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EL TEMA DEL AMOR EN LA

LITERATURA

El amor ha sido y es motivo constante de la


creación literaria, así como también de muchas
otras manifestaciones de la cultura. Lo
encontramos tanto en mitos y leyendas de la
antigüedad, como en obras literarias
contemporáneas; en expresiones musicales,
pictóricas y escultóricas de distintas épocas,
como en textos filosóficos, en películas,
teleseries, en las letras de canciones, en fin, en
múltiples y diversos productos de la cultura.
Pero también, el amor constituye frecuente referencia en las conversaciones de los seres
humanos, en lo que ellos escriben suele decirse que casi sin excepción todos alguna vez
hemos escrito o un poema o una carta de amor o por lo menos una nota expresiva de ese
sentimiento.
El amor es también frecuente tema de nuestros diálogos interiores, de las confidencias
que se hacen entre amigos, de las consultas que reciben sicólogos, médicos o
especialistas en temas afectivos. Y es que el sentimiento y experiencia amorosos, en la
inmensa variedad de sus manifestaciones, son decisivos en la existencia humana,
expresión de anhelo de traspasar los límites de nuestra individualidad, de proyectarse en
el otro, de fundirse y ser uno con él.
El amor es una experiencia compleja que muchas veces resulta inefable, que se resiste al
análisis de la razón y que ha dado lugar, en el ámbito de la creación artística, a variadas
formas y modos de representarla y expresarla.
Como figura mítica, Eros y Cupido aportan algunos de los símbolos con los que se
sigue aludiendo al amor: arcos, flechas, ojos vendados, dardos, antorchas con los que el
travieso niño inflama el corazón de los mortales, concebido también, la cosmogonía
órfica, como la fuerza que emerge del huevo de la Noche infinita que al romperse da
origen al Cielo y la Tierra, el amor se representa como el centro del Universo, el núcleo
de la unidad, el principio de la regeneración y de la vida, una fuerza cósmica que lo
aglutina todo, un poder irresistible que puede conducir a los mortales a grandes
desastres o a la plenitud de la felicidad y de la realización personal.

Como tema literario, las obras de la tradición nos entregan las mil caras del amor, las
que corresponden a diversas variantes de los dos tipos o concepciones del amor que
dominan en la literatura amorosa de occidente: la del amor pasión o sensual y la de la
idealización del amor y del ser amado, ambos asociados a otros grandes temas literarios
como el tiempo, la finitud, la muerte, la trascendencia, el ansia humana de infinito y
trascendencia, la búsqueda de la unidad y la completación del ser, el anhelo de felicidad
y plenitud, la experiencia de la soledad, el dolor, el sufrimiento por la imposibilidad, la
ausencia, la separación del ser amado, en fin, toda la gama de aspectos y dimensiones de
la interioridad que se desatan y fluyen a influjos del sentimiento amoroso.

La literatura amorosa viene a ser así un asedio a esa compleja experiencia afectiva que
resulta tan difícil de expresar, que parece resistirse al poder de la palabra para expresarla
y que, sin embargo, ha producido algunas de las más hermosas y significativas obras de
la literatura universal. Algunas de ellas son materia de esta unidad y su lectura, además
de ponernos en contacto con la creación de grandes escritores y acceder al conocimiento
de obras clásicas de nuestra cultura, nos aproxima a una mejor comprensión de una
experiencia fundamental en la vida de todo ser humano.

EL TEMA DEL AMOR

1. El amor como tema constante de


la literatura y su significación como
expresión de dimensiones esenciales
de lo humano: la afectividad y la
relación con el otro.

2. Concepciones dominantes del


amor, la relación amorosa y el ser
amado en la tradición literaria
occidental:

• el amor sensual, la pasión


amorosa; la relación amorosa como
atracción y goce de la belleza
corporal, de la posesión y unión
física de los amantes;

• la idealización del ser amado; la


relación amorosa como vía que aproxima a la belleza, al bien, a Dios; el ser amado
como bello y noble objeto de devoción y culto.

3. Temas asociados al amor y algunos tipos de relaciones amorosas en la tradición


literaria occidental:

• correspondencia o reciprocidad del amor: el amor correspondido y el amor imposible;

• amor, tiempo, muerte: la transitoriedad del amor, asociada a lo efímero de la vida, y la


eternidad del amor, la fuerza que logra vencer incluso la muerte;

• amor y libertad: amor como privación de libertad (amor tirano, prisión, cadena), y
amor como liberación, plenitud, trascendencia, salvación;

• amor y palabra: la conciencia de la inefabilidad del amor y el valor expresivo del


silencio, de las miradas, de la gestualidad.

