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colección popular

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BREVE HISTORIA CONTEMPORÁNEA


DEL ECUADOR
JORGE SALVADOR LARA

breve historia
contemporÁnea del Ecuador
Edición especial para la Universidad Técnica Particular de Loja,
FCE, Colombia, 2010

© Jorge Salvador Lara, 2010


© Fondo de Cultura Económica, 2010
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D.F.
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Diseño y diagramación: Marco Robayo
Fotografía de portada: Arq. Alfonso Ortiz Crespo, Monumento a los
Próceres del 10 de agosto de 1809, Plaza de la Independencia, Quito.
ISBN: 978-958-38-0215-7
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser repro-
ducida, ni en todo ni en parte, por ningún medio inventado o por
inventarse, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.
A la venerada memoria de mi amado padre
don Jorge Salvador Donoso
(1903-1956)
que supo inculcar en mí el amor a la verdad
y orientarme desde la niñez al cultivo
de las ciencias históricas
Quito, 1993
INTRODUCCIÓN
El paÍs que hoy se llama Ecuador es el que en el conti-
nente sudamericano se llamó Quito desde tiempo
inmemorial. El nombre actual obedece a un cambio
desafortunado, remotamente originado en las medicio-
nes geodésicas de los académicos franceses en el siglo
xviii, hecho en un período de transición, como el de
la Gran Colombia, en la Ley de División Territorial pro-
mulgada por el vicepresidente Santander a nombre de
Bolívar. Cuando la Gran Colombia, inmensa entidad
estatal que quiso forjar el Libertador, se disolvió por la
separación de Venezuela y las proclamas en ese sentido
de varias regiones de la antigua Nueva Granada, en el
llamado Departamento del Sur (designación con la que
se había intentado menoscabar la identidad del Quito)
se instauró la República que consagró como suyo el
equívoco nombre de Ecuador, por influencia de Juan
José Flores, joven general venezolano, usufructuario
del movimiento autonomista, recién vinculado a la tra-
dición gloriosa del Quito. Pero Ecuador, en realidad, es
la entidad nacional cuyos orígenes se pierden en la
memoria del hombre que allí vivió. Es el heredero jurí-
dico de lo que fue el Estado de Quito en los comienzos
de la Emancipación que aquí tuvo su gesta auroral;
Audiencia y Presidencia de Quito, en los siglos de domi-
nación colonial hispánica; Gobernación y Tenencia de
Gobernación de Quito, al principio de la subyugación
de nuestros aborígenes por los españoles; el imperio* de

* Los términos imperio y reino fueron utilizados por los españoles


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Quito, según el frustrado proyecto de Atahualpa; el rei-
no* de Quito, durante la heroica resistencia a la inva-
sión incaica; el Quito, simplemente, en el más antiguo
recuerdo de sus habitantes.
El territorio del Ecuador presenta algunas característi-
cas singulares que le confieren extraordinaria ubica-
ción en el occidente de Sudamérica. Es el único que
está atravesado simultáneamente por la línea equinoc-
cial y la cordillera de los Andes. Presenta uno de los
mayores adentramientos en el océano Pacífico: las
regiones de Esmeraldas, Manabí y Guayas son proyec-
ciones continentales en el mar. Este litoral tiene el más
importante sistema hidrográfico del oeste de la Améri-
ca del Sur: el del río Guayas, y otros dos de relativa
importancia, los de Esmeraldas y el Santiago. Asimismo
muestra el accidente geográfico más notable de las cos-
tas sudamericanas del Pacífico: el Golfo de Guayaquil.
Las costas ecuatorianas son punto de convergencia de
varias corrientes marinas: por el sur llega la de Hum-
boldt, fría, que en la región ecuatorial tuerce su rumbo
hacia el occidente y se dirige a las islas Galápagos; por
el norte llega la del Niño, cálida, último ramal de la de
California (de tan poderosa y variada influencia que sus
efectos han sido denominados Fenómeno el Niño),
que en parte también se dirige hacia el poniente, mien-
tras el resto continúa su avance austral; y desde el oeste
llega, con rumbo opuesto a las nombradas, la contraco-
rriente ecuatorial del Pacífico. Esta incesante mezcla de
aguas de temperaturas opuestas provenientes del norte
y el sur, con las aguas de los ríos ecuatoriales ricas en
detritos, contribuye a explicar la excepcional riqueza
ictiológica del mar ecuatoriano.

para designar de modo aproximativo, según su concepción europea,


las realidades indígenas que encontraban, aunque no equivalían
exactamente a las estructuras aborígenes.
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Por añadidura, la cordillera de los Andes, que en el
resto de la América Meridional presenta una sola cade-
na (Argentina-Chile) o tres (Colombia-Perú) y aún más
(Bolivia), en el Ecuador muestra, bien diferenciados,
dos grandes ramales paralelos, unidos de trecho en tre-
cho por elevaciones de menor altura, los llamados
nudos, todo lo cual determina un altiplano interandino
formado por numerosas “hoyas” de clima templado, no
obstante hallarse en plena zona ecuatorial. Las cadenas
andinas están coronadas por múltiples cumbres, muchas
de ellas cubiertas por nieves perpetuas, que figuran
entre las más altas de Sudamérica, generalmente volcá-
nicas, con alturas que superan los 5.000 y 6.000 metros
sobre el nivel del mar, como el Tungurahua, el Sangay,
el Cayambe, el Cotopaxi y, sobre todas, el Chimborazo.
Las aguas de los ríos que nacen en el altiplano se
dirigen, ya rompiendo la cordillera Occidental, ya la
Oriental, al oeste o al este para ir al Pacífico, o por el
Amazonas, al Atlántico; y estas abras de las dos gigan-
tescas cadenas montañosas son otros tantos pasos natu-
rales que permiten un menos difícil acceso a la Región
Interandina y, recíprocamente, la salida de ella, en
ambas direcciones. Algunos sectores del altiplano for-
man parte, en consecuencia, de la gran cuenca del
Amazonas, el mayor sistema hidrográfico del mundo, y
las cabeceras de varios de los principales afluentes del
gran río Marañón o Amazonas se encuentran precisa-
mente en los Andes ecuatoriales.
A estas características habría que añadir las otras que
son propias de toda zona equidistante de los polos, res-
pecto a la duración uniforme del día y la noche, equi-
noccios y solsticios peculiares, estaciones, heliofanía, y
las particulares de la Región Ecuatorial de los Altos
Andes sobre variedad de climas, flora y fauna, aptitudes
agrícolas, posibilidades de vida, contrastes.

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Todos los climas del planeta se dan en el Ecuador,
que sería absolutamente tropical si no tuviera en su
territorio los altos nevados andinos y en sus costas la
benéfica acción refrigerante de la corriente de Hum-
boldt. Ascendiendo desde el nivel del mar el clima pasa
sucesiva y paulatinamente del calor bochornoso al más
riguroso frío, dejando entre uno y otro todos los mati-
ces imaginables de temperatura; lo tropical y lo polar
se complementan y a la vez se oponen en breves distan-
cias, y las cuatro estaciones del año pueden ser experi-
mentadas en un mismo día.
Paisaje maravilloso y de contrastes, el ecuatoriano,
que ha inspirado a poetas y prosistas sugestivas descrip-
ciones, iluminado las paletas de los pintores y extasiado
la pupila experta del artista fotógrafo. Paisaje que no
pudo sino abismar e incitar al hombre primitivo, como
abismó e incitó al conquistador español, incita y sor-
prende al excursionista de hoy, enamora y gusta al turis-
ta buscador de horizontes en el mundo moderno.
Tierra feraz, salvo algunas zonas semidesérticas y los
extensos páramos de las cordilleras, todos los produc-
tos pueden cultivarse en el Ecuador, desde los de clima
cálido hasta los del frío. Lujuriosa y fascinante es la sel-
va; inhóspito, el páramo; pero una y otro, gracias a las
técnicas modernas, pueden también rendir fruto cier-
to, aunque con trabajo intensivo, previsor y constante.
Entre uno y otra están las zonas de cultivo fácil: valles
templados de la sierra, cejas de montaña al occidente y
al oriente, y planicies ubérrimas tanto en el litoral como
en la Región Amazónica.
Hay contraste increíble también en lo que se refiere
a la fauna: desde el ave mayor, el cóndor, que desafía el
sol en las alturas, hasta la menor de las aves minúsculas,
el colibrí o quinde, alada florecilla multicolor; desde la
diminuta y mortífera víbora llamada equis, hasta la

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gigantesca boa constrictora; desde las pequeñas tortu-
gas de las márgenes fluviales, hasta las monumentales
galápagos en las islas ecuatoriales y ecuatorianas de este
nombre; desde la humilde lagartija común, hasta la
enigmática iguana y el amenazante caimán; desde el
armadillo hasta la danta o tapir; desde el gato montés
hasta el puma. La naturaleza se ha complacido en mos-
trar el cromatismo de su paleta en las innumerables
especies de mariposas y la fantasía de sus caprichos en
los escarabajos, desde la común malanueva o catzo hasta
el hércules de poderosas pinzas.
Todas estas singularidades y otras que se derivan de
ellas han hecho del territorio ecuatoriano, en toda épo-
ca, una zona privilegiada de contacto centrípeto de
corrientes humanas provenientes del septentrión y el
austro, el levante y el poniente, y al mismo tiempo un
punto centrífugo de expansión. La geografía, pues, por
sí sola, es en el caso del Ecuador suficiente causa, a la
que se podrían añadir otras, para explicar inmigracio-
nes y emigraciones sucesivas, flujos y reflujos de hom-
bres, pueblos, tendencias y culturas.
Quizá por eso la investigación científica ha señalado
con respecto al poblamiento y variaciones demográfi-
cas del Ecuador toda suerte de rutas de llegada y salida de
gente desde los albores de la memoria del hombre que
acá arribó, en incesantes movimientos que han dejado
huellas o indicios que precedieron a la llegada del con-
quistador ibérico y que la investigación ha ido señalan-
do. Se han mencionado, en efecto, a más de las oleadas
primigenias venidas desde el Asia por Behring, inmi-
graciones transpacíficas al Ecuador desde Japón, Chi-
na, el sudoriente de Asia y Polinesia; aportes mesoame-
ricanos desde México y Centroamérica; influencias e
invasiones paleochibchas, mochicas, tiahuanacoides,
chimúes e incásicas y, desde diversos confines de la

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hoya amazónica, naciones de diversa índole como cari-
bes, arawacos y tupíguaraníes. Asimismo han sido suge-
ridas emigraciones desde el Ecuador al Perú, la Amazo-
nia, Mesoamérica, y transpacíficas a Oceanía. Y dentro
del propio Ecuador se han descubierto rastros de
migraciones de la costa a la sierra y viceversa; de la
Región Amazónica al altiplano y al revés, y movimien-
tos diversos dentro de cada una de las tres regiones, en
incesantes idas y venidas, tomas y dacas, cuya cronolo-
gía y rutas son un enmarañado enigma para la ciencia.
Pero el Ecuador ha sido no sólo en la prehistoria
encrucijada de migraciones y tendencias: también lo ha sido
durante toda la historia. Ubicado en la América del Sur,
sobre la línea equinoccial, a las orillas del Pacífico y for-
mando parte de la hoya amazónica, dueño de todos los
climas, inevitable paso obligado en la marcha de los
pueblos de norte a sur o viceversa, también han con-
fluido ambiciones y preponderancias venidas de otras
partes que aquí han chocado, se han mezclado o repeli-
do. Y no sólo invasiones de pueblos en la prehistoria,
ambiciones contrapuestas durante la Colonia y la Inde-
pendencia, ideologías en la hora actual: en el Ecuador
se han dado cita intereses contradictorios que se han
sobrepuesto en ocasiones a los intereses propiamente
nacionales, o han olvidado con frecuencia la realidad
propia de este país, sus afanes y necesidades. Esto ha
sido trágico y ha provocado desgarramientos dolorosos.
Es una de las adversidades que ha debido enfrentar el
hombre ecuatoriano incesantemente, y le ha obligado
a luchar por la libertad, el derecho y la justicia.
Clima caluroso el costeño: hombre extrovertido,
dinámico, impetuoso, apto para el mercadeo, fácilmen-
te gastador es el habitante de la costa. Clima riguroso,
el de la sierra: su poblador es reservado, cerebral, cal-
moso, ahorrativo, gusta de la contemplación y prefiere

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el quehacer literario al comercial. Contraste de tempe-
ramentos y caracteres, signo definidor de no pocas
páginas de nuestra historia. Y complemento, a la vez,
los unos respecto de los otros: ocasión, por tanto, de
estímulo y superación.
Numerosas hoyas existen en la Región Interandina y,
en ellas, valles y hondonadas diversos; bahías y ensena-
das variadas, en la costa; riberas de numerosos ríos
diferentes: el localismo, el espíritu de aislamiento, o de
apego exagerado al terruño, plano o rugoso, constitui-
rán una psicología difícil de vencer. El habitante de la
sierra, que tiene que arrancar con mayor esfuerzo el
fruto a los campos, será por lo general metódico en el
empeño y el gasto; pero el habitante de la costa, que ve
madurar los frutos del trópico al alcance de la mano,
será dadivoso y aun derrochador. Los picachos de las
altas montañas serán límite físico, pero también estruc-
turarán fronteras espirituales en el hombre serrano; la
planicie, la amplitud del mar, el río que desemboca y
no vuelve más, harán abierto de impulso y mente al
costeño.
Y sin embargo, uno y otro lucharán contra el desastre
y la tragedia: tierra de volcanes es el Ecuador; tierra,
por eso, de erupciones, terremotos y pavorosos sismos. La
prehistoria, el período hispánico y la República están
llenos del recuerdo temeroso de esos movimientos
desoladores que segaron vidas y esfuerzos y destruyeron
pueblos y ciudades. El hombre ecuatoriano de todas las
generaciones ha sido testigo de alguna de estas catás-
trofes, pero ha sabido reaccionar heroicamente frente
a ellas para remover escombros y empezar a recons-
truir. Los ríos torrentosos que bajan de los Andes al
oriente y al occidente, a veces desbocados, han sido
también devoradores de vidas, grandes devastadores
contra los que se ha debido luchar.

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Pese a todo lo anterior, optimista hasta la euforia es el
costeño; recogido sobre sí mismo hasta la nostalgia, el
serrano. Ambos, sin embargo, se han hermanado ante la
adversidad, celosos a veces el uno del otro, pues no en
vano las cordilleras dividen en tres porciones al Ecua-
dor provocando naturales suspicacias, pero deseosos de
superación, progreso y ascensión. Ese recelo ha sido
lastre gravísimo que ha necesitado ser vencido a lo lar-
go de la historia, sobre todo mediante una cada vez más
acentuada intercomunicación. Tarea sobrehumana es
vincular esta zonas por medio de caminos: obras gigan-
tescas, ciclópeas, las de romper la cordillera, tender
puentes sobre los abismos, hacer zigzaguear entre pre-
cipicios y laderas las vías de comunicación, reconstruir
cien veces la carretera llevada por los torrentes salidos
de madre. A pesar de tan duras experiencias, los ecua-
torianos han realizado paciente y tenazmente esas
tareas a lo largo de los siglos, y las seguirán haciendo
como objetivos nunca olvidados, que con frecuencia
causan la admiración del extranjero visitante y no pocas
veces sobrecogen al observador perspicaz.
Éstas son algunas de las constantes psicológicas que el
medio ha suscitado en la realidad ecuatoriana. Y otra,
al parecer no señalada, pero observada por muchos, sin
duda alguna: vivir a horcajadas sobre la línea equinoc-
cial, recibir el pleno sol de la mitad del mundo, mirar y
pisar los dos hemisferios a la vez –el austral y el boreal–,
contemplar constelaciones antípodas que sólo desde
aquí se pueden ver simultáneamente, desde la Osa
Mayor hasta la Cruz del Sur y, en medio, cenitalmente,
Orión; estar, en fin, abiertos a todos los vientos del pla-
neta, ha dado quizás al hombre ecuatoriano un singu-
lar poder de comprensión universalista que contrasta
con su localismo interno, una captación intelectual ágil
y amplia, un sentido humano especialísimo, que lo dis-

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tinguen en otros medios y le permiten sobresalir con
facilidad.
Ni los amagos provenientes de la naturaleza ni los de
hombres de latitudes distintas, ni siquiera las propias
limitaciones y condicionamientos han impedido que el
hombre del Ecuador sea hospitalario, culto, abierto a la
visita, la observación y el intercambio espiritual y mate-
rial. Ha despertado afectos hondos entre sus huéspe-
des, tanto en los que vinieron pacíficamente traídos
por la cultura o la laboriosidad, como en los que forza-
ron el hospedaje, traídos tal vez por la ambición. Huay-
na Cápac vino conquistador y terminó conquistado.
Bolívar deliró en el Chimborazo. Sucre quería que le
enterrasen en el Pichincha, el volcán de su gloria. Recó-
rranse las memorias de los viajeros extranjeros que por
aquí pasaron y se encontrará que todos tuvieron no
solamente admiración por la belleza de esta tierra, sino
que sintieron algo así como una indefinible seducción
por su realidad y su pueblo. ¡Misterios son éstos del
continuo intercambio que se produce entre el pobla-
dor y la geografía que lo alberga, misterios incompren-
sibles que no alcanzan a ser explicados por el simple
determinismo del paisaje!
¿Cuándo se formaron estos territorios? Parece que a
fines del Período Terciario la cordillera andina ya
había levantado sus imponentes alcázares y fue en el
Cuaternario cuando los volcanes abrieron sus innúme-
ras bocas de fuego. ¡Tarea difícil, la del geólogo, que
debe determinar la historia misma de la tierra y su edad
aproximada! ¡Quién pudiera alguna vez saber la exacta
verdad! Choques de placas tectónicas, hundimientos,
fracturas, alzamientos de moles enormes, deslizamien-
tos: un pavoroso hacerse y deshacerse de la orografía,
la hidrografía, el panorama todo. Y luego el rugir del
fuego interior para subir violentamente a la superficie,

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el deshielo violento de las nieves hasta entonces perpe-
tuas de las altas cumbres, el irrumpir de los torrentes
de lava y lodo en todas las grietas, las rugosidades, los
contornos. Y por fin, el frío infinito de las glaciaciones,
un descender continuo de las nieves, un bajar incesan-
te de la temperatura, un cambio brusco de la fauna y la
flora. Y esto, una y muchas veces. ¡El rojo paisaje del
vulcanismo cuaternario sustituido por el albo paisaje
de los glaciares cuaternarios! ¡Tal vez al finalizar este
período hizo su aparición en nuestra tierra el hombre
primitivo!
Desde entonces, la historia del Ecuador tiene un
doble matiz de heroísmo y tragedia. Puede sintetizarse
en pocas palabras: intensa y permanente lucha contra
la adversidad. Pero a lo largo de ella hay destellos de
excelsa luz que bien quisieran para sí pueblos más gran-
des y poderosos. Las páginas que siguen aspiran a ser
un recuento esquemático de aquellas luchas y esos purí-
simos destellos.

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LA NACIÓN QUITENSE
Época nacional

Siglo xix
I. LA INDEPENDENCIA DE QUITO
La patria heroica

Antecedentes inmediatos

Los discÍpulos del doctor Espejo habían seguido, des-


pués de morir aquél, alentando los ideales emancipado-
res y logrado obtener algunas posiciones directivas de
segunda importancia en el gobierno, la universidad y la
fuerza armada, conquistando al mismo tiempo no pocos
simpatizantes en el clero secular y en el regular. Uno de
ellos, el capitán Juan Salinas, había dirigido con buen
éxito un cuerpo de tropas destinado a proteger Panamá
cuando en 1806 los ingleses amenazaron América por
varios puntos y desembarcaron en Buenos Aires. En tal
ocasión circuló profusamente una Oda a la tropa, manus-
crito que exaltaba la capacidad criolla para gobernar-
se y defenderse por las armas, a pretexto de lo cual se
señalaba claramente el ejemplo de los Estados Unidos
“que sacudieron un yugo tan tirano”, haciendo alusión
al colonialismo inglés. Su autor era el abogado Manuel
Rodríguez de Quiroga.
Por otra parte, la noticia de los sucesos de España cau-
só honda inquietud. José Mejía Lequerica, casado con
una hermana del doctor Espejo, había combatido con-
tra las tropas napoleónicas junto al pueblo de Madrid
el 2 de mayo de 1808, y escribía relatando los hechos.
Carlos Montúfar, hijo del amigo, mecenas y confidente
de Espejo, marqués de Selva Alegre, había luchado tam-
bién en Bailén, y como ellos, varios nativos del reino de
Quito. Las noticias eran, pues, de primera mano y todas
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coincidían en señalar la resistencia del pueblo español
contra Napoleón Bonaparte, quien tenía prisioneros en
Bayona al rey de España Carlos IV y a su hijo Fernando.
El rey había abdicado la corona en favor de Fernando,
VII de este nombre en la sucesión de monarcas españo-
les. Cautivos ambos del emperador francés, abdicaron a
su vez la corona en favor de Napoleón y éste, ya como
soberano de la Península, la transfirió a su hermano
José, despectivamente llamado Pepe Botellas por los es-
pañoles. Estos hechos, el envío de agentes napoleónicos
a América, la complicidad con el usurpador de algunas
autoridades hispanas y el criterio de no pocos ayunta-
mientos españoles de que, faltando el rey, correspondía
a los pueblos tomar determinaciones para mantener
la libertad, fueron los detonantes de la Revolución de
Quito.
En efecto, conocedores de todo aquello los discípulos
de Espejo, se reunieron en la Navidad de 1808 en la Ha-
cienda Los Chillos, de Juan Pío Montúfar, y concibieron
un plan revolucionario por tener fuertes sospechas de
que las autoridades españolas de la Audiencia de Quito
acusaban síntomas de afrancesamiento. El plan no lle-
gó a realizarse de inmediato porque una delación dio
con cinco de ellos en la cárcel. Se inició un proceso,
acusándoseles de reos de Estado, pero la hábil defensa,
primero, el robo mismo del proceso, después, y hasta
el cohecho del fiscal, sirvieron para que recobraran la
libertad.
La conjura prosiguió hasta que, reunidos los compro-
metidos en casa de doña Manuela Cañizares, la madru-
gada del 10 de agosto de 1809 se dio el golpe con tanta
precisión que no hubo que lamentar derramamiento de
sangre.

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La revolución del 10 de agosto de 1809

El plan que se cumplió fue el mismo que se había pre-


parado en la reunión clandestina en la Hacienda Los
Chillos, el 25 de diciembre de 1808, denunciado a las
autoridades el 24 de febrero, lo que ocasionó la prisión
inicial y el primer proceso de los líderes del movimien-
to, así como su libertad posterior, debida al cohecho
del fiscal Arechaga y al robo del proceso. El plan con-
sistía en la toma de los cuarteles, la prisión de las auto-
ridades españolas, su deposición y la constitución de un
nuevo gobierno elegido por el pueblo, compuesto ente-
ramente de criollos, “para establecer una república
organizada”, “la primera que debería gobernarse por sí
misma” en América.
Dónde debían reunirse los comprometidos fue deter-
minado con escrupulosa deliberación, escogiéndose la
Casa Parroquial de El Sagrario, tanto porque el presbí-
tero Castelo formaba filas entre los clérigos revolucio-
narios, cuanto porque Dña. Manuela Cañizares habita-
ba allí, en unas piezas arrendadas, en cuyo salón
mantenía acreditada tertulia, ofrecía salpicones y tazas
de café, y había comprometido valerosamente su con-
curso para disfrazar con un pretexto social la reunión
de los conspiradores. Esa casa era la más próxima tanto
del Cuartel Real, donde estaban las tropas, cuanto del
Palacio de Gobierno, donde vivía el presidente Ruiz de
Castilla, objetivos inmediatos unas y otro del proyecta-
do golpe.
Cuándo darlo fue materia de discrepancia. Al fin se
escogió la noche del 9 al 10 de agosto por razones de
orden simbólico-doctrinario y motivaciones prácticas.
Entre aquellas estaba la circunstancia de que “el día de
San Lorenzo” —festividad del 10 de agosto— tenía en
la conciencia hispánica un claro sentimiento antifran-

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cés, pues recordaba el triunfo español en la batalla de
San Quintín, motivación de enorme actualidad por la
invasión napoleónica a España y el hecho de que las
autoridades de Quito eran inculpadas de afrancesa-
miento; pero tenía también aquella fecha otra sugestiva
vinculación: recordaba el asalto del pueblo de París al
Palacio de las Tullerías en 1792, la destitución de la
autoridad monárquica y la proclamación de la sobera-
nía popular. Los documentos quiteños mencionarán
claramente que el pueblo “reasume la soberanía”. La
motivación práctica de la fecha estaba dada por la faci-
lidad con que se podía encubrir la reunión con un pre-
texto social.
En efecto, el porqué de la concurrencia, para el caso
de una averiguación, era celebrar las vísperas del natali-
cio de Lorenzo Romero, congregados los amigos en
torno al buen chocolate y las mistelas que había acredi-
tado el salón de doña Manuela Cañizares, donde se
reunían con frecuencia los profesores de la Universi-
dad, ubicada calle de por medio, y los magistrados y
empleados de la Audiencia, situada a media cuadra,
negocio que se complementaba con el de helados y sal-
picones del que se mantenían decorosa y honestamen-
te los miembros de esa familia, siempre respetada pero
entonces en penuria económica. De la reunión, en rea-
lidad, debía surgir el cumplimiento del plan trazado,
particularmente el riesgoso asalto al cuartel y la prisión
de las autoridades.
Quiénes debían concurrir eran aproximadamente
medio centenar de personas: los inmediatos parientes
y amigos de los Romero (todos comprometidos en la
causa), los dirigentes revolucionarios y los principales
miembros del futuro gobierno. Hoy sabemos con exac-
titud los nombres de por lo menos 45 de los asistentes
a la histórica reunión.

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La hora en que ésta debía llevarse a cabo era las once
de la noche del 9 de agosto de 1809, pero algunos
comenzaron a llegar desde las ocho. En el zaguán, tras
del portón, cabe la grada, se había apostado un centi-
nela civil, espada en mano. Allí se identificó a los com-
prometidos y se les hizo jurar riguroso secreto, so pena
de la vida si decían palabra de cuanto viesen u oyesen o
si desistían de la empresa.
En la reunión misma, pronunció primero una impe-
tuosa arenga el Dr. Juan de Dios Morales, y luego el Dr.
Manuel Rodríguez de Quiroga propuso la formación
de la Suprema Junta Gubernativa; del Senado para la
administración de justicia, y del nuevo ejército, deno-
minado “Falange de Quito”, todo ello constante en el
proyecto de Constitución que se leyó y que fue aproba-
do por aclamación.
A la una de la mañana del 10 de agosto se envió a D.
Manuel Angulo como emisario ante el marqués de Sel-
va Alegre, elegido presidente, que esperaba noticias en
su hacienda de Sangolquí. Luego se designaron las
otras comisiones y se proyectó el quehacer inmediato.
A las tres de la mañana salió el coronel Salinas con un
grupo de milicianos para tomarse el Cuartel Real, y se
envió otra comisión para ganar la caballería. Salinas
arengó a las tropas y éstas se pronunciaron unánime-
mente por el nuevo orden. Agentes eficaces habían
hecho subrepticia labor de adoctrinamiento y habían
logrado adhesiones previas. Mientras estos hechos
acontecían, el resto de comprometidos esperaba y algu-
nos, en un rapto de temor, intentaron escapar. Doña
Manuela Cañizares, entonces, se puso varonilmente a
la puerta, impidiéndoles salir y aun increpándoles, lo
que le valió el mote de “mujer fuerte” con que se le
comenzó a llamar. El Dr. Quiroga tranquilizó a todos y
les pidió rezar una Salve, coreada devotamente. A poco

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llegaron las buenas noticias, lo que motivó gritos de
júbilo.
Presumiéndose que el marqués de Selva Alegre
hubiera firmado ya el primer decreto revolucionario
—como efectivamente había ocurrido— a las cinco de la
mañana, se cambió la guardia del Palacio y el Dr. Anto-
nio Ante salió a notificar al conde Ruiz de Castilla su
prisión, deposición del mando e incomunicación en su
propia pieza. Diversos comisionados salieron a prender
a los otros seis españoles que ejercían autoridad, los
que fueron conducidos a los Cuarteles.
A las seis de la mañana de aquel 10 de agosto se echaron
a vuelo las campanas. El cañón del Panecillo comenzó a
disparar una salva cada cuarto de hora, con orden de
hacerlo hasta las cinco de la tarde. El pueblo de Quito,
rebelde y novelero por tradición secular, se lanzó a las
calles alborozado. Los partidarios de la monarquía se
recluyeron en sus casas.
A las ocho, las tropas salieron en desfile, a tambor
batiente, para que se lea de barrio en barrio el bando
revolucionario firmado por el Dr. Morales, “Ministro de
Estado, Guerra y Negocios Extranjeros y Superinten-
dente General de Correos”, documento saludado por
la multitud con vítores y aplausos. De inmediato se
organizó la recolección de adhesiones firmadas al movi-
miento. Hasta mediodía, en apenas cuatro horas, ya se
habían recogido más de 8.000 firmas con las que el
pueblo quiteño apoyaba la Revolución.
A las tres de la tarde hizo su entrada triunfal en la ciu-
dad, jinete en brioso caballo, Su Alteza Serenísima el
marqués de Selva Alegre, “Presidente de la Suprema y
Soberana Junta Gubernativa de Quito”. Todo el
Gobierno salió a recibirle en corporación. El pueblo
le acompañó multitudinariamente hasta su casa. La
nueva autoridad repartió capillos a puñadas en mone-

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das de oro y plata. Los cañones pedreros dispararon
triple salva.
A las siete de la noche se encendieron luminarias en
calles y plazas. Una retreta ofreció aires marciales y
tonadas populares, así como una que otra partitura clá-
sica, contribuyendo de ese modo al regocijo del gentío
que atestaba la plaza grande.
A las nueve de la noche, en fin, mientras el ya coronel
Salinas, para dar cumplimiento al “indulto general” dic-
tado por el nuevo Gobierno, ponía en libertad a todos
los reos mantenidos en prisión de tiempo atrás, porque
“en este día de libertad todas las cadenas quedaban
rotas”, las campanas de todas las iglesias volvieron a
echarse a vuelo para declarar cerrada aquella jornada
de gloria, llevada felizmente a cabo sin derramamiento
de sangre.
En nombre del pueblo de Quito y por medio de repre-
sentantes previa y secretamente elegidos, el conde Ruiz
de Castilla, Manuel Urriez, valetudinario presidente de
la Audiencia, fue depuesto; las autoridades españolas, re-
ducidas a prisión; ganados los cuarteles y constituido un
nuevo gobierno, enteramente de criollos, bajo el nombre
de Junta Soberana, con tratamiento de “majestad”. Fue
designado presidente Juan Pío Montúfar, marqués de
Selva Alegre; ministros de Estado Juan de Dios Morales y
Manuel Rodríguez de Quiroga, abogados, y Juan Larrea
para Asuntos Interiores, Negocios Extranjeros y Guerra,
el primero; Gracia y Justicia, el segundo, y Hacienda, el
tercero. Jefe de la Falange de Quito fue designado el ca-
pitán Juan Salinas, ascendido a coronel. Se hizo el nom-
bramiento de magistrados para administrar justicia, con
el nombre de senadores e integrar el poder judicial que
se denominó Senado. La noticia causó conmoción: era
la primera vez que soberanía y majestad dejaban de atri-
buirse al rey de España en Hispanoamérica.

27
Se comunicó el hecho a las provincias y los virreyes de
Santa Fe y Lima, así como a los cabildos de América y a
varios corresponsales. “Pueblos de América, favoreced
nuestros designios, seamos uno...” decían las proclamas
de la Junta, iniciando así una corriente de unidad ame-
ricanista para la acción: el golpe de Quito tenía alcances
mayores que los de un simple pronunciamiento local.
El doctor Quiroga, en un discurso, llegó a ponderar las
ventajas de “un gobierno nacional”, y el propio Montú-
far, en carta al municipio de Pasto, hablaba del “evento
de una total independencia”. Más aún, el marqués llegó
a suscribir una comunicación solicitando el apoyo in-
glés, dirigida a la Augusta Soberana de los Mares, “en la
corte de Saint James”, misiva que fue interceptada y no
llegó a su destino.
El nuevo gobierno era por cierto íntegramente ame-
ricano: ni un solo español aparecía en cargo alguno. En
realidad la Junta Suprema constituida en Quito sustituía
al rey. Esto explica el tratamiento de “majestad” y la ad-
judicación de la “soberanía” como atributo fundamen-
tal. Si aun tres años después, cuando ocurrió igual cosa
en las Cortes de Cádiz, esto escandalizó en la Península,
piénsese cuánto mayor debió ser el escándalo en Quito.
La Junta recibió indistintamente, según los documentos
de la época, los nombres equivalentes de Junta Sobe-
rana, Junta Gubernativa, o Suprema Junta Gubernativa
del reino de Quito.
Por ostentar en sí la Junta la soberanía, si bien una
en el imperio estaba dividida de hecho en tres ramas
que constituían algo así como los tres poderes de un Es-
tado republicano: el Ejecutivo, cuyo órgano era el pro-
pio presidente de la Junta, asistido por tres ministros
de Estado; el Representantivo, constituido por nueve
representantes elegidos por los diputados del pueblo,
y el Judicial, constituido por el Senado, formado por

28
dos salas, una para lo civil y otra para lo criminal, cada
una de ellas presidida por un decano elegido de entre
sus miembros. El Senado de Justicia recibiría el trata-
miento de Alteza y su organización debía completarse
con un fiscal, un alguacil mayor de corte y un protector
general de indios, con honores de senador. Este gran
cuerpo colegiado encarnaba en sus deliberaciones la
majestad soberana del pueblo; su presidente tenía el
trato de Serenísimo Señor; el secretario general de la
Junta, una especie de coordinador, tenía el tratamiento
de señoría.
Todas estas designaciones, los nuevos nombres dados
a las funciones, la creación del ejército propio y en espe-
cial la del Ministerio de Asuntos Extranjeros demostra-
ban el afán de soberanía política del primer movimiento
en verdad revolucionario de Hispanoamérica. “La Revo-
lución de Quito —dice el eminente historiador chileno
Francisco Antonio Encina— se caracterizó no solo por
el repudio de la demagogia y por la ausencia de móviles
locales bastardos, sino también por la firmeza y claridad
de la ideología que la informó.”

Código ético de los próceres de 1809

Cada 10 de agosto se conmemora con variados actos la


Revolución de Quito de 1809, el más importante acon-
tecimiento de la historia del Ecuador. Comparando los
principios éticos de los próceres —casi todos converti-
dos en mártires el 2 de agosto de 1810—, suelen encon-
trar ahora, algunos analistas, un triste estado de queme-
importismo, corrupción, descomposición moral y atonía
cívica claramente visibles. Parecería que hemos olvida-
do los ideales que alentaron a nuestros próceres a ini-
ciar el proceso de descolonización de América, empeño

29
al que dedicaron su deliberada voluntad de afrontar
graves riesgos y por el que sacrificaron sus vidas.
Recordemos en esquemático examen los principios y
valores que se descubren en los documentos fidedig-
nos de la época. Me ha sido grato recopilarlos en las
650 páginas de mi libro Escritos de la Independencia, reco-
pilación publicada en 1995 como volumen 35 de la
“Biblioteca Ecuatoriana Clásica” por la Corporación de
Estudios y Publicaciones, principios y valores que se
reproducen textualmente entre comillas, síntesis en
pocas palabras de cada uno de ellos, verdadera clave
para interpretar el alma nacional.
fe: Profundo sentimiento religioso en todos los pró-
ceres. Juran “no reconocer más juez que a Dios, defen-
der y conservar intacta en su unidad y pureza la Reli-
gión Católica en que por misericordia de Dios tuvimos
la felicidad de nacer”; dan “irrefragable testimonio de
adherencia a la católica Religión”; inician el golpe revo-
lucionario rezando la “Salve”, hacen votos por que “el
ciudadano... al despertarse alabe la luz que le alumbra
y bendiga a la Providencia que le da de comer aquel
día, cuando fueron tantos los que pasó en necesidad y
miseria”.
libertad: “Quito ha sido mirada por los españoles
como una Nación recién conquistada”, sujeta al “des-
potismo subalterno más ignominioso”, por lo cual pre-
para “el evento de una total independencia”.
cultura: Se dispone la “creación de Academias,
Gabinetes de Historia Natural, Jardín Botánico, Hospi-
tales generales y una Orden militar con el título de
Gran Cruz de San Lorenzo”.
derecho y justicia: “Hemos sido mirados con des-
precio, tratados con despotismo, ofensa la más amarga
a la dignidad del hombre”, “las leyes reasumen su anti-
guo imperio. La razón afianza su dignidad y poder

30
irresistible. Los augustos derechos del hombre no pue-
den quedar expuestos a las pasiones ni al imperioso
mandato del poder arbitrario. Desapareció el despotis-
mo y ha bajado de los Cielos, a ocupar su lugar, la Jus-
ticia”.
patriotismo: “Juramos hacer todo el bien posible a
la Nación, defender y procurar la felicidad de la Patria”.
americanismo: “Pueblos del continente americano,
favoreced nuestros designios, reunid vuestros esfuerzos
al espíritu que nos alienta e inflama. Seamos uno”.
heroísmo: “Ratificamos nuestro juramento aun a
costa de nuestras vidas”: “perderemos si fuere necesa-
rio, por estos sagrados objetos, hasta la última gota de
sangre”. “¿Quién será tan vil e infame que no exhale el
último aliento de vida, derrame toda la sangre que
corre en sus venas y muera cubierto de gloria por tan
preciosos e inestimables objetos?”.
Y el espartano lema: “¡Morir o vencer!”.
¡Qué hermoso sería que los ecuatorianos mantenga-
mos siempre en alto estos valores, o los volvamos a izar
al tope, como fundamento de un renovado código de
ética!

Reinstalación del gobierno español, prisión


y proceso penal de los líderes insurgentes

El nombre de Fernando VII disimulaba los verdaderos


propósitos de la Junta, pero no engañó a nadie. Dentro
de la propia Presidencia de Quito, las ciudades de Pasto,
Guayaquil y Cuenca se aprestaron a rechazar por las ar-
mas a los revolucionarios; los virreyes de Bogotá y Lima
enviaron sendos ejércitos; Panamá preparó refuerzos.
Quito quedó completamente aislada y la Junta Sobera-
na, ante la invasión de las fuerzas realistas, apenas pudo

31
oponer tropas bisoñas que prontamente fueron derrota-
das en Guáytara y Zapuyes. No quedó más remedio que
pactar con el antiguo presidente de la Audiencia, quien
ofreció no tomar ninguna represalia. Ante la promesa,
toda resistencia terminó: las tropas realistas provenien-
tes del norte y el sur entraron en Quito. Sin embargo,
el conde Ruiz de Castilla no cumplió la promesa: los
autores de la intentona fueron acusados, procesados y
detenidos. Algunos lograron huir. Las medidas de re-
presión se extremaron.
El provisor del obispado de Quito, doctor Manuel
José Caicedo —patriota que terminaría desterrado por
diez años en las islas Filipinas—, contaba el propio
año de 1810 las irregularidades que viciaron el pro-
ceso: se suprimía arbitrariamente lo que interesaba a
la vindicación de los presos; se cambiaban las confe-
siones; las excepciones eran rechazadas; se denegaban
los documentos llenos de entereza; se aceptaban los
que menoscababan la dignidad de los comprometidos;
se intrigaba; se les incomunicaba; se les torturaba físi-
ca y moralmente. Si esto ocurría con los prisioneros,
que al fin y al cabo estaban presentes en los juicios,
¿qué no habrá pasado, en cuanto a la instrumentación
procesal, con los fugitivos juzgados en rebeldía, como
el marqués de Selva Alegre? “Se repelían las defensas
vigorosas y enérgicas —dice Caicedo— y se acepta-
ban las tímidas y flojas.” Fue un juicio lleno de vicios
jurídicos y arbitrariedades que en cualquier tribunal
del mundo, antiguo o moderno, habría sido reputado
nulo. “Las injusticias se pueden contar por sus pági-
nas y aun por sus líneas”, termina el virtuoso y culto
secretario y sobrino del obispo Cuero y Caicedo. ¡Fue
un juicio hecho no sólo para condenar a los próceres
sino para aniquilarles en su honra, prestigio, dignidad
e influencia!

32
Terminada la indagatoria, el doctor Tomás Arechaga
—fiscal antes cohechado y ahora implacable— emitió
su acusación pidiendo la pena de muerte para cuarenta
de los principales dirigentes, así como para 32 de los
160 soldados de la guarnición que plegaron a la Junta
la noche del 10 de agosto, los que debían ser sorteados,
uno de cada cinco; y penas de presidio para cerca de
50 comprometidos más, aparte de confiscaciones y otras
sanciones de toda índole.
La angustia y zozobra producidas en la ciudad por el
quebrantamiento de la palabra empeñada por el pre-
sidente Urriez se acrecentó sin límites al conocerse la
acusación fiscal. Pedir la ejecución de 72 personas en la
Quito de 1809, de apenas 30.000 habitantes, equivaldría
a pedir la pena de muerte para más de 2.000 en la Quito
moderna de un millón de almas. Parientes y amigos de
los procesados, incluso algunos que antes se habían ma-
nifestado indecisos, empezaron de nuevo a conspirar.

La masacre del 2 de agosto de 1810

Fue entonces cuando se recibió en Quito la noticia del


arribo del coronel Carlos Montúfar, hijo de don Juan
Pío, ex presidente de la Junta Soberana, designado co-
misionado regio por la Junta Central. Frente a la ale-
gría que la nueva causó en los procesados, una sorda
preocupación apareció en las autoridades realistas que,
al mismo tiempo que se vieron obligadas a enviar el
proceso a Bogotá para que decidiera el virrey de Nue-
va Granada, dispusieron rigurosas medidas contra los
prisioneros y llegaron incluso a planear su eliminación.
Tal estado de cosas culminó en sangre el trágico 2 de
agosto de 1810. Aquel día un reducido grupo de pa-
triotas —alevemente incitados por agentes al servicio

33
de las autoridades coloniales— asaltó el Cuartel Real
con ánimo de liberar a los presos, pero ante la alarma,
soldados realistas masacraron bárbaramente a los dete-
nidos. 32 dirigentes patriotas fueron asesinados, entre
ellos los principales jefes de la Revolución de Quito:
Salinas, Morales, Quiroga, Larrea, Ascázubi, Riofrío,
Villalobos, etcétera.
Tumultos callejeros se produjeron aquel día como
por generación espontánea: el pueblo quiteño enfrentó
a las enfurecidas tropas realistas, exaltadas por la muer-
te de uno de sus capitanes. Cerca de 300 víctimas, entre
los dos bandos, fue el resultado del antagonismo entre
realistas y patriotas, y los motines terminaron solamente
por la intervención del obispo Cuero y Caicedo. ¡Pién-
sese en lo que sería hoy un número proporcional de
víctimas en una sola tarde y calcúlese la magnitud de
la hecatombe! El hecho conmovió a América y ejerció
poderosa influencia en los acontecimientos posteriores
de todo el continente.
La tragedia del 2 de agosto de 1810 es uno de los
episodios de mayor trascendencia en la historia ecua-
toriana, pero los intereses en pugna, la importancia de
los participantes —víctimas y victimarios—, la acción de
los herederos de unos y otros, la visión parcializada de
algunos escritores, la política y, en fin, los enigmas mis-
mos de todo hecho complejo han dificultado una cabal
interpretación de aquel suceso.
¿El asalto a los cuarteles el 2 de agosto fue solamen-
te un acto de heroísmo por un grupo de patriotas osa-
dos? ¿Fue una trampa del gobierno realista, armada
por Ruiz de Castilla, Arredondo y Arechaga? Ya no se
puede mantener en forma exclusiva ninguna de las dos
tesis unilaterales. Hoy podemos aseverar documental-
mente que ambos movimientos se venían gestando
en forma independiente, aunque paralela, motivados

34
por las circunstancias. Las autoridades realistas, teme-
rosas ante la aproximación de Carlos Montúfar, que
venía con amplios poderes en calidad de Comisiona-
do Regio, y por la orden del virrey Amar y Borbón
de remitir el proceso a Bogotá, lo que significaba el
esclarecimiento de sus irregularidades, comenzaron
a tramar un hecho de sangre que hiciese en forma
violenta y anormal lo que la acusación fiscal había pe-
dido disfrazándolo de juridicidad: la ejecución de los
líderes. Los patriotas, por su parte, angustiados ante
el cariz que tomaban los acontecimientos, organiza-
ban clandestinamente diversos grupos de fuerzas ur-
banas y rurales, sea para respaldar la llegada de Carlos
Montúfar, si esto ocurría pronto, o para rescatar, en
un acto de audacia sumamente riesgoso, a los presos
amenazados de muerte. Esta actitud patriota llegó a
pedir de boca a los perversos mandones realistas, Are-
chaga y Arredondo, que manejaban a su gusto al in-
capaz y valetudinario Ruiz de Castilla, quien además
se apoyaba en realistas fanáticos como Simón Sáenz
o Vergara Gaviria. Fue entonces cuando la camarilla
gobernante recurrió al expediente de infiltrar agentes
provocadores en un grupo de extremistas patriotas.
Éstos, sin caer en la cuenta de la añagaza, asaltaron los
cuarteles en un intento desesperado y se produjo la
matanza a mansalva. Después vinieron el combate ca-
llejero, el saqueo de la ciudad por las tropas foráneas,
particularmente zambos limeños del cuerpo mandado
por Arredondo; las barricadas populares; el temor de
los realistas ante la reacción de los barrios; la final in-
tervención pacificadora del obispo. Mas los motines
duraron hasta el 3 de agosto. Y en los hechos murie-
ron no solamente la treintena de líderes patriotas —la
eliminación de los alfas gravitaría negativamente en la
historia ecuatoriana durante medio siglo— sino hasta

35
unas 300 personas, incluso dos centenares de soldados
realistas.
Carlos Montúfar no alcanzó a llegar a Quito a tiem-
po para impedir el sangriento suceso, pero una vez en
esta ciudad instauró una nueva Junta de Gobierno bajo
la presidencia del conde Ruiz de Castilla y la vicepresi-
dencia de su padre, el marqués de Selva Alegre. Pronto
renunciaron ambos. Y la jefatura de la Junta fue des-
empeñada por monseñor Cuero y Caicedo, quien poco
después firmaría los documentos revolucionarios con
los cognomentos de “José, Obispo por la gracia de Dios,
y por la voluntad de los pueblos Presidente del Estado
de Quito”.

Proclamación de la Independencia
(diciembre de 1811)

El problema inmediato fue organizar la resistencia, ta-


rea encomendada al coronel Montúfar que logró algu-
nas victorias en el sur y se aproximó a Cuenca. La reac-
ción española no se hizo esperar. El virrey Abascal envió,
desde Lima, al general Toribio Montes con un fuerte
ejército regular. Quito se aprestó para la defensa, acau-
dillado por el propio obispo-presidente. Poco antes se
había reunido el Primer Congreso Constituyente, que
el 31 de diciembre proclamó solemnemente la indepen-
dencia de España y el 15 de febrero de 1812 aprobó la
Constitución Política del Estado de Quito.
Sin embargo, a pesar de las victorias alcanzadas por
el sur y de la toma de Pasto por el norte, la acometida
de las tropas realistas, formadas por soldados veteranos,
fue tremenda. Para colmo de males, hubo divisiones in-
testinas entre los patriotas por rivalidades entre influ-
yentes familias del reino, los Montúfar y los Sánchez de

36
Orellana, y quizá también por divergencias entre em-
brionarios grupos políticos. En la angustia provocada
por la presión realista, los patriotas perdieron la sereni-
dad y extremaron las medidas, hubo venganzas, excesos
y abusos. Ruiz de Castilla fue acuchillado y arrastrado
por las turbas, de cuya consecuencia murió. El oidor
Fuertes y Amar, sobrino del virrey de Santa Fe de Bo-
gotá, fue ahorcado sin fórmula de juicio. Los jefes de la
reacción españolista en 1809, Pedro Calisto Muñoz y su
hijo Nicolás Calisto y Borja, criollos monárquicos, fue-
ron sumariamente enjuiciados sin derecho a defensa,
condenados a muerte y afrontaron con espartano valor
el paredón de fusilamiento. Tras varias batallas, Montes
conquistó Quito a sangre y fuego el 8 de noviembre de
1812. La población evacuó la ciudad: hombres, mujeres,
niños y ancianos, y a la cabeza de todos el obispo Cuero
y Caicedo, en impresionante éxodo se dirigieron hacia
el norte.

La represión española

En San Antonio de Ibarra se dio el combate final el 27


de noviembre, y el 10 de diciembre cayó Ibarra. Fue
terrible la represión. El coronel Francisco García Cal-
derón y numerosos oficiales fueron fusilados. Carlos
Montúfar logró huir pero, al fin preso, fue enviado a
Panamá, de donde audazmente alcanzó a escapar y lle-
gar a Nueva Granada. A las órdenes de Bolívar entró en
Bogotá. Enviado en dirección a Pasto, tomó parte en el
victorioso combate de El Palo, con el grado de general,
pero fue derrotado y apresado en la cuchilla de Tambo,
llevado a Buga y fusilado en 1816. Este jefe es sin duda
la figura militar más importante de la independencia
ecuatoriana.

37
En cuanto al obispo, Montes declaró la diócesis en
sede vacante, se le confiscaron sus escasos bienes y bi-
blioteca y fue luego confinado. Murió en Lima viejo y
pobre pocos años después. El marqués de Selva Alegre,
que había renunciado al título, fue primero confinado
a Loja, cargado de grillos, y enviado al fin a España bajo
partida de registro; condenado a exilio perpetuo, des-
embarcó en Cádiz y no tardó en morir. Nicolás de la
Peña, patriota extremista y su mujer Rosa Zárate fue-
ron ejecutados y decapitados. No quedó dirigente sin
recibir terrible castigo. Montes los condenó a todos y
cuando sólo así creyó pacificada la antigua Audiencia,
indultó a los pocos que no habían sido todavía castiga-
dos, es decir a casi nadie. Los beneméritos sacerdotes
patriotas doctores José Miguel Rodríguez y Manuel José
Caicedo fueron desterrados a Manila, Filipinas. El doc-
tor Antonio Ante a Ceuta en el norte de África. Otros
numerosos jefes patriotas fueron desterrados a Panamá,
La Habana, Puerto Rico y otras fortalezas y prisiones del
imperio español. El cura Juan Pablo Espejo, hermano
del precursor, fue confinado al Cuzco.
De este modo terminó, en medio de la más sangrienta
represión, la Revolución de Quito, la más gloriosa entre
las gestas históricas de este país, una de las mayores ex-
presiones de su autenticidad. La Junta Soberana había
durado apenas 80 días; la segunda Junta de Gobierno,
algo más de dos años. Pero esos hechos abrieron cauce
a toda la epopeya de la independencia en la América
española.

38
Influencia del 10 de agosto de 1809

El más original de todos los movimientos criollos por la


independencia fue el de Quito que influyó poderosa-
mente en toda América:
* Dio lugar a que Emparán, capitán general de Vene-
zuela, prohibiese con la pena de muerte la circulación
de impresos provenientes de Quito, lo cual originó el
rechazo de los patriotas caraqueños que activaron su
propia conspiración;
* Motivó un edicto del Santo Oficio de la Inquisición
en Santa Fe de Bogotá, el 24 de diciembre de 1809, ex-
comulgando a quienes tuviesen o leyesen proclamas,
cartas o papeles de Quito;
* Originó la designación de Comisionados Regios
en las personas de los quiteños Antonio de Villavicen-
cio —que tanto influyó en la formación de la Junta de
Gobierno de Cartagena y luego en toda la independen-
cia de Nueva Granada— y de Carlos Montúfar: los dos
tuvieron participación directa en la constitución de la
Junta de Caracas el 19 de abril de 1810.
* Provocó la formación de la Junta de Santa Fe de
Bogotá, el 29 de julio de 1819, por parte de los mismos
hombres que habían defendido a Quito ante el virrey, al
conocer las noticias de 1809;
* Agitó los ánimos y provocó discusiones en Pasto, Po-
payán, Cali y Cartagena;
* Influyó en la formación de la Junta de Santiago de
Chile el 18 de septiembre de 1810;
* Inspiró la frustrada conspiración del abogado Ma-
teo Silva en Lima;
* Provocó una reunión de los vecinos de Turicato en
Michoacán, México, para “platicar y conocer las cosas de
Quito”, lo cual estimuló que después saliesen de este pue-
blo contingentes nutridos para apoyar al cura Hidalgo;

39
* Determinó la participación en política del prócer chi-
leno fray Camilo Henríquez, que se hallaba en esa época
en Quito protegido por el obispo Cuero y Caicedo;
* Determinó la actuación política del notable hombre
público peruano Santiago Távara, entonces estudiante
en Quito;
* Contribuyó a la tardía declaración de las Cortes de
Cádiz sobre la igualdad entre españoles y americanos,
gracias a una publicación sobre los sucesos de Quito he-
cha en el periódico El Espectador Sevillano, y
* Galvanizó el ánimo de los patriotas de todo el conti-
nente que reaccionaron indignados ante la matanza del
2 de agosto.

Influencia del 2 de agosto de 1810

En efecto, el influjo que tuvo la espantosa matanza de


Quito en toda Hispanoamérica fue grande:
* En Caracas, cuando llegaron las noticias, hubo un
motín el 22 de octubre, al mando de José Félix Ribas,
pidiendo la expulsión de los españoles; se celebraron
solemnes honras fúnebres por los patriotas quiteños
asesinados, y varios poetas (Sata y Bussy, García de Sena
y Vicente Salias) les dedicaron sentidos versos; los ritos
fúnebres fueron oficiados en la iglesia de Altamira, y se
costearon por suscripción popular, y en un catafalco se
puso esta leyenda: “Para aplacar al Altísimo irritado por
los crímenes cometidos en Quito contra la inocencia
americana ofrecen este holocausto el gobierno y el pue-
blo de Caracas”;
* En Bogotá, igualmente, el sabio Caldas protestó
por los hechos en su periódico Diario Político. El doc-
tor Miguel Pombo hizo derramar lágrimas a la multitud
con su famoso discurso sobre los mártires de Quito, “el

40
pueblo que primero levantó la cabeza para reclamar su
libertad”. Los cuarteles fueron abiertos para recibir vo-
luntarios y pronto se llenaron de jóvenes que querían
vengar la masacre de Quito. La Suprema Junta Guber-
nativa dirigió una exhortación patriótica al pueblo de
Bogotá, expresó su solidaridad al Cabildo de Quito y
amenazó con represalias al conde Ruiz de Castilla. Fue-
ron varios los periódicos de la época que se refirieron a
esta tragedia;
* En Chile, el padre Camilo Henríquez, pionero del
periodismo en ese país hermano, angustiado por la
muerte de sus amigos quiteños, escribió un drama que
tuvo gran divulgación bajo el título de La Camila o La
patriota de Quito, del cual se hicieron ediciones también
en Buenos Aires;
* El 2 de agosto influyó además en una intentona con-
trarrevolucionaria del coronel Tomás de Figueroa en
Santiago, contra el gobierno patriota. El motín realista
fracasó el 1 de abril de 1811;
* En las Cortes de Cádiz el asunto motivó largas discu-
siones y la intervención en defensa de Quito del doctor
José Mejía, frente a cuyos embates el presidente Molina
(sucesor de Ruiz de Castilla y antecesor de Montes, que
no llegó a gobernar desde Quito sino desde Cuenca por
corto tiempo) se vio obligado a dar explicaciones;
* Las autoridades de Valparaíso, ante la tragedia del 2
de agosto, ordenaron que en el faro del puerto se colo-
case una lápida en homenaje a Quito “Luz de América”,
título con el que desde entonces se ufana la ciudad;
* Bolívar, al fundamentar la Declaración de Guerra
a Muerte, recordaba la matanza de Quito como una de
las causas de aquella extrema medida. He aquí las frases
del Libertador en su famoso Manifiesto a las naciones del
mundo, justificativo de la guerra a muerte, suscrito en
Valencia el 20 de septiembre de 1813, en el cual repite

41
alusiones a Quito hechas ya por él en el cuartel general
de Mérida, el 8 de junio de ese mismo año:

...No hablemos de los tres siglos de ilegítima usurpación en


que el gobierno español derramó el oprobio y la calami-
dad sobre los numerosos pueblos de la pacífica América.
En los muros sangrientos de Quito fue donde la España,
la primera, despedazó los derechos de la naturaleza y de
las naciones. Desde aquel momento del año 1810 en que
corrió sangre de los Quiroga, Salinas, etc., nos armaron con
la espada de las represalias para vengar aquéllas sobre todos
los españoles. El lazo de las gentes estaba cortado por ellos;
y por este solo primer atentado, la culpa de los crímenes y
las desgracias que han seguido deben recaer sobre los pri-
meros infractores.

Otras referencias hace Bolívar a crímenes cometidos


durante la guerra y termina su manifiesto con las frases
célebres de la “Guerra a muerte”: “Españoles y canarios:
contad con la muerte aun siendo indiferentes. America-
nos, contad con la vida, aunque seáis culpables”;
* Por último, digamos que hasta hoy recuerda el him-
no nacional de Argentina la masacre de Quito;
* Al finalizar el siglo xix, también Martí había de ha-
cer referencia a los mártires de Quito, a propósito de
sus propios afanes por la independencia de Cuba.
Tal fue, pues, “el más dramático de los movimientos
revolucionarios de esa época”, como llamó Salvador de
Madariaga al estallido de Quito; tal su influencia defi-
nitiva en los acontecimientos posteriores de la libertad
de América.

42
El juicio de la historia
sobre la revolución de Quito:
el 10 de agosto de 1809
y la masacre del 2 de agosto de 1810
fueron pioneros de la independencia

Son contrastantes ciertas presunciones, hipótesis e


interpretaciones que, en los últimos tiempos, sin docu-
mentación alguna, tratan de menoscabar la pionera
actitud independentista de Quito y se oponen a lo sos-
tenido por las más prestantes voces nacionales y extran-
jeras desde la primera hora. Estas voces proclaman uná-
nimemente que el 10 de agosto de 1809 se produjo en
Quito una verdadera revolución, la primera en Hispa-
noamérica, mediante la cual el pueblo quiteño reasu-
mió la soberanía, apresó a las autoridades españolas,
desconoció todo el ordenamiento jurídico vigente en la
monarquía española, lo sustituyó con otro propio crea-
do sobre la marcha y, si admitió una posible fidelidad a
Fernando VII, entonces prisionero de Napoleón I, lo
hizo en condiciones imposibles de cumplirse, porque
aquel monarca, cautivo en Bayona, había sido desposeí-
do por Napoleón de la corona de España y parecía utó-
pico que la recobrara o viniera a reinar entre nosotros.
He aquí algunos testimonios:
1. “Facultados por un consentimiento general de
todos los pueblos, e inspirados en un sistema patrio, se
ha procedido al instalamiento de un Concejo Central
en donde con la circunspección que exigen las circuns-
tancias se ha decretado que nuestro Gobierno gire bajo
los dos ejes de independencia y libertad...”. (Juan de
Dios Morales, Secretario de lo Interior y Relaciones Exterio-
res: Circular a los Alféreces, Corregidores y Cabildos, Quito, 13 de
agosto de 1809.)

43
2. “Habiéndose iniciado la recomendable causa a los
reos de Estado que fueron motores, auxiliares y partida-
rios de la Junta revolucionaria, levantada el 10 de Agos-
to del presente año, y siendo necesario se proceda con-
tra ellos con todo el rigor de las leyes... manda que
siempre que sepan de cualquiera de ellos, lo denuncien
prontamente a este gobierno, bajo la pena de muerte si
no lo hicieren”. (Conde Ruiz de Castilla, Presidente de la
Real Audiencia de Quito, Bando del 4 de diciembre de 1809.)
3. “La Constitución (el Acta del 10 de agosto de
1809) no era otra cosa en substancia que la indicada
independencia y substracción del suave yugo de la
dominación española según se acredita más claramente
por el modo y la forma con que se realizó el plan (...)
Todos los procedimientos de la Junta Revolucionaria
no han respirado sino libertad, independencia y subs-
tracción de la dominación española...”. (Dr. Tomás Are-
chaga, Vista Fiscal en la Causa de Estado contra los autores de la
Revolución del 10 de Agosto de 1809, Quito, 21.IV.1810.)
4. “La Suprema Junta de esta Capital (...) no puede
dejar de manifestar su dolor a ese Ilustre Ayuntamiento
y al mismo generoso pueblo, que dio tan claramente
los primeros pasos hacia nuestra libertad”. (Dr. Felipe
Miguel Pey, Vicepresidente de la Suprema Junta de Santa Fé
de Bogotá, Condolencia al Cabildo de Quito, Santa Fé, 15 de
septiembre de 1810.)
5. “Quito, Luz de América”. (Placa en el faro de Valpa-
raíso, decretada por el primer congreso chileno a petición de
Fray Camilo Henríquez, 1812.)
6. “Quito, el pueblo que primero levantó la cabeza
para reclamar su libertad”. (Dr. Miguel Pombo, neograna-
dino, Discurso sobre los Mártires de Quito, Bogotá, “Diario Políti-
co”, septiembre de 1810.)
7. “... en los muros sangrientos de Quito fue donde la
España, la primera, despedazó los Derechos de la Natu-

44
raleza y de las Naciones. Desde aquel momento del año
1810 en que corrió la sangre de los Quiroga, Salinas,
etc., nos armaron con la espada de las represalias para
vengar aquellas sobre todos los españoles”. (General
Simón Bolívar, Manifiesto a las Naciones del Mundo, Valencia,
Venezuela, 20 de septiembre de 1813.)
8. “... el Gobierno recuerda con un placer inmenso...
el singular beneficio con que se distinguió Quito, levan-
tando la primera el grito sagrado de Libertad, el 10 de
Agosto de 1809...”. (General Antonio José de Sucre, Oficio
al Deán y Cabildo Eclesiástico de Quito, 9 de agosto de
1822.)
9. “Quiteños: Mi corazón se ha pasmado al contem-
plar tanto desprendimiento de vuestra parte y al ver
acudir a todos a las armas. Vuestros antiguos nobles
fueron los primeros en acudir a las filas como simples
soldados... Quiteños, recibid a nombre de la Patria la
gratitud que se os debe”. (General Simón Bolívar, Proclama
al Pueblo de Quito. Cuartel General en Quito, 28 de junio de
1823.)
10. “... la noticia de la Revolución de Quito sorpren-
dió en gran manera a las autoridades españolas que
temieron por doquiera el contagio del mal ejemplo...”.
(José Manuel Restrepo, colombiano, ministro de Bolívar, His-
toria de la Revolución de la República de Colombia, París, 1827.)
11. “La antorcha fue encendida, y aunque la llama
había sido temporalmente sofocada, no fue extingui-
da... la burbuja reventó prontamente donde y cuando
menos se esperaba, y aunque los efectos de la explosión
fueron prontamente reprimidos, rasgó el velo y sentó
los fundamentos de la libertad de que todas las hasta
entonces esclavizadas naciones del Nuevo Mundo gozan
ahora... Así, en una noche, sin derramamiento de san-
gre, o conmoción popular siquiera, un gobierno que
había sido establecido por más de tres siglos, fue despla-

45
zado y uno erigido sobre sus bases...”. (William Bennet
Stevenson, Secretario inglés del Conde Ruiz de Castilla, Presi-
dente de la Real Audiencia de Quito destituido y apresado
por los patriotas quiteños de1809, Historical and descriptive of
twenty years residence in South America, Londres-Edimburgo,
1829.)
12. “... Participando algunos inquietos quiteños de las
mismas ideas revolucionarias que han ido a toda la Amé-
rica, y abusando cobardemente de la debilidad y desam-
paro en que estaba sumida la madre patria por las temi-
bles armas del guerrero del siglo, fueron los que más
pronto se ensayaron en sacudir la independencia de las
autoridades realistas...”. (Mariano Torrente, español, Histo-
ria de la Revolución Hispanoamericana, Madrid. 1830.)
13. “La revolución que estalló en Quito contra las
autoridades españolas..., glorioso alzamiento...”. (José
Antonio de Plaza, neogranadino, Memorias para la Historia de
Nueva Granada, Bogotá, 1850.)
14. “... la revolución de Sudamérica empezó en Qui-
to...”. (José Manuel Groot, neogranadino, Historia Eclesiástica
y Civil de la Nueva Granada escrita sobre documentos auténticos,
Tomo I, Bogotá, Imprenta a cargo de Foción Mantilla, 1869.)
15. “... Bien merecido tenía Quito el sobrenombre de
Luz de América con que la saludaron los chilenos. A
pesar de sus errores y de los excesos que en Quito se
cometieron, queda a los quiteños la gloria de haber
sido los primeros en proclamar la independencia”.
(Francisco X. Aguirre Abad, guayaquileño, Bosquejo histórico de
la República del Ecuador, Guayaquil, ms. antes de 1877, la. ed.
1975.)
16. “... tengo gratitud para con los hombres de 1809
que se sacrificaron por dejarnos patria libre e indepen-
diente. Esta ciudad [Quito] fue la primera en declarar
pública y solemnemente la independencia política de
América; pero también fue la primera que se empapó

46
en sangre: los patriotas que hicieron aquella atrevida
declaración pagaron con su vida el deseo de indepen-
dencia; presos en calabozos, cuando menos lo temían
fueron asesinados, mas apenas se tuvo noticia en Amé-
rica de los asesinatos cometidos en Quito por los gober-
nantes españoles en la persona de los patriotas quiteños
cuando en todas las colonias se despertó una simpatía
poderosa respecto de las víctimas, cuya sangre vino a
ser la primera que corrió por la causa de la indepen-
dencia de nuestro continente; la llama del patriotismo
cundió en todas partes; el fuego de la venganza se infla-
mó y, atizado por las medidas violentas y desaconsejadas
que tomaban los gobernantes, produjo un incendio
espantoso que España fue impotente para apagar”.
(Federico González Suárez, quiteño, Discurso pronunciado el
10 de agosto de 1885 en la Catedral de Quito.)
17. “... Una revolución política en las colonias era
inconcebible e inesperada que no podía oírse sin gran
asombro ni ruidoso escándalo. ¿Cómo principalmente
la incomunicada y pobre provincia de Quito habría
pensado alterar el orden e instituciones de la Madre
Patria, y desobedecer los mandatos de la Junta Suprema
Central de España?... En el estrecho margen del 9 al 10
de agosto, sin efusión de sangre ni otra ninguna violen-
cia de las que naturalmente fluyen en las revueltas, se
derribó sin conmoción ni estrépito el viejo y vivo monu-
mento del Gobierno colonial. La parte culta de Quito...
y la de las ciudades inmediatas se mostraron contentas
de haber derrumbado aquel coloso y se esparcieron
con frenesí. Saboreábanse por primera vez con la liber-
tad y se engreían de verse cual señores...”. (Pedro Fermín
Cevallos, ambateño, Resumen de la Historia del Ecuador desde su
origen hasta 1845, Tomo 3, 1886.)
18. “¡El Diez de Agosto es el Día de la Nación, la
fecha memorable de la Patria! Para el Ecuador, el

47
Diez de Agosto es la más memorable entre todas nues-
tras fechas memorables, y el único día en que sea ver-
daderamente justo el regocijo común”. (Federico Gon-
zález Suárez, obispo de Ibarra, quiteño, Discurso
pronunciado el día 10 de agosto de 1904 en la Catedral de
Ibarra.)

