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El

pretendiente americano, novela publicada en 1892, es digna de figurar


entre las mayores creaciones de Mark Twain. En ella, el autor no sólo vertió
su genio narrativo y su capacidad para el humor paródico, sino que también
supo dar curso a sus avanzadas preocupaciones sociales, apuntando
algunos de los temas que aún hoy centran el debate de nuestra sociedad
contemporánea.
El joven Berkeley, primogénito del muy noble y orgulloso conde de
Rossmore, viaja a Estados Unidos con la pretensión de devolver su título y
sus riquezas a quien considera el legítimo heredero de la fortuna familiar, el
coronel Mulberry Sellers, un buscavidas estrafalario que ejerce de vidente,
asesor financiero e inventor de cosas inútiles. Un incendio fortuito cambia los
planes del aristócrata, que tendrá que adoptar una nueva identidad y afrontar
la experiencia de ganarse el sustento con sus propios medios. Mientras
tanto, y en espera de la herencia que no acaba de llegar, Sellers intenta
mudar su mala fortuna por los medios más diversos: desde la captura de un
peligroso atracador de bancos a la materialización de espíritus para
convertirlos en mano de obra barata. Rara ello cuenta con la impagable
ayuda del comandante Hawkins, congresista de tercera categoría y discípulo
fiel del imaginativo pretendiente americano. Las peripecias de estos
personajes darán lugar a toda una serie de situaciones equívocas que
arrancarán auténticas carcajadas al lector.

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Mark Twain

El prentediente americano
ePub r1.0
Titivillus 12.07.2017

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Título original: The American claimant
Mark Twain, 1892
Traducción: José Luis Piquero

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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CÓMICO E IRREVERENTE

S AMUEL LANGHORNE CLEMENS, más Conocido por su nom de plume, Mark


Twain, publica El pretendiente americano en 1892, cuando ya ha dado a la
imprenta la mayoría de sus títulos más importantes, como Las aventuras de Tom
Sawyer, El príncipe y el mendigo, Las aventuras de Huckleberry Finn o Un yanqui de
Connecticut en la Corte del Rey Arturo, por citar sólo unos pocos. El éxito de estas
obras no ha impedido, sin embargo, la bancarrota del autor, tras invertir su capital en
una innovación tecnológica fracasada, la linotipia Paige. Significativamente, uno de
los personajes principales de El pretendiente americano es un consumado maestro en
inversiones imprudentes e inventos estrafalarios. Una gira mundial de conferencias
muy bien remuneradas salvará a Twain del desastre.
El pretendiente americano es una comedia en estado puro. El mismo autor
reconoció haberse despertado a menudo en plena noche, durante el periodo en que la
redactaba, «riendo a carcajadas». La estudiosa Bobbie Ann Mason ha escrito que en
ella «la imaginación de Mark Twain enloquece». Sin embargo, la novela va mucho
más allá de su trama de enredos y falsas identidades. Cuestiones como el papel de la
prensa en la construcción social, las nociones de democracia e igualdad frente a
aristocratismo, la confrontación entre el viejo mundo y la joven América o los efectos
de la creciente industrialización están también presentes en la obra y constituyen su
verdadero fondo ideológico. Twain se había distinguido por sus ideas abolicionistas,
antiimperialistas e inequívocamente democráticas y los años no hicieron sino
radicalizarle, convirtiéndole en lo que hoy llamaríamos un antisistema. «Una
irreverencia exigente es la fuerza creadora y protectora de la libertad humana, de la
misma manera que lo contrario es fuerza creadora, sostén y defensa de todas las
formas de esclavitud humana, física o mental», afirma el conferenciante de el Club de
Trabajadores en el capítulo 10 de El pretendiente americano, haciéndose eco de las
propias opiniones de Mark Twain.
Pero aún hay más. La novela prefigura, a su modo paródico y extravagante,
algunos de los temas que un siglo después resultarán centrales en nuestra sociedad
globalizada, tales como el cambio climático o la clonación humana. Ese inmenso
personaje encantador, Mulberry Sellers, infatuado y pedante pero lleno de
humanidad, con sus disparatados proyectos para adaptar el clima de cada país a sus
necesidades, se nos antoja hoy en día, con unas pocas dosis de desenfado, una
caricatura de Al Gore, paladín de la lucha por la sostenibilidad climática. Los intentos
del visionario coronel Sellers por materializar a los difuntos para emplearlos en
beneficio de la sociedad (y, de paso, en el suyo propio) son precursores de la oveja
Dolly. Finalmente, se podría añadir que el cargo imaginario de Miembro Perpetuo del
Cuerpo Diplomático que ostenta Sellers viene a equivaler al del actual Secretario
General de las Naciones Unidas, como una anticipación deformada y humorística del
devenir político mundial. Twain, que siempre tomó partido en los problemas de su

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tiempo, no podía imaginar lo actuales que resultarían en el nuestro las preocupaciones
«científicas» y «morales» de su personaje. Quizá porque, como el mismo Samuel
Langhorne Clemens escribió, «un hombre con una idea nueva es un loco hasta que
triunfa».
El estrafalario Mulberry Sellers constituye por sí solo uno de los mayores aciertos
de El pretendiente americano, pero no podemos olvidar al resto de personajes que
desfilan por sus páginas. En primer lugar, el ingenuo comandante Hawkins
(«ascendido» más adelante, según la conveniencia de Sellers, a almirante y senador),
una especie de entrañable Dr. Watson, cómplice y rendido discípulo de su anfitrión y
silencioso enamorado de la bella Gwendolen. O el falso vaquero Howard Tracy,
primogénito del conde de Rossmore, dubitativo y sentimental como un Hamlet de
opereta, pero capaz de un idealismo que ha de resistir las más duras pruebas. ¿Y qué
decir de los dos pintores de «horrores marinos», titulares de una auténtica
manufactura de pseudoarte doméstico? También ellos vienen a prefigurar el actual
descrédito de la obra artística y la proliferación de creaciones en serie convertidas en
fenómenos comerciales. Sin olvidar a los dos criados negros de los Sellers o al
espontáneo participante en los debates del Club de Trabajadores, cuyo discurso sobre
el desarrollo material de los Estados Unidos podría figurar en la más exigente
antología del disparate. Todos ellos conforman un elenco de criaturas desquiciadas y
originales, cercanas no obstante a modelos que podemos encontrar en la vida diaria.
Apenas unos grados de enfoque nos separan de nuestra propia caricatura.
Otras felicidades nos depara la novela: una antología final de textos sobre el
tiempo que el autor, como ya hiciera en cierto episodio de Tom Sawyer, espiga entre
las joyas literarias de su época. Resulta imposible repasar las líneas escritas por esos
olvidados M. Quad o W. D. O’Connor sin esbozar una sonrisa malévola: la posteridad
es implacable —lo será también con nosotros— pero a veces puede ser engañada.
A medio camino entre la ciencia-ficción, la sátira política y la comedia de
enredos, El pretendiente americano es una de las más perdurables novelas de Mark
Twain. En ella resplandecen su genio narrativo, su capacidad para la parodia y su
irresistible vis cómica, además de un sentido crítico que nos resulta plenamente
contemporáneo. El antes que nadie supo poner en práctica su propio adagio: «La
mejor manera de alegrarte es alegrando a los demás».

José Luis Piquero


Islantilla, octubre de 2007

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NOTA ACLARATORIA

E l coronel Mulberry Sellers, que ahora volvemos a presentar ante el público, es el


mismo personaje que apareció hace años con el nombre de Eschol Sellers en la
primera edición del relato titulado La época dorada, con el de Beriah Sellers en las
subsiguientes ediciones del mismo libro y finalmente con el de Mulberry Sellers en la
obra representada por John T. Raymond.
El nombre hubo de ser cambiado de Eschol a Beriah para complacer a un Eschol
Sellers que surgió de las vastas profundidades del espacio infinito formulando una
protesta respaldada con la amenaza de un pleito por libelo; todo lo cual hizo
aconsejable complacerlo, y con ello se esfumó. En la obra, el nombre de Beriah cayó
para satisfacer a otro espécimen de la misma raza, y Mulberry fue escogido en la
creencia de que los demandantes se habrían cansado y lo dejarían pasar sin más
objeciones. Desde entonces ha ocupado su lugar en total armonía, por lo que
correremos el riesgo de presentarlo de nuevo, esta vez razonablemente tranquilos
bajo el amparo de la Ley de Limitaciones.

Mark Twain
Hartford, 1891

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EL TIEMPO EN ESTE LIBRO[1]

E l tiempo no aparece en este libro. Ésta es una tentativa de novela sin tiempo. Y,
como primera tentativa de esta especie en la literatura de ficción, el fracaso es
una posibilidad; pero a alguna persona endiabladamente atrevida le pareció apropiado
intentarlo, y el autor estuvo en plena sintonía con ella.
A menudo, un lector ha tratado de leer un relato y no ha sido capaz de hacerlo
debido a las trabajosas descripciones del tiempo. Nada interrumpe más la tarea del
autor que tener que detenerse cada pocas páginas para ocuparse del tiempo. Por tanto,
es un hecho palmario que las persistentes intrusiones del tiempo son perjudiciales
tanto para el lector como para el autor.
Por supuesto, el tiempo resulta fundamental en cualquier relato de la experiencia
humana. Eso está fuera de toda duda. Pero debería figurar en algún sitio donde no
estorbara el paso, donde no interrumpiera el curso de la narración. Y debería ser el
tiempo más oportuno posible, no uno ignorante ni mezquino, no un tiempo
chapucero. Como especialidad literaria que es, ninguna mano inexperta podrá sacar
ningún partido del tiempo. Este autor sólo podría ofrecer algunas obviedades triviales
sobre el tiempo y además no serán muy buenas. Por todo lo cual, se ha considerado
más prudente tomar prestado el tiempo que se necesite para este libro a expertos
reconocidos y cualificados, dignos de todo crédito, naturalmente. Este tiempo se
encontrará hacia el final del libro, donde no estorbe. Consúltese el Apéndice. El
lector está invitado a acudir a él de cuando en cuando a lo largo de la lectura.

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1

E
s una mañana espléndida en la Inglaterra rural. En una modesta colina
vemos la majestuosa mole, los muros y torres cubiertos de hiedra del
Castillo de Cholmondeley, monumental reliquia testigo de las grandezas
baroniales de la Edad Media. Ésta es una de las propiedades del conde de Rossmore,
K. G. G. C. B. K. C. M. G., etc., etc., etc., etc., etc., que posee veintidós mil acres de
tierra inglesa y una parroquia en Londres con dos mil casas en los alrededores, y que
sobrevive confortablemente con una renta de doscientas mil libras anuales. El padre y
fundador de esta orgullosa y rancia estirpe fue el mismísimo Guillermo el
Conquistador; el nombre de la madre no queda registrado en esta historia al ser un
mero episodio casual y sin importancia, como la hija del curtidor de Falaise.
En uno de los comedores del castillo, esta bonita y tranquila mañana, se
encuentran dos personas junto a los restos fríos de un desayuno apenas probado. Una
de estas personas es el anciano lord, alto, erguido, de hombros cuadrados, pelo blanco
y ceño fruncido; un hombre que muestra su carácter en cada rasgo, actitud y
movimiento y que lleva sus setenta años tan fácilmente como otros hombres llevan
sus cincuenta. La otra persona es su único hijo y heredero, un joven de ojos soñadores
que aparenta unos veintiséis pero está cerca de los treinta. Candor, amabilidad,
honradez, sinceridad, sencillez y modestia se aprecian fácilmente como rasgos
cardinales de su carácter, de manera que cuando lo revestimos de los formidables
atributos de su linaje parece que contemplamos un corderito con armadura. Su
nombre y títulos son los de Honorable Kirkcudbright Llanover Marjorihanks Sellers,
vizconde de Berkeley, del Castillo de Cholmondeley, Warrikshire (pronúnciese
K’koobry Thlanover Marshbanks Sellers, viiizzconde de Barkly, del Castillo de
Chumly, Warrikshr). El joven se encuentra de pie junto a un gran ventanal, en una
sugestiva actitud de respetuosa atención a lo que su padre está diciendo y en un
desacuerdo igualmente respetuoso con las posiciones y argumentos escuchados. El
padre da vueltas por la sala mientras habla y sus palabras indican que su paciencia va
evaporándose en el calor del verano.
—A pesar de tu carácter suave, Berkeley, soy consciente de que cuando has
decidido hacer algo que te exigen tus ideas de honor y justicia, argumentar y razonar
contigo resulta (al menos por ahora) completamente inútil… Sí, y ridículo. La
persuasión, las súplicas, las órdenes, todo inútil. Yo creo que…
—Padre, si lo miráis sin prejuicios, con calma, debéis concederme que no actúo
en un arrebato, sin pensar, tercamente, ni sin un motivo de peso que lo justifique. No
fui yo quien creó al pretendiente americano al condado de Rossmore; yo no lo
busqué, no lo encontré, ni quise imponéroslo. Él se encontró solito, se introdujo solito
en nuestras vidas…
—Y ha convertido la mía en un purgatorio a lo largo de estos diez años con sus
pesadas cartas, sus argumentos palabreros, sus kilómetros de tediosas pruebas…

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—Que no habéis leído ni consentido en leer. Aunque en justicia tuviese derecho a
ser oído. Y así habría quedado probado que él era el conde genuino —en cuyo caso
nuestra situación quedaba clara— o habría quedado probado que no lo era —en cuyo
caso nuestra situación quedaba clara igualmente.
—¡Y yo un usurpador… un… pobretón sin nombre, un vagabundo! Considerad lo
que estáis diciendo, caballero.
—Padre, si él es el auténtico conde, ¿consentiríais, podríais, con ese hecho
establecido, privarle de sus títulos y propiedades ni un día más, una hora más, un
minuto?
—¡Estás diciendo tonterías… tonterías… espeluznantes idioteces! Ahora
escúchame. Voy a hacer una confesión, si quieres llamarla así. No he leído esas
pruebas porque no tuve ocasión… Me fueron muy familiares en tiempos del padre del
pretendiente y de mi propio padre, hará cuarenta años. Los predecesores de este
individuo han mantenido una relación más o menos estrecha con los míos por espacio
de ciento cincuenta años. Lo cierto es que el auténtico heredero partió a América, con
el primogénito de los Fairfax, más o menos por esa época… Pero desapareció en
algún lugar de los bosques de Virginia, se casó y se dedicó a engendrar criaturas para
el mercado de Pretendientes. No escribió a casa; se supone que murió. Su hermano
menor fue poco a poco tomando posesión de sus propiedades. Luego el americano
efectivamente murió y el mayor de su camada reclamó por carta sus derechos —carta
que aún se conserva—, muriendo antes de que su tío y depositario de los bienes
encontrara tiempo —o quizá deseos— de contestarle. El hijo pequeño de ese ejemplar
de la camada creció —habiendo pasado bastante tiempo, como se ve— y empezó a
escribir cartas y proporcionar pruebas. Bueno, sucesor tras sucesor han ido haciendo
lo mismo, hasta llegar al idiota actual. Ha sido toda una serie de pobretones; ni uno
solo ha podido pagarse un pasaje a Inglaterra ni entablar un pleito. Los Fairfax
mantuvieron vigente su señorío y nunca lo han perdido hasta la fecha, aunque
vivieran en Maryland. Su amigo perdió el suyo por su propia negligencia. Puedes
darte cuenta de que los hechos del caso nos conducen precisamente a este resultado:
moralmente, el vagabundo americano es el auténtico conde de Rossmore; legalmente,
no tiene más derechos que su perro. Conque ¿estás ya satisfecho?
Hubo una pausa; luego el hijo miró el escudo labrado en la gran chimenea de
roble y dijo, con una nota de pesar en su voz:
—Desde la introducción de los símbolos heráldicos, el lema de esta casa ha sido
«Suum cuique»: a cada cual lo suyo. Pero vuestra franca y valerosa confesión,
milord, lo ha convertido en un sarcasmo. Si Simon Lathers…
—¡Guárdate ese exasperante nombre para ti mismo! Durante diez años me ha
torturado los ojos y los oídos, hasta que finalmente el ritmo de mis propios pasos
resonaba obsesivamente en mi cerebro como «¡Simon Lathers!», «¡Simon Lathers!»,
«¡Simon Lathers!». Y ahora, para hacer su presencia en mi alma eterna, inmortal,
imperecedera, tú has resuelto… has resuelto… ¿Qué es lo que has resuelto?

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—Presentarme ante Simon Lathers, en América, e intercambiar nuestros papeles.
—¿Qué? ¿Poner en sus manos tus derechos de sucesión?
—Ése es mi propósito.
—¿Llevar a cabo esa tremenda renuncia sin siquiera presentar este excéntrico
caso ante la Cámara de los Lores?
—S-sí —respondió con cierta duda y embarazo.
—Esto es tan absurdo que realmente creo que estás loco, hijo. Dime: ¿Has estado
otra vez con ese imbécil —ese radical, si prefieres la expresión, aunque son
sinónimas— de Lord Tanzy, de Tollmache?
El hijo no contestó y el anciano lord prosiguió hablando:
—Sí, lo confiesas. Ese cachorro, esa vergüenza para su linaje y su casa, que
sostiene que todos los señoríos y privilegios hereditarios son una usurpación, toda
nobleza una baratija, todas las instituciones aristocráticas un fraude, todas las
desigualdades de clase un crimen legal y una infamia, y que afirma que el único pan
honrado es el que el hombre gana con su trabajo… ¡Trabajo, bah! —Y el anciano
patricio limpió de sus blancas manos la suciedad de un trabajo imaginario—. Tú
también has llegado a sostener esas opiniones, supongo —añadió con sarcasmo.
El rubor que coloreó las mejillas del joven reveló que el tiro había dado en el
blanco; pero respondió con dignidad:
—Así es. Lo digo sin vergüenza… sin ninguna vergüenza. Y ahora queda
explicada mi resolución de renunciar a mi herencia sin más pleitos. Deseo retirarme
de lo que para mí es una existencia falsa, una posición falsa, y empezar mi vida de
nuevo, empezarla decentemente, con mi propia dignidad, sin ayudas superfluas, y
triunfar o fracasar por mis propios méritos o la ausencia de ellos. Me iré a América,
donde todos los hombres son iguales y tienen las mismas oportunidades. Viviré o
moriré, me hundiré o flotaré, ganaré o perderé como un hombre más, solo, sin ayuda
de nadie ni falsos respaldos.
—¡Oír para creer!
Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos unos instantes. Luego, el más
viejo añadió en un murmullo:
—¡Lo-co, ab-so-lu-ta-men-te lo-co!
Tras otro silencio, y como el que después de las nubes ve un rayo de sol, dijo:
—Bueno, al menos tendré una satisfacción. Simon Lathers vendrá a tomar
posesión de sus bienes y yo lo ahogaré en el abrevadero. Ese pobre diablo… Siempre
tan humilde en sus cartas, tan lastimero, tan respetuoso, tan lleno de reverencia hacia
nuestra gran estirpe y nobleza. Tan ansioso de nuestra benevolencia, rogando que lo
reconozcamos como pariente al llevar en sus venas nuestra sagrada sangre… Y luego
tan pobre, tan menesteroso, tan raído y mal herrado, tan despreciado y mofado por la
despreciable caterva americana a causa de su tonta reclamación… ¡Ah, ese vulgar,
humillado, insufrible vagabundo! Leer una de sus mezquinas, nauseabundas cartas…
¿Sí?

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Esto último se dirigía a un espléndido lacayo, todo cubierto de terciopelo y
botones, con calzón y medias y tocado con un brillante gorro blanco como de vidrio
lacado, que estaba de pie en la puerta, con los tacones juntos y la parte superior de su
cuerpo inclinada, sosteniendo una bandeja:
—El correo, milord.
Milord se hizo cargo y el sirviente desapareció.
—Entre otras, una carta de América. Del vagabundo, naturalmente. ¡Vaya, pero si
hay cambios! No es un sobre de papel marrón esta vez, robado de alguna tienda y con
el membrete de ella en el dorso. Oh no, es un sobre de lo más digno, con un ostentoso
borde negro de luto —por su gato, supongo, puesto que él es soltero— y sellado con
lacre rojo —un pegote del tamaño de media corona— y… y… ¡nuestro escudo como
sello, con lema y todo! Y la mano ignorante y trapacera ya no se conoce. Gasta
secretario, evidentemente, un secretario de florida caligrafía y hechuras de pendolista.
Oh, está claro que por ahí mejora el asunto. Nuestro apacible vagabundo ha sufrido
una metamorfosis.
—Leedlo, milord, os lo ruego.
—Sí, esta vez lo haré. Por consideración al gato.

14 042 Calle dieciséis


Washington, 2 de mayo

Es mi penoso deber anunciaros que la cabeza de nuestra


ilustre casa ya no es el Muy Honorable, Muy Noble, Muy
Poderoso Simon Lathers, Lord Rossmore, al haber fallecido
(«Al fin… ¡Excelentes noticias, hijo mío!») en su propiedad
cercana a la aldea de Duffy Corner, en el antiguo y gran
Estado de Arkansas, y su hermano gemelo con él, ambos
aplastados por una viga en el derrumbe de un fumadero que
cogió desprevenidos a buena parte de los presentes, por
culpa del exceso de confianza y la alegría producida por el
abuso de licor fermentado («Alabado sea el licor fermentado,
¿no es cierto eh, Berkeley?»). De ello hace cinco días, sin
que nadie de nuestra antigua estirpe pudiera cerrarle los ojos
ni sepultarlo con los honores debidos a su histórico apellido y
noble rango; de hecho, aún se encuentran entre el hielo, él y
su hermano, y los amigos han hecho una colecta para tal fin.
No obstante, aprovecharé la primera ocasión para enviaros
sus nobles restos («¡Dios Santo!»), para que sean sepultados
con la ceremonia y solemnidad debidos, en la cripta o
mausoleo familiar de nuestra casa. Entretanto, yo pondré un
par de crespones negros en la fachada de mi casa y vos, por

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supuesto, haréis lo propio en vuestros diversos dominios.
Debo también recordaros que, a causa de este triste
acontecimiento, yo, como único heredero, recibo y tomo
posesión de todos los títulos, honores, tierras y bienes de
nuestro llorado pariente, viéndome en la necesidad, por
doloroso que sea mi deber, de reclamar en breve ante la
Cámara de los Lores la restitución de tales dignidades y
posesiones, que actualmente Su Señoría disfruta ilegalmente.
Con la seguridad de mi más distinguida consideración y
afecto entre primos, le saluda:
Su Señoría titular, su más obediente servidor, Mulberry
Sellers, conde de Rossmore.

—¡Increíble! Vaya si es interesante. ¿No, Berkeley? Su frescura es… ¡Bueno!


Es… colosal, sublime.
—No, éste no parece ser muy apacible.
—Apacible… Vaya, no conoce el significado de esa palabra. ¡Crespones! Para
honrar a ese lloricoso vagabundo y a su fraternal duplicado. ¡Y pretende enviarme sus
restos! El anterior pretendiente era un tontaina pero este nuevo es claramente un
maníaco. ¡Menudo nombre! Mulberry Sellers. Ahí tienes la melodía: Simon Lathers-
Mulberry Sellers-Mulberry Sellers-Simon Lathers. Suena como una batidora en pleno
funcionamiento. Simon Lathers-Mulberry Sell… ¿Te vas?
—Si me dais vuestro permiso, padre.
El anciano caballero permaneció pensativo unos instantes después de la marcha
de su hijo. Esto es lo que pensaba: «Es un buen muchacho, y encantador. Dejemos
que siga su propio camino, ya que de nada serviría oponerse. De hecho, sólo
empeoraría las cosas. Mis argumentos y los consejos de su tía no han resultado útiles.
Veamos lo que América puede hacer por nosotros. Veamos los efectos que la igualdad
y las dificultades pueden causar en la salud mental de un joven lord británico con el
cerebro enfermo. ¡Renunciar a sus derechos para hacerse hombre! ¡Bah!».

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2

E
l coronel Mulberry Sellers —esto ocurría unos días antes de escribir la
carta a Lord Rossmore— estaba sentado en su «biblioteca», la cual era
también su «sala de estar», su «galería de arte» e igualmente su «estudio».
La llamaba por uno o por otro de estos nombres según conviniera a la ocasión y las
circunstancias. Estaba construyendo lo que parecía ser alguna clase de delicado
juguetito mecánico, y aparentemente estaba absorto en su trabajo. Era actualmente un
hombre de pelo cano, pero por lo demás parecía tan joven, despierto, optimista,
visionario y emprendedor como siempre había sido. Su vieja y querida esposa estaba
sentada al lado, haciendo plácida y pensativamente su calceta, con un gato dormido
en su regazo. La sala era grande, clara, y tenía un aspecto acogedor, de hecho el
aspecto de un hogar, aunque el mobiliario fuera humilde y más bien escaso y las
fruslerías y figuras que suelen adornar un cuarto de estar no fueran muchas ni muy
caras. Pero había flores frescas y un aire vago e indefinible que revelaba la presencia
en la casa de alguien con un gusto alegre y un espíritu muy original.
Incluso los aburridos cuadros de las paredes eran algo que no ofendía. De hecho
parecían pertenecer al lugar y añadir un elemento atractivo al salón, algo fascinador
en cualquier caso, puesto que cualquiera que pusiera sus ojos en uno de ellos estaba
destinado a seguir viéndolos y sufriéndolos hasta la muerte (todos hemos visto esa
clase de cuadros). Algunos de estos horrores eran paisajes, otros remedaban el mar,
varios eran retratos pomposos; todos eran crímenes. En los retratos se reconocía a
eminentes americanos ya desaparecidos y, en etiquetas añadidas por manos audaces,
todos ostentaban el título de «Conde de Rossmore». El más reciente había sido
conocido por sus obras como Andrew Jackson,[2] pero ahora daba lo mejor de sí
mismo como «Simon Lathers, Lord Rossmore, actual conde». En una de las paredes
había un viejo y barato mapa de ferrocarriles de Warwickshire. Éste había sido
recientemente etiquetado como «Dominios de Rossmore». En la pared opuesta había
otro mapa y éste constituía el elemento decorativo más impresionante del
establecimiento y el primero en captar la atención del visitante, a causa de su gran
tamaño. En su día había llevado simplemente el título de «Siberia»; pero ahora la
palabra «Futuro» había sido inscrita en su lugar. Había otros añadidos en tinta roja,
muchas ciudades con grandes núcleos de población aquí y allá, repartidos sobre el
vasto territorio en lugares donde realmente no hay ni ciudades ni población. Una de
estas ciudades, consignada con una población de 1 500 000 almas, llevaba el nombre
de «Libertadororloffskoizalinski», y había otra ciudad aún más populosa, en la parte
central y marcada como «Capital», cuyo nombre era «Libertadolovnaivanovich».
La «Mansión» —nombre que le daba habitualmente el coronel— era una
destartalada y vieja edificación de dos plantas y considerables dimensiones, que había
sido pintada alguna que otra vez, pero que de ello no quedaba rastro. Estaba situada

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en los míseros arrabales de Washington y había sido en otro tiempo la finca rústica de
alguien. Tenía alrededor un patio descuidado con una cerca que necesitaba arreglos
en ciertas partes y una portilla que permanecía cerrada. Junto a la entrada había varias
modestas placas de latón. «Coronel Mulberry Sellers, Abogado y Agente Judicial»
era la principal. De las otras se desprendía que el coronel era «Materializador,
Hipnotizador y sanador de Almas aficionado»; y cosas por el estilo. Y es que era éste
un hombre de múltiples habilidades.
Un negro con el pelo blanco, gafas y guantes blancos de algodón en no muy buen
estado apareció en la sala, hizo una majestuosa reverencia y anunció:
—El cabayero Wazhington Hawkin, señó.
—¡Gran Dios! Hazlo entrar, Dan, hazlo entrar.
El coronel y su mujer se pusieron en pie de un salto y al momento estaban
estrujando las manos de un corpulento hombre de rostro abatido, cuyo aspecto
general sugería que rondaba los cincuenta años, aunque por su pelo se diría que tenía
cien.
—Bueno, bueno, bueno, Washington, muchacho, es estupendo volver a verte.
Siéntate, siéntate, como si estuvieras en tu casa. Ahí, muy bien… ¡Vaya! Tienes un
aspecto magnífico; un poco más viejo, sólo un poco, pero se te habría reconocido en
cualquier sitio, ¿verdad, Polly?
—Oh, sí, Berry, sería calcado a su padre, si viviese. Querido, querido, ¿de dónde
sale usted? Déjeme ver, ¿cuándo fue la última vez…?
—Hará unos quince años, señora Sellers.
—Bueno, bueno, cómo pasa el tiempo, sí. Y ¡oh!, los cambios que…
De repente la voz se le quebró y le temblaron los labios. Los dos hombres
aguardaron reverentemente a que recobrase su dominio y pudiera proseguir; pero, tras
un estremecimiento, se volvió, llevándose el delantal a los ojos, y salió en silencio del
cuarto.
—Creo que le has hecho acordarse de los niños, pobrecita… Ay, ay, ay, todos han
muerto menos la pequeña. Pero no te preocupes, no es hora de pensar en eso…
Vamos con el baile. No poner trabas al goce es mi lema, mientras haya música y goce
al que quitar trabas. Eso es siempre lo mejor para la salud, Washington, siempre. Te
lo digo por propia experiencia y puedo asegurarte que tengo mucha en este mundo.
Cuéntame, ¿dónde has estado perdido todos estos años y de dónde sales?
—No creo que pudiera adivinarlo nunca, coronel. De Cherokee Strip.
—¡Mi terruño!
—Puede jurarlo.
—Parece mentira. ¿Y vives ahora allí?
—Bueno, sí, si a eso se le puede llamar vivir. Pero la palabra es demasiado bonita
para la dieta de puchero, liebre cocida y judías estofadas; más el trabajar como un
burro, la depresión, las esperanzas rotas, la pobreza y todo lo demás.
—¿Louise está contigo?

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—Sí, y los niños.
—¿Y siguen allí?
—Sí, no podía permitirme traerlos.
—Oh, ya veo. Tenías que venir, reclamarle al gobierno. Puedes quedarte
tranquilo, que ya me ocupo yo de eso.
—¡Pero si no es una reclamación contra el gobierno!
—¿No? ¿Quieres ser jefe de Correos? No hay problema. Déjalo en mis manos y
yo lo soluciono.
—¡Pero si no quiero ser jefe de Correos! Está usted equivocado.
—Bueno, por amor de Dios, Washington, ¿por qué no lo sueltas y me entero de
qué se trata? ¿Qué necesitas para mostrarte tan reservado y suspicaz con un viejo
amigo como yo? ¿Piensas que no sé guardar un secre…?
—No hay ningún secreto… Es que no me deja usted…
—Mira, viejo amigo, yo conozco la naturaleza humana y sé que cuando un
hombre viene a Washington, no importa si desde el cielo o desde Cherokee Strip, es
porque busca algo. Y sé que por regla general no lo encuentra, que buscará otra cosa
y tampoco dará con ella. Lo mismo con la siguiente y la otra y la otra, hasta rendirse
y quedarse tan pobre y avergonzado que no se atreverá a volver, ni siquiera a
Cherokee Strip. Y al final su corazón se romperá y lo enterrarán por suscripción.
Mira, no me interrumpas, que sé muy bien lo que me digo. Yo vivía feliz y próspero
en el Lejano Oeste, ¿no es cierto? Eso te consta. El principal ciudadano de Hawkeye,
respetado por todos, una especie de autócrata, justo eso: una especie de autócrata,
Washington. Bueno, no quedaba otro remedio que hacerme embajador en St. James;
el Gobernador y todos los demás insistían, ya lo sabes, conque tuve que consentir, no
había más remedio, tenía que hacerlo, y me vine para acá. Y llegué tarde por sólo un
día, Washington. Piénsalo bien, porque esas pequeñas cosas cambian la historia del
mundo. Sí señor, el puesto había sido ocupado. Bueno, pues ahí estaba yo, ¿no? Me
ofrecí entonces para ir a París. El Presidente estaba desolado, pero ese puesto, ya ves,
no dependía del Oeste, conque ahí estaba otra vez. No había manera, así que tuve que
agachar la cabeza (a todos nos llega una ocasión en que no nos queda otro remedio,
Washington, y no es tan malo, lo mires como lo mires). Tuve que agachar la cabeza,
digo, y ofrecerme a coger Constantinopla. Washington, presta atención, porque todo
esto es la pura verdad. Al mes siguiente solicité China; al otro suplicaba Japón; un
año después había caído tanto, tanto, tanto, que suplicaba lloroso y angustiado el
puesto más ínfimo en la administración del gobierno de los Estados Unidos: vigilante
de pedernal en los depósitos del Departamento de Guerra. Y ¡por todos los Santos!,
no lo conseguí.
—¿Vigilante de pedernal?
—Sí. El puesto fue instituido en tiempos de la Revolución, en el pasado siglo. El
pedernal de mosquete para los puestos militares era suministrado por el Capitolio. Y
siguen haciéndolo, aunque los mosquetes de pedernal estén en desuso y hayan

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demolido los fuertes, porque el decreto nunca se derogó. Se les traspapeló u olvidó,
ya sabes. Y, entonces, en los lugares donde solían estar el viejo Ticonderoga[3] y otras
fortalezas se siguen recibiendo sus seis cuartos de pedernal fusilero anuales igual que
antes.
Tras una pausa, Washington dijo, pensativo:
—Qué cosa más extraña, pasar de embajador en Inglaterra con veinte mil al año a
vigilante de pedernal…
—Tres dólares a la semana. Es la vida, Washington, la conclusión de la ambición
humana y del esfuerzo. El resultado es éste: aspiras al palacio y te ahogas en la
cloaca.
Hubo otro silencio pensativo. Luego Washington dijo, con sincera conmiseración
en su voz:
—Conque, después de venir aquí, contra sus deseos, siguiendo su sentido del
deber patriótico y para acallar el egoísta clamor público, no consiguió usted
absolutamente nada.
—¿Nada? —El coronel tuvo que levantarse y pasear por la sala para contener su
asombro—. ¿Nada, Washington? Respóndeme a esto: ¿Ser Miembro Perpetuo y el
único Miembro Perpetuo del Cuerpo Diplomático acreditado en la más grande nación
del orbe lo llamas tú nada?
Ahora le tocaba a Washington asombrarse. Se había quedado mudo, pero sus ojos
maravillados, el reverente asombro que expresaba su rostro, eran más elocuentes que
cualquier palabra. El orgullo herido del coronel se sosegó y volvió a sentarse,
complacido y contento. Se inclinó hacia su huésped y dijo con solemnidad:
—¿Cómo se le paga a un hombre que ha llegado a sobresalir por una experiencia
sin precedentes en la historia del mundo? Un hombre convertido en alguien
permanente y diplomáticamente sagrado, por decirlo así, a causa de haber estado
relacionado, durante un tiempo, a través de sus solicitudes, con cada puesto
diplomático del registro de este gobierno, desde Enviado Extraordinario y Ministro
Plenipotenciario en la Corte de St. James hasta Cónsul en un peñón de guano del
Estrecho de la Sonda (con salario pagadero en guano) que desapareció en una
erupción volcánica el día antes de que llegaran a mi nombre en la lista de solicitantes.
Ciertamente, mi paga había de ser algo lo bastante augusto para corresponder a las
dimensiones de esta insólita y memorable experiencia, y lo fue. Con el clamor
unánime de esta comunidad, por aclamación del pueblo, esa poderosa voz que barre
los preceptos y las leyes y cuyos decretos no tienen apelación, fui nombrado
Miembro Perpetuo del Cuerpo Diplomático, representante de las múltiples soberanías
y civilizaciones del globo cerca de la Corte republicana de los Estados Unidos de
América. Y me acompañaron a casa con una procesión de antorchas.
—¡Es maravilloso, coronel, simplemente maravilloso!
—Es el cargo oficial más alto de toda la Tierra.
—Lo creo así. Y el de más autoridad.

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—Lo has expresado perfectamente. Piénsalo bien. Yo frunzo el ceño y estalla una
guerra. Sonrío, y las naciones contendientes deponen las armas.
—Es horrible. La responsabilidad, quiero decir.
—Eso no es nada. La responsabilidad no me abruma. Estoy habituado a ella.
Siempre lo he estado.
—Y el trabajo, ¡el trabajo! ¿Tiene que presidir todos los comités?
—¿Quién, yo? ¿Acude el emperador de Rusia a los cónclaves de los gobernadores
de las provincias? Él se queda sentado en casa y dicta su voluntad.
Washington se quedó un momento en silencio. Luego dejó escapar un profundo
suspiro.
—¡Qué orgulloso estaba hace una hora y qué irrisorio me parece ahora mi
pequeño ascenso! Coronel, la razón por la que he venido a Washington es… ¡que he
sido nombrado delegado en el Congreso por Cherokee Strip!
El coronel se puso en pie de un salto y estalló en muestras de enorme entusiasmo.
—¡Dame la mano, muchacho, qué gran noticia! Te felicito de todo corazón. Mis
pronósticos se han cumplido. Siempre dije que tenías ángel. Siempre dije que habías
nacido para altas metas y que las conseguirías. Pregúntale a Polly si no es lo que he
dicho siempre.
Washington estaba perplejo ante una demostración tan inesperada.
—Pero, coronel, si eso no es nada. Representar a esa pequeña y estrecha porción
cuadrada de hierba y grava en la que no vive nadie, perdida en los más remotos
baldíos del vasto continente… ¡Vaya! Es como representar a una mesa de billar…
Una que hubieran tirado a la basura.
—Ta, ta… Es un gran ascenso y te supondrá aquí una enorme influencia.
—Mecachis, coronel. No tengo ni voto.
—Eso no importa. Podrás hacer discursos.
—No, no puedo. La población es de doscientos…
—Está bien, está bien…
—Y no tenían derecho a elegirme. Ni siquiera somos un territorio, no hay Acta de
Constitución y el gobierno tampoco tiene conocimiento oficial de nuestra existencia.
—No importa nada. Eso lo arreglo yo. Pongo manos a la obra y en un periquete
os tengo organizados.
—¿Lo hará usted, coronel? ¡Es usted tan bueno! ¡Sigue siendo un hombre
excelente, el amigo en el que siempre se puede confiar! —Y lágrimas de
agradecimiento brotaron de los ojos de Washington.
—Dalo por hecho, muchacho, dalo por hecho. Choca esos cinco. ¡Somos un
equipo y las cosas van a ir zumbando!

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3

L
a señora sellers regresó en ese momento, recobrada la compostura, y
empezó a preguntar por la esposa de Hawkins y por sus niños, cuántos eran
y cosas parecidas, y su indagación dio como resultado la historia de las
circunstancias de la familia, sus idas y venidas, su deambular por el lejano Oeste
durante los últimos quince años. Se recibió entonces un recado del exterior y el
coronel Sellers salió a contestarlo. Hawkins aprovechó la oportunidad para preguntar
cómo le había ido la vida al coronel durante aquel tiempo.
—Oh, le ha ido bien, como siempre. Él lleva las riendas de las cosas en todo
momento sin que ellas le lleven a él.
—Lo creo perfectamente, señora Sellers.
—Sí, ya ve usted, él no cambia ni un ápice. Siempre es el mismo Mulberry
Sellers.
—Está muy claro.
—Siempre el mismo hombre emprendedor, generoso, de buen corazón, lunático,
fracasado sin remisión. Y no obstante, todo el mundo lo quiere lo mismo que si
hubiera sido el mayor triunfador.
—Así fue siempre. Y era lo más natural, porque era solícito y obsequioso, y tenía
algo que hacía fácil pedir su ayuda o sus favores. Te hacía perder la timidez, ya sabe,
ese «ojalá no tuviera que pedírselo» que uno siente con el resto de las personas.
—Es justamente eso. Y uno se pregunta cómo ha podido ser tratado tan a menudo
con tanta desvergüenza por gentes que lo han utilizado como escalón para ascender
puestos, dándole después una patada cuando han dejado de necesitarlo. Cada vez que
tal cosa ha sucedido, lo he visto dolido, con el orgullo lastimado, puesto que evita
referirse al hecho y no quiere ni mencionarlo. Yo solía pensar que esas experiencias
le enseñarían algo y que sería más cuidadoso en lo sucesivo, pero ¡qué va! En un par
de semanas lo olvida todo y cualquier vagabundo egoísta salido de quién sabe dónde
puede venir y abrir la boca y pisotear su corazón con botas y todo.
—Eso debe atacar su paciencia de usted muchas veces.
—Oh, no, estoy acostumbrada. Y lo prefiero así que de otra manera. Cuando lo
llamo fracasado quiero decir que lo es a los ojos del mundo, no a los míos. No sé si lo
querría si fuera de otra manera. Tengo que reñirlo a veces, y hasta rezongar, pero
pienso que lo haría también si fuera distinto; es mi manera de ser. Pero soy mucho
menos gruñona y estoy más contenta cuando fracasa que cuando triunfa.
—Entonces no siempre fracasa —dijo Hawkins, iluminándose.
—¿Él? Oh, Dios le bendiga, no. A veces da la campanada, como él dice. Y
entonces es el momento de preocuparme y rezongar, porque el dinero literalmente
vuela. El primero que llega se lo lleva. De inmediato, llena la casa de tullidos e
idiotas y gatos callejeros y todo el catálogo de pobres diablos a los que nadie quiere
salvo él; y cuando la pobreza llega de nuevo, yo misma tengo que echarlos para no

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morirnos de hambre. Lo cual le aflige, y a mí también, naturalmente.
Ahí tiene al viejo Dan y a la vieja Jinny, a los que el sheriff había despachado al
sur una de las veces que caímos en bancarrota antes de la guerra. Tras declararse la
paz, volvieron como vagabundos, esquilmados en las plantaciones de algodón, sin
recursos, sin un ápice de vitalidad en sus viejos pellejos para el resto de este
peregrinar terrenal. ¡Y bregábamos tanto, oh, tanto, por juntar unas migajas que nos
mantuvieran con vida! Pero él les abrió las puertas de par en par y por la manera en
que los recibió uno habría pensado que bajaban directamente desde el cielo en
respuesta a una oración. Lo cogí aparte y le dije: «Mulberry, no podemos
quedárnoslos, no tenemos nada para nosotros, no podemos alimentarlos». Él me miró
como dolido y dijo: «¿Echarlos? Pero si han venido a mí como a un amigo y
confiando en… en… ¡Vaya, Polly! Debo haberme ganado esa confianza en algún
momento u otro hace mucho tiempo, así que seamos claros. Eso no se consigue así
como así, conque ¿cómo puedo volverme atrás en una deuda como ésa? Y mira, son
tan pobres, tan viejos, tan desvalidos y…». Pero yo a esas alturas ya estaba
avergonzada y lo hice callar, y de algún modo sentí un nuevo impulso en mí, conque
le dije suavemente: «Nos los quedaremos. El Señor proveerá». Él se puso muy
contento y empezó a soltar uno de esos discursos optimistas suyos pero lo frené a
tiempo y dije humildemente: «Yo proveeré, en cualquier caso». De esto hace años y
años y años. Bueno, usted ha visto que esas viejas cataplasmas siguen aquí.
—¿Se ocupan del trabajo de la casa, no?
—¡Jesús, qué idea! Lo harían si pudieran, pobres viejitos, y quizá ellos piensan
que hacen parte de él. Pero es pura comedia. Dan atiende la puerta principal y de vez
en cuando hace algún recado; también podrá ver a alguno de ellos haciendo que
limpia el polvo por aquí y por allá, pero eso porque hay algo que les interesa escuchar
para meter baza. También andan siempre rondando a la hora de las comidas, por la
misma razón. Pero el hecho es que tenemos que mantener a una negrita sólo para
cuidarlos y a otra negra para hacer el trabajo de casa y ayudar a cuidarlos.
—Bueno, deben de ser bastante felices, me parece a mí.
—De ningún modo. Se pelean entre ellos todo el rato, la mayoría de las veces por
la religión, porque Dan es anabaptista y Jinny una metodista voceras, y Jinny cree en
una Providencia especial y Dan no, porque él cree ser algo así como un librepensador.
Y ambos tocan y cantan juntos himnos de la plantación y charlan y parlotean sin
descanso y se tienen muchísimo cariño mutuo y tienen endiosado a Mulberry, el cual
soporta pacientemente sus maneras caprichosas y sus tonterías. Conque, ah, sí, son
bastante felices si se lo piensa uno bien. Y a mí no me importa, ya estoy
acostumbrada. Yo me acostumbro a todo, con la ayuda de Mulberry. La verdad es que
no me preocupa gran cosa nada de lo que pueda suceder, mientras él esté a mi lado.
—Bueno, así es él, y esperemos que dé otra campanada pronto.
—¿Y rastrillar entre los impedidos, los cojos y los ciegos, y convertir otra vez la
casa en un hospital? Es lo que haría. He visto mucho de eso y aún más. No,

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Washington, prefiero que sus campanadas sean más modestas en el tiempo que nos
queda.
—De acuerdo, entonces. Sea con grandes o pequeñas campanadas, o sin
campanada ninguna, seguro que no le faltarán amigos. Nunca, mientras haya gente a
su alrededor que sepa lo bastante para…
—¡Faltarle a él amigos! —Y ladeó la cabeza con sincero orgullo—. ¡Vaya,
Washington! No podría usted nombrar un solo hombre que sea alguien y que no lo
admire. Le diré confidencialmente que me ha llevado un trabajo de todos los
demonios evitar que le dieran tal o cuál cargo. Ellos saben, igual que yo, que él no
vale para un despacho pero es incapaz de negarle nada a nadie. ¡Mulberry Sellers en
un despacho! Dios sea loado, usted sabe lo que eso sería. Vaya, vendrían desde el
confín de la tierra para ver un espectáculo como ése. Sería como estar casada con las
Cataratas del Niágara.
Tras una pausa reflexiva, y volviendo en el intervalo al hilo de su discurso,
añadió:
—¿Amigos? Oh, sin duda nadie ha tenido más; y qué amigos: Grant, Sherman,
Sheridan, Johnston, Longstreet, Lee…[4] La de veces que se habrán sentado en la silla
que usted ocupa.
Hawkins se levantó de un salto y, contemplando la silla con reverencial sorpresa y
el sobrecogimiento de haber profanado tierra sagrada, dijo:
—¡Ellos!
—Oh, sí, efectivamente, cuantísimas veces.
Hawkins siguió contemplando la silla fascinado, hipnotizado. Y, por primera vez
en su vida, la extensión de terreno seco que constituía su imaginación se incendió y a
través de ella cruzó una llamarada que juntó el horizonte con la tierra y sofocó los
cielos con humo. Estaba experimentando lo que un viajero adormilado e ignorante de
la geografía habría experimentado al volver sus embotados ojos indiferentes a la
ventanilla del vagón y encontrarse con el letrero de una estación que dijese:
«¡Stratford-on-Avon!».[5] La señora Sellers continuó chismorreando tranquilamente:
—Oh, les encanta sentarse a escucharlo, especialmente cuando tienen alguna
preocupación sobre los hombros y necesitan un consejo. Él es como el aire fresco
(como la brisa, si usted lo prefiere) y los alivia; es como una excursión al campo,
dicen ellos. A menudo ha hecho reír al general Grant, y no eso no es tarea fácil,
puedo asegurárselo. En cuanto a Sheridan, le brillan los ojos y escucha a Mulberry
Sellers como si escuchara tronar la artillería. Ya sabe, el encanto de Mulberry reside
en ser tan mundano y desprejuiciado que cae bien en todas partes y a todo el mundo.
Eso lo convierte en la mejor compañía, tan popular como un escándalo. Vaya usted a
la Casa Blanca cuando el Presidente esté dando una recepción de postín a la que
asista Mulberry. Bueno, pues, querido, no podrá usted decir cuál de los dos es el que
da la recepción.
—Desde luego que es un hombre muy notable, y siempre lo ha sido. ¿Es muy

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religioso?
—Hasta la médula. Ha meditado y leído sobre la materia más que sobre cualquier
otro tema, excepto Rusia y Siberia. Investiga sobre la cuestión en todos sus aspectos.
No es en absoluto intolerante.
—¿Cuál es su religión?
—Es… —Se detuvo y pareció perdida en sus pensamientos durante un momento.
Luego dijo, con sencillez—: La semana pasada creo que era mahometano o algo así.

