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Diciembre 2017
Ruth Morales
Cambio de Realidad
Por Ruth Morales
Nº 2. Diciembre 2017. España
© Ruth Morales
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El equipo de C~instinto
CONTENIDO
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PP
Cuando oímos hablar de crisis, muchas veces no gas- En realidad, la
tamos ese dinero que tenemos por miedo a que luego crisis se origi-
no tengamos ingresos, a que pase algo en nuestro país na gracias
o, quizá, a que ocurra algo en el mundo entero. siempre a un
efecto rebote
La vida es un ir y venir en una noria, una vuelta tras que, de no ha-
otra que siempre se repite y que, curiosamente, el ser ber tenido re-
humano vive como si fuera la primera vez, sorpren- bote, no se
habría origi-
diéndose ante lo ya vivido y conocido y siempre ha-
nado nunca
ciendo caso a lo que los medios de comunicación le di-
cen, como si la noticia fuera inaudita.
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Es cierto que gastar dinero por gastar, sin necesidad alguna, es un derroche
que hacemos desde un estado de carencia. Las empresas nos crean necesi-
dades o ensalzan las que ya tenemos convirtiéndonos en deudores de “lo
que no necesitamos para vivir y disfrutar de la vida”: el mundo de las
tendencias, de la moda y del ocio son un claro ejemplo de este hecho.
No pasa nada, ya que todos tenemos que comer y que vivir y además, todos
generamos necesidades en nuestro entorno (amigos, familia, trabajo) y a
todos los niveles, a la vez que consumimos las que nos generan otros.
Y eso es la historia del dinero, ni más ni menos, mejor o peor contada pero
esta es su historia.
Por ejemplo:
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Sin embargo, yo soy una defensora de vivir según nos guste y con disfrute y
no dejar de disfrutar porque haya una crisis o porque tengamos menos di-
nero.
Disfrutar no es caro, solamente tenemos que saber qué es eso que nos hace
sentir muy bien y que seguramente tenemos tan cerca que no le hemos
prestado atención alguna.
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Las personas a veces nos privamos de cosas que nos podemos permitir
mientras que otros viven una vida que no se pueden permitir.
Con una actitud de que sí se lo pueden permitir mientras el resto del mun-
do los critica por vivir por encima de sus posibilidades.
¿Acaso lo que hacen estas personas te afecta?
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Lucía y Mario quieren comprar una casa un poco más grande de la vi-
vienda en la que ahora viven. No tienen hijos y les gustaría tener espacio
para sus placeres. Mario dirige su propia empresa de tres empleados y Lu-
cia trabaja por cuenta ajena. A Mario le gustaría tener una habitación solo
para él, que signifique su sala de operaciones, provista de todos sus apara-
tos de última tecnología, su mesa de trabajo con el ordenador y un espacio
para oír música y ver cine, una de sus pasiones. Al mismo tiempo, le gusta-
ría tener una bicicleta estática en ese cuarto además de una bicicleta elípti-
ca.
A Lucía le gustaría tener un cuarto de baño para ella sola, con plato de du-
cha-masaje además de una bañera jacuzzi para relajarse en ella tras su jor-
nada de trabajo y durante los fines de semana en los que no tienen ninguna
cita con amigos o familiares.
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Para contrarrestar tanta buena suerte, estas personas tienden a hacer ver a
sus hijos la miseria del mundo —como si el tener dinero fuera un mal por
el que estás obligado a pedir perdón toda la vida—, o bien se hacen volun-
tarios de cualquier causa ajena, sin prestar muchas veces atención a la ne-
cesidad de su vecino más próximo.
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En esta gran ciudad la vida se acorta o, tal vez, va más veloz y esos momen-
tos de goce se dejan para el mes de vacaciones, durante el cual simulas ser
otra persona, imitando lo que fue el año anterior y pensando con temor en
la vuelta a la rutina.
Había perdido la costumbre de salir con sus amigos, de romper con los há-
bitos del día a día y una invitación como esta la sacaban de su burbuja en la
que se sentía segura y satisfecha.
No obstante y animada por su más íntima amiga, salió en busca de algo que
ponerse esa noche de cena, aunque con bastante poca gana o más bien, sin
importarle si conseguiría gustarle la moda de la nueva temporada.
Se dirigió a una gran tienda en donde la música sonaba tan alto que casi
entró hipnotizada, sin voluntad propia, como si alguien, a lo lejos, la mane-
jara desde un control remoto. Se dispuso a mirar los percheros de donde
colgaban aquellas preciosas prendas deseando ser usadas.
