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EDITORIAL PLANETA
EDITORA NACIONAL
Ilustraciones: Archivo EMESA, Editorial Planeta, Manuel Fernández-Galiano y
Fernando G. de Canales
Diseño cubierta: Valeriano Pérez, S.A.
Foto cubierta: «El Triunfo de la m uerte», de Brueghel (Museo del Prado, Madrid)
© Luis Alberto de Cuenca, 1976
Editorial Planeta, S.A.
Calvet, 51-53 Barcelona
Depósito legal: B. 21274-1976
ISBN 84-320-2642-5
Im preso sobre Papeles Martelé y Offset PM, de Sarrio, C.P.L., S.A.
Composición, reproducción, im presión y encuadernación:
Printer, industria gráfica, SA Sant Vicenç dels Horts Barcelona
Printed in Spain - Im preso en España
Para GENOVEVA
En memoria de Adolfo, conde
de Roca y su antifaz
I. NECESIDAD DEL MITO
Necesidad del mito; dos palabras y un relacionante. O, si se
quiere, La necesidad del mito. Tanto da. Pero, ¿por qué nos
referimos al mito como necesario? ¿Para quién es necesario, res
pecto a quién, por qué?
Veamos en primer lugar lo que revela el término «necesidad».
Se llama necesidad —en el Diccionario de la Real Academia— al
«impulso irresistible que hace que las causas obren infaliblemen
te en cierto sentido». Esto es, trasponiéndolo a nuestro lenguaje:
en el hombre se aprecia indefectiblemente una facultad especí
fica que le capacita para crear un tipo de discurso, el místico,
que forma parte de su ser y de su historia. En efecto, cuando
hablamos de «necesidad del mito» nos estamos refiriendo siem
pre al ser humano o, mejor, a los seres humanos. Así, el mito es
necesario para el hombre, y su interés viene dado por el hombre
que, perdido en las nieblas de un remotísimo pasado, ideó este
nuevo género de discurso. Pero, ¿por qué es necesario? Es impo
sible responder sin antes habernos referido al segundo término,
al término «mito».
En el habla vulgar «mito» denota cualquier cosa que se oponga
a «realidad». Así «fábula», «cuento», «metáfora», «ficción», «ale
goría», «representación», «translación» o «lenguaje figurado». Es
su sentido más falaz. Entre los griegos, mythos significaba tanto
«ficción» como simple «conversación» o «discurso». En el sentido
de «ficción» se opuso pronto a logos, «discurso verdadero» y tam
bién «razón», y a historia, «discurso histórico». Y es este sentido
el que va a prevalecer, favorecido por la crítica alejandrina, irres
petuosa con las tradiciones míticas precedentes, y por la comba
tiva e intransigente apologética cristiana. Semejante definición
de «mito» como «fábula» o «ficción» (especialmente alegórica,
sobre todo a partir del estoicismo) funciona a nivel religioso,
contraponiendo el mundo de la mitología al irreconciliable uni
verso de la teología ortodoxa, y se perfila con más rotundidad
con posterioridad al advenimiento del cristianismo al solio impe
rial romano.
Así pues, «necesidad» del «mito». Necesidad real, no ideal ni
formal. Necesidad del sociólogo, antropólogo o lingüista, nunca
necesidad del filósofo logicista. Recordemos, por otra parte, que
«necesidad» también equivale en lenguaje ordinario a «cosa nece-
9
El triunfo c -'rueghel.
saria»; esto es, «construir mitos es una necesidad dei hombre»
(como «veranear en la costa se ha convertido en una necesidad
jara muchos»). Y que «necesidad» es también —aquí de nuevo
ia docta Academia— «todo aquello a lo cual es imposible sus
traerse, faltar o resistir» (porque está ínsito en la naturaleza hu
mana), y es «precisión» al mismo tiempo de «urgencia».
El porqué de esta «necesidad» trasciende la consideración pura
mente lingüística. El hombre es el único ser consciente de su
paulatina e ineluctable destrucción, de su muerte. Constantino
Cabal, por ejemplo, ha estudiado el proceso de formación de los
mitos precisamente a partir de la muerte. Y ha dejado escrito su
pensamiento en palabras muy bellas:
Selva virgen.
Rascacielos neoyorquinos. El hombre moderno ha domeñado a la
naturaleza, ya no la teme.
Samuel, Beckett, escritor irlandés, creador de simbólicos perso
najes.
Detalle del Diluvio Universal, de Miguel Angel. Capilla Sixtina.
nuevo diluvio sea de alguna manera el primero, su imagen refle
jada desde el principio de los tiempos. Los guaraní, pçr ejemplo,
cansados de vivir, encuentran en su cansancio la serenidad mítica
del saber «a consecuencia de qué», no la desesperanza inconsola
ble del «porqué». En uno de sus mitos, la propia Tierra dice
(Nimuendaju): «He devorado demasiados cadáveres; estoy harta,
agotada. ¡Padre,, haz que todo esto acabe!» Hasta la muerte
última, el desastre final, cobra una nueva dimensión de integra
ción en la naturaleza en aquellas sociedades en las que el mito es
la Palabra por excelencia.
