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¿QUÉ ES EL MITO?

Rollo May

Un mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo


tiene. Los mitos son patrones narrativos que dan significado a
nuestra existencia. Tanto si el sentido de la existencia es sólo
aquello a lo que damos vida merced a nuestra propia fortaleza, tal
y como mantendría Sartre, como si es un significado que hemos
de descubrir, como afirma Kierkegaard, el resultado es el mismo:
los mitos son nuestra forma de encontrar este sentido. Son como
las vigas de una casa: no se exponen al exterior, son la estructura
que aguanta el edificio para que la gente pueda vivir en él.

La creación de mitos es un proceso esencial para la adquisición


de la salud mental, y el terapeuta sensible no puede despreciarlo.
En realidad, el nacimiento y el desarrollo de la psicoterapia en
nuestn era contempotánea tuvieron su origen en la desintegtación
de nuestros mitos.

Mediantc sus mitos, las sociedades sanas facilitan a sus


miembros un alivio para sus neuróticos sentimientos de culpa y
su excesiva ansiedad. En la Grecia antigua, por ejemplo, donde
los mitos eran algo vital y poderoso, los individuos podían
enfrentarse a los problemas de la existencia sin experimentar
sentimientos de culpabilidad o ansiedad. De ahí que los filósofos
de la época se dedicaran a discutir sobre la belleza, la verdad, la
bondad y el coraje como valores de la vida humana. Los mitos
dejaron a Platón, Esquilo y Sófocles libres para crear sus grandes
obras filosóficas y literarias, que han llegado hasta nosotros como
valiosos tesoros.

Pero cuando los mitos de la Grecia clásica se derrumbaron en


los siglos II y III, Lucrecio encontró corazones apesadumbrados
en todos los hogares; acosada por incesantes remordimientos, la
mente era incapaz de aliviarse y se veía forzada a desahogarse
mediante lamentaciones recalcitrantes.

En el siglo xx, nos encontramos en una situación similar;


corazones apesadumbrados y lamentaciones. Nuestros mitos ya
no cumplen su función de dar sentido a la existencia, los
ciudadanos de hoy en día han perdido su rumbo y su propósito en
la vida, y la gente no sabe cómo controlar sus desmesurados
sentimientos de ansiedad o culpabilidad. Recurren en masa a los
psicoterapeutas y a sus sustitutos, o a las drogas y a las sectas,
para que les ayuden a mantenerse en pie. De ahí que el psicólogo,
Jerome Bruner pueda afirmar: «Pues cuando los mitos
predominantes no se ajustan a las diferentes circunstancias del
hombre, la frustración se expresa mediante su destrucción y la
búsqueda solitaria de la identidad interna.»

Esta «búsqueda solitaria de la identidad interna» es una


necesidad muy extendida en nuestra sociedad, que da lugar al
desarrollo del psicoanálisis, a las muchas formas y promesas de la
psicoterapia, y a una gran cantidad de curanderos y sectas, sean
constructivas o destructivas.

Nunca te prometí un jardín de rosas

Esta novela autobiográfica, Nunca te prometí un jardín de


rosas (I Never Promised You a Rose Garden), narra las
experíencias de una joven esquizofrénica, Deborah, durante su
tratamiento psiquiátrico real. Los emocionantes hechos del
tratamiento de esta chica parecen extraidos de una película de
extraterrestres. Durante su terapia, podemos encontrar constantes
y absorbentes juegos mitológicos. Deborah (ése es su nombre
real) convivía con las figuras míticas de Idat, Yr, Anterrabae,
Lactamaen, el Cúmulo... todos los cuales habitaban en el Reino
de Yr. Dado que Deborah no podia comunicarse con nadie más
en el mundo, necesitaba desesperadamente estas figuras míticas.
Según ella escribe, los dioses de Yr han sido como camaradas
para mí; han compartido conmigo su soledad de una manera
secreta y precisa. Recurría a ellos cuando se sentía aterrorizada o
insoportablemente sola en el así llamado mundo real.

De camino al sanatorio, como nos cuenta Deborah, ella y sus


padres se quedaron a pasar la noche en un motel, en habitacíones
contiguas.

