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Pupilo de enterrador

CAPITULO PRIMERO

Una de las costumbres del Oeste, que se convirtieron en ley, se


refería al cargo, poco grato, de enterrador. Le llamaban «Míster
Death». Y en general era poco estimar do y, como habían
tomado la costumbre de vestir de negro, solían separarse de él
cuando entraba en algún local a beber.
Era un cargo que, dependiendo del alcalde, no era éste el que le
nombraba. Solía pasar de padres a hijos, y aunque era poco
estimado, en ciudades populosas y en las que había muertos con
frecuencia, por las peleas en los saloons, suponía un buen
ingreso, porque nadie registraba a los muertos. Y todo lo que
llevaban, si no tenían familia que se hiciera cargo de los gastos
de entierro, pasaba a su propiedad para compensarle de lo que
tenía que gastar en la caja o traje de madera, como llamaban
cómicamente al ataúd.
A veces, cuando el enterrador no quería seguir, solía traspasar el
cargo, mediante una cifra acordada entre el que cesaba y el que
adquiría el derecho de ejercer esa profesión.
Tenían un sueldo por el ayuntamiento, pero cobraban a los
parientes de los muertos las distintas tarifas, que imponían ellos,
según la forma y calidad de las maderas empleadas en los
ataúdes.
Se comentaba, en Silver City, que el enterrador había traspasado
su cargo a un forastero, mediante el pago de una cantidad.
En uno de los muchos locales que había en la población minera,
ultimaban el importe que debía pagar el que se iba a quedar con
ese cargo tan desagradable. Pero tan necesariario
—Tengo una colección «interesante —decía el que cesaba.
—¿A qué se refieres?
—A los objetos qué en los registros de los muertos he
almacenado, y que he ido coleccionando, poniendo una etiqueta
a cada objeto, para saber a quién perteneció. Y en unos libros
curiosos, que he ido cubriendo con datos curiosos. En el tiempo
que llevo en este trabajo, varios años ya, me entretenía en anotar
en unos libros el nombre del muerto y del matador. Motivos de
la pelea y lugar en que ésta sucedió. Empecé por distraerme, y
luego lo he considerado como, una obligación. Tengo cinco
completos. El sexto sólo tiene unas seis páginas. Si quiere,
puede seguir llenándolo. Y se los vendo por diez dólares, los
cinco. Y dos, por el que está en marcha.
—Me quedo con ellos,
—En esos cuadernos está reflejada media ciudad. Pero no hable
de ello, porque le puede costar un disgusto. Hago comentarios
en cada caso, y en algunos demuestro que no fueron accidentes
ni peleas nobles, sino vulgares asesinatos. Y están relacionados
los testigos de cada caso, a los que yo preguntaba, al ir a
hacerme cargo de los muertos.
Más adelante dijo:
—Suelo pagar a unos peones para que abran las tumbas, y se
encargan de manejar la tierra. Me cobran tres dólares por cada
tumba. Pero me he evitado el trabajo más desagradable.
—Si me dice quiénes son, seguiremos igual.
Pagado el traspaso, fueron a visitar al alcalde para
que supiera a quién tendría que pagar los cuarenta dólares al
mes.
El nuevo enterrador dijo al alcalde:
—Tendré dos ayudantes, y deben cobrar lo mismo que yo, cada
uno de ellos. Ya me ha dicho éste que suele haber bastantes
muertes al mes.
—Desgraciadamente es así. Hablaré con los compañeros, y ya le
diré el resultado.
—No creo se deba discutir cuando es para tener un buen
Servicio fúnebre. ¡Es uno de los exponentes de la potencia
económica de una población!
Cuando abandonaban el despacho del alcalde, se había ultimado
el pago de los ayudantes.
Lo primero que hizo el nuevo enterrador fue visitar a un
carpintero para contratar con él lo que le cobraría por cada tipo
de ataúd, con objeto de que fuera más cómodo el tener
almacenados unos cuantos de cada tipo. Y así no tendrían que
trabajar ellos. No había más que partir de lo que le cobrara el
carpintero para aumentar lo que considerase beneficio justo.
—Y lo que, desde luego, hay que cambiar inmediatamente es el
vehículo. Nada de furgón negro. Será un vehículo de color
normal. Y nosotros vestiremos de cow-boys, como vamos
ahora. Nada de uniforme negro.
—Creo que ésa es una buena medida, que no me atrevía yo a
adoptar. Porque todos, hasta ahora, vestimos siempre de negro.
Estoy deseando quitarme esta ropa — decía el cesante—. Pero
¿qué va a hacer? ¿Va a cambiar de vehículo?
—Lo pintaremos de. un color claro. Pero como la forma es tan
especial, lo haremos en carros ligeros. Entoldados, y así nadie
puede identificarnos, ni por la ropa ni por el vehículo.
—Creo que son ideas acertadas. Más de una vez he pensado en
ellas, pero no me he atrevido. La verdad era que estaba
decidido, hace tiempo, a dejar esto. Y si no hubieras aparecido
tú, lo habría dejado igual.
—Pero así íe encuentras con un dinero que no habrías obtenido,
de abandonar.
—Pues estaba decidido. Así que debo darte las gracias por los
dólares que me has entregado.
—Si sé que pensabas marchar de todos modos, te habría
ofrecido mucho menos.
El que había sido enterrador durante irnos años, se dispuso a
marchar. Estaba muy contento por lo que había conseguido por
el puesto que, era cierto, pensaba abandonar.
Entraron los dos en una cantina. La dueña, una muchacha
joven, miraba al que acompañaba al enterrador y dijo:
—Supongo que es el que dicen que se queda en tu puesto.
—Así es — dijo el aludido—. Me llamo Benjamín Me Cloud.
Ben para los amigos.
—Creí que serías un viejo.
—¿Viejo? ¿Por qué?
—Porque, a tus años, no se comprende que te agrade enterrar...
—Alguien tiene que hacerlo. ¿No te parece?
—Pero no podía esperar que lo hiciera uno. tan joven como tú.
Supongo que te ha engañado éste.' Ahora registran a los
muertos antes de que llegue el furgón negro. Antes respetaban
los muertos y no los registraban, pero ahora es distinto.
—Pues deben volver a las buenas costumbres. Eso es robar al
enterrador. Y no está bien. Tendré que hablar con el juez para
que haga saber que han de respetar a los muertos.
—No creo que consigas nada.
—Debe obligar a que dejen tranquilos a los muertos.
—¡Te has equivocado, muchacho! En lo que has tenido un
acierto es en no vestir de negro como éste.
—Tampoco habrá furgón negro.
—Otra gran idea —dijo la joven, riendo—, ¿Sabes lo que
hacían, cuando éste entraba? Se apartaban de él. No les agradaba
estar a su lado.
—Pues no eran justos. Los muertos no se pueden dejar en las
calles ni en los locales. Y alguien ha de encargarse de que sean
enterrados.
—Pero no les agrada estar junto al que se habitúa a permanecer
entre muertos.
—'¡Que te hable él!
—Por eso, yo vestiré de cow-boy.
—Pero así que te conozcan, pasará lo mismo. Vas a ganar unas
semanas, si acaso. Después, se apartarán de ti.
—Que se aparten, pero que respeten a los muertos. Y que no
les roben.
—Eso no lo vas a evitar.
—Si el juez me ayuda, ya lo creo.
—Es que yo — dijo ella, sonriendo — conozco al juez.
Para conseguirlo tenían que dar la orden Ken o Duff... Si, como
supongo, no eres de aquí, me estoy refiriendo a los dos
ganaderos que son quienes, en realidad, han sabido imponer
«su» ley, que es la única que se obedece y acata.
—No debes hablar así — dijo el enterrador, asustado.
—No es un delito decir la verdad. Y este muchacho debe
empezar a ir conociendo la población.
—Vas a tener un serio disgusto. No creas que porque dicen que
Duff anda tras de ti, te van a respetar. Si deciden destrozar este
local, lo harán a pesar de Duff. Y si éste se cansa de lo que
sueles decirle, será el que empujará a un castigo que sabes lo que
puede ser.
—No conozco este pueblo, ni sus problemas. Pero juzgando
por tus propias palabras, entiendo que éste tiene razón. No debe
hablar así.
—No me conceden importancia. Y se ríen de mis insultos.
—¿Ganas algo con ello?
—La satisfacción de decir lo que pienso.
—Terminaré por convencerte para que cambies...
—No lo vas a conseguir — dijo el enterrador que cesaba.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana. No quiero estar un minuto más del necesario.
Estaba deseando poder hacerlo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Trabajar, lejos de aquí, de cow-boy. No quiero estar dónde
me conozcan como Míster Death.
—Pues a mi, no creo me importe me llamen así...—decía Ben.
—Ya verás cuando pase una temporada, y quezal entrar en un
local como éste, se aparten de ti, cuando te pongas ante el
mostrador. No creas que, por no vestir como vo, te van a
respetar.
—No hay duda que no has hecho un buen negocio — decía la
muchacha, riendo—. ¿Tendrás ayudantes?
—Dos — dijo Ben—. No será como ahora. Voy a instalar una
funeraria. Ya tengo nombre para ella. «El Descanso». Y se harán
las cosas como en las grandes ciudades. Se expondrán los
cadáveres una vez en el ataúd, hasta la hora del entierro, y allí, se
podrán hacer los ejercicios religiosos que los familiares quieran
o los amigos. Ya he hablado con el prior de los frailes. Y le ha
parecido muy bien la idea.
—Eso sí me parece una buena medida. Hasta ahora, se metían
en una caja de cuatro tablas y se llevaban a enterrar. Creo que
esos momentos merecen más respeto y más boato. ¿Tienes
local?
—El que deja éste, y que le he comprado también. Lo que haré
es arreglarlo. Y arrinconar el furgón negro. Me he informado de
que la gente, aquí, entendía como de mala suerte encontrarse
con el furgón. Por eso no lo van a encontrar ahora.
—Me parece que yo estaba' equivocado contigo. Vas a
conseguir hacer de la muerte’ un buen negocio para ti.
Entraron unos vaqueros, y uno de ellos dijo:
—¡Vicky! ¿Es verdad que eres amiga de la muchacha de Garvín?
—¿Myrna?
—Sí. Así se llama.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque va a terminar muy mal. ¡Tiene una lengua... jY es su
hermano, el que se va a encargar de ella! ¿Sabes lo que ha
comentado, al saber de la costumbre que tenían los vaqueros del
rancho de su padre de correr la pólvora?
—Conozco bien a Myrna. Hemos formado en el mismo grupo,
en las peleas. Era la más dura de todo el grupo. No creo que
haya llorado una sola vez. Y se lleva muy mal con Lionel, desde
que los dos eran así.
—Ha dicho que la culpa de esos abusos es de la población. Que
si les esperaran escondidos desde las ventanas, con un rifle cada
vecino, sería cuestión de media- hora el acabar con todos.
—Eso lo he dicho muchas veces yo. Y es verdad. No está tan
lejos Tombstone. Había un equipo como el del padre de Myrna;
Una noche quedaron en las calles, a disposición de Mister
Death, catorce vaqueros. Y el dueño del equipo fue colgado. Así
es como suelen terminar los que abusan. Claro que aquí se les
teme, es verdad; y como no vale de mucho el ir a quejarse a las
autoridades..., será lo que al final produzca una estampida... Y es
lo que ha dicho Myrna, con mucha razón.
—Pero no está bien que ella hable del padre y del hermano en la
forma que lo hace.
—Es una buena muchacha.
—Pero tiene una lengua...
—No es un defecto decir lo que se piensa.
—A veces, sí.
—Ella no cambiará — añadió Vicky.
—Son muchos los que, en el rancho, desean castigar esa manera
de hablar.
—Pues te advierto que es muy buena, pero si se enfada...
Lo que comentaban era cierto. Myrna se enfrentaba a su padre y
a su hermano, diciendo las cosas por su nombre.
Decían a Ken Garvín, unos visitantes:
—Estaban reclamando, en el juzgado, los padres de una
jovencita. Parece que Lionel ha tratado de abusar le ella: Y
estaban los ánimos excitados. Menos mal que el juez, que es
amigo tuyo, ha sabido conjurar el peligro. Pero si no aparece por
el pueblo en dos o tres días, lavé, mucho mejor para él.
—La han tomado con Lionel. ¡Todo lo malo se lo cargan a él!
—No irás a decir ahora que tu hijo no es culpable. Sabes, y le
ríes, que persigue a todas las muchachas del pueblo. Se comenta
lo que le sueles decir, cuando te refiere sus hazañas. No lo
ignoran, porque él gusta ir nacer saber que su padre está al lado
suyo. Se enorgullece de esa confianza que le demuestras, al
referirle que tú hacías, cuando tenías su edad...
—No creo que sea un delito tan grave el que le gusten las
muchachas.
—Pero nada de abusar como él suele hacer. Y va siempre
acompañado por los que le ayudan.
—No hagas mucho caso. Lo que pasa es que, como bien que mi
hijo tiene fortuna, le provocan para que pague indemnizaciones.
Pero no pienso dar un centavo más.
—Lo que tienes que hacer es reñirle, y que no cometa errores
que pueden costarle muy caros.
—¿Es que crees que habrá alguien que se atreva a enfrentarse a
mí? ¡No te preocupes! ¡No lo harán!
El amigo marchó, asqueado, y cuando entró en el local de
Vicky, estaba muy enfadado.
—¿Qué le ha dicho su amigo? — preguntó ella, burlona—. Le
han visto cuando entraba en el camino de las viviendas.
—Sí. He estado allí, pero no creo que tenga cura lo de Lionel. Y
no la tiene porque el padre es peor que el hijo.
—¿Es que eso puede ser novedad para usted? — añadió Vicky.
Y se reía, mirando a Ben y a sus dos ayudantes, que habían
entrado a beber.
—No creí que Ken animara a su hijo para perseguir a las
muchachas, pero parece que ríen los dos cuando Lionel refiere
las dificultades frente a las que se resisten.
—Lo sabe toda la población. Van a terminar colgados los dos.
La muchacha va a volver junto a la tía. De seguir aquí,
terminaría por ser la que disparara sobre Lionel. Este odia, cada
día más, a su hermana.
—Myrna le paga con la misma moneda. Es un extraño para ella.
Y un extraño odioso y cobarde. Aunque tengo miedo por ella.
Hay vaqueros de cien dólares. Y éstos pueden ser empleados
contra la muchacha.
—Me ha sorprendido Ken —añadió el ganadero que hablaba.

CAPITULO II

Ben estuvo leyendo los cuadernos entregados por el enterrador.