Pero «relatar una historia sagrada equivale a revelar un miste
rio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son
dioses o héroes civilizadores, y por esta razón sus gestas constitu
yen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran
sido revelados» (Eliade). Esta formulación lleva consigo una limi
tación en lo temporal a la que ya hemos hecho alguna alusión,
una limitación relativa, ya que el mito se refiere con exclusividad
a la narración· de lo que dioses o héroes llevaron a cabo en una
amplísima época primeval, al principio de los tiempos.
Por ello, y de acuerdo con su proximidad o lejanía respecto del
Tiempo original, el mito es susceptible de «degradarse». Al mito
degradado lo identifica Juan Villegas en La estructura mítica del
héroe con el mito profanizado, esto es, con el mito desprovisto
de su contenido religioso. Es preciso señalar que la mayor parte
de los mitos modernos se hallan desacralizados, por más que
conserven la misma estructura mítica de los mitos de antaño.
Pero de los mitos de hoy hablaremos más tarde.
Por lo que hace a dicha estructura mítica, hagamos para termi
nar una pequeña disgresión terminológica, siguiendo las directri
ces lévi-straussianas à la mode: un mito se compone de mitemas
—del mismo modo que el sistema fonológica de una lengua se
compone de fonemas—, unidades mínimas de significación den
tro del sistema mítico. Por otra parte, Kerényi llama ambigua
mente mitologema a cada uno de los «elementos antiguos trans
mitidos por la tradición que se refieren a dioses y seres divinos, a
combates de héroes y descensos a los infiernos». Tales considera
ciones no revisten especial importancia. Lo que se hace a todas
luces necesario es distinguir al mito de sus géneros afines.
22
MITO, LEYENDA, CUENTO
Es absolutamente imprescindible distinguir entre mito, leyen
da y cuento (popular). Evitaremos con ello al lector multitud de
problemas de concepto. Para llevar a cabo tal distinción, creemos
que será lo más adecuado transcribir un ejemplo de cada una de
estas tres formas de lenguaje, viendo cómo se cumplen en cada
caso las notas que caracterizan a los respectivos géneros. La sola
teoría, si no va acompañada de oportunos ejemplos —como la
sola fe sin buenas obras en la doctrina católica—, hiede a cadáver.
MITO
El país que ya no tenga leyendas — dice el poe
ta— está condenado a morir de frío. Es harto posi
ble. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya
muerto.
Georges Dumézil
Nos ofrece un valioso ejemplo de discurso mítico en su estado
más puro el conocido relato de Hainuwele. Nos basaremos en la
versión recogida in situ por el antropólogo alemán Ad. E. Jensen.
Conozcamos el mito:
Hainuwele {«Rama de cocotero») es el nombre de una
figura mítica femenina entre los wemale de la isla Ceram,
en el archipiélago de las Molucas {Indonesia). D1VINI-
dad dema {los marind-anim de Nueva Guinea llaman así
tanto a los seres del tiempo originario como a las figuras
divinas que intervienen en la creación), representa un
papel muy importante en los llamados «mitos de produc
ción». El mito central refiere la muerte de la diosa-dema
a manos de los dema. Veamos cómo: Hainuwele nació de
la sangre de un cazador, Ameta, y de un cocotero; en tres
días llegó a la pubertad. Pero su fin estaba próximo.
Durante la gran fiesta Maro, fundamentada en la danza,
fue asesinada por los hombre-átmz {ancestros míticos) ·, el
fiel Ameta descuartizó su cuerpo y enterró los pedazos en
distintos lugares (recordemos que Isis, por el contrario, va
25
Terne te lAlM AHER,
WAIGEl
PUhAU-PULAU BATJAN
BANSGAI . SALAW ATI
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30
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41
Oliver Reed en el filme La noche del hombre lobo. En la leyen
da, lo maravilloso e imaginario superan a lo histórico y verdadero.
CUENTO
52
En esta ocasión no es preciso demostrar cómo el ejemplo de
cuento que hemos propuesto se adapta de manera impecable a
los cinco requisitos postulados por el erudito en su definición.
53
EN BUSCA DEL MITO MODERNO: LA EPOPEYA
La epopeya es la formalización literaria del mito heroico por
excelencia. No nos interesa aquí la perspectiva puramente litera
ria. En cualquier enciclopedia puede comprobarse cómo la epo
peya forma parte del género épico, narra hechos o vidas memora
bles (según sea epopeya «de acontecimiento» o «de personaje»,
por utilizar la distinción de Wolfgang Kayser) dentro de un
tono de solemnidad y grandeza en el marco y en los personajes.
