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LAS DOS ALAS DEL ESPÍRITU

Diego J. Fares s.j. (Bs. As.)

La imagen de la Fe y la Razón como “las dos alas -con las cuales el


espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad-”, nos da el tono
de la última encíclica papal -Fides et Ratio-. Esa sola imagen resuelve, desde un
plano superior, una contradicción aparente, que parece superada pero que ha
marcado más de la mitad del milenio que termina: la de la lucha entre razón y fe.
En esta lucha ambas contendientes probaron fuerzas, maduraron y
distinguieron bien sus límites, pero su divorcio las ha dejado maltrechas. Este
milenio, en el que la razón creció insospechadamente -en muchos aspectos
gracias a la fe-, concluye con una razón que desconfía de sí misma y de lo que
ha producido -aunque no pueda detener su marcha. Y la fe, sin la ayuda de la
razón, corre el riesgo de satisfacer sus ansias en cualquiera de esos ídolos que
los medios enaltecen un día para derribarlo al siguiente.
El diagnóstico no es sólo del Papa: nuestra época termina con una crisis
de sentido y una falta de esperanza a nivel racional que no coincide con la
vitalidad llena de esperanzas que se manifiesta por todas partes sin que nadie
logre formularla adecuadamente. La “crisis de sentido” no es porque “no haya
sentido”, es crisis de las formulaciones que no logran serenarse y aunar
perspectivas y se multiplican en los medios sin ton ni son.
Aunque el título -Fe y razón- parezca viejo (fue “el tema” de los comienzos
de este siglo) el espíritu es nuevo. El Papa nos dice: “tenemos dos alas”; hemos
querido volar con una -unos sólo con la de la razón, otros con la de la sola fe-;
“necesitamos dos alas”... que aleteen juntas: lo que cuenta es elevarse hacia la
verdad.

¿A qué verdad?

¿A qué verdad?, dirán rápidamente algunos. ¿“A la verdad de quién”? se


apurarán otros, desconfiando ya de entrada ante este planteo.
Atendamos un poco a las reflexiones de este hombre casi octagenario,
que desde hace 20 años recorre nuestro mundo, desgastandose por sus
convicciones y tratando de hacer el bien. Escuchemos al menos “su” testimonio
de la verdad. No perderemos nada. Al fin y al cabo, el testimonio de cada
hombre, es el elemento más valioso de la verdad.

No hay motivo para que se peleen...

“No hay motivo alguno -nos dice- de competitividad entre la razón y la fe,
una está dentro de la otra y cada una tiene su espacio propio de realización” (FR
17).
A una razón “que ha quedado prisionera de sí misma” (FR 22), el Papa le
recuerda -con Aristóteles- sus deseos profundos:”todos los hombres desean
saber” y “la obligación ética de buscar la verdad y de seguirla” (FR 25).
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¿Quién nos impide abrirnos a la Verdad?

Su pregunta se dirige al hombre mismo -a cada uno de nosotros-, no va


contra los sistemas. Y esa pregunta es: ¿porqué no abrirse a la verdad en todas
sus dimensiones, también en las que nos trascienden? ¿Quién nos lo impide?
Y nos da dos definiciones de lo que somos.

El hombre es “aquel que busca la verdad”

El hombre es “aquel que busca la verdad”. Es un hecho que cada uno se


basa en alguna verdad para organizar su vida. Todos tenemos en común el
preguntarnos por la verdad. Y la certeza de nuestra muerte. De aquí brota que,
en cada manifestación del hombre esté el deseo de alcanzar la certeza de la
verdad y de su valor absoluto (FR 25-28). La sed de la verdad “está tan
enraizada” en nuestro ser que prescindir de ella comprometería toda nuestra
existencia. Vemos en nuestra experiencia cotidiana, que tenemos capacidad de
llegar a la verdad. Quizás la formulación de uno no sirva para todos. Pero todos
sabemos cómo organizar nuestro trabajo (verdades de experiencia), descubrimos
un sentido para darle a lo que hacemos (verdades filosóficas) y de alguna
manera nos abrimos a algo que nos trasciende. El papa insiste en esta
capacidad práctica de vivir en la verdad, de corregir incesantemente nuestros
errores, de adecuarnos una y otra vez a la realidad tanto exterior como interior.
“Cada hombre es filósofo” (FR 30).