4. Algunos géneros y formas literarias preferentes, para la expresión del tema del amor,
tales como sonetos, odas, églogas, epigramas, en la poesía lírica; cuentos, novelas,
dramas; o géneros no literarios, como diálogos filosóficos, tratados o cartas,
confesiones, memorias, testimonios

5. El tema del amor como fuente de argumentaciones que proponen diversas


concepciones del amor, de la interioridad humana, de las relaciones con los otros y del
objeto de amor en diferentes épocas; los contextos sociales, histórico-culturales que dan
fundamento a la diversidad de visiones.
6. Géneros, formas métricas, estróficas, recursos de estilo y lenguaje, figuras retóricas
utilizadas preferentemente para la expresión del tema del amor en las distintas obras,
permanencia y variación de esas formas y recursos en obras de diferentes épocas.

EL AMOR COMO TEMA LITERARIO

El amor es un tema habitual de la literatura. Desde las


‘Serranillas’ del Marqués de Santillana hasta la poesía
de Ana Merino o Lauren Mendinueta, pasando por
Pedro Salinas, el amor es un tema constante en la
literatura. Quizá es ese sentimiento que a los
intelectuales, o los que pretendemos serlo, nos invade
más tiempo en nuestra existencia, en nuestra
capacidad de reflexión y en el ciego entendimiento de la vida. Me gustaría proponer que
se conjugue la capacidad de mezclar el amor con la poética literaria; es decir, que un
escritor o escritora, o un crítico (que no sea ese señor de la Complutense tan
renombrado y tan sinvergüenza), hable de la capacidad de llevar el amor a la literatura.
Por estos días yo me debato entre la melancolía y la plenitud filológica, dejando a parte
mi faceta política que, en tiempos de crisis, no sirve de nada como la de ningún otro
prócer. He empezado a analizar una reciente edición de ‘De los nombres de Cristo’, en
esa prosa maravillosa que tiene Fray Luis de León. Algo así echo de menos sobre el
amor, un estudio que aglutine la capacidad de amar que tenemos, con las meteduras de
pata que lleva aparejado el amor y la capacidad de plasmar ese sentimiento en la página
en blanco. ¿Verdaderamente amamos a quien amamos? Una de las más importantes
escritoras catalanas del siglo XX, Mercè Rodorera, amó a un hombre casado, sufrió por
ello, y por el desamor hacia su marido impuesto por la familia, pero plasmó el amor que
sentía hacia Barcelona y hacia otra persona con una intensidad desaforada. Es como el
título del poema de Pedro Arturo Estrada (que me llega a través de Lauren Mendinueta),
‘el rostro oscuro del amor’. Y es que yo pienso que el amor, aunque no se crea, tiene un
rostro oscuro; un lado vil y egocéntrico; una pura desafección de la amistad y una
erosión del alma. Quizá por eso, porque es nocivo a veces y también adictivo, nos llena
tanto y lo necesitamos plasmar literariamente. ¿Por qué no lo hace en uno de sus
artículos en prensa Fátima Fernández? Ahí queda. La literatura tiene que dar cuenta por
qué Dios, la Muerte y el Amor, así, con mayúsculas, es un tema recurrente, igual que en
la filosofía. Incluso el desamor, como en Bécquer, es importante motor de páginas de
versos. ¿Qué tendrá?

AMOR LITERARIO

La narrativa evoluciona por sucesivos, fallidos intentos


de alcanzar una concepción coherente del mundo.
Desde tiempos inmemoriales los protagonistas avanzan
hasta tropezar con su límite o iniquidad, hasta que un
proyecto de vida se deshace trágica, dramática o
cómicamente. De los que resultan en paradigmas
freudianos uno, Edipo, descifra el enigma de la Esfinge
pero comete parricidio e incesto; el otro, Narciso, se
suicida. El señor K. de Kafka choca con la arbitrariedad
del poder burocrático, el protagonista de Proust se afana por atesorar un instante de
extraño placer, el escribiente Bartleby, de Melville, con un simple "preferiría no
hacerlo" desmantela códigos de relación social, etc. etc. Pero al no ser filosofía ni
ciencia, la literatura es ajena a las reglas que organizan el saber.