Al otro lado de la pared, Deborah se echó a dormir. El reino de


Yr tenía una especie de lugar neutral al que llamaban cl Cuarto
Nivel. Se llegaba a él sólo por accidente, y no se podía acceder
mediante ninguna fórmula o acto voluntario. En el Cuarto Nivel
no había ningún sufrimiento que soportar, ningún pasado ni
futuro contra el que rebelarse.
Ahora, en la cama, llegando al Cuarto Nivel, el futuro ya no le
preocupaba. Se suponía que las personas de la otra habitación
eran sus padres. Muy bien. Pero eso formaba parte de un mundo
en sombras que se estaba disolviendo, y ahora se vela
transportada hacia uno nuevo en el que no sentta la menor
preocupacián. Al salir del viejo mundo, también salfa de las
complejidades del reino de Yr, del Cúmulo de los Otros, del
Censor, y de los dioses Yri. Se acurrucó y durmió
profundamente, sin soñar, descansando.
A la mañana siguiente, según nos dice, sintió la gran seguridad
y comodidad que los mitos le habían dado.
[...] mientras el cohe se iba alejando del motel y se edentraba
en el soleado día, a Deborah se le ocurrió que el viaje podía durar
eternamente, y que la libertad serena y maravillosa que sentía
podía ser un nuevo regalo de los dioses y habitantes de Yr,
normalmente demasiado exigentes.

Estos dioses del mundo de Deborah no sólo resultan notables


por la profundidad de su concepción, sino por su gran parecido
con lo que treinta años después hemos visto en E.T., El retorno
del Jedi, Encuentros en la tercera fase, y demás películas de
extraterrestres que han fascinado a millones de niños y adultos de
este fin de siglo. Deborah era una esquizofrénica. Peron la
cuestión de dónde hay que trazar la línea que separa la
esquizofrenia de la imaginación creativa y desbordante ha sido
siempre un enigma. De nuevo, Hannah Green (su seudónimo)
escribe:
Empezó a caer, acompañando a Anterrabe a través de aquella oscuridad, rodeada por el fuego, que conducía a Yr.
Este vez la caída fue larga. Durante mucho tiempo hubo más oscuridad, y luego una semipenumbra que sólo podía
entreverse forzando la mirada. El lugar era familiar; era el Pozo. Aquí gemían y gritaban los dioses y el Cúmulo,
pero incluso ellos resultaban inintelegibles. También podrían oírse sonidos humanos, pero sin sentido. El mundo
intentaba intervenir, pero era un mundo fragmentado e irreconocible.

La psiquiatra que se ocupaba de la terapia de Deborah en


Chestnut Lodge, Frieda Fromm-Reichmann, le aclaró con gran
sensatez desde el principio que no expulsaría a aquellos dioses en
contra de su voluntad. La doctora Frieda, como se la llama en el
libro, los incorporó al tratamiento, sugiriéndole a veces a
Deborah que les dijera esto o aquello, o preguntándole en
ocasiones qué pensaban sus dioses. Lo más importante es que la
doctora Fromm-Reichmann respetó su necesidad de aquellas
figuras míticas, e intentó ayudarla a ver que ella, Deborah, había
contribuido a crearlas. En una sesión.
La doctora dijo despacio: Se acabó nuestro tiempo, has hecho bien en contarme cosas sobre el mundo secteto.
Quiero que vuelvas a él y les digas a esos dioses, y al Cúmulo y al Censor, que a mí no me intimidan, y que ni tú ni
yo vamos a dejar de trabajar a causa de su poder.

Pero cuando la doctora Frieda se fue a Europa en verano, a


Deborah se le asignó temporalmente un psiquiatra más joven
imbuido del nuevo racionalismo. Este se apresuró a derribar sus
ilusiones sin entender la necesidad de sus mitos. El resultado fue
que Deborah, con su sistema de dioses y su reino extraterrestre
hecho pedazos, empezó a empeorar acusadamente. Se retiró a un
mundo completamente aislado. Prendió fuego al sanatorio, se
quemó y automutiló, y se comportó como un ser humano cuya
humanidad ha sido destruida. Y eso es literalmente lo que había
sucedido. Se habían llevado su alma -definida como la funcíón
más íntima y fundamental de la conciencia- y ya no le quedaba
nada a lo que agarrarse.

