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ATRIBUIDAS AL HOMBRE
Ahora bien, evidentemente una cosa es tener una intuición y otra cosa es saber
intuitivamente que es una intuición, y la cuestión es si esas dos cosas, distinguibles en el
pensamiento, están, de hecho, conectadas invariablemente, de tal modo que siempre podemos
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distinguir intuitivamente entre una intuición y una cognición determinada por otra. Toda
cognición, como algo presente, es, por supuesto, una intuición de sí misma. Pero la
determinación de una cognición por medio de otra cognición o por un objeto trascendental, no
es, al menos hasta donde aparece obviamente al principio, una parte del contenido inmediato
de esa cognición, aunque parecería ser un elemento de la acción o pasión de un ego
trascendental, que no está, quizá, inmediatamente en la consciencia; y, con todo, esta acción o
pasión trascendental puede determinar invariablemente una cognición de sí misma, de tal
modo que, en realidad, la determinación o no-determinación de la cognición por medio de
otra puede ser una parte de la cognición. En este caso, debería decir que nosotros tenemos una
capacidad intuitiva para distinguir una intuición de otra cognición.
No hay pruebas de que tengamos esta facultad, excepto que nos parece sentir que la
tenemos. Pero la importancia de ese testimonio depende enteramente de que se suponga que
tenemos la capacidad de distinguir en este sentimiento si el sentimiento es el resultado de la
educación, de viejas asociaciones, etc., o si es una cognición intuitiva; o, en otras palabras,
depende del presuponer el mismo asunto del que se atestigua. ¿Es infalible este sentimiento?
¿Y este juicio sobre él es infalible y así sucesivamente, ad infinitum? Suponiendo que un
hombre realmente pudiera silenciarse en tal fe, estaría, desde luego, impermeable a la verdad,
"a prueba de pruebas".
Todo abogado sabe lo difícil que es para los testigos distinguir entre lo que ellos han
visto y lo que ellos han inferido. Esto se nota especialmente en el caso de una persona que
está describiendo las actuaciones de un médium espiritual o de un ilusionista declarado. La
dificultad es tan grande que el propio ilusionista se asombra de la discrepancia de los hechos
reales y la declaración de un testigo inteligente que no ha entendido el truco. Una parte del
muy complicado truco de los anillos chinos consiste en tomar dos anillos macizos
eslabonados, hablar de ellos como si estuvieran separados -dándolo por sentado, por así
decirlo- luego, simular unirlos y pasárselos inmediatamente al espectador para que pueda ver
que son macizos. El arte de esto consiste en levantar, al principio, la fuerte sospecha de que
uno está roto. He visto a McAlister 14 hacer esto con tal éxito, que una persona sentada cerca
de él, que se esforzara con todas sus facultades en detectar la ilusión, habría estado dispuesta a
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jurar que había visto juntarse los anillos y, quizás, si el ilusionista no hubiese practicado el
engaño abiertamente, habría considerado que dudar de eso era lo mismo que dudar de su
propia veracidad. Esto parece mostrar con toda certeza que no siempre es muy fácil distinguir
entre una premisa y una conclusión, que no tenemos la capacidad infalible de hacerlo y que,
en realidad, nuestra única seguridad en los casos difíciles está en ciertos signos a partir de los
cuales podemos inferir que un hecho dado debe haberse visto o debe haber sido inferido. Al
tratar de explicar un sueño, cualquier persona precisa debe haber sentido a menudo que era
una tarea vana tratar de desentrañar las interpretaciones del sueño que hace despierto de su
completarlo a partir de las imágenes fragmentarias del sueño mismo.
La mención a los sueños sugiere otro argumento. Un sueño, hasta donde su propio
contenido alcanza, es exactamente igual a una experiencia real. Se lo confunde con una. Y,
con todo, todo el mundo cree que los sueños se determinan, de acuerdo con las leyes de
asociaciones de ideas, etc., por cogniciones previas. Si se dijera que la facultad de reconocer
intuitivamente las intuiciones está dormida, respondo que esto es una mera suposición, sin
ningún otro fundamento. Además, incluso cuando nos despertamos, no encontramos que el
sueño difiere de la realidad, salvo por ciertas marcas, la oscuridad y el carácter fragmentario.
No infrecuentemente un sueño es tan vívido que su recuerdo se confunde con el de un suceso
real.
Un niño tiene, hasta donde sabemos, todas las capacidades perceptivas de un hombre.
Pero pregúntele un poco cómo sabe él lo que hace. En muchos casos, le dirá que nunca
aprendió la lengua materna; la supo siempre, o la supo en cuanto tuvo uso de razón. Aparece,
entonces, que él no posee la facultad de distinguir, por simple contemplación, entre una
intuición y una cognición determinada por otras.