Sin embargo, lo que a nosotros nos importa es la consideración
de la epopeya como género portador de mitos; lo que es más,
como principal responsable de nuestro peculiar entendimiento
de los mitos en esta segunda mitad del siglo XX. Con la epopeya,
en efecto, el mito se va identificando de forma poco menos que
exclusiva con la noción de «modelo ejemplar», sin abandonar por
ello su carácter de historia «sacra, verdadera y significativa».
Las dramatis personae de este grandioso teatro épico son siem
pre símbolos, arquetipos. Los epítetos que acompañan a sus
nombres pueden ayudarnos a precisar su naturaleza. Rolando,
por ejemplo, es siempre preux (proz en el manuscrito de Oxford
editado por Joseph Bédier, «valiente»), del mismo modo que su
amigo Olivier es siempre sage («prudente»). Ello no significa que
Olivier sea cobarde respecto a Rolando, pero no cabe duda de
que, si algo simboliza, es precisamente el «buen juicio», el «valor
heroico mesurado». Como el sobrino del emperador de la douce
France simboliza la «valentía».
La épica es, pues, el género literario que reproduce con mayor
fidelidad el carácter «ejemplar» del mito. Dicho carácter «ejem
plar» se acentúa notablemente con la radical similitud que pre
sentan todas las materias épicas —orales o escritas— conocidas.
Lo que coadyuva a demostrar la identidad del hombre consigo
mismo a través del tiempo y del espacio está, de algún modo,
insistiendo sobre la «ejemplaridad» universal de sus hazañas. De
ellas se nutre la epopeya.
Cuando Rustem, el héroe persa, se enfrenta en el Libro de los
Reyes de Firdusi (siglo X) a su hijo Sohrab y le mata sin conocer
le, no hace sino «imitar» aquel dramático combate singular entre
el anciano Hildebrando y su hijo Hadubrando en el Hildebrands-
lied o cantar de Hildebrando (redactado en antiguo-alto-alemán
y de composición fácilmente remontable a la segunda mitad del
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Viñeta de la saga dibujística de Flash Gordon, creado por Alex
Raymond.
PERO SI QUIERES HABLAREMOS UN
LENGUAJE QUE,SIN D U D A J E SERÁ
MAS CO M PRENSIBLE... ¡EL LENGUA
JE DEL ACERO!
GILGAMESH
70
Deja que te lleve a la amurallada Uruk, al santo templo,
morada de Anu e Ishtar, donde vive Gilgamesh, perfecto
en fuerza, y como un buey salvaje señorea sobre el pueblo.
71
Es el primero de los n ih il de la saga.
74
Tú, Gilgamesh, llena tu vientre,
goza de día y de noche.
Cada día celebra una fiesta regocijada,
¡día y noche danza tú y juega!
75
A Gilgamesh ya no le queda, como a Malcolm en Macbeth
(acto IV, escena III), sino «buscar un lugar desolado y romper a
llorar». Sha nagba imuru («El que lo ha visto todo») no ha
olvidado el triste destino del héroe.
Más adelante, en la tablilla XII, aparentemente desconectada
de las anteriores, Enkidu, desde el mundo de las sombras, dicta
a su amigo la ley inexorable de la muerte: todo lo que el hombre
ha querido, todo lo que alegraba su corazón, no es sino polvo ya.
Ceniza, sombra, nada. Son términos que Luis de Góngora nos
legó graduados en forma impecable. Y también Samuel Beckett.
Pocas lecciones épicas tan absolutamente «modernas» como
ésta de Gilgamesh, búsqueda agobiante —y tan humana— del
Tiempo que condona el dolor y la soledad. La epopeya no es otra
cosa aquí que mito, Palabra, efluvio y fantasma del Relato por
antonomasia.
DIGENES AKRITES
76
también un rapto similar en los inicios de la saga: el pérfido Alí
Kan —sic— le arrebata la esposa al cristianísimo conde de Roca,
espejo de caballeros; pero la noble dama lleva ya el fruto del
futuro héroe dentro de sus entrañas: no habrá, pues, semilla
infiel en la sangre del protagonista.) El espíritu de tolerancia
reinante hace que nuestro Basilio no vacile en proclamar con
orgullo su doble origen (Di-genes) en su apodo. El segundo
sobrenombre, Akrites, viene a ser simplemente «fronterizo».
La infancia de Digenes —como la de Héraclès en el mito
helénico— rebosa de increíbles prodigios. El propio folklore,
todavía vigente en ciertas regiones de la Turquía actual, nos
informa —cumplida e hiperbólicamente— acerca de esta etapa
de su vida:
Cuando tenía un año, se apoderó de una espada; cuando
tenía dos, tomó una lanza.
