
largo de un año. Pasado éste, el alumno que saliese en
último lugar de la cueva habría de quedarse con él. Un
discípulo avispado se quedó adrede un año el último, y al
salir dijo al demonio: «Coge al que viene detrás.» Era el día
de San Juan {la «mañanita» de Amaldos y de Olinos en el
romancero; si añadimos la noche que subsigue, la legenda­
ria noche de Walpurgis, hallaremos que el momento no
podía ser más oportuno: pocos días —y noches— tan suge-
rentes como éste) y el sol iluminaba de frente sobre la
cueva. Satanás fue burlado una vez más por una sombra,
pero su ex-alumno, más tarde cura en Barcus, no proyectó
sombra alguna, hiciese el sol que hiciese, en todos los días
de su vida.
Y Adalbert von Chamisso, escritor alemán de origen francés
{1781-1838), publicó en 1814 su estupenda Historia mara­
villosa de Peter Schlemihl, en la que el protagonista vende
su sombra al diablo a cambio de la bolsa de Fortunato, de
la que se podía obtener cuanto dinero se desease. Sin em­
bargo, las riquezas no dan la felicidad al desombrado Peter:
todos rehuyen su trato e incluso debe renunciar al amor de
Mina: sus padres se niegan a entregar la mano de la joven a
un hombre sin sombra. El Malo le ofrece devolverle la
sombra a cambio esta vez de su alma. Pero Péter rehúsa.
Abandonando la bolsa de la fortuna, discurre por el mun-
do valiéndose de las también mágicas botas de siete leguas,
que un joven le ha vendido. Agotado, es recogido en el
hospital que su fiel sirviente Bendel ha fundado con el
dinero que le dejó su amo antes de partir. Allí encuentra a
su amada Mina, viuda del infame Rascal, empleada ahora en
tareas de expiación. No se da a conocer y sigue su camino,
atenuando la inmensa tristeza de sus desventuras con su
dedicación al estudio de la naturaleza, especialmente de la
flora y fauna terrestres. (.Prescindiendo del interés fascinan­
te de la narración, la saga de Peter Schlemihl importa aquí
por constituir una fuente más para el establecimiento de la
leyenda del hombre que perdió su sombra, consecuencia
siempre de algún tipo de relación o pacto con el diablo.)
La leyenda, para Van der Leeuw, es un «mito que se ha queda­
do colgado en algún lugar o en algún hecho histórico». Mientras
que el mito está eternamente presente, la leyenda se refiere al
pasado.
En opinión de Van Gennep, la leyenda es un «recitado cuyo
lugar se indica con precisión, cuyos personajes son individuos
determinados, cuyos actos tienen un fundamento que parece
histórico y son de cualidad heroica». De lo que no puede caber la
menor duda es de que mito y leyenda no se diferencian princi­
palmente por el hecho de que en el mito sólo aparezcan dioses y
héroes sobrenaturales y en la leyenda hombres. El detalle es
accesorio.
Desde el punto de vista literario, Germán Bleiberg (por ejem­
plo) define a la leyenda como primitiva manifestación literaria
que tiene su origen en la tradición oral, apoyada a veces en
hechos históricos ciertos. «Antes de nacer la epopeya —o sea, la
primera forma estructurada de una obra literaria—, el asunto de
que el poema épico trataba era ya conocido por la leyenda. » (Hay
que decir que la epopeya, a más de ser la narración poética de
hechos o vidas memorables, supone, sobre todo, una traslación
literaria de los mitos heroicos.)
Para H. J. Rose, sin embargo, el concepto de leyenda es mu­
cho más amplio: el mito es una leyenda con un sentido religioso,
la saga representa el sentido histórico de la leyenda, y el Márchen,
35
en tercer lugar, contiene a la leyenda en tanto que fairj-tale o
cuento de hadas (sobre él nos referiremos al hablar del cuento).
Eliade, por su parte, aventura el siguiente recorrido diacrónico:
Mito - Leyenda - Epopeya - Literatura moderna. La «saga» de
Rose tendría muchos puntos de contacto con la «epopeya» de
Eliade; el Márchen del estudioso inglés podría compararse con
la «leyenda» del filósofo rumano (en el sentido de lo maravilloso,
por ejemplo), pero con abundantes reservas.
En páginas certeras, García de Diego opone leyenda (espacio y
tiempo determinados) a fábulas, cuentos, mitos y romances (in­
determinación espacio-temporal). En la leyenda operaría, pues,
según el folklorista español, la temporalidad física newtoniana
que está ausente en el mito, donde domina el Tiempo originario.
En cuanto a la «fábula», empleada por Eliade como opuesta al
mito en la oposición historia falsa /historia verdadera, diremos
que Van Gennep la formaliza literariamente como «relato en
verso con animales como personajes, dotados de cualidades hu­
manas o, cuando menos, con capacidad de obrar como si fuesen
hombre» (la fábula en prosa sería, pues, desde esta perspectiva,
un simple cuento de animales). Por «romances» no entiende
García de Diego «piezas poéticas de romancero» con todas sus
consecuencias; «romance» es aquí «narración caballeresca en prosa
o verso» o, como quería Clara Reeve en 1785, «narración que
describe en estilo alto y elevado lo que nunca ha ocurrido ni es
probable que ocurra». El romance es siempre épico, continúa la
tradición épica de la epopeya; Wellek y Warren no vacilan en
calificarlo de «mítico». Por citar un ejemplo: tanto Chrétien de
Troyes (el poeta cantor de la Tabla Redonda en la Francia del
siglo XII) como Horace Walpole (el autor de la terrorífica historia
de El castillo de Otranto a finales del siglo XVIII) son autores de
«romances». También lo es Walter Scott en la primera mitad del
siglo XIX o el mismísimo Harold Foster, guionista y dibujante
del conocido cómic Prince Valiant o «Príncipe Valiente» a partir
de 1937.

Hechas estas salvedades terminológicas, resumamos el conte­


nido del término leyenda:
37
Í5 4 Í5flS ?r*!. J
¡x ix is ílíx li
Perceval llega al castillo de Graal. {Miniatura de la obra de
Chrétien de Troyes.)
Horace Walpole autor de la terrorífica historia de El castillo de
Otranto.
El príncipe valiente, conocido cómic dirigido y dibujado por
Harold Foster.
1.0 Refiere hechos dotados, la mayor parte de las veces, de un
trasfondo histórico, pero siempre extraordinarios, fuera
de lo común. El hecho de que un individuo —llámese
Juan de Atarrabio, Teófilo o Peter Schlemihl— pierda su
sombra después de haber tratado —con pacto o sin él—
con el diablo, es algo que engendra un tipo de admira­
ción en quien escucha o lee, no hay duda. Sin embargo,
subyace una anécdota histórica (siempre en el pasado)
susceptible de palparse: es el supremo realismo de lo
fantástico. La leyenda crea una atmósfera peculiar en la
que se atisbaba, a través de objetos y personajes brumo­
sos, ideales, la claridad meridiana de la historia, la «ma­
gia» de la realidad. Quien haya contemplado alguna vez
un lienzo de Caspar David Friedrich o de Arnold Bôcklin
sabe a lo que nos estamos refiriendo. Si el mito es la
Palabra verdadera y el cuento la palabra ficticia, la leyen­
da cabalga entre ambos.
2.° Un riguroso afán de localización preside el enunciado
legendario. La leyenda siempre se desarrolla en un lugar
preciso, determinado. Recordemos: Esch-sur-la-Sure,
Goñi, una cueva de Salamanca.
3.° Los personajes son individuos (humanos) determinados,
hombres concretos e incluso vulgares. Peter Schlemihl es
un pobre diablo hasta que la máquina de lo fantástico,
la maravilla, toca a su puerta. Juan de Atarrabio «fue»
párroco en Goñi y el Teófilo de Berceo se ha identificado
con un Teófilo histórico, vicario de Adana en Cilicia,
muerto hacia 538 y canonizado por la Iglesia.
4.° En su recitado se opera reteniendo las ideas capitales, no
aprendiéndose el texto de memoria. Por ello, de un mis­
mo tema legendario, aquí el tema del hombre que ha
perdido su sombra, surgen leyendas tan dispares como la
del errante señor feudal luxemburgués que, como los
licántropos, hace su desombrada aparición las noches de
luna llena, y la del resabido alumno del demonio en
aquella peregrina escuela-seminario de Salamanca que
accede —ya sin sombra— al curato de Barcus.

41
Oliver Reed en el filme La noche del hombre lobo. En la leyen­
da, lo maravilloso e imaginario superan a lo histórico y verdadero.
CUENTO