No puede haber ninguna duda de que antes de la publicación del libro de Berkeley sobre
la visión15, se había creído en general que la tercera dimensión del espacio era intuida de
manera inmediata, aunque, en la actualidad, casi todos admiten que se conoce por inferencia.
Hemos estado contemplando el objeto desde la misma creación del hombre, pero este
descubrimiento no se realizó hasta que comenzamos a razonar sobre ello.
¿Ha oído hablar el lector del punto ciego de la retina? Tome un número de esta revista,
dé la vuelta a la tapa para dejar a la vista el papel blanco, colóquela de lado sobre la mesa
delante de la cual debe sentarse, y ponga dos céntimos sobre la misma, uno cerca del borde
izquierdo y el otro a la derecha. Ponga su mano izquierda sobre el ojo izquierdo y con el ojo
derecho mire fijamente al céntimo del lado izquierdo. A continuación, mueva con su mano
derecha el céntimo de la derecha (que ahora se ve claramente) hacia la mano izquierda.
Cuando llegue a un lugar cercano a la mitad de la página desaparecerá -no puede verlo sin
girar su ojo. Acérquelo al otro céntimo, o llévelo más lejos y reaparecerá; pero en ese lugar
determinado no puede verlo. En consecuencia, aparece que existe un punto ciego de la retina;
y esto se ve confirmado por la anatomía. Se sigue que el espacio que vemos inmediatamente
(cuando un ojo está cerrado) no es, como habíamos imaginado, un óvalo continuo, sino un
anillo, cuyo relleno debe ser obra del intelecto. ¿Qué ejemplo más impresionante podría
desearse de la imposibilidad de distinguir los resultados intelectuales de los datos intuitivos
por mera contemplación?
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El grado de un tono musical depende de la rapidez de la sucesión de las vibraciones que
alcanzan el oído. Cada una de esas vibraciones produce un impulso en el oído. Permitamos
que un solo impulso como ese se produzca en el oído y sabremos, experimentalmente, que es
percibido. Hay, por tanto, buenas razones para creer que cada uno de los impulsos que forman
un tono se percibe. Tampoco hay ninguna razón para lo contrario. En consecuencia, ésta es la
única suposición admisible. Así pues, el grado de un tono musical depende de la rapidez con
la que ciertas impresiones se transmiten sucesivamente a la mente. Estas impresiones deben
existir previamente a cualquier tono; de ahí que la sensación del grado esté determinada por
cogniciones previas. Sin embargo, esto nunca se habría descubierto por medio de la mera
contemplación de esa sensación.
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afectadas por un número muy grande de excitaciones sucesivas, las relaciones de las
impresiones resultantes serán complicadas casi inconcebiblemente. Ahora bien, es una ley
mental conocida la de que cuando se presentan fenómenos de una complejidad extrema, que
aún podrían reducirse a orden o simplicidad mediata aplicando una cierta concepción, esa
concepción tarde o temprano surge en la aplicación a aquellos fenómenos. En el caso bajo
nuestra consideración, la concepción de la extensión reduciría los fenómenos a la unidad y, en
consecuencia, quedaría plenamente explicada su génesis. Sólo falta explicar por qué las
cogniciones previas que la determinan no son más claramente aprehendidas. Para esta
explicación, haré referencia a un artículo sobre una nueva lista de categorías, § 5 3, añadiendo
simplemente que exactamente del mismo modo que somos capaces de reconocer a nuestros
amigos por ciertos rasgos, aunque posiblemente no podamos decir cuáles son esos rasgos y
seamos bastante inconscientes de cualquier proceso de razonamiento, así en cualquier caso en
que el razonamiento nos sea fácil y natural, por muy complejas que sean las premisas, se
hunden en la insignificancia y olvido proporcionalmente al grado satisfactorio de la teoría
basada en las mismas. Esta teoría del espacio se confirma por la circunstancia de que una
teoría exactamente similar es requerida de un modo imperativo por los hechos relacionados
con el tiempo. Obviamente, resulta imposible que el transcurso del tiempo se perciba
inmediatamente. Pues, en tal caso, debería haber un elemento de esta percepción en cada
instante. Pero en un instante no hay duración y, por tanto, tampoco una percepción inmediata
de la duración. En consecuencia, ninguna de estas percepciones elementales es una
percepción inmediata de la duración y, por consiguiente, tampoco lo es la suma de todas. Por
otra parte, las impresiones de cualquier momento son muy complicadas, -al contener todas las
imágenes (o los elementos de las imágenes) del sentido y la memoria, cuya complejidad
puede reducirse a simplicidad mediata por medio de la concepción del tiempo4.