* * *

Washington se fue entonces al centro a buscar su baúl, ya que la hospitalidad de


los Sellers no admitía excusas: su casa habría de ser su hogar el tiempo que durasen
las sesiones. El coronel regresó enseguida y retomó su trabajo en el juguete. Acababa
de terminarlo cuando Washington volvió.
—Ya está —dijo el coronel—. Terminado.
—¿Qué es, coronel?
—Oh, sólo una fruslería. Un juguete para entretener a los niños.
Washington lo examinó.
—Parece un puzzle.
—Sí, eso es lo que es. Lo llamo «Cerdos en la pocilga». Prueba, intenta meterlos
dentro.
Tras varios intentos, Washington tuvo éxito y se sintió tan feliz como un niño.
—Es maravillosamente genial, coronel. Es tan ingenioso e interesante… ¡Vaya,
podría pasarme el día jugando! ¿Qué va a hacer con él?
—Oh, nada. Patentarlo y desentenderme del asunto.
—No haga usted eso. Ese juguete puede dar mucho dinero.
Un gesto de conmiseración recorrió el rostro del coronel, que dijo:
—Dinero… Sí, dinero para alfileres: un par de cientos de miles, quizá. Nada más.
Los ojos de Washington lanzaron destellos.
—¡Un par de cientos de miles de dólares! ¿A eso le llama dinero para alfileres?
El coronel se levantó, recorrió el cuarto de puntillas, cerró la puerta que estaba
entornada, volvió de puntillas a su asiento y dijo, conteniendo la respiración:
—¿Puedes guardar un secreto?
Washington asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.
—¿Has oído hablar de la materialización… la materialización de los espíritus de
los difuntos?
Washington había oído hablar del tema.
—Y seguramente no crees en ello: y con razón, añado. El asunto, tal como lo
practican charlatanes ignorantes, es indigno de atención o respeto. Siempre hay una
luz tenue y un gabinete oscuro y un grupo de bobos sensibleros reunidos, con su fe y
sus escalofríos y sus lágrimas preparadas, y uno con el mismo adiposo empacho de

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ectoplasmas y disparates que llega y se materializa en el cuerpo que desee: abuela,
nieto, cuñado, Bruja de Endor, John Milton, los gemelos siameses, Pedro el Grande, y
todo el resto de febriles tonterías… No, todo eso es estúpido y penoso. Pero cuando
un hombre preparado pone en juego los vastos poderes de la ciencia eso es otra cosa,
una cuestión totalmente distinta, ya ves. El espectro que contesta a esa llamada ha
venido para quedarse. ¿Te das cuenta del valor comercial de ese detalle?
—Bueno, yo… La… la verdad es que no sé si lo cojo. ¿Quiere decir que ese ser
permanente, no transitorio, proporcionará una mayor satisfacción al público y
entonces podrá subirse el precio… de las entradas para el espectáculo…?
—¿El espectáculo? No seas simple. Escucha y respira hondo, porque vas a
necesitarlo. En tres días habré completado mi método y entonces… el mundo se
quedará horrorizado, porque verá maravillas. Washington, en tres días, en diez a lo
sumo, me verás llamar a los muertos de cualquier siglo y ellos se levantarán y
echarán a andar. ¿A andar? Andarán para siempre y no morirán jamás. Andarán con
toda la fuerza y el brío de su vigor originario.
—¡Coronel! Verdaderamente quita la respiración.
—¿Ves ahora el dinero que hay en juego?
—Yo… bueno, yo… no estoy seguro de verlo.
—¡Gran Dios, presta atención! Tendré un monopolio; todos los difuntos me
pertenecerán ¿no es cierto? Hay dos mil policías en la ciudad de Nueva York,
ganando cuatro dólares al día. Yo los reemplazaré por difuntos, a mitad de precio.
—¡Oh, prodigioso! Nunca se me hubiera ocurrido. Cuatro mil dólares al día.
¡Ahora empiezo a verlo! ¿Pero servirán los policías difuntos?
—¿No iban a servir?
—Bueno, visto así…
—Visto como se quiera. Dale todas las vueltas que te apetezca pero mis
muchachos siempre serán mejores. No necesitarán comer ni beber, nada de eso; no se
irán a jugar a los garitos ni frecuentarán tabernas ilegales; no andarán por las cocinas
persiguiendo a las fregonas. Y aún mejor: las bandas de tipos duros que les tienden
embocadas durante las rondas solitarias y que cobardemente les disparan y acuchillan
no conseguirán más que agujerear sus uniformes y no sobrevivirán mucho más allá de
esa momentánea satisfacción.
—Pero entonces, coronel, si usted puede suministrar policías, también podrá…
—Ciertamente. Puedo suministrar cualquier clase de material. Pensemos en el
ejército, por ejemplo. Actualmente serán veinticinco mil hombres, con un gasto de
veintidós millones al año. Yo desenterraré a los romanos, resucitaré a los griegos,
proporcionaré al gobierno, por diez millones al año, diez mil veteranos salidos de las
victoriosas legiones de todas las épocas; soldados que cazarán indios todo el año
montados en caballos materializados y sin coste alguno de avituallamiento y
reparaciones. Los ejércitos de Europa cuestan dos billones al año. Yo los reemplazaré
por un billón. Desenterraré a los sabios estadistas de todas las épocas y latitudes y

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suministraré a este país un Congreso que hará las cosas como es debido, lo cual no ha
sucedido desde la Declaración de Independencia ni sucederá hasta que estos
personajes medio muertos sean sustituidos por un artículo genuino. Restauraré en los
tronos de Europa a los mejores cerebros y a los hombres más virtuosos que los
sepulcros reales de todos los siglos puedan proporcionar (lo que no es prometer
mucho), y dividiré salarios y beneficios de manera justa y equitativa, quedándome yo
tan sólo la mitad, y…
—Coronel, sólo la mitad de todo eso son millones… Millones.
—Querrás decir billones… Billones. Pues mira lo que te digo: la cosa está tan al
alcance de la mano, es tan inminente, tan absolutamente inminente, que si un hombre
llegara en este momento y me dijera: «Coronel, ando algo corto de fondos y si usted
pudiera prestarme un par de billones de dólares para…». ¡Pase!
Esto era la respuesta a una llamada en la puerta. En ella apareció un hombre de
mirada enérgica que rebuscaba en una gran cartera de mano, de la que extrajo un
papel que presentó con este brusco comentario:
—Decimoséptimo y último aviso: debe usted liquidar estos tres dólares con
cuarenta centavos en este momento y sin más excusas, coronel Mulberry Sellers.
El coronel empezó a hurgarse un bolsillo y otro y a mirar aquí y allá y en todas
partes, murmurando:
—¿Qué he hecho con ese billetero? Déjeme ver… Umm… Aquí no, aquí
tampoco… Oh, debo habérmelo dejado en la cocina. Voy corriendo y…
—No, no lo hará. Usted se queda donde está. Y esta vez va a apoquinar lo que
debe.
Washington, inocentemente, se ofreció a ir en su lugar. Cuando hubo salido del
cuarto, el coronel dijo:
—El hecho es que debo acogerme a su indulgencia una vez más, Suggs. Vea usted
que los fondos que esperaba…
—¡Al diablo los fondos! Eso ya está muy visto y no va a servirle. ¡Vamos!
El coronel miró alrededor con desesperación. Entonces su rostro se iluminó;
corrió hacia la pared y empezó a desempolvar con su pañuelo un cromo
particularmente atroz. Luego lo descolgó reverentemente y se lo ofreció al cobrador
con la cara vuelta, diciendo:
—Lléveselo, pero no me deje ver cómo se lo lleva. Es el último Rembrandt que
me…
—¡Rembrandt las narices, si es un cromo!
—Oh, no hable así, se lo ruego. Es el único original realmente grande, el último
supremo ejemplar de esa impresionante escuela artística que…
—¡Artística! ¡Es la cosa más espantosa que he…!
El coronel acababa de descolgar otro horror y se lo tendía mientras lo
desempolvaba.
—Llévese éste también… La joya de mi colección… El único Fra Angelico

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genuino que…
—Bosta de vaca, eso es lo que es. Démelo. Vaya día… La gente pensará que lo he
robado en una barbería de negros.
Salió dando un portazo, mientras el coronel le gritaba con acento angustiado:
—¡Cúbralo, por favor! ¡No deje que le llegue la humedad! ¡Los delicados tintes
de un Angelico…!
Pero el hombre se había ido.
Washington reapareció y dijo que había buscado por todas partes, igual que la
señora Sellers y los sirvientes, pero en vano. Y continuó diciendo que si pudiera
echarle el ojo en aquel momento a cierto individuo no habría necesidad de buscar
más el billetero. El interés del coronel se despertó:
—¿Qué individuo?
—Pete el Manco, le llaman por allá; en Cherokee, quiero decir. Robó el banco en
Tahlequah.
—¿Hay bancos en Tahlequah?
—Sí… uno, al menos. Él es el principal sospechoso. Quien quiera que lo hiciese,
se largó con más de veinte mil dólares. Ofrecen una recompensa de cinco mil por su
captura. Y creo que yo he visto a ese hombre en mi viaje al este.
—¡No! ¿Es eso verdad?
—Ciertamente vi a un hombre en el tren que respondía a su descripción con
bastante exactitud… Al menos en cuanto a su indumentaria y la falta de un brazo.
—¿Por qué no lo hiciste arrestar y reclamaste la recompensa?
—No podía. Necesitaba una orden de arresto, naturalmente. Pero pensaba
vigilarle de cerca hasta tener una ocasión.
—¿Y bien?
—Bueno, en algún momento de la noche se bajó del tren.
—¡Oh, que me cuelguen, qué mala suerte!
—No tan mala, de todas maneras.
—¿Por qué?
—Porque vino a Baltimore en mi mismo tren, aunque yo no lo sabía. Cuando
dejábamos la estación lo vi alejarse por la puerta de hierro con una cartera en la
mano.
—¡Bien, lo cogeremos! Tracemos un plan.
—¿Enviar su descripción a la policía de Baltimore?
—¡Demonios, qué estás diciendo! No. ¿Quieres que cobren ellos la recompensa?
—¿Entonces qué hacemos?
El coronel reflexionó.
—Te lo diré. Pondrás un anuncio en el Sun de Baltimore. Redáctalo así:

MÁNDAME NOTICIAS, PETE.

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—Espera. ¿Qué brazo le falta?
—El derecho.
—Bien. Entonces…

MÁNDAME NOTICIAS, PETE, AUNQUE TENGAS QUE


ESCRIBIR CON LA MANO IZQUIERDA. DIRECCIÓN X. Y
Z. ESTAFETA GENERAL DE CORREOS, WASHINGTON.
DE QUIEN TÚ SABES.

—Ya está. Seguro que pica.


—Pero él no sabrá quién… ¿verdad?
—No, pero querrá saberlo, ¿no te parece?
—Vaya, claro… No lo había pensado. ¿Cómo se le ocurrió?
—Simple conocimiento de la curiosidad humana. Un rasgo muy marcado en la
gente, muy marcado.
—Ahora me iré a mi cuarto a preparar el envío, incluyendo un dólar para que
impriman un anuncio de esa tarifa.

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4

E
l día declinaba, después de cenar, los dos amigos afrontaban una larga y
trabajosa velada tratando de decidir qué harían con los cinco mil dólares de
recompensa que iban a recibir cuando encontraran a Pete el Manco, lo
atraparan, probaran que era la persona buscada, lo extraditaran y lo despacharan a
Tahlequah, en territorio indio. Pero había tantas deslumbrantes posibilidades para
gastar el dinero fresco que resultaba imposible decidirse y mantener la decisión.
Finalmente, la señora Sellers se cansó y dijo:
—¿Qué sentido tiene guisar el conejo antes de cazarlo?
Entonces el asunto fue aparcado, por el momento, y todos se fueron a la cama. A
la mañana siguiente, persuadido por Hawkins, el coronel trazó algunos bocetos y
diseños y bajó al centro para registrar la patente de su juguete puzzle, mientras
Hawkins tomaba el modelo original e indagaba las posibilidades de sacarle
rendimiento comercial. No tuvo que ir muy lejos. En una vieja chabola de madera
que anteriormente había sido la morada de alguna humilde familia de negros encontró
a un yanqui de mirada astuta ocupado en arreglar sillas baratas y otros muebles de
segunda mano. El hombre examinó el juguete con indiferencia, intentó hacer el
puzzle, lo encontró menos fácil de lo que había pensado, pareció más interesado,
luego realmente intrigado, consiguió resolverlo al fin, y preguntó:
—¿Está patentado?
—Se ha presentado la solicitud.
—Ahí se verá. ¿Cuánto quiere por él?
—¿A cuánto podría venderse?
—Bueno… a unos veinticinco centavos, supongo.
—¿Cuánto daría por los derechos de venta exclusiva?
—No podría darle veinte dólares, si tuviera que pagárselos en efectivo, pero le
diré lo que haremos. Lo fabricaré, lo pondré a la venta y le pagaré cinco centavos por
cada uno que coloque.
Washington suspiró. Otro sueño que se desvanecía: no habría dinero por ese lado.
Así que dijo:
—Está bien. Se lo dejo en esas condiciones. Fírmeme un papel.
Se fue con el papel y echó el asunto de su mente para hacer sitio en ella a otras
cuestiones, como la mejor manera de invertir su parte de la recompensa, si es que
finalmente no se encontraba una inversión conjunta que satisficiera a ambos
beneficiarios.
No llevaba mucho tiempo en casa cuando apareció Sellers embargado de dolor y
rebosante de alegre excitación, manifestando ambas emociones con éxito, a veces por
separado, a veces juntas. Se echó sollozando a los brazos de Hawkins y dijo:
—¡Oh, llora conmigo, amigo, llora por mi desconsolada casa! ¡La muerte me ha
arrebatado a mi último pariente y ahora soy el conde de Rossmore! ¡Felicítame!

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Se volvió a su mujer, que había entrado mientras esto sucedía, la rodeó con sus
brazos y dijo:
—Debéis sobreponeros, hacedlo por mí, milady. ¡Tenía que suceder, estaba
escrito!
Ella se sobrepuso perfectamente y dijo:
—No es una gran pérdida. Simon Lathers era un pobre inútil bienintencionado y
contaba bien poco. En cuanto a su hermano, no valía un comino.
El nuevo conde prosiguió:
—Me encuentro demasiado afectado por este dolor y esta alegría contradictorios
como para concentrar mi mente en los preparativos. Pediré a este buen amigo, aquí
presente, que transmita la noticia por carta o telégrafo a lady Gwendolen y le pida…
—¿Qué lady Gwendolen?
—Nuestra propia hija, la cual, ¡ay!…
—¿Sally Sellers? Mulberry Sellers, ¿has perdido la chaveta?
—Querida, os ruego que no olvidéis quién sois y quién soy yo. Recordad vuestra
dignidad y considerad asimismo la mía. Sería mejor que a partir de ahora os
abstuviérais de usar mi nombre familiar, lady Rossmore.
—¡Ésta sí que es buena! ¡Vaya! ¿Cómo debo llamarte entonces?
—En privado, los nombres cariñosos de siempre pueden ser admisibles, hasta
cierto punto. Pero en público sería más apropiado que Su Señoría me llamase milord
o Su Señoría o Rossmore o conde o Su Señoría o…
—¡Anda ya! Nunca podría hacer eso, Berry.
—Pues ciertamente habrás de hacerlo, mi vida. Debemos vivir según nuestra
nueva posición y someternos graciosamente a sus exigencias.
—Bueno, muy bien, se hará como tú dices. Nunca he antepuesto mis deseos a tus
órdenes, Mul… milord, y es demasiado tarde para empezar a hacerlo ahora, aunque
tengo para mí que es la mayor majadería que haya escuchado nunca.
—¡Has hablado como una auténtica esposa! Ea, besémonos y hagamos las paces.
—Pero… ¡Gwendolen! No sé si podré acostumbrarme a ese nombre. Nadie
reconocería a Sally Sellers en él. Es demasiado largo para ella, como si a un querubín
le pusieran un uniforme de guardia real. Y además es estrafalario.
—No la oiréis a ella ponerle reparos, milady.
—Eso es verdad. Se agarra a cualquier tontería romántica como si se la hubieran
hecho a medida. De mí no lo ha sacado, eso seguro. Y enviarla a ese estúpido colegio
no ha mejorado las cosas, sino al contrario.
—¡Ahora atiéndeme, Hawkins! El Rowena-Ivanhoe College es el establecimiento
de enseñanza para jóvenes damas más selecto y aristocrático del país. Bajo ninguna
circunstancia admitirán en él a una muchacha, a menos que sea muy rica y
distinguida o pueda presentar cuatro generaciones de lo que podría llamarse nobleza
americana. Las bóvedas y torres almenadas del colegio, su foso imitado y todo el
entorno remiten a los libros de Sir Walter Scott y todo tiene un aroma de realeza,

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nobleza y estilo. Y todas las ricas muchachas mantienen su coche con cochero de
librea; y caballos de carreras y mozo de cuadra inglés con chistera, casaca con
botonadura, botas y polainas y empuñadura de látigo sin látigo, cabalgando tras ellas
a sesenta y tres pies de distancia.
—Y no aprenden ninguna cosa útil, Washington Hawkins, ni una. Sólo tonterías
vanas y pretenciosidades extranjeras. Pero vaya a por lady Gwendolen, hágalo.
Porque pienso que las reglas de la nobleza requieren que regrese para recluirse en
casa a llorar por esos dos fanfarrones de Arkansas que ha perdido.
—¡Querida! ¿Fanfarrones? Recuerda: noblesse oblige.
—Ea, ea, háblame en tu propio idioma, Ross. No conoces ningún otro y cuando lo
intentas lo destrozas… Oh, no sufras; fue un lapsus, no un crimen. No pueden
cambiarse en un segundo las costumbres de toda una vida. Rossmore… Ahora lo he
dicho bien. Apacíguate y prosigue con lo de Gwendolen. ¿Va a escribirle,
Washington, o va a ponerle un telegrama?
—Le pondrá un telegrama, querida.
—Me lo figuraba —murmuró milady mientras salía del cuarto—. Así se
asegurarán de que la dirección aparezca muy clarita en el sobre. Va a volverse tonta
esa chiquilla. Lo recibirá, naturalmente, porque aunque haya allí otras Sellers no lo
reclamarán. Y deja que lo enseñe por ahí y le saque el mayor partido que pueda. En
fin, habrá que disculparla por ello. Es tan pobre y las demás tan ricas que habrá
tenido que soportar sus buenos desaires del estilo de eso de la librea. Supongo que es
humano tomarse la revancha.
Tío Dan fue enviado a poner el telegrama porque, aunque en una esquina de la
sala de estar había un extraño objeto que parecía ser un teléfono, Washington fracasó
en todos sus intentos por comunicarse con la centralita. El coronel farfulló algo sobre
el hecho de que siempre estuviera estropeado cuando se necesitaba para algo especial
e importante pero no explicó que una de las razones del fallo consistía en que el
aparato no era más que una imitación y no tenía conectado ningún cable, a pesar de
que el coronel lo usaba a menudo cuando tenía visitantes y parecía recibir mensajes a
través de él. Se encargaron papel de luto y lacre y luego los amigos se retiraron a
descansar.
La tarde siguiente, mientras Hawkins, a petición de la familia, cubría el retrato de
Andrew Jackson con un crespón negro, el conde legítimo escribió una carta de
pésame al usurpador de Inglaterra, carta que nosotros ya hemos leído. También,
mediante carta enviada a las autoridades municipales de Duffy’s Corner, Arkansas,
dio orden de que los restos de los difuntos gemelos fueran embalsamados por algún
experto de St. Louis y despachados rápidamente al usurpador, acompañando al envío
la factura. Luego dibujó el escudo y lema de los Rossmore en un gran pliego de papel
marrón y, acompañado por Hawkins, se lo llevó al remendón yanqui descubierto por
aquél, volviendo al cabo de una hora con un par de impresionantes escudos funerarios
que colgaron en la fachada de la casa, con el cálculo de que llamarían bastante la

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atención, cosa que ocurrió, ya que la vecindad estaba compuesta básicamente por
negros holgazanes sin nada que hacer, enjambres de chiquillos andrajosos y perros
indolentes, todos muy capaces de interesarse por aquel asunto y mantener su interés
durante días y días.
El nuevo conde encontró (sin sorprenderse) la siguiente nota de sociedad en el
periódico de la tarde, la cual recortó y pegó en un álbum:
Por un reciente deceso, nuestro estimado conciudadano Coronel Mulberry
Sellers, Miembro Perpetuo y Extraordinario del Cuerpo Diplomático, ha heredado,
como lord legítimo, el gran condado de Rossmore, tercero en orden de preeminencia
de los condados de Gran Bretaña, y pronto tomará las pertinentes disposiciones
para, mediante solicitud ante la Cámara de los Lores, obtener sus posesiones y
títulos de manos del actual usurpador de los mismos. Hasta que el periodo de luto
haya transcurrido, las habituales recepciones de los jueves en la Mansión Rossmore
quedan interrumpidas.
Lady Rossmore comentó para sí: «¡Recepciones! Quien no lo conozca bien podría
pensar que es vulgar, pero para mí es uno de los hombres más originales que jamás he
conocido. En presteza y capacidad de inventiva no hay quien lo iguale, creo yo. A
nadie se le hubiera ocurrido llamar a esta ratonera Mansión Rossmore, pero es
perfectamente natural viniendo de él. En fin, sin duda es una bendición tener una
imaginación que siempre te proporciona satisfacciones sin que importe la realidad.
Como el tío Dave Hopkins solía decir: “Transformadme en Calvino y querré saber a
dónde voy; transformadme en Mulberry Sellers y no me importará a dónde vaya”».
El nuevo conde, por su parte, se hizo este comentario: «Es un bonito nombre,
Mansión Sellers, muy bonito. Una pena que no se me ocurriera antes de escribirle al
usurpador. Pero estaré preparado para cuando conteste».

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5

N
o hubo respuesta al telegrama. La niña no apareció. Pero nadie mostró
preocupación ni sorpresa. Es decir: nadie salvo Washington. Después de
tres días de espera, preguntó a lady Rossmore cuál podía ser el problema.
Ella respondió tranquilamente:
—Oh, así es ella, es imprevisible. Es una Sellers auténtica, al menos en algunas
cosas. Y un Sellers nunca podrá decirte con anticipación qué es lo que hará porque él
mismo no lo sabe hasta que lo hace. Ella está bien; no hay que preocuparse. Cuando
esté dispuesta, vendrá o escribirá, una de las dos cosas; no sabremos cuál hasta que
ocurra.
Resultó ser una carta. La trajeron justo en aquel momento y fue recogida por la
madre sin ningún temblor de manos, ni febril impaciencia, ni ninguna otra
manifestación habitual en un caso de respuesta demorada a un telegrama urgente. Se
puso sus gafas con tranquilidad y sin prisas, charlando alegremente; abrió la carta y
empezó a leer en voz alta:

Kenilworth Keep, Redgauntlet Hall Colegio Rowena-


Ivanhoe, jueves.
Querida y preciosa mamá Rossmore:

¡Oh, qué gusto, no te lo puedes imaginar! Ellas siempre


habían arrugado la nariz ante nuestras pretensiones, ya
sabes; y yo siempre había contestado arrugando la mía ante
las suyas. Siempre han dicho que había de ser algo grande y
magnífico estar a la sombra de un legítimo condado, pero ser
la sombra deuna sombra tres o cuatro veces cuestionada,
¡bah! Y yo siempre he replicado que no poder demostrar
cuatro generaciones de la nobleza colonial americana y
holandesa —de esos Peddler, Salt, Cod o McAllister— sería
tolerable, pero tener que reconocer tales ancestros, ¡uf!
Bueno, pues el telegrama ¡fue como un ciclón! El recadero
entró en el gran Salón de Audiencias Rob Roy, tan excitado
como podía y coreando: «¡Un despacho para lady
Gwendolen Sellers!», y tendrías que haber visto a esa
asamblea de engoladas y charlatanas aristócratas de
purpurina ¡quedarse de piedra! Yo estaba sola en una
esquina, por supuesto, el sitio de la Cenicienta. Cogí el
telegrama, lo leí y traté de desmayarme (cosa que habría
conseguido de haber estado preparada), pero no fui capaz,
así que hice lo mejor para el caso: me llevé el pañuelo a los

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ojos y volé sollozando a mi cuarto, dejando caer el telegrama
al suelo. Durante un breve instante puede ver con el rabillo
del ojo cómo toda la manada se avalanzaba a cogerlo.
Entonces proseguí con mi huida, feliz como un pájaro.
Luego empezaron las visitas de condolencia y tuve que
aceptar el ofrecimiento del cuarto de Miss Augusta-
Templeton-Ashmore Hamilton, porque había muchísima gente
y en el mío apenas caben tres personas y un gato. Y me he
encerrado en mi Refugio de Dolor desde entonces,
resistiéndome a todos sus intentos de consuelo. ¿Sabes? La
primera en ofrecerme sus lágrimas y simpatía fue esa tonta
de Skimperton que siempre me había desairado
vergonzosamente y que reclamaba para sí el señorío y
preeminencia entre todas las del colegio sólo porque alguno
de sus antepasados fue, en cierta época, un McAllister. Vaya,
es como si el último pájaro de la bandada se diera
importancia porque su primer antecesor había sido un
pterodáctilo.
Pero el mayor triunfo de todos fue… adivina. Nunca
darás con ello. Ahí va. Esa pequeña tonta y otras dos han
estado siempre alborotando y peleándose sobre cuál de ellas
tenía la suficiente alcurnia para ser la más señora; en cuanto
a rango, ya sabes. Casi se mataron de hambre, porque las
tres reclamabanel derecho a ser la primera de todo el colegio
en levantarse de la mesa, con lo que ninguna de ellas acabó
jamás su plato sino que se levantaban y trataban cada una de
salir antes que las otras. Bien, pues tras mi primer día de
dolor y reclusión —estaba confeccionándome un vestido de
luto—, aparecí en el comedor de nuevo y entonces ¿qué crees
tú? ¡Esos tres gansos esponjados permanecieron sentados
tranquilamente y satisficieron su prolongada hambruna
tragando y engullendo, engullendo y tragando, hasta que la
comida les salía por los ojos, esperando humildemente que
lady Gwendolen se adelantara y saliera la primera, ya ves!
Oh, sí, he estado divirtiéndome de lo lindo. Y ¿sabes?
Ninguna de estas colegialas ha tenido la crueldad de
preguntarme cómo adquirí mi nuevo nombre. En algunas se
trata de caridad, pero en otras no. Se contienen, no por
gentileza innata, sino por discreción adquirida. Yo las he
educado.
Bueno, en cuanto haya liquidado lo que queda de las

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antiguas deudas y haya aspirado un poco más el aroma de
éstas deliciosamente intoxicantes nubes de incienso, haré el
equipaje y saldré para casa. Dile a papá que estoy orgullosa
de él, lo mismo que de mi nuevo nombre. No puedo decirlo
más claro. ¡Qué gran inspiración la suya! Pero es que a él
siempre le llega la inspiración fácilmente.

Tu amante hija:
Gwendolen.

Hawkins tomó la carta y le echó un vistazo.


—Hermosa letra —dijo—. Llena de confianza y vivacidad, muy desenvuelta. Es
inteligente, eso está claro.
—Oh, todos los Sellers son inteligentes. Lo serán mientras vivan. Incluso esos
pobres Lathers habrían sido inteligentes si hubieran sido Sellers; quiero decir de pura
cepa. Por supuesto tenían una vena Sellers —una buena vena— pero un dólar de
latón no es un dólar.
Al séptimo día tras el telegrama, Washington bajaba medio dormido a desayunar
cuando se vio sacudido por una descarga eléctrica de puro placer.
Ante él estaba la joven más encantadora que hubiera visto en toda su vida. Era
Sally Sellers, lady Gwendolen, que había llegado durante la noche. Le pareció que su
atuendo era el más bonito y gentil que hubiera contemplado jamás, el más
exquisitamente elaborado, elegido y combinado en sus detalles y adornos y en sus
complementos y en la mezcla de colores. Sólo era un vestido de diario, y no de los
caros, pero se confesó a sí mismo, en la jerigonza que se habla en Cherokee Strip, que
era alucinante. Ahora, mientras la contemplaba, quedaba explicada la razón de que
las calamidades económicas y fracasos de los Sellers hubieran dado en el
florecimiento de una rosa que encantaba a la vista y recreaba el espíritu: aquí estaba
la maga, en su propio escenario, reuniendo en su propia persona el acento preciso y el
toque definitivo del conjunto.
—Mi hija, comandante Hawkins. Ha venido al funeral. Ha volado a su hogar ante
la llamada de la aflicción para ayudar a los autores de sus días a soportar el dolor de
la pérdida. Ella adoraba al difunto conde… Lo idolatraba, señor, lo idolatraba.
—¡Pero, padre, si ni siquiera lo conocía!
—Es verdad, tiene razón. Pensaba más bien en su madre… Estoo… en su madre.
—¿Yo idolatrar a ese besugo ahumado, a ese memo sensiblero?
—¡Pensaba en mí mismo! Pobre y noble muchacho… Éramos compañeros
insepara…
—¡Escuchad a este hombre! Mulberry Sel… Mul… Rossmore… (que me
cuelguen si logro pronunciar ese nombre). Si te oí decir una vez, te oí decir miles de

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veces que si ese pobre mentecato…
—Estaba pensando en… en… Bueno, no sé en quién estaba pensando y tampoco
importa. Alguien lo idolatraba, lo recuerdo como si fuera ayer. Y…
—Padre, voy a estrechar la mano del comandante Hawkins y a dar término a
nuestra presentación sin dar más vueltas. La verdad es que me acuerdo muy bien de
usted, comandante Hawkins, aunque yo fuera una niña cuando lo vi por última vez. Y
estoy ciertamente muy muy contenta de volver a verle y de tenerle en nuestra casa
como a uno más de la familia. —Y, con el rostro radiante, concluyó el apretón de
manos expresando el deseo de que también él la recordara.
Él estaba prodigiosamente agradecido por sus cordiales palabras y trató de
corresponder asegurándole que la recordaba muy bien, y no sólo eso, sino que la
recordaba aún mejor que a sus propios hijos. Pero como los hechos no podían
corroborar sus palabras, se lanzó a otro cumplido aún más enrevesado que pudiera
expresarlo mejor, porque el fondo de todo esto no era más que la desmañada e
involuntaria confesión de que su extraordinaria belleza lo había sobrecogido de tal
manera que no lograba recuperar el seso ni decidir si realmente la recordaba o no. El
discurso los hizo amigos, como no podía ser de otro modo.
Lo cierto es que la belleza de esta delicada criatura era insólita y bien merece que
dediquemos unos momentos a considerarla como se debe. No consistía en el hecho de
que tuviera ojos, nariz, boca, barbilla, cabello, orejas, sino en la conjunción de todo
ello. La verdadera belleza reside en la correcta proporción de sus elementos más que
en el número de ellos. Lo mismo puede decirse del color. La combinación de colores
que en una erupción volcánica pudiera añadir hermosura a un paisaje bien podría
quitársela a una muchacha. Así era Gwendolen Sellers.
Completado el círculo familiar con la llegada de Gwendolen, quedaba decretado
que diera inicio el luto oficial, lo cual debía ocurrir a las seis en punto, hora de la
cena, terminando al finalizar ésta.
—Es una raza muy antigua, comandante, una antigua y noble raza, y merece ser
honrada por ello, casi como la de los reyes, o mejor: la de los emperadores. Eeh…
Lady Gwendolen… ¡Pero si no está! No importa. Quiero mi libro de genealogías. Lo
traeré yo mismo en un periquete y te enseñaré una o dos cosas que harán que te
formes una idea cabal de lo que es nuestra casa. Estuve hojeando el Burke[6] y
encontré que la línea de Guillermo el Conquistador, en su generación sesenta y
cuatro… Ah, querida, ¿te importa traerme ese libro? Está en el escritorio de nuestro
gabinete. Sí, como decía, sólo los St. Albans, los Buccleugh y los Grafton están por
delante de nosotros en la lista. Todo el resto de la nobleza británica viene detrás en
procesión. Ah, gracias, milady. Ahora vamos a Guillermo y encontramos… Ah, una
carta para X.Y.Z. ¡Oh, espléndido! ¿Cuándo ha llegado?
—Anoche. Pero me dormí antes de que te acostaras. Viniste tan tarde… Y a la
hora del desayuno, la señorita Gwendolen… Bueno, se me fue el santo al cielo, ya te
puedes figurar…

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—Encantadora muchacha, encantadora. Su noble origen se trasluce en su andar,
en su porte, en su figura… ¿Pero qué dice la carta? Vamos, estoy impaciente.
—No la he leído… eeh, Rossm… Señor Rossm… Eeeh…
—¡Milord, mujer! Simplemente eso; a la manera inglesa. Yo la abriré. Bien,
veamos…

A Quien Tú Sabes. Creo que sé Quién. Espera diez días.


Voy camino de Washington.

La excitación se apagó en las caras de los dos hombres presentes. Hubo un


incómodo silencio que duró unos instantes y luego el más joven dijo con un suspiro:
—Uf, no podemos esperar diez días por el dinero.
—No. Este hombre es poco razonable. Estamos tiesos, financieramente hablando.
—Si pudiéramos explicárselo de alguna manera, que estamos tan apurados que el
tiempo resulta de la mayor importancia para nosotros…
—Sí, eso es… Y si él pudiera venir de inmediato, eso supondría una gran ventaja
que nosotros… nosotros… eeeh… bueno, que nosotros apreciaríamos en lo que vale.
—Exacto. Que le estaríamos muy agradecidos…
—Ciertamente. Eso servirá. Redáctalo como tiene que ser. Si es un hombre con
los sentimientos que debe tener un hombre, la gentileza y todo lo demás, estará aquí
en veinticuatro horas. Pluma y papel, vamos, esto ha de quedar arreglado ahora.
Entre los dos redactaron veinte y pico diferentes anuncios, pero ninguno les
satisfacía. Su principal fallo era la ansiedad que transmitían. El asunto no era fácil de
resolver: si se notaba mucho, haría que Pete entrara en sospechas; si disimulaban,
corrían el peligro de resultar sosos e inexpresivos. Finalmente, el coronel se rindió y
dijo:
—En mis incursiones literarias he notado que resulta muy conveniente ocultar tus
intenciones cuando lo que quieres es ocultarlas. De otro modo, si vas a la literatura
con la conciencia abierta y nada que ocultar, acabarás haciendo un libro que los
propios entendidos no comprenderán.
También Hawkins se rindió entonces y ambos quedaron de acuerdo en que debían
arreglárselas y esperar los diez días como pudieran. Luego, un rayo de esperanza los
alcanzó: puesto que el negocio era seguro, bien podrían pedir prestado algún dinero a
cuenta de la recompensa, sólo lo justo para salir del paso hasta que se arreglara la
cosa. Entretanto podrían perfeccionar sus planes y… adiós a todos los problemas para
siempre.
Al día siguiente, 10 de mayo, ocurrieron, entre otras, un par de cosas importantes.
Los restos de los nobles gemelos de Arkansas dejaron nuestras costas camino de
Inglaterra, consignados a la atención de lord Rossmore; y el hijo de lord Rossmore,
Kirkcudbright Llanover Marjoribanks Sellers, vizconde de Berkeley, partía de
Liverpool hacia América para poner la renuncia de su condado en manos del legítimo

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par, Mulberry Sellers, de la Mansión Rossmore en el Distrito de Columbia (Estados
Unidos).
Estos solemnes viajeros se cruzaban en mitad del Atlántico, cinco días más tarde,
sin dar muestras de reconocerse.

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6

E
n el plazo previsto, los gemelos llegaron a su destino y fueron entregados a
su noble pariente. Tratar de describir la ira de aquel anciano no nos sería de
gran provecho, porque nos quedaríamos cortos en nuestro propósito. No
obstante, una vez que se hubo desahogado y tras recuperar de nuevo la calma, volvió
a examinar el asunto y decidió que los gemelos tenían algunos derechos morales,
aunque no los tuvieran legales. Eran sangre de su sangre y no habría sido decoroso
tratarlos como a chusma. Conque los enterró, con gran pompa y boato, junto a sus
nobles ancestros en la capilla de Cholmondeley, y añadió un toque supremo
presidiendo él mismo la ceremonia. Pero dejó pasar el asunto de los crespones.
Nuestros dos amigos de Washington veían los días pasar mientras esperaban a
Pete, a quien cubrían de improperios a causa de su fastidiosa desidia. Entre tanto,
Sally Sellers, que era tan práctica y democrática como romántica y aristocrática era
lady Gwendolen Sellers, llevaba una vida de intensa e interesante actividad y sacaba
el mayor provecho posible de su doble personalidad. Durante el día, en la privacidad
de su cuarto de costura, Sally Sellers ganaba el sustento de la familia Sellers; por la
noche, lady Gwendolen Sellers encarnaba la dignidad de los Rossmore. Durante el
día era americana, práctica, orgullosa del trabajo de su mente y sus manos y del
resultado comercial del mismo; por la noche se tomaba unas horas de asueto y
habitaba una tierra sombría poblada de títulos y ficciones coronadas. Durante el día,
la casa era para ella una simple conejera destartalada y nada más; de noche era la
Mansión Rossmore. En el colegio había aprendido un oficio, casi sin darse cuenta.
Las chicas habían descubierto que diseñaba sus propios trajes y, después de eso, ya
no había tenido un momento libre, ni lo deseaba, ya que el ejercicio de un don
extraordinario es el mayor placer de la vida y resultaba manifiesto que Sally Sellers
poseía un don de esa especie para dibujar figurines de moda. A los tres días de llegar
a casa había buscado trabajo y, antes de que Pete se presentara en Washington y de
que los gemelos descansaran tranquilamente en tierra inglesa, ya tenía más tarea de la
que podía realizar y había rescatado de la casa de empeños los cromos familiares.
—Es muy lista —dijo Rossmore al comandante—, igualita que su padre. Siempre
está dispuesta a trabajar con manos y mente y nunca se avergüenza de ello. Capaz,
siempre capaz, sea cual sea la empresa que acometa. Triunfadora por naturaleza, no
sabe lo que es el fracaso. Intensamente americana y práctica, como por patriotismo
innato, y aristocráticamente europea por nobleza de sangre. Como yo, tal cual: en
inventiva y asuntos financieros tienes a Mulberry Sellers; tras las horas de oficina ¿a
quién tienes? Las mismas ropas, sí, pero ¿quién dentro de ellas? El Rossmore de la
nobleza.
Los dos amigos habían acudido diariamente a la oficina de correos. Finalmente,
tuvieron su recompensa. Al atardecer del 20 de mayo recibieron una carta dirigida a
X.Y.Z. Llevaba matasellos de Washington y no estaba firmada. Decía:

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Barril de madera tras el farol del callejón de la taberna
El Caballo Negro. Si juegas limpio, siéntate en él mañana día
21 por la mañana, a las 10,22, ni antes ni después, y espera a
que llegue.

Los amigos meditaron profundamente el contenido de la nota. Finalmente, el


conde dijo:
—¿No crees que teme que se trate de un sheriff con una orden de detención?
—¿Por qué, milord?
—Porque no es lugar para un encuentro. No se muestra amistoso ni sociable. Por
contra, parece querer saber quién se va a sentar en ese barril de madera sin exponerse
a acercarse ni parecer interesado en ello. Podría apostarse en la esquina de la calle,
echar un vistazo al callejón y quedarse satisfecho con eso, ¿no crees?
—Sí, sus intención están claras. No parece un hombre inocente ni sincero. Nos
trata como a apestados. Ojalá diera la cara como un hombre y nos dijera en qué hotel
se…
—¡Ahí lo tienes! ¡Has dado con ello, Washington! Nos lo ha dicho.
—¿Nos lo ha dicho?
—Sí, pero sin darse cuenta. Ese callejón es un pasaje que discurre paralelo al
New Gadsby. Ése es su hotel.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Simplemente lo sé. Tiene un cuarto cuya ventana da directamente al farol. Se
sentará cómodamente tras las persianas a las 10,22 de mañana, nos verá allí sentados
y se dirá: «Yo he visto a uno de esos individuos en el tren». Entonces recogerá su
maletín y en medio minuto se habrá ido al otro confín de la tierra.
Hawkins pareció profundamente decepcionado:
—¡Oh, no! Todo se ha perdido, coronel… Eso es justo lo que hará.
—¡Te aseguro que no!
—¿No? ¿Por qué?
—Porque tú no te sentarás en el barril, lo haré yo. Tú te presentarás con un sheriff
y una orden de detención en ropa de paisano (me refiero al sheriff) en cuanto veas
que se acerca a mí y empezamos a hablar.
—¡Vaya, qué cabeza la suya, coronel Sellers! A mí no se me habría ocurrido ni en
mil años.
—Ni a ningún conde de Rossmore entre Guillermo y el actual conde, Mulberry.
Pero ahora estamos en horas de oficina, ya sabes, y el conde que hay en mí duerme.
Vamos, te enseñaré su mismísima habitación.
Llegaron hasta las inmediaciones del New Gadsby sobre las 8 de la noche y se
introdujeron en el callejón, deteniéndose ante el farol.
—Ahí lo tienes —dijo el coronel triunfalmente, señalando con un amplio gesto de
su mano todo un lado del hotel—. Ahí está. ¿Qué te dije yo?

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—Sí, bueno… Pero, coronel, el edificio tiene seis pisos. No se me ocurre cuál
puede ser la ventana que usted…
—Todas las ventanas, todas. Que escoja la que más le guste. No me importa,
ahora que lo he localizado. Quédate en esa esquina y espera. Yo voy a explorar el
hotel.
El conde recorrió de un lado a otro el abarrotado vestíbulo hasta tomar posiciones
junto al ascensor. Durante una hora subió y bajó una multitud de personas, todas con
sus miembros completos, pero al fin el vigilante pudo vislumbrar una figura que le
resultó satisfactoria, aunque por un descuido sólo acertó a verla de espaldas. La
visión reveló un sombrero de vaquero y, bajo él, una chaqueta a cuadros de no muy
buen corte y una manga vacía recogida sobre el hombro. Luego, el ascensor se llevó
hacia arriba la visión y el vigilante salió volando lleno de alegre excitación,
recogiendo a su compañero de conspiraciones.
—¡Lo tenemos, comandante, le tenemos seguro! Lo he visto, lo he visto
perfectamente y donde quiera y cuando quiera que se me acerque lo reconoceré sin la
menor duda. Ya está hecho. Ahora vayamos a por la orden de arresto.
La obtuvieron, tras la espera usual en estos casos. Hacia las 9 y media estaban de
vuelta en casa, tan contentos, y se fueron a la cama llenos de ensueños ante la gran
promesa del día siguiente.
Entre la sospechosa multitud del ascensor figuraba un joven pariente de Mulberry
Sellers, pero Mulberry no lo conocía y por tanto no lo vio. Era el vizconde de
Berkeley.

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U
na vez en su cuarto, lord Berkeley hizo los preparativos para el primer,
último y eterno deber de un viajero inglés: anotar en su diario sus
«impresiones» del día. Los preparativos consistieron en registrar su baúl en
busca de una pluma. En la mesa había una buena cantidad de plumas de metal con su
correspondiente bote de tinta, pero él era inglés. Los ingleses fabrican plumas de
metal para diecinueve de las veinte partes del globo pero ellos jamás las usan. Ellos
usan únicamente la prehistórica pluma de ave. Milord no sólo encontró una pluma de
ave sino que ésta era la mejor que pudiera encontrase nunca y, tras escribir
diligentemente durante un buen rato, terminó con estas palabras:

Pero en un punto he cometido un inmenso error: debería


haber enterrado mi título y cambiado mi nombre antes de
empezar todo esto.

Se repantigó, admirando la pluma un instante, y luego prosiguió:

Todas mis tentativas de mezclarme con la gente común y


llegar a ser permanentemente uno de ellos están destinados
al fracaso si no consigo desprenderme de mi nombre,
desaparecer de él y reaparecer con la sólida protección de un
nombre nuevo. Estoy asombrado y dolido al ver lo ansiosos
que se muestran la mayor parte de estos americanos por
conocer a un lord y lo diligentes y atentos que se muestran
con él. Les falta el servilismo inglés, es cierto, pero con la
práctica podrían adquirirlo. Mi rango me precede del modo
más increíble. Escribo mi nombre familiar sin adiciones en el
registro de un hotel, imaginando que voy a pasar por un
oscuro y desconocido aventurero, y enseguida el
recepcionista exclama: «¡Vivo! ¡Lleva a Su Señoría a la
4-8-2!». Y antes de llegar al ascensor ya hay un periodista
que pretende hacerme una interviú, como dicen aquí. Esto
tiene que cambiar ya. Lo primero que voy a hacer mañana es
encontrar al pretendiente americano y cumplir mi misión.
Luego cambiaré de alojamiento y escaparé del escrutinio
público bajo un nombre ficticio.

Dejó su diario en la mesa, donde estuviera a mano en el caso de que la necesidad

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de consignar nuevas «impresiones» lo desvelara por la noche, se acostó y se durmió.
Pasaron una hora o dos hasta que una baraúnda de misteriosos sonidos que iban en
aumento pidieron paso en las puertas de su cerebro y fueron poco a poco
despertándolo. Al instante estaba completamente consciente y los sonidos estallaron
en sus oídos con el ímpetu y el clamor y el estruendo de un torrente desbordado.
¡Estrépito de persianas que se cierran; ventanas que se rompen con el ruido de los
cristales hechos añicos, confusión de pasos presurosos a lo largo de los pasillos,
gritos, súplicas, ahogados gemidos de desesperación en el interior, roncos gritos de
mando en el exterior, crujidos y chasquidos y el rugido impetuoso de victoriosas
llamas!
—¡Pam, pam, pam! —En la puerta. Y un grito:
—¡Despiértese, la casa está ardiendo!
La voz se alejó, y los golpes. Lord Berkeley saltó de la cama y se lanzó hacia sus
ropas pero, en medio de la oscuridad y la humareda creciente, tropezó con una silla y
quedó desorientado. Gateó sobre sus manos desesperadamente y al momento se
golpeó la cabeza contra la mesa, de lo que quedó hondamente agradecido, ya que eso
le permitía orientarse de nuevo, pues la mesa estaba junto a la puerta. Se apoderó de
su bien más preciado, su diario con las impresiones de América, y salió disparado de
la habitación.
Corrió por el desierto pasillo hacia la luz roja que indicaba la salida de incendios.
La puerta de la habitación contigua estaba abierta. Dentro el gas ardía; en una silla
había un montón de ropa. Corrió a la ventana, y al no poder levantarla, la rompió con
una silla, sAllendo al rellano de la escalera de incendios. Abajo había una multitud de
gente, salpicada de mujeres y niños por aquí y por allá, congregada ante el resplandor
rojizo. ¿Debía bajar en su espectral camisón de dormir? No. Esta parte de la casa aún
no estaba incendiada, salvo por el lado más extremo. Se embutiría las ropas que vio.
Y así lo hizo. Le ajustaban bastante bien, aunque le venían algo grandes y no eran de
muy buen corte. Lo mismo podía decirse del sombrero, que era una novedad para él,
como un Buffalo Bill que nunca hubiera visitado Inglaterra. Una manga de la
chaqueta entró pero la otra se resistía; estaba recogida y cosida al hombro. Empezó a
bajar sin esperar a ponérsela, alcanzó sin contratiempos la calle y enseguida fue
empujado por la policía al otro lado del cordón de seguridad.
El sombrero de vaquero y la chaqueta puesta a medias atrajeron mucho la molesta
atención general, si bien la actitud de la gente hacia él no podía ser más respetuosa,
por no decir deferente. Anotó mentalmente, para ser consignada en su diario, la
siguiente descorazonadora observación: «No hay manera. Reconocen a un lord
aunque vaya disfrazado; y les intimida, incluso lo temen».
Al poco, uno de los muchachos del círculo de asombrados curiosos aventuró una
tímida pregunta. Milord la contestó. Los chicos se miraron unos a otros maravillados
y alguien hizo este comentario:
—¡Un vaquero inglés! Que me aspen si eso no es raro.