El ejemplo de cuento lo deduciremos de la colección de Jakob


y Wilhelm Grimm. Se trata de uno de sus cuentos más hermosos
e interesantes: El amadísimo Rolando. Hay que advertir que la
fidelidad al original en toda transcripción de cuento popular es
obligada. Bien lo saben los niños cuando emiten su desaproba­
dor «no, no es así», si el narrador se atreve (allá con su concien­
cia) a modificar lo más mínimo en su recitación. Una simple
adjetivación de más puede significar una catástrofe. Únicamente
hemos llevado a cabo ciertos cambios sin importancia en los
tiempos verbales. Nos hemos servido de la muy correcta traduc­
ción española de Francisco Payarols y Eduardo Valentí:
Había una vez... Una mujer bruja. Tiene dos hijas: una
fea y mala, a la que quiere por ser hija suya; y otra,
hermosa y buena, a la que odia porque es su hijastra.
Tiene ésta un lindo delantal que la otra envidia mucho,
por lo que la vieja decide arrebatárselo y dice a su hija:
— Tendrás tu delantal. Tiempo ha que tu hermanastra
se ha hecho merecedora de morir. Esta noche, cuando
duerma, entraré y le cortaré la cabeza. Tú cuida sólo de
ponerte al otro lado de la cama, y que ella duerma del
lado de acá.
Semejante conversación llega a oídos de la pobre m u­
chacha, quien se las ingenia para dormir en el lugar des­
tinado a la supervivencia. No hay que decir que, avanza­
da la noche, la bruja descarga un mortífero golpe de
hacha sobre su propia hija. Poco después, la joven llega a
casa de su amado Rolando.
—Escúchame, amadísimo Rolando — dice desde la
puerta—, debemos huir en seguida. Mi madrastra quiso
matarme, pero se equivocó y ha degollado a su propia
hija.
—Huyamos, pues — responde Rolando—; pero quítale
antes la varita mágica; de otro modo no podremos salvar­
nos, si nos persigue.
43
Los hermanos Jacobo y Guillermo Gnmm. Uno de sus cuentos
más interesantes es El amadísimo Rolando.
La muchacha vuelve en busca de la varita mágica; lue­
go, coge la cabeza de la muerta y vierte tres gotas de
sangre en el suelo: una delante de la cama, otra en la
cocina y otra en la escalera. Hecho esto, regresa a toda
prisa a la casa de su amado.
A l amanecer, la vieja se levanta y va a llamar a fu hija
para darle el delantal. A l no recibir contestación, grita:
—¿Dónde estás?
—Aquí en la escalera, barriendo —responde la primera
gota de sangre.
A l no ver a nadie en la escalera, vuelve a gritar la bruja:
—¿Dónde estás?
—En la cocina, calentándome — contesta la segunda
gota de sangre.
En la cocina tampoco hay nadie.
—¿Dónde estás?
—¡Ay!, en la cama, durmiendo —dice la tercera gota.
Y la bruja entra en el aposento, se acerca al lecho: su
propia hija está allí, bañada en sangre. Se enfurece y,
como sus ojos pueden ver por sus artes hasta muy lejos,
comprueba cómo su hijastra huye junto con su novio
amadísimo. Se calza sus botas mágicas, les da alcance en
breves instantes.
Pero la muchacha la ve acercarse y transforma a su
amadísimo Rolando en lago, valiéndose de la varita mági­
ca. Ella misma se convierte en un pato que discurre por
la superficie del agua. La bruja se detiene en la orilla e
intenta atraer al animal anojando migas de pan al lago.
No lo consigue. Anochece y la vieja no ha logrado su pro­
pósito.
Entonces... Recobran la muchacha y su amadísimo Ro­
lando la forma humana. Siguen andando durante toda la
noche, hasta la madrugada. La doncella se transforma en
una hermosa flor, en medio de un seto espinoso, y con­
vierte a su amado en violinista. Llega la vieja y dice al
músico:
—Mi buen músico, ¿me permites que arranque aquella
hermosa flor?
45
— Ya lo creo — responde él—; yo tocaré mientras tanto.
La vieja se introduce en el seto para arrancar la flor,
pues bien sabe quién es; pero he aquí que el violinista
rompe a tocar, y la mujer, quiéralo o no, comienza a
bailar al son de aquella tonada mágica. Cuanto más viva­
mente toca él, más violentos saltos ha de dar ella: las
espinas le rasgan los vestidos y le desgarran la piel: ya no
es sino un despojo ensangrentado y maltrecho. Y el músi­
co no cesa de tocar, continúa tocando su mágica melodía:
el despojo, como en un sueño horrible, ha de seguir
bailando; la bruja ha de seguir contorsionándose hasta
que al fin, deshecha, cae muerta en tierra.
Ahora... Ya son libres. Rolando dice:
— Voy a casa de m i padre a preparar nuestra boda.
— Yo me quedaré aquí entretanto — responde la jo ­
ven—, aguardando tu regreso...
Pero Rolando, su amadísimo Rolando, no volverá jamás. Al
llegar a su país, ha caído en los brazos de otra mujer. Será la
muchacha quien irá en su busca, quien lo encontrará momentos
antes de contraer matrimonio, olvido irremediable y traición.
Cuando su voz se oiga, Rolando sabrá reconocerla entre todas las
voces que le rodean:
—¡Conozco esta voz; es la de m i verdadera prometida
y no quiero otra!
Y es que el corazón de los héroes de cuento siempre late en
dirección al happy end. Curioso es que el tema odiseico de la
partida (presente en una inmensa muchedumbre de romances
españoles: recuérdense, por ejemplo, los elaborados en torno al
conde Dirlos, al conde Sol, al conde Flores..., un solo conde,
muchos nombres y una indudable —y lejana— referencia al ciclo
anual de la naturaleza) funciona aquí como un segundo cuento,
como un sobreañadido al cuento maravilloso propiamente dicho,
que termina con la muerte de la vieja hechicera.
La iniciación (segunda etapa de la aventura del héroe en el
apasionante volumen de Joseph Campbell El héroe de las mil
46
Beatriz en el paraíso dantesco. «... se mostró Beatriz tan bella y
sonriente, que a su aspecto hubo de quedar esta visión entre las
demás» (La Divina Comedia, canto XIV).
caras) es algo que —según Eliade— coexiste con la naturaleza
humana. El cuento maravilloso reproduce de algún modo (pese a
su happy end) un escenario iniciático. Veámoslo en el ejemplo
citado. La muchacha y su novio, el amadísimo Rolando, han de
superar «pruebas»: desde la primera «muerte» fingida de la joven
hasta los dos enfrentamientos directos con la bruja (mitema ini­
ciático de la lucha contra el monstruo). Sus oportunas transfor­
maciones o metamorfosis, operadas con fines favorables por la
varita mágica, denotan la intervención de un elemento maravi­
lloso en la acción. Es la «sobrenaturalidad» cotidiana, otra de las
notas características del cuento popular.
El carácter iniciático, sin embargo, no es privativo del cuento.
Lo encontramos también en el lenguaje épico, en la epópeya.
Cuento y epopeya son, pues, discursos iniciáticos.
La obsesión de que el texto de los cuentos permanezca inalte­
rado (al contrario de lo que ocurría con la transmisión de las
leyendas) revela su origen ritual. Los cuentos —como los mitos—
no tienen patria: son de todos. Ello es comprensible desde la
perspectiva «iniciática» de Eliade. Sin embargo, es necesario dife­
renciarlos nítidamente de los mitos.
Los mitos —afirma G. S. Kirk en un texto memorable—
tienen con frecuencia algún serio propósito fundamental;
además del de contar una historia. Los cuentos populares,
en cambio, tienden a reflejar simples situaciones sociales ·,
se valen de temores y deseos comunes así como de la
predilección del hombre por las soluciones claras e inge­
niosas; y presentan temas fantásticos más para ampliar el
alcance de la aventura y el ingenio que por necesidades
imaginativas o introspectivas.
El tiempo del cuento es, paradójicamente, la intemporalidad
del había una vez, del entonces, del ahora, fórmulas voluntaria­
mente inconcretas y difusas que hemos subrayado en el texto de
nuestro ejemplo. La intemporalidad lleva consigo una cesación
de la duración, una forma de eternidad (eternidad puede consi­
derarse también el Tiempo mítico). Es la eternidad de Beatriz en
el «Paraíso» de la Divina Comedia —lo recuerda Van der
48
Leeuw—, al ver a Dios là 've s'appunta ogni ubi ed ogni quando
(«donde convergen todo dónde y todo cuándo»). En el espacio de
la Bella Durmiente el tiempo se ha detenido: cuando entró el
príncipe que rompería el encanto, dormían las moscas en la
pared·, el cocinero tenía aún la mano extendida como para atra­
par al pinche, y la criada continuaba sentada delante del pollo, a
punto de desplumarlo.
En cuanto al espacio, vale la pena reproducir aquí un párrafo
luminoso de Wilhelm Grimm: «El cuento está aparte del mundo
en un lugar tranquilo, no perturbado, más allá del cual no se ve
nada. Por eso, no nombra ni el lugar ni el nombre, ni un lugar
determinado.» Otra vez el castillo de la Bella Durmiente. Porque
los personajes del cuento (la muchacha, Rolando, la madrastra)
no tienen nombre (Rolando no es un nombre, es otra fórmula) ni
historia. Su mundo es el del sueño: de ahí su incontestable
surrealismo; su espacio es el del sueño: viajar desde un extremo a
otro de la tierra no entraña ninguna dificultad: apenas un preté­
rito indefinido.
Y la materia toma parte activa en este concierto onírico. Los
objetos cobran vida propia, como los soldados de plomo y las
muñecas de porcelana al oírse las doce campanadas en el viejo
reloj de pared. Se anulan —se difuminan, cuando menos— los
límites de lo que habíamos venido llamando «realidad». No cabe
duda de que hay algo de cautivador —y de conmovedora purifi­
cación espiritual— en esta imposible rebelión de seres inanima­
dos en busca de vida y movimiento. Se diría que el cuento va a
estallar de pureza como sistema discursivo; que sus niveles, como
potros salvajes, terminarán por desmontar violentamente a sus
jinetes habituales. Hay belleza en esta refutación inconsciente de
las leyes inexorables de la física.
En El amadísimo Rolando, tres gotas de sangre van guiando
escalonadamente a la bruja hacia el cadáver de su hija, prolon­
gando ese clímax infantil de terror que acompaña a este tipo de
repulsivos «reconocimientos» en los cuentos maravillosos. Tanto
esa escena alucinante como la precedente —en la que la mucha­
cha, cogiendo la cabeza de la muerta, vierte las tres gotas de
sangre en el suelo— serían dignas de plasmarse en el más inquie­
tante collage de Max Ernst, en la fotografía más audaz de Man
49
Dos niñas amenazadas por un ruiseñor; de Max Emst.
Menhires, por Fernando G. de Canales.
Ray; a buen seguro que sobrecogerían a más de uno de nuestros
jóvenes pintores afanados en situar su quehacer dentro del llama­
do «realismo mágico». La sangre parlante y la joven degollada
junto a los menhires, torsos que sangran y leopardos de Fernando
González de Canales, junto a las máquinas de hacer pájaros,
ajedreces diabólicos o príncipes mongoles solitarios (con el halcón
posado en el puño vigoroso) de Carlos Gómez de. Avellaneda,
por citar dos ejemplos muy cercanos. La escena —repetimos—
reproduce un espacio del más puro fantastique. Pero, por encima
de la anécdota surreal, presentimos en el detalle macabro no sé
qué oculta —y al mismo tiempo fresca, primigenia— simbología.
Lo mismo nos ocurre con ciertos lienzos de René Magritte, a
pesar de las continuas interferencias intelectuales.
En el lenguaje de los cuentos las estructuras siempre se repiten:
por ello, temas y personajes son susceptibles de analizarse desde
una perspectiva formal. En este sentido se deben situar los estu­
dios de un Vladimir Propp, por ejemplo, sobre la morfología del
cuento maravilloso, o del propio Tzvetan Todorov acerca del
Decameron o del Manuscrito encontrado en Zaragoza. Sin em­
bargo, es preciso tener siempre presente la distinción de base
entre el cuento popular y el cuento literario. El primero es esen­
cialmente narrativo; el segundo conlleva casi siempre elementos
accesorios que oscurecen el nexo ritual e iniciático del cuento con
el mito, ya sean episodios adyacentes meramente ilustrativos,
análisis psicológicos o simples adornos verbales, siguiendo las
consideraciones de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el
prólogo a sus Cuentos breves y extraordinarios.

Para terminar, nada mejor que la acertada síntesis de Van


Gennep en su definición de cuento:
Recitado maravilloso y fabuloso
en el que el lugar de la acción no está localizado,
en el que los personajes no están individualizados,
que responde a un concepto infantil del mundo
y que es de indiferencia moral absoluta.

52
En esta ocasión no es preciso demostrar cómo el ejemplo de
cuento que hemos propuesto se adapta de manera impecable a
los cinco requisitos postulados por el erudito en su definición.

53
EN BUSCA DEL MITO MODERNO: LA EPOPEYA
La epopeya es la formalización literaria del mito heroico por
excelencia. No nos interesa aquí la perspectiva puramente litera­
ria. En cualquier enciclopedia puede comprobarse cómo la epo­
peya forma parte del género épico, narra hechos o vidas memora­
bles (según sea epopeya «de acontecimiento» o «de personaje»,
por utilizar la distinción de Wolfgang Kayser) dentro de un
tono de solemnidad y grandeza en el marco y en los personajes.
Sin embargo, lo que a nosotros nos importa es la consideración
de la epopeya como género portador de mitos; lo que es más,
como principal responsable de nuestro peculiar entendimiento
de los mitos en esta segunda mitad del siglo XX. Con la epopeya,
en efecto, el mito se va identificando de forma poco menos que
exclusiva con la noción de «modelo ejemplar», sin abandonar por
ello su carácter de historia «sacra, verdadera y significativa».
Las dramatis personae de este grandioso teatro épico son siem­
pre símbolos, arquetipos. Los epítetos que acompañan a sus
nombres pueden ayudarnos a precisar su naturaleza. Rolando,
por ejemplo, es siempre preux (proz en el manuscrito de Oxford
editado por Joseph Bédier, «valiente»), del mismo modo que su
amigo Olivier es siempre sage («prudente»). Ello no significa que
Olivier sea cobarde respecto a Rolando, pero no cabe duda de
que, si algo simboliza, es precisamente el «buen juicio», el «valor
heroico mesurado». Como el sobrino del emperador de la douce
France simboliza la «valentía».
La épica es, pues, el género literario que reproduce con mayor
fidelidad el carácter «ejemplar» del mito. Dicho carácter «ejem­
plar» se acentúa notablemente con la radical similitud que pre­
sentan todas las materias épicas —orales o escritas— conocidas.
Lo que coadyuva a demostrar la identidad del hombre consigo
mismo a través del tiempo y del espacio está, de algún modo,
insistiendo sobre la «ejemplaridad» universal de sus hazañas. De
ellas se nutre la epopeya.
Cuando Rustem, el héroe persa, se enfrenta en el Libro de los
Reyes de Firdusi (siglo X) a su hijo Sohrab y le mata sin conocer­
le, no hace sino «imitar» aquel dramático combate singular entre
el anciano Hildebrando y su hijo Hadubrando en el Hildebrands-
lied o cantar de Hildebrando (redactado en antiguo-alto-alemán
y de composición fácilmente remontable a la segunda mitad del
57
Viñeta de la saga dibujística de Flash Gordon, creado por Alex
Raymond.
PERO SI QUIERES HABLAREMOS UN
LENGUAJE QUE,SIN D U D A J E SERÁ
MAS CO M PRENSIBLE... ¡EL LENGUA
JE DEL ACERO!

EI popular Capitán Trueno


siglo VIII). Recordemos también cómo en la saga dibujística de
Flash Gordon su creador, Alex Raymond, hizo trabar idéntico
combate a su protagonista y al profesor Zarkov, su amigo, sin
que, a pesar de tener los ojos vendados y no poder reconocerse,
hubiese que lamentar ningún desenlace irreparable. De igual
modo, el dibujante español Ambrós, en el cuaderno número 17
de su serie El Capitán Trueno, hace enfrentarse a Trueno y a
Goliath en una pasarela tendida sobre fuego y con sendas cega­
doras capuchas en las cabezas: son los amigos de la saga. Si el
Destino en el epos había dispuesto el «refinado» encuentro bélico
con el fin de ilustrar por medio de un ejemplo meridiano —es la
«enseñanza» de la epopeya— la potencia perversa de los dioses,
en el cómic el duelo es consecuencia del sadismo de un tercero:
el auténtico antagonista. Entre Flash y Zarkov no puede haber
tragedia y, sin embargo, hay algo de aterradoramente incestuoso
en esa pugna familiar entre Hildebrando y Hadubrando o Rus­
tem y Sohrab. Y es que, al cabo, «cada uno de nosotros mata lo
que amai, como gustaba decir en su prisión de Reading el
pérfido Oscar Wilde.
Pero es que, además, el iranio Rustem es Aquiles el griego.
Ambos realizan prodigios de valor en las batallas, son casi invul­
nerables. El héroe de Firdusi sólo sucumbirá (como Sigfrido en la
gesta de los Nibelungos) a la vil emboscada de un hermanastro
traidor, Sheghad, quien le hace caer en una fosa erizada, como
es de rigor, de lanzas puntiagudas. Moribundo, reúne los últi­
mos arrestos para dar muerte a su repugnante asesino, y con
Sheghad desaparecen Hagen, Ganelón, tantos otros malvados, el
Enemigo y la Traición. Téngase en cuenta que en España Mío
Cid Rodrigo Díaz llega a obtener un resonante triunfo guerrero
¡después de muerto! Los héroes son así.
Kalevala es el nombre del poema épico nacional finlandés.
Fue recosido en forma definitiva en 1849 por Elias Lonnrot
(1802-1884), sobre un fondo de leyendas finesas orales realmente
impresionante. Hay que saber que el herrero Ilmarinen, el mági­
co cantor Vainámoinen y el seductor Lemminkáinen se disputan
la forma de una bellísima joven del país enemigo de Pohjola, en
el norte. La muchacha será para aquél de los tres que consiga
forjar el talismán Sampo. Será Ilmarinen el afortunado. El triple
61
Muerte de Sigfrido a manos de Hagen, en la gesta de los Nibelungos.
Secuencia de la película El Cid.
duelo de habilidad y astucia entre los contendientes, su propia
disparidad de oficios y posturas, es una antorcha de luz mítica, y
da lugar a infinidad de interpretaciones simbólicas.
El episodio de Kullervo (cantos XXXI-XXXVI) contiene reso­
nancias de todas las culturas. Lo resumiremos en pocas palabras.
Kullervo —en cierto modo como Orestes, pero’sin Clitemestra—
es criado en la casa de su tío paterno, Untano, presunto asesino
de toda la familia del muchacho. Llegado a la adolescencia —una
feroz adolescencia de músculo y venganza— es vendido como
esclavo al herrero Ilmarinen. Allí mata a la mujer del artífice,
después de haber advertido en el bocado de su manutención
diaria la existencia de una piedra que aquélla había colocado. Y
la mata guiando hasta la casa una manada de fieras que, poseídas
de un repentino anhelo de destrucción, devoran las entrañas y el
cerebro de la dueña. Más tarde encuentra vivos a sus padres, a
quienes creía muertos, en los límites de Laponia. Entonces se
produce un acto nefando: Kullervo seduce y posee a una hermo-
na suya a la que no conocía (muy al contrario de lo que ocurre
con Amnón, plenamente consciente de lo que hace al entablar
relaciones con su hermana Tamar en el segundo libro de Samuel).
Ella, desesperada ante el «pecado» cometido, se arroja a un río.
Él se suicida, no sin antes haber tomado cruel venganza en la
persona de Untano y de su familia. Recordemos que Saxo Gra­
mático, en sus Gestas Danorum («Gestas de los daneses»), refiere
una historia similar: la de un oscuro príncipe danés llamado
Amleth o Hamlet. No cabe duda de que Shakespeare, como el
Dios de los cristianos, está en todas partes, hasta en los pucheros
de Teresa de Jesús. Merece también ser citado aquel pasaje del
canto XLI en el que Váinámoinen-Orfeo tañe el kantele (especie
de harpa), y todos los seres vivos acuden a escucharlo.
La Materia de Bretaña cubre con sus relatos sobre el rey Arturo,
Lancelot, Gawain, Tristán, Ginebra, la Dama del Lago, Isolda la
rubia y tantos personajes de imborrable memoria, muchos siglos
de Medioevo literario. La multitud de fuentes y de tratamientos
que han operado sobre ella la inutilizan, por excesivamente sofis­
ticada, ante unos ojos, los nuestros, que aspiran a posarse tan
sólo sobre los temas épicos menos alambicados, más cercanos al
mito. En su pureza quizá resida su «modernidad». Hay que
64
William Shakespeare. Algunos de los personajes literarios por él
creados se han convertido en mito.
La Materia de Bretaña cubre muchos siglos del Medioevo litera­
rio. En la foto, Tristón luchando en un torneo.
Imagen artúrica del Santo Graal.
decir, sin embargo, que en la leyenda artúrica del Santo Graal (o
Grial) está del todo mitizado el sacramento cristiano de la Euca­
ristía. El Santo Graal, «en un principio vaso de deseos como los
que tan a menudo se encuentran en los cuentos, se convirtió,
junto con la lanza que abrió el costado del Salvador y que hizo
correr la sangre y el agua eucarísticas, en algo santo y sagrado, en
el cáliz de la Última cena» (Van der Leeuw).
En nuestro brevísimo recorrido por el mundo de la epopeya
haremos dos rápidas escalas, confesando el problema que supone
la elección de las mismas entre tantas posibles. Nos ha guiado un
riguroso afán de referencia a los mitos de hoy (que, aunque
degradados, son los mismos mitos de ayer, de siempre). Por ello,
hemos elegido una epopeya tan cercana a la religión viva como la
mesopotámica de Gilgamesh, y una segunda tan próxima a nues­
tra sensibilidad mítica actual como la que glosa las hazañas de
Basilio Digenes Akrites (o Digenis Akritas), en el siglo X y en el
Imperio Bizantino.