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Tres horas antes, un joven estudiante sacaba a seis perros a pasear, bien
atados todos, cada uno de su dueño, trabajo que hacía en su tiempo libre
para ganar un dinero extra mientras acababa su carrera universitaria. Sus
padres estaban orgullosos de él, tanto casi como sus abuelos paternos,
quienes elogiaban a su nieto como la persona más buena y responsable del
mundo. Mañana será un ingeniero.
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El gran danés, harto del trozo de mierda que aún le quedaba en el hocico,
se acercó al vestido verde satén, restregándose en él hasta que se lo limpió.
Luego y de manera tan pausada como siempre, los dos abandonaron el re-
cinto: el perro y la señora elegante.
Era el único que quedaba y además, era de su talla, detalle que ella tomó
como una gran señal de que ese era el vestido para esa noche.
Siempre le habían dicho que ese tono le sentaba bien y una luz vino a hacer
brillar su cara, como si se hubiese hecho dar un tratamiento facial de cho-
que luminoso.
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Esa noche ella brilló con luz propia, con el vestido verde satén recién com-
prado, mientras sus amigos la elogiaban con piropos, por lo guapa que es-
taba.
Maldijo las sillas sucias de la terraza del bar chill out en donde habían aca-
bado la noche, tomando unos cocktails.
“Se lo diré a mis amigos para no volver a ese sitio”. Se dijo a sí misma un
poco disgustada, aunque la noche inolvidable no se la arrancaría nadie ni
nada de su corazón.
“Yo, que tengo dos perros y siempre cuido de lo que hacen, a los que vigilo
de cerca para no molestar a nadie y los dueños de ese bar te cobran un
dineral por un cocktail, cuando no limpian las sillas en donde seguramen-
te un niño se habrá hecho caca encima.
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Si hubiera que poner un título a estos primeros años del siglo XXI, como
si de una película se tratase, este incluiría, sin duda alguna, la siguiente pa-
labra: seguridad.
De repente, los carceleros, quienes tienen las llaves de las puertas del re-
cinto, imponen unas normas que restringen la acostumbrada “libertad” de
los presos: nosotros. Ya no podemos pasear tranquilamente por el recinto
carcelario, hay que pedir permiso, dado que no puede haber aglomeracio-
nes en el patio o en las zonas comunes.
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EL CONCEPTO DE LO BELLO y
DE LO CORRECTO
TAMBIÉN
ESTÁ en TENDENCIA
Pero a otras tantas personas, esa escena se les antoja divertida, de costum-
bres de pueblo que se extendieron a barrios de ciudades medianas y gran-
des, por eso de lo del éxodo rural, en busca de un trabajo en la ciudad.
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RESIGNIFICANDO LA VIDA
Colección atemporal “la vida es bella”, de Paqué Pensat
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TÚ ERES TU PREMIO
Colección Guinnes “Agarra tu premio”, de Josué Specialle
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LA NECESIDAD DE CAMBIAR
CUANDO NO HAY NECESIDAD
Hoy miro atrás, tan solo hace tres años y veo al hombre que era, jovial,
alegre, divirtiéndose con sus amigos cuando nos íbamos de copas, viendo
mis películas favoritas, las de ciencia ficción y las de suspense, tratando de
rodearme de mujeres que me gustaran, liándome con alguna que quisiera
liarse conmigo, viajando y trabajando alegremente, ya que tuve la gran
suerte de trabajar para la empresa que me dio la oportunidad de ejercer mi
profesión hace dieciséis años, en la que me he formado notablemente y por
tanto, he ascendido de puesto, convirtiéndome en líder de un equipo de
veintidós personas a mi cargo.
Tuve una infancia feliz, podría decir. Si tuve problemas, fueron estos pro-
blemas comunes, los de todo el mundo. Mi familia era normal, siempre
muy unida y casi nunca hubo discusiones en casa, excepto en una ocasión
en la que mi padre llegó un poco borracho a casa después de haber estado
celebrando algo con unos amigos y mi madre se enfadó muchísimo.
Creo que estuvieron casi 15 días sin hablarse y eso que a mi madre le en-
canta hablar.
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Eso es lo único que recuerdo como un paréntesis en lo que era una vida sin
sobresaltos, de clase media pero sin problemas económicos y sobre todo,
recuerdo la diversión que siempre había en casa pues mis padres gustaban
de celebrar cosas y abrían las puertas a amigos, conocidos de mi familia y
vecinos.
En fin, que me eduqué de manera abierta y sobre todo, con alegría de vivir.
Tuve parejas pero más bien de manera superficial, excepto con una, cuya
relación duró 2 años. Luego, me contenté con vivir solo y disfruto mucho
de esa libertad de acción, de la cual otros hacen una depresión o un mal vi-
vir.