Tenemos, en consecuencia, una variedad de hechos, que se explican todos con suma
facilidad suponiendo que carecemos de la facultad intuitiva de distinguir las cogniciones
intuitivas de las mediatas. Alguna hipótesis arbitraria podría explicar de otro modo cualquiera
de estos hechos; ésta es la única teoría que logra que se apoyen entre sí. Más aún, ningún
hecho requiere suponer la facultad en cuestión. Quienquiera que haya estudiado la naturaleza
de la prueba advertirá, entonces, que hay aquí razones muy fuertes para no creer en la
existencia de esta facultad. Dichas razones se harán aún más fuertes cuando las consecuencias
de rechazarlo hayan sido completamente encontradas, en este artículo y en uno siguiente.
Ahora bien, no es evidente de suyo que tengamos tal facultad, pues se acaba de mostrar
que carecemos de la capacidad intuitiva de distinguir una intuición de una cognición
determinada por otras. Por consiguiente, la existencia o no-existencia de esta capacidad debe
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ser explicada con pruebas, y la cuestión es si la autoconsciencia puede ser explicada por la
acción de facultades conocidas bajo condiciones que se conoce que existen o si es necesario
suponer una causa desconocida para esta cognición y, en este último caso, si una facultad
intuitiva de autoconsciencia constituye la causa más probable que puede suponerse.
Antes de nada debe observarse que no existe una autoconsciencia conocida de la que
pueda darse cuenta en niños muy pequeños. Ya ha sido señalado por Kant5. que el uso tardío
de la palabra tan común "yo" en los niños indica una autoconsciencia imperfecta en ellos y,
por tanto, en la medida que es admisible para nosotros extraer alguna conclusión con respecto
al estado mental de quienes son todavía más jóvenes, se debe estar en contra de la existencia
de cualquier autoconsciencia en ellos.
Por otra parte, los niños manifiestan mucho más temprano capacidad de pensamiento. De
hecho, es casi imposible designar un periodo en el que los niños no hayan exhibido ya una
decidida actividad intelectual en direcciones en las que el pensamiento resulta indispensable
para su bienestar. La complicada trigonometría de la visión y los delicados ajustes del
movimiento coordinado, son claramente dominados muy pronto. No existe razón alguna para
cuestionar un grado similar de pensamiento referente a ellos mismos.
Puede observarse siempre que un niño muy pequeño mira su propio cuerpo con mucha
atención. Hay toda clase de razones para ello, pues desde el punto de vista del niño este
cuerpo es la cosa más importante del universo. Sólo lo que éste toca tiene una sensación real y
presente; sólo lo que éste mira tiene un color real; sólo lo que está sobre su lengua tiene un
sabor real.
Nadie cuestiona que cuando un niño oye un sonido, piensa no en sí mismo como oyente,
sino en la campana u otro objeto que suena. ¿Qué pasa cuando quiere mover una mesa?
¿Piensa en sí mismo en tanto que lo desea o sólo en la mesa como algo que puede ser
movido? Que piensa en lo último está fuera de cuestión; que lo haga en lo primero, debe,
hasta que se pruebe la existencia de una autoconsciencia intuitiva, permanecer como una
suposición arbitraria y sin base. No hay ninguna razón buena para pensar que él es menos
ignorante de su propia condición particular que el adulto colérico que niega estar
encolerizado.
No obstante, el niño debe descubrir pronto por la observación que las cosas están en
condiciones de ser modificadas de este modo, tienen tendencia a experimentar realmente tal
cambio, después de un contacto con ese cuerpo particularmente importante llamado Willy o
Johnny. Tal consideración hace a este cuerpo todavía más importante y central, pues establece
una conexión entre la aptitud de una cosa para ser modificada y una tendencia en este cuerpo
a tocarla antes de que se modifique.
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Debe ser alrededor de este momento cuando empieza a encontrar que lo que estas
personas dicen de él es la mejor prueba del hecho. Tanto es así que el testimonio es incluso
una marca más fuerte del hecho que los hechos mismos, o mejor que lo que ahora debe
pensarse como las propias apariencias. (Dicho sea de paso, observo que es así durante toda la
vida; el testimonio le convencerá a un hombre de que está loco.). Un niño oye decir que la
estufa está caliente. Pero no lo está, dice él; y, en efecto, ese cuerpo central no la está tocando
y sólo lo que eso toca está caliente o frío. Pero él la toca y encuentra confirmado el testimonio
de una manera impresionante. Así, se hace consciente de la ignorancia y es necesario suponer
un yo en el que la ignorancia puede ser inherente. De este modo, el testimonio proporciona el
primer atisbo de autoconsciencia.