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Otra anotación mental para el diario: «Vaquero. ¿Qué podrá ser un vaquero?
Quizá…». Pero el vizconde se percató de que estaban a punto de hacerle más
preguntas, así que se desentendió de la multitud, descosió la manga, se ajustó la
chaqueta y partió en busca de algún oscuro y humilde alojamiento. Lo encontró, se
fue a la cama y se durmió enseguida.
Por la mañana examinó sus ropas. Eran toscas, o eso le pareció, pero eran nuevas
y estaban limpias, en cualquier caso. Había bastantes cosas en los bolsillos,
verbigracia: cinco billetes de cien dólares, cerca de cincuenta dólares más en
pequeños billetes y monedas de plata, una bolsa de tabaco, un libro de himnos que se
resistía a ser abierto y que resultó ser una petaca llena de whisky, una agenda sin
ningún nombre inscrito y muchas anotaciones dispersas, escritas en un estilo
chambón e ignorante, con citas, apuestas, mercaderías de ganado y demás, y
alusiones a extraños nombres compuestos como Jake Seis Dedos, el Muchacho Sin
Sombra, etc. No había cartas ni otros documentos.
El joven meditó sobre su situación. Su carta de crédito se había quemado.
Tomaría prestados los billetes pequeños y la plata de los bolsillos, gastaría una parte
en poner un anuncio para buscar al propietario de la ropa y usaría el resto para
mantenerse hasta encontrar trabajo. A continuación mandó a buscar el periódico de la
mañana y se dispuso a leer la noticia del incendio. ¡Un gran titular anunciaba a toda
plana su propia muerte! El artículo daba todos los detalles y contaba cómo, con el
heroísmo propio de su casta, había salvado a mujeres y niños hasta que él mismo ya
no pudo escapar del edificio. Luego, con los ojos de la sobrecogida multitud puestos
en él, aguardó cruzado de brazos y con rostro sereno la llegada del demonio
devorador. «Y en esa actitud, entre un mar de rugientes llamas y densas nubes de
humo, el noble heredero de la gran casa de Rossmore sucumbió en un torbellino de
ardiente gloria, despareciendo para siempre de la vista de los hombres».
El artículo era tan delicado, generoso y sublime que se le humedecieron los ojos.
Al momento se dijo: «Lo que hay que hacer ahora está muy claro. Lord Berkeley ha
muerto, dejémoslo así. Ha muerto con honor, además; eso hará la desgracia más fácil
de sobrellevar para mi padre. Y ya no tendré que buscar al pretendiente americano.
Sí, nada podía ser mejor que el curso que han tomado los acontecimientos. Sólo tengo
que buscarme un nuevo nombre y retomar mi vida desde el principio, libre de
cualquier traba. Ahora respiro la primera bocanada de verdadera libertad. ¡Y que
fresca y suave y estimulante es! ¡Finalmente soy un hombre! Un hombre igual que
cualquier otro. Y por mi hombría y mis propios méritos me alzaré y me daré a
conocer al mundo o desapareceré para siempre y nunca más se sabrá de mí. ¡Éste es
el día más feliz y más glorioso que jamás ha brillado sobre mi cabeza!».

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8

D
—¡ ios me valga, Hawkins!
El periódico de la mañana se deslizó de las manos temblorosas del
coronel.
—¿Qué pasa?
—¡Se ha ido! ¡El brillante, el joven, el ilustre, el más noble de su excelsa raza…
ha muerto! ¡Ha muerto entre llamas de inaudita gloria!
—¿Quién?
—Mi querido, queridísimo joven pariente… Kirkcudbright Llanover
Marjoribanks Sellers, vizconde de Berkeley, hijo y heredero del usurpador Rossmore.
—¡No!
—Es cierto, lamentablemente cierto.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Dónde?
—Justo aquí, en Washington, a donde había llegado desde Inglaterra la noche
anterior, según los periódicos.
—¡No me diga!
—El hotel se incendió.
—¿Qué hotel?
—¡El New Gadsby!
—¡Oh, Dios mío! ¿Entonces los hemos perdido a ambos?
—¿Qué ambos?
—Pete el Manco.
—¡Oh, maldita sea, lo había olvidado! Uf, espero que no.
—¿Espero? ¡Toma, y yo! ¡No podemos perderlo! Mejor prescindir de un millón
de vizcondados que de nuestro único recurso y sostén.
Leyeron el periódico de cabo a rabo y quedaron consternados al saber que un
hombre manco había sido visto corriendo por los pasillos del hotel a medio vestir y
aparentemente presa del pánico. Y como no había hecho caso a nadie y se había
empeñado en encontrar una escalera que lo llevaría a una muerte segura, se le había
dado por perdido.
—Pobre muchacho —suspiró Hawkins—. ¡Y teniendo amigos tan cerca! Ojalá no
nos hubiéramos ido. Quizá habríamos podido salvarlo.
El conde alzó la vista y dijo serenamente:
—Su muerte no importa. Antes no lo teníamos. Ahora lo tenemos seguro.
—¿Lo tenemos? ¿Cómo?
—Yo lo materializaré.
—Rossmore, no… no juegue conmigo. ¿Lo dice en serio? ¿Puede hacerlo?
—Puedo hacerlo. Tan seguro como que estás ahí sentado. Y lo haré.

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—Deme la mano y concédame el consuelo de estrecharla. Estaba pereciendo y
usted me ha insuflado nueva vida. Hágalo pronto, oh, hágalo ya.
—Llevará algo de tiempo, Hawkins, pero no hay prisa, ninguna prisa… en estas
circunstancias. Y por supuesto tengo ciertas obligaciones que reclaman
imperiosamente mi atención. Este desgraciado joven noble…
—Caray, sí, discúlpeme por mi rudeza en esta nueva aflicción familiar que lo ha
golpeado. Por supuesto debe materializarlo primero a él… Es muy comprensible.
—Yo… yo… Bueno, no quería decir exactamente eso, pero… ¡Demonios! ¿Qué
estoy diciendo? Naturalmente que debo materializarlo. ¡Oh, Hawkins, el egoísmo es
el rasgo esencial de la naturaleza humana! Yo pensaba sólo que ahora, con el herede
ro del usurpador fuera de juego… Habrás de perdonarme esta momentánea debilidad,
y olvidarla. No recuerdes nunca que Mulberry Sellers fue un día tan mezquino como
para pensar lo que pensó. ¡Lo materializaré —lo haré, por mi honor— y lo haría
aunque mil herederos se congregasen en masa ante las propiedades robadas de los
Rossmore impidiendo el paso para siempre al legítimo conde!
—Ahí ha hablado un auténtico Sellers… El otro sonaba a falso, viejo amigo.
—Hawkins, muchacho, se me acaba de ocurrir… algo que antes olvidé
mencionar… algo sobre lo que tenemos que tener muchísimo cuidado.
—¿De qué se trata?
—Hemos de guardar un silencio absoluto sobre estas materializaciones. No se nos
puede escapar ni la menor insinuación… ni la más pequeña. Sin mencionar a mi
mujer y a mi hija —que se quedarían con el corazón en un puño y muertas de
inquietud—, los negros no permanecerían en la casa ni un minuto.
—Es verdad, no se quedarían. Me alegro de que lo haya dicho, porque no suelo
ser muy discreto si no me lo advierten.
Sellers se estiró y tocó un timbre en la pared. Clavó la vista en la puerta y esperó.
Llamó otra vez y siguió esperando. Entre tanto, Hawkins observaba admirado que el
coronel era el hombre más progresista e inteligente que jamás hubiera conocido, que
introducía en su casa cada novedad e invención que surgía y que siempre se mantenía
en estrecho contacto con los mayores logros de la civilización. El coronel se
desentendió del timbre (el cual no estaba conectado a ningún cable), tocó una enorme
campana que había sobre la mesa y recalcó que la batería del timbre había funcionado
a entera satisfacción, pero que se había agotado. Y añadió:
—Todo lo que hace Graham Bell, tengo que probarlo yo. Él me dijo que el mero
hecho de que lo hiciera aseguraría la confianza del público y demostraría que las
cosas funcionan. Yo le dije que en teoría la batería era un prodigio y funcionaba, pero
en la práctica… ¡zas! Y aquí está el resultado. ¿No tenía yo razón? ¿Qué opinas,
Washington Hawkins? Tú me has visto tocar el botón dos veces. ¿Tenía yo razón?
Ésa es la cosa. ¿Sabía yo de lo que hablaba o no?
—Bueno, usted sabe lo que yo pienso de usted, coronel Sellers, lo que he pensado
siempre. Creo que usted lo sabe todo acerca de todo. Si ese hombre lo hubiera

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conocido como yo lo conozco, habría escuchado su opinión desde el principio y
dejado su batería como estaba.
—¿Ha llamao el señó Zeller?
—No, el «señó Zeller» no ha «llamao».
—¿Entonces fue usté, señó Washington?
—No, tampoco fue el «señó Washington».
—¡Por amó de Dio! ¿Quién llamó entonces?
—¡Lord Rossmore llamó!
El viejo negro meneó la cabeza y exclamó:
—¡Que me desuellen si no m’había olvidao otra ve dese nombre! ¡Ven, Jinny, ven
p’acá, vida!
Jinny se presentó.
—Atiende pa lo que te diga’l señó lord, que yo me voy p’abajo a estudiá’l
nombre hata que lo piye bien piyao.
—¡Qué atienda qué de qué! ¿Qué clase de negro te cree tú pa darme ordene o
qué? La campana ha sonao pa ti…
—Eso no importa ná de ná. Que cuando la campana suena e pa to mundo y el
amo m’ha dicho…
—¡Largaos y resolvedlo en la cocina!
El rumor de la discusión se perdió en la distancia y el conde añadió:
—Éste es el problema con los viejos sirvientes que un día fueron tus esclavos y
han sido siempre amigos personales.
—Sí, y miembros de la familia.
—Miembros de la familia, justamente eso. Los miembros de la familia, de hecho.
Y a veces el señor y la señora de la casa.
Estos dos son muy buenos y estimables y fiables y honrados, pero ¡que me
cuelguen!, hacen lo que les da la gana, se meten en las conversaciones cuando les
apetece y la pura verdad es que habría que matarlos.
Había sido un comentario casual pero le dio una idea… Sin embargo, era algo que
había que dejar en suspenso por el momento.
—Lo que yo quería, Hawkins, era mandar venir a la familia y comunicarles las
noticias.
—Oh, no pierda el tiempo peleándose con los criados, entonces. Ahora voy yo a
buscarlas.
Tras salir el otro, el conde meditó su idea: «Sí —se dijo—. Cuando le haya
cogido el tranquillo a lo de la materialización, haré que Hawkins los mate y con eso
estarán mejor controlados. Sin duda un negro materializado puede ser fácilmente
sugestionado para que permanezca en silencio. Y esto puede ser algo permanente…
sí. O también ir variando: a veces muy silencioso, otras veces más hablador, más
activo, con emociones o sin ellas, según lo que convenga. Es una excelente idea.
Manejarlo con… un tornillo ajustable o algo así».

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Las dos damas entraron entonces con Hawkins y los dos negros, que no habían
sido invitados y que empezaron a limpiar y desempolvar las estanterías, adivinando
que había un asunto interesante del que hablar y deseando enterarse.
Sellers dio la noticia con pompa y ceremonia, advirtiendo primero a las damas,
con gentiles maneras, de que un nuevo disgusto iba a afligir sus corazones (corazones
aún afligidos por otro dolor semejante, por otra pérdida parecida). Luego tomó el
periódico y, con labios temblorosos y la voz llorosa, les leyó la crónica de la heroica
muerte.
El resultado fue una genuina explosión de dolor y simpatía por parte de los
oyentes. La dama mayor lloró, pensando en lo orgullosa que debía sentirse, si es que
aún vivía, la madre de aquel joven héroe de inmenso corazón, y cuán inconsolable
sería su dolor; y los dos viejos sirvientes lloraron con ella y expresaron su entusiasmo
y sus apenadas lamentaciones con la elocuente sinceridad y sencillez propias de su
raza. Lady Gwendolen se sintió conmovida y el lado romántico de su carácter se
manifestó en todo su esplendor. Dijo que un espíritu como el de aquel joven era
insólito y realmente noble, cercano a la perfección, y que con el añadido de la
nobleza heredada resultaba perfecto enteramente. Por un hombre así ella podría
soportarlo todo, sufrirlo todo, incluso sacrificar su vida. Deseó haberlo conocido; el
contacto más ligero, más superficial, con un espíritu como ese de seguro que hubiera
ennoblecido su propio espíritu e impedido en lo sucesivo y para siempre cualquier
pensamiento o acto innoble por su parte.
—¿Han encontrado el cuerpo, Rossmore? —preguntó la esposa.
—Ahí está la cosa. Han encontrado varios. Ha de ser uno de ellos, pero ninguno
ha quedado reconocible.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Me presentaré, identificaré uno de ellos y se lo enviaré a su afligido padre.
—Pero, papá, ¿alguna vez viste a ese joven?
—No, Gwendolen, ¿por qué?
—¿Cómo lo identificarás?
—Yo… bueno, ya sabes que todos están irreconocibles. Le enviaré a su padre uno
cualquiera… Seguramente es la única opción que hay.
Gwendolen comprendió que de nada serviría discutir el asunto, ya que su padre
había tomado una decisión y era la única posibilidad que tenía para presentarse en la
escena de un modo oficial. Así que no dijo más, hasta que su padre pidió una cesta.
—¿Una cesta, papá? ¿Para qué?
—Para recoger las cenizas.

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9

E
l conde y Washington partieron a cumplir con su penoso deber, hablando
mientras caminaban.
—¡Y como siempre!
—¿El qué, coronel?
—Había siete actrices en el hotel. Y todo se ha quemado, claro.
—¿Las siete se quemaron?
—No, no. Ellas escaparon; siempre lo hacen. Pero ninguna se las apaña nunca
para salvar sus joyas.
—Es extraño.
—Extraño… Es la cosa más inexplicable del mundo. La experiencia no les enseña
nada; son incapaces de aprender nada si no es en un libro. En cierto modo ahí se
manifiesta una suerte de fatalidad. Por ejemplo, mira esa como-se-llame que siempre
hace papeles sensacionales y de mucho brillo. Tiene una inmensa reputación y atrae a
la gente como las peleas de perros. Pues todo lo ha conseguido a base de quemarse en
los hoteles.
—¿Pero cómo eso puede darle una reputación como actriz?
—No se la dio pero ha hecho su nombre familiar para el público. La gente quiere
verla en el teatro porque les suena su nombre, pero no saben de qué, no lo recuerdan.
Al principio, estaba en lo más bajo del escalafón, ganaba trece dólares a la semana y
se hacía sus propios postizos.
—¿Postizos?
—Sí, cosas para rellenar y parecer más lustrada y atractiva. Bueno, pues ardió su
hotel y perdió 30 000 dólares en diamantes.
—¿En serio? ¿De dónde los sacó?
—¡Dios sabe! Se los dio, seguramente, algún joven pisaverde o algún vejete
chocho y sensiblero de las primeras filas. Todos los periódicos hablaron de ello.
Entonces pidió aumento de sueldo y lo obtuvo. Luego volvió a sufrir otro incendio y
a perder más diamantes y todo ello le dio tal empujón que la llevó al estrellato.
—Bueno, pues si los incendios de hoteles son todo lo que tiene para sustentar su
reputación, a mí me parece una reputación de lo más precaria.
—Pues no, nada de eso. Lo que cuenta es la suerte, el haber nacido de pie, como
yo digo. Cada vez que arde un hotel allí está ella, siempre. Y si no está, lo están sus
diamantes. Con que lo único que puede decirse es que tiene mucha suerte.
—Nunca había oído nada parecido. Debe de tener montones de diamantes.
—¿Montones? Ha perdido toneladas de ellos. Tanto es así que los hoteles se
muestran supersticiosos con ella. No la quieren alojar. Creen que estallará un
incendio y, además, las compañías de seguros cancelan las pólizas. Últimamente
estaba en horas algo más bajas pero este incendio la relanzará de nuevo. Anoche
perdió diamantes por valor de 60 000 dólares.

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—Me parece que es bastante tonta. Si yo tuviera 60 000 dólares en diamantes no
los dejaría en un hotel.
—Ni yo, pero no puedes hacer que una actriz lo comprenda. Ésta ha sufrido
incendios unas treinta y cinco veces. Y si esta noche se quema un hotel en San
Francisco, seguro que ella estará allí, recuerda mis palabras. Será estúpida… Dicen
que tiene diamantes en todos y cada uno de los hoteles del país.
Cuando llegaron al lugar del siniestro el pobre conde echó una mirada a los
melancólicos restos y luego apartó los ojos, abrumado por el espectáculo. Dijo:
—Es cierto, Hawkins… El reconocimiento es imposible. Ninguno de los cinco
podría ser identificado ni por el amigo más cercano. Escoge tú uno, yo no puedo.
—¿Cuál será el más…?
—Oh, cualquiera. Elige el que esté mejor.
Sin embargo, los oficiales aseguraron al conde (a quien conocían, como todo el
mundo en Washington) que la forma en que habían sido hallados hacía imposible que
ninguno de ellos fuera su joven y noble pariente. Le indicaron el lugar donde, si el
relato de los periódicos era correcto, debió haber sucumbido a su destrucción; y, a
cierta distancia de ese lugar, otro donde debió haberse asfixiado en caso de no haber
podido salir de su habitación. Y aún le enseñaron un tercer lugar, ya más lejano,
donde debió haber encontrado la muerte de haber tratado de escapar por la escalera
de emergencia de la parte posterior. El viejo coronel enjugó una lágrima y dijo a
Hawkins:
—Por lo visto, había algo profético en mis temores. Sí, se ha convertido en
cenizas. ¿Te importa acercarte a una tienda de alimentación y pedir un par de cestas
más?
Reverentemente, recogieron una cesta de cenizas en cada uno de los lugares
señalados y se las llevaron a casa para decidir la mejor manera de hacerlas llegar a
Inglaterra tras exponerlas «de cuerpo presente» al público para las honras fúnebres,
un acto de respeto que el coronel estimaba obligatorio, considerando el alto rango del
fallecido.
Depositaron las cestas sobre la mesa de lo que antes había sido biblioteca, sala de
estar y estudio (ahora Salón de Audiencias) y subieron a la buhardilla en busca de una
bandera inglesa que pudiera servir como paño de ceremonias sobre el féretro. Poco
después, lady Rossmore llegaba de la calle y divisaba las cestas justo en el momento
de cruzarse con Jinny. Entonces perdió la paciencia y dijo:
—Bueno, ¿qué será lo próximo que hagas? ¿Qué se te ha pasado por la cabeza
para amontonar todas esas cestas de ceniza en el salón?
—¿Ceniza? —Y se asomó a mirar. Levantó las manos en un gesto de completo
asombro—. ¡Nunca vi cosa iguá!
—¿No fuiste tú?
—¿Yo? Por mi muerto toos que e la primera vé que lo ven mis ojo, señorita Polly.
Eso ha sío el Dan. Ese viejo tonto ha perdío la cabeza.

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Pero se llamó a Dan y éste lo negó todo.
—Eso no hay quien lo entienda. Cuando pasan eta cosa pa mí que es el gato…
—¡Oh! —Un estremecimiento recorrió a lady Rossmore de pies a cabeza—.
Ahora lo entiendo. Podéis iros. Es cosa suya.
—¿Suya, zeñora?
—Sí. Ése es el joven Sellers de Inglaterra, que se ha quemado.
Se quedó sola con las cenizas, intentando recobrar el Allento. Luego fue en busca
de Mulberry Sellers, con el propósito de terminar rápidamente con el programa,
cualquiera que fuese, «ya que —se dijo— cuando sus sentimientos están en juego se
convierte en un alcornoque y no se sabe las extravagancias que puede llegar a hacer si
lo dejas». Lo encontró. Acababa de hacerse con la bandera y se disponía a bajar.
Cuando ella se enteró de que la idea era «exponer los restos de cuerpo presente ante
el público y las autoridades», estalló y dijo:
—Tus intenciones son buenas, siempre lo son. Quieres rendir honores a los restos
y seguramente nadie encontraría nada incorrecto en ello, ya que era tu pariente. Pero
te equivocas en los modos y lo comprenderás si te paras a pensarlo. No hay quien
desfile ante una cesta con cenizas tratando de poner cara compungida y suspirando
solemnemente, porque no hay solemnidad, cualquiera puede verlo. Eso es lo que
pasaría con una cesta; imagínate con tres. Y cae de cajón que si una persona no puede
mostrarse solemne en estas circunstancias, menos podrá una procesión de cinco mil.
No lo sé, pero me parece que va a ser ridículo, estoy convencida. No, Mulberry, no
puedes exponerlo, sería un error. Olvida eso y piensa en otra cosa.
Así que lo olvidó, y no con pena, tras haber reflexionado y comprendido que su
esposa estaba en lo cierto. Decidió que simplemente se sentarían él y Hawkins a velar
los restos. Incluso esto le pareció a su mujer una delicadeza discutible, pero no puso
más objeciones, ya que estaba claro que él sólo tenía el honrado y sencillo deseo de
rendir homenaje de simpatía a unas pobres reliquias que no contaban en estas tierras
lejanas con otra hospitalidad que no fuera la suya. Extendió la bandera sobre las
cestas, puso un crespón negro en el llamador de la puerta y dijo, satisfecho:
—Ahí está, todo lo cómodo que podemos hacerle sentir, en estas circunstancias.
Excepto algo que… Sí, podemos esforzarnos en otra cosa, tal como haríamos para
nosotros mismos. Debe tenerlo.
—¿Tener qué, querido?
—Colgaduras de luto.
La mujer pensaba que la fachada de la casa ya tenía más de lo necesario y la
perspectiva de una aparatosa decoración como aquélla la disgustaba, deseando que no
se le hubiera ocurrido. Dijo, dubitativamente:
—Yo pensaba que honores como ésos se reservaban para parientes muy muy
cercanos que…
—Cierto, muy cierto, milady, perfectamente cierto. Pero no hay parientes más
cercanos que los que lo son por usurpación. No podemos evitarlo: somos esclavos de

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las costumbres aristocráticas y debemos someternos a ellas.
Las colgaduras resultaron innecesariamente generosas, cada una más larga que
una sábana y de tonos bastante explosivos en cuanto a la variedad y violencia del
color, pero satisfacían el gusto bárbaro del coronel y su afición por la simetría y la
exageración, de manera que al terminar de colocarlas no quedaba ni el menor espacio
libre en la fachada.
Lady Rossmore y su hija asistieron al duelo hasta cerca de la medianoche y
ayudaron a los caballeros a decidir qué hacer con los restos. Rossmore pensaba que
debían ser enviados a casa acompañados de una comisión. Pero su mujer dudaba y
dijo:
—¿Enviarías todas las cestas?
—Sí, claro, todas.
—¿Todas a la vez?
—¿A su padre? ¡Oh, no, de ninguna manera! Piensa en la impresión que recibiría.
No, una a una. Se las iremos mandando en varias veces.
—¿Será mejor el efecto así, padre?
—Sí, hija. Recuerda que tú eres joven y animosa, pero él es un anciano.
Enviárselo todo de golpe sería más de lo que podría soportar. Pero una cesta cada vez,
con intervalos entre ellas, hará que se vaya acostumbrando hasta que las tenga todas.
Y además resulta más seguro enviarlas en tres barcos distintos. En previsión de
tormentas y naufragios.
—No me gusta la idea, padre. Si yo fuera él encontraría espantoso recibirlo de
esa… de esa…
—De esa manera sucesiva —sugirió Hawkins gravemente, contento de poder
ayudar.
—Eso. Sería espantoso recibirlo de esa manera tan incoherente. Viviría en
continuo estado de ansiedad. Que algo tan triste como un funeral tenga que quedar
pendiente, aplazado e incumplido…
—Oh, no, mi niña —dijo el conde para tranquilizarla—. No será en absoluto de
ese modo. Un caballero tan anciano no podría soportar esa ansiedad tanto tiempo.
Habrá tres funerales.
Lady Rossmore alzó los ojos sorprendida y dijo:
—¿Eso le hará las cosas más llevaderas? Es un error total, según yo lo veo.
Habría que enterrarlo de una sola vez, me parece a mí.
—Yo también lo creo —dijo Hawkins.
—Y yo, desde luego —dijo la hija.
—Estáis todos equivocados —dijo el conde—. Y si lo pensáis lo veréis claro. Él
sólo puede estar en una de estas tres cestas.
—Muy bien, entonces —dijo lady Rossmore—. La cosa es muy simple: entierra
sólo ésa.
—Ciertamente —dijo lady Gwendolen.

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—No es tan simple —dijo el conde—, porque no sabemos en qué cesta está.
Sabemos que está en una de ellas pero eso es todo lo que sabemos. Ahora
comprenderéis, supongo, que yo tenía razón. Hacen falta tres funerales, no se puede
hacer de otro modo.
—¿Y tres tumbas y tres panteones y tres inscripciones? —preguntó la hija.
—Bueno… sí, si es que se quieren hacer las cosas bien. Eso es lo que yo haría.
—Eso no puede hacerse, padre. Cada una de las inscripciones llevaría el mismo
nombre y las mismas fechas y diría que él está bajo la lápida, y eso no puede ser.
El conde se revolvió incómodo en su asiento.
—No —dijo—. Es realmente una buena objeción, muy seria. No le veo solución.
Hubo un silencio generalizado durante un momento. Luego, Hawkins dijo:
—Digo yo que si mezcláramos las tres muestras juntas…
El conde le tomó la mano y se la estrechó con agradecimiento.
—Eso soluciona todo el problema —dijo—. Un barco, un funeral, una tumba, un
panteón… Está admirablemente concebido. La idea le honra, comandante Hawkins, a
mí me alivia de una considerable preocupación y angustia y al pobre y desventurado
anciano padre le ahorra mucho sufrimiento. Sí, irá en una sola cesta.
—¿Cuándo? —preguntó su esposa.
—Mañana, inmediatamente, por supuesto.
—Yo esperaría, Mulberry.
—¿Esperar? ¿Por qué?
—¿Tú no querrás romperle el corazón a ese anciano que ha perdido a su hijo?
—¡Dios sabe que no!
—Entonces espera a que él mismo reclame los restos de su hijo. Si lo haces así te
ahorrarás de darle el peor y más doloroso disgusto que puede tener un padre, es decir:
la certeza de que su hijo ha muerto. Lo más seguro es que no los reclame nunca.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Porque reclamarlos y saber la verdad le quitaría el único consuelo que puede
quedarle: la incertidumbre, la vaga esperanza de que quizá, después de todo, su hijo
logró escapar y podrá volver a verlo un día.
—Pero, Polly, sabrá por los periódicos que su hijo murió en el incendio.
—No querrá creer lo que dicen los periódicos. Luchará contra todas las pruebas
que afirmen que ha muerto y eso lo sostendrá hasta el final. Pero si los restos llegan
ante ese pobre y viejo corazón…
—¡Oh, Dios mío, eso no ocurrirá nunca! Polly, me has salvado de cometer un
crimen y te bendeciré siempre por ello. Ahora ya sabemos lo que hay que hacer.
Enterraremos los restos y él nunca lo sabrá.

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10

E
l joven lord Berkeley, con el fresco aire de la libertad llenando su pecho, se
sentía invenciblemente fuerte para afrontar su nueva vida. Pero, sabiendo
que la lucha sería muy dura, muy descorazonadora, muy gravosa y sujeta a
imprevistos inconvenientes, temía que en algún momento pudiera llegar a
arrepentirse. No era probable, por supuesto, pero entraba dentro de lo posible. Así
que era conveniente tomar la precaución de quemar sus naves tras él. Oh, sin duda.
No podía demorar más tiempo avisar al propietario del dinero, poniéndolo a la vez
fuera de su propio alcance, no fuera que lo asaltara la tentación de echar mano de él
en un momento de necesidad. Por lo tanto, se acercó al centro y puso un anuncio;
luego fue a un banco y depositó los 500 dólares.
—¿A nombre de quién?
Se ruborizó, dudando unos instantes. Había olvidado ponerse un nuevo nombre.
Soltó el primero que se le ocurrió:
—Howard Tracy.
Cuando se hubo marchado, los empleados se dijeron, asombrados:
—¡El vaquero se ruborizó!
El primer paso había sido dado. El dinero estaba aún en su poder y a su
disposición, pero el siguiente paso iba a eliminar esa dificultad. Fue a otro banco y
giró un talón contra el primer banco por valor de 500 dólares. El dinero fue cobrado y
depositado por segunda vez a nombre de Howard Tracy. Se le pidió una prueba de
firma, que dio. Luego se fue, nuevamente orgulloso y decidido, diciéndose: «Ya no
cuento con ninguna ayuda.
De ahora en adelante no podría retirar el dinero sin identificación, lo cual es
legalmente imposible. No tengo recursos para volver atrás. O trabajo o me muero de
hambre. Estoy preparado ¡y no tengo miedo!».
Luego envió a su padre este telegrama:

Escapado ileso de incendio hotel. Tomado nombre


ficticio. Adiós.

Durante la tarde, vagando por los suburbios de la ciudad, llegó a una pequeña
iglesia de ladrillo, con un cartel donde podían leerse estas palabras: «Debate en el
Club de Trabajadores. Entrada libre». Vio gente, la mayoría de clase trabajadora,
entrando al lugar y él también entró y tomó asiento. Era una pequeña iglesia bastante
humilde, desprovista de ornamentos. Había bancos de madera sin tapizar y, hablando
con propiedad, ningún púlpito, sólo una tarima. En la tarima estaba sentado el
presidente y a su lado un hombre que esperaba con papeles en las manos y todo el
aspecto de ser quien iba a llevar el peso de la charla. La iglesia pronto se llenó con

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una tranquila y ordenada congregación de gente vestida modesta y decentemente. El
presidente habló así:
—El conferenciante de esta tarde es un antiguo miembro de nuestro club al que
todos conocéis, el señor Parker, editor ayudante del Daily Democrat. El tema de su
intervención es la prensa en América y va usar como punto de partida un par de
párrafos del nuevo libro del señor Matthew Arnold. Me ha pedido que lea esos textos
por él. El primero dice así:

Goethe escribió en algún sitio que «el temor al miedo»,


esto es, la reverencia, es lo mejor que posee la humanidad.

—El otro texto del señor Arnold dice:

Yo diría que si alguien buscase la mejor manera para


matar y borrar de toda una nación la disciplina del respeto,
lo mejor que haría ese alguien sería buscar el medio en los
periódicos americanos.

El señor Parker se levantó y saludó, siendo recibido con un cálido aplauso.


Empezó entonces a leer con una voz poderosa y resonante, con clara pronunciación y
cuidadosa dosificación de las pausas y los énfasis. Sus argumentos eran recibidos con
aprobación por la concurrencia.
El conferenciante sostenía la opinión de que la más importante función de un
periódico en cualquier país era la propagación del sentimiento y el orgullo nacionales,
el hecho de mantener a la gente «enamorada de su país e instituciones y blindada
contra los halagos de sistemas ajenos y hostiles». Expuso la manera en que la
reverente prensa turca o rusa satisfacían esta función, aquella asistida por la
imperante «disciplina del respeto» hacia el palo y la otra por la amenaza de Siberia. Y
prosiguió así:
—La función primordial de un periódico inglés es la misma que la de todos los
periódicos del mundo: mantener el ojo público fijado admirativamente en ciertos
asuntos y diligentemente distraído de otros. Por ejemplo, ha de mantener el ojo
público fijado admirativamente en las glorias de Inglaterra, un sucesivo y
esplendoroso transcurrir a través de las vastas regiones del tiempo, con las suaves
luces de mil años brillando en sus estandartes; y debe mantenerlo diligentemente
distraído del hecho de que todas esas glorias sirvieron para el enriquecimiento y
grandeza de unos pocos escogidos y privilegiados, a costa de la sangre, el sudor y la
pobreza de las masas sin nombre que las trabajaron sin poder disfrutarlas. Ha de
mantener el ojo público fijado con arrobamiento y temerosa reverencia en el trono
sagrado, y diligentemente distraído del hecho de que ningún trono fue instituido con

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el voto libre de la mayoría en nación alguna; por lo que, en consecuencia, ningún
trono tiene derecho a existir y ningún símbolo del mismo habría de ondear en las
banderas a no ser que éste fuera el de la calavera y los huesos cruzados, propio de esa
industria gemela a la realeza que sólo se diferencia de ella en lo mismo en que se
diferencian la venta al por mayor y la venta al detall. Ha de tener el ojo ciudadano
fijado con reverente docilidad en esa curiosa invención de la maquinaria política, la
Iglesia establecida, y en la gastada contradicción de la justicia común, una nobleza
hereditaria; y diligentemente distraído del hecho de que todo ciudadano será puesto
en la picota si no lleva su collar de perro y robado en el gentil nombre de los
impuestos tanto si lo lleva como si no, quedándose otros los honores y haciendo él
todo el trabajo.
El conferenciante consideraba que el señor Arnold, con su ojo alerta y su dotes de
observación, debería haber percibido que la cualidad que lamentaba no encontrar en
nuestra prensa —respeto, reverencia— era exactamente la que, de haberla tenido,
hubiera hecho a nuestra prensa inútil para nosotros, pues habría privado al periodismo
americano de aquello que lo diferencia de otros del mundo y que constituye el mayor
de sus valores: la franca y alegre irreverencia. «Y es que su misión (que el señor
Arnold no ha tenido en cuenta) es velar por las libertades de la nación, no por sus
miserias y trapacerías». Afirmó que si las instituciones del viejo mundo hubieran sido
expuestas durante cincuenta años al fuego de una prensa insumisa y agresiva como la
nuestra, «la monarquía y sus crímenes habrían desparecido de la cristiandad». Los
monárquicos podrían dudarlo; entonces «¿por qué no persuadir al Zar de que haga la
prueba en Rusia?». Concluyendo, dijo:
—En fin, el cargo que se presenta contra nuestra prensa es tener muy poco de esa
vieja cualidad del mundo, la reverencia. Quedamos humildemente agradecidos de que
sea así. Con su limitada reverencia, al menos respeta las cosas que esta nación respeta
como norma, y eso es suficiente. Lo que otros pueblos reverencian es realmente un
asunto de poca importancia para nosotros. Nuestra prensa no reverencia a reyes ni a
la llamada nobleza ni las esclavitudes eclesiásticas establecidas; no reverencia las
leyes que perjudican al hijo menor frente al mayor; ni reverencia ningún fraude ni
apaño infame, por antiguo y sagrado que sea, por el cual se dé preeminencia a un
ciudadano frente a otro debido al accidente de sus respectivos nacimientos; no
reverencia ninguna ley o costumbre, por sagrada o antigua que sea, que arrebate al
mejor hombre el mejor puesto o la mejor tierra que pueda conseguir. En cuanto al
poeta Goethe —ese servil idólatra de la realeza y nobleza provincianas—, nuestra
prensa está en decidida bancarrota respecto al «temor al miedo», también llamado
reverencia; reverencia al oropel y la falsa moneda. Confiemos en que esta actitud se
mantenga así para siempre, ya que una irreverencia exigente es la fuerza creadora y
protectora de la libertad humana, de la misma manera que lo contrario es fuerza
creadora, sostén y defensa de todas las formas de esclavitud humana, física o mental.
Tracy se decía, casi se gritaba: «Qué contento estoy de haber venido a este país.

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Tenía razón, tenía razón al buscar una tierra en la que esos saludables principios y
teorías están en el corazón y la mente del hombre. ¡Sólo pensar en las innumerables
servidumbres impuestas por una reverencia fuera de lugar! Qué bien lo ha expresado
y qué gran verdad. Hay una fuerza manifiestamente prodigiosa en la reverencia. Si
eres capaz de hacer que un hombre reverencie tus ideales, será tu esclavo. Oh, sí, en
todas las épocas los pueblos de Europa han sido diligentemente entrenados para
evitar que mediten sobre las imposturas de la monarquía y la nobleza, entrenados
para evitar que las examinen, entrenados para reverenciarlas; y a resultas de ello,
reverenciar se ha convertido en ellos en una segunda naturaleza. Para despertar a los
pueblos es suficiente con inyectar un poco de la cualidad contraria en sus embotadas
cabezotas. Durante siglos, cualquier expresión de la llamada irreverencia ha sido
considerada pecado y crimen. El fraude y estafa de todo esto quedan bien patentes en
cuanto se piensa que nadie más que uno mismo está legítimamente cualificado para
juzgar lo que merece reverencia y lo que no. La verdad es que no lo había pensado
hasta ahora, pero es verdad, totalmente verdad. ¿Qué derecho tenía Goethe, qué
derecho tiene Arnold, qué derecho tiene ningún diccionario para definir lo que es
para mí la palabra Irreverencia? Los ideales que ellos tengan no son los míos. Mi
deber inexcusable habrá de ser reverenciar mis propios ideales y no cometeré ninguna
profanación si me río de los suyos. Puedo burlarme cuanto quiera de los ideales de
otras personas. Es mi derecho y mi privilegio. Ningún hombre tiene derecho a
negármelo».
Tracy esperaba escuchar el debate de la conferencia pero éste no tuvo lugar. El
presidente dijo, a modo de explicación:
—He de decir, para información del público no habitual, que, de acuerdo con la
costumbre, la materia de este encuentro será debatida en el siguiente acto del club.
Esto se hace así para dar ocasión a nuestros miembros de preparar lo que desean decir
con pluma y papel, ya que la mayoría somos trabajadores y no estamos
acostumbrados a hablar. Tenemos que escribir lo que deseamos decir.
Seguidamente se leyeron algunas notas breves y hubo algunas intervenciones
improvisadas acerca de la anterior conferencia del club, pronunciada por un profesor,
que había consistido en un elogio de la cultura académica y de los grandes beneficios
para la nación que de ella se derivaban. Una de las notas fue leída por un hombre de
mediana edad, el cual dijo que no había recibido una formación universitaria, sino
que se había educado en una imprenta, trabajando posteriormente en la oficina de
patentes, donde llevaba como empleado un montón de años. Luego continuó de este
modo:
—El conferenciante comparó la América de hoy con la América de tiempos
pasados y, ciertamente, el resultado muestra un considerable progreso. Pero pienso
que sobrevaloró un poco la cultura universitaria como contribución a este resultado.
No cabe duda de que las universidades han contribuido a la parte intelectual de este
progreso y que esa parte es vasta. Pero habréis de conceder que el progreso material

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ha sido incomparablemente más vasto. He estado haciendo una lista de inventores
(los impulsores de este increíble desarrollo material) y me he dado cuenta de que no
eran universitarios. Por supuesto, hay excepciones (como el profesor Henry, de
Princeton, inventor del sistema Morse de telegrafía), pero estas excepciones son muy
pocas. No es exagerado afirmar que el sensacional e imaginativo desarrollo material
de este siglo, el único siglo en el que vale la pena vivir desde que el mismo mundo
fue inventado, es creación de hombres no universitarios. Creemos ver lo que estos
inventores han hecho, pero vemos sólo la vasta parte exterior de su trabajo. Tras ella
hay un trabajo aún más vasto y que resulta invisible para la mirada poco atenta. Ellos
han reconstruido esta nación —la han vuelto a hacer, exactamente— y,
metafóricamente hablando, han multiplicado sus posibilidades hasta un punto en que
no pueden ser cuantificadas numéricamente. Me explicaré. ¿Qué constituye la
población de un país? ¿Simplemente los paquetes contables de carne y huesos que
por cortesía llamamos hombres y mujeres? ¿Tiene el mismo valor un millón de onzas
de latón que un millón de onzas de oro? Usemos un baremo más preciso: la medida
de la capacidad de contribución de un hombre en este tiempo y este país —el trabajo
que puede hacer— lo multiplicamos por el número de habitantes del país actualmente
y el resultado es muy superior al de los tiempos de su abuelo. Con este baremo de
medida, esta nación, hace dos o tres generaciones, era una reunión de lisiados y
paralíticos medio muertos, comparada con lo que es hoy. En 1840 nuestra población
era de 17 000 000 de personas. A modo de grosera pero precisa ilustración,
consideraremos, por seguir el argumento, que cuatro de esos millones eran gente
mayor, niños pequeños y otros incapaces, lo que nos deja en 13 000 000, que podrían
dividirse en sectores laborales de esta manera:

2 000 000 de alijadores de algodón.


6 000 000 (mujeres) de tejedoras de medias.
2 000 000 (mujeres) de hiladoras.
500 000 de fabricantes de tornillos.
400 000 de cosechadores, segadores, etc.
1 000 000 de desenvainadores de maíz.
40 000 de tejedores.
1000 de zapateros remendones.

Ahora bien, las conclusiones que voy a obtener de estas cifras podrán sonar
extravagantes, pero no lo son. Las he tomado de «Documentos Especiales», número
50, segunda sesión del 45 Congreso, y son oficiales y dignas de crédito. Hoy en día,
el trabajo de esos 2 000 000 de alijadores de algodón lo hacen 2000 hombres; el de
las 6 000 000 de tejedores de medias lo hacen 3000 muchachos; el de las 2 000 000
de hiladoras lo hacen 1000 muchachas; el de los 500 000 fabricantes de tornillos lo
hacen 500 muchachas; el de los 400 000 cosechadores, segadores, etc. lo hacen 4000

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muchachos; el del 1 000 000 de desenvainadores de maíz lo hacen 7500 hombres; el
de los 40 000 tejedores lo hacen 1200 hombres; y el de los 1000 zapateros
remendones lo hacen 6 hombres. Para resumir todas las cifras, 17 900 personas hacen
hoy en día el trabajo que hace cincuenta años hubieran hecho trece millones de
personas. Por tanto, ¿cuántos de aquella raza ignorante (nuestros padres y abuelos),
con sus ignorantes métodos, habrían sido necesarios para hacer nuestro trabajo
actual? Habrían hecho falta cuarenta mil millones, cien veces la populosa población
de China, veinte veces la población actual de todo el globo. Si miráis a vuestro
alrededor veréis una nación de sesenta millones de almas… aparentemente. Pero
secretamente, en manos y cerebros, invisible a los ojos, está la verdadera población
de esta República, ¡que es de cuarenta billones! Ésta es la estupenda creación de esos
humildes, iletrados y no universitarios inventores. ¡Loor a sus nombres!
«¡Qué extraordinario!», se decía Tracy de camino a casa. «¡Lo que es una
civilización, y los prodigiosos resultados que produce! Y casi todo obra de hombres
comunes; no de aristócratas educados en Oxford, sino de hombres que trabajan codo
con codo en los oficios más humildes de la vida y que ganan el pan que se comen. Sí,
estoy contento de haber venido. Al fin he encontrado un país donde uno puede
empezar sin nada y, hombro con hombro con sus compañeros, ascender por su propio
esfuerzo y ser algo en el mundo y estar orgulloso de ese algo, no de lo que se ha
heredado de un antepasado de hace trescientos años».