GILGAMESH

Sha nagba imuru: son las primeras palabras de la Epopeya de


Gilgamesh, un tema épico à la mode. En cierto modo, son tres
palabras mágicas, si es que la magia de las transposiciones y los
números nos es lícita todavía. «El que lo ha visto todo»: así
comienza una de las primeras versiones épicas del drama de la
mortalidad humana, del límite y de cerco.
La historia de Gilgamesh es una fuente inapreciable de mitos.
Así, en plural. Su fecha de composición es múltiple. Existe una
versión sumeria (reducidísimos fragmentos), así como una segun­
da redacción acadia de la época de la primera dinastía babilónica
(2110-1800 antes de Cristo). Pero la «edición» definitiva es la
conservada en la biblioteca asiría de Asurbanipal (sigló VII antes
de Cristo), en doce tablillas de escritura cuneiforme.
En toda materia épica de tradición oral, la Epopeya de Gilga­
mesh, antes de su fijación por escrito, era una suerte de conglo­
merado mítico en el que se conjugaban los más diversos elemen-
68
Puerta de Ishtar, diosa del amor, de la fertilidad y belleza, en los
muros de Babilonia.
tos. Mientras que el otro gran poema babilónico Enüma elísk
(«Cuando en lo alto...» o Poema de la Creación) refiere el mito
cosmogónico, esto es, la acción creadora del dios nacional Marduk
sobre el universo, Gilgamesh tiene como protagonista a un semi­
diós, divino en sus dos tercios, pero mortal al cabo.
Los dioses babilónicos lamentan profundamente haber creado
a la humanidad y deciden exterminarla. Tan sólo Ea, dios del
agua dulce, se apiada del destino de los hombres y comunica a
Utnapishtim, su sacerdote, la misma viejísima historia que Yahvé
refiriera a Noah ( = Noé). Es un mitema a priori: el diluvio.
Han pasado los años y las generaciones. Gilgamesh, rey de
Uruk, gobierna despóticamente a su pueblo. Su posición privile­
giada le permite ejercer su insaciable lujuria:
No deja el hijo a su padre, la doncella a su madre, ¡la
hija del guerrero, la esposa del noble!

Es necesario advertir que Bien y Mal no estaban claramente di­


ferenciados en Mesopotamia. Los dioses no son virtuosos. El propio
Ea niega ante la asamblea divina, cuando el diluvio ha termina­
do, sus confidencias con Utnapishtim. Los dioses mienten, se
equivocan, castigan sin motivo. Aquí no tiene validez el amuleto
de antropomorfización. Los dioses no son justos, y gobiernan.
Como Gilgamesh.
Pero un igual es siempre molesto. Y los dioses lo saben. Por
ello, para contrarrestar la desmesura del héroe, los inmortales
crean su contrafigura, y surge Enkidu. Es como reinventar a
Gilgamesh de nuevo. Esto los dioses no lo saben y se equivocan
otra vez.
Enkidu (esa primera manifestación del tiernísimo monstruo
del doctor Frankenstein) vive en los bosques en compañía de las
bestias salvajes. Su corazón es puro, su cuerpo es poderoso. El
«buen salvaje» parece mantener una vida de completa bien­
andanza. Pero una experta hieródula ( = prostituta sagrada) llega
de Uruk para «civilizarle». Cuando el héroe abandona su virgini­
dad, los animales se apartan de su lado, no acuden a beber en su
compañía. La hieródula, implacable, insta a Enkidu:

70
Deja que te lleve a la amurallada Uruk, al santo templo,
morada de Anu e Ishtar, donde vive Gilgamesh, perfecto
en fuerza, y como un buey salvaje señorea sobre el pueblo.

Y el héroe se levanta con gran júbilo,«su corazón se ilumina,


ansia un amigo». Son momentos de gran intensidad heroica.
Gilgamesh, por su parte, tiene un sueño, el sueño de la Amis­
tad, su sueño de Enkidu. Su madre es capaz de interpretarlo:
Ciertamente, Gilgamesh, uno como tú
nació en la estepa,
y las colinas le criaron.
Cuando le veas, te regocijarás.

Cuando Enkidu, en efecto, entra por vez primera en Uruk, el


pueblo exclama: ¡Es como Gilgamesh en persona! Y más ade­
lante:
Para Gilgamesh, igual a un dios,
su igual ha comparecido.

Después de un primer instante de enfrentamiento físico, de


rivalidad, se forja una de las más firmes amistades de la ficción
universal. Y es que, inmerso en una dialéctica de exterminio, el
hombre (cuántas veces habrá que decirlo) se encuentra en toda
su pureza. Es en la lucha donde Gilgamesh reconoce en Enkidu a
la mitad de su alma. Es el mito de los «amigos», omnipresente
en el cómic heroico y en el western cinematográfico.
Juntos, Gilgamesh y Enkidu acometen las más altas empresas.
Después vendrán Cástor y Pólux, Orestes y Pílades, Rolando y
Olivier, Batman y Robin. Juntos destruyen a Humbaba, el mons­
truo. En los prolegómenos a este último combate oímos a Gilga­
mesh decir:
¿Quién, amigo mío, puede escalar el cielo?
Sólo los dioses viven eternamente bajo el sol.
Para la humanidad, contados son sus días;
icuanto ejecuta no es sino viento!

71
Es el primero de los n ih il de la saga.

Pero si el sexo (la hieródula) «civilizó» a Enkidu, el sexo va a


matarle. La diosa Ishtar desea al rey de Uruk. Le desea de frente
y a traición, día y noche, calor y frío, luz y oscuridad. Gilgamesh,
no contento con rechazarla, la insulta en alta voz y recrimina su
vida de continua lujuria:
No eres más que un brasero que se apaga con el frío;
una puerta trasera que no detiene la ráfaga ni el huracán;
un palacio que aplasta al valiente...

E Ishtar, la diosa del amor, de la fertilidad y la belleza, se queja


ante Anu, su padre, y Antum, su madre, de la actitud hostil de
Gilgamesh, de la hiriente verdad que salió de sus labios:
Padre mío, ¡Gilgamesh ha acumulado insultos sobre mí!
Gilgamesh ha enumerado mis hediondos hechos, mi feti­
dez y mi impureza.

Un toro sagrado, el Toro del Cielo, es la venganza de la


divinidad. Sin embargo, los héroes consiguen darle muerte. Tras
haberlo vencido, Gilgamesh arroja el muslo derecho de la fiera al
rostro de Ishtar. Jamás un mortal (aunque sus dos tercios sean
divinos) se había atrevido a tanto. Y lo acompaña con palabras
bellamente blasfemas:
Si pudiera atraparte, como a él te trataría.
¡Sus entrañas colgaría a tu ladol

Los amigos completarán más tarde doce trabajos —como Héra­


clès—, doce misiones imposibles con que adornar los doce meses
del año, residuo quizá de un mito solar primitivo.
Pero los dioses —las diosas heridas en su orgullo— no perdo­
nan. Enkidu «ve» un sueño (era el tiempo en que los héroes
veían los sueños). Y su sueño es su muerte: así lo acordaron los
inmortales en asamblea. El héroe selvático se encuentra más y
72
Caza del ciervo. Arte babilónico —siglo XVIII a. C.— (Museo
de Alepo, Siria).
más abatido y, poco después, muere. Del vértigo de la amistad
al vértigo de la muerte.
Por Enkidu, su amigo, Gilgamesh
llora sin duelo, mientras vaga por el llano:
«Cuando muera, ¿no seré como Enkidu?
El espanto ha entrado en mi vientre. »

A la muerte de Schiller, en 1805, Goethe escribirá: ich verliere


nun einen Freund und in demselben die Hdlfte meines Daseins
(«pierdo a un amigo, y, con él, la mitad de mi ser»).
Todos hemos visto alguna vez un filme de John Ford. Todos
hemos admirado esa facilidad del maestro —llorado y muerto
hoy— para trazar un perfecto cuadro de relaciones primarias y
fundamentales que, interpretándose, producen esa sensación de
clasicismo argumentai, de mesura, de oportunidad. La amistad
masculina, esto es, la inalienable amistad del outlaw con sus
secuaces o del sheriff con sus ayudantes rebasa los dominios de la
mística. No otra cosa les sucede a Gilgamesh y a Enkidu, su alter
ego, su Doppelganger (recordemos que así llama Oliveira a Tra­
veler en Rayuela, la preciosa novela de Julio Cortázar). Ambos se
hallaban íntimamente unidos, ligados por el lazo indisoluble de
un común heroísmo. Y Enkidu acaba de morir...
Se habían combatido mutuamente. Habían combatido juntos.
Domeñaron la cólera de Ishtar. Pero son hombres. Todo ha sido
ilusión, efímerc remolino de gloria. Y sobreviene la muerte de
Enkidu, que es también la muerte de Gilgamesh y la muerte de
la espada ante el óxido del tiempo.
Gilgamesh parte en busca de la inmortalidad. Parece un alqui­
mista medieval, o un irlandés en el lejano Oeste durante la
fiebre del oro. Siduri, la cervecera, le interpela:
Gilgamesh, ¿a dónde vagas tú?
La vida que persigues no hallarás.

Y, en seguida, la invitación al placer, el carpe diem que siem­


pre viene precedido por un nihil:

74
Tú, Gilgamesh, llena tu vientre,
goza de día y de noche.
Cada día celebra una fiesta regocijada,
¡día y noche danza tú y juega!

Gilgamesh, en su viaje para alcanzar la vida eterna, decide ir a


ver a Utnapishtim. El Noah babilónico es inmortal y podrá acon­
sejarle.
Para acceder a la inmortalidad, Gilgamesh no debe conciliar el
sueño durante siete días con sus noches. Pero el sueño le aventa
como el torbellino, y Utnapishtim el Lejano dice así a su esposa:

¡Contempla a este héroe que busca la vida!


El sueño le envuelve como una niebla.

Cuando el héroe despierta derrotado por el sueño, siente otra


vez las garras de la muerte atenazándole el cuello:
¿Quéharé, Utnapishtim;
a dónde iré,
ahora que el Despojador hace presa en mis miembros ?
En mi alcoba acecha la muerte,
¡y doquiera que pongo mi pie está la muerte!

Pero el superviviente del diluvio, instado por su mujer, brinda


a Gilgamesh una nueva oportunidad: se trata de una planta, la
planta de la inmortalidad, la que lleva por nombre «El Hombre
se hace Joven en la Senectud». El déspota de Uruk consigue la
hierba y parte de regreso en compañía de Urshanabi, el barquero
de Utnaposhtim. Todo parece ir bien, cuando surge una nueva
—y última— contrariedad.
Gilgamesh vio un pozo cuya agua era fresca.
Bajó a bañarse en el agua.
Una serpiente olfateó la fragancia de la planta;
salió del agua y arrebató la planta.

75
A Gilgamesh ya no le queda, como a Malcolm en Macbeth
(acto IV, escena III), sino «buscar un lugar desolado y romper a
llorar». Sha nagba imuru («El que lo ha visto todo») no ha
olvidado el triste destino del héroe.
Más adelante, en la tablilla XII, aparentemente desconectada
de las anteriores, Enkidu, desde el mundo de las sombras, dicta
a su amigo la ley inexorable de la muerte: todo lo que el hombre
ha querido, todo lo que alegraba su corazón, no es sino polvo ya.
Ceniza, sombra, nada. Son términos que Luis de Góngora nos
legó graduados en forma impecable. Y también Samuel Beckett.
Pocas lecciones épicas tan absolutamente «modernas» como
ésta de Gilgamesh, búsqueda agobiante —y tan humana— del
Tiempo que condona el dolor y la soledad. La epopeya no es otra
cosa aquí que mito, Palabra, efluvio y fantasma del Relato por
antonomasia.