José Mejía Lequerica en las Cortes de Cádiz

El 24 de mayo de 1775 vino al mundo el eximio orador


de las Cortes de Cádiz, doctor José Mejía Lequerica, una
de las más notables glorias de la ciudad de Quito. Punto
de controversia entre historiadores ha sido el año de
su nacimiento y aun el lugar. Se le creía nacido en al-
gún pueblecillo del Corregimiento de Latacunga, entre
1770 y 1777, y se daba como más probable el año de
1776. Pero el benemérito Celiano Monge halló su par-
tida de bautismo en la parroquia de san Marcos, lo que
aclaró definitivamente el problema.
Mejía fue quiteño. Él mismo se encargó varias veces
de confesarlo, pues Quito fue uno de sus amores. A
defenderla en Cádiz consagró varios de sus discursos.
La recordó siempre. “¿Cómo he de olvidarme del lugar
de mi nacimiento?”, decía en las Cortes en sesión de
diciembre 20 de 1810. Y en la del 28 de abril de 1812:
“Yo he nacido en una ciudad de las provincias de Amé-
rica que tiene de 60 a 70.000 almas de población. Es
una comandancia general, es un obispado del que se
han hecho cuatro: tiene una audiencia, cuyo distrito
tiene por una parte 300 leguas y por otra, 400, y 600 mil
almas de población...” Nunca dejó de soñar en volver a
Quito, “aunque sea pobre, viejo y calvo; pero cargado
de experiencia, rico de desengaños y armado para todo
evento de una sana e imperturbable filosofía, precio-

48
so fruto de mis viajes, lecturas y meditaciones”, según
decía en una carta a su mujer, Manuela de Santacruz y
Espejo.
La vida de Mejía fue incesante lucha desde su naci-
miento. Por su inteligencia, optimismo y ánimo bata-
llador venció todas las adversidades, y las tuvo muchas:
los prejuicios, motivados por su origen; las envidias y
mezquindades de los que quedaban rezagados; las bur-
las, por su matrimonio con la hermana del perseguido
Precursor; la estrechez del ambiente nativo; la descon-
fianza de los españoles, cuando ya llegó a la Península;
la dominación napoleónica contra la que luchó junto
al pueblo de Madrid; la fuerza de sus contrarios en las
polémicas ideológico-políticas de Cádiz. Solamente la
fiebre amarilla doblegó aquella valerosa vida de modo
prematuro en 1813, a los 38 años de edad. Murió cris-
tianamente en su habitación de la casa número 18 de la
plaza de San Antonio en Cádiz, “la tacita de plata”. Su
colega, el poeta Olmedo, escribió enaltecedor epitafio
para su tumba, hoy perdida.
Latinista, filósofo, teólogo, naturalista, profesor uni-
versitario, reformador, periodista, legislador, tribuno,
Mejía encontró en España la alta cátedra que en Quito
se le había discutido y alcanzó como orador aguerrido y
polémico en la Constituyente gaditana el renombre y el
prestigio que lo harían inmortal.
Al igual que su cuñado, el doctor Espejo, avizoró el
destino de fe, libertad y cultura de la patria quiteña,
hoy ecuatoriana. Opuesto firmemente a la Inquisición,
lacra del poder temporal en la Iglesia, ejercida por la
monarquía española en virtud del patronato, proclamó
siempre muy en alto su catolicismo ortodoxo y militan-
te de sólida doctrina. “Estoy en un congreso católico,
¿por qué he de avergonzarme de hablar católicamen-
te?”, decía.

49
Y si admirador de España, su historia y su cultura, de-
fendió ardorosamente los derechos de América frente a
la Península, propugnando para el Nuevo Mundo la obli-
gación de cultivar los vínculos con la madre patria. Abogó
porque los españoles reconociesen la igualdad de dere-
chos de los americanos y previno que, si no lo hacían así,
España perdería sus colonias y acentuaría su decadencia;
pero, correlativamente, avizoró la caída de América en
manos de sucesivos imperialismos. Él, en persona, com-
batió al invasor napoleónico, se opuso al afrancesamiento
y pronosticó también la influencia norteamericana en las
antiguas colonias españolas.
Creía en la representación popular y la soberanía polí-
tica, pero no generadas en las ideas de los reformadores
y enciclopedistas franceses, sino en los prístinos veneros
españoles, remontándose hasta los fueros de Aragón y
Castilla. Fue defensor de las libertades, en especial de las
de expresión e imprenta, opositor de los despotismos y
arbitrariedades. Consideraba que la persecución de los
gobiernos a los periodistas es medida contraproducen-
te. “Si no fuese permitido hablar libremente —decía—,
aun los merecidos elogios pasarían por serviles lisonjas,
y no habría más mordaz invectiva que un misterioso si-
lencio.”
Luchó por la abolición de las torturas como sistema
de investigación policiaca. Combatió la explotación a los
indios y las servidumbres de cualquier clase. Propició la
igualdad de todos ante la ley y el valor de la denomina-
da, despectivamente, plebe. En fin, se mostró como un
revolucionario auténtico y sincero, pero rechazando el
divorcio de la revolución con la libertad.
Varios historiadores tanto españoles como ecuatoria-
nos, del siglo pasado y del presente, han puesto de re-
lieve la figura de Mejía. Quito levanta en su honor una
estatua de cuerpo entero y una columna con su busto;

50
y una calle de la ciudad, así como un cantón de la Pro-
vincia de Pichincha, llevan su ilustre nombre. El general
Alfaro fundó a fines del siglo xix el Instituto Nacional
Mejía para perpetuar su memoria.

El general Carlos Montúfar

El más notable entre los militares ecuatorianos de la in-


dependencia vio la luz primera en Quito el 2 de noviem-
bre de 1780 y fue bautizado en El Sagrario. Nacido en
dorada cuna, debía ser el tercero de los marqueses de
Selva Alegre, estirpe más ilustre por sus servicios a Quito
que por su alcurnia y blasones: su abuelo Juan Pío de
Montúfar y Frasso había sido progresista presidente de
la Real Audiencia de Quito, y su padre, Juan Pío Montú-
far y Larrea, protector de Eugenio Espejo y mecenas de
intelectuales y artistas, había de ser, en 1809, el “primer
presidente de la América revolucionaria”.
No son muchos los historiadores ecuatorianos que
han estudiado la vida de este personaje nimbado de glo-
ria, drama y tragedia. En realidad, más es lo que se igno-
ra que lo que se sabe de Montúfar: pero aquello que se
conoce con certeza basta para trazar su trayectoria vital,
interesante y novelesca como pocas.
Las suyas fueron educación y cultura extraordinarias:
filósofo y militar a un tiempo, parecería como si el dis-
curso del Quijote sobre las armas y las letras hubiera
sido escrito para él. En Quito se graduó con lauros, ha-
cia 1800, de maestro en filosofía por la vieja y prestigio-
sa Universidad de Santo Tomás de Aquino, hoy Central
del Ecuador. Amigo de Mejía, que lo rebasaba con po-
cos años, fue su colaborador y compañero en no pocas
excursiones de investigación naturalista, al punto de
encontrarse especialmente idóneo para cooperar con

51
Humboldt cuando el insigne sabio llegó a esta ciudad
a comienzos de 1802. El adusto Caldas, que por enton-
ces recorría nuestros Andes, anhelaba ser el compañero
de Humboldt, pero el germano prefirió la ayuda del
joven Selva Alegre que hacía honor a su cognomento
por la risueña y a la vez enérgica forma de encarar la
vida cultivando simultáneamente estudio, ciencia y...
diversiones.
Humboldt, Bonpland y Montúfar formaron durante va-
rios meses simpático trío juvenil. Sistemática y disciplina-
damente recorrieron, investigaron y ascendieron muchas
de las montañas andinas de la región ecuatorial, incluso
el Chimborazo, que escalaron el 22 y 23 de junio de 1802
hasta los 5 000 metros de altura. Carlos Montúfar, acom-
pañando a Humboldt, viajó a las fuentes del Marañón
(Huancabamba y Chinchipe); por Cajamarca siguieron
a Lima desde donde viajaron a México y Estados Unidos
(allí conocieron a Washington y Jefferson), y por fin a
España. Durante los dos años de aquella interesantísima
travesía, famosa en los anales de la ciencia, el joven quite-
ño llevó, de su puño y letra, el diario de la expedición.
Durante seis años, de 1804 a 1810, pemaneció Montú-
far en España, donde por una parte conoció a Bolívar
—luego su amigo y compañero en París—, y por otra,
inició su carrera militar gracias a las recomendaciones
del general Castaños, hermano de doña María, la viuda
del barón de Carondelet, tan amiga de su familia por su
permanencia en Quito. Precisamente al lado del gene-
ral Castaños combatió en Bailén contra la dominación
francesa como teniente coronel de húsares. Hacia 1810
Carlos Montúfar integró en Cádiz, con otros americanos
que alcanzarían notoriedad y fama, como San Martín y
O’Higgins, la famosa Sociedad de Lautaro, organizada
secretamente a la manera de las logias masónicas con el
objeto de luchar por la independencia de América.

52
Poco tiempo después el Consejo de Regencia, que go-
bernaba a la revuelta España alzada contra las fuerzas
francesas apoderadas de gran parte de la Península, lo
nombró Comisionado Regio para pacificar el reino de
Quito, también convulsionado por los acontecimientos
del 10 de agosto de 1809; mientras su pariente Antonio
de Villavicencio fue designado con iguales funciones
para Nueva Granada. Lamentablemente, Montúfar, obs-
taculizado en su marcha a Quito por las intrigas epis-
tolares de Ruiz de Castilla, Arredondo y Arechaga que
pedían a las autoridades realistas del trayecto retardar su
arribo, no alcanzó a llegar para evitar la funesta masacre
del 2 de agosto. En todo caso su presencia devolvió la
moral y los ánimos a los patriotas sobrevivientes que le
hicieron un gran recibimiento.
Pronto se organizó una segunda Junta de Gobierno que
acorraló a Manuel de Urriez, pero Popayán, Pasto, Cuen-
ca y Guayaquil, tal como ocurriera en 1809, se negaron a
obedecer a la Junta y se aprestaron nuevamente a recha-
zar por la fuerza la autoridad de Montúfar, obligándole a
levantar las tropas para imponer el cometido que le había
dado el Consejo de Regencia. Batió con facilidad a Arre-
dondo, apostado en Guaranda, que se retiró en desor-
den hacia la costa. Amenazado por el presidente Molina,
sucesor de Ruiz de Castilla, quien se había atrincherado
en Cuenca, avanzó hasta Caspicorral poniendo en fuga a
las avanzadillas realistas, y se aprestaba a reconquistar la
capital azuaya cuando surgió, en su retaguardia, el movi-
miento divisionista de los sanchistas, partidarios del mar-
qués de Villaorellana, viejo opositor de Selva Alegre…
La pugna entre montufaristas y sanchistas fue el primer
esbozo de facciones políticas —los futuros conservado-
res y liberales— en el campo patriota. A lo largo de 1812
se proclamó solemnemente en Quito la independencia
total de España, se reunió un Congreso Constituyente,

53
se dictó la Constitución Política del Estado de Quito
y se obtuvieron triunfos en la campaña de Pasto, ciudad
que cayó en poder de los patriotas quiteños dirigidos
por Pedro Montúfar, tío de Carlos. El Comisionado Re-
gio, en nueva campaña sobre Cuenca, unificado con el
jefe sanchista Coronel Calderón, venció en Paredones
y Verdeloma, pero surgieron al punto suicidas rencillas
divisionistas. De éstas se aprovechó el general Toribio
Montes que venía con poderosa fuerza realista desde
el Perú, para avanzar en fulminante campaña, obtener
nuevas victorias en Chimbo y Mocha, ocupar Ambato y
Latacunga y amenazar Quito.
Montúfar se parapetó, mientras la fortificaba, en la
quebrada de Jalupana. Sobrepasada ésta por Montes,
defendió con bravura la ciudad. El asalto al Yavirac
originó sangrientas luchas cuerpo a cuerpo. Los acce-
sos laterales de Quito —Machángara y San Diego— se
convirtieron en nuevos campos de combate. Después,
cada torre de la ciudad se transformó en fortín. Pero
más pudo el poderío militar de Montes que el heroís-
mo desesperado de los patriotas quiteños. La ciudad fue
conquistada por los realistas a sangre y fuego aquel 8 de
noviembre de 1812. En impresionante éxodo, hombres,
ancianos, mujeres y niños evacuaron la ciudad y emigra-
ron hacia el norte.
En San Antonio de Ibarra se dio el último combate el
17 del mismo mes. El 10 de diciembre cayó Ibarra. La
represión fue brutal al igual que en Quito. El coronel
Francisco García Calderón y varios jefes fueron fusilados
por Sámano, lugarteniente de Montes. Carlos Montúfar
logró huir y mantenerse prófugo durante algún tiempo.
Apresado al fin fue enviado a Panamá, a comienzos de
1814, cargado de grillos, y sepultado en una mazmorra
de la fortaleza de Portobelo. Con paciencia y coraje, en
audaz operativo, logró escapar y llegar subrepticiamen-

54
te, en increíble viaje por selvas y mar, a Nueva Granada
donde estaba Bolívar. Con él entró en Bogotá, cuya ca-
pitulación contribuyó a negociar en diciembre de 1814,
época en la cual el Libertador le calificó en un docu-
mento como “oficial de primer carácter en la milicia”.
Enviado al sur, con dirección a Pasto, participó en el vic-
torioso combate de El Palo, ya con el grado de general,
pero fue derrotado en la Cuchilla de Tambo. Prisionero
nuevamente y llevado a Buga, fue juzgado y condenado
a muerte por el feroz Sámano.
Aceptando con estoica impavidez la muerte, confe-
sado y comulgado al amanecer, en medio de fúnebres
redobles marchó hacia el paredón, varonil y gallardo el
general Carlos Montúfar. Al verlo así, en la plenitud de
sus 36 años, las mujeres de Buga no pudieron contener
el llanto, remplazado luego por un clamor creciente.
Entre todas resolvieron rescatar a Montúfar y ofrecieron
para ello al omnipotente jefe realista sus aretes, collares
y pulseras: pronto reunieron una fortuna en oro y pe-
drerías; ante el silencio del déspota, añadieron luego la
plata de sus vajillas y candelabros.
Los minutos pasaban inexorables. El pelotón de fusi-
lamiento tenía apuntadas las armas, la chispa prendida;
el oficial que los comandaba, el sable en alto. Todos es-
peraban el perdón. ¿Y Montúfar? Tranquilo, la cabeza
erguida, las anchas espaldas esperando el impacto, ni
suplicaba ni se quejaba. Como “traidor” lo condenaron
los realistas; “héroe y mártir” lo aclamaban los patriotas,
con el silencioso latir esperanzado de sus corazones. Las
mujeres lloraban, imploraban, caían de rodillas. Sáma-
no, imperturbable, cruel, no cedía y dio al fin la orden
fatal. Bajó el oficial el sable que relampagueaba al sol.
Sonó la mortal descarga. Cayó desangrado el cuerpo de
Montúfar. Pronto resonó el tiro de gracia. Cuando cesó
el redoble de tambores comenzó el repique fúnebre de

55
las campanas de Buga que llamaban a duelo y plegaria.
Era el mediodía del 31 de julio de 1816.

Las ideas de los próceres quiteños de 1809

La dramática persecución a muerte que sufrieron los


próceres quiteños de 1809 y buena parte de 1810, así
como la reconquista española en 1812, tras las cuales
los líderes sobrevivientes fueron sañudamente hostiliza-
dos, obligaron a los patriotas a destruir los documentos
comprometedores, por lo que su pensamiento se cono-
cía predominantemente a través de la documentación
realista, en particular de los informes enviados a las
autoridades virreinales o de la Península, y de las acusa-
ciones constantes en los juicios penales que se les
siguieron, tendientes a justificar la pena de muerte que
para ellos se pedía.
El humano anhelo de los próceres, pero sobre todo
de sus familiares, de salvar sus vidas, originó comprensi-
bles distorsiones de su manera auténtica de pensar. La
compleja urdimbre de los acontecimientos de la época
ha permitido, por añadidura, notoria confusión al res-
pecto. Felizmente la investigación historiográfica realiza-
da a lo largo del siglo y medio posterior, aunque todavía
incompleta, ha permitido, sin embargo, rescatar varios
de los documentos originarios de los próceres quiteños,
por lo menos en copias constantes en los primeros infor-
mes de las autoridades españolas, o en los procesos, emi-
tidos en la primera hora del alzamiento. En algunos
casos, el inventario levantado a causa de la confiscación
de sus bienes durante la persecución de que fueron víc-
timas ha permitido que se conozcan los libros que com-
ponían sus bibliotecas y, por tanto, el alto y amplio hori-
zonte intelectual en el que se desenvolvían. Todo ello

56
nos permite, ahora, aproximarnos de modo más eficaz y
con mayor fidelidad a su pensamiento auténtico.
Por lo menos veintiséis documentos llegados hasta
nosotros en copias fidedignas de la época, originarios
de Morales, Quiroga, Ante, Salinas y Montúfar, nos
permiten conocer sus ideas prístinas. Desde luego,
éstas aparecen también, por contradicción, en los
informes, proclamas y escritos judiciales de las autori-
dades realistas, quienes desde el primer momento con-
sideran a los próceres como “rebeldes” e “insurgentes”
y al movimiento de Quito como “revolucionario”. Del
examen de aquellos documentos, propios de los diri-
gentes de la Revolución de Quito, en su primer instan-
te, podemos deducir sus ideas directrices, aquellas que
dieron originalidad al alzamiento del 10 de agosto de
1809.
Aquella revolución pionera fue cercada y asediada
por tropas superiores, no sin algunos combates, envia-
das primero por las autoridades realistas de Panamá,
Popayán, Guayaquil y Cuenca, y por los Virreyes de
Lima y Bogotá, y minada además por la contrarrevolu-
ción realista. La Junta de Gobierno naufragó, hubo
debilidad y quiebras, surgieron divisionismos y terminó
por resignar el mando y reponer a Ruiz de Castilla,
quien, pese a garantizar con juramento la seguridad de
los comprometidos en la Revolución del 10 de agosto,
terminó por apresarles y enjuiciarles. El fiscal Arecha-
ga, venal y perverso, en un documento estremecedor
pidió la pena de muerte para decenas de patriotas,
inclusive “quintar” los soldados que apoyaron la revuel-
ta. La tensión producida estalló el 2 de agosto de 1810,
terrible masacre que horrorizó a América pero galvani-
zó la acción libertaria.
¿Cuáles fueron, al parecer, las raíces ideológicas de
los próceres de Quito? Sujeta a demostraciones analíti-

57
cas imposibles de exponer en breves cuartillas, y a mejo-
res verificaciones, me atrevo a formular los siguientes
enunciados, en orden de prioridad, de más a menos,
en cuanto a posible influencia:
A) Ante todo las enseñanzas del precursor doctor
Eugenio Espejo, con quien estuvieron estrechamente
vinculados los componentes del núcleo que lideró la
Revolución, al que también pertenecía el doctor José
Mejía Lequerica, entonces ausente en España;
B) El antiguo Derecho Español, aprendido en las
aulas universitarias y manejado con inteligencia y versa-
ción por los próceres, doctorados en Derecho, particu-
larmente Morales y Quiroga, así como la doctrina jurí-
dica de los principales comentaristas hispanos, en
especial Solórzano;
C) Los principios de la escuela iusnaturalista, en par-
ticular de Grocio, Heineccio y Puffendorf, con frecuen-
cia citados en los escritos de los próceres, particular-
mente en sus alegatos;
D) Algunas de las normas de la escuela teológico-ju-
rídica española (Vitoria, Soto, Suárez, Mariana, Rivade-
neira, Cano, Saavedra Fajardo, etc.), aprendidas en las
aulas de la Universidad de Santo Tomás de Aquino, hoy
Central del Ecuador. Libros de aquellos escritores inte-
graban las bibliotecas de los próceres;
E) Influencia de la Ilustración, a través de la vertiente
Jijón, Pérez Calama, Espejo, más bien por la línea mode-
rada española encarnada en el P. Feijóo, cuyas obras
han sido enumeradas en las bibliotecas de los próceres;
F) Influencia de la Revolución Francesa, aunque
debilitada por el horror a sus excesos y la resistencia a
Napoleón que encarnaba sus ideas, pese a su cesarismo;
G) Ligera influencia del ejemplo norteamericano,
no sólo con la idea de independencia sino también con
la de republicanismo.

58
Conforme avanzan los acontecimientos —períodos
de 1810 a 1812 y de 1820 a 1822— el orden de influen-
cia de estas raíces se va invirtiendo: las últimas cobran
mayor importancia y las primeras se debilitan. Con la
batalla del Pichincha y la llegada de Bolívar y Sucre
alcanza a predominar la vertiente ideológica de los
Libertadores, que trae preponderante influencia de las
ideas de la Ilustración y la Revolución Francesa.
Mediante una serie de corrientes que se superponen
sobre aquellos sedimentos, esta vertiente se proyecta
durante casi todo el siglo xix.

La patria heroica

Si alguna característica asume la historia de la transfor-


mación iniciada en Quito el 10 de agosto de 1809 es
la de su heroicidad. Patria heroica la que avizoraron
aquellos hombres extraordinarios aun en medio de sus
debilidades y pasiones. Heroísmo a toda prueba en los
momentos de la concepción genial de las nuevas nacio-
nalidades libres, heroísmo en la hora de la lucha, he-
roísmo en la de la prueba terrible frente a fuerzas ma-
yores, turbas exaltadas o pelotones de ejecución. Patria
boba han llamado los colombianos, con no disimulada
ironía, a la época convulsionada que precedió a la li-
bertad definitiva. Patria vieja, le han dicho los chilenos.
Gonzalo Zaldumbide, entre nosotros, sugirió, por con-
traste, la denominación de la Patria infante, que Ben-
jamín Carrión trocó en la Patria niña, sin encontrar la
acogida que podía esperarse. Más me gusta pensar de
aquel período terrible como la Patria heroica, porque allí
fueron innumerables los héroes: los que la idealizaron y
los que perecieron en defensa de su sueño. Héroes au-
ténticos Espejo, Morales, Quiroga, Riofrío, Villalobos,

59
Carlos Montúfar. Héroes éstos de primera magnitud.
Pero héroes también los demás, aun los que no supie-
ron siempre mantenerse a la altura que hoy quisiéra-
mos que hubieran guardado. Heroísmo asimismo en el
otro campo: figuras como las de don Pedro y su hijo
don Nicolás Calisto, impávidos ante el paredón de fu-
silamiento, son admirables donde quiera. ¡Y heroísmo
en la mujer!: en Manuela Cañizares, Rosita Montúfar y
María Sáenz, la realista, hermana de aquella otra Ma-
nuela que supo ser heroica al lado de Bolívar, como que
ambas provenían del mismo cuño, por cierto de chape-
tonía a ultranza.
Resaltar uno por uno aquellos episodios de valor ex-
celso sería reconstruir íntegramente la historia de la
época. Mientras esto no se haga, sólo nos queda gloriar-
nos de aquellos tiempos de siembra fecunda. Nosotros
no hemos hecho más que cosechar. “Nos hemos sentado
a mesa puesta”, decía con razón Gonzalo Zaldumbide.
Tenemos que levantar nuestra historia, sin mediatizar-
la ni desfigurarla, es cierto, y tenemos que encontrar
en aquellos varones consulares la raíz positiva, la que
originó las mejores esencias de la patria. Porque tam-
bién el Ecuador nació de mucho heroísmo, de un he-
roísmo enorme al lado del cual las manchas y vacilacio-
nes probables no hacen sino necesaria contraluz, para
apreciar mejor el resplandor extraordinario que en la
historia americana tiene la Revolución del 10 de agosto
de 1809.

Trascendencia nacional, continental y mundial


de la RevoluciÓn de Quito

Los primeros en considerar como una “revolución”


el movimiento iniciado en Quito en 1809 fueron los

60
miembros del reducido cenáculo de las autoridades
españolas depuestas por el grupo de complotados que
dirigían los doctores Ante, Morales, Quiroga, el capitán
Salinas y otros, a quienes pronto se denominó insurgen-
tes. Éstos no miraban el pasado, avizoraban el futuro,
comenzaban a construirlo, con errores, ingenuidad, for-
malismos, es verdad, pero aquel movimiento era cierta-
mente una “revolución”, no sólo en el sentido trivial de
cambio compulsivo de autoridades, sino en el entonces
todavía no bien dilucidado concepto de transformación
de sistemas para ampliar el bien común a las mayorías.
Por eso la Revolución de Quito se diferenció de otras
actitudes de resistencia a la autoridad, o de conflicto de
competencias, habidas hasta entonces en las colonias
españolas, incluso ese mismo año de 1809 —en Chu-
quisaca y La Paz—, o en Montevideo, en 1808. Ésta fue
la originalidad, el peso específico y la trascendencia del
movimiento quiteño de agosto de 1809 que, con variados
acontecimientos de violencia, acción, reacción, comba-
tes, asesinatos, odio, enjuiciamientos jurídicos, batallas
y generalización del conflicto, solamente terminó el 24
de mayo de 1822 con la batalla del Pichincha, en la que
triunfó el general Sucre, y luego con la de Ibarra, gana-
da por Bolívar, y la pacificación de Pasto. A todo este
proceso de casi tres lustros denominamos Revolución
de Quito, cuya consecuencia inmediata fue la indepen-
dencia del antiguo reino y Presidencia de Quito, pero a
continuación también la de Perú, pues los ejércitos de
Bolívar y Sucre, repuestas aquí las bajas, pudieron con-
sagrarse a batir las últimas fuerzas españolas en Améri-
ca, librando las batallas victoriosas de Junín y Ayacucho
y capturando el Callao.
El estallido auroral de Quito marca un tajo profun-
do en la historia de la América española pues con él
se comienza el proceso de liberación de todo el territo-

61
rio americano sujeto a la dominación de los monarcas
peninsulares. Las autoridades españolas, que se vieron
obligadas a enfrentar y combatir el alzamiento, así lo
comprendieron de inmediato. Así lo reconocieron Bolí-
var y Sucre. Así lo reputaron los primeros historiadores
que escribieron sobre el asunto. En nuestra historia, el
movimiento revolucionario de agosto de 1809, continua-
do con la masacre de 1810, el ensayo del Estado de Quito
de 1811-1812, la resistencia armada a la reacción espa-
ñola, las varias conspiraciones sucesivas, los alzamientos
guayaquileño y cuencano de octubre y noviembre de
1820, la campaña de Sucre de 1821-1822, el triunfo en
Pichincha, la llegada de Bolívar a Quito y su definiti-
va entrevista con San Martín en Guayaquil no son sino
pasos de un solo proceso, el más importante, original
y auténtico de nuestra trayectoria nacional; el que más
repercusión continental tuvo, pues desencadenó la Re-
volución hispanoamericana que aquí, en nuestro terri-
torio —en Quito— comienza el 10 de agosto de 1809, y
aquí, en nuestro territorio —en Guayaquil— podemos
decir que se define cuando se entrevistan Bolívar y San
Martín el 26 de julio de 1822.
La Revolución hispanoamericana es, a su vez, el mo-
delo que más de un siglo después seguirían los pueblos
sojuzgados de Asia y África para alcanzar, a partir de
1945, su liberación e independencia política de las po-
tencias coloniales europeas. Y dicha transformación se
inscribe, a su vez, entre las grandes revoluciones de la
humanidad en el mundo moderno: la inglesa, la nor-
teamericana, la francesa, la soviética. Ahora asistimos a
la lucha del Tercer Mundo para poner fin al ya caduco
y anacrónico sistema colonialista —que intenta mante-
nerse bajo nuevas formas— y liberarnos de dependen-
cias y alienaciones. Dentro de este movimiento será un
paso fundamental la consolidación de la unidad ibero-

62
americana, que permitirá la industrialización y el desa-
rrollo económico de los pueblos de la América antes
hispanoportuguesa, llamados a ejercer la rectoría moral
del mundo en el siglo xxi, y ser fiel de la balanza en las
inevitables pugnas del futuro, cuando el centro de gra-
vedad de la historia pase a desplazarse definitivamente
del Atlántico al Pacífico.

Alzamiento de Guayaquil (9 de octubre de 1820)

El antecedente mediato de la batalla del Pichincha es el


pronunciamiento pionero del 10 de agosto de 1809. Pero
aquel movimiento, que iluminó toda América, estuvo
condenado al fracaso aparente por la fuerza de las cir-
cunstancias que gravitaron sobre él. En todo caso, la voz
de los próceres quiteños fue como el gran llamamiento
heroico, algo así como un inmenso grito que incitaba a
la acción, quería despertar la adormecida conciencia de
patria, el clamor desesperado que golpeaba los corazones
de todos los hermanos del continente.
Pero si el 10 de agosto es el toque de diana de nuestra
emancipación y si el 2 de agosto de 1810 es el del silencio
y dolor ante la tragedia que arrebata las vidas de los prin-
cipales dirigentes de la revolución de independencia, el
9 de octubre de 1820 es el toque a somatén que pone
en efervescencia a la nación entera y la galvaniza para la
serie de acciones de armas que culminarán en la esplén-
dida victoria del 24 de mayo de 1822. Porque la libertad
de Guayaquil es el antecedente inmediato de la acción
de Pichincha.
Cuando a fines de septiembre de 1820 llegan a Gua-
yaquil, desde Lima y de paso hacia su Venezuela natal,
los oficiales del batallón Numancia comandante Miguel
Letamendi y capitanes Luis Urdaneta y León Febres

63
Cordero; el primero que se vincula con ellos es José de
Antepara, guayaquileño que había acompañado al pre-
cursor Miranda en su retorno a Caracas desde Londres,
en 1810. Antepara guardaba recuerdos de su paso por
tierra venezolana, no obstante la tragedia de la derrota
patriota y cautiverio del precursor, preludio de su muer-
te en La Carraca de Cádiz.
Antepara considera propicia la coyuntura para lograr
la adhesión de Guayaquil a la causa patriota, pues el des-
contento contra el dominio realista ya es un hecho por
la paralización comercial. Salvo el Callao, prácticamen-
te todos los puertos del Pacífico están en manos patrio-
tas, lo que dificulta el intercambio y la navegación. Los
tres venezolanos, al ser reconocidos por Antepara como
simpatizantes de la libertad y consultados sobre un posi-
ble golpe, sugieren tomar contacto con los oficiales del
batallón peruano Granaderos de reserva, acantonado
en Guayaquil.
La única forma de hacerlo disimuladamente es reunir-
los en alguna fiesta de sociedad. Un donairoso capricho
de la agraciada joven Isabelita Morlás, hija del tesorero
del Cabildo, que manifiesta en presencia del marino lui-
sianés Villamil y de Antepara sus deseos de bailar, da la
ocasión buscada. En la noche del domingo 1 de octubre
de 1820, Villamil y su esposa, doña Ana Garaicoa, ofre-
cen una fiesta en su casa del Malecón. Allí se conocen y
fraternizan los del Numancia y los del Granaderos. Sin
llamar la atención de los demás, Antepara reúne en se-
creto a los que sabe partidarios de la emancipación y les
vincula con los guayaquileños que la desean. Son veinte
conspiradores en total, presididos por Villamil, su an-
fitrión de esa noche. “Ésta será la fragua de Vulcano”,
pronostica Antepara. Así resultó, ciertamente.
En los días siguientes vuelven a reunirse los principa-
les dirigentes. Consideran la situación militar. La plaza,

64
de 22 mil almas, está guarnecida por 1.500 soldados y
siete lanchas cañoneras. Escobedo, un oficial peruano,
segundo jefe del Granaderos, y Peña, jefe de las milicias
guayaquileñas, no ocultan su preocupación respecto al
escuadrón de caballería Daule y a la brigada de artille-
ría. Todos consideran la necesidad de un conductor de
prestigio que aglutine las voluntades. Piensan en Beja-
rano, viejo líder de los patriotas porteños, corresponsal
de los próceres del 10 de agosto, pero éste se excusa
dados los achaques de su edad. Es propuesto entonces
Olmedo, poeta y patricio, propugnador en las Cortes
de Cádiz de la abolición de la mita, pero él es un hom-
bre de letras, vacila y también termina por excusarse
sugiriendo un militar para dirigir la empresa. Ximena,
oficial de artilleros educado en España, se excusa tam-
bién, atendiendo a caballerosas razones de hidalguía.
Por añadidura, se teme que Vivero, gobernador realista
de Guayaquil, haya descubierto la conspiración. El des-
aliento cunde.
Sólo el entusiasmo de Febres Cordero, que mira las
cosas con panorámica continental y les recuerda los
progresos de Bolívar por el norte y San Martín por el
sur; así como la noticia de que el perseverante Antepara
ha convencido al capitán de artillería Nájera, mientras
el teniente Álvarez, indio cuzqueño apodado “el Caci-
que”, ha comprometido a dos sargentos del Daule, logra
contener el pesimismo y abrigar nuevas esperanzas. El
jueves, viernes y sábado prosiguen los conspiradores en
su tarea de captación. Se decide, al fin, hacer de inme-
diato la revolución invocando como santo y seña “¡Gua-
yaquil, por la patria!”, que resume el ideal americanista
y libertario frente a España y la monarquía.
El domingo 6 de octubre, por la mañana, el gober-
nador, alarmado ante la ola de rumores, celebra una
Junta de guerra y ordena al Granaderos que patrulle las

65
calles de la ciudad por la tarde. Se reúnen los patriotas
en casa de Villamil para ultimar los preparativos. Al fin,
se señalan las dos de la mañana del 9 de octubre como
hora clave de los acontecimientos. Nadie sabe cuál será
el resultado, por lo que, en previsión, se obtiene que
la goleta Alcance, que debía partir a Panamá, aplace su
viaje. Como si adivinara lo que se avecina, el goberna-
dor Vivero recorre los cuarteles hasta última hora de la
noche de aquel domingo, pero al no observar irregula-
ridad alguna se retira a descansar.
Los hechos se realizaron con precisión cronométrica.
En el amanecer del lunes 9, Nájera apresa al comandante
Torres Valdivia, jefe de la artillería, invitándole a su casa
con una estratagema, a la que recurre con el ánimo de
salvarle del peligro, y consigue apoderarse de las llaves del
parque. Febres Cordero, con medio centenar de granade-
ros, sorprende al oficial de guardia de la artillería, le apre-
sa y logra la adhesión de la tropa. Antepara y Urdaneta
asaltan con 35 hombres, entre ellos varios jóvenes civiles
guayaquileños, al escuadrón Daule. El comandante Maga-
llar, español que opone resistencia, muere en la refriega.
Sus tropas, ya trabajadas por los sargentos Vargas y Pavón,
apoyan sin más la causa patriota. Antepara, con un grupo
de civiles, y con el comandante Tirapegui, segundo jefe
del Daule, se apoderan de la batería Las Cruces sin ha-
llar resistencia. En la casa del coronel García del Barrio,
primer comandante del Granaderos, se produce otro
enfrentamiento que culmina con la prisión de aquel alto
oficial. También caen presos el gobernador Vivero, su lu-
garteniente coronel Elizalde y el fraile realista Pedro Que-
rejasú, franciscano. Las lanchas de la flotilla, que habían
salido la víspera a patrullar la ría, son dominadas cuando
tornan al puerto, donde es apresado su comandante Vi-
llalba. La mañana del 9 el pueblo se desborda por calles y
plazas al conocer los hechos y aclama la libertad.

66
Reunido el Cabildo, cuyos alcaldes eran Manuel José
Herrera y Gabriel García Gómez, proclamó la indepen-
dencia “por el voto general del pueblo, al que estaban
unidas las tropas acuarteladas”, y designó jefe político al
doctor José Joaquín de Olmedo y jefe militar al coman-
dante Gregorio Escobedo, quienes juraron sus cargos y a
la vez recibieron el juramento del Cabildo y de los altos
funcionarios. Acordaron “propender a la independen-
cia de América” y comunicar el hecho a Quito y Cuen-
ca, en poder realista, “exhortándoles a la uniformidad
de sentimientos y operaciones”. Poco después salían de
Guayaquil a comunicar lo acontecido a Bolívar y San
Martín y pedirles auxilio, el capitán Lavayen y el coronel
Villamil, respectivamente.
Así se produjo, casi sin derramamiento de sangre, la
revolución de Guayaquil que abrió camino definitivo a la
emancipación del antiguo reino de Quito; rubricó, aun-
que fuera once años más tarde, la clarinada quiteña de
1809, anunciadora de la libertad, e hizo posibles el triun-
fo de Pichincha, el encuentro de Bolívar y San Martín y
las victorias finales de Junín y Ayacucho.

Alzamiento de Cuenca (3 de noviembre de 1820)

El 15 de octubre de 1820 llegaron a Cuenca las primeras


noticias del golpe revolucionario ocurrido seis días an-
tes en Guayaquil, gracias al cual el puerto pasó a manos
patriotas. Durante toda esa década, Cuenca había sido
foco de la reacción realista, por la terca y tenaz posición
monárquica del célebre obispo Andrés Quintián Ponte,
que hizo fracasar los movimientos de Quito en 1809 y de
1810 a 1812, y asimismo por la actitud militar del general
Melchor Aymerich, que desde allí había encabezado la
contrarrevolución. El presidente Molina, por otra parte,

67
había establecido en Cuenca la sede de la Audiencia de
Quito. Todo esto afianzó en la citada ciudad el ideal de
lealtad a la monarquía española. No obstante, siempre
hubo en ella núcleos de patriotas comprometidos con
la causa revolucionaria, muchos de los cuales habían
padecido persecución y prisiones, y algunos incluso ha-
bían perdido la vida por sus ideas como Joaquín Tobar,
Fernando Guerrero y el coronel Francisco García Cal-
derón.
La feliz noticia del día 9 —como lo cuenta Alfonso
María Borrero, notable historiador azuayo— movilizó a
un valeroso aunque reducido grupo de jóvenes activis-
tas, encabezados por el teniente José Ordóñez y por José
Sevilla, quienes condujeron una poblada, desde Todos
Santos hasta la Plaza Mayor, para exigir al alcalde inte-
rino Juan Antonio Jáuregui, la convocatoria inmediata
de Cabildo abierto a fin de discutir la situación de Gua-
yaquil. Pero Jáuregui, chapetón de sangre e ímpetu, yu-
guló la intentona con firmeza; a voz en cuello apostrofó
a Ordóñez. La airosa respuesta del joven fue secundada
por el coro popular. Entonces el alcalde se apersonó en
el cuartel, hizo sacar los cañones a la plaza, ocupó con
tropas la vecina Casa Consistorial para impedir el pro-
yectado cabildo y dispersó la concentración procurando
no obstante evitar mayores incidentes.
Los dirigentes patriotas no se declararon vencidos
por este fracaso, sino que, cambiando de táctica, resol-
vieron ganar para la causa al gobernador interino Anto-
nio Díaz Cruzado, ante quien diputaron una comisión.
Algo debió traslucir el proyecto porque el jefe militar
de las tropas realistas de Cuenca, coronel Antonio Gar-
cía Tréllez, detuvo a Díaz y le envió preso con destino
a Quito. Este paso resultó, sin embargo, decisivo para
los afanes independentistas, porque suplió al prisione-
ro, como gobernador asimismo interino, el doctor José

68
María Vásquez de Noboa, comprometido entonces con
los revolucionarios. Convocó, pues, Cabildo ampliado
para el 1 de noviembre, pero las personas citadas, y el
mismo Vásquez, en vez de reunirse en la ciudad fuerte-
mente vigilada se trasladaron a la vecina parroquia de
El Valle y comprometieron al mayor número de gentes
para que concurriesen a Cuenca el 2 de noviembre, so
pretexto del día de difuntos, y que permaneciesen allí
hasta el 3. El plan era asaltar ese día a las tropas, para lo
cual Vásquez había resuelto promulgar por bando unas
ordenanzas reales: cuando la guarnición acompañara
al escribano, de esquina en esquina, para la lectura del
bando, los comprometidos asaltarían a los soldados y
les desarmarían. Se comisionó, en efecto, al escribano
Zenón de San Martín y Landívar para que el día 3, que
caía en viernes, promulgase las ordenanzas y se pidió,
como era de rigor, el acompañamiento de tropas. Pero
el desconfiado jefe realista no cayó en la celada y retu-
vo el grueso de la guarnición en el cuartel ordenando
que apenas dos escuadras y un cabo, esto es, sólo nueve
hombres, hicieran escolta al escribano.
De todos modos, el teniente Ordóñez, Vicente Tole-
do, Ambrosio Prieto y otros jóvenes asaltaron a la pe-
queña escolta, tal como se habían propuesto. La gente
que escuchaba la lectura del bando apoyó la revuelta y
todos juntos desarmaron a los soldados. Un tiro hirió
a Ordóñez. El momento pudo ser fatal por la momen-
tánea falta del jefe patriota, pero salvó la situación el
propio escribano, que estaba de acuerdo con la celada.
Vencida la escolta, todos los amotinados se dirigieron
hacia San Sebastián. Allí comenzó a congregarse más
gente, llamada por el revuelo de las campanas. El cura
de Puebloviejo, José María Ormaza, de visita en Cuenca,
arengó con inflamadas frases a los presentes, poniéndo-
les por delante el ejemplo de Guayaquil y exhortándo-

69
les al heroísmo. Grandes aplausos acogieron sus frases y
la masa aclamó con entusiasmo el retorno del teniente
Ordóñez. Iba con el brazo en cabestrillo pues la herida
no resultó de gravedad, montado ahora en brioso cor-
cel. Todos acordaron asaltar el cuartel. Pero el coronel
García había tomado sus providencias, acordonando
la Plaza Mayor y disponiendo sus tropas en guerrillas
concéntricas en las calles adyacentes, a fin de prevenir
un ataque por dondequiera viniese. Armó la artillería
con tarro de metralla para causar mayor impacto en la
multitud asaltante, e hizo colocar un cañón en la torre
de la catedral. Varias intentonas de avance fueron así
contenidas, ya que los patriotas no disponían sino de
pocas armas de fuego, entre ellas los fusiles tomados ese
día. Por este motivo, los cabecillas del motín prefirieron
trasladarse, no sin dificultad por la presencia de milicias
formadas por los españoles de la ciudad y sus partida-
rios, al barrio de El Vecino. Allí se parapetaron a su vez,
y resistieron las acometidas realistas, mientras Vásquez
de Noboa y demás jefes patriotas enviaban peticiones de
refuerzo a los pueblos comarcanos para intentar un defi-
nitivo enfrentamiento y suplir con el número la falta de
armas eficaces, ya que predominaban las blancas, desde
puñales, cuchillos y lanzas, hasta guadañas y hoces.
La noche del 3 al 4 de noviembre fue tensa y vigi-
lante. Al siguiente día se reanudó el combate al clarear
el alba. García Tréllez atacó reiteradamente a los amo-
tinados sin poder sobrepasar las barricadas levantadas
por éstos. A lo largo de la mañana fueron engrosándose
las fuerzas patriotas con gente de los pueblos aledaños.
Hasta que a media tarde, cuando ya cundía el desalien-
to por las bajas que causaba el asedio realista, apareció
a la cabeza de nutrido contingente, “copioso número
de hombres blancos e indígenas armados”, el maestro
Javier Loyola, aguerrido y popular cura de Chuquipata,

70
precedido de un estandarte religioso. Fue recibido con
estruendosos vivas en El Vecino, y renacida la confianza
y con nuevos bríos, los patriotas se lanzaron al unísono
en dirección a la Plaza Mayor, inundando el gentío las
calles que a ella conducían y arrollando las avanzadas
realistas en un solo y recio empuje que no paró sino
ante el cuartel.
Medidas las posibilidades de defensa, el jefe realista
comprendió que nada podía hacer salvo rendir las ar-
mas. Así se hizo y allí mismo fue proclamada la liber-
tad de la Provincia Libre de Cuenca, nombre adopta-
do por los revolucionarios, como recuerda Destruge.
Como jefe civil y militar fue designado Vásquez de No-
boa. Días después, jurada la independencia, se reunió
el Consejo de la Sanción, verdadera asamblea constitu-
yente elegida por sufragio, que aprobó la primera car-
ta política de ese sector del antiguo reino de Quito, lla-
mada Plan de Gobierno de Cuenca. Fiel a su lema secular,
campante en el escudo hispánico de Santa Ana de los
Ríos de Cuenca, “Primero Dios y después Vos”, la ca-
tólica ciudad comenzó su vida libre “en el Nombre de
Dios Todopoderoso, Ser Supremo y Único Legislador,
cuyo Santo Nombre invocamos”, y adoptó como insig-
nia republicana un indio cáñari de fuertes rasgos va-
roniles que hinca en el suelo una lanza con la diestra,
mientras con la siniestra apunta en lo alto una estrella.

Victoria de Camino Real (9 de noviembre de 1820)

Las diversas poblaciones de la costa sujetas a la juris-


dicción de Guayaquil siguieron el ejemplo de ésta con
gran entusiasmo. La primera fue Samborondón, el 10
de octubre; le siguió Daule el 11; el 12 se proclamó li-
bre Baba; Jipijapa y Naranjal el 15. Especial importan-

71
cia tuvo el pronunciamiento de Portoviejo ocurrido el
18; Montecristi se adhirió a la revolución el 23, y poco
a poco lo fueron haciendo los demás pueblos. Asimis-
mo sirvió de ejemplo el alzamiento de Cuenca del 3
de noviembre para Zaruma y Loja. La Junta de Guaya-
quil no se limitó, sin embargo, a difundir la noticia de
la revolución y a obtener la adhesión de los pueblos
circunvecinos: comprendió que tenía que asegurar su
independencia, organizando las tropas necesarias para
defender la ciudad si era atacada por Aymerich, e in-
clusive para intentar una campaña militar para libertar
Quito.
En el mismo mes de octubre de 1820 se estructura-
ron los primeros batallones patriotas, depurando de
realistas los de la antigua guarnición sublevada el 9, e
incorporando contingentes de entusiastas voluntarios
de la ciudad y de los pueblos y campos vecinos: eran
montuvios en su mayor parte, todos bisoños pero bravos
y aguerridos. Urdaneta y Febres Cordero tomaron a su
cargo la difícil tarea de adiestrarlos. Una parte de estas
tropas, con el nombre de División Protectora de Quito,
salió en campaña hacia el interior en los primeros días
de noviembre: los coroneles Urdaneta y Febres Cordero
actuaban como primero y segundo jefes. Gabriel Gar-
cía Gómez, español que había contraído matrimonio
en el puerto y se había manifestado partidario de la in-
dependencia desde el primer momento, patrocinó una
colecta que alcanzó 16.000 pesos para sufragar los gas-
tos de la campaña. El objetivo de las tropas era ocupar
Guaranda, y si era posible, Ambato, a la espera de una
insurreción general de la Región Interandina.
La marcha se realizó conforme a lo previsto, y la fuer-
za avanzó hacia Sabaneta el 7 de noviembre y se dispuso
a iniciar el ascenso a la cordillera. El comandante Fo-
minaya dirigía la vanguardia realista que se parapetó

72
en Camino Real, paso obligado en el único camino a
la sierra. Se trata de un desfiladero formado por dos
estribaciones andinas, Tiandayote y Sandalán, propicio
para una emboscada. Pero gracias al informe de una
humilde campesina de Bilován, Josefina Barba, Febres
Cordero logró un movimiento de rodeo por veredas es-
condidas, con parte de sus tropas, al amanecer del 9 de
noviembre.
Cuando el sol más quemaba desde el cenit, Febres
Cordero inició el ataque acercándose a los parapetos
de Fominaya, desde donde comenzaron los disparos
al advertir movimientos sospechosos. Los patriotas, sin
responder, se acercaron a las trincheras en silencio, y
de repente, a la orden de ataque, salieron de entre los
matorrales, la bayoneta calada, en asalto impetuoso
contra las escarpadas líneas del jefe realista. Dos sar-
gentos, Francisco Tejada y José López, encabezaban
aquel oleaje de valor temerario. Tras ellos iban los de-
más, en andanadas sucesivas, obedientes a las voces de
estímulo de sus oficiales, entre los que destacaba, pese
a su juventud, Abdón Calderón. Casi al mismo tiempo,
la otra columna irrumpió por la retaguardia, bajando
desde las colinas, anuncio del descalabro realista. Com-
bate cuerpo a cuerpo, reñido y rugiente. Cuando cesó
el fragor de la lucha, los clarines patriotas anunciaron
la victoria. Fominaya y los que sobrevivieron iniciaron
la retirada.
Desde Angas se envió a Guayaquil la feliz noticia del
triunfo, y en consecuencia Urdaneta avanzó hasta ocupar
Guaranda. Cuatro tenientes fueron ascendidos a capita-
nes, y tres subtenientes, entre ellos Calderón, a tenien-
tes. Urdaneta terminaba su breve parte de guerra con
estas palabras: “Propongo para el grado de subteniente
a los sargentos primeros José López y Francisco Tejada,
quienes se desempeñaron con tal bizarría que, siendo

73
los primeros en asaltar las trincheras, salieron heridos, el
primero en la cara de bala de metralla, y el segundo, de
fusil, en una pierna.”
La caída de Guaranda en poder de la división de Ur-
daneta precipitó la adhesión en cadena de Machachi,
Latacunga y Riobamba, que se pronunciaron el 11 por
la libertad; de Ambato el 12, y de Alausí el 13. Una olea-
da de optimismo parecía invadir la antigua Presidencia
de Quito. En la sierra, menos la capital, Ibarra y Tulcán,
y en la costa, menos Esmeraldas, el país entero habíase
pronunciado por la patria.

Primeras leyes revolucionarias

El 8 de noviembre de 1820 se reunió en Guayaquil el


Colegio Electoral, con participación de 58 diputados,
16 correspondientes a la ciudad y el resto a los pueblos
de su jurisdicción, entre ellos Babahoyo, Machala, Santa
Elena, Montecristi, Jipijapa, Chone y la isla Puná que,
por primera vez, elegían representantes a un cuerpo
político soberano. De inmediato, aquella delegación
del pueblo, pese a las amenazas del coronel Escobedo,
eligió la nueva Junta de Gobierno, integrada por el pro-
pio Olmedo, por Jimena, Roca y Marcos, encargados,
respectivamente, de la presidencia, asuntos militares,
político-civiles y secretaría.
El 11 fue proclamado el Reglamento de la provincia li-
bre de Guayaquil, ley fundamental de sólo 20 artículos,
elaborada por Olmedo, según es tradición, pero con
significativas aportaciones de Antepara. Preconizaba,
entre otras declaraciones, la libertad e independencia
de Guayaquil; su catolicismo oficial; el libre comercio
—punto esencial para una ciudad portuaria—; el ser-
vicio militar obligatorio en casos de peligro a partir

74
de los 16 años —norma que explica la incorporación
de Abdón Calderón a las armas, y de otros jóvenes—; la
prohibición de juzgamientos por comisiones especiales,
etc. Señalaba la estructura del gobierno y los ayunta-
mientos, y dejaba pendiente el derecho de Guayaquil a
unirse a la asociación de Estados que más le conviniese,
de entre los que debían formarse en América del Sur.
La diputación de Guayaquil eligió, el mismo día 11,
el nuevo ayuntamiento de la ciudad. Asimismo, en la
propia fecha, arrestó a Escobedo y en el bergantín
Pueyrredón le envió a Chile, por órdenes del gobierno,
para poner coto así a sus intrigas y afanes absolutistas
demostrados en sus escasos treinta y tres días de man-
do. Se nombró en su lugar al coronel Juan de Araujo.
Éste envió auxilios a Cuenca: 60 fusiles a las órdenes
del capitán Francisco Morán, con dos tenientes y cuatro
sargentos.
El Reglamento de la provincia libre de Guayaquil y el Plan
de gobierno de la liberada ciudad de Cuenca son docu-
mentos básicos de nuestro derecho constitucional, na-
cido con el Acta del Pueblo que fue suscrita en el Palacio
de Quito el 10 de agosto de 1809 y es en realidad nues-
tra primera constitución política, aunque embrionaria.
Aquel instrumento jurídico, todavía inmaduro, vino a
perfeccionarse en la Constitución quiteña de 1812, de-
nominada Pacto soberano de sociedad entre las provincias que
forman el Estado de Quito, “documento de oro” al decir
de Celiano Monge, que lo exhumó, y magníficamente
estudiado en nuestros días por Ramiro Borja y Borja. El
doctor José Miguel Rodríguez fue el autor de esa consti-
tución, aprobada el 15 de febrero de 1812; pero también
otro religioso, el doctor Calixto de Miranda, presentó su
proyecto aquel mismo año, publicado últimamente por
Alfredo Ponce Ribadeneira. Únense así, ante la poste-
ridad, como raíces de nuestra estructura jurídica, estos

75
cinco textos: los tres de Quito, el de Guayaquil y el de
Cuenca, generalmente olvidados en los cursos universi-
tarios de derecho constitucional.

Tendencias en Guayaquil

El 18 de noviembre de 1820 en la goleta Alcance, lle-


garon a Guayaquil el edecán de San Martín, coronel
Tomás Guido, y el coronel Toribio Luzuriaga, como
enviados del Protector de Perú. Guido comenzó de
inmediato a organizar una corriente de opinión fa-
vorable a la incorporación de Guayaquil a Perú, pero
no logró que la Junta de Gobierno se pronunciara en
ese sentido. El 5 de enero de 1821 Guido abandonó la
ciudad de Guayaquil, en la goleta Patria, de retorno a
su país. Y aunque el 10 abortó un complot que tenía
por objeto realizar esta incorporación por la fuerza,
las intrigas prosiguieron y el partido peruanista cobró
importancia, no sólo por las posiciones que Luzuriaga
alcanzó en el mando de las tropas, sino también por el
posterior arribo al puerto del plenipotenciario Salazar
y el general José de la Mar, enviados por San Martín.
El partido que propugnaba la adhesión a Colombia
—para mantener así la antigua vinculación con Santa
Fe de Bogotá, a cuya jurisdicción estaba sometida la Pre-
sidencia de Quito— no tenía fuerza suficiente para lo-
grar una determinación a su favor. Predominaba pura y
simplemente el sentimiento guayaquileñista, propio del
dinámico puerto que había enarbolado, en los primeros
días de su revolución, estandarte propio, “una bandera
de cinco fajas horizontales, tres azules y dos blancas, y
en la del centro (azul) tres estrellas”. Así la describe Vi-
llamil, que la izó en la goleta Alcance cuando fue a infor-
mar a San Martín sobre el golpe del 9 de octubre.

76
La demografÍa hacia 1820

La población de la Presidencia de Quito —unidad his-


tórica de la que nadie parecía acordarse— apenas so-
brepasaba, en 1820, el medio millón de habitantes. De
ellos, “más de la mitad vivía en la sierra”, del Carchi al
Chimborazo, según lo estableció Wilfrido Loor, o sea
sobre los 250.000. Quito era la primera ciudad, pues so-
brepasaba las 25.000 almas; Cuenca, con 18.000 era la
segunda y en su distrito vivían alrededor de 75.000 per-
sonas; la tercera ciudad era Guayaquil, que comenzaba
su expansión demográfica por la migración interna, te-
nía más o menos 15.000 habitantes y su distrito más de
70.000, según datos aproximados reunidos con base en
estudios por Michael Hamerly.

Huachi, Verdeloma y Tanizagua, derrotas nefastas

Preocupaba siempre a los patriotas guayaquileños el


peligro que significaba la fortaleza militar del general
Aymerich en Quito; y sentían, por otra parte, que su li-
bertad no estaba completa sin la de la capital de la an-
tigua Real Audiencia. Por eso, luego del triunfo de Ca-
mino Real, intentaron un avance más profundo hacia el
interior, favorecido por los alzamientos de las ciudades
de Cuenca, Machachi, Latacunga, Ambato, Riobamba y
Zaruma.
El mando realista, desde Quito, tomó de inmediato
providencias para contrarrestar los esfuerzos patriotas.
Apenas duró veinticuatro horas el júbilo de los conspi-
radores de Machachi, que fueron sometidos por una
columna de Dragones de la reina Isabel enviados des-
de la capital. El veterano coronel Francisco González
recibió la orden de enfrentarse, con algo más de 5.000

77
hombres, al coronel Urdaneta, que había ocupado Am-
bato con su división compuesta por casi 2.000 solda-
dos. El jefe español, cumpliendo las instrucciones de
Aymerich, eludió un enfrentamiento con García, aun-
que aniquiló, en Mulaló, una patrulla patriota atacó en
Latacunga al destacamento libertario, causándole 16
muertos, y avanzó directamente contra el grueso del
ejército patriota que había tomado posiciones en la lla-
nura de Huachi.
La batalla fue terrible, y aunque el empuje patriota
estuvo, aquel 22 de noviembre, a punto de arrancar la
victoria de manos de la suerte, una vigorosa carga di-
rigida por el propio González y la retirada imprevista
del mayor Hilario Álvarez, jefe patriota que mandaba
un batallón de paisanos cuzqueños, cambió la suerte del
combate, y en el último momento se tornó en franca y
catastrófica derrota lo que Urdaneta reputaba ya como
un triunfo. “Quedaron en el campo 800 muertos”, dice
el comandante Tamariz, que peleó en el lado realista.
Urdaneta y Febres Cordero, con lo poco que lograron
salvar del descalabrado ejército patriota —entre los ofi-
ciales, Abdón Calderón—, se replegaron hacia Babaho-
yo. La derrota les trajo, por desgracia, acusaciones y
amarguras, por lo que ambos jefes, y con ellos también
Letamendi, abandonaron decepcionados Guayaquil y
fueron a incorporarse al ejército del general San Martín
en el Perú.
El coronel González, aunque también maltrecho,
aprovechó su triunfo para avanzar hacia el sur, ocupar
Riobamba y seguir al Azuay. En Verdeloma venció a las
fuerzas patriotas de Cuenca, el 20 de diciembre, y sin
más trámite hizo su entrada triunfal en aquella ciudad.
Los principales líderes patriotas debieron huir o buscar
refugio. Vásquez de Noboa logró escapar a Guayaquil.
No pocos “facciosos”, como también llamaban los realis-

78
tas a los republicanos, cayeron prisioneros: Cuenca tuvo
una navidad sangrienta, pues González hizo ejecutar
en forma cruel a 28 humildes hombres del pueblo para
que sirvieran de escarmiento. En Zaruma, el movimien-
to independentista tampoco duró más de una novena:
ya el 7 de diciembre se había efectuado una contrarre-
volución.
Apenas se componía de 300 hombres, 50 de ellos de
caballería, la tropa que pudo organizar el gobierno de
Guayaquil tras el desastre de Huachi, y les puso en Ba-
bahoyo a las órdenes del coronel Luzuriaga. Con tan
escasas fuerzas, a duras penas se pudo proteger la ciu-
dad fluminense colocando una guarnición de jinetes en
Montemiel, confluencia de los caminos de Sabaneta y
Caracol, y avanzadillas en las rutas de acceso a Babahoyo,
e incluso en el río, cuya defensa se encomendó a Villa-
mil. Pero los realistas, lejos de atacar, se replegaron des-
de Guaranda a Riobamba, por lo que Luzuriaga dispuso
el ascenso a la sierra de varias guerrillas, nuevamente al
mando del coronel García, quien estableció su cuartel
general en Guanujo y logró aumentar sus fuerzas hasta
algo más de 600 hombres. Pero, intempestivamente, el
26 de diciembre, el mando militar de Guayaquil ordenó
la inmediata concentración y repliegue de todas las tro-
pas. Sabedor de esto el clérigo realista Francisco Xavier
Benavides, de Guaranda, y conocedor de que a García le
era imposible reunir todas sus guerrillas, dispersas hasta
Latacunga, le preparó una emboscada en Tanizagua el
3 de enero de 1821: el comandante Piedra, jefe realista,
lo atacó frontalmente, simulando luego retroceder en
desbandada; García, al perseguirle, ignorante de la sor-
presa que se le había preparado, fue a caer precisamente
donde le esperaba el famoso cura, que para el comba-
te había añadido a su sotana los arreos militares. Él en
persona dirigió la operación, sangrienta y fatal para las

79
tropas patriotas que, según el parte realista, perdieron
410 hombres y dejaron 120 prisioneros.
El propio coronel José García cayó prisionero y fue fu-
silado y decapitado de inmediato. En una jaula de hierro
fue remitida a Quito su cabeza —ave macabra— y exhi-
bida por el general Aymerich en el puente del Machán-
gara. El teniente coronel Ignacio del Alcázar, enviado en
su lugar, se preparó a resistir en Zapotal y Palenque; pero
los realistas no avanzaron sobre Babahoyo, limitándose
a fortificarse en Guaranda y tomar represalias en toda la
sierra, de modo particular en Riobamba, donde el coro-
nel Payol cometió todo género de abusos, atrocidades y
crueldades, compitiendo con él en Ibarra otro oficial de
apellido Vizcarra.
Así fracasó el intento de la Junta de Guayaquil de in-
corporar la sierra a la causa de la libertad, tarea que es-
tuvo a punto de cumplirse en el mes de noviembre. Pero
hasta comienzos de enero de 1821, Aymerich, desde su
cuartel general en Quito, y por medio de González, ha-
bía reconquistado toda la sierra en campaña fulminan-
te. Y gracias a González y al cura Benavides obligó a re-
troceder hacia la costa a las fuerzas que habían logrado
ascender desde Babahoyo por la hoya del Chimbo.