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D
urante los primeros días tuvo muy presente en su pensamiento que estaba
en un país donde había «trabajo y pan para todos». De hecho, para su
comodidad, lo convirtió en una pequeña cantinela que tarareaba para sí
mismo. Pero a medida que el tiempo pasaba, empezó a tomar cuerpo la sombra de
una duda y pronto la cantinela fue agotándose hasta desaparecer. Su primer esfuerzo
lo dedicó a conseguir un empleo superior en algún departamento oficial, donde
pudiera usar y hacer valer su título de Oxford. Pero el esfuerzo fue totalmente en
vano. Allí, la preparación no era tenida en cuenta; las influencias políticas, sin
preparación ninguna, valían seis veces más. Él era completamente inglés y este hecho
jugaba necesariamente en su contra en el centro político de una nación donde los dos
partidos apoyaban la causa irlandesa de cara a la galería, aunque la denostaran en
privado. Por su aspecto, parecía un vaquero; eso le ganaba cierto respeto —si estaba
delante— pero no le valía para conseguir un empleo. En un momento de ofuscación
se había jurado llevar esas ropas hasta que su propietario o alguno de sus amigos las
vieran y preguntaran por el dinero, y su conciencia no le permitía echarse atrás en esa
resolución.
Al final de la semana, las cosas empezaban a tomar un cariz alarmante. Había
buscado trabajo en todas partes, descendiendo gradualmente en sus aspiraciones y
llegando a solicitar cualquier puesto que un hombre pudiera ocupar sin ninguna
cualificación, a excepción de cavar zanjas y otros trabajos manuales por el estilo, y
no había encontrado nada ni se veían perspectivas de encontrarlo.
Se hallaba pasando mecánicamente las hojas su diario cuando su mirada se posó
en la primera anotación que había hecho tras el incendio:

Personalmente, nunca tu ve dudas de mi energía antes y


nadie podría tenerlas al verme aquí instalado y darse cuenta
de que no sólo no me encuentro a disgusto en este antro,sino
que estoy tan contento como lo estaría un perro en su
perrera. Condiciones: veinticinco dólares a la semana. Dije
que empezaría desde abajo. He mantenido mi palabra.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y exclamó:


—¡En qué estaría yo pensando! ¡Lo más bajo es esto! ¡Una semana entera en
babia y los gastos subiendo y subiendo todo el tiempo! Esta locura ha de terminar
inmediatamente.
Se decidió enseguida y fue en busca de un alojamiento menos suntuoso. Tuvo que
caminar lejos y buscar mucho, pero finalmente lo consiguió. Le exigieron cuatro
dólares y medio por adelantado; esto incluía cama y comida para una semana. La

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amable patrona, del tipo de las que no dejan de trabajar duro, le hizo subir tres pisos
por una escalera estrecha y sin alfombrar hasta llegar a su cuarto. En él había dos
camas dobles y una individual. Podría dormir solo en una de las dobles hasta que
llegara algún nuevo huésped, sin suplemento adicional.
¡Conque podrían pedirle que durmiera con un extraño! La idea lo ponía enfermo.
La señora Marsh, la patrona, era muy afectuosa y esperaba que se sintiera a gusto en
su casa. Todos lo estaban, dijo.
—Y son muy buenos chicos. Alborotan mucho, pero así se divierten. Ya ve usted
que la habitación comunica directamente con la otra interior y a veces se reúnen
todos en una o en otra. Y las noches calurosas, si no llueve, duermen todos en la
azotea. Allá se suben en cuanto el calor empieza a apretar. Este año el verano se ha
adelantado un poco y ya han dormido allí un par de veces. Si quiere usted subir y
guardar un sitio, puede hacerlo. Encontrará una tiza en el lado de la chimenea en que
falta un ladrillo. Sólo tiene que coger la tiza y… Pero por supuesto ya lo habrá hecho
usted infinidad de veces.
—Oh, no, nunca.
—Ah, claro que no, ¿en qué estaría yo pensando? Lo que sobra en las grandes
llanuras es sitio; cómo para necesitar ninguna tiza, estoy boba. Bueno, pues sólo tiene
que marcar un espacio del tamaño de una manta donde haya sitio libre, ya sabe, y ésa
es su propiedad. Usted y su compañero de cama pueden turnarse para subir y bajar la
manta y las almohadas; o bien uno las sube y otro las baja, según se pongan ustedes
de acuerdo, ya sabe. Le gustarán los muchachos, son todos muy sociables, excepto el
impresor. Él es el que duerme en la cama individual. Un hombre muy raro, vaya, no
dormiría con otro hombre aunque la casa ardiera. Créame, no estoy hablando por
hablar. Los muchachos lo intentaron, vaya. Se llevaron su cama una noche y cuando
llegó hacia las tres de la mañana —entonces trabajaba en un diario de la mañana,
ahora en el vespertino— no había sitio para él más que en el rincón de la chimenea.
Y, puede usted creerme, no se acostó en toda la noche, se lo prometo. Dicen que está
turuleta, pero no es verdad: es que es inglés y los ingleses son bastante particulares.
Espero que no le importe… Usted… ¿es inglés?
—Sí.
—Me lo figuraba. Lo supe porque pronuncia mal las aes, ya sabe. Como decir
«sol» cuando quiere decir «sal». Pero acabará pillándole el tranquillo. En el fondo el
impresor es buen chico y se lleva bien con el aprendiz del fotógrafo y con el albañil y
con el herrero que trabaja en el astillero, pero no mucho con los demás. El asunto
(aunque se trata de un secreto y los otros no lo saben) es que es una especie de
aristócrata, con el padre médico, y ya sabe usted cómo es eso… en Inglaterra; quiero
decir que en este país un médico no es gran cosa más que médico. Pero por allá,
naturalmente, las cosas son distintas. Parece ser que el chico discutió con su padre,
una de las buenas, y se vino para acá; y lo primero que descubrió fue que o trabajaba
o se moría de hambre. Bueno, él ha ido a la universidad, ya ve usted, y creía que iba a

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poder… ¿Decía usted algo?
—No… Sólo suspiraba.
—Y ahí fue donde se equivocó. Caray, casi se muere de hambre. Y pienso que
realmente así habría sido si a un impresor u otro no les hubiera dado pena, tomándolo
como aprendiz. Así que aprendió el oficio y las cosas mejoraron… Pero le llegó a ver
las orejas al lobo. Una vez casi tuvo que tragarse su orgullo y llamar a su padre y…
Vaya, otra vez está suspirando. ¿Le ocurre algo? Es mi cháchara…
—Oh, realmente… no. Por favor, prosiga. Me interesa.
—Sí, ya ve, lleva aquí ya diez años. Tiene veintiocho, creo, y no está muy
satisfecho porque no se hace a la idea de ser un obrero y relacionarse con obreros,
siendo, como me dijo que era, un caballero, lo cual no sería del gusto de los otros si
lo supieran, pero por supuesto yo no pienso soltar prenda.
—¿Por qué? ¿Hay algún mal en ello?
—¿Mal? Lo machacarían, seguro. ¿No lo haría usted? Claro que lo haría. No deje
que nadie diga de usted en este país que no es un caballero. Pero ¡demonios! ¿Qué
estoy diciendo? Yo creo que cualquiera se lo pensaría dos veces antes de decir que un
vaquero no es un caballero.
Una muchacha esbelta, diligente y bonita, de unos dieciocho años, entró entonces
en la habitación con la mayor desenvoltura que pueda imaginarse. Iba vestida con
modestia, pero con gracia y salero, y la mirada rápida que su madre lanzó al
extranjero era para indagar qué efecto le había producido a éste, esperando encontrar
indicios de sorpresa y admiración.
—Ésta es mi hija Hattie. La llamamos Puss. Éste es el nuevo huésped, Puss —
dijo sin levantarse.
El joven inglés hizo el tipo de reverencia que suelen hacer los de su nacionalidad
y educación en circunstancias delicadas y difíciles, como lo era ésta. Tomado por
sorpresa, no pudo sino inclinarse cortésmente, pues no había otro modo de actuar
siendo presentado a una camarera que también era la heredera de una pensión de
obreros. Su otro yo (el que reconocía la igualdad de todos los hombres) hubiera
manejado la situación con más soltura, de haber estado sobre aviso y alerta. La
muchacha no prestó atención a la reverencia, sino que alargó la mano con
naturalidad, estrechando amistosamente la del extranjero mientras decía:
—¿Cómo está usted?
Luego se dirigió a un lavamanos que había en el cuarto, sacudió la cabeza a un
lado y a otro mirándose al trozo que quedaba de un espejo barato, se mojó los dedos
con la lengua, se atusó un rizo que se le había soltado de la frente y empezó a enjugar
el agua derramada.
—Bueno, debo irme… Es casi la hora de cenar. Siéntase como en casa, señor
Tracy; oirá el aviso de la campana.
La patrona se marchó tranquilamente, sin pedir a ninguno de los dos jóvenes que
abandonara la habitación. El extranjero quedó un tanto asombrado de que una madre

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que parecía tan respetable y honesta pudiera ser tan inconsciente y tomó su sombrero,
disponiéndose a liberar a la muchacha de su presencia. Pero ella dijo:
—¿A dónde va?
—Bueno… A ningún sitio en particular, pero como estoy estorbando…
—¿Por qué? ¿Quién dijo que estorba? Siéntese… Ya lo moveré si estorba.
Ahora estaba haciendo las camas. Él se sentó, contemplando su habilidad y
diligencia.
—¿Qué le hizo pensar eso? ¿Cree que necesito toda la habitación sólo para hacer
una cama o dos?
—Bueno, no, no fue eso exactamente. Como estamos aquí solos y su madre se ha
ido…
La joven lo interrumpió con una risa divertida y dijo:
—¿No hay nadie que me proteja? Dios lo bendiga, no lo necesito. No tengo
miedo. Lo tendría si estuviera sola, porque me dan pavor los fantasmas y no lo voy a
negar. No es que crea en ellos, que no creo. Pero me dan pavor.
—¿Cómo pueden darle pavor si no cree en ellos?
—Oh, no lo sé… No podría explicarlo. Es así y punto. Lo mismo le ocurre a
Maggie Lee.
—¿Quién es ésa?
—Una de las huéspedes, una joven dama que trabaja en la fábrica.
—¿Trabaja en una fábrica?
—Sí, en la fábrica de calzado.
—En una fábrica de calzado… ¿Y la llama joven dama?
—Claro, sólo tiene veintidós años. ¿Cómo la llamaría usted?
—No pensaba en su edad, sino en el título que le ha dado. Lo cierto es que me
vine de Inglaterra huyendo de los formalismos artificiales —ya que los formalismos
artificiales sólo se acomodan con la gente artificial— y aquí también me los
encuentro. Lo siento. Esperaba que sólo hubiera hombres y mujeres, todos iguales,
sin diferencias de rango.
La muchacha se detuvo con una almohada entre los dientes y la funda abierta en
las manos, contemplándolo con una expresión perpleja bajo las cejas arqueadas. Dejó
la almohada y dijo:
—Bueno, son todos iguales. ¿Dónde está la diferencia de rango?
—Si usted llama a una chica de la fábrica joven dama, ¿cómo llamaría a la mujer
del Presidente?
—Anciana dama.
—Ah, ¿la única distinción es la edad?
—No hay ninguna otra, hasta donde yo alcanzo.
—¿Entonces todas las mujeres son damas?
—Por supuesto que lo son. Todas las que son respetables.
—Bien, eso ya tiene mejor aspecto. No hay nada malo en un título cuando éste se

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da a todo el mundo. Sólo es una ofensa y un error cuando se reserva para unos pocos
privilegiados. Pero señorita… eeh…
—Hattie.
—Señorita Hattie, sea franca. Confiese que ese título no lo usa todo el mundo con
todo el mundo. Los americanos ricos no llaman a su cocinera «dama», ¿verdad?
—Sí, es verdad. ¿Y qué?
El joven estaba sorprendido y un poco decepcionado de que su brillante
observación no hubiera producido un efecto más perceptible.
—¿Y qué? —dijo—. Pues eso: la igualdad tampoco existe aquí, después de todo,
y los americanos no son mejores que los ingleses. Al final, no hay tanta diferencia.
—¡Menuda idea! Un título no es nada fuera de lo que lo haga significar, usted
mismo lo ha dicho. Suponga que el título es «limpia», en vez de «dama». ¿Lo coge?
—Creo que sí. En vez de hablar de una mujer como una dama, lo sustituye por
limpia y dice que es una persona limpia.
—Eso es. ¿En Inglaterra los poderosos llaman a los trabajadores caballeros y
damas?
—Oh, no.
—¿Y los trabajadores se llaman entre sí caballeros y damas?
—Ciertamente no.
—Entonces si usted usara la otra palabra no habría diferencia. Los poderosos no
llamarían a nadie «limpio», salvo a sí mismos, y los otros introducirían una suerte de
humildad en su manera de hablar y tampoco se llamarían a sí mismos «limpios».
Nosotros no lo hacemos así. Aquí todo el mundo se llama a sí mismo dama o
caballero y piensa que lo es. Y a nadie le importa lo que los demás piensen de uno
mientras no lo digan en voz alta. Dice que no hay diferencia. Usted se lo toma muy
en serio y nosotros no. ¿No es ésa la diferencia?
—Es una diferencia en la que no había pensado, lo admito. No obstante…
calificarse a una misma como dama no… eeh…
—Yo lo dejaría, si fuera usted.
Howard Tracy volvió la cabeza para ver quién había hecho ese comentario. Era
un hombre bajo de unos cuarenta años, de pelo rojizo, rostro afeitado y una cara
agradable, salpicada de pecas pero vivaz e inteligente. Vestía ropas de saldo limpias,
aunque muy usadas. Había salido de la habitación de enfrente, donde había dejado su
sombrero, y sostenía en la manos una palangana blanca, desportillada y llena de
grietas. La muchacha fue y tomó la palangana.
—Yo lo haré, señor Barrow. Éste es el nuevo huésped, el señor Tracy, y
estábamos llegando a un punto demasiado profundo para mí.
—Muy agradecido, Hattie. Venía a pedirles agua a los muchachos. —Se sentó
cómodamente en un viejo baúl y dijo—: Estaba escuchando y me interesó la
conversación. Y, como le dije, yo no iría más lejos si fuera usted. Ve a dónde estaba
llegando, ¿no? Calificarse a una misma como dama no la convierte en dama; eso es lo

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que iba a decir. Y usted ha visto que si decía eso iba a toparse con otra diferencia en
la que no había pensado. Por ejemplo: ¿Quién tiene derecho a hacer la elección? En
su tierra, veinte mil personas de un millón se eligen a sí mismos caballeros y damas,
y los novecientos ochenta mil restantes aceptan ese decreto y se tragan la ofensa que
ello les supone. Vaya, si no la aceptaran no sería una elección; sería letra muerta y no
tendría el menor efecto. Aquí, los veinte mil saldrían de las urnas votándose a sí
mismos para ser damas y caballeros. Pero la cosa no acaba ahí, porque los
novecientos ochenta mil también se votan a sí mismos para ser damas y caballeros, y
con eso sale elegida la nación entera. Y si el millón entero se votan a sí mismos para
ser damas y caballeros, no hay quien impugne tal elección. Eso hace la igualdad
absoluta, sin fraude ninguno, mientras que allí la desigualdad (decretada por los
infinitamente débiles y aceptada por los infinitamente fuertes) es algo absoluto, tan
real y absoluto como nuestra igualdad.
Tracy se había replegado en su concha inglesa desde el momento en que había
comenzado este discurso, a pesar de tener ya varias semanas de práctica en el
contacto y relación con la gente común y su particular forma de hablar. Pero no
perdió tiempo en salir de sí mismo y, así, cuando el discurso terminó, sus válvulas
estaban de nuevo abiertas y se estaba esforzando en aceptar sin resentimiento el modo
abierto y desenvuelto con el que la gente sencilla se inmiscuía en las conversaciones
ajenas sin ser invitada. El proceso no le resultaba difícil esta vez, ya que la sonrisa, la
voz y las maneras del hombre eran persuasivas y encantadoras. A Tracy le hubiera
gustado de inmediato si no fuera por el hecho —hecho del que no era totalmente
consciente— de que la igualdad de los hombres aún no había cobrado cuerpo en él,
sino que era por el momento sólo teoría. La mente lo comprendía pero el hombre no
lograba todavía sentirlo. Era como los fantasmas de Hattie. Teóricamente, Barrow era
su igual, pero le resultaba desagradable oírselo decir. Entonces dijo:
—Creo sinceramente que lo que usted ha dicho con respecto a los americanos es
cierto, a pesar de que a veces he tenido dudas. No parecía una igualdad muy genuina
estando aún en boga los grandes títulos de castas; pero esos grandes títulos han
perdido ciertamente su carácter ofensivo y están enteramente neutralizados y
anulados y son inofensivos, como propiedad indiscutible de cada individuo de la
nación. Me doy cuenta de que la casta no existe ni puede existir de otro modo que
bajo el consentimiento de las masas. Pensaba que la casta se creaba y perpetuaba a sí
misma, pero parece bastante cierto que sólo se crea a sí misma y es perpetuada por la
gente a la que menosprecia, que pueden disolverla cuando quieran asumiendo ellos
mismos sus propios títulos.
—Eso es lo que yo pienso. No hay poder en el mundo que pueda evitar que
mañana treinta millones de ingleses se elijan a sí mismos duques y duquesas y se
consideren como tales. En seis meses, los antiguos duques y duquesas se habrían
retirado de la circulación. Ojalá sucediera. La propia realeza no sobreviviría a un
proceso como ése. Un puñado de gente enfurruñada contra treinta millones de

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personas eufóricas listas para la erupción. Vaya, sería como Herculano ante el
Vesubio; se necesitarían otros dieciocho siglos para encontrar los restos de Herculano
tras el cataclismo. ¿Qué es un coronel aquí en el Sur? Un don nadie, porque aquí todo
el mundo es coronel. No, Tracy —aquí Tracy se estremeció al oír su nombre—, nadie
en Inglaterra lo llamaría a usted caballero ni usted se consideraría como tal. Y le digo
que es un estado de cosas —la aceptación y tolerancia del sistema de castas por parte
del sistema mismo— que puede hacer que un hombre se encuentre a veces en
actitudes poco favorecedoras. Lo acepta inconscientemente porque se ha educado en
ese sistema y nunca lo ha puesto en duda. Es inconcebible que el Matterhorn[7] se
sienta halagado por el interés de una bonita y pequeña colina inglesa, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Bien, pues un hombre en sus cabales no puede concebir a Darwin sintiéndose
halagado por las atenciones de una princesa. Es grotesco, paraliza la imaginación. Y,
sin embargo, ese Memnon se sintió realmente halagado por las atenciones de una de
esas figuritas; él mismo lo cuenta. El sistema que permite que un dios se rebaje en su
divinidad y la profane… Oh, vaya, está viciado, está completamente viciado y
debería ser abolido. Digo.
La mención de Darwin dio origen a una discusión literaria que entusiasmó tanto a
Barrow que hasta se quitó la chaqueta para estar más cómodo. Aún conversaban
cuando los ruidosos inquilinos de la habitación llegaron gritando y aullando y
empezaron a pelearse, jugar, lavarse y otros entretenimientos por el estilo. Aún se
detuvo un momento para ofrecer a Tracy la hospitalidad de su cuarto y de su
estantería de libros y para hacerle un par de preguntas personales:
—¿Cuál es su oficio?
—Me… bueno… me llaman vaquero, pero eso es falso. No lo soy. No tengo
ningún oficio.
—¿Cómo se gana la vida?
—Oh, de ningún modo… Quiero decir que trabajaría en lo que hubiera, pero
hasta ahora no he podido encontrar ninguna ocupación.
—Quizá yo pueda ayudarlo. Me gustaría intentarlo.
—Le quedaría muy agradecido. Yo lo he intentado hasta el cansancio.
—Claro. Por supuesto, cuando un hombre no tiene un oficio lo pasa mal en este
mundo. Lo que usted necesita, creo yo, son menos lecturas y más sustancia. No sé en
qué estuvo pensando su padre. Debería tener un oficio, en cualquier caso. Pero no se
preocupe, creo que algo podremos hacer. Y no se desanime; sería un mal negocio.
Volveremos a hablar de ello y le daremos algunas vueltas. Saldrá adelante. Espéreme,
bajaré a cenar con usted.
A esas alturas, Tracy había llegado a sentir una gran simpatía por Barrow y le
hubiera llamado amigo, quizá, si no se viera tan repentinamente obligado a poner en
práctica sus teorías. Le satisfacía su compañía, en cualquier caso, y se sentía más
animoso que antes. También sentía una gran curiosidad por saber qué vocación habría

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proporcionado a Barrow una familiaridad tan notable con los libros y permitido que
leyera tantos.

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12

E
nseguida empezó a sonar la campana desde las profundidades de la casa y
el sonido fue aumentando poco a poco, creciendo en intensidad según se
acercaba a los pisos superiores. Cuanto más subía, más irritante se volvía,
hasta que se hizo completamente exasperante cuando se le unió el estallido y estrépito
de una avalancha de huéspedes bajando por la escalera sin alfombrar. La nobleza no
acudía a sus comidas de esa manera y la educación de Tracy no le había preparado
para disfrutar de aquel grotesco entusiasmo y clamor zoológico. Tuvo que confesarse
que había algo en esa extraordinaria manifestación de espíritu animal a lo que tendría
que habituarse antes de poder aceptarlo. No cabía duda de que se haría a ello, pero
hubiera preferido que el proceso fuera más lento y gradual y no tan pronunciado y
violento. Barrow y Tracy siguieron a la avalancha a través de un intenso y cada vez
más agresivo hedor a coles pasadas y otros olores similares. Olores que no se
encuentran más que en las pensiones baratas; olores que una vez percibidos ya no se
olvidan nunca; olores que años y años después son reconocidos al instante, pero
nunca con placer. Para Tracy esos olores eran sofocantes, horribles, casi
insoportables, pero mantuvo la calma y no dijo nada. Llegados a la planta baja,
penetraron en un amplio comedor donde treinta y cinco o cuarenta personas estaban
sentadas a un larga mesa. Tomaron asiento. El banquete había empezado y la
conversación discurría alegremente de un extremo de la mesa al otro. El mantel era
de tela muy tosca y había sido generosamente salpicado de manchas de café y grasa.
Los cuchillos y tenedores eran de latón, con mango de hueso; las cucharas eran de
latón o de hojalata o algo parecido. Las tazas de té y de café eran de la loza más
común, basta y pesada. Todos los utensilios de la mesa eran corrientes y baratos. Al
lado de cada plato había una única rebanada de pan, grande y gruesa, y se notaba que
todos la racionaban como si supieran que no se podía repetir. Por toda la mesa había
platitos de mantequilla al alcance de la mano (de quien tuviera el brazo largo), pero
ninguno tenía su propio platito. La mantequilla quizá era buena pero tenía más aroma
del necesario, aunque nadie comentaba nada ni parecía molesto por ello. El plato
principal del festín era un estofado irlandés muy cAllente, hecho de patatas y carne
que habían sobrado de anteriores guisos. Todo el mundo fue generosamente servido
de este plato. También había un par de grandes fuentes con lonchas de jamón y otros
comestibles de menor importancia (conservas, melaza de Nueva Orleans y cosas por
el estilo). Había igualmente té y café en abundancia, de un tipo infernal, con azúcar
moreno y leche condensada, pero el suministro de leche y azúcar no se dejaba a la
discreción de los huéspedes sino que era racionado desde los cuarteles generales: una
cucharada de azúcar y una de leche condensada en cada taza y nada más. La mesa era
servida por dos robustas mujeres negras que corrían de un sitio a otro con vivaz
eficacia, ruido y energía. Su trabajo era supervisado hasta cierto punto por la joven
Puss. Ella repartía café y té entre los huéspedes, pero, para ponerlo en sus justos

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términos, parecía más una diversión que un trabajo. Bromeaba alegremente con
algunos, tonteaba con los más jóvenes, y todo ello con gracia y salero, según ella
suponía y también los demás, a juzgar por los aplausos y risas que provocaba con sus
ocurrencias. Se veía claramente que era la favorita de varios muchachos y la novia
del resto. Adonde dirigía sus atenciones llevaba la felicidad, como se apreciaba en las
caras, y la infelicidad a donde no las dirigía, pudiéndose también apreciar en las
sombras de algunos rostros. A los primeros no les llamaba «señor» sino «Billy»,
«Tom» o «John», y ellos la llamaban «Puss» o «Hattie».
El señor Marsh estaba sentado a la cabecera de la mesa y su esposa en el otro
extremo. Marsh era un hombre de unos sesenta años y era americano; pero si hubiera
nacido un mes antes hubiera sido español. Tal como era, ya resultaba bastante
español: su cara era morena, su pelo muy negro y sus ojos no sólo excesivamente
negros, sino también muy intensos, y había algo en ellos que indicaba que podían
arder con pasión en algunas ocasiones. Era flaco y cargado de espaldas y su aspecto
general más bien desagradable. No era, evidentemente, una persona muy sociable. A
juzgar por las apariencias, era el polo opuesto de su mujer, la cual resultaba maternal
y caritativa, de buena voluntad y carácter bondadoso. Todos los jóvenes y mujeres la
llamaban Tía Rachel, lo cual era otro signo. Los ojos curiosos y escrutadores de
Tracy enseguida se fijaron en un huésped al que se había pasado por alto a la hora de
servir el estofado. Era muy pálido y tenía todo el aspecto de acabar de levantarse de
la cama tras una enfermedad y de tener que volver a ella cuanto antes. Su cara
expresaba una gran melancolía. Las olas de risotadas y conversaciones rompían en él
sin afectarlo más de lo que hubieran afectado a una roca las olas verdaderas.
Mantenía la cabeza baja y parecía avergonzado. Algunas mujeres le lanzaban miradas
de conmiseración de cuando en cuando de un modo furtivo y temeroso, y algunos de
los hombres más jóvenes sentían claramente compasión por el muchacho, una
compasión que se apreciaba en sus caras, pero en ningún otro gesto de acercamiento.
Sin embargo, la gran mayoría de los presentes mostraban una absoluta indiferencia
por el joven y sus tristezas. Marsh estaba sentado con la cabeza baja, pero uno podía
notar el malicioso brillo de sus ojos a través de sus pobladas cejas. Estaba observando
al muchacho con visible deleite. No lo tenía desasistido por casualidad y
aparentemente toda la mesa entendía ese hecho. El espectáculo estaba haciendo sentir
a la señora Marsh muy incómoda. Tenía el aspecto de alguien que cree, contra toda
evidencia, que lo imposible puede suceder. Pero como lo imposible no sucedió,
finalmente se aventuró a hablar y a recordarle a su marido que a Nat Brady no le
habían servido estofado.
Marsh alzó la cabeza y masculló con fingida cortesía:
—Oh, no le han servido, ¿verdad? Qué pena. No sé cómo he podido olvidarme.
Ah, seguro que me disculpará. Debe usted, señor… eeeh… Baxter… Barker, debe
usted disculparme. Yo… eeeh… mi atención estaba en otro asunto, no recuerdo en
cuál. Lo que más me apena es que ocurre ya en cada comida. Pero debe usted pasar

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por alto estas menudencias, señor Bunker, estas pequeñas negligencias mías. Suelen
ocurrir en cualquier caso y especialmente cuando una persona tiene… eeeh… bueno,
cuando una persona, digamos, lleva tres semanas de retraso en el pago de su pensión.
¿Coge usted lo que digo? ¿Coge la idea? Aquí está su estofado irlandés y… eeeh…
me produce un gran placer ofrecérselo y espero que usted disfrute recibiendo esta
limosna tanto como yo disfruto dándosela.
El rubor incendió las pálidas mejillas de Brady y se extendió hasta sus orejas y
frente, pero no dijo nada y empezó a comer entre el embarazo de un silencio general
y la sensación de que todas las miradas estaba fijas en él. Barrow susurró a Tracy:
—El viejo estaba esperando esta ocasión. No la hubiera dejado pasar por nada en
el mundo.
—Es una acción brutal —dijo Tracy. Luego se dijo a sí mismo, con el propósito
de consignar más tarde el pensamiento en el diario: «Bien, lo que hay en esta casa es
una república donde todos son libres e iguales, si es que los hombres son libres e
iguales en algún lugar de la tierra. He llegado al lugar que buscaba y soy un hombre
entre los hombres y en la más estricta igualdad posible para un hombre, sin duda. No
obstante, en el umbral he encontrado una desigualdad. Hay algunos en esta mesa que
son mirados con mucha consideración, por las razones que sean, y aquí hay un pobre
diablo de muchacho al que se menosprecia, se trata con indiferencia y se avergüenza
con humillaciones, cuando no ha cometido otro crimen que el bastante habitual de ser
pobre. La igualdad debería elevar el espíritu de los hombres. Yo había supuesto que
así sería».
Tras la cena, Barrow le propuso dar un paseo, y salieron. Barrow tenía un
propósito. Quería que Tracy se quitara aquel sombrero de vaquero. No veía manera
de encontrarle un trabajo mecánico o manual a nadie que fuera así vestido. Enseguida
dijo:
—Si no me equivoco, usted no es un vaquero.
—No, no lo soy.
—Bien, pues si no me juzga demasiado curioso, ¿cómo fue a dar con ese
sombrero? ¿Dónde lo consiguió?
Tracy no sabía cómo contestar a eso, pero dijo de inmediato:
—Bueno, sin entrar en detalles, me cambié la ropa con un extraño en un momento
de apuro y ahora quisiera encontrarlo para cambiar de nuevo.
—¿Y por qué no lo encuentra? ¿Dónde está?
—No lo sé. Supuse que la mejor manera de encontrarlo era continuar llevando sus
ropas, que son lo bastante particulares como para llamar su atención si nos
encontramos en la calle.
—Ah, ya, muy bien —dijo Barrow—. El resto del atuendo tiene un pasar y,
aunque no es demasiado llamativo, tampoco es como la gente suele vestir. Suprima el
sombrero. Cuando se encuentre al hombre, él lo reconocerá por el resto del traje. Es
un sombrero insólito, ya sabe, en un lugar civilizado como éste. Creo que ni un ángel

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conseguiría un empleo en Washington con un halo como ése.
Tracy estuvo de acuerdo en reemplazar el sombrero por algo más discreto y los
dos se subieron a un tranvía atestado y ocuparon con otros la parte de atrás. Poco
después, mientras el tranvía se deslizada rápidamente por sus raíles, dos hombres que
cruzaban la calle avistaron por la espalda a Barrow y a Tracy y ambos exclamaron a
la vez:
—¡Ahí está!
Eran Sellers y Hawkins. Se quedaron tan paralizados por la alegría que antes de
poder rehacerse y hacer un gesto para parar el coche, éste ya se había alejado, así que
decidieron tomar el siguiente. Esperaron un rato, hasta que a Washington se le ocurrió
que no tenía sentido perseguir un tranvía con otro, por lo que sería mejor coger un
coche de alquiler. Pero el coronel dijo:
—Si lo piensas, no hay necesidad de hacer eso. Ahora que ya lo tengo
materializado, puedo mandar en sus movimientos. Lo tendremos en casa para cuando
lleguemos.
Conque se apresuraron a llegar a casa, en un estado de gran alegría y excitación.

* * *

Tras cambiar el sombrero, los dos nuevos amigos se dirigieron paseando hacia la
pensión. Barrow sentía una gran curiosidad por el joven muchacho. Dijo:
—¿Nunca ha estado en las Montañas Rocosas?
—No.
—¿No ha recorrido las llanuras?
—No.
—¿Cuánto tiempo lleva en este país?
—Sólo unos días.
—¿Nunca había estado antes en América?
—No.
Entonces Barrow comentó para sí: «¡Qué ideas más raras tienen los románticos!
Aquí hay un joven que ha leído en Inglaterra sobre los vaqueros y sus aventuras en
las praderas. Se viene para acá y se compra un traje de vaquero. Piensa que puede
hacer de vaquero, aunque no tiene la menor experiencia. Ahora se ve metido en su
triste jueguecito y se avergüenza, queriendo dejarlo. Menudo cuento se ha inventado
como explicación. Es delgado, muy delgado. Bueno, es joven, no ha estado en ningún
sitio, no sabe nada del mundo; es un sentimental, sin duda. Quizá todo esto es natural
para él pero es una cosa muy singular, muy curiosa, realmente extravagante».
Ambos hombres se mantuvieron pensativos. Luego Tracy suspiró y dijo:
—Señor Barrow, me preocupa el caso de ese muchacho.
—¿De Nat Brady?
—Sí, Brady, o Baxter, o como sea. El viejo patrón lo llamó por varios nombres.

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—Oh, sí, ha sido muy generoso poniéndole nombres a Brady desde que Brady se
atrasa con el pago de la pensión. Bueno, es uno de sus sarcasmos. El viejo cree que es
un gran sarcástico.
—Bueno, ¿qué problemas tiene Brady? ¿Quién es Brady? ¿Qué hace?
—Brady es hojalatero. Es un joven oficial hojalatero al que las cosas iban bien
hasta que cayó enfermo y perdió su empleo. Era muy popular antes de eso; todo el
mundo en la casa lo quería. El viejo le tenía una estima especial, pero ya sabe usted
que cuando uno se queda sin trabajo y no puede mantenerse ni pagar su alojamiento
ya nadie le mira igual.
—¿Es así realmente?
Barrow miró a Tracy con extrañeza:
—Claro que es así, ¿no lo sabía? ¿Ignora usted que el ciervo herido es siempre
atacado y asesinado por los de su propia especie?
Tracy se dijo a sí mismo, mientras un malestar helado lo sobrecogía: «En una
república de ciervos y hombres donde todos son libres e iguales la desgracia es un
crimen y los prósperos llevan a los infortunados a la muerte». Luego dijo en voz alto:
—Aquí en la pensión, si uno quiere tener amigos, ser popular y que no le vuelvan
fríamente la espalda, ha de gozar de prosperidad.
—Sí —dijo Barrow—, así es. Es la naturaleza humana. Se vuelven contra Brady,
ahora que es un desgraciado, y ya no lo quieren como antes, pero no es por culpa de
Brady. Él es como siempre ha sido, tiene el mismo carácter y los mismos impulsos,
pero ellos… Bueno, Brady es una espina clavada en sus conciencias, ve usted. Saben
que deberían ayudarlo, pero son demasiado tacaños para hacerlo y sienten vergüenza.
Deberían dirigir hacia sí mismos su odio, pero en vez de eso odian a Brady porque los
hace avergonzarse de sí mismos. He dicho que era la naturaleza humana; ocurre en
todas partes. Esta pensión es simplemente un mundo en pequeño, pero el caso se
repite por doquier. Todo el mundo es igual. En la prosperidad somos populares, es
muy fácil, pero en la desdicha es muy probable que los amigos nos vuelvan la
espalda.
Las nobles teorías y los altos propósitos de Tracy empezaban a desmoronarse. Se
preguntó si sería posible que hubiera cometido un error al abandonar su propia
prosperidad para tomar la cruz de los desgraciados. Pero no quería hacer sitio a un
pensamiento como ése y lo arrojó de sí, resolviendo seguir adelante con valentía por
el camino que se había trazado.
Extractos de su diario:

Llevo ya unos cuantos días en esta colmena. No sé muy


bien qué pensar de esta gente. Poseen méritos y virtudes,
pero también otras cualidades que hacen difícil su trato. No
disfruto con ellos. En el momento en que aparecí con un
sombrero a la moda, noté un cambio. El respeto que les había

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inspirado antes se desvaneció y empezaron a tratarme con
más simpatía, incluso con familiaridad, algo a lo que no
estoy acostumbrado y que no llevo con paciencia, como he
descubierto. La familiaridad de esta gente raya en la
imprudencia, a veces. Supongo que todo está bien; no dudo
de que acabaré habituándome, pero el proceso es penoso. He
cumplido mi más caro deseo: ser un hombre más entre los
hombres, en pie de igualdad con Tom, Dick y Harry, y sin
embargo no es exactamente lo que pensaba que sería. Echo…
Echo de menos mi hogar. Me veo obligado a reconocer que
tengo nostalgia. Hay algo más, y me resisto a confesarlo,
pero lo haré: lo que más poderosamente echo en falta es el
respeto, la deferencia con la que siempre he sido tratado en
Inglaterra y que parece resultarme necesaria. Puedo pasarme
perfectamente sin el lujo, la riqueza y la sociedad a los que
estaba acostumbrado, pero añoro el respeto y no acabo de
resignarme a no tenerlo. Aquí hay respeto, hay deferencia,
pero no recaen en mí. Se les prodiga a dos individuos. Uno es
un hombre robusto de mediana edad, plomero retirado. Todos
se disputan su atención. Se rodea de pompa y ceremonia y de
autocomplacencia y mala gramática; a la mesa es el señor
Oráculo y cuando abre la boca ningún otro perro de la
perrera se atreve a ladrar. El otro es un policía destinado en
el edificio del Capitolio. Representa al gobierno. La
deferencia que se les muestra no está muy lejos de la que se
da a un conde en Inglaterra, aunque los modos sean distintos.
No hay tanta cortesía, pero la deferencia ahí está.
Sí, también existe el servilismo.
Por lo que parece, en una república donde todos son
libres e iguales la prosperidad y la posición social
determinan el rango.

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L
os días pasaban e iban haciéndose más monótonos. Los esfuerzos de
Barrow por encontrar un trabajo para Tracy resultaban inútiles. Lo primero
que preguntaban siempre era: «¿A qué Unión pertenece?».
Tracy se veía obligado a contestar que no pertenecía a ningún sindicato.
—Muy bien, entonces es imposible contratarlo. Mis muchachos no se quedarían
si yo contratara a un «esquirol», a una «rata», o como se diga.
Finalmente, Tracy tuvo una feliz idea. Dijo:
—Entonces lo que tengo que hacer, por supuesto, es afiliarme a un sindicato.
—Sí —dijo Barrow—. Eso es lo que tendría que hacer… si puede.
—¿Si puedo? ¿Resulta difícil?
—Bueno, sí —dijo Barrow—, a veces… De hecho, es bastante difícil. Pero puede
intentarlo y debe hacerlo.
De manera que Tracy lo intentó pero no tuvo éxito. Su admisión fue rechazada sin
más y se le aconsejó que volviera al país del que había venido y no intentará quitarles
el pan a hombres honrados. Tracy empezó a darse cuenta de que la situación era
desesperada y el pensamiento le heló hasta la médula. Se dijo: «Así que hay una
aristocracia de la posición social, una aristocracia de la prosperidad y aparentemente
hasta una aristocracia de los de aquí frente a los de fuera, entre los que me cuento.
Cada vez más rangos. Está claro que aquí hay muchas castas y yo pertenezco sólo a
una: la de los descastados». Ni siquiera pudo reír, aunque se vio obligado a reconocer
que la cosa tenía gracia. Se sentía tan frustrado y triste a esas alturas que ya ni
siquiera podía contemplar con filosófica complacencia los trotes de los muchachos
cada noche en las habitaciones de los pisos altos. Al principio había sido agradable
verlos relajarse y divertirse un poco tras ganarse merecidamente el jornal, pero ahora
todo eso hería sus sentimientos y su dignidad. El espectáculo le hacía perder la
paciencia. Cuando estaban de buen humor gritaban, discutían, cantaban canciones,
deambulaban por la pensión como ganado y generalmente se enfrascaban en peleas
de almohadas, golpeándose con ellas y arrojándolas por todas partes, de manera que
incluso a él le caía alguna. Siempre lo invitaban a participar. Lo llamaban «Johnny
Bull»[8] y lo invitaban con excesiva familiaridad a que se uniera a ellos. Al principio
había sobrellevado todo esto con buen humor, pero últimamente les había mostrado
con ciertas actitudes que le desagradaba y muy pronto notó un cambio en el modo en
que los muchachos lo trataban. Intentaban «jorobarlo», como ellos mismos decían en
su jerga. Nunca había sido lo que podría llamarse popular. Para decirlo con exactitud,
simplemente no había caído mal; ahora la antipatía hacia él crecía. Además, el hecho
de que pasara por una mala racha, que no encontrara trabajo y que no perteneciera a
un sindicato ni lograra que lo admitieran en alguno no ayudaba. Había notado
algunos detalles picajosos casi insignificantes, de esos que resulta difícil concretar, y

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era evidente que sólo una cosa lo protegía del insulto directo: sus músculos. Los
muchachos lo habían visto hacer ejercicio cada mañana, tras una ducha fría, y habían
notado su agilidad y complexión atlética, además de su entrenamiento boxeístico.
Ahora se sentía desprotegido y sabía que el único respeto que inspiraba era el de sus
puños. Una noche, al entrar en su habitación se encontró allí con una docena de
muchachos que mantenían una viva conversación salpicada de risotadas brutales. La
charla cesó al instante y fue sustituida por un silencio ominoso. Tracy dijo:
—Buenas noches, caballeros —y tomó asiento.
No hubo respuesta. Se sonrojó hasta la raíz del cabello, pero se forzó a no abrir la
boca. Se quedó sentado durante unos momentos en medio del incómodo silencio;
luego se levantó y salió.
Al cerrar tras de sí escuchó cómo estallaba un rugido de carcajadas. Comprendió
claramente que el propósito había sido ofenderlo. Subió entonces a la azotea, con la
esperanza de que el aire fresco calmara su espíritu y le devolviera el sosiego. Allí se
encontraba el joven hojalatero, solo y pensativo, y trabó conversación con él. Ahora
estaban hermanados por la impopularidad y la mala suerte y no les resultó difícil
encontrarse en ese común territorio y darse mutuo consuelo. Pero los movimientos de
Tracy habían sido espiados y en unos minutos sus atormentadores fueron llegando
uno a uno a la azotea, donde empezaron a pasearse de un lado a otro sin ningún
propósito. Pronto fueron cayendo algunos comentarios que parecían referirse a Tracy
o bien al hojalatero. El cabecilla del grupo era un matón de pelo corto, boxeador
aficionado, de nombre Allen, que estaba acostumbrado a mandar en los pisos
superiores y que más de una vez había intentado buscar camorra con Tracy. Se oyó
algún grito solapado, alguna risa, algún silbido y, finalmente, la diversión derivó
hacia los siguientes comentarios cruzados:
—¿Cuántos se necesitan para hacer un par?
—Bueno, generalmente con dos basta, pero a veces no tienen sustancia bastante
para hacer el par completo. —Risotada general.
—¿Qué era lo que decías hace un momento sobre los ingleses?
—Oh, nada, los ingleses están bien, sólo que… yo… ¿Qué era lo que decías tú
sobre ellos?
—Oh, sólo que tienen buenas tragaderas.
—¿Más que otra gente?
—Oh, sí, los ingleses tienen muchas más tragaderas que otra gente.
—¿Qué es lo que se tragan mejor?
—Oh, los insultos. —Otra risotada general.
—Resulta difícil hacerlos pelear, ¿eh?
—No, no mucho.
—¿No? ¿En serio?
—No, no mucho. Más bien es imposible. —Otra risotada.
—El de aquí es de los caguicas, eso seguro.

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—No puede ser de otra manera… en su caso.
—¿Por qué?
—¿No sabes el secreto de su origen?
—¡No! ¿Su origen tiene un secreto?
—Puedes apostarlo.
—¿Cuál es?
—Su padre es un aristócrata.
Allen se acercó paseando hasta donde estaba sentada la pareja; se detuvo ante
ellos y preguntó al hojalatero:
—¿Cómo andas de amigos últimamente?
—Bastante bien.
—¿Tienes muchos?
—Bueno, todos los que necesito.
—Un amigo resulta valioso a veces; como protector, ya sabes. ¿Qué crees que
pasaría si yo te arrancara la gorra y te azotara el careto con ella?
—Por favor, no me moleste, señor Allen. Yo no me he metido con usted.
—¡Contéstame! ¿Qué crees que pasaría?
—Bien, no lo sé.
Tracy intervino marcando las sílabas:
—No moleste al muchacho. Yo puedo decirle lo que pasaría.
—Oh, ¿usted puede, de veras? Muchachos, Johnny Bull puede decirnos lo que
pasaría si le arranco a este tarado la gorra y le azoto el careto con ella. Vamos a verlo.
Seguidamente le arrancó la gorra al joven y le golpeó la cara con ella. Pero antes
de poder preguntar lo que iba a pasar, realmente pasó y se encontró calentando el
suelo con la espalda. Al instante hubo jaleo y voces:
—¡Sitio, sitio, haced sitio! ¡Jugad limpio! Johnny tiene agallas; dadle una
oportunidad.
Rápidamente un cuadrilátero fue dibujado con tiza en el suelo y Tracy se dio
cuenta de que estaba tan deseoso de empezar como si su enemigo fuera un príncipe
en vez de un obrero. En el fondo esto le sorprendía porque, a pesar de que todas sus
teorías habían ido durante un tiempo en esa dirección, no estaba preparado para
encontrarse tan ansioso de medir sus fuerzas con un hombre común como era aquel
rufián. Al momento, todas las ventanas de la vecindad, así como las azoteas, se
llenaron de gente. Los hombres hicieron corro y la pelea dio comienzo. Pero Allen no
tuvo ni una oportunidad contra el joven inglés. No estaba a su altura ni en músculos
ni en habilidad. Probó el suelo una y otra vez; de hecho, en cuanto se levantaba
volvía a caer y la vecindad aplaudía y vitoreaba. Finalmente, Allen tuvo que ser
ayudado a levantarse. Tracy renunció a seguir castigándolo y la pelea llegó a su fin.
Varios amigos se llevaron a Allen en un estado bastante penoso, con la cara
ensangrentada y llena de moratones. Tracy fue rodeado por los muchachos, que lo
felicitaban y aseguraban que había hecho un gran servicio a la casa y que desde ahora

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Allen se lo pensaría mejor antes de molestar, insultar o maltratar a los huéspedes.
Ahora Tracy era un héroe, y realmente popular. Probablemente ningún otro había
llegado antes a ser tan popular en los pisos altos. Pero si había sido duro soportar las
pullas de aquellos chicos, aún más duro resultó soportar sus pródigas alaban zas y sus
muestras de admiración. Se sentía degradado, pero no se permitió analizar las razones
demasiado a fondo. Se contentaba con la idea de que se sentía degradado por haber
dado lugar a un espectáculo público, a una pelea en un tejado, para diversión de todo
el mundo en dos bloques a la redonda. Pero esta explicación no acababa de
satisfacerlo. Una vez fue un poco más allá y anotó en su diario que su caso era peor
que el del hijo pródigo. Éste tan sólo tenía que dar de comer a los cerdos, no hacerse
amigo de ellos. Pero arrojó este pensamiento de sí diciendo: «Todos los hombres son
iguales. No traicionaré mis principios. Estos hombres son tan buenos como yo».
Tracy también se había hecho popular en la planta baja. Todo el mundo le
agradecía que le hubiera bajado los humos a Allen, que lo hubiera transformado de
matón a simple bocazas. Las chicas jóvenes, de las que había una media docena, se
mostraban solícitas con Tracy, especialmente Hattie, mascota e hija de la patrona, que
le dijo, muy dulcemente:
—Pienso que es usted muy agradable.
Y cuando él le dio las gracias llamándola señorita Hattie, ella replicó, aún más
dulcemente:
—No me llame señorita Hattie… Llámeme Puss.
¡Ah, eso sí que era un ascenso! Había llegado a la cima. No había cumbres más
altas que escalar en la casa de huéspedes. Su popularidad era completa.
En presencia de la gente, Tracy mostraba un exterior sereno, pero su corazón
estaba siendo devorado por la angustia y la desesperación.
En poco tiempo ya no le quedaría dinero, y entonces ¿qué iba a hacer? Deseó
demasiado tarde haber tomado prestado un poco más de los fondos del extraño. Le
resultaba imposible dormir. Una idea torturante y obsesiva daba vueltas en su cabeza,
trazando un surco de inquietud: ¿Qué haría? ¿Qué iba ser de él? Y junto a esta
preocupación, empezó a introducirse en su ánimo algo parecido a un vago deseo de
no haber querido ingresar en la noble y gran cofradía de los mártires y haberse
quedado en casa, contentándose con ser simplemente un conde y nada más, sin otra
cosa que hacer en la vida más que las cosas que hacen los condes. Reprimió este
pensamiento tan bien como pudo, esforzándose en echarlo fuera de su mente; y
aunque a veces lo conseguía, otra vez volvía a aparecer, siempre repentinamente e
hiriéndolo como una picadura, un mordisco, una quemadura. Aprendió a reconocer su
repentina punzada. Otras ideas lo atormentaban, pero ésta le hacía un daño cortante.
Noche tras noche daba vueltas en la cama hasta las dos o las tres, con la música de
fondo de los espantosos ronquidos de los honestos trabajadores; luego se levantaba y
se refugiaba en la azotea, donde a veces conseguía descabezar un sueñecito y otras
no. Había perdido el apetito y con él las ganas de vivir. Finalmente, un día, bordeando

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el completo desAllento, se dijo, aprovechando la ocasión para sonrojarse: «Si mi
padre supiera que mi nombre americano es… él… bueno, casi tengo la obligación de
decirle cuál es. No tengo ningún derecho a amargar sus días y sus noches. Mi
infelicidad ya es suficiente para toda la familia. Realmente él debería saber cuál es mi
nombre americano». Le dio algunas vueltas y redactó mentalmente un telegrama al
efecto:

Mi nombre americano es Howard Tracy.

Esto no contenía ninguna sugerencia en especial. Su padre podría entenderlo


como quisiera y sin duda lo entendería como lo que era: el deseo afectuoso y
obediente de un hijo que intenta proporcionar a su padre un momento de felicidad.
Siguiendo el curso de sus pensamientos, Tracy se dijo: «¡Ah, pero si me envía un
cable para volver a casa! Yo… yo… no puedo hacer eso… no debo. He emprendido
una misión y no debo abandonarla por cobardía. No, no, no podría volver a casa…
al… al menos no querría volver». Y tras una pausa meditativa: «Bueno, quizá… tal
vez… sería mi deber, en estas circunstancias. Él es muy mayor y me necesita como
apoyo para descender la larga colina que le lleva al ocaso de su vida. Bueno, lo
pensaré. Sí, naturalmente no estaría bien seguir aquí. Si yo… bueno, quizá
simplemente podría ponerle unas líneas y tranquilizarlo de esa manera. Sería…
Bueno, si me ordenara volver al instante eso lo estropearía todo». Otra pausa
meditativa, y luego: «Y no obstante, si hiciera eso yo no sé… ¡Oh, Dios mío, mi casa!
¡Qué bien suena! Y es muy comprensible que uno quiera ver su casa, de cuando en
cuando».
Se dirigió a una oficina de telégrafos de la avenida y allí pudo constatar lo que
Barrow llamaba la «cortesía habitual en Washington», según la cual «te tratan como a
un vagabundo hasta que descubren que eres un congresista, y desde ese momento
babean a tu alrededor». Atendía el servicio un chico de diecisiete años, que en aquel
momento estaba atándose un zapato. Apoyaba el pie en un taburete y daba la espalda
a la ventanilla. Miró por encima del hombro, juzgó de un vistazo a Tracy, se volvió
de nuevo y continuó atándose el zapato. Tracy terminó de redactar su telegrama y
aguardó, siguió aguardando, y aún aguardó más a que la maniobra terminase; pero no
parecía que fuera a terminar nunca, así que finalmente dijo:
—¿Puede encargarse de mi telegrama?
El joven miró por encima de su hombro y con su actitud, que no con palabras,
dijo:
—¿No cree que podría esperar un minuto, si lo intentara?
De todos modos, consiguió al fin tener el cordón atado, se levantó y tomó el
telegrama, echándole un vistazo. Entonces levantó la vista, sorprendido. Había algo
en su mirada que bordeaba el respeto, casi la reverencia, o así le pareció a Tracy, ya
que llevaba tanto tiempo sin probar algo de esa especie que no estaba seguro de

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reconocer tales signos.
El muchacho leyó la dirección en voz alta, con complacencia en la voz y en el
gesto.
—¡El conde de Rossmore! ¡Anda! ¿Lo conoce?
—Sí.
—¿De veras? ¿Y él a usted?
—Bueno… claro.
—¡Vaya, que me aspen! ¿Le contestará?
—Creo que lo hará.
—¿En serio? ¿A dónde se lo enviarán?
—Oh, a ningún sitio. Vendré aquí a recogerlo. ¿Cuándo puedo venir?
—Oh, pues no sé… Yo se lo enviaré. ¿A dónde lo envío? Deme su dirección; se
lo mandaré en cuanto llegue.
Pero Tracy no tenía ese propósito. Había conseguido la admiración y el respeto
deferente del muchacho y no estaba dispuesto a perder ese precioso tesoro, lo cual
estaba asegurado si daba la dirección de la casa de huéspedes. Así que repitió que
volvería a buscar la respuesta y se fue.
Vagueaba meditando y se decía: «Hay algo muy agradable en verse respetado. He
conseguido el respeto del señor Allen y de algunos otros, y casi la deferencia de
varios, por méritos propios, por haber zurrado a Allen. Y si ese respeto y deferencia
—si es deferencia— son agradables, la deferencia basada en una sombra, una farsa,
parece aún más agradable. No tiene ningún mérito mantener correspondencia con un
conde y, sin embargo, ese chico me ha hecho sentir como si lo tuviera».
¡El telegrama ya iba camino de casa! Esta idea le proporcionaba un inmenso
alivio. Caminaba con el ánimo más ligero. Su corazón estaba lleno de felicidad.
Arrojó de sí todas sus dudas y se confesó que estaba muy contento de abandonar su
experimento y volver al hogar. El ansia por recibir la respuesta de su padre empezó a
crecer y a hacerlo con maravillosa celeridad, una vez empezado. Esperó una hora,
paseando, haciendo tiempo, pero sin lograr interesarse en nada de lo que veía, y
finalmente se presentó en la oficina de nuevo y preguntó si ya había respuesta. El
muchacho dijo:
—No, aún nada. —Luego miró el reloj y añadió—: No creo ya que llegue hoy.
—¿Por qué no?
—Bueno, ya ve que se ha hecho tarde. Nunca se puede decir dónde está una
persona al otro lado del mar ni encontrarlo cuando uno quiere. Como ve, son cerca de
las seis y allí tiene que ser de noche.
—Ah, claro —dijo Tracy—. No había pensado en eso.
—Sí, debe ser bastante tarde allí. Las diez y media o las once. Oh, sí, lo más
seguro es que no haya respuesta esta noche.

