El endeudamiento externo ha jugado un papel central en el proceso de
acumulación de capital en la economía argentina durante el último cuarto del siglo XX. Ese proceso acumulativo más la adhesión cómplice de los poderes dominantes constituyeron la pieza fundamental a partir de la cual se estructuró el moderno capitalismo en nuestro país. El mecanismo perverso de contraer deuda que no se sabe cómo se va a pagar y, periódicamente, abonar parte de los intereses y renegociar el saldo no es una cuestión nueva y responde a la forma estructural de lo que significa el endeudamiento externo. Su metodología se rige por la lógica de la usura, algo tan viejo como el mismo sistema capitalista. Existe usura cuando el acreedor impone al deudor condiciones tales que éste nunca puede pagar. En consecuencia, la deuda se vuelve perpetua y los intereses inhiben la posibilidad de amortización del capital de esa deuda. La Argentina, como la gran mayoría de los Estados deudores del mundo, no puede cancelar su deuda y está forzada a refinanciar permanentemente sus vencimientos de capital pagando nuevos y más elevados intereses. Un tema de fondo que nuestro país tendría que encarar es si ese endeudamiento externo es legítimo o no. Para ello tendría que realizar una auditoría con el fin de obtener una radiografía precisa de cómo fue el proceso de endeudamiento y quiénes son los acreedores del país, ya sean Estados, organismos multilaterales, bancos, empresas, inversores, instituciones, pequeños ahorristas o fondos buitre. Todo esto con el objetivo de determinar responsabilidades en los casos donde se encuentren irregularidades y, a la vez, para construir una herramienta cultural que sirva para clarificar decisiones de política económica ante la sociedad de aquí en adelante. Ya existen antecedentes que podrían servir de base: la causa Olmos, con un fallo firme del juez Jorge Ballesteros sobre la deuda de la última dictadura militar, cuyos expedientes duermen en el sótano del Congreso y, en el plano internacional, las auditorías realizadas por Ecuador y Costa Rica que se sometieron al Tribunal Internacional de la Haya y lograron que la mayor parte de su deuda contraída bajo un gobierno de facto sea anulada. Además, existe en el Derecho internacional el concepto jurídico de “deuda odiosa” que está vigente y fue utilizado por el gobierno de Estados Unidos para suspender la deuda de Irak contraída por Saddam Hussein. Pero sin ir tan lejos, la propia Constitución nacional tiene salvaguardas para analizar el endeudamiento externo. El artículo 36 de la carta magna establece que son “insanablemente nulos” todos los actos realizados por quienes interrumpiesen “por actos de fuerza” el orden institucional y el sistema democrático (como lo hizo la dictadura militar) y que “todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia” contra quienes ejecutaren esos actos de fuerza. Si se hace un recorrido por nuestra historia en los últimos 50 años puede verse la vertiginosa evolución de la deuda externa. Cuando en septiembre de 1955 un golpe militar derrocó a Perón, la misma era cercana a los 750 millones de dólares; cuando su viuda fue derrocada por otro golpe militar, ya llegaba a los 7.800 millones de dólares. Pero, durante el autodenominado Proceso de Reconstrucción Nacional, la deuda creció a un ritmo frenético hasta alcanzar los 45.100 millones de dólares. En ese período, los sucesivos ministros de Economía, en concordancia con el FMI, estipulaban mensualmente la cantidad de dinero y el destino de los préstamos. El Fondo sólo llevaba el control del endeudamiento y daba seguridad a los acreedores de cobro a futuro. El Banco Central nunca registró contablemente los ingresos de dinero. Había una libreta negra del tipo “almacén” de nuestros abuelos. Mucha era la gente vinculada con esta estafa: funcionarios públicos y empresarios que trabajaban para la usura de la banca externa y para sus propios intereses. Todos ellos afirmaban que el país debía contraer deuda para tecnificarse, para tapar los agujeros de la mala administración anterior y para generar riquezas para el bienestar de todos los argentinos ya que “un país que no se endeuda no puede progresar ni crecer”. Pero, en realidad, ese endeudamiento externo entre 1976 y 1983 sólo sirvió para solventar negocios privados. Esta afirmación se desprende del fallo en la antes citada causa Olmos. La investigación judicial, que contó con numerosos peritos de organismos oficiales y privados, locales y extranjeros, comprometió seriamente a las autoridades civiles y militares de entonces, pero también descubrió a los grupos económicos beneficiados, todos ellos ligados a los centros financieros internacionales, los que contrajeron una deuda que sería estatizada en 1982. Esta operación, una de las mayores tragedias económicas de la historia argentina, fue llevada adelante por Domingo Cavallo al frente del Banco Central. Cuando asumió Alfonsín, en el discurso pronunciado el 10 de diciembre de 1983 planteó que no se iba a pagar la deuda con el hambre del pueblo y que se iba a realizar una investigación para establecer cual era la deuda lícita