DIGENES AKRITES

El siglo X es el siglo de la epopeya en la historia literaria del


Imperio Bizantino. Fue en tiempos del emperador Romano I
Lecapeno (919-944) cuando un monje anónimo, sobre un nutri­
do acervo de canciones populares, se propuso celebrar en un
poema épico las hazañas de los héroes guerreros de las provincias
fronterizas, siempre en conflicto con los árabes y con los apelatai
(o apelates, castellanizando), especie de «bandidos montañeses
que no reconocían la autoridad del emperador ni la del califa, y
asolaban los territorios de ambos soberanos» (Vasílief). El marco
del relato es, pues, el de las fronteras (akrai, de ahí Akrites) de
Cilicia y Capadocia, que se extendía por aquellas fechas hasta las
riberas del Eufrates.
Basilio es hijo del emir musulmán de Edesa y de Irene, una
hija del estratego bizantino Andronico Ducas raptada por aquél.
Vivimos en una época en la que sarracenos y griegos se toleran
«conceptualmente», hacen la guerra (caballerescamente) y tien­
den a enamorarse de las mujeres de su adversario. (En El Guerre­
ro del Antifaz, conocido cómic subcultural español, constatamos

76
también un rapto similar en los inicios de la saga: el pérfido Alí
Kan —sic— le arrebata la esposa al cristianísimo conde de Roca,
espejo de caballeros; pero la noble dama lleva ya el fruto del
futuro héroe dentro de sus entrañas: no habrá, pues, semilla
infiel en la sangre del protagonista.) El espíritu de tolerancia
reinante hace que nuestro Basilio no vacile en proclamar con
orgullo su doble origen (Di-genes) en su apodo. El segundo
sobrenombre, Akrites, viene a ser simplemente «fronterizo».
La infancia de Digenes —como la de Héraclès en el mito
helénico— rebosa de increíbles prodigios. El propio folklore,
todavía vigente en ciertas regiones de la Turquía actual, nos
informa —cumplida e hiperbólicamente— acerca de esta etapa
de su vida:
Cuando tenía un año, se apoderó de una espada; cuando
tenía dos, tomó una lanza.
Cuando tenía tres años, los hombres le tomaban por
soldado.
Salió fuera, los hombres le hablaban, de ninguno sentía
miedo.

Sabemos que a los doce de su edad ahoga con sus manos a dos
osos y que, a continuación, parte en dos a un león con su espada.
Más tarde, todas sus victorias se llevarán a cabo frente a hom­
bres, sin olvidar algún encuentro memorable con el inevitable
dragón. Cuando sus enemigos se aperciben de que es él quien se
acerca, tiemblan y se atropellan, diciéndose entre sí despavoridos:
En verdad que la audacia y la extremada valentía
descubren en él a Akrites. Estamos perdidos.

Después de combatir con gran éxito a los apelatai, se enamora


perdidamente de Eudoquia, hija de un estratego, a la que rapta,
como hiciera su padre musulmán con su madre cristiana. Antes
ha mantenido una dulcísima entrevista al pie de la ventana de la
joven (que es como decir al pie de la ventana de Julieta Capuleto,
de toda dama que se precie de amar y ser amada en forma
heroica, mitológica):
77
Yo soy joven, lo ves —dice Digenes— . Desconozco los
mecanismos de la pasión, ignoro los caminos que condu­
cen al amor. Pero, si el deseo de poseerte se apoderase de
mi alma, ten por seguro que, aunque tu padre el estrate­
go y todos tus hermanos y servidores se mudasen en fle ­
chas y en espadas centelleantes, ninguno podría alcanzar­
me jamás.

No hay que decir que el padre de Eudoquia se inclina ante el


valor de su futuro yerno: los esponsales se celebrarán en medio
de gran pompa y ceremonial (algo tan importante entre los bi­
zantinos).
Sin embargo, hay un detalle que rinde definitivamente mo­
derno al héroe de la frontera, y es su capacidad de no resistir el
influjo de la pasión amorosa —una vez conocida y asimilada—.
Basilio, es cierto, cede terreno y se doblega en más de una
ocasión ante el impetuoso torrente de la sangre que se agolpa en
sus sentidos. Y en su «derrota» se hace más humano, más nuestro,
más de hoy (por más que «hoy», «ayer», «mañana», no sean más
que términos ficticios). Subrayemos dos pasajes muy significati­
vos a este respecto.
El primero de ellos es particularmente interesante. En una de
sus bélicas andanzas, topa Digenes con una mujer árabe, aban­
donada cobardemente por su seductor, el hijo de un estratego
—otro más— de Bizancio. El héroe salva a la muchacha de la
persecución de sus correligionarios, que habían partido en su
busca ofendidos por su fuga. Pero, cuando la joven le da cuenta
perfecta de su conversión a la fe de Jesucristo, Basilio, repentina­
mente, advierte su presencia real, física, tangible, y siente que su
fortaleza le abandona, presa del fuego más sutil de todos:
A l oír esto, amigo mío, de boca de la joven, una suerte
de llama se introdujo en mi corazón,
una. llama de amor y de unión ilegítima.
En un principio, rechacé mi desenfrenado propósito,
y quise, en lo posible, evitar el pecado.
Pero elfuego no cede si está en contacto con la hierba seca.
Y cuando la subí sobre mi propio caballo

78
San Jorge y el dragon. Mediados del siglo X IV {Gal. Fretjakow,
Moscú).
y emprendimos la marcha hacia Minas de Cobre
(era un lugar cerca de Siria)
vi que me había convertido en fuego puro,
que el deseo aumentaba insoportablemente dentro de mí.
Así, mientras descansábamos por natural necesidad
— mis ojos con su belleza, mis manos con su contacto,
Mi boca con sus besos y m i oído con sus palabras—,
comencé a realizar toda m i acción sin ley
y cuanto quise hacer quedó cumplido.
Satanás y el descuido de mi alma
mancharon nuestra ruta de pecado,
a pesar de que ella se oponía a mi voluntad
invocando al Todopoderoso y a los espíritus familiares.
Pero el Enemigo, campeón de oscuridad,
el Maligno Adversario de nuestro linaje,
hizo que me olvidara del mismísimo Dios
y del castigo del temible día
en el que todas nuestras faltas secretas se revelarán
ante la vista de los ángeles y de los hombres todos.
El héroe invencible deviene el más simple de los mortales. Y es
una mujer el motivo —y la disculpa— de su pecado.
En el segundo pasaje, Digenes llega al crimen, en un desespe­
rado intento de someter la rebelión —victoriosa— de su deseo.
En lucha con los apelatai, nuestro protagonista traba combate
con Maximo la amazona, descendiente de aquellas amazonas que
Alejandro Magno había traído consigo desde la India. Por dos
veces la vence; ésta, para mostrar su sumisión, se ofrece al
vencedor:
Yo soy tu esclava por azar del combate
(dulcemente ella cubrió de besos mi mano diestra).
Y el héroe cristiano sucumbe una vez más ante la belleza de la
mujer, el más difícil de sus oponentes:
Maximo encendía más y más mi deseo
golpeando m i oído con las palabras más dulces.
80
Y era joven y hermosa, encantadora y virgen:
la razón había de ser conquistada por el amor profano.
A l tiempo que nuestra vergüenza se consumaba nuestra
unión.

Sin embargo, esta vez, su arrepentimiento, unido al temor de


que los celos de su esposa se hicieran insoportables, llega en su
desvarío a una peregrina «solución»: matar a la amazona. Repro­
duzcamos los dos versos cruciales:
Habiéndola atrapado, maté sin piedad
a la adúltera·, llevé a cabo el triste crimen.

Y lo llevó a cabo después de haber comunicado a la joven gue­


rrera (a la que llama su luz perfumada, por otra parte) que nadie
podría reprocharle jamás haber matado a una mujer». Inconse­
cuencias del alma heroica.
Basilio Digenes Akrites, héroe de frontera y asesino de muje­
res, se retira por fin a su palacio, en las orillas del mítico río
Éufrates, donde transcurrirá el resto de sus días. A su lado, la fiel
Eudoquia, su esposa legítima ante Dios y ante los hombres. La
mente popular describe así la construcción de su imponente cas­
tillo:
Akrites construyó un palacio, Akrites construyó un jardín,
sobre una llanura, un lugar herboso, un sitio bien
escogido.
Todas las plantas que crecen en el mundo las llevó allí
y las plantó.
Todas las viñas que crecen en el mundo las llevó allí
y las plantó.
Todas las aguas que fluyen por el mundo las llevó allí
y las encauzó en canales.
Todas las aves que cantan en el mundo las trajo, e hizo
nidos para ellas;
cantaban y cantaban sin cesar: «/ Viva por siempre
Akrites!».

81
Sin embargo, un domingo por la mañana, los pájaros modifi­
can el mensaje de sus trinos, y cantan Akrites τηοήτά. Digenes sale
de palacio dispuesto a hacer callar a sus aves, cueste lo que
cueste. No encuentra, empero, a ninguno de los fatídicos canto­
res. En su lugar halla a Caronte (es el folklore quien nos lo
refiere), el siniestro barquero de la Estigia, con quien entabla
vigoroso duelo. Al ser derrotado, el héroe se dispone a morir:
Ven aquí, señora mía, hermosa, tenme listo mi lecho
de muerte,
pon flores sobre la colcha, perfuma con almizcle
la almohada;
y después ve, mi hermosa señora, a escuchar lo
que dicen los vecinos...

Y es que Basilio no debe morir como cualquier otro hombre. Al


final, «su espléndida magnificencia no significa más que la señal
de su derrota íntima» (Bowra). Pero hasta su derrota tiene algo
de divino. Ntf en'vano es un héroe, un héroe mítico. Tiene
treinta y tres áños, como Cristo. Su mujer morirá con él: no
podía explicarse un palacio en la región del Eufrates sin su esposo.

82
PRESENCIA DEL MITO EN NUESTRA SOCIEDAD
UNA DESM m FICACIÓN APARENTE

En este mundo convulso de la segunda mitad del siglo XX


—casi todos los mundos son convulsos, definitivamente convul­
sos para sus contemporáneos— los mitos viven y funcionan mejor
que nunca. Sus estructuras internas muestran hoy la más perfecta
de las economías. Parece evidente que el hombre necesita del
mito. Nuestra época no iba a ser una excepción a este principio
general de «necesidad» que preside la relación hombre-mito.
Sin embargo, y para el observador medio poco avezado, el
siglo XX produce una sensación de vacío en el orden mítico.
Veamos por qué. Si el mito es lo concreto intuitivo, la ciencia es
lo abstracto racional. Desde el Renacimiento, la ciencia —en su
sentido más pragmático, como cimiento de la técnica— se cotiza
muy alto en Occidente. A Federico Nietzsche le preocupaba
hondamente el hecho de que el hombre moderno careciese de
un mito, una mitología, un sistema de mitos interconexos. Y es
que, de algún modo, Sócrates destruyó la. vida de la «cultura»
helénica, así como la impía Ilustración dieciochesca terminó con
el corpus mitológico cristiano. En este mundo de abstracciones,
el hombre ha de llenar forzosamente su vacío con mitos, por
superficiales o «falsos» que éstos sean o puedan parecer. Mitos, al
cabo. Ni sus funciones ni su contenido difieren, en lo funda­
mental, de las funciones y contenido de los mitos en las socieda­
des tradicionales.
En su hermoso libro Mitologías, Roland Barthes estudia los
signos que evidencian la existencia de un pensamiento mítico
—y de su praxis correspondiente— en nuestros días. La publici­
dad, esa gigantesca trituradora, de espíritus, impone, hermana
de la muerte, igualitarios lenguajes mitológicos a los consumido­
res. Junto al Proletario marxista o al Purasangre nazi, el Tour de
Francia, la astrologia a nivel de masas o la elección de «Miss
Universo» se ven convertidos en espacios —y mensajes— míticos,
en, valga la paradoja, «profanos espacios sagrados», señales de la
inagotable capacidad mitidificadora del homo sapiens.
No hay que creer, empero, que nuestro siglo haya creado
nuevos mitos, en el sentido de creación ex nihilo. Lo que ha
85
La sociedad moderna renueva mitos y ritos antiquísimos.
hecho es transformarlos, ampliarlos o disminuirlos, partiendo del
inmenso material que le ha proporcionado una historia «mítica»
ya considerable (piénsese, por ejemplo, en las euforias colectivas
que se desencadenan el día último de año en nuestro supercivili-
zado Occidente, inequívoco resto de mitos y ritos de renovación
antiquísimos). Además, excepción hecha de dos mitologías polí­
ticas (nacional-socialismo y marxismo), la sociedad moderna
—como señala el imprescindible Eliade— no ha albergado en sus
sueños ningún mito que reproduzca, al pie de la letra, el sentido
y la forma que posee el mito en las sociedades tradicionales (por
más que ambos presenten una notable similitud de base), como
comportamiento humano y elemento de civilización a un tiempo.
De cualquier forma, el pretendido proceso de desmitificación
reactivado por el positivismo hace hoy aproximadamente un siglo
no es más que aparente. Superado el estadio mágico, el «método»
mágico en que se detienen únicamente los esquizofrénicos, «nos­
otros somos tan “ mitólogos” como los primitivos» (Tillich). No
podía ser de otro modo. El mito como modelo ejemplar, como
«repetición», es consustancial a la naturaleza humana, al ser del
hombre sobre la tierra. Lo que ocurre es que una inevitable
corriente de sofisticación hace que nuestros mitos sean a la vez
idénticos y diferentes a los «necesitados» por nuestros mayores.
Iguales, porque un mismo peregrinaje, una misma suerte y una
misma nada nos une —hombres de hoy— a los hombres de ayer
y de mañana. Distintos, porque hemos desacralizado, «degrada­
do», las mismas realidades míticas de antaño.
(Porque aquel strip-tease de Ishtar, la diosa, en los infiernos
mesopotámicos por la vida —por la vida que no vuelve— de su
hermoso pastor Tammuz-Adonis, aquel divino strip-tease mítico
de la leyenda antigua, no es hoy sino el cotidiano desvestirse
—no exento de cierta profesionalidad honorable, como dice Bar­
thes— de una mujer anónima, de cualquier mujer digna de ser
definida —con el muy pintoresco d’Alincourt— como una «cria­
tura que se viste, se consume en la charla y se desviste». Sin
embargo, podríamos fácilmente comprobar cómo el sentido ri­
tual, la ceremonia —presente en todo mito— se da con meridia­
na claridad en nuestro poco edificante espectáculo moderno.
Algo, pues, permanece a través de los siglos. Es el concepto de la
87
■— ........................." " n IL* a W ^
Venus y Adonis, por Tiziano (Museo del Prado). El mito es
:l P ra d o , M adrid. (ru. Hull \ cmicol.)
Llegada de la final de 200 metros en la Olimpíada de Munich (1972).
Un match de boxeo supone un retroceso en el tiempo.
El simple juego de los naipes representa un retorno al primer
Tiempo.
«fiesta», ahora despojado de su dimension religiosa. Son miles de
pequeñas diosas sin nombre, muchachas de todas las ciudades
del mundo, herederas de aquella liviana Ishtar, «señora de seño­
ras, diosa de las diosas» para el propagandista, «palacio saqueado
de antemano por los héroes» para Gilgamesh; son miles de muje­
res en busca de su bello Tammuz, de su infierno, de su desnuda
soledad.
El día en que Tammuz suba a mí,
Cuando con la flauta de lapislázuli y el
anillo de cornalina suba a mí,
cuando con él los plañideros y las plañideras suban a mí,
levántense los muertos y huelan el incienso.

