Está en la página 1de 6

EL BURLADOR DE SEVILLA: EL HEROÍSMO DISCRETO DE CATALINÓN

PAULA JOJIMA
Universidad de Londres

Apoyándome en observaciones escénico-textuales, en la presente comunicación propongo una


relectura de la obra dirigida principalmente a una revaluación del papel de Catalinón.
Los gritos «Que me ahogo»1 (527) y «¡Que me abraso!» (2887) son exclamaciones de angustiada
impotencia proferidas en dos momentos dramáticos de la obra: el naufragio y la conflagración final.
La primera es una voz entre bastidores que se suele atribuir a Catalinón, la segunda se cuenta
entre las últimas palabras pronunciadas por don Juan. En ambos casos se trata de la voz de un
ser desvalido, sin grandes recursos físicos o sicológicos. Más que una llamada de socorro es un
llamar la atención sobre su persona. Sugiere la reacción un tanto pueril de alguien acostumbrado
a ser atendido.
Aunque ambas escenas son protagonizadas por la pareja señor-lacayo, sugiero que las citadas
exclamaciones fueron pronunciadas por una misma persona: don Juan. En la escena del naufragio,
seguida por un acto heroico; en la segunda, por una inacción. Ello indicaría un cambio de actitud
por parte de Catalinón. El que se atrevió contra los elementos desencadenados, no pudo o no
quiso enfrentarse con la estatua de piedra. Tras ambos eventos Catalinón cuida de su señor. En la
postrera escena le vela y guarda, como si se tratase de un niño y a continuación va a avisar a su
padre, cosa que ha venido haciendo a lo largo de la obra. Con ello queda establecida la relación
entre dos hombres que parecen desempeñar conjuntamente un papel tutelar, cuidando de don Juan
vivo o muerto: don Diego como padre y Catalinón como ayo-criado, responsable ante don Diego
de don Juan, eterno adolescente.
La primera de estas escenas es descrita por un testigo ocular: Tisbea. La segunda es presen-
ciada por el público quien, dadas las limitaciones escenográficas, la puede observar visualmente
solo en parte. El relato final corre a cargo de Catalinón, protagonista y testigo. Catalinón, a quien
don Juan había repetidamente silenciado durante la obra con imperiosos «calla», no solo recobra el
derecho a la palabra sino que además ofrecerá la versión definitiva de la escena. Será el cronista
de la muerte de don Juan, fallecido de un apretón de manos. Relato el suyo en el que, hagámoslo
notar ya desde ahora, no se hace mención alguna de fuego.
La diversidad de versiones que la obra ofrece de las escenas que nos ocupan nos invita a
observarlas con detenimiento, siguiendo así los consejos del rey de Ñapóles: intentando proceder
como sabios, mirando a la vez que oyendo (135-36). La escena del naufragio, repetida como un

1
Cito número de verso según la edición siguiente: El burlador de Sevilla, ed. Alfredo Rodríguez López-Vázquez,
Madrid, Cátedra, 2002.