y cual la ilícita. Consecuente con ese propósito, el Congreso de la Nación dictó una ley en la que se establecía que carecían de validez jurídica las normas y los actos administrativos emanados de las autoridades de facto, rechazándose la gestión financiera del gobierno militar. Bernardo Grinspun, el ministro de Economía, alcanzó a auditar el 50% de la deuda heredada de la dictadura y determinó que el 90% de la misma era fraguada. Alfonsín intentó dar el debate sobre esa ilegalidad, pero sucumbió rápidamente ante las presiones del establishment mostrando una actitud tibia y vacilante. Prefirió mantener negociaciones destinadas a postergar pagos en lugar de profundizar las investigaciones y enjuiciar a los responsables tanto domésticos como foráneos. La situación se agravó durante el gobierno menemista cuando, a pesar de la “convertibilidad” instrumentada por el entonces ministro de Economía Cavallo (aquella del ficticio 1 peso = 1 dólar), la deuda externa aumentó en forma galopante engulléndose de paso lo que se obtuvo por las privatizaciones de las empresas del Estado. Como el Banco Central carecía de registros adecuados sobre el endeudamiento tanto privado como público, la administración del presidente Menem requirió el concurso de los bancos acreedores, quienes establecieron las cifras de lo que correspondía pagar, los intereses punitorios y moratorios y toda otra cuestión que pudiera surgir con los acreedores. En resumen, se cerró toda posibilidad de llegar a establecer la verosimilitud de las deudas que los acreedores exigían, al otorgarse a estos la facultad de establecer los montos y los intereses sin necesidad de mostrar los fundamentos de sus reclamos. En ese contexto, Argentina llegó a un acuerdo de refinanciación de su deuda y, obviamente, la solución alcanzada fue la que más convenía a los bancos acreedores y al gobierno de Estados Unidos, el que seguía el tema con gran preocupación debido a la alta exposición de sus instituciones financieras. Para fines de siglo XX, la deuda externa argentina representaba la cuarta parte de la deuda total de los llamados “países emergentes” y en ello mucho tuvo que ver el gobierno de la Alianza que asumió en diciembre de 1999. Ante la imposibilidad de hacer frente a los compromisos optó por obtener nuevos créditos de organismos internacionales para no caer en la cesación de pagos. A la nueva operación se la denominó "blindaje financiero" y consistía en un paquete de créditos del FMI, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Gobierno de España destinados a cubrir parte de los vencimientos. El blindaje fue promocionado por el gobierno nacional como una operación exitosa, sin embargo la resistencia de los inversores externos en otorgar nuevos créditos hizo fracasar rápidamente las expectativas. Pocos meses después, en mayo del 2001, durante la gestión de Cavallo (una vez más) como Ministro de Economía, se diseñó una nueva estrategia destinada a rescatar bonos de deuda con vencimiento a corto plazo a cambio de otros de más largo alcance. Esta vez la operación fue bautizada con el nombre de “megacanje”. Con un altísimo costo repartido entre intereses y comisiones el gobierno sólo "compró tiempo" ya que, a pesar del empecinamiento en negar la crisis, la realidad se imponía. Así, después de un nuevo y fallido intento de canjear los títulos de deuda en noviembre de 2001 y la profunda desconfianza pública, se llegó al “corralito”, una medida que implicó el congelamiento de los fondos depositados en los bancos limitando los retiros a una pequeña suma semanal, la prohibición de enviar dinero al exterior del país y la obligación de realizar la mayor parte de las operaciones comerciales mediante cheques, tarjetas de crédito o débito. Esto, sumado a la inflación, los altos índices de desempleo, la precarización laboral y el crecimiento de la pobreza, hizo que la situación social se volviese insostenible. El presidente De la Rúa decretó el Estado de Sitio, lo que no impidió que el pueblo se volcase a las calles bajo el lema "¡Qué se vayan todos!". Tras la pueblada del 19 y 20 de diciembre (que dejó un saldo de 39 personas asesinadas por las fuerzas policiales y de seguridad) De la Rúa presentó su renuncia. Adolfo Rodríguez Saá asumió el 23 de diciembre de 2001 como Presidente interino tras haber sido elegido por la Asamblea Legislativa. En el mensaje de asunción, luego de realizar una serie de rutinarios y poco creíbles anuncios, lanzó el que sería su mensaje más destacado y demagógicamente aplaudido por toda la camarilla presente en el recinto: "El Estado argentino suspenderá el pago de la deuda externa". Ese anuncio se convirtió en el default (cesación de pagos) más importante de la historia argentina, lo que no implicó de ningún modo el reconocimiento de la ilegalidad de la deuda, tal como el mismo Rodríguez Saá se encargaría de aclarar esa misma noche: “Esto no significa el repudio de la deuda externa ni una actitud fundamentalista. Muy por el contrario, se trata del primer acto de gobierno que tiene carácter racional para darle al tema de la deuda externa el tratamiento correcto”. Su mandato