Cuando tenía tres años, los hombres le tomaban por
soldado.
Salió fuera, los hombres le hablaban, de ninguno sentía
miedo.
Sabemos que a los doce de su edad ahoga con sus manos a dos
osos y que, a continuación, parte en dos a un león con su espada.
Más tarde, todas sus victorias se llevarán a cabo frente a hom
bres, sin olvidar algún encuentro memorable con el inevitable
dragón. Cuando sus enemigos se aperciben de que es él quien se
acerca, tiemblan y se atropellan, diciéndose entre sí despavoridos:
En verdad que la audacia y la extremada valentía
descubren en él a Akrites. Estamos perdidos.
78
San Jorge y el dragon. Mediados del siglo X IV {Gal. Fretjakow,
Moscú).
y emprendimos la marcha hacia Minas de Cobre
(era un lugar cerca de Siria)
vi que me había convertido en fuego puro,
que el deseo aumentaba insoportablemente dentro de mí.
Así, mientras descansábamos por natural necesidad
— mis ojos con su belleza, mis manos con su contacto,
Mi boca con sus besos y m i oído con sus palabras—,
comencé a realizar toda m i acción sin ley
y cuanto quise hacer quedó cumplido.
Satanás y el descuido de mi alma
mancharon nuestra ruta de pecado,
a pesar de que ella se oponía a mi voluntad
invocando al Todopoderoso y a los espíritus familiares.
Pero el Enemigo, campeón de oscuridad,
el Maligno Adversario de nuestro linaje,
hizo que me olvidara del mismísimo Dios
y del castigo del temible día
en el que todas nuestras faltas secretas se revelarán
ante la vista de los ángeles y de los hombres todos.
El héroe invencible deviene el más simple de los mortales. Y es
una mujer el motivo —y la disculpa— de su pecado.
En el segundo pasaje, Digenes llega al crimen, en un desespe
rado intento de someter la rebelión —victoriosa— de su deseo.
En lucha con los apelatai, nuestro protagonista traba combate
con Maximo la amazona, descendiente de aquellas amazonas que
Alejandro Magno había traído consigo desde la India. Por dos
veces la vence; ésta, para mostrar su sumisión, se ofrece al
vencedor:
Yo soy tu esclava por azar del combate
(dulcemente ella cubrió de besos mi mano diestra).
Y el héroe cristiano sucumbe una vez más ante la belleza de la
mujer, el más difícil de sus oponentes:
Maximo encendía más y más mi deseo
golpeando m i oído con las palabras más dulces.
80
Y era joven y hermosa, encantadora y virgen:
la razón había de ser conquistada por el amor profano.
A l tiempo que nuestra vergüenza se consumaba nuestra
unión.
81
Sin embargo, un domingo por la mañana, los pájaros modifi
can el mensaje de sus trinos, y cantan Akrites τηοήτά. Digenes sale
de palacio dispuesto a hacer callar a sus aves, cueste lo que
cueste. No encuentra, empero, a ninguno de los fatídicos canto
res. En su lugar halla a Caronte (es el folklore quien nos lo
refiere), el siniestro barquero de la Estigia, con quien entabla
vigoroso duelo. Al ser derrotado, el héroe se dispone a morir:
Ven aquí, señora mía, hermosa, tenme listo mi lecho
de muerte,
pon flores sobre la colcha, perfuma con almizcle
la almohada;
y después ve, mi hermosa señora, a escuchar lo
que dicen los vecinos...
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PRESENCIA DEL MITO EN NUESTRA SOCIEDAD
UNA DESM m FICACIÓN APARENTE
117
Marilyn Monroe. Los tipos humanos difundidos por el cine cons
tituyen una «comedia humana».
Viñeta de Big Ben Bolt, el boxeador de Harvard.
Otro tanto acontece con los héroes del cómic, con los «héroes
de papel» (así titula Luis Gasea un interesante volumen sobre el
tema). Junto al detective, al piloto amateur o al boxeador de
buena familia —héroes «modernos», por así llamarlos— , nos
encontramos con el príncipe medieval, el caballero sin defecto o
el consumado espadachín, personajes habituales en el espacio
épico-heroico tradicional.
Y es que el mito obtiene una translación pluscuamperfecta e
las imágenes de los cómix. Los mismos héroes fabulosos que
adornan las paredes de los vasos helénicos o las inumerables salas
del palacio persa o asirio, los mismos que, convertidos en santos
por el cristianismo, pueblan las logias de la leyenda Aurea gótica
y románica, son hoy —siguiendo a Gérard Blanchard— los
personajes de los cómix heroicos. El factor mítico opera con simi
lar intensidad en creaciones dibujísticas como Tarzán, Flash Gor
don o el Príncipe Valiente, y en cualquier manifestación épica
primitiva.