Primeras armas del general Sucre en el Ecuador

El 16 de enero de 1821, el general Bolívar, presidente


de Colombia, envió al general Mires, español adicto a la
causa de la independencia americana, con un auxilio de
1.000 fusiles, 50.000 cartuchos, 8.000 piedras de chispa,
500 sables y 1.000 pares de pistolas, con destino a la Jun-
ta de Gobierno de Guayaquil, que le había pedido ayuda
por medio del capitán Lavayen. Las instrucciones escri-
tas daban a Mires, como objetivo fundamental, “la liber-

80
tad de la capital de Quito, tomada la cual todo el resto
del Departamento será libre”, como paso previo para ini-
ciar operaciones a fin de asegurar también la posterior
y completa independencia de Perú. En oficio a la Junta,
Bolívar pide que se preste a Mires toda ayuda en este
esfuerzo y anuncia además que, personalmente, iniciará
una campaña desde el norte con el mismo objetivo.
Mires llegó a Guayaquil a mediados de febrero. Poco
antes, el 2 de ese mes, el general Valdez, jefe patriota
que atacaba desde el septentrión sobre el río Juanambú
para tomar Pasto, fue totalmente derrotado en Jenoy
por el coronel realista Basilio García, aunque, por fortu-
na, el armisticio suscrito entre Bolívar y Morillo —cuyo
negociador patriota fue Sucre— impidió que la victoria
del jefe realista tuviera peores consecuencias sobre la
marcha de la guerra.
A mediados de mayo de 1821 llegó a Guayaquil el jo-
ven general de 26 años Antonio José de Sucre, enviado
también por Bolívar. Debió venir con 1.000 hombres,
pero sólo pudo traer 700 con sus respectivas armas y
pertrechos. Su tarea era doble: conseguir del gobierno
de Guayaquil que le concediera la jefatura militar para
dirigir la campaña sobre Quito y obtener la incorpora-
ción del puerto a la Gran Colombia. Las instrucciones
de Bolívar al respecto eran claras, precisas y minuciosas:
perseguía la total y completa integración a Colombia de
todo el territorio de la antigua Presidencia de Quito.
Argumentaba con las conveniencias que de ello se se-
guirían para sus habitantes, con las ventajas que ofrecía
Colombia (en especial la vinculación al Atlántico para
el comercio y las relaciones con Europa), con las des-
ventajas que una asociación a Perú, siempre egoísta, y
con los peligros que correría Quito, como pequeña re-
pública independiente, en medio de dos colosos como
Colombia y Perú. La simpatía que despertó Sucre por

81
su juventud, caballerosidad y gallardía moral le permi-
tieron obtener con facilidad el nombramiento de co-
mandante superior del ejército y poner las bases para
una futura incorporación de Guayaquil al gran estado
bolivariano, pues consiguió que la Junta de Gobierno
declarase la provincia “bajo los auspicios y protección
de la República de Colombia” y autorizase la apertura
de operaciones bélicas sobre Quito, a cuyo fin se prome-
tieron toda clase de facilidades.
Para mediados de junio, Sucre ya pudo enviar tropas
a Babahoyo, aunque al mando del coronel venezolano
Nicolás López, nombrado por la Junta de Gobierno, de
quien él desconfiaba por sus anteriores vinculaciones
realistas. Poco después establecía su cuartel general en
Samborondón y reconocía personalmente los puntos
fronterizos para disponer la campaña apenas se esta-
bilizara el verano. Por desgracia, el 17 de julio, el te-
niente de fragata Ollague consiguió sublevar en la ría
la escuadrilla, compuesta de un bergantín, una corbeta,
dos goletas y diez lanchas cañoneras, con las que al grito
de “¡Viva el rey!” comenzó el bombardeo de Guayaquil,
aprovechando la ventaja de que todas las tropas habían
sido enviadas a Babahoyo para iniciar la ofensiva.
Desde el malecón, el cuerpo de milicianos Defenso-
res contestó el fuego, rechazó el desembarco y obligó
a Ollague a huir en la corbeta Alejandra, con la que re-
caló tiempo después en Panamá. El 10, o sea dos días
después, el coronel Nicolás López, que había estado
confabulado con Ollague y en connivencia con Ayme-
rich, sublevó la tropa puesta a sus órdenes, y al mismo
grito monárquico, abandonó la plaza con sus hombres
rumbo a Sabaneta. Unos pocos oficiales guayaquileños,
entre ellos los jóvenes tenientes Abdón Calderón y Lo-
renzo Garaicoa, se negaron a secundar la traición. Su-
cre, al conocerla, ordenó al teniente coronel Cestari y al

82
comandante Castro que persiguieran a López, a quien
iban abandonando sus hombres conforme se percata-
ban de su felonía: no obstante aquel jefe logró llegar
a Riobamba con unos 200 soldados. Poco después el
coronel Araujo, comandante militar de la Junta de Go-
bierno, fue sustituido por el coronel Antonio Morales,
colombiano, por presumirse que había tenido conexio-
nes con Ollague y López.
El plan de Aymerich había sido sincronizar los alza-
mientos de estos jefes —probablemente de acuerdo con
él desde su deserción de las filas realistas— con un doble
ataque de tenazas: él descendería con sus tropas desde
Guaranda para atacar a Sucre en Babahoyo, y el coronel
González desde Cañar, bajaría sobre Yaguachi para en-
frentarse también con el joven general cumanés. Pero
éste, apenas conoció tales movimientos por su servicio
de espionaje, envió al general Mires a enfrentarse con
González. El encuentro tuvo lugar en Cone, muy cerca
de Yaguachi, el 19 de agosto de 1821; Mires en persona
dirigió el ataque. Se destacó el batallón Libertadores,
mandado por el mayor Félix Soler, a cuyas órdenes com-
batió el teniente Calderón. González fue aniquilado:
apenas pudo escapar con 200 hombres, dejando otros
tantos entre muertos, heridos y prisioneros. Aymerich,
al saberlo, desanduvo el camino recorrido hasta cerca de
Babahoyo y volvió a atrincherarse en Riobamba.
Sucre, aprovechando la victoria, envió al coronel
Illingworth con 300 hombres a ocupar Guaranda, desde
donde pasó por la cordillera a Latacunga para aproxi-
marse en guerrillas a Quito. El 2 de septiembre también
Sucre llegó a Guayaquil con el grueso del ejército y qui-
so seguir tras Illingworth. Pero Aymerich abandonó Rio-
bamba y avanzó hasta situarse en Huachi por donde Su-
cre debía pasar. El 12 de septiembre tuvo lugar el feroz
encuentro, en el cual la caballería realista, corriendo en

83
los arenales en la misma dirección del viento, aniquiló a
la infantería patriota, pese al heroísmo de ésta, que tuvo
que vérselas con dos enemigos: los jinetes españoles y la
arena que azotaba los rostros. Sucre perdió buena parte
del armamento. Tuvo 800 bajas, en su mayoría muer-
tos, y dejó 50 prisioneros, entre ellos Mires, quien ha-
bía aconsejado el combate contra el criterio de su joven
jefe. Entre los muertos hubo que lamentar la pérdida
del heroico Antepara, antiguo secretario del Precursor
Miranda, precursor a la vez de la independencia gua-
yaquileña y ecuatoriana. Sucre, con los sobrevivientes
—entre ellos el joven Calderón—, logró retirarse procu-
rando conservar el orden. Illingworth, al saber la derro-
ta, pudo también replegarse por Santo Domingo de los
Colorados. La dolorosa noticia del fracaso —el segundo
que los patriotas sufrían en el mismo lugar— lejos de
deprimir a los guayaquileños les enardeció, pues com-
prendieron que el peligro se acentuaría con el triunfo
monárquico: más hombres y más dinero tuvo entonces
la causa de la libertad. Pero las tropas de Aymerich, a pe-
sar de la victoria, también estaban maltrechas, y el jefe
realista prefirió volver a Quito antes que perseguir los
restos del ejército patriota. No obstante, ordenó al coro-
nel Tolrá que desde la sierra llegara hasta Sabaneta. Éste
y Sucre se miraban con desconfianza, sin atreverse a un
nuevo encuentro, tanto había sido el estrago causado
por la segunda batalla de Huachi en ambos ejércitos.
Fue el realista quien tomó la iniciativa para las conver-
saciones. Se realizaron en Babahoyo el 18 de noviembre
de 1821 y en ellas se convino un armisticio por 90 días,
aprobado inicialmente por Sucre y Tolrá, desautorizado
luego por Bolívar, pero cumplido en la práctica por los
ejércitos contendientes. El jefe realista, en efecto, se vol-
vió a Riobamba, y Sucre —sagaz estratego— aprovechó
la ocasión para reorganizar sus castigadas fuerzas.

84
Con el tiempo, el propio Bolívar comprendió la cla-
ridad de visión de Sucre, y al escribir el Libertador la
biografía de su lugarteniente reconoció que sin el ar-
misticio los días de la libertad guayaquileña habrían
estado contados, y que la reconquista del amurallado
cuartel general realista en Quito se habría demorado
indefinidamente.

Su política logró lo que sus armas no habían alcanzado


—dice—. La destreza del general Sucre obtuvo un armisti-
cio del general español, lo que en realidad era una victoria.
Gran parte del éxito de la batalla del Pichincha se debe a
esta hábil negociación: porque sin ella aquella célebre jor-
nada no habría tenido lugar. Todo habría sucumbido en-
tonces, no teniendo a su disposición el general Sucre me-
dios de resistencia.

Antepara, verdadero gestor del 9 de octubre

Si Quito brinda a la independencia americana la figura


de Espejo, cuyo nombre quizás aventaja a los de Mi-
randa, Nariño y Vizcardo, Guayaquil nos da la sobre-
saliente figura de José María Antepara, precursor de
la libertad de América al igual que los anteriores, pero
en particular, héroe y mártir de la emancipación ecua-
toriana. Su gallarda figura no ha sido suficientemente
puesta de relieve por nuestros historiadores, aunque
llamaron la atención sobre él Camilo Destruge y Óscar
Efrén Reyes y contemporáneamente ensayan escorzos
biográficos, hurgando difíciles fuentes, Abel Romeo
Castillo y Jorge Villacrés Moscoso. Y, sin embargo, qui-
zás el primer libro publicado expresamente sobre el
tema de la emancipación sudamericana sea el dado a
luz en Londres, nada menos que en 1810, por Antepa-

85
ra, que se proclama “nativo de Guayaquil” al suscribir
la obra.
Según Villacrés, Antepara nace en 1770. Treinta y seis
años más tarde, en 1806, conoce a Miranda en la Tri-
nidad, luego del fracaso de la primera expedición del
precursor caraqueño. No se sabe con certeza si viajan
juntos a Londres o si vuelven a encontrarse en la capital
inglesa, viajando cada uno por su cuenta. Grisanti cree
que se conocieron allí hacia 1809. Parece que Antepa-
ra realizaba gestiones distintas de las de Miranda ante
el primer ministro Pitt, para promover en las colonias
españolas la emancipación política. Tal vez Miranda y
Antepara obraban de acuerdo, aunque simulando des-
conocerse, para presionar en forma múltiple el apoyo
británico. Hacia 1809 y 1810 aparecen ligados ya por es-
trecha camaradería y participan en varias tareas comu-
nes: la estructuración de la logia de Grafton Street, en el
domicilio de Miranda, que adoctrinará a los principales
próceres; la publicación del periódico El Colombiano y la
recepción y conexiones en Londres de los delegados de
la Junta de Caracas, Bolívar, Bello y López Méndez.
El Colombiano, del que apenas aparecieron cinco nú-
meros, desde el 15 de marzo al 15 de mayo de 1810, dio
una de las primeras noticias en Londres sobre nuestra
Revolución de 1809. En el número 1 habla de “una seria
insurreción en la ciudad de Quito”, donde “las autori-
dades reales habían sido depuestas por el pueblo y que
en su lugar se había erigido un gobierno republicano”.
Antepara era el principal redactor de ese periódico, di-
rigido por Miranda y calificado de “incendiario” por las
autoridades españolas. En cuanto al libro de 1810, su tí-
tulo es South American Emancipation: se trata en realidad
de la primera biografía del general Miranda y una va-
liosa recopilación documental sobre el precursor, cuyo
secretario fue Antepara.

86
Parece que éste acompaña a aquél cuando su regreso
a Caracas, junto con Simón Bolívar. En Venezuela re-
side los dos años cruciales que miran la acción eman-
cipadora de Miranda. “El guayaquileño permanece al
lado de su jefe hasta la derrota de éste por parte de los
realistas y su caída en Puerto Cabello en 1812”, dice
Castillo. Preso de Monteverde el Precursor Miranda,
Antepara ayuda a sacar de La Guayra el valioso archivo
de su jefe y conducir aquellos preciosos documentos a
Inglaterra, donde permanecerían en custodia hasta el
presente siglo, cuando Robertson los descubre para la
historia y les abre el camino hacia su definitivo retorno
a Caracas.
Ignoramos los episodios relativos al regreso de Ante-
para a Guayaquil y los problemas que debió tener con
las autoridades españolas. Que permaneció fiel a las
ideas de libertad lo demuestra su participación dinámi-
ca, inteligente y activa en los hechos del 9 de octubre de
1820. Debe devolvérsele la gloria de la preparación del
golpe revolucionario guayaquileño. Antepara es el ver-
dadero motor humano del movimiento emancipador
de Guayaquil. Rocafuerte, a la sazón, se hallaba ausente
del país; Bejarano, que conoció la nueva conspiración,
no pudo, por los achaques de su avanzada edad, hacer
otra cosa que apoyarla moralmente, Urdaneta, Febres
Cordero y Letamendi, los oficiales venezolanos a los que
suele concederse la gloria del 9 de octubre en forma
exclusiva, si valientes y decididos, no eran, al fin y al
cabo, sino jóvenes desconocidos, recién llegados, prác-
ticamente advenedizos, sin contactos inmediatos. Villa-
mil se había opuesto a la incursión naval del almirante
Brown. Olmedo, según era frecuente en él, cavilaba en
un mar de vacilaciones. Sólo la actuación de Antepara
explica suficientemente el buen éxito de la revolución
guayaquileña.

87
Antepara, en efecto, inicia las conversaciones con
Febres Cordero; incita a Villamil a convertir una fiesta
social en reunión de conspiradores; organiza la famo-
sa tenida revolucionaria, conocida como “la fragua de
Vulcano”. Él insinúa y logra el contacto de los venezola-
nos con los oficiales veteranos del Granaderos; él toma
juramento a los comprometidos en la reunión del 1 de
octubre; él, en fin, llegado el día glorioso, pone en ries-
go su vida como el que más, según era su carácter, pues
actúa en primera línea en la toma del batallón Daule,
junto con Urdaneta, y en el ataque posterior a la batería
de Las Cruces, como bien lo ha señalado Jorge Pérez
Concha.
Por si todo esto fuera poco, Antepara accedió a figu-
rar como secretario del Colegio Electoral de Guayaquil
y de su presidente Olmedo, cuyas típicas dudas, ambiva-
lencias e indecisiones —frecuentes en el temperamento
del versátil político y eminente poeta— debió contribuir
a enderezar. Antepara, incluso, es coautor con Olmedo
de la Primera Constitución Política de Guayaquil, la del
11 de noviembre de 1820, como lo ha comprobado Vi-
llacrés.
Su final es de veras glorioso: héroe ya, por su valero-
sa y pertinaz acción revolucionaria, Antepara la rubricó
con sangre al ofrecer su vida por la libertad en el campo
de batalla. Al reiniciarse la campaña hacia el interior,
para alcanzar la independencia de Quito, quiso demos-
trar que no era sólo visionario, teórico, conspirador,
político y jurista, sino, además, soldado valeroso de la
causa santa de la emancipación. Ocupó primero el car-
go de secretario del comandante general de Guayaquil,
coronel Juan Araujo; luego, el de ayudante de campo
del general Sucre. A las órdenes de éste participó, el 12
de septiembre de 1821, en el segundo Huachi, combate
de tan tristes resultados para la libertad como el prime-

88
ro. Antepara luchó con denuedo e insistencia y murió
heroicamente al cubrir la retirada del futuro vencedor
de Pichincha, derrotado aquel día por Aymerich. Ocho-
cientos muertos fueron entonces el cortejo fúnebre que
acompañó el holocausto del glorioso precursor guaya-
quileño de la libertad americana, héroe de la emanci-
pación guayaquileña y mártir de la independencia de
Quito, el egregio José María Antepara y Arenaza.
Su apellido consta en la Columna de los Héroes, en la
Plaza de la Independencia de Quito y, además, una ca-
lle de la capital ecuatoriana y otra de Guayaquil lo per-
petúan. El bronce ha magnificado su figura, de cuerpo
entero, en el Monumento al 9 de octubre de 1820, en su
ciudad nativa.

El avance republicano sobre Quito

El 28 de noviembre de 1821 desembarcó en Atacames,


con 800 hombres bien pertrechados, el general español
Juan de la Cruz Mourgeón, nombrado capitán general y
presidente de la Audiencia de Quito, con la facultad de
asumir el cargo de virrey si lograba recuperar dos tercios
del territorio sometido a la jurisdicción de Santa Fe de
Bogotá. Atravesando toda la provincia de Esmeraldas,
en medio de trochas abiertas al efecto, la expedición
arribó a Quito el 24 de diciembre, tras vencer dificul-
tades sin cuento. En la capital Mourgeón fue recibido
con solemnidad. Hallábase muy delicado de salud por
haber sufrido una grave caída en el trayecto, pero tomó
el mando inmediatamente y demostró tino y prudencia,
a la par que energía, robusteció el ejército a su mando
y se ganó muchas simpatías. Hizo enterrar las cabezas
de los patriotas expuestas en las entradas de la ciudad;
enjuició a Vizcarra por sus abusos —Payol había muerto

89
en el segundo Huachi—; proclamó las garantías ciuda-
danas de la constitución española y se aprestó a enfren-
tarse con Sucre, por el sur, y Bolívar, por el norte. Pero
empeoró de sus males y el 8 de abril de 1822 murió en
Quito. De nuevo le remplazó Aymerich.
Sucre, aprovechando el armisticio, había logrado re-
unir 1.700 hombres, en su mayor parte ecuatorianos,
veteranos de la campaña anterior y reclutas de nuevas
levas (los había guayaquileños, manabitas y fluminen-
ses, pero también latacungeños, ambateños y guarande-
ños que se habían incorporado a las filas bajando clan-
destinamente desde la sierra). El ejército se componía,
además, de caucanos enviados por Bolívar, de oficiales
neogranadinos y venezolanos a las órdenes del coronel
Córdova, sin olvidar el batallón Albión, compuesto de
voluntarios ingleses, entre los que había otros europeos
(irlandeses, franceses y uno que otro germano). Hay
que mencionar, asimismo, que en el ejército patriota no
faltaban oficiales y soldados (incluso jefes distinguidos
como Mires) oriundos de la península española, pero
partidarios del sistema republicano y la libertad de
América, donde se habían afincado. El 18 de enero Su-
cre movilizó sus tropas sobre Machala, pues había con-
cebido el proyecto de atacar Quito por Cuenca, pese a
que la ruta era más larga y más peligrosa. Su objetivo era
ir aclimatando paulatinamente sus tropas a la sierra, ya
que consideraba pernicioso el efecto de la altura apenas
terminada la ascensión desde la costa por Guaranda.
Quizá ésta pudo ser una de las causas del doble desastre
de Huachi.
El 1 de febrero estaban ya todas sus fuerzas en Pasa-
je. El 6 organizó en Yulug el batallón Yaguachi, integra-
do por costeños en su mayor parte y por los primeros
contingentes de serranos que empezaban a presentarse
como voluntarios. Y el 9 entró en Saraguro, donde se

90
le reunió la División del Sur, con 1.200 hombres que,
al mando del coronel Andrés de Santacruz, había sali-
do de Piura, llegado a Gonzanamá el 30 de enero y a
Loja el 2 de febrero. La integraban oficiales argentinos
y chilenos, tropa de esas nacionalidades, incluso algu-
nos paraguayos y uruguayos, muchísimos peruanos, en
especial de Piura y otros lugares del norte, y no pocos
lojanos, pues las bajas de la marcha se cubrieron con
gente del sur del Ecuador.
En Oña se realizó la unificación de los dos cuerpos
de ejército, cuyo mando tomó Sucre. Sumaban ya casi
3.000 soldados. Tolrá, que en Cuenca aguardaba con
900 hombres, evacuó la ciudad ante el desequilibrio de
fuerzas y se replegó hacia Riobamba. El 21 de febrero
el joven general ocupó Cuenca, donde dio descanso a
sus tropas y las sometió luego a ejercicios de adiestra-
miento y reajuste de la disciplina. Aprovechó también
para cubrir las bajas producidas con gente de la zona
y completar la dotación de los diversos batallones. Su
permanencia en Cuenca estuvo acompañada de otros
pasos acertados, que demostraron la fibra de estadista
del joven jefe, como la creación de la Corte Superior
de Justicia. A comienzos de marzo se le unió Illingwor-
th con 300 hombres. Mientras tanto Rasch, Urdaneta
e Ibarra perseguían a Tolrá, pisándole los talones y
hostilizándole, aunque sin llegar a atacarle de frente
ni a comprometer batalla, pues tales eran las instruc-
ciones de Sucre; tan sólo le obligaron a retroceder más
y más.
Para comienzos de abril Tolrá se hallaba en Alausí y
Sucre le seguía los pasos a pie firme. Había hecho avan-
zar al coronel Ibarra hacia Guamote, para tener a los
realistas entre dos fuegos, lo que obligó a éstos a reple-
garse hacia Tixán. Allí pensó Sucre dar la batalla, pero
Tolrá eludió el encuentro y retrocedió a Riobamba. El

91
19 de abril los dos ejércitos se avistaron en los suburbios
de la ciudad y libraron varias escaramuzas por la ma-
ñana. A la tarde confraternizó la oficialidad de ambos
bandos, pero a la postre hubo incidentes que precipi-
taron un encuentro ya caída la noche. Sólo por efectos
de la hora no se generalizó la lucha. Al día siguiente los
ejércitos hicieron diversos movimientos, preparándose
para el combate.

Tapi

La confrontación se produjo, al fin, el 21 de abril, en las


goteras de Riobamba y terminó en feroz choque, en la
llanura de Tapi, entre las caballerías realista y patriota.
Los escuadrones de uno y otro bando hicieron prodi-
gios de valor, inclusive en más de una ocasión se ordenó
de parte y parte el célebre “vuelvan caras” que siempre
originaba épicos encuentros. Era tal el fragor de la lucha
de los jinetes rivales, que los infantes de ambos bandos
suspendieron la acción en los lugares circundantes para
contemplar la homérica batalla. Destacaron en ella el
bravo comandante Juan Lavalle, al mando de sus argen-
tinos y chilenos, los “Granaderos a caballo de San Mar-
tín”; el coronel Heres, con sus dragones colombianos,
y el coronel Diego Ibarra, bajo cuyas órdenes combatió
el teniente Calderón. Más de 50 muertos quedaron ten-
didos en el campo por heridas de lanza y sable. Otros
tantos fueron los heridos. La acción culminó con la re-
tirada enemiga al caer la tarde. Un escuadrón patriota
les persiguió durante largo trecho, mientras Sucre y el
grueso del ejército ocupaban Riobamba. Allí permane-
cieron hasta el 28. El 2 de mayo entraron a Latacunga,
que había quedado desguarnecida por haber continua-
do el repliegue realista. Por doquiera pasaban, parti-

92
cularmente en Ambato, voluntarios nativos de la sierra
cubrían las bajas producidas.
Resuena aún, evocado por la historia, el trepidar de los
cascos de las caballerías en la batalla de Riobamba. Los
mismos corceles que dieron la victoria, tres siglos atrás,
a los conquistadores españoles sobre la raza americana,
reivindicaron entonces el triunfo para nuestro continen-
te, ya bien aclimatados aquí y llevados de las riendas por
una nueva estirpe de guerreros: la indohispana, que re-
unía lo mejor de las raíces aborígenes y peninsulares. El
redoblar de ese frenético galope de 300 años había de
ser reproducido en este siglo, primero por un poeta pe-
ruano, Santos Chocano, para exaltar “los caballos de los
conquistadores”, y después con el mismo ritmo y distinto
simbolismo, por otro gran poeta, nuestro eximio Remi-
gio Romero y Cordero, que traería hasta nuestros oídos
el batir y rebatir del suelo riobambeño por los caballos
de los libertadores. ¡Eran el anuncio de Pichincha, Junín
y Ayacucho!

El avance de Latacunga a Sangolquí

Del 2 al 12 de mayo permaneció Sucre en Latacunga,


tiempo que aprovechó para dar descanso a sus tropas
tras las arduas jornadas de los meses anteriores; cubrir
las bajas y adiestrar a los reclutas; esperar el arribo de re-
fuerzos, constituidos por el batallón Alto Magdalena, al
mando de los coroneles Córdova y Maza; observar per-
sonalmente las defensas enemigas y reconocer los posi-
bles lugares de ataque; en fin, organizar un servicio de
inteligencia con los patriotas quiteños, en especial con
el coronel Vicente Aguirre que le enviaba informacio-
nes valiosas desde el valle de Los Chillos, donde perma-
necía burlando la sañuda persecución de los realistas.

93
El coronel Nicolás López, nombrado por Aymerich
comandante en jefe de la división realista, en lugar de
Tolrá, fortificó los pasos del Nudo de Tiopullo para evi-
tar el acceso de Sucre a la hoya de Quito. El cuartel ge-
neral español se situó en Machachi. De modo especial
se guarneció la quebrada de Jalupana y se artilló el ce-
rro de La Viudita.
Todas las unidades realistas —las que habían perma-
necido de guarnición en Quito y las que Tolrá había lo-
grado salvar en su larga retirada– formaban una línea
protectora al parecer inexpugnable. Sucre, para probar
la defensa enemiga, envió a Cestari con un piquete de
dragones que se enfrentó a la columna de Tiradores de
Cádiz. El encuentro no tuvo mayores alcances pero de-
mostró la solidez de las posiciones del coronel López.
Lamentablemente cayó prisionero el coronel Harrison,
del ejército patriota, y sin más trámite, como si no hu-
biera sido suscrito el convenio con Morillo sobre regu-
larización de la guerra, fue inmediatamente condenado
y ejecutado.
Sucre, entonces, con singular audacia, prefirió —evi-
tando un ataque frontal— orillar Tiopullo, bordear las
faldas del Cotopaxi por Limpiopungo y tramontar la
cordillera por los pasos situados entre el Rumiñahui y
el Sincholagua para caer sobre el valle de los Chillos. En
esta difícil marcha tuvo un guía de su confianza, Lucas
Tipán, un indio que Aguirre le enviara con mensajes
desde Sangolquí. Al anochecer del día 14, López alcan-
za a comprender la maniobra de Sucre, el 15 repliega
su división a Machachi y el 16 la reconcentra en Quito.
Mientras tanto Sucre, durante cuatro días de fragorosa
marcha, conduce a su ejército por las cimas de los pára-
mos andinos, verdadera hazaña digna de ponderación.
La ruta de Sucre, según la describen Paz y Miño y Mu-
ñoz es la siguiente: cañón del río Cutuchi, portezuelo

94
de Limpiopungo, cuchilla entre los ríos Pedregal y Pita,
abra del Guapal, Píntag y Sangolquí.

Las vísperas del asalto a Quito

El 16 de mayo ya está la mayor parte de la fuerza patrio-


ta en este pueblo. Desde las faldas del Sincholagua el
coronel Aguirre ha ido a recibirlos llevando provisiones
y caballerías de repuesto, incluso un pequeño grupo
de voluntarios, y desde las cabeceras del río Pita acom-
paña a Sucre. Aguirre está casado con Rosa Montúfar,
hija de Juan Pío, el “primer presidente de la América
revolucionaria” según lo ha llamado Zúñiga, y herma-
na del general Carlos Montúfar, mártir de la libertad,
fusilado por los realistas en Buga. En la hacienda de
Chillo-Compañía, la misma que vio la conspiración del
25 de diciembre de 1808 en la cual se planeó la inde-
pendencia americana, se establece el campamento del
ejército patriota. El 17 llega la retaguardia y el 18 las
fuerzas de Sucre están ya completas, inclusive con los
rezagados.
El jefe patriota envía de inmediato una avanzada a
tomar Conocoto, pero esta población ha sido ya ocu-
pada por un contingente realista, al mando de dos ofi-
ciales del estado mayor de Aymerich. El encuentro fue
sangriento y las fuerzas del rey tuvieron que batirse en
retirada dejando muertos y heridos. Los mismos oficia-
les que los comandaban, Quiroz y Fernández, cayeron
prisioneros. Aquél estaba muy malherido y, a pesar de
los cuidados que se le prodigaron, no tardó en morir.
Éste, en cambio, fue llevado a la presencia de Sucre,
quien, en un gesto de cortesía muy propio de él, le per-
mitió volver a Quito con una carta para Aymerich en
la que ponía de relieve la gallarda actitud de los sol-

95
dados realistas en el bravo y sangriento combate. El
mariscal le contestó al punto con una epístola muy ex-
presiva: “Usía no se desvía de los fueros de la política
—expresaba— guardando aquella recíproca armonía
que en nada contradice con el aparato y efectos de la
guerra.”
Un nutrido grupo de jóvenes campesinos de la zona
y hasta algunos quiteños hijos del pueblo, que han lo-
grado burlar las líneas españolas, se incorporan en esos
días a los batallones de la libertad. Aunque no sienta
plaza como soldado, merece especial recuerdo el ya
mencionado indígena Lucas Tipán. Pese a que Fran-
cisco, su padre, gobernador de indios en Sangolquí,
como casi todos los alcaldes aborígenes de Los Chi-
llos (por estar muy vinculados a Domingo Rengifo, un
“godo implacable” según documentos de la época), es
muy adicto a la causa del rey, Lucas prefiere, con ries-
go de su vida, apoyar la independencia y se convierte
en alma y motor de un verdadero servicio de espionaje
que durante esos días lleva y trae mensajes y noticias
de Quito a Sangolquí. Más aún, participa en el plan
de fuga del general Mires, preso en Quito. La propia
Rosita Montúfar, veterana ya en estas lides, soborna a
los centinelas. Los patriotas quiteños ayudan a Mires a
escapar en la tarde del 18 de mayo y lo ocultan hasta
la noche, y Tipán lo conduce, por chaquiñanes poco
conocidos, desde la capital hasta Chillo-Compañía, en
donde el jefe patriota, que trae preciosa información,
llega el 19 por la mañana. Sucre le recibe con alegría
y de inmediato le incorpora al ejército como jefe de
la división grancolombiana. Entre los datos que trae
hay uno que llena de preocupación al joven estratego
cumanés: se espera de un momento a otro el arribo a
Quito del veterano batallón español denominado Cata-
luña, integrado por oficiales y tropas peninsulares, de

96
las llegadas en la expedición del general Morillo. De
inmediato Sucre destaca un escuadrón de sus drago-
nes al mando del teniente coronel Cestari, seguido por
120 infantes, para que pasen, bordeando el Ilaló por
su lado oriental, al valle de Puembo, con órdenes de
distraer mediante guerrillas la llegada de los refuerzos
realistas a Pasto.
Con su reciente experiencia de guerrillero, Cesta-
ri se apoderó fácilmente de los correos que enviaba
el comandante Salgado, jefe del batallón realista que
se aproximaba a Quito. El 20 de mayo los españoles
se detuvieron en Otavalo, pero se proponían continuar
hacia Quito. Al saber Cestari, estratégicamente parape-
tado en El Quinche, que Salgado pedía a Guayllabamba
raciones para sus 450 hombres, él también hizo pedir,
con gran notoriedad, 800 raciones para “sus tropas” y
200 porciones de hierba para su caballería. La noticia
llegó con prontitud a Otavalo y paralizó al Cataluña,
atemorizado ante la presencia de lo que creyeron un
superior contingente de fuerzas. Por este motivo el
poderoso refuerzo no combatió en Pichincha. ¡Quién
sabe si su llegada a Quito, a tiempo para la gran batalla,
hubiera sido fatal para la libertad! ¡Acaso la estratage-
ma de Cestari contribuyó a hacer posible el triunfo de
Sucre!
El coronel López, mientras tanto, prepara la defensa
de Quito, en prevención del asalto patriota, y guarne-
ce la cima de Puengasí, donde se parapeta. Sitúa en el
Panecillo las 14 piezas de artillería de que dispone, con
sus bocas de fuego apuntando al oriente. Otra vez se
ha establecido una barrera difícil de vencer. Sucre, en
consulta con Aguirre, resuelve entonces conducir su
ejército a la llanura de Turubamba. Y el 20 de mayo se
moviliza por Chillo-Jijón, vadea el río San Pedro y por
Miranda sube a la hacienda El Conde, donde pernoc-

97
ta, para bajar a Turubamba en la mañana del 21. ¡A las
11 de ese mismo día había terminado el descenso del
ejército republicano! Sucre comienza en seguida un
movimiento de aproximación hacia Quito, en orden de
batalla, provocando a las avanzadillas españolas que, en-
teradas del movimiento patriota, han bajado también
al ejido sur y se han parapetado en los paredones que
bordean las estancias de La Magdalena, en torno a los
dos caminos que conducen a la ciudad. Una compañía
del Paya, al mando del capitán Felipe Pérez, a la que
decide acompañar el propio coronel Córdova, avanza
hasta ponerse a tiro de fusil del enemigo. Los españoles
se limitan a disparar una batería de cinco cañones, uno
de cuyos tiros mata al capitán Pérez. Córdova, impávido,
se salva por milagro. Al atardecer, las tropas patriotas se
repliegan y pernoctan en la llanura.
El 22 de mayo, por la mañana, Sucre ocupa Chillo-
gallo donde concentra sus tropas; a la tarde provo-
ca de nuevo a los españoles sin resultados; pero por
la noche prefiere salir y acampar en las lomas de los
alrededores, pues se teme un asalto nocturno de las
fuerzas realistas, en una incursión desde Quito por
las faldas del Pichincha. Quizá este rumor, que no llega
a realizarse, prende en la imaginación del joven estrate-
ga y lo anima a intentar a su vez el difícil movimiento no
efectuado por los realistas, pero en sentido contrario. El
23 ocupa otra vez Chillogallo. Aymerich, mientras tanto,
se limita a guarnecer poderosamente el Panecillo, cu-
briendo con su artillería las dos entradas de la ciudad,
la cañada del Machángara, al oriente, entre Alpahuasi
y Yavirac, y el paso occidental de San Diego, entre el
Panecillo y el Pichincha.
Sucre, además, durante su estancia en Chillogallo,
“aprovechó el tiempo —como dice su biógrafo Villa-
nueva— en reconocer personalmente aquellos sitios y

98
comunicarse con los partidarios de la capital: reconcen-
tró y organizó metódicamente las numerosas partidas
que cruzaban el país, alargó sus batidores por todas
las avenidas, tomó nota de los informes precisos de las
fuerzas, municiones y planes del enemigo”. Al hacerlo,
Sucre comprendió que era casi imposible apoderarse de
la ciudad de Quito. Un asedio de la misma parecía difí-
cil, por no decir utópico, dada la rigurosa topografía de
la zona. Pensó entonces que lo mejor sería sobrepasar
la ciudad. Con esta solución podría intentar la batalla
en el ejido norte, llanura de Iñaquito; asimismo podría
impedir que Aymerich reforzara Pasto y, junto con las
tropas realistas de allí, con las que habría formado una
masa de ejército invencible, batiera a Bolívar, detenido
por los pastusos en el Juanambú; también podría con-
tener, en caso contrario, los refuerzos de Pasto a Ayme-
rich, ya que se hablaba con insistencia de la inmediata
llegada del Cataluña; y por último, podría avanzar hacia
el norte, si Aymerich quedara inmovilizado en Quito, y
atacar Pasto desde el sur, sorprendiéndole, junto con
Bolívar, entre dos fuegos. Para realizar cualesquiera de
estas acciones, Sucre resolvió ascender por la noche al
volcán Pichincha, y sin dejarse ver, bordear su cima y
descender más al norte, sobre Iñaquito.
“El 22 y 23 provocamos nuevamente combate —dirá
Sucre en su parte de batalla— y desesperados de con-
seguirlo, resolvimos marchar por la noche a colocarnos
en el ejido de la ciudad, que es mejor terreno y que nos
ponía entre Quito y Pasto.” Osada tentativa, concebible
tan sólo por el audaz espíritu del joven general y por
su genio de estratego, aunque quizá, también fruto del
desconocimiento de la abrupta orografía del colosal e
irregular Picihincha, verdadero sistema de montañas,
tan distinto del cono regular del Cotopaxi que Sucre ha-
bía bordeado ya con relativa facilidad.

99
El voto del general Sucre

El mismo día 23, por la mañana, acaso valiéndose del


propio Lucas Tipán, a quien debieron guiar otros ba-
quianos de la zona, Sucre envió una esquela reservada a
las monjas del Carmen Alto, de quienes había recibido
mensajes de segura adhesión, pues entre ellas se conta-
ban las hermanas del coronel Aguirre: les pedía el gene-
ral patriota oraciones a partir de las nueve de la noche.
¡A esa misma hora el ejército libertador se ponía en mar-
cha para la difícil ascensión hacia el volcán Pichincha, y
Sucre formulaba solemne voto a la virgen de las Merce-
des de hacer celebrar una misa en su santuario de Quito
si le alcanzaba de Dios el don de salir con buen éxito de
la arriesgada empresa!
Con razón, pues, el insigne jesuita Aurelio Espinosa
Pólit dice que

Sucre en la batalla del Pichincha nos enseñó que la vida de


las naciones, lo mismo que la de los individuos, están pen-
dientes de las manos de Dios; que a Dios tienen que acudir
los pueblos en las horas trágicas de las que dependen su
existencia misma o su conservación; que este recurso al Al-
tísimo es oficio propio de los gobernantes, y que la protesta
de la fe y la plegaria que brotan de los labios del caudillo
antes de la batalla deben completarse con la pública acción
de gracias después de la victoria.

La batalla del Pichincha (24 de mayo de 1822)

Toda la noche, bien provistas de guías mestizos e indíge-


nas, campesinos de la región de Chillogallo, las tropas
del general Sucre, que sumaban 2.971 hombres, escala-
ron las estribaciones del volcán Pichincha. El abrupto

100
sendero era un barrizal, no sólo por el torrencial aguace-
ro de la tarde anterior, sino también por la persistente y
penetrante llovizna de toda la noche. La vanguardia iba
mandada por Córdova, con el Magdalena; el Albión, con
el parque, marchaba a la retaguardia; Sucre, y el grueso
de la división republicana, en el centro. Cruzada la que-
brada de Huayrapungo, bordeado el Ungüi y sobrepasa-
do Chilibulo, cuando salió el sol, Quito ya se hallaba a
sus pies: apenas habían avanzado la mitad del camino, a
una altura de 3.500 metros sobre el nivel del mar, menos
de la que se había programado. Tampoco habían podi-
do tramontar las escarpas del Rucu Pichincha. Ganaron,
pues, rápidamente, varias gargantas que los ocultaron
de la vigilancia enemiga, alerta sin duda en la ciudad,
y hacia las ocho de la mañana Sucre ordenó un breve
descanso, que aprovechó para que sus tropas almorza-
ran anticipadamente, por lo que pudiere ocurrir. No se
le escapaba detalle alguno: aunque preocupado por el
retraso del parque, que acentuaba el peligro si llegara
a producirse un combate imprevisto, también ponía su
atención en continuar la marcha, por lo que envió una
parte del batallón Paya a explorar la ruta más oculta po-
sible para proseguir el trayecto, y dispuso que le siguiese
el batallón Trujillo a las órdenes de Santa Cruz.
A las nueve y media, el Paya se dio de manos a boca
con el ejército español y comenzó el tiroteo. ¿Qué había
ocurrido? Que a pesar de que los batallones patriotas
creyeron haber eludido la observación realista, los ata-
layas apostados en el Panecillo descubrieron, al amane-
cer, movimientos sospechosos en la montaña. Y poco
después Aymerich, por informaciones llegadas a rompe-
cinchas de Chillogallo, supo que las tropas republicanas
habían evacuado el lugar, rumbo a la cima de la monta-
ña. Ordenó, entonces, que todos sus batallones, 1.894
hombres en total, escalaran con urgencia las faldas del

101
Pichincha hasta localizar al enemigo. La batalla se ge-
neralizó. ¿De dónde sacaban vigor las tropas de uno y
otro bando, agotadas unas por la marcha nocturna y
tras la fatigosa ascensión tempranera las otras? El Paya,
recibido a descargas apenas se encontró con los realis-
tas, tomó posición de combate con celeridad y sostuvo
el frente, dando tiempo a la llegada del Trujillo. Sucre,
ante la emergencia, dio al punto órdenes pertinentes y
precisas. Envió como primer refuerzo al Yaguachi, man-
dado nada menos que por el coronel Morales, el propio
jefe del estado mayor, con su abanderado, el teniente
Calderón, a la cabeza. Luego, el general Mires, coman-
dante de la división colombiana, con el grueso de la in-
fantería. También los diversos cuerpos al servicio del rey
fueron entrando en combate. Córdova, que había avan-
zado con el Magdalena, quiso ejecutar un movimiento
envolvente, pero las profundas quebradas que bajan de
la cima se lo impidieron. ¿Qué pasa que no llegan las
municiones? A su propio edecán, el irlandés O’Leary,
envía Sucre con el fin de buscarlas y acelerar la marcha
del Albión. El Trujillo, el Paya y el Yaguachi, agotados
físicamente por haber contenido la furia de la sorpresa
y el encuentro inicial, y moralmente, por ver agotarse
sus cartuchos, comienzan a flaquear. El teniente Abdón
Calderón, pese a haber sido herido en un brazo, impide
que sus hombres retrocedan y, con su ejemplo, los alien-
ta a proseguir denodadamente el combate, y aunque
cae al fin, con nuevas heridas, cuatro en total, ni aun así
permite ser evacuado. Sólo el Trujillo se repliega. Las
tropas realistas, al ver la crítica situación de las fuerzas
republicanas, arrecian el ataque. El combate se torna
comprometido para los patriotas. El Piura, enviado en
apoyo, no llega a combatir y huye.
Pero he aquí que la otra parte del Paya, que se ha
mantenido fresca por previsión de Sucre, recibe orden

102
de arremeter por en medio de los que se retiran, y car-
ga a la bayoneta contra los soldados de Aymerich que,
tumultuariamente, comienzan a avanzar seguros de
que ya es suya la victoria. Lucha terrible y sangrienta. Se
dispara a quemarropa y la metralla barre las líneas de
los combatientes. Aquel sector de la montaña, llamado
Chaquimallana, se cubre de sangre y despojos. El jefe
español ordena entonces un movimiento desesperado:
el Aragón, veterano en cien combates en Europa y Amé-
rica, con oficialidad y tropas españolas, deberá ascender
en dirección a la cima del volcán y sorprender por la es-
palda, de arriba hacia abajo, a los patriotas, mientras los
realistas que combaten reciben la consigna de sostener
sus posiciones en un último esfuerzo. El Aragón cum-
ple la orden con celeridad, y cuando se aproxima ya por
la retaguardia para caer sobre las fuerzas republicanas,
como un ave de presa desde la altura, he aquí que el Al-
bión, el retrasado Albión que conduce el parque, y poco
después el Magdalena, que ha logrado superar los im-
pedimentos que lo habían detenido, aparecen sobre la
tropa española, aún más arriba que sus últimas líneas, y
se lanzan como un alud sobre el Aragón, abren brechas
en sus filas, lo desbandan, lo liquidan, lo derrotan. El
Magdalena, cuyas tropas son de todos modos las menos
gastadas, sustituye luego a los del Paya, que comenzaba
a flaquear; carga con renovado denuedo, desordena al
resto del enemigo, lo dispersa y, una vez derrotado, lo
persigue. A las doce del día Aymerich ordena tocar la
retirada. Las tropas realistas están aniquiladas y se des-
cuelgan del Pichincha hacia Quito en desorden. Algu-
nos cuerpos de ejército mantienen, sin embargo, cierta
formación. Córdova los persigue y baja tras ellos hasta
El Tejar, deteniéndose ante la iglesia, por elemental pru-
dencia, sin entrar en la ciudad, pero ordenando izar el
tricolor en la cúspide de una de las torres y echar al vue-

103
lo las campanas, mientras los realistas buscan su salva-
ción refugiándose en el fortín del Panecillo.
Quito entero, desde calles y plazas, azoteas y terrazas,
torres de iglesias, claustros altos y techos de edificios,
seguía expectante las incidencias de la lucha: mientras
en la cima todo era rugir de cañones, silbar de balas,
relampaguear de armas blancas, ayes y exclamaciones,
voces de mando y quejidos, relinchos y batir de cascos,
abajo no se oía sino un latir de corazones: desde 1809
Quito, “la primogénita de la libertad”, según la recono-
ciera Bolívar, esperaba aquel 24 de mayo de 1822.
A lo largo de la tarde vieron los quiteños un desfile im-
presionante de realistas heridos y derrotados que busca-
ban refugio. Vieron también el tránsito, bandera blanca
por delante, de los parlamentarios patriotas y realistas,
que iban y venían entre el Panecillo y el Pichincha, por
la ruta de El Tejar, concertando la capitulación. En ella,
Sucre hizo resplandecer toda su hidalguía y magnanimi-
dad y reconoció la gallardía y heroísmo del ejército es-
pañol. Pero las fuerzas patriotas no entraron ese día en
la ciudad: Sucre, cauteloso, concentró sus tropas en la
montaña y solamente el 25, ya firmada la capitulación,
ocupó Quito por la tarde, descendiendo en formación y
a banderas desplegadas.
Al dar el parte de la batalla el afortunado vencedor
resume así sus logros:

Los resultados de la jornada de Pichincha han sido la ocu-


pación de esta ciudad y sus fuertes el 25 por la tarde, la
posesión y tranquilidad de todo el Departamento y la toma
de l.100 prisioneros de tropa, 160 oficiales, 14 piezas de ar-
tillería, 1.700 fusiles, fornituras, cornetas, banderas, cajas
de guerra y cuantos elementos de guerra poseía el ejército
español. Cuatrocientos cadáveres enemigos y 200 nuestros
han regado el campo de batalla; además tenemos 190 heri-

104
dos de los españoles y 140 de los nuestros. Entre los prime-
ros, contamos el teniente Molina y el subteniente Mendoza
y entre los segundos, a los capitanes Cabal, Castro y Alzuro;
a los tenientes Calderón y Ramírez, y a los subtenientes Bo-
rrero y Arango. Hago una particular memoria de la con-
ducta del teniente Calderón, que habiendo recibido suce-
sivamente cuatro heridas no quiso retirarse del combate.
Probablemente morirá: pero el gobierno de la República
sabrá recompensar a su familia los servicios de este oficial
heroico.

Al conocer el triunfo patriota en Pichincha, una gran


alegría sacudió el continente, quizá porque en ningu-
na otra campaña los ojos del norte y el sur, patriotas y
realistas, americanos y españoles, se hallaban tan a la
expectativa del desenlace. La batalla del Pichincha fue,
en efecto, una especie de cita internacional en la que
participó gente de diversas nacionalidades y de ella de-
pendía, en gran parte, la suerte misma de la libertad
americana.
El triunfo de Sucre completó, de una manera definiti-
va, la independencia de la antigua Real Audiencia y Pre-
sidencia de Quito, y su resultado fue la emancipación
total de la Gran Colombia.

105
II. “EL SUR”
Subestimación del Quito en la Gran Colombia

Bolívar en el Ecuador

El 29 de mayo de 1822 fue incorporada la capital de la


antigua Audiencia al nuevo Estado de la Gran Colom-
bia y, poco después, el 16 de junio, arribó el Libertador
Simón Bolívar, apoteósicamente recibido. El héroe cara-
queño, presidente entonces de Colombia, desde mucho
antes —en 1813, en su famoso Manifiesto a las naciones
del mundo para justificar la “guerra a muerte”— había
proclamado la influencia que los hechos de Quito ha-
bían tenido en su pensamiento.
Días más tarde marchó Bolívar a Guayaquil, que se
había declarado bajo la protección de Colombia, a cuya
jurisdicción pertenecía por haber formado parte del Vi-
rreinato de la Nueva Granada, por lo que Bolívar pudo
recibir como dueño de casa al general San Martín, Pro-
tector del Perú, en la histórica entrevista del 26 de julio
de 1822, con la que los dos jefes sellaron la libertad de
América y en la que, según parece, se acordó que Bolívar
terminase la campaña emancipadora del Perú y se adop-
tase el sistema democrático republicano para las nacio-
nes recién liberadas.
Durante su permanencia en Quito el Libertador tra-
bó conocimiento con Manuela Sáenz, patriota quite-
ña, a la que se había de vincular apasionadamente y
gracias a la cual salvaría años más tarde la vida en el
atentado septembrista. En uno de sus recorridos por el
país Bolívar escaló el Chimborazo, en pos de las huellas
106
de Humboldt, hasta alcanzar las nieves perpetuas, de
lo que dejó inspirado recuerdo en su célebre poema
en prosa “Mi delirio”. En fin, en Guayaquil inició su
amistad con el famoso poeta José Joaquín de Olmedo,
quien después de la campaña del Perú le había de dedi-
car su inspirada epopeya Canto a Junín. Libró también
la batalla de Ibarra, en la que venció al general Agua-
longo que comandaba un intento de reacción antirre-
publicana.

Bolívar y la batalla de Ibarra

Quiteños: mi corazón se ha pasmado al contemplar tanto


desprendimiento de vuestra parte y al ver acudir a todos a
las armas. Vuestros antiguos nobles fueron los primeros en
acudir a las filas como simples soldados... Quiteños: recibid
a nombre de la Patria la gratitud que se os debe. Yo os
ofrezco por mi honor y mis compañeros de armas esta
próxima victoria.

Así terminaba la proclama que Bolívar dirigió a Quito


desde su cuartel general en esta ciudad el 28 de junio de
1823. Veinte días después el Libertador cumplía su pala-
bra al vencer en la batalla de Ibarra al general Agustín
Agualongo, famoso guerrillero pastuso de sangre abori-
gen que, enarbolando el pendón del rey de España, se
había alzado en armas contra la recién conquistada in-
dependencia, en unión de Estanislao Merchancano (no
Melchor Cano, según dice reputado erudito).
¿Cómo se habían sucedido los hechos? Pasto fue siem-
pre pertinaz bastión realista. Se ha dicho de ella que fue
La Vendée americana, por su indómito coraje en desafiar
el poder republicano. En 1822, después de Pichincha,
se alzó al mando de Benito Boves: fue necesario que el

107
propio Sucre marchara a sofocar la insurrección. Tain-
dala, Yacuanquer, Pasto: combate tras combate; lucha
feroz hasta en los días mismos de la Navidad. ¡Sólo así
la resistencia pastusa pareció al fin abatida! Pero ni la
benevolencia ni el rigor bastaron para enfriarle los áni-
mos. Sucre primero; Flores después; Salom al último, to-
dos debieron mantener la pupila vigilante y las armas al
alcance de las manos. Incluso debieron apelar a draco-
nianas medidas: destierros, confiscaciones, fusilamien-
tos. Ya en 1823, los realistas más reacios fueron enviados
a Guayaquil y embarcados a Perú en el bergantín Ro-
meo para servir de reclutas en los batallones de la liber-
tad. Se sublevaron en altamar y pusieron proa al norte.
Querían organizar una guerrilla para seguir luchando.
Medio centenar desembarcó en Atacames y otros tantos
en Tumaco, donde fue capturada la nave el 17 de mayo
de 1823. El centenar que había logrado tomar tierra se
concentró en algún sitio de Barbacoas y constituyó pe-
ligrosa montonera de la que, poco después, aprovecha-
ron Agualongo y Merchancano, los líderes de la nueva
insurrección.
Habían éstos, en efecto, congregado a su alrededor
restos dispersos de los batallones realistas derrotados en
Bomboná, Pichincha y Pasto. En Catambuco derrota-
ron al general Flores y sus 600 soldados en feroz batalla
cuerpo a cuerpo en la que participaron hasta el final
centenares de indios que acudieron en ayuda de Agua-
longo, al que se sentían unidos por la sangre. Pasto cayó
en poder del jefe realista que allí engrosó sus filas hasta
hacerlas fuertes de más de 2.000 hombres. Quedaron
en esa forma cortadas las comunicaciones entre Bogotá
y Quito, grave situación si se tiene en cuenta que Bolí-
var se hallaba en Guayaquil preparando la campaña del
Perú, adonde había despachado la casi totalidad de las
tropas. El panorama se oscureció aún más con la noticia

108
de que Canterac se había apoderado de Lima el 19 de
junio.
En la hacienda El Garzal, cerca de Babahoyo, disfru-
taba Bolívar de placenteros momentos cuando recibió
el 20 de junio carta del coronel Vicente Aguirre infor-
mándole del peligro que se cernía sobre Quito, des-
guarnecida a la sazón, a la que amenazaba directamente
Agualongo. Éste había dirigido una proclama al cabil-
do de Otavalo invitándolo a plegarse a las banderas del
rey. Consideraba, quizá, que por ser aquél un núcleo de
fuerte población aborigen, los indios de la zona le apo-
yarían también. Bolívar, formidable estratego, impartió
al punto órdenes precisas: distraer al jefe realista con
escaramuzas, replegarse lentamente sin comprometer
batalla, dar tiempo a que él arribara con refuerzos. Así
lo hizo Salom en Puntal. Agualongo, desde Pasto, avan-
zaba al Carchi con las miras depositadas en Quito.
Bolívar, con la actividad que le caracterizaba, galva-
nizada en momentos de peligro, se puso en seguida en
marcha, allegando al paso cuantos oficiales pudo, dada
la escasez de mandos a su disposición, comprometidos
casi todos en la campaña del Perú. Entró a Quito el 27.
Aquí encontró satisfecho que Aguirre había formado
cuerpos de milicianos para acompañarle a dar batalla
al ejército realista. Nobles y plebeyos, como en las ho-
ras augurales de 1809, se habían unido una vez más
para proclamar los derechos de la patria y defender-
los. Manuel Zambrano y Pedro Montúfar, veteranos
de esos gloriosos hechos, comandaban a los patriotas
quiteños. Hasta abogados y estudiantes habían forma-
do un cuerpo al mando del teniente Borrero. Ciento
treinta y seis reclutas, en su mayor parte del gremio de
cuchilleros, se habían presentado sabedores de que el
fuerte de Agualongo era el arma blanca, a la que debía
responderse de igual a igual. Fue entonces cuando Bo-

109
lívar lanzó su célebre proclama a los quiteños, una de
las varias que forman la aureola del civismo de Quito.
Ese mismo día, 28 de junio, salieron las primeras tro-
pas rumbo al norte.
El 3 de junio escribía Bolívar a Santander: “Mi cora-
zón fluctúa entre la esperanza y el cuidado: montado
sobre la falda del Pichincha, dilato mi vista desde las
bocas del Orinoco hasta las cimas del Potosí; este in-
menso campo de guerra y política ocupa fuertemente
mi atención y me llama imperiosamente cada uno de
sus extremos...” ¡Había, pues, que obrar con método
y, lo primero, antes de marchar a Perú, era vencer a
Agualongo!
El 6 de julio sale Bolívar de Quito con 1.000 hom-
bres que van incrementando en el camino. El 8 está en
Otavalo e inspecciona la situación. El 11 se repliega a
Guayllabamba, convertida en centro de operaciones.
El 12 Agualongo ocupa Ibarra. El 15, Bolívar se ha mo-
vilizado a Tabacundo. Los generales Salom y Barreto y
el coronel Maza comandan los tres cuerpos de tropas,
bisoñas en su mayor parte. El 16 realiza el Libertador
su audaz movimiento: atraviesa el nudo de Mojanda y
pernocta en San Pablo del Lago.
El 17 de julio de 1823 a las 6 a.m. comienza la marcha
definitiva: enfila por las faldas occidentales del Imbabu-
ra y por el Abra avanza hacia Ibarra; a la una de la tarde
están las tropas en Cochicaranqui. La infantería, a am-
bos lados del camino. La caballería, en medio. Así des-
cienden sobre la ciudad, mientras Agualongo les espera
por el camino de San Antonio. No pudo reponerse de
la sorpresa. Y aun cuando los pastusos trataron de hacer
resistencia en calles y plazas, pronto tuvieron que reple-
garse, deseosos de hacerse fuertes al otro lado del Ta-
huando y en el Alto de Aloburo. El estrecho puente y las
escarpas y breñales que bordean el río, crecido ese día,

110
fueron escenario, en dos horas cruciales, del fragor de la
batalla. Los pastusos resistían con arrojo singular. No lo
era menos el de los patriotas, que desbarataron tres arre-
metidas realistas. Llegaron a brillar las armas blancas. El
mismo Bolívar, espada en mano, dio el ejemplo en el
asalto al farallón enemigo. Al fin, la victoria de las mili-
cias quiteñas testimonió que ya eran veteranas. Les había
enardecido la palabra y la acción del máximo héroe, Bo-
lívar. Ochocientos cadáveres dejó el ejército de Agualon-
go, puesto en fuga. El Libertador en persona dirigió la
persecución hasta el Chota. Ya de regreso, inclusive se
dio tiempo para subir a admirar la hermosa laguna de
Cuicocha, engastada en el fondo de adusto cráter.
Gracias a este triunfo —fue la única batalla que el ca-
raqueño universal libró personalmente en el territorio
de la antigua Real Audiencia de Quito—, se restable-
cieron las necesarias comunicaciones con Bogotá, se
exterminó con extremado rigor el último intento de
insurrección pastusa, se consolidó definitivamente la in-
dependencia de la Gran Colombia, se rubricó la victoria
de Pichincha y quedó Bolívar en plena capacidad para
emprender la campaña del Perú.

El Departamento de “El Sur”

El triunfo patriota en Pichincha no significó, sin em-


bargo, la autonomía nacional por la que tanto habían
luchado los próceres quiteños. Bolívar y Sucre partieron
a la campaña de Perú, pero el reino de Quito, conver-
tido ya en Departamento del sur de Colombia, y me-
diatizado con el nombre genérico de “el Sur”, mientras
se daba la nueva denominación de Ecuador a uno de
los tres distritos a que se le reducía, precisamente al de
Quito, se vio gobernado por militares foráneos. La do-

111
minación española había sido sustituida apenas y los re-
beldes quiteños comenzaron a escribir en los muros un
dístico que expresaba su inconformidad: “Último día
del despotismo/y primero de lo mismo...”
Por otra parte, la guerra libertadora de Perú siguió
exigiendo grandes sacrificios. Armas, hombres y dine-
ro, vituallas y bastimentos, ganado y caballerías fueron
requeridos en gran escala por Bolívar. Los recursos se
sacaron sobre todo del Departamento del Sur, prime-
ro apelando al patriotismo de sus habitantes, después
prácticamente por la fuerza. El país se empobreció más
aún. Ni siquiera hubo el consuelo del gobierno propio.
Unos cuantos motines de protesta fueron drásticamente
reprimidos.
Para colmo de males surgió, vinculado también con
la política, el problema de límites entre Perú y Colom-
bia que culminó con la guerra librada en el territorio
de la antigua Audiencia de Quito. Para entonces había
retornado el mariscal Sucre, ya vencedor en Ayacucho,
renunciando a la presidencia de Bolivia, para estable-
cer su hogar en Quito con Mariana Carcelén, marquesa
de Solanda; sentíase también ligado a la ciudad por el
afecto y lealtad de sus habitantes y el recuerdo de su
glorioso triunfo del 24 de mayo de 1822. “Quiero que
cuando muera se arrojen mis restos al cráter del Pichin-
cha”, expresaba en una carta.
El Mariscal La Mar, presidente de Perú, aunque na-
tural de Cuenca, entonces la segunda ciudad de la an-
tigua Presidencia de Quito, invadió el país por el Sur
con ánimo de apoderarse de la urbe nativa. El conflicto
agravó todavía más el malestar económico, al que se so-
brepuso el civismo de los ecuatorianos, gracias al cual
el agresor fue vencido en Tarqui el 27 de febrero de
1829. Sucre y Flores se cubrieron de gloria en la batalla.
Pero La Mar se negó a entregar Guayaquil. Hubo una

112
nueva campaña, la de Buijo, dirigida en persona por el
Libertador. Sólo un golpe militar que depuso a La Mar
en beneficio de Gamarra, su lugarteniente, impidió que
la guerra continuara y permitió el retorno de Guayaquil
a la Gran Colombia.

Batalla de Tarqui

El 27 de febrero de 1829 se libró la batalla de Tarqui,


jornada gloriosa para las armas grancolombianas diri-
gidas por los venezolano-quiteños Sucre y Flores y for-
madas, en su casi totalidad, por oficiales y soldados del
entonces llamado Departamento del Sur, hoy Ecuador,
tradicionalmente denominado “el Quito”.
En defensa de la heredad territorial de la antigua
Audiencia de Quito lucharon y vencieron en Tarqui los
“cuatro mil bravos” de la epopeya, según la feliz expre-
sión del mariscal Sucre, artífice de la victoria junto con
el general Flores. Éste, sobre el mismo campo de com-
bate, fue ascendido a general de división, no obstante
contar apenas 28 años de edad.
Aquel conflicto conjugó caracteres de inusitada
gravedad y factores singulares que lo complicaban en
demasía. Previamente se había formado en el Sur un
partido peruanista, integrado por personas que tenían
estrechas vinculaciones de amistad, parentesco o in-
tereses económicos con el Perú, partido que operaba
libremente desde el 9 de octubre y era hábilmente esti-
mulado desde Lima, con ramificaciones sobre todo en
Guayaquil pero también en Loja, Santa Rosa y Cuenca
y que debilitó el espíritu de resistencia. Por otra par-
te, el propio presidente del Perú, mariscal La Mar, que
encabezaba las huestes invasoras, no sólo que había
nacido en Cuenca, donde tenía familia que gozaba

113
de prestigio e influencia, sino que también la tenía en
Guayaquil, donde sobre todo gozaba de amigos, tan-
tos y tales que inmediatamente antes de ascender a la
jefatura del estado peruano lo habían designado jefe
militar del puerto, en un movimiento insurreccional
antibolivariano.
En efecto, la acción peruana estuvo vinculada a la polí-
tica interna de oposición al Libertador: todos los enemi-
gos o malquerientes de Bolívar miraban con simpatía a
La Mar y hasta le reputaban como un posible nuevo libe-
rador contra la dictadura y el “despotismo” bolivarianos
y la “ocupación” militar de venezolanos y neogranadinos,
que de libertadores se habían trocado en conquistadores,
según la cáustica expresión de Aguirre Abad. Aun parece
que las miras mismas del presidente peruano no apare-
cían claras, pues no ha faltado quien dijera que lo que en
realidad quería no era anexionar el Ecuador a Perú, sino
separar el Ecuador de Colombia, por medio de la fuerza,
para proclamarse jefe del nuevo Estado y ceder la presi-
dencia de Perú a Gamarra, su lugarteniente, con quien
se habría comprometido en ese sentido, ya que al fin y al
cabo se sentía extraño en aquel puesto, dado su lugar de
origen. Jaramillo Alvarado ha recordado que, según in-
formes del general Heres, ese mismo año de 1829 ocurrió
en Loja que “brindando en una mesa pública La Mar por
Santander, añadió que venía llamado por él, que había
sugerido los planes de invasión. La intención era ir hasta
el Juanambú, convocar un congreso en Quito y separar
el Sur con el título de República del Ecuador. La Mar
debía ser presidente, como hijo del Azuay, y Gamarra de
Perú, reuniéndolo a Bolivia...”
El antibolivarianismo se puso de manifiesto, no sólo
con la conjura septembrina tramada por el bando de
Santander para eliminar físicamente al Libertador, sino
con la sublevación del general Obando en Popayán, si-

114
multáneamente con la invasión peruana, precisamente
para distraer fuerzas militares de la frontera sur y disper-
sar así las energías defensoras.
Tan complejo panorama, aunque confundió a algu-
nos, no logró hacer mella en el ánimo de los tres je-
fes a quienes correspondía la defensa del Sur: Bolívar,
presidente-dictador de Colombia; Sucre, recién llegado
de Bolivia, donde escapó de la muerte en el motín de
Chuquisaca, y Flores, comandante en jefe del Distrito
del Sur. Felizmente la mayoría de ecuatorianos pronto
comprendió que lo que estaba en juego era la integri-
dad territorial de la antigua Real Audiencia de Quito,
por lo que, superando divergencias, acudieron a las ar-
mas con valor, lealtad, entusiasmo y decisión.
La victoria de Tarqui es perpetuo testimonio del valor
de las tropas ecuatorianas; de las previsiones estratégi-
cas y tácticas del mariscal Sucre; de la capacidad organi-
zativa y pericia de Flores en la conducción de la batalla,
por lo que fue ascendido allí mismo a general de divi-
sión y fue recipiendario, de manos del gran mariscal de
Ayacucho, de los pendones ganados al ejército invasor,
los mismos que hoy reposan en el Museo del Colegio
Militar, en Quito, ofrecidos por la familia del general
Flores.
Por aquella victoria inmortal, cada 27 de febrero es
proclamación perenne del humanismo que inspiró la
concepción jurídica de Sucre, y acta de nacimiento, a la
vez, del más alto de los aportes del derecho internacio-
nal americano al mundo: el rechazo a la conquista armada
de territorios: “¡La victoria no crea derechos!”
La denominada Doctrina Sucre (aplicada por el gran
mariscal de Ayacucho después de triunfar en la batalla
de Tarqui, cuando con alto espíritu caballeresco y des-
usada magnanimidad suspendió la persecución del de-
rrotado invasor; se abstuvo de imponerle condiciones

115
lesivas a su dignidad en el Convenio de Girón y desapro-
vechó la que bien pudo ser ocasión para imponer a Perú
una línea de frontera que satisficiese los derechos de la
Gran Colombia y, por tanto, los de su sucesor jurídico,
la República del Ecuador, constituida sobre la antigua
Audiencia y Presidencia de Quito) es actitud hidalga y
quijotesca que servirá de permanente contraste con la
que coaccionó al Ecuador en 1942 a suscribir el Proto-
colo de Río de Janeiro.
La figura de Sucre brilla a lo largo de esta gesta, más
como la de un estadista que como la de un guerrero;
y más como hijo del Ecuador, como quiteño, pues es-
cogió voluntariamente nuestra patria para hacerla suya,
que como venezolano, gentilicio con el que naciera. El
extraordinario papel de Sucre como sembrador de lu-
ces en la conciencia jurídica de América fue encomiado
primero por internacionalistas argentinos y brasileños
y reconocido al fin en el derecho internacional ameri-
cano, precisamente con el nombre de Doctrina Sucre,
generadora del principio ya universal de repudio a la
conquista de territorios. La gesta de Tarqui, momento
trascendental de nuestra historia, es lección y símbolo
para todas las generaciones; su recuerdo, ocasión pro-
picia para fortalecer el espíritu cívico. Con razón, por
iniciativa del primer alcalde de Quito, don Jacinto Jijón
y Caamaño, desde 1947 se denomina esa fecha Día del
Civismo y en ella, cada año, los alumnos de los sextos
cursos de colegio, próximos bachilleres, juran defender
la bandera, es decir, la patria y su heredad.

