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PROGRAMA DE
FORMACIÓN GENERAL

ÁREA DE CIENCIAS SOCIALES

CURSO: FILOSOFÍA

SEMANA Nº 13
LA ÉTICA Y MORAL

CONTENIDOS
La ética como reflexión filosófica sobre
APRENDIZAJE ESPERADO
lo moral. La ética como saber normativo
Analiza las características peculiares del indirecto de la conducta. La moral
comportamiento moral del hombre a partir normativa y la moral vivencial. La
del estudio de casos. persona moral. Las normas morales, la
consciencia moral, la responsabilidad
moral. Los dilemas morales.

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1º. SITUACIÓN PROBLEMÁTICA / RECOJO DE SABERES

REFLEXIONA Y COMPARTE...

¿Qué tipo de reflexión está haciendo?


¿Qué opinas de la decisión llevada a cabo por el niño?
¿Te ha ocurrido algo similar? ¿Cómo?

2º. INFORMACIÒN BÁSICA


INTRODUCCIÓN
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que
le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía
con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no
tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle
estacazos con toda su fuerza. «¡Para, ya está bien, no me pegues más!», le decía el otro.
Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y
que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva
pidiéndome que pare: soy automático.» Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo
podía libremente dejar de pegar, el filósofo no suspendió su paliza.

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A diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en
parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir,
conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como
podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las
abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo
que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber
vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética.

A. DEFINILIDAD DEL BIEN


¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Todo hombre guarda en lo más hondo de su corazón
el deseo invencible de ser bueno, de hacer lo bueno. Sabemos que «lo bueno es el bien»
y que «lo malo es el mal». Fórmulas que parecen tautologías pero por ello mismo ponen
sobre el tapete la complejidad del asunto. En la práctica no pocas veces se nos plantea:
¿esto que parece bueno lo es de verdad? La respuesta no es siempre inmediata y cierta;
a veces requiere una reflexión larga y ardua. A menudo están en juego valores de vital
importancia. Comprendemos que el estudio haya de ser –en lo posible- riguroso,
científico, de manera que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables. Así
se origina y desarrolla la Ética.
Cuando se dice que algo «es ético» o que «no es ético», se está afirmando que es o no
es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser
«ética», no siempre estamos de acuerdo en «lo que» es ético. Lo que parece «ético» a
unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así algunos llaman «ético» a cierto tipo
de abortos provocados; lo cual, a otros parece uno de los peores crímenes, negación del
más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué
no es «ético»; sobre qué es en realidad «lo bueno». Se trata no pocas veces de una
cuestión de vida o muerte, o de felicidad o infelicidad propia o ajena; y es preciso
encararla con toda seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre «lo que es bueno», al menos en lo
fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sucesivas sin
fundamento racional, objetivable? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita,
sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? Con otras palabras, ¿el bien es una
realidad «objetiva» o «subjetiva»? ¿Depende de condiciones objetivables o meramente
subjetivas (percepciones, sentimientos, deseos, voliciones...)? ¿Nos encontramos en la
situación de inventores inevitables del bien y del mal, como quería Nietzsche, llevando al
paroxismo el ansia creadora, una vez «matado» a Dios? Jean Paul Sartre intenta seguirle
por ese camino, pero no puede dejar de poner de manifiesto que resulta una tarea
angustiosa, más una condena que una liberación. Si el bien y el mal no fueran
objetivables, y hubiéramos de estar siempre creándolos, «más allá», ¿no seríamos
semejantes a Sísifo –el del mito clásico y de Albert Camus-, inventando y destruyendo,
para seguir inventando una y otra vez, inútilmente, estúpidamente, «para nada»?
Muchas veces se confunden, sobre todo en el lenguaje coloquial, «subjetivo» y «relativo»,
quizá porque «subjetivismo» y «relativismo», en sentido gnoseológico, se implican. Por
ello pienso que es relevante situar la cuestión del bien en el orden ontológico; en el cual
«subjetivo» y «relativo» significan cosas muy diferentes. Concretamente, a mi juicio, ha de

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decirse que, a diferencia de la verdad, siempre universal y objetiva, el bien es siempre


relativo y sin embargo a la vez objetivo.
¿Qué es el bien?
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa
deseable, apetecible. Aristóteles decía que «el bien es lo que todos desean», aunque no
quiere esto decir, que todos deseemos explícitamente lo mismo. Pero, ¿por qué todos
deseamos el bien, o lo que entendemos por bien? Porque vemos en ello –lo que sea- algo
que nos bene-ficia, que «nos hace bien», nos «per-fecciona», nos mejora, «satis-face»
nuestras necesidades profundas, nos hace felices. En suma, el bien no es cualquier
perfección, sino una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva para mí,
aunque puede no serlo para otros.
La Relatividad del Bien
Es de subrayar que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono
animal nutre las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, perfectiva,
para las vacas, no para el hombre (a no ser mediando las vacas). Es claro que el bien es
relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos
determinados.
Esa «relatividad» del bien induce a muchos a pensar que el bien no es «objetivo» como
tal, es decir, que no está ahí, independientemente de que yo lo piense, desee o apetezca,
sino que cada uno puede tomar por bueno «lo que le parezca», lo que opine, desee o
sienta. Cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su
cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno sería el «creador de valores», porque el valor o
bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en
mi deseo o en mi opinión.
La Objetividad del Bien
Pues bien, aunque el bien sea «relativo» respecto a un sujeto o a un número determinado
de sujetos y no a otros, es al menos casi tan objetivo como la verdad. La bondad del aire
que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera,
etcétera, no son valores que inventamos o creamos: no tienen una bondad «opinable»:
está ahí, con independencia de nuestra estimación o juicio.
De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la
fraternidad, de la solidaridad: valores objetivos que no tendría sentido negar. Si yo los
negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para mí y
para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o
del espíritu.
Es también importante advertir -frente a lo pensado y difundido por ciertos filósofos- que si
yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es
sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá
porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un simple producto de mi
subjetividad: la manzana misma tiene por sí la aptitud para causar un buen sabor y una
buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor y la misma virtud nutritiva podría
encontrar yo en el acíbar o en la basura.
Es indudable que hay bienes o valores objetivos. Cabe preguntarse si todos los bienes lo
son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las