Le llevaron más de cuatro horas, en una lectura un poco a la
carrera. Se dijo que tenía que leerlo con más detenimiento. Y al
hablar con sus ayudantes, dijo:
—Es un estudio meticuloso y detallado de gran parte de los
vecinos de este pueblo. Supone un estudio sicológico muy
profundo. Nos ha dejado unos documentos de gran valor. Y lo
ha hecho porque no quería que se ignorase lo que él ha estado
observando. Y después de los pocos días que llevamos,
comprendo que esto no lo diera al sheriff ni al juez. Sabía que
eso sería lo más estúpido que podía hacer, y estaba seguro de
que podía ser un suicidio. Ninguna de esas autoridades se
atreverían a enfrentarse a los que figuraban en esos cuadernos.
—¿Figura lo que buscamos en esos cuadernos?
—No se puede saber porque es de suponer que no tendrán,
aquí, el mismo nombre y, si es así, lo que dice en esos cuadernos
no tiene valor alguno. Pero nos va a servir para hacer una buena
limpieza. Y en Santa Fe nos lo agradecerán.
—¿Por qué no lo hacen ellos?
—Porque se ha podrido la parte que debiera estar sana. El juez
ha de estar sobornado o atemorizado.
—Tal vez las dos cosas — dijo, riendo, Dick, uno de sus
ayudantes.
—Y al sheriff lo que le preocupa es que le paguen al mes, y
tener gratis la bebida en todos los establecimientos de la ciudad.
Con estas autoridades, no es extraño lo que el enterrador reseñó
en estos cuadernos. No sospechan, los aquí incluidos, el estudio
que ha hecho ese muchacho de cada uno de ellos. De quien
habla muy bien es de esa amiga de Vicky, aunque añade que, de
seguir así, acabará arrastrada y colgada por su propio hermano.
Y de éste dice lo que él no podría sospechar, pero que me
parece justo. La hermana, al parecer, coincide con él, y no se
recata de decirle lo que piensa.
—Te refieres a esa Myrna, de ia que habla Vicky. ¿No?
—Sí. A ella me refiero. Asimismo, trata bien a Vicky. Pero
añade que: «hay gavilanes sobre esa paloma». Teme por ella.
—¿Y de los pistoleros, dice algo?
—Hay una completa relación de ellos. Incluso no faltan los
detalles de las muertes hechas por algunos de esos pistoleros.
Hay tres de ellos que figuran con tres y hasta cuatro muertos,
asesinados por cada uno de estos personajes, cuyos nombres
quedan reseñados por él.
—¿Y no les detuvieron, aun matando a varias personas?
—Lo razona el enterrador. Los propietarios de los locales en
que se dieron esos hechos, son muy amigos de las autoridades.
Y han justificado esos crímenes como legítima defensa. Estos
cuadernos han de ser documentos muy interesantes para el fiscal
general.
—¿Se los vas a entregar?
—Primero nos servirán a nosotros de referencias admirables.
Tengo la sospecha de que lo que buscamos está reseñado en
estos cuadernos, aunque con distintos nombres. Estoy
estudiando con detenimiento la vida de muchas personas que ha
relatado ese muchacho. No podía sospechar, en él, que estuviera
tan preparado, y estos escritos lo demuestran. Después de leer
esto, no me sorprende que no quisiera seguir. Se ha visto
marginado por la sociedad. Y se ha encerrado en sí mismo,
observando y estudiando a las personas y al entorno que le ha
rodeado. Creo que debo entregar esto al fiscal, lo antes posible.
Y le encargo que hagan una copia para mí. En este estudio
sicológico figuran personajes, que lo son en Santa Pe también.
—Te comprometiste con él a ayudar a una buena limpieza.
—Y tengo, en estos cuadernos, la mejor arma de todas las que
podían ofrecerme.
—Estamos deseando ponernos en acción. No va a ser sólo
recoger muertos y prepararles su traje de madera.
—Cuando llegue el momento, tendréis más trabajo del deseado
— afirmó Den.
En el rancho de Ken Garvín, las disputas entre los hermanos no
cesaban. Ninguno de ellos callaba, ante las palabras del otro.
Pero ella era mordaz y terriblemente agresiva.
Completamente asqueada de su padre y hermano, marchó, sin
terminar de comer, para dar un paseo que le tranquilizara. El
cobarde de Lionel estaba detallando lo que había hecho con una
muchacha. Detalles obscenos, sin tener en cuenta que ella estaba
presente, Y tanto uno como el otro reían de esos detalles
repulsivos. Y al otro día, -riendo, decía Lionel a Myrna:
—¿Es que te asustaste de lo que refería a papá ayer tarde? Has
pasado muchos años lejos de nosotros, junto a tu tía. ¿Es que
nos vas a hacer creer que ignoras todo lo que yo refería? Pues
los amigos no hacen más que decirme que tengo en casa un
ejemplar admirable de mujer bella y hermosa. Y aunque seas mi
hermana, he de admitir que es verdad. Te has puesto preciosa, y
tienes un cuerpo..., que hace perder el sentido. Hay momentos
que me olvido que si en realidad nos consideramos como
extraños.
—¡Qué cobardes sois los dos! De pequeños, te decía que
terminarías colgado. Y lo que me sorprende es que aún no lo
hayan hecho. Pero lo harán. Estás oyendo, papá, que me trata
como si fuera una de las rameras con las que tiene relaciones
diarias, por lo que te refiere tan ufano, aunque sus «hazañas» se
encaminan siempre a niñas aún.
—Es que eso es lo más apetecible — dijo cínicamente Lionel.
—No comprendo que los padres y hermanos no te hayan
matado aún.
—¡Buenas palizas damos a los que protestan! ¿Es que no es un
honor para esas familias, muertas de hambre, que yo me fije en
uno de sus miembros?
—No comprendo que ellas no te hayan disparado, escondidas,
o te hayan clavado un cuchillo por la espalda. Y es así, o
colgado, como vas a morir.
—Tiene razón tu hermano. No debes ser tan moralista. La vida
es la vida. Y hay que saber disfrutarla. Es lo que hace Lionel. Y
eso no es un delito.
—¿No os han dicho que sois repulsivos los dos?
—¿Por qué has vuelto a esta casa?
—Porque tu padre me ha escrito varias veces en ese sentido y
con esa súplica…Ya veo que no has cambiado. Que. cada día
eres peor y más cobarde.
—Me vas a cansar y te daré una lección.
—Más te valdrá que no me obligues a que haga lo mismo que
cuando éramos pequeños: ¿Te acuerdas? Me pegaste mucho
hasta que tuve edad, y me defendía muy bien. ¿Recuerdas las
palizas que te he dado? Huías como lo que has sido siempre, un
cobarde. Militabas en el grupo contrario al de Vicky y yo. Y
llegabas señalado casi todos los días. Y nuestro padre, como
buen consejero, te decía que, si no podías de frente, debías
golpear con una piedra a traición. ¿Lo recuerdas tú, papá?
—Es que debía hacerlo. Todos los días resultaba señalado. Y no
se debe permitir que quede sin castigo la persona que golpea a
otra, por ser más fuerte o más hábil. En ese caso, se le golpea
por la espalda.
—Aquellos consejos que dabas a este sinvergüenza, no los he
podido olvidar nunca, y me demostraron lo cobarde que eras. Se
lo he referido muchas veces a la tía, y ella se reía, diciendo que
no le sorprendía nada que procediera de ti.
—No me ha estimado nunca, pero tampoco la estimé yo.
—No me quería — dijo Lionel—. Todo era para ésta...
—Le diste mucha guerra. No hacías más que salvajadas. Debí
matarte el día que metiste una serpiente en mi cama.
—¡Buen susto te llevaste! — decía Lionel, riendo.
—Si me llega a morder, la tía te habría matado. Sabes que te lo
dijo.
—Y me dio una paliza. Lo que siento es que fallé cuando
disparé con el rifle, escondido entre unas rocas. Si hubiera sido
hoy, no habría fallado.
—Por eso te echó de allí. Y viniste con este consejero, que es
peor que tú, con gran tristeza por mi parte.
—¿Es que vas a consentir que te hable con esta falta de respeto?
—No sé citar a las cosas más que por su verdadero nombre. Y
repito que es una gran tristeza el pensar que vais a morir los dos
colgados. Las autoridades que tenéis asustadas, o pagáis con
esplendidez, serán cambiadas. Y la expoliación que estáis
haciendo, con parcelas y minas, os llevará a la horca. Así como
la anexión de terrenos a la propiedad ridicula que tenías hace
años. Te has quedado con los pastos de los vecinos. Y has ido
ensanchando tu propiedad de una manera enorme. ¡Todo eso...
lo pagarás con la cuerda! ¡Y este cachorro tuyo, será linchado!
—¿Por qué no te marchas con tu tía?
—Es lo que voy a hacer. No creas que es agradable estar aquí.
—¡No debiste venir!
—Tienes razón. No debí pedirte que vinieras. No haces más
que insultamos en todos sitios — dijo el padre.
—¿Es que se puede hablar bien de vosotros? No creas que te
estiman, ¡no es cierto! Te temen. Pero llegará un día en que se
cansen, y entonces... ¡La cuerda! Estáis robando ganado y
remarcando reses... Tus socios son como tú... y como esta alhaja
que tienes por hijo.
Dejaron de hablar, al oír unos gritos y risas mezclados con
aquéllos.
Los tres se levantaron de la mesa y, por la ventana, vieron a dos
vaqueros que estaban dando con un látigo a un viejo que estaba
caído en el suelo, y que era el que gritaba de dolor, y en
demanda de ayuda.
Myrna vio cómo su padre y hermano sonreían.
—Es el padre de Esther — dijo Lionel —. Vendrá por dinero.
Myrna cogió un rifle del armero que había en el comedor.
Comprobó si estaba cargado, y salió corriendo. Y disparando al
aire, gritó:
—i Ya estáis soltando esos látigos, cobardes!
—Venía a matar a Lionel.
—¡Suelta el látigo!
—¡Cuidado! Tienes el índice en el gatillo. ¡Se te va a disparar!
Este cobarde venía a matar a Lionel...
—¿Con qué iba a disparar? Con el dedo, ¿verdad? ¿Es que no
habéis visto que no lleva armas? ¡Suelta el látigo!
—Tienes que escuchar. Eres tú la que tiene que soltar el rifle.
No creas que, por ser la hija del patrón —decía uno de los que
se estaban riendo, del castigo—. ¡Debéis seguir dándole a ese
viejo cobarde! Es su hija la que comprometió a Lionel, y ahora
este tonto viene a matarle. Traerá un arma escondida. ¡Y tira ese
rifle o...!
Myrna disparó, y la frente del vaquero que iba a empuñar su
«Colt» quedó destrozada.
Los de los látigos soltaron éstos con rapidez. Estaban
temblando.
—Venía a suplicar a Lionel que deje tranquila a mi hija. Sólo
tiene catorce años. No venía a matar a nadie. No llevo armas
nunca. Lo saben todos, en el pueblo.
—¡Suelta el rifle! — dijo otro vaquero, a la espalda de Myrna—.
Te vamos a colgar.
Myrna miró hacia atrás y, de pronto, se dejó caer de espaldas al
suelo y disparó con una seguridad trágica. El impacto de la bala
en el centro del rostro del vaquero que tenía el «Colt»
empuñado hizo caer a éste, sin vida y de bruces.
De un salto, se levantó para seguir disparando sobre los de los
látigos, que habían conseguido empuñar, aprovechando la
intervención del otro vaquero.
Los otros que presenciaban el castigo, echaron a correr,
gritando que ellos no tenían la culpa.
El padre y el hijo quedaron asombrados de lo que había hecho
la muchacha.
—¡El culpable de todo esto es el cobarde de Lionel! —dijo ella.
Y Lionel, al ver que iba hacia la vivienda, salió corriendo por la
puerta de la cocina. El padre estaba temblando también.
—¿Dónde está ese cobarde? — preguntó Myrna a su padre—.
Ya le encontraré. ¡Hay que acabar con él, como se hace con los
coyotes y con la cascabel!
El apaleado se levantó, ayudado por la muchacha, que le dijo:
—¡Márchese a su casa! ¡Yo me encargo de castigar a ese
cobarde!
No se hizo repetir la súplica. Tenía miedo a que reaccionaran los
vaqueros, pues sabía eran pistoleros, la mayoría de ellos. Y sin
que se le hubiera pasado el miedo, y con las señales del castigo,
llegó al pueblo, y Vicky, que estaba a la puerta de su local, vio
desmontar al apaleado, y se acercó para decir:
—¿Qué le ha pasado? ¿Lionel? No ha debido ir a reclamar.
—Iba a pedir qué deje, tranquila, a mi hija. ¡No iba a reclamar!
—Es lo mismo. No ha debido ir. Vaya al doctor. Tiene usted
muchas heridas en el pecho y en el rostro.
—Gracias a Myrna. Me iban a matar a golpes de látigo. Es lo
que estaban diciendo que iba» a hacer. Ella se ha enfrentado a
esos cobardes y ha matado a cuatro, con el rifle que empuñaba
— y ante los curiosos que se acercaron, explicó lo que había
pasado—. El vaquero q"ue empuñaba estaba dispuesto a colgar
a Myrna. Dijo que era lo que iban a hacer.
—Tiene que estar loca, si se queda en el rancho —dijo Vicky—.
Voy por ella.
Pero cuando llegó, el padre de Myrna le dijo que la muchacha
había marchado, después de matar a cuatro vaqueros.
—¿Por qué permitían ustedes que castigaran, dispuestos a
matarle a golpes, a quien venía a pedir a Lionel que dejara
tranquila a su hija?
—Ese viejo venia, a matar a mi hijo.
—¡No mienta! —gritó Vicky—. Todos saben que nunca lleva
armas. Y es un crimen lo que intentó, con esa niña de catorce
años. No me sorprende que Myma sea la que mate a su
hermano, que no la estima, que la odia. Y si no le mata ella, será
linchado.
—Lo que ocurrirá es que los muchachos van a matar a Myrna.
No hace más que insultar a todos.
—Debe volver con su tía.
—Que lo haga cuanto antes. ¡O soy yo el que mato a esa salvaje!
Ha matado a cuatro vaqueros. ¡No sabíamos que supiera
disparar con el rifle!
—Iban a disparar sobre ella. ¡Se ha defendido! ¿Por qué dejaban
que mataran a ese viejo?
—No le iban a matar. ¡Era él quien quería matar a Lionel!
—¡Qué embustero cobarde es usted!
Y Vicky saltó sobre su caballo y le espoleó. Ken levantó el puño
y dijo:
—¡Ya te darán a ti insultos! Van a dejar tu local como un
desierto.
Los vaqueros se acercaron a él para saber qué quería Vicky. Y
les dijo que le había insultado.
—No se preocupe, patrón. Nosotros nos encargamos del
castigo. Se va a quedar sin local. Así aprenderá.
—Hay que llevar estos muertos al pueblo — dijo Ken.
Dos de los vaqueros se encargaron de ello. Los metieron en un
carro y llevaron los muertos a la funeraria.
Ben, que se había informado por Vicky y por el ganadero que
oyó la versión del apaleado, se hizo cargo de los muertos, y
preguntó a los vaqueros qué había pasado. Y los dos dijeron la
verdad de lo sucedido.
—Desde luego — manifestó uno de los vaqueros — era un
crimen lo que hacían con ese viejo granjero. El hombre decía
que quería pedir a Lionel que dejara en paz a su hija. Que era
una niña. Y estaban dispuestos a matarle. Fue lo que pidió que
hicieran Jeff, que suele ir con Lionel en los líos de mujeres.
—Eso quiere decir que estos cuatro están bien muertos.
—La muchacha se ha defendido como no era posible
sospechar. Otra persona habría muerto. Eran tres los que iban a
disparar sobre ella.
Se presentó el sheriff, para interrogar a los vaqueros, que dijeron
lo mismo que habían relatado a Ben.
—Buck iba dispuesto a matar a Lionel — dijo el sheriff—. No
sé por qué habláis así.
—Porque nosotros lo hemos presenciado, y usted, no.
—Pero yo sé que iba dispuesto a matar a Lionel, me lo dijo a
mí. Así que nada de que no llevaba armas. La llevaría escondida.
Han debido matarle. Y en cuanto a esa muchacha, que ha
demostrado ser un pistolero con faldas, aunque viste de cow-
boy, va a estar encerrada hasta que, en la Corte, se decida lo que
se hace con ella. No importa que sea hija de Ken.
—¿Es que no está oyendo — medió Ben — que lo que ha
hecho ha sido defenderse de quienes iban a disparar sobre ella?
—Lo que tienes que hacer, tú, es callar. Atiende a estos
asesinados por ella y...
—No sirve para sheriff—dijo Ben, al arrancar la placa de su
pecho, y darle un golpe con la mano de canto en el cuello—.
Creo que la ciudad me lo agradecerá.
Los vaqueros se dieron cuenta de que estaba muerto, y miraron
a Ben con respeto y temor. No comprendían que, con un solo
golpe, hubiera matado al sheriff. Pero como, al caer, el sheriff se
golpeó en la cabeza con la barra que había en el suelo, lo
consideraron un accidente. Y así lo admitió Ben, aunque él sabía
la causa de la muerte. Era un golpe que no solía fallar.
Estos vaqueros fueron testigos de que se trataba de un
accidente, diciendo que él enterrador no quiso matar, sino
golpearle, por la discusión tenida.
Duff Grant y Jacob Babbitt presionaron al juez para que
nombrara sheriff a un vaquero del primero, y que éste, una vez
nombrado, detuviera al matador del sheriff.
Cuando Vicky supo lo que se proponían, dijo a un vaquero de
Duff:
—Los testigos han asegurado que fue un accidente.
—Pero golpeó al sheriff... Y la hermana de Lionel va a ser
detenida también.
—¿Porque, al defender su vida, ha matado a cuatro cobardes?
—¡Lo que tienes que hacer es callar!
Vicky no quería seguir discutiendo.

CAPITULO III

—¡Es extraño esta tardanza! — decía Ken en la mesa, mientras


servía la comida la mujer que lo hacía a diario.
—¿Es que no viene a comer Myrna? — dijo la mujer.
—No lo sé...—dijo el padre—. No comprendo esta tardanza.
—Es que tampoco ha almorzado aquí. Estará en el pueblo, con
Vicky.
—¡Cierto! No había pensado en ello. Estará con ella.
—Lo que debe hacer es marchar. Y eso que los muchachos han
acordado hacerle ver que es una mujer, y muy hermosa. Dos de
ellos le han visto bañarse, y dicen que es algo sensacional. Son
los que están más decididos a demostrarle que se trata de una
gran mujer...
—¿Estás loco? ¡Es tu hermana!
—No digas eso. Si me encuentra aquí, después de matar a esos
cuatro, me habría matado a mí también.
—Han querido matarla a ella, y estaba indignada. Se le habrá
pasado el enfado.
—¡Los muchachos se encargarán de ella! Pero han cometido el
error de decirlo hoy en el pueblo.
—Pues si se entera Vicky, esos vaqueros tendrán problemas.
Esa muchacha es capaz de levantar a la población.
—No digas tonterías. ¡Ese local va a quedar bastante
estropeado!
—Creo que vas a cometer un grave error.
—¿Cuántas veces has dicho que la ley, en Silver City, se llama
Garvin?
—Pero esa muchacha es muy estimada. Y castigarla a ella, lo
considero una locura.
—No te preocupes. Ya verás como no pasa nada. Y el nuevo
sheriff va a detener a tu hija, por el crimen cometido por ella en
este rancho.
—¿Es que no sabes que los vaqueros que llevaron a los muertos
aclararon que la culpa de haber muerto era de ellos?
—Pero hay aquí muchos más testigos que dirán lo contrario.
—No te metas en esos líos.
—¿Es que crees que los compañeros de los muertos se van a
quedar tranquilos? Y el sheriff está deseando demostrar que él
no se detiene porque sea hija tuya. ¡Y le hace falta una lección!
¡Estará unos días encerrada!
—Cuidado con excederse.
Pero Lionel tenía razón, habían cometido el error de decir lo
que iban a hacer con Myrna y con Vicky. Y ésta era muy
estimada. Y varios vaqueros dijeron a la muchacha que debía
ausentarse unos días.
—No hay razón para que me marche — replicó ella —. Y si lo
hiciera, tendría que quedarme por ahí. No me dejarían regresar.
Hay mucho interés en que este local deje de trabajar. Lo
aprovecharían sin perder tiempo.
—Es que ese equipo salvaje... va a destrozar este local.
—Pero si no he hecho nada.
—Sabes que lo han comentado.
—Lo sé, pero no creo lleguen a hacerlo porque no hay razón
alguna.
—Esos salvajes no necesitan razón alguna. Y el sheriff nuevo
está deseando demostrar a sus amos que es el hombre que la
ciudad necesita. Y al que van a detener es al enterrador. Dicen
que asesinó al sheriff, y debe ser castigado. Va a tener que
preparar su propio traje de madera. Y sus ayudantes serán los
encargados de enterrarle.
—La muerte del sheriff fue un accidente, pero de no haber sido
así, era ia muerte más merecida.
—Lo que tienes que hacer es callar.
—No por eso dejará de ser cierto lo que he dicho, y lo que
piensan en la población.
Vicky, así que aparecieron los enterradores, les dio cuenta de lo
que estaba comentando el nuevo sheriff.
Le dieron las gracias. Y al salir los tres sonriendo, dijo Ben:
—¡Ya sabéis! Armas, a partir de ahora. Y objetivo: el sheriff. Es
un vaquero de Duff Grant. Cien dólares al mes de sueldo.
—¿Es posible?
—Es lo que el enterrador dejó escrito en sus cuadernos. Sus
hombres son especialistas, y cobran esa cifra al mes. Hemos de
lograr que sean varios los que lleven la misma placa, en una
semana.
—De acuerdo — dijeron los dos ayudantes.
El sheriff visitaba el saloon de Sarn Carlton. Y conversando con
el dueño, dijo:
—Lionel está nervioso e impaciente. Quiere que su hermana sea
detenida.
—Es lo que debes hacer. Y nada de pagar comida. Deja que los
muchachos la linchen. Es mucho lo que rabia de los amigos de
su padre y de su hermano. Nos Jama cuatreros, y que hemos
robado minas y parcelas. N'o conviene que siga hablando-así. Y
a Vicky hay que darle un buen susto.
—¡Ya lo creo! Susto de cuerda —dijo el sheriff, riendo—.
Espero que los muchachos del rancho decidan el día que van a
provocar el escándalo. Yo no me enteraré hasta que haya sido
castigada. Y luego iré'a lamentar r.o haberme enterado antes,
para evitar la muerte de la muchacha.
Sam reía, complacido.
—Me preocupa el juez—dijo el sheriff.
—No temas. No dirá nada. Justificará, por la bebida, el exceso
de los vaqueros.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro. Pregunta a Lionel o a su padre.
—Pero a éste es posible que no le agrade lo de detener a su hija.
—Es que fueron muchas las muertes que hizo. Y son sus
vaqueros los que necesitan ese castigo.
El domingo por la mañana, comentaban en casa de Sam;
—¿Has visto a los enterradores?
—¿Pasa algo?
—Los tres llevan armas colgadas. Y cada uno de ellos se ha
puesto dos.
—¿Es posible?
—No hay más que acercarse a la funeraria.
—¿Por qué se habrán colgado armas?
—Les han debido decir lo que ha estado hablando el sheriff.
—No creo que el sheriff se asuste.
—Yo creo que, para él, es una ventaja porque, si se oponen a la
detención de ese muchacho tan alto, tendrá pretexto para usar el
«Colt». Y no es un novato.
—Pero no es lo mismo que si fueran sin armas. Sería más
sencillo.
—No lo van a evitar, por ir armados.
Algunos vaqueros de Garvín, dijeron a Vicky quiénes eran los
vaqueros de cien dólares, que pensaban aprovechar la detención
de Myrna, para el linchamiento de la muchacha. Y dio los
nombres de ellos.
—¿Lo saben el padre y el hermano?
—El padre, es posible que no lo sepa. Pero Liónel es el autor de
la idea.
—¡Qué cobarde! — exclamó Vicky.
—Y tú lo que debes hacer es marchar irnos días.
—Ya veré lo que hago.
Los enterradores se informaron también de lo que pensaban
hacer con Vicky. Y Ben, ese domingo, cuando cerraron el local,
estaba de acuerdo con Vicky. Y la muchacha sanó, media hora
después do cerrar,
—No te ha visto Rose, ¿verdad?
—No. Y me cuesta trabajo creer que ella esté de acuerdo con
esos salvajes.
—Sabemos que lo está. Márchate al rancho de Coal. Te estarán
esperando. No te acompañamos porque tenemos que estar en la
funeraria. Harán falta nuestros servicios.
—¡Tened cuidado! Hay mucho pistolero en esos ranchos.
—Debes marchar tranquila.
Por la mañana, Rose, que era una de las empleadas de Vicky,
estaba nerviosa. Limpiaba el salón con las otras dos compañeras
y, pasada una hora, dijo:
—Parece que Vicky.se ha dormido hoy.
—No tiene prisa. El trabajo empieza bastante más tarde. Era
casi día cuando cerramos.
—Pero es tarde.
—No te preocupes. Y atiende a la limpieza.
No se tranquilizaba. Y al ver entrar a tres vaqueros de Duff, se
puso más nerviosa.
—Parece que madrugáis — dijo una empleada—. Estamos
limpiando aún. Y no está el barman todavía.
—No importa. Queremos que sea Vicky la que nos sirva.
—No se ha levantado aún.
—Pues que se levante.
—¿Qué os pasa? ¿Es que habéis estado bebiendo ya? — dijo la
misma empleada.
—Es que queremos que nos sirva ella. Y que nos dé del mismo
whisky que sirve a sus amigos.
—Cuando yo digo que habéis estado bebiendo. Aquí no hay
más que una clase de whisky, que se sirve a todos por igual.
—Eso es lo que dice ella, pero no es así. A los enterradores, por
ejemplo, les da otro especial.
—¡No digas tonterías!
—¡Rose! Di a Vicky que se levante, y que venga a servirnos.
—Dejad a Vicky que duerma. Se ha acostado muy tarde. Se
quedó haciendo cuentas, cuando nosotras marchamos a dormir.
—¿No has oído, Rose?
—Si está durmiendo... — decía Rose.
—Que se levante. Es hora de hacerlo. ¿No estáis levantadas
vosotras?
—Si ella se acostó más tarde —añadió Rose.
—¡He dicho que vayas a decirle que se levante! Esperaremos
sentados.
—¿Por qué no marcháis? — dijo la más amiga de Vicky—.
Estamos limpiando, y nos estorbáis. Podéis regresar dentro de
una hora, y ya estará levantada Vicky.
—¡Ve por ella, Rose!
—No comprendo esta tontería de que hay otra clase de bebida
para los amigos.
—Demasiado sabes que es así. Y ahora, vamos a beber nosotros
de ése mismo. ¡Y nos lo va a servir ella!
Unos clientes, sorprendidos de que hubiera bebedores a esa
hora, entraron intrigados.
—¡No es hora de servir! —dijo la muchacha—. Y no está el
barman todavía. Estos han debido beber mucho. Y se obstinan
en que les den de una bebida especial, que dicen guardamos
para los amigos.
—Ya verás como Vicky confiesa que es así.
Los tres enterradores estaban escuchando, desde la puerta.
—No creo que Vicky tenga distintas clases de bebidas— decía
uno de los clientes.
—Pues claro que no hay más que una clase de bebida. No sé
por qué estos tres se obstinan en esa tontería.
Salió Rose de las habitaciones.
—¿Y Vicky? — dijo el que más hablaba.
—No está... No ha debido dormir en su cama. Está sin tocar.
—¡No es posible!
—Hay que registrar la casa. Eso es que Rose le ha dicho que se
esconda. Hemos debido ir nosotros por ella. ¡Registrad la casa!
Los tres entraron en las habitaciones y, entonces, los
enterradores entraron en el salón y se sentaron ante una mesa.
Regresaron los tres, maldiciendo y jurando.
—¡Rose! —gritó uno de ellos—. ¿Quién ha dicho a Vicky que
íbamos a venir?
—No creo que le hayan dicho nada. Habrá ido al rancho de
Garvín. Suele ir a visitar a Myrna.
—Myrna no se encuentra en su rancho. Han estado los
vaqueros preguntando por ella — señaló Rose.
Cuando los tres se sentaron, exclamó Ben:
—¡Bertha! ¿Quieres llevar tres botellas y tres vasos a esa mesa?
Los vaqueros se volvieron para ver al que hablaba. Y se
sorprendieron de que fueran los enterradores quienes lo hacían,
por lo menos uno de ellos.
—No es hora — decía Bertha._
—No importa, mujer. Lleva las tres botellas. Estos tres están
sedientos.
Seis armas apuntaban a los tres vaqueros.
—Esas manos muy altas — dijo Ben, acercándose y
desarmando a los tres.
—No íbamos a hacer nada a Vicky...
—Ya lo sé. ¡Veamos! —y del interior de los chalecos, sacó
armas que tenían escondidas—. Muy interesante. No hay duda
que son unos valientes.
Y como un loco, golpeó a los tres, empleando su golpe favorito
de una eficacia enorme, aunque fuera trágica.
Y como Rose pasara cerca, le dio con la mano del revés,
haciendo caer a la muchacha. Los clientes se asombraron.
—¡Esta cobarde es la que estaba de acuerdo con ellos! Iban a
destrozar este local y a linchar a Vicky. Pensaban dejarla a ella
de encargada.
—No le golpees más. Hay otros sistemas de castigo.
Un jinete volaba, media hora más tarde, hasta el rancho de
Duff.
Salió el capataz al ver al jinete.
—Parece que vienes con prisa, ¿pasa algo? Porque no me irás a
sorprender con la noticia de que, por no darles la bebida
especial, han castigado a Vicky. Si se han excedido y matado a
esa muchacha, será porque estaban bebidos. Después de todo,
no era muy amiga nuestra...
—¿Iban dispuestos a matar a Vicky?
—Hombre. Todo depende de lo que ella haya hecho o dicho.
—Ni ha hecho ni ha dicho nada. No estaba en el local.
—¿Que no estaba? ¿A esta hora...?
—Pues no estaba. Y los tres vaqueros de este rancho, y Rose,
están colgando en la plaza.
—¿Colgando? ¿Qué pasó?
—Los enterradores... — y explicó lo ocurrido.
—¡Qué torpes! Se han dejado sorprender por unos novatos.
Pues cuando se enteren los compañeros, esos enterradores
tendrán que ser enterrados.
—¿Qué pasa? ¿Ya? --decía Duff, al aparecer en la puerta de la
vivienda principal.
—Les enterradores han colgado a los tres y a Rose.
—¡No es posible!
—Les enterrarán mañana.
—¿Qué ha pasado?
Explicó el capataz lo que el vaquero le había dicho a él.
—Llama a los muchachos. ¡Que vayan por esos enterradores!
Fue el capataz a la casa de los vaqueros, y regresó a los pocos
minutos, diciendo:
—Los muchachos dicen que vayamos nosotros dos. Que ellos
no tienen nada contra esos enterradores. Y que si han matado a
esos tres, han hecho bien. Ellos iban a matar a una mujer.
—No pueden hablar así. Despide al que no quiera ir.
—¡No se moleste, patrón! — decían los vaqueros, saliendo—.
Ya nos está pagando. Nada de despido. Nos vamos
voluntariamente.
—Han matado a tres compañeros...
--Han matado a tres asesinos tontos. ¡Pero pueden ir los dos
para castigar á sus matadores!
—¿Cuánto les ofreció por ese trabajo? — preguntó uno.
—¿Es que no vais a castigar a vuestros amigos?
—No. No vamos a castigar a ninguno. Ustedes son los que les
enviaron. Es a los que corresponde ese castigo.
—Cien dólares al que mate a esos enterradores.
—¡No nos gusta esto! Dos mujeres sentenciadas por unos
cobardes.
—No se hable más. Que nos paguen.
—No tengo dinero aquí.
—Vamos al Banco, y nos paga en la ciudad.
—Creo que debéis pensarlo. Os pago bien y...
—Pague y acabe de una vez. Nos vamos todos. No nos vamos a
quedar. Así que no hable más.
—No creí que fuerais tan cobardes — dijo el capataz, al que
atendían, minutos más tarde. Duff se metió en la casa, y cerró
por dentro. El capataz tenía el rostro que no se le podía
reconocer.
—Esperamos para ir al Banco —dijo uno.
Duff abrió la puerta y dijo:
—Es posible que me llegue para pagar, con lo que tengo aquí.
No creí que era tanto.
Una vez que cobraron, ios vaqueros se marcharon del rancho.
Duff se quedaba, maldiciendo e insultando, y atendieron entre él
y las mujeres al capataz, que no hacía más que quejarse. Eran
dolores casi insoportables.
—¡Son unos cobardes! ¡Tanto hablar! — decía el capataz.
Para Duff era un problema la falta de vaqueros.
En el pueblo, la mayoría de la población contemplaron las
cuatro colgaduras. Lo que sorprendía era lo de Rose. Pero las
compañeras hacían saber que estaba de acuerdo con esos
pistoleros para matar a Vicky y quedarse ella con el local.
Uno de los curiosos era Lionel. Al que acompañaba uno de los
vaqueros de su equipo.
—¡Vaya unos enterradores! Se fabrican su propio trabajo—dijo
uno, al lado de ellos—. Pero esos cuatro están bien colgados.
—Vendrán los otros —decía Lionel, sonriendo—. No se van a
quedar sin castigo.