La “Libertadora del Libertador”

Poco después de que el Libertador Bolívar retornara


a Bogotá tras su larga ausencia motivada por la libe-

116
ración de Quito y Perú, llegó también a la capital de
Colombia Manuelita Sáenz, hermosa quiteña de ojos
ardientes que había conquistado el corazón del héroe.
Al arribar Bolívar a Quito por primera vez, el 16 de
junio de 1822, alguien, desde un balcón, le lanzó una
corona de laurel: alzó el Libertador la vista y encontró
el fulgor de aquellos ojos que le conquistaron. Al pun-
to nació ese gran amor que la sociedad de entonces
censuró entre exclamaciones y murmullos. Pero esa
mujer admirable supo hacer que la posteridad perdo-
nara su pecado exponiendo su vida para salvar la de
Bolívar.
A las once y dieciocho minutos de la noche del 15
de septiembre de 1828 un grupo de partidarios del
general Francisco de Paula Santander, caudillo liberal
y vicepresidente de la Gran Colombia, ayer amigo y a
la sazón jefe de los opositores a Bolívar y su enemigo
mortal, asaltó el Palacio de San Carlos, residencia del
Libertador en Bogotá. Sorprendieron a la guardia ma-
tando a cuatro en el portón de entrada, malhirieron
al teniente Andrés Ibarra, asesinaron al coronel Gui-
llermo Fergusson y al coronel José Bolívar. Idéntica
suerte debió correr el Libertador, quien a los prime-
ros disparos sólo pensó en resistir con las armas en la
mano. Pero Manuela le disuade, le ayuda rápidamente
a vestirse, le impulsa a descolgarse aprovechando las
tinieblas de la noche por una ventana que da a la calle
entonces desierta y, sin temor alguno, procura formar
una barrera en la puerta del aposento con los mue-
bles que logra allí amontonar, sacando fuerzas de su
debilidad de mujer y procurando ganar tiempo para
permitir a Bolívar que encuentre refugio seguro. Por
último, cuando ya los perversos asaltantes han logrado
derribar esa débil muralla, les enfrenta, les desorienta,
les confunde.

117
“¿Dónde está Bolívar?”, le preguntan. “¡Allí, en la sala
del Consejo!”, responde señalándoles una puerta. De un
empujón la obligan a marchar delante, llegan al Consejo
de Estado y no hallan a Bolívar. ¡Manuela les ha engaña-
do! Cobardemente la abofetean, la insultan, la escupen,
a golpes la obligan a postrarse, quizá quieren matarla
allí mismo, pero al fin prefieren cubrirla de puntapiés
y culatazos de fusil, colmarla de improperios. Allí que-
dó tendida, casi exánime la infeliz pero heroica quiteña,
mientras en sus oídos resonaban las voces de los sicarios
que se alejaban al grito de “¡Muera el tirano, viva San-
tander!”
Mas aquellos minutos que perdieron en buscar a Bolí-
var engañados por Manuela les fueron fatales: aparecie-
ron jefes y soldados fieles al Libertador, la lucha se gene-
ralizó y al fin fueron vencidos los complotados. Cuando
Bolívar, a la cabeza de los leales, volvió al Palacio, reco-
noció que gracias al heroísmo de Manuela Sáenz había
salvado la vida y públicamente la galardonó con el título
con que ha pasado al recuerdo agradecido de la histo-
ria, diciendo estas solas palabras: “¡Eres la Libertadora
del Libertador!”

Quito y Bolívar

La ciudad capital del Ecuador se ufana, en justicia,


de su afecto entrañable por Bolívar, que no en vano
aquí surgió el primer brote de libertad, culminado
en Hispanoamérica gracias a la espada del Liberta-
dor. Bolívar, en varios de sus documentos, reconoció
hidalgamente que Quito era “la primogénita de la li-
bertad”, y en ocasión memorable dio a conocer, según
lo hemos recordado, la influencia que el 2 de agosto
—la masacre que cegó la vida de los próceres de la re-

118
volución quiteña y dejó sin líderes a Quito—, ejerció
en su determinación de consagrar su vida a la causa
de la independencia. Quizá por eso Quito se entregó
apasionadamente al culto bolivariano, desde los días
mismos de la gesta heroica. No solamente lo recibió
con el fervor que haría inolvidable para el Libertador
el nombre de Quito, sino que se convirtió en baluarte
de Bolívar cuando surgió contra él la oposición santan-
derista y brotaron los intentos parricidas y las facciones
de políticos ambiciosos comenzaron a conspirar contra
el padre de la patria.
Hay que reconocer que la presencia en Quito de Su-
cre y Flores, los principales jefes del partido bolivaria-
no, contribuía a convertir esta ciudad en tal baluarte.
Al marchar el mariscal de Ayacucho al Congreso Admi-
rable, del cual fue presidente, tanto el mariscal como el
Libertador confiaban en que la acción de Flores man-
tendría libre de conspiradores antibolivarianos todo el
Departamento del Sur, y así fue.
Flores, ausente Sucre, encabezó en Quito el partido
bolivariano y mantuvo constantemente encendido el
culto del héroe. El plan de los bolivaristas era mante-
ner el baluarte quiteño y traer a Bolívar a Quito para
iniciar desde aquí un movimiento reintegracionista. Así
lo prueban los documentos que demuestran la fidelidad
quiteña al Libertador y que originaron el reconocimien-
to —un siglo después— de Venezuela al Ecuador, al pro-
clamar para nuestra patria “el procerato de la lealtad a
Bolívar”.
Timbre de orgullo para el Ecuador es la famosa car-
ta de los padres de familia de Quito llamando al Liber-
tador. Es poco conocida. La remitieron por medio del
obispo de Quito para que así, tanto el poder político
como el eclesiástico, coincidieran en el entrañable pedi-
do de que Bolívar viniera, mientras Venezuela le cerraba

119
las puertas y el Libertador se veía obligado a alejarse de
Colombia. He aquí aquel famoso documento:

Excmo. Señor Libertador Presidente: Los suscritos padres


de familia del Ecuador han visto con asombro que algunos
escritores exaltados de Venezuela se han avanzado a pedir
que V. E. no pueda volver al país donde vio la luz primera;
y es por esta razón que nos dirigimos a V. E., suplicándo-
le se sirva elegir para su residencia esta tierra que adora a
V. E. y admira sus virtudes. Venga V. E. a vivir en nuestros
corazones, y a recibir los homenajes de gratitud y respe-
to que se deben al genio de la América, al Libertador de
un mundo. Venga V. E. a enjugar las lágrimas de los sensi-
bles hijos del Ecuador y a suspirar con ellos los males de la
Patria. Venga V. E., en fin, a tomar asiento en la cima del
soberbio Chimborazo, a donde no alcanzan los tiros de la
maledicencia, y a donde ningún mortal, sino Bolívar, puede
reposar con una gloria inefable. Quito, a 17 de marzo de
1830. Juan J. Flores, José M. Sáenz, Vicente Aguirre, Fidel
Quijano, Pablo Merino, doctor Joaquín Vargas, J. Gutiérrez,
Francisco Marcos, Manuel Espinosa, Isidoro Barriga, doctor
Pedro José de Arteta, el general Manuel A. Farfán, Manuel
M. de Salazar, Juan Antonio Terán, el coronel Nicolás Básco-
nez, Manuel Larrea, el coronel Francisco Montúfar, Miguel
Carrión, M. G. de Valdivieso, Eugenio Peyramal, secretario
Ramón Miño, Luis Antonio Brizon, Tomás de Velazco, el pri-
mer comandante José Mariano Andrade, el primer coman-
dante José M. Guerrero, el segundo comandante Antonio
de Moreno, Mauricio José de Echenique, Juan Maldonado,
Manuel del Corral, Juan de León Aguirre, Rafael Morales,
Pedro Montúfar, M. Aguirre, José Salvador de Valdivieso,
José Miguel González, Antonio Baquero, Rafael Serrano,
Antonio Aguirre, el capitán José C. Guerrero, el capitán Da-
rive Morales, el comandante Manuel Borrero.

120
Y el obispo añadía:

Excmo. Sr.: Oigo que estos buenos habitantes claman por V.


E. y que constantes en el amor que le han profesado, le ofre-
cen sus corazones: terreno a la verdad más grato que cuanto
el material de su famoso Chimborazo puede indicar de gra-
titud a beneficio de un padre, que tantas pruebas ha dado,
de que no porque se separa en lo corporal deja de serlo en
el espíritu y que les ha vivificado en tan repetidas ocasiones
de sus pasados padecimientos. Repetiré, pues, con la since-
ridad de mi afecto: venga V. E. a vivir entre nosotros, seguro
de que recibirá siempre los homenajes de gratitud y respeto
que otros olvidados ofenden o no corresponden. Ésta es mi
voz: es la del clero en cuanto comprendo. Dios guarde a V.
E. muchos años, Excmo. Sr. (f.) Rafael, Obispo de Quito.

Dos documentos de oro. Señalan para siempre la leal-


tad y la gratitud de Quito a Bolívar. Constan publicados
en la Vida de Bolívar, por Felipe Larrazábal, editada en
Nueva York en el siglo xix.

Disolución de la Gran Colombia e instauración


del Estado del Ecuador

Pese a la victoria de Tarqui, el problema limítrofe entre


la Gran Colombia y Perú no quedó solucionado por la
caballerosidad de Sucre en el Convenio de Girón. Poco
después el Congreso Admirable, reunido en Bogotá, no
logró consolidar la unidad grancolombiana. Sucre, que
lo presidía, intentó todavía someter las ambiciones se-
paratistas de Páez, enseñoreado en Venezuela, quien ni
siquiera le permitió atravesar la frontera. La situación
en la Nueva Granada tampoco era favorable a Bolívar
que en la noche septembrina escapó de ser asesinado.

121
Desengañado por la ingratitud, el 8 de mayo de 1830 el
Libertador abandonó Bogotá rumbo al destierro.
Aunque en el Departamento del Sur había también
malestar por la sujeción a autoridades foráneas, los pue-
blos amaban a Bolívar. No perdían de vista el viejo ideal
autonomista, pero frente a la posición antibolivariana
su corazón estaba del lado del Libertador. El propio Flo-
res, comandante del Departamento del Sur, era uno de
sus más leales lugartenientes y mantuvo la unidad hasta
el último minuto.
Ya en 1824 el doctor Antonio Ante, prócer de 1809,
había organizado a pesar de sus años una conspiración
autonomista que fracasó. Los hermanos Guillermo y
José Félix Valdivieso soñaban con crear un nuevo Es-
tado, La Atahualpia. El nombre de Ecuador, acuñado
por la Ley de División Territorial dictada por el vice-
presidente Santander en 1824, había hecho olvidar el
glorioso nombre propio de estos reinos: Quito. Parece
también —como acabamos de ver— que el mismo La
Mar, al atacar Colombia, abrigaba la esperanza de crear
para sí un nuevo Estado en Quito, pues se sentía extra-
ño como presidente de Perú. Elizalde, por su parte, uno
de los pocos antibolivarianos, por animosidad al Liber-
tador planeaba también la separación del Departamen-
to del Sur.
Al saber la situación de Venezuela y el próximo
exilio de Bolívar, los padres de familia de Quito, en-
cabezados por el propio general Flores, enviaron al
Libertador el afectuoso llamamiento del 27 de mar-
zo de 1830, que acabamos de recordar, para que se
estableciera en Quito. Al precipitarse los acontecimien-
tos y conocer en Quito la definitiva separación de Vene-
zuela y varias actas similares neogranadinas, el procura-
dor general del ayuntamiento quiteño, doctor Ramón
Miño, se dirigió al general Flores manifestándole que

122
“Quito, defiriendo siempre a las voluntades del Liber-
tador, se había mantenido siempre en la quietud más
honrosa”, pero que en vista de que “la mayor parte de
los Departamentos de la República se han pronunciado
ya por la disolución de su unidad política”[…] “debe
Quito, en uso de sus derechos, proceder a pronunciar-
se...” En efecto, el 13 de mayo de 1830, la representa-
ción de Quito, integrada por su cabildo y los notables,
constituyó el Estado libre e independiente del Ecuador
abrigando todavía la esperanza de mantener Colombia
con una estructura federal bajo el mando de Bolívar.

Berruecos

“¡El mariscal Sucre debe morir...!” Ésas fueron las pala-


bras que, resonando lúgubremente, se desvanecieron al
fin entre los muros de aquella casa bogotana situada en
la Plaza Bolívar y que formaba esquina con la Calle Real.
¡La sentencia estaba dada! Eran las ocho de la noche
de un día de mediados de mayo de 1830. Las órdenes
se transmitieron secretamente a Pasto, Buenaventura y
Panamá. La consigna, impedir que el gran mariscal de
Ayacucho terminase su viaje. ¡En cualquier camino que
tomase hallaría apostado su verdugo!
El número 3 de El Demócrata, periódico sostenido
por los enemigos de Bolívar, apareció el 1 de junio de
1830; su editorial insultaba al gran mariscal y decía, en-
tre otras cosas: “...Puede ser que Obando haga con Su-
cre lo que no hicimos con Bolívar.” ¡Eran los mismos
promotores de la infausta noche septembrina! Ya para
entonces, Sucre había salido de Bogotá y tomado la vía
del Sur. En una carta al general Murgueytio, en Bue-
naventura, Obando le decía: “Si (Sucre) viene por allí,
haga que venga por esta plaza de Popayán...” En otra, a

123
Popayán, Obando desde Pasto escribe: “Sucre no pasará
de aquí.”
Mientras tanto el héroe de Pichincha continuaba su
marcha hacia el Sur. La noche del 2 de junio de 1830
llegó junto con dos asistentes acompañado de García
Tréllez, diputado del Departamento del Sur, al Salto de
Mayo, especie de tambo pajizo donde se hospedó, “por
no haber a la redonda en tres leguas un techo hospi-
talario donde pasar ‘un rato’...” El amo de la casa era
José Erazo, individuo de pésimos antecedentes, siempre
rodeado de gente de la peor ralea, nombrado tenien-
te coronel y jefe de las milicias de la Línea de Mayo
por el mismo general Obando, quien lo mimaba y
sostenía. Sucre colmó de obsequios a su hospedero y
al otro día continuó el viaje dejando a éste tranquilo
y satisfecho.
Tras varias horas de camino llegó a La Venta, otro
tambo situado a poca distancia de la montaña de Be-
rruecos, y cuál no sería su sorpresa al encontrar en ese
sitio a José Erazo, el mismo a quien horas atrás dejara
tranquilamente sentado en su casa. Le preguntó qué
hacía en el sitio y por dónde había venido, pues no lo
pasó en el camino. No supo responder Erazo claramen-
te, llenando de desconfianza el pecho de Sucre, quien
prefirió pernoctar allí. Aún más inquieto se puso al ver
aparecer al comandante Juan Gregorio Sarria, íntimo
de Obando, y saber que sostenía conversaciones secre-
tas con Erazo. Al llegar la noche hizo cargar las armas
de todos los que con él estaban; para ese entonces se le
había reunido el señor Manuel de Jesús Patiño, quien al
saber que habían dormido la noche anterior en casa de
Erazo, se admiró de que aún vivieran después de haber
pasado entre asesinos.
El 4 de junio se puso otra vez en marcha la comiti-
va. Adelantáronse en el camino, por una parte García

124
Tréllez y Colmenares, uno de los asistentes del maris-
cal, junto con los arrieros; y se atrasó, por otra parte,
Lorenzo Caicedo, el otro asistente. Se puede decir que
el mariscal marchaba solo por la selva de Berruecos. Ab-
sorto en sus cavilaciones no pudo ver los fusiles que se
adelantaban entre la maleza; sonaron cuatro disparos.
Sucre, lanzando un “¡Ay...!” de dolor, cayó de la mula
al angosto sendero; se escapó del cuerpo su noble vida;
los que iban adelante picaron espuelas creyéndose asal-
tados por ladrones, y el fiel Caicedo, al llegar al lugar
del suceso y contemplar a su señor exánime y sin vida,
volvió grupas horrorizado y huyó de los asesinos, a los
cuales alcanzó a ver agazapados a la vera del camino.
¡En un sitio escondido murió a los 35 años aquel que,
a pesar de ser joven por la edad, era ya antiguo por la
gloria, según frase del eminente González Suárez!
El mediodía del 4 de junio estaba Erazo en su casa
del Salto tocando alegremente la guitarra y Sarria, que
la noche anterior había dicho a Sucre tener que ir de
urgencia a Popayán, se encontraba también allí. ¿Se ha-
bía olvidado de su urgente comisión? Cuando Caicedo
llegó a La Venta y comunicó que había sido asesinado
Sucre, el capitán Beltrán, que allí se encontraba, en vez
de acudir inmediatamente en busca y persecución del
enemigo de la patria —los cuatro asesinos de Sucre—
envió un papel a Erazo pidiendo se reuniera con él y
llevara gente de refuerzo: al llegar el portador al Salto…
y leer Erazo el papel, Sarria se lo arrebató de entre las
manos y montando a caballo partió a escape hacia Popa-
yán, adonde llegó el día 6.
Al otro día del asesinato, 5 de junio, Obando desde
Pasto escribía al prefecto general del Departamento
que “ahora que son las ocho de la mañana” acababa de
saber que habían asesinado a Sucre “por robarlo”, y que
los fratricidas habían de ser “desertores del ejército del

125
Sur, que pocos días he sabido han pasado por esta ciu-
dad”. A Flores, en Quito, escribe el mismo día y le dice
“acabo de recibir parte que el general Sucre ha sido ase-
sinado”, y en la misma carta expresa que “todos los indi-
cios están contra esa facción eterna de la montaña”. “Yo
voy a cargar con la execración pública”, añade. Y luego,
el mismo día, se dirige al general Barriga, comandante
general de Quito, quien había de ser más tarde segundo
esposo de la viuda del mariscal, que el asesino de Sucre
había sido “el inveterado malhechor Noguera”. ¡Valien-
te contradicción!: soldados desertores del ejército del
Sur..., la eterna facción de la montaña..., el inveterado
malhechor Noguera... ¿Cuál de las tres afirmaciones al
fin? Y todo esto escribía Obando el mismo día...
“Santo Dios, han matado al Abel”, exclamó Bolívar al
conocer el horrendo crimen. Sucre era el único capaz
de sucederle en la presidencia de la Gran Colombia, y
por eso le mató “la eterna facción de la Montaña”, según
lo columbró el propio Libertador. Esa misma facción,
para ocultar su crimen, lanzó de inmediato la conseja
de que el siniestro magnicidio beneficiaba a Flores, por-
que éste no hubiera sido el presidente del Ecuador si
hubiera vivido Sucre; pero el inicuo asesinato benefició
a los que buscaban alzarse con el mando de Colombia
y precipitar así su disolución. Lo dijo el propio Bolívar,
refiriéndose a Sucre: “La bala que te quitó la vida, hirió
mi corazón y mató a Colombia.”
¿Quiénes en realidad dieron muerte al mariscal?
Por los alrededores de Berruecos los vecinos de Erazo
decían que éste había contratado a tres peones suyos:
Gregorio y Andrés Rodríguez y Juan Cuzco para que
dieran muerte al mariscal... Los tres soldados murieron
envenenados al poco tiempo. ¿Quién fue el cuarto ase-
sino? ¿Quién el instigador del crimen? Años más tarde
apareció el coronel Apolinar Morillo, convicto y confe-

126
so del asesinato. Murió fusilado el 30 de noviembre de
1842. La víspera escribió y mandó imprimir su última
proclama en la que pedía perdón por su delito. Acusaba
a Obando de haberle ordenado el crimen y decía que
por ser “orden emanada de lo alto” obedeció y cometió
a ciegas el asesinato. Perdonaba a Obando por haberle
llevado al abismo en que se hallaba y decía que muchos
hombres a quienes señalaba con el dedo la opinión
pública estuvieron comprometidos en la oscura trama.
Terminaba aconsejando a sus compañeros de armas
sepan obedecer, pero con una obediencia limitada. ¿Y
Erazo y Sarria, los otros comprometidos en el proceso?
El primero fue condenado a prisión. El segundo hacía
tiempo que había muerto. En cuanto a Obando, promi-
nente miembro de la facción antibolivariana del Cauca
y Nueva Granada, al poco tiempo del crimen ejerció la
vicepresidencia; acusado tiempo después por Morillo,
fue procesado y reducido a prisión, pero escapó al Perú;
desde allí acusó a Flores; el partido liberal le encumbró
después a la presidencia hasta que al fin, envuelto en
luchas fratricidas, murió en sangre.

El indio en la Independencia

Aunque fue mestizo Eugenio Espejo, el gran precursor


de la Independencia ecuatoriana, poca o ninguna pre-
ocupación se advierte en sus escritos acerca del proble-
ma de la raza aborigen. Los prejuicios de la época, por
lo contrario, le llevaron a tratar de disimular su origen
y hasta a buscar genealogías que acreditasen la parte
hispánica de sus ancestros. Por su parte, la Revolución
de Independencia, anunciada en Quito el 10 de agosto
de 1809, poco o nada se preocupa, asimismo, sobre los
aborígenes, limitándose en la primera hora a nombrar

127
un Protector de Naturales, cargo por lo demás ya exis-
tente durante los siglos de dominación española. En mi
libro La patria heroica —título que he mantenido en este
capítulo de la Breve historia...— he destacado, además,
que si “la hora multitudinaria llegó muy posteriormente
a la causa de la libertad, los indios casi no participaron
en ella, y cuando lo hicieron, con frecuencia se incor-
poraron a la causa del rey antes que a la patriota. En el
propio Quito, sin embargo, el provisor Caicedo logró
levantar un ejército de 600 indios, a los que él mismo co-
mandaba “vestido de abate y con galones de coronel”.
Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en sus Noticias secretas
de América, habían llamado ya la atención ante las auto-
ridades españolas del siglo xviii sobre la triste situación
del indio en la América, particularmente en la Real Au-
diencia de Quito, que ellos tuvieron mayor oportunidad
de conocer. En las Cortes de Cádiz, en 1812, nuestro
gran tribuno Mejía pero sobre todo nuestro insigne
poeta José Joaquín de Olmedo levantaron sus voces para
denunciar el estado de opresión de la raza aborigen.
No disponemos de datos sobre la población del Quito
inmediatamente anterior a la Independencia, aunque sí
para la posterior, pues en la Gran Colombia se hizo un
censo aproximado por ley de 1825. El historiador neo-
granadino Manuel José Restrepo publicó los cómputos
en el siglo pasado, con un total para el Departamento
del Sur, que cinco años después sería la República del
Ecuador, de 524.777 habitantes. Antes del censo, en
1825, como ministro del Interior, el mismo Restrepo
creía que el Sur tenía 558.373 almas. Pero al publicar
la segunda edición de su Historia de la Revolución de la
República de Colombia redondeó las cifras a 500.000 habi-
tantes, de los cuales 358.000 habrían sido los que vivían
en el distrito de Quito, 94.000 los de Guayaquil y asimis-
mo 94.000 los de Cuenca, 38.000 los de Loja y 16.000

128
los de Jaén y Maynas. De esa población, 157.000 habrían
sido blancos; 393.000, indígenas; 42.000, pardos libres y
8.000, esclavos negros. Paz y Miño, por su parte, en sus
cálculos hechos ya en el presente siglo, cree que para
1810 ya habíamos superado el medio millón de habitan-
tes. El historiador Cevallos calcula, para 1822, a la época
de la batalla del Pichincha, 800.000 almas.

129
III. LA REPÚBLICA DEL ECUADOR
Consolidación de la nacionalidad quitense

Período del militarismo extranjero o floreano


(1830-1845)

Visión de conjunto. El general Flores

Nace nuestra República a la historia independiente en


1830 bajo el mando de un joven militar de la Indepen-
dencia, nacido a orillas del Caribe y ecuatorianizado por
disposición de una ley ad hoc, aunque más bien por deli-
berada voluntad de afincarse en el país, ligado por amor
y quizá también por conveniencia a una rica dama quite-
ña de la alta aristocracia. Había nacido Juan José Flores
en Puerto Cabello el 19 de julio de 1800 o 1801. Aunque
de muy humilde origen, estaba dotado de grandes talen-
tos naturales, veterano de la Independencia pese a su ju-
ventud (había participado en las batallas de Carabobo y
Bomboná y otras 83 acciones de armas en las que se jugó
la vida y a las que debió sus ascensos por méritos de gue-
rra), fue galardonado con el rango de general de división
en el propio campo de batalla de Tarqui, a los 29 años.
Su valor, serenidad, astucia y aptitudes militares fueron
grandes; enormes su inteligencia natural y simpatía, pero
deficiente su instrucción. Gozó siempre del aprecio de
Bolívar que, después de Sucre, le consideraba como “el
más genial de sus soldados, en la teoría y en la prácti-
ca, en el gabinete o en el combate”, según testimonio de
Perú de Lacroix, edecán del Libertador.

130
Flores fue el beneficiario del poder en el nuevo Es-
tado heredero de la tradición milenaria del reino de
Quito, y logró dominar durante quince años, incluido
en ellos el breve y constructivo período de Rocafuerte.
Obligado por la fuerza de las circunstancias y en parte
por ambición personal, aunque renunciando al nom-
bre histórico, dio el paso fundacional y ése es mérito
suyo; logró también, aunque a remiendos, mantener el
orden durante ese lapso; propició la anexión de las islas
Galápagos, en lo que tuvo éxito merced a la expedición
auspiciada por el general Villamil, y la incorporación
del Cauca al Ecuador, en lo que fracasó.
En su segunda administración se distinguió como
mandatario progresista, creador de varios colegios, y
permitió el avance de la enseñanza universitaria. El ge-
neral Flores gobernó e influyó en el gobierno durante
tres lustros seguidos. Se rodeó de militares extranjeros
—todos los ministros de su gabinete y los principales
jefes del ejército— y de terratenientes criollos, serranos
como Valdivieso, o costeños como Rocafuerte. Salvo la
instauración del Ecuador tras la disolución de la Gran
Colombia, el acceso a la aristocracia de sangre o dinero
de los generales independentistas de humilde o desco-
nocido origen mediante enlaces de conveniencia con
damas de alcurnia o fortuna, y algunas disposiciones
precursoras de la abolición de la esclavitud, esos quince
años no significaron ningún cambio básico en la estruc-
tura nacional heredada de los inquietos días emancipa-
dores.
Al finalizar aquel largo dominio, la resistencia contra
el caudillo extranjero originó una guerra civil, la revo-
lución del 6 de marzo de 1845, que dio término a su
gobierno. Aparte de sus servicios a la patria como triun-
fador en Tarqui, quizá uno de los principales méritos de
Flores haya sido haber permitido, con sagacidad, el ad-

131
mirable período de Rocafuerte, a quien respaldó, sostu-
vo y alentó, atrayéndole a su amistad, cuando bien pudo
incluso haberle ejecutado.
Vicente Rocafuerte fue, en efecto, un extraordinario
hombre de gobierno. Al volver al Ecuador tras larga au-
sencia, encabezar la oposición a Flores, y caer prisione-
ro de él, una entrevista entre los dos originó su amistad,
que duró ocho años, los cuatro en que Rocafuerte fue
presidente del Ecuador, con el apoyo del brazo arma-
do del general venezolano, y los cuatro subsiguientes,
en que fue gobernador de Guayaquil durante la segun-
da administración de aquél. Fue realmente Rocafuer-
te quien puso las bases de la organización del país, ya
libre de toda ligadura con la antigua Colombia. Ante
la reelección del general Flores para un tercer perío-
do, rompió con él y se exilió en Perú, de donde volvió
como uno de los dirigentes de la revolución del 6 de
marzo.
Flores gobierna de 1824 a 1826 como jefe del De-
partamento de Quito; de 1828 a 1830 como jefe su-
perior del Distrito del Sur de la Gran Colombia; de
1830 a 1835 y de 1839 a 1845, como presidente de la
República, nacionalizado por la norma constitucional
como soldado de la Independencia. Al salir del país
luego de la revolución de marzo viaja a Europa, donde
es cordialmente recibido en todas partes (Inglaterra,
Francia, Estados Pontificios, España). Mientras tanto,
el gobierno de Roca desconoce los Convenios de La
Virginia, que pusieron fin a la guerra civil, y se niega
a reconocer los derechos que se habían determinado
para Flores y sus partidarios. Esto origina el plan de
Flores de organizar una expedición armada para exi-
girlos. Arma, en efecto, un cuerpo expedicionario de
1.600 hombres y tres buques en España, Inglaterra e
Irlanda, que pronto se disuelve, pues las noticias que

132
llegan a América informan que intenta restablecer el
dominio español. Flores niega calurosamente la invec-
tiva de sus enemigos, e inicia una larga etapa de deste-
rrado político en Jamaica, Venezuela, Centroamérica
y Perú, que dura hasta 1860, cuando ante la crisis na-
cional García Moreno le llama como general en jefe y
logra con su apoyo vencer al gobierno del general Gui-
llermo Franco que contaba con el respaldo de Perú.
Preside entonces el general Flores la Asamblea Consti-
tuyente de 1861. Dirige después las tropas ecuatorianas
cuando el conflicto con el general Tomás Cipriano de
Mosquera, presidente de Colombia en 1863, pero es
vencido en Cuaspud, aunque felizmente sin resultados
lesivos para la integridad territorial del Ecuador, pues
el Tratado de Pinsaquí mantuvo el estatus vigente. Un
año más tarde, al reprimir un intento de invasión del
general Urvina, apoyado por el mariscal Castilla, pre-
sidente de Perú, el general Flores falleció en campaña
mientras cruzaba el canal de Jambelí, el 1º de octubre
de 1864. Sus últimas palabras fueron: “¡Madre mía de
las Mercedes, soy tu hijo!”
García Moreno colmó de honores su memoria. Su ca-
dáver fue traído de Guayaquil a Quito a hombros de sus
soldados que le idolatraban. Se halla enterrado en la
Catedral Metropolitana de la capital del Ecuador.

Antecedentes de Vicente Rocafuerte

Hijo legítimo de Juan Antonio Rocafuerte y Josefa Beja-


rano, pertenecientes a aristocráticas y ricas familias del
puerto, Vicente Rocafuerte, célebre escritor, político,
diplomático y presidente de la República del Ecuador,
nació en Guayaquil el 1 de mayo de 1783. Contemporá-
neo de Bolívar, a quien conoció en París y le llamaba “el

133
hombre de la naturaleza”, cursó estudios con la nobleza
napoleónica en Saint-Germain en Laye.
Volvió a su ciudad natal en 1807; en 1809 mantuvo
conexiones con los próceres quiteños del 10 de agos-
to; en 1810, elegido alcalde ordinario de Guayaquil, fue
perseguido por el gobierno realista; en 1813 concurrió
como diputado a las Cortes españolas, donde se vin-
culó al grupo liberal; prófugo de España en 1814 por
oponerse al besamanos a Fernando VII, recorrió toda
Europa, incluso Rusia; de 1817 a 1819 dio clases de fran-
cés en Guayaquil y atendió negocios familiares en ricas
haciendas cacaoteras; viajó luego a Lima, Jamaica y La
Habana; pasó a Madrid, en 1820, al parecer en comisión
secreta de Bolívar; en 1821, periodista en La Habana;
desde 1822, diplomático al servicio de México, primero
en los Estados Unidos de América y luego, sobre todo,
en Londres. De 1830 a 1833 tomó parte, como liberal,
en la política mexicana y escribió varios ensayos. Volvió
entonces a Guayaquil y comenzó a participar en la po-
lítica ecuatoriana al afiliarse al grupo de El Quiteño Li-
bre, primer embrión de partido, que le eligió diputado
por Pichincha.
En el Congreso de 1833 encabezó la oposición al pre-
sidente de la República, general Juan José Flores. Des-
terrado, aceptó la jefatura de un alzamiento militar en
Guayaquil, que originó prolongada guerra civil. El pre-
sidente Flores, hábil militar, redujo a Rocafuerte a la isla
Puná y terminó por hacerle prisionero. Pero lejos de eje-
cutarle, como todos esperaban, le propuso un entendi-
miento patriótico que aceptó, por consejo, entre otros,
del prócer chileno coronel José Miguel González Almi-
nati, del partido de Diego Portales, que tuvo larga actua-
ción en el Ecuador, primero como ministro general de
Flores y luego como ministro del Interior y Relaciones
Exteriores del propio Rocafuerte.

134
Acceso de Rocafuerte al poder

El 9 de julio de 1834 se aprobó aquel convenio que Pedro


Moncayo —fogoso portavoz de El Quiteño Libre— de-
nunció con energía. No se logró de inmediato la paz, pues
mientras Flores y Rocafuerte se entendían en Guayaquil,
el resto del Ecuador se alzaba en armas contra ellos. Mas
la pericia militar del general Flores se impuso al fin en
una batalla campal y sangrienta que tuvo lugar en Miñari-
ca, cerca de Ambato, a comienzos de 1835. El poeta José
Joaquín de Olmedo, que había cantado a Bolívar, com-
puso también un poema épico en honor del vencedor en
Miñarica, que algunos consideran literariamente superior
al Canto a Junín, no obstante el subalterno tema de la gue-
rra fratricida.
Rocafuerte entró en Quito, capital de la República, el
20 de abril de 1835, y nombró a Flores como jefe civil
y militar de Guayaquil. Así comenzó su gobierno como
presidente del Ecuador, primero de facto y luego consti-
tucional, de acuerdo con la nueva Carta Política dictada
por la Convención reunida en Ambato, que le eligió para
un período de cuatro años, uno de los más fecundos en la
historia del país. En muchos de sus escritos y actuaciones
anteriores a 1833, Rocafuerte se había mostrado partida-
rio de las ideas liberales: sin embargo, en cuanto llegó al
poder comenzó a actuar como un magistrado autorita-
rio, prácticamente dictatorial, por lo que se ha dicho que
fue un liberal teórico y un conservador práctico.

La obra de gobierno de Rocafuerte

Gobernó con mano dura. Reprimió enérgicamente nu-


merosos intentos revolucionarios. Alcanzaron a 62 los
militares que en sus cuatro años sufrieron la pena de

135
muerte, sin contar los malhechores comunes ni los que
fusiló como jefe revolucionario. Pidió, en consecuencia,
y obtuvo del Congreso de 1837 la aprobación de un se-
vero y drástico Código Penal que consagró la pena de
muerte.
En lo religioso fue también hombre de contrastes.
Influido de ideas volterianas y enciclopedistas por su
educación en Francia, del anglicanismo por su larga
permanencia en Inglaterra y del regalismo por su cono-
cimiento de la España monárquica, logró, sin embargo,
gracias a la sólida educación católica de su hogar, neu-
tralizar en algo los conceptos heterodoxos de aquellas
orientaciones. No sólo nunca llegó a perder la fe sino
incluso fue devoto de la virgen del Rosario, a cuya co-
fradía se asoció en Quito, y más bien se definía como
“un republicano que solo teme a Dios”. Aunque facilitó
la penetración protestante, deseó ardientemente la re-
forma y santificación del clero católico; protegió a los
religiosos que consideraba buenos; ejerció el patronato
en asuntos litúrgicos, pero felizmente logró la creación
del obispado de Guayaquil.
En lo cultural la obra de Rocafuerte fue enorme. Con-
sideró fundamental la ampliación de la enseñanza pri-
maria, secundaria, técnica y universitaria. La educación
debía comprender necesariamente la enseñanza de la
moral y la religión cristiana. La Convención le dio ple-
nos poderes en materia educacional y los aplicó dinámi-
camente; también la Iglesia colaboró en esta labor. Su
obra más duradera en este campo fue la creación del
colegio San Vicente en Guayaquil, que hoy lleva el nom-
bre del ilustre magistrado, fundado poco después de
haber terminado su período presidencial, cuando pasó
a desempeñar la gobernación del Guayas, en la segun-
da administración del presidente Flores, cofundador de
ese establecimiento.

136
En lo económico tuvo ideas claras y precisas que
aplicó en su administración, basadas en la probidad, la
energía y la implacable persecución de los defraudado-
res. Sentó las bases teóricas y aun prácticas para orga-
nizar la economía y las finanzas a pesar de la pobreza
del país. Las obras públicas no pudieron desarrollarse
suficientemente por la necesidad de reducir el gasto
público para ordenar las finanzas; sin embargo, logró
algunas realizaciones en este aspecto, sobre todo en la
programación de caminos, algunos de los cuales alcan-
zó a construir.
En lo internacional amplió notablemente las relacio-
nes diplomáticas del Ecuador o al menos las consulares.
Al terminar su período había en Quito y Guayaquil re-
presentaciones de Nueva Granada, Perú, Bolivia, Vene-
zuela, Chile, México, Centroamérica, Estados Unidos,
Inglaterra, Francia y España. Las relaciones con la Santa
Sede fueron buenas. Con motivo del conflicto chileno
con la Confederación peruano-boliviana, Rocafuerte
propuso una mediación que no fue aceptada.
El único problema de oposición parlamentaria en
el Congreso de 1837, lo solucionó con el sacrificio de
dos de sus ministros, entre ellos el excelente hacendista
coronel Francisco Eugenio Tamariz. Con la oposición
escrita fue drástico, hasta el extremo de acallarla por
completo, asimismo, sin contemplaciones.

Últimos años de Rocafuerte

En 1839, terminado su período, devolvió el poder al


general Flores, elegido para el efecto por el Congreso,
recibiendo de éste, simultáneamente, la gobernación
de Guayaquil, desde donde colaboró con el gobierno
hasta 1843, lapso en el que aplicó sus características

137
energía y probidad y mereció la gratitud ciudadana,
sobre todo por su actuación al combatir la terrible
epidemia de fiebre amarilla que asoló el puerto, cau-
sando 3.000 víctimas, es decir, la décima parte de la
población.
Cuando Flores se hizo reelegir para su tercer perío-
do, mediante la Constitución de 1843, con la cual quiso
eternizarse en el poder, Rocafuerte volvió a romper con
su reciente amigo y antiguo adversario, con la misma vi-
rulencia que en 1833. Senador en aquella Convención,
como representante por Cuenca, estalló en ataques a
Flores, y acto seguido se exilió voluntariamente en Lima,
desde donde desató una terrible campaña mediante car-
tas impresas “a la nación”, vitriólicos proyectiles que al
circular en el Ecuador produjeron dos años más tarde la
revolución del 6 de marzo que puso fin al largo régimen
de Flores.
El nuevo gobierno le envió como diplomático a Perú.
Actuó luego como diputado en la Convención de Cuen-
ca y fue presidente del Senado en 1846. Siendo plenipo-
tenciario del Ecuador en Lima, allí murió cristianamen-
te el 16 de mayo de 1847. Su viuda, Baltasara Calderón
de Rocafuerte —hermana del Héroe Niño Abdón Cal-
derón— repatrió años más tarde sus restos, que se en-
cuentran sepultados en el cementerio de Guayaquil en
sobrio mausoleo.

ValoraciÓn de Rocafuerte

Rocafuerte es una de las más altas figuras de la historia


del Ecuador. Todos los historiadores, de diversa tenden-
cia, lo han reconocido así. Liberales y conservadores han
visto en él, en muchos aspectos, un antecesor de sus linea-
mientos doctrinarios. Rocafuerte no fue sólo un político

138
de garra, un escritor pulcro (sus obras completas abarcan
quince volúmenes), un magistrado enérgico y un estadis-
ta singular: fue también, quizá, uno de los primeros y más
acertados sociólogos ecuatorianos: sus “mensajes” como
magistrado aún tienen validez. Detestó por igual a legule-
yos y militaristas. Abominó de la anarquía y fue partidario
de la famosa “ley del alfanje”, que podía resumirse así:
como el Ecuador es un país atrasado e inculto, difícil de
gobernar, la autoridad, para ser tal, tiene que cortar ca-
bezas si es necesario, debe usar “palo y más palo” y actuar
“a latigazos”.
Fue en realidad Rocafuerte quien puso las bases orgá-
nicas de la República del Ecuador, establecida en 1830
por Flores sobre el antiguo reino de Quito.
Durante la administración de Rocafuerte visitó el
Ecuador el viajero sueco Carl August Gosselman, quien
consideraba que para entonces el país tenía de 600.000
a 700.000 habitantes. Ésta es la cifra que aparecía en los
informes anuales de los ministros de Gobierno que con
Flores y Rocafuerte iniciaron la buena costumbre de su-
ministrar datos demográficos.

Período del militarismo nacional o urvinista


(1845-1860)

Visión general

Llamado generalmente “marcista”, por la triunfante


revolución del 6 de marzo, afirmó la conciencia nacio-
nal e inauguró un nuevo período repleto de esperan-
zas, que poco a poco fueron desapareciendo por las
ambiciones del militarismo criollo encarnado por el
general José María Urvina. Gobernaron inicialmen-
te Roca, Olmedo y Noboa, en triunvirato, hasta que

139
una convención eligió presidente a Vicente Ramón
Roca. Éste tuvo que afrontar las amenazas de una in-
vasión armada del general Flores, que intentaba des-
de Europa reclamar sus derechos. Fue su gobierno sa-
gaz, correcto y digno, sin atropellos ni siquiera contra
la oposición, salvo contra sectores floreanos, incluso la
familia del ex presidente. Le sucedió el coronel Manuel
de Ascázubi que en su corto interinazgo (1849-1850)
realizó un gobierno atinado y progresista, ayudado por
el notable hombre público doctor Benigno Malo, pero
fue derrocado por el general Urvina, quien puso como
presidente a Diego Noboa (1850-1851) al que luego de-
rrocó y exilió.
En realidad este período bien debe denominarse “ur-
vinista”, pues fue este general quien directa o indirec-
tamente inspiró todos los movimientos y cambios polí-
ticos desde 1845 y mantuvo su influencia hasta el final
del marcismo. Gobernó directamente desde 1851 hasta
1856, primero como dictador y luego como presidente
constitucional. Fueron factores negativos de su adminis-
tración su sectarismo regalista, la nueva expulsión de los
jesuitas, universalmente reconocidos como eficaces civi-
lizadores, la quiebra de la instrucción secundaria y su-
perior, el militarismo desatado y abusivo, la eliminación
de la libertad de imprenta, los destierros, los desmanes
de “los tauras” (su guardia pretoriana de ex esclavos
negros), la política exterior vacilante y tímida, su des-
potismo; son discutibles el dudoso arreglo de la deuda
externa así como su versátil y personalista orientación
política liberal; pero son factores positivos sus esfuerzos
por mejorar la política hacendaria, su preocupación por
la suerte del indio, el respeto a la vida de sus opositores
políticos y, sobre todo, la manumisión de los esclavos
(15 de julio de 1851).

140
Urvina fue uno de los últimos soldados de la Inde-
pendencia y, en el balance de su administración, aun-
que en el recuerdo de la historia hay aspectos que no
le son ciertamente favorables, la manumisión de los
esclavos, conquista positiva y fundamental, no sola-
mente le ha liberado del reproche de la posteridad,
sino que le ha significado un puesto esclarecido en la
memoria ciudadana. Al terminar su administración
impuso como presidente a su alter ego, el general Fran-
cisco Robles.
Si el período floreano, incluido Rocafuerte, tiene
una orientación política de preponderancia conser-
vadora, el urvinismo dice seguir un enrumbamiento
político fundamentado en el liberalismo de Nueva
Granada, claramente antibolivariano, respecto del
cual Urvina se mostró dócil. Nacen así nuestras ten-
dencias políticas: la conservadora, vinculada a Bolívar;
la liberal, ligada a Santander. Los lazos, en uno y otro
caso, son más sentimentales que efectivos. También
en el período urvinista dominan los militares, aunque
ya criollos —éste fue el nacionalismo de la revolución
marcista—, y participan del poder los mismos terrate-
nientes de sierra y costa, por turno o simultáneamen-
te, salvo uno que otro comerciante importador, como
en el caso de Roca. Pese a que no tuvo influencia pro-
funda en la estructura económico-social, la abolición
de la esclavitud fue un paso adelante básico. Los terra-
tenientes vendieron sus esclavos al Estado y éste pagó
a los unos y manumitió a los otros. ¡Todos quedaron
contentos! ¿Qué otro destino quedaba a los tauras que
servir como sumisos pero abusivos guardianes de su
emancipador? Al finalizar el período, una grave anar-
quía de complejas causas asoló al Estado ecuatoriano,
dividido en taifas como la España mora y puesto al
borde de la disolución. La crisis nacional de 1859 a

141
1860 fue uno de los más tristes momentos de nuestra
historia.

Olmedo

El insigne prócer doctor José Joaquín de Olmedo y Ma-


ruri (1780-1847) nació y murió en Guayaquil. Algunos
han señalado como fecha natalicia del gran hombre
el 19 de marzo, atendiendo a su nombre principal y la
costumbre de imponer como cognomento al recién na-
cido el del santo del día natalicio; otros han querido
precisar la fecha el 21 de ese mes, refiriéndose al dato
de su partida de bautismo, suscrita el 22 de marzo de
1780, en la que se dice que el párvulo tenía “dos días
de nacido”.
Olmedo llena las páginas de nuestra historia política,
militar y literaria. Fue el más eminente de los ecuatoria-
nos de la época emancipadora. Diputado en las Cortes
de Cádiz, su discurso por la abolición de las mitas, luego
prologado por Rocafuerte en Londres, es monumento
imperecedero de la historia social iberoamericana, tan-
to más cuanto que motivó efectivamente el decreto abo-
licionista que él rubricó como secretario de las Cortes
gaditanas.
Jefe del gobierno revolucionario de Guayaquil en
1820, se hombrea con Bolívar y San Martín; los partida-
rios de aquél le creían sanmartiniano; los de éste, boli-
varista. Él admiraba a los dos grandes caudillos pero no
dejaba de pensar en la república de Quito, por lo que
auspició la campaña para libertar la capital de la antigua
Audiencia, donde había estudiado. Se carteó con San
Martín y anhelaba el patrocinio del prócer argentino
para consolidar nuestra libertad, pero no fue óbice para
poner coto a los empeños intervencionistas de los dele-

142
gados de aquel jefe. Admiró como el que más a Bolívar,
hasta el extremo de componer el Canto a Junín, que a
ambos inmortalizó en vida y que reconoció al demiurgo
caraqueño su estatura gigantea en tiempos en que ya
sus enemigos le denigraban, pero no aprobó su coac-
ción sobre Guayaquil, ni sus actos de militarismo ni su
dictadura. Tampoco le aceptó la cartera de Relaciones
Exteriores de la Gran Colombia.
Cierto que fue convencional en Lima con San Mar-
tín y diplomático al servicio del recién fundado Perú
en Londres, nombrado por Bolívar y autorizado por la
Gran Colombia; pero en cuanto Flores interpretó en
1830 los afanes autonomistas del actual Ecuador, le apo-
yó sin vacilar; le ayudó a redactar la primera constitu-
ción y aceptó ser el primer vicepresidente del Estado
ecuatoriano. Incluso se allanó a ayudar personalmente
en la culturización del joven general advenedizo y has-
ta accedió a competir con él —el águila caudal con el
mirlo— en los ensayos de nuestro himno nacional, an-
ticipo, aun en imágenes, del que definitivamente com-
pusiera Juan León Mera. Llegó al extremo de cantar el
triste episodio de Miñarica (todavía insuficientemente
estudiado en cuanto controversia política). Y sin embar-
go, Olmedo no estuvo nunca de acuerdo con el perso-
nalismo, militarismo y prolongación en el mando del
general Flores, al que terminó por combatir, no obstan-
te ser su compadre.
Olmedo presidió el triunvirato de 1845 y debió ha-
ber sido entonces presidente de la República, como lo
preconizó Rocafuerte: perdió por un solo voto —¡ah,
nuestros representantes!—: tal vez entonces su mode-
ración hubiera impedido que el civilismo nacionalista
triunfante naufragara, como ocurrió poco después, en
nuevo imperio del pretorianismo, esta vez criollo. Aun-
que el período tiene como protagonista permanente al

143
general Urvina, no hay duda de que la figura principal
de la revolución marcista fue Olmedo.
Las innegables dubitaciones y aparentes o auténticos
cambios de ruta de que puede objetársele fueron en
parte propios de las épocas confusas, turbulentas y difí-
ciles que le tocó vivir —definición de la independencia
frente a España, el republicanismo democrático con-
tra el absolutismo anárquico o dictatorial, las nuevas
nacionalidades frente a la vieja metrópoli, el civilismo
frente al militarismo, las formas de gobierno y de las
leyes, las tendencias partidaristas liberales y conserva-
doras, clerófobos y clerófilos, etc., pero nadie podrá
negarle su amor a la patria, la libertad y el derecho,
republicanismo ejemplar y honestidad en el servicio
público.
Olmedo es uno de nuestros colosos. ¿Podríamos
encontrar treinta, veinte, diez como él? Creo que los
ecuatorianos no necesitamos recurrir, para salvar nues-
tra historia, a un regateo parecido al de Abraham. Es
consolador y ejemplificador pensar que no son pocos
los prohombres que nos permiten decorosa presencia
ante las miradas inquisidoras del resto del mundo. Jun-
to a los héroes ciertos y a los mártires, hay una pléyade
de ecuatorianos de vidas luminosas. Olmedo está entre
ellos por derecho propio.
Si todavía ahora no podemos juzgar con claridad so-
bre muchos de los tempestuosos episodios de aquellas
épocas, menos podían hacerlo quienes estaban inmer-
sos en la vorágine. No les pidamos un comportamien-
to de arcángeles; satisfagámonos con saber que fueron
como aceros toledanos que se emplearon a fondo por
las buenas causas sin romperse. En la larga actuación de
primera línea en la vida pública del Ecuador, de 1820 a
1847, el año de su muerte, Olmedo fue exponiendo en
manifiestos, mensajes, cartas y escritos literarios, y desde

144
luego en sus poemas, una doctrina política limpia y res-
plandeciente, como una espada ideal, que es necesario
recoger, enaltecer y ponerla como ejemplo, caracteriza-
da precisamente por aquellos valores que constituyen
lo más noble de la vocación nacional: las aspiraciones
de fe, libertad, cultura, y correlativamente de derecho y
justicia, orden y progreso.

La crisis nacional de 1859

Robles, en su período (1856-1860), debió enfrentar no


solamente el terremoto de 1859 sino además la agresión
del mariscal Ramón Castilla, presidente de Perú, quien
envió como plenipotenciario a un agente disociador,
Juan Celestino Cavero, que provocó grandes inciden-
tes y dio lugar a la buscada ruptura. No pudo Robles
promover la unidad nacional para hacer frente a las
amenazas, primero, y al bloqueo, después. La oposición
política interna estuvo acaudillada por García Moreno
que ya mostraba su orientación conservadora, y Pedro
Moncayo, desde hacía tiempo declaradamente liberal,
quienes encontraron motivo para su actitud beligerante
en el asesinato del periodista Valencia, pero uno y otro
fueron desterrados.
El 10 de mayo de 1859 estalló una insurrección en
Quito que proclamó el triunvirato provisorio de García
Moreno, a la sazón en el exilio, Jerónimo Carrión y Pa-
cífico Chiriboga. Pero Carrión, que era vicepresidente,
reclamó su derecho exclusivo al mando e instauró otro
gobierno en Cuenca. El 31 de mayo hubo un choque
entre las fuerzas del gobierno constitucional y las del
provisional, triunfando éstas, pero aquéllas se impusie-
ron al fin en Tumbuco. Pese al apoyo irrestricto del ge-
neral Urvina, Robles no pudo consolidar su gobierno

145
ante la sublevación de su jefe militar en Guayaquil, ge-
neral Guillermo Franco, la proclamación del gobierno
federal de Loja por el doctor Manuel Carrión Pinzano,
y los progresos del gobierno provisional, que se afirmó
definitivamente en Quito.
Con el país dividido en cuatro gobiernos, el mariscal
Castilla bloqueando las costas del Ecuador, desembar-
cando en Mapasingue y pactando con Franco, Robles
no tuvo más remedio que renunciar y marchar al exi-
lio sin terminar su período, al igual que Urvina, que
también se alejó del país. La guerra civil se polarizó
entre el gobierno de Franco, apoyado por Perú, en
cuyo favor suscribió el ominoso tratado de Mapasin-
gue, y García Moreno, que encarnó la resistencia na-
cional. Al fin Castilla se retiró, y Franco fue derrotado
por García Moreno en la batalla de Guayaquil, el 25
de septiembre de 1860, con la ayuda del viejo general
Flores que había puesto su espada veterana a disposi-
ción de éste.
Al finalizar el período marcista, el doctor Manuel Vi-
llavicencio, nuestro primer geógrafo, publicó su obra
fundamental, Geografía del Ecuador, en la que hizo los
primeros análisis sobre nuestra realidad nacional, cal-
culando en 1’308.045 la población del país, incluidos
200.000 indios “salvajes”. Sus cifras fueron al parecer
exageradas, pues aunque los informes a la nación de
1857 y 1858, sin duda ya influidos por sus cálculos, seña-
lan más de un millón; el de 1856 habla sólo de 881.139
habitantes.

146
Período del civilismo conservador
o garciano (1860-1875)

Visión general

Sólo la energía de García Moreno logró reunificar la


patria. Como los anteriores períodos éste se desenvolvió
durante otros quince años y en él, en efecto, dominó la
historia del Ecuador la recia figura del doctor Gabriel
García Moreno. Salvo el lapso comprendido entre 1865
y 1869, en que detentaron el poder Jerónimo Carrión y
Xavier Espinosa, cada uno de ellos dos años aproxima-
damente, el resto del período gobernó personalmente
García Moreno, en régimen de civilismo conservador
de mano enérgica.
Este magistrado, portaestandarte doctrinario de la
política conservadora, fue uno de los grandes construc-
tores del Ecuador: impuso con implacable rigor, incluso
con fusilamientos, la disciplina colectiva, tras la desmo-
ralizadora crisis nacional de 1859; persiguió a pícaros
y malhechores, doblegó al militarismo y estableció un
régimen de gobierno inspirado en los principios del
derecho político-católico. Implantó el sufragio popular,
aunque no dejó de querer orientarlo a su criterio. Dio
poderoso paso adelante en el campo de la cultura y la
técnica. Inició la vialidad en gran escala y el ferrocarril.
Con la introducción del eucalipto cambió el paisaje
serrano, desnudo de gran vegetación arbórea. Se pre-
ocupó de la educación del indígena. Concordó con la
Iglesia, aunque se excedió en la influencia concedida al
clero y en la militancia católica como base de la ciudada-
nía. Proclamó la primacía de lo espiritual pero cometió
algunos excesos en su afán ordenador y quiso imponer
la moral y la doctrina cristiana por medios rigurosos,
incluso sobre el clero relajado, lo que le valió la ene-

147
mistad de los no creyentes (desde luego, minoría abso-
luta en el país hacia aquella época, pero bulliciosa), de
gente sectaria y aun comprometida con sociedades se-
cretas, pero también de algunos católicos sinceros que
no creían idóneos los recursos impositivos en materia
doctrinaria.
García Moreno murió asesinado el 6 de agosto de
1875 sin culminar su progresista programa de go-
bierno. Su muerte paralizó el ímpetu ascensional del
país, la construcción de carreteras y obras públicas, y
particularmente la extraordinaria labor cultural, sin
paralelo hasta entonces en la historia nacional, carac-
terizada por una ampliación de la enseñanza en to-
dos los niveles: primario, medio y superior, artesanal y
tecnológico, tanto para hombres como para mujeres,
sin descuidar la educación del indígena. El estableci-
miento de la Escuela Politécnica fue obra de genial
anticipación.
El informe a la nación del ministro del Interior en
1863, ya bajo García Moreno, señala para el Ecuador
una población de 900.435 habitantes. El de 1873, diez
años después y poco antes de la muerte del gran organi-
zador del país, daba una población aún más reducida,
de apenas 816.679, calculada con base en los informes
de las autoridades seccionales, sin duda bastante es-
crupulosas en sus datos, dado el genio temperamental
y científico del magistrado gobernante, y recopiladas
por la primera oficina de estadística en el país, creada
por él. Dada la excepcional importancia del extraordi-
nario mandatario, bien vale que profundicemos en el
estudio de su figura y obra.

148
Antecedentes de García Moreno

Este famoso político ecuatoriano, dos veces presidente


de la República, nació en Guayaquil el 24 de diciembre
de 1821. Es una de las más robustas personalidades de
Hispanoamérica y en el siglo xix sin duda el más nota-
ble magistrado del Ecuador, cuya nacionalidad conso-
lidó al realizar bajo signo católico militante una pode-
rosa obra civilizadora. Hijo de Gabriel García Gómez,
castellano de la provincia de Soria, y Mercedes Moreno,
aristócrata de Guayaquil, quedó tempranamente huér-
fano de padre. Estudió en Quito, en cuya Universidad
Central se graduó de doctor en jurisprudencia. Alter-
naba la política con las matemáticas, el andinismo, su
profesión, la poesía y el periodismo en publicaciones
ocasionales, en todo lo cual se manifestaba impetuoso,
iracundo y violento pero también eficaz propugnador
de una verdadera transformación en múltiples órdenes,
incluso el literario.
A los 28 años viaja a Europa y vuelve trayendo a los
jesuitas, ausentes del reino de Quito desde su expulsión
por Carlos III. Implacable opositor del presidente Ur-
vina, quien vuelve a extrañar a la Compañía de Jesús,
García Moreno escribe su Defensa de los jesuitas, unien-
do así su pluma a la de eminentes ecuatorianos de la
época como el padre Solano y el doctor Agustín Yerovi.
Desterrado en 1853 a Perú, en 1855 viaja por segunda
vez a Francia, donde se dedica al estudio de las ciencias.
De vuelta a Quito como rector de la Universidad Cen-
tral inicia modernos métodos de laboratorio químico, y
como senador por Pichincha en el Congreso de 1857,
lucha por la abolición del tributo a los indios, se opo-
ne a la masonería, previene contra el grave peligro del
imperialismo yanqui y proyecta una ley de instrucción
pública que ya contiene en esbozo su futuro plan de

149
promoción cultural y educativa. En 1858 encabeza la
oposición al presidente Robles, que le destierra nueva-
mente al Perú.

García Moreno y la crisis nacional de 1859-1860

Desde el 1 de mayo de 1859, como miembro del gobier-


no provisorio, acaudilla la lucha contra el militarismo
de los generales Urvina y Robles, primero, y Guillermo
Franco, después, este último proclamado jefe supremo
del Guayas. Durante 1859 y 1860 se produce grave crisis
en el Ecuador, amenazado y luego invadido y en parte
ocupado militarmente por el mariscal Ramón Castilla,
presidente de Perú, que había obtenido desde octubre
de 1858 autorización del Congreso de su país para hacer
la guerra al Ecuador. García Moreno, enviado por el go-
bierno provisorio, sostiene conversaciones con Castilla,
pero cuando la acción militar peruana se convierte, de
alianza con el general Guillermo Franco, en abierta in-
vasión del país y en coacción para la firma del Tratado
de Mapasingue que cercena gravemente el territorio del
Ecuador, encabeza con decisión y sobrehumana energía
la lucha nacional contra el invasor y su aliado.
Es de tal manera conflictivo aquel momento que el
Ecuador se fracciona simultáneamente en tres gobier-
nos seccionales irreconciliables; ante ello, y frente a la
peligrosa ocupación peruana, en connivencia con Fran-
co, de parte del territorio nacional, situación agravada
por la suscripción del ominoso Tratado Mosquera-Zela-
ya, por el cual se pacta la “polonización” del Ecuador en-
tre sus vecinos del norte y el sur, García Moreno escribe,
entre varias medidas desesperadas, sus cartas al diplo-
mático francés Trinité, en las que sugiere la posibilidad
de un protectorado de Francia, que él plantearía a los

150
ecuatorianos para que decidan el asunto en un plebis-
cito. Esta lamentable sugerencia, de realización no sólo
improbable sino utópica, aunque en ningún caso llega a
concretarse, se convierte en motivo de acusación contra
él por sus adversarios de la época y sus detractores pos-
teriores, pero contribuye indirectamante a presionar a
Perú para su retiro del conflicto.
Logra de todos modos García Moreno unificar el país
y obtiene el apoyo del veterano general Juan José Flo-
res, que vuelve al Ecuador y con cuya ayuda, tras difícil
campaña militar, ocupa Guayaquil después de la cam-
pal batalla del 25 de septiembre de 1860, y desconoce
enseguida el Tratado de Mapasingue, también rechaza-
do luego por el Congreso peruano. Triunfante García
Moreno restaura la bandera tricolor bolivariana, que
aún rige, inicia en el país el sufragio universal, popular
y directo y la representación proporcional al número
de electores, sin que ni éstos ni los candidatos requie-
ran poseer bienes de fortuna para ejercer su derecho al
voto o a ser elegidos, auténticas transformaciones que
inician de verdad la democracia en el Ecuador; pone
en vigencia con algunas modificaciones el Código Ci-
vil redactado por Andrés Bello en Chile, y convoca la
Asamblea Nacional que dicta la séptima constitución
política y elige a García Moreno como presidente para
el período 1861-1865.

Imagen, pensamiento y programa de García Moreno

Alto, fornido, mirada magnética, temperamento hu-


racanado, enérgico y constante, trabajador infatigable
y eficaz, talento universalista, sólida preparación in-
telectual y moral, serenidad a toda prueba y palabra
fogosa, tales eran sus atributos que le daban espíritu

151
dominante y superior. Luchó contra el regalismo, el re-
gionalismo, el militarismo, la anarquía, la incultura y
el liberalismo jacobino, anticipándose en prevenir los
peligros del socialismo ateo. Profundamente religioso
y optimista, ponía en todo los medios humanos para
triunfar. Partidario como Portales en Chile y Rocafuer-
te en el Ecuador de un gobierno de mano dura, re-
quería leyes con amplias facultades. Sostenedor de la
pena de muerte para asesinos, ladrones y revoltosos,
la aplicó sin vacilar. Fundamentaba en una honradez a
toda prueba la buena administración. Su carácter apa-
sionado se desbordó con frecuencia y cometió errores,
excesos y desviaciones, y solo al último logró dominar
su fuerte temperamento. García Moreno procuró el fé-
rreo cumplimiento de su programa: frenar la demago-
gia, consolidar la moral pública fundada en la religión
católica, apostólica y romana; fomentar la enseñanza,
abrir vías de comunicación, reorganizar la hacienda
pública. Para esto se rodeó de eficaces colaboradores
como el poeta y jurista Rafael Carvajal, el polígrafo Pa-
blo Herrera y Juan León Mera, autor del himno nacio-
nal, etcétera.

La oposición al garcianismo

Dirigida desde Perú por el general Urvina, la oposi-


ción se presenta con motines internos o invasiones
armadas desde el exterior, integrada por elementos
de tendencia liberal, algunos de ellos comprometidos
con sociedades secretas declaradas ilegales en el país,
y a veces financiadas por ellas; pero García Moreno
los reprime sin contemplaciones. Durante su década
de gobierno fusila aproximadamente cincuenta cabe-
cillas —casi tantos como Rocafuerte, aunque éste en

152
sólo cuatro años—, algunos de ellos de importancia
como el general Manuel Tomás Maldonado, incluidos
en esa cifra 29 prisioneros de Jambelí y el argentino
doctor Santiago Viola, lo cual le crea una persistente
fama de rigor rayano en crueldad —imagen cultivada
hasta hoy por sus enemigos doctrinarios— que no lo-
gra atenuar con los numerosos indultos concedidos en
1861 y 1864, y anualmente de 1869 a 1873. Por medio
de estas medidas, en las que se manifiesta continuador
de Rocafuerte, García Moreno logra, de todos modos,
restablecer el orden y frenar la anarquía. Uno de los
excesos fue al comienzo la orden de flagelar al gene-
ral Ayarza, de raza negra; y otro, el mantenimiento en
prisión del doctor Juan Borja, jefe urvinista, víctima de
grave e incurable dolencia de la que murió sin recobrar
la libertad.
La suscripción del concordato le atrae la airada opo-
sición de Pedro Carbo, apóstol de la masonería y presi-
dente del cabildo de la ciudad de Guayaquil. En Cuen-
ca, en cambio, levanta el pendón opositor un grupo de
católicos liberales, críticos del centralismo y el autorita-
rismo garcianos, encabezados por los doctores Antonio
Borrero y Luis Cordero, al que adhiere con su autoridad
el doctor Benigno Malo, uno de los jefes conservadores
de Cuenca aunque partidario de aplicar en el país fór-
mulas federalistas.