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A
sí pues, Tracy se fue a casa a cenar. Los olores del comedor parecían más
intensos y horribles que nunca y se sintió feliz pensando que muy pronto se
libraría de ellos. Cuando terminó la cena, no estaba del todo seguro de si
había comido o no y, desde luego, no había oído nada de la conversación. Su corazón
había estado bailando todo el rato, sus pensamientos se hallaban muy lejos y en su
imaginación había surgido sin ningún reproche la visión de las suntuosas recepciones
en el castillo de su padre. Hasta el lacayo vestido de terciopelo, símbolo viviente de la
farsa de la desigualdad humana, había sido recibido con placer en sus visiones. Tras
la cena, Barrow dijo:
—Venga conmigo. Le proporcionaré una alegre velada.
—Muy bien. ¿A dónde vamos?
—A mi club.
—¿Qué club es ése?
—El Club de Debate de los Trabajadores.
Tracy se estremeció ligeramente. No le contó que ya había visitado el club por su
cuenta. De algún modo, no tenía un recuerdo grato de aquello. Los sentimientos que
habían hecho tan agradable su anterior visita a aquel lugar y que lo habían llenado de
entusiasmo habían experimentado un cambio radical, hasta el punto de que no sentía
el menor deseo de volver. De hecho, incluso le avergonzaba. No quería ir y constatar,
por el rudo impacto que las ideas de aquella gente causarían en su nuevo esquema de
pensamiento, lo profundo que había sido su cambio. Hubiera preferido quedarse.
Sabía que no iba a escuchar otra cosa que sentimientos que constituirían un reproche
para él y para su flamante actitud mental, y deseó poder excusarse. Sin embargo no
quiso decir nada ni mostrar lo que sentía ni las pocas ganas de ir y se obligó a
acompañar a Barrow, con el secreto propósito de marcharse a la primera ocasión.
Después de que el conferenciante de esa noche leyera su texto, el presidente
anunció que era el momento de discutir el asunto de la conferencia anterior, «La
prensa en América». Se ensombreció el discípulo disidente al oír este anuncio, que le
traía incómodas reminiscencias. Habría deseado que se hablara de cualquier otra
cosa. Pero el debate daba comienzo, así que tomó asiento y escuchó.
En el curso de la discusión, uno de los oradores —un herrero llamado Tompkins
— acusó a todos los monarcas y nobles de la tierra por su frío egoísmo al retener sus
dignidades heredadas. Dijo que ningún rey ni hijo de rey, ningún noble ni hijo de
noble, deberían poder mirar a un semejante sin avergonzarse. Sin avergonzarse de
retener sus títulos heredados, sus propiedades y sus privilegios a costa de otras
personas; sin avergonzarse de mantener la innoble posesión de estas cosas que
representan robos y escarnios infligidos al pueblo. Dijo: «Si se encontrase entre
nosotros algún señor o el hijo de un señor, me gustaría discutirlo con él y tratar de
hacerle comprender lo injusto y lo egoísta de su posición. Trataría de persuadirlo para

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que renunciara a ella, tomara un puesto entre los hombres en términos de igualdad, se
ganara el pan con sus manos y apreciara el poco valor que tiene todo respeto ganado
desde una posición artificial, toda reverencia que no venga de los propios méritos
personales».
A Tracy le pareció estar escuchando sus propios discursos en las conversaciones
con sus amigos radicales de Inglaterra. Era como si un indiscreto fonógrafo hubiera
recogido sus palabras y las hubiera traído a través del Atlántico para acusarlo con
ellas en la hora de su defección y retirada. Cada palabra pronunciada por aquel
hombre parecía levantar una ampolla en la conciencia de Tracy y cuando el discurso
hubo terminado sintió que toda su conciencia estaba en carne viva. La profunda
compasión del orador por los millones de seres oprimidos y esclavizados en Europa
que tenían que soportar el desprecio de esa reducida élite de privilegiados,
encumbrada en brillantes alturas cuyas puertas permanecían cerradas tras ellos, era
exactamente la que él mismo había invocado tantas veces. La piedad en la voz y las
palabras del hombre era gemela de la que Tracy había llevado en el corazón y que
asomaba a sus labios cada vez que pensaba en aquellas gentes oprimidas.
El camino de vuelta fue acompañado de un profundo silencio, un silencio que
Tracy agradecía. No lo hubiera roto por nada del mundo, ya que sentía una vergüenza
que le llegaba a la médula. Iba diciéndose a sí mismo: «Qué irrefutables resultaban
sus palabras, ¡qué absolutamente irrefutables! Es despreciable, degradantemente
egoísta, conservar esos honores heredados y… y… ¡Maldita sea! Nadie más que un
perro…».
—¡Qué maldito discurso estúpido hizo el tal Tompkins!
El estallido venía de Barrow y cayó sobre el alma desmoralizada de Tracy en
oleadas refrescantes. Eran las palabras más consoladoras que el pobre apóstata
vacilante había oído nunca, porque atenuaban su vergüenza, y no hay servicio mejor
que ése cuando no puedes escapar de tus propias opiniones.
—Fumemos una pipa en mi cuarto, Tracy.
Tracy esperaba esta invitación y tenía preparada una excusa. Pero ahora estaba
contento de aceptarla. ¿Sería posible que hubiera un argumento razonable que oponer
al desolado discurso de aquel hombre? Ardía en deseos de escuchar a Barrow
intentarlo. Sabía cómo tirarle de la lengua y hacerle hablar: se trataba de refutar sus
posiciones, algo que resultaba efectivo con la mayoría de la gente.
—¿Qué tiene que objetar al discurso de Tompkins, Barrow?
—Oh, la omisión del factor de la naturaleza humana. El requerir a otro hombre lo
que uno no haría.
—Quiere decir…
—Aquí está lo que quiero decir, es muy simple. Tompkins es herrero, tiene
familia, trabaja por un salario, y duramente además. Haciendo el tonto no se gana el
pan. Supongamos que sucede que alguien se muere en Inglaterra y de pronto él se ve
convertido en conde, con una renta de medio millón de dólares al año. ¿Qué es lo que

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haría?
—Bueno, yo… supongo que tendría que rechazarlo…
—¡Hombre, lo agarraría sin perder un segundo!
—¿Usted cree?
—¿Qué si lo creo? No creo nada: lo sé.
—¿Por qué?
—Porque no es tonto.
—Entonces usted cree que si fuera tonto…
—No, no creo nada. Tonto o no tonto, lo agarraría. Cualquiera haría lo mismo en
ese caso. Cualquier bicho viviente. Y he conocido a gente que ya ha muerto y que
también se levantarían para agarrarlo. Yo lo haría.
Esto era un bálsamo, esto era curación, esto era descanso y paz y tranquilidad.
—Pero yo pensaba que usted era contrario a la nobleza.
—A la hereditaria sí. Pero ése no es el caso. Me opongo a los millonarios, pero
sería peligroso que me ofrecieran a mí sus millones.
—¿Los cogería?
—Dejaría el funeral de mi más querido enemigo para correr a tomar posesión de
sus cargas y responsabilidades.
Tracy meditó un instante y dijo:
—No sé si he seguido su razonamiento. Usted dice que se opone a la nobleza
hereditaria pero que, si tuviera la oportunidad, usted…
—¿La aprovecharía? Desde luego que sí. Y no hay un trabajador en todo ese club
que no hiciera lo mismo. No hay un abogado, doctor, editor, autor, calderero,
holgazán, presidente de los ferrocarriles, santo… ¡No hay un ser humano en los
Estados Unidos que no saltara para agarrar la ocasión!
—Excepto yo —dijo Tracy suavemente.
—¡Excepto usted!
Barrow se sulfuró tanto que apenas podía hablar y no dijo nada después de eso.
Parecía ir a desbordarse. Se levantó y se enfrentó a Tracy con una indignación que
parecía no poder ser aplacada. Por fin repitió: «¡Excepto usted!». Se paseó frente a él,
inspeccionándolo desde un ángulo, luego desde otro, desahogando su alma con la
misma fórmula: «¡Excepto usted!». Finalmente, se desplomó en la silla con el aire de
alguien que se da por vencido y dijo:
—Está dejándose los hígados y rompiéndose el alma para conseguir el trabajo
más ínfimo, el que no harían ni los perros y aún pretende hacerme creer que si
pudiera embolsarse un condado no lo haría. Tracy, no ponga a prueba mi paciencia
con esas cosas; últimamente ya no me encuentro tan bien de salud.
—Bueno, no intento poner a prueba su paciencia, Barrow. Sólo quería decir que si
alguna vez se me pone a tiro un condado…
—Yo no me preocuparía mucho por eso, de ser usted. Y además, sé perfectamente
lo que haría en ese caso. ¿Es usted diferente a mí?

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—Bueno… no.
—¿Es usted mejor que yo?
—Oh… Eeeh… Caramba, claro que no.
—¿Entonces se cree igual? ¡Vamos, dígalo!
—Vaya, que yo… El hecho es que me ha cogido por sorpresa…
—¿Por sorpresa? ¿Dónde está la sorpresa? ¡No es una pregunta difícil, creo yo!
¡Ni dudosa! Sólo mídanos en nuestros justos términos —los términos del mérito— y
por supuesto tendrá que admitir que un carpintero que trabaja a destajo por veinte
dólares a la semana, que ha adquirido la auténtica y genuina cultura del trato con la
gente, que conoce las preocupaciones, la dureza, el fracaso, el éxito; que ha subido,
ha bajado, ha subido, ha bajado; admitirá, decía, que ese carpintero es una pizca
superior a un joven como usted, que no sabe hacer nada de provecho, que no puede
ganarse el sustento de manera segura y permanente, que no tiene ninguna experiencia
de la vida y sus desafíos, ninguna cultura fuera de la cultura artificial de los libros, la
cual adorna pero no educa… ¡Vamos! ¡Si yo no iba a desdeñar un condado, cómo
demonios iba a hacerlo usted!
Tracy disimuló su alegría, aunque quería dar las gracias al carpintero por ese
último comentario. Entonces se le ocurrió una idea y habló sin más:
—Pero mire usted, no acabo de seguir el hilo de su argumentación… de sus
principios, si se pueden llamar así. No es usted consecuente. Usted se opone a los
aristócratas, pero aceptaría un condado si se lo ofrecieran. ¿Debo entender que usted
no culpa a un conde por serlo y querer seguir siéndolo?
—Ciertamente no.
—¿Y no culparía a Tompkins, o a usted mismo, o a mí, o a cualquiera, por aceptar
un condado si nos lo ofrecieran?
—Efectivamente, no lo haría.
—Bueno, pues ¿a quién culparía?
—A toda la nación, a cualquier grupo o masa de población de cualquier país que
aceptara la infamia, la ofensa, el insulto de una aristocracia hereditaria en la que ellos
no pudieran entrar en términos de igualdad absoluta.
—Vamos, ¿no se está usted embrollando al hacer distinciones donde no las hay?
—Desde luego que no. Tengo las ideas muy claras en esta cuestión. Si pudiera
extirpar un sistema aristocrático simplemente rechazando los honores que me ofrece,
entonces sería un granuja aceptándolos. Y si un número suficiente de ciudadanos se
unieran a mí para hacer la extirpación posible, sería de granujas hacer otra cosa que
ayudar en el intento.
—Creo que ya lo entiendo… Sí, he cogido la idea. Usted no culpa a los pocos
afortunados que, naturalmente, se niegan a abandonar el agradable nido en el que
nacieron; usted desprecia a la poderosa, pero estúpida masa que les permite seguir en
ese nido.
—¡Eso es, eso! Se pueden entender las cosas más simples si uno se esfuerza en

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ello.
—Gracias.
—No hay de qué. Y voy a darle un buen consejo: cuando vuelva, si encuentra a su
pueblo preparado para abolir esa vetusta afrenta, échele una mano. Pero si no es ésa
la situación y usted puede acceder a un condado, no sea tonto: cójalo.
Tracy respondió, con sinceridad y entusiasmo:
—¡Por mi vida que lo haré!
Barrow rió.
—Nunca había conocido un muchacho como usted. Empiezo a pensar que tiene
usted una gran imaginación. Para usted, el mayor disparate se convierte en algo real
en un soplo. Habla como si no le sorprendiera lo más mínimo que vinieran a ofrecerle
un condado.
Tracy se sonrojó. Barrow siguió diciendo:
—¡Un condado! Oh, sí, cójalo si se lo ofrecen. Pero mientras tanto seguiremos
buscando trabajo, humildemente. Y si le ofrecen atender un puesto de salchichas por
seis o siete dólares a la semana, mejor dejaremos lo del condado para otro año y
cogeremos el puesto.

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T
racy se fue a la cama contento de nuevo, con el ánimo tranquilo. Se había
empeñado en una ambiciosa empresa, por su honor; había luchado con
todas sus fuerzas, considerando las graves dificultades en su contra; había
sido derrotado, y ciertamente no había ahí ningún descrédito. Habiendo sido
derrotado, tenía derecho a retirarse con su honor de guerra intacto y a volver sin
prejuicios a su posición en el mundo social al que pertenecía. ¿Por qué no? Incluso el
fanático carpintero republicano lo hubiera hecho. Sí, su conciencia estaba tranquila
una vez más.
Se levantó fresco, feliz, ansioso de recibir su telegrama. Había nacido aristócrata,
había sido demócrata un tiempo y ahora volvía a ser aristócrata. Le maravillaba que
este último cambio no fuera simplemente intelectual, sino que hubiera invadido todo
su sentir. Y también le maravillaba que ese sentir pareciera mucho menos artificial
que cualquier otro que lo hubiera invadido en los últimos tiempos. También habría
podido notar, si se hubiera parado a pensarlo, que su porte se había robustecido
durante la noche y que su barbilla se mantenía ahora más alta. Llegado a la planta
baja, estaba a punto de entrar en el comedor para desayunar cuando vio al viejo
Marsh en un oscuro rincón del vestíbulo, llamándolo con un ademán imperativo. La
sangre subió a las mejillas de Tracy y dijo con actitud casi ducal de dignidad herida:
—¿Es a mí?
—Sí.
—¿Qué se le ofrece?
—Quiero hablarle… en privado.
—Este lugar es lo bastante privado para mí.
Marsh se sorprendió, y no agradablemente. Se acercó y dijo:
—Oh, en público, pues, si lo prefiere. Recuerde que no ha sido cosa mía.
Varios huéspedes se fueron acercando, interesados.
—Hable —dijo Tracy—. ¿Qué es lo que quiere?
—Bueno, ¿no se ha… eeeh… olvidado de algo?
—¿Yo? No sé de qué me habla.
—¿Ah, no? Pues piénselo un momento.
—No deseo pensar nada. No me interesa. Si le interesa a usted, hable.
—Bien —dijo Marsh, levantando la voz con un deje de ira—, anoche olvidó usted
pagar su pensión, ya que lo quiere en público.
Oh, sí, este heredero de un millón anual había estado soñando en las alturas y
había olvidado esos tristes tres o cuatro dólares. Para mayor desdicha, se lo echaban
en cara en presencia de extraños; extraños en cuyos rostros empezaba a asomar un
goce nada caritativo ante el cariz que iba tomando la situación.
—¿Eso es todo? Tome su dinero y dele un descanso a su espíritu.
Tracy se llevó la mano al bolsillo con colérica decisión. Pero no la sacó de allí. El

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color desapareció de su rostro. Los presentes manifestaron aún mayor interés y
algunos de ellos una intensa satisfacción. Hubo una incómoda pausa; luego se obligó
a decir, con dificultad:
—¡Me han robado!
Los ojos de Marsh llamearon con fuego español y exclamó:
—¿Conque robado? ¡Vaya cantinela! Ésa ya ha sonado en esta casa demasiado a
menudo; todo el mundo la canta si no pueden trabajar cuando quieren y si no quieren
trabajar cuando pueden. Que alguien vaya a buscar al señor Allen, que también tiene
pito que tocar aquí y él es el siguiente. Anoche también se olvidó de pagar y lo estoy
esperando.
Una de las mujeres negras bajó corriendo las escaleras tan pálida como un caballo
alazán y llena de congoja y excitación:
—¡Señó Marsh, el señó Allen ha volao!
—¡Qué!
—¡Sí, señó, y ha limpiao la habitazión! ¡Se ha llevao las toayas y el jabón!
—¡Mientes, pícara!
—¡Que sí, que es verdá lo que digo. Se ha llevao los calcetines del señó Summer
y la camisa del señó Naylor!
A esas alturas, el señor Marsh estaba a punto de estallar. Se volvió a Tracy:
—Conteste ya. ¿Cuándo se va a poner al corriente?
—Hoy mismo, ya que parece tener tanta prisa.
—¿Hoy? ¿Siendo domingo y sin trabajo? Me gusta eso. Dígame, ¿de dónde va a
sacar el dinero?
Tracy recobraba el ánimo. Para impresionarlo dijo:
—Estoy esperando un telegrama de mi casa.
El viejo Marsh se quedó helado de sorpresa. La idea era tan inmensa, tan
extravagante, que lo dejó sin Allento unos segundos. Cuando se recuperó, afloró todo
su sarcasmo:
—Un telegrama. ¡Atención, señoras y caballeros, está esperando un telegrama!
¡Un telegrama este zoquete, este holgazán, este farsante! De su padre, ¿no? Sí, sin
duda. A un dólar o dos la palabra, ¡oh, eso no es nada! No prestan atención a tales
bagatelas los padres como ése. Porque su padre es… eeeh… bueno, creo que es…
—¡Mi padre es un conde inglés!
Los presentes se quedaron aterrados, aterrados de la sublime desfachatez de aquel
holgazán. Luego estallaron en una carcajada que hizo resonar los cristales de las
ventanas. Tracy estaba tan ofuscado que no se dio cuenta de que había hecho una
tontería. Dijo:
—Apártense, por favor. Yo…
—Espere un momento, Su Señoría —dijo Marsh con una reverencia—. ¿A dónde
va Su Señoría?
—A por el telegrama. Déjeme pasar.

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—Discúlpeme, Su Señoría. Usted se queda donde está.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no he nacido ayer. Significa que no soy de los que se la da con
queso el hijo de un cochero que viene aquí a gandulear porque lo han echado de su
casa. Significa que usted no se mueve de aquí.
Tracy dio un paso hacia el viejo, pero la señora Marsh se interpuso y dijo:
—No, señor Tracy, por favor. —Se volvió a su marido y dijo—: Refrena tu
lengua. ¿Qué ha hecho para que lo trates así? ¿No ves que ha perdido la cabeza con
tantos problemas y disgustos? No es responsable de lo que dice.
—Gracias por su bondad, señora, pero no he perdido la cabeza. Y si se me
concede el simple privilegio de acercarme a la oficina de telégrafos…
—¡Que no, que no puede! —gritó Marsh.
—… o enviar a alguien…
—¡Enviar a alguien! Esto es el acabóse. Si hay alguien tan estúpido como para ir
a hacer ese recado absurdo…
—Aquí llega el señor Barrow. Él irá por mí. Barrow…
Un círculo de exclamaciones lo rodeó:
—Escucha, Barrow, ¡está esperando un telegrama!
—¡Un telegrama de su padre!
—¡Un telegrama del aristócrata!
—¡Y escucha, Barrow, que dice que es un conde! ¡Quítate el sombrero, hazle una
reverencia!
—Sí, se ha dejado olvidada la corona que se pone los domingos. Ha escrito a su
papi para que se la mande.
—Debes ir tú a buscar el telegrama, Barrow. Su Majestad está un poco
indispuesto hoy.
—¡Ya está bien! —gritó Barrow—. ¡Dadle un respiro al muchacho!
Se volvió y le dijo, con alguna severidad:
—Tracy, ¿qué le ocurre? ¿Qué clase de tonterías ha estado diciendo? Debe tener
más seso.
—No he estado diciendo tonterías, y si va usted a la oficina de telegramas…
—Oh, cállese. Soy su amigo en las dificultades y fuera de ellas, de frente y por la
espalda, ante cualquier circunstancia. Pero usted ha perdido la cabeza, creo yo, y esta
locura del telegrama…
—¡Yo iré a buscarlo!
—Gracias de todo corazón, Brady. Le daré un escrito de autorización ahora
mismo. Vuele y tráigalo. ¡Pronto se aclarará todo!
Brady salió a escape. Inmediatamente, una especie de calma se instaló en el
grupo, la cual traslucía alguna duda, alguna desazón que podría trasladarse a estas
palabras: «Quizá es verdad que está esperando un telegrama, quizá tiene un padre en
algún sitio. ¡Quizá nos hemos pasado de listos!».

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La charla cesó; luego murieron los murmullos y susurros. El grupo empezó a
disgregarse y unos y otros se fueron acercando a la mesa del desayuno. Barrow
intentó que Tracy también entrara, pero éste dijo:
—Aún no, Barrow. Enseguida.
La señora Marsh y Hattie también intentaron persuadirlo con bondad y gentileza,
pero él dijo:
—Esperaré a que vuelva.
Incluso el viejo Marsh empezó a sospechar que quizá había sido «un poco
impulsivo», como él lo calificaba para sí, y se acercó vagamente a Tracy con una
especie de invitación en los ojos. Pero Tracy lo mantuvo alejado con un gesto que
resultaba muy claro y elocuente. Luego siguió el cuarto de hora más silencioso que
hubiera conocido aquella casa a esas horas del día.
Había tal silencio y era tan solemne que cuando alguien dejaba su taza sobre el
platillo los demás se sobresaltaban y el sonido resultaba tan indecoroso y fuera de
lugar como si aquello fuera un duelo en el que se esperara la llegada del féretro y los
parientes. Y cuando, finalmente, se oyeron los pasos de Brady resonando en las
escaleras, el sacrilegio pareció intolerable. Todo el mundo se levantó despacio y se
volvió hacia la puerta donde aguardaba Tracy. Luego, en un impulso común,
avanzaron un paso o dos en esa dirección y se detuvieron. En eso apareció el joven
Brady, jadeante, que puso en la mano de Tracy, de eso no cabía duda, un sobre. Tracy
lanzó una mirada victoriosa a los curiosos y la mantuvo hasta que uno a uno fueron
agachando los ojos, vencidos y avergonzados. Entonces rasgó el sobre y leyó el
mensaje. El papel amarillo cayó de sus manos y revoloteó hasta el suelo, mientras se
le ponía la cara blanca. Sólo contenía una palabra:

Gracias

El bufón de la casa, el alto y huesudo Billy Nash, calafate en el astillero, estaba de


pie entre los del grupo. En medio del patético silencio que ahora había caído en el
vestíbulo y que había movido a algunos corazones a la compasión, empezó a
gimotear; luego se llevó el pañuelo a los ojos y hundió la cara en el cuello de uno de
los más tímidos entre los presentes, un herrero del astillero, chillando: «¡Oh, papi!
¿Cómo has podido?». Y tras eso empezó a berrear como un niño de pecho, si es que
alguien puede imaginarse a un niño con la voz enérgica y devastadora de un burro.
Tan perfecta era su imitación del llanto de un bebé, tan alta su escala y tan
ridícula la actuación, que toda la gravedad del momento se esfumó del lugar como
arrastrada por un huracán, y casi todos se unieron en un estallido de carcajadas
provocadas por su exhibición. Luego el pequeño grupo empezó a cobrarse su
venganza; venganza por la incomodidad y la aprensión que habían sentido poco
antes. Se mofaban de su pobre víctima, lo provocaban, lo hostigaban, como perros
con un gato acorralado. La víctima se defendía con amenazas y desafíos que incluían

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a todo el grupo y que sólo lograban añadir al juego más gusto y variedad. Pero
cuando cambió de táctica y empezó a dirigirse a los individuos, llamándolos por su
nombre, la diversión perdió su gracia y el interés del espectáculo fue decreciendo
junto con el ruido.
Finalmente, Marsh parecía ir a retomar la cuestión, pero Barrow dijo:
—Ya está bien, es hora de dejarlo. El problema es de dinero. Pues yo me hago
cargo de eso.
La angustiada y preocupada patrona lanzó a Barrow una mirada de
agradecimiento por su defensa del extranjero ofendido; y la mascota de la casa, un
auténtico lucero con su raído y barato vestido de domingo, le mandó un beso con la
punta de los dedos y dijo, con la sonrisa más adorable y un gentil movimiento de
cabeza:
—¡Es usted el único caballero presente y me quito el sombrero por usted,
queridísimo amigo!
—¡Qué desvergüenza, Puss! ¡Qué manera de hablar es ésa! ¡Nunca he visto otra
niña igual!
Comenzó entonces una larga pelea para convencer a Tracy —con halagos bajo
tales disfraces— de que debía comer algo. Al principio, dijo que jamás volvería a
comer en aquella casa y añadió que tenía suficiente fortaleza de espíritu, así lo creía,
para dejarse morir de hambre ante la alternativa de comer su pan con insultos.
Cuando terminó de desayunar, Barrow se lo llevó a su habitación, le alargó una
pipa y dijo alegremente:
—Ahora, viejo amigo, arríe usted su bandera de batalla; ya no está en campo
enemigo. Está usted algo deprimido a causa de sus problemas y eso es lógico, pero no
les dé más vueltas de la cuenta. Mantenga sus pensamientos lejos de esos problemas
por el medio que sea, y cálmese. Es lo mejor para la salud. Revolcarse en los
problemas es mortífero, realmente mortífero, y estoy usando la palabra más suave
que se me ocurre. Debe mantener su mente distraída con otras cosas. Debe hacerlo.
—¡Ay, pobre de mí!
—¡No! Eso es autocompasión. Es justo lo que decía. Tiene usted que abandonar
esas ideas y distraerse, como forma de salvación.
—Eso es fácil de decir, Barrow, pero ¿cómo voy a distraerme, entretenerme,
divertirme cuando me veo de pronto asaltado y sobrepasado por desastres que nunca
hubiera podido soñar y para los que no estaba preparado? No, no. La sola idea de
distraerme me repele. Hablemos de muertes y funerales.
—No, aún no. Eso sería como dar el barco por perdido. Yo lo distraeré. Antes de
que usted terminara de desayunar, envié a Brady en busca del remedio que usted
necesita.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
—¡Bien, siente curiosidad! Aún hay esperanzas para usted.

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B
rady llegó con una caja y luego se fue, tras decir: «Están terminando uno,
pero vendrán tan pronto como puedan».
Barrow sacó de la caja un retrato al óleo sin marco, lo examinó a la luz
sin decir nada y luego buscó otro, lanzando entretanto una mirada furtiva a Tracy. La
solemnidad pétrea en la cara de Tracy permaneció inalterable y éste no dio muestras
del menor interés. Barrow colocó un segundo retrato junto al primero y lanzó otra
mirada mientras buscaba el tercero. La imagen de piedra se ablandó un poco. El
número tres logró una sonrisa del fantasma. El número cuatro derritió toda su
indeferencia y el número cinco le provocó una carcajada que aún duraba cuando el
número catorce tomó su sitio en la habitación.
—Oh, ya está usted mejor —dijo Barrow—. Ya ve que aún puede divertirse.
Los cuadros eran horrorosos en cuanto al color y atroces en el dibujo y la
expresión. Pero el aspecto que producía más repulsa y que los hacía tan divertidos era
un aspecto que no aparecía en cada uno por separado sino que producía su efecto con
la repetición. Un obrero vestido aparatosamente, en actitud majestuosa, con la mano
apoyada en un cañón en tierra y al fondo un barco anclado… Esto es simplemente
curioso. Pero cuando uno ve el mismo cañón y el mismo barco en catorce cuadros
puestos en hilera y con diferentes obreros de pie en la misma actitud, la cosa ya pasa
a ser cómica.
—Explíqueme, explíqueme estas aberraciones.
—Bueno, no son producto de una única inteligencia, de un único talento. Se han
necesitado dos para producir estos milagros. Es una colaboración. Uno de los artistas
pinta la figura, el otro los fondos. El artista de la figura es un zapatero alemán con
una pasión autodidacta por el arte; el otro es un viejo y bondadoso marinero yanqui
cuya destreza se limita a este barco, este cañón y este trocito de mar petrificado.
Producen estas cosas por veinticinco centavos y los cobran a seis dólares la pieza. Y
pueden despachar un par de ellos al día cuando cae lo que llaman marea alta, es decir:
inspiración.
—¿Y de verdad la gente paga por estas calamidades?
—Vaya si lo hacen, y de muy buena gana, además. Y estos creadores de abortos
podrían doblar sus ganancias pintando mujeres, si al capitán Saltmarsh se le dieran
bien los caballos, los pianos o las guitarras, en vez de los cañones. El hecho es que
saturan de cañones el mercado, hasta el mercado masculino. Estos catorce proceden
de clientes que no quedaron satisfechos. Uno es un viejo bombero y hubiera preferido
una bomba de incendios en vez del cañón; otro es piloto de un remolcador y quería
un remolcador en lugar del barco… Y así todos. Pero el capitán no sabe pintar un
remolcador medio decente y una bomba de incendios está a mil millas de sus
posibilidades.
—Ésta es la más extraordinaria forma de estafa que haya conocido en mi vida. Es

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muy interesante.
—Sí, y lo mismo puede decirse de los artistas. Son totalmente honrados y
sinceros. Y el viejo marinero es muy religioso, un devoto estudioso de la Biblia, la
cual cita todo el rato erróneamente. No conozco un hombre más bueno ni con mejor
corazón que el tal Saltmarsh, aunque también blasfema lo suyo, a veces.
—Suena perfecto. Me gustaría conocerlos, Barrow.
—Va a tener la ocasión. Creo que ya los oigo llegar. Los estudiaremos junto con
su obra, si quiere.
Los artistas entraron y todos se estrecharon las manos calurosamente. El alemán
tenía unos cuarenta años y era carnoso, con una brillante cabeza calva, rostro amable
y maneras educadas. El capitán Saltmarsh rondaba los sesenta, alto, erguido, de
complexión fuerte, con el pelo y las patillas negras como el carbón, la piel curtida y
unos andares y presencia que indicaban mando, confianza y decisión. Sus callosas
manos y sus muñecas estaban cubiertas de tatuajes y cuando entreabría los labios
dejaba ver unos dientes blancos y sin tacha. Su voz era baja y profunda como el
órgano de una iglesia y hubiera podido alterar la tranquilidad de una llama de gas a
cincuenta yardas de distancia.
—Son unos cuadros preciosos —dijo Barrow—. Estábamos examinándolos.
—Es un grran plaserr que les gusten —dijo Handel, el alemán, muy complacido
—. Y a usted, Herr Tracy, ¿tambiénn le han gustaddo?
—Puedo decir honestamente que nunca había visto nada igual.
—Schön! —gritó el alemán, alborozado—. ¿Ha oído, gapitán? Aquí tenemos un
caballerro, sí, que aprresia nuestrro arrte.
El capitán estaba encantado, y dijo:
—Bueno, señor, estamos muy agradecidos por sus cumplidos, aunque ahora no
sean tan escasos como solían ser antes de hacernos una reputación.
—Hacerse una reputación es lo más difícil en todos los campos, capitán.
—Así es. No basta con saber hacer un nudo de lasca; tienes que mostrar a los
demás que sabes hacerlo. Eso es la reputación. Una buena palabra, dicha en el
momento oportuno, ésa es la palabra que define lo que somos. Y para el diablo lo que
el diablo piense, como dice Isaías.
—Eso es muy pertinente; ha dado justo en el blanco —dijo Tracy.
—¿Dónde estudió usted arte, capitán?
—No he estudiado. Es un don natural.
—Ha nassido con ese cañón dentrro. Él no ha hecho nada, su guenio ha hecho
todo el trrabajo. Si estuvierra dorrmido y le pusieran un lápis en su mano saldrría un
cañón. ¡Por Crraso, si él pudierra hacerr un piano o una gitarra o un órrgano,
harríamos una forrtuna, una auténtica forrtuna, porr San Juan!
—Bueno, es una inmensa pena que el negocio esté entorpecido y limitado de esa
desafortunada manera.
El capitán pareció excitarse:

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—¡Usted lo ha dicho, señor Tracy! ¿Entorpecido? Eso es lo que yo digo. Vaya,
mire usted, este individuo del número once es un cochero, un cochero muy próspero,
debo decir. Él quería su coche en el cuadro, en el lugar del cañón. Yo salvé esa
dificultad diciéndole que el cañón era nuestra marca de fábrica, por decirlo así, el
detalle que prueba que el cuadro es obra nuestra, y que temía que si no lo poníamos la
gente no estuviera segura de que era un Saltmarsh-Handel. Y ahora usted…
—¿Cómo, capitán? Se engaña a sí mismo, ciertamente. Todo el que haya visto
alguna vez un genuino Saltmarsh-Handel está a salvo de falsificaciones para siempre.
Ráspelo, córtelo, despelléjelo en cada detalle salvo el color y la expresión y ese
hombre lo reconocerá y lo apreciará…
—¡Oh, qué felis me hase oirr esas exprresiones!
—… y seguirá diciéndose lo que se habrá dicho cien veces antes, que el arte de
Saltamarsh y Handel es un arte único, que no es posible encontrar ni en los cielos ni
en la tierra nada que se le parezca.
—¡Por carridá! Nur horen Sie einmal! En mi vida he oído palabrras tan
prreciosas.
—De manera que le dije lo del coche, señor Tracy, pero él siguió con el asunto y
me dijo que entonces pusiera un carruaje fúnebre —porque él es socio de unas
pompas fúnebres, aunque no el propietario— y ya se hablaría del precio, ya sabe.
Pero no me salen los carruajes fúnebres, igual que no me salen los coches. Conque así
estamos, en tablas, ya ve. Y lo mismo pasa con las mujeres y demás. Vienen y piden
un cuadro coqueto…
—¿Son los accesorios los que hacen el género?
—Sí… Un cañón, un gato o cualquier cosilla de ésas es lo que le da el tirón.
Podríamos hacer un negocio prodigioso con las mujeres si pudiéramos poner las
cosas que les gustan, porque la artillería no les hace tilín. Es culpa mía —continuó el
capitán con un suspiro—. Andy los remata estupendamente. ¡Le aseguro que es un
artista como la copa de un pino!
—¡Escuchen a este viego amiggo! ¡Siemprre me dise alabansas como essa! —
ronroneó el complacido alemán.
—¡Ustedes mismos pueden verlo! Catorce retratos en fila. Y no hay dos iguales.
—Ahora que lo dice, es cierto. No me había dado cuenta. Es muy notable. Único,
diría yo.
—Eso es lo que yo digo. Eso es lo que tiene Andy: puede discernir. «El
discernimiento es el ladrón del tiempo». Salmos, cuarenta y nueve. Pero no es el
caso. Es la honestidad lo que cuenta al final.
—Sí, es realmente grande en ese aspecto, está uno obligado a admitirlo. Pero —y
no piense que es una crítica—, ¿no le parece que la técnica es un poco recia?
La cara del capitán no acusó el comentario y permaneció inexpresiva mientras
murmuraba para sus adentros: «Técnica-técnica-politécnica-pirotécnica; o sea: fuegos
artificiales, demasiado color». Luego habló con serenidad y confianza:

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—Bueno, sí, llena bastante el color, pero a la gente le gusta así, ya sabe. Es el
alma del negocio. Tomemos ese número nueve, Evans, el charcutero. Vino al estudio
tan descolorido como nadie que usted haya conocido. Y mírelo ahora: no podría decir
que no tiene la escarlatina. Bueno, pues al charcutero le gustó a muerte. Estoy
haciendo un estudio de una ristra de salchichas para colgarla en el cañón y no estoy
seguro de que me salga bien, pero si lo consigo el charcutero quedará encantado.
—Indudablemente su compinch… quiero decir, su compañero de oficio… es un
gran colorista…
—Oh, danke schön!
—De hecho, un colorista extraordinario. Un colorista, me atreveré a decirlo, sin
parangón aquí o en el extranjero, y con una pincelada audaz y efectiva, una pincelada
como un ariete; y un estilo tan peculiar y romántico, tan extraño y ad libitum, tan
introspectivo que… que… ¿Es… es impresionista, supongo?
—No —dijo el capitán modestamente—. Es presbiteriano.
—Se nota en todo… en todo. Hay algo divino en su arte… Mística,
insatisfacción, anhelo, inclinación al brumoso horizonte, vago murmullo de los
espíritus de las distancias ultramarinas y de los profundos cataclismos del espacio por
crear… Oh, él… él… ¿nunca le ha dado por el temple?
El capitán contestó categóricamente:
—¡No que se sepa! Pero a su perro sí y…[9]
—Oh, no; no erra mi perro.
—Cómo, si dijiste que era tu perro.
—Oh, no, gapitán, yo…
—Era un perro blanco, ¿no?, con la cola cortada y una sola oreja y…
—¡Ese erra, ese erra, ese mismo perro! Carramba, no querría comer y…
—Bueno, no importa… ¡Dios del Cielo! No he visto otro hombre igual. Puede
empezar con eso del perro y estar discutiendo un año. Que me ahorquen si no le he
visto discutir sin parar durante dos horas y media.
—Bueno, capitán —dijo Barrow—, eso serán habladurías.
—No, señor, no son habladurías… Discutía conmigo.
—No sé cómo pudo soportarlo.
—Oh, no hay más remedio si se anda con Andy. Pero es su único defecto.
—¿No tiene miedo de que se le pegue a usted?
—Oh no —dijo el capitán tranquilamente—. No hay peligro de eso, creo yo.
A continuación, los artistas se despidieron. Barrow apoyó las manos en los
hombros de Tracy y dijo:
—Míreme a los ojos, muchacho. Así, fijamente. Ya está usted, como había
pensado, o más bien deseado: completamente bien, gracias a Dios. No le pasa nada a
su cerebro. Pero no vuelva a hacerlo… ni en broma. No es juicioso. No le hubieran
creído aunque fuera realmente el hijo de un conde. Es imposible, no podrían. ¿Qué le
pasó para salir con esa chifladura? Pero no importa, no hablemos más de ello. Fue un

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error, usted mismo puede verlo.
—Sí… fue un error.
—Bien, olvidémoslo. No le ha hecho daño. Juntemos coraje y no se obsesione, no
se rinda. Yo soy su apoyo y saldremos adelante, sin miedo.
Cuando Tracy se hubo ido, Barrow comenzó a pasearse por la habitación,
intranquilo. Se decía: «Estoy preocupado por él. No habría montado un número como
ése si no estuviera un poco desequilibrado. Pero yo sé lo que estar sin trabajo y sin
perspectivas puede hacer en un hombre. Primero le hace perder el ánimo y arrastrar
su orgullo por el barro; la preocupación hace el resto y la mente se desquicia. Debo
hablar con esta gente. Si hay en ellos algo de humanidad —y debe haberla en el
fondo— se portarán mejor con él si piensan que los problemas le han trastornado el
seso. Pero tengo que encontrarle un trabajo. El trabajo es la mejor medicina para su
mal. ¡Pobre diablo! Lejos de casa y sin un amigo…».

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E
n cuanto se vio solo, los ánimos de Tracy se desvanecieron y lo apurado de
su situación se le hizo patente. Estar sin dinero y dependiendo de la caridad
del carpintero ya era bastante malo, pero haberse proclamado hijo de un
conde delante de aquella burlona e incrédula concurrencia y, lo peor de todo, el
humillante resultado del hecho, era una tortura insoportable. Decidió que nunca más
haría el papel de hijo de conde ante una audiencia incrédula.
La respuesta de su padre había sido un golpe que no podía explicarse. A veces
pensaba que su padre habría imaginado que podría encontrar trabajo en América sin
dificultad y que habría decidido dejarle intentarlo y curarse de su radicalismo por la
fuerza de la dura, fría y desoladora experiencia. Ésta parecía ser la teoría más
plausible, aunque no lo satisfacía enteramente. Una teoría más esperanzadora es que a
aquel telegrama le seguiría otro más amable, pidiéndole que volviera a casa. ¿Debería
escribir a su padre, arriando sus banderas y pidiendo un billete de vuelta? Oh, no, no
podría hacer eso jamás. O al menos, aún no. El telegrama llegaría, seguro que
llegaría. Así que fue de una oficina de telégrafos a otra cada día durante una semana,
preguntando si había un telegrama para Howard Tracy. No, no había ninguno. Eso era
lo que le decían al principio. Más tarde, ya le contestaban antes de que tuviera tiempo
de preguntar. Finalmente, se limitaban a negar con la cabeza impacientemente en
cuanto le echaban la vista encima. Después de eso, la vergüenza le impidió volver.
Ahora estaba en los peldaños más bajos de la desesperación. Cuanto más
intentaba Barrow encontrarle trabajo, menos esperanzadoras se presentaban las
posibilidades de lograrlo. Al final le dijo a Barrow:
—Mire, tengo que hacerle una confesión. He llegado hasta un extremo en el que
no sólo soy capaz de reconocer ante mí mismo que soy un inútil lleno de falso
orgullo, sino también de reconocerlo ante usted. Bien, he permitido que usted se
cansara buscándome trabajo cuando ha habido una posibilidad abierta desde el
principio. Perdone mi orgullo, lo que quedaba de él. Ahora ya no queda nada y puedo
confesar que si esos espantosos artistas necesitan otro compinche yo soy su hombre,
aunque me muera de vergüenza.
—¡No! ¿De verdad sabe usted pintar?
—No tan mal como ellos. No, no digo que sea un genio; de hecho, soy un
aficionado muy discreto, un pintamonas, un simple sarcasmo artístico. Pero borracho
o dormido puedo dar ciento y raya a esos bucaneros.
—¡Chóquela! ¡Me apetece gritar de alegría! Oh, le aseguro que estoy
inmensamente contento y aliviado. ¡Trabajar da la vida! No importa el trabajo, eso es
lo de menos. Cualquier trabajo representa la felicidad cuando se ha estado uno
consumiendo por encontrarlo. ¡Sé bien lo que digo! Vamos, buscaremos a esos
muchachos ahora mismo. ¿No se siente mejor ahora? Yo desde luego sí.
Los filibusteros no estaban en casa. Pero sus «obras» sí, esparcidas en profusión

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por todo el pequeño y zarrapastroso estudio. Cañones a la derecha, cañones a la
izquierda, cañones al frente… Aquello parecía un nuevo Balaclava.[10]
—Aquí está el cochero insatisfecho, Tracy. Convierta el proceloso mar en verde
césped y el barco en un coche. Que los muchachos caten una muestra de su talento.
Los artistas llegaron cuando aplicaba la última pincelada. Se quedaron
transfigurados de admiración.
—¡Por mi alma que es un coche espectacular! El cochero se va a volver loco
cuando lo vea, ¿verdad, Andy?
—¡Oh, es espléndiddo, espléndiddo! Herr Tracy, ¿por qué no nos digo que erra
usted un arrtista tann sublime? ¡Sannto Dioss, si usted vivierra en Parrís serría
considerrado un genio, segurro!
Enseguida llegaron a un acuerdo. Tracy ingresó en la compañía como socio de
pleno derecho y empezó a trabajar de inmediato, con ahínco y energía,
reconstruyendo joyas del arte cuyos accesorios no habían dejado satisfechos a los
clientes. Bajo su mano, ese día y otros sucesivos, fueron desapareciendo las artillerías
para dejar sitio a emblemas de paz y comercio, como gatos, coches, salchichas,
remolcadores, bombas de incendios, pianos, guitarras, rocas, jardines, macetas,
paisajes… Cualquier cosa que se solicitara, él la ponía; y cuanto más absurdo y fuera
de lugar resultara el objeto requerido, más disfrutaba haciéndolo. Los piratas estaban
encantados, los clientes aplaudían, el bello sexo acudía en rebaño y la prosperidad de
la empresa no paraba de aumentar. Tracy se vio obligado a confesarse que había algo
en trabajar —aunque se tratara de un trabajo grotesco y humilde— que satisfacía
placenteramente en su interior algo que nunca antes había sido satisfecho y que le
proporcionaba una extraña y nueva dignidad en su concepto de sí mismo.

* * *

El congresista sin competencias por Cherokee Strip se encontraba en un estado de


profundo abatimiento. Durante bastante tiempo había llevado una vida que más se
parecía a una especie de muerte, ya que consistía en alternar regularmente días de
brillantes esperanzas y de negro desAllento. Las brillantes esperanzas venían de la
mano del mago Sellers y siempre prometían que por fin se había hallado el truco
seguro que enviaría al materializado vaquero, antes de la noche, derechito a la
Mansión. El negro desAllento consistía en el persistente y monótono fracaso de tales
profecías.
En el momento en que se encuentra esta historia, Sellers estaba muy desalentado,
porque los remedios habituales resultaban inútiles a la hora de levantar el ánimo a
Hawkins. Algo había que hacer, reflexionó. Rompía el corazón esa tristeza, ese
abatimiento sombrío, esa ciega desesperación que se leía en el rostro del pobre
amigo. Sí, había que alegrarlo. Reflexionó unos momentos y entonces tuvo una idea.
Con su característico estilo casual, dijo:

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—Eeeh… uuuh… A propósito, Hawkins, nos encontramos algo desanimados con
la marcha de este asunto… la materialización. Quiero decir: nos encontramos
desanimados, estarás de acuerdo.
—¿Que si estoy de acuerdo? Sí, claro.
—Muy bien, estupendo, perfecto. Ahora bien, vamos al cogollo. No se trata de
algo que afecte a nuestro corazón, a nuestros sentimientos. O sea: no es que queramos
al materializado por él mismo. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, sí, lo estoy, claro que sí.
—Muy bien, entonces; vamos progresando. En suma: el sentimiento, estamos de
acuerdo, no está ligado a la simple conducta del materializado; estamos de acuerdo en
que no surge de ningún dolor que el materializado pudiera mitigar. Pues bien —dijo
el conde, con el brillo del triunfo en los ojos—, la lógica inexorable de la situación
nos lleva a lo siguiente: nuestro sentimiento se debe a la pérdida de dinero que ello
implica. ¿Es así o no?
—Dios sabe que sí, con toda certeza.
—Muy bien. Cuando se encuentra la causa de un mal, también se encuentra su
remedio, como en este caso. En este caso se requiere dinero. Y sólo dinero.
La acostumbrada seducción vibraba en el aire, en el tono de confianza, en estas
palabras que los libros suelen llamar estimulantes. Los ya conocidos signos de fe y
esperanza aparecieron en el semblante de Hawkins, el cual dijo:
—¿Sólo dinero? ¿Quiere decir que conoce la forma de…?
—Washington, ¿tú crees que sólo tengo los recursos que dejo que el público y mis
íntimos amigos conozcan?
—Bueno, yo… eeeh…
—¿Crees posible que un hombre aleccionado por la naturaleza y entrenado por la
experiencia en mantener sus asuntos a salvo, con una lengua cauta y desconfiada, no
sería lo bastante juicioso como para haberse reservado algunos recursos para un día
de lluvia, teniendo tantos donde escoger?
—¡Oh, eso me hace sentir mucho mejor, coronel!
—¿Has estado alguna vez en mi laboratorio?
—Caramba, no.
—Ahí está. Ya ves que ni siquiera sabías que tenía uno. Ven conmigo. Tengo allí
un pequeño invento que quiero enseñarte. Lo he mantenido en absoluto secreto; ni
cincuenta personas saben de él. Yo soy así, siempre he sido así. Hay que esperar hasta
que esté listo, ésa es la idea; y entonces… ¡zaca! ¡Lo das a conocer!
—Vaya, coronel, no he conocido a otro hombre en el que tenga más confianza
que en usted. Cuando usted dice algo, siempre siento que es la última palabra, como
si fuera la evidencia, la prueba y todo lo demás.
El viejo conde estaba profundamente complacido y emocionado.
—Me alegro de que creas en mí, Washington. No todo el mundo lo hace.
—Siempre he creído en usted. Y siempre lo haré mientras viva.