CAPITULO IV

—No me gusta que Myrna no haya venido aún —dijo Ken—. Y


ya sabemos que no estaba con Vicky. ¡Vaya matanza que han
realizado los enterradores! ¿Qué hace el sheriff, de quien
hablabas con tanto entusiasmo?
—Es que el hecho de llevar armas escondidas es lo que ha
hecho que comenten, la mayoría, que estaban bien muertos.
—¿No iba a detener a tu hermana? ¡Cómo estará Duff! Dicen
que se le han marchado los vaqueros, por querer que castigaran
a los enterradores.
—Eran unos cobardes.
—Ha sido un mal paso para Duff. Se ha descubierto como no
interesaba lo hiciera. Y es que está muy despechado y odia a
Vicky. Esa ha sido la causa de que quisiera que se le castigara.
Seguían hablando entre ellos, de los hechos en el pueblo. Y al
mirar a través de la ventana, dijo Ken:
—¡Militares! ¡Vienen unos militares!
Se levantó Lionel para confirmar lo que decía su padre.
—El mayor Latimer. Es el que viene a la cabeza.
—Y tu hermana, al lado de él — añadió Ken, muy nervioso.
Los dos salieron para saludar aí mayor, y con cariño a Myrna,
pero ésta dijo:
—No vais a engañar al mayor. Sabe lo cobardes que sois y lo
que habéis acordado con el sheriff.
—Sargento — dijo el mayor—. Hágase cargo de esos dos
cobardes.
—Decían que no te iban a hacer daño. ¡Sólo darte un susto!—
exclamó el padre.
El mayor le dio con la fusta.
—¡Cobarde! Sabía que iban a linchar a su hija. ¡Y lo consentid!
Lionel trató de escapar, pero los soldados lo impidieron, y todos
los vaqueros estaban siendo desarmados y entre ellos se
acusaban, poniendo al descubierto los que estaban de acuerdo
con Lionel para linchar a Myrna.
—¡Unas cuerdas! — pidió el mayor.
Los soldados, que tenían los rifles en las manos, dispararon
sobre cuatro que trataban de usar sus armas.
—No les mate — decía la muchacha, por su padre y hermano—
. Es posible que cambien.
—Sabes perfectamente que no cambiarán. Pero no les
mataremos. Serán castigados para que me recuerden.
Fueron colgados boca abajo, en paños menores, y, con látigos,
les dejaron el cuerpo en carne viva, pues, la piel se la llevaban
los látigos. En el rostro, en la espalda y en el pecho.
Los vaqueros que no fueron muertos escaparon con lo puesto.
No querían dar tiempo a los soldados a fijarse en ellos.
—La muchacha se ha informado de lo que pensaban hacer, de
acuerdo con el sheriff — decía uno de-los que escapaban.
—Y los militares han venido, dispuestos a colgar.
Y toda la culpa es de Lionel, que odia a su hermana.
El cocinero y Myrna descolgaron a su padre y hermano. Los dos
estaban sin conocimiento. Y se asustó, al temer que estuvieran
muertos.
Al abrir los ojos Lionel, no daba crédito a lo que veía.
—¡Te he de matar! — dijo, al ver a su hermana.
YMyrna, furiosa, le golpeó con la fusta.
—¡Cobarde, asesino! Aún te atreves a decir que me vas a matar.
El cocinero y Myrna llevaron en un carro a los dos heridos y a
los cuatro muertos. Cuando llegaron al pueblo, aún estaban
colgando el cuerpo del sheriff y del comisario que él había
nombrado.
Los enterradores habían arrastrado al juez. Y el doctor, al ver al
padre y al hijo, protestó del trabajo que habían echado sobre él.
—Ayer, eran los dueños de la ciudad...— decía el doctor,
riendo.
—Esos enterradores están dando guerra.
—Y los militares. Me han dado un trabajo en el que no podía
pensar. Y menos que se tratara de las personas que están heridas
y necesitadas de mis servicios. Se ha estado diciendo, durante
mucho tiempo, que la ley, en Silver City, sólo tenía ei nombre de
Garvín... Y ahora, el propio Garvín está con el rostro lleno de
heridas y cuando cure, estará lleno de costurones, que le
deformarán el rostro por completo. No se conocerá, si se mira
al espejo. No habrá nada de lo que era antes.
—Y lo que parece que le ha enfurecido es que los vaqueros no
han querido obedecer las órdenes que les daban. Y se le han
marchado todos los que tenía, y que tanto han estado asustando.
Cuando el doctor terminó de coser y curar heridas, estaba
rendido. Y los curados, en un puro g^ito. No se oían más que
juramentos, entre los ayes de dolor.
Pero no por ello dejaron de presionar al alcalde para que se
nombrara sheriff a un nuevo vaquero, esta vez, del equipo de
Babbitt.
Cuando Ben y sus amigos se informaron, como tenían los
cuadernos del enterrador, en el que figuraba ese ganadero como
lo que era, se echaron a reír.
—No quieren dejar de tener el sheriff amigo.
—Llegará el nuevo juez y todo se reformará.
—¿Has leído el periódico? — dijo Dick Fairbanks, uno de los
ayudantes de Ben.
—No. ¿Qué pasa?
—Ese periodista está preparando el ambiente sobre una mina,
que da a entender fue abandonada de modo deliberado, dándola
como agotada, para más adelante volverla a abrir, y en la que
parece se ha hecho un gran descubrimiento.
—Es posible que aquí estén nuestros hombres... Eso es lo suyo.
¿De quién es esa mina?
—Por lo que dice el periodista, parece que sigue siendo de la
West Minning. De la que han de quedar pocos accionistas. Hace
tiempo que no se cotiza en la Bolsa. Propone el periodista que
se haga una llamada a esos accionistas porque surgirán opuestas
actitudes, cuando se presenten las primeras ofertas de otras
Sociedades. Sólo pueden decidir los accionistas. Debes leer lo
que ese periodista ha escrito... Y no será lo último que aparezca
en el periódico, en relación con ese nuevo hallazgo, en una mina
abandonada.
—No caerán en la trampa. Se ha abusado de las minas
resucitadas para emitir acciones. Ya no es sencillo que se pueda
vender más de media docena de acciones.
Y lo primero que han de conseguir es reunir a los que formaban
el Consejo de esa Sociedad. Y de encontrarles, que sigan
teniendo derecho a formar parte del mismo.
Y para ello, han de presentar el número suficiente de acciones.
—Estaremos atentos .. Si han empezado a mover las aguas de la
curiosidad, ha de ser porque ya tienen trazado el sistema a
seguir.
Ben recordaba que en uno de los cuadernos del enterrador, y
con motivo de la muerte do un forastero en el local de Kurt
Durland, había escrito algo en relación con esa Sociedad, la
West Minning.
Repasó los escritos del enterrador. Y después de varias horas,
encontró lo que buscaba. El muerto, forastero, había
preguntado por las oficinas de esa Sociedad. De la que hacía
años no se habló nada. El comentario del enterrador era que la
causa de esa muerte debía estar relacionada con esa Sociedad, a
la que pertenecían un grupo de minas, en las que no se
trabajaba. Algunas de las minas de la referida Sociedad debían
haber sido anexionadas a otros grupos mineros. A los que el
enterrador acusaba de esa muerte.
Después de leído lo que decían esos cuadernos sobre la West
Minning, dijo Ben:
—Hay que vigilar a Kurt. Sospecho que ha de ser en ese local
donde, a partir de ahora, se hablará de la mina del hallazgo. Y
van a convocar una reunión de accionistas.
—¿No es ésa la Sociedad de que habló Gardfield?
—Por eso me preocupa lo que, de ahora en adelante, se
comente sobre esa Sociedad.
—No encontramos nada que se relacione con lo que nos
interesa. Y de seguir así, tendremos que marchar.
—Nos pidieron, en Santa Fe, que hiciéramos lo posible por
depurar esta población.
—Un pueblo que permite la imposición de equipos como el de
Garvín, merece lo que le pase.
—No creas que era sólo Garvín...
—Ya lo sé. Estos cuadernos son un firme testimonio de ello.
Están unidos a Garvin: Duff, Jacob y Henry Kenton. Y si os
fijáis con atención, veréis que estos ganaderos están unidos en
asuntos mineros que, a mi entender, es lo que en realidad les
interesa a ellos. El asunto ganado parece secundario para ellos,
aunque no hay duda que han de estar robando ganado también.
—Antes de que decidamos abandonar, esos ganaderos y
mineros deben ser castigados.
—Esperaremos a ver qué es lo que persigue ese periodista. Que
es una de las personas a quien el enterrador acusa, en sus
escritos, como el cerebro de esos grupos de asesinos. Le dedica
varias páginas de uno de los cuadernos. Y llega a la conclusión
de que se conocieron lejos de aquí... Supone que debió ser por
California o Nevada.
—Sería conveniente escribir a Sacramento y Carson City. Un
grupo así, y que estén ligados a algún periodista, no será difícil
descubrir.
—Pero antes tendríamos que averiguar qué clase de personas
son esas autoridades que tendrían que informarnos.
—No hay que pensar que en todas partes va a suceder lo que
aquí, con las autoridades.
—Y eso supone una espera.
—Que está de acuerdo con lo que nos pidieron y ofrecimos:
Limpiar esta ciudad, monopolio hasta ahora de un grupo de
asesinos y granujas.
Al final, convencieron a Ben. Y una semana más tarde no
hablaban de abandonar. Seguían de enterradores y, desde luego,
había disminuido el número de víctimas.
Al cabo de una semana más, ya se rumoreaba algo de acciones.
Pero hubo un gran desconcierto en algunos medios de la ciudad.
Los que esperaban, confiados en el nombramiento de un juez
amigo, se sintieron desairados, y culpaban a los amigos de Santa
Fe. Les afectaba más esta decepción porque les había asegurado
que enviarían a la persona deseada por ellos y recomendada al
Fiscal.
Acudieron a la casa de Garvin, que empezaba a poder moverse,
aunque a costa de muchos dolores. El hijo estaba peor. La
reposición de la piel que le faltaba era más lenta de lo supuesto.
Y a causa de sus dolores, el odio a su hermana se había
incrementado.
La muchacha seguía en el fuerte, invitada por la esposa del
mayor. El matrimonio aconsejaba a Myrna que volviera con su
tía.
—Es lo que haré — decía Myrna —. Temo que sea mi propio
hermano el que ordene que disparen sobre mí.
El mayor decía a su esposa, al estar solos:
—No me he atrevido a decir a Myrna que el enemigo más
peligroso que tiene es su padre. No le perdona que nos haya
mezclado a nosotros en todos los negocios sucios que
dominaba. El temor a los militares está destruyendo verdaderas
fortalezas de pistoleros y ventajistas. Todos ellos, orientados y
dirigidos por esos granujas. Los dos van a terminar colgados.
—A quienes parece que tienen miedo, en el pueblo, es a los
enterradores.
—Mataron a unos pistoleros. Y colgaron al sheriff, que era un
granuja, y a una empleada de Vicky, que estaba de acuerdo con
esos pistoleros para asesinar a Vicky, y que le dejaran a ella al
frente del local. Y arrastraron al juez... Ahora están muy
contrariados, según comentan en casa de Vicky... Esperaban a
otro juez, del que parece que va a llegar a la población.
—¿No crees —decía la esposa —que Vicky debiera marchar de
Sil ver City...?
—Se lo hemos dicho, Ben, el jefe de los enterradores, y yo. Pero
es muy tozuda. Si conseguimos hacer marchar a Myrna, es
posible que se lleve a Vicky con ella. Y eso que mientras sepan
que es amiga nuestra, será respetada. Pero estaríamos más
tranquilos todos, si vendiera el local.
-—La muchacha está ganando dinero con ese saloon.
—Pero es que el ambiente está muy cargado. Y ella sabe que
tiene enemigos peligrosos. Uno de esos pistoleros puede
disparar sobre ella y desaparecer de esta zona.
—Debéis insistir junto a ella.
—Nos cansamos de hacerlo. Insiste en que no pasará nada. Me
decía ayer que si es verdad que el juez que envían no es el que
ellos esperaban, la situación cambiará mucho. Y que si ese juez
se hace amigo de ella, teniéndonos a nosotros y al juez, no se
moverán. Le he dicho que no debe fiar demasiado. Aunque la
verdad es que la ciudad ha cambiado mucho. Lo comentaba
Ben, el enterrador. Dice que ha descendido el número de
víctimas, de una manera muy notable. Y añadía que, si se
descubre a los ventajistas y se cuelgan unos cuantos, la
tranquilidad se hará efectiva. Es posible que tenga razón.
—Ese Ben y sus ayudantes, nos tienen intrigadas a Myrna y a
mí.
—¿Intrigadas?
—Sí.
—¿Razón?
—Pues el caso es que no sabemos decir por qué... Pero es cierto
que no comprendemos que ese Ben, sobre todo, sea enterrador.
¡No lo comprendemos...!
—¿Y qué es lo que tenéis que comprender?
—Es que no parece el hombre adecuado para un trabajo tan
desagradable como ése. No suelen ser gratos a las poblaciones.
Y dicen que los bebedores, en los locales, se retiran de ellos, al
darse cuenta de lo que son. Y eso que éste no viste de negro,
como estamos acostumbradas a verles. Y hemos observado, las
dos, las pocas veces que hemos estado cerca de ellos, que no
son vaqueros vulgares ni hombres rudos. Sus modales son los
que nos tienen intrigadas. Ben parece un caballero. Y Vicky
asegura que lo es.
—¿Vicky?
—Sí.
—Bueno... Es que para ella han de parecer lo mejor del mundo.
Fueron los que castigaron a quienes la iban a matar.
—Eso es verdad — dijo la esposa, riendo—. Pero nos siguen
intrigando esos tres.
—Han quitado la espectacularidad de antes. Furgón negro y
hombres vestidos de negro.
—Pero siguen siendo enterradores.
El mayor sonreía, al ver retirarse a su esposa. Acababa de decir
una gran verdad.
No podía contar a su esposa la razón, que él conocía, de estar de
enterradores. Y le hacía gracia que las mujeres, con su
perspicacia, hubieran captado que no era normal y que no se
asociaba con lógica, la manera de ser, con el trabajo a realizar.
De acuerdo con el coronel, que odiaba a los ventajistas y
estimaba a Vicky, solía visitar el pueblo. Y siempre se
encontraba con Ben.
Le dio cuenta de la conversación con su esposa, cuando se
encontraron tras lo hablado por ella. Y Ben reía de buena gana.
—Creo que puedes decirle la verdad, ya que estoy seguro se
puede confiar m ellas. Así, las tranquilizas y dejan de hacer
conjeturas.
—No lo he hecho porque no estaba autorizado por ti, pero,
desde luego, se puede fiar en ellas.
—¿Se sabe algo del nuevo juez?
—No he oído comentar nada. Lo que me tiene preocupado es
el asunto del periódico. Está haciendo un ambiente que va a
desembocar en una emisión de acciones. Espero respuesta a las
cartas que he escrito a California y Nevada.
—Sigues al pie de la letra los comentarios del enterrador que
marchó.
—Es que he observado que era un buen sicólogo y agudo
espectador. Hasta ahora el retrato que hizo de varios ganaderos
ha sido un estudio exacto. Y si sospecha que lo que interesaba a
estos ganaderos-mineros, era lo segundo más que lo primero,
empiezo a estar tan seguro como él.
—¿Y de lo que veníais buscando?
— Sinceramente, creo que es un fracaso total. Se engañaron o
nos engañaron. Aunque espero noticias de esos lugares a los que
he escrito, detallando este grupo. Y la referencia que más fuerza
tiene, a mi juicio, es lo del periodista. Me he informado de que
ese granuja llegó poco después de haberlo hecho Duff. Y del
padre de Myrna, sé lo que ella ha comentado. Su padre y
hermano estuvieron ausentes de aquí hasta que apareció el
primer oro. Entonces regresaron ai rancho, que tuvieron
abandonado, en manos de un capataz.
—Es cierto que ella sospecha que esos ganaderos han debido
ser conocidos de su familia, lejos de aquí... — declaró el
mayor—. Te diré más. Creo que ella sabe cosas de ellos, que no
se atreve a confesar. Y que el llamarles atracadores, ventajistas y
asesinos se debe a que sabe lo que no se atreve a decir a los
extraños.
—Tal vez tengas razón... Y por eso hay momentos en que desea
marchar cuanto antes con su tía, que es en realidad la que le ha
criado. Esa tía no quería que fuera a ver a su padre, y menos,
que se quedara a vivir con él. Y se ha convencido de que no
eran celos lo que le aconsejaba hablar así de su padre. Afirma
que ahora se explica por qué tenía miedo de ese viaje a Sil ver
City.
—Y lo que debe hacer es volver* con la tía.
—Y si se llevara a Vicky, sería un acierto.
—Va a ser difícil sacar a Vicky del pueblo. Y eso que ha de
tener ahorros, y con lo que sacara de la venta...
—¡No marchará...!