Los gobiernos de Carrión y Espinosa

Terminado el período constitucional de 1861 a 1865


para el que fue electo García Moreno, le sucedió Jeró-
nimo Carrión, quien le nombró ministro plenipotencia-
rio en Chile. Apenas duró dos años el nuevo gobierno.
Caído en 1867 fue reemplazado por Xavier Espinosa,

153
también bajo los auspicios de García Moreno, para com-
pletar el período. El terremoto de Ibarra, que causa
20.000 muertos en Imbabura y el norte de Pichincha,
obliga a Espinosa a nombrar como gobernador de la
zona devastada a García Moreno, que se desempeña con
abnegación ejemplar. Acusado Espinosa de no tomar
medidas para impedir una revolución extremista, fue de-
rrocado por el mismo García Moreno, quien se procla-
mó jefe supremo el 16 de enero de 1869 y convocó nueva
Convención nacional. Ésta dictó la octava Constitución
Política, denigrada con el mote de Carta Negra por sus
opositores, por ampliar la duración de los magistrados,
conceder poderes amplísimos al jefe del Estado y deter-
minar que sólo los católicos podían ser ciudadanos. La
Constitución fue aprobada también por aplastante ple-
biscito y con ella gobernó nuevamente García Moreno,
de 1869 a 1875.

La obra gubernamental de García Moreno

En lo internacional, García Moreno invitó a los presi-


dentes de Nueva Granada y Venezuela a restaurar el
ideal bolivariano y reconstruir la Gran Colombia; ofre-
ció su mediación en el conflicto hispano-peruano, ma-
nifestándose así como precursor del principio de solu-
ción pacífica de controversias, lo que le acarrea la grita
del régimen dominante en Perú coreado por los oposi-
tores del presidente ecuatoriano; suspendió relaciones
diplomáticas con México por la instalación del imperio
bajo Maximiliano, pero no las restableció luego por des-
confiar de la filiación masónica de Benito Juárez y su
pronorteamericanismo; se asoció al pesar por la muerte
de Lincoln, al que admiraba; sostuvo buenas relacio-
nes con las demás naciones y con firmeza irreductible

154
frente a Perú, mantuvo la soberanía ecuatoriana en los
afluentes norteños del Amazonas, hasta Mazán, en la
desembocadura del Napo. Pero con Colombia, obliga-
do a defender la soberanía nacional, se ensarzó durante
su primer período en dos acciones de armas que pudie-
ron ser evitadas y que no le fueron favorables, felizmen-
te sin fatales consecuencias, gracias a los arreglos diplo-
máticos que dieron fin honorable a ambas contiendas,
no provocadas por el Ecuador, y permitieron las buenas
relaciones posteriores.
Disciplinó al ejército con mano fuerte, sometiéndolo
a ordenanzas adaptadas de la legislación militar españo-
la; creó la Escuela de Artillería y restauró las Escuelas
Militar y Náutica; inició las Guardias Nacionales y dotó
a las Fuerzas Armadas de cuarteles y material bélico te-
rrestre y naval. Restauró las finanzas, fundó el Tribunal
de Cuentas a fin de exigir la honorabilidad y corrección
en el gasto y evitar malversaciones y despilfarros; dictó
la primera Ley de Hacienda, castigó sin piedad a los de-
fraudadores, mejoró la recaudación sin nuevos impues-
tos, pagó buena parte de la deuda pública (y totalmente
la de la manumisión de esclavos) e inició las cajas de
ahorro, el crédito hipotecario agrícola, la estadística y
el pago del servicio de correos mediante timbres posta-
les, a cuyo efecto ordenó que las primeras emisiones de
estampillas se diseñaran, grabaran e imprimieran en el
Ecuador.
Se destaca en su gobierno la construcción febril de
obras públicas: edificios administrativos y asistenciales;
trabajos portuarios; penitenciaría en Quito (entonces la
más moderna en Sudamérica); las primeras vías carro-
zables, en especial la iniciación desde Guayaquil, del fe-
rrocarril a la capital de la República, del que se constru-
yeron 44 km, sólo terminado casi medio siglo más tarde
por el general Alfaro, y la construcción a partir de Qui-

155
to de la carretera a Riobamba y Sibambe (300 km, 100
puentes, 400 acueductos), obras todas ellas vitales y, para
su época, revolucionarias. Fueron además planificadas
las carreteras Alóag-Manta y Cuenca-Molleturo-Naranjal:
la primera se construyó solamente a mediados del siglo
XX, y la última a duras penas ha podido avanzar hasta
Molleturo.
Su fecunda labor brilla aún más en lo educacional:
dictó la primera ley de instrucción, estableció la obli-
gatoriedad y gratuidad de la enseñanza escolar; fundó
el primer normal indígena; llamó a los Hermanos de
las Escuelas Cristianas para enseñar a los niños, a las
religiosas de los Sagrados Corazones y de la Providencia
para las niñas (las segundas establecieron, además, el
primer jardín de infantes), a las Hermanas de la Cari-
dad para los hospitales, a las del Buen Pastor para la
reeducación femenina, a los jesuitas para la enseñanza
de los jóvenes y para las misiones amazónicas, y a los
lazaristas para los seminarios. Fundó por todas partes
escuelas, aproximadamente 1.500, número verdadera-
mente notable a la sazón, y siete colegios, dotándolos
de locales nuevos, y además mejoró los ya existentes.
Fundó el Conservatorio de Música y la Escuela de Bellas
Artes. Y puso también especial empeño en la formación
de profesionales intermedios de carácter técnico, para
lo cual creó la Escuela de Artes y Oficios. Modernizó la
enseñanza universitaria de medicina, pero su máxima
preocupación fue la fundación de la Escuela Politécni-
ca. García Moreno triplicó la inversión fiscal en obras
educativas y aumentó a 32.000 el número de alumnos,
lo que significó un crecimiento del 250%, tarea excep-
cional para entonces; concedió abundantes becas, pro-
tegió a los artistas y envió a varios a Europa, llamó a
numerosos expertos y sabios extranjeros (franceses, ale-
manes, ingleses, españoles, italianos, norteamericanos

156
y canadienses) para enseñar técnicas y artesanías, ver-
dadero anticipo de la moderna asistencia técnica inter-
nacional. Difundió el piretro, planificó el cultivo de la
morera y proyectó la inmigración europea y la coloniza-
ción. Al finalizar su segunda administración se fundó la
Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente
de la Real Española, la segunda de las hispanoamerica-
nas, a la que apoyó. García Moreno fundó la Impren-
ta Nacional, propiedad del Estado, en la que editó El
Nacional, órgano del gobierno, primer cotidiano en la
ciudad de Quito.

García Moreno y la investigación científica

Al retornar al país, luego de su segundo viaje a Europa,


García Moreno fue electo, antes de los 35 años, como
rector de la Universidad Central de Quito, donde creó
cátedras de ciencias exactas y química, materia ésta que
dictó personalmente y en forma gratuita y para la cual
obsequió el laboratorio, aparatos y elementos que había
traído de París. Senador en el Congreso de 1857, como
presidente de la Comisión de Estudios presentó valio-
sos proyectos para la reforma de la estructura educativa.
Anhelaba una escuela industrial, un museo de máqui-
nas, un instituto politécnico, pero el Congreso no aco-
gió por desgracia su proyecto. Ya como presidente de
la República, en su primera administración, al mismo
tiempo que afrontaba la reforma del ejército y el clero,
la reestructuración de la hacienda pública y el impulso
de las obras nacionales con un ritmo desconocido hasta
entonces, comenzó también la reforma educativa por él
propugnada, en la que logró un enorme progreso, pero
en el aspecto científico poco pudo hacer todavía, como
encargar al doctor Jameson, naturalista inglés, el estu-

157
dio de la flora ecuatoriana; fundar en Quito la primera
estación de investigaciones meteorológicas a cargo de
los jesuitas, y crear la Academia Nacional, primer inten-
to para agrupar a sabios y científicos y estimular la inves-
tigación. A esta Academia perteneció, por ejemplo, el
insigne geógrafo Villavicencio, que construyó con ayuda
gubernamental un Museo de Ciencias Naturales al pie
del Panecillo.
En su segunda administración, de 1869 a 1875, su obra
de fomento de los estudios científicos puede resumirse
en los siguientes puntos: reorganización de la Escuela de
Medicina en la Universidad Central y adquisición, para
ésta, de equipo e instrumental modernos; contrato con
los sabios franceses doctores Dominique Domec y Este-
ban Gayraud para la enseñanza de anatomía y cirugía,
y con Emilia Sion para obstetricia; creación, construc-
ción y dotación del Observatorio Astronómico de Quito;
fundación de la Escuela de Artes y Oficios (hoy Colegio
Central Técnico), el 9 de noviembre de 1871, confiada a
los Hermanos Cristianos de Norteamérica para enseñan-
za técnica de profesiones intermedias; difusión del eu-
calipto, traído por primera vez al Ecuador, y desde aquí
divulgado al continente americano, así como del piretro
(el cultivo en grande de este último sólo ha sido posible
un siglo después); protección y apoyo a las investigacio-
nes de los sabios germanos Reiss y Stübel; contratos con
los arquitectos Reed y Schmidt para iniciar esta profe-
sión en el Ecuador, y becas para estudios científicos a los
alumnos más capaces que carecieran de medios econó-
micos suficientes.
Sin embargo, la obra en la que mayor empeño puso
fue la Escuela Politécnica. Fundada el 3 de octubre de
1870 con 16 sabios profesores, jesuitas alemanes en su
mayor parte (Menten, Wolf, Sodiro, Dressel, Grunewald
y Honstetter, entre otros), pero también seglares, tenía

158
como objetivo fundamental la enseñanza de las cien-
cias, pues García Moreno sostenía que no hay verdade-
ro progreso ni Estado moderno sin desarrollo científico
y tecnológico. El mencionado grupo de jesuitas había
emigrado de Alemania con motivo de la persecución
religiosa desatada por el Kulturkampf de Bismarck. A
su cargo estuvieron los primeros cursos a nivel supe-
rior, quienes graduaron a los primeros profesionales
en disciplinas técnico-científicas e iniciaron profundos
estudios sobre la realidad ecuatoriana para lo cual reco-
rrieron todo el país. El resultado de sus investigaciones
fueron 63 publicaciones, entre tratados, monografías e
informes indispensables para el conocimiento científico
del Ecuador, casi todos ellos editados en la Imprenta
Nacional.
García Moreno dotó a la Politécnica de gabinetes y
laboratorios completos de física, química, mineralogía y
geología. Creó, construyó y dotó el Observatorio Astro-
nómico de Quito, los primeros museos de mineralogía,
botánica y zoología ecuatorianos y el primer jardín bo-
tánico.

Las relaciones con la Iglesia

Punto principal del programa de García Moreno fue


la suscripción del Concordato con la Santa Sede por el
cual se regularizaron las relaciones con la Iglesia, se puso
fin al Patronato y se inició la reforma del clero (1863).
Obtuvo la erección de las nuevas diócesis de Ibarra, Rio-
bamba y Loja, que se añadieron a las ya existentes de
Cuenca y Guayaquil, todas sufragáneas de la Arquidió-
cesis de Quito. En 1871 García Moreno protestó por el
despojo de los Estados Pontificios realizado por el rey
Víctor Manuel II de Saboya, manifestándose así como

159
pionero en la doctrina de rechazo a la conquista de te-
rritorios por medio de la fuerza, además de fiel hijo de
la Iglesia, aunque indiferente al problema de la unidad
italiana. Pío IX, prisionero en el Vaticano, agradeció a
García Moreno condecorándole con la Orden Piana y
enviándole como reliquia el cuerpo del mártir San Ur-
cisino, que desde entonces se venera en la Catedral de
Quito. Acto singular de “prioridad del espíritu”, el 25 de
marzo de 1874, previa autorización del Congreso, Gar-
cía Moreno presidió la consagración oficial del Ecua-
dor al Corazón de Jesús, ejemplo que habrían de seguir
otras naciones (Alemania, Argentina, Australia, Austria,
Bélgica, Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Costa Rica,
España, Francia, Honduras, Irlanda, Japón, Luxembur-
go, Malta, México, Nicaragua, Panamá, Perú, Polonia,
San Salvador, Venezuela y Yugoslavia) y, al comenzar el
siglo, el propio Pontífice León XIII al consagrar el mun-
do entero al Corazón de Jesús.
Estos actos, coincidentes con el progreso del Ecuador,
el heroico autodominio que García Moreno hacía de su
fuerte temperamento y la imposibilidad de acción de las
sociedades secretas en el país, le atrajeron la inquina de
determinados sectores. La oposición, sobre todo la de
tipo liberal jacobino, recrudeció con violencia, comenza-
ron a correr rumores sobre su asesinato y hasta se publi-
có el hecho en periódicos extranjeros, como cosa cierta,
antes de que ocurriese. En su última carta a Pío IX, Gar-
cía Moreno expresaba: “¡Qué dicha para mí ser detesta-
do y calumniado por amor de nuestro Divino Redentor!
Y cuán grande sería mi felicidad si vuestra bendición me
alcanzare del cielo la gracia de derramar mi sangre por
Aquél que, siendo Dios, quiso derramarla por nosotros
en la Cruz.”

160
Asesinato de García Moreno

En mayo de 1875 tuvieron lugar las elecciones presiden-


ciales en las que triunfó abrumadoramente García More-
no, reelecto para un tercer período con mayor votación
que la del plebiscito de 1869. Juan Montalvo, iracundo
y castizo panfletista liberal, al saberlo, editó en Panamá,
enviando los originales desde Ipiales donde vivía auto-
exiliado, su corrosivo folleto La dictadura perpetua que
enardeció a la oposición. En El Tradicionista de Bogotá,
el insigne Miguel Antonio Caro denunció que las logias
habían resuelto matar a García Moreno. De Lima llega-
ron cartas en igual sentido.
La idea del asesinato había sido primeramente insi-
nuada en el propio país por el general Ignacio de Vein-
temilla. Montalvo, en el mencionado panfleto finan-
ciado por el general Eloy Alfaro, sugirió claramente el
crimen como único medio de eliminar al caudillo cató-
lico. La chispa halló eco en un grupo jacobino de Qui-
to, encabezado por el doctor Manuel Polanco, quien
indujo a participar en la conjura a los jóvenes Abelardo
Moncayo y Roberto Andrade. Éstos concertaron tam-
bién a Manuel Ignacio Cornejo Astorga, compañero de
francachelas y amoríos con un grupo de mujeres diso-
lutas, como Eufemia Rubio, Rosario Maldonado y sobre
todo Juana Terrazas, esta última resentida con el sistema
moralizante de García Moreno por haber sido recluida
en el Buen Pastor a causa de su vida airada. Polanco
comprometió para el asesinato al mayor Gregorio Cam-
puzano, al colombiano Faustino Rayo, y en principio,
también a Carlos García, Rafael Delgado y Rogelio Zá-
rate, igualmente colombianos, en vinculaciones con un
guatemalteco de apellido Cortés, sicario recién llegado
de Perú. Posteriormente, valiéndose de la Terrazas, se
comprometió también al comandante Francisco Sán-

161
chez, segundo jefe del batallón Vencedores. A más del
núcleo de conjurados para el crimen, había un amplio
grupo de conspiradores que creía necesaria una revolu-
ción para derrocar a García Moreno, a fin de impedirle
su continuación en el poder, pero que repudiaba la idea
de asesinarle. Se dice que entre esos conspiradores ha-
bía elementos pertenecientes a destacadas familias de
todo el país e incluso personajes vinculados con el pro-
pio gobierno garciano.
Con tales augurios, y por cuanto debía presentarse al
Congreso para dar su informe a la nación y posesionarse
para el nuevo período, el presidente escribió su mensaje.
El 6 de agosto de 1875, primer viernes de mes, cuando
iba García Moreno al Palacio de Gobierno de Quito, fue
asaltado en el atrio de aquel edificio, situado en la Plaza
Mayor, por varios jóvenes conjurados liberales —Fausti-
no Rayo, Abelardo Moncayo, Roberto Andrade y Manuel
Ignacio Cornejo— que acabaron con él a machetazos y
disparos al grito de “¡Muere, tirano!”, “¡Muere jesuita!”.
“¡Dios no muere!” alcanzó a contestar García Moreno al
caer: fueron sus últimas palabras. “¡Mi pluma le mató!”,
exclamó jactanciosamente Montalvo al saber la noticia.
Las últimas frases escritas aquella misma mañana en el
mensaje presidencial que llevaba García Moreno en la
mano y fue recogido ensangrentado, decían: “...La Re-
pública ha gozado de seis años de paz... y ha marchado
resueltamente por la senda del verdadero progreso, bajo
la visible protección de la Providencia... Si he cometido
faltas, os pido perdón mil y mil veces... Si creéis que en
algo he acertado atribuidlo primero a Dios y a la Inma-
culada dispensadora de su misericordia...”
Faustino Rayo, el principal asesino, murió antes que
su víctima de un certero disparo que le hizo un soldado
del mismo batallón comprometido. De los conjurados,
Manuel Ignacio Cornejo y Gregorio Campuzano fueron

162
fusilados como consecuencia del Consejo de Guerra
que se les siguió. Manuel Polanco murió dos años des-
pués, de un balazo, durante una revuelta política contra
Veintemilla que le había permitido salir de la prisión
a defenderle. Francisco Sánchez, en cambio, fue fusi-
lado en 1883 en Montecristi por los revolucionarios al-
faristas con quienes había colaborado como instructor,
los mismos que luego le acusaron de traición. Rober-
to Andrade y Abelardo Moncayo alcanzaron a fugarse
y esconderse: éste en las propiedades de su familia en
Imbabura; aquél, a salto de mata en varios lugares, hasta
que logró salir del Ecuador para vivir en varios países de
América, a veces preso, siempre protegido por ocultos
poderes, ya que ninguna gestión gubernamental logró
obtener su extradición. Tanto Moncayo como Andrade
alcanzaron después altas posiciones durante el régimen
alfarista y, hombres cultos, realizaron importante labor
como publicistas al servicio de su ideología, particular-
mente Roberto Andrade que, dedicado a la historia, es-
cribió varios libros de necesaria lectura, siempre llevado
del prurito de justificar su participación en el drama del
6 de agosto y recargar los matices y la interpretación
contra cuantos, de un modo u otro, estuvieron vincula-
dos con García Moreno, en especial contra Juan José y
Antonio Flores, los jesuitas, etcétera.

Valoración de García Moreno

La muerte de García Moreno conmovió al mundo, par-


ticularmente a los católicos. Para el Ecuador fue rudo
golpe: García Moreno, empero, lo había organizado,
afirmado su personalidad internacional e iniciado la in-
tegración de sus regiones, lo había culturizado y estruc-
turado. Y aunque el odio de algunos sectores y las diatri-

163
bas y aun insultos no han cesado —en tenaz campaña no
sólo en el país sino también en el extranjero—, comenzó
también la exaltación gloriosa de la ilustre víctima.
Ningún ecuatoriano ha merecido los elogios que él
ni ha logrado que su nombre sea más universalmente
conocido. Pío IX le llamó “vengador y mártir del dere-
cho cristiano” y dijo que “murió víctima de su fe y de
su caridad cristiana hacia su Patria”, y contribuyó de su
peculio para levantarle monumento en el Colegio Pío
Latinoamericano de Roma, en el que le llama “defen-
sor de la Iglesia y de la República”. “Fue el campeón
de la Fe Católica... Murió por la Iglesia a manos de los
impíos”, dijo León XIII. Y Pío XII le llamó “gobernan-
te genial, fiel hijo de la Iglesia, mártir de su fe”. Entre
los pensadores españoles, Menéndez y Pelayo le calificó
como “uno de los más nobles tipos de dignidad humana
que en el presente siglo (xix) pueden glorificar nuestra
raza. La República que produjo tal hombre puede ser
pobre, oscura y olvidada, pero con él tiene para vivir
honradamente en la historia”.
Sin embargo, las diatribas contra García Moreno
han sobrepasado también los parámetros usuales. Juan
Montalvo le denostó en vida, pero una vez muerto, al
comparar con los de don Gabriel los métodos de go-
bierno del general Veintemilla, no pudo menos que
elogiarle. Modernamente, el destacado polígrafo ecua-
toriano Benjamín Carrión le ha denominado “el san-
to del patíbulo” en una controvertida biografía donde
acumula millares de dicterios, hasta el extremo de pre-
sentar una monstruosa caricatura del gran hombre, tan
irreal y deformante como la trazan quienes desean pre-
sentarle como un rezador beato, canonizable por sus
devociones, una especie de santón fundamentalista, en
vez de un recio luchador que rindió la vida por sus ideas
y su fe.

164
Guayaquil le ha consagrado sobrio monumento. Ba-
bahoyo le ha erigido otro; bustos suyos se levantan en va-
rias ciudades e instituciones. En Quito, austero obelisco
conmemorativo y severo monumento broncíneo de cuer-
po entero en el Parque de la Basílica del Voto Nacional.
Calles, plazas y entidades llevan su nombre en muchas
urbes y pueblos del Ecuador. El Partido Conservador le
venera como su fundador, arquetipo y mártir. Sus despo-
jos mortales se veneran en la Catedral Metropolitana.
Tuvo el doctor Gabriel García Moreno doce años de
mando: dos como Triunviro —1859 y 1860— y diez como
presidente de la República —de 1861 a 1865 y de 1869
a 1875—, incluso dos breves lapsos como jefe supremo.
En la esfera del poder, cierto que a regañadientes, la
vieja aristocracia terrateniente de sierra y costa tuvo que
sujetarse a su dominio y exigencias pero algunos de sus
miembros no vacilaron en conspirar contra él. El ase-
sinato de García Moreno cegó, más que su vida y los
aspectos negativos de su sistema, el desarrollo progra-
mado, de amplias metas, que había puesto en marcha.
Aquel trágico hecho ayudó a cambiar la etiqueta, pero
no cambió la estructura ni apoyó los poderosos cambios
puestos por él en ejecución, que no fueron continua-
dos, quedaron primero en suspenso, postergados des-
pués y desafortunadamente paralizados al fin.

Período del civilismo liberal catÓlico


o caamañista (1876-1895)

Visión general

Por lo general, en la historia ecuatoriana se llama “pro-


gresista”, al lapso de casi veinte años en que se configu-
ra, asciende al poder, gobierna y desaparece el partido

165
de este nombre, entidad política de transición entre
el conservadorismo garciano y el liberalismo alfarista,
inspirado en la escuela doctrinaria del “liberalismo ca-
tólico” o “conservadorismo progresista”. Su propugna-
dor teórico fue el doctor Antonio Borrero Cortázar y
el grupo de católicos cuencanos opositores de García
Moreno; su campeón práctico, el doctor Antonio Flores
Jijón, hijo del general Juan José Flores, pero el benefi-
ciario resultó ser el doctor José María Plácido Caamaño
y, víctima de la oposición, el doctor Luis Cordero.
Todos ellos llegaron a gobernar: Borrero, menos de
un año, derrocado por el general Ignacio de Veintemilla,
quien domina un largo lapso de siete años con su régi-
men epicúreo, personalista, ribeteado de liberalismo ja-
cobino y militarista (imitador y en cierto modo continua-
dor en varios aspectos de los generales Flores y Urvina);
Caamaño y Flores, cada uno un período constitucional
completo, y Cordero, que no alcanzó a terminar su man-
dato, cuya obligada renuncia dio paso a la Revolución
Liberal acaudillada por el general Alfaro.

El gobierno de Borrero

Sucedió a García Moreno, en el primer momento tras


su asesinato, su ministro de Gobierno Xavier León, por
apenas dos meses, y luego el de Hacienda, Xavier Egui-
guren, asimismo por casi 60 días. Les sucedió, elegido
por el voto popular que el propio don Gabriel había
implantado, uno de sus opositores, Antonio Borrero
Cortázar, el Catón cuencano, adalid del llamado “libera-
lismo católico”, propugnador de una política de “rien-
das de seda” para contrastar el autoritarismo garciano,
que logró aglutinar en torno a su candidatura a todos
los grupos opuestos al mandatario asesinado. Pero Bo-

166
rrero no llegó a consolidar su gobierno pese a sus capa-
cidades, situado en el vórtice de las pugnas partidaristas:
los conservadores le negaban su apoyo, los liberales le
exigían derogar la constitución garciana que, al pose-
sionarse del mando había jurado defender, y los progre-
sistas eran en realidad una minoría todavía no estructu-
rada. Ni siquiera alcanzó a cumplir un año de gobierno
cuando uno de sus jefes militares, el general Ignacio de
Veintemilla le derrocó y gobernó al país como dictador,
presidente constitucional y nuevamente dictador, du-
rante casi un septenio (1876-1883).

El capitán general Ignacio de Veintemilla

Este gobernante es arquetipo del jefe militar ecuatoria-


no encaramado en el poder sin derecho ni razón. Nom-
brado por Borrero jefe militar de Guayaquil a su retorno
al país, luego de haber sido desterrado por García Mo-
reno, se presentó como caudillo liberal, patrocinador
del alzamiento ocurrido en Guayaquil el 8 de septiem-
bre de 1876, apenas una semana después de que escri-
biera al presidente constitucional ofreciéndole lealtad y
apoyo. El gobierno de Borrero se aprestó a defender la
constitucionalidad, pero sus fuerzas fueron vencidas en
los combates de Galte y los Molinos, el presidente fue
apresado, permaneció recluido varios meses y fue por
fin desterrado. El caudillo triunfante se autoascendió a
capitán general y mandó a confeccionar en París sun-
tuoso uniforme constelado de áureas bordaduras.
Con Veintemilla emergieron los primeros atisbos
de la burguesía comercial costeña en función de clase
dominante, a consecuencia de una etapa de bonanza
económica relativa, facilitada por la guerra del Pacífico
entre Chile, Bolivia y Perú, situación que también contri-

167
buyó a consolidar esa pantagruélica dictadura. Todavía
continuó, sin embargo, el dominio indisimulado de la
terratenencia serrana y costeña. Devenido aquel gobier-
no, pasadas sus veleidades doctrinarias de tipo liberal
jacobino, en cesarismo personalista y epicúreo, todos se
unieron para derrocarle, aunque los comerciantes gua-
yaquileños le apoyaron hasta el último minuto.
La larga administración de Veintemilla, que se hizo
nombrar presidente constitucional por una asamblea
ad hoc, pasó sin pena ni gloria, acumulando abusos. En
el primer momento nombró como ministro de Gobier-
no a Pedro Carbo, que había sido acérrimo opositor de
García Moreno so pretexto del Concordato, instrumen-
to quebrantado de inmediato con la iniciación de indi-
simulada persecución a la Iglesia. El arzobispo de Quito
monseñor Checa y Barba alzó su voz de protesta, ratifi-
cando la de otros prelados, pero su palabra fue acallada
en forma por demás terrible y sorpresiva: fue envenena-
do al consumir el cáliz en la ceremonia fúnebre litúrgi-
ca del viernes santo de 1877. La autopsia reveló el uso
de estricnina. El gobierno inculpó a un clérigo malquis-
to con el arzobispo, que a la postre resultó inocente; la
oposición acusó directamente al general Veintemilla. El
gobierno dificultó las investigaciones, el crimen quedó
impune y aunque el proceso penal iniciado no llegó a
concluir, fuertes indicios permitieron señalar como au-
tores y cómplices a conocidos elementos jacobinos vin-
culados al gobierno. Años más tarde, in articulo mortis,
el general Veintemilla, reconciliado con el catolicismo,
manifestó no haber tenido parte en la muerte de mon-
señor Checa, a quien la Iglesia ecuatoriana considera
mártir de la fe y cuya causa de beatificación ha sido in-
troducida en el Vaticano. Poco después murió, también
asesinado, el eminente hombre público doctor Vicente
Piedrahíta, precandidato de los conservadores a la pre-

168
sidencia de la República. El nuevo crimen, cuyo proce-
so de investigación tampoco concluyó, quedó asimismo
impune, e igualmente acusó de él la vindicta pública al
gobierno del general Veintemilla.
Apenas si se señala como obra positiva de este gober-
nante la construcción del Teatro Sucre, inaugurado a
comienzos de la administración que le sucedió. Para
derrocarlo se produjo una transitoria unidad de todos
los sectores políticos, desde los conservadores garcianos
acaudillados por el general Francisco Xavier Salazar,
hasta los liberales radicales que seguían al general Eloy
Alfaro, pero también los progresistas Ramón Borrero,
hermano del ex presidente, los Caamaño y los Flores
Jijón, Antonio el diplomático y Reinaldo el militar. Alfa-
ro, que inicialmente apoyó a Veintemilla, fue nombrado
por éste para supervigilar las obras del ferrocarril ini-
ciado por García Moreno, pero al no obtener ningún
apoyo para que tal obra avanzara, pasó poco a poco a
la oposición: el capitán general le persiguió, apresó y
torturó, por lo que Alfaro se levantó en armas contra él
y participó en la lucha final hasta derrocarle. Carbo, asi-
mismo, fue irradiado por Veintemilla, al igual que Mon-
talvo, que no tardó en lanzar contra él los enherbolados
dardos de su pluma. El general Urvina, en cambio, apo-
yó al dictador en su alzamiento, comandó sus ejércitos
triunfantes, presidió la Asamblea Constituyente que le-
galizó su cuartelazo, se hizo reconocer y pagar los suel-
dos de general de todos sus años de exilio y oposición a
García Moreno y apoyó a Veintemilla hasta el final.
Brotes guerrilleros dispersos se encendieron en todo
el país. Unificadas las fuerzas de la sierra bajo el man-
do del general Salazar, avanzaron triunfantes desde la
frontera con Perú y confluyeron sobre la capital de la
República con otros guerrilleros provenientes del nor-
te. El capitán general se fortaleció en Guayaquil. Qui-

169
to, defendida por la sobrina del dictador, Marietta de
Veintemilla, agraciada y aguerrida amazona adorada
por las tropas que la llamaban “la generalita”, cayó el
10 de enero de 1883, tras ardua lucha, en manos de las
fuerzas “restauradoras” lideradas por el general Francis-
co Xavier Salazar que de inmediato organizó el asalto
al puerto principal. Hacia allá confluyeron también,
desde El Oro, guerrilleros patrocinados por Caamaño, y
las fuerzas “regeneradoras” comandadas por Eloy Alfaro
que se había alzado en armas en Manabí.
Tras la cruenta batalla de Guayaquil, el 9 de julio de
1883, el capitán general fue expulsado del Ecuador. Re-
sistió hasta el fin y antes de marchar se hizo entregar
por la fuerza cuantiosos recursos que decía adeudarle el
Estado. Para entonces habíanse instaurado nuevamente
varios gobiernos seccionales en el Ecuador: en la sierra,
el Provisorio, pentavirato conformado así: general Agus-
tín Guerrero, doctor Luis Cordero, Rafael Pérez Pareja,
doctor Pablo Herrera y José María Plácido Caamaño; en
Guayaquil, Pedro Carbo, proclamado jefe supremo tras
la fuga de Veintemilla; y en Manabí, Eloy Alfaro, tam-
bién proclamado jefe supremo. Los tres gobiernos, tras
la toma de Guayaquil, declinaron sus funciones ante la
nueva Asamblea Constituyente presidida por el general
Salazar.
En esta época llega a su plenitud la obra de Juan
Montalvo como escritor de oposición a la dictadura de
Veintemilla, al que apostrofa en sus célebres Catilina-
rias, donde le presenta como malhechor que cultiva los
siete pecados capitales. Había cobrado fama anterior-
mente con El Cosmopolita y sus panfletos contra García
Moreno, al que combatió desde su exilio voluntario,
fama que rubricaría posteriormente con otros escritos
que le han valido la inmortalidad. Otros dos ambateños
ilustres, coetáneos de aquél, tienen similar nombradía

170
por su obra literaria: el poeta Juan León Mera, polígrafo
insigne, autor entre otras obras del Himno Nacional del
Ecuador y la novela Cumandá, y el historiador doctor
Pedro Fermín Cevallos, ambos fundadores de la Acade-
mia Ecuatoriana de la Lengua, y el segundo de ellos su
primer director.

Los gobiernos progresistas

Tres presidentes se suceden después de Veintemilla: el


ya mencionado doctor José María Plácido Caamaño,
que no obstante haber sido figura secundaria en la lu-
cha contra el capitán general, al que inicialmente apo-
yó, logra captar el poder en su beneficio (1883-1888),
gobierno señalado por varias importantes obras públi-
cas, particularmente la ampliación de la red telegrá-
fica unida al cable submarino que permitió la rápida
comunicación internacional del Ecuador con Norte y
Sudamérica y Europa, pero agitado por las pertinaces
montoneras liberales del general Alfaro, una y otra vez
batidas con inexorable rigor, incluso con el fusilamien-
to de varios jefes como el valiente coronel Luis Vargas
Torres; el también ya nombrado doctor Antonio Flores
Jijón (1888-1892), nacido en el Palacio de Gobierno
a raíz de la instauración de la República del Ecuador,
que hizo un gobierno civilizado y honorable, pacifi-
có el país, fomentó la cultura e hizo posible la más
amplia libertad de imprenta; y el doctor Luis Cordero
Crespo (1892-1895), poeta, botánico, quichuista, gran
patrocinador de la cultura azuaya, hombre pacífico,
que ante el espectro de una nueva guerra civil prefirió
renunciar.

171
Valoración del “progresismo”

El llamado período “progresista” es en realidad el do-


minio del doctor Caamaño, hombre fuerte de aquella
etapa que reinstala el civilismo. Más que gobierno de
la “argolla”, como se le denominó por la profusión de
sus parientes en los altos cargos —defecto combatido
por Alfaro, que les llamaba “la dinastía mastuerzo”,
aunque poco después incurriría en igual tendencia
afectiva hacia sus inmediatos consanguíneos y afines—,
el progresismo fue en verdad el dominio hegemónico
de los terratenientes costeños exportadores de cacao,
ante quienes los serranos cedieron la preponderancia.
En lo ideológico, quiso ser de transición conciliadora
entre el conservadorismo garciano, al que se pretendía
enterrar, y el radicalismo alfarista, al que no se quería
dejar nacer: éste le combatía desde la clandestinidad o
las montoneras; aquél, en la prensa y la opinión. Ha-
bía para entonces cuatro partidos políticos en el país: el
Conservador, erradicado del poder desde 1875, aunque
eventualmente colaboró con el progresismo; el Progre-
sista, usufructuario del poder en toda esta época; el Li-
beral, una fracción del cual se hallaba colaborando con
el régimen, y el Radical, acaudillado por Alfaro, líder de
las montoneras.
El período progresista duró en total 20 años, incluso
los siete de la dictadura militarista, aunque su dominio
efectivo fue de sólo 13, si se tiene en cuenta el breve
lapso (menos de un año) de Borrero, pero más concre-
tamente de 1883 a 1895, año éste en que feneció el “pro-
gresismo” en escandaloso tráfico.
El problema se suscitó por la desventurada compraven-
ta del buque Esmeralda, entre Chile y Japón, transacción
en la que se utilizó indebida y al parecer dolosamente
el pabellón ecuatoriano para disfrazar una negociación

172
chilena contraria al Derecho Internacional. A pesar de
que Cordero no tuvo ninguna responsabilidad personal
en el problema y de que, incluso, al conocerlo procuró
sancionar a quien aparecía como responsable inmedia-
to, lamentablemente miembro prominente de su go-
bierno, el presidente prefirió renunciar, ya que el es-
cándalo, llamado “venta de la bandera” por la oposición
—conservadores garcianos y radicales alfaristas— sirvió
como poderosa arma de agitación política y hasta origi-
nó choques al abortar intentos conspirativos.
El vicepresidente conservador Vicente Lucio Salazar,
a quien le correspondió la sucesión, no pudo consolidar
su gobierno ni estaba en capacidad de hacerlo dados sus
achaques. Tampoco lo consiguieron el presidente del
Senado, doctor Carlos Mateus, ni el de Diputados, doc-
tor Aparicio Ribadeneira, sucesivamente encargados del
poder. Convocadas las elecciones presidenciales para
los primeros días de junio de 1895, fueron abruptamen-
te interrumpidas en Guayaquil el 5 de aquel mes por el
alzamiento que originó la dominación del Partido Libe-
ral Radical en el Ecuador. La administración progresista
había sin embargo permitido al país algunos avances de
relieve, como las ya mencionadas comunicaciones tele-
gráficas y cablegráficas, la divulgación de la enseñanza
artesanal iniciada por García Moreno, el comienzo de
la alfabetización popular, la renovada protección a la
educación primaria, secundaria y universitaria suspen-
dida bajo el gobierno del capitán general, el estímulo
a la labor académica, etc.; pero fue una de sus lacras el
terrible nepotismo en la administración que originó el
despectivo mote de “la argolla” con que fue bautizado
este régimen por la gente del pueblo.
Al comenzar el período “progresista” el ministro del
Interior dio, en 1885, la cifra de 1’004.651 como pobla-
ción del país. En 1889 apareció la Historia del Ecuador

173
del doctor Pedro Fermín Cevallos, cuyos datos sirvieron
desde entonces, durante tres décadas, como base para
todos los cálculos demográficos; señaló una población
de 1’271.861. El doctor Teodoro Wolf, poco más tarde,
aceptó el cómputo y en su Geografía del Ecuador, editada
en Leipzig en 1892, asignó al país, redondeando la cifra,
1’272.000 almas.

La gesta de Vargas Torres, mártir del liberalismo

A lo largo de 1885, siguiendo instrucciones de Alfaro,


las montoneras vuelven a estallar en el Ecuador. Hay
combates en Rocafuerte, Montecristi, Palestina, Gua-
bito, Cerro de Burros, Vinces, Las Cruces (Colimes),
Quevedo, San Antonio (Chone), Esmeraldas, Palenque,
Daule, Balzar, Jipijapa, El Ángel, Yaguachi y Celica. Pero
por esta época, la gran ambición del caudillo radical es
realizar una invasión armada al Ecuador por la provin-
cia de Loja. Para ello confía en el apoyo del presidente
de Perú, general Andrés Avelino Cáceres, y cuenta con
el valor, decisión y empuje del joven coronel Luis Vargas
Torres, expatriado como él en Lima.
Este valiente partidario de la causa liberal había na-
cido en Esmeraldas en 1855 y se había educado en el
Seminario de Quito. Muy joven se dedicó a los negocios
en Guayaquil y allí se vinculó con sectores radicales del
liberalismo jacobino. Cuando Alfaro comienza a organi-
zar en Panamá la lucha contra Veintemilla, Vargas To-
rres liquida su negocio, viaja para unirse con él y le fa-
cilita dinero para la empresa. En 1883 está de vuelta en
Esmeraldas, subleva a la ciudad y llama a Alfaro, a quien
acompaña fielmente en toda la campaña de 1883 contra
la dictadura. Toma parte en el asalto a Guayaquil del 9
de julio, Alfaro le concede como jefe supremo el grado

174
de coronel efectivo. Posteriormente Vargas Torres con-
curre a la Convención Nacional como diputado y allí
es reconocido su grado militar junto con los de otros
jefes liberales. Cuando Alfaro comienza a organizar la
revolución de 1884, el coronel Vargas viaja de nuevo a
Panamá, aporta todos sus haberes militares y toma par-
te activa en ella. Derrotados, Vargas Torres queda cu-
briendo la retirada de Alfaro cuando éste huye hacia
Colombia. Luego viaja a Lima y allí se le reúne poco
después don Eloy, su jefe. Hombre lleno de talento, es-
píritu heroico, decisión y virilidad, Vargas Torres había
perdido, sin embargo, la fe cristiana y, aunque deísta,
llegó a profesar un virulento sectarismo antirreligioso
y anticlerical. En la capital peruana, en fin, se afilió a
la masonería en la Logia Orden y Libertad, puesto que
por entonces —y hasta 1944— los talleres ecuatorianos
dependían de los de Perú.
Cuando Alfaro le propone dirigir la invasión al Ecua-
dor, Vargas Torres acepta gustoso y sale hacia la fron-
tera. En Piura pasa cinco días preso por gestiones del
general Francisco Xavier Salazar, plenipotenciario del
Ecuador en Lima. Recobrada su libertad, cruza la línea
fronteriza, llega a Catacocha el 18 de noviembre de 1886
y proclama en seguida la Jefatura Suprema del general
Eloy Alfaro. El 2 de diciembre asalta Loja en ataque sor-
presivo y audaz a las cinco de la mañana, que después
de tres horas y media de combate culmina con el triunfo
de los revolucionarios. Sin embargo, cinco días después,
el 7, el coronel Antonio Vega Muñoz, con 200 hombres,
reconquista Loja para el gobierno constitucional presi-
dido por Caamaño. Vargas Torres cae prisionero y con
él 26 oficiales y 46 soldados, luego de un combate de
cinco horas.
Al punto son llevados los prisioneros a Cuenca, donde
actúa como comandante de la plaza el coronel y doctor

175
Alberto Muñoz Vernaza. El 4 de enero de 1887 se ins-
tala el consejo de guerra para juzgar a los prisioneros.
Nombran éstos a sus defensores a excepción de Vargas
Torres, por lo que debía el tribunal nombrar defensor
de oficio, pero no lo hace. El joven jefe cautivo, gallar-
damente, hace su propia defensa acusando al gobierno
y exponiendo los puntos de vista de su partido. Los abo-
gados de los otros acusados piden la postergación de la
audiencia por no haber dispuesto sino de 14 horas para
organizar la defensa; señalan la irregularidad de la ac-
tuación del coronel Farfán como vocal del tribunal y re-
cusan a otros tres vocales, aduciendo en resumen cinco
irregularidades, suficientes para anular el juicio, pero
el auditor de guerra rechaza el pedido de postergar la
audiencia, que prosigue sin que haya pronunciamiento
sobre las irregularidades.
Al fin del sumarísimo y controvertido proceso, el
tribunal condenó a muerte a Vargas Torres y sus ofi-
ciales Pedro José Cavero, Jacinto Nevárez y Filomeno
Pesántez, y de entre los soldados a uno, sorteado al
azar, mala suerte que recayó en Manuel Piñeiros. No
hubo unanimidad en la votación de los vocales: uno de
ellos, el mayor Mariano Vidal, se pronunció contra la
pena de muerte por estar prohibida en la Constitución
de 1884; pero los otros seis vocales, de los cuales tres
habían sido recusados y uno estaba impedido, votaron
porque se aplicara la pena de muerte prevista en el
Art. 117 del Código Militar que debía haber sido re-
formado para ponerlo de acuerdo con la Carta Fun-
damental.
Los demás condenados solicitaron al presidente Ca-
amaño la conmutación de la pena, pero Vargas Torres
se negó a pedir esa gracia. “Siempre he creído indigno
de un hombre —dijo— implorar el perdón del enemi-
go.” Dos abogados suscribieron entonces esa solicitud

176
sin que él lo supiera. En el consejo de guerra el general
Sarasti, ministro de Guerra, se pronunció contra la eje-
cución de Vargas Torres, pero aquel organismo sólo se
pronunció favorablemente respecto a los condenados
Pesántez y Piñeiros, mas no de Vargas Torres, Cavero y
Nevárez. Posteriormente extendió también su pronun-
ciamiento a favor de estos últimos, por lo que la pena de
muerte quedó sentenciada sólo para el coronel esmeral-
deño. El 2 de marzo el presidente Caamaño conmutó la
pena de muerte de los cuatro condenados y dispuso el
fusilamiento de Vargas Torres.
Éste, desde su prisión, escribió serenas cartas a su ma-
dre, firme eso sí en sus ideas políticas. Reacio a solicitar
gracia personalmente, los doctores Luis Cordero y Ra-
fael Arízaga obtuvieron al fin el 11 de marzo que firma-
ra un escrito: lamentablemente Muñoz Vernaza, coman-
dante militar de Cuenca, demoró el envío a Quito de esa
solicitud hasta el 18. Mientras tanto se había preparado
el 16 la fuga de Vargas Torres; en efecto, escapó él hasta
la calle, pero volvió sobre sus pasos para no abandonar
a sus compañeros presos. El 16 se trasladó al prisionero
desde el cuartel del Batallón núm. 3 al de la columna
Azuay, y el 20 de marzo de 1887, a las 6:40 horas, fue
fusilado en la Plaza Mayor de Cuenca. Tenía 32 años. No
accedió a confesarse. La víspera había escrito la última
carta a su madre y un mensaje para la posteridad, Al
borde de mi tumba, que terminaba diciendo: “Quiera Dios
que el calor de mi sangre que se derramará en el patí-
bulo enardezca el corazón de los buenos ecuatorianos y
salven a nuestro pueblo.” Poco antes de morir, tranquilo
y seguro de sí mismo, saludó con su sombrero jipijapa a
sus compañeros de prisión que le miraban con lágrimas
en los ojos desde la ventana de una celda. Murió como
un valiente, de frente, a pie firme, sin aceptar que le
vendaran los ojos.

177
La solicitud que había firmado llegó a manos de Ca-
amaño después del 19, pero el propio 18 el coronel
Muñoz Vernaza le avisó telegráficamente el envío. Nada
resolvió sin embargo el presidente, quizá porque el 19
festejaba su onomástico. El doctor Miguel Moreno, hu-
manitariamente, enterró el cadáver de aquel héroe en
la quebrada de Supayhuayco, junto al cementerio de
Cuenca.
La gallarda figura de Vargas Torres no puede sino
sobrecogernos y admirarnos. Es un auténtico mártir de
sus ideas, su quijotismo, su empecinamiento. No dio su
brazo a torcer. No claudicó. Que aquel Dios en quien
creía haya sido misericordioso con él.

La Iglesia ecuatoriana en el siglo xix

Durante el siglo xix la Iglesia ecuatoriana estuvo go-


bernada por notables prelados, varios de ellos varones
eminentes en saber, ciencia y virtud, que conocieron en
sus relaciones con el poder político diversos regímenes
sucesivos, desde el Patronato regio español al comenzar
la centuria, que aherrojaba a la Iglesia so pretexto de
protegerla, hasta la persecución religiosa al finalizar el
siglo. A raíz de la Independencia los nuevos Estados re-
publicanos, y entre ellos la Gran Colombia, se conside-
raron sucesores del Patronato, lo que dio lugar a no po-
cos conflictos, pero Bolívar impuso el respeto a la Iglesia
y procuró restablecer y mantener la armonía con ella,
lo que le valió su apoyo irrestricto; abolió la enseñanza
del utilitarismo de Bentham; prohibió las sociedades se-
cretas y afrontó las embestidas de varios líderes afiliados
a éstas, en especial la poderosa conspiración que casi
acaba con su vida en la noche septembrina y que logró
asesinar a Sucre en Berruecos.

178
Al instaurarse el Ecuador una vez disuelta la Gran
Colombia, el régimen de patronato continuó durante
las primeras décadas, de manera que el poder público,
sea el ejecutivo e incluso el legislativo, se atribuyeron
la facultad de designar las altas autoridades eclesiásti-
cas y de inmiscuirse, a veces, hasta en asuntos nimios.
García Moreno prefirió llegar a un acuerdo con la Igle-
sia y, en efecto, negoció el primer Concordato, apro-
bado luego por el Congreso. Roto dicho instrumento
por la primera dictadura del general Veintemilla, éste,
luego de un breve período de persecución religio-
sa, negoció el segundo Concordato, vigente hasta el
advenimiento del radicalismo liberal. Alfaro intentó
al comienzo restaurar el antiguo regalismo, pero im-
puso luego el divorcio total entre los dos poderes, el
eclesiástico y el civil, fuente de terribles luchas, pues
el Estado pretendió subyugar a la Iglesia e incluso la per-
siguió, con grave quebranto de la paz social y la justicia.
La diócesis de Quito estuvo gobernada en las primeras
décadas del siglo xix por los siguientes prelados: doc-
tor José Cuero y Caicedo (1800-1812), a quien le tocó
también ejercer el poder político como presidente del
Estado de Quito, pero fue depuesto por el general Mon-
tes, en ejercicio del Patronato, a causa de su fervorosa
adhesión a la independencia; doctor Miguel González,
que no llegó a posesionarse; doctor Leonardo Santan-
der y Villavicencio (1817-1822), adicto a la monarquía
española, que prefirió regresar a España a raíz del triun-
fo patriota en Pichincha; doctor Rafael Lasso de la Vega
(1828-1831), amigo personal de Bolívar; doctor Nicolás
Joaquín de Arteta y Calisto (1833-1849), a quien le co-
rrespondió asumir el cambio de diócesis a arquidiócesis.
En efecto, el 13 de enero de 1849 la diócesis de Qui-
to, hasta entonces sufragánea de Lima, fue erigida en
arzobispado por bula de Pío IX, tras reiterados pedidos

179
a la Santa Sede, que finalmente ratificó la creación de la
arquidiócesis de Quito hecha por el Congreso de 1847.
Primer arzobispo fue el mismo señor Arteta (1849). Le
sucedieron: doctor Francisco Javier de Garaycoa (1851-
1859); doctor José María Riofrío (1861-1865); fray José
María Yerovi, franciscano (1866-1867), varón de egregias
y heroicas virtudes que le concitaron, junto con su breve
gobierno de la arquidiócesis, el amor y admiración de to-
dos los sectores sociales, según lo demostraron su sepelio
y los testimonios de García Moreno y Montalvo y cuya
causa de beatificación avanza en Roma; doctor José Ig-
nacio Checa y Barba (1868-1877), uno de los padres del
Concilio Vaticano I, insigne promotor de la consagra-
ción del Ecuador al Corazón de Jesús, opositor y críti-
co del liberalismo, quien murió al celebrar la misa de
Viernes Santo, envenenado por mano criminal y sacrí-
lega durante la dictadura del general Veintemilla; doc-
tor José Ignacio Ordóñez (1877-1893), negociador del
Concordato en tiempos de García Moreno, con quien
colaboró estrechamente, promotor del I Congreso Eu-
carístico Nacional en Quito, firme opositor doctrinario
del liberalismo, de acuerdo con las enseñanzas al res-
pecto de los sumos pontífices romanos, y víctima de las
virulentas diatribas de Juan Montalvo que escribió con-
tra él la Mercurial eclesiástica; y monseñor Pedro Rafael
González y Calisto (1893-1904), llamado “el arzobispo
del Corazón de Jesús” por haber sido uno de los prin-
cipales promotores de la consagración del Ecuador a
esta advocación y divulgado su culto, notable orador sa-
grado, bondadoso de carácter, a quien le correspondió
afrontar con prudencia y energía simultáneas las embes-
tidas de la Revolución radical, de signo jacobino, y la
persecución religiosa que ella desató, incluso el asalto
al Palacio Arzobispal, la parodia de su fusilamiento, el
empastelamiento de la imprenta de la curia y el saqueo

180
e incendio parcial de la biblioteca y el archivo episcopa-
les; fue uno de los padres del Concilio Pío Latinoame-
ricano celebrado en Roma al terminar el siglo, una de
cuyas sesiones presidió.
El obispado de Cuenca fue establecido por Clemente XIII
a pedido de Carlos III, como sufragáneo de Lima al
igual que el de Quito, del que se le desmembró. Que-
dó formalmente erigido en 1799 con jurisdicción sobre
Cuenca, Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí.
Fue su primer obispo don José Carrión y Marfil y para
sucederle fueron nombrados estos prelados: doctor José
Cuero y Caicedo, que no llegó a posesionarse por haber
sido de inmediato promovido a la diócesis de Quito;
doctor Francisco Javier Lafita y Carrión, que falleció en
1804 asimismo sin posesionarse de su silla; doctor An-
drés Quintián Ponte (1807-1813), uno de los fervorosos
jefes de la reacción monárquica contra la Revolución
de Quito; doctor José Ignacio Cortázar Lavayen (1815-
1818); doctor Calixto Miranda y doctor Pedro Antonio
Torres que no se posesionaron; fray José Manuel Plaza
(1848-1853); doctor Remigio Estévez de Toral (1861-
1883), verdadero organizador de la diócesis, auténtico
promotor de civilización y mecenas de la cultura en
Cuenca, crítico de los excesos de García Moreno que
intentó su descalificación en Roma sin lograrla, y termi-
nó por admitir la saludable influencia de este prelado,
que protegió en sus comienzos a González Suárez y le
animó a escribir su Historia general del Ecuador; y doctor
Miguel León Garrido (1885-1890), que inició la cons-
trucción de la monumental Catedral Nueva.
A petición del presidente Rocafuerte, Gregorio XVI
creó el obispado de Guayaquil desmembrándolo de la dió-
cesis de Cuenca, por bula del 4 de febrero de 1838 que
confirmó su erección por el Congreso, en ejercicio del
patronato, en 1837. Fue designado primer obispo el doc-

181
tor Francisco Javier Garaycoa (1838-1851), luego preco-
nizado arzobispo de Quito. Le sucedieron: doctor José
Tomás de Aguirre y Anzoátegui (1861-1868); doctor José
Antonio Lizarzaburu y Borja, jesuita (1870-1877), quien
al parecer también murió envenenado durante la dicta-
dura del general Veintemilla, y monseñor Roberto María
del Pozo Marín, igualmente jesuita (1884-1888).
Durante los gobiernos de García Moreno la Santa
Sede creó nuevas dignidades y circunscripciones episco-
pales para el Ecuador, todas sufragáneas del arzobispa-
do de Quito: en 1865, la diócesis bolivarense con sede en
Riobamba, en la que se destaca el enérgico y combativo
obispo monseñor Arsenio Andrade, y las de Ibarra y Loja;
así como, en 1869, la diócesis de Portoviejo, cuyo dinámico
y progresista obispo, el alemán monseñor Schumacker,
había de ser uno de los más enérgicos opositores de la
triunfante Revolución radical que le obligó a salir del
Ecuador.
En los períodos a veces largos en que carecieron de
obispo tanto la arquidiócesis de Quito como la diócesis
de Guayaquil pero sobre todo la de Cuenca por demo-
rarse su designación, o porque no llegaron a posesio-
narse los nombrados, o simplemente por interinazgos
entre un prelado y su sucesor, las gobernaron sendos
vicarios, todos notables, cuya enumeración sería larga.
Varios ecuatorianos de admirables virtudes, muertos
en olor de santidad, iluminan con su apostolado social
el siglo xix, entre ellos el arzobispo fray José María Ye-
rovi (1819-Quito-1867); sor Mercedes de Jesús Molina
(Baba,1828-Riobamba, 1883), fundadora de la Congre-
gación de Marianitas, beatificada por S. S. Juan Pablo II
en Guayaquil en 1984; el arzobispo José Ignacio Checa
y Barba (1829-Quito-1877); Narcisa de Jesús Martillo
Morán (Nobol, 1833-Lima, 1869) también beatificada
por Juan Pablo II en Roma en 1992; doctor Julio María

182
Matovelle (1852-Cuenca-1929), sacerdote fundador de
la Congregación de Oblatos; Francisco Febres Corde-
ro, llamado Hermano Miguel de las Escuelas Cristianas
(Cuenca,1854-Premiá del Mar, España, 1910), catequis-
ta, educador y académico, beatificado por Paulo VI
en Roma en 1977 y canonizado por Juan Pablo II en
1984; Zoila Rosa Salvador González (1855-Quito-1895)
y Rafaela de Veintemilla, hermana del dictador, que le
acompaña a Lima, donde vive y muere santamente.

Período del militarismo liberal radical


o alfarista (1895-1912)

Visión general

El caudillo liberal general Eloy Alfaro fue la figura


dominante hasta que murió asesinado. De retorno al
país tras largos años de exilio, logró a partir del pro-
nunciamiento del 5 de junio de 1895 imponer el mo-
nopolio político del Partido Liberal Radical, no sin
sangre, pues ante la resistencia conservadora se desa-
tó una verdadera y sangrienta guerra civil con varias
campañas militares que terminó con la derrota en los
campos de batalla de los defensores del Partido Con-
servador.
Alfaro llevó a cabo en la República la única auténtica
revolución, aparte de la independentista, en el sentido
de transformación profunda, polémica y sangrienta, dis-
cutido cambio doctrinario que liquidó al Partido Pro-
gresista e intentó también, sin lograrlo, hacer lo propio
con los conservadores. La Revolución Liberal significó
ruptura entre la Iglesia y el Estado; confiscación de los
bienes eclesiásticos; abolición del catolicismo como reli-
gión estatal; prohibición absoluta de las manifestaciones

183
religiosas públicas; efectiva supresión de los derechos
civiles y políticos para clérigos y monjas; monopolio,
rígidamente impuesto, de la educación laica estatal en
el sentido de no poder enseñarse la doctrina cristiana
ni ser profesores los religiosos en los establecimientos
oficiales, sistema que pronto degeneró en rabioso sec-
tarismo anticatólico; prohibición de la ayuda guberna-
mental a los establecimientos educativos particulares y
sujeción de los mismos a la férula de los colegios oficia-
les; secularización de los cementerios; matrimonio civil
y subordinación a éste de los matrimonios religiosos;
registro civil y subordinación al mismo de bautismos,
matrimonios y defunciones; divorcio.
Como contrapartida se debe a la Revolución Liberal
la consolidación definitiva de libertades y garantías ciu-
dadanas que ya habían sido reconocidas paulatinamen-
te en el proceso de la evolución jurídica del Ecuador,
sobre todo la irreversible abolición de la pena de muer-
te para todo delito, lo que no sirvió de impedimento
para que el propio general Alfaro la aplicara; la termi-
nación del ferrocarril Guayaquil-Quito que dinamizó
la integración del país, el comercio, la agricultura y el
intercambio de ideas; la fundación de varios institutos
de educación; preocupación por el indio; apertura de
posibilidades de trabajo para la mujer y el vigoroso in-
tento de unidad nacional en 1910 frente al Perú, época
en la cual brilla, además, el genio de monseñor Gonzá-
lez Suárez, eminente historiador, orador sagrado y pole-
mista, cuyas obras, acción y personalidad ocupan lugar
propio y sobresaliente en la historia.
Además de Alfaro, en sus dos administraciones (1895-
1901 y 1906-1911) gobernaron en este período, no siem-
pre de acuerdo con él y al final abiertamente en contra,
pero en todo momento a nombre del Partido Liberal Ra-
dical, el general Leonidas Plaza Gutiérrez en su prime-

184
ra administración (1901-1905); Lizardo García, que fue
derrocado por Alfaro a los cuatro meses; Carlos Freile
Zaldumbide, en un primer interinazgo; Emilio Estrada
(1911), que murió a poco, y el mismo Freile Zaldumbi-
de, en un segundo interinazgo.

Antecedentes del general Alfaro

El general Eloy Alfaro, afamado político, guerrillero y


militar ecuatoriano, dos veces presidente de la Repúbli-
ca, nace en Montecristi (provincia de Manabí) el 15 de
junio de 1842, quinto entre ocho hijos del acomodado
comerciante español Manuel Alfaro y la criolla Natividad
Delgado. Precozmente se manifiestan sus características
de jefe nato, capitán de una pandilla juvenil que forzada
a huir a la selva, derrota a la policía. Aún adolescente,
viaja por comercio al Perú, Colombia, Centroamérica y
el Caribe vendiendo los famosos jipijapas, sombreros de
paja toquilla. A su regreso maneja las propiedades agrí-
colas y pecuarias de su padre. Inicialmente admirador
de García Moreno, en 1864 vuelve al Perú, ya agente
confidencial del liberalismo, a entrevistarse con el ex
presidente Urvina. De vuelta a Manabí, el gobernador
de la provincia, general Salazar, ordena su captura. El 5
de junio de ese año, Alfaro con un grupo de partidarios
asalta cerca de Montecristi un destacamento y apresa al
gobernador Salazar obligándole a garantizarles la vida
para escapar a Panamá.
En el istmo, joven aún de 22 años, se afilia a la ma-
sonería, pasa a San Salvador, viaja a Perú. Al regresar a
Manabí en 1865 es apresado por sospechoso pero lue-
go puesto en libertad, a raíz del combate de Jambelí en
el que García Moreno aniquila a Urvina; va entonces a
Guayaquil y se embarca de nuevo para Panamá. Dedi-

185
cado a los negocios, Alfaro hace allí una gran fortuna.
Desde 1869 protege económicamente a Montalvo y sub-
venciona sus publicaciones; cumple al propio tiempo sus
deberes de familia educando a sus hermanos, ayudando
a su anciano padre y, sobre todo, protegiendo a su ma-
dre, a la que idolatra. Entre 1870 y 1871 Alfaro finan-
cia desde Panamá un alzamiento en Montecristi contra
García Moreno. En 1872 contrae matrimonio con doña
Ana Paredes Arosemena, rica y noble dama panameña,
de la que vive enamorado y le da nueve hijos. En 1874
financia la publicación en Panamá del panfleto de Mon-
talvo La dictadura perpetua, que impulsa a los jóvenes ra-
dicales de Quito al asesinato de García Moreno el 6 de
agosto de 1875.

Conspiraciones y montoneras de Alfaro

Vuelve Alfaro al Ecuador en 1876 bajo el gobierno del


doctor Borrero, y en mayo planea un golpe revolucio-
nario en Guayaquil: descubierto, huye a Panamá. Pron-
to regresa, al amparo de la lenidad de Borrero, contra
quien no tarda en conspirar. Su hermano Marcos dirige
El Popular, periódico terriblemente anticatólico que es
prohibido por los obispos. El 8 de septiembre de 1876
el general Veintemilla derroca a Borrero y nombra a Al-
faro jefe político de Portoviejo; luego le hace deposita-
rio del Ferrocarril del Sur que había comenzado García
Moreno; combate en Galte como ayudante del dictador,
y el 26 de diciembre entra a Quito con Veintemilla,
que luego se niega a pagarle sus sueldos como coronel.
Desde entonces Alfaro comienza a combatirle. Viaja
poco después a Panamá para visitar a su familia y por
negocios. Vuelve en abril de 1878 y torna a conspirar.
Veintemilla ordena su prisión pero Alfaro escapa otra

186
vez al istmo. En agosto regresa clandestinamente; es
descubierto, reducido a prisión y encerrado con grillos
quintaleros en el cuartel de artillería de Guayaquil, pese
a lo cual prepara un golpe en favor del doctor Antonio
Flores. El dictador descubre el intento, hace flagelar a
los comprometidos y reduce a Alfaro al “infiernillo”. El
3 de marzo de 1879 Alfaro logra la libertad, gracias a
las gestiones del cónsul de Panamá, comprometiéndose
a no combatir al gobierno: sale casi en brazos del cala-
bozo, tal era su lastimero estado físico por el rigor de la
prisión, y vuelve a Panamá.
En 1880, guerrillero pertinaz, acaudilla nuevas mon-
toneras contra el dictador, lo mismo que en 1882. Y al
fin en 1883, desde Esmeraldas, como jefe supremo, hace
la campaña “regeneradora” que culmina con la toma de
Guayaquil, el 9 de julio, conjuntamente con las fuerzas
“restauradoras” acaudilladas por los conservadores de la
sierra a las órdenes del general Salazar. La lucha contra
la dictadura de Veintemilla había aglutinado transito-
riamente a los más extremos sectores del Ecuador. La
Asamblea Constituyente reunida entonces le reconoce
grado y sueldos de general. Candidato a la presidencia
de la República en las inmediatas elecciones indirectas,
pierde frente a José María Plácido Caamaño.
Al día siguiente el general Alfaro reinicia guerrillas
contra el presidente constitucional. Éste las reprime
con mano dura y fusila a varios lugartenientes del jefe
radical, entre ellos el coronel Luis Vargas Torres. Alfa-
ro asalta en uno de aquellos episodios el vapor Huacho,
donde hace una carnicería impresionante, pero al fin es
derrotado en Jaramijó, huye a Colombia y desde enton-
ces peregrina como exiliado político por toda América
del Sur y del Norte, inclusive Estados Unidos, acogido
con frecuencia por los gobiernos de signo liberal y por
las logias que le protegen y ayudan, al extremo de sus-

187
cribir un convenio de recíproca asistencia masónica, el
Pacto de Amapala.

Alfaro es llamado al Ecuador (5 de junio de 1895)

Radicado en Managua, Nicaragua, recibe allí la noticia


del pronunciamiento del 5 de junio de 1895 en Gua-
yaquil, con el que se puso fin al “progresismo”. Tenía
entonces el general Alfaro 53 años de edad y fue llama-
do al Ecuador para hacerse cargo, como jefe supremo,
del gobierno revolucionario. Guayaquil le recibió apo-
teósicamente el 19 de junio; llegó manifestando que se
proponía “acabar con la teocracia” en nombre del Parti-
do Liberal, declaró vigente la constitución de Veintemi-
lla, abolió los títulos protocolarios y nombró su primer
gabinete. De inmediato organizó el ejército para abrir
operaciones contra el gobierno constitucional que do-
minaba la sierra, del cual se había hecho cargo el doctor
Vicente Lucio Salazar.
La guerra civil que así se inició fue larga y violenta.
Algunos triunfos constitucionalistas en Paluguillo, Loja
y Azogues fueron pronto superados por los sangrientos
combates de San Miguel de Chimbo y Gatazo, donde
vencieron a la postre las fuerzas de Alfaro. De nada va-
lió un nuevo triunfo del gobierno constitucional en el
Socavón de Ambato: el régimen de Salazar se desmoro-
nó rápidamente y aun cuando le reemplazó, primero
el doctor Carlos Mateus, y luego el doctor Aparicio Ri-
badeneira, este último no tuvo al fin más remedio que
abandonar Quito, en éxodo hacia la frontera con Co-
lombia. El 24 de septiembre de 1895 el general Eloy Al-
faro hizo su entrada en la capital de la República, donde
fue recibido con frialdad general. La campaña del sur
que culminó con la toma de Cuenca por las fuerzas libe-

188
rales, tras la sangrienta batalla de Girón; y la campaña
del norte, asimismo, tras los combates de Caranqui, Ta-
huando y Chapués, consolidaron el dominio definitivo
del gobierno de Alfaro.