La narrativa evoluciona por sucesivos, fallidos intentos de alcanzar una


concepción coherente del mundo. Desde tiempos inmemoriales los protagonistas
avanzan hasta tropezar con su límite o iniquidad, hasta que un proyecto de vida se
deshace trágica, dramática o cómicamente. De los que resultan en paradigmas
freudianos uno, Edipo, descifra el enigma de la Esfinge pero comete parricidio e
incesto; el otro, Narciso, se suicida. El señor K. de Kafka choca con la arbitrariedad del
poder burocrático, el protagonista de Proust se afana por atesorar un instante de extraño
placer, el escribiente Bartleby, de Melville, con un simple "preferiría no hacerlo"
desmantela códigos de relación social, etc. etc. Pero al no ser filosofía ni ciencia, la
literatura es ajena a las reglas que organizan el saber.

El investigador que desarrolla una disciplina suele valerse de la literatura para


descubrir o poner a prueba un interrogante acerca del acontecer humano. Luego, la
incógnita se mantiene: ¿Qué perdura? ¿El sistema de pensamiento o el acto creador
devenido obra? Me inclino por lo segundo, de allí que las puntualizaciones que se hagan
a partir de una obra -obviamente, también éstas- resulten provisorias; estamos en
libertad de sustituirlas por otras cuantas veces resulte oportuno.

El amor, al ser mentado genera una redundancia: puede ser el tema del que la
literatura se ocupe, pero la cuestión del amor es inherente a la escritura, a la producción
de una obra. Se trata de un acto más o menos solitario, en el que no obstante se apela a
otro, determinado o indeterminable. En lo que pareciera el colmo del solipsismo,
Rimbaud proclama su ser de ultratumba[1]:

He fermentado mi sangre. Me dispensaron de beber. No hay ni que pensar más en


ello. Soy realmente de ultratumba, y no acepto encargos.

Palabras redactadas en la mesa de trabajo que involucran al otro de la lectura, éste es


el “encargo” –resistido o no- del escritor. La escritura configura un par con la lectura;
nadie escribiría sin suponer la lectura potencial. En última instancia, lo que se espera del
lector es un acto de reconocimiento, que es de amor; también puede decirse a la inversa:
la espera de un acto de amor es, por tal, de reconocimiento. Aquí se juega algo fuerte,
porque puede alimentarse la ilusión de constituir un lugar “reconocido” y así algún día
figurar en una antología o en cualquier galería de personajes, cuando lo reconocible es
que todo amor porta la cifra del erotismo y como tal es nuestra parte problemática, para
la que no hay luz que sustituya el parpadeo de las frases sucesivas. Si el amor nos abre
los ojos hasta enceguecernos, eso mismo incita el ritmo disonante de los párpados que
genera intermitencias y con ellas libertad. Que no todo cierre clausura y ninguna fijeza
es libertaria.

Al poner el acento en la relación entre amor, erotismo y reconocimiento se vuelve


explícito un enigma. ¿Qué debe ser reconocido? ¿Quién reconoce qué? El problema del
sujeto, del destinatario y el asunto mismo abierto como un arco tensado entre dos polos.
El escritor procede necesariamente a solas, pero ésa no es soledad; la soledad es no
alcanzar el triunfo de la metáfora. Y si el amor se convierte en el tema manifiesto, el
enigma cobra un especial realce. El lenguaje amoroso es metafórico, el enamorado
tiende a la poesía. Su palabra pone en evidencia la distancia entre ella y el referente.
Según García Lorca[2], “no hay nada más
imprudente que leer el madrigal hecho a una
rosa con una rosa viva en la mano. Sobran la
rosa o el madrigal". La palabra de amor se
sostiene en ausencia.

Se produce esta paradoja: el enamorado tiene


muy claro a quien se refiere cuando escribe,
pero siempre habrá incertidumbre respecto de
qué refiere, qué dice con una palabra que delinea,
dibuja algo que para nada se corresponde con
un relato realista. Antes que eso, solemos
encontrar un culto al detalle: el énfasis en lo
profundo de una mirada, en lo sutil de una
sonrisa, en manos que son palomas ateridas, en la curva voluptuosa de una cintura, en la
suave ondulación del pelo.

Sorprende comprobar que el amor cultiva el encuentro, incluso la disolución de


los amantes en el acto que llamamos sexual, pero la palabra que rescata a su autor de la
soledad es ella misma solitaria, despojada. Abierta al vacío, genera un referente de
significado ambiguo porque es metáfora, en la que el escritor se reconoce a condición
de aceptar que su decir lo supera, literalmente lo descoloca.