En tanto que Tammuz no regrese, el strip-tease seguirá siendo


una trampa mítica, un escenario primordial camuflado para bur­
gueses.)
Y qué decir de la tauromaquia, del atletismo, del boxeo, de
tantos otros deportes y espectáculos. La faena del torero —pres­
cindiendo de su carácter «nupcial»— reproduce siempre una fae­
na «ejemplar», originaria. La media hora escasa que suelen em­
plear los atletas en una carrera de 10 kilómetros sé mide en
Tiempo (con mayúscula), como los 10 segundos de un especialis­
ta en el hectómetro. Cada match de boxeo supone un retroceso
en el tiempo, una salida del reloj que aniquila. El fútbol ayuda a
un número incalculable de cadáveres consumistas a retener du­
rante dos horas su porción inalienable de eternidad. Y ello no es
plausible ni censurable, sino absolutamente real: son superfluos
los juicios de valor a este respecto.
Volver a los «comienzos» es salir de la historia y penetrar en el
mito. El acto (real) de asistir a una representación teatral o de ver
una película, el simple menester de jugar a los naipes, todo lo
que signifique distraerse del tiempo cotidiano para sumergirse en
el mito, representa un retorno al primer Tiempo, un anhelo
fáustico de inmortalidad. Cuando, en la obra de Goethe, profie­
re Fausto su estentóreo \ Detente, Instante, eres tan bellol, no
hace sino resumir en un par de versos inolvidables el argumento
94
«/Detente, Instante, eres tan belfa!» (Goethe). Fausto y Mefistó-
felespasan a galope en caballos negros (Litografía de Delacroix).
La publicidad impone igualitarios lenguajes mitológicos a los
consumidores.
de la pieza, su papel en la misma, el argumento de todos los
mitos que han existido y existirán.
Otro ejemplo característico, interpretado por Andrew Greeley
y por Barthes, es el llamado «culto del coche sagrado». Tampoco
entraña, por supuesto, ninguna novedad, pero es curiosa aquí la
«traslación». Trátase de un culto «nuevo» que posee sus propios
dioses, sus sacerdotisas, sus recientes neófitos y sus veteranos
iniciados. Un último modelo de automóvil es siempre un objeto
sacro, privilegiado. Su aparición es, en el marco suntuario y
festivo de un Salón del Automóvil, el nacimiento de una nueva
forma de salvación. En tal o cual detalle del motor o de la
carrocería puede apreciarse la bondad de una técnica que no ha
vacilado en prestar sus auxilios al hombre a la hora del miedo,
cuando los ensalmos y conjuros tradicionales se han convertido
en meras prácticas sin significado. Hay algo de mesiánico en el
corazón de ese recién nacido ídolo rodante.
Junto a la infinita y sagrada misericordia de la técnica erige sus
reales la justicia universal y equitativa de la publicidad, dispensa­
dora del confort, maestra del bienestar. Todos hemos podido
comprobar los límites de repulsión a que puede llegar este «ordre
nouveau» publicitario. Y ello sin precisión de haber visto ciertas
películas de Jean;Luc Godard (recuérdese Pierrot le fou), en las
que la limpia brillantez de la sátira ha actuado sin piedad sobre
esta desconcertante —y tan concertada— realidad consumista.
¿Y en el terreno religioso? Sobre las ruinas del cristianismo
—hermosas ruinas, altivas, imponentes— el hombre moderno
occidental aún no ha acertado a edificar de nuevo. Los mitos
cristianos se han vuelto hoy —afirma Eliade— simples palabras,
gestos muertos. La progresiva «adaptación» de la Iglesia a las
necesidades de nuestro tiempo no ha conseguido taponar las
numerosas grietas que, a un lado y otro de la ruta, van minando
su futuro. Entre la escatología marxista —terrestre, no divina— y
los extremismos de derecha, la doctrina de Cristo, la más preciosa
síntesis de posturas mítico-religiosas que haya existido nunca,
intenta no perder sus conexiones internas, las de Agustín, Tomás,
Focio y Lutero, las que, interrelacionándose en cuidada y perfec­
ta sinfonía, crearon el sistema-cristiandad de los herejes y los
santos. Su Tiempo primordial —el de la vida, muerte y resurrec-
100
Pantocrator (Abside de S. Clemente de Tahúll, Barcelona).
deportista, el joven político, el actor, el cantante à la mode.
John F. Kennedy. Las masas son la base y reserva del pensamien­
to mítico.
José Ortega y Gasset. En La deshumanización del arte dijo que la
mayoría busca en la novela o en la obra literaria una «historia».
ción del Hijo de Dios— no necesita, empero, de ningún actuali-
zador, viniere de donde viniere. Todo Tiempo es, por esencia
—lo hemos visto— inmortal e imperecedero.
Los dioses y los héroes del siglo XX son la starlette o el depor­
tista, el político joven y agraciado, el actor, el cantante à la
mode. Nada se ha perdido, sin embargo, en intensidad mítica.
El adolescente, la dama burguesa o el intelectual tienen, hoy
como ayer, su galería de modelos «ejemplares», deducidos de su
propio caudal de dioses y héroes imíicos. Pondremos un ejem­
plo: si Roma y Occidente han elaborado un mito paradigmático
a partir de aquellos ilustres y democráticos Gayo y Tiberio Graco,
el mundo moderno está haciendo algo similar con los hermanos
Kennedy, muertos también «ejemplarmente» en aras de no sé
qué harmonía universal (el hecho de que nosotros no alcancemos
a valorar su «sacrificio» no significa nada; basta con que las masas
—auténtica base y gran reserva del pensamiento mítico— sepan
apreciarlo).
En la literatura también se observa esta pervivenda de lo míti­
co. Hemos visto cómo el relato épico —la epopeya— prolonga el
lenguaje del mito. Pues bien, la novela es «nuestra» epopeya
(como lo fuera ya en el siglo XIX). En el veneno de la lectura, el
hombre da cumplimiento momentáneo a su insaciable empresa
de «oír» mitos y de coleccionar sus audiciones a través de los
siglos. La novela nos traslada una vez más a los «comienzos» en
virtud de la magia fascinante que ejerce sobre nosotros su «histo­
ria», su «relato». Como decía José Ortega en La deshumanización
del arte, la mayoría busca en la novela o en la obra literaria una
«historia», algo que ha podido pasar. Esto no quiere decir que el
lector busque tan sólo una realidad cotidiana, un reflejo de su
propia existencia, en la literatura. Lo que, míticamente, intenta­
mos hallar en la novela es su «doble realidad», esto es, tanto su
Realidad como su Ficción, el reflejo del Tiempo primigenio, tan
lejos y tan cerca de nosotros: es otra huida hacia la eternidad, la
búsqueda imposible de un paraíso primeval.
Así, el camino que conduce desde el mito a la literatura mo­
derna —a través de leyenda y epopeya— no es pródigo en inno­
vaciones. Todo puede resumirse en pocas palabras. Todo se redu­
ce a un hecho incontestable: la angustia del hombre ante el
106
Sherlock Holmes y el doctor Watson, famosos personajes creados
por Arthur Conan Doyle.
tiempo que preside su pequefk odisea particular, su deseo de
acceder al Tiempo originario en oue la muerte no ha sido aún
inventada por los dioses del Mal.
Examinando, por ejemplo, la estructura de una novela policíaca
cualquiera, comprobamos cómo se reproduce en ella el esquema
dualista primitivo, el enfrentamiento entre la ley y el crimen, la
virtud y el pecado. Piénsese en las figuras, magistralmente traza­
das por Arthur Conan Doyle, del sumamente perspicaz y droga-
dicto sabueso Sherlock Holmes, y de su contrapartida, el también
muy sagaz —aunque diabólico— profesor Moriarty. En El pro­
blema final, poco antes del presunto exterminio mutuo de am­
bos contrincantes, confiesa el detective al doctor Watson en el
consultorio de éste:
No podría descansar, Watson, no podría permanecer
tranquilo en mi sillón, con el pensamiento de que un
hombre como el profesor Moriarty se paseaba por las ca­
lles de Londres sin que nadie le fuese a la mano.

La luz no puede coexistir con las tinieblas.