Primera administración del general Alfaro

Uno de los decretos del jefe supremo general Alfaro


fue convocar elecciones para una Asamblea Constitu-
yente que, reunida inicialmente en Guayaquil y luego
en Quito, consagró la Carta Fundamental de 1896, no
muy diferente de las anteriores, aunque se suprime la
tradicional invocación a Dios y se deroga el Concordato
con la Santa Sede. Para implantarse el régimen liberal,
dada la pugna doctrinaria que despierta su anticlerica-
lismo frente a los sentimientos de la militancia católica
de la mayoría, se ve obligado a aplicar mano rigurosa,
lo que origina gravísimos atropellos, arbitrariedades e
incluso crímenes, como el asesinato a mansalva del no-
table periodista conservador Víctor León Vivar. El auge
e influencia de la fraternidad masónica se vuelven evi-
dentes. Se desata en forma sistemática la persecución a
la Iglesia católica; varios sacerdotes son encarcelados; se
persigue y destierra a comunidades religiosas, canóni-
gos e incluso obispos; el Palacio Arzobispal de Quito es
asaltado por tropas liberales que incineran biblioteca y
archivos e injurian a monseñor González y Calisto, lla-
mado “el arzobispo del Corazón de Jesús”: la grave ofen-
sa culmina con una parodia de fusilamiento del prelado
en medio de las burlas de la soldadesca. En Riobamba,
por último, se producen escenas grotescas y sacrílegas
al ser asaltado durante un combate el convento e igle-
sia de los jesuitas, asesinado el padre Emilio Moscoso
y profanado el sagrario. Los periódicos opositores son

189
clausurados, sus redactores perseguidos y las imprentas
empasteladas.
Ante tales acontecimientos, no tardan en levantarse
las guerrillas conservadoras en todo el país. El régimen
liberal se ve gravemente amenazado y se emplea a fondo
para eliminar los focos de insurreción: en mayo de 1896
se produce el combate de Las Cabras en el Carchi; del 8
de agosto al 15 de julio se libran verdaderas batallas en
Huerta Redonda, Cicalpa, Pangor, Cancahuán, Colum-
be, Chambo y Químiac en el centro de la República, en
las cuales vencen ocasionalmente las fuerzas insurgen-
tes; el 5 de julio cae Cuenca en manos del general Vega
Muñoz, prestigioso jefe conservador. El propio Alfaro se
ve obligado a salir nuevamente en campaña; sus lugar-
tenientes combaten durante todo el mes de agosto en
Píllaro, Huapante, Daldal, Patate y Baños aniquilando
paulatinamente las guerrillas; y él mismo reconquista
Cuenca el 23 de agosto. En 1898 hubo un nuevo alza-
miento de las montoneras conservadoras antialfaristas
que, a pesar de algunos éxitos, fueron exterminadas tras
los combates de Taya, Píllaro, Baños, Huambaló, Guan-
goloma, Agualongo, Sangolquí y Sanancajas. A los ven-
cidos en Taya las tropas de Alfaro, en acto de ferocidad,
mutilaron las orejas.

Siglo xx

Segunda administración alfarista

Elegido desde 1896 presidente constitucional de la Re-


pública el general Alfaro gobernó hasta 1901. Consin-
tió entonces en que le sucediera uno de sus generales,
Leonidas Plaza Gutiérrez, manabita como él, que ape-
nas posesionado del mando demostró estar resuelto a

190
gobernar sin tutela alguna. Se inició así una sorda lu-
cha política entre bandos del liberalismo que habría
de culminar con la desaparición del Viejo Luchador. A
Plaza le sucedió en 1905 Lizardo García, antiguo liberal
bien conocido de Alfaro, que no aprobó su elección.
Don Lizardo fue derrocado el 1º de enero de 1906 por
el propio general Alfaro, proclamado jefe supremo en
Riobamba. Las fuerzas constitucionalistas, comandadas
por el coronel Tomás Larrea, fueron derrotadas en El
Chasqui (Nudo de Tiopullo). Convocada una nueva
Constituyente, ésta dictó la segunda constitución alfaris-
ta, en la que se implantaron las definitivas reformas de
signo liberal: laicismo estatal, educativo y de la familia;
separación de la Iglesia y el Estado; libertad de cultos
(restringida al punto para los católicos). Decretos sobre
confiscación de bienes eclesiásticos y divorcio consen-
sual completaron el cuadro de reformas, todas ellas
matizadas por expresiones y actitudes de tipo jacobino
extremista, o por lo menos de corte positivista.
La Asamblea designó al general Alfaro como presi-
dente constitucional para un segundo período que se
vio ensombrecido por el asesinato de dos adversarios: los
generales Antonio Vega Muñoz y Emilio María Terán, el
primero conservador y el segundo liberal, comprometi-
dos, cada uno por su lado, en conspiraciones contra el
viejo caudillo. La oposición al placismo había concitado
para entonces un gran resentimiento contra Alfaro, quien
al subir nuevamente al poder reimplantó su sistema de
represión sangrienta. Hubo motines contra el gobierno
debelados a sangre y fuego, incluso mediante fusilamien-
tos prohibidos por la Constitución. Una manifestación
de estudiantes, el 25 de abril de 1907, culminó en dolo-
rosa masacre. La terminación del ferrocarril Guayaquil-
Quito, colosal obra comenzada por García Moreno que
redime el nombre de Alfaro, y la celebración del primer

191
centenario del 10 de agosto de 1809 restablecieron el
prestigio del ya anciano jefe, quien además logró unos
instantes de unidad interna ante la emergencia interna-
cional de 1910 frente al Perú, en la cual movilizó a la
nación para defender el patrimonio territorial, aunque
felizmente no se llegó a quebrantar la paz.

Caída de Alfaro, nuevos exilio y retorno, guerra civil

En agosto de 1911 un alzamiento obligó al presidente


Alfaro a renunciar y partir al exilio en Panamá. Fue re-
emplazado por Carlos Freile Zaldumbide, primero, y
por Emilio Estrada, después, éste como presidente cons-
titucional, ambos del bando placista. El nuevo gobier-
no, empero, no duró por el inesperado fallecimiento de
Estrada. Es entonces cuando Alfaro, septuagenario ya,
vuelve desde el istmo a Guayaquil, donde había dado
un golpe militar su partidario, general Pedro J. Monte-
ro, “el tigre de Bulubulu”. La guerra civil se enciende
nuevamente, esta vez entre los dos poderosos bandos
liberales: el alfarismo y el placismo.
Las fuerzas constitucionalistas puestas por Freile Zal-
dumbide al mando del general Plaza, logran vencer en
los tristemente célebres combates de Huigra, Naranjito
y Yaguachi, en los que se emplearon las modernas armas
adquiridas en 1910 por el mismo Alfaro para la defensa
nacional. La mortandad de esos combates fue enorme,
imputada por los vencedores a Alfaro, que cayó prisio-
nero con sus principales tenientes, no sin celebrar una
capitulación, afianzada por el cuerpo consular acredita-
do en Guayaquil que les otorgaba garantías. Pese a ello,
violando la palabra empeñada, los triunfadores inicia-
ron en el puerto un consejo de guerra contra el general
Montero, condenado a reclusión mayor extraordinaria

192
tras un juicio sumarísimo e irregular, pero victimado al
punto por turbas exaltadas, que mutilaron sus despojos
en una orgía frenética.

Asesinato del general Eloy Alfaro y sus lugartenientes

Encabezados por el general Eloy Alfaro, el resto de los


jefes vencidos, entre ellos los generales Medardo y Fla-
vio Alfaro, hermano y sobrino de aquél, respectivamen-
te; los generales Manuel Serrano y Ulpiano Páez, y el
coronel Luciano Coral, periodista, fueron conducidos
a Quito en el mismo ferrocarril que el Viejo Luchador
había construido. Tras accidentado y torturador viaje
llegaron el 28 de enero de 1912, a plena luz del día, en
medio de una turba ululante desembozadamente con-
vocada y deseosa de repetir las escenas de Guayaquil,
que asaltaron el Panóptico, poderosa fortaleza-presidio,
en donde extrañamente no hallaron resistencia alguna,
se apoderaron de los presos, los victimaron con saña,
arrastraron luego sus cadáveres a través de Quito y los
incineraron fuera de la ciudad en la planicie de El Ejido.
El horrendo crimen dejó estupefacto al mundo entero y
aunque se inició la investigación quedó desde luego im-
pune. La vindicta pública señaló como beneficiario del
delito al general Leonidas Plaza, pero debe expresarse,
en honor a la verdad, que el día mismo del asesinato
este jefe, elegido poco después para un segundo perío-
do presidencial, se hallaba en Manabí.
El joven jurista doctor Pío Jaramillo Alvarado, fiscal
en el juicio para el esclarecimiento de estos asesinatos,
acusó ante la historia “la responsabilidad del Gobierno
del señor Carlos Freile Zaldumbide”, y señaló como pro-
motores principales a sus ministros doctor Luis Octavio
Díaz y general Juan Francisco Navarro.

193
La obra gubernamental de Alfaro y su política internacional

Es sin lugar a dudas en la historia nacional, una de las más


notables la obra del general Eloy Alfaro como gobernan-
te, tanto por las transformaciones ideológicas que logró,
sobre todo la laicización del país que encontró siempre
oposición en los sectores católicos, cuanto por el esfuer-
zo constructor. Merece aplauso su preocupación por los
indios de la sierra y los montuvios de la costa, a los cuales
exoneró del tributo territorial y concedió el amparo le-
gal de pobreza. Abrió los cargos de la administración al
sexo femenino. Creó el Instituto Nacional Mejía, colegio
de segunda enseñanza; las Normales Juan Montalvo para
varones, y Manuela Cañizares para mujeres, y fundó al-
gunas otras escuelas; restauró el Colegio Militar que hoy
lleva su nombre, fundado primero por Rocafuerte y re-
fundado por García Moreno. Estableció la Academia de
Guerra y la Escuela de Clases. Reabrió el Conservatorio
de Música, también creado por García Moreno. Su obra
de más envergadura fue el Ferrocarril Guayaquil-Quito,
iniciado asimismo por don Gabriel. Es interesante ob-
servar que los dos mandatarios de signo contrario, libe-
ral y conservador, coincidieron en varios aspectos de su
respectivo proyecto de gobierno: ferrocarril, educación,
fortalecimiento del ejército y fijación de los símbolos de
la identidad nacional: en efecto, García Moreno fijó la
bandera tricolor y Alfaro, el escudo de armas.
En la política internacional de don Eloy merece ci-
tarse el auspicio para una reunión de representantes
hispanoamericanos en México, que lamentablemente
fracasó; su petición a la reina María Cristina de España
en favor de la libertad de Cuba y sus afanes por la restau-
ración de la Gran Colombia de Bolívar —aspecto éste
en el que también hay coincidencia con García More-
no—. Fue firme la actuación de Alfaro frente a Perú en

194
1910, que mereció el respaldo de toda la nación, no así
su vacilante posición en torno a las propuestas de arren-
damiento de las islas Galápagos a los Estados Unidos.

Etopeya de Alfaro

Considerado por unos como paladín de las libertades y


constructor de la democracia ecuatoriana, y por otros
como encarnación del sectarismo antirreligioso y el
despotismo político, Alfaro es una de las personalida-
des más recias de la historia política del Ecuador repu-
blicano. Su medallón biográfico tiene, como todos, un
contrapunto de luz y sombra. Son innegables y resplan-
decen sus virtudes personales: buen hijo, esposo fiel y
ejemplar, buen padre de familia, amigo generoso, cons-
tante en las empresas, resignado ante la adversidad, me-
tódico, austero. No fumaba, no bebía, no era libertino.
Como buen retoño de la raíz hispánica tenía un alto
concepto de la hidalguía. Jamás defraudó un centavo
del fisco en beneficio propio, aunque solía hacerse el de
la vista gorda ante las tropelías sin cuento y sin cuenta
de sus partidarios. Era manisuelto en extremo, no sólo
con lo suyo sino hasta con lo del Estado. No gustaba
adular a nadie, pero le deleitaba que le adularan. Y
tenía una mezcla extraña de soberbia y humildad simul-
táneas: estaba convencido de su destino, su superioridad
entre los suyos, su idealismo, y se creía predestinado a
gobernar mientras le durase la vida, acreedor a pleitesía
ciega; sin embargo, guardaba las formas, en una como
innata elegancia natural que le volvía circunspecto y cal-
mado, sencillo y al parecer modesto, lo que lo impulsó,
por ejemplo, a rechazar el ascenso que para él mismo
proponían sus áulicos de Guayaquil. No fue ignaro,
pero tampoco culto. Y aunque escribía con corrección

195
sus cartas, se hacía redactar sus discursos y mensajes que
leía con agria voz carraspeante que resultaba extraña en
su pequeño cuerpo. La tez broncínea contrastaba con
el blanco cabello hirsuto cortado al rape y con el bigote
y la perilla canos.

Valoración de don Eloy Alfaro

Tal vez no llegó Alfaro a ser un estadista a lo Rocafuer-


te o García Moreno, pues careció de estudios académi-
cos serios —en lo cual se parece más a Flores, Urvina y
Veintemilla—, pero tenía una como silvestre intuición
de los problemas estatales. Su figura histórica no deja
por tanto de ser admirable, pero sin alcanzar la cimera
proporción de los dos mandatarios civilistas. Se forjó en
la lucha, soldado de cien batallas casi siempre infortuna-
das. No brilló, pues, como estratego genial, pero tampo-
co fue de aquellos militares de escritorio que jamás han
sentido el acre olor de la pólvora. Ascendió a general
a golpes de rebeldía, de montonera en montonera, de
combate en combate, de destierro en destierro, hasta
imponer su nombradía y su fama, el reconocimiento de
su audacia, su valor, su persistencia. Fue, a pesar de sus
errores, un hombre signado por la epopeya y la tragedia:
vivió en trance de heroísmo, con magnitudes y proyec-
ciones hazañeras, jugándose la vida siempre entero, al
margen de los enjuagues y trastiendas. Por eso mereció
la aureola de la leyenda; quizá también por eso conquis-
tó la magnificación final.
Aborrecible y execrable la cobarde confabulación
que se organizó para arrancarle la vida violando capitu-
laciones expresas, y sin embargo la sangre de sus venas,
derramada alevosa y bárbaramente en las calles de Qui-
to, hizo palidecer todas sus impurezas; con la hoguera

196
se atenuó el Alfaro negativo, dictatorial y militarista y
cobró fuerza ante el horror de la catástrofe lo que de
positivo tuvo esa larga trayectoria de lucha: su postura
humana de combatiente ajeno a las claudicaciones, sus
recias virtualidades sicológicas, su preocupación angus-
tiada ante la raza indígena, la realización total —como
quiera que haya sido hecho— del ferrocarril que ini-
ciara García Moreno para unir la sierra con la costa y
consolidar la unidad del Ecuador; pero, sobre todo, su
defensa de la patria en 1910, cuando al caer en cuenta
de sus anteriores equivocaciones, tuvo el valor de llamar
a todos los ecuatorianos, hasta a sus adversarios, siguien-
do las inspiraciones de monseñor González Suárez, para
mantener la soberanía e integridad nacionales amena-
zadas por el secular adversario.
No obstante, difícilmente podrá figurar como paladín
de las libertades, pues históricamente consta que Alfaro
—cuyo doctrinarismo liberal fue, por lo demás, nebulo-
so, personalista y romántico— aherrojó en nombre de la
libertad todas las libertades y conculcó en nombre de su
partido todos los derechos: persiguió a sus enemigos, les
hizo encarcelar y torturar, les confinó o desterró. Clau-
suró periódicos, empasteló imprentas, incineró libros y
documentos históricos. Fusiló como el que más y bajo su
régimen murieron asesinados connotados políticos de
la oposición, permitió penas infamantes, hizo disolver
a balazos las manifestaciones contrarias; coaccionó al
Congreso con barras asalariadas de garroteros; su guar-
dia pretoriana asesinó estudiantes disparando contra
ellos a boca de jarro. En realidad, cerró más escuelas
de las que abrió. Persiguió a la Iglesia; suprimió las mi-
siones en el oriente amazónico, vanguardia de la patria
ecuatoriana, dejando el campo abierto al avance sureño
que no se hizo esperar; encarceló sacerdotes, desterró
prelados, permitió vejámenes a la jerarquía metropolita-

197
na, profanaciones de templos, sacrilegios, asesinatos de
religiosos, todo ello sin castigar jamás a los sayones.
Confiscó propiedades privadas. Propició el fraude
electoral entronizado desde entonces durante dece-
nios. Quebrantó las leyes cuantas veces quiso, incluso
la propia Constitución liberal. Impuso como normas el
machete y el garrote. En fin, encarnó corregido y au-
mentado el militarismo de Urvina, Robles y Veintemilla,
sólo que fue más arbitrario, más prepotente, más anti-
democrático y dictatorialista que aquéllos, por lo que
originó la airada protesta de la inteligencia de la época.
Y el rechazo y el odio de sus propios copartidarios. Todo
esto explica, quizá en algo, su muerte salvaje y brutal a
manos de sus carceleros liberales, injustificable episo-
dio apocalíptico, cuyo recuerdo estremecerá siempre la
conciencia republicana del Ecuador.
Varios países, en especial los de Centroamérica y el
Caribe, le han levantado monumentos o han consagra-
do su nombre en calles y plazas. Guayaquil le ha erigido
dinámico monumento y austero mausoleo en el Cemen-
terio General. Quito ha levantado en su honor sencillo
obelisco y monumento en El Ejido y, en el Colegio Mi-
litar de Parcayacu, colosal monumento en bronce. En
Montecristi se ha levantado otro mausoleo, en Ciudad
Alfaro, para albergar allí una parte de sus restos, antes
reunidos en Guayaquil. En otras ciudades y pueblos se
levantan en homenaje de Alfaro sendos bustos y estatuas,
y llevan su nombre plazas, calles y avenidas, así como ins-
tituciones en varias partes del mundo, particularmente
en nuestro país. El Partido Liberal Radical Ecuatoriano
le venera como arquetipo y mártir. Y nadie deja de reco-
nocer trascendencia en el paso de este hombre de veras
extraordinario por la historia de la República.
La Revolución alfarista fue sin duda el más profun-
do cambio en nuestra historia republicana, con facetas

198
discutibles y hondas, aunque desde el punto de vista
de las urgencias sociales, ni estrictamente necesarias ni
imprescindibles. En esta época insurgió el montubio
que engrosaba los ejércitos liberales, ansioso de justicia
y oportunidades; pero en realidad quien emergió defi-
nitivamente fue la burguesía costeña de comerciantes
importadores, con los que pronto pactaron, entre basti-
dores, los mismos terratenientes de la costa, exportado-
res de café y cacao que habían gobernado en el período
anterior. Por eso el choque se polarizó con los terrate-
nientes de la sierra y la batalla ideológica se libró con-
tra el conservatismo, que resultó eliminado por un gran
tiempo del poder y el parlamento, no obstante haber
sido, en verdad, tan opositor del “progresismo” como el
radicalismo triunfante. Suele en cambio olvidarse que
el liberalismo colaboró en el período “progresista” a ni-
vel de gabinete ministerial. Los terratenientes serranos
cedieron a la fuerza el paso a la burguesía importadora
guayaquileña hasta que el general Plaza se apoyó tam-
bién en ellos. La guerra a muerte entre el alfarismo y
el placismo, que culminó en sangre y tragedia el 28 de
enero de 1912, se explica en parte por esta lucha de
predominios: había surgido, al amparo de la burguesía
importadora, un nuevo sector de la burguesía más po-
deroso, la plutocracia bancaria de Guayaquil que que-
ría alzarse con el mando y la influencia, para lo cual se
alió con algunos sectores de la terratenencia serrana,
deseosos de reconquistar la perdida hegemonía, unos y
otros mediante la utilización de los demás y sobre todo
del pueblo, en beneficio propio no compartido. El ge-
neral Alfaro, sea como dictador, sea como presidente,
alcanzó a gobernar aproximadamente doce años: de
1895 a 1901 y de 1906 a 1911. El militarismo liberal al-
farista abrió el camino y cedió el paso, aun sin quererlo,
al civilismo liberal plutocrático.

199
Período del civilismo plutocrÁtico liberal
o placista (1912-1925)

Visión general

Al liberalismo militarista de los Alfaro sucedió el libera-


lismo civilista de Plaza Gutiérrez —civilista no obstante
su grado de general— y del grupo de intelectuales y pro-
fesionales de la nueva clase media que había comenzado
a regir y fortalecerse. Plaza es el eje político que domina
durante todo el período aunque tras bastidores; el eje
financiero es el banquero Francisco Urvina Jado, hijo
del general y ex presidente, gerente general del Banco
Comercial y Agrícola de Guayaquil. La bancocracia su-
bordinaba la gente del pueblo al opulento y reducido
grupo de accionistas que manejaban los pocos bancos
existentes y que, dada la penuria del Estado por la crisis
en las exportaciones cacaoteras, proveían de fondos a
los gobiernos y, obviamente, les pasaban la factura ha-
ciendo valer su influencia en todas las decisiones.
El fraude electoral implantado como sistema por el
régimen liberal cohonestaba los altos nombramientos
para las funciones legislativa, ejecutiva y judicial. Por
otra parte, el terror y la violencia como métodos de la
represión radical contra sus opositores quiso acallar, sin
lograrlo, las voces de protesta contra las arbitrariedades
del régimen radical que de palabra predicaba las liber-
tades públicas que conculcaba con los hechos, y que
terminó por sacrificar a sus propios jefes. El “puñal de
la salud”, valientemente denostado por los líderes con-
servadores, fue ampliamente utilizado en horripilante
cadena de asesinatos sucesivos que victimaron a hom-
bres de primera línea en la historia de la República,
cuya trayectoria permitía suponer que aun podían pres-
tar servicios eminentes al país. Primero fue asesinado

200
el general Antonio Vega Muñoz, jefe de las guerrillas
conservadoras; luego, el coronel Tomás Larrea, vencido
por el general Alfaro en el combate de El Chasqui; a
continuación, el general Emilio María Terán, candidato
liberal independiente a la presidencia de la República, y
en seguida, el mayor Luis Quirola, detenido como autor
de aquel crimen, victimado en la prisión; se produjeron
luego, en seguidilla, los asesinatos de los jefes alfaristas
coronel Belisario Torres y general Pedro J. Montero
como preludio del horrendo crimen del 28 de enero de
1912 en que fueron eliminados los generales Eloy, Me-
dardo y Flavio Alfaro, Ulpiano Páez y Manuel Serrano, y
el coronel Luciano Coral. En fin, el 5 de marzo de 1912
sucumbió, víctima de un disparo de fusil, el general Ju-
lio Andrade, también candidato a la presidencia de la
República. Trece crímenes en el lapso de apenas seis
años —de 1906 a 1912— que convulsionaron al país.
¡La Revolución sacrificaba a sus propios líderes!
Tras tan dolorosos hechos, sucediéronse en la pre-
sidencia de la República los siguientes mandatarios:
general Leonidas Plaza Gutiérrez (1912-1916); doctor
Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920); doctor José
Luis Tamayo (1920-1924) y doctor Gonzalo S. Córdova
(1924-1925), derrocado por la Revolución del 9 de ju-
lio acaudillada por un grupo moralizador de militares
jóvenes.

La segunda administración de Plaza

Después de los tristes acontecimientos que culminaron


con el asesinato de los Alfaro y sus tenientes (exilio de
Alfaro, alzamiento del general Montero, retorno del
Viejo Luchador desde Panamá, guerra civil entre los dos
bandos liberales, sangrientos combates de Huigra, Na-

201
ranjito y Yaguachi, capitulación de las fuerzas alfaristas
previa garantía de la vida de sus jefes, quebrantamiento
de la palabra empeñada por el sector triunfante del li-
beralismo, prisión de los caudillos vencidos, juicio y ase-
sinato de Montero, envío a Quito y masacre de Alfaro
y sus acompañantes, asesinato del general Julio Andra-
de), el encargado del poder Carlos Freile Zaldumbide
fue derrocado el 5 de marzo, precisamente a raíz de la
infausta muerte de Andrade, candidato a la presiden-
cia de la República. Se hizo cargo del poder, también
en forma interina, el doctor Francisco Andrade Marín,
quien convocó las elecciones en las que triunfó el gene-
ral Plaza para una segunda administración.
En su primer gobierno (1901-1904) el general Plaza
realizó interesante obra educativa gracias a su ministro
de Instrucción General Julio Andrade. Realización suya
fue la recreación de la Escuela de Bellas Artes —fun-
dada por García Moreno pero eliminada en los gobier-
nos posteriores—, puesta bajo la dirección de los viejos
maestros pintores Joaquín Pinto y Juan Manosalvas y
para la cual se trajo después como profesor de escul-
tura al maestro italiano Luigi Cassadío. En lo interna-
cional, Plaza fue desafortunado, pues continuaron los
avances peruanos por los afluentes norteños del Ama-
zonas, aguas arriba, que originaron dos encuentros con
nuestros centinelas, masacrados en Angoteros y Torres
Causana. La trascendencia del primer período placista
radica en el hecho de que a él se debe la aplicación y
consolidación efectiva de las grandes reformas liberales
preconizadas por el alfarismo, muchas de ellas alentadas
por un espíritu jacobino que chocaba con las creencias
generalizadas del país; sin embargo, Plaza tuvo la sufi-
ciente habilidad para implantarlas, mientras por otra
parte intentaba comienzos de conciliación política con
los sectores conservadores erradicados de la vida cívica

202
tras la victoria militar del liberalismo y la persecución,
prisiones, torturas, confinamientos y destierros implan-
tados por el alfarismo. Una de esas manifestaciones tran-
quilizadoras fue la irrestricta libertad de prensa durante
el gobierno del general Plaza, contrastante con el rigor,
censura y represión contra periodistas e imprentas de
oposición o meramente críticas en la época de Alfaro.
El segundo gobierno del general Plaza (1912-1914)
fue enturbiado por el alzamiento guerrillero del coronel
Carlos Concha en Esmeraldas, que decía reivindicar el
nombre de Alfaro, y por la grave crisis económica moti-
vada por la Primera Guerra Mundial. Varios encuentros
en la manigua costeña pusieron en jaque a las tropas
gubernamentales que sólo con grandes gastos, esfuer-
zos y bajas lograron tomar Esmeraldas, pero en el em-
peño habían transcurrido los cuatro años del período.
Sin embargo, la obra educativa fue plausible, a cargo
de los ministros Luis Napoleón Dillon y Manuel María
Sánchez. Una misión pedagógica alemana dinamizó la
enseñanza en el Normal Juan Montalvo. También en
este período el general Plaza dio pruebas inequívocas
de su respeto a la libertad de imprenta.

Los gobiernos de Baquerizo, Tamayo y Córdova

Sucedió a Plaza el doctor Alfredo Baquerizo Moreno


(1916-1920), caballeroso escritor con amplia trayecto-
ria de servicio en el Partido Liberal Radical, bajo cuya
administración se ratificó el Tratado Muñoz Vernaza-
Suárez que arregló el problema limítrofe con Colom-
bia a costa de enorme sacrificio territorial del Ecuador,
última consecuencia de la tristemente célebre Ley de
División Territorial de la Gran Colombia, que no sola-
mente mediatizó al país con el nombre de “el Sur” y a

203
uno de sus distritos con el de “Ecuador”, olvidando el
milenario nombre de Quito, sino que además cercenó
de la jurisdicción quitense lo que hoy son los departa-
mentos de Cauca, Valle del Cauca, Nariño y Putumayo
en Colombia. Por lo demás, Baquerizo Moreno pacificó
el país con amplia amnistía que benefició a Concha y
los suyos, pero la situación económica se volvió crítica
por la aparición de terribles plagas en los sembríos de
cacao, monocultivo del que dependía el Ecuador, cuya
producción y calidad comenzaron a disminuir, y por la
Primera Guerra Mundial. Cuando los Estados Unidos
entraron en ella varios países latinoamericanos, por in-
fluencia de la gran potencia norteña y en solidaridad
con ella, entre otros el Ecuador, declararon la guerra a
Alemania. Pese a la personalidad del doctor Baquerizo,
tras bastidores continuaron influyendo el general Plaza
y el gerente del Banco Comercial y Agrícola de Guaya-
quil, don Pancho Urvina Jado.
Para el siguiente período fue elegido, siempre bajo
el sistema de fraude electoral, el doctor José Luis Ta-
mayo (1920-1924), abogado de nutrida clientela, parti-
cularmente compañías extranjeras, que poco pudo ha-
cer para atenuar el dominio de la plutocracia bancaria
—puesto que era fruto de ella—, que hacía y deshacía
en el país, bien que de acuerdo con Plaza. A Tamayo le
tocó afrontar las primeras reclamaciones obreras moti-
vadas por la angustia económica, que culminaron con
la matanza del 15 de noviembre de 1922, en Guayaquil,
cuando una huelga general que paralizó por varios días
la ciudad originó desmanes, incluso el comienzo de sa-
queos explosivos, que exigieron la intervención militar,
devenida en choques con manifestantes armados y final-
mente en drástica represión, con centenares de muer-
tos. Por lo demás Tamayo gobernó aceptablemente y
pese a la crisis, que se acentuó, alcanzó algunos logros.

204
En su remplazo subió el doctor Gonzalo S. Córdo-
va, quien no duró un año en el poder, abatido por el
golpe del 9 de julio de 1925. Terminó así el período
placista, que se caracterizó por el desembozado domi-
nio de las clases opulentas del país, terratenientes de
la sierra pero sobre todo banqueros y comerciantes de
la costa, cubiertos unos y otros por el emblema mono-
pólico del Partido Liberal Radical. Hubo, innegable-
mente, varios avances, particularmente como resultado
de la terminación del ferrocarril Guayaquil-Quito en el
período anterior, administrado por la compañía extran-
jera The Guayaquil and Quito Railway Co., la apertura
del canal de Panamá en 1914 y la iniciación de la explo-
tación petrolera en la península de Santa Elena a cargo
de otra empresa foránea, la Anglo Ecuadorian Oilfields,
pero esos avances no se produjeron en la proporción
requerida por la aparente tranquilidad de las sucesiones
presidenciales, cierto que efectuadas mediante el abu-
so descarado del sufragio fraudulento organizado en
forma escandalosa por el propio gobierno en cada una
de esas ocasiones. La corrupción y desmoralización del
país fue in crescendo, sobre todo en el último año. Contra
ellas se alzó en armas Jacinto Jijón y Caamaño, histo-
riador, científico y joven jefe del Partido Conservador,
pero fue derrotado.
El liberalismo cumplió, en verdad, aunque al final
sustentado exclusivamente en las elecciones amañadas
y las emisiones de billetes de la banca plutocrática, un
papel histórico trascendental —más en el campo de la
educación y el progreso que en el de las libertades—,
como en su hora lo había cumplido el conservadorismo.
El dominio del general Plaza, directo e indirecto, cesó
con la revolución juliana de 1925. Para entonces, frente
a aristócratas de antiguo y nuevo cuño, terratenientes de
costa y sierra, burgueses, comerciantes y nuevos ricos,

205
banqueros y magnates de las nuevas finanzas, un recio
poder comenzaba a insurgir aguerrido e indómito, el
del pueblo, como ente colectivo que tomaba conciencia
de sí mismo y su propia fuerza, sin apoderados paterna-
listas ni intermediarios ambiciosos, cuya primera mani-
festación organizada quisieron desviar en su provecho
improvisados líderes ideológicos extremistas, influidos
ya por los acontecimientos europeos y la expansión de
ideas anarquistas, por una parte, y marxistas, por otra,
manifestación yugulada en sangre el 15 de noviembre
de 1922.
¿Cuántos habitantes tenía para entonces el Ecuador?
Cremieux observa que desde 1889 a 1904 “no es posi-
ble disponer de datos sobre el incremento natural de
la población ecuatoriana”, pero el establecimiento del
Registro Civil permite, a partir de 1905, disponer de es-
tadísticas anuales de nacimientos, matrimonios y defun-
ciones. Sin embargo, los cálculos para las dos primeras
décadas del siglo xx resultan contradictorios aunque se
establece como aceptable la cifra de un millón y medio
de habitantes.

La situación del indio en la República

Establecida ya en 1830 la República del Ecuador, duran-


te largos años ninguna tendencia fundamental hubo
en favor del indio. Fue el general José María Urvina el
primero en manifestar preocupación por la raza venci-
da, aunque poco pudo hacer en su beneficio. Después,
Juan León Mera dio a conocer de modo reiterado su
dolida admiración por el indígena, elevándole a la ca-
tegoría de motivación para el orgullo nacional y fuente
de inspiración poética y literaria. Coetáneamente, Ga-
briel García Moreno, enérgico civilizador, fue el prime-

206
ro en preocuparse de modo efectivo del problema al
establecer las primeras escuelas y normales para indios.
Agobiados éstos por el tributo personal, García Moreno
había ya combatido en el Congreso contra tan injusta
carga y contribuido a abolirla. Se preocupó también del
campesino, obligado con frecuencia a trabajar gratis
aun por el Estado. He aquí sus palabras: “Es un deber de
justicia pagar a los peones su jornal..., ninguno puede
ser obligado a trabajar gratuitamente en ninguna obra
pública; y eso de llamar voluntarios a los infelices que
van a trabajar gratis careciendo de pan, es una burla
sangrienta, un delito que clama venganza al cielo, un
atentado que ninguna autoridad puede cometer y que
no debo tolerar.”
Es famosa la frase de Juan Montalvo: “Si mi pluma
tuviese don de lágrimas, yo escribiría un libro titulado
El indio y haría llorar al mundo.” El general Eloy Alfaro,
famoso caudillo liberal, otro de los grandes magistrados
del Ecuador, se hizo eco de la preocupación montalvina
e inició una política, aunque todavía tímida, de protec-
ción a la raza indígena, a la que concedió el amparo
legal de pobreza para los litigios judiciales.
Monseñor González Suárez, que se había preocupado
de las glorias indígenas y la investigación sobre el pasa-
do precolombino, convocó para 1916 el Primer Congre-
so Catequístico, en buena parte dedicado a examinar la
situación aborigen y promover su mejoramiento social y
religioso. Una serie de interesantes y pioneras resolucio-
nes, aunque bajo un persistente signo de paternalismo,
dan singular importancia a este certamen en la búsque-
da de soluciones para el grave problema indígena.
Corresponde a don Abelardo Moncayo, líder liberal
radical, lanzar en 1912 la primera voz de denuncia con-
tra la terrible lacra del concertaje de indios. En 1915,
el doctor Agustín Cueva Guerrero pronuncia en la

207
Sociedad Jurídico-Literaria una conferencia en la que
propone, como solución, la abolición de la prisión por
deudas, recurso que permitía a los hacendados mante-
ner vigente el concertaje. Poco antes, Belisario Quevedo
había hecho también oír su palabra denunciando esta
cruel y deshumanizada institución. Pero fue el doctor
Víctor Manuel Peñaherrera, sapiente jurista conserva-
dor, quien en 1918, como presidente de la Academia
de Abogados, abrió la campaña definitiva que hizo po-
sible la abolición del concertaje mediante la supresión
del apremio personal por deudas. El Congreso aprobó
el proyecto de ley y el presidente Baquerizo Moreno lo
sancionó. Uniéronse así los dos partidos tradicionales,
conservador y liberal, en la implantación de esta con-
quista que significó importante hito en la defensa de la
raza indígena: una gota de agua en el desierto gigantes-
co de la injusticia.
Así como el 15 de noviembre de 1922 con su huella de
sangre, marca el comienzo de la lucha del sindicalismo
en el Ecuador, a fin de obtener mejores condiciones de
vida para la clase obrera que insurgía con la incipiente
industrialización, así también, ese mismo año de 1922,
la publicación del libro El indio ecuatoriano por Pío Jara-
millo Alvarado, marca un hito en la historia de las ideas
en el país y en la concientización, en escala continental,
sobre el problema de la raza indígena. Cupo a Jaramillo
Alvarado el mérito de iniciar y mantener la lucha con
pasión constructiva de apóstol y denuncias de profeta
bíblico, para encontrar en forma positiva soluciones a
la dolorosa situación del indio en el Ecuador. El libro
alcanzó resonancia hemisférica y puede decirse que
gracias a él se expande la flama indigenista en el con-
tinente. Periodista notable, sabio historiador y patriota,
político con signo liberal de avanzada, el jurista lojano
es uno de los más notables suscitadores de inquietudes

208
intelectuales en el país, defensor ardiente y denodado
de la nacionalidad quiteña.
Jaramillo Alvarado, que había militado desde joven en
el Partido Liberal Radical con una tendencia de avanza-
da, fue designado ministro de Gobierno por el presi-
dente Córdova, oportunidad que aprovechó para auspi-
ciar una modernización del liberalismo en procura de
limar las pugnas de alfarismo y placismo y actualizar la
declaración de principios, lo que se logró en 1924. Pero
nada pudo ya salvar aquel régimen partidista. Córdova
fue derrocado, salió al exilio y no tardó en morir. Jara-
millo Alvarado, que empezó a señalar los errores de la
Revolución juliana, escribiendo en el diario El Día con
el seudónimo de Petronio, fue también desterrado poco
después. A su retorno al país continuó su brillante carre-
ra de polemista, sociólogo y catedrático. Si al comienzo
de su vida pública le correspondió actuar como fiscal en
el proceso por la masacre de Alfaro y sus lugartenientes,
en sus últimos años fue dirigente eximio de las más altas
entidades culturales del país.

Período de la decadencia liberal o arroyista


(1925-1944)

Visión general

La etapa que se inaugura con la Revolución juliana es


el forcejeo entre el pueblo que insurge y las oligarquías
de diverso cuño ideológico y económico que se resis-
ten a dejar el poder. Pugna también el conservadoris-
mo por reconquistar el mando mediante el sufragio, y
está a punto de lograrlo más de una vez; pugna, de otra
parte, por emerger el socialismo que aparece en esta
época y, ya bien diferenciado y con suficiente influencia

209
ante la opinión, insinúa prestigio intelectual y capaci-
dad de acción. Pero pugnan, sobre todo, el alfarismo y
el placismo por retornar, sin dejar uno ni otro su vieja y
mutua enemistad. Esta etapa dura casi 20 años, de 1925
a 1944.
Durante esos casi dos decenios el Ecuador se ve some-
tido a un grave estado de crisis económica y descomposi-
ción política. Aunque principia y termina ese lapso con
gobiernos de mano enérgica (Ayora, 1926-1931; Arroyo
del Río, 1939-1944), ninguno de los múltiples gobiernos
que se suceden vertiginosasmente logra siquiera termi-
nar su mandato. ¡Hay 24 gobernantes con un promedio
de apenas nueves meses y medio cada uno! Los cuarte-
lazos son frecuentes, el pueblo busca afanosamente un
caudillo que lo conduzca y represente y lo encuentra al
fin en el doctor José María Velasco Ibarra, que también
es desterrado y volverá una década más tarde para inau-
gurar un nuevo período de nuestra historia, el más largo
tal vez.
A raíz del golpe militar de 1925, el grupo de jóve-
nes oficiales de rangos medio e inferior que lo llevan a
cabo, pero no anhelan captar el poder para sí, delegan
el mando en una Junta Provisional de Gobierno com-
puesta por eminentes ciudadanos, todos de tendencia
liberal con ideas de avanzada pero no afiliados al viejo
partido, que mutuamente se neutralizan: José Rafael
Bustamante, Luis Napoleón Dillon, general Francisco
Gómez de la Torre, Pedro Pablo Garaicoa, Francisco J.
Boloña y Francisco Arízaga Luque. Cada uno toma a su
cargo un ministerio y todos van ejerciendo la presiden-
cia por rotación, ¡una semana cada uno! Obviamente
un gobierno plural así conformado no podía durar y a
los seis meses es reemplazado por una Segunda Junta
Provisional de Gobierno compuesta por Julio E. More-
no, Homero Viteri Lafronte, Isidro Ayora, Humberto

210
Albornoz, Adolfo Hidalgo Nevárez y José Antonio Gó-
mez Gault. Actuaba como secretario Pedro Leopoldo
Núñez. Ni siquiera duró tres meses. El 1 de abril de 1926
la Junta Consultiva Militar —léase Alto Mando— aceptó
la renuncia de los vocales Albornoz, Hidalgo y Gómez y
nombró presidente provisional, con poderes supremos,
al doctor Ayora.
En todo caso, la Revolución juliana significó un re-
chazo al monopolio partidista y una apertura generali-
zada hacia nuevas ideas. La ocasión es aprovechada por
el Partido Conservador que en 1925 renueva sus estruc-
turas y abre paso a una joven generación de dirigentes;
reunidos en congreso los líderes tradicionales, con los
nuevos, formulan una actualizada declaración de princi-
pios y se aprestan a intervenir dinámicamente en la vida
cívica. Por otra parte, ante la resonancia de la Revolu-
ción soviética, valiosos jóvenes de izquierda, algunos de
ellos desengañados del liberalismo en el que habían mi-
litado inicialmente, fundan el Partido Socialista Ecuato-
riano en 1925, a poco fraccionado por la disidencia de
núcleos propicios a una afiliación a la III Internacional
con sede en Moscú, que dan vida al Partido Comunista
del Ecuador.

El doctor Isidro Ayora Cueva

Era ya eminente cuando la política, que él no había


buscado, le buscó a su vez en enero de 1926 para que
integrara la Segunda Junta Plural, en la que se le confió
el ministerio de Previsión Social recién creado. Nació
en Loja, tenía 47 años y era uno de los más distingui-
dos cirujanos del país. Apenas graduado en 1905 en la
Universidad Central de Quito había viajado a Europa
y realizado en Alemania, durante cuatro años, estudios

211
y prácticas de especialización, asimilando la disciplina
germánica. De vuelta en la patria había sido profesor
y decano de la Facultad de Medicina, concejal y presi-
dente del municipio de Quito, segundo presidente de la
Cruz Roja Ecuatoriana y desde 1925 rector de la Univer-
sidad Central. Había además ejercido su profesión en la
acreditada clínica particular que fundara con el doctor
Ricardo Villavicencio Ponce y en la Maternidad estatal
confiada a su dirección. En todas las funciones por él
desempeñadas había dejado huellas de honestidad, se-
riedad, iniciativa, constancia y firmeza. Esas mismas ca-
racterísticas brillaron durante su gobierno.
Ejerció la dictadura durante tres años y medio, desde
el 3 de abril de 1926, en que se posesionó de la pre-
sidencia provisional, hasta el 9 de octubre de 1929,
cuando la Asamblea Constituyente por él convocada le
designó presidente interino. Asesorado por eminentes
ecuatorianos y por una misión de expertos norteameri-
canos presidida por el famoso profesor de economía de
la Universidad de Princeton, doctor Edwin Alter Kem-
merer, que llegó al país en octubre de 1926, el presiden-
te Ayora realizó una de las más fecundas y perdurables
obras de gobierno. Fueron fundados el Banco Central
del Ecuador, el Banco Hipotecario (hoy de Fomento),
la Caja de Pensiones y Jubilaciones (hoy integrada al
Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, iess), el Ser-
vicio Geográfico Militar (hoy Instituto), la Procuraduría
General de la Nación, la Contraloría General (antes Tri-
bunal de Cuentas); dictó leyes de hacienda y moneda;
creó las direcciones del Tesoro, Ingresos, Aduana y Su-
ministros, la Comisión Permanente del Presupuesto y
la Superintendencia de Bancos. Durante su gobierno el
Ecuador apoyó, asimismo, la creación del Instituto Pa-
namericano de Geografía e Historia (ipgh), organismo
especializado internacional.

212
La Revolución del 9 de julio de 1925, movimiento de
rechazo al gobierno de la plutocracia bancaria y el frau-
de electoral, significó de hecho el fin del predominio
oligárquico del Partido Liberal Radical. Ayora, acorde
con esta corriente, gobernó sobre todo con elementos
de tendencias progresistas pero con muy pocos afilia-
dos al liberalismo. Éste, acostumbrado a tener todo el
poder, criticó duramente al dictador, acusándole con
el disco rayado de ceder a la reacción conservadora.
Para demostrar el infundio, Ayora se abstuvo de tender
la mano al remozado conservadorismo y prefirió per-
seguirle con rudeza. Sin el apoyo de los partidos tradi-
cionales, respaldado solamente en las Fuerzas Armadas,
el gobierno del doctor Ayora debió ser necesariamente
fuerte y represivo. Su mano dura, como de buen ciruja-
no que no trepidaba en sus cortes, no vaciló tampoco en
suscribir los decretos represivos. Restringió la libertad
de prensa y clausuró numerosos periódicos pequeños y
dos de los grandes diarios, El Guante de Guayaquil, que
no volvió a aparecer, y El Día de Quito, cuyo director Ri-
cardo Jaramillo y sus redactores Pío Jaramillo Alvarado
(Petronio) y Leonidas García fueron desterrados. Ante
la popularidad de Jacinto Jijón y Caamaño, apoteósica-
mente recibido a su retorno del exilio, Ayora volvió a
expatriarlo. También desterró a los dirigentes conser-
vadores Moisés Luna, Alejandro Lemus y Vicente Nie-
to, popular director del Fray Gerundio, que había hecho
oposición desde los tiempos de Alfaro y que no volvió a
aparecer. Se multiplicaron las prisiones y los confinios
en el oriente y las Galápagos, agravando con fuertes
multas a los perseguidos.
Otra sombra en el gobierno del doctor Ayora fue la de-
valuación de la unidad monetaria de tres a cinco sucres
por dólar. La nueva emisión, todavía de plata, contem-
plaba monedas de un sucre, bautizadas como “ayoras”

213
por la socarronería popular pues eran más toscas y de
menos valor que las antiguas, y de cincuenta centavos,
que resultaron finas y delicadas, denominadas “lauritas”
en honor de la primera dama de la nación, doña Lau-
ra Carbo de Ayora. Pero esa devaluación, inevitable por
lo demás, contribuyó al ordenamiento de las finanzas y
permitió al gobierno disponer de algunos recursos para
la obra pública, reiniciada con fervor por todas partes:
avance de las plataformas del ferrocarril Quito-Ibarra;
terminación del saneamiento de Guayaquil; caminos y
puentes, etc. El presupuesto era de 25 millones en 1925
pero subió a 44 millones en 1926, 65 en 1927 y 50 en
1928. El Ecuador apenas llegaba por entonces a los dos
millones de habitantes, pues las cifras anteriormente di-
vulgadas resultaron exageraciones.
Ya bien entrado 1928, al inaugurar la estación con la
llegada del tren a Cayambe, el doctor Ayora suscribió
la convocatoria a elecciones para Asamblea Nacional
Constituyente. Se efectuaron los comicios con relativa
libertad, pues aún subsistía en parte la terrible maquina-
ria electoral del Estado que había creado el liberalismo
en su beneficio, y el 9 de octubre de aquel año se reunió
la Asamblea. Fue designado presidente el doctor Agus-
tín Cueva, veterano de la Asamblea de 1906 y cercana-
mente emparentado con el dictador. Vicepresidente el
doctor Abel A. Gilbert y secretarios los doctores Antonio
J. Quevedo y Francisco Illescas Barreiro. Se confirmó
como presidente interino al doctor Isidro Ayora Cueva
y tras casi seis meses de deliberaciones, el 16 de marzo
se promulgó nueva e innovadora Carta constitucional,
la de 1929, poco apta eso sí para la eficacia del gobierno
en un país como el nuestro, pues establecía una especie
de parlamentarismo mal conciliado con el presidencia-
lismo que también se propugnaba y con ribetes de cor-
porativismo a través de representaciones funcionales en

214
el Senado. Notable avance fue la concesión del voto a la
mujer, uno de los primeros países del continente ameri-
cano en otorgar este derecho. Al día siguiente la Asam-
blea nombró al doctor Ayora presidente constitucional
de la República para un período de algo más de cuatro
años, pues debía finalizar el 31 de agosto de 1932.
Las trabas constitucionales, la depresión económica
norteamericana en 1929 y 1930 y la plaga de la “escoba
de la bruja” que asoló nuestro cacao, principal produc-
to del que dependían las exportaciones nacionales, me-
noscabaron la eficacia gubernamental ya demostrada
por el doctor Ayora durante su dictadura. Se continua-
ron sin embargo las obras emprendidas, y el 29 de ju-
lio de 1929 llegó el ferrocarril a Ibarra. Al día siguiente
Guayaquil fue declarado puerto limpio de primera clase
de acuerdo con las normas norteamericanas: ¡la fiebre
amarilla había sido vencida al fin, gracias a una campa-
ña iniciada antes del gobierno de Ayora de acuerdo con
las sabias directivas del eminente epidemiólogo japonés
doctor Hideyo Noguchi! Pero cada vez eran más ame-
nazantes las manifestaciones de crisis social, económica
y política: agitación laboral, encabezada por los nuevos
partidos socialista y comunista, fundados como uno solo
en 1926 pero de inmediato escindidos por no estar de
acuerdo los primeros en la afiliación a la III Internacio-
nal Comunista dirigida desde el Kremlin; huelgas estu-
diantiles; frustrado golpe de estado encabezado por el
general Francisco Gómez de la Torre; permanente for-
cejeo del liberalismo y algunos de sus dirigentes afilia-
dos a las logias por volver a captar totalmente el poder,
y del conservatismo, deseoso de manifestarse electoral-
mente bajo un régimen de amplias libertades, luego
de 35 años de haber sido eliminado por la fuerza de la
palestra política. Tantas contradicciones impulsaron el
29 de septiembre de 1930 al doctor Ayora a presentar

215
al Congreso su renuncia, que no fue aceptada por en-
tonces. Once meses más tarde fue obligado a dejar el
mando, luego de casi cinco años y medio de gobierno,
dos de ellos como mandatario constitucional.
Tres hechos contribuyeron: la huelga universitaria y
colegial de Guayaquil; el voto de censura a su ministro
de Gobierno Julio E. Moreno propuesto por el diputado
derechista por Tungurahua Alfredo Coloma Baquero, y
la sublevación del batallón de zapadores Chimborazo.
Serenamente el doctor Ayora admitió la realidad y se
separó del poder: primero aceptó las renuncias de sus
ministros Miguel Ángel Albornoz, Gonzalo Zaldumbide,
Manuel María Sánchez, Pedro Müller, Sixto E. Durán
Ballén Romero y coronel Carlos Guerrero; en segundo
lugar, nombró ministro de Gobierno, encargado de las
demás carteras, al joven coronel Luis Larrea Alba, y por
último presentó la renuncia al Congreso. Éste no tuvo
más remedio que aceptarla, presionado por las circuns-
tancias, y encargar el mando, de acuerdo con la Consti-
tución, al coronel Larrea Alba.
Nunca más volvió el doctor Ayora a participar en polí-
tica. Desde entonces, ante los elogios y los resentimien-
tos, guardó absoluto silencio gallardo y estoico. Poco
a poco el encono de los adversarios fue aplacándose y
lo positivo de su obra, resplandeciendo. Dedicado por
entero a su profesión médica, ayudando a nacer a los
niños, curando a los enfermos y sanando vidas, se retiró
a descansar a los 83 años. Permaneció en el Ecuador,
salvo el período de 1946 a 1952, en que vivió en Canadá
y los Estados Unidos. En los últimos tiempos residió en
Los Ángeles, California, donde el 22 de marzo de 1978
le sorprendió la muerte, a los 99 lúcidos años de edad.
La patria agradecida le rindió unánime homenaje. ¡Es
uno de los grandes de nuestra historia!

216
Los múltiples gobiernos de los años treinta

La renuncia del doctor Ayora da lugar al gobierno del


coronel Luis Larrea Alba que apenas dura tres meses;
otros 10 vuelve a gobernar el ex presidente doctor Alfre-
do Baquerizo Moreno, ahora encargado del poder, que
preside elecciones libres en las que triunfa un patricio
quiteño en quien las masas cifran grandes esperanzas,
Neptalí Bonifaz, candidato independiente apoyado por
el Partido Conservador, y un vigoroso grupo de artesa-
nos derechistas denominado Compactación Obrera. Re-
unido el Congreso, Bonifaz es descalificado por ponerse
en duda su nacionalidad ecuatoriana, no obstante ser
descendiente directo de Salinas y Ascázubi, próceres de
1809, y acusársele de haber usado eventualmente pasa-
porte peruano, pues su padre había sido diplomático
del vecino país en Quito. Don Neptalí pudo haber sido
un signo de cambio profundo, pero esto mismo explica
la reacción del conciliábulo que hizo posible su descali-
ficación. Un alzamiento en su favor del pueblo de Qui-
to, apoyado por algunos batallones, es ahogado trágica-
mente en la sangrienta “guerra de los cuatro días”, lapso
en el que Carlos Freile Larrea actúa como encargado
del poder. Tanto los sublevados en la capital como las
tropas que los combaten creen luchar “por la constitu-
ción”. Quito cae, al fin, en poder de los batallones parti-
darios de la descalificación, cuyo comandante en jefe es
el general Ángel Isaac Chiriboga.
De inmediato se hace cargo del poder el presidente
del senado Alberto Guerrero Martínez, por tres meses.
Él preside nuevas elecciones, esta vez escandalosamen-
te fraudulentas, en las que triunfa como candidato del
Partido Liberal Radical un varón de honestísimos ante-
cedentes, Juan de Dios Martínez Mera, quien no puede
gobernar por los embates del diputado José María Velas-

217
co Ibarra contra sus ministros, uno tras otro censurados
por la arrebatadora elocuencia del novel legislador, que
logra también la caída del mismo presidente, abando-
nado por su propio partido.
Le sucede Abelardo Montalvo, fiel militante del libe-
ralismo radical, quien no obstante auspicia elecciones
libres y al cabo de diez meses de gobierno entrega el
poder, en 1934, al recién electo caudillo popular Velas-
co Ibarra. Sin llegar a cumplir un año de mandato, éste
cae en 1935 ante las arremetidas del liberalismo, dirigi-
do ya por el abogado guayaquileño Carlos Arroyo del
Río, presidente del Senado. Le remplaza provisional-
mente Antonio Pons, un médico sin figuración política.
Nombrado ministro de Gobierno en el último instante,
entrega el poder al ejército aduciendo la imposibilidad
de contener el triunfo del candidato presidencial con-
servador doctor Alejandro Ponce Borja, personaje de
irreprochables antecedentes y profundo y rectilíneo ju-
risconsulto que había actuado como canciller de Velas-
co Ibarra. Los militares, entonces, trasladan el mando al
ingeniero Federico Páez, que había sido senador por la
agricultura, no afiliado a ningún partido. Gobierna éste
investido de plenos poderes algo más de dos años en los
que se suspenden las garantías ciudadanas y hay perse-
guidos, confinados y desterrados, primero de la derecha
y luego de la izquierda. Algunas obras se llevan a cabo,
particularmente dos de trascendental importancia que
redimen el nombre del dictador ante la historia: la fun-
dación de la Caja del Seguro Social de Empleados Pri-
vados y Obreros, llamada a ejercer dinámico y vigoroso
papel en la capitalización del país y el mejoramiento del
nivel de vida de los trabajadores urbanos; y la solución
del problema de la pugna entre la Iglesia y el Estado con
su dolorosa consecuencia, la persecución antirreligiosa:
suscríbese para ello el Modus vivendi, convenio entre el

218
Ecuador y la Santa Sede, en el que intervienen el canci-
ller Carlos Manuel Larrea, y a nombre de Pío XI, el nun-
cio apostólico monseñor Fernando Cento. Ha asesorado
al ministro de Relaciones Exteriores el probo historiador
y jurisconsulto doctor Julio Tobar Donoso, y ha aconseja-
do al jefe supremo su pariente licenciado Roberto Páez.
Don Federico, durante su gobierno, auspició también
el retorno al Ecuador de los restos del santo Hermano
Miguel de las Escuelas Cristianas, que había muerto en
Cataluña en 1910, y que son apoteósicamente recibidos
en Guayaquil y Quito.
Seguro de estos éxitos, el ingeniero Páez convoca una
Asamblea Constituyente que le nombra presidente in-
terino, con miras a su constitucionalización definitiva,
pero le derroca su ministro de la Defensa Nacional, ge-
neral Alberto Enríquez Gallo, quien se alza con el po-
der y gobierna diez meses. El paso fundamental de su
dictadura es la promulgación del Código del Trabajo
(1938), cuerpo de leyes que regula las relaciones obre-
ro-patronales y reconoce necesarias garantías para los
trabajadores, inclusive el derecho de huelga. Obligado
a entregar el mando, tras la valiente y trascendental en-
cuesta que sobre las dictaduras y las Fuerzas Armadas
patrocina en el diario El Día doña Hipatia Cárdenas de
Bustamante, el general Enríquez convoca una Asamblea
Constituyente, a la que entrega el poder, curiosamente
integrada por representaciones, iguales en número, de
conservadores, liberales y socialistas, pero ésta designa
presidente interino a Manuel María Borrero, antiguo
magistrado de la Corte Suprema, que solamente alcanza
a gobernar tres meses escasos. Terminada la redacción
de la nueva Carta Constitucional, el Partido Liberal-Ra-
dical que venía pujando desde 1925 por recuperar el
monopolio del poder, en vez de elegir al doctor Borre-
ro, como parecía probable dada la tradición de más de

219
un siglo, logra designar para un período de cuatro años,
con el apoyo ingenuo de los diputados socialistas, al jefe
liberal doctor Aurelio Mosquera Narváez, ex rector de
la Universidad Central, quien disuelve en seguida la
Asamblea, apresa a varios legisladores de izquierda, in-
cluso algunos que votaron por él, y pone en vigencia la
Constitución radical de 1906. Sin embargo, pocos días
antes de cumplir el primer aniversario de su gobierno
fallece intempestivamente, de forma nunca suficiente-
mente aclarada, al parecer de muerte natural.
Ante la contingencia, de acuerdo con la Carta de
1906, asume interinamente el poder el presidente del
Senado, doctor Carlos Alberto Arroyo del Río, desde
una década atrás líder máximo del Partido Liberal-Ra-
dical. De inmediato patrocina la reorganización de los
padrones electorales para los comicios en que debe de-
terminarse quién será el nuevo presidente de la Repú-
blica para el período 1939-1944, se postula de inmediato
candidato para terciar en esa lid, y renuncia al mando.
Asimismo de acuerdo con la norma constitucional pues-
ta en vigencia, le remplaza el presidente de la Cámara
de Diputados doctor Andrés F. Córdova, líder de los li-
berales del Austro, bajo cuyo mandato se efectúan las
elecciones presidenciales en las que obviamente triun-
fa el candidato oficial doctor Arroyo del Río en forma
denunciada al punto como fraudulenta. Acusado de
haber hecho burla de la voluntad popular, pues el can-
didato de las mayorías era Velasco Ibarra, según criterio
generalizado, el doctor Córdova rechaza airadamente
la imputación y renuncia a la presidencia. Le sucede el
doctor Julio E. Moreno que al cabo de veinte días, el 1
de septiembre de 1939, entrega el poder constitucional
al presidente electo.

220
Antecedentes de Arroyo del Río

Carlos Alberto Arroyo del Río nació en Guayaquil el


27 de noviembre de 1893 de padres colombianos per-
tenecientes a preclaras familias originarias de Popayán
y Cartagena de Indias. Cursó la enseñanza primaria en
la escuela San Luis Gonzaga de su ciudad natal, y la se-
cundaria en el colegio San Felipe de los padres jesuitas
en Riobamba. Desde la niñez se destacó por su talento,
excepcional memoria, dotes oratorias e inspiración poé-
tica, aptitudes puestas de manifiesto en la Universidad
de Guayaquil donde se graduó de doctor en jurispru-
dencia antes de completar 24 años de edad. Incorpora-
do en 1914 al Colegio de Abogados porteños, principió
muy pronto a ejercer su profesión con notable éxito en
el bufete del doctor José Luis Tamayo. Tempranamente
afiliado al Partido Liberal-Radical, sus primeros cargos
públicos fueron los de secretario de la Dirección de
Estudios del Litoral y la Gobernación del Guayas. En
1916 fue diputado al Congreso nacional por el Guayas.
Desde 1918 dictó Derecho Civil durante 22 años en la
Facultad de Jurisprudencia, de la que fue decano varios
períodos.
De 1920 a 1924, mientras Tamayo ejerció la presiden-
cia de la República, Arroyo regentó el bufete jurídico de
su ilustre coideario. Sirvió a su ciudad en el municipio
como concejal presidente del Cabildo por un bienio, a
partir de 1922. Apenas tenía 29 años. Simultáneamente,
volvió a representar a su provincia en la cámara de di-
putados, siendo presidente ese mismo año y relegido en
1923. En 1924 fue senador de la República. Apartado el
liberalismo del poder por la Revolución juliana, Arroyo,
jefe de ese partido en el Guayas, comenzó una labor me-
tódica de oposición, crítica y reorganización buscando
recuperar la influencia. En 1932 ejerció el rectorado de

221
la Universidad de Guayaquil. En 1934 fue nuevamente
elegido senador y presidente del Senado en 1935, po-
sición desde la cual dirigió la ofensiva liberal contra el
presidente Velasco Ibarra. Arroyó volvió al Senado en
1938, se encargó del poder a la muerte del presiden-
te Mosquera Narváez y, candidato a la presidencia de
la República, ganó las elecciones de 1939 y accedió al
Palacio de Carondelet el 1 de septiembre de ese mismo
año.