Actas del VII Congreso de la AISO, 2006, 363-368

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...
364 PAULA JOJIMA

leitmotiv, es la piedra angular en que se apoya la creencia en el arrojo temerario de don Juan.
Aquí Tisbea es la intermediaria entre lo que está ocurriendo y el espectador, quien recibe la escena
tamizada por ella como intérprete. Tisbea observa cómo en medio de una terrible tempestad dos
hombres se arrojan al mar desde una nave que se va a pique; cómo uno aguarda al otro que dice
ahogarse y tomándolo en hombros, nadando con gran valentía, consigue que ambos alcancen la
playa a salvo: «sin aliento el que nada / con vida el que le estorba» (543-44).
Tisbea ha presenciado un hecho tan excepcional que ella lo asocia con los héroes clásicos,
«Anquises le hace Eneas» (531), elevándolo a la gloriosa esfera del mito. El protagonista de esta
escena da muestras tanto de notable valentía como de gran altruismo. Dado el cincelado perfil
sicológico-moral que de don Juan se ha trazado al principio del acto primero, estas cualidades
le serían difícilmente atribuibles al caballero. Por otra parte, de Catalinón todavía desconocemos
incluso el nombre. Sabemos únicamente que se trata de un criado. Lo suficiente para que Tisbea lo
descarte como capaz de una proeza. La precipitación interpretativa de Tisbea sirve de advertencia
al espectador quien, aleccionado por la conducta de don Juan en Ñapóles, dato que la pescadora
no posee, debe demostrar discernimiento antes de conjeturar prematuramente sobre la supuesta
distribución de papeles en la escena del naufragio y salvamento.
Puesto que se nos invita a cuestionar las apariencias es lícito preguntarse si Tisbea puede
ser considerada como un testigo fidedigno. Bella joven exaltada a quien su insaciada sensualidad
potencia los sentidos, Tisbea, en un cuerdo parlamento en el que confluyen emoción y razón, nos
proporciona no obstante un retrato de sí y su circunstancia de desarmante y lúcida sinceridad. Tisbea
dice la verdad sin tapujos. Ello queda ratificado por el testimonio de su gente, los pescadores, a
quienes informa de lo acaecido. Su segundo relato del naufragio no encuentra objeción alguna por
parte de don Juan y Catalinón, quienes también lo escuchan. Notamos, sin embargo, que ahora
Tisbea identifica quién llevaba en hombros a quién cuando los náufragos alcanzaron la playa: «de
éste, en los hombros cargado / un hidalgo ya anegado» (710-11). «Éste», el hombre sin nombre,
designa a Catalinón. Asimismo y sobre todo notamos que la dimensión heroica ha sido suprimida
en esta nueva versión de lo ocurrido. La clarividente Tisbea se ha cegado, obnubilada ahora por
el falso fulgor del señuelo aristocrático. No tiene ojos más que para el caballero, condenando a
Catalinón al anonimato. Entre las dos versiones, Tisbea ha descubierto el rango respectivo de los
náufragos y su error ha consistido en reducir al hombre a su categoría social, sobre la que vierte
todos los prejuicios de su época.
Conscientemente o no, Tisbea ha sacrificado la verdad a una interpretación oportunista de los
hechos. Su emoción por don Juan ha menguado sus facultades críticas. Mas ¿qué es lo que desea
conseguir Tisbea con su versión truncada del salvamento? Por un lado, evitar que se descubra que
quizá don Juan no fuere tan heroico como se esperaba de un caballero; por otro, buscaba quizá
el engañarse a sí misma para poder seguir soñando. Sagaz, penetrante, Tisbea había observado en
don Juan un comportamiento poco afín con el supuesto estado físico y moral de un hombre recién
sometido a un gran esfuerzo en condiciones traumáticas: «sin aliento el que nada», había constatado
antes. Sin embargo ahora, nada más volver en sí y sin aparente dificultad, don Juan declama un largo
parlamento con amplias frases de tenor amoroso-flirteante. Ello provoca el asombro de Tisbea:
Muy grande aliento tenéis
para venir sin aliento,
y tras tanto tormento
muy gran contento ofrecéis.
(637-40)

En contraste, la retahila de interjecciones proferida por Catalinón tiene un ritmo jadeante, entrecortado
por signos exclamatorios, como de quien tiene que hacer pausa para recobrar el aliento. Su discurso
beligerante, expresa la rebeldía de alguien que acaba de vencer a la naturaleza desencadenada.
Catalinón recuerda su lucha; alude a la dificultad de nadar, al deseo de salvarse, al haber tragado
mucha agua salada. Don Juan no parece ni haberla probado. No recuerda nada en concreto. Don

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...
El burlador de Sevilla: el heroísmo discreto de Catalinón 365