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acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o deterioran, incluso las que,
teóricamente, pueden considerarse indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La relatividad del bien por tanto no significa que el bien sea bueno porque mi voluntad lo
desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en
la cosa y después puede estar en mi juicio, capricho, opinión o estimación. Lo que es
bueno para mí puede ser malo para otro –ahí está la relatividad-; por ejemplo, un fármaco
o un trabajo determinado. Pero la relatividad no depende de mi parecer. ¿De qué
depende entonces?
El bien, para mí, depende, justamente, de lo que yo soy, es decir, depende de mi ser, lo
cual, ahora mismo, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo
ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he
llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la
misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.
En suma, el bien depende del ser (real, objetivable, que está ahí con independencia de la
estimación del sujeto) y, más concretamente, del modo de ser. Y hay algo que el hombre
nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características
individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al
contrario, son perfecciones (o limitaciones y defectos) de esa naturaleza peculiar, que
compartimos todos, y que hace posible que hablemos con sentido del «género humano» o
de la «especie humana», y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.
Hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes
relativos a la naturaleza humana, común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los
individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales
y permanentes que afectan a todos los humanos, de cualquier tiempo y lugar. Lo que
daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es
ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada. A
naturalezas diversas corresponden diversos bienes.

B. MODELOS DE VALORACIÓN MORAL


La moral es un conjunto de normas y reglas de conducta de los hombres en la sociedad,
que caracteriza sus opiniones de la justicia y la injusticia, del bien y el mal, del honor y el
deshonor, etc. A diferencia de las jurídicas, las normas y reglas de la moral no están
prescritas en leyes, sino que se mantienen por la fuerza de la opinión pública, de las
costumbres, usos y educación, por la fuerza de los estímulos internos del hombre.
Determinan la actitud del individuo para con la sociedad, los pueblos de otros países, la
familia y otras personas.
¿Cuál es el fundamento de la conducta ética? ¿Cómo se determina lo que es bueno?
¿Cuál es el origen de la norma moral? ¿Cuál es le criterio de demarcación entre lo bueno
y lo malo? A lo largo de la historia los filósofos han buscado responder éstas preguntas,
para lo cual se han ensayado cuatro concepciones: (1) la felicidad o placer; (2) el deber
ser u obligación; (3) la perfección, virtud o realización del más completo desarrollo de las
potencialidades humanas y (4) el social culturalismo aparecido en el siglo XX. En lo que
sigue, pasaremos a explicar estas diferentes tesis filosóficas:

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1. EL BIEN COMO PLACER: LA MORAL HEDONISTA


a. El hedonismo de Epicuro.- Sostiene que el bien que las personas deben buscar
es la felicidad o el placer. No simples placeres físicos u hormonales, sino situaciones
placenteras, que pueden incluir placeres más nobles (intelectuales, sociales, espirituales).
El epicureismo afirma que el hombre como ser material, su finalidad es material. El fin
del hombre es el placer. El sentido y la finalidad de nuestra vida es llevar a cabo una
vida lo más placentera posible. Esta teoría del Epicureismo es importantísima, pues es
uno de los grandes intentos por hacer compatible el materialismo con la libertad y con la
ética.
No debemos confundir el Epicureismo con el Hedonismo burdo. Hedoné significa placer
en griego. El hedonista burdo pone la felicidad del hombre en la búsqueda desesperada
de placeres sin más, y se dedica a gozar de la vida sin freno alguno. El hedonismo
puede resumirse en dos frases vulgares “comamos y bebamos que mañana moriremos” y
“vamos a darle vuelo a la hilacha”.
Epicúreo no es un hedonista burdo. El es lo suficientemente inteligente como para darse
cuenta que la búsqueda desenfrenada e irracional del placer termina por producir dolor,
fastidio, hastío. Por ejemplo, un hedonista piensa que, si a una persona le gustan las
cubas, debe beber cuanto quiera hasta embriagarse. Un epicureista razonaría de la
siguiente manera: Emborracharse con ron provoca un placer de dos o tres horas, pero el
otro día tendrás dolor de cabeza, malestar estomacal y sed por seis o siete horas.
Embriagarse nos pone en peligro de matarnos o matar alguien y esto traería
consecuencias dolorosas. Además no podemos emborracharnos todos los días pues lo
más probable es que nos enfermaríamos y esto traería por consecuencia dolor. Luego
emborracharse no es un placer que convenga. Es un placer demasiado costoso y trae
demasiados riesgos de dolor. Es mucho mejor beber moderadamente, pues causa
placer y no trae dolor.
El verdadero placer, piensa Epicúreo, consiste en evitar el mayor número posible de
dolores, inquietudes y ansiedades. Para ello, el hombre debe llevar una vida moderada,
ordenada, no debe vivir desenfrenadamente. Epicúreo es un economista del placer. NO
propone la vida moderada por motivos virtuosos. El motivo de Epicúreo es la búsqueda
del placer. Epicúreo calcula las inversiones y se da cuenta que es mejor invertir en las
empresas que produzcan intereses pequeños, pero constantes, y no arriesgar su capital
en empresas que pueden generar unas ganancias fabulosas, pero que hay un alto riesgo
de perderlo todo.
Epicúreo fomenta su teoría en que es mejor pequeños placeres, pero constantes y sin
dolores, que placeres intensos, pero pasajeros y acompañados de grandes dolores.
b. El utilitarismo.- Es una variedad del hedonismo ético. La base del utilitarismo es
el placer y el dolor. De está manera, para los utilitaristas, lo que proporciona placer es
bueno y lo que nos causa dolor es malo.
El principio de utilidad de Bentham aprueba o desaprueba cualquier acción de acuerdo
con la tendencia que parece tener en cuanto aumentar o disminuir su felicidad de las
partes interesadas. Es decir que las acciones son buenas cuando el resultado es la
felicidad de las partes interesadas. Es decir las acciones son buenas cuando el resultado
es la felicidad y malas cuando el resultado es la infelicidad. Las virtudes, incluso son
medios para un fin: la felicidad y la satisfacción.