Estos módulos duraron tres meses en los que, como jefe de un equipo, me
enfrasqué a estudiarlos y seguirlos como si hubiese vuelto a la universidad.
Había algo en esa información que me atraía sobremanera y por ello, deci-
dí investigar más sobre el asunto. Sobre todo, me impuse observar más mis
emociones y mis pensamientos.
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Seleccioné bien lo que leía y lo que veía en la tele y tiré todos esos objetos
sobrantes en casa que no estuvieran en armonía con la persona en la que
me estaba convirtiendo.
Dejé de salir con mis amigos, dado que abandoné el alcohol y los sitios
atestados de gente, los cuales bajaban mi nivel energético. Cambié mi ali-
mentación, comprando comida más ligera o semillas que tienen un alto
poder energético.
Fui más flexible de lo que había sido hasta ese momento en mi trabajo,
permitiendo que los otros fueran ellos mismos, lo cual me trajo muchos
problemas por parte de la Dirección, quienes me advirtieron que, si seguía
así, se verían obligados a descenderme de puesto.
Yo viví esa situación con cierto orgullo porque era justamente la respuesta
que esperaba de esta sociedad en la que solo se piensa en el poder y en el
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Mis lecturas cambiaron y comencé a comprar libros para el alma, que lle-
naron esas horas de soledad que comenzaban a impregnar mi día a día.
Paseaba todos los días por zonas verdes para elevar mi nivel energético y
me hice dar tratamientos para lograr la armonía de mi organismo, los cua-
les me produjeron unos síntomas que el terapeuta convino a decir que se
trataba de que estaba liberándome de toxinas y de toda la carga emocional
que había estado bloqueada hasta ahora.
Fui a una terapia de grupo, meditativa y acabé llorando no sé por qué ra-
zón. Lo que sé es que fue contagioso, pues todos llorábamos a moco tendi-
do, mientras algunos gritaban y otros solamente gemían.
Miraba a las mujeres con recelo pues, a pesar de tener ganas sexuales, no
quería tener relaciones con ninguna, pues no encontré a nadie en mi mis-
mo nivel vibratorio.
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Hoy, tres años después, tengo la sensación de haber envejecido diez años
de golpe. Sufrí un infarto y lo que hizo que reflexionara fue el hecho de que
el infarto en sí no me había producido tanto miedo como el hecho de que
me sorprendió el haberlo tenido, justo ahora que me estaba cuidando tan-
to, amando mi alma.
Hoy me siento triste por haber escogido un camino que no era el mío y to-
do fue por aquellos módulos que removieron cosas en mí.
En realidad fue por creer que aquellos módulos guardaban una verdad.
Y hoy me pregunto el por qué llegué a eso pues no tenía necesidad alguna
de haber acometido un cambio en mi vida ni en nombre de Dios, ni de la
verdad ni del dichoso empoderamiento ese, así como de esa necesidad de
buscarse a uno mismo, ya que me di cuenta de que, más buscas, más lejos
estás de encontrarte. Eso me pasó a mí. Me alejé de mí mismo.
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Se sentó al fondo, donde pudiera tener la visión general del espacio, al lado
de una ventana enorme desde la cual podía ver a la gente en la calle, los co-
ches pararse en el semáforo y la vida de una ciudad mediana, como era esa.
Se sintió contento y satisfecho por ese libro que ese mismo día comenzaría
a escribir. Abrió su ordenador después de haber pedido un café con leche
caliente, dado que se encontraba en el mes de enero y afuera, en la calle, la
temperatura rozaba los 5 grados.
Observó.
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Una pareja había entrado en la cafetería, con un bebé en un carrito. Sus ca-
ras dejaban entrever el cansancio de tener ese invitado menudo en casa. A
los cinco minutos, el bebé comenzó a llorar. La madre movía el carro mien-
tras hablaba con su pareja, el supuesto padre del llorón.
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iba a marchar, pero no lo hizo. Solo refunfuñó para sus adentros, ahogán-
dose en la rabia contenida y tragó su infusión con mala gana, como si esta
tuviera la culpa de su malestar.
Más allá, el joven escritor vio a dos mujeres y a un hombre con dos niños
que desayunaban como si hubiesen estado en ayunas durante semanas. La
mesa estaba repleta de servilletas, cucharas manchadas de zumo o café
desparramadas por ella para ayudar a que esta fuera un estercolero en lu-
gar de un lugar donde posar los vasos y comida y demás enseres, aparte de
los brazos de las personas.