Pero, además, aunque por lo general las apariencias sólo se confirman o meramente se
complementan por el testimonio, hay sin embargo una cierta clase notable de apariencias que
el testimonio contradice continuamente. Son aquellos predicados que nosotros conocemos
como emocionales, pero que él distingue por medio de su asociación con los movimientos de
esa persona central, él mismo (que la mesa quiere moverse, etc.). Estos juicios son
generalmente negados por otros. Es más, él tiene razón al pensar que otros también tienen
tales juicios que son totalmente negados por todos los demás. De este modo, añade a la
concepción de la apariencia como la realización de un hecho, la concepción de ella como algo
privado y válido sólo para un cuerpo. En resumen, el error aparece y sólo puede explicarse
suponiendo un yo que es falible.
La ignorancia y el error son todo lo que distingue nuestros yoes privados del ego
absoluto de la percepción pura.
Ahora, la teoría que, con fines de claridad, se ha expuesto de una forma específica, puede
resumirse de la siguiente manera: a la edad en que sabemos que los niños son autoconscientes,
sabemos que se han hecho conscientes de la ignorancia y el error; y sabemos que poseen a esa
edad capacidades de entendimiento suficientes para hacerles capaces entonces de inferir su
propia existencia a partir de la ignorancia y el error. Así encontramos que las facultades
conocidas, actuando en condiciones cuya existencia es conocida, se elevarían hacia la
autoconsciencia. El único defecto esencial en esta exposición del tema es, que mientras
sabemos que los niños ejercitan tanto entendimiento como el que aquí se ha supuesto, no
sabemos que ellos lo ejercitan exactamente de este modo. De todas formas, suponer que lo
hacen así está infinitamente más respaldada por los hechos, que suponer una facultad de la
mente totalmente peculiar.
El único argumento al que merece la pena prestar atención para la existencia de una
autoconsciencia intuitiva es el siguiente. Estamos más seguros de nuestra propia existencia
que de cualquier otro hecho; una premisa no puede determinar que una conclusión sea más
cierta de lo que lo es ella misma; por lo tanto, nuestra propia existencia no puede haber sido
inferida de ningún otro hecho. Debe admitirse la primera premisa, pero la segunda premisa se
basa en una teoría de la lógica refutada. Una conclusión no puede ser más cierta que algunos
de los hechos que la confirman como verdadera, pero fácilmente puede ser más cierta que
cualquiera de estos hechos. Supongamos, por ejemplo, que una docena de testigos testifican
acerca de un suceso. Entonces, mi creencia en ese suceso descansa en la creencia de que cada
uno de esos hombres debe ser creído en líneas generales bajo juramento. Con todo, el hecho
sobre el que se atestigua se da por más cierto que el de que cualquiera de esos hombres debe
ser creído en términos generales. De la misma manera, para la mente desarrollada del hombre,
su propia existencia se ve apoyada por cualquier otro hecho, y, en consecuencia, es
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incomparablemente más cierta que el que haya otro hecho, pues no hay ninguna duda
perceptible en ninguno de los dos casos.
Toda cognición implica algo representado, o aquello de los que somos conscientes, y
alguna acción o pasión del yo mediante la cual llega a ser representado. Designaremos al
primero como el elemento objetivo de la cognición y al último como el elemento subjetivo.
La cognición misma es una intuición de su elemento objetivo, que puede por tanto ser llamada
también el objeto inmediato. El elemento subjetivo no es necesariamente conocido de modo
inmediato, pero es posible que tal intuición del elemento subjetivo de una cognición de este
carácter, ya sea soñar, imaginar, concebir, creer, etc., debiera acompañar a cada cognición. La
cuestión es si esto es así.
A primera vista parecería que hay una serie abrumadora de pruebas en favor de la
existencia de tal capacidad. La diferencia entre ver un color e imaginarlo es inmensa. Existe
una amplia diferencia entre el sueño más vívido y la realidad. Y si no poseemos la capacidad
intuitiva de distinguir entre lo que creemos y lo que simplemente concebimos, parecería que
nunca podríamos distinguirlos en modo alguno: ya que si así lo hiciéramos por el
razonamiento, surgiría la cuestión de si el argumento mismo era creído o concebido, y esto
debe responderse antes de que la conclusión pueda tener alguna fuerza. Y de este modo habría
un regressus ad infinitum. Además, si nosotros no conocemos que creemos, entonces, debido
a la naturaleza del caso, no creemos.