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John Stuart Mill, define al Utilitarismo como: “La doctrina que acepta como fundamento de
la moral a la utilidad o principio de la máxima felicidad, sostiene que las acciones son
correctas en proporción a su tendencia a promover la felicidad, e incorrectas si tienden a
producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de
dolor; por infelicidad al dolor y la privación del placer” (Utilitarismo, ii, 1863).
El utilitarismo es una forma moderna de la teoría ética hedonista en la que su principal
preocupación es la felicidad en la conducta humana, y por lo tanto la diferencia entre el
comportamiento bueno y malo es en consecuencia el placer y el dolor.
Jeremy Bentham nació en Inglaterra en 1748 y murió en 1832. Hombre culto, desarrollo
mucho interés en la política y administración publica, en su teoría ética, reducía los
motivos de la conducta al placer y al dolor; la moralidad, al acto útil (Utilitarismo), sus
ideas y acciones fueron decisivas para reformar el sistema de las cárceles inglesas, que
además de excesivamente rigurosas eran escuelas de crimen.
Bentham, como muchos otros filósofos ingleses, es un empirista, el conocimiento
primordial es la experiencia sensible. Todo el saber humano debe intentar parecerse a las
ciencias empíricas y matemáticas. No se puede entender la ética de Bentham si se
olvida que es un empirista.
El utilitarismo se basa en que todo ser humano busca por naturaleza el placer y evita el
dolor. Bentham decía: “La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de
dos señores soberanos, el dolor y el placer (...). Ambos nos gobiernan en todo lo que
hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos: Cualquier esfuerzo que
hagamos para liberarnos de nuestra sujeción a ellos, no hará sino demostrarla y
confirmarla”. La moralidad, según Bentham, puede ser calculada matemáticamente
como balance de satisfacciones y sufrimientos, resultado de determinadas acciones
cualesquiera que sean. En otras palabras, todas nuestras acciones están dirigidas a huir
del dolor y obtener placeres. cuando damos un regalo a nuestra madre, cuando
estudiamos química, cuando salimos a bailar, cuando nos levantamos de madrugada para
llegar al trabajo, cuando perdonamos a nuestra novia, en todas nuestras acciones
estamos buscando un placer o evitando un dolor.
Para Bentham, “placer” es un término muy amplio. Sexo y comida no son los únicos
placeres, ni siquiera los más importantes. Escuchar música, leer un libro, sentirse bien por
haber dado limosna, la satisfacción de haber cumplido con el deber, son también
placeres. El ser humano va detrás del placer o huyendo del dolor en todos sus
pensamientos, deseos y acciones. El hombre no hace nada que no le brinde alguna
satisfacción.
En el utilitarismo la vida buena para ellos es la misma que en los clásicos: la vida feliz.
Sin embargo Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo decimonónico, no distingue ni
jerarquiza placeres a la hora de establecer su supremacía. Parecer que el placer es el
mismo más allá de la diversidad de situaciones, sentimientos o sensaciones que puedan
ocasionarlo. Sólo varía en su cantidad.
Crítica: Por supuesto, esta concepción es del todo básica y superficial, aunque hoy sea
la posición dominante. Los objetos del deseo humano son irreductiblemente
heterogéneos y, aunque no fuese así, igual no nos serviría, precisamente porque el gozo,
de por sí, no nos proporciona ninguna buena razón para emprender un tipo de actividad
antes que otra. El placer acompaña, puede confundirse con ella; pero no es el fin, sino un
adjetivo del fin.