Uno de los niños escupía la comida, la cual acababa en uno de los platos en
donde había un pan a modo de tostada a punto de ser comido. El otro daba
patadas por debajo de la mesa mientras los tres adultos le sonreían porque
comía muy bien y estaba bien sano.
Unas mesas más allá, una pareja de ancianos retenían al camarero, con-
tándole sus últimos pesares y dolores pues cerca del lugar se encontraba un
centro de salud y a todas luces, de ahí venían tras haberse hecho una analí-
tica de sangre y orina, seguramente.
Sus padres les decían que comieran, mientras uno de ellos no cesaba de dar
patadas debajo de la mesa, cada vez con más crudeza.
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Empezó a teclear, agitado por una excitación amorosa dentro de él, que se
expresaba a través de sus dedos.
En ese momento, uno de los camareros encendió los dos televisores que
adornaban dos paredes de la recién inaugurada cafetería para poner las no-
ticias, no fuera que los clientes se quejaran.
Subió el volumen y nadie calló, más bien, las voces de los clientes se torna-
ron en gritos para poder comunicarse entre ellos.
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El único que se calló fue el bebé, quizá dormía ya de tanto cansancio o bien,
se calló por pura educación para dejar que los adultos se informaran de
cómo va el mundo.
Historia del
desamor
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ESTAR EN PAREJA
PUEDE ENTORPECER LAS
RELACIONES HUMANAS
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A todos nos gusta que nos digan que somos únicos y especiales, y de hecho,
hay una semilla individual en cada ser humano que, de no ser manifestada,
se queda en eso: en una semilla.
Lo que sí crece es lo que compartimos con otros, las ideas, las tendencias y
otras formas de comportamiento y eso es igual a decir que “imitamos”
aunque sea de manera inconsciente.
Eso está bien para el orden social pero muchas veces, no encaja con nues-
tra forma de ser o de sentir de la vida.
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Sin embargo, el mundo te está gritando que eso es normal y que hay
que ceder y sobre todo, que hay que ser tolerante.
Una palabra que nos gusta porque nos hace sentir que tenemos el
poder de elegir, como aquel que va a votar alegre porque siente
dentro de sí mismo el poder de su propia decisión impreso en una
papeleta anónima, poder grandioso que, junto a otros votantes, po-
dría cambiar el rumbo de un país.
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Veamos las situaciones que pueden surgir a partir del mundo de las rela-
ciones de pareja con respecto al mundo exterior, amén de las ya dichas:
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Extracto del cuaderno “¿Por qué no funcionan las parejas?”. Ruth Morales
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EL ALFABETO A GRITOS
Por la Doctora Licenciada Doña Alegría Descomunal García
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Amén.
Esto es atentar contra una naturaleza que, de haberla dejado actuar, habría
hecho que todo fuera normal, dulce, sutil, haciendo que la mujer se acaricie
suavemente ahí donde le puede dar placer y no esperar a ser acariciada al-
gún día por su amante, al que sin duda tendrá que decirle, en un momento
que requiere de silencio, el tan famoso pero íntimo enunciado:
Esto ocurre en el mejor de los casos, en el caso de que la mujer conozca sus
puntos de placer porque, bien es sabido que algunas mujeres quedan a la
espera de que su amante siga por el camino que, con toda su buena volun-
tad, tomó, por si acaso ellas estuvieran equivocadas y fueran ellos quienes
supieran lo que están haciendo en todo momento. Y así pasan horas en las
que el hombre, agotado, se siente frustrado por no encontrar el objeto de
placer en su amada, mientras ella piensa que es frígida o que eso del placer
es un cuento chino del cine moderno que tantos cuentos nos cuentan o in-
cluso que, acaso eso les pasa solamente a otras.
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Gracias o por culpa de tanta estupidez que ha regido durante siglos la mente
humana, las personas tienen un concepto del amor distorsionado. Y, para
que el lector entienda, muchas mujeres tienen la frágil tendencia de pensar
que si un hombre se acuesta con ellas, es que la ama profundamente. Y, si la
cosa quedara aquí, no habría mucho problema, solo un poco.
El caso es que, hablando del caso, la mujer no solo piensa que la ama pro-
fundamente sino que ese amor profundo hace que ella, la mujer amada, sea
única y mejor que ninguna otra mujer del mundo, como si la sexualidad y los
orgasmos fueran un deporte olímpico en el que siempre tienes que estar
compitiendo y que si gana uno, pierde el otro.
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“¡AAAAAAAAyyyyyyy!
Amén.
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Una vez asentado que ambas formas son válidas, todas las academias de la
lengua española, recomiendan en general el uso del nombre español para
la lengua española.