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casos, por medio de un sentimiento particular de convicción; y es simplemente una cuestión
de palabras si definimos la creencia como ese juicio que es acompañado por este sentimiento,
o como el juicio en virtud del cual actúa un hombre. Podemos designar convenientemente al
primero como una creencia sensorial y al segundo como una creencia activa. Seguramente, se
admitirá sin relatar los hechos que ninguna de las dos envuelve necesariamente a la otra.
Tomando la creencia en el sentido sensorial, la capacidad intuitiva de reorganizarla equivaldrá
simplemente a la capacidad para la sensación que acompaña al juicio. Esta sensación, como
cualquier otra, es un objeto de consciencia y, en consecuencia, la capacidad de ella no implica
un reconocimiento intuitivo de los elementos subjetivos de la consciencia. Si se toma la
creencia en el sentido activo, puede ser descubierta por la observación de los hechos externos
y por la inferencia a partir de la sensación de la convicción que suele acompañarla.
No pretendemos aquí asumir la realidad del mundo externo. Solamente, hay un cierto
conjunto de hechos que se consideran por lo común externos, mientras que otros se
consideran internos. La cuestión es si los últimos son conocidos de otro modo que por
inferencia a partir de los primeros. Por introspección entiendo una percepción directa del
mundo interno, pero no necesariamente una percepción de él como interno. Tampoco pretendo
limitar el significado de la palabra al de intuición, sino que la extendería a cualquier
conocimiento del mundo interno no derivado de la observación externa.
Existe un sentido en que cualquier percepción posee un objeto interno, a saber, que toda
sensación está parcialmente determinada por condiciones internas. Así, la sensación de rojez
es como es debido a la constitución de la mente; y, en este sentido, es una sensación de algo
interno. Por tanto, podemos derivar un conocimiento de la mente de una consideración de esta
sensación, pero ese conocimiento sería, de hecho, una inferencia a partir de la rojez como un
predicado de algo externo. Por otra parte, existen otros sentimientos -por ejemplo, las
emociones- que parecen surgir en primer término, en absoluto como predicados, y parecen
poder referirse a una mente sola. Parecería, entonces, que por medio de éstos, puede obtenerse
un conocimiento de la mente, que no es inferido de ninguna característica de las cosas
exteriores. La cuestión es si realmente es así.
Con referencia al citado argumento de las emociones, debe admitirse que si un hombre
está encolerizado, su cólera no implica, en general, ningún carácter determinado y constante
en su objeto. Pero, por otra parte, difícilmente puede cuestionarse que haya cierto carácter
relativo en la cosa exterior que lo encoleriza, y una pequeña reflexión servirá para mostrar que
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su cólera consiste en el decirse a sí mismo: "esto es vil, abominable, etc.", y que es más bien
una señal de recobrar la razón el decir "estoy encolerizado". Del mismo modo, cualquier
emoción es una predicación concerniente a algún objeto, y la gran diferencia entre esto y un
juicio intelectual objetivo es que mientras el último es relativo a la naturaleza humana o a la
mente en general, el primero es relativo a las circunstancias particulares y a la disposición de
un hombre particular en un momento particular. Lo que aquí se dice de las emociones en
general, es verdadero en particular del sentido de belleza y del sentido moral. Bueno y malo
son sentimientos que surgen como predicados y, por consiguiente, son o bien predicados del
no-yo o son determinados por cogniciones previas (al no haber una capacidad intuitiva de
distinguir los elementos subjetivos de la consciencia).
En consecuencia, aparece que no hay ninguna razón para suponer una capacidad de
introspección y, por tanto, la única manera de investigar una cuestión psicológica es por
medio de la inferencia a partir de hechos externos.
ésta es una cuestión familiar, pero hasta ahora no existe mejor argumento afirmativo que
el de que el pensamiento debe ser anterior a todo signo. Esto supone la imposibilidad de una
serie infinita. Pero Aquiles, en realidad, adelantará a la tortuga. Cómo sucede esto es una
cuestión que no necesita ser respondida en este momento, con tal de que ciertamente suceda.
Si buscamos la luz de los hechos externos, los únicos casos del pensamiento que
podemos encontrar son los del pensamiento en los signos. Claramente, ningún otro
pensamiento puede ser evidenciado por hechos externos. Pero hemos visto que el pensamiento
sólo puede ser conocido en absoluto por medio de hechos externos. El único pensamiento,
entonces, que posiblemente puede ser conocido es el pensamiento en signos. Pero no existe un
pensamiento que no pueda conocerse. Todo pensamiento, por lo tanto, debe necesariamente
estar en signos.