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—Gracias, muchacho. No te arrepentirás. —Llegados al «laboratorio», el conde
prosiguió—: Ahora echa un vistazo a tu alrededor. ¿Qué ves? Aparentemente, una
chatarrería; aparentemente, un taller del estilo de la oficina de patentes. ¡En realidad,
las minas de Golconda[11] camufladas! Mira ese artilugio de ahí. ¿Qué te parece que
podría ser?
—No puedo ni imaginármelo.
—Por supuesto que no puedes. Es mi gran adaptación del fonógrafo a la marina.
En él se graban las blasfemias para usarlas en el mar. Ya sabes que los marineros no
mueven un dedo a no ser que les obligues con palabrotas, de manera que el hombre
que mejor jure es el que más vale. En graves emergencias, su talento puede salvar el
buque. Pero un buque es algo muy grande y el hombre no puede estar en todos los
sitios a la vez. Y ha habido veces en que se ha perdido un barco porque no había cien
hombres para blasfemar. Ya sabes, esas tormentas prodigiosas. Bien, pues ahora los
barcos pueden ahorrarse esos cien hombres adquiriendo cien Fonógrafos de la
Blasfemia y distribuyéndolos por toda la cubierta. De este modo, estará armado por
los cuatro costados. Imagina una gran tempestad y cien de mis máquinas todas
blasfemando a la vez. ¡Espléndido espectáculo, espléndido! No podrías ni oírte a ti
mismo. El barco marcha con toda serenidad a través de la tormenta, tan seguro como
si estuviera en puerto.
—Es una idea maravillosa. ¿Cómo prepara la máquina?
—Cargándola, simplemente cargándola.
—¿Cómo?
—Pues sólo tienes que acercarte y blasfemar ante ella.
—Y eso la carga, ¿no?
—Sí, porque cada palabra que recoge la guarda, la guarda para siempre. Nunca se
gasta. Cada vez que le des a la manivela, se oye. En situaciones de grave peligro,
puedes ponerla a la inversa y entonces suena al revés. ¡No veas cómo espabila a los
marineros!
—Ya veo, ya. ¿Y quién la carga? ¿El primer oficial?
—Sí, si quiere. O la suministro yo ya cargada. Puedo contratar a un especialista
por 75 dólares al mes que cargará ciento cincuenta fonógrafos en 150 horas,
fácilmente. Y un especialista siempre será un artículo mucho más funcional,
naturalmente, que el poco cultivado oficial medio. Todos los barcos del mundo
podrán comprar la máquina cargada, lo que me obligará a cargarla en cualquier
lenguaje que el cliente solicite. Hawkins, será la gran reforma moral del siglo XIX. De
aquí a cinco años, todas las palabrotas las dirá la máquina y no volverá a oírse una
palabra blasfema salida de labios humanos en ningún barco. Las iglesias han gastado
millones de dólares en erradicar la blasfemia de la marina mercante. Piensa en ello:
mi nombre vivirá para siempre en la memoria de los hombres buenos como el del
hombre que, solo y sin ninguna ayuda, llevó a cabo esa noble y elevada reforma.
—Oh, es algo grande, altruista y hermoso. ¿Cómo se le ocurrió? Tiene usted una

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mente maravillosa. ¿Cómo dijo que cargaba la máquina?
—Oh, no representa ningún problema, es perfectamente simple. Si quieres
cargarla alta y potente, te colocas muy cerca y gritas. Pero si la dejas abierta y
grabando, captará cualquier palabra, digamos, se cargará ella misma con cada sonido
que le llegué desde una distancia de seis pies. Te enseñaré cómo funciona. Ayer traje
a un especialista para que me cargara ésta. Vaya, se la dejó abierta, qué contratiempo.
De todos modos, no creo que haya habido ocasión de grabar gran cosa. Todo lo que
hay que hacer es pulsar este botón en el suelo… así.
El fonógrafo empezó a cantar con lastimero acento:

«Hay una pensión, muy muy lejos,


en la que tres veces al día
te dan jamón con huevos…».

—¡Maldita sea, esto no es! Alguien ha estado cantando por aquí.


La lastimera canción empezó otra vez, mezclada con un suave pero creciente
maullido de gatos que acabó en auténtica pelea:

«Ay, los huéspedes chillando;


al oír esa campana
al hostelero van dando…».
(Momentáneo estallido de una terrorífica trifulca de gatos
que ahoga las palabras).
«Tres veces al día…».

(De nuevo la furiosa trifulca gatuna, que dura un momento. La voz lastimera, en
una nota implacable: «¡Malditos demonios!». Y luego un jaleo de proyectiles
volando).
—Bueno, no importa… Dejémoslo. Tengo algunas blasfemias marineras por
alguna parte, si las encuentro. Pero da igual. Ya has visto cómo funciona la máquina.
Hawkins respondió con entusiasmo:
—¡Oh, funciona admirablemente! Hay ahí una verdadera fortuna.
—Y recuerda que la familia Hawkins tendrá su participación, Washington.
—¡Oh, gracias, gracias! Usted siempre tan generoso. ¡Ah, es la más grande
invención de nuestra era!
—Bueno, vivimos tiempos maravillosos. Los elementos están llenos de fuerzas
benéficas —siempre ha sido así— y la nuestra es la primera generación que se vuelve
hacia ellas para usarlas en beneficio propio. Vaya, Hawkins, todo es útil y debería ser
aprovechado. Mira por ejemplo los escapes de las cloacas. Hasta ahora han sido
desperdiciados y nadie en ningún sitio ha intentado sacarles partido; no podrías

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nombrarme a un solo, ¿verdad? Sabes bien que no.
—Cierto pero… yo nunca… eeeh… No sé para qué demonios alguien…
—¿Querría usar esos escapes? Bien, te lo diré. ¿Ves este pequeño artilugio de
aquí? Es un descomponedor, así es como lo he llamado. Te doy mi palabra de honor
de que si me muestras una casa que produzca una cierta cantidad de emanaciones de
gas al día, yo instalaré mi descomponedor allí y haré que la casa produzca cien veces
esa cantidad de gas en menos de media hora.
—¡Dios mío! ¿Pero por qué querría hacer eso?
—¿Por qué? Escucha y lo comprenderás, muchacho. Para una iluminación barata
no hay nada mejor que el gas de cloaca. Y en realidad no cuesta un centavo. Lo pones
en tuberías corrientes, como las que pueden encontrarse en cualquier parte, añades mi
descomponedor y ahí lo tienes. Usa los conductos de gas habituales y verás el ahorro.
Piénsalo. Caramba, comandante, en cinco años no verás una casa iluminada con otra
cosa que gas de cloaca. Todos los físicos a los que he consultado lo recomiendan. Y
todos los plomeros.
—¿Pero no es peligroso?
—Oh, sí, más o menos. Pero todo lo es: el gas de carbón, las velas, la
electricidad… No hay sistema que no tenga un riesgo.
—¿E ilumina bien?
—Oh, magníficamente.
—¿Lo ha probado?
—Bueno, no, aún no lo he hecho. Polly tiene algunos prejuicios y no me dejaría
instalarlo aquí. Pero estoy intentando que lo instalen en la Casa Blanca y entonces
será un éxito, no lo dudes. No necesito este modelo por ahora, Washington, puedes
llevártelo a alguna casa de huéspedes y probarlo, si quieres.

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W
ashington se estremeció ligeramente ante esa idea, luego su rostro adoptó
una expresión soñadora y entró en trance durante unos instantes. Poco
después, Sellers le preguntó qué se estaba cociendo en la olla de su cabeza.
—Bueno, pues lo siguiente. ¿Tiene usted en mente algún proyecto secreto que
requiera el apoyo del Banco de Inglaterra para poder realizarse?
El coronel mostró un vivo asombro y dijo:
—Vaya, Hawkins, ¿lees el pensamiento?
—¿Yo? Jamás he pensado tal cosa.
—Bien, entonces, ¿cómo has podido llegar a esa conclusión? Me has leído el
pensamiento, realmente, aunque tú no lo sepas, porque, efectivamente, tengo un
proyecto privado que requiere el apoyo del Banco de Inglaterra. ¿Cómo pudiste
adivinarlo? ¿Cómo fue el proceso? Resulta muy interesante.
—No hubo ningún proceso. Me vino la idea a la cabeza sin más. ¿Cuánto
necesitaríamos usted y yo para tirar cómodamente? Unos cien mil. Sin embargo usted
espera que dos o tres de estos inventos suyos le reporten varios billones de dólares, y
cuenta con ello. Si esperara diez millones, podría entenderlo; está dentro de los
límites humanos. ¡Pero billones! Eso está fuera de cualquier límite. Por eso tiene que
haber algún proyecto de algún tipo.
El interés y la sorpresa del conde aumentaban a cada palabra y cuando Hawkins
terminó, dijo con enorme admiración:
—Está maravillosamente razonado, Washington, de verdad que sí. Has
demostrado lo que yo llamo una extraordinaria penetración. Lo has visto, has dado en
la diana, has llegado al umbral mismo de mi sueño. Voy a explicártelo todo y lo
comprenderás mejor. No tengo que decirte que debes guardar el secreto porque, como
verás, se trata de un proyecto que sólo tendrá éxito si se mantiene oculto hasta el
momento preciso. ¿Te has dado cuenta de la cantidad de panfletos y libros sobre
Rusia que tengo esparcidos por todas partes?
—Sí, creo que hasta un ciego se habría dado cuenta.
—Bien, pues he venido estudiando Rusia durante bastante tiempo. Es una nación
grande y espléndida y merece ser libre. —Hizo una pausa y luego prosiguió
tranquilamente—: Cuando tenga ese dinero la libertaré.
—¡Por todos los demonios!
—¿Qué te hace saltar de ese modo?
—Amigo, cuando vaya a soltar bajo la silla de un hombre una bomba que puede
lanzarlo al techo debe avisarlo de algún modo para que esté prevenido. No debería
decir algo tan gigantesco como quien no quiere la cosa. Menudos sustos da usted.
Siga, siga, ahora ya estoy bien. Cuéntemelo todo. Soy todo oídos, y simpatía.
—Bueno, he estudiado el asunto y concluido que los métodos de los patriotas
rusos (aunque buenos, considerando los obstáculos que encuentran en su camino) no

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son los mejores; al menos no los más expeditivos. Están intentando hacer una
revolución desde adentro, lo cual va muy despacio y está sujeto a todo tipo de
interrupciones y de peligros para los trabajadores. ¿Sabes como creó su ejército Pedro
el Grande? No fue bajo el auspicio de su familia y bajo las narices de los streltsi.[12]
No, lo hizo lejos, en secreto, empezando por un pequeño regimiento, y a partir de ahí
todo el resto. Cuando se enteraron los streltsi, el regimiento ya era un ejército, las
tornas habían cambiado y tuvieron que hacer las maletas. Esa pequeña idea dio lugar
al mayor y más cruel régimen despótico que conociera el mundo. La misma idea
puede desmontarlo. Yo voy a intentarlo. Voy a ponerme a un lado y trazar mi
proyecto del mismo modo en que lo hizo Pedro.
—Eso es sumamente interesante, Rossmore. ¿Cómo lo va a hacer?
—Voy a comprar Siberia e instaurar allí una república.
—¡Toma! ¡Ahí está otra vez, sin avisar! ¿Va a comprarla?
—Sí, tan pronto como obtenga el dinero. No me importa el precio; la tendré.
Puedo pagarlo y voy a hacerlo. Ahora, considere lo siguiente (y estoy seguro de que
nunca se le había ocurrido): ¿Qué nación del mundo posee un veinticinco mil por
ciento más de hombría, empuje, auténtico heroísmo, generosidad, devoción a altos y
nobles ideales, pasión por la libertad, amplia educación e inteligencia que cualquier
otro sobre la faz de la tierra?
—¡Siberia!
—Correcto.
—Es verdad, realmente verdad, pero nunca lo había pensado antes.
—Nadie lo piensa. Pero igualmente es así. En esas minas y prisiones se encuentra
la más fina, noble y capaz multitud de seres humanos que Dios haya podido crear. Y
si tienes esa clase de población para vender, ¿se la ofrecerías a un régimen despótico?
No, el despotismo no sirve para el caso y estarías tirando tu dinero. El despotismo no
sirve más que para el ganado humano. Pero supón que echas a andar una república.
—Sí, lo veo. Tiene la materia prima para ello.
—¡Bien, eso es lo que digo! Ahí está Siberia con el mejor y más fino material del
globo para una república, ¡y más que vendrán, ya verás! Diariamente, semanalmente,
mensualmente, son reclutados por el más perfecto sistema que posiblemente se haya
inventado. Por este sistema, de entre el conjunto de cien millones de rusos, miríadas
de expertos y espías del Emperador escudriñan y escudriñan paciente y
constantemente; y cuando encuentran un hombre, una mujer o un niño que
manifiestan inteligencia, educación o carácter, los envían directamente a Siberia. Es
admirable, maravilloso. Es tan hábil y efectivo que mantiene el nivel intelectual y la
educación de Rusia por debajo de los del propio Zar.
—Vamos, eso suena algo exagerado.
—Bueno, ellos mismos lo dicen. Pero yo tengo para mí que es mentira y que no
es justo calumniar a toda una nación de ese modo. En cualquier caso, ya ves el
material que hay ahí, en Siberia, para una república.

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Hizo una pausa, con la respiración agitada y la mirada llameante de emoción.
Luego sus palabras volvieron a fluir con mayor energía y fuego, poniéndose de pie
para dar mayor énfasis a lo que decía:
—En cuanto organice esa república, la luz de la libertad, la inteligencia, la justicia
y la humanidad brillará inundándolo e inflamándolo todo y atraerá la mirada de un
mundo atónito, como el milagro de un nuevo sol. ¡Multitudes ingentes de esclavos
rusos se levantarán y marcharán, marcharán hacia el este con esa luz trasfigurando
sus rostros a medida que se acerquen a ella! Y tras ellos, muy lejos, ¿qué se verá? ¡Un
trono vacío en una tierra abandonada! ¡Puede hacerse y por Dios que lo haré!
Se detuvo un momento, arrebatado por su propia exaltación. Luego volvió a su
ser, aún conmocionado, y dijo con grave solemnidad:
—Debo pedirle que me perdone, comandante Hawkins. Nunca había usado esas
expresiones antes y confío en que sepa disculparme.
Hawkins se mostró dispuesto a disculparlo.
—Ya sabes, Washington, que jurar es un vicio en el que no suelo caer. Sólo la
gente excitable e impulsiva está expuesta a ello. Pero las circunstancias del presente
caso… Yo, un demócrata por nacimiento e inclinaciones y un aristócrata por herencia
y afición…
El conde se detuvo, con el cuerpo tenso, y empezó a mirar en silencio a través de
la ventana sin cortinas. Entonces señaló y dijo roncamente:
—¡Mira!
—¿El qué, coronel?
—¡Es él!
—¡No!
—Tan seguro como que estás aquí. Quédate quieto. Aplicaré todos mis poderes…
Lo he traído desde muy lejos… Lo haré entrar en la casa. Ahora verás.
Empezó a hacer con las manos toda clase de pases en el aire.
—¡Ya! ¡Mira eso! ¡Lo he hecho sonreír! ¿Lo ves?
Efectivamente. Tracy, de paseo aquella tarde, se había topado inesperadamente
con el escudo de su familia en la fachada de aquella miserable casa. Los crespones lo
hicieron sonreír, lo cual no era nada del otro mundo porque lo mismo habían
provocado hasta en los gatos de la vecindad.
—¡Mira, Hawkins, mira! ¡Lo estoy atrayendo!
—Puede jurarlo, Rossmore. Si alguna vez había tenido dudas sobre la
materialización, han volado, volado para siempre. ¡Oh, éste es un día feliz!
Tracy se iba acercando para leer la placa de la puerta y, antes de llegar, ya se iba
diciendo: «Vaya, éste es con toda certeza el cuartel general del pretendiente
americano».
—¡Ya llega, ya llega! Saldré a buscarlo. Usted sígame.
Sellers, pálido y muy agitado, abrió la puerta y se enfrentó cara a cara con Tracy.
En un primer momento, el viejo no pudo articular palabra; luego prorrumpió en un

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saludo confuso y a duras penas inteligible que culminó así:
—Pase, pase, señor… eeeh…
—Tracy, Howard Tracy.
—Tracy… gracias. Pase, le estábamos esperando.
Tracy entró, muy sorprendido, y dijo:
—¿Esperando? Creo que hay un error.
—Oh, yo creo que no —dijo Sellers, quien, al percatarse de que Hawkins había
llegado, le lanzó una mirada de soslayo para llamar su atención sobre el dramático
efecto que esperaba conseguir con su siguiente comentario. Dijo entonces, despacio y
solemnemente—: Yo soy… Quien Tú Sabes.
Para asombro de los dos conspiradores, el comentario no produjo ningún efecto
dramático, sino que el recién llegado respondió, con aire inocente y desenvuelto:
—No, perdóneme. No sé quién es usted. Sólo supongo —pero creo que
correctamente— que es usted el caballero cuyo nombre figura en esa placa.
—Correcto, correcto… Siéntese, se lo ruego. —El conde estaba aturdido,
desorientado, su cabeza era un lío. Entonces se dio cuenta de que Hawkins
permanecía apartado, mirando idiotizado lo que él creía la aparición de un difunto, y
tuvo una nueva idea. Rápidamente le dijo a Tracy:
—Pero mil perdones, querido señor. Estoy olvidando la cortesía que se debe a un
invitado. Déjeme presentarle a mi amigo, el general Hawkins… General Hawkins,
nuestro nuevo senador, senador por la más reciente y grandiosa adquisición de la
galaxia radiante de nuestra república soberana, Cherokee Strip.
Se dijo: «¡Este nombre lo hará temblar!». Pero no ocurrió tal cosa y el coronel
retomó la presentación muy apenado y lleno de asombro:
—Senador Hawkins, el señor Howard Tracy, de… eeeh…
—Inglaterra.
—¡Inglaterra!… Vaya, eso es…
—Inglaterra, sí. Natural de Inglaterra.
—¿Y ha llegado hace poco?
—Sí, hace muy poco.
El coronel se dijo: «Este fantasma miente como un experto. Purificarlo por el
fuego no ha servido de nada. Habrá que llevarlo un poco más lejos y darle una o dos
oportunidades, para no perder la ocasión». Luego, en alto, con profunda ironía:
—Visita nuestro país por recreo y diversión, supongo. Habrá encontrado su viaje
por las majestuosas llanuras de nuestro Lejano Oeste muy…
—No he estado en el Oeste, ni soy aficionado a ningún tipo de diversión, me
temo. De hecho, sólo para sobrevivir, un artista debe trabajar y trabajar, sin distraerse.
«¡Un artista!», se dijo Hawkins, pensando en el banco asaltado. «¡Vaya nombre
para eso!».
—¿Es usted un artista? —preguntó el coronel. Y añadió para sí: «Ahora te
pillaré».

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—Humildemente, sí.
—¿Qué especialidad? —inquirió el astuto veterano.
—Óleo.
«¡Lo tengo!», se dijo Sellers. Luego, en alto:
—Esto es una suerte. ¿Puedo encargarle que restaure algunos de mis cuadros, que
necesitan esa atención?
—Lo haré encantado. Le ruego que me los muestre.
Ninguna argucia, ni evasiva ni embarazo se traslucieron durante esta prueba
crucial. El coronel estaba pasmado. Condujo a Tracy junto a un cromo que había
sufrido algún daño en manos de un anterior propietario, por haber sido usado como
salvamanteles, y dijo, con un florido ademán dirigido al cuadro:
—Este Del Sarto…
—¿Eso un Del Sarto?
El coronel lanzó a Tracy una mirada de reproche, deseando estrangularlo. Luego
prosiguió como si no hubiera habido ninguna interrupción:
—Este Del Sarto es quizá el único original de ese sublime maestro en nuestro
país. Usted mismo puede apreciar que el trabajo será extremadamente delicado, al
haber un riesgo… Eeeeh… ¿Le importaría mostrarme un pequeño ejemplo de lo que
usted puede hacer antes de…?
—Encantado, encantado. Voy a copiar una de estas maravillas.
Se trajeron unas acuarelas, reliquia de la vida colegial de la señorita Sally. Tracy
dijo que prefería el óleo, pero que lo intentaría con acuarela. Así que lo dejaron solo.
Empezó a trabajar, pero los atractivos del lugar eran demasiado fuertes para él y se
levantó, inspeccionándolo todo, fascinado, maravillado.

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19

E
ntre tanto, el conde y Hawkins mantenían una ansiosa y peliaguda
conversación privada. El conde dijo:
—El misterio que a mí me preocupa es: ¿dónde ha conseguido el
brazo?
—Sí, a mí también me preocupa. Y otra cosa me tiene asombrado: la aparición es
inglesa… ¿Qué explicación le damos a eso, coronel?
—Honradamente, no lo sé, Hawkins, no tengo ni idea. Es todo muy confuso y
extraño.
—¿No será que hemos resucitado al que no es?
—¿Al que no es? ¿Y qué me dices de la indumentaria?
—La indumentaria es la correcta, de eso no hay duda. ¿Qué vamos a hacer? No
vamos a poder trincar la recompensa, porque la ofrecen por un americano manco.
Éste es inglés y tiene los dos brazos.
—Bueno, eso no tiene porqué ser un inconveniente. Les daríamos más de lo que
piden, no menos, así que…
Pero se dio cuenta de que el argumento era débil y no siguió por ahí. Los dos
amigos permanecieron sentados rumiando sus perplejidades en silencio. Finalmente,
la cara del conde se iluminó con una inspiración y dijo solemnemente:
—Hawkins, esto de la materialización es la ciencia más grande y noble que se
podría soñar. Es casi inimaginable qué cosa tan importante y estupenda hemos hecho.
Todo el misterio está ahora perfectamente claro para mí, claro como el día. Todo
hombre está hecho de átomos y partículas heredadas a través de una larga serie de
antecesores. La actual materialización es incompleta. Quizá la hemos traído desde
primeros de siglo.
—¿Qué quiere decir, coronel? —gritó Hawkins, alarmado por los intimidatorios
ademanes y palabras del anciano.
—Esto: ¡hemos materializado a un antepasado del atracador!
—¡Oh, no, no diga eso! ¡Es horrible!
—Pero es la verdad, Hawkins, lo sé. Contempla los hechos. La aparición es
claramente inglesa, primer punto. Usa una buena gramática, segundo punto. Es un
artista, tercer punto. Tiene las maneras y el porte de un caballero, cuarto punto.
¿Dónde está tu vaquero? Respóndeme a eso.
—¡Rossmore, esto es espantoso, es demasiado espantoso para pensarlo!
—No hemos resucitado del atracador más que la ropa, ni un harapo más.
—Coronel, ¿quiere usted decir realmente…?
El coronel golpeó la mesa con el puño para dar énfasis y dijo:
—Quiero decir exactamente eso. La materialización fue inmadura, el atracador se
ha evadido. ¡Éste es sólo un maldito antepasado!
Se levantó, paseándose presa de gran excitación. Hawkins dijo, lastimeramente:

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—Es una amarga decepción… muy amarga.
—Lo sé, senador, lo sé. Lo siento más que nadie. Debemos rendirnos a la
evidencia moral. Necesito dinero, pero Dios sabe que no soy lo bastante pobre ni
mezquino como para convertirme en instrumento de castigo del antepasado de un
hombre por los delitos cometidos por este mucho tiempo después.
—¡Pero, coronel! —imploró Hawkins—. Deténgase y piénselo, no se precipite.
Ya sabe que es la única oportunidad que tenemos de hacernos con algún dinero. Y
además, la propia Biblia dice que los descendientes hasta la cuarta generación serán
castigados por los pecados y los crímenes de sus ancestros, aunque no sean
responsables de los mismos. Sólo hay que darle la vuelta al argumento y hacerlo
funcionar en las dos direcciones.
El coronel acusó el golpe de la profunda lógica de la idea. Se paseó de un lado a
otro, meditando trabajosamente. Finalmente dijo:
—Tiene sentido, sí, tiene sentido. Por lo tanto, aunque resulta muy triste hacer
pagar a este pobre diablo por un atraco en el que no ha tenido nada que ver, es nuestra
obligación entregarlo a las autoridades.
—Yo lo haría —dijo Hawkins, contento y aliviado—. Yo lo haría aunque llevara
dentro a mil antepasados en uno.
—¡Dios me valga, es justamente eso! —gimió Sellers—. ¡Exactamente eso! Hay
en él una contribución de cada uno de los antepasados que ha tenido. En él se
encuentran átomos de sacerdotes, soldados, cruzados, poetas y dulces y gentiles
damas… Toda clase de gentes que pisaron la tierra y desparecieron de ella hace siglos
y que ahora, a nuestra llamada, han acudido desde sus moradas de paz para responder
de un atraco a un banco en el remoto Cherokee Strip. ¡Esto es un terrible ultraje!
—¡Oh, no hable así, coronel! Me rompe el corazón y me hace avergonzarme de lo
que había propuesto…
—¡Espera! ¡Ya lo tengo!
—¿Hay una esperanza salvadora? Dígame cuál, estoy muerto.
—Es perfectamente simple; hasta un niño lo habría pensado. Él es perfecto, no
tiene una mácula, en lo que a mi trabajo se refiere. Si he sido capaz de traerlo desde
principios de siglo, ¿qué me impide seguir? Seguiré y lo acabaré de materializar hasta
la actualidad.
—¡Vaya, nunca se me hubiera ocurrido! —dijo Hawkins, radiante de alegría una
vez más—. Es lo que hay que hacer. ¡Qué mente la suya! ¿Y perderá el brazo de más?
—Así es.
—¿Y su acento inglés?
—Todo desaparecerá. Hablará el dialecto de Cherokee Strip… y otras formas
vulgares.
—¡Coronel, quizá confiese!
—¿Confesar? ¿Sólo el atraco al banco?
—¿Sólo? Bueno, ¿por qué «sólo»?

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El coronel dijo con su tono más solemne:
—Hawkins, estará completamente sometido a mi mando. Haré que confiese cada
crimen que ha cometido. Y serán miles. ¿Coges la idea?
—Bueno… no del todo.
—Cobraremos todas las recompensas.
—¡Prodigioso! Nunca había visto una cabeza tal, capaz de iluminar todas las
complicadas ramificaciones y posibilidades de una idea central.
—No es nada; en mí resulta natural. Cuando cumpla una condena tendrá que
cumplir la siguiente y la siguiente y nosotros no haremos otra cosa que cobrar
recompensas todo el tiempo. Serán unos ingresos fijos para toda la vida, Hawkins. Y
una inversión de lo más sólida, puesto que él es indestructible.
—Parece… realmente parece que será así, efectivamente.
—¿Parece? Claro que lo es. No se me puede negar que poseo una amplia y fértil
experiencia financiera y no temo decir que considero la de este caso una de las
propiedades más valiosas que nunca haya controlado.
—¿Lo cree de veras?
—Lo creo, sí.
—¡Oh, coronel, la penuria dolorosa y baldía de la pobreza! Si pudiéramos poner
manos a la obra inmediatamente… No digo venderlo todo, sino parte… suficiente
para… ya sabe…
—Te veo temblar de excitación. Eso es la falta de experiencia. Muchacho, cuando
estés familiarizado con las grandes operaciones, lo verás de forma diferente. Mírame
a mí: ¿tengo las pupilas dilatadas? ¿Notas algún temblor? Tómame el pulso: plunk-
plunk-plunk… Como si estuviera dormido. Entonces, ¿qué pasa por mi tranquilo y
frío pensamiento? Una procesión de cifras que con sólo verlas harían tambalearse a
un novato de las finanzas. Es mostrándose frío y examinando el asunto en toda su
dimensión como un hombre ve realmente sus posibilidades y evita caer en errores de
novato, como el tuyo de ahora: esa impaciencia por terminar. Escúchame. Tu idea es
vender una parte de él para obtener liquidez rápida. Pues la mía es… Adivina.
—No tengo ni idea. ¿Cuál es?
—Almacenarlo, naturalmente.
—Bueno, nunca hubiera pensado en eso.
—Porque tú no eres un financiero. Pongamos que ha cometido mil crímenes.
Ciertamente, es una estimación conservadora. Mirándolo, aun en su condición
incompleta, tiene que haber cometido un millón. Pero pongamos sólo mil para no
equivocarnos. Cinco mil dólares de recompensa, multiplicados por mil, nos da como
cantidad base… ¿Cuánto? ¡Cinco millones de dólares!
—Espere, déjeme recuperar el Allento.
—Y además es una propiedad indestructible. Fructífera a perpetuidad, ya que una
propiedad con esa disposición seguirá cometiendo crímenes y proporcionando
recompensas.

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—¡Me aturde usted, mi cabeza es un torbellino!
—No te preocupes por ese torbellino, que no te matará. El asunto queda cerrado,
no le des más vueltas. Yo constituiré la sociedad y almacenaré el material, todo a su
tiempo. Déjalo en mis manos. Supongo que no tienes ninguna duda de mi habilidad
para sacarle al negocio todo su rendimiento…
—Desde luego que no, lo digo sinceramente.
—Bien, entonces. Queda decidido. Cada cosa a su tiempo. Nosotros, los viejos
negociantes, aplicamos orden y sistema, nada de atropellarse. ¿Qué es lo siguiente en
el programa? Continuar con la materialización, llevarlo al presente. Empezaré con
eso enseguida. Creo…
—Atención, Rossmore: no lo encerró. ¡Cien contra uno a que se ha escapado!
—Cálmate, no te preocupes tanto.
—¿Pero no se escapará?
—Déjalo que se escape, si quiere. ¿Y qué?
—Bueno, sería una auténtica calamidad.
—Pero, muchacho, una vez que ha caído en mi poder, estará en mi poder siempre.
Puede ir y venir libremente. Puedo devolverlo aquí cada vez que quiera, sólo con el
poder de mi voluntad.
—Bien, me alegra oír eso, se lo aseguro.
—Sí, lo dejaré que pinte cuanto quiera y la familia y yo haremos que se sienta tan
cómodo y feliz como podamos. No hay porqué restringir sus movimientos. Confío en
persuadirlo de que permanezca tranquilo, de todas maneras, ya que una
materialización que está en curso necesita suavidad, blandura, pureza… Eeeh, a
propósito, me pregunto de dónde viene.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
El conde señaló significativa e interrogativamente hacia el cielo. Hawkins se
sobresaltó; luego se sumió en hondas reflexiones. Finalmente sacudió la cabeza con
pesar y señaló hacia abajo.
—¿Qué te hace pensar eso, Washington?
—Bueno, ni yo mismo lo sé. Pero usted ha podido ver que no parece suspirar por
su antigua morada.
—¡Muy bien pensado! Una gran deducción. Le hemos hecho a ese Ser un favor.
Pero me parece que voy a tratar de sonsacarle, de manera discreta, y averiguar si
estamos en lo cierto.
—¿Cuánto tiempo cree que le llevará terminarlo y traerlo a la actualidad, coronel?
—Ojalá lo supiera, pero no lo sé. Ha sido un considerable impacto esta novedad
imprevista: la necesidad de trabajar en un sujeto trayéndolo gradualmente desde su
condición de antepasado al resultado actual de su genealogía. Pero yo lo obligaré, en
cualquier caso.
—¡Rossmore!
—Sí, querida, estamos en el laboratorio. Ven, Hawkins está aquí. Recuerda,

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Hawkins, para el resto de la familia, él es un ser humano vivo y normal, no lo olvides.
Aquí viene.
—Sentaos, no voy a entrar. Sólo quería preguntar quién es el que está ahí abajo
pintando.
—¿Ése? Oh, es un joven artista, un inglés llamado Tracy, muy prometedor,
discípulo preferido de Hans Christian Andersen u otro de los grandes maestros…
Andersen, creo que era. Va a restaurar algunas de nuestras viejas obras de arte
italianas. ¿Has hablado con él?
—Bueno, dos palabras. Me tropecé con él sin saber que había alguien. He
intentado ser amable, le he ofrecido un aperitivo —(Sellers guiñó un ojo a Hawkins,
tapándose con la mano)— pero lo rechazó y dijo que no tenía hambre —(otro
sarcástico guiño)—, así que le traje unas manzanas —(doble guiño)— y se comió un
par de…
—¡Cómo! —Y el coronel saltó varias yardas hacia el techo para caer de nuevo,
temblando de asombro.
Lady Rossmore estaba completamente atónita. Miró a la avergonzada reliquia de
Cherokee Strip, luego a su marido y luego de nuevo al invitado. Finalmente dijo:
—¿Qué te ocurre, Mulberry?
No contestó inmediatamente. Se había vuelto de espaldas y examinaba su silla,
palpando el asiento. Pero al rato contestó:
—Ah, aquí está. Era una tachuela.
La dama lo contempló dubitativamente unos instantes y luego dijo, gruñendo un
poco:
—¡Todo eso por una tachuela! Gracias a Dios que no se trataba de un clavo de
seis centímetros, porque te hubiera lanzado a la Vía Láctea. No me gusta que me
pongan los nervios a prueba de ese modo. —Y girando los talones, se fue.
Tan pronto como hubo desaparecido, el coronel dijo, con voz ahogada:
—Vamos… Tenemos que verlo con nuestros propios ojos. Tiene que haber un
error.
Bajaron a toda prisa y espiaron al huésped. Sellers susurró, con acento de
desesperación:
—¡Está comiendo! ¡Qué espectáculo tan horrible! ¡Hawkins, es espantoso!
Sácame de aquí… No puedo verlo…
Y volvieron tambaleándose al laboratorio.

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20

T
racy avanzaba poco en su trabajo, ya que su mente vagaba sin parar. Había
muchas cosas que lo intrigaban. Finalmente, una luz se encendió en su
cabeza —o eso le pareció— y se dijo: «Creo que ya tengo la clave: este
hombre no está en su sano juicio. No sé hasta que punto, pero le falta un tornillo o
dos, eso seguro. Así se explican tantas cosas raras: estos cromos espantosos que él
toma por antiguas obras maestras, estos infames retratos que en su mente enferma
representan a Rossmores, los crespones, el pomposo nombre —Mansión Rossmore—
de este viejo y destartalado establo y esa extraña afirmación de que me esperaban.
¿Cómo iban a esperarme, es decir, a lord Berkeley? Él sabrá por los periódicos que
esa persona murió en el incendio del New Gadsby. Bueno, al cuerno; no creo que
supiera realmente a quién esperaba. Por lo que dijo, no esperaba a un inglés ni a un
artista y, pese a todo, parezco responder a sus requisitos. Parecía bastante satisfecho
de verme. Sí, está un poco ido; de hecho, bastante ido, pobre viejo. Pero es
interesante; todo el mundo en sus circunstancias lo es, creo yo. Espero que le agrade
mi trabajo; me gustaría venir cada día y estudiarlo de cerca. Y cuando le escriba a mi
padre… ¡Ah, esto duele! Debo dejar de pensar en ello; no es bueno para mi espíritu.
Alguien viene… Debo volver al trabajo. Es el viejo caballero otra vez. Parece
preocupado. Quizá mi indumentaria le resulte sospechosa, y lo es… para un artista. Si
mi conciencia me permitiera cambiarla, pero eso está fuera de discusión. Me
pregunto para qué hace todos esos pases con las manos en el aire. Parezco ser el
objeto de ellos. ¿Estará tratando de hipnotizarme? No me gusta esto. Hay algo raro
aquí».
El coronel musitó para sí mismo: «Le hace efecto, lo veo. Es suficiente por ahora,
creo. No está muy sólido aún, supongo, y podría desintegrarlo. Le haré un par de
preguntas intencionadas y veremos si puedo sacarle algo sobre su condición y el lugar
del que viene».
Se acercó y dijo afablemente:
—No deje que lo moleste, señor Tracy. Sólo quería echar un vistacillo a su
trabajo. Ah, es muy delicado, realmente muy delicado. Lo hace con mucha elegancia.
Mi hija quedará encantada. ¿Puedo sentarme con usted?
—Oh, por supuesto, me encantaría.
—¿No le molestaré? Quiero decir, ¿no arruinaré su inspiración?
Tracy rió y dijo que su inspiración no era tan etérea como para desvanecerse tan
fácilmente.
El coronel hizo unas cuantas preguntas cautas y bien formuladas —que a Tracy le
parecieron extravagantes y sin sentido— y las respuestas transmitieron la
información deseada, o así se lo confesó a sí mismo el coronel, con una mezcla de
orgullo y satisfacción: «He hecho un excelente trabajo con él. Es muy sólido. Sólido
y para durar. Parece real. Es maravilloso, maravilloso. Creo que podría…

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petrificarlo».
Tras unos momentos preguntó, receloso:
—¿Prefiere usted estar aquí o… o allí?
—¿Allí? ¿Dónde?
—Bueno… eeeh… Me refiero al sitio del que viene.
La mente de Tracy voló a la casa de huéspedes y respondió con decisión:
—¡Oh, aquí, mucho más!
El coronel estaba espantado y se dijo: «No lo ha dudado. Y ha hablado del lugar
del que viene, pobre muchacho. Bueno, estoy satisfecho; me alegro de haberlo sacado
de ahí».
Se sentó, pensando y pensando y pensando, y mirando moverse el pincel. Luego
se dijo: «Sí, esto compensa el fracaso de mis esfuerzos en el caso del pobre Berkeley,
que se fue en otra dirección. Bueno, está bien. Esto es mejor».
En ese momento llegaba de la calle Sally Sellers, con un aspecto divino, y le fue
presentada al artista. Fue un caso clarísimo de amor a primera vista, aunque ninguna
de las partes fuera enteramente consciente del hecho, quizá. El inglés hizo para sí este
irrelevante comentario: «Quizá no está tan loco, después de todo». Sally se sentó y
mostró por el trabajo de Tracy un interés que complació grandemente al joven,
especialmente porque disculpaba con benevolencia ese trabajo, lo que convenció a
Tracy de que el carácter de la joven se había formado en un molde amplio. Sellers
estaba ansioso de contarle sus descubrimientos a Hawkins, así que disculpó su
presencia diciendo que si los dos «jóvenes devotos de la Musa del color» pensaban
que podían arreglárselas sin él, se iría a atender sus asuntos. El artista se dijo: «Creo
que es un poco excéntrico, quizá, pero eso es todo». Se reprochó a sí mismo el haber
juzgado injustamente a un hombre sin darle siquiera la ocasión de mostrar cómo era
realmente.
Por supuesto, el extraño se sintió enseguida muy a gusto con la conversación. La
muchacha americana media posee las valiosas cualidades de la naturalidad, la
honestidad y la franqueza; está casi enteramente libre de convencionalismos ñoños y
artificiosos y, consecuentemente, su porte y sus maneras son desenvueltas, con lo que
uno se encuentra tan relajado como en familia aún antes de darse cuenta de cómo ha
ocurrido. Esta nueva complicidad —amistad, realmente— progresaba a toda prisa, y
la inusual perfección de este progreso quedaba suficientemente corroborada y
establecida por un hecho digno de atención: que al cabo de media hora ambas partes
habían dejado de ser conscientes de la indumentaria de Tracy. Más tarde, esa
conciencia revivió y parecía claro que Gwendolen se había reconciliado con ella;
mientras que estaba claro que Tracy no. Se hizo patente cuando Gwendolen invitó al
artista a cenar y éste tuvo que declinar la invitación, ya que ahora quería vivir —
ahora que había un motivo para ello— y no soportaba la idea de sentarse con aquellas
ropas a la mesa de un caballero. Era algo muy claro. Pero se fue feliz porque observó
que Gwendolen se quedaba cariacontecida.

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¿Y a dónde se dirigió? Se fue derecho a una modesta sastrería y se compró un
traje tan pulcro y bien cortado como para persuadir a un inglés de ponérselo. Se dijo
(a sí mismo pero también a su conciencia): «Sé que está mal pero también estaría mal
no hacerlo; y dos errores no hacen un acierto».
Esto le satisfizo y aligeró su corazón. También podría dejar satisfecho al lector…
si logra sacar en claro lo que quería decir.
Durante la cena, los mayores se mostraron preocupados por Gwendolen, que
permanecía silenciosa y distraída. Si hubieran estado atentos, se habrían dado cuenta
de que se mostraba lo bastante alerta e interesada cada vez que la conversación recaía
en el artista y su trabajo. Pero no se dieron cuenta y la charla pasó de ese asunto a
otros hasta que alguien volvió a preocuparse por Gwendolen otra vez y a preguntarse
si acaso estaría indispuesta o bien habría habido algún problema con su trabajo de
costura. Su madre le ofreció varias medicinas de reputada efectividad, tónicos con
hierro y otros componentes, y su padre propuso mandar a por vino, a pesar de ser
prohibicionista y jefe de orden del Distrito de Columbia. Pero todas estas gentilezas
fueron rechazadas con gratitud, pero con decisión. A la hora de acostarse, cuando la
familia se daba las buenas noches, Gwendolen se apoderó furtivamente de uno de los
pinceles, diciéndose: «Es el que ha usado más».
Al día siguiente, Tracy salió luciendo su nuevo traje y con una clavellina en el
ojal como complemento, atención diaria de Puss. Toda su alma estaba llena de
Gwendolen Sellers y esto avivaba su inspiración de artista. Durante toda la mañana
su pincel voló diestramente por los lienzos, casi sin él tener conciencia de ello —
conciencia, en este caso, de estar consciente, noción discutida por algunos sabios
doctores—, obteniendo maravilla tras maravilla en materia de accesorios para los
retratos, con tal calidad y rapidez que los veteranos de la compañía quedaron
entusiasmados, deshaciéndose en encendidos elogios.
Entre tanto, Gwendolen perdía la mañana y unos cuantos dólares. Suponía que
Tracy volvería antes de la comida, conclusión a la que había llegado sin ayuda de
nadie. Conque cada cierto tiempo bajaba las escaleras, abandonando su trabajo, para
preparar los pinceles y demás utensilios y mirar si había llegado. Y los momentos en
que permanecía en el cuarto de costura no le aprovechaban sino todo lo contrario,
como pudo comprobar con pesar.
Había empleado sus ratos libres en diseñar un vestido particularmente bonito y
original para sí misma y pensaba coserlo esa misma mañana, pero su mente estaba
ausente y el resultado fue una chapuza sin solución. Cuando vio lo que había hecho
supo la razón y el significado y, dejando a un lado su obra, se dijo que aceptaba el
designio. Y desde ese momento, ya no volvió del Salón de Audiencias y permaneció
en él, esperando. Siguió esperando después de comer. Una hora entera. Luego una
gran alegría invadió su corazón cuando lo vio llegar. Así que voló escaleras arriba,
llena de agradecimiento, y casi no pudo ni esperar a que él echara en falta el pincel
principal, que ella había escondido y sabía bien dónde. Sin embargo, después de que

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los demás lo hubieran buscado por todas partes y la hubieran requerido para
ayudarlos, tampoco ella pudo encontrarlo, al menos durante un buen rato. Y sólo lo
encontró cuando los otros se fueron a buscarlo por la cocina, por el sótano, por la
leñera y por otros lugares en los que la gente suele buscar las cosas que se pierden.
Entonces le dio el pincel y observó que debía haber mirado si todo estaba preparado
para él, pero que no lo había hecho al no parecerle necesario, ya que era tan temprano
que no esperaba… Aquí se detuvo, sorprendida de lo que estaba diciendo, mientras él
se sentía avergonzado y pensaba: «Ya sabía yo que mi impaciencia me haría venir
antes de la hora en que me aguardaban. Me he traicionado a mí mismo. Ella lee en mi
interior y se ríe por dentro, claro».
Gwendolen se sentía muy complacida por un lado y lo contrario por otro:
complacida con la nueva indumentaria y la mejora que suponía; menos complacida
por la clavellina en el ojal. La del día anterior apenas la había interesado; ésta era
igual, pero de algún modo había llamado su atención. Ansiaba encontrar un modo
apropiadamente indiferente y casual de preguntarle por ella y, en cierto momento, se
aventuró a hacerlo:
—Tenga la edad que tenga, cualquier hombre puede quitarse años poniéndose una
flor de colores brillantes en el ojal; lo he notado a menudo. ¿Por eso la lleva usted?
—Me imagino que no, aunque ciertamente es una buena razón. Nunca lo había
oído antes.
—Por lo visto, prefiere las clavellinas. ¿Se debe a su forma, a su color?
—Oh, no —dijo, simplemente—. Me las regalan. No creo tener ninguna
preferencia.
«Se las regalan», se dijo, sintiendo aborrecimiento por aquella clavellina. «Me
pregunto quién lo hace y cómo es ella». La flor pareció cobrar dimensiones enormes;
estorbaba sus movimientos y atraía y nublaba su mirada todo el rato. Era demasiado
molesta y visible para ser tan pequeña. «Me pregunto si le gusta ella». Este
pensamiento le produjo verdadero dolor.

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21

H
abía hecho todo lo posible para dejar cómodamente instalado al artista y no
encontraba ningún pretexto para quedarse. Así que dijo que se iba y lo
aleccionó para llamar a los sirvientes en caso de que necesitara algo. Se
marchó triste y dejó tristeza tras de sí, ya que se llevaba con ella toda la luz del sol. El
tiempo transcurría ahora pesadamente lento para ambos. Él, pensando en ella, no
podía pintar; ella, pensando en él, no ponía el corazón en sus diseños y costuras.
Nunca antes pintar había sido algo tan vano para él; a ella la costura nunca le había
resultado tan desprovista de interés. Se había ido sin reiterarle la invitación para cenar
y ello le causó a Tracy una insoportable desazón. Ella, por su parte también sufría, ya
que no podía invitarlo. No había sido difícil el día anterior, pero hoy era imposible.
Mil inocentes privilegios parecían haberle sido arrebatados a traición en apenas
veinticuatro horas. Hoy se sentía extrañamente torpe, con su libertad constreñida.
Hoy era incapaz de proponerse hacer o decir cualquier cosa concerniente al joven sin
quedarse de inmediato paralizada por el miedo de que él pudiera «sospechar». Sólo
pensarlo la hacía temblar.
Por lo tanto, la tarde fue un sinvivir, roto a intervalos. Tres veces tuvo que bajar a
buscar alguna cosa (es decir: consideró que debía bajar a buscar alguna cosa). Y así,
yendo y viniendo, pudo echarle en conjunto seis vistazos, sin que diera la impresión
de que miraba en esa dirección. Y trató de soportar estos éxtasis eléctricos sin mostrar
ninguna reacción, aunque le proporcionaban un enorme placer. Sentía que la
naturalidad con que trataba de comportarse era sobreactuada, de una sobriedad
demasiado ansiosa y una tranquilidad demasiado histérica como para ser
convincentes.
El pintor también vivía sus particulares éxtasis. Aprovechó sus seis vistazos y
cada uno de ellos lo inundó con olas de placer que cayeron sobre él, lo golpearon y lo
refrescaron deliciosamente, hasta ahogarlo en una absoluta inconsciencia respecto a
lo que hacía con su pincel. Como consecuencia, hubo seis partes distintas del lienzo
que hubo de rehacer.
Finalmente, Gwendolen encontró un poco de paz escribiendo a los Thompson,
vecinos cercanos, para avisarlos de que iría a cenar con ellos. Así no tendría que
recordar la ausencia en la mesa de alguien que debía haber concurrido (palabra que
anotó mentalmente para buscarla en el diccionario en un momento más tranquilo).
En ese momento, el viejo conde se dejó caer por allí para charlar con el artista e
invitarlo a cenar. Tracy mostró su alegría y agradecimiento con un repentino y
extraordinario aumento de sus energías para el trabajo; y sintió que, ahora que podría
estar cerca de Gwendolen y escuchar su voz y contemplar su rostro durante algunas
horas preciosas, el mundo ya no tenía nada más valioso que ofrecerle.
El conde se dijo: «Este espectro puede comer manzanas, por lo visto. Vamos a
descubrir si se trata de una especialidad. Las manzanas, sin duda, son el límite que no

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pueden traspasar los espectros. Ése fue el caso de nuestros primeros padres. No, estoy
equivocado… al menos en parte. El límite se puso en las manzanas, como en este
caso, pero a la inversa». La nueva indumentaria le causaba estremecimientos de
placer y orgullo. Se decía: «He logrado poner al día una parte de él, en cualquier
caso».
Sellers afirmó que estaba muy satisfecho del trabajo de Tracy y le encargó que
restaurara sus viejas obras maestras. Dijo que también podría pintar su retrato y el de
su mujer y, posiblemente, el de su hija. Al oírlo, una marea de felicidad inundó al
artista. La conversación fluía plácidamente mientras Tracy pintaba y Sellers
desempaquetaba con todo cuidado un cuadro que había traído con él. Era un cromo,
uno nuevo, recién acabado. Era el retrato de cierto hombre petulante y satisfecho de
sí mismo que estaba inundando la Unión con anuncios que invitaban a hacerse con
sus productos, consistentes en zapatos de a tres dólares, trajes y cosas por el estilo. El
anciano apoyó el cromo en sus rodillas y lo miró largamente, enternecido,
quedándose luego en un reflexivo silencio. En seguida se dio cuenta Tracy de que
estaba derramando lágrimas en él. El gesto conmovió la noble naturaleza del joven y
al mismo tiempo le produjo la penosa impresión de ser un intruso en aquella sagrada
privacidad, un fisgón de emociones de las que un extraño no debería ser testigo. Pero
su piedad se impuso a cualquier otra consideración y le obligó a intentar consolar al
lloroso anciano con palabras cariñosas y amistoso interés. Dijo:
—Lo siento mucho. Será un amigo que…
—Ah, más que eso, mucho más que eso… Un pariente, el más querido que he
tenido en este mundo, aunque nunca tuve ocasión de verlo. Sí, es el joven lord
Berkeley, que pereció heroicamente en el horrible incendio… ¿Qué ocurre?
—Oh, nada, nada. Ha sido el asombro de encontrarme de pronto cara a cara, por
decirlo así, con una persona de la que tanto se ha hablado. ¿Es un retrato fiel?
—Sin duda, sí. Nunca lo vi, pero se aprecia fácilmente el parecido con su padre
—dijo Sellers, levantando el cromo y comparándolo aprobadoramente con el falso
retrato del conde usurpador.
—Yo creo que no… No estoy muy seguro del parecido. Está claro que el conde
usurpador tiene una expresión que denota gran carácter y la cara es alargada como la
de un caballo, mientras que el heredero resulta petulante, con cara de bobo y sin
carácter alguno.
—Todos somos así al principio… todos los de la familia —dijo Sellers sin
inmutarse—. Empezamos con cara de bobos; luego, como renacuajos, nos
metamorfoseamos y adquirimos esa cara de caballo en la que resplandecen la
inteligencia y el carácter. Por esas señales detecto yo el parecido aquí y sé que el
retrato es auténtico y perfecto. Sí, toda la familia parece un poco boba al principio.
—Este joven parece reunir todos los requisitos hereditarios, ciertamente.
—Sí, sí, era un bobo, sin duda. Examine la cara, la forma de la cabeza, la
expresión. Es enteramente bobo, bobo, bobo sin remisión.