Deborah se lo contó a la doctora Frieda cuando ésta volvió de


Europa. El otro psiquiatra, dijo llorando, «sólo quería demostrar
cuánta Tazón tenía y lo listo que era». En un mar de lágrimas,
prosiguió: Podía haber dicho "reacciona y déjate de tonterías"...
¡Maldita seal -gimió Deborah-. ¡A cambio de mi verdad el mundo
sólo me da nentirasl»

Podemos interpretar la conducta racionalista del psiquiatra


como una alegoría de la era moderna. En el siglo xx, al
preocuparnos tanto por demostrar que nuestros razonamientos
técnicos son correctos y así eliminar de un solo golpe la estupidez
de los mitos, también dejamos nuestras almas a la intemperie, y
amenazamos con destruir nuestra sociedad como parte del mismo
proceso de deterioro.

Los mitos de Deborah se extienden hasta la última página de


Nunca te prometí un jardín de rosas. Pero al final del libro ha
aprendido que sus mitos son también producto de su rica
creatividad. La doctora Frieda le ha ayudado a entender que tiene
el poder de moldear la forma que éstos pueden adoptar, en
principio pretendidamente esquizofrénica.

Aunque Deborah desempeñó un papel importante en la


creación de los mitos, es importante aclarar que ella no creó su
necesidad. Esta necesidad es parte de nuestro destino como seres
humanos, parte de nuestro lenguaje y de nuestra forma de
entendernos mutuamente. Al final de la terapia, la creatividad de
Deborah emergió en formas que resultaban tan beneficiosas para
ella como para la sociedad; tras completar su tratamiento en
Chestnut Lodge, ha escrito y publicado varias novelas excelentes,
al menos dos de las cuales tratan de personas con graves
problemas.

Este libro no trata básicamente de los esquizofrénicos como


tales, sino de la necesidad que todos tenemos de contar con mitos
que procedan de nuestro carácter como seres humanos. La forma
de tales mitos puede variar. Pero su necesidad, en realidad, la
necesidad del mito, estará presente allí donde haya personas que
se llamen a sí mismas humanas. En este sentido, todos somos
como Deborah: aunque creamos nuestros propios mitos a partir
de diferentes formas colectivas y personales, éstos nos son
necesarios para salvar el bache existente entre nuestra identidad
biológica y la personal.

Los mitos son la autointerpretación de nuestra identidad en


relación con el mundo exterior. Son el relato que unifica nuestrá
sociedad. Son esenciales para el proceso de mantener vivas
nuestras almas con el fin de que nos aporten nuevos significados
en un mundo difícil y a veces sin sentido. Ciertos aspectos de la
eternidad -tales como la belleza, el amor y las grandes ideas-
aparecen repentina o gradualmente en el lenguaje del mito.
La creación de mitos es fundamental en psicoterapia. Es
esencial que el terapeuta permita al cliente tomarse en serio sus
mitos, aparezcan éstos en forma de sueños, asociaciones libres o
fantasías. Cualquier individuo que necesite aportar orden y
coherencia al flujo de las sensaciones, emociones e ideas que
acceden a su conciencia desde el interior o el exterior, se ve
forzado a emprender por sí mismo lo que en épocas anteriores
hubiera llevado a cabo su familia, la moral, la Iglesia y el Estado.
En la terapia, los mitos pueden ser una extensión, una forma de
poner en práctica nuevas estructuras vitales, o un intento
desesperado de reconstruir el propio modo de vida. Los mitos,
como dice Hannah Green, «comparten nuestra soledad».

Cultos y mitos

La estadística de los índices de suicidio entre los jóvenes


durante las últimas décadas es terrorífica. En los años setenta, el
número de suicidios entre los jóvenes de raza blanca aumentó en
gran medida. Se pueden poner en práctica varias formas de
prevenirlo, como por ejemplo telefonear a las personas
gravemente deprimidas, etc. Pero mientras la meta suprema siga
siendo amasar dinero, mientras prácticamente no prediquemos la
ética con el ejemplo en el hogar o desde el gobierno, mientras
estos jóvenes no se sientan llamados a crearse una filosofía de la
vida y mientras la televisión se vea invadida de violencia y sexo
sin hacer ningún caso al proceso de aprender a amar... mientras
suceda todo esto, seguirá existiendo entre los jóvenes ese
espantoso número de depresiones y suicidios.