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haber una serie infinita de tiempos. En consecuencia, afirmar que el pensamiento no puede
ocurrir en un instante, sino que requiere un tiempo, no es sino otra forma de decir que todo
pensamiento debe ser interpretado en otro, o que todo pensamiento se da en signos.
Parecería que puede tenerlo y que las proposiciones universales e hipotéticas son
ejemplos de ello. Así, la proposición universal: "todos los rumiantes son de pezuñas
hendidas", habla de una posible infinidad de animales, y no importa cuántos rumiantes hayan
sido examinados, debe quedar la posibilidad de que haya otros que no han sido examinados.
En el caso de una proposición hipotética, eso mismo es aún más manifiesto; ya que tal
proposición no habla meramente del estado real de las cosas, sino de todos los estados
posibles, los cuales no son cognoscibles, puesto que sólo uno puede existir.
Por otra parte, todas nuestras concepciones se obtienen por medio de abstracciones y
combinaciones de cogniciones que se dan primero en juicios de experiencia. Por consiguiente,
no puede haber concepción de lo absolutamente incognoscible, ya que nada de ese estilo
ocurre en la experiencia. Pero el significado de un término es la concepción que comunica.
Por tanto, un término no puede tener tal significado.
Si pienso "blanco", no iré tan lejos como Berkeley ni diré que pienso en una persona que
ve17, sino que afirmaré que lo que pienso tiene la naturaleza de una cognición, y lo mismo de
otra cosa que puede experimentarse. En consecuencia, el concepto más elevado que puede
alcanzarse por medio de abstracciones a partir de juicios de experiencia -y, por consiguiente,
el concepto más elevado que puede alcanzarse en absoluto- es el concepto de algo que tiene la
naturaleza de una cognición. No, entonces, o aquello que es otro que, si es un concepto, es un
concepto de lo cognoscible. En consecuencia, no-cognoscible, si se trata de un concepto, es
un concepto de la forma "A, no A" y es, al menos, contradictorio en sí mismo. De este modo,
la ignorancia y el error sólo pueden concebirse como correlativos a un conocimiento y verdad
reales, siendo estos últimos de la naturaleza de las cogniciones. Frente a toda cognición, existe
una realidad desconocida pero cognoscible, pero frente a toda cognición posible, sólo existe lo
contradictorio en sí mismo. En resumen, la cognoscibilidad (en su sentido más amplio) y el
ser no son tan sólo lo mismo desde el punto de vista metafísico, sino que son términos
sinónimos.
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Parecería que la hay o que la ha habido; pues como estamos en posesión de cogniciones
que están todas determinadas por otras anteriores, y éstas por cogniciones aún más anteriores,
debe haber habido una primera en esta serie o, si no, nuestro estado de cognición en cualquier
momento estaría completamente determinado, de acuerdo con las leyes lógicas, por nuestro
estado en cualquier momento anterior. Pero hay muchos hechos en contra de la última
suposición y, en consecuencia, a favor de las cogniciones intuitivas.
Por otra parte, como es imposible conocer intuitivamente que una cognición dada no está
determinada por una anterior, el único modo en que ésta puede conocerse es por medio de una
inferencia hipotética a partir de los hechos observados. Pero aducir la cognición por la que
una cognición dada ha sido determinada es explicar las determinaciones de esa cognición. Y
es la única manera de explicarlas. Pues algo que está completamente fuera de la consciencia
que puede suponerse que la determina, sólo puede, como tal, conocerse y presentarse en la
cognición determinada en cuestión. De este modo, suponer que una cognición está
determinada únicamente por algo absolutamente externo, es suponer que sus determinaciones
son incapaces de explicación. Ahora bien, ésta es una hipótesis que no se justifica en ninguna
circunstancia puesto que la única justificación posible para una hipótesis es que explique los
hechos, y decir que se explican y al mismo tiempo suponer que son inexplicables es
contradictorio en sí mismo.
Si se objetara que el peculiar carácter de rojo no está determinado por ninguna cognición
anterior, contestaría que ese carácter no es un carácter de rojo como una cognición; pues si
hubiera un hombre a quien le parecieran azules las cosas que yo veo rojas y viceversa, los
ojos de ese hombre le enseñarían los mismos hechos que si él fuera como yo.
Más aún, no conocemos ninguna capacidad por la que pueda conocerse una intuición.
Pues como la cognición está comenzando y, por tanto, en situación de cambio, sólo en el
primer instante sería una intuición. Y, por consiguiente, su aprehensión no debe tener lugar en
ningún tiempo y debe ser un asunto que no ocupa tiempo 6. Además, todas las facultades
cognoscitivas que conocemos son relativas y, en consecuencia, sus productos son relaciones.