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Semejante falencia en lo antropológico no son menores en lo político. El utilitarismo, en


su formulación más simple, sostiene que el acto o la política moralmente correcta es
aquella que genera la mayor felicidad entre los miembros de la sociedad. "La mayor
felicidad para el mayor número". El potencial democrático del principio es incuestionable,
pues hay un único criterio para definir el bien común: lo que establezca la mayoría. ¿Y si
la mayoría se equivoca? Esta es la debilidad del planteamiento rousseauniano al
encerrar un peligroso relativismo. Y no digo peligroso porque si: puede ser el caldo de
cultivo para el nazismo o para otros “excesos políticos” similares. El bien común no
puede ser, solamente, lo que diga la mayoría.
En Bentham, el carácter metafísico y mecanicista en la concepción de la moralidad
(“aritmética moral”) se completa con la apología franca de la sociedad capitalista, por
cuanto se declara que la satisfacción del interés particular (“principio del egoísmo”) es el
medio que permite “lograr la mayor felicidad para el mayor número de personas”
(“principio del altruismo”). Criticaba la teoría del derecho natural. Negaba la “religión
natural”, que construía el concepto de Dios por analogía con los soberanos de la tierra, y
defendía la “religión revelada”. En la teoría del conocimiento, era nominalista. Sobre la
base de los manuscritos de Bentham, Boole formuló la teoría de la cuantificación del
predicado. Obra principal: “Deontología o ciencia de la moral” (1834).

2. EL BIEN COMO DEBER SER: LA MORAL HETERÓNOMA


¿El bien es atractivo y nos invita a perseguirlo?: exige ser, merece ser, debería ser
realizado y debería existir. Pero el mero reconocimiento de que una cosa debería ser no
implica, por sí mismo, que sea yo quien deba hacerla ser. Decimos que una obra de arte
debería ser, en el sentido de que se trata de una concepción noble, digna de producción,
y que sería vergüenza no llevarla a la luz, aunque ningún artista esté estrictamente
obligado, en particular, a crearla. Decimos a un individuo que debería invertir su dinero en
está empresa, que ésta deberá procurarle un mejor beneficio, que cualquiera que pueda
esperar de alguna otra inversión, sin embargo, nadie considera este deber ser como una
obligación estricta.
Aquí vemos, pues, dos sentidos diferentes del deber ser, que el bien implica siempre.
Todo bien, excepto el bien moral, es optativo, en tanto que el bien moral es necesario. No
hay manera de substraerse a las exigencias de la moral, al imperativo de vivir una vida
buena y de ser, así, una buena persona.
Este carácter obligatorio del bien moral es lo que se impone a aquellos que ven la ética
principalmente en términos de deber. No es tanto la belleza del bien lo que los invita sino
la voz severa del deber que los llama. A menudo la elección está entre un bien moral y
alguna otra clase de bien, y esta otra clase parece ser, en aquel momento, con mucho la
más atractiva. Si consideramos el bien únicamente como objeto de deseo, como fin a
perseguir, el bien aparente podrá llamarnos acaso con sonrisas seductoras, en tanto que
el bien verdadero señalará gravemente el camino más arduo. Y es el caso que estamos
obligados a seguir el bien verdadero y no el meramente aparente.
¿Cuál es la naturaleza de este deber ser moral que nos manda con semejante autoridad?
Es una especie de necesidad que es única e irreductible a ninguna otra. No se trata de
una necesidad lógica o metafísica basada en la imposibilidad de pensar contradicciones o
de conferirles existencia. No se trata de una necesidad física, de un deber que nos
empuje desde fuera destruyendo nuestra libertad. Ni se trata tampoco de una necesidad

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biológica o psicológica, de una imposibilidad interna, incorporada a nuestra naturaleza y