La palabra de amor es de después, no puede soslayar lo que Freud supo al tomar


en cuenta que "el amor es nostalgia"[3], aunque en el después haya un durante, aunque
sea la alusión e ilusión de un futuro. Si el escritor es un amante apasionado, esa palabra
se desdobla, se posterga, posterioriza. De no ser así, lo postergado sería la escritura en
bien de renovar o mantener el encuentro efectivo de los amantes. El autor vuelve de la
inspiración y el trabajo de escritura con el sentimiento de ajenidad de quien ha
frecuentado un lugar extranjero, del que la obra es mapa o escorzo, y a veces la propia
escritura explicita esa excentricidad. Hablando de sus poemas, Alejandra Pizarnik los
llama "pequeños fuegos para quien anduvo perdida en lo extraño"[4].

Apollinaire escribe[5]:

Hoy recogí esta hoja de brezo

El otoño ha muerto recuerda

No nos veremos más en esta vida

Olor del tiempo hoja de brezo

Y recuerda que aún te espero.


Este poema generó otro, de mi pluma[6], que lo tiene por tema:

Olor del tiempo hoja de brezo

escribió Apollinaire

y leí, adolescente.

El otoño ha muerto, recuerda,

recuerdo

que Apollinaire escribía.

Hoy recogí esta hoja de brezo

comenzaba el poema

no nos veremos más en esta vida

decía en el medio

y recuerda que aún te espero

Apollinaire concluía.

Hoy recogí esta hoja del poeta,

sigo ignorante del brezo

no me importa a quien dejé de ver,

estimo cursi, redundante

el otoño ha muerto,

pero un olor de tiempo hoja de brezo

permanece,

me conmueve.

Esto parece dar la razón a Pizarnik cuando escribe[7]:

el centro

de un poema

es otro poema
el centro del centro

es la ausencia

en el centro de la ausencia

mi sombra es el centro

del centro del poema

El decurso de la letra remite a otra y esto es el sino de la literatura -el ejemplo


precedente tan sólo lo vuelve explícito-. Si Pizarnik tiene razón el centro del centro es la
ausencia, como ese olor hoja de brezo que ni sé en qué consiste pero en el poema de
Apollinaire me mueve. Tal vez el desasosiego de la palabra de amor ponga esto en
evidencia porque el amor apunta al centro y de allí la tendencia a que la belleza, la
estética sea un límite al caos y tal vez también por eso la busca de un reconocimiento,
de un retorno que salude el bordeado del caos que es la trama literaria y afirme al autor
en su cornisa. No hay algo inmortal, ni las obras maestras, a menos que así llamemos al
renovado despertar de las metáforas que cobran vida en la lectura como retorno de lo
que una y otra vez debe comenzar a ser.

Suele mencionarse, de modo descalificador, la condición obscena de cierta forma del


amor. Pero en sentido estricto la obscenidad es inherente a la palabra de amor, obscena
porque sin entrar en la representación de una escena su exiguo fundamento permanece
en la espera de Apollinaire o en la ausencia que conmueve en mi poema, exigiendo el
relanzamiento del factor pulsionante que alumbra metáforas que deben hallar su ritmo.
Obsceno, el amor se insinúa pero no hay forma de apresarlo. Cuando se produce la
parodia de su representación se cae en las antípodas de la obscenidad, en lo
absolutamente representable que es lo pornográfico.

Si la desgracia puede ser dicha largamente, la esquiva levedad del hallazgo poético es
una insinuación que cruza la escena, el pulsar que resistiendo al tiempo y a la prosa
vulnera la presa. Si por eso en el teatro de la vida, sea sobre el verde de un parque o en
la calle solitaria nos disponemos al encuentro, es preciso alertarse para renovar la
apuesta.

Y sabiendo de la calma insoportable, algo nos urge, nos impele a atrapar vientos
en el coraje de querer.

Atentos, alertas,
atentos a lo que interesa.

Para no cargar el peso

que sin quebrar tuerce los hombros

es preciso errar,

absortos en la espera.

Y si alguna vez

en las gradas de un teatro,

sobre el verde manso de un parque

o en la triste soledad de una calle

la voluntad dobla la bronca

la desazón o el tedio

preguntemos al mar

que todo dispersa

o al ave

que volando envuelve

o al tiempo circular

de lo dispuesto en revés

y ésta será la respuesta:

es preciso estar alertas

y atrapar vientos

en el coraje de querer.