Piénsese, además, en los Philo Vance, Nero Wolfe, Maigret y
tantos más; y, de otra parte, en sus malignos e innumerables
antagonistas. Piénsese en esa pugna original entre el Hombre y
la Bestia que supone la dialéctica Inspector Juve/Fantomas, en la
saga «recogida» por Allain y Souvestre. Los triunfos parciales del
delincuente son un mentís al orden de las esferas.
El duelo a muerte entre Drácula y Van Helsing en la novela de
Bram Stoker reproduce a la perfección aquella lucha entre Marduk
—la luz, la primavera— y Tiamat —la oscuridad, el invierno—
en el Poema de la Creación babilónico. El mito, al cabo, es
siempre el mismo. Recordemos, por ejemplo, la inefable descrip­
ción de ambos contendientes. Comenzaremos por el conde
Drácula:
Su rostro era enérgico, muy enérgico, aquilino, con alto
puente en la delgada nariz y ventanas singularmente ar-
108
Orâcula-Chistopher Lee, en la película «El Conde Drácula», ba­
sada en la novela de Bram Stoker.
queadas; despejada frente en forma de cúpula y escaso
cabello en tomo a las sienes pero abundante en el resto
de la cabeza... Cejas macizas casi unidas sobre la nariz...
La boca era de aspecto algo cruel, con dientes peculiar­
mente agudos y blancos, que sobresaltan sobre los labios,
cuya extraordinaria rubicundez revelaba una vitalidad sor­
prendente en un hombre de sus años... Orejas sumamente
puntiagudas en su parte superior... Extrema palidez... A l
ver de cerca sus manos, no pude por menos que notar que
eran más bien toscas, anchas, de dedos gruesos... Tenía
vello en el centro de la palma de la mano. Las uñas eran
largas y finas, cortadas en punta. Cuando el conde se incli­
nó y sus manos me tocaron, no pude reprimir un estreme­
cimiento. Tal vez tenía el aliento rancio, pero sentí una
horrible náusea que, aun en contra de m i voluntad, no
logré disimular.
Todo en el vampiro rezuma frialdad y repugnancia. Sin embar­
go, su oponente, el anciano profesor holandés Van Helsing, re­
presenta una summa de virtudes. No deja de ser curioso el hecho
de que a Drácula se le describa a nivel exterior, físico. El retrato
de Van Helsing, por el contrario, es fundamentalmente interior,
moral. Si una prosopografía nos presenta al «dragón» en el texto
de Stoker, una etopeya da cuenta de «San Jorge» a mayor gloria
suya:
No importa el terreno en que se sitúe, debemos satisfacer
sus deseos. Parece un hombre arbitrario, pero porque co­
noce su especialidad mejor que nadie. Filósofo y metafísi-
co, es uno de los científicos más avanzados de esta época,
y creo que tiene un espíritu totalmente abierto. Nervios
de acero, un temperamento frío, una resolución indoma­
ble, autodominio, tolerancia y el más noble y generoso de
los corazones, todo' esto forma su bagaje para la noble
labor que está realizando en beneficio de la humanidad.
Te digo todo esto para que sepas por qué deposito tanta
confianza en él.
110
Atrozmente prolongada, la acérrima contienda entenderá de
desalientos y tragedias continuas. Al final, el campeón de la cris­
tiandad prevalecerá sobre Satán. La ficción mítica ha de compen­
sar de algún modo los sinsabores diarios, la caducidad de las
horas. La victoria del paladín de la luz es una promesa de eter­
nidad.
Cuando un poeta lírico actual, pongamos el hermético Milosz,
proclama:
Así que la montaña me hubo arrastrado en su vuelo, vi
de pronto abrirse ante mí, sobre el otro espacio, la puerta
de oro de la Memoria, la salida del laberinto,
sabemos por su propio testimonio que los contornos del tiempo
se han, milagrosamente, difuminado. Pues el poeta lírico tam­
bién evoca en su poesía el Tiempo sin tiempo de los orígenes.
No hay duda, en suma, de que una de las funciones de la
literatura consiste precisamente en anular ese tiempo personal
que nos va poco a poco eliminando, y en recobrar a cambio la
intemporalidad de los «comienzos». En el siglo XX como en la
Hélade de Péricles.
Arthur Machen, en Hieroglyphics (Londres, 1923) considera a
la religión como campo de cultivo indispensable para que crezca
y se desarrolle la poesía. Y por religión entiende la conjunción
de mito y ritual. «El mito es el denominador común de la poesía
y de la religión —han escrito Wellek y Warren—. La religión es
el misterio mayor; la poesía, el menor. El mito religioso es la
sanción de alto bordo de la metáfora poética.» Philip Wheel­
wright, por su parte, se pronuncia en contra de aquellos positi­
vistas que «rechazan como ficciones la verted religiosa y la ver­
dad poética», y defiende una perspectiva mítico-religiosa en el
estudio de las artes todas.
Un mito muy extendido en el arte actual es —lo apuntó ya
Eliade— el mito de la vanguardia. Vivimos dentro de una atmós­
fera obsesionada por lo novedoso. El juicio de valor del especta­
dor —nos referimos al espectador culto en general— ha evolucio­
nado del «es una obra de arte (una pieza musical, una película)
perfectamente clásica» al «no aporta nada nuevo, se ha perdido
111
en la repetición de sus posturas expresivas precedentes». Es en la
dificultad de los códigos vanguardistas donde las élites encuen­
tran el verdadero sentido de este arte, la cifra y el símbolo de su
validez. Y es en esa misma dificultad donde reside una especie
de «iniciación» sagrada, requisito indispensable para acceder a la
comprehensión del vanguardismo. El concepto renacentista de la
imitación —considerada la originalidad como un detalle de pési­
mo gusto— es sustituido aquí por un criterio de renovación
permanente (es la «revolución» de Trotski trasplantada al ámbito
artístico). Un ejemplo: películas tan perfectas y cumplidas como
El discreto encanto de la burguesía, del cineasta español Luis
Buñuel, han sido minusvaloradas por cierto sector «avanzado» de
la crítica, por cuanto representan una simple compilación de los
tópicos de su realizador. Lo que es susceptible de considerarse
positivamente (un filme clásico que reúne toda la estética de su
autor), ha sido objeto de no pocas detracciones en los medios
llamados «de vanguardia».
Los mitos de vanguardia traen consigo, entre otras cosas, la
desaparición del antiguo mito decimonónico del «artista maldi­
to». Nuestra sociedad tolera benevolente las extravagancias de
todo aquel que afirma —ilusoriamente— haber encontrado
«nuevos» métodos de creación artística. Asistimos a la deificación
de lo marginado, de lo out. El sistema lo engloba todo, y todo
cuanto se le «opone» forma parte de él. Por elllo, no puede
extrañarnos el hecho de que, a partir de la Segunda Guerra
Mundial, se haya venido gestando un academicismo de vanguar­
dia en literatura (piénsese en los surrealistas, en Beckett o Iones­
co), en pintura («clasicismo» del abstracto o del pop-art), en
música y en el resto de las artes. Y es que la postura más avanza­
da hoy será mañana reaccionaria. Toda teoría vanguardista ter­
minará en «academia». Con todo, no puede negarse el carácter
«experimental» de nuestro presente artístico, la búsqueda ince­
sante de «nuevas» soluciones a «nuevos» problemas. Son los mis­
mos planteamientos del arte alejandrino bajo el glorioso imperio
de los Lágidas, de la creación artística en el Bajo Imperio Roma­
no, en el ocaso del Medioevo o en los últimos estertores del
régimen señorial (siglo XVIII). El grande, el solo secreto de la
humanidad es, precisamente, la transparencia de sus actitudes, la
112
Viñeta de Flash Gordon. En el cómic serio prevalece el sentido
heroico del mito.
terrible claridad de su historia y sus motivaciones. El único men­
saje sin transcripción posible.
¿Y qué sucede con los llamados «mitos de la imagen»? Mien­
tras el arte puro —la pintura, la música, la poesía— discurre por
caminos de síntesis, investigación y experimentalismo, las nece­
sidades artísticas tradicionales —la épica entre ellas— habían de
subsistir de un modo u otro.
El ingrediente mítico de la literatura épica, de la epopeya, es
—lo hemos dicho— algo incontestable. Pues bien, en este mun­
do de la imagen serán el cómic y el cinematógrafo quienes susti­
tuirán en sus formulaciones visuales los métodos orales o escritos
del antiguo sistema épico.
En el cómic (nos referimos siempre al cómic «serio», de gran
saga, no a la caricatura cómica) prevalecerá el sentido heroico de
mito. Pierre Couperie y Edouard François, refiriéndose a la pre­
ciosa serie de Flash Gordon (Alexander Raymond, desde 1934),
han dejado escrito:
El cómic puede ser el medio de expresión de ciertos géne­
ros considerados sin razón como desaparecidos, cuando
tan sólo han cambiado de forma. La epopeya, en particu­
lar, no es un género escrito confinado a tiempos pretéri­
tos: está, por el contrario, viva y muy viva desde hace
cuarenta años, expresada en el cine (western), en el cómic,
en la ciencia-ficción, allí donde la crítica tradicional, pe­
riodística o universitaria, no ha sabido ni sabe reconocerla.
Hay que decir que estas palabras de Couperie y François forman
parte de un trabajo que lleva por título flash Gordon, el mito, la
epopeya: altamente significativo.
En el cine pueden hallarse las más variadas estructuras míticas.
El cine de terror, puesta en escena fílmica de la novela decimo­
nónica de terror, presenta un interés especialísimo, por cuanto
traduce al lenguaje cinematográfico el enfrentamiento primordial
—expuesto de la forma más simplista posible— entre los poderes
del Bien y del Mal, entre el héroe y el monstruo, produciéndose
a veces una curiosa —y no tan desacostumbrada— identificación
del segundo con el primero (es la sugestiva transformación de
114
Escena del filme mítico Drácula.
Jekyll en Hyde, de Abel en Caín: el Cristo y el Anticristo reuni­
dos). Entre las joyas más deslumbrantes de este filón de mitos,
no podemos olvidar aquí el filme memorable y sin tacha que
Tod Browning realizara en 1931 sobre el mito de Drácula; ni a
Terence Fisher y sus creaciones terroríficas para la productora
Hammer (británica), ni a su impecable Christopher Lee-Drácula.
Junto al cinema de terror, debemos referirnos a esa resurección
de la epopeya que supone el western americano, el de John Ford,
Howard Hawks, Robert Aldrich, Michael Curtiz, Anthony Mann,
Raoul Walsh, Fred Zinneman, John Sturges y tantos otros bardos
de la imagen. Y al celuloide de aventuras, tan extenso y comple­
jo en su pureza mitológica, y a la ciencia-ficción.
Esto en lo que atañe al espacio mítico. Pero, ¿y los grandes
mitos «ejemplares» del cinematógrafo? Las grandes estrellas de
Hollywood (druidas venerables del gran «bosque de acebo» de la
industria cinematográfica) se sitúan en el mismo plano que los
personajes de epopeya, que los héroes y santos de antaño. Los
tipos humanos difundidos por el cine: el gángster, la bella vam­
piresa, el seductor sin escrúpulos, el policía obtuso, el cínico, la
joven inocente, el monstruo de maldad, el agente secreto, etc.,
constituyen una «comedia humana» tan impresionante que, de
haber vivido Honoré de Balzac en el mundo de Griffith, Murnau
y Welles, no habría escrito de seguro la suya.
¿No limita con la perfección más divina aquel personaje de
Chandler-Faulkner-Hawks que se llamó Philip Marlowe (Hum­
phrey Bogart) en la película El sueño eterno, de 1947? El héroe
está pidiendo en alta voz un juglar que «componga» sus hazañas.
¿Y esa muñeca platino, esa femme-objet desbordante y adorable
en su ingenuidad que se ha hecho inmortal bajo el nombre
ficticio —y mágico— de Marilyn Monroe? También los héroes
cambian de nombre al acceder a la inmortalidad. Marilyn-Mito-
Monroe, que antes de suicidarse, y después de haber pronuncia­
do —o escrito— la palabra ¡socorro! cinco veces seguidas, nos
legó una última frase (o penúltima, qué más da) de auténtico
escalofrío:
Cuando todo lo que deseo en el mundo es morir.

117
Marilyn Monroe. Los tipos humanos difundidos por el cine cons­
tituyen una «comedia humana».
Viñeta de Big Ben Bolt, el boxeador de Harvard.
Otro tanto acontece con los héroes del cómic, con los «héroes
de papel» (así titula Luis Gasea un interesante volumen sobre el
tema). Junto al detective, al piloto amateur o al boxeador de
buena familia —héroes «modernos», por así llamarlos— , nos
encontramos con el príncipe medieval, el caballero sin defecto o
el consumado espadachín, personajes habituales en el espacio
épico-heroico tradicional.
Y es que el mito obtiene una translación pluscuamperfecta e
las imágenes de los cómix. Los mismos héroes fabulosos que
adornan las paredes de los vasos helénicos o las inumerables salas
del palacio persa o asirio, los mismos que, convertidos en santos
por el cristianismo, pueblan las logias de la leyenda Aurea gótica
y románica, son hoy —siguiendo a Gérard Blanchard— los
personajes de los cómix heroicos. El factor mítico opera con simi­
lar intensidad en creaciones dibujísticas como Tarzán, Flash Gor­
don o el Príncipe Valiente, y en cualquier manifestación épica
primitiva.
Detengámonos en un ejemplo, al objeto de comprobar la su­
pervivencia de mito y epopeya en la saga posiblemente más
famosa del cómic mundial.
En la cubierta de uno de los cuadernos que constituyen la serie
de Superman (traducción española) puede leerse:
Esa kryptonita será nuestra, y ni el mismo
Supermán podrá detenemos.
Son las palabras de un delincuente anónimo, de uno de los
cientos de malhechores sin nombre que se enfrentan al protago­
nista a lo largo de sus treinta y cinco años de vida subcultural en
nuestro planeta. Supermán es Clark Kent. El héroe es, al mismo
tiempo, un superhombre y un periodista gris, pusilánime y re­
traído. La técnica es perfecta: el yanqui medio, el representante
de esa mayoría silenciosa que aún cree en la democracia de 1776,
deviene, como en sueños, el héroe invencible de una epopeya de
consumo (como todas las epopeyas), «versión patológica de un
deseo colectivo de inmortalidad», según Ramón Moix. Pero el
lector posee, para que nada falte a su catarsis íntima, el secreto
que puede dar al traste con el mismísimo superhombre; sabe que
120
Imagen de Clark-Kent en la saga-cómic de Supermán.
la kryptonita, especie de mineral de intenso color verde, emite
un tipo de radiaciones capaces de borrar a Superman-Kent del
mundo de los héroes y de los vivos. La purificación no puede ser
más completa. El yanqui medio es a la vez Sigfrido y Hagen,
Aquiles y Paris, Rustem y Sheghad, Beowulf y el último dragon.
Al identificarse con el héroe, lo hace siempre desde su facultad
de terminar con él. Y es que el lector ha nacido en Los Ángeles,
Ciudad de México o Buenos Aires, no en el lejano planeta
Krypton: la kryptonita no puede afectarle. Por lo tanto, la fija­
ción de sus deseos en la personalidad semidivina del superhombre
no es el único dato a considerar. Está también su identificación
con el delincuente anónimo, con la quimérica —y no quimérica—
empresa de superar lo (en apariencia) insuperable. Y el «talón»
de Supermán, en su vulnerabilidad (a pesar de todo), afinca sus
raíces el otro gran sedante: ningún héroe es absolutamente in­
vencible. Es el insalvable escalón, el abismal peldaño que nos
separa de los dioses.
Los adláteres de la saga funcionan igualmente en un plano
simbólico. Curiosa es su relación con el mundo de la noticia, con
el periodismo. El periodista, con el gángster o el detective priva­
do, se sitúa más allá del sillón, de la familia, de la «normalidad»
burguesa. Téngase en cuenta que el escenario del cómic ha de
ser, salvo en casos especiales, un escenario móvil, de continuos
desplazamientos, a más de los consiguientes azares y situaciones-
límite imposibles. Pues bien, en el espacio múltiple de Superman
nos encontramos frecuentemente con Lois Lane, compañera de
Kent en la redacción del periódico que Perry White dirige, ar­
quetipo de la mujer activa en un mundo que se complace en
girar y seguirá girando hasta el final. Lois Lane: una dama muy
particular entre las más sobresalientes heroínas del cómic. No
cabe duda de que amar a Supermán —platónicamente— tiene
que ser, por fuerza, una vivencia irrepetible. Sin embargo, en su
contacto diario con Clak Kent hay una cierta dosis de desprecio
en la actitud de la joven hacia su mediocre colega. He ahí otro
poderoso motivo para que el lector, abandonando su rutina coti­
diana, pugne por acceder a la efímera gloria que le propone el
mito. Merece la pena intentarlo: Lois es una bonita muchacha de
pelo negro, y nos consta que Supermán no nos ha arrebatado el
122
Imagen de Lois Lane en el cómic Supermán.
placer de besarla por primera vez. Su rostro es el de tantas
jóvenes americanas; su sonrisa, de dentífrico, como en los exqui­
sitos y mordaces desnudos de Thomas Wesselmann; sus gestos,
comedidos y puritanos. Tiene la personalidad habitual en cual­
quier muchachita de Nueva Inglaterra. Su vuelo mítico está su­
bordinado al de Supermán, pero hay algo en ella de dinamismo
e inquietud que basta para reducir, amilanar y eclipsar los grue­
sos lentes y las ideas cortas de Clark Kent. Por encima del «héroe»
del portafolios y del paraguas, por debajo del superhombre, Lois
Lane podría haber adquirido un auténtico carácter con sólo eli­
minar un tanto de su porte pequeñoburgués, de su aire desvaído,
de su horrible peinado y sus sombreros.
Poco hemos de decir de Jimmy Olsen. El jovencísimo repor­
tero pelirrojo ocupa en la historia el lugar destinado al ser inde­
fenso por naturaleza. Mediante un reloj especial de pulsera, pue­
de invocar el auxilio de su amigo Supermán, allí donde él esté.
Pero tampoco Jimmy Olsen es un «personaje», en el sentido
estricto del término. Supermán es un cómic en el que la acción
predomina sobre los caracteres individuales. El mito nunca es un
relato «psicológico». El mito es la Palabra y el Ejemplo.
De escasos valores estéticos, la saga de Supermán es altamente
ilustrativa desde el punto de vista sociopolítico. Prescindiendo de
sus actuaciones impersonales como arma psicológica (ficticia con­
versión del ciudadano medio en superhombre), el invencible
protector del planeta USA-Tierra ha intervenido personalmente
en la política de nuestro tiempo. Y lo ha hecho, como era de
esperar, a favor de los regímenes «democráticos» y en contra de
las dictaduras. Su decidida «intervención» en la última Guerra
Mundial hizo que Goebbels, rector máximo de la propaganda
hitleriana, le motejara de «judío» en 1940. En esta ocasión, la
mitología nacionalsocialista se equivocaba por completo: «El
mito, el héroe deificado, es eterno, está por encima de los regí­
menes políticos» (Luis Gasea).
Para contrarrestar la excesiva arrogancia «democrática» de los
héroes americanos, la Italia de Benito Mussolini ideó también su
personaje heroico a nivel de masas. Dick Fulmine (nuestro Juan
Centella) representaba a la perfección las virtudes del hombre
nuevo del fascismo italiano. El detalle no es impertinente, por
124
CIERTA MAÑANA, JAIME SE PRESENTÉ
MUY ALEGRE Y SOLÍCITO A TRABAJAR...
r PERMÍTEME,
LUISA. ^TIENEN
EN QUE LOS

Jimmy Olsen en la saga-cómic Supermán.