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Los nombres de los meses del año, de los días de la semana y de las esta-
ciones, se escriben siempre en minúscula.
Ejemplos:
El 1 de enero es festivo.
Referencia D.R.A.E.:
http://www.rae.es/consultas/mayuscula-o-minuscula-en-los-meses-los-dias-de-la-
semana-y-las-estaciones-del-ano
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Ejemplo.
Referencia:
http://www.rae.es/consultas/la-conjuncion-o-siempre-sin-tilde-incluso-entre-cifras
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Por lo tanto, la R.A.E. nos ha dado la gracia de poder usar el plural en estos
casos, facilitando una lógica y comodidad en el uso de la lengua.
Y ahora podemos decir:
Referencia:
http://www.rae.es/consultas/la-mayoria-de-los-manifestantes-el-resto-de-los-
alumnos-la-mitad-de-los-presentes-etc
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¡Estoy feliz!
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Pero, no me extrañaría que pronto esta forma tan popularmente usada del
adjetivo “feliz”, sea admitida algún día no muy lejano por la R.A.E., ya que
este uso incorrecto está muy extendido, sobre todo por los medios de co-
municación en todos sus formatos, que son quienes marcan la forma de
hablar de los espectadores.
¡Soy feliz!
¡Estoy contento!
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Alicia, la coherente.
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Hola.
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—Gracias papá.
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“De lo Bueno, lo Mejor” no solamente tiene que ver con la comida o con
la bebida sino con todo lo que piensas sobre la vida, con cómo disfrutas ca-
da instante de la vida, incluido el momento de aburrimiento o de cansan-
cio, tristeza tal vez.
Este estilo de vida te lleva a unos lugares en donde la magia existe y en
donde todos los implicados no saben que están jugando a esa magia que tú
mismo has provocado.
“De lo Bueno, lo Mejor” es elegir el bienestar.
No está reñido con el dinero. Puedes elegir de lo bueno lo mejor con poco
presupuesto, pero, eso sí, con escrúpulos y excelencia. De lo contrario,
creerás estar eligiendo y es la vida la que te elige a ti para que la disfrutes.
No me refiero al lujo, si es que todos nos podemos poner de acuerdo con lo
que es el lujo. Para mí el lujo es ostentación, carga, bastedad, ser corriente
y sobre todo hoy, ser antiguo.
El lujo no siempre significa que lo mejor es bueno.
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Otra cosa es que no sepamos lo que son esas cosas buenas. Por eso, de lo
Bueno, lo Mejor no es para todos, por mucho que nos empeñemos en lo
contrario.
Este es el secreto que está más a la vista y por tanto, el que está mejor
guardado.
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HAY EXPERIENCIAS
QUE SON ÚNICAS
De lo Bueno, lo Mejor
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por supuesto que hay otras experiencias similares como, por ejemplo, el
amor infinito que sientes al tener un hijo o el orgasmo espiritual.
No.
No me estoy refiriendo a eso. Me estoy refiriendo a justamente lo que he
dicho.
¿Se parece alguna otra experiencia al orgasmo?
Sin duda alguna, no.
¿Hay otro sabor que se parezca al cacao? ¿Por qué el cacao gusta a casi to-
do el mundo?
¿Hay algún sabor que se parezca al vino tinto? ¿Por qué es tan singular esa
bebida?
¿Por qué en ciertas religiones lo usan como bebida sagrada?
¿Por qué el caviar, a pesar de “saber y oler” a pescado, tiene un sabor único
y especial?
Podría nombrar alguna que otra experiencia porque no hay muchas, de ahí
su singularidad. En realidad, no son muchas porque, de serlo, serían co-
rrientes y entonces, no serían las mejores de lo bueno.
Hay una información en cada una de estas experiencias en forma de “sen-
saciones” que tiene que ver con el incremento de vida, con el placer de la
vida y con comprensiones a las que uno puede llegar cuando se da cuenta
de que lo bueno no puede ser malo o, dicho de otra manera, que aquello
que me da placer, no me puede hacer daño.
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¿Te has dado cuenta de que casi todo lo que te gusta está catalogado como
dañino?
¿Entendemos ahora cómo el secreto mejor guardado es que la vida se mue-
ve por el incremento de vida?
¿Entendemos tal vez que, al rechazar dicho incremento como colectivo, es-
tamos negando la vida, lo cual nos hace ser temerosos de ella?
¿Entendemos ahora que al tener miedo a la vida, nos convertimos en con-
sumidores de nuestros propios miedos?
¿Entendemos ahora que, al tener tantos miedos, paguemos a otros para
que nos informen y nos guíen en la vida?