Gobierno de Arroyo del Río

Apenas proclamado el triunfo del jefe liberal, el candi-


dato popular doctor Velasco Ibarra denunció el fraude
electoral e intentó un alzamiento militar, apoyado por
pilotos de la base aérea de Salinas, pero frustrado ese in-
tento, el líder fue apresado con uno de sus seguidores,
el joven dirigente de izquierda Carlos Guevara Moreno,
y desterrado del país. Al asumir Arroyo del Río la pre-
sidencia, Velasco Ibarra alzó la bandera oposicionista
desde el exilio y la mantuvo con tenacidad. Varón de ve-
ras sobresaliente, el presidente de la República se empe-
ñó en realizar una administración eficaz y constructiva
pero, dada la fuerza de la oposición, en la que desde el
principio confluyeron todos los partidos menos el suyo,
alcanzó del Congreso, de absoluta mayoría liberal basa-
da asimismo en el fraude, que se le otorgaran amplias
facultades, los llamados “poderes omnímodos”, que le
convirtieron en un verdadero dictador constitucional.
Suprimidas las garantías ciudadanas, el régimen apli-
có una severa política de represión que terminó por
restarle la poca simpatía de que ya gozaba por las de-
nuncias sobre su irregular origen. Sordo a los clamo-
res populares, rígido en la aplicación de sus principios,
el gobierno arroyista retornó, de hecho, a la situación

222
prevaleciente en el país antes de la Revolución juliana,
cuando el Partido Liberal-Radical se autocomplacía en
ostentar el monopolio del poder: Estado laico, estricta
sujeción de la enseñanza privada a la parcializada vigi-
lancia de la oficial, prohibición rigurosa de actos religio-
sos públicos, carné partidista para el acceso a los cargos
fiscales, etc. La deprimente imagen que la oposición
había logrado crear en poco tiempo del doctor Arroyo,
al que acusaba de orgulloso, soberbio, engreído e in-
sensible, fue volviéndose cada vez más negativa ante la
opinión popular.
Esta situación se agravó dados los acontecimientos
internacionales. A partir del 5 de julio de 1941 el Perú
inició una agresión armada al Ecuador, cuyas reducidas
tropas de cobertura fronteriza sostuvieron heroicamen-
te la defensa, sin ceder ante numerosas y bien pertrecha-
das fuerzas de ataque, expresamente preparadas para
el efecto. De nada valieron los buenos oficios ofrecidos
por varios países amigos. Mientras las exhaustas tropas
ecuatorianas de la línea de frontera aprovechaban un
concertado cese del fuego, las fuerzas peruanas, que-
brantándolo y utilizando por primera vez en América el
bombardeo de poblaciones indefensas y lanzamiento de
paracaidistas aerotransportados, a más de tanques, arti-
llería mayor y tropas de asalto, desataron el 25 de julio
una ofensiva que culminó con la ocupación parcial de
la provincia ecuatoriana de El Oro, cuya población civil
huyó en doloroso éxodo, y sectores de la de Loja. El 31
de julio se produjo al fin un alto al fuego al parecer de-
finitivo, pero en los primeros días de agosto la invasión
peruana continuó aguas arriba de los ríos orientales,
sobrepasando la línea de statu quo de 1936. A pesar de
la mediación de países amigos y el cese del fuego, la
ofensiva peruana habría continuado si las tropas ecua-
torianas no hubiesen formado una nueva línea de-

223
fensiva y detenido a los invasores en los combates de
Porotillo y Panupali. Poco después se firmó el Acta
de Talara, que permitió al Perú mantener sus tropas
de ocupación en los territorios invadidos.
En esta situación, con parte del patrimonio nacional
retenido en prenda, se celebró la reunión de Cancille-
res de América, convocados a Río de Janeiro para con-
solidar la unidad continental frente a la agresión japo-
nesa en Pearl Harbor que determinó la participación
de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. A la
coacción física (determinada por la ocupación armada
de territorio) se añadió la coacción moral sobre el ne-
gociador ecuatoriano, doctor Julio Tobar Donoso, que
el 29 de enero de 1942 se vio compelido a suscribir el
Protocolo de Río de Janeiro que cercenaba gravemente
el territorio patrimonial del Ecuador y sus derechos se-
culares, fundamentados en el uti possidetis iuris de 1810
y en las cédulas reales determinantes de la erección y
delimitación de la antigua Real Audiencia de Quito.
Estos hechos sellaron la suerte del gobierno de Arro-
yo del Río, compelido también a ceder bases militares a
los Estados Unidos en la península de Santa Elena y en
una de las islas Galápagos. Algo de su prestigio recobró
con la gira a la que fue invitado por varios países de
América (Colombia, Venezuela, Cuba, México y Nor-
teamérica), que le recibieron cariñosa y calurosamente;
fue llamado “apóstol del panamericanismo”; seis uni-
versidades le otorgaron doctorados honoris causa, y en
todas partes dejó grata huella de su sapiencia, señorío y
elegante palabra, uno de los más insignes oradores de la
historia ecuatoriana.
También se empeñó en realizar nuevas obras positi-
vas, como la carretera Cuenca-Loja; avances en la Baños-
Puyo, con puentes sobre los ríos Verde, Topo y Zúñag;
adquisición de sendos edificios en Quito para los minis-

224
terios de Hacienda y Agricultura, y de una casa en el
centro histórico convenientemente restaurada para Mu-
seo de Arte Colonial; sede para la Academia Nacional
de Historia; fundación de la Universidad de Loja y del
colegio Juan Pío Montúfar en la capital de la República;
fondos para la construcción de la monumental Catedral
Nueva de Cuenca, y fundación el 11 de noviembre de
1943 del Instituto Cultural Ecuatoriano, para la divulga-
ción y promoción de las artes y las letras del país, entidad
a la que dotó de cuantiosos recursos propios consisten-
tes en los 3/4% del impuesto ad valorem a las importa-
ciones, cuyas actividades inauguró personalmente el 12
de enero de 1944, ocasión en la que manifestó que “la
cuestión básica para el Ecuador es la de su cultura”. Al
poco tiempo, en efecto, comenzaron a publicarse los
primeros volúmenes de la Colección de clásicos ecuatoria-
nos, dedicados a difundir las obras del jesuita Juan Bau-
tista Aguirre, el precursor Eugenio Espejo, el poeta José
Joaquín de Olmedo y monseñor Federico González Suá-
rez, volúmenes prologados por Gonzalo Zaldumbide,
Isaac J. Barrera, Aurelio Espinosa Pólit y Jacinto Jijón y
Caamaño, respectivamente.
Todo parecía augurar la cumplida terminación del
período presidencial, aunque el 28 de mayo de 1942,
luego de una conferencia en la Universidad Central, un
grupo de líderes opositores capitaneados por el mayor
Leonidas Plaza Lasso y Luis Felipe Borja del Alcázar,
intentó penetrar por la fuerza al Palacio de Gobierno
y deponer al presidente. El golpe fracasó, Borja logró
escapar al Perú pero varios de los asaltantes cayeron pre-
sos, entre ellos Leonidas Plaza, que algo más tarde pro-
tagonizó espectacular fuga con la complicidad de sus
hermanos José María y Galo.
Poco después fueron convocadas elecciones genera-
les. El Partido Liberal-Radical oficializó como su candi-

225
dato al caballeroso y probo ciudadano ambateño doctor
Miguel Ángel Albornoz, mientras la oposición cerraba
filas en torno del doctor Velasco Ibarra, por tercera
vez candidatizado, esta ocasión por una conjunción de
fuerzas denominada Acción Democrática Ecuatoriana
(ade) en la que confluían desde los conservadores hasta
los comunistas. El presidente Arroyo del Río manifestó
que no gobernará “ni un día más, ni un día menos”.
Pero la situación económico-social se había tornado
deplorable, las manifestaciones antigubernamentales
proliferaron, duramente reprimidas por el cuerpo de
carabineros, policías profesionales muy adictos al ré-
gimen arroyista, que no vacilaron en disparar más de
una vez contra los manifestantes. En uno de aquellos
incidentes murió una niña menor de edad, hecho que
desató airada protesta de la Federación de Estudiantes
Universitarios con carteles que decían: “El pueblo pide
pan y el gobierno le da bala”, asimismo dispersada por
la fuerza.
Velasco Ibarra, para entonces, se había trasladado
desde Argentina al sur de Colombia. Delegaciones de
todo el país le visitaban. Los diversos grupos políticos
aceleraban sus contactos. La represión aumentaba. Fal-
taban pocos días para las elecciones cuando por fin es-
talló la revolución en Guayaquil el 28 de mayo de 1944.
Núcleos comprometidos de la oficialidad joven respal-
dados por elementos de tropa, con el apoyo de milicias
civiles, se alzaron en armas procurando tomar el control
de la ciudad y debelar focos de resistencia. Varias casas
de dirigentes arroyistas, incluso la del gobernador, fue-
ron asaltadas y sus muebles lanzados a la calle. Las fuer-
zas leales al régimen se hicieron fuertes en el cuartel de
carabineros, asediado por los revolucionarios. La lucha
fue sangrienta, los policías se defendieron con bravura
y el combate solamente cesó con el incendio del cuartel.

226
El movimiento encontró inmediato eco en Riobamba,
donde Carbo Paredes, jefe de los pesquisas arroyistas,
rindió la vida y su cadáver fue arrastrado por las calles.
En Cuenca, asimismo, fueron asaltadas las casas de los
áulicos del arroyismo. En Quito, el doctor Arroyo del
Río intentó defender el régimen constitucional, sin ha-
llar respaldo, mientras grupos de trabajadores y estu-
diantes civiles salían a las calles en manifestaciones de
respaldo a los revolucionarios de Guayaquil, hasta que
el presidente se vio forzado a dejar el poder y buscar
asilo en la Legación de Colombia.
El buró político de Alianza Democrática Ecuatoriana
partió de inmediato a Ipiales para traer al doctor Velas-
co Ibarra. Llegó el 31 de mayo y fue apoteósicamente
recibido por multitudes congregadas de manera espon-
tánea, que coparon la Plaza de la Independencia y sus
alrededores. El caudillo popular recibió de la ade los
poderes supremos que le entregaban y se dirigió a la
masa allí reunida, hablándole en forma directa y arre-
batadora. Todos escucharon el largo y apasionado dis-
curso, aplaudido a cada instante, sin moverse nadie de
sus puestos no obstante el torrencial aguacero que se
desató sobre Quito. Velasco Ibarra, por su parte, aceptó
estoicamente el chubasco, por “solidaridad con el pa-
triotismo de su pueblo”, negándose a aceptar el para-
guas con que intentaban guarecerle.
Casi en seguida el gobierno revolucionario otorgó el
salvoconducto necesario para que el doctor Arroyo del
Río saliera a Colombia, protegido por el asilo diplomá-
tico. Los bienes raíces, muebles y biblioteca del ex presi-
dente fueron confiscados. Su recuerdo fue cubierto de
escarnio. La Asamblea Constituyente y el gobierno le
privaron de los derechos de ciudadanía; le denostaron y
hasta se llegó a pedir para él la pena de muerte. Arroyo
del Río se radicó en Bogotá, donde escribió dos volú-

227
menes de su libro Bajo el imperio del odio para defender
su obra de gobierno y varios fascículos de un segundo
estudio intitulado En plena vorágine, urticante crítica del
velasquismo y su líder. Escribió también otros dos tomos
sobre los problemas internacionales de 1941 y 1942, con
el encargo a su hijo Agustín de que fueran publicados
después de su muerte.
Al doctor Arroyo le impidieron terminar su período,
más que la insurgencia popular que empujaba el doc-
tor Velasco Ibarra, las dolorosas consecuencias de los
acontecimientos de 1941 y 1942 —momentos aciagos,
asimismo tristes, como la crisis nacional de 1859 y 1860,
aunque muy diferentes en lo esencial y de peores y ca-
tastróficos resultados, pues no pudo contar el Ecuador,
como entonces, con la vigorosa acción cohesionante y
batalladora de un García Moreno—. La revolución del
28 de mayo impidió no sólo la terminación del período
constitucional de Arroyo —le faltaron escasos dos meses
y catorce días—, sino la nueva consolidación del régi-
men liberal radical con el casi seguro triunfo del can-
didato oficialista, gracias al inveterado fraude electoral
implantado desde los tiempos del alfarismo, perfeccio-
nado como sistema bajo el placismo.
Terminada la segunda administración velasquista vol-
vió el doctor Arroyo del Río a la patria y reabrió en Gua-
yaquil su acreditado bufete jurídico, tornando a ejercer
su profesión de abogado con el prestigio y buen éxito
de siempre. Conforme fue transcurriendo el tiempo, los
más variados círculos sociales y políticos le fueron devol-
viendo la consideración y respeto de que siempre gozó.
Esto quedó en evidencia con motivo del fallecimiento
de su esposa, doña Elena Yerovi. El doctor Arroyo del
Río falleció en su ciudad de Guayaquil el 31 de octubre
de 1969 cuando le faltaban pocos días para cumplir 76
años. El propio doctor Velasco Ibarra, que presidía por

228
entonces el país en su quinta administración, declaró
duelo nacional y reconoció, en público acuerdo publi-
cado en todos los diarios del país, los eminentes valores
y atributos que aureolaron la vida y personalidad del
ilustre fallecido.

Valoración del período de la decadencia liberal

Los casi veinte años que dura este período representan


los estertores del Partido Liberal-Radical, empeñado en
retornar al poder y, conseguido momentáneamente ese
afán, mantenerse en él contra la voluntad popular. No lo
puede lograr a pesar de todas las argucias y la sucesión
de sus mejores hombres en el mando de la República.
Pero su actividad origina, en parte, la dramática ines-
tabilidad política que caracteriza a este período, y por
consiguiente, el debilitamiento general del país y su des-
composición cívica. Por haber sido el doctor Arroyo del
Río eje del liberalismo radical y su principal mentor du-
rante todo el veintenio, aunque sólo al final haya llegado
al poder, denominamos a este lapso como “arroyista”.
Restablecido a raíz de la Revolución juliana el depar-
tamento central de estadística, el doctor Italo Paviolo,
con base en los datos de esa institución, publica aná-
lisis demográficos en torno al número de dos millo-
nes de pobladores, dato que es acogido en 1936 por
Jaramillo Alvarado. El ensayo de éste origina un no-
table estudio histórico demográfico realizado por el
general Telmo Paz y Miño, quien calcula para el país
3’414.106 habitantes como mínimo, y 4’275.465 como
máximo, tomando como base el censo de 1780 y pro-
yectando sus cómputos con un crecimiento anual de
15 o 10 por mil, respectivamente. En 1940 el profesor
Aquiles Pérez publica su Geografía del Ecuador con análi-

229
sis demográficos que le llevan a señalar una población,
hacia 1939, de 3’614.659 habitantes.
Como telón de fondo de estos casi veinte años caóti-
cos, en los que figuran con categoría de jefes de Esta-
do, en veinte gobiernos unipersonales o plurales, nada
menos que 29 personas, la crisis económica —causada
en buena parte por la ruina de los cacaotales, azotados
por la “escoba de la bruja” y la “monilia”— agudiza las
lacras de nuestro infradesarrollo, se acentúan nuestros
defectos nacionales de siempre y nuestra inestabilidad,
extremada entonces hasta lo caricaturesco. El peor y de-
sastroso efecto de esta etapa de anarquía, cuartelazos,
incertidumbre e imprevisión, es la mutilación territo-
rial impuesta en el Tratado de Río de Janeiro, compleja
de causas pero, en todo caso, culminación de nuestras
quiebras y pugnas intestinas.
A partir de 1930 se expande la novela social en el
Ecuador, en buena parte de tema indigenista campesi-
no pero también del proletariado urbano y la clase me-
dia que insurge, cuyos autores más característicos, Jorge
Icaza, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco,
Demetrio Aguilera Malta y Humberto Salvador estuvie-
ron precedidos por un precursor remoto, Luis A. Martí-
nez, y dos próximos, Fernando Chaves y Gonzalo Hum-
berto Mata. Sin embargo de que la crítica ha analizado
ampliamente la novela del Ecuador, hay que decir que
no se ha hecho hasta el presente el análisis correlativo
de su impacto, primero como descripción y denuncia
de realidades ominosas, y luego como estímulo para la
acción de cambio. Creo, sinceramente, que en su hora
esos novelistas ecuatorianos cumplieron con honor es-
tos papeles.
También es ésta la época en que se gesta la pintura
indigenista en nuestro país, cuyos precursores son dos
maestros y con sus nombres se continúa la gloriosa tradi-

230
ción del arte nacional que en el siglo xix había alcanza-
do altas cotas con los Salas, Cadena, Manosalvas y Pinto:
son ellos Víctor Mideros, que luego se vierte hacia temas
bíblicos de inspiración escatológica, y Camilo Egas. Sus
cuadros indigenistas no son, sin embargo, de denuncia
fuertemente matizada de ideología protestataria, sino
testimonios casi antropológicos de la realidad indígena,
con énfasis en su colorida vestimenta, sus aperos, sus
instrumentos musicales. Sólo al terminar el veintenio
arroyista hacen su aparición los jóvenes maestros pinto-
res de tema indigenista que buscan llamar la atención
sobre las lacras sociales: Eduardo Kingman, Oswaldo
Guayasamín, Leonardo Tejada, Bolívar Mena, etcétera.

Período del civilismo populista o velasquista


(1944-1962)

Visión general

Desde 1944 fue el doctor José María Velasco Ibarra la


figura dominante en la escena política del Ecuador, por-
taestandarte de la libertad del sufragio, la libertad de en-
señanza, la libertad de cultos y la igualdad de derechos
para todos los ciudadanos, sin discriminaciones ideoló-
gicas, siempre apoyado en el sufragio popular, pues las
masas se rendían dócilmente a su carismática palabra de
“profeta” —según se le llamaba— y a su quijotesca y ascé-
tica figura. Prosiguió y realizó ampliamente el desarrollo
vial del país, la ampliación de los niveles educativos, el
regadío y las telecomunicaciones. En el solio presiden-
cial o en el destierro, él fue quien sirvió de eje a todos
los movimientos políticos durante casi siete lustros. En
el transcurso de este período ejercieron la primera ma-
gistratura las siguientes personas: doctor Velasco Ibarra,

231
segunda administración (1944-1947), derrocado por el
coronel Carlos Mancheno Cajas, su ministro de Defensa,
contra quien levantó bandera legitimista el doctor Ma-
riano Suárez Veintimilla, vicepresidente de la Repúbli-
ca que logró triunfar, se encargó del poder por veinte
días y renunció voluntaria y patrióticamente para evitar
un posible nuevo enfrentamiento armado; Carlos Ju-
lio Arosemena Tola, patricio y banquero guayaquileño
(1947-1948) que convoca y preside las elecciones en las
que triunfa Galo Plaza Lasso, paladín de la democracia
representativa, hijo del ex presidente general Leonidas
Plaza Gutiérrez, el primero en terminar su mandato
constitucional (1948-1952) en casi un cuarto de siglo;
doctor Velasco Ibarra, tercera administración, muy cons-
tructiva, la única que logró concluir (1952-1956); doctor
Camilo Ponce Enríquez, ministro de Gobierno del ante-
rior, el primer católico militante en volver al solio presi-
dencial desde 1895, que gobierna de manera enérgica y
progresista (1956-1960) aunque enemistándose con su
antecesor; doctor Velasco Ibarra, cuarta administración
(1960-1961), que no terminó, derrocado por su vicepre-
sidente doctor Carlos Julio Arosemena Monroy, hijo del
presidente interino primero de este apellido, confirma-
do por el Congreso como presidente constitucional para
completar el tiempo que faltaba al período de su ante-
cesor. Al doctor Arosemena Monroy le derrocaron, a su
vez, los jefes militares que le sostuvieron en el poder al
coaccionar a los legisladores cuando fue planteada su
destitución constitucional en el Congreso de 1962. Esos
cuatro coroneles, luego autoascendidos a generales, lo-
graron lo que no habían podido otros varios intentos
fallidos (generales Gómez de la Torre y Larrea Alba y
coronel Mancheno), la reiniciación en el país de las dic-
taduras militaristas erradicadas en 1912.

232
El hecho de haber gobernado tres períodos constitu-
cionales, completos y sucesivos, mandatarios de la talla
de Plaza, Velasco Ibarra y Ponce Enríquez, los tres con
grandes realizaciones —antes solamente en el perío-
do de la plutocracia liberal hubo tres gobernantes que
asimismo lograron terminar sus mandatos, el general
Plaza, Baquerizo Moreno y Tamayo, pero dadas las cir-
cunstancias las realizaciones que alcanzaron no admi-
ten comparación con las obtenidas durante el período
del civilismo populista—; tal hecho, decimos, permite
aseverar que esta etapa es uno de los momentos áureos
en la historia nacional.

Antecedentes del doctor José María Velasco Ibarra

Este escritor, catedrático y político, cinco veces presi-


dente de la República del Ecuador, por lo que consti-
tuye caso singular no sólo en la historia de nuestro país
sino en la de Hispanoamérica (sólo el doctor Balaguer
en la República Dominicana ha batido ese récord, pues
ha sido seis veces presidente), nació en Quito el 19 de
marzo de 1893, de entre los cuatro hijos habidos en el
matrimonio del ingeniero Alejandrino Velasco Sardá
con doña Delia Ibarra Soberón. Aprendió de su madre
las primeras letras y cursó estudios secundarios en el Se-
minario Menor y en el Colegio San Gabriel de los padres
jesuitas. Se graduó de abogado en la Universidad Cen-
tral, en su ciudad. Mientras desempeñaba cargos secun-
darios (director del Boletín Eclesiástico, procurador sín-
dico del municipio de Quito, secretario del Consejo de
Estado) se dedicó al periodismo a lo largo de la segunda
década de este siglo con sesudos artículos escritos bajo
el seudónimo de Labriolle que llamaron poderosamente
la atención por su forma y fondo filosófico y la acerada

233
crítica que formulaba sobre los males del país. Esta la-
bor le mereció el ingreso como individuo de número en
la Academia Ecuatoriana de la Lengua correspondiente
de la Real Española; también la Academia Nacional de
Historia le designó su miembro por sus profundos artí-
culos sobre el pensamiento de Bolívar y las ideas cons-
titucionales de Rocafuerte. Nunca había tomado parte
en la política, pero aparecía como independiente que
propugnaba un retorno a las libertades conculcadas por
el Partido Liberal Radical imperante en el país desde la
turbulenta época del general Alfaro.
Al comenzar los años treinta Velasco viajó a Europa
para realizar estudios y observaciones sobre la realidad
educacional de Francia. Siguió cursos en algunos ins-
titutos de la Sorbona, y allí se encontraba cuando fue
llamado al país por varios amigos que habían lanzado su
candidatura a la diputación por Pichincha, haciéndole
triunfar. Su palabra electrizó a las barras en el Congreso
Nacional. Esa oratoria vibrante y llena de imprecaciones
le conquistó al segundo año la presidencia de la Cámara
de Diputados y se caracterizó por promover no sólo la
caída de varios gabinetes ministeriales sino, incluso, la
del propio presidente de la República, Martínez Mera,
al que fulminó con implacables dicterios. Años más tar-
de reconoció la honorabilidad y estoicismo del manda-
tario defenestrado.

La primera administración velasquista

Con el apoyo del Partido Conservador, aunque hacien-


do profesión de liberalismo “bien entendido”, consiguió
su primera presidencia de la República en las elecciones
de 1934, en las que ganó a dos opositores de extrema iz-
quierda. Como presidente electo realizó histórico viaje

234
a Perú, Bolivia, Chile y Argentina, donde fue ovaciona-
do por los pueblos y cordialmente recibido por los go-
biernos. Pese a su popularidad, Velasco Ibarra no pudo
gobernar sino un año, pues en 1935, ante la embestida
de la oposición dirigida por el abogado guayaquileño
doctor Carlos Alberto Arroyo del Río, jefe del Partido
Liberal-Radical y presidente del Senado, él mismo se-
gún lo confesaría luego “se precipitó sobre las bayone-
tas”, al pretender proclamarse dictador y no ser apoyado
por el ejército.
Un esquemático inventario de sus principales reali-
zaciones permitiría señalar que, no obstante su breve
permanencia en el poder, durante el primer velasquis-
mo hubo varias obras positivas, como el ingreso del
Ecuador en la Sociedad de Naciones; el establecimiento
del Servicio Militar Obligatorio; la iniciación de carre-
teras fundamentales como las de Cuenca-Loja-Puerto
Bolívar, Guayaquil-Manta, Quito-Chone y Quito-Esme-
raldas, que aunque entonces sólo se planificaron y co-
menzaron, anunciaban ya los posteriores planes viales;
la construcción de varios cuarteles para la policía; el co-
mienzo de un nuevo muelle-aduana sobre el río Guayas
en Guayaquil; la adquisición del buque Presidente Alfaro
para la Marina de Guerra, y de aparatos de caza para
la incipiente aviación militar; la inauguración de una
política de regadío para las zonas áridas, en la provincia
de Chimborazo, y sobre todo, una vigorosa acción edu-
cativa, inspirada en los modelos de Rocafuerte y García
Moreno: fundación del Colegio 24 de Mayo, con seccio-
nes de kindergarten, primaria, secundaria y comercial
(hasta entonces las señoritas que aspiraban al bachille-
rato debían estudiar en colegios de varones, el Mejía de
Quito, el Vicente Rocafuerte de Guayaquil, el Benigno
Malo de Cuenca); iniciación de los edificios del Normal
de Señoritas Manuela Cañizares de Quito, y del Cole-

235
gio Vicente Rocafuerte de Guayaquil; Escuela Experi-
mental Rural en Tumbaco; Granja Agrícola en Tulcán;
Escuela de Radiotelegrafía y Radiotelefonía; pero, en
particular, refundación —ya definitiva— de la Escuela
Politécnica Nacional, creada por García Moreno para
la educación tecnológica y científica, uno de cuyos pri-
meros graduados había sido precisamente el padre de
Velasco Ibarra.
En 1939 fue presentada nuevamente su candidatu-
ra bajo signo socialista, pero fue vencido por el doctor
Arroyo del Río, al que la opinión señaló como fruto de
nuevo fraude electoral. La oposición realizada bajo los
auspicios de Velasco Ibarra, que desde el exilio dirigía
sus dardos contra el presidente Arroyo del Río, originó
el derrocamiento de éste, acusado de no haber logrado
afrontar debidamente el grave conflicto armado provo-
cado por Perú con su agresión de 1941, y la suscripción
en 1942 del Protocolo de Río de Janeiro, que redujo
notablemente el territorio ecuatoriano.

La Revolución de Mayo y el segundo velasquismo

Tras la caída de Arroyo del Río, a raíz de la revolución


popular del 28 de mayo de 1944, Velasco Ibarra regresó
al Ecuador aclamado por los pueblos como nadie lo ha-
bía sido hasta entonces. Su gobierno se inició bajo el sig-
no de la extrema izquierda, que dominó en la Asamblea
Constituyente prontamente convocada, cuyo presidente
fue el doctor Francisco Arízaga Luque, líder de la Alian-
za Democrática Ecuatoriana que había protagonizado
en Guayaquil el golpe revolucionario. La Asamblea dic-
tó la Constitución de 1945, fuertemente motivada en la
de la República española, y eligió presidente constitu-
cional al doctor Velasco Ibarra para un período de cua-

236
tro años. Pero la extrema izquierda, que creía llegada su
hora, comenzó a convulsionar al país. Ya había renun-
ciado el joven canciller doctor Camilo Ponce Enríquez,
distanciado del ministro de Gobierno, doctor Carlos
Guevara Moreno, que los extremistas creían suyo, pero
al no conseguir que siguiese sus inspiraciones comen-
zaron a atacarle. El presidente Velasco Ibarra, entonces
apoyado en dicho ministro, dio un viraje brusco el 30 de
marzo de 1946, fecha en la que dejó sin efecto la Car-
ta Fundamental del año anterior, desterró a varios diri-
gentes políticos izquierdistas y convocó nueva Asamblea
Constituyente presidida por el líder conservador doctor
Mariano Suárez Veintimilla. Bajo inspiración derechis-
ta diose, entonces, una nueva Constitución al país, la
de 1946, y se volvió a elegir presidente constitucional al
propio doctor Velasco Ibarra y vicepresidente al doctor
Suárez.
En esta segunda administración prosiguieron los em-
peños constructivos del presidente Velasco Ibarra con el
mismo ritmo febril que en la primera, y asimismo con
notables logros: ingreso del Ecuador en las Naciones
Unidas; continuación de las carreteras iniciadas en el
primer velasquismo, suspendidas varios años, y de otras
varias; ampliación de los programas de regadío, inclu-
so la construcción de la represa de Punta Carnero, en
la península de Santa Elena, que no dio los resultados
esperados, en parte por deficiencias en la planificación
y quizá también en la construcción; nacionalización de
The Guayaquil and Quito Railway Co. que administraba
el ferrocarril del Sur con la eficiencia que generalmente
caracteriza a la empresa privada, medio de comunica-
ción que al ser manejado por el Estado inició un paula-
tino proceso involutivo; ingreso del Ecuador en la Flota
Mercante Grancolombiana; vigorizamiento de las Fuer-
zas Armadas mediante la construcción de cuarteles y

237
provisión de servicios, inclusive para la Marina y la Avia-
ción, arma ésta reforzada con nuevas aeronaves; cuarte-
les de policía como el de Quito; garantía a los estable-
cimientos particulares para que ejerzan la libertad de
enseñanza, liberándolos de la discriminación legal que
los sujetaba a la tutela de los colegios estatales; facultad
legal para la fundación de la Universidad Católica del
Ecuador, cuyo primer rector fue el eminente humanista
padre Aurelio Espinosa Pólit; y transformación del Ins-
tituto Cultural Ecuatoriano, que se fundara durante el
régimen arroyista, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana,
dinamizada por Benjamín Carrión y financiada con los
mismos recursos con que Arroyo del Río había dotado
a la entidad por él creada. En fin, se dictó la Ley de Es-
calafón y Sueldos del Magisterio que hizo realidad una
vieja aspiración de los maestros. A este cúmulo de rea-
lizaciones se debe agregar la creación del Tribunal Su-
premo Electoral, como función autónoma del Estado,
independiente del Ministerio de Gobierno, destinado a
garantizar la libertad de sufragio.
No logró, sin embargo, culminar el doctor Velasco
Ibarra su cuadrienio de gobierno, nuevamente derroca-
do, esta vez por su propio ministro de Defensa, coronel
Carlos Mancheno Cajas, en el momento más inoportu-
no, pues el canciller José Vicente Trujillo había viajado a
Río a una nueva reunión de cancilleres americanos, oca-
sión para la que se había preparado el planteamiento de
revisión del Protocolo de Río de Janeiro: mas en aquel
cónclave se adujo que al carecer de reconocimiento el
gobierno surgido del golpe militar, carecían de repre-
sentación los delegados ecuatorianos nombrados por el
régimen depuesto.

238
Antecedentes de Galo Plaza

En las elecciones convocadas por Carlos Julio Arose-


mena Tola participaron como candidatos el doctor Ma-
nuel Elicio Flor Torres por el Partido Conservador; el
general Alberto Enríquez Gallo por una coalición de los
Partidos Liberal-Radical y Socialista, y Galo Plaza Lasso
por una alianza de independientes de amplio espectro,
fundada bajo la denominación de Movimiento Cívico
Democrático Nacional (mcdn). La votación no favore-
ció al general Enríquez, que apenas obtuvo 55.000 vo-
tos; y no apareció clara respecto de los candidatos Flor y
Plaza Lasso, cuyos partidarios les adjudicaban el triunfo.
El Tribunal Supremo Electoral inició entonces los es-
crutinios y se libró una verdadera batalla de anulación
de sufragios, con especial perjuicio para el candidato
conservador. Así, cuando el Tribunal proclamó los resul-
tados, el triunfo correspondió a Galo Plaza con 119.439
votos; Flor alcanzó 115.404. Pero según la voz popular,
éste fue el auténtico ganador.
El 1 de septiembre de 1948 subió al poder Galo Plaza
Lasso. Había nacido en Nueva York el 17 de febrero de
1906, cuando su padre, el ex presidente de la Repúbli-
ca por dos períodos, general Leónidas Plaza Gutiérrez,
hasta hace poco ministro plenipotenciario del Ecuador
en los Estados Unidos, había dejado ese cargo ante la
nueva dictadura del general Alfaro. La madre del nuevo
presidente, Avelina Lasso de Plaza, pertenecía a la más
antigua aristocracia quiteña: era descendiente directa
del capitán Diego de Sandoval, uno de los fundadores
de Quito y Guayaquil, en 1534 y 1535, respectivamente,
y biznieta de los próceres de la Independencia Ascázubi
y Salinas, ambos victimados el 2 de agosto de 1810.
Galo Plaza fue el primero desde 1924 en terminar su
período presidencial de cuatro años; él puso fin, por

239
tanto, a 24 años caóticos en los cuales el Ecuador de
hoy, entre mandatarios legítimos, dictadores y encar-
gados del poder, tuvo 22 gobiernos y 29 gobernantes:
¡casi un gobierno por año! Hombre ecuánime, con
una gran dosis de sentido común, Plaza instauró una
administración tranquila, tecnocrática y de orientación
predominantemente centrista, con algunas concesiones
al socialismo: él personalmente se consideraba liberal
por tradición familiar, sin estar afiliado por entonces al
Partido Liberal-Radical. Sostenía una política inspirada
doctrinariamente en el New Deal de Roosevelt, aunque
sus principales amigos norteamericanos, como Nelson
Rockefeller, pertenecían al Partido Republicano. Sus
enemigos le acusaron frecuentemente de ser proyanqui
y él jamás disimuló sus simpatías por la gran potencia
norteamericana en una de cuyas ciudades naciera, don-
de cursara estudios superiores, vendiera manzanas en
época de crisis y jugara fútbol.
Plaza fue fundador del Colegio Americano de Qui-
to para la enseñanza primaria y secundaria de carácter
bilingüe. Fue un adinerado ganadero y terrateniente,
sumamente progresista en sus fincas, modelos de or-
ganización y trabajo. Muy aficionado al deporte —que
le dio una figura esbelta y fornida— y a la fiesta brava
—que practicó personalmente al igual que sus herma-
nos José María y Leonidas— gozó de las simpatías de la
clase media, que le aplaudía cuando iba a los partidos de
futbol y a las corridas de toros; estuvo apoyado también
por la alta burguesía, pero no por la gran masa popular
que no encontraba en él las condiciones de caudillo a
que Velasco Ibarra la había acostumbrado y que descon-
fiaba de su presunta entrega a los yanquis.
Plaza estudió la primaria en Quito bajo la égida del
eminente educador católico monseñor Pedro Pablo Bor-
ja Yerovi, y la secundaria en el Colegio Mejía, donde se

240
graduó de bachiller en 1925. En las Universidades de Ca-
lifornia y Maryland, eua, siguió cursos sobre agricultura
y economía, y de diplomacia en la Universidad de Geor-
getown en Washington. Antes de llegar a la presidencia
Plaza fue agregado civil de la Embajada del Ecuador en
la capital norteamericana; concejal del municipio de
Quito y presidente del Cabildo; presidente de la delega-
ción ecuatoriana a la I Olimpiada Bolivariana celebrada
en Bogotá; ministro de Defensa Nacional y Oriente en
el gobierno del doctor Mosquera Narváez, en cuyo be-
neficio disolvió la Asamblea Constituyente de 1938; em-
bajador del Ecuador en Washington durante la segunda
administración del doctor Velasco Ibarra; delegado a la
Conferencia Panamericana de Chapultepec y la Confe-
rencia de San Francisco de California para la Organiza-
ción de las Naciones Unidas, en la que tuvo destacada
participación, y por último senador por Pichincha.

El gobierno de Galo Plaza

Deseoso de tecnificar su administración, Plaza recurrió,


en cuanto le fue posible, a la asesoría de los organismos
internacionales, panamericanos y mundiales. Nume-
rosísimos expertos de diversas nacionalidades llegaron
entonces al país enviados por el Fondo Monetario In-
ternacional, el Banco Internacional de Reconstrucción
y Fomento y el Eximbank; asimismo la fao, la oms, la
unesco la cepal, el unicef, la oea, etc., enviaron sus
técnicos que recorrieron el país de un extremo a otro
y cuyos informes sirvieron de punto de partida para la
planificación que el gobierno de Plaza proyectaba. De
particular interés fue el completo informe económico,
el primero de carácter integral que se intentaba en el
país, realizado por la cepal.

241
El 5 de agosto de 1949, cuando el presidente se dispo-
nía a presentar al Congreso ordinario el primer informe
de su actividad, un pavoroso terremoto asoló la región
central de la sierra ecuatoriana, causando enormes des-
trozos en la ciudad de Ambato, que quedó semidestrui-
da, sepultó Pelileo y arrasó Píllaro y decenas de pueblos,
con un triste saldo de por lo menos 8.000 muertos,
centenares de heridos y millares de viviendas arrasadas.
Plaza, con el apoyo de todo el país, que se demostró so-
lidario frente a la catástrofe; la ayuda internacional que
llegó pronta y generosa, en especial de las naciones del
continente americano, y el auxilio de la Iglesia, particu-
larmente del obispo de Ambato, monseñor Bernardino
Echeverría, demostró entonces sus condiciones de esta-
dista, se apersonó de inmediato en la zona de la catástro-
fe, dispuso las medidas de emergencia y socorro urgen-
te e inició al punto las tareas de reconstrucción. Plaza
despertó el recuerdo, entonces, de la acción de García
Moreno en el terremoto de Ibarra de 1868, y Rocafuerte
en la terrible epidemia que azotó a Guayaquil en 1842.
Bajo la administración de Plaza, gracias a la visión
de Clemente Yerovi, su ministro de Economía, se sen-
taron las bases para un resurgimiento económico del
Ecuador que aún soportaba las secuelas de la crisis de
los años treinta. Se obtuvo crédito internacional para
renovar los cultivos agrícolas, en especial los del arroz,
y para iniciar los cultivos de banano, en los que se puso
especial empeño, con tan buen éxito que pronto logró
convertirse el Ecuador en el segundo exportador mun-
dial de este producto, y años más tarde, el primero. El
boom del banano redime al Ecuador de la terrible crisis
de las décadas anteriores y le permite nueva bonanza
económica y estabilidad política y hace posibles tres go-
biernos constitucionales sucesivos que logran terminar
sus respectivos períodos cuadrienales.

242
También se prestó mucha atención al cacao, café y
algodón. Nuevos métodos de cultivo, selección de semi-
llas, experimentación de especies resistentes a las plagas,
almacenamiento de productos, lucha contra la erosión,
reforestación, etc., fueron las preocupaciones funda-
mentales de un magistrado como Plaza que al propio
tiempo era un excelente agricultor y reconocía la voca-
ción agrícola del país. Desde luego, la ganadería vacuna,
una de sus aficiones predilectas, ocupó buena parte de
su atención. Fomentó la importación de sementales, los
concursos de ejemplares selectos; promovió también la
aclimatación de ganado lanar en los páramos.
No es extraño, pues, que se haya incrementado la
exportación de productos agrícolas que habían sido la
fuente tradicional de las divisas ecuatorianas (cacao, café,
arroz, sombreros de paja toquilla), a lo que se añadió la
creciente exportación de banano. Durante su mandato
se duplicó el total de las exportaciones, que pasaron de
1.309 millones de sucres a 2.565 millones. El medio cir-
culante aumentó de 680 millones a 1.044 millones. Sola-
mente en 1950 el total de las exportaciones fue de 15 mi-
llones de dólares en cacao, 17 millones y medio en café,
9 millones en arroz y 7 millones en bananos. El dólar se
cotizaba a 17 sucres y era para entonces una de las mone-
das duras y estables de Latinoamérica. La producción de
petróleo en la península de Santa Elena casi alcanzaba
tres millones de barriles al año y la exportación de oro
alcanzó los 26 millones de sucres.
Otro paso positivo, y no de los menores, fue la reali-
zación del primer Censo Nacional de Población, el 29
de noviembre de 1950, que constituyó no sólo uno de
los logros más importantes del gobierno de Plaza sino
también de la programación racional que se inició en-
tonces. Clemente Yerovi, gran visionario de la economía
nacional, comprendiendo que la estadística es la medi-

243
da de realidades y fuente de planificación, organizó el
Censo con un equipo entusiasta de colaboradores. Le
sucedió en la cartera el doctor Gustavo Pólit Ortiz que
continuó la labor hasta que los proyectos fueron reali-
dad. Se comprobó entonces que la población del Ecua-
dor era de 3’202.757 habitantes, que Guayaquil era la
primera ciudad del país con 256.966 y que la capital de
la República, Quito, tenía 209.932.
Quizá católico en su fuero interno, dada la educación
recibida de su madre y las enseñanzas de monseñor Bor-
ja Yerovi, pero al parecer neutralizada esa creencia por
la tradición anticlerical de su padre y el bachillerato en
un colegio que por entonces hacía especial profesión
de clerofobia, Plaza se abstuvo de apoyar a la Iglesia ca-
tólica, ni siquiera para la celebración del II Congreso
Eucarístico en Quito —que pese a ello fue una vibrante
y multitudinaria manifestación de fe católica—; prote-
gió a las misiones protestantes y no vaciló en entregar
el Ministerio de Educación a Carlos Cueva Tamariz, alto
dirigente del Partido Socialista, quien permitió que los
puestos clave de la enseñanza oficial fueran ocupados
por maestros a menudo extremistas con claras tenden-
cias comunizantes. El ya para entonces viejo laicismo
de tipo jacobino comenzó a transformarse en renovada
tendencia antirreligiosa bajo signo marxista. Por ello,
uno de sus principales oponentes fue el jefe conserva-
dor doctor Ruperto Alarcón Falconí, que interpeló en
el Congreso al ministro doctor Cueva en uno de los de-
bates más caracterizados que se han producido en el
Parlamento Nacional.

244
La oposición a Plaza

Pero el principal campeón de la oposición al gobierno


de Plaza fue el jefe de la Concentración de Fuerzas Po-
pulares (cfp), doctor Carlos Guevara Moreno, fundador
de ese movimiento populista. El doctor Guevara, biólogo
de profesión pero con una extraordinaria aptitud para
la organización política de masas con sentido moderno,
lanzaba desde la revista Momento, órgano de su partido,
con la ayuda del abogado doctor Rafael Coello Serrano,
agudos y corrosivos ataques contra el régimen. Plaza so-
portó con altivez —siguiendo también en esto el ejem-
plo de su padre— los embates de esa prensa enemiga,
que no encontraba nada bueno en su gobierno y tenía
una capacidad de propagación extraordinaria, hasta el
punto de erosionar día a día el prestigio y la imagen del
gobierno, pero el presidente encontró una coyuntura le-
gal que le permitió silenciar aquella revista y enjuiciar a
los líderes de la cfp gracias a la habilidad de su ministro
de Gobierno, el veterano político y experimentado ju-
risconsulto doctor Andrés F. Córdova. En consecuencia
Guevara Moreno, Coello Serrano, Rafael Dillon Valdez
y Luis Jácome Ribeyro fueron violentamente apresados
el 12 de julio de 1950, y posteriormente aumentó la lista
de los detenidos. Guevara y Coello fueron trasladados al
Panóptico de Quito, donde permanecieron en prisión
por un período superior a un año.
Al llegar el momento de la sucesión presidencial, Pla-
za garantizó elecciones libres y cumplió su palabra, no
sin tener que lamentar, como excepción, que su director
de Seguridad, comandante Aurelio Olarte, de filiación
socialista, el 22 de marzo de 1952 reprimiera violenta-
mente a balazos una pacífica manifestación velasquista.
Aquel día hubo que lamentar un muerto y aproximada-
mente medio centenar de heridos. Lo mismo ocurrió

245
después en Cuenca, así como cuando el nuevamente
candidatizado doctor Velasco Ibarra hizo su entrada en
la capital. También el velasquismo mantuvo una oposi-
ción permanente al gobierno de Galo Plaza Lasso.
Se habían presentado como aspirantes para sucederle
Ruperto Alarcón Falconí, por las derechas encarnadas
en el tradicional Partido Conservador; José Ricardo Chi-
riboga Villagómez, ex secretario de Administración con
Arroyo del Río, y ex alcalde de Quito, por el liberalismo;
Carlos Guevara Moreno, por la cfp, y el doctor Velas-
co Ibarra, que se presentaba por cuarta vez y ya había
sido dos veces presidente. Éste, con sólo su retorno al
país desde su exilio de cinco años en Buenos Aires, hizo
que se retirasen de la lid, primero el doctor Eduardo
Salazar Gómez que aparecía como candidato oficial, y
luego el doctor Guevara Moreno, que volvió de nuevo a
apoyarle.
Velasco Ibarra triunfó arrolladoramente con 153.934
votos, la cifra más alta registrada hasta entonces en la
historia del país; le habían apoyado grandes núcleos de
antiguos partidarios, conservadores y liberales indepen-
dientes, sectores de la aristocracia y la banca tanto de la
sierra como de la costa, el nuevo partido populista, la
cfp, y un pequeño pero aguerrido movimiento juvenil
de élite, Acción Revolucionaria Nacional Ecuatoriana
(arne), a menudo acusada de fascista por la extrema
izquierda. Sin embargo, la explicación del triunfo velas-
quista estaba, como tantas otras veces y en buena parte,
en su formidable capacidad oratoria: “¡Dadme un balcón
en cada pueblo y triunfaré!”, había dicho, y así fue. Alar-
cón Falconí obtuvo 115.165 votos; Chiriboga, 67.397, y
Modesto Larrea, aristócrata terrateniente en torno de
quien se aglutinó la izquierda a última hora, 15.245.

246
Actuaciones posteriores de Plaza Lasso

Una vez que Plaza entregó el poder se retiró por un tiem-


po a la vida privada pero pronto fue requerido, dadas
su experiencia, ecuanimidad y extraordinario don de
gentes, para intervenir en la vida pública internacional.
Alcanzó relieve mundial al actuar como mediador en
Chipre, Líbano y el Congo, por encargo de las Naciones
Unidas. Posteriormente, en 1960, volvió a ser candidato
a la presidencia de la República por el Partido Liberal-
Radical al que se afilió, pero no tuvo éxito, vencido por
el alud velasquista en su cuarta campaña electoral.
Luego fue llamado por las naciones americanas como
secretario general de la oea, en una época en que arre-
ciaban contra dicha organización dardos demoledores,
provenientes de diversos arcos, sobre todo castro-mar-
xistas, hasta el punto de ponerse en peligro la supervi-
vencia de la entidad regional. Nuestro compatriota supo
mantenerla, enrumbarla, capear el temporal y entregar
el mando, airosamente, a un nuevo timonel. Su voz, lue-
go de hacer juego a los intereses del capitalismo yanqui,
supo formular una crítica incluso dura contra los Esta-
dos Unidos, pero siempre honesta y constructiva, sin
odios. Expresó con altura y firmeza ante los más altos
magistrados y cenáculos norteamericanos los puntos de
vista de Latinoamérica, no con ánimo beligerante y ne-
gativo, sino con espíritu de positiva cooperación, para
lo cual señaló defectos pero también caminos posibles
para mejorar el intercambio. Le despidieron con afec-
to y admiración, reconociéndole a la cabeza de todos el
vicepresidente norteamericano Nelson Rockefeller, y el
secretario de Estado doctor Henry Kissinger, como “ciu-
dadano del mundo”. Para el Ecuador fue motivo de or-
gullo nacional que un compatriota haya estado al frente
del órgano regional, sin estridencias inútiles, pero tam-

247
bién sin claudicaciones. Se consagró, así, como una de
las figuras cimeras del Ecuador contemporáneo y uno
de los líderes más serenos de Latinoamérica.

Valoración de Plaza Lasso

Galo Plaza ganó limpiamente un alto puesto en la his-


toria nacional, hemisférica y mundial. El achicamiento
del planeta por la difusión de los medios de transporte
y comunicación social contribuyó a hacer generalmente
conocida su simpática figura. Sus claras dotes de rea-
lismo le hicieron ganar batallas difíciles ante las cuales
otros habrían sucumbido o desertado. Su talento, culti-
vado a lo largo de los años, desde que cursara estudios
universitarios en Norteamérica, le permitieron como
galardones, más de un doctorado honoris causa. Su título
mayor fue siempre saber hacer bien las tareas que em-
prendió, sin desestimar las críticas y sin enconarse con-
tra ellas. Cuando Plaza volvió a los lares patrios, luego
de su ardua jornada internacional, todos le auguraron
que las brisas nativas le fueran gratas. Y cuando, en 1986
cumplió 80 años, unánimemente volvieron a aplaudirle,
viendo en él una especie de rector moral de la demo-
cracia ecuatoriana. Así, rodeado del afecto ciudadano,
murió el 28 de enero de 1987. El presidente de México,
Miguel de la Madrid, interpretó el sentimiento interna-
cional de pesar por la muerte de Galo Plaza Lasso al
decir: “El ilustre estadista ecuatoriano, durante su activa
vida política, supo ganar el aprecio y el reconocimien-
to no sólo de sus conciudadanos sino también de todos
aquellos que compartimos su vocación por la democra-
cia y la solidaridad latinoamericana.”

248
La tercera administración de Velasco Ibarra

Éste fue el único período que logró terminar Velasco Iba-


rra, gracias en parte al apoyo que después del triunfo le
dieron el Partido Conservador y el dirigente derechista
doctor Camilo Ponce Enríquez, su antiguo ministro de
Relaciones Exteriores a raíz de la Revolución de Mayo,
fundador para entonces de un pequeño pero selecto
núcleo político, el Movimiento Social Cristiano. El pre-
sidente designó a Ponce ministro de Gobierno y juntos
lograron vencer obstáculos, neutralizar la oposición y
hacer posible una dinámica y constructiva obra guber-
namental, aunque en ocasiones debieron extremar las
medidas de represión y llegaron, incluso, a clausurar po-
derosos órganos de prensa como El Comercio de Quito,
La Nación de Guayaquil, y otros. Ponce resistió y triunfó
en dos interpelaciones para las que fue llamado al Con-
greso Nacional.
Fue durante esta tercera administración velasquista
cuando Velasco realizó su obra de mayor envergadura,
gracias ante todo a la bonanza económica que empezó a
producirse por efecto del cultivo intensivo y las exporta-
ciones de banano originados en el gobierno de Plaza: se
puso en marcha, ante todo, el I Plan Vial, orgánicamen-
te concebido, que proyectaba el mantenimiento de vías,
continuación de trabajos, iniciación de la planificación,
construcción y asfaltado de carreteras en las tres regio-
nes del país: el plan comprendía 1.861 km de vías, de las
cuales se realizaron 491 km totalmente terminados, in-
cluso 160 asfaltados, 449 km de rutas piloto, 722 de des-
banques y terraplenes, 749 de drenaje y 691 de afirmado.
El presidente alcanzó a inaugurar la carretera Girón-Pa-
saje, iniciada en la primera administración, y la Durán-
Tambo, comenzada en la segunda. Se construyeron 20
puentes entre los de estructura de hormigón armado y

249
los metálicos. Las construcciones escolares merecieron
también especial atención pues se terminaron 311 loca-
les y avanzaron las obras de otros 104, distribuidos entre
todas las provincias del Ecuador. La atención a la ense-
ñanza secundaria comprendió la construcción del nue-
vo edificio para el Colegio 24 de Mayo; el internado del
Normal Manuela Cañizares; la planificación de los cole-
gios Aguirre Abad de Guayaquil, 5 de Junio de Manta,
Eloy Alfaro de Bahía, y Paltas de Catacocha; un millón
de sucres para el terreno del Colegio Montúfar de Quito;
medio millón para la biblioteca del Vicente Rocafuerte;
otro tanto para el Pedro Carbo de Guaranda, y 200.000
sucres para el terreno del Bernardo Valdivieso de Loja.
Las Fuerzas Armadas tuvieron preponderante atención:
se construyeron nueve campamentos militares, incluso
el Velasco Ibarra de Salinas; nuevas dependencias mi-
litares en el Ministerio de Defensa Nacional en Quito
y Riobamba, El Puyo, Chunchi, Girón y Guayaquil; un
pabellón con todos los servicios en el Hospital Militar
de Guayaquil; adquisición de dos modernos destructo-
res, el Presidente Alfaro, en reemplazo del adquirido en la
primera administración, y el Presidente Velasco Ibarra, seis
lanchas para el servicio de patrullaje; edificio de la go-
bernación marítima en Galápagos; aviones Douglas C-47
de transporte, bombarderos Camberra y cazas Meteor
de propulsión a chorro para la aviación. Otras obras fue-
ron el Hogar Indígena de Conocoto, la Cárcel para Mu-
jeres de Quito, los teléfonos automáticos de Guayaquil.
Continuó la obra de regadío con canales en Tumbaco,
Portoviejo, Riobamba, El Quinche, Arenillas. Y para pre-
parar debidamente la inversión y desarrollo del país, se
creó la Junta Nacional de Planificación y Coordinación
Económica.

250
Antecedentes de Camilo Ponce Enríquez

De familias antiguas por las raíces e hidalgas por la tra-


dición, el doctor Camilo Ponce Enríquez fue el cuar-
to de nueve hijos de don José Ricardo Ponce y Ponce
y doña Ana Luisa Enríquez Vélez de Ponce. Entre sus
ascendientes directos figuran Miguel Ponce y el doctor
Antonio Ante, próceres de 1809. Su abuelo paterno fue
el doctor Camilo Ponce Ortiz de Cevallos, jefe del Parti-
do Conservador Ecuatoriano a fines del siglo xix y can-
didato a la presidencia de la República en 1892.
Nació en Quito el 31 de enero de 1912, en la casa de
su abuelo situada en la calle Rocafuerte entre Venezuela
y Guayaquil. Hizo sus estudios en el Pensionado Elemen-
tal del doctor Pedro Pablo Borja Yerovi; el Colegio San
Gabriel de los padres jesuitas —donde se destacó por el
cultivo de las disciplinas humanísticas y sociales, su ele-
gante oratoria y su inspiración poética— y se graduó de
bachiller en el Colegio Vicente León de Guayaquil. Doc-
tor en derecho por la Universidad Central del Ecuador
(1938), un año más tarde organizó el Frente Nacional
para apoyar la segunda candidatura del doctor Velasco
Ibarra, la única fallida. Al triunfar el doctor Arroyo del
Río, Camilo viajó a Chile, donde perfeccionó sus estu-
dios jurídicos y sociales, y a su regreso reinició la labor
de oposición doctrinaria que ya había comenzado en la
Universidad contra el sectarismo del viejo liberalismo ja-
cobino, para lo cual participó primero en Unión Nacio-
nal (1941), intento de unidad de varios grupos derechis-
tas, inclusive conservadores no afiliados. Publicó luego
Génesis y ocaso de un régimen (1942), donde ya constan
en esquema sus principales concepciones ideológicas
y es además una cáustica y persuasiva denuncia de los
errores y vicios de la camarilla liberal-radical burguesa
apoderada por la fuerza del poder desde 1895 y mante-

251
nida en él gracias al fraude electoral sistematizado; y por
fin, en 1945, integró, con gente de todos los partidos
políticos del Ecuador —desde el conservador hasta el
comunista, incluyendo liberales no adictos al régimen
arroyista— la Alianza Democrática Ecuatoriana (ade)
que preparó y llevó a cabo la Revolución del 28 de mayo
de 1944 que derrocó al doctor Arroyo del Río y puso fin
al dominio monopólico del liberalismo en el Ecuador.
Ponce fue uno de los cinco miembros del Buró Político
de la ade que se hizo cargo del poder aquel día y lo en-
tregó el 31 de mayo al doctor Velasco Ibarra.
Designado canciller del segundo velasquismo, ape-
nas a los 32 años —uno de los más jóvenes ministros de
Relaciones Exteriores del Ecuador—, concurrió en tal
calidad a la Conferencia de San Francisco de California
para la elaboración y suscripción de la Carta de las Na-
ciones Unidas. Dejó ese cargo en 1945 y fundó el Par-
tido Demócrata Nacional y su vocero El Heraldo. Poco
después alcanzó una curul en la Asamblea Nacional
Constituyente de 1946, en la que fue segundo vicepre-
sidente, dignidad que luego declinó. Con posterioridad
fue vicepresidente del municipio de Quito, presidente
de la Unión de Quiteños, entidad fundada para velar
por el progreso de la capital y defender sus tradiciones y
riquezas monumentales y arquitectónicas. Fue también
profesor de derecho constitucional en la recién funda-
da Universidad Católica del Ecuador y subdecano de la
Facultad de Jurisprudencia. En el gabinete constitucio-
nal del doctor Mariano Suárez Veintimilla ocupó la car-
tera de Obras Públicas.
Ministro de Gobierno en la tercera administración
del doctor Velasco Ibarra, demostró ser no sólo político
hábil y enérgico —asumió la responsabilidad de la clau-
sura de los diarios El Comercio de Quito, La Nación y La
Hora de Guayaquil, protagonizada por el efervescente

252
temperamento del presidente de la República— sino
también verdadero estadista, de firmes bases doctrina-
rias y persuasivas condiciones de orador, al afrontar sen-
das interpelaciones en dos congresos sucesivos por par-
te del aguerrido líder comunista licenciado Pedro Saad,
en las que salió triunfante (septiembre 18 de 1983; oc-
tubre 15 de 1954). Fundó luego el Partido Social Cris-
tiano que, con el viejo Partido Conservador, el juvenil
movimiento arne y variados sectores de independien-
tes integró la Alianza Popular. Ésta lo candidatizó en
1956 a la presidencia de la República. Tras dramática
campaña electoral triunfó en libres elecciones popula-
res con 178.424 votos frente a 175.378 de su principal
contendiente, el caballeroso líder liberal-radical doctor
Raúl Clemente Huerta; 149.935 del doctor Carlos Gue-
vara Moreno, jefe de la cfp y 110.056 del doctor José
Ricardo Chiriboga Villagómez, candidato disidente del
liberalismo.

El gobierno de Camilo Ponce Enríquez

Aunque fue criterio generalizado que difícilmente po-


dría mantenerse en el poder, por ser el primer católico
militante que llegaba al solio presidencial después de 61
años de gobiernos liberales de signo jacobino clerófobo,
Ponce ejerció la primera magistratura durante todo su
período constitucional de cuatro años, caracterizados,
dentro de una tendencia centro-derechista, por su senti-
do de equilibrio, comprensión y tolerancia, no obstante
la enconada oposición de sus adversarios. Logró estable-
cer una política de austeridad en los gastos, y a pesar de
los escasos recursos presupuestarios, realizar fructuosa
obra pública, financiada en parte con los empréstitos
obtenidos para la preparación de la XI Conferencia Inte-

253
ramericana, con sede en Quito que no llegó a realizarse
lamentablemente.
Embelleció la capital con grandes construcciones: el
Palacio del Congreso, la Cancillería, la Caja del Seguro
(hoy iess), el gran Hotel Quito, las residencias estudian-
tiles de las Universidades Central y Católica, el edificio
terminal del aeropuerto Mariscal Sucre, la restauración
del Palacio de Gobierno también llamado de Caronde-
let y de la Sala Capitular en San Agustín, la iniciación
del Palacio de Justicia, etc. Dotó a Guayaquil del mo-
numental Puerto Nuevo (edificios, dársenas, muelles,
bodegas, etc.) considerado al concluirse como el mejor
de la costa sudamericana del Pacífico, obra largamen-
te acariciada por los guayaquileños desde años antes;
inició la construcción del aeropuerto Simón Bolívar de
Guayaquil, obra realizada en buena parte durante su ad-
ministración; situó 60 millones de sucres para rellenos
y agua potable de los suburbios pantanosos (suma que
equivalía en aquella época a más de tres millones de
dólares), terminó la edificación del Estadio Modelo, y
planificó la construcción del puente sobre el río Gua-
yas que la mezquindad de la oposición desatada por un
agresivo y demagógico grupo de politiqueros impidió
que fuera hecha entonces, aunque seis años más tarde,
gracias al esfuerzo y visión del presidente Yerovi, se hizo
posible la realización de aquella magna obra.
En materia de construcciones escolares la tarea de
Ponce fue enorme: realizó en su mayor parte la nueva
edificación del Colegio Femenino 24 de Mayo iniciada
por Velasco Ibarra en Quito; construyó totalmente los
modernos colegios Juan Bautista Vásquez, Ángel Poli-
bio Chávez y Eloy Alfaro para educar a la juventud de
Cañar, Bolívar y Guayas, respectivamente; dotó de ele-
gantes pabellones y canchas deportivas al colegio de
señoritas Aguirre Abad de Guayaquil, iniciado por su

254
predecesor; y comenzó, planificó y financió el Montúfar
de Quito, fundado por el doctor Arroyo del Río, y el de
señoritas de Ibarra. Imposible enumerar las muchas es-
cuelas, más de 500, que en toda la República recibieron
nuevos y modernos edificios, algunos de ellos extraordi-
narios. Editó la Biblioteca ecuatoriana mínima para difun-
dir los valores culturales del país (29 volúmenes).
En lo militar deben mencionarse el campamento Ge-
neral Epiclachima, la Comandancia General de Marina
y la Escuela de Artillería El Pintado en Quito; el Cam-
pamento Militar General Rumiñahui y los casinos y co-
medores para la tropa en las bases de la Fuerza Aérea
Ecuatoriana en Salinas y Quito. Difícil reseñar todo lo
realizado por Ponce en materia de carreteras, puentes,
túneles, telecomunicaciones y puertos, y quizá éste sea
el rubro más importante de su gestión administrativa.
Ciertamente tuvo errores, pero se atenúan ante lo po-
sitivo de su obra, la paz que logró mantener —incluso
con algún acto eventual de fuerza, necesario para conte-
ner la anarquía (2 y 3 de junio de 1959)— y el respeto a
las garantías ciudadanas y libertades públicas.

Últimas actuaciones del ex presidente Ponce

Con tan significativa obra de gobierno, realizada en ape-


nas cuatro años con escrupuloso manejo de los recursos,
el doctor Camilo Ponce Enríquez se consagró como uno
de los más serios, constructores y fecundos gobernantes
del Ecuador. Lamentablemente, su distanciamiento con
el presidente Velasco Ibarra, a quien remplazó y sucedió
a su vez, contribuyó a erosionar el apoyo que le daban
las masas velasquistas. Y aunque Ponce continuó por lar-
go tiempo siendo la figura más recia y popular entre las
fuerzas de derecha, ya no volvió a tener en su favor la

255
serie de circunstancias que hicieron posible su triunfo.
Luego de un viaje de estudio por Europa se opuso de
1963 a l965 a la Junta Militar de Gobierno, que inten-
tó confinarlo en las islas Galápagos. Apoyó el acceso al
poder del presidente Yerovi Indaburu. Fue candidato a
la presidencia de la República en la Asamblea Nacio-
nal Constituyente de 1966, nuevamente (al igual que
10 años atrás) frente al doctor Raúl Clemente Huerta,
candidato del liberalismo, y al no poder obtener los vo-
tos necesarios para triunfar, contribuyó a la negociada
designación transaccional del doctor Otto Arosemena
Gómez, que nunca había sido su amigo político, al pa-
recer con la promesa de que éste le apoyaría desde el
gobierno en las nuevas elecciones, compromiso incum-
plido por dicho gobernante interino empeñado en su
propia narcisista figuración.
En las elecciones de 1968 el doctor Ponce fue nueva-
mente candidato por la unidad de las derechas (Parti-
dos Conservador y Social Cristiano e independientes),
frente al doctor Velasco Ibarra, que triunfó por cuarta
vez en el cómputo final, no obstante que aquél lo hizo
en 11 provincias. Desde entonces el doctor Ponce se
apartó de la política activa debido a serios quebrantos
de su salud y se negó a aceptar una nueva candidatura
en 1970, aunque dejó todavía oír eventualmente nuevas
admoniciones contra la serie de dictaduras instauradas
a partir de aquel año.

Valoración de Ponce Enríquez

Aquejado de breve y dolorosa enfermedad, tras una ope-


ración quirúrgica de la que no logró convalecer, el doc-
tor Camilo Ponce Enríquez murió el 13 de septiembre
de 1976. Y podemos decir que murió en la lucha, recio

256
adalid del civilismo y el constitucionalismo, así como de
la unidad nacional. Ciertamente su paso provocó reac-
ciones agresivas y violentas: no podía ser de otro modo,
puesto que encarnaba ideales e ideas largamente mar-
ginadas, más por sectarismo que por razón y más por
imposición de las bayonetas que por mandato de las
papeletas. Deseó un remozamiento en las filas del tra-
dicionalismo político, del cual su ilustre abuelo había
sido abanderado, pero algunos dirigentes le cerraron
las puertas, llevados como en tantas otras ocasiones de
mezquinos intereses de cenáculo minúsculo —mal en-
démico del partidarismo político y en especial de los
conservadores, una de las causas para que no hayan po-
dido volver al solio de García Moreno— y obligándole a
levantar bandera aparte.
A veces esos oponentes le apoyaron en sus triunfos,
pero le volvieron de nuevo las espaldas porque, líderes
menores (no faltos de mérito, pero sin talla política),
querían parangonársele. Deseó también el fin del siste-
ma de partido único impuesto en las primeras décadas
de esta centuria y combatió abiertamente el régimen
entonces imperante, sumando su prestigio y eficacia a
la tarea del segundo y el tercer velasquismos, lo que le
acarreó la resistencia de los unos y los otros: de aquellos
porque le consideraban enemigo nato y ancestral, y de
éstos porque le reputaban ya miembro propio, atado en
forma sumisa y acrítica al carruaje empresarial que vora-
ces intereses corroían. Ponce siguió imperturbable y, ya
presidente, gobernó con la Constitución sin conculcar
libertades ni garantías: alguien dijo, al fin de su manda-
to, que el suyo había sido el mejor gobierno liberal de
todo el siglo.
Católico por convicción, los sectarios creían que Ponce
gobernaría sin tolerancia y se equivocaron. Pero el solo
hecho de haber sido el primer magistrado de signo cris-

257
tiano militante, desde la subida de Alfaro, originó arre-
metidas injustas que le obligaron a utilizar energías en
un combate al parecer inútil en nuestros tiempos. Esto,
sin embargo, le obligó a un alto y ejemplar testimonio:
nunca escondió sus creencias religiosas ni su confianza
en Dios. Intrépido, afrontó sin vacilar riesgos y peligros.
Camilo Ponce Enríquez, en los cuatro años de su go-
bierno, fue uno de los más altos y preclaros presidentes
del Ecuador. Uno de los luchadores más vigorosos y bri-
llantes del civilismo, certero y afilado como un dardo,
aunque sin odiar a nadie, muy al contrario, con un gran
amor a la verdad y la justicia, es decir, a Dios, la patria y
sus semejantes.