Detengámonos en un ejemplo, al objeto de comprobar la su
pervivencia de mito y epopeya en la saga posiblemente más
famosa del cómic mundial.
En la cubierta de uno de los cuadernos que constituyen la serie
de Superman (traducción española) puede leerse:
Esa kryptonita será nuestra, y ni el mismo
Supermán podrá detenemos.
Son las palabras de un delincuente anónimo, de uno de los
cientos de malhechores sin nombre que se enfrentan al protago
nista a lo largo de sus treinta y cinco años de vida subcultural en
nuestro planeta. Supermán es Clark Kent. El héroe es, al mismo
tiempo, un superhombre y un periodista gris, pusilánime y re
traído. La técnica es perfecta: el yanqui medio, el representante
de esa mayoría silenciosa que aún cree en la democracia de 1776,
deviene, como en sueños, el héroe invencible de una epopeya de
consumo (como todas las epopeyas), «versión patológica de un
deseo colectivo de inmortalidad», según Ramón Moix. Pero el
lector posee, para que nada falte a su catarsis íntima, el secreto
que puede dar al traste con el mismísimo superhombre; sabe que
120
Imagen de Clark-Kent en la saga-cómic de Supermán.
la kryptonita, especie de mineral de intenso color verde, emite
un tipo de radiaciones capaces de borrar a Superman-Kent del
mundo de los héroes y de los vivos. La purificación no puede ser
más completa. El yanqui medio es a la vez Sigfrido y Hagen,
Aquiles y Paris, Rustem y Sheghad, Beowulf y el último dragon.
Al identificarse con el héroe, lo hace siempre desde su facultad
de terminar con él. Y es que el lector ha nacido en Los Ángeles,
Ciudad de México o Buenos Aires, no en el lejano planeta
Krypton: la kryptonita no puede afectarle. Por lo tanto, la fija
ción de sus deseos en la personalidad semidivina del superhombre
no es el único dato a considerar. Está también su identificación
con el delincuente anónimo, con la quimérica —y no quimérica—
empresa de superar lo (en apariencia) insuperable. Y el «talón»
de Supermán, en su vulnerabilidad (a pesar de todo), afinca sus
raíces el otro gran sedante: ningún héroe es absolutamente in
vencible. Es el insalvable escalón, el abismal peldaño que nos
separa de los dioses.
Los adláteres de la saga funcionan igualmente en un plano
simbólico. Curiosa es su relación con el mundo de la noticia, con
el periodismo. El periodista, con el gángster o el detective priva
do, se sitúa más allá del sillón, de la familia, de la «normalidad»
burguesa. Téngase en cuenta que el escenario del cómic ha de
ser, salvo en casos especiales, un escenario móvil, de continuos
desplazamientos, a más de los consiguientes azares y situaciones-
límite imposibles. Pues bien, en el espacio múltiple de Superman
nos encontramos frecuentemente con Lois Lane, compañera de
Kent en la redacción del periódico que Perry White dirige, ar
quetipo de la mujer activa en un mundo que se complace en
girar y seguirá girando hasta el final. Lois Lane: una dama muy
particular entre las más sobresalientes heroínas del cómic. No
cabe duda de que amar a Supermán —platónicamente— tiene
que ser, por fuerza, una vivencia irrepetible. Sin embargo, en su
contacto diario con Clak Kent hay una cierta dosis de desprecio
en la actitud de la joven hacia su mediocre colega. He ahí otro
poderoso motivo para que el lector, abandonando su rutina coti
diana, pugne por acceder a la efímera gloria que le propone el
mito. Merece la pena intentarlo: Lois es una bonita muchacha de
pelo negro, y nos consta que Supermán no nos ha arrebatado el
122
Imagen de Lois Lane en el cómic Supermán.
placer de besarla por primera vez. Su rostro es el de tantas
jóvenes americanas; su sonrisa, de dentífrico, como en los exqui
sitos y mordaces desnudos de Thomas Wesselmann; sus gestos,
comedidos y puritanos. Tiene la personalidad habitual en cual
quier muchachita de Nueva Inglaterra. Su vuelo mítico está su
bordinado al de Supermán, pero hay algo en ella de dinamismo
e inquietud que basta para reducir, amilanar y eclipsar los grue
sos lentes y las ideas cortas de Clark Kent. Por encima del «héroe»
del portafolios y del paraguas, por debajo del superhombre, Lois
Lane podría haber adquirido un auténtico carácter con sólo eli
minar un tanto de su porte pequeñoburgués, de su aire desvaído,
de su horrible peinado y sus sombreros.
