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Pi. N. 6.1-8
Una misma es la raza de los hombres, una misma la de los dioses, y de una
misma madre (nacidos) respiramos unos y otros. Pero nos separa un poder todo
diverso, pues lo uno es nada, mientras que el cielo de bronce permanece
siempre en asiento seguro. Pero en algo, con todo, nos acercamos -sea en
nuestro gran espíritu, sea por naturaleza- a los inmortales, aunque ni durante el
día ni en la noche sabemos nosotros hacia que meta el destino nos prescribió
correr.1
Il. 24.523-533
Ya que los dioses hilaron para los miserables mortales vivir afligiéndose,
mientras ellos viven descuitados. Pues dos jarras yacen en el suelo de Zeus, de
dones que nos da, de males una y de bienes la otra. A quien Zeus, que lanza el
rayo, los da mezclados, unas veces se encuentra con un mal, otras veces con un
bien. A quien le da de las penas, lo hace objeto de ultrajes, y con una terrible
hambre de buey lo empuja sobre la divina tierra, y va y viene, sin ser honrado
por los dioses ni por los hombres. 2
Od.18.130-152
Ningún ser más endeble que el hombre sustenta la tierra
entre todos aquellos que en ella respiran y andan,
nunca piensa que va a sufrir mal mientras le hacen los dioses
prosperar, y sus pies le mantienen erguido, mas cuando
las deidades de vida feliz le decretan desdichas,
mal de grado se inclina ante ellas con alma paciente;
el talante del hombre que pisa la tierra se ajusta
con la suerte del día que el padre de dioses y humanos
va mandando: yo pude también ser dichoso en el mundo,
mas me di a hacer locuras fiando en mi fuerza, en mis bríos,
en la ayuda y poder de mis padres y hermanos. Por ello
nunca debe un mortal practicar la injusticia; recoja
silencioso los dones que el cielo le dé…
1
Las traducciones son las pertenecientes a la colección Biblioteca Clásica de la editorial Gredos.
2
Excepto esta.
Guillaume de la Perrière, Le théâtre des bons engins (ed. 1545), emblema 57
Il. 21. 461-7:
Díjole, a su vez, Apolo, el soberano protector:
«¡Agitador del suelo! Me dirías que en mis cabales no
estoy si me avengo a combatir contigo por culpa de míseros
mortales, que, semejantes a las hojas, unas veces
se hallan florecientes, cuando comen el fruto de la tierra,
y otras veces se consumen exánimes. ¡Ea, cuanto antes
cesemos nuestra lucha! ¡Que diriman ellos solos su porfía!»
Il. 17.443-447
¡Infelices! ¿Por qué os entregamos al soberano Peleo,
un mortal, siendo los dos incólumes a la vejez y a la muerte?
¿Acaso para padecer dolores entre los desgraciados hombres?
Pues nada hay sin duda más misero que el hombre
de todo cuanto camina y respira sobre la tierra.
Ibid.
Y Filipo, rey de los macedonios, habiéndole sido anunciados tres éxitos al
mismo tiempo: el primero, que había vencido con su cuadriga en los juegos de
Olimpia; el segundo, que Parmenión, su general, había derrotado a los
dardanios en una batalla, y el tercero, que Olimpias le había dado a luz un hijo
varón, levantando sus manos al cielo, dijo: ‘Oh dios, pon en compensación junto
a estas cosas algún daño moderado’, sabiendo que la fortuna tiene una
inclinación natural a envidiar los grandes éxitos.
Ibid. VIII, 15
Cuando Filipo venció a los atenienses en Queronea, aunque estaba excitado por
su triunfo, no obstante supo dominar su espíritu y no se dejó arrastrar por la
soberbia. Por esta razón creyó necesario que uno de sus esclavos le recordara, al
alba, que era humano; y así ordenó a uno de sus domésticos que asumiera ese
trabajo. Y según se cuenta, él no se presentaba en público, como tampoco se
permitía a ningún peticionario el acceso a Filipo, antes de que el esclavo le
gritara tres veces cada mañana esta frase. Le decía: «Filipo, eres un hombre».