El hombre es aquel que vive de creencias

“El hombre es aquel que vive de creencias”. El Papa revaloriza el


significado de nuestras creencias. “El hombre, como ser social, recibe muchas
verdades”, también las critica para formarse sus propias convicciones, pero
recupera mucho de lo recibido. De hecho “son más las verdades creídas” que
las que uno adquiere por sí mismo.(Cfr FR 31). El valor de las creencias radica
en que “incluyen una relación interpersonal”, lo cual es más rico que esas
verdades que provienen de la evidencia. Porque uno no busca sólo verdades en
qué creer sino “personas en quien confiar” (FR 33). Este aspecto de la verdad, su
carácter de “ser digna de confianza”, es propio de la verdad humana, personal.
Cuando se habla de verdad interpersonal lo que cuenta no es tanto que se
“devele” algo, que se manifieste clara y constatablemente, sino que lo central
está en la libertad. Libertad del que da testimonio de algo que sólo él conoce -la
amistad que brinda, por ejemplo- y de lo que se hace responsable con su vida.
Una tal manifestación de la verdad más íntima de alguien requiere apertura y
confianza por la otra parte. En este nivel, el ala de la fe -como confianza humana
en lo que otro manifiesta- está en la base de nuestra vida familiar y social. Si
bien es cierto que por un lado se da una gran desconfianza en la mentalidad
común ante los discursos “oficiales” y ante las verdades mediatizadas, no es
menos cierto que hay una inmensa corriente de confianza entre las personas que
se asocian líbremente para ayudar. Allí donde los testimonios de vida son

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transparentes y solidarios la gente vuelca toda su fe y florecen por todas partes
asociaciones intermedias en las que brillan verdades “absolutas” y universales.
Todo el mundo cree y confía en una madre Teresa, por ejemplo, y no duda de la
verdad de su mensaje vivido.

Un canto al espíritu humano

Frente a la tan mentada “crisis de sentido”, frente a lo que parece una


“incredulidad generalizada”, la Encíclica de Juan Pablo II es un canto al espíritu
humano, abierto a la realidad con su mente y su corazón. Es una invitación, más
que a defender verdades, a que todos y cada uno busquemos apasionadamente
la verdad y la sigamos. Una exhortación a no ponerse “metas modestas”, a
confiar -a tener fe- en la capacidad de nuestra razón ( FR 56) y a razonar seria y
trabajosamente acerca de nuestra fe.

¿Autoritarismo o humildad?
A un oído superficial puede sonarle autoritario que nos hable de la Verdad.
¿No han sido acaso todos los totalitarismos fruto de hombres que se creían
dueños de la Verdad? Pero Juan Pablo II no se cree dueño de la Verdad. Más
bien nos habla de ser sus servidores -”la diaconía de la verdad” (FR 2), de abrir
nuestra mente al misterio (FR 13.15). Su postura es la del que está “caminando
en busca de la verdad” (FR 24-27). El Papa reconoce que “el conocimiento
humano de la verdad es un camino sin descanso” (FR 18), pero no por eso se
presenta como escéptico o desconfiado sino que da testimonio apasionado de la
Verdad. Una Verdad en la que “cree para entender” más. Y a la que trata de
“entender para creer”. Personalizo para hacer resaltar esa afirmación: no solo
buscamos verdades abstractas “sino alguien en quien confiar”. ¿No se reirá la
gente culta de este argumento: “le creo porque es uno de los hombres más
dignos de confianza de la actualidad”? Si le creo cuando habla de lo social,
¿porqué desconfío cuando habla de la Verdad? Es importante que cada uno se
haga esta pregunta.

Conócete a ti mismo!
Este hombre nos desafía, al final del milenio, con aquella frase antigua,
esculpida sobre el dintel del templo de Delfos: “conócete a tí mismo”, esa es tu
regla para ser hombre. Busca tu verdad que es concreta y universal. Es sólo tu
verdad, la de uno entre tantos... pero como eres único tu verdad tiene algo único
y absoluto.

Confía en tu razón, reflexiona sobre tu fe!


Este hombre nos aconseja: “Confía en tu razón, reflexiona sobre tu fe”.
Ten en cuenta que: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre es pura
ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o
juntas perecen miserablemente” (FR 90).
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Para dialogar hay que abrirse a una Verdad mayor
Es un hecho, cada vez más comprobable, que toda verdad tiene en sí la
tendencia irresistible a globalizarse. Lo vemos en las verdades económicas y
técnicas, en la fuerza de expansión que tiene cualquier interpretación de un
hecho que nos llega a través de los medios. Y si no son verdades humildes y
abiertas a una Verdad mayor, entran en colisión con otras suscitando reacciones
en cadena. Paradójicamente “creer en la posibilidad de conocer una verdad
universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia, es una
condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas” (FR
92). Los que no dejan que la Verdad -recibida, buscada y amada- nos ponga de
acuerdo, paso a paso y serenamente, son los verdaderos autoritarios.
Los que esconden algo “bajo el ala”
Los que dicen “no hay Verdad”, “no es posible conocerla”, los que sin
hacerse problema dicen un día una cosa y al otro día otra -haciendo gala de
“pragmatismo”-, los que lanzan cualquier verdad a la calle sin comprobarla, si
uno les mira los bolsillos -lo que esconden bajo el ala-, verá que están llenos de
verdades a medida (absolutas) para vender o de verdades de hecho (para
globalizar). Estas son las verdades que se imponen por la fuerza o por
cansancio en medio del espacio vacío que construímos con la suma de nuestras
renuncias a volar con las dos alas del espíritu: la que razona lo mejor posible
las cosas y la que se juega, en cada encrucijada, por aquel que es más digno de
confianza.

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