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Una ruptura no es un fracaso

Sergio De Dios González 24 Noviembre, 2016


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Quizás tu pareja se ha roto hace poco, después de miles de dudas, de varias reconciliaciones y
de acumular momentos de tristeza que parecían imposibles de remontar. La salida de una
relación suele ser un momento de sentimientos encontrados, ya no porque quede más o
menos amor, sino porque significa dejar atrás una etapa de la vida, como han podido ser otras.
Desgraciadamente uno de esos sentimientos suele ser el de fracaso.

Así, no es extraño que se mezcle la nostalgia por lo perdido con cierto entusiasmo por haber
sido valientes y habernos animado a dejar atrás una situación que lastraba nuestras vidas.
Así, pueden ser instantes de verdadera confusión en el que damos un paso hacia delante, dos
hacia atrás, otros dos hacia delante, hasta que por fin conseguimos salir.

También romper con una pareja suele ser sinónimo de romper con la estabilidad, ya que por
muy intermitente que fuera el otro como punto de apoyo en nuestras mentes no dejábamos
de contar con él para nuestros proyectos. Proyectos que en parte pueden haberse roto con el
fin de la relación, otros sobrevivirán pero los haremos con otras personas o en soledad.
El sentimiento de fracaso cuando se produce la ruptura

Uno de los sentimientos más comunes en las parejas que acaban de dejar la relación es la
sensación de fracaso. Se habían jurado amor del bueno, del eterno, del para siempre y de
pronto se encuentran con un vacío en el que estas palabras hacen un eco muy poderoso. Es
el eco del miedo, y de la rabia también.

Cuando una pareja se forma, lo más habitual es que las dos personas inviertan mucho para
que el vínculo crezca rápido y fuerte. Es una inversión en la que prima la ilusión, los detalles y
las ganas de compartir tiempo juntos. Un tiempo que nunca parece suficiente, de hecho es de
las pocas cosas para las que el empacho no tiene por qué dejar resaca.

Cuando el tiempo pasa, la situación se estabiliza y los dos empiezan a tirar de las cuerdas que
antes estaban flojas, dando lugar a las primeras tensiones. Nadie puede sobrevivir mucho
tiempo en la primera fase que hemos descrito antes, ya que es un periodo en el que la
balanza en las que ponemos las facetas de nuestra vida se desequilibra totalmente. La
pareja, los amigos y otros proyectos personales son apartados y con la normalización de la
relación llega el momento de recuperaros en parte.

No obstante, dentro de este segundo periodo, aunque la inversión sea menos alocada sigue
existiendo. Ya no es tanto el dar o el ofrecer como el construir juntos. Esta edificación crea a
su vez lazos de interdependencia que van a complicar cualquier separación. Podemos hablar
de una casa o una hipoteca, pero también están las familias de cada uno, el viaje programado
para el verano o la boda a la que iban a ir juntos.

Romper estos lazos son los que precisamente agudizan el sentimiento de fracaso: nos
recuerdan que participábamos de un proyecto que se ha esfumado. Este sentimiento de
fracaso es el que hace, por ejemplo, que una pareja tarde un tiempo en comunicar que se ha
separado, a pesar de que ya lleven tiempo sin construir juntos.

También es fácil que el sentimiento de fracaso vaya acompañado de un deterioro de


la autoestima, especialmente en las personas que finalmente no han tomado la decisión.
Pueden sentir que no son los suficientemente buenos para que la otra persona les siga
aceptando como pareja y generalizar este pensamiento a otras áreas que son susceptibles de
evaluación, como el rendimiento en el trabajo.
Si miramos nuestra relación de otra forma, el sentimiento de fracaso no aparecerá

Así, el sentimiento de fracaso es lógico en esta forma de concebir una relación. Una forma
heredada históricamente de generaciones anteriores en las que las separaciones eran vistas
con recelo, cuando no cierto repudio, por parte de la sociedad. También forma parte de
nuestra forma de vida, en el sentido de que muchas de nuestras acciones presentes están
condicionadas por pretensiones futuras. Un futuro, que por cierto, nadie nos asegura.

Es curioso, porque cuando pasa el tiempo y el duelo se supera solemos recordar los momentos
buenos de esa relación y no tanto los malos. Somos capaces de darle un sentido que antes
probablemente nos hubiera ayudado. Es el sentido de que una relación merece la pena por lo
que te da, no por lo que te dará.

Merece la pena por los paseos compartidos, por las cenas hechas con cariño, por las sorpresas
más tontas o por los nervios antes de conocer a los suegros. Probablemente has apostado
mucho para que eso saliera adelante, pero piensa realmente si eso que has dado no te lo ha
devuelto la relación. Sí, la relación, no la otra persona. Quizás nunca te preparó una sorpresa,
pero tú no te lo pasaste en grande reparando las que le hiciste, quizás nunca te fue a buscar al
trabajo pero….¿no disfrutabas cuando lo hacías tú?

Ver la relación desde este prisma no solo evita que aparezca un sentimiento de fracaso en caso
de ruptura, sino que nos motiva y nos estimula a través de algo que nosotros controlamos. Ese
algo no es otra cosa que el placer de sentir como el otro está protegido con nuestra chaqueta,
cuando nosotros temblamos de frío. Ese algo no es otra cosa que lo que hacemos y está en
nuestras manos, igual que seguir hacia adelante en caso de que la relación termine.

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