[1] “Vidas III”, en Iluminaciones. La Biblioteca de Cristal (Edición limitada y


numerada. Libros de autor), Madrid, 1994.

[2] “La imagen poética de don Luis de Góngora”, en las Obras completas, pp. 76 y 77.
Aguilar, Madrid, 1955.
[3] “Con frecuencia hombres neuróticos declaran que los genitales femeninos son para
ellos algo ominoso. Ahora bien, eso ominoso es la puerta de acceso al antiguo solar de
la criatura, al lugar en que cada quien ha morado al comienzo. ‘Amor es nostalgia’, se
dice en broma, y cuando el soñante, todavía en sueños, piensa acerca de un lugar o de
un paisaje: ‘Me es familiar, ya una vez estuve ahí’, la interpretación está autorizada a
remplazarlo por los genitales o el vientre de la madre. Por lo tanto, también en este caso
lo ominoso es lo otrora doméstico, lo familiar de antiguo...”. Lo ominoso. Tomo XVII,
p. 244. Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1979.

[4] “El poeta y su poema”, en Prólogos a la antología consultada de la joven poesía


argentina. Alejandra Pizarnik: Obras completas. Poesía completa y prosa selecta.
Corregidor, Buenos Aires, 1993.

[5] “El adiós”, en Alcoholes. Assandri, Córdoba, 1958.

[6] “Olor de tiempo hoja de brezo”, en Es preciso estar alerta. Typos, Buenos Aires,
1997.

[7] “Los pequeños cantos”, en Textos de Sombra y últimos poemas. Obras completas.
Ibíd.

EL AMOR EN LA LITERATURA: DE LAS


JARCHAS A NUESTROS DÍAS

Uno de los grandes temas que ha motivado a los


artistas de todos los tiempos ha sido el amor. Tal vez
sea su intemporalidad la que hace de éste, un tema
recurrente que nunca pasa de moda. Y todos los
autores, ya se dediquen a la escritura, a la pintura o a
la escultura, siempre tendrán entre sus obras alguna
de temática amorosa. Además, al tratarse de un tema
familiar para todas las personas, pues siempre se tiene
algo que decir al respecto, siempre gozará del favor
popular, ya que todo el mundo podrá interpretar
según sus propias experiencias lo que el autor quiere expresar, llegando a conclusiones
que satisfacen en mayor grado el ansia de conocer el significado por parte de los
receptores de la obra, algo que no sucederá si se trata de un tema profundamente
especializado del que sólo unos poco tienen conocimiento.

Sin embargo, el arte se construye a partir de una realidad, siendo únicamente el reflejo
subjetivo de una percepción humana. Así, cada artista en principio lo que plasmará en su
obra será su modo de sentir y de concebir el mundo. La obra artística sería por tanto el
cristal a través del que el autor ve la realidad, para mostrárnosla bajo una forma
concreta, resaltando lo que quiere hacer ver, y omitiendo aquello que le parece menos
importante. De este modo, para entender la relación que une a los sentimientos del
artista con su obra, nos vemos en la obligación de intentar explicar el vínculo real entre
ambos factores.
Para comprender la unión entre el producto creado y el sentimiento que impulsó al
artista debemos tener también en cuenta el sistema de creación del arte. Nunca se crea
mientras se siente, es decir, que toda obra motivada por un sentimiento ha de ser creada
a posteriori, como fruto del recuerdo. Mientras el artista siente no puede emplear
docenas de horas en realizar su obra, ya que eso le impediría sentir con plenitud y
realizar algo más que un ripio espantoso fruto de un estado de ánimo en el que la visión
artística se ve distorsionada por la sensación interna que causan las diferentes
emociones. Por tanto, una obra de temática amorosa no se construye mientras se ama,
sino cuando la mente está lo suficientemente despejada para ser capaz de imaginar una
fantasía a partir del recuerdo de ese sentimiento.

Además de este distanciamiento entre el sentir verdadero y la obra creada debemos


destacar otro factor de suma importancia. El artista es el dios creador de sus obras, y por
tanto tiene poder para hacer del material originario una obra de arte. Es por eso que el
tema no tiene por qué tener relación directa con lo que el autor haya sentido, sino que
puede utilizar cualquier aspecto de la vida como un medio más para llegar al fin que
busca, que puede ser la emoción del público, la expresión de sus ideas, una sátira social
o ganar dinero, pero no debemos pensar en ningún momento que cada obra es el reflejo
de los sentimientos del autor. Así que el hecho en sí de que se tome el amor como tema
principal en la creación artística, no quiere decir que la obra esté motivada por este
sentimiento. Y como ejemplo podríamos señalar los hermosos sonetos de Quevedo a
Lisi, cuando es conocida por todos su misoginia.