CAPITULO V

Los enterradores solían estar ante el local de Vicky, frente a la


Posta, a la hora de las llegadas de las diligencias. En ese
momento, llegaba la del Sur.
En la Posta eran bastantes los curiosos. Les entretenía ver la
llegada y la salida de la diligencia.
John Ferris, uno de los ayudantes de Ben, se enderezó,
envarando su cuerpo al ver descender de la diligencia a uno de
los viajeros.
—¿Qué pasa, John? — dijo Ben.
—¿Quién es ese que saluda al viajero que acaba de descender?
—No lo sé. Preguntaré a Vicky.
—No preguntes nada. ¿Sabes quién es el viajero?
—No.
—Glass Red...
—¿Es posible? ¿Tendremos suerte, al final?
—Hace mucho que no se sabía nada de él.
La empleada de Vicky, que se asomó a la puerta para ver la
diligencia, dijo:
—¿Han descendido muchos forasteros?
—No conocemos a los de la población todavía. Sólo han
descendido un matrimonio de alguna edad, y ese que habla con
ese vaquero. ¿Dónde trabaja?
—¿Es que no le conocéis? Es el capataz de Kenton, Bert. Claro,
no suele venir a este local. Prefiere el de Gretta.
—¿Dónde está ese local?
—No es un local propiamente dicho. Es un refugio de mineros.
Pero, en realidad, es un perfecto saloon. Bebidas. Empleadas y
juego.
—¿Por qué le llaman refugio? — preguntó Ben.
—Porque allí se hospedan sólo mineros.
—Lo que quiere decir que es hotel y saloon, como si se tratara
de otro del mismo tipo, pero con la diferencia de que los
huéspedes son siempre mineros.
—Así es. Y en realidad, tiene mala fama.
—¿En qué sentido?
—En el de las empleadas... No son-muy respetuosas con las
leyes de la moralidad y del decoro.
—Comprendo — dijo Ben, riendo —. Lo has definido muy
bien.
El capataz de Kenton y el viajero se marcharon.
—¿Está lejos ese refugio? — dijo Ben.
—Creo que es el que está a la espalda del Ayuntamiento.
—Vamos a hacer una visita. ¿Crees que te podrá reconocer?
—No lo sé. Pero puede existir ese peligro.
—No entres con nosotros, entonces.
—¿Para qué vas a entrar? ¿Para que se dé cuenta de que les has
visto hablando en la Posta?
—Tienes razón. Iba a hacer una tontería. No es mucho lo que
sabemos de ese ganadero. Y no creo que haya nada sobre él en
los cuadernos. Lo recordaría, de haber leído ese nombre.
Tenemos que hacer una investigación discreta, y sin que puedan
sospechar que nos interesa.
—Tal vez Vicky pueda informar...
Ben no perdió mucho tiempo. Así que estuvo frente a ella, dijo:
—¿Conoces al ganadero Kenton?
—Sí. Ha sido uno de mis admiradores, pero hace tiempo que no
aparece por aquí. Se enfadó conmigo, se convenció que no iba a
sacar nada, y decidió retirarse. ¿Por qué te interesa?
—Porque he oído hablar de él, y no recuerdo haberle visto.
— Creo que es más minero que ganadero, aunque tiene un
rancho. Creo que forma parte de varias sociedades mineras.
—¿Es de aquí?
—No. Creo que vino con los buscadores. Tuvo suerte, y
compró el rancho que posee. Forma parte de las sociedades más
importantes. No creo que con el ganado haga algún negocio. Le
sirve de distracción. Es una buena persona. Y se le estima en la
ciudad.
—¿Mucho ganado?
—No creo. Claro que no lo sé.
—¿Y se cansó de hacerte el amor?
—Lo han hecho varios. Pero él no se enfadó violentamente, al
menos, no me dijo nada. Se retiró y nada más...
—¿Sabes cuántas sociedades mineras hay aquí?
—El número completo no lo sé. Pero conozco cuatro, que son
las más importantes. Y en ellas, Kenton tiene intereses.
—-¿Qué sabes de una nueva mina, de la que hablan con elogio?
—No es una mina nueva. Y yo, desde luego, no emplearía un
solo dólar en ella. Y por lo que dice Andy, sospecho que van a
lanzar acciones — y se reía.
—¿De qué te ríes?
—De lo que dice Andy en el periódico. Lo han comentado
algunos...
—¿A qué Sociedad pertenece ese descubrimiento?
—Es una historia muy curiosa... Parece que, hace años, alguno
de los técnicos que trabajaban en ella, dijo que había que
abandonar. Y así lo hicieron.' La noticia que dieron era que
estaba completamente agotada, y que no merecía la pena seguir
trabajando en ella. Pero dicen que la verdad no era ésa. Que el
técnico quería volver a ella cuando la hubiera comprado: Pero
no consiguió comprar ni intentarlo. Murió antes de poder
hacerlo.
—¿Y cómo saben que era eso lo que intentó?
— Lo comunicó a un amigo que es el que, al parecer, ha
redescubierto el oro.
—¿Y ha comprado la mina?
—Parece que sigue perteneciendo a la Sociedad, la West
Minning. Y ahora tratan de convocar a los accionistas que
quedan... Quieren volver a resucitar esa Sociedad...
—¿Muchos accionistas... ?
—Uno de los más importantes dicen que es míster Kenton.
Hablan de que será el presidente, por el número de acciones que
tiene.
' —Pero has dicho que no gastarías un dólar en acciones.
—Puedes asegurarlo.
—Y eso que conoces a ese caballero.
—Ya otros que formarán parte de esa Sociedad... ¡Pero he visto
muchos fracasos en la compra de acciones!
—No hablarás así delante de ese ganadero, ¿verdad?
—También puedes estar seguro.
—No se ha hablado de acciones, ¿verdad?
—Pero lo harán. Conozco los sistemas de campañas
preparatorias.
Ben sonreía cuando Vicky, para atender a unos clientes, se
separó de él.
Glass Red fue recibido por Gretta, con una sonrisa agradable.
—¡Hola, Gretta...! ¡Hacía tiempo que no nos veíamos!
—Te veo muy bien, Red... Parece que no pasa el tiempo por ti.
—Sabes halagar. He cumplido los treinta y cinco. Ya me voy
haciendo viejo. Y eso que un día, ante ti, me vaticinaron que no
llegaría a los treinta, sin haber sido colgado. ¿Te acuerdas?
—Perfectamente. ¿Qué te trae por aquí? ¿Hollster?
—No conozco ese nombre.
—Comprendo. Perdona.
—¿Habitación?
—La doce.
—¿Pago adelantado?
—No cuenta contigo.
—¿Precio...?
—Especial para ti, pero sin comentarios. Dos dólares al día.
—Gracias. Voy a lavarme y a descansar. Vengo rendido. Que
me avisen para comer. Lo he hecho en las Postas, pero es poco
recomendable.
—Te avisarán. ¿Si vienen a buscarte?
—Que esperen a que despierte. Sólo se me debe despertar para
comer.
Cuando subió el viajero hasta su habitación, que estaba en el
primer piso, una empleada se acercó a Gretta para decir:
—¿A qué viene Red?
—¿Es que le conoces?
—Hace unos años. El año que ganó los «Colt» en el ejercicio.
Ya he visto que los conserva. Le he visto con el capataz de
Kenton. ¿Llamado por éste?
—No lo sé, ni nos interesa.
—Tienes razón — y la empleada se separó de Gretta.
Lamentaba haber dicho que conocía a ese viajero. Estaba segura
de haber cometido una grave torpeza. Y pensó en abandonar
esa misma noche el refugio. No ignoraba que estaba en un
inminente peligro. No debió preguntar si ese pistolero había
sido llamado por Kenton. Al que conoció, años antes, con el
nombre de Hollster. Y eso que había dado el nombre de
Kenton, al referirse al capataz y a él.
Mientras atendía a los clientes, de una manera mecánica, no
hacía más que pensar en la forma de marchar, sin llamar la
atención con éxito.
Sin desatender a sus clientes, estaba pendiente de Gretta. Y al
ver, minutos más tarde, que ella recorría las mesas de juego y se
detenía para hablar con uno de los jugadores habituales, le
tembló el cuerpo.
Seguía pensando dónde podría ir. Y se hacía más urgente la
necesidad de escapar. Tenía la más completa seguridad de que
estaba encargando se ocupara de ella.
Pensó en Myrna y en Vicky. Pero la primera estaba en el Fuerte,
y éste se hallaba lejos. Claro que podría montar en el primer
caballo que hubiera a la puerta. No pensaba robarlo. Pero
sonreía al pensar que, con un caballo, si ganaba varias horas, iba
a ser muy difícil que le dieran alcance.
Y de pronto, se quedó paralizada. Acababan de entrar dos de los
enterradores. Y se quedó mirando a Ben. Una sonrisa de
satisfacción llenó su rostro. Supo acercarse a ellos, y les dijo si
querían sentarse. Pero añadió con rapidez:
—Acepten sentarse. He de hablar con urgencia con los dos.
¡Cuidado, que viene la dueña! ¡No me descubran...!
—Pues no creas que nos iría mal estar un poco sentados —
decía Ben a la muchacha, sin fijarse en Gretta.
—¡Nada de sentarse aquí! — ordenó Gretta, al acercarse.
—¿Qué pasa? ¿Es malo nuestro dinero?
—Pero no me gusta que los enterradores, aunque vistan de
cow-boys, alternen en esta casa.
—¿Qué te parece, John? ¿Lo mismo que con Rose?
Gretta, asustada, dio media vuelta y corrió para dirigirse a las
habitaciones interiores.
John y Ben sonreían, al ver el miedo que llevaba.
La empleada habló con rapidez, ya que estaban pendientes de
ella, el jugador al que Gretta había hablado, y el barman.
—Le han debido reconocer, Me Cloud—dijo con rapidez—.
Han mandado llamar a Glass Red... Está hospedado aquí — y
añadió la torpeza cometida—. Ahora ya sé para qué le ha
mandado venir Hollster.
—¿Hollster? — dijo Ben, muy interesado—. ¿Es que está
aquí...?
—En esta ciudad se llama Kenton. Y el capataz da éste es el que
ha ido a recibir a Red. Tienen que sacarme de aquí... Me han
debido condenar... Gretta no sospechaba que yo conocía a Red
y a Hollster. No van a perder tiempo. Hay un jugador, con el
que ha estado hablando. Estoy segura de que me ha
«recomendado». El barman también está pendiente de nosotros.
—- Vete hacia la puerta, y marcha a la funeraria, mientras
entretenemos al barman y estamos pendientes del jugador.
Indica cuál de ellos es.
Ella dio las referencias precisas. Y los dos se levantaron y fueron
hacia el barman.
—¿Por qué se ha enfadado ésa, al vernos en este local? No
llamamos la atención.
— No quería que el anterior enterrador entrara en este local.
—Pero vestía de negro. Iba diciendo lo que era. Nosotros, no.
Y no me gustaría hacer con ella lo que con Rose... No quiero
que digan que buscamos nuestras propias «clientes», pero no me
gusta lo que ha hecho.
—Debéis perdonar a Gretta. Cree que el enterrador da mala
suerte.
—Dile que salga. Y que esté tranquila. Pero que no me hable
como lo ha hecho antes.
—No tardará en salir. ¡Si le has dicho que le harás lo que con
Rose, se habrá asustado!
El jugador, al ver que hablaban con el barman, se volvió a sentar
en la partida.
Ni uno ni otro se dieron cuenta de la marcha de la empleada. El
local estaba lleno.
La empleada había dicho qué Red se hallaba en la habitación
doce, pero que iba a acudir al comedor para comer.
—¡No quiero que escape! — dijo Ben —. No me agrada que
vayan diciendo que somos nosotros. Ha debido ser Gretta la
que nos ha conocido.
—La recuerdo, de El Paso... Sí. Es ella... Y se lo ha dicho a.
Hollster.
—¡Y decía Vicky que Kenton es una buena persona! — exclamó
John, riendo.
—Vete y trae el carro junto a la puerta de este local. Vamos a
llevar a Red en él. Y es posible que nos llevemos al barman y a
ese jugador. Pero el que interesa es Red.
John encontró a la empleada, que estaba con Dick.
—No te muevas de aquí — dijo John a la empleada—. No
tardaremos en regresar, uno de nosotros. ¿Qué sabes del
barman?
—Vino con ella de El Paso... ¡Es muy peligroso! Le he visto
disparar dos veces sobre clientes confiados. No os fijéis de él.
Suele tener dos «Colt» bajo el mostrador, entre las botellas.
Cuando le veáis con las manos bajo el mostrador, es que está
empuñando.
—¡Voy, no vaya a sorprender a Ben! Lleva el carro hasta ese
local —dijo a Dick.
Cuando Ben le vio regresar, sonreía. Y John le dijo lo que la
muchacha explicó del barman.
Ben no dejaba de hablar con él. Y el barman, mientras hablaba,
buscaba a la empleada. Y Ben, que se dio cuenta, dijo:
—No veo a la muchacha que nos iba a atender. ¿Dónde está...?
—Habrá ido a su habitación — dijo el barman.
Y de pronto el barman fue cogido del chaleco y sacado. del
mostrador.
—¿Dónde está? — decía Ben, golpeando al barman con su
golpe favorito. Y John disparó sobre el jugador que acudía a
ayudar al barman. Los testigos, sorprendidos, miraban al
jugador y vieron que tenía el «Colt» empuñado.
Comprendieron la razón de que dispararan sobre él.
Subieron a la habitación doce, y llamaron como si fuera un
empleado que avisaba podía ir a comer. Y cuando salía de la
habitación, vio las armas qué le apuntaban.
—Yo no le he hecho nada, mayor — decía—. Me han mandado
llamar Hollster y Gretta. ¡No sé qué querrán! Pero puede estar
seguro de que no aceptaría nada, si se refería a ustedes.
—¿Quién me ha conocido?
—Ha sido ella. Y avisó a Hollster, por creer que vienen detrás
de ellos. No intervinieron en la muerte del capitán Ellis.
—¿Quién le mató?
—Dicen que fueron Adams y Down...
—¿Dónde están?
—No lo sé... ¡Tiene que creerme!
—¿Qué te ha dicho el capataz de Hollster, que te esperaba junto
a la diligencia?
—Que Hollster tenía que hablar conmigo.
—¿Y Gretta qué te ha dicho? Mírame bien. ¿De veras crees que
soy tonto?
—No me han dicho a quién tenía que provocar. Si me dicen que
era usted, no lo habría aceptado.
—Lo habrías hecho con mucho gusto, pero sin provocar
porque sabías que así no podrías nunca conmigo. ¿Conoces a
Garvín y a Duff Grant?
—Esos nombres no me dicen nada, aunque Garvín, sí.
Estuvieron él y su hijo por Tombstone. Atracaron el Banco, y
decían que se llevaron sesenta mil dólares. Iban con un tal
Jacob... Creo que Garvín tenía un rancho por aquí...
—¿Es que el capataz no te ha hablado de él? Estuviste en ese
atraco.
—¡No...! ¡Tiene que creerme!
Trató de empujar a los dos a la vez. Sabía que era la vida lo que
le iba en la escapada. Los dos dispararon sobre él.
El ruido que había en el saloon impidió que se oyeran los
disparos.
Los clientes vieron cómo sacaban a los dos muertos del salón.
El barman y el jugador.
Una de las empleadas se puso en el mostrador.
La otra empleada dio noticias valiosas para Ben. Y escoltada por
unos soldados, ya que fueron hasta el fuerte, la llevaron para que
subiera a una diligencia, a
treinta millas de la ciudad.
Ben registró la habitación de Red. Allí estaba su maleta, en la
que había un rifle y varias armas más. También un telegrama, en
el que le decían que fuera con rapidez, y añadían que el trabajo
sería bien retribuido. Firmaba Henry.
La empleada que marchó, dijo que había visto un día a Héctor
Down. No sabía nada del otro.
—Cuando pensábamos en abandonar, hemos encontrado a
viejos amigos. Y sabemos que uno de los asesinos anda por
aquí... Habrán cambiado los nombres.
—¿Diremos a Myrna lo que hemos sabido de su padre y
hermano?
—No le sorprenderá nada. Ella les llama atracadores...
—Pero son su familia.
—Tienes razón. No diremos nada, pero serán castigados.

CAPITULO VI

—¡Es Gretta! — decía el capataz a Kenton.