destructora asimismo de nuestra libertad, de actuar en otra forma. Es, antes bien una
necesidad moral, la del deber ser, que nos guía hacia aquello que reconocemos constituir
el uso apropiado de nuestra libertad. Es una libertad que es una necesidad y una
necesidad que es una libertad.
La necesidad moral me afecta a mí, el sujeto actuante, pero proviene del objeto, en
cambio, la clase de acto que yo, el sujeto, realizo en su ser real, el acto es algo
contingente que puede ser o no ser; pero, en su ser ideal, en cuanto es presentado a mi
razón y mi voluntad para deliberación y elección, asume una necesidad práctica que
requiere decisión. La exigencia es absoluta. El mal uso de mis capacidades artísticas,
económicas, científicas y otras particulares, es penalizado con el fracaso, no con la culpa,
porque yo no tenía obligación alguna de realizar dichos esfuerzos y, por consiguiente, no
tenía obligación alguna de llevarlos a buen fin. En cambio, no puedo dejar de ser hombre
y de haber de triunfar absolutamente como tal. Si fracaso en ello, es culpa mía, porque el
fracaso ha sido escogido deliberadamente. No resulto ser malo en determinado aspecto,
sino que soy un hombre malo. Todo lo que hago expresa en alguna forma mi
personalidad, pero el uso de mi libertad es el ejercicio real de mi personalidad única en
cuanto constitutiva de mi ser más íntimo.
Tomemos el caso de un individuo al que se ofrece una gran cantidad por el acto de
asesinar a su mejor amigo. Reduzcamos los peligros y subrayemos las ventajas lo más
que podamos. Hagamos que el acto sea absolutamente seguro. Sin embargo, no
debería hacerse. ¿Por qué no?
a. Eliminemos la sanción legal. Supongamos que el individuo está seguro no sólo de que
no será detenido, sino que encuentra también alguna escapatoria en virtud de la cual ni
siquiera vulnera ley civil existente alguna, de modo que no podrá ser perseguido por delito
alguno. Y sin embargo, se ve a sí mismo como asesino y no puede aprobar su acto.
b. Eliminemos la sanción social. Puesto que nadie lo sabrá, no ha de tener la
desaprobación de nadie. Sin embargo, merece la desaprobación, aun si no la sufre.
¡Cuan distinto es esto cuando las sanciones sociales son inmerecidas! No nos acusamos
a nosotros, si somos inocentes, sino que acusamos a la sociedad que nos condena
injustamente.
c. Eliminemos la sanción psicológica. Los sentimientos de depresión, disgusto y
vergüenza, la incapacidad de comer o dormir a causa de las punzadas de remordimiento
o culpa, todo esto podrá molestarle a él, pero los demás serán inmunes a semejantes
sentimientos, e inclusive en él podrán provenir acaso de otras causas. El elemento moral
subsiste, con todo. Si en alguna forma los sentimientos de culpa pudieran eliminarse, de
modo que ya no percibiera trastorno psicológico alguno por causa de su acto, aun así
juzgaría el individuo su acto, con toda sinceridad, como malo, y sabría que es culpable, a
pesar de la ausencia de dichos sentimientos.
d. Eliminemos la sanción religiosa. Si Dios no fuera a castigarlo y si estuviéramos
seguros de que no iba a hacerlo, aun es esta hipótesis absurda no debería el acto llevarse
a cabo. El autor celebrará acaso escapar a dicha sanción, pero seguirá sabiendo que no
merecía escapar. El acto es de tal naturaleza, que Dios debería condenarlo, y nos
decepcionaría si no lo hiciera. Empezaríamos a poner en entredicho la justicia de Dios,
de modo que Dios mismo ya no seguiría representando lo ideal. Esta es tal vez la
indicación más clara del carácter absoluto del orden moral.

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e. Lo que subsiste es la sanción moral. Es intrínseca al acto mismo, idéntica con la


elección deliberada de la voluntad, con la relación entre el autor y su acto.
Al despreciar el bien moral me desprecie mí mismo. Según que acepte o rechace el bien
moral, subo o bajo en mi propio valor como hombre. El bien moral proporciona la escala
con la que necesariamente me mido a mí mismo, con la que me juzgo inevitablemente a
mí mismo. Este juicio no es meramente una opinión subjetiva, sino una apreciación
objetiva de mi verdadero valor en el orden de las cosas. Este ascenso o descenso no es
algo optativo; no me está permitido caer. No es una cuestión de si estoy o no interesado
en mi propia mejora; no me está permitido no ser. No se trata de una necesidad
disyuntiva: haz esto o acepta las consecuencias. Es simplemente: haz esto. No me está
permitido exponerme a mí mismo a las consecuencias de no hacerlo. De hecho,
cualesquiera que sean las consecuencias, han de juzgarse ellas mismas por este criterio
moral, y las consecuencias últimas han de contener su propio valor moral.
Algunos autores prefieren expresar este aspecto del deber ser mediante los términos de
correcto y erróneo en lugar de bien y mal. Es cierto que el primer par tiene un saber más
obligatorio que el segundo, pero es imposible lograr que la gente se sirva de semejantes
términos sencillos de modo consecuente especialmente si se los toma como no definibles.
Podemos utilizarlos como sinónimos y fiarnos en el contexto para su aclaración.

3. EL BIEN COMO PERFECCIÓN: LA MORAL AUTÓNOMA


Aristóteles empieza su Ética con la declaración: "el bien es aquello que todas las cosas
persiguen". Esto no debe tomarse como una definición del bien, sino solamente como un
reconocimiento de la relación entre el bien y el fin. Dice que el fin es "aquello por amor de
lo cual una cosa es hecha", y lo pone entre sus cuatro causas. Para él, todo cambio es un
proceso mediante el cual algún substrato subyacente dado (la materia) adquiere una
nueva especificación o determinación (la forma), a través de la acción de un operador
eficiente (el agente), movido a actuar por la atracción de algún bien (el fin).
Semejante visión del universo, con sus cambios constantes, supone teleología o finalidad,
esto es, un mundo dirigido, en el que todas las cosas tienen un fin, en cuanto opuesta a la
teoría mecanicista de que todos los cambios tienen lugar por azar. Un mundo dirigido
necesita un principio de dirección, y el nombre de ésta es naturaleza. Cada ser está
estructurado de modo que actúa solamente según determinadas líneas definidas. La
naturaleza no es alguna clase de conductor, ya sea interior o exterior al ser, ni algo
distinto del ser que actúa, sino que es el ser mismo. Es la esencia de cada ser,
considerado como principio u origen de su actividad. La dirección supone no sólo una
naturaleza, un principio motor para hacer que las cosas se muevan, sino también un
objetivo hacia dónde moverse. Así, pues, naturaleza y fin son términos correlativos. La
actividad natural es actividad teleológica.
El hombre tiene también una naturaleza, el origen del dinamismo interno de su ser, que
hace que sea natural para el hombre buscar el bien como su fin. El hecho de que la
naturaleza de un ser lo estructure de tal modo que actúe siguiendo líneas definidas no
constituye un impedimento a su libertad. Algunos seres tienen una naturaleza libre, están
construidos para actuar libremente y es natural para ellos dirigirse ellos mismos a su fin
por elección libre. Otros, en cambio, carecen de libertad y siguen automáticamente las
pistas que su naturaleza les ha trazado. En ambos casos tienden hacia sus respectivos
fines.