¿Podemos entender cómo funciona la vida?
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Dos semanas después de que hubiera visto en sueños esas letras delante
de su frente, Ariel se preparaba para pasar el fin de semana largo, el puen-
te, con su padre. Ya desde el lunes se encontraba agitado, con unas ganas
tremendas de que el tiempo corriese para que llegara lo antes posible el
jueves por la tarde y viajase con su madre a la ciudad, quien los llevaría a él
y a sus hermanos pequeños con su padre.
La idea de pasar tres días en la ciudad lo excitaba enormemente, haciéndo-
lo el niño más feliz del mundo. Una luz brillaba en sus ojos, pues ya expe-
rimentaba el reencuentro con sus amigos y el piso donde había crecido, en
pleno bullicio y centro de la ciudad, atestado de tiendas y de bares.
Las clases en el colegio durante esa semana se le hicieron insoportables y
lentas. En el recreo ni siquiera jugaba al fútbol con sus compañeros de cla-
se sino que lo dedicaba a recorrer con la imaginación y con todo detalle lo
que haría durante ese fin de semana largo, desde que se levantara hasta
que se acostara.
Cuando llegó el esperado día, el jueves, su madre le comunicó la noticia.
Sus hermanos habían tenido mucha fiebre desde el martes por la noche, la
cual no bajaba a pesar de los remedios caseros y naturales que su madre les
había proporcionado, por lo que había decidido llevarlos al médico del
pueblo mayor, a casi una hora en coche.
Luis había tenido que salir de viaje el día anterior y su madre le pidió a
Ariel que se quedara en casa solo, anunciándole que ese día le era imposi-
ble llevarlos a la ciudad. Si Elena y Santiago mejoraban, los llevaría al día
siguiente con su padre, noticia que Ariel recibió como un calmante, pues
sabía que eso no ocurriría.
Ariel se quedó solo en casa, a la puerta de ella, viendo a las gallinas pone-
deras cacarear y mirando al horizonte, con la mochila en sus piernas. Así se
quedó un rato, con una manzana a su lado, en el suelo y medio mordida
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Tomó la mochila y comenzó a andar, sin prestar atención a que había deja-
do la puerta abierta de la casa y que, en ese momento, sonaba el teléfono
desde la cocina, timbre que no oyó o que no quiso oír, pues ya se había ale-
jado unos metros de su hogar.
Tomó el camino contrario al monte, pensando que se encontraría con un
tesoro o con algo inesperado, como le pasó a Cristóbal Colón cuando quiso
ir a las Indias, lo que hizo que cambiara el rumbo de la historia, jugando así
con el azar y el misterio y sintiéndose más fuerte a cada paso que daba.
Era jueves tarde, sobre las nueve de la noche, su madre volvía a casa junto
a los mellizos, diagnosticados ambos de anginas, cuando se encontró con la
puerta abierta.
Ya era de noche, oscuro y el frío había descendido hasta la tierra, cortando
como lo hace un cuchillo acabado de afilar.
Ariel estuvo caminando durante más de dos horas hasta que la oscuridad
de la noche cayó. Se dio cuenta de que no había cogido una linterna, una de
tantas que había en la casa pero también se dio cuenta de que nada de eso
estaba preparado y que no sabía ni siquiera adónde se dirigía.
Se paró y se sentó a las faldas de un árbol, ya adentrado en el bosque y se
acurrucó, presa del frío que ya se había apoderado de sus pies y manos has-
ta que se le adentró en todo el cuerpo. Se tapó la cabeza con sus brazos y
enseguida, cayó dormido.
Se despertó al sentir unas fuertes ganas de hacer pis. Se incorporó y se ale-
jó, como si alguien lo estuviese observando. Ya comenzaba a salir el sol.
En ese momento me sentí mal porque fue como si me hubiese dado cuenta
de lo que estaba haciendo. Vi que estaba en mitad de la subida de una
montaña, en medio de un bosque muy apretado porque los rayos del sol
casi ni entraban.
Ariel percibió que la fuerza enorme que le había llevado hasta allí, había
menguado. La buscó dentro de él y no la encontró. Se sintió desconsolado
pero no tuvo miedo.
Incluso pensé que todo había sido un sueño, que lo que me había pasado
no era real, que me lo había inventado, que soy un soñador y que tengo
mucha imaginación, como mi madre me dice siempre.
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Entonces fue cuando tuvo que tomar una decisión que, como había leído en
algún libro de aventuras, se toma siempre entre dos opciones y ninguna
más.
O volvía a casa o me adentraba más en la montaña. Eso pensé.