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—Gracias… —dijo Tracy involuntariamente.
—¿Gracias?
—Quiero decir, por explicármelo. Siga, por favor.
—Como iba diciendo, la bobería está bien impresa en el rostro. Cualquiera puede
apreciarlo en los detalles.
—¿Qué indican los detalles?
—Bueno, todos juntos indican a un pusilánime.
—¿Un qué?
—Un pusilánime. Una persona que siempre está tomando firmes determinaciones
sobre esto y lo otro —como una especie de Peñón de Gibraltar, cree ser
insobornablemente fiel y constante— y que luego, en poco tiempo, empieza a
flaquear. No más Peñón de Gibraltar, no más hombría: un vulgar y enclenque
pusilánime subido en unos zancos. ¡Ése es lord Berkeley, un corderito! Pero… ¿por
qué se ruboriza como una puesta de sol? Querido señor, ¿lo he ofendido sin querer en
algo?
—Oh no, ciertamente no. Nada de eso. Es que siempre me sonroja escuchar a un
hombre denostando a los de su propia sangre.
Pero se decía: «Qué extrañamente sus vagas y desatinadas fantasías han acabado
por dar en el clavo. Sin querer, me ha descrito. Yo soy esa cosa despreciable. Cuando
dejé Inglaterra pensaba que me conocía bien. Creía ser el mismo Federico el Grande
en cuanto a resolución y firmeza, cuando en realidad soy simplemente un pusilánime,
nada más que un pusilánime. Bueno… después de todo, al menos es encomiable tener
altos ideales y nobles resoluciones». Luego dijo, en voz alta:
—¿Podría este corderito, como usted lo llama, alimentar en su interior grandes
ideales de sacrificio? ¿Podría llegar, por ejemplo, a renunciar al condado, a sus
riquezas y honores, y retirarse voluntariamente entre el común del pueblo para
prosperar por sus propios medios o permanecer para siempre pobre y desconocido?
—¿Que si podría? Vaya, mírelo bien. ¡Observe la expresión de bobaliconería que
hay en su cara! Ahí tiene la respuesta. Lo más seguro es que lo pensara. Y que
pusiera manos a la obra a continuación.
—¿Y luego?
—Luego surgiría el pusilánime.
—¿Y después vuelta a empezar?
—Una y otra vez.
—¿Es eso lo que pasará con todos mis…? Quiero decir que si eso es lo que
pasaría con todas sus resoluciones.
—Oh, ciertamente, ciertamente. Es el Rossmore que hay en él.
—¡Entonces el pobre muchacho ha sido muy afortunado muriendo! Supongamos,
es un decir, que yo soy un Rossmore y…
—Eso no puede ser.
—¿Por qué?

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—Porque no vale la suposición. Si usted fuera un Rossmore, con su edad sería
usted un imbécil y un pusilánime y cualquiera que tenga buen ojo para la naturaleza
humana sabría con un solo vistazo que cuando usted toma una decisión, es
inamovible; ni un terremoto lo haría cambiar.
Y añadió para sí: «Con decirle esto basta, pero lo cierto es que va mucho más allá.
Cuanto más lo observo, más notable me parece. Tiene el porte más sólido que jamás
he visto. He aquí una firmeza sobrehumana, un propósito inamovible, una voluntad
de hierro. ¡Qué joven más extraordinario!». Enseguida dijo, en voz alta:
—Cuando haya ocasión, me gustaría pedirle consejo sobre cierto asunto, señor
Tracy. Verá, yo tengo los restos de ese joven lord… ¡Dios mío, qué salto ha pegado!
—Oh, no es nada. Siga, se lo ruego. ¿Usted tiene los restos? —Sí.
—¿Está usted seguro de que son los suyos y no los de cualquier otro?
—Oh, completamente seguro. Parte de ellos, quiero decir. No los tengo todos.
—¿Parte?
—Sí… en cestos. Algún día tendrá usted que volver a su país y si no le importara
llevárselos…
—¿Quién, yo?
—Sí… claro. No digo ahora sino cuando se pueda, cuando… Pero escuche, ¿le
gustaría verlos?
—¡No! De ninguna manera. No quiero verlos.
—Oh, muy bien. Sólo pensé… Hola, ¿a dónde vas, querida?
—Ceno fuera, papá.
Tracy se quedó hundido. El coronel dijo, con disgusto:
—Vaya, lo siento. No sabía que iba a salir, señor Tracy.
En la cara de Gwendolen asomó un gesto de aprensión que quería decir: «Qué-es-
lo-que-he-hecho».
—Seremos tres viejos para un joven. Bueno, no es un gran plan para usted.
El rostro de Gwendolen se iluminó con un brillo de esperanza y dijo con una
desgana que estaba muy lejos de sentir:
—Si lo prefieres, les mandaré una nota a los Thompson diciéndoles…
—¡Oh, los Thompson! Esto lo simplifica todo, no hay problema. Nos
arreglaremos solos sin estropear tus planes, chiquilla. Tú ya te habías hecho a la
idea…
—Pero, papá, puedo cenar con ellos otro…
—No, no lo consiento. Has trabajado mucho, querida niña, y tu padre no te va a
disgustar cuando…
—Pero, papá, yo…
—Ve, no quiero oír una palabra. Ve tranquila, cariño.
Gwendolen estaba a punto de echarse a llorar de rabia. Pero no podía hacer nada
sino irse, lo cual estaba a punto de hacer cuando su padre dio con una idea que lo
llenó de júbilo porque parecía allanar todas las dificultades de la situación y suavizar

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las cosas satisfactoriamente:
—Ya sé, mi amor cómo arreglarlo todo para que pasemos un buen rato sin
privarte de tus distracciones. Manda a Belle Thompson aquí… Una criatura deliciosa,
Tracy, perfectamente hermosa. Quiero que vea a esa muchacha, se volverá loco en un
minuto. Sí, mándala para acá, Gwendolen, y dile… ¡Vaya, se ha ido!
Se asomó, pero ella ya cruzaba la verja. Murmuró: «Me pregunto qué le ocurre.
No oigo lo que dice pero parece que va echando pestes».
—Bueno —dijo Sellers alegremente—, la echaremos de menos. Los padres
siempre echan de menos a los hijos en cuanto los pierden de vista, es algo natural y
sabiamente establecido. Pero usted estará muy a gusto, porque la señorita Belle
suministrará el elemento joven a su entero placer y los viejos haremos lo que
podamos. Pasaremos un rato agradable. Y así tendrá ocasión de conocer mejor al
almirante Hawkins. Es un personaje curioso, señor Tracy… uno de los personajes
más curiosos y agradables que el mundo ha producido. Lo encontrará muy digno de
estudio. Yo lo he visto crecer, desde que era un chiquillo, y nunca ha dejado de
mejorar. Realmente considero que una de las cosas que me han permitido convertirme
en un consumado maestro en la difícil ciencia de conocer el carácter humano ha sido
el vivo interés que me ha inspirado siempre este muchacho y las desconcertantes e
insondables particularidades de su personalidad.
Tracy no oía una palabra. Su espíritu se había ido lejos, estaba desolado.
—Sí, un carácter curiosísimo. El disimulo, ésa es su base. Lo primero que uno ha
de hacer es descifrar la clave en que se apoya el carácter de un hombre… y entonces
lo tienes. Ninguna trampa ni rasgo aparentemente inconsistente te pueden ya engañar.
¿Qué lee usted en el rostro del senador? Simplicidad, una absoluta y llamativa
simplicidad, cuando, en realidad, se trata de una de las mentes más penetrantes del
mundo. Un hombre perfectamente honrado, absolutamente honrado y honorable… y
no obstante, sin duda, el mayor maestro del disimulo que el mundo haya podido
contemplar.
—¡Oh, es demoníaco! —Esto fue lo que salió de los labios de Tracy, que no
escuchaba nada, torturado por el pensamiento de lo que podía haber sido si no se
hubieran torcido los planes de la cena.
—No, yo no lo llamaría así —dijo Sellers, que ahora se paseaba plácidamente de
un lado a otro de la sala con las manos bajo los faldones de la levita y regalándose los
oídos con su propia cháchara—. Uno podría llamarlo demoníaco en otra persona,
pero no en el senador. El término es justo, perfectamente justo, se lo concedo, pero la
aplicación es errónea. Hay una gran diferencia. Sí, es un carácter curiosísimo. Creo
que ningún otro estadista ha tenido jamás un sentido del humor tan colosal,
combinado con la habilidad de disimularlo por completo. Con la excepción de
George Washington y Cromwell, y quizá Robespierre, pero ahí pongo la raya.
Alguien que no fuera un experto podría estar en compañía del juez Hawkins una vida
entera creyendo que no tiene más sentido del humor que un cementerio.

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Se sintió un profundo y prolongado suspiro proveniente del distraído y aturdido
artista, seguido de un murmullo: «¡Desgraciado, oh, desgraciado!».
—Bueno, no. Yo no lo calificaría así. Al contrario, admiro su habilidad para
disimular su sentido del humor casi más que el propio don en sí, aunque sea
estupendo. Otra cosa… El general Hawkins es un pensador; un pensador agudo,
lógico, exhaustivo, analítico… Quizá el mayor de los tiempos modernos.
Refiriéndonos, claro está, a temas de su especialidad, como el periodo glacial, la
correlación de fuerzas, la evolución del Cristianismo desde sus orígenes… Ese tipo
de cosas. ¡Dele un tema acorde con sus facultades y obsérvelo meditar! Puede que sea
la mente más extraordinaria desde Aristóteles.
La cena se retrasó un buen rato esperando a la señorita Thompson, pero, como
Gwendolen no le había comunicado la invitación, la invitada no llegó y la familia se
sentó finalmente a cenar sin ella. El pobre Sellers hacía todo cuanto su alma
hospitalaria podía concebir para hacer la velada agradable al invitado y éste hacía
cuanto estaba a su alcance para parecer contento, animado y feliz, en atención al
anciano caballero. De hecho, todos arrimaban el hombro en interés de hacérselo pasar
bien a los demás, pero todo fue un fracaso desde el comienzo. A Tracy el corazón le
pesaba como el plomo; sólo parecía haber una figura importante en aquel paisaje y
ésa era la silla vacía. No podía apartar su pensamiento de Gwendolen y de su propia
mala suerte. En consecuencia, sus distracciones daban lugar a penosos silencios en
los momentos en que debía decir algo y, por supuesto, esta contingencia se contagió
al resto de los presentes. En vez de disfrutar de un plácido crucero por aguas
soleadas, como habían esperado, todos ansiaban volver a la playa. ¿Qué era lo que
ocurría? Tracy hubiera podido decirlo, pero los demás no podían adivinarlo ni por
aproximación.
Mientras tanto, en casa de los Thompson se vivía una velada igualmente sombría;
de hecho, era la misma situación. Gwendolen se sentía avergonzada de sí misma por
permitir que su disgusto la abatiera de aquella forma, haciéndola tan extraña y
profundamente desgraciada. Pero avergonzarse no mejoraba las cosas, sino que
agravaba el sufrimiento. Explicó que no se encontraba muy bien y todos pudieron ver
que era cierto y le ofrecieron su sincera simpatía y conmiseración, lo cual tampoco
ayudó mucho. Nada puede ayudar en estos casos. Lo mejor es irse y dejar las cosas
como están. En cuanto la cena hubo acabado, la muchacha se excusó y salió a escape,
sintiendo una inexpresable gratitud por poder irse de aquella casa y de su intolerable
cautividad y sufrimiento.
¿Se habría ido ya? La idea surgió en su mente, pero tuvo efecto en sus pies. Se
deslizó en la casa, se quitó el sombrero y se fue derecha al comedor. Se detuvo y
escuchó. La voz de su padre, que le pareció descolorida; luego la de su madre, lo
mismo. Un largo silencio. Después un comentario anodino de Washington Hawkins.
Otro silencio. Luego, no la voz de Tracy, sino otra vez la de su padre.
«Se ha ido», se dijo con desesperación. Y desganadamente abrió la puerta y entró.

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—Vaya, mi niña —gritó la madre—. ¡Qué pálida estás! ¿Estás…? ¿Ha
ocurrido…?
—¿Pálida? —exclamó Sellers—. Se le ha ido la palidez en un soplo, así que no
sería nada. ¡Ahora está más roja que el corazón de una sandía! Siéntate, querida,
siéntate… Dios sabe que eres bienvenida. ¿Lo has pasado bien? Aquí hemos
disfrutado mucho… muchísimo. ¿Por qué no vino la señorita Belle? El señor Tracy
no se encuentra muy bien y ella hubiera podido distraerlo.
Ahora se sentía contenta y de sus ojos felices surgió una luz que le reveló el
secreto a otro par de ojos, los cuales a su vez le revelaron el suyo. En ésa
infinitamente fugaz fracción de segundo se hicieron las dos grandes confesiones, se
recibieron y se comprendieron. Toda ansiedad, aprensión o zozobra se desvanecieron
de los corazones de ambos jóvenes, dejando en su lugar una gran paz.
Sellers confiaba ciegamente en que el nuevo refuerzo de la reunión pudiera
arrancar una victoria de las garras del fracaso, pero se equivocó. La conversación
prosiguió tan pesadamente deslabazada como antes. El anciano estaba orgulloso de
Gwendolen y quería presumir de ella, incluso compararla con la señorita Belle
Thompson, y había aquí una gran oportunidad, pero ¿qué hacía ella? Se sintió
profundamente contrariado. Le mortificaba pensar que aquel inglés, con la habitual
disposición de los británicos, en cuanto salen de casa, a generalizar y hacer montañas
de granos de arena, pudiera llegar a la conclusión de que las chicas americanas eran
tan insulsas como él mismo, juzgando a toda la tribu por un único ejemplar, y aún
éste en sus momentos más bajos, porque no parecía haber nada en aquella reunión
que pudiera animar a la joven e impedirla dormirse. Decidió que, por el honor de su
patria, habría de volver a reunir a aquellos dos en algún acto social a no tardar
mucho, juzgando que en una nueva ocasión el resultado sería diferente. Se decía, con
el orgullo herido: «Él anotará en su diario, porque todos ellos llevan un diario…
anotará en su diario que ella era prodigiosamente aburrida —¡oh, pero si no es ella!
—, que nunca había visto nada igual, y mira que era hermosa como Satán, pero no
sabía hacer otra cosa que jugar con las migas de pan, deshojar flores nerviosamente y
parecer atribulada. Nada puede ser peor. Me rindo. Arrío mis banderas y que los otros
sigan peleando, si quieren».
Estrechó las manos a todos y se fue a ocuparse de cierto trabajo del que dijo que
no admitía demora. Los dos enamorados estaban en los extremos opuestos de la sala,
y aparentemente ajenos el uno al otro. La distancia se acortó algo, entonces. Pronto se
retiró la madre. La distancia volvió a acortarse. Tracy contemplaba el cromo de algún
político de Ohio retocado y reconvertido a Rossmore de la época de las Cruzadas, y
Gwendolen estaba sentada en el sofá, no muy lejos, aparentemente absorta en
examinar un álbum de fotografías que no contenía ninguna.
El «senador» no acababa de irse. Lo sentía por los jóvenes; había sido una velada
aburrida para ellos. En la bondad de su corazón, intentaba ahora animarlos para
compensar la mala impresión que necesariamente habría producido la huida del

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coronel. Hacía comentarios, trataba de mostrarse alegre… Pero las respuestas eran
lánguidas, poco entusiastas. Decidió dejarlo e irse a acostar. Había sido un día que ni
escogido para los fracasos.
Pero cuando Gwendolen se levantó de un salto y, esbozando una amplia sonrisa
de agradecimiento y amabilidad, le dijo: «¿Ya se va?», consideró cruel la deserción y
se sentó de nuevo.
Estaba a punto de hacer algún otro comentario cuando… cuando no lo hizo.
Todos conocemos esas situaciones. No supo cómo, pero supo que su decisión de
quedarse otro rato había sido un error. Simplemente lo supo, y con toda certeza,
además. Así que dio las buenas noches y se esfumó, preguntándose qué podía haber
hecho para que la atmósfera cambiara de aquel modo. Mientras la puerta se cerraba a
sus espaldas, aquellos dos ya estaban uno al lado del otro, mirando la puerta en una
espera impaciente, pero hondamente agradecida, contando los segundos. Y en el
preciso momento en que se cerró, se echaron los brazos al cuello y allí, corazón con
corazón y labio con labio…
—¡Oh, Dios mío, está besando a… eso!
Nadie oyó este comentario, porque Hawkins, que lo produjo, sólo lo pensó, sin
llegar a exteriorizarlo. Se había vuelto un segundo, en el momento de cerrar la puerta,
y la había entreabierto una pizca, con la intención de volver y preguntar qué podía
haber dicho o hecho y disculparse por ello. Pero no entró. Se fue aturdido,
anonadado, aterrorizado, apenado.

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22

C
inco minutos después, estaba sentado en la cama, con la cabeza hundida en
el círculo de sus brazos, una estampa del dolor y la desesperación. Las
lágrimas fluían libremente y una y otra vez se escuchaban suspiros que
rompían en el silencio. Luego se dijo:
«La conozco desde que era una niña y acostumbraba a sentarse en mis rodillas. La
quiero como a mí mismo y ahora… ¡Oh, pobre, pobre cosita, no puedo soportarlo!
¡Ha acabado entregando su corazón a ese zarrapastroso materializado! ¿Cómo no nos
dimos cuenta de que eso podía suceder? ¿Pero cómo hubiéramos podido? Nadie
habría podido, nadie hubiera sospechado nunca algo así. Uno no puede imaginarse
que una persona se enamore de una estatua de cera. Y éste ni siquiera llega a eso».
Siguió afligiéndose y dando voz, de cuando en cuando, a sus lamentaciones:
«Está hecho, oh, está hecho y no tiene remedio, no habrá manera de deshacer este
entuerto. Si tuviera coraje, lo mataría. Pero eso no serviría para nada. Ella lo ama;
cree que es genuino y auténtico. Si lo pierde, llorará por él igual que si fuera alguien
real. ¡Y quién se lo cuenta a la familia! No, yo… primero me mato. Sellers es el
mejor ser humano que he conocido nunca y no puedo ni pensar en… ¡Oh, Dios, se le
romperá el corazón cuando se entere! Y a Polly también. ¡Esto es lo que pasa cuando
uno se mezcla con esos asuntos infernales! Si no hubiera sido por eso, esta criatura
seguiría achicharrándose en el infierno, que es adonde pertenece. ¿Cómo es que esta
gente no huele el azufre? A veces no puedo entrar en la misma habitación en que está
él sin sofocarme».
Tras una pausa, prosiguió:
«Bueno, una cosa es segura: la materialización debe detenerse donde se ha
quedado. Si ella va a casarse con un espectro, mejor que sea con uno decente, aunque
venga de la Edad Media, como éste, que con un vaquero y atracador de bancos como
el que surgirá de este renacuajo protoplasmático si Sellers continúa con sus manejos.
Detenernos ahora va a costarnos 5000 dólares y la quiebra de la compañía, pero la
felicidad de Sally Sellers es más valiosa que todo eso».
Oyó llegar a Sellers e hizo por serenarse. Sellers se sentó y dijo:
—Bien, tengo que confesar que estoy perplejo. Ciertamente come, no hay que
darle vueltas. Bueno, no come exactamente; picotea sin mucho apetito, más bien,
pero picotea. Y eso es asombroso. Ahora la pregunta es: ¿qué hace con lo que
picotea? O sea: ¿qué hace con ello? Mi opinión es que aún no hemos hecho más que
empezar a comprender éste estupendo descubrimiento. Pero el tiempo —el tiempo y
la ciencia— nos lo enseñarán. Dejémoslo correr y no nos impacientemos.
Pero no lograba interesar a Hawkins; nada lograba romper su mutismo ni sacarle
de su abatimiento. Hasta que llegó a un punto que logró captar su atención:
—Está empezando a gustarme, Hawkins. Es una persona con un extraordinario
carácter, absolutamente grande. Bajo ese plácido exterior, se encuentra concentrado el

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espíritu más atrevido que jamás haya tenido un hombre. Es un nuevo Clive.[13] Sí,
soy todo admiración por él, y eso por su carácter, y sabes que de la admiración nace
el afecto. Estoy empezando a apreciarlo inmensamente. ¿Sabes que no voy a tener
corazón para degradar ese carácter hasta la condición de atracador ávido de dinero o
algo así? Quiero preguntarte si estás dispuesto a dejar pasar la recompensa y dejar a
ese pobre muchacho…
—¿En el estado en que está?
—Sí… No traerlo a un estado actual.
—Oh, aquí está mi mano. ¡Y mi corazón!
—Nunca olvidaré esto, Hawkins —dijo el anciano caballero con una voz que
apenas pudo controlar—. Estás haciendo un gran sacrificio por mí, en tu propio
perjuicio, pero nunca olvidaré tu generosidad. Y mientras viva, no te arrepentirás de
ello, te lo aseguro.

* * *

Sally Sellers se dio cuenta inmediatamente, y de una manera muy vívida, de que
se estaba transformando en un nuevo ser, un ser más elevado y noble que el que había
sido hasta entonces. Un ser más serio y menos soñador, con una razón para su
presencia en el mundo, en vez de la vaga curiosidad melancólica de antes. Tan grande
y sustancioso era el cambio que le parecía ser una persona real que hasta ese
momento sólo hubiera sido sombra; un algo donde antes había nada; un propósito que
había sido capricho; un templo terminado, con las velas encendidas y las voces del
culto resonando, donde antes sólo había la confusión de un arquitecto y áridos planos,
ininteligibles para los ojos del profano.
¡Lady Gwendolen! El placer de ese sonido se había evaporado; ahora era casi una
ofensa. Se dijo: «Ya está. Esa farsa pertenece al pasado. No me llamaré así nunca
más».
—¿Debo llamarte simplemente Gwendolen? —dijo él—. ¿Me permitirás
prescindir de las formalidades y llamarte por tu amado nombre de pila, sin más
añadidos?
Ella le arrancó la clavellina y la reemplazó por un capullo de rosa.
—Ya está… Mucho mejor. Odio las clavellinas… algunas. Por supuesto que sí,
debes llamarme por mi nombre de pila, sin más añadidos. Eso es. Bueno… no quiero
decir sin ningún, ningún añadido…
Había ido tan lejos como había podido. Hubo una pausa. Él se devanaba los sesos
para comprender. Finalmente pudo coger una idea que salvaba la situación y dijo,
lleno de gratitud:
—¡Querida Gwendolen! ¿Puedo llamarte así?
—Sí… en parte. Pero no me beses cuando estoy hablando; me hace olvidar lo que
iba a decir. Puedes usar la primera parte, pero no la segunda. Gwendolen no es mi

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nombre.
—¿No es tu nombre? —Esto fue dicho con tono de asombro y sorpresa.
El alma de la joven se vio de pronto invadida por una espeluznante aprensión, una
clara sensación de sospecha y alarma. Retiró los brazos de su cuello, lo miró
inquisitivamente a los ojos y dijo:
—Contéstame la verdad, por tu honor. ¿No buscarás casarte conmigo por mi
rango?
El disparo casi lo arrojó contra la pared, tan poco preparado estaba para recibirlo.
Había algo tan sutilmente grotesco en la pregunta y la sospecha que llevaba aparejada
que se detuvo a considerarlo, maravillado, y eso lo salvó de echarse a reír. Luego, sin
perder un tiempo precioso, se lanzó a la tarea de convencerla de que se había sentido
atraído sólo por ella misma, que se había enamorado sólo de ella y no de su título y
posición; que la amaba con todo su corazón y que no la amaría más si fuera una
duquesa ni menos si no tuviera casa, nombre y familia. Ella lo miró
melancólicamente, ansiosamente, esperanzadamente, sustituyendo a las palabras con
esa expresión. Y cuando él terminó, en el corazón de ella había alegría, un alegría
tumultuosa en realidad, aunque su exterior pareciera tranquilo, sereno y hasta con un
punto de judicial severidad. Preparó entonces un golpe de efecto, calculado para
poner a prueba las desinteresadas promesas que acababa de hacer. Y lo dejó caer en
cAllente, palabra a palabra, como una bomba retardada, observando para ver hasta
dónde le hacía saltar la explosión:
—Escucha… y no tengas dudas de lo que voy a decir porque es la pura y exacta
verdad: ¡Howard Tracy, soy tan hija de conde como tú!
Para su deleite —e íntima sorpresa también— él no se inmutó. Esta vez estaba
preparado y vio su oportunidad. Gritó lleno de entusiasmo: «¡Gracias al cielo!», y la
estrechó en sus brazos.
Sally no tenía palabras para expresar su felicidad.
—Me haces la chica más orgullosa de la tierra —dijo, con la cabeza recostada en
su hombro—. Casi me parecía natural que te hubiera deslumbrado el título (incluso
sin querer, siendo inglés) y que te estuvieras engañando a ti mismo creyendo que me
amabas, para luego dejar de amarme tras sufrir una decepción. Así que me llena de
orgullo que la revelación no te importe nada y que me ames sólo por mí misma, sólo
por mí misma… ¡Oh, estoy tan orgullosa que no hay palabras para expresarlo!
—Te quiero sólo por ti, mi amor; jamás he ansiado el condado de tu padre. Es la
pura verdad, mi querida Gwendolen.
—Eh, no me llames así. Odio ese nombre falso. Ya te dije que no era el mío. Mi
nombre es Sally Sellers… o Sarah, si te gusta más. Desde este momento quedan
abolidos para siempre sueños, visiones y fantasías. Voy a ser yo misma, un yo
genuino, honesto, natural, claro y limpio de falsedades, de disparates y de fraudes,
digno de ti. No hay la menor desigualdad social entre tú y yo. Yo, como tú, soy
pobre; yo, como tú, no tengo posición ni distinciones. Tú eres un esforzado artista;

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yo, a mi humilde manera, también. Ganaremos nuestro pan honradamente, trabajando
para lograr el sustento. Caminaremos de la mano hasta el final, ayudándonos
mutuamente en todo, viviendo el uno para el otro, siendo uno en corazón y
propósitos, uno en esperanza y aspiraciones, inseparables hasta la muerte. Y si
nuestra posición es modesta a los ojos del mundo, haremos por ascender cuanto
podamos, con los principios del trabajo honrado, que nos dará comida y vestido, y sin
que nunca tengamos que reprocharnos nada. Por fortuna, vivimos en un país donde
con esto es suficiente y nadie es mejor que su vecino por la gracia de Dios, sino sólo
por su propio mérito.
Tracy quiso interrumpirla, pero ella lo detuvo y prosiguió:
—No he acabado aún. Voy a purificarme de los últimos vestigios de artificialidad
y pretensiones y así empezar limpia y a tu misma altura de honradez. Quiero ser una
compañera digna de aquí en adelante. Mi padre cree sinceramente ser un conde. Bien,
dejémosle su sueño; lo satisface y no hace daño a nadie. Fue el sueño de sus
antecesores antes que el suyo. Ha vuelto locos a los Sellers durante generaciones y
también a mí me ha vuelto un poco loca, aunque en mi caso no ha echado raíces muy
profundas. Ahora he acabado con eso para siempre. Cuarenta y ocho horas antes me
sentía íntimamente orgullosa de ser la hija de un conde de pega y creía que mi
compañero ideal habría de ser alguien del mismo nivel. Pero hoy —¡oh, que
agradecida estoy a tu amor, que ha curado mi cerebro y restaurado mi cordura!—
puedo jurar que ningún hijo de conde jamás…
—Oh, bueno, sí… pero… pero…
—Caramba, pareces asustado. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—¿Pasar? Oh, nada… nada. Sólo iba a decir…
Pero en su ofuscación no se le ocurrió nada, de momento. Luego, una afortunada
inspiración le sugirió algo enteramente satisfactorio para la ocasión y dijo con
elocuente energía:
—¡Oh, qué hermosa eres! Cuando te miro se me corta la respiración.
Estaba bien pensado, era oportuno y lo había expresado muy bien. Tuvo su
recompensa.
—Veamos. ¿Por dónde iba? Sí, el condado de mi padre es pura fantasía. Mira esas
cosas espantosas en la pared. Por supuesto, habrás pensado que son retratos de sus
antepasados, los condes de Rossmore. Bueno, pues no lo son. Son cromos de
americanos distinguidos, todos contemporáneos, pero los ha hecho retroceder mil
años rebautizándolos. Ahí tienes a Andrew Jackson, haciendo lo que puede para ser el
último conde americano. Y el tesoro más reciente de la colección es el supuesto
retrato del joven heredero inglés… Me refiero al idiota ese del crespón. Lo cierto es
que es un zapatero y no lord Berkeley.
—¿Estás segura?
—Pues claro que lo estoy. Él no podría ser así.
—¿Por qué?

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—Porque su conducta en sus últimos momentos, cuando el fuego lo rodeaba,
muestra que era todo un hombre, una criatura con un alma fina y elevada.
Tracy estaba conmovido por estos cumplidos y le pareció que los deliciosos
labios de la joven eran aún más deliciosos cuando hablaba así. Dijo, dulcemente:
—Es una pena que ya nunca pueda saber la hermosa impresión que su
comportamiento iba a producir en la más bella y adorable extranjera en el país de…
—¡Oh, casi me enamoré de él! Vaya, pienso en él todos los días. Siempre ronda
mi cabeza.
Tracy pensó que esto era un poco más de lo necesario. Sintió el pinchazo de los
celos y dijo:
—Está muy bien que pienses en él… al menos de vez en cuando… esto es… a
veces… y de forma admirativa. Pero creo que…
—Howard Tracy, ¿estás celoso de un muerto?
Se sintió avergonzado… y al mismo tiempo no se sintió avergonzado. Estaba
celoso… y al mismo tiempo no lo estaba. En cierto sentido, el muerto era él mismo,
en cuyo caso los cumplidos y el afecto prodigados al cadáver iban a su propia cuenta
y constaban como beneficios. Pero en cierto sentido, el muerto no era él y entonces
los cumplidos y el afecto eran pérdidas y base suficiente para los celos. Un disgustillo
fue el resultado de la disputa. Luego hicieron las paces y quedaron más enamorados
que antes. Como cariñoso remate de la reconciliación, Sally declaró que ya había
expulsado a lord Berkeley de su mente, y añadió:
—Y para estar seguros de que nunca volverá a inmiscuirse entre nosotros, me
obligaré a mí misma a detestar ese nombre y todo lo que tenga o haya tenido que ver
con él.
Esto ocasionó una nueva punzada a Tracy, que pensó pedirle que modificara esa
decisión sólo un poco, dejándola, para no sobrepasarse, en unas líneas generales; pero
luego decidió dejar las cosas como estaban y no arriesgarse a originar otro disgusto.
Apartándose del asunto, buscó un terreno menos sensible para la conversación:
—Supongo que desapruebas toda aristocracia y nobleza, ahora que has
renunciado a tu título y al condado de tu padre.
—¿La aristocracia real, quieres decir? Oh, querido, no… Pero me he librado de
nuestra farsa de una vez.
Esta respuesta llegó justo en el momento y lugar adecuados para salvar al voluble
joven de volver a cambiar sus concepciones políticas una vez más. Había estado a
punto de empezar a vacilar de nuevo, pero este refuerzo lo apuntaló evitándole ser
arrastrado hacia la democracia y la recusación de la aristocracia. Así que volvió para
su casa contento de haber hecho la afortunada pregunta. La chica llegaría a aceptar la
fruslería de un condado auténtico; sólo sentía aprensión por los de pega. Sí, podría
tener su novia y su condado. Esa pregunta había sido una bendición.
Sally se acostó feliz, también, y permaneció feliz, delirantemente feliz, por
espacio de unas dos horas; pero, finalmente, justo cuando iba a sumergirse en una

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jubilosa y voluptuosa inconsciencia, el turbio demonio que habita y merodea y se
esconde y observa dentro de los seres humanos y que siempre está aguardando una
oportunidad para infligir un daño malicioso susurró en su alma estas palabras: «Esa
pregunta parecía inocente, pero ¿qué ocultaba? ¿Cuál sería su secreta intención?
¿Qué sugiere?».
El turbio demonio la había apuñalado y ahora podía retirarse a descansar. La
herida que dejaba haría el resto del trabajo. Y lo hizo.
¿Por qué había preguntado Howard Tracy aquello? Si no pretendía casarse con
ella por su rango, ¿qué le había inspirado la pregunta? ¿No pareció claramente
aliviado cuando ella dijo que sus objeciones a la aristocracia sólo eran parciales? Ah,
va detrás del condado, esa farsa dorada… No es a esta pobretona a quien quiere.
Eso argumentaba, entre angustias y lágrimas. Luego argumentaba en favor de la
teoría opuesta, pero tan débilmente, con tan poco fundamento, que la teoría perdió el
caso. Siguió cavilando, de un extremo al otro, todo el resto de la noche y finalmente,
de madrugada, cayó dormida; o cayó al fuego, por mejor decir, ya que esa clase de
sueño recuerda al fuego y uno sale de él con el cerebro chamuscado y las fuerzas
consumidas.

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23

T
racy escribió a su padre antes de irse a la cama. Escribió una carta que
juzgó habría de ser mejor recibida que el telegrama, ya que contenía lo que
se suponía que eran buenas noticias. A saber: que había experimentado lo
que era la igualdad y el trabajar para vivir; que había hecho un esfuerzo en el que no
encontraba ninguna razón para avergonzarse y, en cuanto a ganar para su sustento,
había probado que podía hacerlo; pero que finalmente había llegado a la conclusión
de que no podía cambiar el mundo él solo y que pensaba retirarse del conflicto con el
patrimonio de honor que había conseguido; y también que deseaba volver a casa y
reasumir su posición y ser feliz en ella y estar agradecido por el futuro, dejando los
experimentos redentores a otros jóvenes que necesitaran el escarmiento y la
reprimenda de la experiencia, única lógica capaz de convencer a una imaginación
enferma y restaurar su salud. Luego abordaba el asunto de su boda con la hija del
pretendiente americano con mucha precaución y mano izquierda. Decía cosas muy
elogiosas de la muchacha, pero sin hacer mucho hincapié ni darle mucha importancia.
A lo que sí daba importancia era a la feliz oportunidad que se presentaba de
reconciliar a los York y a los Lancaster,[14] injertar las dos rosas en un solo tallo y
terminar para siempre con una lamentable injusticia que ya se había prolongado
demasiado tiempo. Podía inferirse que había meditado esta cuestión largamente y
escogido este camino por hacer las cosas bien y porque era más juicioso que el plan
de renuncia que lo había llevado a Inglaterra. Podía inferirse eso, pero no lo decía. De
hecho, cuanto más releía la carta, más lo infería él mismo.
Cuando el anciano conde recibió la carta, la lectura de la primera parte lo llenó de
una satisfacción severa y gruñona, pero el resto le hizo resoplar un par de veces, lo
cual podría ser interpretado de muy distintas maneras. No gastó tinta en esta
emergencia ni en telegramas ni letras: cogió enseguida el primer barco a América
para intervenir en el asunto personalmente. Todo este tiempo se había mantenido
imperturbable, sin dar ninguna señal del ansia de su corazón por ver a su hijo,
confiando en la cura de sus fantásticos sueños y resuelto a dejar que las cosas
siguieran su cauce sin reconfortarlo con telegramas de consuelo ni otras tonterías por
el estilo; y con ello había alcanzado finalmente la victoria. Victoria, pero
estúpidamente empañada por este proyecto idiota de matrimonio. Sí, debía
presentarse allí e intervenir en el asunto personalmente.
Durante los primeros diez días tras el envío de la carta, el espíritu de Tracy no
tuvo descanso. Ascendía a las nubes o caía a tierra tan rápidamente como le permitían
las leyes de la gravedad. Se sentía inmensamente feliz o inmensamente desdichado
alternativamente, según el humor de la señorita Sally. Nunca podía decir cuándo iba a
cambiar su humor y, cuando cambiaba, nunca podía decir qué era lo que lo había
cambiado. A veces estaba tan enamorada de él que su amor era tropical, tórrido, y no

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podía encontrar palabras lo bastante febriles para expresarlo. Luego, de pronto, sin
aviso ni razón aparente, el tiempo cambiaba y la víctima se encontraba a la deriva
entre icebergs y sintiéndose tan solo y aterido como en el Polo Norte. A veces
pensaba que era mejor para un hombre estar muerto que sometido a tales
devastadores vaivenes climatológicos.
El caso era sencillo. Sally quería creer que el afecto de Tracy era desinteresado,
de manera que siempre estaba sometiéndolo a pequeños exámenes de un tipo o de
otro, con el deseo y la esperanza de que le proporcionaran una prueba que confirmara
y fortaleciera su creencia. El pobre Tracy no se daba cuenta de que lo estaban
examinando y, en consecuencia, caía continuamente en todas las trampas que la
muchacha le tendía. Estas trampas consistían en comentarios aparentemente casuales
sobre la distinción social, los títulos aristocráticos, los privilegios y cosas así. A
menudo, Tracy respondía a estos comentarios distraídamente y sin poner mucho
cuidado en lo que decía, sólo para prolongar la conversación y alargar la visita. No
sospechaba que la joven escudriñaba su rostro y escuchaba sus palabras como quien
escudriñara el rostro de un juez y esperara las palabras que lo devolverían a su casa
con sus amigos y su libertad o lo encerrarían para siempre lejos del sol y de cualquier
compañía humana. No sospechaba que sus despreocupadas palabras eran
cuidadosamente sopesadas y, por ello, a veces proporcionaba sentencias de muerte
cuando le hubiera dado lo mismo proporcionar absoluciones. Todos los días
destrozaba el corazón de la muchacha y todas las noches la enviaba a dormir al potro
de tortura. No se daba cuenta de nada.
Cualquiera hubiera podido atar cabos y advertir que el tiempo nunca cambiaba,
sino cuando se tocaban determinados temas y sólo entonces. Y cualquiera hubiera
podido mirar más allá y darse cuenta de que esos temas sólo los sacaba ella, nunca él.
Parecía claro, entonces, que todo esto encerraba un propósito y, de no poder averiguar
cuál era, cualquiera habría preguntado.
Pero Tracy no era lo bastante astuto o suspicaz para pensar en esas cosas. Sólo
notaba una en particular: que el tiempo siempre era soleado al comienzo de la visita.
No importaba cuánto podía encapotarse después: siempre empezaba con un cielo
claro. No podía explicarse este curioso hecho, sino simplemente constatarlo. La razón
de todo esto era que, cada vez que Sally perdía de vista a Tracy durante seis horas,
estaba tan hambrienta de volver a verlo que todas las dudas y sospechas se consumían
en el fuego de su ansia y siempre aparecía en su presencia tan radiante y feliz como
nunca estuviera al separarse de él.
En tales circunstancias, el proceso de pintar un retrato se ve sometido a diversos
riesgos. El retrato de Sellers que estaba pintando Tracy se debatía diariamente entre
estos vaivenes climatológicos, reflejándose en él los incontables altibajos de su autor.
A ratos, era el retrato más feliz que podía concebirse; en otros momentos, un alma
atormentada miraba desde el lienzo; un alma que sufría las más diferentes clases de
achaques, desde el dolor de estómago a la rabia. Pero a Sellers le gustaba. Decía que

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era él mismo: un retrato que exudaba sensaciones por todos sus poros, y nunca dos
sensaciones iguales. Afirmaba que contenía tantos tipos de emociones como podían
imaginarse.
No era una obra maestra de la pintura, quizá, pero sí algo digno de ser mostrado,
ya que era de gran tamaño, de cuerpo entero, y representaba al conde americano con
su capa escarlata de par, con las tres listas de armiño indicativas del grado de conde y
una corona condal sobre la cabeza gris, graciosamente inclinada hacia un lado al
estilo versallesco. Cuando el cielo de Sally estaba soleado, el retrato hacía a Tracy
sonreír, pero cuando el tiempo amenazaba borrasca lo perturbaba y helaba la sangre
en sus venas.
Una noche, ya muy tarde, tras pasar los tortolitos una velada perfecta, el demonio
interior de Sally empezó a practicar su juego favorito y pronto la conversación derivó
hacia los escollos de costumbre. De pronto, en medio de la fluida y serena charla,
Tracy notó un estremecimiento que no venía de sí mismo, sino del pecho que tenía al
lado. Luego el estremecimiento se convirtió en un sollozo: Sally estaba llorando.
—¡Oh, querida! ¿Qué he hecho… qué he dicho? ¡Ha ocurrido otra vez! ¿Qué he
podido hacer para herirte?
Ella se desprendió de su abrazo y le lanzó una mirada de profundo reproche.
—¿Que qué has hecho? Te diré lo que has hecho. Has revelado sin querer —¡oh,
por vigésima vez, aunque yo no podía creerlo, nunca lo hubiera creído!— que no es a
mí a quien amas, sino a esa estúpida ficción del condado de pega de mi padre. ¡Y me
has roto el corazón!
—¡Pero, chiquilla, qué estás diciendo! Jamás he soñado con tal cosa.
—¡Oh, Howard, Howard, las cosas que dices cuando te olvidas de contener la
lengua te han delatado!
—¿Las cosas que digo cuando me olvido de contener la lengua? Eso son palabras
muy duras. ¿Cuándo me he acordado de contenerla? Nunca y en ninguna
circunstancia. Mi lengua no tiene otro oficio que decir la verdad. No necesita
contenerse.
—Howard, he escuchado tus palabras y las he sopesado cuando tú no eras
consciente de su significado… y ellas me han dicho más de lo que tú crees.
—¿Estás queriendo decir que has respondido a la confianza que deposité en ti
usándola para tenderme emboscadas sin que yo me percatase y atraparme
desprevenido? No puedes haber hecho eso… seguro que no has podido hacerlo. Oh,
ni un enemigo obraría así.
Éste era un aspecto de la conducta de la joven del que ella no se había dado
cuenta. ¿Habría sido traicionera? ¿Habría abusado de su confianza? La idea la hizo
ruborizarse de vergüenza y remordimientos.
—¡Oh, perdóname! —dijo—. No sabía lo que me hacía. Me he sentido tan
torturada… Me perdonarás, tienes que hacerlo. He sufrido mucho y estoy arrepentida
y avergonzada. ¿Me perdonas, verdad? No me des la espalda, no me rechaces. Sólo

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mi amor ha tenido la culpa, y tú sabes que te amo, que te amo con todo mi corazón.
No podría soportar… ¡Oh, querido, me siento tan desgraciada! ¡No sabía que hacía
mal ni veía a dónde me conducía mi locura ni que estaba injuriándote y abusando del
corazón que me es más querido en este mundo! Y… y… ¡Oh, abrázame otra vez; no
tengo otro refugio ni otro hogar ni otra esperanza!
De nuevo hubo reconciliación, inmediata, perfecta, toda abrazos y felicidad. Éste
hubiera sido un buen momento para dar por terminada la velada. Pero no. Ahora que
se había revelado el motivo de las borrascas; ahora que era manifiesto que todos los
vaivenes climatológicos provenían del miedo de la muchacha a que Tracy se hubiera
prendado de su rango y no de ella, resolvió ahuyentar ese fantasma inmediata y
permanentemente, proporcionando la mejor prueba posible de que él nunca había
alimentado esas sospechosas intenciones. Así que dijo:
—Déjame decirte un secreto al oído… un secreto que he llevado en mi pecho
todo este tiempo. Tu rango nunca ha podido ser un incentivo para mí. ¡Soy el hijo y
heredero de un conde inglés!
La muchacha lo miró estupefacta, uno, dos, tres segundos, quizá una docena.
Luego abrió la boca:
—¿Tú? —dijo, y se apartó de él, todavía mirándolo en una especie de vacío
asombro.
—Pues… pues sí, yo. ¿Por qué actúas así? ¿Qué he hecho ahora?
—¿Que qué has hecho? Has hecho ciertamente la más increíble declaración.
Supongo que eres consciente.
—Bueno —dijo con una tímida risita—. Es una declaración bastante increíble.
¿Pero qué consecuencias puede tener, si es verdad?
—Si es verdad… Ya puedes retirar lo que has dicho.
—¡Oh, ni por un momento! No debes decir eso. No me lo merezco. He dicho la
verdad, ¿por qué no me crees?
Su respuesta fue inmediata.
—¡Simplemente, porque nunca lo dijiste antes!
—¡Oh! —Fue un graznido, pero resultó una confirmación bastante clara de que
comprendía el argumento y reconocía su razón.
—No parecía que me ocultases nada que yo debiera saber sobre ti y no tenías
derecho a mantener una cosa así en secreto desde el momento en que… en que…
bueno, desde el momento en que decidiste hacerme la corte.
—¡Es verdad, es verdad, lo sé! Pero había circunstancias… en que… lo que
ocurre… circunstancias que…
Ella apartó las circunstancias con un gesto de la mano.
—Bueno, ya sabes —dijo suplicante—, parecías tan empeñada en emprender el
orgulloso camino del trabajo honrado y la honrada pobreza que yo estaba
aterrorizado… eso es. Tenía miedo… de… de… bueno, ya sabes lo que dijiste.
—Sí, ya sé lo que dije. Y también sé que antes de que esa conversación terminara

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tú preguntaste qué opinaba yo de la aristocracia y mi respuesta tenía que haber
disipado tus temores.
Él permaneció unos instantes en silencio. Luego dijo, descorazonado:
—No le veo salida. Cometí un error. Eso es en verdad lo que fue, un error. No
pretendía hacer daño, bajo ningún concepto. No pensé lo que podría parecer más
tarde. Es mi sino. Nunca soy capaz de ver más allá.
La muchacha se sintió casi desarmada, por un momento. Luego se inflamó otra
vez.
—¡El hijo de un conde! ¿Acaso los hijos de los condes van por ahí haciendo
pequeños trabajos para ganarse su pan con mantequilla?
—¡Dios sabe que no! Yo hubiera querido que lo hicieran.
—¿Acaso los hijos de los condes ocultan su categoría en un país como éste, y
vienen formal y decentemente a pedir la mano de un chica pobre cuando, aunque
estuvieran borrachos y fueran vulgares y estuvieran hundidos en deudas bochornosas,
podrían escoger entre las hijas de todos los millonarios de América? ¡Tú el hijo de un
conde! ¡Demuéstramelo!
—Doy gracias a Dios que no puedo, si ésos son los signos. Pero aunque soy el
hijo de un conde y su heredero, eso es todo cuanto puedo decir. Me gustaría que me
creyeras, pero no lo harás. No se me ocurre ninguna manera de convencerte.
La joven estaba a punto de ablandarse otra vez, pero el último comentario le hizo
dar una patada en el suelo con elegante enfado y gritar:
—¡Oh, me sacas de quicio! ¿Resulta que no tienes ni la menor prueba y aún dices
ser lo que estás diciendo que eres? No puedes ni llevarte la mano al bolsillo porque
no tienes nada en él. Pretendes que te crean y viajas a la aventura sin llevar
credenciales. Es simplemente increíble, ¿no lo ves tú mismo?
Se estrujó la cabeza en busca de una defensa de algún tipo, dudó y luego dijo,
apocado e inseguro:
—Te contaré toda la verdad, aunque te parezca tonta… a ti o a cualquiera,
supongo, pero es la verdad. Yo tenía un ideal, llámalo un sueño, una locura… El caso
es que quería renunciar a los privilegios y ventajas injustas de que disfruta la nobleza,
arrancadas a la nación mediante la fuerza y el fraude, y redimirme de mi parte en esos
crímenes contra el derecho y la razón conviviendo con los pobres y los humildes en
términos de igualdad, ganándome el pan con mis manos y progresando por mis
propios méritos, si es que progresaba.
La muchacha escudriñaba su rostro mientras él hablaba y algo había en la
sencillez de sus palabras y ademanes que la tocaba muy cerca del lugar más
peligroso. Pero se mantuvo en sus trece y reprimió cualquier otro impulso. No era
prudente, por ahora, sucumbir a la compasión ni a otros sentimientos. Aún tenía una o
dos preguntas que hacerle. Tracy leía en su rostro y lo que leía alimentaba sus
esperanzas.
—¡El hijo de un conde haciendo eso! ¡Tendría que ser muy hombre! ¡Un hombre

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digno de ser amado! ¡De ser venerado!
—¿Por qué?
—¡Pero no existe un hombre así! No ha nacido, no nacerá. La abnegación que
requiere eso, incluso siendo una locura y sin esperanzas de beneficiar a nadie, salvo
por el mero ejemplo, podría confundirse con la grandeza. ¡Dónde está la grandeza en
estos tristes tiempos de sórdidos ideales! Un momento, espera… déjame terminar.
Aún tengo otra pregunta. ¿Tu padre es el conde de qué?
—De Rossmore… ¡Y yo soy el vizconde de Berkeley!
La carne estaba de nuevo en el asador. La joven se sintió tan ultrajada que casi no
podía hablar.
—¡Cómo puedes tener tanta desfachatez! Sabes que está muerto y que yo lo sé.
¡Oh, robar a una persona su nombre y honores para conseguir una ventaja
momentánea y egoísta ya es un crimen, pero robar a un muerto indefenso…! ¡Eso es
peor que un crimen, degrada el crimen!
—Oh, escúchame… sólo una palabra… no me des la espalda. No te vayas… no
me dejes… Espera un momento, por mi honor…
—¡Oh, por tu honor!
—¡Por mi honor que soy quien digo ser! Y lo probaré y tú me creerás, sé que me
creerás. Te traeré un mensaje… un telegrama…
—¿Cuándo?
—Mañana… o pasado.
—¿Firmado «Rossmore»?
—Sí… firmado «Rossmore».
—¿Y eso qué probará?
—¿Qué probará? ¿Qué debe probar?
—Si me obligas a decirlo… posiblemente la existencia de un cómplice en alguna
parte.
Eso fue un golpe bajo que lo hizo vacilar. Dijo, abatido:
—Es verdad. No lo había pensado. ¡Oh, Dios mío, no sé qué hacer, todo lo hago
mal! ¿Te vas? ¿Y no me das ni las buenas noches… o un adiós? Ah, nunca nos
habíamos separado así.
—Ah, quisiera huir y… No, vete. —Una pausa; luego dijo—: Puedes traer el
mensaje cuando llegue.
—¿Puedo? ¡Dios te bendiga!
Se fue, justo a tiempo. Los labios de ella temblaban y rompió a llorar. A través de
los sollozos se percibían las palabras: «Oh, se ha marchado. Lo he perdido, nunca
volveré a verlo. Y no me ha dado un beso de despedida. Ni siquiera ha intentado
robármelo, sabiendo que era el último. Y yo esperando que lo hiciera. Nunca soñé
que me trataría así, con lo que hemos sido el uno para el otro. ¡Oh, oh, oh, oh, qué
voy a hacer, qué voy a hacer ahora! Es tan adorable, tan pobre, tan desgraciado, tan
bueno, tan mentiroso, tan chiflado… pero ¡oh, lo amo tanto!». Tras una pausa,

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prosiguió su discurso: «¡Es tan adorable! ¡Y lo echaré tanto de menos, tanto! ¿Por
qué no se le ocurriría falsificar un mensaje y traérmelo? Pero no, nunca lo haría,
nunca pensaría en algo así. Es demasiado honrado y sencillo para ocurrírsele tal cosa.
¿Oh, qué le pasó por la cabeza para creer que me convencería de esa impostura… sin
tener otro requisito para mantenerla que la falsedad? ¡Ay, me iré a acostar y trataré de
olvidarlo todo! Debería haberle dicho que viniera a verme aunque no recibiera ningún
telegrama… Ahora será culpa mía si no vuelvo a verlo nunca más. ¡Ay, mis ojos!».