Poco hemos de decir de Jimmy Olsen. El jovencísimo repor
tero pelirrojo ocupa en la historia el lugar destinado al ser inde
fenso por naturaleza. Mediante un reloj especial de pulsera, pue
de invocar el auxilio de su amigo Supermán, allí donde él esté.
Pero tampoco Jimmy Olsen es un «personaje», en el sentido
estricto del término. Supermán es un cómic en el que la acción
predomina sobre los caracteres individuales. El mito nunca es un
relato «psicológico». El mito es la Palabra y el Ejemplo.
De escasos valores estéticos, la saga de Supermán es altamente
ilustrativa desde el punto de vista sociopolítico. Prescindiendo de
sus actuaciones impersonales como arma psicológica (ficticia con
versión del ciudadano medio en superhombre), el invencible
protector del planeta USA-Tierra ha intervenido personalmente
en la política de nuestro tiempo. Y lo ha hecho, como era de
esperar, a favor de los regímenes «democráticos» y en contra de
las dictaduras. Su decidida «intervención» en la última Guerra
Mundial hizo que Goebbels, rector máximo de la propaganda
hitleriana, le motejara de «judío» en 1940. En esta ocasión, la
mitología nacionalsocialista se equivocaba por completo: «El
mito, el héroe deificado, es eterno, está por encima de los regí
menes políticos» (Luis Gasea).
Para contrarrestar la excesiva arrogancia «democrática» de los
héroes americanos, la Italia de Benito Mussolini ideó también su
personaje heroico a nivel de masas. Dick Fulmine (nuestro Juan
Centella) representaba a la perfección las virtudes del hombre
nuevo del fascismo italiano. El detalle no es impertinente, por
124
CIERTA MAÑANA, JAIME SE PRESENTÉ
MUY ALEGRE Y SOLÍCITO A TRABAJAR...
r PERMÍTEME,
LUISA. ^TIENEN
EN QUE LOS
127
DOS MITOLOGÍAS POLÍTICAS
NACIONALSOCIALISMO
El individuo
solo
es un mito.
El individuo
solo
es un cero.
El individuo solo,
aun siendo fundamental,
no podría levantar
simplemente un viga de cinco metros.
Y menos una casa de cinco pisos.
El partido
son millones de hombros estrechamente unidos.
El Partido
levantará la vida hasta el cielo,
elevando a todos,
y a cada uno.
El Partido
es la espina dorsal de la clase obrera.
El Partido
es la mera inmortalidad de nuestra causa...
Mayakovski, Lenin (1924)
La sola lectura de este fragmento, traducido por Lila Guerrero,
del poeta soviético Mayakovski nos introduce de lleno en la mito
logía marxista.
El individuo
solo
es un mito,
esto es, una elaboración artificial fabulada, ficticia (es el sentido
vulgar de «mito»). ¿Qué es lo que existe, pues? El Partido. ¿A
quién o a quiénes representa el Partido? Al conjunto de proleta-
140
ríos de todos los países, al proletariado universal. Lo que no es
pura catcquesis (en el poema) es hipérbole, imaginación poética
(relativa: el propio Mayakovski dejó escrito en su poema Verlaine
y Cézanne: «El poeta, como una prostituta barata, se acuesta con
cualquier palabreja.» Una vez más nos encontramos con el enfa
doso afán demoledor de los intelectuales revolucionarios: siempre
intentando abrir «nuevos» caminos).
Pero vayamos a lo que nos interesa. Con toda evidencia, el
comunismo marxista presenta una estructura mítica fácilmente
observable. El mitema escatológico del «justo» se fija aquí en la
figura colectiva del proletariado. En su oposición ancestral a la
burguesía (la historia no es más que el resultado diacrónico de
un conflicto entre clases) está delineada una nueva representación
de la pugna primordial entre el Bien y el Mal, entre la luz y las
tinieblas. Este combate a muerte entre San Jorge y el dragón (lo
hemos visto al referirnos a Drácula) implica la victoria final de las
potencias positivas sobre las fuerzas de la Negación. El triunfo se
coronará con la instauración de una nueva Edad de Oro sobre la
tierra, ya sin historia ni clases, paraíso total soñado por los hom
bre ab initio.
Este fin absoluto de la historia —como dice Eliade— se deriva,
en la doctrina de Karl Marx, del pensamiento judeocristiano. La
postrimería no es aquí catastrófica, al contrario de lo que ocurría
en el nacionalsocialismo; antes bien, constituye el reencuentro de
los seres humanos con la felicidad primigenia, la que gozaron en
los «comienzos», la misma que una oscura noción de pecado
original les arrebató de su lenguaje y de su vida en los tiempos
remotos de aquel primer jardín de las delicias. Frente a semejan
te concepción escatológica, el historicismo, fiel a la radical «hu
manidad» de los vaivenes históricos, no puede concebir un nom
bre sin historia.