—Es extraño ¡Sí! No hay duda, es ella.
Los dos esperaron a que se acercara. Y cuando desmontó, dijo
Kenton.
—¿Pasa algo?
—He venido huyendo — y explicó lo que había pasado.
—¿Por qué te has enfrentado a ellos? ¿Qué te importaba que se
quedaran sentados?
—Es que no quería que la muchacha hablara con ellos.
Reconoció a Red, y me preguntó si eras tú el que le había
mandado llamar.
—¿Es que le conoce?
—No hay duda. Por eso traté de que marcharan sin que ella les
hablara, aunque me parece que lo hizo antes de que yo me
acercara. He encargado que esa muchacha no llegue a mañana.
—Has hecho bien. No sabía que nos conociera.
—De El Paso. Ella ha estado allí.
—Pues tienes que impedir que hable con esos enterradores. El
más alto es el mayor Me Cloud.
—¿Crees de veras que ha venido tras nosotros?
—¿Por qué se ha quedado de enterrador? Así tiene libertad de
acción, y se entera, si matan a alguien, de quién es el matador y
el muerto.
—Han de buscar a los que mataron a Ellis. Le han debido decir
que vieron a Down...
—¿Por qué no has encargado a Red que se ocupara de él...?
—Porque entendía que querrías hablar primero con él.
—Pero si la finalidad era ese grupo de rurales...
—Temo que sean muchos los que andan por aquí,
y a quienes no conoceremos.
—Eso es lo que me preocupa, y en ese caso de nada sirve que
maten a esos ayudantes y a él. Si quedan otros, no habremos
conseguido nada.
—Pues no me gusta tener que marchar, cuando estamos tan
cerca de un buen golpe. ¡Algo grande! Más de cien mil dólares.
Y estos cerdos rurales vienen a estropearlo todo. ¡Hay que
acabar con ellos!
—Pero si hay más...
—Tal vez están esos tres nada más.
—¿Crees que Red se atreverá con el mayor?
—Hade tiempo que le odia, sin que el mayor se haya informado.
Hizo que colgaran a un hermano suyo. Y no se lo ha
perdonado.
—Pues si es así, debe darse prisa. Que no vaya a estar en el
refugio varias semanas.
—Lo primero que hay que hacer es silenciar a esa muchacha.
¿Crees que ella conocerá a esos rurales?
—Nada más verles entrar, se acercó a ellos a invitarles que se
sentaran ante una mesa. Pero debes estar tranquilo. Se
encargarán de ella.
—Esta noche. No hay que esperar a mañana.
—Son las órdenes que he dado.
—Debes volver a casa.
—No. No me atrevo. No iré hasta mañana.
—¿Qué van a /decir, cuando vean que no estás?
—No se darán cuenta. Y tengo miedo. Ha dicho a su ayudante
si hacían conmigo lo mismo que con Rose...
—Debes ir y dar prisa a Red... Debe actuar lo antes posible. Y le
has debido decir que aprovechara el tenerle en el local. No creo
que el mayor conozca a Red.
—Le ha conocido Maud... Por eso me he asustado, al ver que
iba a hablar con ellos. No esperaba que Maud conociera a Red.
Pero le ha reconocido, así que le ha visto.
—Pues debes volver. Los enterradores se habrán marchado ya.
Y hablas con Red. Y que los otros silencien a Maúd.
—Lo harán después que cerremos. Así no se darán cuenta. Y
mañana se dice que ha vuelto a su pueblo.
—Si ha conseguido hablar con esos enterradores. Y lo habrán
hecho, al escapar tú.
—Eso es lo que me tiene asustada. Porque habrá hablado con
ellos. Se quedaban en el salón.
—Lo has hecho mal.
—Me han asustado. Y he tenido miedo. Por eso he venido.
—Pues ahora no sé qué será mejor, que te quedes o que
vuelvas. Dices que has salido a dar un paseo...
Y devuelves ese caballo a la barra de la que lo hayas cogido. Eso
es lo primero que has de hacer: Te llevas uno de aquí y dejas ése
en su sitio. ¡Estoy intranquilo con Maud! ¡Qué fatalidad que
haya conocido a Red!
Uno de los vaqueros llevó el caballo para dejarlo donde ella dijo
que le había cogido. Y debía encargar al barman que se
ocuparan de Maud.
El vaquero, al entrar en el local, se sorprendió al no ver al
barman. Estaba una de las empleadas en el mostrador.
—¿Qué pasa? — dijo, riendo—. ¿Y el barman?
—Se lo ha llevado el carro de la funeraria. Estaba muerto,
cuando le sacaron.
—¿Muerto? ¿Qué ha pasado?
—Discutió con ese tan alto, que es el enterrador.
Y Peter, que quiso ayudarle murió cuando ya tenía el «Colt»
empuñado. Unos segundos más, y el muerto sería el enterrador.
Tampoco está Gretta en su habitación.
—Pero ¿por qué han discutido el barman y él?
—No lo sabemos. Le sacó como a un guiñapo del mostrador, y
le mató con dos golpes nada más. Luego se llevaron a los dos
para enterrar mañana.
No quiso estar más tiempo. Estaba deseando hacer saber lo
sucedido. Pero se acordó de Maud, a la que no veía.
—¿Y Maud? — preguntó a la que estaba de barman.
—No se le ha visto, desde la discusión con el barman.
En el rancho esperaban el regreso del vaquero, pero
los oyentes se dejaron caer en una silla.
—¿Y dices que Maud no estaba en el local?
—Desapareció del mismo, cuando la discusión.
—Se han complicado las cosas. Yo no vuelvo a casa — decía
Gretta.
—Creo que haces bien. Pero hay que hablar a Red...
Se va a sorprender, al saber que no estás en casa y que han
muerto esos dos.
—Envía a un vaquero, que le diga venga al rancho.
—Si los rurales le conocen, pueden seguirle y, si saben que viene
a este rancho, confirmaron lo que Maud ha debido decirles.
—¡Maldita complicación!
Buscaron a un vaquero de confianza, y le enviaron para que
viera a Red. Y el emisario llegó al hotel: Sabía la habitación que
tenía, y subió directamente a ella. Llamó reiteradas veces y al no
responder, supuso que habría salido a dar una vuelta, por la
ciudad. Decidió esperar en el salón. Pero a la hora de cerrar,
como no había regresado Red, marchó al rancho, diciendo a
Ken- ton que iría por la mañana, a primera hora.
Así lo hicieron y, cuando regresó, dijo que Red no había
dormido en la habitación.
— Pero dicen en el Refugio, que tiene su maleta en la
habitación.
—¿Que tiene su maleta allí? —dijo ella—. Le han matado
también.
—¡No es posible!
—¿Es que crees que iba a marchar sin la maleta en la que suele
llevar las armas, ya que, según el caso, emplea una u otra?
—Si ha visto las cosas mal, lo que ha hecho es escapar. Y no ha
tenido tiempo de ir a la habitación, por la maleta.
A media mañana, entraron los enterradores en el Refugio. Y
preguntaron por Maud y por Gretta. No sabían dónde estaban.
Para Gretta era un dilema. No sabía qué hacer.
—Debes volver. Necesitamos estar informados de lo que está
pasando.
—Es que tengo miedo... Uno de esos muertos es el que tenía el
encargo de silenciar a Maud. Y lo que más me asusta es lo que
haya podido decir ésta a ese enterrador. ¡Bien ha engañado a
todos!
—Están haciendo el trabajo bien.
—Tienen quienes les ayuden.
—Es lo mismo. Pero lo han hecho bien hasta ahora,
—No me atrevo a ir a casa. No me atrevo.
—Red ha de estar escondido en alguna parte, y será al Refugio
adonde vaya.
—Si está su maleta en la habitación, es que le han matado
también. Estos rurales no han venido a detener. Han venido a
enterrar. Y que no se enteren los demás porque como son los
encargados de enterrar. No cuentes con Red.
—No creo que se haya dejado sorprender. ¿No le dijiste que
estaban aquí esos hijos de muía?
—Me encargaste que dejara que fueras tú el que le dijera lo que
se quería de él.
—Tienes razón. Pero, de todos modos, no es de los que se
pueden sorprender.
—Pues si sigue la maleta en su habitación, puedes estar seguro
de que ha sido enterrado con los otros dos. Y Maud ha
escapado sin castigo, y es la que ha hablado a los rurales. Y no
sabemos qué podía saber.
—Estamos asustados — decía Kenton—. ¡Los que hemos
asustado a los demás, estamos completamente atemorizados!
—¡Si nos vieran en algunas ciudades! — decía el capataz.
—No debemos dejar que nos domine el miedo. Por eso, hay
que ir al refugio. No se puede abandonar lo que resulta un buen
negocio.
La codicia hizo que se decidiera Gretta a volver a su casa. Sabía
que había una empleada al cargo de todo, pero necesitaba más
atención que la que ella podía prestar.
Nada más aparecer en el local, fue rodeada de empleadas y
clientes. Todos hacían manifestaciones de alegría, por verla.
—¿Y Maud?
—No ha vuelto por aquí. Debió marchar, cuando la pelea.
Como si ella no estuviera informada, hizo que le repitieran lo
que ya sabía. Como una buena actriz, expresó sorpresa y dolor.
—No debió decir nada a los enterradores — declaró una
empleada.
—Es que no me agrada que estén aquí. Los que saben que son
ellos, no quieren seguir a su lado.
—Costó la vida a dos personas. Y otro del que no se sabe nada,
es del huésped del doce. Sigue allí su maleta.
—Tendremos que guardarla hasta que regrese, si es que regresa.
—Es un misterio lo de ese hombre. Teníamos que avisarle para
que fuera a comer. Y cuando fueron, ya no estaba en la
habitación. No se le ha vuelto a ver más.
Palabras que hacían temblar a Gretta.
Dieron cuenta a Ben de que había regresado Gretta. Y ordenó
que se vigilara ese local. Quería saber qué ganaderos la visitaban.
Y si eran mineros, deseaba conocer quiénes eran.
Gretta llevaba el encargo de Kenton de averiguar si se había
hecho la convocatoria de acciones de la West.
El que se presentó en el Refugio, una hora más tarde de
comentarse que había regresado Gretta, fue Andy, el periodista.
Se sentó frente a ella y dijo:
—¿Qué le pasa a Hollster?
—No le pasa nada.
—Han visto a su capataz, con Red. ¿Quién le ha llamado? ¿Es
que va a seguir actuando solo por su cuenta? ¿Qué pasó aquí
para que mataran a dos personas? ¿Se ha confirmado que son
rurales los enterradores?
—Desde luego. De eso no hay duda. Y se teme que sea a
nosotros a quienes están rastreando.
—¿Qué ha dicho Red? ¿Les ha visto?
—No sabemos una palabra de Red. Desapareció de su
habitación, sin aparecer por el comedor, y no se le ha vuelto a
ver. Yo creo que está enterrado.
—No es una presa fácil.
—Pero si le han sorprendido en su habitación...
—Sí. Si le han sorprendido.
—¿Para qué le hicisteis venir? ¿Es que creéis que ha de estar
sólo ese pequeño grupo? Hay, en estos momentos, media
División, por lo menos. Lo que no sé qué es lo que pueden
haber venido buscando.
—A los que mataron al capitán... Ya sabes que Down anduvo
por aquí unos días.
—Pero hace tiempo que no se le ha vuelto a ver. Y si estuviera
por aquí, y sabe que hay rurales como enterradores, marcharía al
norte del Canadá.
—¿Viene Hollster? Hay que tratar el asunto de esa mina. El
ambiente se va caldeando ya.
—Van a convocar a los accionistas que conserven acciones de
esa sociedad.
—Es Kenton el que tiene más acciones. '
—Si viene un juez, te preguntará como han llegado a su poder.
—Eso no interesa.
—Más vale así. El no está muy tranquilo.
—Si todo se prepara bien, en una semana, ricos y muy lejos de
aquí.
—La venta hay que hacerla en Santa Fe. Mi periódico se ha
leído mucho allí.
Ben reía de buena gana, cuando John le dio cuenta de la visita
del periodista al Refugio.
—Empiezan a inquietarse y a cometer errores. Pero nosotros ya
estamos descubiertos. Y creo llegado el momento de abandonar
la funeraria. Nos hemos hecho muy vulnerables. Y mandarán
venir a buenos «amigos» nuestros. No hay más que asesinar a
uno para hacer ir al carro a recoger el muerto.
—Tienes razón. Lo que tenemos que hacer es obligar a que nos
digan dónde están esos asesinos.
—He pensado en ello, y es muy posible que no anden por aquí.
Hemos averiguado quiénes fueron los que le mataron.
—Esos dos fueron los verdugos posiblemente, pero todos ésos
fueron culpables y no quiero que uno sólo de ellos, quede con
vida. No me interesa lo que intenten hacer con esa mina y con
las acciones que van a lanzar al mercado. Lo que me interesa es
castigar a los culpables de la muerte de Rob. Y todos éstos que
andan por ¿aquí intervinieron, de una manera o de otra.
Se informó Ben de la visita que el periodista hizo, al salir del
Refugio. Y la comentó con sus ayudantes.
—Si ha visitado el Banco es porque van a contar con la ayuda
del director para la venta de las acciones.
—Debe ser eso. Y empiezan a tener prisa. Y donde -stán
perdiendo tiempo es en Santa Fe. No se puede f.ar uno de las
palabras que parecen firmes, si son los políticos los que las dan.
Y nosotros no vamos a esperar más.
—Sabes que estamos deseando actuar.
—Vamos a empezar por los locales. Son dónde se guarecen,
cuando hay movimiento. Hay que dejarles sin esos refugios.
—¿Y Vicky?
—No quiere marchar.
—En esta tierra, son tan tozudos como en Texas...
—La intervención de los militares ha de tener asustados a esos
granujas.
—¿Qué os parece si empezamos por Gretta?
—Una gran idea.
Esa misma noche, Gretta, que hablaba con un emisario del
periodista, se quedó muda al ver a los tres enterradores. Y la
sonrisa de ellos le produjo un pánico intenso.
—¿Qué te pasa? — dijo el que hablaba con ella. Pero al buscar
la causa del miedo que se reflejaba en la vista, descubrió a los
tres que caminaban hacia ellos.
—¡Hola, Gretta! —dijo Ben, al estar frente a los dos—. ¿Quién
es este caballero?
—Es un amigo y un cliente.
—¿No es el que ayuda al periodista?
—Sí —dijo el aludido.
—¿Cuándo se sacan las acciones impresas ya? ¿No esperan a esa
convocatoria que se comenta han hecho sobre la West? ¿Es que
Gretta está relacionada con ese asunto?
—Ten en cuenta — dijo John — que esto es un refugio para
mineros. Así que todo lo que se relacione con minas ha de
suponer de gran interés para ella.
—Tienes razón. No me había dado cuenta de ese detalle. ¿Está
impaciente el periodista? Debe esperar a que se reúnan los
accionistas, si los hay.
—¿No te molesta que estemos aquí?
—Debéis perdonar. Me excité sin razón. Ahora, no es lo mismo
que antes. No hay traje distintivo.
—Es lo que yo te decía.
—Ya he dicho que estaba excitada.
—¿Por qué querías que mataran a Maud?
—Yo no quería que le hicieran nada — replicó muy pálida.
—¿Sabías lo que ella conoce de vosotros? ¿Era por eso por lo
que querías que fuera silenciada?
—Repito que no deseaba le hicieran daño.
—Sólo querías que la mataran.
—¡No es verdad! Ella miente, si dice una cosa así.
—El verdugo que buscaste, ya está enterrado. ¿Qué te ha dicho
Red? ¿Quién le mandó llamar? Eso es lo que te preguntó Maud,
y te asustaste. No sospechabais que ella os recordara de El Paso.
¿Verdad? ¿Te ha pedido Hollster que vuelvas? ¿No estabas bien
en su rancho? ¿No Iras pensado que lo que él quiere es que te
quitemos nosotros de la circulación, y evitar que puedas decir lo
mucho que sabes de él? ¡No te quiere viva! Te tiene miedo. Y
enviarte a esta casa, según está todo, era para librarse de ti.
—Creo que tiene razón — exclamó, ante la sorpresa de Ben.
—¡Yo estoy seguro! Este negocio es de él, ¿verdad?
—¡Es mío! ¡Ellos no tienen nada en este negocio!
—No creo que piensen así.
—Ya sé que no piensan así, pero es solamente mío. Y estás en
lo cierto. Me ha hecho venir, y eso que yo no quería. Y conste
que no estoy mezclada en el asunto que tanto les asusta, de la
muerte de un capitán. Que han comentado más de una vez, ante
mí. Se mostraban orgullosos de esa acción. Estuvieron un día,
un tal Adams y otro, llamado Down.
—¿Quiénes ayudaron a esos dos en la muerte?
—Esos dos presumían de haber sido los que le cazaron, pero
dispararon todos.
—¿Quiénes?
—Garvín y su hijo. Dufí y Jacob y Hollster. Los otros han
dejado que esos dos presuman de haber sido los que le mataron,
pero dispararon todos. Ahora están muy asustados. Sospechan
que habéis venido por ellos.
—¿Sabes dónde están Adams y Down?
—Tienen un buen local, en el que hay de todo, hasta ju-ju», en
Tombstone. Creo que tienes razón. Me ha lecho venir para que
vosotros me colguéis. Y el granuja me ha dado esta nota para el
periodista. Por eso estaba éste aquí.
Con toda naturalidad, metió la mano en el pecho, y, mando
sacaba el «Colt» empuñado, dispararon los tres sobre ella.
—¡Quieto! — dijo John al que hablaba con ella.
—Yo... no... he... he...cho na...da.
Los clientes miraban el cadáver de Gretta, que tenía el «Colt» en
la mano. Y con ello, el comentario general era que estaba bien
muerta.
Al llegar la noticia a Hollster o Kenton, dijo:
—Dio resultado. ¡Sabía que ésos enterradores matarían a Gretta!
Se estaba haciendo peligrosa. ¡Y sobre todo, estaba asustada! No
supo que Red había sido llamado precisamente para que se
encargara de ella. Era un enorme peligro para nosotros.
—Les habrá insultado.
—No se sabe lo que hablaban, pero intentó ser ella la que
disparara. Cuando murió, ya tenia un «Colt» empuñado. Era
peligrosa, de veras.
—Mandaré para que se hagan cargó de ese local. Yo era socio
del Refugio.
Los que escuchaban no se atrevieron a decir lo que estaban
pensando. Tenían mucho miedo para hacerlo.