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24

A
l día siguiente, por supuesto, no llegó ningún telegrama. Esto era un
inmenso desastre, ya que Tracy no podía presentarse sin ese documento,
aunque no tuviera ningún valor ni constituyese una prueba. Pero si la
ausencia de un telegrama aquel primer día podía llamarse un inmenso desastre,
¿dónde está el diccionario donde pueda encontrarse una palabra suficientemente
expresiva para describir esa ausencia diez días después? Naturalmente, cada nuevo
día sin telegrama añadía otras veinticuatro horas de vergüenza a las del día anterior y
dejaba a Sally veinticuatro horas más convencida de que no sólo no tenía ningún
padre, sino tampoco un cómplice, de donde se infería una patraña doblemente
recalcitrante, sin otra conclusión posible.
Fueron días muy duros para Barrow y para la compañía de arte. Todos tenían
mucho trabajo consolando a Tracy. La tarea de Barrow era particularmente dura
porque se había convertido en su confidente a tiempo completo y tenía que seguirle la
corriente en esa ilusión de que tenía un padre, de que ese padre era un conde y de que
enviaría un telegrama. Barrow desechó muy pronto la idea de tratar de convencer a
Tracy de que no tenía ningún padre, ya que esto producía tales efectos en el paciente
que se ponía fuera de sí hasta un grado alarmante. Intentó, como experimento, dejar
que Tracy pensara que tenía un padre; el resultado fue tan positivo que fue más allá,
con las adecuadas precauciones, e intentó dejarle creer que su padre era un conde.
Esto resultó tan bien que la cosa fue a más y intentó dejarle creer que tenía dos
padres, si quería, aunque no quiso; así que Barrow retiró a uno de ellos y lo sustituyó
por dejarle creer que iba a recibir un telegrama (lo cual Barrow sabía que no iba a
suceder, y acertó). Como fuera, Barrow apelaba todos los días al asunto del telegrama
y con eso lograba mantener vivo a Tracy, o eso opinaba Barrow.
También fueron días duros y amargos para la pobre Sally, dedicados
principalmente a llorar en la intimidad. Tanto que sus muebles se llenaron de
humedad y entonces cogió un catarro, y la humedad y el catarro y el dolor juntos
afectaron a su apetito, convirtiéndola en una cosita digna de lástima, la pobrecilla. Su
estado, como hemos dicho, ya era bastante penoso pero todas las fuerzas de la
naturaleza y de las circunstancias conspiraban para empeorarlo, y con éxito. Por
ejemplo, la mañana después de la despedida de Tracy, Hawkins y Sellers leyeron en
un despacho de agencia que el puzzle de juguete llamado «Cerdos en la pocilga»
había alcanzado en las últimas semanas un enorme éxito y que del Atlántico al
Pacífico todos los ciudadanos de la Unión habían abandonado el trabajo para ponerse
a jugar con él. Y que los negocios de todo el país estaban en consecuencia
paralizados; que jueces, abogados, ladrones, pastores, atracadores, comerciantes,
mecánicos, asesinos, mujeres, niños, bebés… todo el mundo, de hecho, podían ser
vistos de la mañana a la tarde absortos en un profundo propósito y sólo uno: acorralar
aquellos cerdos, completar el puzzle con éxito. Y que toda alegría y felicidad habían

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huido de la nación, siendo sustituidos por la preocupación y la ansiedad que se leía en
todos los semblantes; y que todas las caras parecían tristes, angustiadas y marchitas
con signos de envejecimiento y disgustos, y marcadas por las más tristes señales de
decaimiento mental y demencia precoz; y que las fábricas trabajaban día y noche en
ocho ciudades para poder atender la demanda del puzzle, lo cual resultaba imposible.
Hawkins se volvió loco de alegría, pero Sellers se mantenía sereno. Los asuntos
insignificantes no lograban perturbar su calma. Dijo:
—Así son las cosas. Un hombre inventa algo que podría revolucionar las artes,
producir montañas de dinero y bendecir la tierra y ¿quién se ocupa de ello o muestra
algún interés? Y te quedas tan pobre como antes. Pero inventas cualquier bagatela
para tu propio entretenimiento, lo dejas por ahí y de pronto todo el mundo le echa
mano y da una fortuna. Busca al yanqui y cobra, Hawkins. La mitad es tuya, ya sabes.
Déjame volver a mi conferencia.
Se trataba de una conferencia sobre la templanza. Sellers presidía el movimiento
por la templanza y había perorado sobre este tema aquí y allá pero se sentía
defraudado de tanto esfuerzo y planeaba una nueva estrategia. Después de mucho
pensar había llegado a la conclusión de que si a sus conferencias les faltaba ardor o
algo así era porque traslucían su amateurismo, es decir: estaba bastante claro que las
conferencias trataban de advertir a la gente de los horribles efectos del licor cuando
realmente él no sabía de esos efectos más que de oídas, ya que apenas había probado
el alcohol en toda su vida. Su plan ahora consistía en prepararse para hablar del tema
desde la más amarga experiencia. Hawkins debía estar presente con las botellas,
calcular las dosis, observar los efectos, tomar notas y, en general, ayudar en los
preparativos. No quedaba mucho tiempo, ya que las damas —o sea, las de la
organización para la templanza, llamada Hijas de Siloam— llegarían hacia el
mediodía y Sellers debía estar preparado para presidir la manifestación.
El tiempo volaba, Hawkins no volvía y Sellers no quería arriesgarse a esperar
más. Así que atacó la botella él solo y procedió a tomar nota de los efectos. Hawkins
apareció por fin, echó un vistazo comprensivo al conferenciante y se fue a presidir la
manifestación. Las damas se afligieron al saber que el campeón se había puesto
súbita y violentamente enfermo, pero las alegró saber que podría salir en unos días.
Cuando volvió en sí, el anciano caballero aún permaneció aletargado, sin mostrar
signos de vida ni hablar durante veinticuatro horas. Luego preguntó por la
manifestación y se enteró de lo sucedido. Lo lamentó, dijo estar desolado.
Permaneció en cama varios días y su mujer e hija se turnaron para sentarse con él y
atender sus necesidades. A menudo le daba palmaditas en la cabeza a Sally e
intentaba consolarla.
—No llores, pequeña, no llores así. Ya sabes que tu viejo padre lo hizo sin querer
y no pretendía hacer daño a nadie. Sabes que nunca haría intencionadamente nada
que pudiera avergonzarte. Sabes que intentaba hacer el bien y me equivoqué por
ignorancia, por no saber las dosis adecuadas y no tener allí a Washington para

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ayudarme. No llores así, querida; me rompe el corazón verte. Pensar que te he hecho
sufrir esta humillación siendo tú tan buena y tan cariñosa… No lo haré nunca más, lo
prometo. Ahora cálmate, cariño, sé buena niña.
Pero cuando no estaba de guardia a la cabecera de la cama, el llanto proseguía
con la misma intensidad; entonces la madre trataba de consolarla diciendo:
—No llores, cariño, él no pretendía hacer daño. Ha sido uno de esos imprevistos
que surgen cuando uno realiza algún experimento. Mira como yo no lloro. Es porque
lo conozco muy bien. No podría volver a mirar a nadie a la cara si él se hubiera
puesto en ese estado… a propósito; pero su intención era pura y elevada y eso
convierte en puro su acto, aunque se excediera más de la cuenta en la elevación. No
estamos deshonrados, corazón; lo hizo con un noble impulso y no tenemos que
avergonzarnos. Ea, no llores más, cariño.
De este modo, el anciano caballero le resultó muy útil a Sally, durante varios días,
como excusa para sus llantinas. Se sintió muy agradecida por aquel refugio, pero a
menudo se decía: «Es una vergüenza dejarle ver en mi llanto un reproche… ¡como si
él pudiera hacer nunca algo reprochable! Pero no puedo confesarlo. Tengo que seguir
usándolo como pretexto, es el único que tengo en el mundo y lo necesito mucho».
Tan pronto como Sellers se restableció y descubrió que tenía en el banco
montones de dinero a su nombre y al de Hawkins, depositados por el yanqui, dijo:
—Ahora vamos a ver quién es el pretendiente y quién el conde auténtico. Voy a ir
allá a caldear la Cámara de los Lores.
Durante los días siguientes, él y su mujer estuvieron tan ocupados con los
preparativos para el viaje que Sally dispuso de toda la privacidad que necesitaba y de
todas las ocasiones para llorar cuanto quería. Luego, la pareja se fue a Nueva York,
camino de Inglaterra.
Sally también tuvo ocasión para otra cosa: convencerse a sí misma de que la vida
no valía la pena de ser vivida en tales circunstancias. Si tenía que olvidar al impostor
y morir, sin duda habría de someterse. Pero ¿no debería primero contarle el caso a
alguna persona objetiva y ver si había alguna solución? Dio vueltas a esta idea
bastante tiempo. En la primera visita de Hawkins tras la marcha de sus padres, la
charla derivó hacia Tracy y ella se sintió impulsada a contarle todo el asunto al
estadista y pedirle consejo. Así que le abrió su corazón y él escuchó con dolorosa
solicitud, concluyendo la confesión, con estas suplicantes palabras:
—No me diga que es un impostor. Ya supongo que lo es, pero ¿no parece como si
no lo fuera? Usted ve el asunto fríamente, ya sabe, y desde otro punto de vista. Por lo
tanto, usted podría mirarlo como si realmente no lo fuera, cosa que yo no puedo
hacer. ¿No le parece que no lo es? ¿Podría usted… figurárselo así por… por mí?
El pobre hombre estaba en un aprieto pero se sintió obligado a mantener su
vecindad con la verdad. Luchó contra esta idea durante unos instantes, luego se rindió
y dijo que realmente no podía encontrar el modo de absolver a Tracy.
—No —dijo—. La verdad es que es un impostor.

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—Esto es: usted… usted tiene alguna certeza, pero no la certeza entera… ¡Oh,
entera no, señor Hawkins!
—Me apena tener que decirlo… Odio tener que decirlo pero no tengo ninguna
duda. Sé que es un impostor.
—Oh, vamos, señor Hawkins, no puede ir tan lejos. Nadie podría saberlo a
ciencia cierta. No hay ninguna prueba de que no sea quien dice ser.
¿Debería decidirse a hacer una confesión completa de todo el maldito asunto?
Sí… al menos parte de él… debería contarse. Así que apretó los dientes y afrontó el
asunto con decisión, pero con el propósito de ahorrarle a la muchacha un dolor: el de
saber que Tracy era un criminal.
—Ahora voy a contarle una historia nada agradable de contar ni de escuchar, pero
debemos afrontar las cosas. Sé todo sobre ese individuo y sé que no es el hijo de un
conde.
Los ojos de la joven relampaguearon y dijo:
—¡Eso no me importa un comino! ¡Continúe!
Estas palabras eran tan inesperadas que por un momento interrumpieron la
narración. Hawkins no estaba seguro de haber oído bien y dijo:
—No sé si lo he entendido. ¿Quiere usted decir que si fuera un hombre bueno y
decente en otro sentido le daría absolutamente lo mismo que fuera conde o no?
—Absolutamente lo mismo.
—¿Se sentiría absolutamente satisfecha con él y no le importaría que no fuera el
hijo de un conde… vamos, que ser hijo de un conde no le añadiría ningún valor?
—Ningún valor en absoluto. Vaya, señor Hawkins, he terminado con toda esa
quimera de condados y aristocracias y tonterías y estoy muy contenta de ser una
persona corriente. Y es a él a quien debo mi cura. Y si digo que no hay nada que
pueda añadirle valor, es que no hay nada. Él es el mundo entero para mí tal como es.
Él ya posee todos los valores que existen. ¿Cómo iba a necesitar ninguno?
«Está completamente entregada», se dijo Hawkins. Y continuó, para sí mismo:
«Debo cambiar mi plan, pero en cinco minutos no se me ocurre ninguno lo bastante
bueno para un caso de la emergencia de éste. Sin llegar a convertir a este muchacho
en un criminal, creo que voy a inventarme un nombre y unas características que
vengan al caso para desencantarla. Y si esto falla, sé que no quedará más remedio que
ayudarla a cumplir su destino en vez de estorbarlo». Luego dijo en voz alta:
—Bueno, Gwendolen…
—Prefiero que me llame Sally.
—Me alegro de ello. Personalmente, me gusta más. Le hablaré de este hombre,
Snodgrass.
—¡Snodgrass! ¿Es ése su nombre?
—Sí… Snodgrass. El otro es un apodo.
—¡Es horroroso!
—Lo sé, pero no podemos escoger nuestro nombre.

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—¿Y ése es realmente su verdadero nombre… no Howard Tracy?
Hawkins respondió, con pesar:
—Sí, es una pena.
La muchacha paladeó el nombre, pensativamente, una o dos veces…
—Snodgrass. Snodgrass. No, no lo aguanto. No podré acostumbrarme. No, lo
llamaré por su nombre de pila. ¿Cuál es su nombre de pila?
—Su… eeeh… sus iniciales son M. E.
—¿Sus iniciales? No me importan nada sus iniciales. No puedo llamarle por sus
iniciales. ¿Qué significan?
—Bueno, vea usted, su padre era médico y… y… bueno, idolatraba su profesión,
así que… bueno, era un poco excéntrico…
—¡Qué significan! ¿Qué me está ocultando?
—Significan… bueno… significan Meningitis Espinal. Siendo su padre méd…
—¡Jamás he oído un nombre tan infame! Nadie podría jamás llamar a una
persona… a una persona que amase… Ni a un enemigo lo llamaría por ese nombre.
Suena como un epíteto.
Tras un momento, añadió con consternación:
—¡Cielos, sería mi nombre! ¡Las cartas me llegarían con ese nombre en el sobre!
—Sí… Señora de Meningitis Espinal Snodgrass.
—¡No lo repita… por favor! ¡No lo soporto! ¿Su padre estaba loco?
—No, no está probado.
—Me alegro, porque eso es hereditario. ¿Qué cree entonces que le ocurría?
—Bueno, la verdad es que no lo sé. Ha habido unos cuantos idiotas en la familia,
así que tal vez…
—¡Oh, no hay tal vez que valga! Éste era idiota.
—Bueno, sí… Debió serlo. Eso se sospechaba.
—¡Se sospechaba! —dijo Sally irritada—. ¿Sospecharía alguien que está
haciéndose de noche si empieza a distinguir las estrellas? Pero ya basta de hablar de
ese idiota; los idiotas no me interesan. Hábleme del hijo.
—Muy bien… Éste era el mayor, pero no el favorito. Su hermano Zylobálsamo…
—Espere… deme tiempo para masticarlo. Es perfectamente asombroso. Zylo…
¿cómo ha dicho?
—Zylobálsamo.
—Nunca había oído ese nombre. Suena como una enfermedad. ¿Es una
enfermedad?
—No, no lo creo. Me parece que viene de las Escrituras o…
—De eso nada, eso no viene de las Escrituras.
—Entonces es algo anatómico. Sabía que era una cosa o la otra. Sí, ya me
acuerdo. Es anatómico. Es un ganglio, un centro nervioso. Es lo que llaman el
proceso zylobalsámico.
—Bueno, siga. Y si llega a otro hermano, guárdese el nombre. Hacen a una

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sentirse tan incómoda…
—Muy bien. Como iba diciendo, éste no era el favorito de la familia, de manera
que fue descuidado en todos los aspectos: no lo enviaron a la escuela, le permitían
alternar con los chicos peores y más ordinarios… Así que, naturalmente, creció bruto,
vulgar, ignorante, disipado, rufián…
—¿Él? ¡Él no es nada de eso! Debería usted ser más caritativo y no hacer ese tipo
de comentarios de un pobre muchacho extranjero que… que… ¡Pero si es todo lo
contrario a todo eso! Es considerado, cortés, solícito, modesto, gentil, refinado,
cultivado… ¡Qué vergüenza! ¿Cómo puede decir esas cosas sobre él?
—No la culpo, Sally… De hecho no tengo nada que reprocharle a usted por estar
ciega a causa de… su afecto… ciega ante esos defectillos que son tan patentes para
otros, los cuales…
—¿Defectillos? ¿Le llama a todo eso defectillos? ¿Cómo llama entonces al
asesino, al incendiario…?
—Es una pregunta difícil de responder… Y por supuesto, la consideración de
tales hechos varía según el ambiente. Para nosotros, por ejemplo, no son algo tan
importante como para usted, aunque es cierto que son mirados con desaprobación…
—¿Asesinar e incendiar se mira con desaprobación?
—Oh, frecuentemente.
—Con desaprobación. ¿Qué puritanos son esos de los que está usted hablando?
Pero espere… ¿Cómo ha llegado usted a saber tanto de su familia? ¿De dónde ha
sacado usted todas esas habladurías?
—Sally, no son habladurías. Esto es lo más serio del asunto. Conozco a esa
familia… personalmente.
Esto fue una sorpresa.
—¿Usted? ¿De veras los conoce?
—Conocí a Zylo, como solíamos llamarlo, y conocí a su padre, el doctor
Snodgrass. No conocía a este otro Snodgrass, pero lo veía pasar de vez en cuando y
oía hablar de él todo el rato. Estaba siempre en boca de la gente, a causa de ser…
—No a causa de ser un incendiario ni un asesino, supongo. Eso lo hubiera hecho
vulgar. ¿Dónde conoció a esa gente?
—En Cherokee Strip.
—¡Oh, qué absurdo! No hay suficiente gente en Cherokee Strip para cargar a
alguien con una reputación, buena o mala. No hay quorum. Si toda la población
consiste en unos cuantos cuatreros que no llenarían un par de vagones…
Hawkins contestó plácidamente:
—Nuestro amigo era uno de esos cuatreros.
Los ojos de Sally llamearon y su respiración se aceleró pero consiguió dominar su
ira y no dar rienda suelta a su lengua. El estadista permanecía sentado, tranquilo y
esperando los acontecimientos. Estaba contento con su obra. Pensó que era la más
hermosa pieza de arte diplomático que jamás hubiera creado. «Y ahora dejemos a la

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muchacha elegir su opción». Juzgó que dejaría marchar al espectro; no tenía ninguna
duda al respecto. Pero en cualquier caso dejaría que hiciera su elección, preparándose
él para ratificarla sin más impedimentos.
Entre tanto, Sally había examinado el caso y tomado su decisión. Para decepción
del comandante, el veredicto fue contrario a sus deseos. Sally dijo:
—No tiene más amigos que yo y no pienso abandonarlo. No me casaré con él si
su moralidad es dudosa, pero si él puede probar que no lo es, me casaré… y él tendrá
una oportunidad. Para mí es bueno y adorable; nunca he visto en él nada que diga lo
contrario, excepto, claro está, lo de decir que era hijo de un conde. Quizá eso es sólo
vanidad y no mal fondo, si se mira bien. No creo en absoluto que sea una persona
como la que usted ha pintado. Quiero verlo. Quiero que usted lo busque y lo mande
aquí. Le suplicaré que sea honesto conmigo y que me cuente toda la verdad, no tengo
miedo.
—Muy bien. Si ésa es su decisión, lo haré. Pero, Sally, usted sabe que es pobre
y…
—Oh, no me importa nada de todo eso. Para mí no cuenta. ¿Me lo traerá aquí?
—Lo haré. ¿Cuándo…?
—Oh, cielos, está anocheciendo, así que tendrá que dejarlo para mañana. Pero me
lo traerá mañana, ¿verdad? Prométamelo.
—Lo tendrá aquí en cuanto se haga de día.
—Oh, ahora es usted el de siempre… ¡Y más adorable que nunca!
—No podría desear nada mejor que esas palabras. Adiós, querida.
Sally se quedó un rato a solas meditando. Luego se dijo, honradamente: «¡Lo amo
a pesar de su nombre!», y se dirigió a sus quehaceres con el corazón ligero.

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25

H
awkins se fue derecho a la oficina de telégrafos dispuesto a descargar su
conciencia. Se dijo: «Ella no va a renunciar a ese cadáver galvanizado, eso
está claro. Ni tirando de ella con caballos salvajes la apartaríamos de él. Yo
ya he hecho cuanto estaba en mi mano; ahora es el turno de Sellers». Así que envío
este mensaje a Nueva York:

Regresen. Cojan un tren especial. Va a casarse con el


materializado.

Mientras tanto llegó a la Mansión Rossmore una nota en la que se comunicaba a


los Sellers la llegada desde Inglaterra del conde de Rossmore, el cual tendría el placer
de visitarlos por la noche. Sally se dijo: «Es una pena que no se detuviera en Nueva
York, pero no importa: puede ir mañana y ver a mi padre. Habrá venido para matar a
papá a hachazos o comprarle sus derechos. El asunto me habría excitado hace un
tiempo; pero ahora sólo hay una cosa que me interese, que tenga valor para mí. Puedo
decirle a… a… Espina, Espino, Espiny… —¡no me gusta ninguna forma de ese
nombre!—, decirle mañana: “No intentes ocultarlo más tiempo o tendré que decirte
con quién hablé anoche y eso te abochornará”».
Tracy no podía saber que iba a ser invitado al otro día, o hubiera aguardado la
invitación. Tal como estaban las cosas, se sentía demasiado desdichado como para
esperar más, pues su última esperanza —una carta— también había fallado. Tendría
que haber llegado ya y no había llegado. ¿Lo había abandonado realmente su padre?
Eso parecía. No era propio de su padre, pero eso parecía, ciertamente. Su padre era un
hueso duro de roer, la verdad, pero nunca había sido así con su hijo; sin embargo,
aquel implacable silencio tenía todo el aspecto de una tragedia. En cualquier caso,
Tracy iría a la Mansión y… ¿entonces qué? No lo sabía. Su cerebro estaba agotado de
tanto dar vueltas; no quería pensar en lo que haría o diría. Mejor que ocurriera lo que
tuviera que ocurrir. Sólo con ver a Sally una vez más se daba por satisfecho. Lo que
pasara después no le importaba.
Apenas supo cómo llegó a la Mansión o cuándo. Sólo sabía y se cuidaba de una
cosa: estaba solo con Sally. La joven se mostró amable, gentil; tenía los ojos
empañados y un anhelo en el rostro y las maneras que no podía ocultar del todo. Pero
guardaba las distancias. Hablaron. En cierto momento, observando con el rabillo del
ojo el triste semblante de Tracy, dijo:
—Esto está muy solo sin papá y mamá. Intento leer, pero no logro interesarme en
ningún libro. Cojo los periódicos, pero sólo contienen basura. Te pones a buscar en
uno algo interesante y lo único que te encuentras es una tontería sobre cualquiera…
sobre el doctor Snodgrass, por ejemplo…

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Ni un movimiento en Tracy, ni el temblor de un músculo. Sally estaba
sorprendida: ¡qué presencia de ánimo! Desconcertada, hizo una pausa tan larga que
Tracy levantó los ojos lentamente y dijo:
—¿Y bien?
—Oh, pensé que no me estabas escuchando. Sí, no paran de hablar del tal doctor
Snodgrass, hasta cansar a una, y sobre su hijo más joven… el favorito… Zylobálsamo
Snodgrass…
Ni un gesto de Tracy, cuya cabeza de nuevo se abatió. ¡Qué dominio de sí mismo
tan sobrenatural! Sally fijó los ojos en él y empezó de nuevo, resuelta esta vez a hacer
añicos su serenidad si es que lograba manejar correctamente la dinamita que
contienen algunas palabras cuando éstas se cargan apropiadamente de sentidos
inesperados.
—Y luego hablan y hablan del hermano mayor —que no es el favorito— y de
cómo fue descuidado en su triste adolescencia, permitiéndole crecer sin ir a la
escuela, ignorante, bruto, vulgar, camarada de toda la escoria de la comunidad, hasta
convertirse en su madurez en un rufián tosco, grosero, disipado…
¡La cabeza aún gacha! Sally se levantó, avanzó lenta y solemnemente un paso o
dos y se paró delante de Tracy… cuya cabeza se alzó despacio, posando sus ojos
mansos en los ojos intensos de ella. Entonces Sally concluyó con profundo acento:
—¡… llamado Meningitis Espinal Snodgrass!
Tracy sólo mostraba signos de una creciente fatiga. La muchacha se sentía
ultrajada por aquella férrea indiferencia e insensibilidad, y gritó:
—¿Tú de qué estás hecho?
—¿Yo? ¿Por qué?
—¿No tienes sensibilidad? ¿No tocan estas cosas ninguna fibra delicada en ti?
—N… no —dijo muy asombrado—. Me parece que no. ¿Deberían?
—¡Oh, pobre de mí! ¡Cómo puedes parecer tan inocente, tan bobo, tan bueno, tan
vacío, tan gentil, todo a la vez, mientras oyes estas cosas! Mírame a los ojos,
directamente a los ojos. Ahora contéstame sin parpadear. ¿No es el doctor Snodgrass
tu padre y Zylobálsamo tu hermano? —(Aquí Hawkins estaba a punto de entrar en la
sala, pero cambió de opinión al oír estas palabras y prefirió dar un paseo por el
centro, deslizándose afuera silenciosamente)—. ¿Y no es tu nombre Meningitis
Espinal y no es tu padre un médico y un idiota, como toda la familia durante
generaciones, que pone a sus hijos nombres de venenos y pestilencias y
malformaciones anatómicas anormales del cuerpo humano? Contéstame, de un modo
u otro, pero ya. ¡Cómo puedes estar sentado ahí como un sobre sin dirección
viéndome volverme loca ante esa cara inexpresiva!
—Oh, me gustaría… me gustaría hacer… hacer… algo, algo que te devolviera la
calma y te hiciera feliz. Pero no sé qué… no sé nada. Nunca había oído hablar de esa
gente horrible.
—¿Cómo? ¡Dilo otra vez!

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—Nunca… nunca en mi vida, hasta ahora.
—¡Oh, pareces tan sincero cuando lo dices! Tiene que ser verdad… No podrías
estar tan tranquilo, no podrías si no fuera verdad… ¿no es cierto?
—No podría ni querría. Lo digo en serio. Oh, terminemos con este sufrimiento…
Devuélveme tu corazón y tu confianza…
—Espera… una cosa más. Dime que dijiste esa mentira sólo por vanidad y que lo
sientes. Que nunca esperaste ceñirte ninguna corona de conde…
—Sinceramente, estoy curado… curado para siempre… ¡Nunca lo esperé!
—¡Oh, vuelves a ser mío! ¡Te he devuelto a la belleza y la gloria de tu pobreza y
a tu honorable oscuridad, y nadie te apartará de mí hasta la tumba! Y si…
—¡El conde de Rozmo, de Inglateeerra!
—¡Mi padre! —El joven se desprendió de la muchacha y bajó la cabeza.
El anciano caballero se quedó contemplando a la pareja, con el ojo derecho
aprobadoramente fijado en la muchacha y el izquierdo fijado en el muchacho con una
expresión ambigua. Esto es algo que resulta difícil y no siempre se puede hacer.
Enseguida, su cara se relajó, adoptando un aire más amable y gentil, mientras decía a
su hijo:
—¿No crees que podrías abrazarme a mí también?
El joven lo hizo con entusiasmo.
—Luego eres el hijo de un conde, después de todo —le reprochó Sally.
—Sí, yo…
—¡Entonces no serás para mí!
—¡Oh, pero tú sabes…!
—No, no quiero. Me has contado otra trola.
—Tiene razón. Sal y déjanos solos. Quiero hablar con ella.
Berkeley se vio obligado a salir. Pero no fue lejos, permaneciendo en la casa. A
medianoche, la conferencia entre el anciano caballero y la joven muchacha aún
discurría alegremente, pero pronto la dieron por finalizada y aquél dijo:
—Yo vine a examinarte, querida, con la idea fija de interrumpir el partido si
contigo sumabais dos tontos. Pero viendo que sólo hay uno, puedes quedártelo si lo
quieres.
—¡Claro que lo quiero! ¿Puedo besarlo?
—Puedes. Gracias. A partir de ahora tendrás ese privilegio siempre que seas
buena.
Entre tanto, Hawkins hacía tiempo que había regresado, deslizándose en el
laboratorio. Se quedó bastante desconcertado al encontrar allí a su reciente invención,
Snodgrass. Las noticias de la llegada del Rossmore inglés le fueron prontamente
comunicadas.
—Y yo soy su hijo, el vizconde de Berkeley. Se acabó Howard Tracy.
Hawkins estaba horrorizado. Dijo:
—¡Dios nos valga, entonces usted está muerto!

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—¿Muerto?
—Sí, muerto. Tenemos sus cenizas.
—Al cuerno, estoy cansado de ellas. Se las daré a mi padre.
Despacio y trabajosamente, fue entrando en la mente del estadista la verdad, es
decir: que el joven era realmente de carne y hueso y no la insustancial resurrección
que Sellers y él habían supuesto que era. Luego dijo, con gran sentimiento:
—Me siento muy feliz, muy feliz por Sally, pobrecilla. Lo tomamos a usted por el
fantasma materializado de un atracador de bancos de Tahlequah. Esto será un gran
golpe para Sellers.
Luego le explicó la historia completa a Berkeley, que dijo:
—Bien, el pretendiente tendrá que encajar el golpe, aunque sea duro. Pero se
recuperará de la decepción.
—¿Quién, el coronel? Lo hará en cuanto invente un nuevo milagro para
sustituirlo. Y ya tiene alguno en mente. Pero escuche… ¿Qué cree que ocurrió con el
hombre que usted vino representando todo este tiempo?
—No lo sé. Yo me llevé sus ropas… es todo lo que sé. Me temo que perdió la
vida.
—Bueno, debe usted haber encontrado entre sus ropas veinte o treinta mil dólares
en dinero o en certificados de depósito.
—No, sólo encontré quinientos y algo de calderilla. Me quedé la calderilla e
ingresé en el banco los quinientos.
—¿Qué haremos con ellos?
—Devolvérselos a sus propietarios.
—Eso es fácil de decir, pero no de hacer. Dejémoslo hasta que Sellers dé su
opinión. Y eso me recuerda… Tengo que salir corriendo a recibir a Sellers y
explicarle quién es usted y quién no es o vendrá como un rayo para impedir que su
hija se case con un fantasma. Pero ¿no habrá venido su padre a interrumpir el
partido?
—Bueno, ¿no está sentado abajo haciendo migas con Sally? Todo está salvado.
Así que Hawkins partió al encuentro de los Sellers.
La Mansión Rossmore vivió tiempos felices y gratas veladas durante la semana
que siguió. Los dos condes eran tan opuestos en naturaleza que confraternizaron
enseguida. Sellers diría privadamente que Rossmore poseía el carácter más
extraordinario que jamás había encontrado, un hombre constituido por la leche
condensada de toda la bondad humana, pero con la habilidad de disimularlo
totalmente a los ojos de todo el que no fuera un consumado maestro en la difícil
ciencia de conocer el carácter de las personas. Un hombre cuyo ser era todo dulzura,
paciencia y caridad, pero con una astucia tan profunda, una habilidad tan maravillosa
para desdoblarse que personas de considerable inteligencia podrían convivir con él
durante siglos sin sospechar la presencia en él de tales virtudes.
Finalmente, se celebró una boda íntima en la Mansión, en vez de la gran

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ceremonia en la Embajada Británica, con los soldados y las brigadas de bomberos y
las organizaciones por la templanza portando antorchas, como propusiera en primer
término uno de los dos condes. La compañía de arte y Barrow estuvieron presentes en
la boda y el hojalatero y Puss fueron invitados, pero el hojalatero estaba enfermo y
Puss se quedó a cuidarlo… ya que estaban prometidos.
Los Sellers iban a viajar a Inglaterra con sus nuevos parientes para una corta
visita, pero cuando llegó la hora de coger el tren en Washington el coronel no se
presentó.
Hawkins, que pensaba acompañarlos hasta Nueva York, dijo que explicaría el
asunto durante el trayecto.
La explicación estaba en una carta que el coronel había dejado a Hawkins. En ella
prometía unirse a la señora Sellers más tarde, en Inglaterra, y luego proseguía de este
modo:

La verdad, querido Hawkins, es que se me ocurrió una


idea prodigiosa justo a la hora de partir y no pude detenerme
ni para decir adiós a los míos. Las altas obligaciones de un
hombre han de tener preferencia sobre las cosas pequeñas y
deben ser atendidas sin demora y con energía, aun a costa de
los afectos y las conveniencias. Y la primera de las
obligaciones de un hombre es con su propio honor, que ha de
mantener sin tacha. El mío se halla amenazado. Cuando
creía tener mi futuro próximo asegurado y con sólidas
perspectivas, le escribí al Zar de Rusia —quizá
prematuramente— ofreciéndole comprar Siberia y
mencionando una elevadísima suma. Desde entonces, cierto
episodio me ha prevenido de que el método por el cual yo
esperaba reunir esa suma —la materialización a escala
ilimitada— ha quedado en entredicho a causa de algún punto
temporalmente incierto. Su Majestad imperial aceptará la
oferta en cualquier momento. Si esto ocurriera, me
encontraría en una embarazosa situación, de hecho
imposibilitado financieramente para cerrar la operación. No
podría comprar Siberia y cuando esto llegara a saberse, mi
crédito quedaría menoscabado.
Últimamente he pasado horas muy negras, pero ahora el
sol vuelve a brillar. Ya he encontrado la solución y podré
responder de mis compromisos sin tener que solicitar una
prórroga de los plazos estipulados, creo yo. Este nuevo gran
proyecto —el más sublime que he concebido— me salvará
completamente, estoy seguro. Salgo de inmediato para San

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Francisco con la intención de probarlo con la ayuda del gran
telescopio Lick. Como todos mis otros notables inventos y
hallazgos, está basado en leyes científicas rigurosas y
prácticas. Cualquier otra base resulta poco sólida y por tanto
desdeñable. En suma, he concebido el maravilloso proyecto
de reorganizar los climas de la tierra de acuerdo con los
deseos de la población de cada lugar. Es decir, proporcionaré
climas por encargo, con pago al contado o títulos
negociables, admitiendo los climas viejos a cuenta, por
supuesto (con un descuento donde sea posible la reparación a
bajo coste), para alquilarlos a países pobres y apartados que
no puedan permitirse un clima nuevo y que no deseen uno
demasiado caro por el puro gusto de alardear. Mis estudios
me han convencido de que la regulación de los climas y la
creación de nuevas variedades a partir de los climas viejos
almacenados es algo factible. En realidad, estoy seguro de
que ya lo hicieron en tiempos prehistóricos desconocidas y
olvidadas civilizaciones. Por todas partes encuentro antiguas
pruebas de la manipulación artificial de los climas en
tiempos remotos. Toma el periodo glacial. ¿Se produjo por
accidente? De ningún modo; se hizo por dinero. Tengo mil
pruebas de ello y algún día las revelaré.
Voy a confiarte un esbozo de mi idea. Se trata de utilizar
las manchas solares —aprender a controlarlas, ya sabes— y
aplicar sus maravillosas energías en el loable propósito de
reorganizar los climas. Por ahora sólo sirven para crear
problemas y causar daños en forma de ciclones y otros tipos
de tormentas eléctricas. Pero una vez sometidas al control y
la inteligencia humanas esta situación cambiará y se
volverán provechosas para el hombre.
Tengo mi plan trazado, con el cual espero adquirir un
completo y perfecto control sobre las manchas solares, y
también tengo atados todos los detalles comerciales del
proyecto, aunque no los daré a conocer hasta que las
patentes sean concedidas. Espero y confío vender los
derechos a países pequeños por un precio razonable y
suministrar un buen producto climático a los grandes
imperios a través de tarifas especiales, junto con
especialidades caprichosas para coronaciones, batallas y
otros grandes eventos particulares. Hay billones en este
proyecto, sin exigir una gran inversión, y espero ponerlo en

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marcha en unos pocos días, unas semanas como mucho.
Estaré en condiciones de comprar Siberia en cuanto la cosa
esté funcionando y así salvaré mi honor y mi crédito. Tengo
la completa seguridad.
Me gustaría que te hicieras con un buen equipo para
viajar al norte en cuanto yo te telegrafíe, sea de noche o de
día. Quiero que te encargues de todos los países
comprendidos entre el Polo Norte y los situados a muchos
grados al sur, y que compres Groenlandia e Islandia al mejor
precio que puedas obtener, ahora que están baratos. Tengo la
intención de trasladar allá arriba uno de los trópicos y
transferir el frío al ecuador. Lanzaré al mercado el Círculo
Ártico entero como lugar de veraneo el año próximo y
utilizaré el excedente del viejo clima, además de en el
ecuador, para reducir la temperatura en otros climas
extremos. Pero ya he dicho suficiente para darte una idea de
la prodigiosa naturaleza de mi proyecto y el seguro y enorme
rendimiento que se le puede sacar. Me reuniré con vosotros,
ahí felices, en Inglaterra tan pronto haya vendido algunos de
mis principales climas y haya cerrado el acuerdo de Siberia
con el Zar.
Entre tanto, aguarda mis noticias. De aquí a ocho días
nos separará una gran distancia, ya que estaré en la costa
del Pacífico y tú allá por el Atlántico, llegando a Inglaterra.
Ese día, si estoy vivo y mi sublime descubrimiento ha sido
probado e instalado, os enviaré saludos y mi mensaje os
llegará allí donde estéis, en las soledades del mar, ya que
haré flotar una inmensa mancha solar a través del disco,
como una nube de humo a la deriva. Lo reconoceréis como
una señal de cariño y diréis: «Mulberry Sellers nos envía un
beso a través del Universo».

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APÉNDICE

TIEMPO PARA SER USADO EN ESTE LIBRO

(Selección de los mejores expertos).

L a breve pero violenta tormenta que había azotado la


ciudad se alejaba. Pero todavía, aunque la lluvia había
cesado hacía más de una hora, masas turbulentas de negras
nubes cobrizas, que ocultaban fieros resplandores sin
relámpago, colgaban gigantescas sobre el grotesco paisaje de
apiñadas y diminutas casas, mientras en la distancia,
extendiéndose bajo la borrasca, una abigarrada confusión de
chimeneas y tejados proyectaban una palidez de muerte, de
un azul leproso, salpicado de manchas grises, brillando
amarillentas y con negras motas de vapor flotando y débiles
destellos frunciéndose en la superficie. Los truenos aún
murmuraban en el aire oscuro y bochornoso, acorralando a
los asustados vecinos en sus casas, con los postigos cerrados.
Abandonadas, aterradas, abatidas, escuálidas, como pobres,
estúpidos y pesados objetos que han sentido la cólera de la
tormenta de verano, se encontraban las empapadas
estructuras del otro lado de la estrecha y tortuosa avenida,
pálida y pintoresca bajo el gigantesco dosel. La lluvia
chorreaba desdichadamente en lentas ráfagas de sonido
melancólico desde los aleros sAllentes hasta el roto enlosado
y se deslizaba por los crecidos desagües, donde los
repentinos torrentes borboteaban hoscamente camino del río.

El androide de bronce, de W. D. O’Connor.

El ardiente sol de mediados de marzo pendía sobre el


inhóspito desierto judío; luego la oscuridad cayó sobre
nosotros y anocheció.

Sábado Santo en Kerak Moab, de Clinton Scollard.

El impaciente crepúsculo invernal estaba ya encima. La


nieve caía otra vez, alfombrando la tierra delicadamente, al

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azar.

Felicia, de Fanny N. D. Murfree.

¡Cielo misericordioso! Todo el oeste, de derecha a


izquierda, resplandece con una intensa luz y al instante la
tierra vacila y tiembla con el ominoso estruendo de diez mil
piezas de artillería. Es la señal para que la Furia estalle,
para que mil demonios griten y salten, para que
innumerables serpientes de fuego se retuerzan y brillen en la
negrura.

Ya cae la lluvia, ya el viento se abalanza con un aullido,


ya la luz es tan intensa que los ojos arden y los truenos se
confunden con un terrible rugido, como los 800 cañones de
Gettysburg. ¡Crash! ¡Crash! ¡Crash! Son los árboles de
algodón cayendo a tierra. ¡Shriek! ¡Shriek! ¡Shriek! Es el
Demonio corriendo a través de la llanura, arrancando hasta
las briznas de hierba. ¡Shock! ¡Shock! ¡Shock! Es la Furia
lanzando sus terribles rayos al seno de la tierra…

El Demonio y la Furia, de M. Quad.

Allá en el desfiladero, todas las fantasías diurnas se


acomodaban ampliamente en panoramas siempre luminosos
de montañas de luz azulenca bajo el brillante cielo añil. El
cielo, mirando desde su placidez azul, aquí y allá batía el
agua en azuladas imitaciones de su tinte.

En el país de los extraños, de Charles Egbert Craddock.

Se percibían las señales de una tormenta de arena,


aunque el sol relucía brillantemente. El viento cálido se había
vuelto violento y desenfrenado. Azotaba las extensiones
arenosas en todas direcciones. Muy altos en el aire, se veían
torbellinos espirales y conos de arena, creando un curioso
efecto contra el cielo profundamente azul. Por debajo, las
nubes de arena barrían la planicie en todas direcciones,
como si en la planicie hubieran tomado forma invisibles
jinetes. Estas nubecillas de arena eran dispersadas al
instante por el viento; eran las grandes nubes las que se
elevaban por todo el aire, y las más grandes nubes de arena

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tomaban el mando.

Los ojos de Alfred, escrutando rápidamente el horizonte,


descubrieron el tejado de la cabaña de los jinetes de frontera
aún brillando bajo la luz del sol. Recordaba bien la cabaña.
No podía estar más allá de cuatro millas, si las había, del
punto en que él se encontraba. También conocía de antiguo
estas tormentas de arena. Bindarra era célebre a causa de
ellas. Sin pensárselo dos veces, Alfred espoleó su caballo y se
encaminó a la cabaña. Antes de cabalgar la mitad del
camino, las esporádicas nubes de arena se unieron en un
denso torbellino y sólo gracias al instinto de su caballo no se
apartó del camino de la cabaña, ya que durante la última
media milla no lograba ver la cabaña, hasta que su perfil
apareció de pronto sobre las orejas de su caballo; y a esas
alturas el sol ya ni se veía…

Una novia del monte.

Llovió por espacio de cuarenta días y cuarenta noches.

Génesis.

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MARK TWAIN, seudónimo de Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida,
Missouri, en 1835. Pasó su infancia y adolescencia en Hannibal, a orillas del río
Misisipi. En 1861 viajó a Nevada como ayudante personal de su hermano, que
acababa de ser nombrado secretario del gobernador. Más tarde, en San Francisco,
trabajó en The Morning Call. En 1866 realizó un viaje de seis meses por las islas
Hawái y al año siguiente embarcó hacia Europa. Resultado de este último viaje fue
uno de sus primeros éxitos editoriales, Inocentes en el extranjero, publicado en 1869.
En 1876 publicó su segunda obra de gran éxito, Las aventuras de Tom Sawyer, y en
1885 la que los críticos consideran su mejor obra, Las aventuras de Huckleberry
Finn. Murió en 1910 en Redding, Connecticut.

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Notas

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[1]
La lengua inglesa distingue entre tiempo cronológico (time) y tiempo
meteorológico (weather). El autor se refiere aquí a este último. (N. del T.). <<

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[2] Andrew Jackson (1767-1845): séptimo presidente de Estados Unidos. (N. del T.).

<<

www.lectulandia.com - Página 154


[3] Ticonderoga: fuerte británico tomado en 1775, durante la Guerra de
Independencia, por las tropas revolucionarias al mando del mítico coronel Benedict
Arnold. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 155


[4] Grant, Sherman, etc.: famosos generales y estadistas de la época. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 156


[5] Stratford-on-Avon: lugar de nacimiento de William Shakespeare. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 157


[6]
Edmund Burke (1729-1797): parlamentario liberal británico, defensor de los
derechos de los colonos americanos. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 158


[7] Matterhorn: en español, Cervino. Famosa montaña de los Alpes de casi 4500

metros de altura. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 159


[8] John Bull: personaje de ficción creado por el médico y escritor John Arbuthnot

(1667-1735) y que personifica simbólicamente a Inglaterra. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 160


[9] Juego de palabras intraducible. La palabra distemper sirve para el temple (técnica

pictórica) y el moquillo (enfermedad catarral que sufren perros y gatos), de ahí la


contestación del capitán. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 161


[10] Balaclava: alusión a una famosa batalla de la guerra de Crimea (1854-1856) y al

poema de lord Tennyson «La carga de la Brigada Ligera», inspirado en la misma. (N.
del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 162


[11] Golconda: famosas minas de diamantes en el estado hindú de Andhra Pradesh.

(N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 163


[12] Strelets (en plural, streltsi): palabra rusa que se refiere a las unidades de guardias

armados con arcabuces, en activo en Rusia desde mediados del siglo XVI al final del
siglo XVIII. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 164


[13] Robert Clive (1725-1774): famoso general británico que luchó contra los
franceses en la pugna por el dominio del subcontinente indio. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 165


[14] York y Lancaster: alusión a la llamada Guerra de las dos Rosas (siglo XV), que

enfrentó por el trono de Inglaterra a dos ramas de la familia Plantagenet. (N. del T.).
<<

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