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Todo fin es un bien y todo bien es un fin, un fin no se perseguiría a menos que fuera algo
bueno para el que lo persigue, y el bien, al ser perseguido, es el fin o propósito del afán
de quien lo busca. Ninguna actividad es posible, como no sea para la consecución de
algún fin, por amor de algún bien. Este es el principio de finalidad o teleología, que Santo
Tomás explica como sigue:
“Todo agente actúa por necesidad por algún fin. Porque, si en un número de causas
ordenadas una con respecto a otra la primera es eliminada, las otras han de eliminarse
también necesariamente. Ahora bien, la primera de todas las causas es la causa final. La
razón de la cual es que la materia no recibe forma alguna, excepto en la medida en que
es movida por un agente; porque nada se reduce por sí mismo de la potencialidad al acto.
Pero es el caso que un agente no mueve, excepto con la intención puesta en un fin.
Porque si el agente no estuviera condicionado con respecto a algún efecto particular, no
haría una cosa con preferencia a otra; por consiguiente, con objeto de producir un
determinado efecto, el agente ha de estar determinado necesariamente con respecto a
uno particular de ellos, lo que constituye la naturaleza del fin.”
En otros términos, antes de actuar, el ser con capacidad para hacerlo está en un estado
indefinido y puede ya sea actuar o no, actuar en una determinada forma o en otra.
Ninguna acción tendrá jamás lugar, a menos que algo elimine dicha indeterminación,
mueva el ser a actuar y oriente su actividad en una determinada dirección. De aquí que el
principio de finalidad, esto es, "todo agente actúa con miras a un fin", está implícito en los
conceptos de potencia y acto, así como en la noción entera de casualidad. Si todo agente
actúa con miras a un fin, el agente humano también lo hace ciertamente así.
La descripción que precede se basa en Aristóteles, quien confirió a la teleología su
expresión clásica. Pero nuestro interés está en el hombre. Sea lo que sea lo que se
piensa de la teleología en el universo conjunto, ningún individuo en su cabal juicio puede
negar que los seres humanos actúan con miras a fines. Inclusive aquel que se propusiera
demostrar que no lo hacen, tendría esta demostración como su fin. El dejar de adaptar el
individuo su conducta a fines racionales constituye el signo reconocido de trastorno
mental. Por consiguiente, el solo supuesto de que hay algo como actos humanos
racionales constituye el reconocimiento de que los seres humanos actúan con miras
afines.
Se plantea esta cuestión: si todas las cosas, incluido el hombre, buscan un fin que es
también el bien, ¿cómo puede dejar un acto de ser bueno, cómo puede la conducta
humana equivocarse? El bien como fin, como perfeccionante, como bien para, posee
varios significados, de entre los cuales debemos aislar el bien moral.
La tesis del metafísico, en el sentido de que "todo ser es bueno", se refiere únicamente a
la bondad ontológica o metafísica. Significa solamente que todo ser, por el solo hecho de
ser un ser, tiene en sí alguna bondad y es bueno para alguna cosa, contribuyendo en
alguna forma a la armonía y la perfección del universo. Todo ser posee cierta cantidad de
bondad física, que consiste en una integridad de sus partes y en una competencia de
actividad. Aunque algunas cosas son físicamente defectuosas, son buenas en la medida
en que tienen el ser, y defectuosas en el sentido de que les falta ser. Pero, del hecho de
que todo ser sea bueno para algo, no se sigue que todo ser sea bueno para todo. Lo que
es bueno para una cosa podrá no serlo para otra, y lo que es bueno para una cosa en
determinadas circunstancias o desde un determinado punto de vista podrá no serlo en
circunstancias distintas o desde otro punto de vista. La metafísica considera el bien en su
sentido más amplio y puede encontrar así, en alguna forma, bien en cada cosa; la ética,

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en cambio, considera el bien bajo el aspecto limitado de la conducta humana voluntaria y