De todo esto se deduce que en realidad el amor, del mismo modo que el odio, el dolor o
el placer, está bastante poco presente en la construcción de la obra. Todo se reduciría a
la representación de una realidad subjetiva, en el mejor de los casos. Nada tienen que
ver los sentimientos del arte con los de la realidad. El arte es una artesanía construida
por el hombre, que se impregnará de su estilo, mientras que los sentimientos son igual
para todas las personas. No obstante, los receptores de estas obras, mediante muchos
siglos de producción artística, han adoptado una serie de convenciones que les ayudan a
reconocer símbolos, de modo que reconocen un tema mediante unas imágenes que se
han tomado como pertenecientes a un sentimiento concreto. Por ello, si leemos en un
poema del Renacimiento que una mujer es blanca como el nácar, delgada cual junco y
con los labios rojos como la grana, siempre la imaginaremos hermosa, y nunca
pensaríamos en una mujer completamente enferma y vomitando sangre, algo que sin
duda le reportaría ese estado más propio de una tísica que de una mujer fatal.

Este tipo de convenciones nos ayudan también a interpretar los códigos en los que se va
escribiendo la vida. Sería más o menos un caso similar al del sabor a fresa. Se trata del
sabor de una fruta que todo el mundo ha probado y que se reconocería fácilmente. Pero
que el resto de productos que hay en el mercado que se dicen con sabor a fresa, nada
tienen que ver con el sabor original, sino que se trata de una convención social en la que
todo el mundo acepta ese sabor artificial de fresa, como si fuera el verdadero sabor de la
fruta. Por eso, ambos productos saben a fresa a pesar de las abismales diferencias e
intentar llegar a conocer el amor por medio de las poesías de Bécquer sería un error tan
grave como afirmar que se conoce el sabor de las fresas naturales por haber comido un
chicle de ese sabor.
Pero la función del arte no está sólo reservada para los grandes eruditos que sepan
entenderlo, sino que mediante su análisis podemos ver también la evolución en el modo
de concebir el amor y las relaciones humanas a lo largo de la Historia. Y si no, podemos
comparar esas marmóreas esculturas de Apolo y Dafne, viviendo su amor divino en los
jardines del Olimpo, con las “Marilynes” de Warhol, otro tipo de diosa que se repite
constantemente en diferentes colores, haciendo burla de las blancas gasas que envuelven
a los dioses. Y es sin duda la sociedad la que hace que cambie el modo de concebir y de
disfrutar del amor.

Para comprobar el reflejo de la evolución de este modo de sentir a lo largo de los


tiempos, se puede tomar una pequeña muestra literaria de cada siglo, a fin de demostrar
que el estilo en la escritura no es una cuestión exclusivamente de modas, sino que la
cultura del autor también influye, pudiendo llegar a verse el modo de amar y las
costumbres amatorias de las personas a lo largo de los siglos. A continuación haremos
un repaso extremadamente general por la literatura hablando de un modo muy breve de
cómo pueden interpretarse las características literarias del momento. Lejos de pretender
ser una enciclopedia de literatura, lo que aquí pretendo es ofrecer al lector en un breve
espacio como un patrón por donde se pueden empezar a cortar las piezas. En realidad, si
se quiere, no se trata tanto de un análisis literario de los sentimientos, sino más bien lo
contrario, una exposición del modo de sentir mostrado en la literatura. De ahí que los
pormenores sobre autores u obras concretas queden reservados para las grandes obras
que se dedican exclusivamente a ello.