Juan Centella, el popular personaje del cómic español de posguerra.
cuanto esta pugna entre «héroes de papel» es el trasunto de la
otra batalla, la de la sangre y los hornos crematorios. Las socieda­
des en conflicto necesitaban banderas, música y vino para justifi­
car sus errores. Y héroes, para convertir la masacre en un duelo
caballeresco.
(Interesante es cómo precisamente en Norteamérica es donde
ha alcanzado más desarrollo la industria del cómic. El Imperio
Americano está necesitado de héroes y de mitos, nunca está lo
suficientemente abastecido de ellos. Supermán puede ser el sím­
bolo de su optimismo y de su decadencia. Y es que no hay duda
de que los muchachos de Texas o de Ohio que acudieron a
Europa en 1944 —luchaban en el Pacífico desde 1941— a com­
batir lo que ellos consideraban la encarnación del Mal, lo hacían
con el brillo de la victoria reflejado en sus ojos. Por debajo de la
goma hinchable y de la revista ilustrada latía el inmenso corazón
de un pueblo joven que no había conocido la derrota. Sin em­
bargo, tras Corea y Vietnam, la nación yanqui no ha recuperado
los espléndidos pulsos de otro tiempo. Quizá tan sólo movimien­
tos de componente mítico tan fácilmente advertible como el de
los Black Panthers puedan entenderse hoy en día los USA en una
perspectiva heroica).
Hemos podido ir viendo cómo el hombre, ser mítico —y mi-
mético— por exigencias de su propia condición, aspira a codear­
se, en su lucha sin cuartel contra el tiempo, con sus héroes, los
que él mismo ha creado para combatir el implacable transcurrir
de los años. La gran desgracia, la catástrofe de nuestros días es,
quizá, la identificación del mito con. la fábula, con la historia
ficticia. Con todo, las formulaciones míticas continúan produ­
ciendo idénticos efectos psicológicos en el que las acepta como
modelos «ejemplares» de vida. Y dicha aceptación no alcanzó
nunca tanto vigor y vida, tanta sinceridad, como en el caso de los
dos fenómenos míticos más apasionantes del siglo XX. Se trata
de dos mitologías políticas. Con ellas concluiremos nuestra ex­
posición.

127
DOS MITOLOGÍAS POLÍTICAS

Nada se asemeja más al pensamiento


mítico que la ideología política
Claude Lévi-Strauss
Entre las mitologías políticas de nuestro siglo destacan con luz
propia dos. No puede caber la menor duda de que nos estamos
refiriendo al nacionalsocialismo (alemán) y al marxismo (sovié­
tico). Veamos algunos de los rasgos míticos que caracterizan a
ambas ideologías.

NACIONALSOCIALISMO

El famoso poeta alemán Stefan George (1868-1933) buscó du­


rante toda su vida el «arquetipo del gran hombre que encarna la
divinidad y se constituye en norma y juicio de su época» (Marti­
ni). Suyo es aquel inconfundible verso:
Muerto está el pueblo cuyos dioses mueren,
patética llamada a la reconstrucción espiritual de Alemania. Bien
lo sabía Hitler: por ello ofreció a su patria, en holocausto por su
salvación, un nuevo panteón de dioses suicidas.
Periódicamente, el mito racista de los «arios» reaparece en
Occidente, especialmente en Alemania. En el lapso de tiempo
comprendido entre 1933 y 1945, políticos impregnados de este
barniz mítico-ideológico ocuparon el poder en el país maravilloso
de los hermanos Grimm, de Goethe, el semidiós, y de Beetho­
ven. Hitler y sus satélites acudían, en efecto, al modelo ejemplar
de los «comienzos» para justificar su ensambladura sociopolítica.
El pueblo alemán se identificará con el Herrenvolk («pueblo de
señores») de Federico Nietzsche: todas las prospecciones del pen­
samiento nacionalsocialista tenderán a corroborar semejante
128
identidad. Y es en la Historia (con mayúscula), en un pasado
más o menos remoto, donde va a encontrar razón de ser y desa­
rrollo esta mitología política.
Recordemos, a guisa de ejemplo, el comienzo de un hermoso
poema: el Nibelungenlied o cantar de los Nibelungos. Reza así
en la pulcra traducción decimonónica de A. Fernández Merino
(con algunos retoques nuestros):
Las tradiciones de los antiguos tiempos nos refieren mara­
villas, nos hablan de héroes ricos en honra, de audaces
empresas, de fiestas alegres, de lágrimas y de gemidos.
Ahora podréis escuchar de nuevo la maravillosa historia
de aquellos guerreros valerosos.
Hemos subrayado de nuevo por cuanto el nacionalsocialismo as­
pira a ser también otro de nuevo en esta larga serie de historias
fabulosas y legendarias que embellecen los actos de los pueblos
desde el principio. A nivel mítico —único que nos interesa—, es
evidente el interés que presenta tal programa vital e ideológico.
Y es evidente también que va dedicado a la memoria de esos mis­
mos héroes —alemanes de hoy, de ayer, de siempre— el tributo
de Alfred Rosenberg, máximo ideólogo de la doctrina na’i, en la
dedicatoria de su curioso volumen Der Mythus des 20. Jahrhun-
derts («El mito del siglo XX»), Esta vez son los hombres del
Kaiser, «los dos millones de héroes alemanes que. cayeron en la
Guerra Mundial —Rosenberg, claro está, se refiere a la Primera
Gran Guerra— por un modo alemán de concebir la vida y por
un reich de honra y libertad». Un par de coincidencias: la misma
palabra germánica Held («héroe») figura al mismo tiempo en el
In memoriam del intelectual y en el verso 2 de la Epopeya de
Sigfrido; idéntico término Ehre («honra, honor») es utilizado por
el autor anónimo del cantar épico y por Alfred Rosenberg. Hace
sólo cuarenta años, más de cincuenta millones de alemanes pug­
naban por recuperar colectivamente la «pureza racial, la fuerza
física, la nobleza, la moral heroica» (Eliade) de sus antepasados.
Es difícil hallar un caso tan patente de pervivenda del pensa­
miento mítico en nuestros días. Por lo demás, el término «mito»
equivale (en Rosenberg) tanto a «palabra sacra» ( = Palabra) como
129
Alfred Rosenberg, gran ideólogo nazi.
Hace cuarenta años, millones de alemanes pugnaban por recupe­
rar la pureza racial, la fuerza física y la moral heroica.
a «ideología». De ahí el subtítulo del libro: Una valoración de las
situaciones conflictivas anímico-ideológicas de nuestro tiempo.
La obra se sitúa (en su aspecto no propagandístico) en una línea
spengleriana de pensamiento. No hay que olvidar que Oswald
Spengler publicó La decadencia de Occidente en 1916; El mito
del siglo X X vio su primera luz en 1930.
De otra parte, la mitología nacionalsocialista reproduce con
absoluta fidelidad al original el pesimismo sustancial de la mito­
logía germánica: la Gótterdammerung («crepúsculo de los dio­
ses») wagneriana o la Ragnarók («fin del mundo») dé los antiguos
escandinavos. No hay duda de que, en la invitación a ese suici­
dio multitudinario que suponía el dominio del mundo por el
Tercer Reich, Hitler y sus correligionarios daban perfecto cumpli­
miento a las aspiraciones de una raza que, desde los comienzos,
aventuró una postrimería catastrófica para intentar explicarse un
mundo a todas luces inexplicable. Después del caos, empero, el
mundo renacería a la luz y a las formas, nuevo como un héroe
tras haberse bañado en la sangre de un dragón. El consuelo
cristiano —presente de algún modo en el marxismo— es el gran
ausente en esta Weltanschauung de guerra y muerte en busca de
una catarsis o purificación final tan relativa como lo es, precaria
eternidad, la «supervivencia» de unos dioses que pierden la vida
en última batalla frente a demonios y gigantes. Porque el nacio­
nalsocialismo es una mitología de raíces profundamente paganas
que, mediante oportunos pactos con las dos iglesias cristianas
prevalentes en Alemania, supo divertir la atención del intérprete
externo. Y es que el nazismo se resistirá siempre a consideracio­
nes simplistas —críticas o no— fundamentadas en datos llama­
dos «incontestables», como la existencia de un espíritu de revan­
cha, una revolución socialista abortada o el apoyo de la pequeña
burguesía. Se trata de algo mucho más profundo. Se nos antoja
un símil, por imperfecto que éste sea: imaginemos por un mo­
mento que un pueblo hispanoamericano cualquiera operase una
revolución en el seno de su propio país, con vías a restablecer en
vida y pensamiento el fondo mítico primitivo de sus mayores.
Curioso es, a este respecto, cómo ciertos núcleos progresistas de
países sudamericanos tienden a revalorizar la lengua indígena en
hipocorísticos y lenguaje afectivo, llegando incluso a proponer
132
medidas de retorno al pasado prehispánico en el aspecto cultural.
Este proceso de indigenización lleva consigo la subsiguiente pa-
ganización en lo religioso. Del mismo modo actúan Hitler y los
suyos: nunca la búsqueda de los «orígenes» había adquirido en el
mundo moderno perfiles tan intransigentes y rotundos.
Por lo demás, la cristianización de los pueblos germánicos no
fue sino aparente. Bajo las nuevas fórmulas judeocristianas alentó
siempre el primitivo Volksgeist («espíritu del pueblo») de los
antiguos «señores» por antonomasia, el espíritu indomable de su
raza. De ahí que en el nacionalsocialismo todo el sistema cristia­
no de creencias de ultratumba, de consuelos y bálsamos edifican­
tes, no signifique nada, y sea sustituido por la sola apetencia de
muerte, de esa muerte que engendra y alimenta toda mitología
—según Constantino Cabal—.
La religión, pues, del nacionalsocialista no acude a médicos ni
a sacerdotes en los momentos de íntima desesperación (Holder-
lin). Al frente de la segunda parte de El mito del siglo XX,
titulada «La esencia del arte germánico», figura esta hermosa
sentencia de Richard Wagner: «La obra de arte es la representa­
ción de la religión viva.» Estamos sin duda pisando un terreno
del más enfervorizado paganismo. La conocida frase de Federico
el Grande.
Ich bin nur Konig, solange ich frei bin
(«Sólo soy rey en tanto que soy libre») podría haberla pronuncia­
do cualquier griego o romano de Plutarco. Como el Renacimien­
to, como la Revolución Burguesa de 1789, también el nacional­
socialismo acusa el impacto y la influencia de aquellos arios disi­
dentes que poblaron la Hélade e Italia. Sin embargo, Hitler no
olvidaba jamás la oposición de sus abuelos a las legiones del
S.P.Q.R. y el resonante triunfo de su Hermann (o Arminio)
sobre el invasor romano en las selvas de Teutoburgo, nueve años
después del nacimiento de Cristo.
Todo suceso histórico tendrá, así, para el nazismo un valor
relativo, en tanto en cuanto su significación sea susceptible de ser
interpretada «germánicamente» o, por el contrario, carezca de
interés desde una perspectiva «aria». A veces el pasaje es volunta-
133
Hôlderlin, {relieve en cera por W. Neubert).
riamente trastocado: la humillación del emperador alemán Enri­
que IV ante el pontífice Gregorio VII en Canossa, por citar un
ejemplo, fue radicalmente subvertida (Enrique «salió airoso» de
aquel difícil trance: lo afirma el dramaturgo nazi Kolbenheyer
en su pieza teatral Gregorio y Enrique, de 1934). La «subversión»
nacionalista alcanzará también al personaje individual. Desde
Eckhart a Wagner desfilará toda una galería de individuos que
serán aprovechados (en mayor o menor medida, con moti­
vo o sin él) como genuinos representantes de una muy pecu­
liar «germanidad» (Deutschtum): Paracelso, Lutero, el propio
Holderlin, el pedagogo Jahn, el escritor romántico Georg Büch­
ner (¿?) y un larguísimo etcétera. El criterio elitista del nacional­
socialismo no podía ser insensible a las hazañas —físicas, morales
o intelectuales— de sus celebridades históricas. Ahora bien, no
conviene hablar de nacionalsocialistas avant la lettre (como ha­
blamos de Münzer o Babeuf en el sentido de precedentes del
cuerpo doctrinal y la praxis marxista): el Volksgeist ario es algo
tan antiguo como la raza aria.
Así pues, las ideas de raza, imperio y culto a la autoridad
{Obrigkeii) son la base transpersonal de este ocaso colectivo de
una nación de héroes que se lanzó impetuosamente tras las hue­
llas de sus míticos ancestros. Incluso Ernst Jünger, uno de los
más brillantes y fervientes apologistas de este Tercer Reich (ob­
sérvese la simbología del número III, 3; hasta en él se atisba el
crepúsculo), se retractó en La paz, obra publicada después del
armisticio, de su anterior y vibrante defensa de la guerra. Pero
desconfiemos sistemáticamente de las palinodias. Aquellos mo­
mentos fueron vividos con un grado de intensidad mítica tal,
que podrá incluso, en el futuro, llegarse a poner en duda su
existencia histórica. Del sueño de grandeza a la pesadilla, Ale­
mania recuperó durante trece años el tiempo mágico, el Tiempo
de los «comienzos». Todo estaba estructurado en función de un
complicado ritual que trascendía lo sociopolítico, y éste no era
sino la expresión de culto de una mitología. En la dispersión de
los brazos de la esvástica nazi —nos decía oralmente Alberto de
Trocóniz— Dionisio yace desmembrado una vez más.
Pero el conflicto bélico precipitó a los nuevos dioses en el
polvo que habían buscado con tanto afán: todavía hoy, sus cadá-
135
La Esvástica nazi.
José de Espronceda. *Que en su arrogancia y sus vicios / / caba­
lleresca apostura / / agilidad y bravura / / ninguno alcanza a
igualar. »
veres insepultos pagan el alto precio impuesto a los suicidas. Su
Ragnarók fue voluntaria e inútil, como los sacrificios humanos en
las culturas primitivas, como nuestro insignificante sacrificio dia­
rio. Sólo pusieron el color dionisíaco, la viveza de un símbolo, la
pureza de un engranaje. Y es que la sangre inocente cumple con
su cometido ceremonial, pero el corazón del dios de la lluvia es
duro como el diamante: la sangre —nuestra sangre— se coagula
y las cosechas permanecen inservibles. Sin embargo, y a semejan­
za del Donjuán salmantino de José de Espronceda, podría decirse
del nacionalsocialismo:
Que en su arrogancia y sus vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a igualar:
Que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza,
pone un sello de grandeza
Don Félix de Montemar.
Es la compensación mítica que justiprecia y valora, a pesar del
castigo, toda desmesura. La deuda contraída con la soberbia.
Cabe, quizá, por ello, la explicación (la sensación) estética:
«En todo pueblo joven y vigoroso la guerra es úna necesidad
vital» (Vlademar Vedel). Ya Bertrán de Born, poeta provenzal
del siglo XII, aconsejaba a sus camaradas, furioso, roto y desme­
dido en medio del fragor de la batalla:
Barones, antes de dejar de hacer la guerra,
empeñad castillos, villas y ciudades.
Antes había dicho:
Pues vale más morir que sobrevivir vencido.
Y lo que es más hermoso: jamás hubo —hay, habrá— un por­
qué ni un para qué. Sólo el héroe y su honor, un campo de bata­
lla y una espada desnuda, y cuellos que cercenar.
138
Escenas caballerescas (siglo XII). «Antes que dejar de hacer la
guerra II empeñad castillos, villas y ciudades* (Bertrán de Borri).
MARXISMO