responsable, y encuentra a menudo este aspecto extrañamente alterado. El asesino
apunta la pistola y derriba a su víctima. Se trata de un buen tiro, pero de una acción mala.
Desde el punto de vista de la ejecución es admirable, pero en cuanto acto di conducta
humana es condenable. Hay algún bien en todas las cosas, pero éste no es
necesariamente el bien ético o moral.
Debido a que no todo es bueno para todo, corresponde al juicio humano decidir cuáles
cosas son buenas para él. Los juicios humanos están sujetos al error y, por consiguiente,
el individuo podrá tomar el bien aparente por el bien verdadero. Al menos que una cosa
parezca, ser buena, no podríamos buscarla en absoluto, porque no podría constituir
atractivo alguno para nuestros apetitos; pero podemos confundir fácilmente lo que es
bueno para otra cosa por lo que es bueno para nosotros, o aquello que sería bueno para
nosotros en otras circunstancias con lo que es bueno para nosotros, aquí y ahora. Si
algún bien menor hace imposible la consecución del bien absolutamente necesario,
entonces este bien menor no es para nosotros el verdadero bien. El bien moral ha de ser
siempre el verdadero bien.
Así, pues, hay grados en cuanto a la bondad. Buscaremos acaso un bien no por amor del
mismo, sino como medio para otro bien: es deseable únicamente en cuanto conduce a
otra cosa más deseable. Este es el bien útil o instrumental, y es bueno solamente en un
sentido calificado o análogo, tal como lo son los utensilios e instrumentos. Podemos
buscar un bien por la satisfacción o el placer que procura, sin considerar si habrá de ser o
no provechoso para nuestro ser conjunto; nos deleita ahora y podrá ser acaso inocuo,
pero no ofrece garantía alguna de que no pueda perjudicarnos a la larga, incapacitarnos
para el bien mayor. Ese es el placentero, y es el que nos atrae de la manera más viva. O
bien, podremos perseguir un bien, en fin, porque contribuye a la perfección de nuestro ser
en su conjunto, porque es adecuado al individuo como tal éste es el bien apropiado, lo
justo y lo honorable lo noble y virtuoso, y es bueno en el sentido más pleno de palabra.
Es no sólo bueno para nosotros, como el término apropiado lo implica, sino también
bueno en sí mismo, en cuanto valor independiente, aparte de su efecto sobre los demás;
desde este punto de vista se le designa como bien intrínseco. El bien moral, además de
poder ser también útil y placentero, es siempre y necesariamente el bien apropiado.
Este análisis de las clases del bien muestra que la conducta humana ha de estar dirigida
siempre en algún sentido hacia el bien, pero que éste no siempre es el bien moral. El
hacerlo bien moral, tal es el propósito de la vida y tal nuestra responsabilidad.

4. EL BIEN COMO CONSTRUCCIÓN SOCIOCULTURAL: LA MORAL


RELATIVA
Esta tendencia filosófica, elaborada principalmente en el siglo XX, sostiene que el
fundamento de lo bueno lo constituye el proceso de creación cultural que se da en todas
las sociedades. Este proceso, al propio tiempo que crea arte, religión, ciencia, filosofía,
etc., crea modelos de valoración que los miembros de una sociedad aprenden,
internalizan y usan para decidir cuando algo es bueno y cuando no lo es.
Esta tendencia no acepta ningún tipo de subjetivismo (hedonista o utilitarista) porque
considera que los modelos de valoración no dependen de los individuos tomados
aisladamente, ni de la naturaleza ni finalidades externas a las sociedades en su desarrollo
histórico.

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Todo individuo nace en una sociedad y se educa dentro de ella aprendiendo e


internalizando los modelos de valoración que son vigentes en su sociedad. Sin embargo,
él, como ser que participa de la historia, puede contribuir luego a renovar los modelos de
valoración de su sociedad.
Esta tendencia sostiene que ésta es la manera más razonable de explicar por qué lo que
es bueno en una sociedad no lo es en otra. Por ejemplo la poligamia es considerada
moralmente mala en muchos países pero en otros como algunos pueblos árabes es
considerada moralmente buena. Asimismo en la misma sociedad de un época a otra
varían los modelos de valoración
En el Perú colonial fue moralmente bueno ejecutar a los llamados herejes pero hoy día ya
no lo es. Un representante de esta corriente es el filósofo contemporáneo Marcuse. La
exposición de esta tendencia nos excusa de hacer algunas objeciones conocidas a las
otras tesis, pues ella se funda en una crítica a los objetivismos y subjetivismos. Asimismo,
aunque es también una posición discutible, concederemos, sin prolongar la exposición
innecesariamente a este nivel, que ésta es la más admitida por los pensadores
contemporáneos y la que más liga a la Axiología con las investigaciones de una ciencia
social conocida como Antropología Cultural.

III- CONOCIMIENTO DE FUENTES

Ética a Nicómaco
(Aristóteles)
Libro Segundo, Capítulo V
Tras de esto habemos de inquirir qué cosa es la virtud. Y pues en el alma hay tres géneros de
cosas solamente: afectos, facultades y hábitos, la virtud de necesidad ha de ser de alguno de estos
tres géneros de cosas. Llamo afectos la codicia, la ira, la saña, el temor, el atrevimiento, la envidia,
el regocijo, el amor, el odio, el deseo, los celos, la compasión, y generalmente todo aquello a que es
aneja tristeza o alegría. Y facultades, aquellas por cuya causa somos dichos ser capaces de estas
cosas, como aquellas que nos hacen aptos para enojarnos o entristecernos o dolernos.Pero hábitos
digo aquellos conforme a los cuales, en cuanto a los afectos, estamos bien o mal dispuestos, como
para enojarnos. Porque si mucho nos enojamos o remisamente, estamos mal dispuestos en esto, y
bien si con rienda y medianía, y lo mismo es en todo lo demás. De manera que ni las virtudes ni los
vicios son afectos, porque, por razón de los afectos, ni nos llamamos buenos ni malos, como nos
llamamos por razón de las virtudes y vicios. Asimismo por razón de los afectos ni somos alabados
ni vituperados, porque ni el que teme es alabado, ni el que se altera, ni tampoco cualquiera que se
altera o enoja comúnmente así es reprehendido, sino el que de tal o de tal manera lo hace; pero por
causa de las virtudes y los vicios somos alabados o reprehendidos. A más de esto, en el enojarnos
o temer no hacemos elección; pero las virtudes son elecciones o no, sin elección. Finalmente, por
causa de los afectos decimos que nos alteramos o movemos; pero por causa de las virtudes o
vicios no decimos que nos movemos, sino que estamos de cierta manera dispuestos. Por las
mismas razones se prueba no ser tampoco facultades; pues por sólo poder hacer una cosa, ni
buenos ni malos nos llamamos, ni tampoco somos por ello alabados ni reprehendidos. Asimismo las
facultades, naturalmente las tenemos, pero buenos o malos no somos por naturaleza. Pero de esto
ya arriba se ha tratado. Pues si las virtudes ni son afectos ni tampoco facultades, resta que hayan
de ser hábitos. Cuál sea, pues, el género de la virtud, de esta manera está entendido.