Durante un reciente discurso de graduación en la Universidad


de Stanford, el estudiante que actuaba como orador describió a su
clase como un grupo que no sabía cómo se «relaciona con el
pasado o con cl futuro; con poco sentido del presente; sin
creencias que den sentido a la vida, sean laicas o religiosas», y en
consecuencia carente de «metas o caminos que seguir». Mientras
nuestro mundo y nuestra sociedad sigan vacíos de mitos y
objetivos morales relacionados con las creencias, habrá
depresiones y, como veremos más adelante, suicidios. En
capítulos posteriores nos referiremos a algunos de los motivos de
este vacío ético aquí sólo afirmamos que la ausencia de mitos
significa la falta de un lenguaje en el que empezar, por lo menos a
comunicarse sobre tales asuntos.

En este mundo sin rumbo en el que nos encontramos en las


postrimerías del siglo xx, no sorprende que algunos desesperados
se precipiten a la búsqueda de nuevos cultos o resuciten algunos
antiguos, buscando respuestas a su ansiedad y alivio a su
culpabilidad o depresión, anhelando encontrar algo con lo que
llenar el vacío de sus vidas. También ruegan a los astrólogos que
les guíen. O bien recurren a supersticiones procedentes de un
pasado remoto, aunque nos recuerden la época de la brujería.

Nuestro siglo xx fue anunciado en su origen como la era del


racionalismo, la era en que triunfaría la educación ilustrada y la
religión quedaría purificada al fin de todo tipo de supersticiones.
En realidad, casi todos los vehementes propósitos de la
Ilustración se han cumplido, al menos en parte; tenemos más
riqueza que nunca para algunos, la liberación de la tiranía es la
meta de la mayoría de occidentales, la ciencia evoluciona ad
infinitum... Pero, ¿qué ha sucedido? En conjunto estamos más
confusos, carecemos de ideales morales, tememos al futuro,
dudamos sobre qué hacer para cambiar las cosas o cómo rescatar
nuestra propia vida iriterior. Somos los mejor informados de la
Tierran, dice Archibald MacLeish:
Nos inundan los hechos, pero hemos perdido, o estamos perdiendo, nuestra capacidad humana para sentirlos...
Conocemos las cosas con la mente, mediante hechos, mediante la abstracción. Parece que somos incapaces de
sentir lo que sentía Shakespeare cuando hizo gritar al Rey Lear en el páramo dirigiéndose a un cegado Gloucester:
Ya ves como marcha el mundo, y Gloucester responde: «Lo veo con el sentimiento.

El lenguaje abandona el mito sólo a costa de la pérdidá de la


calidez humana, el color, el significado íntimo, los válores: todo
lo que dá un sentido personal a la vida. Nos comprendemos
mutuamente identificándonos con el significado subjetivo del
lenguaje del otro, experimentando lo que significan las palabras
importantes para él en su mundo. Sin el mito somos como una
raza de disminuidos mentales, incapaces de ir más allá de la
palabra y escuchar a la persona que habla. No puede haber
prueba más definitiva del empobrecimiento de nuestra cultura
contemporánea que la definición popular -si bien profundamente
errónea- del mito como falsedad.

La sed de mitos y la decepción ante su ausencia se demuestra


en el uso de narcóticos. Si no podemos dar sentido a nuestras
vidas, al menos podemos escapar temporalmente de la monótona
rutina mediante experiencias «extracorporales» con cocaína,
heroína, crac o cualquier otra droga que nos permita huir
provisionalmente de este mundo. Este es un patrón frecuente en
la psicoterapia: cuando la persona cree que sus expectativas
resultan abrumadoramente difíciles, puede llegar a considerar que
le es posible participar en su propio destino tomándose una
sobredosis o pegándose un tiro. Si vamos a ser aniquilados de
todas formas, es menos humillante salir de escena con un tiro que
con un estertor.