Como punto de inicio en este minúsculo recorrido podemos ver por ejemplo las jarchas,
donde es posible encontrar poemas de alto contenido sexual en todas las variedades
posibles, porque el amor y el sexo se tomaban de un modo mucho más natural que en
siglos posteriores, en los que el tiempo cambió a toda la sociedad, y la política y la
religión coartaron estas libertades sexuales intentando llevar a todos por el camino de la
decencia y la castidad. El mundo se centró en las cortes de cada señor, y las grandes
nobles se convirtieron en una especie de mitos eróticos de la época. Y si a ellas iba
destinado el verso, no se podían decir ordinarieces ni deseos explícitos de mantener
relaciones sexuales, sino que todo era corrección, romanticismo y resignación,
sometidos a una métrica que de tan exacta como es, se convertía el gélida. Con este
cambio se dejaron de escribir versos homosexuales o de contenido erótico y las
manifestaciones artísticas se convirtieron más en alegorías, metáforas y platonismo, ante
la imposibilidad de manifestar abiertamente el deseo sexual. Igualmente podemos
suponer que el amor se vivía de un modo menos social, en el que ritos como el
matrimonio tuvieron mucha importancia a fin de vivir sin pecado, y que el amor se vivía
con muchos más tabúes que en los siglos pasados. Por eso podemos encontrar en
Góngora versos alabando el dedo de una dama, portador de un anillo que al intentar
sacar pincha el dedo de una joven. Todo son musas y deidades incorpóreas o
inalcanzables, que hacen de toda la poesía amorosa del Siglo de Oro una recopilación de
figuras retóricas que embellecen versos con un contenido tan vacuo como el del poema
de Góngora, pero que en su forma de ser dicho se convierte en una joya amorosa. Y no
depende del conceptismo o el culteranismo, ya que Quevedo, enemigo acérrimo de
Góngora y perteneciente al conceptismo, utilizaba también estos recursos con la misma
asiduidad. Y además, entre su hábeas de poesías podemos encontrar también un soneto
de esta temática que comienza con el famoso verso “En breve cárcel traigo aprisionado,
con toda su familia de oro ardiente...”
Posteriormente vemos cómo el amor va evolucionando con los tiempos hacia otras
posturas más liberales y menos etéreas. Los sentimientos son humanos, y por ello deben
vivirse de otro modo más terrenal. Por eso, en las obras de teatro del s. XVIII, vemos
temas que se repiten una y otra vez como el matrimonio de una hija pactado por la
madre contrariando a los verdaderos sentimientos de la chica. Es una visión del mundo
mucho más fría, pero también más real, ya que la sociedad funcionaba así, y el amor
estaba sólo reservado para aquellos que eran de la misma clase. El matrimonio se
convirtió en una especie de punto de inicio. Primero había que elegir a un buen partido,
para que después se pudiera llegar a amar a la otra persona. Por eso eran tan frecuentes
los matrimonios de muchachas jóvenes con hombres viejos. Tal es el caso que se refleja
en El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. Aunque no debemos
engañarnos ni recubrir el modo de pensar de este siglo con unos aires de modernidad
que en realidad no existían, ya que la sociedad era bastante machista desde nuestra
perspectiva, y por tanto la mujer poco tenía que opinar en aquellos arreglos
matrimoniales. Prueba de ello es que no hay obras destinadas a la infidelidad o
desobediencia de las hijas, a no ser que tenga un fin a gusto de todos, mientras que
podemos ver otras, como El arte de las putas, de Moratín también, pero esta vez el
padre, en las que se hace una especie de catálogo de las prostitutas de la época, con
salarios y mañas particulares, que es en definitiva una obra de hombres para asegurar el
divertimento de otros hombres.

Pero después la situación experimentó un cambio y en un movimiento que surgió como


bastante reaccionario el amor se superpuso a los demás valores, dentro de una
exaltación de la libertad individual. Se trata del Romanticismo, movimiento
perteneciente al s. XIX. En esta época el amor se vivió con mucha más intensidad,
dando lugar a conflictos familiares, si los jóvenes se negaban a contraer matrimonio al
estilo del siglo pasado. Pero esta situación primera, pronto se convertiría en una pose
completamente artificial que se recreaba en lo macabro, en las sombras, la muerte y los
suicidios, olvidando ya los ideales de libertad individual por los que surgió. En este
ámbito la poesía amorosa se convierte en algo mucho más pasional, y carente de
adornos innecesarios para decir únicamente lo que se desea expresar. El amor cobra
intensidad y deja de ser algo vivido entre los dioses para convertirse en aquello que hace
dioses a los humanos. Los sentimientos se expresan de un modo más directo, sin miedo
a obtener represalias posteriores. El amor se siente de verdad como tal, y no como una
obligación. Así podemos encontrarnos también con casos de amantes que se escapan de
sus hogares para ser felices, que se enfrentan a las normas de sus padres, que llegan
incluso a matar por conseguir sus propósitos, y todo ello con una forma estética
altisonante y tremendista.