Pero la cognición de una relación está determinada por cogniciones anteriores. Ninguna
cognición no determinada por una cognición previa, entonces, puede ser conocida. Entonces,
no existe, primero porque es absolutamente incognoscible y, segundo, porque una cognición
sólo existe en la medida en que es conocida.
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que la última. Supongamos que la distancia finita entre ambas líneas representa que se trata de
dos cogniciones diferentes. Con esta ayuda para pensar, veamos si "debe haber una primera".
Supongamos que un triángulo invertido se sumerge gradualmente en el agua. En cualquier
momento o instante, la superficie del agua traza una línea horizontal a través de ese triángulo.
Esta línea representa una cognición. En un momento siguiente, se forma una línea en corte,
más arriba del triángulo. Esto representa otra cognición del mismo objeto determinada por la
primera y que tiene una consciencia más viva. El vértice del triángulo representa un objeto
externo a la mente que determina ambas cogniciones. El estado del triángulo antes de alcanzar
el agua, representa un estado de cognición que no contiene nada que determine estas
cogniciones subsiguientes. Afirmar entonces que si existe un estado de cognición por el que
todas las cogniciones subsiguientes de un cierto objeto no son determinadas, debe haber en
consecuencia alguna cognición de ese objeto no determinada por cogniciones anteriores del
mismo objeto, es afirmar que cuando se sumerge ese triángulo en el agua debe haber una línea
de corte hecha por la superficie del agua por debajo de la cual no se había trazado una línea en
la superficie de ese modo. Pero trace la línea horizontal donde quiera: se pueden asignar
tantas líneas horizontales como quiera a distancias finitas por debajo de ella y cada una por
debajo de la otra. Pues cualquiera de tales secciones se encuentra a cierta distancia por encima
del vértice, pues de otro modo no sería otra línea. Sea a esta distancia. Entonces debe haber
habido secciones similares a las distancias 1/2 a, 1/4 a, 1/8 a, 1/16 a, por encima del vértice y
así sucesivamente hasta donde usted quiera. Así que no es verdad que debe haber una primera
[cognición]. Explique las dificultades lógicas de esta paradoja (son idénticas a las de la
paradoja de Aquiles) de cualquier forma que pueda. Estoy satisfecho con el resultado, con tal
de que sus principios sean totalmente aplicados al caso particular de las cogniciones que se
determinan una a otra. Niegue el movimiento, si parece apropiado hacerlo, sólo entonces
niegue el proceso de determinación de una cognición por otra. Diga que los instantes y las
líneas son ficciones. El punto sobre el cual se insiste aquí no es esta o aquella solución lógica
de la dificultad, sino solamente que la cognición surge por un proceso de comenzar, como
sucede con cualquier otro cambio.
Notas
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ampliamente diferente. En la Edad Media, el término "cognición intuitiva" tenía dos sentidos
principales: el primero, como opuesto a la cognición abstracta, significaba el conocimiento
del presente en tanto que presente, y éste es su significado en San Anselmo; pero en segundo
lugar, como no se permitía que una cognición intuitiva estuviera determinada por una
cognición previa, llegó a usarse como lo opuesto a la cognición discursiva (véase Escoto, In
sententias, lib. 2, dist. 3, qu. 9), y éste es aproximadamente el sentido en que yo lo empleo.
Éste es también el sentido aproximado en que Kant lo emplea, siendo expresada la primera
distinción por su "sensorial" y "no sensorial" (Véase Werke, Rosenkrantz (ed.), Thl. 2, pp.
713, 31, 41, 100, etc.). Una enumeración de seis significados de intuición pude encontrarse en
Hamilton, Reid, p. 759.
4. Esta teoría del espacio y el tiempo no entra en conflicto con la de Kant tanto como
parece. En realidad, son las soluciones a cuestiones diferentes. Es verdad que Kant convierte
el espacio y el tiempo en intuiciones o, mejor, en formas de la intuición, pero no es esencial
para su teoría que la intuición signifique más que una "representación individual". La
aprehensión del espacio y del tiempo es el resultado, según él, de un proceso mental, -la
"Synthesis der Apprehension in der Anschauung". (Véase Critik d. Reinen Vernunft. Ed. 1781,
pp. 98 et seq.) Mi teoría constituye simplemente una explicación de tal síntesis.
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La esencia de la "Estética Trascendental" kantiana está contenida en dos principios.
Primero, que las proposiciones universales y necesarias no están dadas en la experiencia.