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Libro Segundo, Capítulo VI


No sólo, pues, conviene decir qué es hábito, sino también qué manera de hábito. Esto, pues, se ha
de confesar ser verdad, que toda virtud hace que aquello cuya virtud es, si bien dispuesto está, se
perfeccione y haga bien su propio oficio. Como la virtud del ojo perfecciona el ojo y el oficio de él,
porque con la virtud del ojo vemos bien, de la misma manera la virtud del caballo hace al caballo
bueno y apto para correr y llevar encima al caballero y aguardar a los enemigos. Y si esto en todas
las cosas es así, la virtud del hombre será hábito que hace al hombre bueno y con el cual hace el
hombre su oficio bien y perfectamente. Lo cual como haya de ser ya lo habemos dicho, y aun aquí
se verá claro si consideramos qué tal es su naturaleza.
(…) llamo el medio de la cosa, el que igualmente dista de los dos extremos, el cual en todas las
cosas es de una misma manera; pero el medio en respecto de nosotros es aquello que ni excede ni
falta de lo que conviene, el cual ni es uno, ni el mismo en todas las cosas. (…) todas las obras que
están hechas como deben, que ni se les puede quitar ni añadir ninguna cosa; casi dando a entender
que el exceso y el defecto estragan la perfección de la cosa, y la medianía la conserva. Y los
buenos artífices, como poco antes decíamos, teniendo ojo a esto hacen sus obras. Pues la virtud,
como más ilustre cosa y de mayor valor que toda cualquier arte, también inquiere el medio como la
naturaleza misma. Hablo de la virtud moral, porque ésta es la que se ejercita en los afectos y
acciones, en las cuales hay exceso y defecto, y su medio, como son el temer y el osar, el codiciar y
el enojarse, el dolerse, y generalmente el regocijarse y el entristecerse, en todo lo cual puede haber
más y menos, y ninguno de ellos ser bien. Pero el hacerlo cuando conviene y en lo que conviene y
con los que conviene y por lo que conviene y como conviene, es el medio y lo mejor, lo cual es
propio de la virtud. Asimismo en las acciones o ejercicios hay su exceso y su defecto, y también su
medianía; y la virtud en las acciones y afectos se ejercita, en las cuales el exceso es error y el
defecto afrenta, y el tomar el medio es ganar honra y acertarlo; las cuales dos cosas son propias de
la virtud. De manera que la virtud es una medianía, pues siempre al medio se encamina. (…) Y por
esto el exceso y el defecto son propios del vicio, y de la virtud la medianía:
Porque para la virtud sólo un camino se halla; y los del vicio son sin tino. Es, pues, la virtud hábito
voluntario, que en respecto nuestro consiste en una medianía tasada por la razón y como la tasaría
un hombre dotado de prudencia; y es la medianía de dos extremos malos, el uno por exceso y el
otro por defecto; asimismo por causa que los unos faltan y los otros exceden de lo que conviene en
los afectos y también en las acciones; pero la virtud halla y escoge lo que es medio. Por tanto, la
virtud, cuanto a lo que toca a su ser y a la definición que declara lo que es medianía, es cierto la
virtud, pero cuanto a ser bien y perfección, es extremo. Pero no todo hecho ni todo afecto es capaz
de medio, porque, algunos, luego en oírlos nombrar los contamos entre los vicios, como el gozarse
de los males ajenos, la desvergüenza, la envidia, y en los hechos el adulterio, el hurto, el homicidio.
Porque todas estas cosas se llaman tales por ser ellas malas de suyo, y no por consistir en exceso
ni en defecto. De manera que nunca en ellas se puede acertar, sino que siempre se ha de errar de
necesidad. Ni en semejantes cosas consiste el bien o el mal en adulterar con la que conviene, ni
cuando conviene, ni como conviene, sino que generalmente el hacer cualquier cosa de éstas es
errar. De la misma manera es el pretender que en el agraviar y en el cobardear y en el vivir
disolutamente hay medio y exceso y asimismo defecto. Porque de esta manera un exceso sería
medio de otro exceso y un defecto medio de otro. Pues así como en la templanza y en la fortaleza
no hay exceso ni defecto, por ser, en cierta manera, medio entre dos extremos, de la misma manera
en aquellas cosas ni hay medio ni exceso ni defecto, sino que de cualquier manera que se hagan es
errarlas. Porque, generalmente hablando, ningún exceso ni defecto tiene medio, ni ningún medio
exceso ni defecto.

IV- ACTIVIDAD DE APLICACIÒN

Propone un problema ético y propone su respectiva solución según cada escuela ética.

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