En ese momento, Ariel atisbó que un amago de la fuerza que había sentido
el día anterior aparecía dentro de él. Le brillaron nuevamente los ojos. Esa
fuerza hizo que decidiera rápidamente. Seguiría adentrándose en la mon-
taña e iría hacia la casa del sabio anacoreta, aquella persona de la que ha-
blaban en el pueblo y así comprobaría si era verdad o si era una historia de
las que se pasan de boca en boca, distorsionándose en cada intento de con-
tar la verdad.
Tomó la mochila y continuó subiendo.
Pasadas unas tres horas en las que Ariel ni siquiera recordaba haber pen-
sado ni haberse parado para descansar, se abrió ante él una garganta entre
dos montañas. Había estado caminando un poco en ascenso combinado
con partes llanas en donde los árboles eran menos frondosos y en donde se
podía caminar mejor.
Al pararse ante la garganta, fue consciente de que había llegado allí de una
manera inconsciente.
Le vino a la memoria lo que había leído en un libro que le había fascinado.
En ese libro se decía que cuando subes muy alto, la presión del oxígeno
desciende y eso significa que el oxígeno es el mismo pero que está separa-
do, como disuelto y entonces, para las personas es complicado respirar
porque a cada inspiración, menos moléculas de oxígeno entran en los pul-
mones, con lo que puedes sentirte mareado o también perder la conciencia
pues hay menos oxígeno que entra en el cerebro como cuando estás abajo.
Ariel se sintió orgulloso de sí mismo al recordar ese detalle y pensó que no
debía tener esos síntomas de escaso oxígeno en su cabeza cuando se estaba
acordando precisamente de esa información. Eso lo animó mucho y se cre-
yó más inteligente y fuerte que nunca, con lo que decidió bajar por la lade-
ra que lo conduciría a la garganta estrecha que se le antojaba fría, quizá he-
lada, pues no llegaban los rayos de sol que ese día brillaban.
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Sin embargo, oyó y sintió un sonido muy familiar. Agua, oía agua, hacién-
dole recordar que llevaba horas sin beber ni una gota aunque no tenía sed.
Sin embargo, había estado comiendo moras y arándanos, frutas con las que
se fue encontrando en su caminata anterior.
Ariel quería tocar el agua, a ver si estaba tan fría como pensaba y tuvo de-
seos de mojarse la cara, como hacían todos los personajes de aventuras
cuando veían un río: mojarse la cara.
Sin embargo, el agua no estaba tan fría como él esperaba. Quizá estaba tan
fría como el frío que hacía y por eso, no sintió ninguna diferencia. Se sintió
feliz. Era la persona más feliz del mundo y la fuerza dentro de él aumentó.
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Por fin llegó a una montaña, la cual subió sin dificultad para luego, al en-
contrarse en su parte más alta, tener que volver a bajarla por su lado con-
trario para tomar otra montaña, esta vez bastante alta y poblada de un
bosque todavía más apretado que el que había salvado unas horas antes o
tal vez, el día anterior.
Se dirigió hacia ella, descansó en sus faldas para tomar fuerzas y poder
subirla.
Una vez bien alto, decidió bordearla, en lugar de seguir subiendo. No veía
el final, no veía un término, ni el cielo ni ningún rayo de sol. Estaba en un
bosque en el que andar por él era casi una tarea imposible. Las ramas de
los árboles se abrazaban unas a otras, cerrando el paso a cualquier criatura
viviente.
En cambio y de repente, Ariel se agachó para ver qué era algo que brillaba
tanto entre tanto elemento natural. Pensó que era una moneda o un tesoro
y cuando lo tomó en su mano, comprobó que era una bala y, a pocos me-
tros, otra.
Se acordó enseguida de que Luis había dicho en una ocasión que a ciertos
kilómetros de su casa, más allá de las montañas, había un coto de caza ma-
yor, de jabalíes y de venados.
Pero nunca oímos el ruido de los disparos, excepto una vez desde el coche,
cuando nos dirigíamos a un pueblo en el que había un mercado los prime-
ros días de cada mes en donde vendían alimentos del campo. Mi madre
no iba ahí a comprar alimentos, excepto un pan especial hecho de un ce-
real raro sino a ver la artesanía, hecha de tejidos que sacaban de plantas.
Eso me decía mi madre.
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Tomó las balas y se las metió en el bolsillo del pantalón, sin saber para qué
hizo eso.
Corrió entre los árboles, haciéndose daño incluso en la cara por las ramas
invisibles que rompía a su paso, hasta que se dio cuenta de que era mejor
que se estuviera quieto y así, no sería visto. Se paró jadeando pero no can-
sado, anduvo unos pasos lentamente. Miró el terreno, medio oscuro y pro-
tegido por las copas de los árboles.