Juan temía morir pues no sabía nadar; era él quien se ahogaba y en su mente queda grabado el
miedo, solo el miedo: «ya perdí todo el recelo / que me pudiera anegar» (617-18), confiesa a Tisbea
sintiéndose a salvo. Medio desvanecido durante el salvamento, don Juan acabaría por desmayarse
de miedo al alcanzar el anticlímax de la playa. Ello explicaría su gélida inmobilidad, cosa que
confundió a Catalinón haciéndole pensar que su amo acababa de fallecer.
La escena parece lanzar una llamada en dirección del espectador: una llamada al retorno del
sentido crítico, al rechazo de la apariencia. El autor predica con el ejemplo atribuyendo a Tis-
bea una complejidad sicológica que no hubiésemos asociado con su estado; invitándonos quizá
con ello a mirar con más atención también a Catalinón para descubrir en él lo que Tisbea no
supo ver.
Como complemento a las observaciones de Tisbea, notamos la ausencia de todo signo de
agradecimiento por parte de ninguno de los protagonistas del naufragio. En el supuesto que
don Juan hubiese salvado a Catalinón, al volver aquél en sí hubiese preguntado por el paradero
de su criado. Y dado lo excepcional del gesto, el agradecimiento de Catalinón se hubiese manifes-
tado de inmediato. Por otra parte, en el supuesto de que el socorrista fuese Catalinón, la ingra-
titud de su señor nos pasaría, como ocurre en la obra, desapercibida, diluida en el empedernido
egoísmo de don Juan. Esta segunda hipótesis clarifica además el sentido de la réplica de Catalinón,
quien, aludiendo a la connotación de cobardía ligada a su apodo, precisa: «pues sabes que aqueste
nombre / me sienta al revés aquí» (928-29).
La asociación entre Catalinón y don Juan parece remontarse a largo tiempo. El sacar a don Juan
de más de un apuro es parte de las funciones del primero: «¿A mí / quieres advertirme aquí / lo
que he de hacer?» (726-28). Lo que parece sugerir que antes de ser criado Catalinón fue ayo
de su señor. No obstante las muestras ocasionales de respeto o amistad, nada hay en esta rela-
ción que pudiere justificar el que uno arriesgue la vida por el otro. El registro que Catalinón
adopta hacia don Juan es reprobatorio e incluso despectivo. En un momento dado le confesará:
«Digo que de aquí adelante / lo que me mandas haré» (1410-11), dando a entender que hasta
entonces no lo había hecho. Pero ante la posibilidad de que don Juan hubiese muerto, Catalinón,
quien no había manifestado pena alguna, expresa, eso sí, un gran temor. Un temor de sesgo an-
tiguo-testamentario en el que la naturaleza toda, elementos y hombres, tuvieren que dar cuentas
a un ente todopoderoso, juez justo pero implacable: «Del mar fue este desconcierto / y mío este
desvario [...] ¡Mísero Catalinón! ¿Qué he de hacer?» (567-81). Sugiero que tras este temor de Catali-
nón se yergue imponente la silueta de Tenorio padre, juez supremo del reino, su verdadero señor,
para quien cumple la peligrosa misión de cuidar de su hijo don Juan.
A la luz de esta relación, se esclarece la dimensión mítica de la escena del naufragio, mítica
por virtud de la mirada de Tisbea. Catalinón salvó a don Juan por consideración hacia su padre.
Eneas cargando a Anquises sugiere asimismo una imagen de solidaridad entre dos hombres, en la
que la salvación final de ambos se consigue gracias al apoyo que el más joven presta al mayor.
Ello anunciaría el desenlace de la obra en el que don Diego, gracias a la cooperación de Catalinón,
cumple con su deber castigando a su hijo, escapando así ambos de los rayos que Dios reservaba
para aquellos que «delitos no castigan» o que se contentan con mirar (2040-48). La imagen de
fragilidad sugerida por el anciano Anquises es asimismo aplicable a don Diego, quien es también,
recordémoslo, un «buen viejo» (1502).
Esta relación de proximidad entre don Diego y Catalinón se trasluce en la frase un tanto críptica
en la que Catalinón demuestra tener acceso a lo que al parecer sería información confidencial.
Anuncia a Tisbea la inminente concesión de un título de conde a don Juan, si su padre a «mi
amistad corresponde» (604). Sin aparentemente tenerlo previsto, el rey, poco antes de concluir la
obra, anuncia a don Diego la concesión del título a su hijo. Pero don Diego es el valido, sede
del auténtico poder. Don Diego no solo parece poderse anticipar a los deseos del monarca sino
que, con una gran habilidad diplomática, consigue que éste los exprese creyendo que son suyos
propios, cuando en realidad le habrían sido sugeridos por su privado.

