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Para alcanzar un buen nivel de autoestima, debemos descubrir nuestra identidad. ¿Quién
soy yo?, ¿qué soy?, y más importante y decisivo aún, ¿qué quiero ser?
Todo ello incide en la forma en que miramos las cosas, en cómo aprovechamos las
oportunidades que la vida nos ofrece y en la manera en que nos relacionamos con los
demás.
Con una autoestima saludable, nos hacemos cargo de nuestra propia vida y asumimos una
actitud responsable y activa en la búsqueda de nuestras propias metas.
La autoestima
Antes de dar nuestra versión, veamos algunas de las definiciones que eminentes psicólogos
e investigadores han dado.
Algunos usan la palabra “estima” en el sentido de “aprecio, cariño”, y vinculan la
autoestima al conjunto de emociones y sentimientos que tenemos hacia nosotros mismos.
Este enfoque explica la autoestima como uno de los componentes de los “autoesquemas” o
“autosistemas” (Walter Riso).
En la misma línea, otros autores la definen como el sentimiento personal que surge de la
satisfacción o insatisfacción alcanzada por la forma en que vamos logrando el éxito en la
consecución de las metas que nos habíamos propuesto (William James).
Coopersmith afirma que es la evaluación aprobatoria o desaprobadora que uno hace sobre sí
mismo continuamente.
Otras definiciones
Un sentido subjetivo y permanente de la aprobación realista de uno mismo. Refleja cómo la
persona se percibe y se valora a sí misma.
Es un autorretrato o imagen interna que incluye las diversas características que adscribimos
a nuestra personalidad. Se construyen con el paso del tiempo y sirven principalmente para
organizar la información que se refiere a uno mismo. Cuando nos encontramos con
información o sucesos nuevos, intentamos comprenderlos desde el punto de vista de esas
estructuras cognoscitivas. Son como una compleja lente psicológica a través de la cual nos
vemos a nosotros mismos y las cosas que nos rodean, casi sin darnos cuenta. Por ello dice
un aforismo que “todo depende del cristal con que se mire”.
Este autosistema o autoesquema constaría de varios componentes, según el autor que los
explique: autoconsciencia, autoevaluación, autorregulación y autoeficacia.
¿Qué es la identidad?
Desde la adolescencia, todo hombre y toda mujer descubre su propia existencia. Y surge la
necesidad de satisfacer las viejas preguntas que se ha hecho la Humanidad desde los albores
de los tiempos. ¿Quién soy yo? ¿Qué soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es mi
papel en la vida? ¿Qué sentido tiene mi existencia?
Ya Sócrates nos recordaba el viejo precepto del frontispicio del templo de Delfos en
Grecia: Conócete a ti mismo y conocerás el universo.
Precisamente la identidad es la compleja respuesta a la eterna pregunta humana “¿Quién
soy?”.
Diane E. Papalia y Sally W. Olds explican que la búsqueda de identidad es una búsqueda de
toda la vida, la cual se enfoca durante la adolescencia y puede repetirse de vez en cuando
durante la edad adulta. Erikson enfatiza que este esfuerzo por encontrar un sentido de sí
mismo y del mundo es un proceso sano y vital que contribuye a la fuerza del ego del adulto.
Los conflictos que involucran el proceso sirven para estimular el crecimiento y el
desarrollo.
Así, para alcanzar un buen nivel de autoestima, debemos antes que nada descubrir nuestra
identidad. La primera pregunta que debemos contestarnos con franqueza es: ¿quién soy yo?,
¿qué soy?, y más importante y decisivo aún, ¿qué quiero ser?
Tales expectativas pueden existir en la mente como visiones del subconsciente sobre
nuestro futuro. El psicólogo educacional Paul Torrance, al analizar la evidencia científica
acumulada, afirma que nuestras asunciones implícitas acerca del futuro afectan
decisivamente a la motivación. “De hecho, la imagen del futuro de una persona puede
pronosticar mejor lo que consiga del futuro que sus actuaciones del pasado”.
Por eso creemos que una buena autoestima es precisamente una de las resultantes directas
del proceso, ya no solo de búsqueda de una identidad, sino, una vez encontrada, de
afirmación de dicha identidad del individuo.
Se busca entonces afanosamente agradar a los demás, a fin de mejorar la imagen o estima
que de nosotros tienen. En casos extremos, es causa del llamado “vampirismo emocional”.
Desvaloración aprendida. Cuando un trabajo no nos sale bien, podemos atribuirlo a la falta
de esfuerzo, a la falta de capacidad, o a ambas (también podemos echarle la culpa a algo o
alguien externo). Cuando se atribuye el fracaso a la falta de esfuerzo, suele tener poca
influencia en los sentimientos que uno tiene sobre su propia eficacia. Sin embargo, cuando
lo atribuimos a falta de capacidad, probablemente el resultado sea una desmotivación.
Además, este tipo de valoración persistente puede llevarnos a enfrentar situaciones
semejantes cada vez con menos motivación y más pesimismo, fracasando incluso en
situaciones relativamente fáciles (profecías autorrealizables).
Represión. Es una regulación interna que genera estados de angustia, usualmente por no
venir de una decisión consciente sino del acatamiento de una imposición externa o
internalizada. Por ejemplo, cuando dejamos de decir lo que sentimos por temor al rechazo o
enojo ajeno.
A través del rescate de las enseñanzas milenarias de Oriente y Occidente y de los clásicos,
todos podemos desarrollar un enfoque natural y desconflictuado para promover nuestro
potencial interno, conociéndonos a nosotros mismos gracias al descubrimiento de los
componentes de la personalidad.