Se sentó a los pies de un árbol, sin mirar a ningún sitio, oyendo cómo el he-
licóptero parecía alejarse para luego volver. Miró un punto fijo y decidió
que ese punto fijo sería su refugio en ese momento. Se dijo a sí mismo que,
mientras lo mirara y no quitara la vista de él, el ruido del helicóptero sería
insonoro, además de irreal.
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Eso hizo que despertara del letargo al que te sometes al mirar a un punto
fijo. Volvió su cabeza a la derecha, como buscando desde dónde venían
esos sonidos hasta que se dio cuenta de que ellos envolvían el lugar. No ve-
nían de ningún lado: estaban ahí.
Al volver la cabeza hacia la izquierda fue cuando vio la manta. Estaba de-
masiado cerca como para no haberla visto antes. Se levantó y se acercó a
ella. A su lado, había un pasamontañas, esos gorros que cubren toda la ca-
beza hasta el cuello, dejando los ojos al aire.
Prometo que en ese momento la fuerza estaba otra vez dentro de mí. Era
como si ella hubiese dejado esa manta y ese gorro allí para mí. Pero ya sé
que eso es una tontería.
Ariel tomó la manta y se tapó para cubrirse del frío que ya había descendi-
do a la tierra para luego taparse la cabeza con el pasamontañas. Ya no veía
nada, no había luna y todo se había apagado.
Se durmió enseguida.
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Ariel comenzó a andar, esta vez más desconcertado que nunca. Siguió ca-
minando mientras el viento helado le pegaba en la cara, quemándole las
heridas aún abiertas que en ella tenía. Siguió caminando en contra del
viento, el cual le helaba también los ojos y sus manos mientras su cuerpo
ardía de fiebre.
El cielo estaba totalmente oscuro. Ariel no sabía qué hora podría ser pues
no había sol. ¿Dónde estás, sol? Se preguntó para sus adentros.
Anduvo y anduvo hasta que, sin casi poder ver más por la negrura del bos-
que y la negrura del cielo, sin casi poder oír por el ruido del viento, casi tan
fuerte como el ruido del helicóptero y ya exhausto por la fiebre y el dolor de
garganta, se dejó caer bajo unas grandes piedras, rocas enormes que le sir-
vieron de cobijo frente al viento, desde donde, tiritando y delirando, llamó
a su madre. Gritó llamándola sin recibir respuesta alguna, mas que el dolor
de garganta, los labios y ojos secos, el cuerpo dolorido y la ausencia de la
fuerza que lo había llevado hasta allí, la cual no podía sentir bajo el ardor
de su cuerpo entero.
Se quedó dormido, casi inconsciente, acurrucado bajo una roca cuyo sa-
liente le servía de sombrilla, muerto de frío, mientras unos metros atrás la
manta yacía en el suelo.
Ariel abrió los ojos y vio que el sol había salido. Era de día o tal vez, medio-
día y ante él, una mujer lo zarandeaba para que se despertara.
“¿Cómo te llamas?”
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“¿Puedes levantarte? Mi casa está muy cerca. Solo serán unos metros an-
dando. ¿Puedes levantarte, Ariel?”
“¿Quién es usted?” Dijo Ariel con un poco de más fuerza, temblando por la
fiebre y con ganas de llorar.
Ariel abrió los ojos. Estaba cómodo, descansado y se sentía a gusto aunque
débil. Sin tratar de hacer ningún movimiento, miró alrededor recorriendo
con sus ojos lo que veía.
“Ese sabio anacoreta soy yo”. “Toma este caldo, te sentará bien”.
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“Tú buscabas a una persona sabia”. “Nadie te dijo que era un hombre.
Fuiste tú mismo quien se imaginó que era un hombre”.
Ariel tomó sorbos de aquel caldo que le supo a Dios. A cada sorbo, el cuer-
po le dolía un poco menos. A cada sorbo, la fuerza dentro de él comenzaba
a dejarse ver, a cada sorbo, pensó con más claridad. A cada sorbo, sintió
menos desconsuelo y arrepentimiento por lo que había hecho.
A cada sorbo, sintió que había hecho lo que tenía que hacer. Estaba en el
lugar correcto y en el momento correcto.
Estimado lector.
En el próximo número de esta revista, incluiremos, entre otros temas,
el apartado "La Era de los Idiotas".
Esperamos sea de tu agrado.
Gracias por disfrutar de su lectura.
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MUCHAS GRACIAS
Ruth Morales
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