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...
366 PAUIA JOJIMA

Por medio de su técnica de utilización de la metáfora como parte integrante de la acción, téc-
nica estudiada por Morris,2 el autor logra potenciar la dimensión de inmanencia. Se repica a fuego
porque a Tisbea se le «abrasa el alma» (1507). Don Juan recobra el sentido saliendo del «infierno
del mar» al «claro cielo» (619-20) de una bella dama. Reflejo todo ello de un ambiente circundante
en el que la amenaza de muerte como castigo de Dios se inscribe dentro de un marco temporal
y terreno. Se trata de una muerte física, violenta, prematura, opuesta al ideal contemporáneo de
muerte natural como extinción casi aséptica e indolora de una vida lo más larga y feliz posible.3
Por las razones que fueren la obra se abstiene de entrar en el ámbito de la trascendencia; el
más allá permanece alejado, mencionado una sola vez por Catalinón al recordar a don Juan que
«hay tras la muerte imperio» (2055). A pesar de todas las precauciones y cuidados, don Juan es
irredimible. Su muerte anunciada constituirá su castigo. Pero la obra no trata de un castigo eterno,
sino de una pena de muerte. ¿A manos de quién?, es la pregunta que ello suscita.
Las credenciales de don Gonzalo nos parecen impresentables para ser considerado como can-
didato a emisario divino. Su informe lisboeta es de una superficialidad abrumadora. Tampoco se
distingue por sus dotes de negociador: entre Castilla y Portugal consigue un simple empate; cede
cuatro ciudades y gana otras cuatro. Sus loas militares son cantadas por un rey cuya capacidad
de juicio se ha puesto en entredicho. Ana le acusa de ser un «padre infiel» (1361) ya que sacrifica
la felicidad de su hija en aras de su propia honra. Muere sin perdonar, jurando venganza. Don
Gonzalo reposa bajo un sepulcro cuya pomposidad subraya la insignificancia de quien lo ocupa.
La idea de don Gonzalo como emisario de Dios es un mito.
Dentro del molde de justicia retributiva que parece configurar el marco conceptual de la obra,
el candidato más apropiado para ejecutar el castigo de don Juan es su propio padre. A quien más
le quiso corresponde aplicarle el mayor castigo. Don Diego es padre y juez. Un viejo lacrimoso
y el personaje más influyente del reino, «dueño de la justicia» (2038), de cuyos labios pendían
«muertes y vidas» (2116). Don Diego se despojó con lágrimas de su papel de padre para asumir
de lleno su papel de juez. No obstante nos acercamos a él cargados de prejuicios: por su posición
de valido y por la conducta de su hermano, don Pedro, personaje cargado de nepotismo, cuya
amenaza a su sobrino es puramente formulaica: «¡Castigúete el Cielo, amen!» (88). Sin embargo hay
un abismo entre su frivolo «¿Desobediente, atrevido!» (63) y la solemne acusación proferida por su
hermano contra su propio hijo: «Traidor, Dios te dé el castigo / que pide delito igual» (1476-77).
Don Diego no trata de venganza sino de justicia. Hay un crescendo en las sentencias de don Diego
que corresponde a la gravedad de las faltas de don Juan, incluyendo las que le habrían sido co-
municadas por Catalinón relativas a Tisbea y Aminta. Equilibra el inmerecido exilio de don Octavio
con el destierro de don Juan a Lebrija; la infamia pública de doña Isabel con el nombramiento
infamante de don Juan como conde de Lebrija. Pero la reincidencia de don Juan que culmina con
el asesinato de don Gonzalo le obligará a apretar la mano; es decir, a endurecer su postura en
busca de un escarmiento. La impostura final de don Juan se llevó a cabo bajo capa, asumiendo
la identidad de Mota. Don Diego le juzgará bajo cubierta de una capa de piedra, disfrazado de
bulto de Ulloa, como indicaré. Mancillado por la alevosía de su hijo, D. Diego había perdido la
esperanza, su espíritu vital, había perdido su calor natural; tenía «la sangre helada» (2663). En el
ámbito metafórico de la obra, la muerte es un estado de ánimo en el que don Diego ya ha ad-
quirido propiedades espectrales.
Si vamos, como se nos invita, más allá de las apariencias, constataremos que de Lebrija al
sepulcro no es tan largo el camino. Lebrija, lugar cercano a Sevilla, es tierra de marismas donde
abundan las liebres. Tanto es así que su escudo de armas incorporaba dos figuras de lebreles, perros
de acecho cuyo nombre enlaza con el de liebre por ser a propósito para cazarlas. La asociación de