El individuo
solo
es un mito.
El individuo
solo
es un cero.
El individuo solo,
aun siendo fundamental,
no podría levantar
simplemente un viga de cinco metros.
Y menos una casa de cinco pisos.
El partido
son millones de hombros estrechamente unidos.
El Partido
levantará la vida hasta el cielo,
elevando a todos,
y a cada uno.
El Partido
es la espina dorsal de la clase obrera.
El Partido
es la mera inmortalidad de nuestra causa...
Mayakovski, Lenin (1924)
La sola lectura de este fragmento, traducido por Lila Guerrero,
del poeta soviético Mayakovski nos introduce de lleno en la mito­
logía marxista.
El individuo
solo
es un mito,
esto es, una elaboración artificial fabulada, ficticia (es el sentido
vulgar de «mito»). ¿Qué es lo que existe, pues? El Partido. ¿A
quién o a quiénes representa el Partido? Al conjunto de proleta-
140
ríos de todos los países, al proletariado universal. Lo que no es
pura catcquesis (en el poema) es hipérbole, imaginación poética
(relativa: el propio Mayakovski dejó escrito en su poema Verlaine
y Cézanne: «El poeta, como una prostituta barata, se acuesta con
cualquier palabreja.» Una vez más nos encontramos con el enfa­
doso afán demoledor de los intelectuales revolucionarios: siempre
intentando abrir «nuevos» caminos).
Pero vayamos a lo que nos interesa. Con toda evidencia, el
comunismo marxista presenta una estructura mítica fácilmente
observable. El mitema escatológico del «justo» se fija aquí en la
figura colectiva del proletariado. En su oposición ancestral a la
burguesía (la historia no es más que el resultado diacrónico de
un conflicto entre clases) está delineada una nueva representación
de la pugna primordial entre el Bien y el Mal, entre la luz y las
tinieblas. Este combate a muerte entre San Jorge y el dragón (lo
hemos visto al referirnos a Drácula) implica la victoria final de las
potencias positivas sobre las fuerzas de la Negación. El triunfo se
coronará con la instauración de una nueva Edad de Oro sobre la
tierra, ya sin historia ni clases, paraíso total soñado por los hom­
bre ab initio.
Este fin absoluto de la historia —como dice Eliade— se deriva,
en la doctrina de Karl Marx, del pensamiento judeocristiano. La
postrimería no es aquí catastrófica, al contrario de lo que ocurría
en el nacionalsocialismo; antes bien, constituye el reencuentro de
los seres humanos con la felicidad primigenia, la que gozaron en
los «comienzos», la misma que una oscura noción de pecado
original les arrebató de su lenguaje y de su vida en los tiempos
remotos de aquel primer jardín de las delicias. Frente a semejan­
te concepción escatológica, el historicismo, fiel a la radical «hu­
manidad» de los vaivenes históricos, no puede concebir un nom­
bre sin historia.
Para acelerar el proceso de «beatificación» terrestre que pro­
pugna el marxismo, el hombre debe proseguir con su lucha
diaria, con su diario sacrificio. La batalla de hoy traerá consigo
ineluctablemente la resplandeciente felicidad de mañana. Si en
el nacionalsocialismo la muerte era entendida como única finali­
dad y desenlace, la moral comunista la ha rebajado a la categoría
141
El poeta ruso Mayakovski (1893-1930), en un recital ante los sol
dados del Ejército Rojo.
En la foto, los cosacos del zar persiguiendo a los bolcheviques
por las calles de Petrogrado (1917).
de simple medio. En ese sentido hay que leer aquel verso tri­
membre de Mayakovski:
Yo sería feliz
muriendo
por el hoy.
Era bello morir tras el asalto al Palacio de Invierno, convertir
para siempre nuestro gesto en mueca conmemorativa de la victo­
ria. Es la épica del mito, esta vez útil, altruista, «cristiana».
Ahora bien, el pensamiento marxista, pese a nutrirse en sus
raíces de mitos tan détectables como los expuestos (el «justo» que
redime a los seres humanos, el fin de la historia, etcétera), aspira
a formularse como una doctrina exclusivamente científica y, por
lo tanto, racional. Es el extremo opuesto al irracionalismo nietz-
scheano del Herrenvolk nacionalsocialista. ¿Quiere decirse con
ello que el marxismo abomina a posteriori del mito como len­
guaje y como forma de conocimiento? Por supuesto que no.
Veamos por qué, basándonos en el hermoso libro Poesía heroica,
de Sir Maurice Bowra.
Sabemos que la Revolución Soviética tuvo lugar en 1917. Pues
bien, en los byliny (plural de bylina, «hecho»), especie de poe­
mas heroicos rusos transmitidos oralmente por bardos y juglares,
los dos grandes caudillos comunistas Vladimiro Ilich Ulianov,
llamado Lenin, y José Vissarionovich Stalin han encontrado un
puesto preeminente como «héroes» de nuestro siglo. Que se trata
de un proceso espontáneo y que no es fruto de diestras manipu­
laciones estatales es algo que no debe ponerse en duda. Así pues,
el trasfondo mítico de la Revolución Bolchevique queda perfecta­
mente atestiguado por este género de literatura heroica popular.
El principio marxista de desmitificación no ha operado en abso­
luto sobre estas manifestaciones épicas tan cercanas en concep­
ción y fórmula a los mitos. Advirtamos que los byliny primitivos
se centraron en la figura de otro Vladimiro, príncipe de Kiev de
1113 a 1125, y que desde entonces hasta nuestros días no ha
decaído el género en ningún momento. Así, el bardo —anónimo
o no— ha tributado, con el paso de los siglos, idéntico homenaje
145
Fotograma delfilme Iván el Terrible, de Eisenstein.
a Iván el Terrible y a Vladimiro Lenin, a Pedro el Grande y a
José Stalin.
La configuración interna de la Saga de Lenin, por ejemplo, de
Marfa Kryukova, sigue al pie de la letra las normas acostumbra­
das en todas las materias épicas conocidas. En efecto, la autora,
al comenzar su poema, persevera en el inveterado hábito épico
de intemporalizar la acción:
En aquellos días, en los antiguos días,
en aquellos tiempos, en los antiguos tiempos,
bajo el «Gran Idolo» Zar de sórdida memoria...
(Hay que decir que por «Gran ídolo» se designaba en las sagas
tradicionales a ciertos semifabulosos príncipes paganos de aspecto
monstruoso.)
En otro lugar es Stalin quien, en una arenga al Ejército Rojo,
ilustra a la perfección el dualismo mítico originario entre Bien y
Mal, de evidentes raíces judeocristianas:
Vosotros, soldados camaradas del Ejército Rojo
Debemos aplastar a nuestros enemigos,
dispersar a todo aquél que obra la maldad.
El mismo Stalin que, en sus años de seminario, componía versos
en la lengua de su Georgia natal. El autor de una inspirada
composición A la luna, cuatro de cuyos versos vieron la luz en
una antología de poesía georgiana publicada en ruso en 1939 ,
durante el mandato del dictador:
Y sabe que el que cayó como cenizas sobre la tierra,
a quien esclavizaron hace ya tanto tiempo,
se levantará de nuevo, más alto que las grandes montáñas,
con las alas de la luminosa esperanza.
Hay un pasaje memorable en el que se compara la muerte de
Lenin con el sol poniente. Toda la naturaleza deplora su des­
aparición:
147
La crucifixión de Cristo, por Mathias Grünewald.
Entonces los peces se sumergieron en las profundidades
oceánicas,
las martas huyeron más allá de las islas,
los osos se esparcieron por los oscuros bosques
y el pueblo se vistió con negros vestidos,
con negros vestidos se vistió, con vestidos de duelo.
La muerte de Jesús, en el mito cristiano, va acompañada igual­
mente de prodigios, aunque de índole sobrenatural. Desde la
hora sexta a la hora nona —cuenta Mateo en su Evangelio— ia
más tupida oscuridad se extendió sobre todo el país, el velo del
templo se rasgó de arriba a abajo, sobrevino un terremoto, se
hendieron las piedras, se abrieron los sepulcros. En el tema épico
de Gilgamesh, el protagonista concierta así su planto por el
amigo muerto, por Enkidu:
Lloren por ti el oso, la hiena, la pantera,
el tigre, el ciervo, el leopardo y el león,
los bueyes, el venado, la cabra montes
y las criaturas salvajes del llano.
Lloren por ti el río Ula, por cuyas riberas
solíamos pasear, y el puro Éufrates,
del que sacábamos agua para el odre.
Lloren por ti los guerreros de la amplia y
amurallada Uruk.
Llore por ti quien ensalzó tu nombre.
Llore por ti quien proporcionó grano para tu boca.
Llore por ti quien puso ungüento en tu espalda.
Llore por ti quien puso cerveza en tu boca.
Llore por ti la meretriz que te ungió con
aceite fragante.
¡Lloren los hermanos por ti como hermanas,
crezca larga su cabellera por ti!
La muerte de un héroe —Jesús, Enkidu, Lenin— es siempre
una profunda alteración en el orden de la naturaleza. Sus ojos
vacíos son un mentís al orden («cosmos») del mundo. En su fin
149
Lenin arengando a las masas. El mito comunista se fija aquí en la
figura colectiva del proletariado.
hay mucho de perturbador, de cataclismático. Los héroes no debe­
rían morir nunca realmente. No basta con la precaria superviven­
cia que les otorga nuestro recuerdo.
Tras la noche —el sueño— adviene el despertar a la luz del
día, al prodigio —natural— de vivir. Cuando la saga describe ese
momento en el amanecer del heroe comunista:
Era por la mañana, muy temprano,
al despuntar el rojo y bello sol,
cuando llich salió de su pequeña tienda,
lavó su cara
con el agua helada de una fuente,
secó su cara con una pequeña toalla,
no se puede evitar un estremecimiento de placer: nada nuevo
hay bajo este «rojo y bello» sol, todo está dicho ya desde el
comienzo de los tiempos. Porque en el amanecer de llich Lenin
el bardo ha delineado el despertar de todos los héroes del mundo,
y ello no puede hacer sino tranquilizarnos: el hombre es uno,
desde el héroe sumerio al héroe ruso, desde el homérico al nacio­
nalsocialista, por encima de tiempos, lugares e ideologías, a des­
pecho de razas y de idiomas. Por ello, no deja de causarnos
extrañeza aquel hermoso pasaje de Roland Barthes (no en vano
es un perfecto estilista) que reza:

La palabra del oprimido no puede ser sino pobre, monó­


tona, inmediata: su miseria es la medida misma de su
lenguaje: no posee más que uno, siempre el mismo, el de
Sus actos; el metalenguaje es un lujo inaccesible para él. La
palabra del oprimido es real, como la del leñador, es una
palabra transitiva, casi impotente a la hora de mentir; la
mentira es una riqueza, supone un haber, unas verdades,
unas formas de repuesto. Esta pobreza esencial produce
mitos escasos, pobres; o fugitivos, o pesadamente in­
discretos. ..

151
Sin embargo, la pobreza del campesino ruso y sus legítimos
anhelos de justicia han creado los byliny, herederos directos del
lenguaje mítico primitivo. Y esos byliny son «mentira», como lo
puedan ser los trabajos de Héraclès o el Walhalla germánico.
Pero, ¿es factible todavía hablar de «mito» como opuesto a «reali­
dad», como pura ficción? No creemos. El mito es la Palabra con
mayúscula, una historia sagrada, verdadera. Arriba quedó dicho.
También aquí, en el marxismo, cabe esa explicación (o sensa­
ción) estética de la que hablábamos en el nacionalsocialismo. Y
cabe también aplicar aquí la preciosa sentencia de Valdemar
Vedel: «En todo pueblo joven y vigoroso la guerra es una necesi­
dad vital.» En la Saga de Lenin puede leerse:
Matando un Zar no se arregla nada;
matas un Zar y otro le sustituye.
Debemos pelear, debemos pelear en otro sentido:
contra todos los príncipes, contra todos los nobles,
contra todo orden en vigor hasta ahora.
Guerra, pues, guerra útil y pragmática. Seguirá la final reden­
ción del hombre, su efímero edén sobre la tierra. Recordemos los
versos de Bertolt Brecht:
¿De quién depende que siga la opresión ?
De nosotros.
¿De quién que se acabe ? De nosotros
también.
i Que se levante aquél que está abatidol
¡Aquél que está perdido, que combatal
Otra titánica empresa que se traduce en sangre, el ardor de una
Palabra —una más— tan hermosa.
Nacionalsocialismo y marxismo. Nos guste o no, las dos gran­
des mitologías políticas de nuestro tiempo, reserva de mitos eter­
nos en este mundo de pequeñas mitologías publicitarias, de mi­
serias de humo y de confort. Dos visiones diversas de una misma
Esparta en este mundo de últimas Atenas.
154
INDICE

I. NECESIDAD DEL M I T O ................................. 7


II. MITO, LEYENDA,CUENTO................................23
M i t o ....................................................................... 25
L eyenda.......................................................................32
C u e n to .......................................................................43
III. EN BUSCA DEL MITO MODERNO: LA EPO­
PEYA .......................................................................- 5 5
G ilg a m e s h ...............................................................68
Digenes A k r ite s ....................................................... 76
IV. PRESENCIA DELMITO EN NUESTRA SO­
CIEDAD 83
Una desmitificación a p a re n te ................................ 85
Dos mitologías p o lític a s ....................................... 128
N acionalsocialism o............................................... 128
M a r x is m o ...............................................................140

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