Segundo, que los hechos universales y necesarios están determinados por las condiciones de
la experiencia en general. Se entiende por una proposición universal simplemente una que
afirma algo del todo de una esfera, -no necesariamente una en la que todos los hombres creen.
Por proposición necesaria se entiende una que afirma qué hace, no meramente de la condición
real de las cosas, sino de todo posible estado de cosas; no se entiende que la proposición sea
una que nosotros no podemos evitar creer. La experiencia, en el primer principio de Kant, no
puede usarse para un producto del entendimiento objetivo, sino que debe considerarse como
las primeras impresiones de los sentidos junto con la consciencia y trabajada por la
imaginación en imágenes, junto con todo lo que es lógicamente deducible de allí. En este
sentido, puede admitirse que las proposiciones universales y necesarias no están dadas en la
experiencia. Pero, en ese caso, tampoco hay conclusión inductiva alguna que pueda ser sacada
de la experiencia, dada en ella. De hecho, es la peculiar función de la inducción el producir
proposiciones universales y necesarias. Kant señala, efectivamente, que la universalidad y
necesidad de las inducciones científicas no son sino análogos de la universalidad y necesidad
filosófica; y esto es cierto, en la medida en que nunca es admisible aceptar una conclusión
científica sin un cierto inconveniente indefinido. Pero esto se debe a la insuficiencia en el
número de casos; y siempre que puedan tenerse tantos casos como queramos, ad infinitum,
puede inferirse una proposición verdaderamente universal y necesaria. En cuanto al segundo
principio de Kant, que afirma que la verdad de las proposiciones universales y necesarias
depende de las condiciones de la experiencia general, no es ni más ni menos que el principio
de Inducción. Voy a una feria y extraigo doce paquetes del saco. Después de abrirlos,
encuentro que cada uno contiene una bola roja. He aquí un hecho universal. En consecuencia,
depende de la condición de la experiencia. ¿Cuál es la condición de la experiencia? Es tan
sólo que las bolas son los contenidos de los paquetes extraídos del saco, esto es, la única cosa
que determinó la experiencia fue el hecho de extraerlos del saco. De acuerdo con el principio
de Kant, infiero entonces que lo que se extrae del saco contendrá una bola roja. Esto es
inducción. Aplique la inducción, no a cualquier experiencia limitada, sino a toda experiencia
humana y tendrá la filosofía kantiana, en la medida que esté correctamente desarrollada.
Los sucesores de Kant, sin embargo, no se contentaron con su doctrina. Tampoco debían
hacerlo. Pues existe este tercer principio: "Las proposiciones absolutamente universales deben
ser analíticas". Ya que todo lo que es universal está desprovisto de todo contenido o
determinación, pues toda determinación se hace por negación. El problema, por lo tanto, no es
cómo las proposiciones universales pueden ser sintéticas sino cómo las proposiciones que
parecen ser sintéticas pueden desarrollarse sólo por el pensamiento a partir de lo puramente
indeterminado.
6. Este argumento, sin embargo, sólo cubre una parte de la cuestión. No llega a
demostrar que no existe una cognición indeterminada excepto por otra igual.
8. Berengario está citado de la obra de Carl Prantl, Geschichte del Logik im Abendlande
(Leipzig, 1855-67), 2:72-75: "Sin duda es característico de un alma grande refugiarse en la
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dialéctica en toda circunstancia, porque refugiarse en ella es refugiarse en la razón, y
quienquiera que no se refugie allí, ya que es respecto a la razón que él está hecho a imagen de
Dios, renuncia a su honor, y no puede renovarse día a día en la imagen de Dios".
9. Peirce leyó a Fredegiso (m. 834), un monje inglés que sucedió a Alcuino en la corte de
Carlomagno, en Prantl, Geschichte, 2:17-19.
11. De generibus et speciebus está incluido en Ouvrages inédits de Abelardo; véase pp.
528, 517, 535.
12. Juan de Salisbury, Metalogicon, libro 4, cap. 27: "Aunque hay muchos errores en
Aristóteles, como se evidencia igualmente de los escritos de los cristianos y paganos, todavía
no se ha encontrado su igual en lógica".
13. Abelardo, Ouvrages inédits, pp. 293 y 204: "Pero nada contra Aristóteles" y "Pero si
podemos encontrar un fallo en Aristóteles, el príncipe de los peripatéticos, ¿en qué podemos
confiar en este arte?"
16. Peirce da la siguiente definición en el Century Dictionary: "la medida angular más
pequeña de la que el ojo puede distinguir las partes. Es alrededor de medio minuto."
17. Véase Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento, secs. 1-6.
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