Posteriormente, el Realismo otorgó un toque de serenidad a los sentimientos, y se


centraba mucho más en las introspecciones internas de las personas, dejando a un lado
todo lo accesorio de la época anterior. Son relaciones menos idealistas, donde hay
también infidelidades, hijos secretos, amor no comprendido, y matrimonios de
conveniencia. Pero por primera vez se toma conciencia del nombre de las relaciones
entre la gente, llamando a cada uno por su nombre, aunque no sea lo políticamente
correcto. Todos estos triángulos los podemos ver en obras como La Regenta, de
Leopoldo Alas “Clarín”. En una obra de semejante envergadura, todas las reflexiones
internas de los personajes nos hacen ver el modo de sentir las relaciones de este siglo,
que aunque siga teniendo matrimonios de conveniencia, el aparato psicológico que esta
situación conlleva no se obvia, sino que sirve también de crítica.
Pocos años después de estos tormentos interiores, en los albores del s. XX la sociedad
sufrió un cambio tan brutal que comenzó a divertirse bajo cualquier pretexto y vivió la
vida mucho más intensamente. Así que es lógico pensar que las novelas eróticas
proliferaron mucho más y se extendieron con más rapidez que en tiempos anteriores, ya
que a veces la literatura erótica tuvo malas rachas (aunque no dejara de existir nunca). Y
en esos primeros años donde las libertades eran algo patente, la poesía homosexual
volvió a tener algún representante. Cada autor creaba su obra en el estilo que deseaba
con el tema que le placía, aunque con ciertas cortapisas, ya que la intelectualidad
femenina y su completa igualación al hombre seguía siendo una utopía.

Después la evolución siguió su curso natural avanzándose hacia un modo de pensar


completamente abierto en el que cada persona estaba en su derecho de vivir la vida a su
manera. Pero los totalitarismos europeos masacraron esta concepción, y durante las
grandes guerras del s. XX el amor se vivía como se podía, entre balas y necesidad. El
arte no plasma esta situación, ya que estaba al servicio de unas ideologías determinadas
que coartaban la libertad creadora de los artistas.
En los años posteriores, el arte en general se convirtió en algo convencional y nada
trasgresor. Era un pasatiempo que ayudaba a olvidar la penosa situación en la que
muchos países se encontraban. Así que el amor se vivía en unas familias
convencionales, unos noviazgos convencionales y se tenían hijos convencionales,
porque era lo único que se podía hacer. La diversión sexual, las relaciones múltiples o la
homosexualidad ante la imposibilidad de desaparecer, adoptaron un papel silencioso.
Nadie hablaba de aquello que no se podía hablar. Con lo que es de suponer que la
producción artística referente al amor se limitaba a poemas garcilasistas, pero mucho
peor escritos, a panfletos políticos, a alabanzas a la familia, a Dios, a los hijos, al amor
mitológico nuevamente y, en definitiva, a dar más vueltas a los temas clásicos que no
reportaban ningún problema.

Sin embargo, por más que se intente impedir, el tiempo pasa haciendo morir a la gente,
a la buena y a la mala, y con ellas, el miedo, la represión y el silencio. Así que tras un
largo período de experimentación de nuevas formas poéticas, reflejo de las nuevas
tentativas amorosas y sexuales que se estaban llevando a cabo, hoy nos encontramos
con un ambiente de libertad, en el que cada persona es consciente de que se puede
enamorar de cualquier otra persona y que no hay nada malo en ello. Y el arte refleja esta
nueva situación con producciones impensables en siglos anteriores, por muy liberales
que fueran, en las que se defiende que no hay nada más hermoso que el amor sincero, y
que aspectos como la religión, la nacionalidad o el sexo deberían ser algo secundario.
Parece que al ritmo que lleva la sociedad actualmente, en unos pocos años se podrá
gozar de la libertad de amar a quien se quiera, sin que suponga un motivo de vergüenza
o desaprobación social. No obstante, a pesar de que la velocidad a la que evoluciona la
sociedad es vertiginosa, muchas relaciones humanas siguen siendo objeto de risas, que
vienen más por la desinformación y el modo de pensar del que aún somos herederos,
que porque verdaderamente se piense que ese modo de vivir el amor es algo negativo o
ridículo. Pero qué vamos a hacer, no podemos cambiar el mundo de la mañana a la
noche. Así que sólo podemos permanecer con la esperanza de que llegue el momento en
que todos puedan vivir su amor en libertad, sin miedo a la opinión pública, que aceptará
cualquier relación como buena, si es fruto de lo mejor que un ser humano puede
experimentar, que es sin duda el amor.Escuchar, y recitar o leer en voz alta textos
literarios –preferentemente líricos– de distintas épocas, cuyo tema central sea el amor.

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