2
C.B. Morris, «Metaphor in El burlador de Sevilla», Romanic Review 55 (1964), págs. 248-55.
3
Jacqueline Ferreras, Los diálogos humanísticos del siglo XVII en lengua castellana, Murcia, Universidad de Murcia,
2002, pág. 243.

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...
El burlador de Sevilla: el heroísmo discreto de Catalinón 367

Lebrija con liebre era vox populi por ser esta población uno de los puntos predilectos de cacería
para la Corte. Pero la palabra liebre tenía ciertas connotaciones. Se había adjetivado y designaba
al hombre «cobarde, tímido y afeminado»; acepción de liebre como cobarde que recoge también
Covarrubias en sus Emblemas morales. Lo que es más, en uno de estos emblemas se asocia liebre
con burla, signo de identidad donjuanesco por antonomasia.4
El destierro a Lebrija era ya en sí una grave sentencia lastrada de connotaciones con las que
se nos invita a jugar siguiendo el modelo lúdico de chanceo entre don Juan y Mota engastado
entre la sentencia de destierro (1124) y su anuncio al reo por parte de su padre (1496). Don Juan
y Mota bromean sobre el destierro de Inés, quien va a Véjer por vieja (1249-53); sobre el barrio
de Cantarranas, poblado de ranas (1270-72). En la misma vena se podría chancear que quien va
desterrado a Lebrija va porque es liebre cobarde.
Hasta este momento la infamia asociada con el destierro de don Juan se había mantenido en
el ámbito privado; pero con su elevación a conde de Lebrija el oprobio pasa al ámbito público. A
instancias de don Diego es llamado a presencia del rey, quien le investiría con el título de conde
de Lebrija, difamante honor que equivaldría a ser coronado como el mayor de los cobardes. Ello
explicaría su gesto de desesperada bravuconería que le lleva a acudir a la cita del muerto en pos
de una hazaña que le permitiese contrarrestar el oprobio público.
Propongo un posible guión. Don Diego y Catalinón, comprometidos moralmente por la con-
ducta de don Juan, conciertan una acción conjunta de castigo para salvaguardar su integridad, o
bien evitar su propia condena eterna, si se prefiere mantener una lectura escatológica. El trasfondo
compartido entre dramaturgo, espectador y personajes es el de la leyenda de la doble invitación,
de la que ya existían varias versiones ampliamente difundidas. En la obra se ha privilegiado, aun-
que no exclusivamente, la variante del «convidado de piedra» que tiene como marco la Iglesia de
San Francisco de Madrid, a la cual alude el rey, como guiño cómplice al público, al poner punto
final a la obra.
En un postrer intento de salvar a don Juan en su último retorno a Sevilla, Catalinón le presenta
un informe completo de la situación, proporcionado sin duda por don Diego. «¿Quién te revela /
tanto disparate junto?» (2319-20) inquiere un don Juan sospechoso de los conocimientos de su
criado y de su posible fuente de información. Don Juan rechaza la mano que Catalinón le tiende
y le propina un bofetón. Esta será la gota que colme el vaso. En Catalinón se opera un viraje. A
partir de aquí él será el director de escena de una farsa que acabará en danza, macabra. El será
quien guíe a don Juan a la iglesia concreta que alberga el sepulcro de don Gonzalo; quien le
invite a leer la inscripción; quien con mil argucias vaya sutilmente elevando su estado de ansiedad
neurótica. Don Juan, llevado a un registro metateatral, entrará en el juego de la fábula del con-
vidado de piedra desempeñando el papel de caballero; tirará de la barba al bulto y le invitará a
cenar. En la posada todos, criados y músicos, actúan. La representación culmina con la visita de la
estatua. Nada de lo ocurrido saldrá del recinto. Según don Juan, el servicio es un juego de hacer
y callar (1397-1405). Don Juan, quien conoce la leyenda fabulosa, lucha por rechazar los embates
de su imaginación; sale maltrecho de la contienda, pero todavía lúcido. Sabía que se trataba de
una ficción que solía acabar bien con la salvación del caballero. Además no acudiría a la cita sin
compañía: «id los dos» (2553), había ordenado la estatua.
Al día siguiente, recién investido de conde de Lebrija, aturdido y aterrado por la perspectiva de
la infamia que se le avecina, don Juan, bajo el acicate de las insidiosas insinuaciones de Catalinón,
acaba por entrar en la iglesia en un estado de gran confusión mental. Simulando tranquilizarle,
Catalinón le recuerda que no hay muertos amenazantes; que solo se trata de una estatua. Catalinón
continúa dirigiendo la farsa que comenzó en la posada; la representación de la leyenda no está
terminada. Catalinón retoma la trama y apunta: «Entre un fraile / con hisopo y con estola» (2813-14),