CAPITULO VII

Myrna volvió al rancho para dar órdenes de lo que debería


hacerse. Y fueron bastantes los ganaderos y algunos vaqueros
que llegaron para darle el pésame porque no le habían visto en
el pueblo, cuando el entierro de su padre y hermano. Habían
amanecido los dos colgados.
Trataron de culpar a los enterradores, peró ella sabía que no
fueron ellos. Ben había estado hablando con ella, y le confesó
que les tenían condenados, pero que esas muertes eran obra de
los que fueron compañeros en sus andanzas, lejos de esa tierra.
Por eso, Myrna estaba segura de que no fueron los que les
colgaron.
Registrando la mesa en que el padre guardaba sus cosas, se
encontró con mucho dinero y varios recortes de periódicos, en
que se daba cuenta de atracos y robos.
Y como justificante, se decia que el padre y el hermano debían
estar locos. No necesitaban hacer lo que estuvieron haciendo.
Con el rancho podían vivir sin apreturas.
Y hasta haciendo ahorros. Pero querían las riquezas fáciles.
Hablando con Ben y ayudantes, reunidos con el mayor, le
aconsejaron que vendiera el rancho. Y que se volviera con su tía.
Y como, en realidad, nada le retenía en Silver City, estuvo de
acuerdo en vender. Lo que no quería era que se hiciera con
prisas. No le hacía falta dinero. Y menos, con la fortuna que su
padre tenía guardada y que ella encontró.
Peto también pensaba en los que colgaron a su familia. Ella
sabía que los dos eran carne de horca, como se lo decía ella
muchas veces, pero no quería que los asesinos quedaran sin
castigo. Ben le había dicho que se encargarían ellos de castigar a
sus matadores, pero también quería participar ella en el castigo.
Y Ben le rijo que sería avisada cuando hubieran descubierto
quiénes lo hicieron.
—Tienen que haberlo hecho los que estuvieron con ellos lejos
de aquí. Aquella temporada que faltaron del rancho.
—Pero como son varios, hay que saber quiénes son los que lo
han hecho. No me gustaría cometer una injusticia, y dejar sin
castigo a los culpables.
Lo que Ben intentaba era apartar a la muchacha de ese castigo.
Pero tenía que engañarla.
Vicky fue a pasar unos días con Myrna, en el rancho.
—Me ha dolido mucho que les mataran así. Sabía que iba a ser
el final de ellos, pero no me agrada que io hayan hecho quienes
son tan indeseables como eran ellos.
—Han de tener cuidado del ganado.
—Tengo a los vaqueros de confianza, que son los que se
encargarán de vigilar.
—Es que van a tratar de aprovecharse, al verte sola. ¡Vende
esto!
—Es lo que voy a hacer. Anunciaré que quiero vender.
—Es un hermoso rancho, y tienes buen ganado.
—Confío en que haya algún comprador que sea bastante justo.
A los cuatro días, se presentaron tres posibles compradores.
Uno de ellos procedía de Tombstone, y era el que más le
ofreció, el ganado aparte, y con arreglo al precio de mercado.
Como estaba deseando volver con su tía, a la que echaba mucho
de menos, aceptó la oferta, y vendió en dos días más.
Propuso a Vicky que se marchara con ella. Y los enterradores
presionaron para que aceptara.
—No debes seguir en este ambiente y, menos, en esta población
— decía Myrna.
—No me va mal.
—Pero has de estar soportando lo que no se puede soportar.
—Si encontrara quién pagara bien por el local— dijo al fin.
—Que se encarguen los amigos de buscar un comprador.
Fue más sencillo de lo que la muchacha podía soñar, y le
pagaron lo que no podía imaginar que pudiera conseguir.
Las dos estaban, muy contentas, al hacer la transíe rencia a El
Paso.
Cuando los enterradores despedían a las dos muchachas, dijo
Ben:
—Pronto os veremos por allí.
—¿Por El Paso? — decía Vicky, sonriendo.
—Estamos destinados en aquella División. Y nuestro permiso
se acaba. No tardaremos en ir también.
La marcha de las dos muchachas se comentó, pero a la que iban
a echar de menos era a Vicky. Solían decir que ese local, sin ella,
no era lo mismo. Y el que le compró, lo comprobó bien pronto.
La clientela que había visto él a diario, sin Vicky en el mismo,
cambió por completo. Y ¡os clientes eran muchos menos.
Esperaba que cambiara dentro de un breve plazo. Pero la
verdad no fue como esperaba, y empezó a decir que Vicky le
había estafado.
Informados los enterradores de lo que estaba diciendo, se
presentaron en el local. Era cierto que la clientela era muy
reducida, y que ello tenía que enfadar al que había pagado de
una manera justa, pero suponiendo que la clientela iba a ser la
misma que había visto muchos días.
Y abandonaron el local, sin decir nada al enfadado dueño. El
hombre tenía razón para su enfado, pero ño podía culpar por lo
que ocurría a Vicky.
Antes del mes, lo vendió a quien ya tenía dos locales más en el
pueblo, y vendió por la mitad de lo que él había pagado.
Ben quería ir a Tombstone antes de reintegrarse al servicio. Pero
no deseaba dejar sin castigo a los que estaban por allí. Y
planearon el castigo a Kenton. Al periodista, a Duff y a Babbitt.
Cada noche eligieron un rancho. Y con flechas, para no armar
ruido, se dedicaron a cazar a los elegidos.
La primera noche, para evitar que el periodista escapara, le
colgaron cuando estaba terminando de imprimir él periódico en
el que hablaba de la mina y de la conveniencia de que se
explotara de nuevo.
El primer rancho elegido fue el de Hollster. Murieron cinco. Y
entre ellos, el dueño.
Los vaqueros escaparon, al encontrar esos muertos, í no
pasaron por el pueblo. Lo que ayudó para que, a la siguiente
noche, cayeran Duff, su capataz y dos vaqueros que estaban en
la vivienda principal con ellos. Lo que indicaba que eran de
confianza.
No escapó Jacob, ni Sam, cuyo local fue incendiado.
Y los enterradores desaparecieron de la funeraria y del pueblo.
Cuando descendían de la diligencia, los tres echaban de menos
sus monturas. Y miraban en todas direcciones, mientras les
entregaban sus maletas.
Ninguno de ellos conocía la ciudad. Y la referencias que tenían
para hallar lo que buscaban, eran sobre un local en el que había
de todo, incluso «ju-ju». Pero no podían preguntar dónde
podrían fumar esa droga o tomarla en otra forma. Tampoco los
nombres que ellos conocían habían de ser los mismos que
tuvieran allí. Pero era una referencia el que se tratara de dos
socios. No abundarían los saloons que pertenecieran a dos
socios.
Una vez con su maleta cada uno, buscaron un hotel. Cosa que
no fue tan sencilla como hablan imaginado.
Les dijeron en el primer hotel que por haber llegado unas
manadas, las habitaciones se ocuparon con los conductores y los
propietarios de esas manadas.
Acordaron pasar como un ganadero con su capataz y el
ayudante, en busca de algún buen semental y de algún ganado
selecto. Pero una vez en el pueblo, pensaron los tres que allí no
importaba a nadie lo que fuera su vecino en la barbería o en la
habitación del hotel. Cada cual iba a lo suyo, y lo que le
preocupaba era asunto solamente suyo. Tampoco les iba a
interesar la llegada de tres forasteros más.
Encontraron tres habitaciones en el hotel más caro de la
población. Esa era la causa de que hubiera habitaciones vacías.
Y los tres se sorprendieron al ver una muchacha que parecía
irreal, a fuerza de belleza acumulada en su cuerpo.
—Ya os han dado habitación, y eso que saben que no me
agradan los vaqueros. No por serlo, sino que, por ser lo que
son, arman escándalos por suspicacias.
—No habrá jaleos por nuestra parte.
-- Si os ponéis a jugar y perdéis, no acuséis a los demás de
ventajistas. Lo advierto porque muchas veces es lo que pasa. Y
los jugadores se enfadan, y con razón.
—Puedes estar tranquila. No nos gusta jugar a ninguno de los
tres.
—¡Eso sí que es extraño! ¿A ninguno de los tres?
—A ninguno.
—Desde luego, es sorprendente — añadió la belleza
—No comprendo que te extrañe tanto.
—Es que a la mayoría de los clientes de este hotel, les agrada
jugar y bailar. Ya veréis la colección de muchachas que he
seleccionado para mis clientes.
—Lo veremos más tarde — dijo Ben —. De momento, lo que
queremos es caer en una cómoda cama, y dormir cuarenta
horas... No has viajado en diligencia, ¿verdad?
—Muchas veces.
--¿Y llegaste entera?
La muchacha reía de buena gana.
—Tienes razón. Es un viaje muy incómodo.
Se separó de ellos, sonriendo. Y los tres fueron a sus
habitaciones, y durmieron muchas horas cada uno.
Alma, la dueña, preguntaba, horas más tarde, si se habían
levantado los tres nuevos huéspedes. Estaba sentada,
comentando lo de los tres, con un elegante que se hallaba frente
a ella.
—... y me ha sorprendido que no les agrade a ninguno de ellos
jugar.
—No has debido admitirles... Sabes que no convienen los
vaqueros.
—Pero no se puede prescindir de ellos, si alguno decide
hospedarse aquí.
—Me encanta que no les agrade el juego.
—¿Qué hay de las acciones?
—No han dicho nada. Ya nos avisarán.
—¿Sabes lo que han comentado los de la diligencia que ha
pasado en Silver City?
—No he oído nada.
—Ha habido una matanza terrible.
—¿Matanza?
—Incendio de locales, y han colgado a varias personas. Han
sorprendido trucajes en mesas de ruleta y dados con lastre.
—Estoy diciendo — añadió ella — que es un peligro. Y que
más vale ganar menos y vivir tranquilos.
—Y en una noche, se dan tres plenos, y adiós ganancias. No.
Hay que ganar. Se montan estos locales, no por distracción.
—Decían, en casa de Schiffer, que la minería se acaba aquí.
—No hagas caso. Se dice, desde hace cinco años.
—Si las minas se acaban, razón de más para que se trate de
ganar el máximo hasta que tengamos que marchar, por
agotamiento mineral.
—Pues no puedo evitar el miedo.
—Lo que hay que evitar es la presencia de vaqueros en este
hotel. Esos tres de que hablas, no han debido ser admitidos.
—Sabes que no podemos dejar de hacerlo.
—Pudiste decirles que estaba todo ocupado.
—No creo que den guerra. No pensaban más que en dormir.
—Pero no van a permanecer durmiendo todo el tiempo que
estén en esta casa. ¿Les habéis preguntado con quién trabajan?
Tal vez sea un conocido.
—Han venido en la diligencia, y llevan maleta cada uno. No
creo que trabajen por aquí. Si acaso, vendrán a trabajar.
—O serán unos buscadores más. No escarmientan. Buscan
parcelas y sueñan con el oro a montones.
Cuando el elegante se levantó, dijo:
—Procura que esos tres vaqueros abandonen este local. No
agradará a los demás verles en el comedor. Precisamente, lo que
ha hecho popular este local y hotel, es la seguridad de que no
tienen que alternar con vaqueros.
—¡No me digas! —exclamó ella riendo—. No es que no les
agrade, es que temen las reacciones de ellos, cuando confirman
que les hacen trampas. Porque no irás a decir que son caballeros
de verdad los que visten como ellos.
—Lo que tienes que hacer es conseguir que vayan a otro hotel.
—No hay razón para ello después de dormir tantas horas como
están durmiendo.
—Lo que hago es darte un consejo.
—Gracias y de vez en cuando, sería conveniente te dieras
cuenta de que esto es mío. Solamente mío.
—No es que trate de ordenar...
—No te harían caso. Sabes que no te han obedecido, y lo que
has tratado es, precisamente, de imponerte poco a poco. Y
también ha de entrar en tu cabeza, bastante dura, por cierto, que
no pasas de ser un cliente, ai que estimo. Estás tratando de
engañar.
—No engaño. Lo que hago es decir lo que siento por ti. Y eso
no ha sido nunca un delito.
--Pero lo es tratar de hacer ver que yo soy, como dices, una cosa
tuya.
—Me agrada presumir...
—Te agradecería que no insistieras en esa presunción.
—No te irás a enfadar por eso.
—No es que me enfade, pero no me agrada que mientas así.
El elegante se daba cuenta de que todos estaban pendientes de
lo que hablaba, y se puso nervioso. Y al retirarse, iba pensando
en dar una lección a esa tonta. No le agradaba que le hubiera
hablado en la forma que lo hizo y, sobre todo, en el tono que
empleó deliberadamente para que los demás oyeran.
Era cierto que había estado haciendo creer que era una especie
de amante de ella. Y por ello, eran muchos los que le
envidiaban.
No perdió su sonrisa, pero iba furioso. La encargada de la
recepción, que había estado escuchando le dijo a Alma:
—No has debido hablarle así, aquí. Se lo has debido decir a
solas.
—Lo que quería era que todos se enterasen de que no es nada
para mí...
—Le gusta presumir.
—Que busque otra presunción, pero está haciendo creer que
soy su amante. Y no me agrada, porque no soy la amante de
ninguno. Y estoy disgustada conmigo porque mucha culpa es
mía. Y tenía que cortarlo.
—Pues va convertido en algo feo, por dentro. Y no es de los
que interesan frente a una.
—No he sido dura con él.
—Le has puesto en evidencia, ya que estaba haciendo creer que
tenía un ascendiente sobre ti. El que le da al suponer que es algo
tuyo.
—Tenía que hacerlo.
—Has debido hablarle a solas.
—Seguiría lo mismo. Y no me agrada. Sin darme cuenta, he
estado siguiendo sus consejos. Y es lo que me disgusta.
—No hay duda que entiende de estos negocios, Y no ha ido
mal.
—Pues no estoy conforme con muchas cosas, que voy a
corregir. Prefiero menos ganancias y más tranquilidad.
—No temas. No hay medio de darse cuenta.
—No lo creas. Y no creas que esos mineros y hombres de
negocios engañan a los vaqueros. Por eso no permito
vaqueros... Aunque no puedo negarme. Lo que podemos hacer
es decir que está todo ocupado. Pero en el saloon pueden entrar
y, de hecho, están entrando. No necesitan vivir aquí.

