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Tormenta

─Quisiera quedarme contigo aquí, para siempre.

─Entonces quédate, ¡quédate conmigo!

Bajé la mirada y oculté mi rostro en su pecho, las lágrimas comenzaron a correr ardientes por
mis mejillas. Ella tomó mi cara entre sus manos, la alzó para verme a los ojos y mis lágrimas se
mezclaron con la lluvia que comenzaba a caer.

─Quédate, aquí… conmigo ─insistió.

Nos besamos largamente, la llovizna nos empapaba de a poco, el viento daba aviso de que
pronto llegaría una tormenta. La luna, pintada en el centro del cielo; una que otra estrella y la
luz de los faroles del parque, eran suficientes para alumbrarnos.

La abracé y lloré amargamente sobre su pecho. De pie, cerca de las diez de la noche, el lugar
estaba solitario y nuestras voces y mi ahogado llanto se perdían en el silencio. Los sollozos
desparecen sin dejar huellas visibles, las palabras son solo eso, palabras… Aunque ahora era
diferente, ella había prometido volver por mí. No sé si para bien o para mal, por única vez
estaba cumpliendo una promesa (a pesar de que rompió tantas otras antaño). No habría testigo
allí de lo que estábamos hablando, tampoco nosotras deberíamos recordarlo al día siguiente.
Hundida ahí, cobijada en su calor, sentí cómo su corazón latía, angustiado, dolorido. Todo
había partido así:

Ya habían pasado dos años desde que me había ido de la ciudad, uno desde que había vuelto y
me la había encontrado de casualidad. Lamentablemente para mí, en aquella ocasión bastó eso;
una pequeña casualidad para volver a caer ante esos intensos y profundos ojos verdes que
tantas veces me dañaron, que tanto dolor me provocaron y que por tantos años me privaron de
su mirada, pero ahí estaban otra vez y ahí también estaba yo, dispuesta a sacrificarlo todo por
solo una mirada de sus pupilas, un beso de esos labios que nunca fueron míos y que tuve que
compartir con tantas otras… en fin. Antes de marcharme, hace dos años, pensé que se me
estaba acabando el tiempo, que debía escapar de todo y empezar de nuevo, ¡y lo había
logrado! ¡Dios!, por fin tenía todo lo que había deseado, todo por lo que había luchado: un
buen empleo en la capital, un pequeño y tibio lugar que podía llamar hogar, una oportunidad
para dejar mi tormentoso pasado atrás y, lo más, importante: un hombre bueno, que había
traído paz a mi vida después de haber pasado por tantas tormentas. Su cálido abrazo me hacía
sentir calma y, cuando tenía pesadillas, verlo dormir a mi lado me daba tranquilidad. Es cierto,
no lo amaba, pero ¿quién necesita el amor para tener una vida plena? ¿Quién necesita el amor,
cuando este solo ha traído caos y desesperación, dolor y angustia? No, yo ya no lo necesitaba.
Llevaba un año viviendo tranquila y eso era suficiente para mí.
Pasó el tiempo y, cuando decidí que era momento de volver a ver a quienes tanto extrañaba,
mi familia y amigos, fue entonces que la vi.

Después de haber salido a beber un par de cervezas con una amiga, me encontraba esperando
la locomoción para regresar a la casa de mi madre, en donde me hospedaba. Ella me vio
primero, al verla me quedé inmóvil esperando a que pasara de largo como tantas veces lo
hacía, no obstante, me habló; respondí por inercia, quise irme, pero no supe cómo ni a donde…
a petición suya nos sentamos a conversar un rato. Le dije que me dejara ir en cuento vi que mi
bus se acercaba, me puse de pie, la miré para despedirme y sus ojos me atravesaron el pecho,
se acercó a mí, quedé sin aire, inmóvil… sus labios se posaron en los míos y las malditas
mariposas comenzaron a revolotear de nuevo en mi vientre. Dejé que el bus se fuera y la besé
también. “Será la única y última vez”, pensé aquella vez…

─Deja que me vaya. Es tarde ya.

A pesar de la lluvia, cada vez más intensa, ella no dejaba de apretarme entre sus brazos.

─Cada vez que te vas, me queda la sensación de que no te volveré a ver de nuevo.

Esa era mi intención cada vez que me alejaba de ella, marcharme para siempre, borrar toda
huella de nuestro encuentro y seguir adelante con mi vida perfecta, con aquella paz
inamovible.

─Bésame entonces, como si no fueras a verme otra vez.

Vi que sus ojos se nublaron, los cerró dejando escapar un par de lágrimas y me besó. Sentí un
nudo en la garganta. Me apretó fuerte en un abrazo de despedida y, al separarnos, susurró:

─Te amo.

La miré fría. Siempre me provocaba ira escucharla, pero también me gustaba oírla; era
confuso, como algo dulce y amargo a la vez. ¿Por qué ahora? ¿Por qué volvía a mi vida a
decirme cosas que nunca me dijo cuando necesité oírlas? De todas maneras respondí.

─También te amo.

─Y ¿por qué no te quedas, entonces?

Antes de voltearme para partir, le dije lo que le decía siempre:

─Porque ya es demasiado tarde.


Caminé con los puños apretados. Tomé el bus y, al llegar a mi destino, me acosté. Tenía un
mensaje suyo, lo borré sin abrirlo, ¿qué sentido tenía? Marchaba a la capital al día siguiente,
iba a regresar a mi vida, a mi rutina y a la tranquilidad a la que estaba acostumbrada. Sin
embargo, lo más probable era que en un par de semanas, volviera a marcar su número para
avisarle que viajaría… después de todo… lo único que le daba sentido a mi existencia, era
dejarme azotar por la tormenta de vez en cuando.

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