4
La idea de asociar liebre con cobardía y su representación en los Emblemas morales me ha sido sugerida por
Ángel M. García (UCL).

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...
368 PAULA JOJIMA

evocando el papel protector reservado a los instrumentos litúrgicos en algunas de sus variantes. La
coreografía de la posada se repite: músicos, cena, un embozado que hace de muerto y Catalinón
que desempeña el papel de gracioso con el que su apodo le identificaba. La puesta en escena
consiguió su cometido teatral: provocar una auténtica emoción. El miedo del sugestionable don
Juan era real.
D. Juan confunde, como lo hizo Tisbea, realidad y apariencia. En la hoguera de don Juan no
se repica a fuego, no se pide agua a gritos. Don Juan no está solo; espera, como de costumbre,
que intervenga Catalinón. Pero, al igual que en el caso de Tisbea, aquí no hay fuego que abrase
el cuerpo; aquí no hay más fuego que el de una mente alucinada. Don Juan muere de miedo,
presa de un paroxismo de terror en el que imagina que el apretón de manos del fingido muerto
representa el cumplimiento de su propio maleficio: «que a traición y a alevosía / me dé muerte
un hombre - (aparte) muerto» (2162-63). Muere consumido por su propia dolencia, por la perfidia
que cree reconocer en la mano del convidado de piedra. Ello en principio exonera a don Diego
y Catalinón que quizá no quisieron más que «apretar la mano»; es decir, propinarle una buena
lección.
La muerte de don Juan se inscribe como una variante más en el marco de la leyenda de
la doble invitación, de la que una versión portuguesa relataba ya el caso de un invitado que
muere de susto. Encaja también dentro de una corriente contemporánea de pensamiento médico-
filosófico de corte sico-somático. Uno de sus exponentes, Sabuco de Nantes, hacía hincapié en el
poder de la imaginación sobre la fisiología humana,5 subrayando el peligroso efecto de sorpresa
que en muchos casos, como el de un miedo repentino, podía causar la muerte. Avendaño, en su
tratado De metu,6 describe la consternación como un grado máximo de miedo que afecta sólo a
los pusilánimes, pasión mortal que surge frente a una amenaza extrema, como sería un peligro
de muerte inminente.
El miedo, pues, es la etiología del mal de don Juan. Un error de diagnóstico habría dado lugar
al nacimiento del mito de un don Juan arrojado que salva a Catalinón de las aguas y que muere
después en un enfrentamiento tan temerario como valeroso. En realidad, como he venido sugiriendo,
el valiente es Catalinón. Don Juan es una liebre timorata que muere de un miedo teatral.

5
Ferreras (2002), pág. 275
6
Dolores Pralón-Julia, «Una teoría del miedo en el siglo XVII: el De metu de Cabreros de Avendaño», Criticón,
23 (1983), págs. 35-48.

AISO. Actas VII (2005). Paula JOJIMA. «El burlador de Sevilla»: el heroísmo disc...

También podría gustarte