CAPITULO VIII

Los tres entraron en el saloon. Allí estaba Alma, sentada ante


una mesa conversando con dos elegantes. Eran técnicos de una
de las minas más famosas de la cuenca.
—Esos han entrado por la puerta del hall — advirtieron a
Alma—. ¿Es que son huéspedes del hotel?
—Sí.
—Creíamos que no te agradaban los vaqueros en el hotel.
—Pero también me agrada ocupar las habitaciones. Y esos tres
no suponen un peligro. No les gusta jugar.
—Eso dicen ellos.
—No tenían por qué mentir. Son muchos los ganaderos que
entran a jugar, y visten como ellos. Y a veces, también los
vaqueros y los conductores. Su dinero no es despreciado por los
ventajistas, que se han enquistado en esta casa. No es sólo en la
ruleta y en los dados donde se les engaña. También se hace con
el naipe marcado. Y lo voy a cortar.
—Si se hace bien, no hay peligro.
—Ustedes ganan más en el póquer que en la mina, ¿verdad?
—No nos estarás llamando ventajistas, ¿verdad?
—No. Sólo habilidosos y entendidos.
Los dos se levantaron a la vez.
—Un error, Alma. Un error — dijo uno de ellos.
Ben y acompañantes se dieron cuenta de la forma de levantarse
de los elegantes, y dijo el primero:
—Parece que se levantan enfadados...
—No hay duda — corroboró John.
—¡Es preciosa, esa muchacha! Pero si no quiere vaqueros es
porque hay ventajistas. Y les temen.
—Pero si esto es, como estamos viendo, un saloon más,
entrarán por esa otra puerta. Y ya hemos oído que hay juego y
baile.
—Pero para bailar habrá puesto una tarifa elevada.
—Pero todos estos que visten de ciudad, ¿qué es lo que hacen?
—Hay muchas minas... Muchos de los empleados de ellas,
visten de ciudad. Empleados de los Bancos, de los almacenes...
—A los vaqueros no les agradará entrar aquí. La bebida será
más cara, y no por ser mejor. Y sospechan que los que jueguen
frente a ellos serán especialistas.
Se sorprendieron al ver que los tres vaqueros, como ella
pensaba que eran, eran el objetivo de la muchacha al levantarse.
Se acercó a ellos y dijo:
—¿Qué tal la bebida? No entiendo de ello, pero me aseguran,
los que me la sirven, que es buena.
—No está mal —dijo Ben—, pero supongo que será la misma
que sirven a los demás.
—Me aseguran que es distinta.
—Si lo aseguran...—añadió Ben, sonriendo—. ¿Qué le ha
pasado a esos dos elegantes? Parece que se han levantado,
disgustados.
—No les agrada oír ciertas cosas. Y creo que estoy cometiendo
muchos errores en pocas horas. Consecuencia de otros
anteriores. Pero voy a dar una sorpresa a muchos. Hace tiempo
que pensé en ello, pero cometí la torpeza de hablar de ello. Y
me convencieron que sería un error. Y lo que fue un error, y
grande ha sido abandonar esa idea. Y lo curioso es que no veo
los ingresos de que hablaban.
—Te refieres al juego, ¿verdad?
—En efecto.
—Te han hecho admitir ventajistas y trucarlo todo para no tener
lo que te decían que ibas a ganar. Así, te estás jugando la vida,
sin el ingreso de que te hablaron.
—Lo has adivinado. Y he pensado quitar todo lo del juego,
mañana mismo.
—¿Ventajistas, esos dos?
—Técnicos en una mina. Pero la verdad es que se pasan las
noches jugando. Sí. Voy a levantar todo esto. Lo convertiré en
un restaurante. No hay en la ciudad ninguno que merezca la
pena, ni con la extensión del que habrá aquí. Con la venta de las
ruletas, de las mesas de dados y de póquer, podré comprar
mesas y sillas para el restaurante. Se acabó gl juego y el baile. Y
menos mal que no he permitido que el hotel fuera complemento
del saloon, con mujeres que se prestaban a ello. Confesé que
quería ganar dinero, y he tenido un mal consejero. La culpa es
mía, desde luego. Y por eso voy a rectificar radicalmente.
Estuvieron hablando mucho tiempo.
—Haces bien — decía Ben, al final—. Y menos mal que no has
convertido este hermoso local en lo que dicen que han hecho
dos socios. Comentaban en la diligencia que tiene drogas y, en
realidad, se trata de un prostíbulo, escudado en el saloon.
—Supongo que te refieres a Campbell y Ford. Dicen que es un
negocio fabuloso. Y es lo que me aconsejaban hiciera aquí. Y
confieso que mi ambición estuvo cerca de convencerme, pero
reaccioné. Incluso pensaban en mí esos consejeros, como
principal cliente... Fue lo que me hizo reaccionar.
Al salir del local, ya sabían cómo se llamaban, allí, los que habían
ido buscando. El problema de Alma no les interesaba.
Preguntaron a un jovenzuelo por esos socios, y no tardaron en
encontrarse frente al local.
Tenían miedo a ser reconocidos por los dos asesinos. Era un
riesgo y un peligro que debían correr. Y como el permiso se
estaba agotando, no querían perder mucho tiempo.
La entrada de los tres no podía llamar la atención porque
aquello estaba abarrotado de clientes. Los tres se extendieron
con la idea de provocar una estampida.
Y para ello, se dedicaron a hablar en voz baja, sobre cables en
las ruletas, que permitían al «croupier» que la bola se parase en el
número deseado por él, y que en los dados había plomo, que
permitía al encargado de la mesa conseguir las mejores tiradas.
Cuando consideraron que el ambiente estaba bien preparado,
Ben se hizo cargo de un naipe en una partida de póquer, y
demostró a los curiosos que estaba marcado. Y a la vez hacía lo
mismo John con unos dados, que rompió con la culata de un
«Colt», apareciendo las bolitas de plomo.
Los clientes, excitados, derribaron una mesa de ruleta, después
de linchar a varios encargados de mesas de dados y a varios
ventajistas. Y al ver los cables que hacían el trucaje a favor de la
casa, dos horas más tarde, parecía que había pasado por el salón
una estampida de búfalos. Y trece muertos indicaban el enfado
de los que se convencieron que estaban siendo robados. Y que
se trataba de un prostíbulo, lo indicó el que, ante los gritos y los
disparos, salían mujeres en paños menores para tratar de salvar
la vida. Y de éstas, la mayoría no pasaban de los quince años.
Campbell y Ford, como se llamaban allí los asesinos del capitán
Ellis, fueron «cazados» por Ben y acompañantes, seguidos de
enfurecidos clientes, en otro local que tenían, y donde se
informaron que podían estar.
No quería les lincharan, como iban dispuestos a hacer los
indignados clientes, sin que supieran que todo eso era el castigo
por haber matado al capitán. Los dos, Adams y Down, no
podían sospechar cuál era la causa de lo que sucedía a sus
negocios. Sabían que los ventajistas abundaban porque les
pagaban un cincuenta por ciento de sus beneficios. Y
supusieron que alguno fue sorprendido.
Cuando les informaban de lo que sucedía en el otro local, se
presentaron los que iban buscándoles. Y el propósito de Ben, de
hacerles saber el porqué de lo que sucedía, no lo pudo realizar.
Nada más enfrentarse a ellos, empezaron a dispararse armas, y
los dos propietarios cayeron sin vida.
Para los tres rurales, era el fin de la misión que se asignaron, al
solicitar el permiso. Y se dispusieron a salir de Tombstone. Al
otro día, al levantarse para ir a la posta, aunque como se
enteraron de qué el tren les acercaba más a su destino, tenían
más tiempo, se encontraron en el salón del local del hotel, qué
habían desaparecido todas las mesas para juegos.
—Me han dicho que marcháis — les dijo ella—. Parece que
estáis sorprendidos.
—Vemos que has cumplido tu promesa.
—Y mañana queda cerrado esto para hacer la reforma de que os
hablé. Si volvéis por aquí, estáis invitados a comer el primer día
que os presentéis. Me han dicho que habéis sido los promotores
de lo que ha pasado con Campbell y Ford.
—Tombstone no debe estar de luto por la muerte de esos dos.
¡Eran unos asesinos!
—Por el tiempo que habéis estado, es de suponer que vinisteis a
castigar.
—Sin embargo, lo han hecho los demás.
—Si merecían ser castigados, y lo han hecho, lo mismo dará que
hayan sido unos u otros los que lo hicieron.
—Así es como pensamos.
Dos clientes que salían del hotel y del salón en ese momento,
miraron a los tres que hablaban con Alma.
Cuando los jóvenes salieron para ir a la estación, uno de estos
dos clientes dijo a Alma:
—¿Es que conocías a ése tan alto que ha salido?
—Llegaron ayer y marchan hoy. ¡No les había visto antes!
Comentan que son los que hablaron en el local de esos socios,
de las ventajas en el naipe y del trucaje en las ruletas y en los
dados.
—Han de ser ellos... Hablan de tres vaqueros, uno de ellos muy
alto. ¡-Sí lo habrán provocado ellos!
—Han confesado que vinieron a castigar a esos dos, por
asesinos. Y el más alto lamentaba que no hayan sido ellos los
que les mataran...
--En realidad, han sido ellos los que les han matado.
Son los que provocaron la estampida — decía el que hablaba
con Alma—. Hace tiempo que esos dos estaban condenados.
Han durado demasiado.
—¿Por qué dice eso?
—Les reconocí, a pesar de los nombres que usaban aquí... Y
sabía que eran buscados por esos que hablaban contigo hace
poco. Mataron a un buen amigo de ellos.
Y hace muy poco han matado, en Silver City, a los compañeros
de los dos que estaban escondidos aquí, tras otros nombres
distintos a los suyos. Alguno de los de Silver City ha debido
delatar a estos dos. Y han venido a castigar.
—Lo han confesado... — decía Alma.
—Pues, en Silver City, dicen que hubo una gran matanza. Con
seguridad, todos los que formaban el grupo que mataron al
capitán Ellis, de los rurales. Esos tres lo son también. El más
alto es un mayor. Esta vez, el rastreo les dio resultado. Y han
vengado la muerte del compañero y amigo.
—¿Mayor de los rurales? Creí que eran vaqueros, y les dije que
no me agradaba su presencia en el hotel. Y no se enfadaron.
—Venían a lo que venian. No hicieron caso de tus protestas.
—Y se marchan un día después.
—Cuando han cumplido su misión.
Cuando los tres llegaron a El Paso, fueron rodeados por los
compañeros, que no dejaban de hacer preguntas.
Aún les quedaba una semana de permiso. Y uno de los
sargentos dijo a Ben.
—El jefe está furioso contra ustedes tres.
—¿Furioso?
—Dice que son ustedes tres asesinos vulgares. Y que el permiso
que han conseguido de Austin era para rastrear a unos que usted
supone intervinieron en la muerte de Ellis. Y cuando han leído
los sucesos de Silver City, les ha acusado a ustedes como los
autores de esas muertes e incendios. Sabía que salieron ustedes
hacia esa población de Nuevo México.
—Pues ahora llegarán, las noticias de las muertes habidas en
Tombstone. Dos de esos muertos se llamaban Harold Adams y
Héctor Down...
—¡Los que acusaron de ser los matadores de Ellis!
—Y era cierto que intervinieron en la muerte del capitán. ¡Ya
está vengado! ¿Por qué enfada al jefe que quisiéramos
castigarles?
—Es mejor que no le diga nada, mayor —opinó el sargento.
—¿Qué pasa? ¡Hable con sinceridad!
—¡Es que ha dicho que Ellis estaba bien muerto!
—¡Nooo! ¿Es posible?
—Ha dicho que debía estar de acuerdo con los contrabandistas,
y que su muerte debió ser un «ajuste de cuentas» entre ellos.
—¿A quién le ha dicho eso? ¡Hable!
—¡Lo ha comentado en casa de Esther! Una de las empleadas es
la que lo ha dicho.
—Pero, ¿qué le pasa a ese cobarde? Hace tiempo he dicho que
terminaré por matarle, y va a ser antes de lo que sospechaba.
¡Odiaba a Ellis! Y no por lo que pensábamos. Sospecho que
Ellis estropeó el paso de contrabando. Y que era el jefe el que
estaba comprometido. Ahora me asusta que fuera ese cobarde el
que dio la orden de matar a Ellis. Lamento no haber podido
hablar, antes de que murieran, con esos asesinos. Así, sólo
dispongo de la duda y la sospecha. ¡Pero que no me informe que
acusa a Ellis! ¡Le arrastraré hasta que muera, si lo hace!
—Ha cambiado todo el sistema de vigilancia de como lo
estableció Ellis.
—Eso fue lo que le costó la vida. ¡Y se atreve a sospechar que
estuviera de acuerdo con los contrabandistas! Cuando era su
amigo.
Al reunirse Ben con John y con Dick, les dio cuenta, pidiendo
que no lo comentaran, para no comprometer al sargento Smith,
de lo que había dicho el jefe, en casa de Esther.
—¿Es posible que se atreva a hablar así? — dijo John.
—Pues he sospechado más de una vez — manifestó Dick—que
la muerte de Ellis la decretó el jefe.
—¡Cuidado! — advirtió Ben, aunque pensaba lo mismo—. No
se puede decir eso. No tienes la menor prueba.
—Hablo de sospechas. De tener pruebas, le habría arrastrado,
con todo lo jefe que sea nuestro.
—Por lo que dice que ha comentado Smith, indica que le ha
disgustado que matemos a esos miserables.
—Si hubiéramos podido hablar con Adams y Down, es posible
que hubiésemos averiguado algo importante.
—Ha tenido suerte de que le mataran otros —dijo John—.
Mayor. Tiene que ayudarnos a Dick y a mi. Hasta que termine el
permiso, vamos a solicitar el traslado. Nos va a hacer la vida
difícil. No nos estima a ninguno de los que fuimos amigos de
Ellis. Tiene que solicitar usted a Austin que atiendan nuestra
petición y que, al acabar el permiso, tengamos que
incorporarnos a otra División.
—Voy a ir a Austin. Hablaré de ello allí.
—Gracias.
El mayor Logan se informó de que habían regresado del
permiso, y dijo al teniente Crush, que era su ayudante:
—¿Es cierto que han llegado los Vengadores? ¿No les llaman
así?
—Regresaron ayer. Han venido de Tombstone. Donde han
provocado otra matanza como la de Silver City... En esa
matanza, han muerto los que dispararon sobre Ellis. Y en Silver
City, mataron a los compañeros de esos dos.
—¿Quién lo ha dicho?
—Lo ha comentado el agente Perris.
—Salieron a asesinar. Fueron de «caza». Ellis fue bien muerto.
Estaba de acuerdo con los que le mataron. Debió exigir más de
lo normal.
—No creo que Ellis estuviera de acuerdo con contrabandistas,
mayor. Era el mayor enemigo que tenían los contrabandistas.
—Es lo que pasa con los ganaderos cuatreros. Suelen ser los de
mejor fama y los que dicen ser enemigos de los ladrones de
ganado.
—No puedo creer a Ellis así...
—Pues yo sé que lo han comentado algunos contrabandistas,
después de muerto él.
—No hay que hacer mucho caso a lo que digan esos cobardes.
—Pues a mí, me ha hecho dudar... ¿Y esos agentes que llevó
con él?
—Han regresado también.
—Pero no se han presentado, ¿verdad?
—Les faltan ocho días de permiso. No tienen por qué hacerlo
aún.
—Les vamos a tener de «caza» constantemente. Van a estar
recorriendo todas las millas de río que tenemos en la División.
Dicen que son buenos jinetes. Lo van a tener que demostrar. ¡Y
Me Cloud no va a descansar! Hay ganaderos que no le estiman.
—Me Cloud es un gran rural. Muy apreciado y respetado en
Austin. ¡Cuidado con lo que hace, mayor!
—Le voy a dar oportunidades de demostrar todo eso —y al
decir esto, se reía.
El teniente Crush sabía el odio que tenía el jefe a ese mayor. Y
lo comentó con el otro teniente que había en la División.
—El mayor Logan va a morir a manos de Me Cloud —dijo el
otro teniente—. Hace tiempo que lo he vaticinado.
—Es lo que temo que va a suceder. Si se entera que dice que
Ellis está bien muerto, no habrá quien le salve.
—¡No es posible se atreva a decir eso!
—Me lo ha dicho a mí.
—Pues si se entera Me Cloud...
—Ese es mi temor.
El mayor Logan, jefe de la División, entró en el local de Esther,
y la muchacha salió a su encuentro, tendiéndole ambas manos a
la vez.
—¿Qué te ha dicho Me Cloud? Me han afirmado que llegó.
—No se ha presentado aún. Le restan unos días del permiso
que le concedieron los de Austin.
—No quieres convencerte de que es más popular que tú, con
ser el jefe.
—Pero está a mis órdenes, y tiene que obedecerme. Y ahora,
cuando se reintegre a la División, va a saber lo que es bueno. Le
voy a tener cabalgando horas y horas. Días y días.
—¡Harás bien, es un engreído! Las muchachas están
enamoradas de él, la mayoría. Y lo mismo sucede con las
mujeres de la ciudad. Ya están hablando de que ha conseguido
castigar a los que mataron al engreído de Ellis.
—Demostraré que ese capitán estaba de acuerdo con los
contrabandistas. Ya hay dos de ellos que están dispuestos a
declararlo, si se les garantiza que no les pasará nada, por
declarar. Le daban cien dólares cada uno al mes. Voy a terminar
con el mártir. Era un granuja.
—¡Cuidado con Me Cloud y sus amigos! No te fíes de tu cargo.
Si decide matar, te matará, por muy jefe que seas. ¡No juegues
con él! Y menos, con el hermano de Ellis. Ha estado esperando
a Me Cloud. Y en el periódico ha escrito su editor y director que
han sido castigados, por Me Cloud, los que mataron al capitán.
—Ya veremos lo que escribe cuando los contrabandistas
declaren la verdad de lo que era ese capitán. Le debieron matar
por exigir más de lo que le daban. Amenazaba con detenerles y
colgarles, antes de que pudieran hablar.
—De todos modos, ten cuidado. Me Cloud no es un agente
cualquiera. Sabes que le odio, pero también me da miedo.
—Cuando los contrabandistas declaren, será detenido. Y no
dejaré que escape. Le voy a complicar en los asuntos de Ellis.
—Muy peligroso — dijo ella, asustada —. Bastará con
demostrar que Ellis estaba de acuerdo con esos contrabandistas.
No te excedas.
—Es que esa persecución al grupo que estaba de acuerdo con
Ellis puede demostrar que también él lo estaba, y no ha querido
que puedan hablar.
—Repito que lo que intentas es muy peligroso. No tomes a
broma a Me Cloud.
—¡Le voy a hundir!
—¿Cómo demostrarás que esos contrabandistas dicen la
verdad? ¿Por qué se han atrevido a hablar ante tí, sin detenerles
al confesar que hacen contrabando?
—No te preocupes. No estoy loco. Yo sé cómo demostrarlo. Y
al mártir le voy a convertir en un granuja que engañó a todos.
CAPITULO IX

El Superintendente general y Jefe Supremo de los Rurales,


estuvo escuchando a Me Cloud por espacio de dos horas.
Hablaban mientras comían en casa del jefe.
— Aquí en la Jefatura — dijo Ben—, hay traidores que tienen
interés en demostrar que Ellis estaba de acuerdo con les
contrabandistas, por unos dólares al mes. Deben ignorar que
Ellis tenía una fortuna personal, que supera los siete millones de
dólares. ¿Con esa fortuna se iba a jugar el prestigio, por una
miseria? Era un amante del Cuerpo. No necesitaba lo que le
pagaban. No saben que la paga la repartía con sus hombres.
Mejor dicho, la repartía entre ellos como gratificación por el
buen servicio. •
—No sabía yo que tuviera esa fortuna.
—Era un hombre que no alardeaba de riqueza, y eso que la
tenia en cantidad. Era modesto, humilde, pero inteligente y
valioso. Debía estar cerca de acosar a alguien que, asustado, dio
orden de que le mataran. Y aunque le asombre y escandalice,
aquí están los cómplices de esos contrabandistas que, asustados,
ordenaron que le mataran. He castigado a los autores materiales
de esa muerte, pero quedan los más responsables de ella.
Y le advierto y anticipo que voy a matar al mayor Logan... Es el
que está diciendo, en el local de su amante, la ramera Esther,
que Ellis estaba de acuerdo con los contrabandistas. Y que si da
garantías a unos de ellos, declararán lo que entregaban cada mes
a- Ellis, por su complicidad. Cien dólares cada mes... a quien
tenía millones.
El jefe quedó pensativo. Lo que estaba oyendo era muy sensato
y razonable.
—Y yo me pregunto — añadió Ben—. ¿Por qué Logan, si sabe
que son contrabandistas, establece diálogo con ellos, sin
detenerles, ya que confiesa lo que hacen, y pide se conceda
garantías de libertad a esos bandidos? ¿Por qué ese interés en
enlodar el nombre de quien era el orgullo de los rurales? Y estoy
seguro de que tratará de hacerme la vida difícil o encargará que
se ocupen de mí. Me va a tener por el río para facilitar que,
desde el otro lado, se pueda disparar sobre mí. O pedirá a sus
amigos de aquí, que me quiten de aquella zona, porque me
teme. Sabe que no voy a descansar hasta que descubra a los
verdaderos culpables de la muerte de Ellis.
Terminaron por estar de acuerdo en las pesquisas necesarias.
El razonamiento de Ben era irreversible y contundente. Tanto,
que interesó al jefe. Pidió a Ben que esperara a que terminara su
permiso, en Austin. Y le invitó a comer, dos días más tarde.
Ben marchó en busca de Allan Custer, periodista y editor. Buen
amigo suyo. Y también estuvieron hablando más de dos horas.
—Creo que estás en lo cierto — dijo Custer—. Pero, nada de
matar antes de que se aclare. Después, plomo
y cuerda. Nada de Corte ni expedientes.
Ben, cuando iba al hotel en que se hospedaba, se cruzó con un
Intendente, que se le quedó mirando cuando había pasado de él.
Ben no se dio cuenta. El Intendente, al llegar a Jefatura, entró
en dos despachos, en los que dio cuenta de que había visto a
Ben y, como se convencieron de que debía estar en El Paso, no
tardaron en preparar el modo de actuar.
A la mañana siguiente, el jefe recordaba las palabras de Ben. El
jefe de personal pidió permiso para entrar en su despacho, y le
dijo:
—Vengo a plantear un asunto grave de disciplina.
—Pero debe hacerlo por escrito. Esos asuntos, tratados de
manera personal, no deben ser atendidos por mí. Lo sabe usted.
—Es que no quiero pueda interpretarse como asunto personal.
—En ese caso, debe abstenerse. Dudo que sea tan grave delito.
—Bueno. En realidad, no es delito en sí. Es que han visto en la
ciudad a un mayor, que debía haberse presentado en la División
a que pertenece, y de cuya ausencia dará cuenta el jefe de esa
División.
—Me está intrigando — dijo el jefe, sonriendo.
Y pasados unos minutos, añadió el jefe:
—¿De quién se trata?
—Del mayor Me Cloud...
—¡Ah...! He leído lo que el periódico ha escrito. Parece que ha
conseguido rastrear y castigar a los que asesinaron al capitán
Ellis. ¡Buen trabajo! Supongo que lo que le contraría a usted es
que no haya dejado intervenir a las autoridades. El periódico
decía que han sido castigados por él y por dos agentes que
estuvieron a las órdenes de Ellis, y que le querían como Si se
tratara de un hermano.
—Ese mayor no ha sido partidario nunca de las Cortes ni de las
autoridades legales. Y si ahora asegura que han matado a los
autores de esa muerte, es lo que dice él. No hay prueba alguna.
—Si les ha rastreado durante algún tiempo, es de suponer que
sabía lo que perseguía.
—Pero lo ha hecho él solo, sin dar cuenta a los compañeros...
Pidió permiso por dos meses. Yo me negaba a esa concesión
porque sabía que era una autorización absurda, de «caza». Y es
lo que ha hecho. Cazar a unos cuantos, a los que acusa de
asesinos de Ellis. Y han originado daños de enorme importancia
en Silver City... Han matado y han incendiado locales que
costaron muchos dólares. ¡Es un loco! Esa es la verdadera
impresión que tengo de él. Y ahora, en vez de presentarse en la
División, viene a esta ciudad, y está tan tranquilo. Logan tendrá
que dar cuenta oficialmente de él.
—¿Dar cuenta oficial? ¿Por qué?
—Porque está donde no debe. ¡No se ha presentado en la
División...!
—¿Quiere traer su expediente?
— Encantado. ¡Lo traigo aquí! Sabía que lo pediría.
—Déjelo sobre la mesa. Luego lo estudiaré.
Cuando salió el jefe de personal, el jefe se levantó y paseó,
nervioso. Estaba furioso. Veía que Me Cloud había sabido
adivinar la verdad, lo que le preocupaba, por la trascendencia
que empezaba a sospechar tenía ese asunto.
Una vez serenado, se sentó a ver el expediente de Me Cloud. Y
al cabo de unos minutos, reía abiertamente. Pero no por ello,
había cedido su enfado.
Cerró el expediente que tenía ante sí, ante el aviso del secretario
general.
Y una vez ante él, dijo el secretario.
—Me ha comunicado el jefe de personal de la indisciplina de un
mayor, que anda por esta ciudad, en vez de estar en la División
a que pertenece. Y para evitar' fricciones con el que manda esa
división, con la misma categoría del indisciplinado, me he
permitido proponer al jefe de personal el traslado de ese mayor
a la División de Tyler. La más lejana de El Paso. Y he firmado la
orden de traslado. Así se evita una posible discusión entre los
dos.
—¿A qué mayor se refiere?
—Al que según veo, tiene su expediente sobre la mesa — dijo el
secretario, sonriendo—. Es bastante indisciplinado.
—En este expediente no veo nada que hable de indisciplina.
Todo lo contrario. Desde el principio, ha sido elogiado por los
jefes que ha tenido. ¿De dónde sacaron ustedes la indisciplina de
Me Cloud? ¿Qué tienen ustedes dos contra ese mayor?
—¿Es que no es indisciplina que ande por Austin, cuando
debiera estar en la División? No hace caso a lo que le dice su
jefe. •
—Aquí no veo nota alguna que lo demuestre. ¿Es que el mayor
Logan les ha pedido que le quiten a Me Cloud de esa División?
—Es justa esa petición. ¿Sabe lo que ha hecho ese mayor, en
Silver City y en Tombstone?
—Castigar a los que asesinaron a un capitán amigo suyo. ¿Lo
considera, en realidad, un delito?
—Es que se sospecha que le mataron los contrabandistas con
los que también se sospecha estaba de acuerdo ese capitán.
—No he entendido bien. ¿Quiere aclarar sus palabras? Es muy
grave lo que apunta.
—Se está aclarando en El Paso lo de esa complicidad. Y si se
demuestra, como espera Logan, ya que sólo necesita una
garantía para los cómplices del capitán, quedará claro que esa
muerte fue un ajuste de cuentas. Parece que le daban cien
dólares al mes por esa complicidad.
—No deja de tener gracia, si no fuera tan trágico el propósito,
que un hombre con más de siete millones de dólares de fortuna,
fuera cómplice por cien dólares al mes. ¿No le parece extraño?
El secretario palideció.
—¡No es posible!
—Ya veo que no se preocuparon de investigar... Se habrían
informado de la fortuna de los hermanos Ellis. Hubiera bastado
que preguntaran en Houston. El jefe de personal cometió esa
omisión, que pone al descubierto un interés, que aclararemos,
sobre el que ha castigado a los autores de esa muerte. Y si el jefe
de personal hubiera leído este expediente que me ha dejado, no
habría cometido el error que usted abunda también, de llamar
indisciplinado a Me Cloud por no presentarse en la División, y
estar aquí en esta ciudad. Faltan ocho días para que el permiso
de Me Cloud, concedido en esta Jefatura termine. Así que puede
estar donde quiera hasta que llegue la fecha en que termina su
permiso.
—Perdone... No lo sabía.
—Ya lo sé. Puede marchar.
Dos horas más tarde estaban convocados los superintendentes,
y reunidos con el jefe superior.
Cuando terminó la reunión, el jefe de personal y el secretario
general eran dados de baja, sin sueldo y sometidos a un
expediente personal y urgente. Y cuando
se lo comunicaron, decía el secretario al jefe de personal:
—¡En buen lío me han metido! ¡Mira que no leer que faltaban
ocho días para que terminara el permiso! Nos cuesta a los dos la
expulsión, a nuestros años, y después de tantos de servicio.
—La culpa es de Logan.
—La culpa es nuestra. Y ya veremos en qué termina esto.
—Por las personas inculpadas, se comentó en la ciudad. Y el
periodista reía con Ben.
—Buena la has armado — decía riendo.
—Ha sido el jefe.
—Pero porque estaba advertido por ti. No esperaban
esa reacción de sus compañeros.
—Han de estar asustados... porque han lanzado una acusación
muy grave contra Ellis. Hay que contener a Mike, su hermano,
que está aquí. Debe esperar a que lo aclaren en la jefatura.
—¿Crees que lo conseguiremos?
—Hay que intentarlo. Aunque soy el más decidido
a arrastrar a esos cobardes.
—Mal consejero vas a ser, entonces.
—¿Es que no merecen ser arrastrados?
—Desde luego... Pero el que más lo merece es Logan.
—Esa es una pieza que me pertenece — dijo Ben, sonriendo.
—Se han descubierto por impaciencia.
—Gracias a esa impaciencia, se ha convencido el jefe de que yo
tenía razón.
Fue llamado Ben al otro día a la Jefatura. Y le dieron a conocer
que era el jefe de una patrulla encargada de la vigilancia,
contención y castigo de los contrabandistas. Era independiente
de la División, y su jurisdicción era todo el río hasta la frontera
con el estado inmediato. Y tendría a su servicio un teniente, dos
sargentos y veinte agentes. Personal que señalaría él mismo.
Dando cuenta de los designados a la Jefatura en Austin, con
quien estaría en contacto, y a la que daría cuenta de sus trabajos.
Se reunió con el periodista que, al leer el nombramiento, se echó
a reír.
— Te han metido en un volcán. Los contrabandistas están
acostumbrados a una libertad que van a echar de menos.
—Y no pienso detener. Voy a ir colgando a todos los que
sorprenda.
—¿Dejan a Logan?
—Es lo que he pedido. Sospechan que es el que está de acuerdo
con los contrabandistas, y quieren que yo lo demuestre. Claro
que están seguros de que, una vez demostrado y comprobado, le
arrastraré.
—Si teme eso, Jo que hará es escapar. Se te va a meter en
México.
—Le rastrearé hasta el fin del mundo.
En El Paso, Esther decía a Logan:
—¿Sabes algo de Austin?
—Me han escrito y me dicen que van a trasladar a Me Cloud a
Tyler. Así quedaré más tranquilo.
—Tú temes a Me Cloud, ¿verdad?
—No digas tonterías.
—Estaba mejor aquí a tus órdenes, y le harías la vida muy difícil.
—Prefiero tenerle lejos.
—Porque le temes.
Logan sonreía mirando a Esther, y ésta tembló.
—Debes perdonar. No sé lo que digo — añadió.
Logan salió sin añadir una palabra, y echó un dólar en el
mostrador.
Esther quedaba muy asustada. Sabía que había dado un mal
paso.
El barman dijo a Esther:
—Parece que va enfadado. ¿Ha pasado algo?
—Que he cometido una torpeza — confesó ella —. Creo que
me he excedido.
—Te estoy diciendo que estás engañada, si crees que le tienes
dominado.
—Y me parece que tenías razón.
La entrada de nuevos clientes y el paso de las horas, hicieron a
Esther olvidarse de Logan. Pero, por la noche, una discusión en
una mesa de juego, dejó el local convertido en algo espantoso. Y
ella se salvó de verdadero milagro. Los clientes comprobaron
que los dados tenían plomo y que los naipes nuevos estaban
marcados. Seis muertos y el gran destrozo fue el resultado.
Esther, que estaba temblando aún, en el local de un amigo,
pensaba en Logan. Que no apareció por el local para interrogar
qué había pasado. Fue el sheriff el encargado de interrogar.
El dueño del local en que ella se refugió, dijo: —¿Porqué, lo
tenías todo trucado? Te daba confianza la amistad con Logan,
¿verdad? Pero los vaqueros no han esperado a que los rurales te
ayudaran.
—No sé cómo lo han descubierto. Se hacía muy bien.
—Siempre es peligroso. Por eso no quiero trucos ni marcas... Se
gana menos, pero se vive tranquilo. ¿Ha sido mucho el daño?.
—Han dejado el local destrozado por completo.
—Y han matado al barman y a unos más... Ya puedes vender el
local, si te dan algo por él. En estas condiciones, no será mucho
lo que te ofrezcan. Esto ha sido obra de Logan.
—No digas eso.
—Yo sé que ha sido el autor de lo sucedido. Cometí una
torpeza frente a él, esta mañana. No ha tardado mucho en
responder.
—No creo que él haya hecho esto.
—Pero yo estoy segura. ¡Y le voy a matar! —dijo ella, muy
serena.
Pero cometió el error de repetir estas palabras ante algunos
testigos.
Cuando salía del local del amigo, un jinete la lazó y la llevó
arrastrando por las calles. Y sin vida, la dejaron en el campo.
El dueño del local no comentó nada. Pero pensó que Esther
tenía razón. Era obra de Logan, pero ella no debió asegurar que
le iba a matar.