El éxito de los cultos en nuestros tiempos, especialmente entre


los jóvenes, pero también entre los adultos, es igualmente un
indicio de la desesperada necesidad de mitos. Cualquier grupo
que prometa felicidad, amor y un acceso directo a los dioses que
haga falta, puede conseguir su público; la gente acude en masa a
cualquier nueva secta se llame como se llame. Jim Jones y la
tragedia de Guyana, donde se suicidaron 980 de sus seguidores
porque el autoritario Jones les dijo que lo hicieran, constituyen
una advertencia que no debemos olvidar.
Las sectas poseen el poder de los mitos sin sus límites sociales,
sin sus frenos, sin reponsabilidad social. Hay que prestar atención
a la necesidad del mito, pues a menos que consigamos mitos
auténticos nuestra sociedad llenará ese vacío con pseudomitos y
creencias mágicas. Los sociólogos informan de una serie de
encuestas realizadas en los años sesenta y setenta que
demostraban que la creencia en Dios disminuía y la creencia en el
Diablo aumentaba. Esto constituye un reflejo de la pasión por las
sectas por parte de la gente que cree que nuestra sociedad se
desintegra y que debe haber alguna forma de explicarlo.

En lugar de considerarse una conducta casual e irracional, la creencia


en el Diablo es un intento de dar sentido al mundo de los que carecen de
poder, de encontrar casualidad allí donde amenaza el desorden, y de
reducir la disonancia generada por su vinculación a un orden social que les
resulta incomprensible y los ignora.

La negación de los mitos

Parecerá desconcertante afirmar la necesidad de los mitos


cuando en nuestra cultura nos hemos acostumbrado a etiquetarlos
como falsedades. Incluso personas de una elevada inteligencia
utilizan la expresión «sólo un mito» como forma de
desaprobación; la historia de la creación según la Biblia, por
ejemplo, es sólo un mito. Este empleo del término «sólo» como
desaprobación del mito empezó con los Padres de la Iglesia, en el
siglo III, como forma de combatir la fe de las gentes en los mitos
griegos y romanos, Afirmaban que sólo el mensaje cristiano era
cierto y que las historias griegas y romanas eran «sólo» mitos.
Pero si los Padres de la Iglesia hubieran tenido más confianza en
la riqueza mitológica que traería la cristiandad -la celebración de
la Navidad, con los Reyes Magos siguiendo la estrella de Oriente
y el encanto indescifrable del intercambio de regalos; la
impresionante experiencia que constituye la Pascua como
celebración de la primavera y del florecimiento de las plantas y
de las cosechas, así como del mito de la resurrección- habrían
tenido menos necesidad de atacar a los grandes mitos de la Grecia
y Roma clásicas.

Pero, en nuestros tiempos, hay otra razón que sustenta la


definición errónea de los mitos como falsedades. Muchos de
nosotros hemos aprendido a pensar en términos estrictamente
racionalistas. Parece que somos víctimas del prejuicio según el
cual cuanto más racionalistas sean nuestras aseveraciones más
ciertas resultarán, como hemos visto en el psiquiatra suplente de
Hannah Green. Este monopolio de la actividad del hemisferio
izquierdo del cerebro no sustenta una ciencia real sino una
pseudociencia. Gregory Bateson nos recuerda acertadamente que
la mera racionalidad intencional, sin la ayuda de fenómenos tales
como el arte, la religión, los sueños y similares, es
necesariamente patógena y destructora de la vida. Como dijimos
antes, nuestra primera reacción cuando los mitos no bastan es
destruirlos; atacar el propio concepto de mito. La negación de los
mitos, como veremos más adelante, es en sí misma una parte de
nuestra negativa a hacer frente a nuestra realidad y a la de
nuestra sociedad.

«Por descontado», afirmó Máx Muller, «hoy en día existen


mitologías igual que en tiempo de Homero, sólo que no las
percibimos porque vivimos a su sombra y retrocedemos ante la
meridiana luz de la verdad».

No hay conflicto entre la ciencia bien definida y el míto


igualmente bien concebido. Heisenberg, Einstein, Niels Bohr e
innumerables científicos modernos han dejado esto claro. Es
interesante apreciar cuántos de los grandes descubrimientos
científicos empiezan como mitos. No tenemos la respuesta de
Einstein a la carta en la que Freud defendia el mito refiriéndose a
la cuestión de «¿por qué la guerra?», pero no hay razón para
dudar de que fuera afirmativa. La relación entre ciencia y mito
queda resumida en la frase de W.B. Yeats: «La ciencia es la
crítica del mito».

Nuestro problema no es meramente de definición. Es de


compromiso interno; es un problema de la psicología y del ansia
espiritual por reunir el valor suficiente para levantar la vista y
contemplar «la meridiana luz de la verdad».

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