Para acelerar el proceso de «beatificación» terrestre que pro
pugna el marxismo, el hombre debe proseguir con su lucha
diaria, con su diario sacrificio. La batalla de hoy traerá consigo
ineluctablemente la resplandeciente felicidad de mañana. Si en
el nacionalsocialismo la muerte era entendida como única finali
dad y desenlace, la moral comunista la ha rebajado a la categoría
141
El poeta ruso Mayakovski (1893-1930), en un recital ante los sol
dados del Ejército Rojo.
En la foto, los cosacos del zar persiguiendo a los bolcheviques
por las calles de Petrogrado (1917).
de simple medio. En ese sentido hay que leer aquel verso tri
membre de Mayakovski:
Yo sería feliz
muriendo
por el hoy.
Era bello morir tras el asalto al Palacio de Invierno, convertir
para siempre nuestro gesto en mueca conmemorativa de la victo
ria. Es la épica del mito, esta vez útil, altruista, «cristiana».
Ahora bien, el pensamiento marxista, pese a nutrirse en sus
raíces de mitos tan détectables como los expuestos (el «justo» que
redime a los seres humanos, el fin de la historia, etcétera), aspira
a formularse como una doctrina exclusivamente científica y, por
lo tanto, racional. Es el extremo opuesto al irracionalismo nietz-
scheano del Herrenvolk nacionalsocialista. ¿Quiere decirse con
ello que el marxismo abomina a posteriori del mito como len
guaje y como forma de conocimiento? Por supuesto que no.
Veamos por qué, basándonos en el hermoso libro Poesía heroica,
de Sir Maurice Bowra.
Sabemos que la Revolución Soviética tuvo lugar en 1917. Pues
bien, en los byliny (plural de bylina, «hecho»), especie de poe
mas heroicos rusos transmitidos oralmente por bardos y juglares,
los dos grandes caudillos comunistas Vladimiro Ilich Ulianov,
llamado Lenin, y José Vissarionovich Stalin han encontrado un
puesto preeminente como «héroes» de nuestro siglo. Que se trata
de un proceso espontáneo y que no es fruto de diestras manipu
laciones estatales es algo que no debe ponerse en duda. Así pues,
el trasfondo mítico de la Revolución Bolchevique queda perfecta
mente atestiguado por este género de literatura heroica popular.
El principio marxista de desmitificación no ha operado en abso
luto sobre estas manifestaciones épicas tan cercanas en concep
ción y fórmula a los mitos. Advirtamos que los byliny primitivos
se centraron en la figura de otro Vladimiro, príncipe de Kiev de
1113 a 1125, y que desde entonces hasta nuestros días no ha
decaído el género en ningún momento. Así, el bardo —anónimo
o no— ha tributado, con el paso de los siglos, idéntico homenaje
145
Fotograma delfilme Iván el Terrible, de Eisenstein.
a Iván el Terrible y a Vladimiro Lenin, a Pedro el Grande y a
José Stalin.
La configuración interna de la Saga de Lenin, por ejemplo, de
Marfa Kryukova, sigue al pie de la letra las normas acostumbra
das en todas las materias épicas conocidas. En efecto, la autora,
al comenzar su poema, persevera en el inveterado hábito épico
de intemporalizar la acción:
En aquellos días, en los antiguos días,
en aquellos tiempos, en los antiguos tiempos,
bajo el «Gran Idolo» Zar de sórdida memoria...
(Hay que decir que por «Gran ídolo» se designaba en las sagas
tradicionales a ciertos semifabulosos príncipes paganos de aspecto
monstruoso.)
En otro lugar es Stalin quien, en una arenga al Ejército Rojo,
ilustra a la perfección el dualismo mítico originario entre Bien y
Mal, de evidentes raíces judeocristianas:
Vosotros, soldados camaradas del Ejército Rojo
Debemos aplastar a nuestros enemigos,
dispersar a todo aquél que obra la maldad.
El mismo Stalin que, en sus años de seminario, componía versos
en la lengua de su Georgia natal. El autor de una inspirada
composición A la luna, cuatro de cuyos versos vieron la luz en
una antología de poesía georgiana publicada en ruso en 1939 ,
durante el mandato del dictador:
Y sabe que el que cayó como cenizas sobre la tierra,
a quien esclavizaron hace ya tanto tiempo,
se levantará de nuevo, más alto que las grandes montáñas,
con las alas de la luminosa esperanza.
Hay un pasaje memorable en el que se compara la muerte de
Lenin con el sol poniente. Toda la naturaleza deplora su des
aparición:
147
La crucifixión de Cristo, por Mathias Grünewald.
Entonces los peces se sumergieron en las profundidades
oceánicas,
las martas huyeron más allá de las islas,
los osos se esparcieron por los oscuros bosques
y el pueblo se vistió con negros vestidos,
con negros vestidos se vistió, con vestidos de duelo.