duró apenas una semana. El 2 de enero de 2002 Eduarde Duhalde (el encubridor de la Masacre de Pasco perpetrada en 1975 por la Triple A contra jóvenes militantes de la izquierda peronista cuando era Intendente de Lomas de Zamora) fue elegido Presidente por la Asamblea Legislativa en medio del caos en las calles de Buenos Aires. Temeroso, según sus propias palabras, de que se produjera una guerra civil en Argentina, comenzó por reconocer que el país estaba "quebrado" y "fundido", de modo que buscó infructuosamente llegar a un nuevo acuerdo con el FMI para conseguir ayuda económica y respaldo político para renegociar la deuda externa mientras realizaba la pesificación de los depósitos bancarios en dólares a un valor de 1,40 por cada dólar, mientras que los préstamos y créditos otorgados tuvieron una tasa de cambio de 1 a 1, una medida que no hizo más que aumentar la deuda externa. Por entonces, el 10% más rico de la población se quedaba con el 40% de la torta nacional y ganaba 31 veces más que el 10% más pobre. La desigualdad era más acentuada si se analizan los datos de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires donde el 10% más rico se quedaba con el 45% de la riqueza producida y ganaba 50 veces más que el sector más pobre. Ante la fuerte protesta social en todo el país (que tuvo su pico más elevado en una nueva masacre, esta vez en Avellaneda, la que costó la vida de los militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán), el 2 de julio de 2002 Duhalde decidió convocar a elecciones presidenciales anticipadas para abril del año siguiente. Cuando el 25 de mayo de 2003 Néstor Kirchner asumió la Presidencia, lo primero que se propuso fue retomar las relaciones con el FMI que habían quedado interrumpidas desde poco antes de la caída de De la Rúa. En ese sentido llegó a un acuerdo que incluyó por primera vez condiciones que dejaron al descubierto la influencia de algunos grupos de poder internacionales sobre el organismo, como los bancos extranjeros, las multinacionales que controlan las empresas privatizadas y los países ricos. Así, Argentina se comprometió a lograr un acuerdo con los bonistas, subir las tarifas y resolver las compensaciones a los bancos. Se habló entonces de “repudio a la deuda externa” pero no fue más que un slogan. Fundamentalmente porque, desde el retorno de la democracia, el tratamiento de la causa judicial que la había declarado “ilegal, inmoral e ilegítima” fue ignorado 43 veces por el Congreso a pesar de que el juez actuante había reconocido 477 irregularidades. Kirchner, tras el acuerdo con el FMI, anunció el fin de la deuda externa, pero lo que se pagó representaba sólo el 9% de la deuda global. A pesar de que el Banco Mundial certificó que la deuda contraída durante la dictadura en nuestro país fue utilizada en un 40% para fuga de capitales, un 30 % en pago de intereses de la deuda y un 30 % en compra de armamentos, el gobierno de los Kirchner también reconoció ante el Club de París una deuda que fue contraída en un 50% por la dictadura y que además está sujeta a una investigación por parte de la justicia. Así, negando la investigación de la legitimidad de todas las acreencias, los Kirchner fueron los gobernantes que más deuda ilegítima cancelaron de todas las gestiones post dictadura. Con la asunción de Macri en el gobierno, lo que se intenta hacer, una vez más, es “patear para adelante” los vencimientos de deuda por medio del sencillo procedimiento de cambiarla por deuda nueva, más cara. En las negociaciones intervienen funcionarios vinculados de una u otra manera a la consolidación de esta gran estafa en el pasado y con la cual obtuvieron grandes beneficios. Es la eterna bicicleta de siempre, que favorece a los grandes grupos económicos y sigue hundiendo al país. Los medios de prensa hablan del volumen alcanzado por la deuda externa pero nada dicen sobre como se gestó o sobre la ilicitud de gran parte de las operaciones. Los discursos de la mayor parte de los economistas parten de la concepción fatalista de que hay que pagarla. Resulta obvio que cuando se contrae una deuda, ello supone que se la debe pagar. Pero lo que no se dice es que lo que “no” se debe, no genera obligación de ningún tipo, lo que resulta una cuestión muy elemental. No es el momento de discursos vacíos sino de las explicaciones contundentes y de posiciones firmes. No se puede decir simplemente que "no hay que pagar la deuda". Si se debe decir que sólo se pagará lo que se deba, previo un exhaustivo análisis de cada suma que se reclame en cuanto a su licitud, repudiando todo reclamo carente de justificación alguna y volcando los recursos para las urgentes necesidades populares de salud, educación, trabajo y vivienda. Sobre esto no queda ya ninguna duda. Urge discutir una posición de no pago en las universidades, en los sindicatos, en las organizaciones no gubernamentales y en todos aquellos espacios donde sea posible debatir el tema, para así forzar al gobierno a que asuma una conducta que represente a la gran mayoría del pueblo y no esté dispuesto a convalidar las mismas políticas de sometimiento llevadas a cabo hasta ahora.