CAPITULO X

Los rurales de Austin no se preocuparon de dar a conocer a


Logan las dificultades que les estaba haciendo pasar por su culpa
y por su odio a Ben. Odio y miedo, ya que de esto no decía nada
a sus amigos. Pero el odio no sabía ocultarlo.
Por ello ignoraba lo que sucedía en la Jefatura de Austin. Y al
saber que habían visto a Ben en El Paso, dijo a sus íntimos:
—¡Ahora va a saber lo que es ser indisciplinado!
—Debe pensar que termina mañana el permiso del mayor.
—¿Mañana? ¿Es posible?
—Está anotado en la oficina. Mañana es el día que termina el
permiso.
—Creí que hacía días debía haberse presentado. Y así lo he
comunicado a Austin.
—No debió hacerlo. Es mañana cuando termina.
—Bien. Si le han llamado la atención, no está de más. Es que
me sorprendió que le hubieran visto en Austin, cuando yo creí
que debía estar aquí.
—Si le han llamado la atención, habrá aclarado que no tenía que
presentarse hasta mañana.
—Es sorprendente que no hayan telegrafiado, pidiendo
aclaración. Y yo habría respondido que debió presentarse ya.
—Si hubiera consultado en la oficina...
—Lamento no poder llamarle la atención, pero va a estar
cabalgando día y noche.
Ben salía de un local, con John a su lado, y oyó que decían:
—¡Ben! ¡Ben! ¡John!
Se volvieron los dos, y se encontraron con Myma, que corría,
muy alegre, a saludar a los dos. Y les tendió ambas manos.
—¡Qué alegría! ¡Me alegra mucho veros!
—También nos alegra a nosotros. ¿Hace mucho que has venido
de Silver City?
—Unos cuántos días. Y no creáis que os guardo rencor... Mi
familia tenía que acabar así... ¿Os vais a quedar aquí?
—Pero no de manera fija... Hemos de estar recorriendo la
frontera. Sin embargo, siempre que estemos aquí iremos a verte.
Creo que tenías una pariente aquí.
—Sí. Tiene un rancho bastante extenso, y a caballo sobre la
frontera del río.
—¿Cómo se llama esa pariente?
—Dyane Emerson.
—¡No! ¡No es posible! Así que eres sobrina de la «solterona».
¿Sabías que le llaman así?
—Y nos reímos mucho de ello.
—Ha de ser joven aún.
—Treinta y dos años. ¡Ocho más que yo!
—Si es muy buena amiga nuestra. ¿Cómo no lo dijiste en Silver
City? Hablabas de una tía que tenías aquí, pero nunca dijiste el
nombre...
—Tampoco le he dicho a ella tu nombre porque sólo sé que te
llaman Ben. Y como pediste que no dijéramos que eras rural, he
seguido ocultándolo hasta aquí.
—Iré a verte al rancho, y saludaré a tu tía. No piensa dejar de
ser la «solterona», ¿verdad?
—Los pretendientes que tiene ya se han convencido.
—Hace más de tres años que no veo a tu tía.
—Yo he estado en colegios.
—Lo sabía por tu tía, aunque hemos hablado pocas veces de ti.
Y si lo hicimos, no lo recuerdo.
—Debéis ir a verme. ¿Y Dick?
—Por ahí anda. Nos vamos a presentar mañana en la División.
Pero tendremos libertad para ir al rancho, las veces que
queramos.
—Se alegrará mi tía, porque se ha quejado a los rurales de la
invasión de parte de los terrenos del rancho de ella, por el
ganado de dos ganaderos vecinos. Y no ha sido mucho el caso
que le han hecho. El jefe de la División le dijo que era asunto
del juzgado. Y el juez no es más que un granuja, amigo de esos
ganaderos. Se habla de cambio de juez. No sabe lo que estamos
deseando que se lleven al que hay ahora.
—Hablaré con ella, y nos encargaremos de aclarar eso. Dile que
esté tranquila.
—Después de tantos años, salen ahora diciendo que esos
terrenos les pertenecen a ellos. Claro que la culpa es de mi tía,
por la confianza que ha tenido con su capataz, y aún no se ha
convencido de que no es más que un granuja, al que voy a
arrastrar yo. Ahora dice que ha considerado siempre esa parte
como el rancho, pero que si dos ganaderos de la seriedad de
ésos lo reclaman, será que tienen derecho.
—¿Es posible? ¿Y aún le sostiene? No lo recuerdo. Y no sé si
alguna vez le he visto. Pero ya digo que lo aclararemos.
Pasaremos pasado mañana por el rancho.
—Podéis almorzar con nosotras, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
En el Fuerte de los Rurales había una extraña tensión. Los
agentes, sargentos y oficiales sabían el odio de Logan hacia Ben.
No lo solía disimular. Y en la cantina, se había comentado el
error de Logan sobre el permiso que estaba disfrutando.
—Y ha dado parte de la falta de presentación, cuando aún
seguía el permiso.
-^-Pues no habrá agradado a Me Cloud...
—No sabemos si le habrán dicho algo en Austin. Es de donde
ha venido.
—Si se lo han dicho, allí habrán confirmado que era un error.
Han de tener datos de ese permiso, que fue solicitado por Ben, a
Austin.
—Buen disgusto habrá sido para el jefe darse cuenta de que
estaba equivocado.
—Los que están a su lado dicen que no ha comentado nada,
pero que le va a tener cabalgando todo el día.
—Pues que no canse demasiado a Mc Cloud.
Logan estaba en su despacho, con el teniente ayudante y un
capitán amigo. Estaba sonriendo y dando cuenta de lo que iba a
hacer con Me Cloud. Cuando llegó un telegrama, dirigido a él.
—Me darán cuenta de que ha venido hacia acá...—dijo, al abrir
el telegrama.
Pero los reunidos se dieron cuenta del cambio del rostro de
Logan.
—¡Qué barbaridad...!—exclamó—. ¡Están locos, en Austin!
¡Locos de remate! El que me telegrafía es el mayor Johnson. Me
culpa de lo sucedido al secretario general y al jefe de personal.
Han sido destituidos y retirados del servicio. Habían trasladado
a Me Cloud, al recibir mi telegrama, y al saber que no había
indisciplina porque estaba dentro del permiso, han sancionado a
los dos. Y han hecho a Me Cloud jefe de un grupo especial de
Fronteras. Autónomo e independiente. Con dos sargentos y
veinte hombres, designados por él. Su autoridad llega hasta
Gavenston.
—No lo van a pasar nada bien los contrabandistas —dijo el
teniente.
Los reunidos se dieron cuenta del estado de ánimo de Logan.
No podría hacer io que estaba diciendo. Y en realidad, era más
importante el cargo de Ben que el de jete de la División. Y le
quitaban todo lo relacionado con el río.
Y esto era lo que en realidad disgustaba a Logan, pero pensó en
el acto en los amigos. Ellos se encargarían de acabar con el
endiosado rural. Pero también le asustaba la falta de amigos en
Austin. Y temía que hubiera consecuencias por lo sucedido a
quiénes eran autoridades tan elevadas.
Dejaron de hablar, al decir el capitán que estaba en el despacho:
—Ahí llega Me Cloud, con esos dos agentes que le acompañan
siempre.
—Los que han hecho las matanzas en Silver City y Tombstone
— dijo Logan.
Me Cloud entró en el despacho, y saludó a los que estaban
reunidos
—Traigo unas órdenes especiales. Lo confirmarán desde Austin,
por correo. Aquí tienes los documentos. Se crea un grupo
especial, del que me han nombrado jefe, que tiene carácter
federal, aparte del propio como mayor de los rangers. En ese
documento se especifica la formación de ese grupo especial, y se
me designa con autoridad para ser yo el que elija a los que han
de formar ese grupo. Comprendo que esto te disguste, porque
ya me han informado que me ibas a tener cabalgando de la
mañana a la noche. Tienes suerte de que me hayan designado
jefe de ese grupo, porque, de no ser así, te habría matado. Y me
han encargado, en jefatura, que puedes garantizar a esos
contrabandistas que no les pasará nada, por la declaración que
has comuna cado desean hacer.
Logan palideció intensamente.
—Llegará un juez especial para tomar declaración a esos
contrabandistas. Puedes anticiparles que hay garantías de que no
les ocurrirá nada.
Esto era lo que aterraba a Logan, y lamentaba haberlo
comunicado a Austin. Dadas las actuales circunstancias, estaba
seguro de que esos contrabandistas no se atreverían a
presentarse ante el juez especial. Y su situación se iba a hacer
muy difícil.
—Me han prohibido intervenir en ese asunto — aña- dió Ben—
. Por eso viene un juez especial. Y por ello, no te pregunto
quiénes son esos cobardes contrabandistas, que se atreven a
acusar a Ellis de ser cómplice de ellos... Y por cien dólares al
mes, a quien tenía más de siete millones de dólares de fortuna.
En fin. No puedo intervenir. He prometido abstenerme.
El rostro de Logan carecía de color.
—Aquí tienes la relación de los agentes de esta División que
necesito para ese grupo especial. Y al sargento Smith, y al
teniente Bedford, si no tienes inconveniente, los incluyes en esa
relación. Debes dar órdenes para que se nos haga espacio
independiente dentro del Fuerte. Vendrán otros de Santone.
Cuando los tres se despidieron hasta el día siguiente, Logan no
se atrevió a decir nada. Estaba muy preocupado por el estado en
que se colocaron los hechos.
Los que estaban con él, seguros que deseaba quedarse solo,
fueron saliendo. El teniente ayudante de Logan, dijo al capitán
que salía con él:
—Errores peligrosos ha cometido el mayor Logan. Me Cloud -
le dará un disgusto muy serio. No ha debido hablar de que Ellis
estaba de acuerdo con esos granujas. Teniendo la fortuna que
tenía, es estúpida esa acusación. Y se va a volver hacia él. No
creo que esos contrabandistas sigan adelante. Desaparecerán, así
que sepan que es Me Cloud el encargado de reprender y castigar
el contrabando. Si se atrevieran a declarar contra Ellis, Me
Cloud les mataría. Y temo que, si confiesan que fue Logan el
que les pidió que declararan, le matará también.
—Y empiezo a sospechar que sería justo. Nos tenía engañados.
Y no hay duda que se ha metido en un buen lío, por su odio a
Me Cloud.
—Me parece que está muy asustado. Le han privado de sus
amigos en Austin. Y se encuentra en el centro de un enorme lío,
armado por él.
—Contaba con la ayuda de esos amigos de Austin.
Logan estaba más asustado de lo que suponía el capitán y el
teniente.
Salió para visitar una pequeña cantina, cuyo dueño le saludó con
gran atención.
Estuvo unos minutos hablando con él y, sin beber nada, salió.
Dos horas más tarde, llegaban a la cantina dos visitantes, a los
que el dueño hizo señas para que entraran en la habitación que
había al fondo del salón.
Cuando se reunió con ellos, y les dijo lo que le habían
encargado, exclamó uno de ellos.
—¡Tiene que estar loco! ¡Diez mil dólares!
—Pero entre diez. No es tanto-lo que pide el hombre. Os ha
ayudado mucho, en estos años.
—Y ha cobrado lo que’ acordamos darle. Y liquidaron a Ellis
por orden suya, que era el que estaba descubriendo la verdad.
—Es peligroso negarle lo que pide. Está asustado y, en esas^
condiciones, no conviene negarle nada.
—Se puede hacer lo mismo que en las cuencas mineras. Se les
paga bien, y se recupera lo entregado, después que «marcha de
viaje».
—Con éste no podrás saber cuándo sale ni en qué dirección lo
hará.
—Hará io más sencillo. Cruzar el río por algún vado que
conozca, y se internará en el país vecino para pasar a otro país
de Sudamérica. No se quedará en México.
—Bueno... Hay que tranquilizarle. Se le entregan cinco mil, y se
le dice que estamos buscando el resto... Y hay que buscar un
buen lanzador de cuchillo. No vamos a dejar que nos esté
sacando dinero constantemente. Y es, sin duda, lo que debe
estar pensando. Querrá que esto sea para él un seguro de vida. Y
no te fíes de él. Nos conoce bien.
Esto era verdad. El que no se fiaba era Logan. Sabía qué clase
de personas eran aquéllos a los que había pedido dinero para
escapar lejos. Por eso estuvo vigilando la cantina. Y después,
vigiló a uno de los tíos visitantes.
Sonreía cuando vio que el perseguido entraba en un local. Y
consiguió descubrir con quiénes hablaba.
Cuando salieron los tres, ya de noche, bastante tarde, Logan
disparó con rapidez sobre ellos, desapareciendo.
El otro que estuvo en la cantina, al saber, por la mañana, que
habían muerto los tres, se asustó. Susto que aumentó a la tarde,
cuando se encontró en el rancho, y en el comedor, con que
Logan estaba allí sentado. Se puso muy nervioso, al ver la
sonrisa del mayor.
—¡Hola! —le dijo.
—Estamos visitando a los amigos. Conseguiremos esa cifra.
Debe estar tranquilo.
—Habló Charles con vosotros, ¿verdad?
—Sí, por eso te he dicho que estamos al habla con los otros.
—¿Qué dinero tienes en casa?
—Muy poco... No te serviría de nada... Y yo, solo, no puedo
reunir tanto dinero.
—Sacaste, hace tres días, quince mil dólares del Banco.
—Para comprar una partida de «ju-ju»... Y envié el dinero...
¡Tiene que creerme!
Decía esto, al ver el «Colt» firmemente empuñado por Logan.
—Es estúpido que, por ese dinero, pierdas la vida. Porque no
esperes clemencia. Te voy a matar como maté anoche a esos
tres granujas.
Esta confesión fue lo que hizo al ganadero entregar el dinero
que tenía, y que llegaba a los dieciocho mil dólares.
—¡Y decías que no tenías dinero en casa! — exclamó Logan, al
disparar sobre el cómplice. Pero no pensó en los vaqueros, que
oyeron los disparos y, al verle que abandonaban la casa,
dispararon sobre él.
Ben, al informarse de que había encontrado el cadáver de Logan
junto al río, comentó:
—Le han matado sus cómplices. Seguro que les pidió dinero
para escapar. Y le han pagado en la moneda que ellos usan con
frecuencia: ¡plomo! Si le hubieran dado lo que pedía, se me
habría escapado, por confiado.
Fueron todos los rurales al entierro, y quedó constancia de que
había muerto como un héroe, en el cumplimiento de su deber.
Y al conocer la muerte del ganadero contrabandista, sonreía
Ben.
—¡Se han matado los dos! —comentó.
Visitó a Myrna y a su tía, que le dio cuenta del terreno que le
habían invadido los ganaderos vecinos.
—No comprendo el interés que tienen ambos ganaderos en
meterse en mi rancho, uno por el Este y el otro por el Oeste.
Tienen interés en estar junto al río.
Palabras que hicieron sonreír a Ben.
—Yo hablaré con ellos — dijo a Dyane—. Es posible que
atiendan mi ruego.
—¿Y qué dice el capataz?
—Tiene engañada a mi tía. No es más que un granuja y un
cuatrero — replicó Myrna.
—¡No digas eso! —protestó la tía.
—Te lo estoy diciendo, hace tiempo.
—Nos informaremos nosotros — añadió Ben.
Y volvió tres días más tarde.
—¡Myrna! — dijo —. ¡Llama al capataz!
—No hagas caso a ésta.
—Mire, Dyane. Su capataz es un cuatrero. Tiene razón Myma
— añadió Ben—. Le voy a leer los gastos que ha realizado en
una sola semana. La suma de todo lo que voy a leer es de
trescientos doce dólares. ¿Es que le paga tanto para que pueda
soportar esos gastos en una semana?
—¡No es posible!
—Está perfectamente relacionado. Y bebe champaña y alterna
con mujeres que son caras. ¡Roba reses o hace contrabando!
—Es una desagradable sorpresa. Porque no crea que me agrada
que se rían de mí y abusen de mi confianza.
Cuando Myrna avisó al capataz, como éste había visto al mayor
y a los que iban con él, dijo:
—Dentro de unos minutos voy... Tengo una vaca pariendo.
Cuando la deje en manos de los muchachos iré.
Pero lo que hizo fue galopar hacia un vado, y cruzar el rio. Ben
se quedó con el deseo de castigarle. Y riñó a Dyane, por ese
exceso de confianza.
Los ganaderos que tenían ganado en los pastos de Dyane, al
conocer la huida del capataz, ante la llamada del rural,
decidieron hacer salir el ganado que que tenían indebidamente
en esos pastos.
Ello no evitó que los rurales se presentaran, a la misma hora, en
los dos ranchos. La huida de los dueños y los vaqueros, al
descubrir a los rurales, estaba justificada. Había ganado
remarcado y, en un henar, encontraron «ju-ju» en cantidad.
En el tiroteo que se cruzó, murieron los dueños y los capataces.
Los vaqueros no dispararon. Sólo pensaron en huir, y lo
consiguieron.
Ben visitó con cierta frecuencia a Myrna. Y la tía de ésta sonreía,
al fijarse en su sobrina.
Diez meses más tarde, se casaban.

FIN

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