La muerte de Jesús, en el mito cristiano, va acompañada igual
mente de prodigios, aunque de índole sobrenatural. Desde la
hora sexta a la hora nona —cuenta Mateo en su Evangelio— ia
más tupida oscuridad se extendió sobre todo el país, el velo del
templo se rasgó de arriba a abajo, sobrevino un terremoto, se
hendieron las piedras, se abrieron los sepulcros. En el tema épico
de Gilgamesh, el protagonista concierta así su planto por el
amigo muerto, por Enkidu:
Lloren por ti el oso, la hiena, la pantera,
el tigre, el ciervo, el leopardo y el león,
los bueyes, el venado, la cabra montes
y las criaturas salvajes del llano.
Lloren por ti el río Ula, por cuyas riberas
solíamos pasear, y el puro Éufrates,
del que sacábamos agua para el odre.
Lloren por ti los guerreros de la amplia y
amurallada Uruk.
Llore por ti quien ensalzó tu nombre.
Llore por ti quien proporcionó grano para tu boca.
Llore por ti quien puso ungüento en tu espalda.
Llore por ti quien puso cerveza en tu boca.
Llore por ti la meretriz que te ungió con
aceite fragante.
¡Lloren los hermanos por ti como hermanas,
crezca larga su cabellera por ti!
La muerte de un héroe —Jesús, Enkidu, Lenin— es siempre
una profunda alteración en el orden de la naturaleza. Sus ojos
vacíos son un mentís al orden («cosmos») del mundo. En su fin
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Lenin arengando a las masas. El mito comunista se fija aquí en la
figura colectiva del proletariado.
hay mucho de perturbador, de cataclismático. Los héroes no debe
rían morir nunca realmente. No basta con la precaria superviven
cia que les otorga nuestro recuerdo.
Tras la noche —el sueño— adviene el despertar a la luz del
día, al prodigio —natural— de vivir. Cuando la saga describe ese
momento en el amanecer del heroe comunista:
Era por la mañana, muy temprano,
al despuntar el rojo y bello sol,
cuando llich salió de su pequeña tienda,
lavó su cara
con el agua helada de una fuente,
secó su cara con una pequeña toalla,
no se puede evitar un estremecimiento de placer: nada nuevo
hay bajo este «rojo y bello» sol, todo está dicho ya desde el
comienzo de los tiempos. Porque en el amanecer de llich Lenin
el bardo ha delineado el despertar de todos los héroes del mundo,
y ello no puede hacer sino tranquilizarnos: el hombre es uno,
desde el héroe sumerio al héroe ruso, desde el homérico al nacio
nalsocialista, por encima de tiempos, lugares e ideologías, a des
pecho de razas y de idiomas. Por ello, no deja de causarnos
extrañeza aquel hermoso pasaje de Roland Barthes (no en vano
es un perfecto estilista) que reza:
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Sin embargo, la pobreza del campesino ruso y sus legítimos
anhelos de justicia han creado los byliny, herederos directos del
lenguaje mítico primitivo. Y esos byliny son «mentira», como lo
puedan ser los trabajos de Héraclès o el Walhalla germánico.
Pero, ¿es factible todavía hablar de «mito» como opuesto a «reali
dad», como pura ficción? No creemos. El mito es la Palabra con
mayúscula, una historia sagrada, verdadera. Arriba quedó dicho.
También aquí, en el marxismo, cabe esa explicación (o sensa
ción) estética de la que hablábamos en el nacionalsocialismo. Y
cabe también aplicar aquí la preciosa sentencia de Valdemar
Vedel: «En todo pueblo joven y vigoroso la guerra es una necesi
dad vital.» En la Saga de Lenin puede leerse:
Matando un Zar no se arregla nada;
matas un Zar y otro le sustituye.
Debemos pelear, debemos pelear en otro sentido:
contra todos los príncipes, contra todos los nobles,
contra todo orden en vigor hasta ahora.
Guerra, pues, guerra útil y pragmática. Seguirá la final reden
ción del hombre, su efímero edén sobre la tierra. Recordemos los
versos de Bertolt Brecht:
¿De quién depende que siga la opresión ?
De nosotros.
¿De quién que se acabe ? De nosotros
también.
i Que se levante aquél que está abatidol
¡Aquél que está perdido, que combatal
Otra titánica empresa que se traduce en sangre, el ardor de una
Palabra —una más— tan hermosa.
Nacionalsocialismo y marxismo. Nos guste o no, las dos gran
des mitologías políticas de nuestro tiempo, reserva de mitos eter
nos en este mundo de pequeñas mitologías publicitarias, de mi
serias de humo y de confort. Dos visiones diversas de una misma
Esparta en este mundo de últimas Atenas.
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