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Sobre la anomia argentina escribió páginas ya clásicas Carlos Nino, cuyo concepto
de "anomia boba" designa un tipo de inobservancia de la ley que no favorece a nadie
y genera altos niveles de ineficiencia. La anomia que me interesa destacar, no
obstante, es la que se produce por una falla estructural de la clase dirigente. Se
manifiesta como un fracaso en el ejercicio de la autoridad y afecta las percepciones
y los comportamientos. Se trata de una patología que se contagia del poder y se
transmite a los grupos sociales. Su víctima es la gente común. Los victimarios,
aquellos que ocupan posiciones de poder. La anomia boba perjudica a todos, la
anomia a la que me refiero somete a la sociedad en beneficio de sus elites.
El cuarto factor es la falta de consenso respecto del perfil institucional del país. La
clase dirigente argentina no se pone de acuerdo acerca de qué tipo de instituciones
habrán de regir la sociedad. Aquí se manifiesta la ausencia de criterios de la que
hablaba Halperín. Desde hace 25 años acatamos formalmente la democracia, pero no
deja de corroernos la disputa acerca de cuáles deberán ser sus características y
acentos. Esa divergencia, que involucra aspectos económicos y políticos, puede
rastrearse ya en los siglos XIX y XX, cuando unos plantearon la contradicción entre
civilización y barbarie, y otros, entre pueblo y oligarquía.
El quinto rasgo es la utilización del Estado para fines partidarios. Este fenómeno,
que es una tentación irresistible en cualquier sistema político, alcanzó en la
Argentina niveles intolerables. Implica, como tantas veces se ha repetido, una
confusión entre Estado, gobierno y partido. Llegar al gobierno supone apropiarse del
Estado y usarlo como instrumento arbitrario de acumulación de poder. Esta
malversación de la función estatal, convertida en costumbre y fuera de todo control,
tiene efectos devastadores para la cultura pública. Tratemos de convencer a un
votante común de que los políticos que debe elegir cumplirán su papel atendiendo al
interés general y no al de su propio sector. Nadie nos va a creer.
El sexto rasgo deriva del anterior. Es la deserción del Estado de sus funciones
básicas. Hace 20 años que nuestra clase dirigente discute si el Estado debe intervenir
activamente en la economía o debe limitarse a garantizar servicios esenciales, como
salud, educación, seguridad, justicia y defensa. Pues bien: tuvimos una década para
cada posición; al cabo, el Estado sigue demostrando ser un pésimo administrador de
empresas y un ente fracasado para asegurar los bienes públicos.
La gente sufre cada día la ausencia del Estado. Se siente desprotegida. Intentemos
convencerla de que no se repliegue, de que no se enfurezca, de que no se deprima,
de que no se asuste o de que no recurra a medios ilegales para alcanzar sus
objetivos. Será inútil: dirán, como se dice en la calle, "no nos queda otra".
Como escribió Carlos Pagni hace unos días en este diario, la política argentina se
organiza hoy en torno a ejes temáticos de coyuntura, no según la pertenencia a
organizaciones con programas y proyectos. Esto es fuente de una enorme confusión.
Y un campo propicio para manipular las voluntades. La gente no entiende este
desbarajuste ni quiere hacer el esfuerzo para comprender, porque ya no le importa.
Las invocaciones al rol del Estado y de la iniciativa privada, la retórica populista, las
pulcras recetas liberales se proclaman en las plazas y en los simposios, pero, como
se dice en el lenguaje común, "no pasa nada". Los argentinos siguen muriéndose
cada día de pobreza o de violencia.