El cuarto velasquismo

Cuando finalizó su tercera presidencia el doctor Velasco


Ibarra y resultó triunfador su ex ministro de Gobierno
doctor Camilo Ponce Enríquez se produjo prontamente
un distanciamiento entre los dos, por lo que el velas-
quismo declaró beligerante y sañuda oposición al nuevo
gobierno. Cuatro años después, en las elecciones presi-
denciales inmediatamente posteriores, fue nuevamente
candidatizado el doctor Velasco Ibarra y volvió a triun-
far abrumadoramente. Fue entonces cuando interpre-
tando los sentimientos populares, proclamó la nulidad
del Protocolo de Río de Janeiro, con unánime, general y
multitudinario alborozo en el Ecuador, recelo en Amé-
rica y, desde luego, rechazo abierto en el Perú.
Diversas circunstancias, causa y efecto a la vez unas de
otras, entre ellas una devaluación monetaria —el sucre
había sido hasta entonces una de las monedas estables
en el continente— fueron deteriorando la situación eco-
nómico-social del país. Por otra parte, la “guerra fría”

258
entre las dos potencias hegemónicas y la influencia de
la reciente revolución cubana liderada por Fidel Castro
repercutían poderosamente en la política interna de los
países latinoamericanos, entre los que el Ecuador no fue
una excepción. Los partidos, trabajadores y estudiantes
de izquierda agitaban activamente la vida nacional y ma-
nifestaban simpatías por el vicepresidente y presidente
del Congreso doctor Carlos Julio Arosemena.
Hay que sumar a estos factores un nuevo deterioro de
la situación económico-social. El auge del banano ecua-
toriano había estimulado el desarrollo de otras áreas
productoras de esta fruta en América, Asia y África,
competencia internacional que originó pugnas —inclu-
so sobre las variedades cavendish y gross michel— entre las
grandes transnacionales comercializadoras del banano,
caídas de precios y ocasionales descuidos en la lucha
contra las plagas para mantener la calidad del producto
ecuatoriano. La nueva crisis originó difíciles circunstan-
cias, desequilibrios de presupuesto y balanza de pagos,
devaluaciones de la moneda, descontento popular, agi-
tación política —exacerbada por la “guerra fría” y la
encubierta pero a veces indisimulada manipulación de
la política nacional por las grandes potencias— todo lo
cual ayuda a explicar el retorno a la inestabilidad.
Como adehala, buques pesqueros norteamericanos
incrementaron por entonces su libre faenar dentro de
las 200 millas reservadas desde 1952 por el Ecuador, jun-
to con Chile y Perú, lo que motivó una redada hecha
por la Marina Nacional, con la correspondiente captura
de los infractores, acontecimiento que puso en pugna a
los Estados Unidos y el gobierno velasquista. El hecho
llegó a la oea que llamó la atención de los dos países
para que alcanzaran un entendimiento: en realidad, era
la primera vez que la gran potencia norteamericana re-
cibía una advertencia de tal naturaleza por el organismo

259
regional. Producido el distanciamiento, la visita oficial
del líder estadunidense Adlai Stevenson al Ecuador pa-
reció coyuntura favorable para propiciar un rencuentro
entre los dos países y Velasco Ibarra se preparó para re-
cibir al ilustre huésped pese a la abierta oposición de los
sectores de izquierda. Mas en esos mismos días, el vice-
presidente Arosemena, acompañado de una abigarrada
comitiva, viajó ostensiblemente a Moscú invitado por la
Unión Soviética.
Al retorno de Arosemena Monroy, la pugna con Ve-
lasco Ibarra se volvió irreversible. Hubo enfrentamientos
verbales entre los partidarios de ambos líderes y conatos
de agresión en el Congreso, donde chocaron las barras
contrapuestas y se produjeron disparos. Arosemena acu-
só al régimen de haber querido asesinarlo y se declaró en
franca oposición mientras sus simpatizantes conspiraban
abiertamente. Poco antes, un intento de alzamiento mili-
tar en Quito fue sofocado no sin víctimas. Airado Velasco
Ibarra ordenó la detención del vicepresidente y varios
legisladores, acompañados de otros dirigentes de diver-
sos sectores comprometidos contra el gobierno, incluso
Assad Bucaram, nuevo jefe de la Concentración de Fuer-
zas Populares, quienes fueron llevados a la Penitenciaría
Nacional.
Simultáneamente con estos hechos, en el país entero
se producían manifestaciones, motines y paros que lo
convulsionaron. Los de Cuenca y Tulcán fueron deter-
minantes. Las Fuerzas Armadas intervinieron entonces
y resolvieron deponer a Velasco y encargar el poder al
Presidente de la Corte Suprema doctor Camilo Gallegos
Toledo. Desencadenado así el desenlace de la crisis polí-
tica, el presidente Velasco Ibarra buscó asilo en la Emba-
jada de México, pero el doctor Gallegos apenas alcanzó
a pernoctar en el Palacio de Gobierno, pues la Fuerza
Aérea Ecuatoriana intervino en favor del vicepresidente

260
preso, realizó vuelos rasantes sobre el Palacio del Con-
greso, donde los legisladores se hallaban bloqueados
por tanques del ejército. Predominó la acción aérea, los
legisladores proclamaron a Arosemena como sucesor
legal de Velasco mediante remiendo constitucional que
se dijo ser suficiente, y el nuevo jefe del Estado pasó de
inmediato de la Penitenciaría al Palacio de Carondelet,
en medio de las expectativas ciudadanas, desengaño de
los velasquistas, batir de palmas en la extrema izquierda
y renovadas esperanzas de las masas populares dados los
atributos del nuevo mandatario.
Aunque el cuarto velasquismo apenas duró algo más
de un año, el carismático caudillo logró nuevamente
impulsar varias obras. Puso en marcha el II Plan Vial,
dentro del cual se construyó la carretera al Empalme, en
la provincia del Guayas; se pavimentó la vía Latacunga-
Quevedo —aunque la calidad de la obra fue muy criti-
cada luego, dado su rápido desgaste— y se continuaron
varias de las rutas contempladas en el I Plan Vial. Se creó
el Banco Ecuatoriano de la Vivienda y se inició el Siste-
ma Mutualista de Ahorro y Crédito para Vivienda con
la fundación de la Mutualista Pichincha, cuyo primer
socio fue el propio doctor Velasco Ibarra. Asimismo, en
fin, se estableció la Empresa de Cemento Guapán.

Últimas actuaciones del doctor Velasco

Todavía hubo un quinto velasquismo, pues el doctor


Velasco Ibarra volvió a triunfar en elecciones libres. De-
bió gobernar como presidente constitucional de 1968 a
1972. Sin embargo, a mediados de 1970, ante circuns-
tancias que le fue imposible controlar, prefirió romper
la Constitución de 1968 y gobernar como dictador con
plenos poderes, respaldado inicialmente por las Fuerzas

261
Armadas. Permaneció en el poder, efectivamente, hasta
el martes de carnaval de 1972 en que fue derrocado por
el general Guillermo Rodríguez Lara, a quien el presi-
dente había designado comandante general de las Fuer-
zas Armadas. Le faltaban pocos meses para terminar su
período cuadrienal. Salió entonces nuevamente al des-
tierro, en compañía, como siempre, de su esposa doña
Corina, y recomenzó su casi monástica vida de exiliado.
Otra vez Buenos Aires, otra vez la austeridad absoluta, la
pobreza, y en esta ocasión, la ancianidad. ¡Qué contraste
con varios ex dictadores y ex jefes de Estado de nuestra
paradojal Iberoamérica, que acumularon en el poder
tan grandes fortunas que no sabían en qué gastar!
La varias veces primera dama, doña Corina Parral Du-
rán de Velasco Ibarra, quien naciera en un hogar rico de
Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires en la República
Argentina, tenía en su vejez que movilizarse a pie o en el
servicio público de transportes de la ciudad de Buenos
Aires. En ocasiones la acompañaba su marido; otras, iba
sola. Un día, el 7 de febrero de 1979, al tratar de ascen-
der a un ómnibus, doña Corina resbaló y cayó al pavi-
mento. Instantes después moría. Su esposo, desolado,
condujo el cadáver de su amada compañera al Ecuador,
que los acogió con amor y dolor. Todos los sectores socia-
les y políticos, y desde luego, las multitudes, rodearon al
anciano caudillo en su inmensa pena. “Sólo he venido a
meditar y morir”, confesó entre lágrimas el gran tribuno,
al que nada había doblegado en 40 años de brega. Días
después, en efecto, el 30 de marzo de 1979, Velasco Iba-
rra fallecía también, agobiado por el dolor. Su entierro,
en medio del llanto de toda la nación y el respeto aun de
sus adversarios políticos, fue una nueva apoteosis. Como
en sus grandes triunfos, las multitudes siguieron el corte-
jo, llenaron el templo de San Francisco, desbordaron la
gran plaza indohispana y acompañaron sus restos hasta

262
el cementerio de San Diego. Ni él ni su esposa atesora-
ron bienes de fortuna, pero sí el mayor de los tesoros
humanos: el amor de todo un pueblo. Sepultados Velas-
co Ibarra y doña Corina en fosas gemelas con austeras
lápidas recordatorias, nunca faltan flores en sus tumbas
y, como algo ya proverbial, hay siempre un clavel blanco
en la de ella y otro rojo, en la de él.

Valoración de Velasco Ibarra

En cada una de las ocasiones en que dejó la presidencia


salió Velasco Ibarra del país, compulsiva o voluntaria-
mente, y llevó una ascética vida como catedrático uni-
versitario, la primera vez en Colombia, y luego en Vene-
zuela, Chile y Uruguay, pero sobre todo en Argentina.
Alguna vez fue también invitado a dictar conferencias
en México. Sus campañas electorales fueron siempre
violentas, a veces regadas con sangre de sus partidarios
por los ataques de sus opositores, o por la característi-
ca “furia velasquista” de quienes le seguían, y siempre
agitada por su oratoria flamígera, llena de apocalípti-
cos denuestos, sobre todo contra quienes han estado en
ejercicio de la presidencia, es decir, sucesivamente con-
tra Martínez Mera, Córdova Nieto, Arroyo del Río, Pla-
za Lasso, Ponce Enríquez, Yerovi Indaburu, Arosemena
Gómez y, finalmente, Rodríguez Lara.
Alto, enjuto, quijotesco; de frente despejada que la
prematura calvicie fue ampliando progresivamente y
que en las ciudades cubría con arriscado sombrero de
fieltro, o con uno de paja toquilla en los campos; ojos vi-
vaces que los anteojos volvían relampagueantes por los
bruscos giros de la cabeza; bigotillo a la garciana pre-
cozmente encanecido; mejillas magras de anacoreta;
cuello alargado; manos sarmentosas de prestidigitador,

263
aptas para la gesticulación hipnotizante y los ademanes
de una oratoria vibrátil, de hombros hacia arriba, sobre
todo la diestra, caracterizada por el blandir del índice
en permanente denuncia profética; erguida la figura
como lanza que sobresale en medio de los demás; acer-
batanado, diríase mejor, y pernilargo; elegante en el
vestir, incluso en los momentos de extremada pobreza;
dominador en el hablar, tanto en la conversación como
en el discurso, singularmente el de barricada, con una
voz de inflexiones inconfundibles, ora reposada, ora
incendiaria, de variados matices metálicos, a veces chi-
llona, siempre restallante, de raras inflexiones, modu-
laciones productoras de contrastes dentro de la amplia
gama del diapasón, plena de gritos, repeticiones, esta-
llidos, vibraciones, silabeos reiterativos, hiatos, y sobre
todo, dicterios..., dicterios fulminantes, de aquellos que
dejan marca indeleble, lanzados en catarata arrollado-
ra, personalísima, que ha suscitado muchos imitadores,
aunque nadie ha logrado en realidad alcanzar su mag-
nética trascendencia, y por lo contrario, casi todos han
caído en el ridículo al pretender reproducirla: tal fue
Velasco Ibarra.
Todas sus presidencias se caracterizaron por su tempe-
ramento agresivo y maquiavélico; descontento de las le-
yes que le parecían insoportable freno (quebrantó todas
las constituciones que juró defender, salvo la de 1946,
es decir las de 1929, 1945 y 1967); se manifestó siempre
poseído de una capacidad de acción que servía de fuerte
contraste sobre todo con la indolencia de los regímenes
liberales; deseoso de instaurar efectivamente todas las
libertades, menos cuando éstas servían a sus opositores
(clausuró varios órganos de prensa en sus diversas ad-
ministraciones, o les impidió circular); rodeado siempre
de una aureola de popularidad tumultuaria; enemigo
acérrimo de las directivas de los partidos, para los que

264
tenía acres censuras, pero cuyo apoyo buscaba, más que
volublemente, según las necesidades del ajedrez políti-
co; preocupado, en fin, de las angustias del pueblo y la
búsqueda de mejores condiciones de vida para los des-
poseídos, como lo manifestaba en sus discursos, decretos
y medidas que sus opositores generalmente calificaban
de demagógicos.
El doctor Velasco supo imprimir en todas las ocasiones
una dinámica acción creadora en el Ecuador, expresada
en carreteras, puentes, edificios escolares, entidades de
promoción, regadío. Pero a pesar de ello, el país vivió bajo
sus gobiernos períodos de terrible turbulencia, en parte
causada por la beligerancia incontenible del propio pre-
sidente, pero sobre todo por la oposición de los sectores
privilegiados, renuentes a ceder algo de sus prebendas.
La parte más positiva de la acción de Velasco Ibarra fue
la restauración de las libertades de sufragio, educación
y cultos; la abolición de la discriminación administra-
tiva por ideas políticas y religiosas; la promoción de la
enseñanza secundaria para la mujer; el fortalecimiento
del sentimiento nacional venido a menos a raíz del Tra-
tado de Río de Janeiro, cuya nulidad fue proclamada
por él en 1960; el respeto y protección a la Iglesia cató-
lica y la fundación de centenares de escuelas, decenas
de colegios, la Politécnica, las Universidades Católicas
de Quito, Cuenca y Loja y la Tecnológica Equinoccial.
Realizó, en verdad, una verdadera revolución incruen-
ta, pues consolidó las libertades que el liberalismo había
proclamado y las depuró de las limitaciones que el jaco-
binismo radical había impuesto.
Velasco Ibarra fue una de las figuras sobresalientes de
la vida cultural del país y es quizá la más controvertida
personalidad política de la historia contemporánea del
Ecuador, aunque sin lugar a duda nadie podrá negar que
se trata del más notable de los ecuatorianos del siglo xx.

265
Como pensador, ensayista, internacionalista, catedrático
y polemista, en sus numerosos libros, escritos y discur-
sos, se halla un poderoso fondo de doctrina filosófica de
inspiración cristiana, admirativo boliviarianismo y acen-
drados sentimientos hispánicos, latinos e hispanoameri-
canistas, de humano sentido trascendente que contrasta
en forma notable con los avatares y versatilidad de su ac-
tuación y simpatías políticas. Con Juan José Flores, Gar-
cía Moreno y Alfaro son los magistrados que han gober-
nado más tiempo en la República del Ecuador, aunque
Velasco Ibarra supera a los dos últimos pues alcanzó a
regir el país por casi 13 años en sus cinco administracio-
nes, pero pasa a segundo lugar con respecto al primero.
En cuanto a su obra gubernativa, no hay duda de que
con Rocafuerte y García Moreno forman un trío de ex-
celentes gobernantes civilistas. Perdurarán las polémicas
en torno a este personaje y la historia probablemente
tardará en dar el fallo definitivo y ponderado, dadas la
complejidad de los acontecimientos que protagonizó y
lo tempestuoso de su cambiante temperamento, pero to-
dos deberán reconocer en Velasco Ibarra un varón supe-
rior, de los indudablemente grandes en nuestros anales.
El doctor José María Velasco Ibarra fue, en efecto, el
ecuatoriano que más tiempo gobernó, casi 13 años, más
concretamente 12 con 10 meses y días, sea como pre-
sidente o como dictador: del 1 de noviembre de 1934
al 20 de agosto de 1935; del 31 de mayo de 1944 al 28
de agosto de 1947; del 1 de septiembre de 1952 al 31
de agosto de 1956; del 1 de septiembre de 1960 al 7 de
noviembre de 1961 y del 1 de septiembre de 1968 al 15 de
febrero de 1972. Pero su influencia política desde arriba
o desde abajo duró más de 40 años y sólo terminó con su
muerte. Fue, así, el personaje que más tiempo dominó en
nuestra historia.

266
Período del militarismo institucionalizado
o las Fuerzas Armadas en el poder
(1963-1979)

Visión general

Todos los cuartelazos a lo largo de la historia nacional si-


guieron más o menos un esquema idéntico: producido
el golpe de Estado, el jefe militar que lo había mentali-
zado y en cuyo beneficio se producía, convocaba a elec-
ciones para asamblea nacional constituyente; reunida
ésta, le designaba encargado del mando supremo o jefe
interino, y cuando se terminaba de redactar la constitu-
ción, le nombraba presidente constitucional, mediante
lo cual quedaba legitimado el cuartelazo inicial.
Este esquema no se concretó en la Revolución juliana
que terminó por encargar el poder a un civil, el doctor
Ayora; ni en las dictaduras de Páez y Enríquez, pues las
constituciones que auspiciaron no llegaron a regir. Es-
tos hechos, unidos al fracaso de las intentonas del gene-
ral Gómez de la Torre y el coronel Mancheno, parecen
haber inducido a las Fuerzas Armadas a ya no promover
uno solo de sus altos jefes en próximos planes de cap-
tación del poder, sino a actuar como ente colectivo or-
ganizado que delega el mando a un equipo de sus jefes
(cuadrunvirato militar, bajo la denominación de Junta
Militar de Gobierno en 1962; triunvirato, o Consejo
Supremo de Gobierno en 1976; solamente en 1972 las
Fuerzas Armadas asumen el poder a través de un gobier-
no unipersonal, el del general Rodríguez Lara).
En realidad son las Fuerzas Armadas las que colecti-
vamente ostentan el mando a lo largo de estos 16 años
de gobierno, pues los gobiernos civiles intermedios son
interinos, como en los casos de Yerovi Indaburu y Aro-
semena Gómez o del quinto velasquismo, cuyo líder no

267
logra terminar el período, y en todo caso, a los dos años
de gobierno mediante autogolpe respaldado por las
Fuerzas Armadas, asume el doctor Velasco Ibarra pode-
res dictatoriales. Estos gobiernos civiles apenas logran
durar algo menos de seis años. Tal es la razón por la
cual, tras el análisis de nuestra historia, hemos conside-
rado válido aumentar, en la periodización, esta etapa de
hegemonía militar, cuando las Fuerzas Armadas actúan
como ente orgánico que respalda a sus delegados.
La sucesión presidencial se presenta entonces de
acuerdo con el siguiente detalle: Junta Militar de Go-
bierno, cuadrunvirato (1963-1966); interinazgo de Cle-
mente Yerovi Indaburu (marzo a noviembre de 1966);
doctor Otto Arosemena Gómez, interinazgo constitu-
cional (noviembre de 1966 a agosto 31 de 1968); doc-
tor José María Velasco Ibarra, presidente constitucio-
nal (1 de septiembre de 1968 a 22 de junio de 1970)
y dictador (desde esa fecha hasta el 15 de febrero de
1972); general Guillermo Rodríguez Lara, que depone
al doctor Velasco y gobierna como dictador aunque se
denomina presidente de la República (martes de car-
naval de 1972 al 11 de enero de 1976), sustituido a su
vez por el Consejo Supremo de Gobierno, triunvirato
militar que entrega el mando el 1 de septiembre de
1979.

La caída del doctor Arosemena Monroy

La estabilidad política que hizo posible el período de


civilismo populista en el que dominó Velasco Ibarra se
debió también, a más de las causas antes anotadas, a la
segunda de las constituciones velasquistas, la de 1946,
ya que la primera, de 1945, tuvo escasa vigencia. En rea-
lidad, pese a remiendos circunstanciales, esa carta polí-

268
tica duró hasta el golpe mediante el cual se impuso el
cuadrunvirato militar, es decir 17 años.
El gobierno del doctor Arosemena Monroy, pese a
las esperanzas cifradas en él, consolidado su ascenso al
poder mediante simple moción de componenda, inició
su gobierno con muy buenos auspicios y un gabinete de
concentración nacional integrado por valiosas figuras de
la política ecuatoriana. Lamentablemente una serie de
errores fue erosionando con rapidez el prestigio guber-
namental. Las sentenciosas declaraciones del presidente,
casi siempre olímpicas y a veces gallardas, no pudieron
contrarrestar el desequilibrio generalizado que en toda la
nación provocaban sus alardeados “vicios masculinos”.
No dejó, sin embargo, de concluir algunas obras pú-
blicas, como el aeropuerto de Guayaquil, iniciado por
Ponce Enríquez, y comenzar otras. Su posición inicial
de mantener relaciones con la Cuba de Castro, pese a
las presiones norteamericanas, fue correcta, en línea
semejante a la tradicionalmente mantenida por Velas-
co Ibarra en casos parecidos. Agitado el asunto por la
política interna, Arosemena terminó por ceder a las
presiones. Esta falta de coherencia le trajo problemas
en el gabinete y en las Fuerzas Armadas. En todo caso,
su imagen todavía logró preservarse y realizó una visi-
ta oficial a los Estados Unidos, donde fue recibido por
el presidente Kennedy. Su discurso en la oea mereció
aplauso generalizado, aun de la oposición.
A su retorno al país menudearon los episodios de cí-
clicos abandonos del poder, hábilmente ocultados por
su secretario general, y se expandió la oposición. En un
inflamado discurso el presidente llegó a afirmar que
ante cualquier intento para derrocarlo “incendiaría el
país del Carchi al Macará”. Todavía logró alcanzar, aun-
que utilizando todos los medios persuasivos del poder,
una ligera mayoría para impedir su destitución cuando

269
ésta fue planteada de acuerdo con la Constitución en
el Congreso, acusándosele de “dipsómano piromanía-
co”. Los altos jefes militares, coaccionando sin disimulo
al congreso e irrespetando la libre actuación de aquel
alto poder, inclinaron la balanza en favor del presiden-
te. Treinta y tres legisladores votaron en su contra, nú-
mero insuficiente para lograr su caída (que requería
dos terceras partes de los votantes) pero revelador de
la creciente oposición a su gobierno. El debate que en-
tonces se produjo dejó al doctor Arosemena seriamente
quebrantado. Sólo una enérgica reacción personal suya
para corregir los aspectos censurados hubiera podido
hacer convalecer su figura, y el país así lo esperaba, pero
en vez de esto el presidente protagonizó nuevos episo-
dios que agravaron la situación.
Paso positivo en el gobierno de Arosemena Monroy
fue la realización del II Censo Nacional de Población el
23 de noviembre de 1962. Los resultados permitieron
reconocer el aumento demográfico del Ecuador, con
una población de 3’576.007. Guayaquil subió a 510.094,
Quito a 354.746 y Cuenca a 60.402.
Una sorda lucha de influencias internacionales con-
trapuestas se desarrollaba mientras tanto en el Ecuador
tratando de manipular la política ya a favor ya en contra
de los Estados Unidos. Un agente de la norteamericana
Agencia Central de Inteligencia (cia), Philip Agee, dio
a conocer años más tarde su intervención en la políti-
ca ecuatoriana y los censurables medios utilizados para
desestabilizar aún más el gobierno del doctor Aroseme-
na Monroy, con participación de destacados políticos
nacionales de varios partidos, incluso incrustados en
el propio gabinete ministerial, y hasta miembros de las
Fuerzas Armadas, que con grave quebranto de la ética
y el patriotismo se habían puesto al servicio de aquellos
turbios manejos.

270
Algunos esfuerzos por salir de la crisis y varias medi-
das positivas parecieron permitir un convalecimiento
del régimen en postrer chisporroteo. La cena ofrecida
por el doctor Arosemena a un alto funcionario de la
empresa privada norteamericana llegado al país para la
inauguración de una nave de cabotaje marítimo deno-
minada Santa Mariana, dio lugar a lamentables excesos
en el Palacio de Carondelet, nunca suficientemente es-
clarecidos. Como resultado de ellos, el presidente fue
depuesto por los cuatro jefes militares que le habían
ayudado a sostenerse en el poder cuando se planteó en
el congreso su destitución, y sustituido por ellos mis-
mos. Resistió valientemente pero al fin se vio obligado
a abandonar el palacio y salir al exilio en Panamá. Así
finalizó el más largo período de la historia ecuatoriana,
el velasquista, fuerza popular a la que debió Arosemena
Monroy las expectantes posiciones que logró alcanzar.

La Junta Militar de Gobierno

El 11 de julio de 1963 se hicieron cargo del poder, con


el nombre de Junta Militar de Gobierno, los tres jefes
de las ramas militares: capitán de navío Ramón Castro
Jijón, comandante de la Marina; Luis Cabrera Sevilla del
Ejército, y teniente coronel Guillermo Freile Posso de
la Aviación, más el coronel Marcos Gándara Enríquez,
senador funcional por las Fuerzas Armadas. A poco de
asumir el mando se autoascendieron al grado inmedia-
to superior mediante una reforma legal que radicaba el
procedimiento en una junta de generales y almirantes
en servicio, facultad hasta entonces propia del Congre-
so a quien tradicionalmente había correspondido, bajo
los regímenes de derecho, conceder los ascensos a los
más altos grados del escalafón militar. El cuadrunvirato,

271
a lo largo de su gobierno, dictó también otros decretos
que ampliaban el cuadro ya abigarrado de privilegios
castrenses, tónica hipertrofiada en las posteriores dicta-
duras del militarismo institucionalizado.
Apenas captado el poder desataron los cuadrunvi-
ros una política de fuerte represión, particularmente
contra elementos de izquierda, y no sólo extremistas.
Con el transcurso del tiempo fueron reprimidas tam-
bién todas las voces de oposición, de variado matiz
ideológico. Para el efecto se apresuraron en dictar la
llamada Ley de Seguridad Nacional, generalizada en
América Latina por inspiración del Pentágono, consis-
tente en la estructuración de un régimen policiaco para
el cual no hay otro valor supremo que la denominada
“seguridad del Estado” al que se subordinan todos los
demás. Como parte de esa política se conculcaron siste-
máticamente los derechos humanos y las garantías ciu-
dadanas. Se multiplicaron las prisiones políticas, y de
facto se impuso la norma de que todos los detenidos
son culpables a menos que comprueben su inocencia.
Al cabo de más de 50 años volvieron a aplicarse ba-
ños de agua helada a los presos políticos. Al periodista
que lo denunció se le privó de libertad. Se suprimió,
en fin, el derecho de huelga y se restringió la libertad
de asociación sindical. Obviamente, todo esto motivó
más reclamos, agitación, paros y huelgas en señal de
protesta.
Paso positivo de la Junta, que debe señalarse, fue la
Ley de Reforma Agraria y eliminación del huasipungo.
Ya en el Congreso de 1962, la Cámara de Diputados ha-
bía aprobado en primera una proyecto de ley sobre esta
materia, con discusiones que motivaron al país entero. Y
aunque la dictada por los cuadrunviros era insuficiente
para los fines propuestos de limitar los latifundios, pro-
mover el mejoramiento de los campesinos e incentivar

272
la producción, la nueva ley permitió otorgar millares de
escrituras de propiedad a ex huasipungueros y a nuevos
propietarios de parcelas de tierra, aspectos benéficos
atenuados por la proliferación de minifundios y la masi-
va migración campesina a las ciudades.
También propiciaron los militares una reforma tri-
butaria, evidentemente necesaria, y lograron consoli-
dar la tributación en unos cuantos impuestos básicos,
eliminando centenares de gravámenes de menor cuan-
tía que en vez de recaudar más recursos los dilapida-
ban en el costo de los trámites burocráticos. Por otra
parte, se propusieron iniciar cambios estructurales en
las fuentes primarias de ingresos promoviendo una
política desarrollista basada en incentivos y subsidios
para la creación de industrias cuya producción sustitu-
yese las importaciones. La intención era buena, pero
la metodología y el equipo que tenía a su cargo este
cometido fracasaron. El plan de desarrollo elabora-
do en la Junta Nacional de Planificación por expertos
nacionales bajo la dirección de Clemente Yerovi —el
padre del auge bananero—, aunque fue entregado a
los cuadrunviros no alcanzó a ser puesto en práctica
porque se precipitó el derrumbe del gobierno militar.
Conforme aumentaba la duración de la dictadura iba
advirtiéndose el fracaso en la conducción económica
del país. Llegó a venderse parte de los tramos de oro
de la reserva monetaria, y ésta cayó no solo a niveles
críticos sino que llegó a quedar casi exhausta. Y aun-
que pudo realizar el cuadrunvirato algunas obras pú-
blicas, no muchas dada la crisis que iba acentuándose
—por ejemplo, la pavimentación de la salida norte de
Quito, desde la avenida Colón hasta Carretas—, la de-
primida imagen que la política gubernamental había
creado sobre la misma dictadura echó pronto en el ol-
vido los aciertos.

273
En cambio, hubo empeño de la oposición, sobre todo
de izquierda, en poner de relieve los errores. Y uno, de
bulto, que a la postre incidió gravemente en la caída de
la dictadura militar, fue la suscripción, por el canciller
Neptalí Ponce Miranda —que lo había sido también, y
con acierto, durante todo el gobierno democrático de
Galo Plaza—, de un convenio secreto con los Estados
Unidos de América para facultar el faenamiento de los
barcos pesqueros californianos dentro de la zona de 200
millas de soberanía exclusiva que el Ecuador había pro-
clamado junto con Chile y Perú en 1962.
La cada vez más angustiosa situación económica, que
repercutía gravemente en las clases populares, volvió
efervescente la agitación social. Para evitarla, nada me-
jor pudo hacer la dictadura que acentuar la represión
y aumentar el número de presos políticos. El jefe de la
aviación, coronel Freile Posso, que por su fama de hábil
piloto había logrado sus ascensos, endulzado en el ejer-
cicio siquiera parcial del poder empezó a ambicionar
un liderazgo político total. A tal efecto, en un reducido
mitin de áulicos que alimentaban sus aspiraciones, ex-
teriorizó despectivos y aun ofensivos sentimientos con-
tra todos los partidos políticos que, al sentirse desafia-
dos, convocaron una manifestación popular en Quito,
violentamente reprimida, sus líderes fueron apaleados
y aun flagelados, muchos de ellos presos. Dieciséis di-
rigentes de los principales partidos políticos (conser-
vador, liberal, socialista, cfp, velasquismo, cid) fueron
compulsivamente desterrados al Paraguay, clausurado
el diario El Tiempo, de Quito y prohibidas las manifes-
taciones populares. Pero estas medidas incendiaron al
país. Nuevos motines, paros y huelgas se sucedieron. Y
al cabo de un mes la dictadura debió revocar el ucase
de destierro. A poco, tras una manifestación estudian-
til en Quito, la fuerza pública allanó, bala en boca, la

274
Ciudad Universitaria, que antes había sido clausurada,
y con irrespeto de la autonomía garantizada por el de-
recho ecuatoriano, se había organizado con elementos
adictos al régimen que no pudieron impedir las expre-
siones de protesta.
De nada valió la destitución del coronel Freile Posso,
jefe de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, por sus compañe-
ros de cuadrunvirato. Los triunviros no pudieron man-
tener el control ni restablecer la paz ciudadana. La dura
represión se extendió a varias ciudades cuyas fuerzas
vivas, al sentirse agraviadas, declararon paros generali-
zados. Los sindicatos de transportistas y las centrales de
trabajadores declararon sendas huelgas. Los estudiantes
universitarios y secundarios multiplicaron sus manifes-
taciones. Incluso las cámaras de la producción hicieron
oír sus protestas, mientras los partidos políticos, coali-
gados, organizaban juntas constitucionalistas en toda la
República. La dictadura se desmoronó el 29 de marzo
de 1966.

Gobierno civil interino de Yerovi Indaburu

Varón consular de acendradas virtudes republicanas,


Clemente Yerovi pasó por la historia nacional sin ofen-
der a nadie, sirviendo a todos, empeñándose siempre
en construir. Cuando la patria le llamó a presidir por
corto lapso sus destinos —del 29 de marzo al 16 de no-
viembre de 1966, algo menos de ocho meses—, en cir-
cunstancias difíciles, Yerovi pacificó el país, restauró su
economía con enérgicas medidas que todos acataron
sometiéndose a la disciplina nacional por él convocada,
hizo posible entre otras obras la planificación y posterior
construcción del Puente de la Unidad Nacional sobre el
río Guayas, uno de los trabajos de infraestructura más

275
importantes en nuestros anales, y dio ejemplo de des-
prendimiento sin precedentes, pues se apartó del poder
en la fecha que él mismo estableció al asumirlo, cuando
muchos sectores le llamaban para que continuase en el
ejercicio del mando, actitud la suya contrastante con la
de otros gobiernos del período del militarismo institu-
cionalizado que incumplieron el plazo ofrecido para
entregar el poder, a cuyo efecto incurrieron en prórro-
gas con uno u otro pretexto.
Yerovi gobernó con absoluta independencia de to-
dos los partidos políticos, no obstante que la mayoría
de ellos le apoyaban. Designó a sus ministros en estricta
consulta con su propia conciencia sin comprometerse
con ninguno para nombrar colaboradores, removerles
o cambiarles de posición. Y aunque tenía todos los po-
deres, gobierno de facto según fue el suyo, se abstuvo de
actuar discrecionalmente, él mismo señaló las normas
legales a las que había de sujetarse y se desempeñó en
todo como mandatario civil y democrático, respetuoso
de los derechos humanos y las garantías ciudadanas, fir-
me defensor de la soberanía y derechos del Ecuador.
Restableció la efectiva vigilancia sobre el mar territorial,
que determinó en 200 millas a partir de las líneas de
base del litoral continental y del archipiélago de Galápa-
gos, y exaltó el valor de los heroicos combatientes de
1941. Durante los pocos meses de su gobierno no hubo
presos políticos ni confinados, menos aún desterrados.
No persiguió a nadie. El primer día de su administra-
ción salieron libres todos los detenidos por causas políti-
cas. De inmediato restableció el suspendido derecho de
huelga y el derecho de los trabajadores para organizar-
se. Fue don Clemente personaje cordial, lleno de grace-
jo, recursos prácticos y bonhomía. Poco después de su
muerte la patria le encumbró al bronce con magnífico
monumento en Guayaquil.

276
Si algo sabía Yerovi de modo particular era manejar
la economía, no porque hubiera hecho cursos acadé-
micos sino porque desde sus años juveniles había par-
ticipado en tareas de navegación y cabotaje fluvial, co-
mercio, agricultura, fomento social e industrial y, dada
su experiencia, había merecido ser llamado a altas fun-
ciones por varios gobiernos de distinto signo, las cáma-
ras de la producción y diversas entidades de la finanza
privada. Ministro de Economía del presidente Galo Pla-
za, a él se debió el desarrollo bananero de Ecuador y el
primer Censo Nacional de Población.
Antes había promovido cooperativas arroceras y prés-
tamos hipotecarios para agricultores. El doctor Carlos
Julio Arosemena Monroy le había confiado la Junta de
Planificación Económica (junapla), alta función desde
la cual comenzó a preparar un plan de desarrollo para
el Ecuador, el primero orgánicamente concebido. Los
jefes militares que derrocaron aquel gobierno le solici-
taron cumpliese la tarea iniciada, lo que hizo, en efec-
to, entregando el mencionado plan, que ojalá hubiese
sido cumplido, tras lo cual, a insistencia del gobierno
militar, admitió representar al país ante la Comunidad
Económica Europea, aunque renunció poco después
al advertir que tal función diplomática era innecesaria,
nueva muestra de su honradez proverbial. La política
financiera de la Junta Militar no pudo asesorarse con
Yerovi que se hallaba fuera del país; quienes dieron con-
sejo a los cuadrunviros dejaron venirse abajo la reserva
monetaria, y fue a él precisamente, ya como encargado
del poder, a quien correspondió restaurarla con exigen-
tes medidas, que hoy se llamarían de shock, pero que el
país de entonces aceptó y cumplió disciplinadamente.
Después, Yerovi fue uno de los visionarios promotores
de la Corporación Financiera del Ecuador (cofiec),
que abrió rutas como factores de desarrollo a las finan-

277
cieras privadas, y tuvo a su cargo la apertura en Guaya-
quil de una sucursal del Banco del Pichincha, sólida y
prestigiada institución quiteña fundada en 1906.
Cuando se derrumbó el ya erosionado gobierno mili-
tar (reducido de cuatro a tres miembros), luego de una
serie coordinada de manifestaciones en las que partici-
paron cámaras de la producción, centrales de trabaja-
dores, sindicatos provinciales de choferes, organismos
estudiantiles, partidos políticos, prensa y pueblo en ge-
neral, fruto de la acción concertada de las juntas consti-
tucionalistas vigorizadas a raíz del destierro al Paraguay
de 16 dirigentes políticos de todos los partidos demo-
cráticos —grave error de la Junta Militar, pues ese paso
permitió limar todas las divergencias interpartidistas—,
don Clemente fue elegido luego de que una imponen-
te manifestación popular, que primero quiso llegar al
Palacio de Gobierno, alcanzó el Ministerio de Defensa
Nacional. Logrado el acceso de los dirigentes, entre los
que se hallaban varios ex presidentes de la República
como Galo Plaza, Camilo Ponce Enríquez y Andrés F.
Córdova, todos coincidieron en proclamar el nombre
de Yerovi, civil alejado de extremismos, respetuoso de las
leyes y sus conciudadanos, garantía de paz y trabajo para
la nación. Su breve paso por el gobierno es recordado
como luminosa muestra de que sí se puede gobernar al
Ecuador sin estridencias y con resultados positivos.
Cuando se disponía don Clemente a leer su informe
acudiendo para ello a la Asamblea Constituyente que él
mismo había convocado, las ambiciones inmediatistas
estallaron y coincidieron los afanes oportunistas de va-
rios líderes de diversos partidos, jóvenes en edad pero
viejos en artimañas, quienes en componenda pública
que escandalizó al país hicieron designaciones imprevis-
tas, con cálculos y regateos más propios de una partida
de naipes entre tahures inescrupulosos. Ni los doctores

278
Camilo Ponce y Raúl Clemente Huerta, que volvieron
a enfrentarse, alcanzaron los votos necesarios a fin de
ser promovidos a la presidencia de la República; tam-
poco los partidarios de los doctores Andrés F. Córdova y
Gonzalo Cordero Crespo lograron hacer prosperar sus
candidaturas. Del enjuague resultó triunfador el doctor
Otto Arosemena Gómez, jefe de la Coalición Institucio-
nalista Demócrata (cid), reciente y pequeño partido
personalista de su propiedad, que sólo contaba con tres
votos y que para alzarse como beneficiario de aquel os-
curo cabildeo, tuvo que ausentarse de la sesión a fin de
que las cuentas, por ajustadas que fueran, le resultaran
favorables. Los autores de ese amarre, que el país censu-
ró, obviamente temían la concurrencia de Yerovi, cuya
sola presencia bien hubiera podido hacer fracasar tan
tortuosos manejos. Don Clemente, asqueado, se limitó a
enviar su mensaje, que no fue leído, y en seguida dejó el
Palacio de Carondelet. Alta la frente, a la vista de todos,
manejando su propio automóvil y sin guardia alguna,
como solía hacerlo cuando paseaba tranquilamente en
Quito durante los meses de su presidencia, Clemente
Yerovi Indaburu se trasladó de inmediato a Guayaquil,
ciudad testigo de su vida, a la que amaba con el mismo
apasionado amor que a la patria toda, y no volvió a par-
ticipar en política.

Interinazgo de Arosemena Gómez

La Asamblea Nacional Constituyente aprobó un nue-


va carta política llena de innovaciones librescas y por
lo general intrascendentes. El proyecto fue preparado
por una comisión de asambleístas que fue admitiendo el
articulado sin siquiera requerir quórum para sus sesio-
nes. El gobierno, por su parte, estuvo caracterizado por

279
la egolatría y narcisismo del nuevo mandatario, doctor
Otto Arosemena Gómez, que antes aun de que se apro-
base el proyecto de carta fundamental se hizo nombrar
“presidente constitucional”. De inmediato se autocon-
decoró con el gran collar de la Orden Nacional “al Méri-
to”, mientras demagógicamente imponía a la imagen de
Nuestra Señora de El Quinche la gran cruz de la misma
orden, un grado menos del que personalmente se aca-
baba de atribuir. Y no obstante que en la galería de pre-
sidentes del Palacio de Carondelet no constaba efigie
ninguna de los varios presidentes interinos, se preocu-
pó por que fuese incorporado, aun antes de terminar la
corta vigencia de su gobierno, su propio retrato al óleo.
Las maniobras para obtener que se le confirmase para
un período presidencial completo fracasaron al dispo-
ner la Asamblea que de inmediato fueran convocadas
elecciones generales.
Algo pudo hacer gracias a su ministro de Obras Pú-
blicas, como la ampliación y pavimentación de la “vía
oriental” de descongestionamiento en Quito, y el am-
bicioso plan de su ministro de Educación, “una escuela
por día”, consistente en construir a lo largo del territo-
rio nacional aulas unicelulares de estructura metálica.
La política internacional se caracterizó por capricho-
sos ímpetus del magistrado interino, quien al concurrir
a la Reunión Cumbre Panamericana de Presidentes en
Punta del Este, Uruguay, se negó con un exabrupto a
suscribir el documento final y posteriormente, por ni-
miedades, declaró persona non grata al embajador de
Estados Unidos y rompió relaciones diplomáticas con
Haití. Ni uno solo de aquellos tres pasos contó con el
respaldo solidario de algún otro país.
Al volverse evidente la existencia de pozos hidrocar-
buríferos en la región amazónica ecuatoriana, el go-
bierno de Arosemena Gómez se apresuró a suscribir

280
sendos contratos petroleros con las poderosas compa-
ñías Texaco y Gulf, trasnacionales domiciliadas en Esta-
dos Unidos. También se otorgaron concesiones para la
explotación de gas en el golfo de Guayaquil a un grupo
ignoto de ciudadanos, calificados por la sabiduría po-
pular como “ilustres desconocidos”, quienes poco des-
pués traspasaron sus derechos a la compañía extran-
jera ada, lo que originó gran escándalo. Al iniciarse
la nueva ronda de dictaduras militares, las autoridades
participantes en el turbio asunto fueron acusadas de
tráfico de influencias y sometidas a tribunales especia-
les, cuyo fallo les fue negativo y deshonroso. Mas al re-
torno de la constitucionalidad, los jueces comunes les
absolvieron.
En la lucha política del momento se produjo grave
confrontación entre los primos Arosemena Monroy y
Arosemena Gómez. Éste había defendido a aquél cuan-
do en el Congreso Nacional de 1962 se planteó su desti-
tución constitucional; mas ya como mandatario interino
escribió o hizo escribir artículos contra el ex presidente,
que le replicó con un sangriento y sibilino telegrama,
una de las piezas más dramáticas en la historia de las
controversias políticas del Ecuador.
Al ser convocada la ciudadanía para nuevas eleccio-
nes generales, resultó triunfador, por quinta ocasión, el
doctor Velasco Ibarra, a quien Arosemena Gómez entre-
gó el poder. Las barras trataron de impedirle la lectura
de su mensaje, actitud que el presidente interino sopor-
tó con valor y estoicismo. Pero su prestigio había venido
muy a menos, en especial por la publicación del libro
denuncia El festín del petróleo, del que Otto Arosemena se
defendió con Infamia y verdad. Cuenta allí que un sacer-
dote salesiano le había pronosticado su acceso al poder.
La enherbolada pluma del periodista Raúl Andrade glo-
só la referencia diciendo que no se sabía si aquel clérigo

281
era “salesiano o siciliano”, alusión a las denuncias sobre
las dolosas transacciones en el caso ada.
Ya ex presidente, el doctor Arosemena Gómez volvió a
presentarse como diputado por el Guayas. Vino en efec-
to al Congreso Nacional, pero llevado de sus irreflexivos
ímpetus, arremetió a tiros contra un diputado, hirió a
otro, y juzgado por flagrante delito, fue condenado a
un mes de prisión que cumplió en la penitenciaría del
litoral. Tan tristes avatares —único caso en la historia de
un ex presidente preso por delitos comunes— y una ga-
lopante enfermedad aceleraron su prematura muerte.

Quinto velasquismo

Anciano ya, el doctor Velasco Ibarra volvió a triunfar en


los comicios libres. Esta vez pactó con el Partido Liberal-
Radical al que tanto había combatido durante décadas,
y la alianza permitió que el doctor Raúl Clemente Huer-
ta, caballeroso líder doctrinario familiarmente vincula-
do con el ala alfarista, dos veces frustrado candidato a
la primera magistratura, ejerciera la presidencia de la
Cámara de Diputados. La entente permitió a Velasco
Ibarra una cómoda mayoría legislativa, pero originó
una grave escisión en el liberalismo, algunos de cuyos
jóvenes dirigentes —tales como Rodrigo Borja Cevallos
y Manuel Córdova Galarza— constituyeron un nuevo
partido, la Izquierda Democrática, a poco afiliada a la
Internacional Social-demócrata. No se pudo impedir
tampoco la creciente popularidad de Assad Bucaram,
ex alcalde de Guayaquil, que se presentaba como can-
didato con amplias posibilidades de triunfo en comicios
libres.
Para impedir su ascenso trató el gobierno de demos-
trar que era ficticia su nacionalidad ecuatoriana, pero

282
fracasó en el intento, pues al pedirse a la Corte Supre-
ma que fallara sobre el asunto en virtud de la documen-
tación allegada, el candidato manifestó que “aplastaría
los cráneos de los ministros” que avocaren a conoci-
miento la causa en que se impugnaba su nacionalidad.
Tan extraño pronunciamiento motivó que la Corte Su-
prema se excusara de tener conocimiento del asunto.
Entonces Velasco Ibarra decidió ser fiel al sufragio libre
que había postulado a lo largo de su vida y resolvió pre-
sidir las elecciones y, si era el caso, entregar el poder a
Bucaram.
Fracasado un intento conspirativo en La Balbina, con
participación de oficiales superiores de la Academia de
Guerra, el presidente designó jefe del Comando Con-
junto de las Fuerzas Armadas al general Guillermo Ro-
dríguez Lara. En las elecciones de medio período los
partidos tradicionales tuvieron amplia mayoría y la Iz-
quierda Democrática alcanzó varios escaños, mientras
el velasquismo era clamorosamente derrotado. Casi de
inmediato el veterano estadista se proclamó dictador el
22 de junio de 1970, con el apoyo de las Fuerzas Arma-
das, asumió los plenos poderes y suprimió el Congreso.
A comienzos de 1971 el gobierno de Velasco Ibarra
obtuvo un gran triunfo diplomático al defender la sobe-
ranía ecuatoriana sobre las 200 millas de mar territorial,
con el apresamiento y sanción de más de 20 barcos pes-
queros norteamericanos que pagaron más de un millón
de sucres de multa. Velasco Ibarra citó a la gran poten-
cia ante la Organización de Estados Americanos (oea)
con el apoyo unánime de Hispanoamérica.
El quinto velasquismo llevó a cabo la automatización
telefónica entre Quito y Guayaquil e instaló la construc-
ción de la antena parabólica para las comunicaciones
por Telestar; se terminaron las carreteras Babahoyo-
Quevedo y Santo Domingo-Quinindé; se fundaron las

283
Universidades Católica de Cuenca, Técnica de Loja y
Técnica Equinoccial en Quito; se iniciaron las obras de
la Central Hidroeléctrica de Pisayambo; se avanzó nota-
blemente en la construcción del oleoducto trasandino y
se terminaron las vías Papallacta-Lago Agrio y Cajabam-
ba-Pallatanga-Bucay, con el famoso puente Salsipuedes;
el viaducto Barreiro, en Babahoyo y la segunda etapa
del canal de riego de Macará.
En un brindis protocolario con motivo de año nuevo,
Rodríguez Lara, copa de champaña en mano y a nom-
bre de las Fuerzas Armadas, ofreció a Velasco Ibarra res-
paldo y adhesión. Mes y medio después, el mismo Rodrí-
guez Lara depuso al presidente con el operativo militar
denominado “carnavalazo” por haber coincidido con el
martes de carnaval.

Dictadura del general Rodríguez Lara

En efecto, el 15 de febrero de 1972, martes de carnaval,


el comandante general de las Fuerzas Armadas, general
Guillermo Rodríguez Lara, oficial superior que se ha-
bía distinguido por su tranquilo pero sobresaliente paso
por todos los grados de la jerarquía militar, con estudios
variados en instituciones castrenses dentro y fuera del
país en los que había solido obtener la “primera anti-
güedad” y altas menciones honoríficas, asumió el po-
der en nombre de las Fuerzas Armadas, deponiendo al
presidente Velasco Ibarra, a quien faltaban apenas seis
meses para cumplir los cuatro años para los que fue ele-
gido, período constitucional roto por él mismo al pro-
clamarse dictador en julio de 1970. Esta vez una de las
razones para el golpe de Estado fue, también, impedir
la celebración de elecciones populares, en las que se
vislumbraba como casi seguro vencedor a Assad Buca-

284
ram, el popular “don Buca”, jefe de la cfp y ex alcalde
de Guayaquil.
Rodríguez Lara, que inicialmente figuraba como
presidente de un Consejo Militar de Gobierno, adoptó
el título de presidente de la República y pronto logró
desplazar a cada uno de los otros integrantes de ese
organismo, de efímera vida tras el “carnavalazo”, y ha-
cerse del mando absoluto y centralizado en su perso-
na. Con unos pocos gestos iniciales de dura represión
(como la proclamación del estado de sitio sine die con
suspensión —que duró casi cuatro años— de todas las
garantías constitucionales, y el confinamiento de varios
dirigentes políticos de variados partidos al oriente, me-
dida prontamente levantada) logró controlar la siempre
agitada vida política del país, aun cuando uno de los
confinados, el dirigente socialista doctor Gonzalo Oleas
Zambrano, falleció víctima de desconocidos hongos
en expansión creciente por todo su sistema bronquio-
pulmonar, grave dolencia adquirida durante su confina-
miento en la selva.
El general Rodríguez propuso un Plan de Gobierno
Nacionalista y Revolucionario, integrado por dos do-
cumentos principales (“Principios filosóficos y plan de
acción de gobierno” y “Plan integral de transformación
y desarrollo”), con ligeras influencias de la tendencia
de izquierda progresista puesta en boga en Perú por
el general Juan Velasco Alvarado, pero equilibrada con
el campechano espíritu de sentido común, propio de
la personalidad de Rodríguez Lara. Éste supo explotar
además en su favor ciertos rasgos de pintoresca bon-
homía y el hecho de ser uno de los pocos militares
diestros en la improvisación oratoria, no sin cierto dejo
curial. De mediana estatura, con alguna tendencia a
engordar, sus compañeros le llamaban Bomba, pero el
pueblo, cariñosamente, prefirió denominarle Bombita.

285
Con gabinetes predominantemente militares, en los
que resaltaron oficiales superiores con quienes había
hecho equipo de antemano, y uno que otro civil com-
placiente, logró la hazaña de permanecer casi cuatro
años en el poder sin convocar asamblea constituyente
alguna que legitimara su posición ni levantar el estado
de sitio, la más larga dictadura en la historia ecuatoria-
na, sostenido más por la inercia ciudadana que por la
fuerza misma de las armas.
El comienzo de la explotación y exportación de pe-
tróleo en la región amazónica —que pronto alcanzó
y superó los 200.000 barriles diarios y se convirtió en
nueva y principal fuente de ingresos para el país y el
Estado— fue la causa principal de la duración del go-
bierno nacionalista revolucionario, y el optimismo, ra-
yano en euforia que despertó en la ciudadanía, motivó
la aceptación general que tuvo. El Ecuador ingresó en
la Organización de Países Exportadores de Petróleo
(opep) y el ministro de Energía, Petróleo y Minas, ca-
pitán de navío Gustavo Jarrín Ampudia, a quien la ex-
trema izquierda halagaba tratándole de “comandante”,
logró implantar una política de veras nacionalista para
salvaguardia de nuestra soberanía, con limitación de
las prerrogativas de las transnacionales Texaco y Gulf,
empresas petroleras asociadas al Estado ecuatoriano
para la explotación del “oro negro”. Esta tendencia
motivó una cierta simpatía internacional de los países
socialistas hacia el gobierno, lo cual originó el viaje de
Rodríguez Lara a la reunión cumbre de los jefes de es-
tado de los países miembros de la opep en Argel, y sus
visitas a Rumania y Venezuela, con una escala en las is-
las Canarias, viaje sin real trascendencia para la nación
y más bien rodeado de pintoresco sensacionalismo in-
consistente. Y aunque hubo tranquilidad y estabilidad
en las relaciones internacionales, la política exterior

286
no presentó una clara y definida línea y en ocasiones se
mostró vacilante.
La reciente riqueza nacional, que se convirtió de
inmediato en el eje de la economía estatal —y dio lu-
gar a la formación de nuevas empresas grandes y chi-
cas conexas a la actividad petrolera, la multiplicación
de puestos de trabajo pero también la proliferación
de síntomas y episodios de generalizada corrupción—
permitió sin embargo que se realizaran algunas obras
públicas y la iniciación de otras, de gran aliento y a lar-
go plazo, orientadas por el empeño de lo que se llamó
“sembrar el petróleo”, por ejemplo el proyecto para el
Complejo Hidroeléctrico de Paute (la más importante
obra de infraestructura en el país), la refinería de pe-
tróleo en Esmeraldas, la planta terminal del oleoducto
en Balao, y la dinámica obra de vivienda popular, parti-
cularmente en Quito, la pavimentación de la carretera
Quito-Tulcán, etc. Hubo también dispendio de recursos
y el Ecuador pareció sufrir el síndrome de “nuevo rico”.
Pero en general Rodríguez Lara demostró ser adminis-
trador sagaz y prudente. Las Fuerzas Armadas obtuvie-
ron la consolidación legal de algunos de sus privilegios
y fueron creadas varias importantes empresas castrenses
como la Flota Petrolera Ecuatoriana (flopec) o permi-
tida la participación en variadas empresas (por ejemplo
metalúrgicas y ensambladoras de vehículos) de capitales
estatales vinculados a la defensa nacional, bajo la deno-
minación genérica de industrias militares.
El 8 de junio de 1974 se realizó el III Censo Nacional
de Población que arrojó para el Ecuador 6’500.845 ha-
bitantes. Por primera vez la costa superó en población
ligeramente a la sierra, hecho demostrativo en buena
parte de la creciente tendencia migratoria de los serra-
nos hacia el litoral. Guayaquil tuvo entonces 814.000 ha-
bitantes y Quito 597.135. Cuenca logró sobrepasar los

287
100.000. Luego vinieron algunas capitales de provincia,
pero también demostraron su crecimiento otras ciu-
dades que solamente eran cabeceras cantonales como
Manta, Milagro, Quevedo y Santo Domingo de los Colo-
rados, todas situadas en la región litoral.
Se había ya propuesto un plan de retorno al orden
constitucional cuando estalló el 31 de agosto de 1974
un alzamiento encabezado por el general Raúl Gonzá-
lez Alvear, líder de un grupo que, dentro de las propias
Fuerzas Armadas, creía tocarle ya el turno de usufruc-
tuar el poder. Tras intensa balacera los insurgentes al-
canzaron a tomar el Palacio de Gobierno pero no pu-
dieron apresar al presidente, cuyos leales iniciaron el
contrataque y lograron al día siguiente (“32 de agosto”
según el gracejo popular, pues el gobierno prohibió
mencionar el 1 de septiembre) debelar la insurrección.
El combate, en el que participaron incluso modernos
tanques de guerra venidos desde Riobamba, causó al-
gunas víctimas. El general Rodríguez Lara, ya para ese
tiempo ascendido a general de división, no fue derro-
cado entonces, pero su gobierno quedó seriamente que-
brantado.
Pocos meses después los mismos altos jefes militares
del equipo que le había apoyado y sostenido (los coman-
dantes del ejército, marina y aviación) le relevaron del
mando el 11 de enero de 1976. Días antes el perspicaz
dictador había obtenido un plazo de aquellos jefes con
el objeto de casar en palacio a una de sus hijas, lo que en
efecto ocurrió, pero, sin esperar a que le depusieran, él
mismo organizó su salida de la residencia presidencial,
en medio de honores militares, y se retiró a su ciudad
nativa, Pujilí (provincia del Cotopaxi), donde fue recibi-
do con banda de música, camaretas y danzas populares:
él también bailó un saltashpa con el que puso fin, una
nota folklórica más, a su gobierno de casi cuatro años de

288
duración que, no obstante sus contradicciones, dejó un
saldo sin lugar a dudas positivo.

El Consejo Supremo de Gobierno, nuevo triunvirato militar

Se hizo cargo del mando un Consejo Supremo de Go-


bierno presidido por el Comandante General de la
Marina, contralmirante Alfredo Poveda Burbano, e in-
tegrado por los jefes del Ejército, general Guillermo Du-
rán Arcentales, y de la Aviación, brigadier general Luis
Leoro Franco. Los dos primeros habían sido miembros
íntimos del equipo de Rodríguez Lara, en cuyo gabine-
te habían actuado como ministros; el último no había
tenido anterior significación especial y había ascendido
paulatinamente de modo rutinario hasta llegar a co-
mandar la Fuerza Aérea Ecuatoriana (fae) por simple
antigüedad; su participación en el gobierno tampoco
tuvo objetivo especial, como no fuese completar la tri-
pleta, por lo que la infalible sal quiteña le impuso el
apodo de Arroz seco, acompañante obligado del plato
principal que llena pero es insuficiente como alimento.
El “duro” del equipo fue Durán Arcentales, prematura-
mente fallecido a poco de finalizar el gobierno militar:
se había impuesto en el ejército, más que por su pre-
paración intelectual, por sus innegables condiciones de
liderazgo, valentía personal y viveza criolla. El más sagaz
y preparado fue Poveda, hombre tranquilo, reflexivo,
metódico, con extraordinarias dotes de sentido común.
Los tres habían acompañado a Rodríguez Lara, además,
como jefes de rama.
Sus variados temperamentos hacían difícil una real
unidad interna, que requería total identificación para
efectuar una positiva tarea de gobierno; la lograron a
medias, con algunas realizaciones significativas en el or-

289
den nacional y varias otras, de menor importancia, en
cada una de las órbitas de acción en que se repartieron
el poder los numerosos generales, pues, a más de los
triunviros, varios altos oficiales de su grado ocuparon
sucesivamente diversas carteras ministeriales, de las que
cada uno solía disponer con casi totales atribuciones y
una mínima coordinación del conjunto. Esta falta de
unidad dio lugar a más de un conflicto interno, restó
eficacia al Consejo Supremo de Gobierno y originó la
renuncia de varios funcionarios inconformes con tal sis-
tema.
Coincidieron, eso sí, los generales, bien que exigidos
por la opinión pública impaciente por volver a la demo-
cracia, en plantear un programa definitivo de retorno
al régimen de derecho, modificando el de Rodríguez
Lara, con un plazo inicial de dos años que luego fueron
prolongando. Dicho plan obtuvo el consentimiento de
todos los sectores políticos, más porque iba a permitir
un pronto fin a la ya larga duración de los gobiernos de
facto que porque fuese bueno o estuviesen de acuerdo
en sus modalidades. El plan presentaba aspectos nove-
dosos, y aunque éstos hacían prever inevitables agitacio-
nes futuras, tenía el mérito de dar una salida a las varias
dictaduras que había soportado el Ecuador.
Destacados hombres públicos se prestaron a colabo-
rar para que el proyecto pudiera ponerse en marcha y
el propio ex presidente Galo Plaza, campeón de la de-
mocracia, aceptó presidir el Tribunal Supremo del Re-
feréndum, creación de los triunviros. Designáronse en-
tonces tres comisiones para preparar dos proyectos de
constitución, sobre las que debía pronunciarse el pue-
blo, y sendas leyes de referéndum, elecciones y partidos
políticos: las presidían, respectivamente, los doctores
Carlos Cueva Tamariz, veterano y caballeroso líder socia-
lista, Ramiro Borja y Borja, conservador independiente,

290
simpatizante del velasquismo, probo jurista y reputado
tratadista de derecho constitucional, y Osvaldo Hurtado
Larrea, joven investigador de las ciencias sociales, co-
fundador de la democracia cristiana en el Ecuador. El
camino escogido por los militares para volver al régimen
constitucional eliminaba la posibilidad de una asamblea
constituyente, según la tradición republicana de siglo y
medio, pues se temía un intento de juzgamiento de los
dictadores, e innovaba al proponer el referéndum, ex-
periencia antes no conocida ya que fue distinto el caso
de la constitución garciana de 1869, expedida primero
por una Convención Nacional y luego ratificada plebis-
citariamente.
Tuvo indudables aciertos el Consejo Supremo de Go-
bierno, tanto en lo administrativo como en la obra pú-
blica (los recursos petroleros y los obtenidos mediante
una “agresiva política de endeudamiento” preconizada
por el régimen, permitieron, por ejemplo, continuar
ambiciosos planes de vivienda popular, la ampliación
del Puerto Nuevo de Guayaquil, el Coliseo de Ibarra,
la terminal aérea de Esmeraldas, la adquisición de mo-
derno material bélico, incluso dos submarinos y la fra-
gata Guayas para buque escuela, etc.), pero los no pocos
errores cometidos por el triunvirato, particularmente
en materia económica (área sujeta a la dirección y co-
ordinación personal del general Durán Arcentales) mo-
tivaron reiteradas críticas al régimen, particularmente
del economista Abdón Calderón Muñoz, dirigente del
Frente Radical Alfarista, pequeño grupo político hasta
entonces sin real significación popular, disidencia del
viejo partido liberal radical. Candidatizado a la presi-
dencia de la República Calderón Muñoz se convirtió
en una especie de fiscal de los actos de la dictadura, y
sus críticas, aunque por lo general no ahondaban en
los análisis, causaban urticaria en los ministros milita-

291
res censurados y los jefes de gobierno, especie de ortiga
pertinaz que les producía infinito escozor. El 29 de no-
viembre de 1978 Abdón Calderón Muñoz fue abaleado
en Guayaquil, a las puertas mismas del Templo Masóni-
co, donde había sido citado al cabo de un tiempo por
haberse distanciado de las directivas de su logia. Los he-
chores se dieron a la fuga, pero fueron identificados y
algunos de ellos cayeron posteriormente presos. Pocos
días después, el 9 de diciembre de ese año, Calderón
Muñoz fallecía a consecuencia de las heridas en la ciu-
dad de Miami, donde no lograron mejorar las curacio-
nes de urgencia que se le habían hecho en el puerto
principal.
El sepelio del líder guayaquileño fue una manifes-
tación general de pesar y repudio a los regímenes de
facto. Los miembros del triunvirato rechazaron cual-
quier responsabilidad en el crimen, cuya autoría que-
dó en el misterio, no obstante que con posterioridad,
en un juicio lleno de dudosas incidencias, presiones y
hasta cambios jurídicos ad hoc que permiten cuestionar
su validez, fue condenado a doce años de reclusión el
ministro de Gobierno en la época del asesinato, gene-
ral Guillermo Jarrín Cahueñas. Éste alegó siempre su
inocencia. Según la voz popular, un grupo de generales,
beneficiarios de altos cargos de la dictadura y sujetos a
las mordaces críticas de Calderón habría dispuesto que
se le castigara físicamente para atemorizarlo, orden que
habría tramitado Jarrín Cahueñas, pero los hechores,
asustados ante la inesperada resistencia, terminaron por
balear a la víctima. Jarrín, en sus primeras declaracio-
nes por televisión, sugirió que el crimen podría ser una
vendetta, ya de ciertos empresarios a los que Calderón
Muñoz había venido criticando abiertamente, ya de
las logias por haberse negado a cumplir sus consignas.
La investigación policial primero, y judicial después,

292
presionada por las circunstancias políticas y deseosa
de encontrar pronto un chivo expiatorio, se abstuvo
de orientar sus investigaciones hacia estas dos posibili-
dades y otras que se insinuaron. Llegada la causa a la
Corte Suprema, el general Jarrín, que nunca alegó deli-
to preterintencional y se limitó a declarar su inocencia,
fue condenado por la serie de indicios en su contra que
le señalaban, por lo menos, como autor inmediato de
la orden de agresión dada a los hechores. Cumplió la
pena en un cuartel militar, reducida por buena conduc-
ta pre y posfacto y por rebajas de ley, y salió en libertad
antes de seis años. Algunos de los hechores cumplie-
ron también sus penas, pero el principal autor de los
disparos desapareció tras cometer el crimen y no volvió
a aparecer, presumiéndose que también fue asesinado.
Otro crimen que ensombreció la última etapa de las dic-
taduras militares fue la matanza de trabajadores en el
ingenio azucarero aztra.

La Iglesia del Ecuador en el siglo xx

Hasta 1904, año de su muerte, gobernó la Iglesia ecua-


toriana monseñor Pedro Rafael González y Calisto,
arzobispo de Quito. Le correspondió, no obstante su
proverbial mansedumbre, revestirse de energía para
enfrentar la arremetida de la Revolución liberal que se
manifestó, sobre todo al comienzo, antirreligiosa y cle-
rófoba. Sus pastorales, apegadas fielmente a la doctrina
de la Iglesia, despertaron el encono del sector más ex-
tremista del militarismo machetero que, en la euforia
del triunfo, llegó inclusive a asaltar el Palacio Arzobis-
pal y hacer víctima al anciano prelado de una parodia
de fusilamiento. Obispos, canónigos y sacerdotes fue-
ron perseguidos, apresados, confinados o exiliados, y

293
algunos como los padres Moscoso y Maldonado, ase-
sinados. Algunas órdenes y congregaciones religiosas
fueron perseguidas y aun expulsadas del territorio na-
cional (capuchinos, salesianos, misioneros jesuitas del
Napo). Todo esto ocurría a pesar de algunos pasos de
acercamiento con la Iglesia dados por el propio general
Alfaro, y a que la primera Constitución liberal (1896)
declaró “religión oficial la católica, apostólica y roma-
na”. De hecho, sin embargo, se produjo la ruptura en-
tre la Iglesia y el Estado; el Concordato vigente (desde
1882) fue desconocido y las relaciones diplomáticas con
el Vaticano quedaron suspendidas.
León XIII, para llegar a un entendimiento, envió
como delegado apostólico a monseñor Juan Bautista
Guidi, encargado de Negocios de la Santa Sede en el
Brasil, quien vino al Ecuador y permaneció de marzo a
junio de 1898, pero se vio obligado a abandonar el país
más por la ultrajante intervención del ministro doctor
Abelardo Moncayo que por la participación en las con-
versaciones del delegado del gobierno doctor Manuel
Benigno Cueva.
En 1899 el Congreso Nacional, íntegramente com-
puesto por elementos afiliados al Partido Liberal Radi-
cal, aprobó una Ley de Patronato, retorno a etapas ya
superadas de subyugación de la Iglesia por el Estado,
que originó generalizadas protestas. Un nuevo delegado
apostólico, monseñor Pedro Gasparri (después carde-
nal), vino al Ecuador en 1901. Su interlocutor, a nombre
del gobierno, fue el ministro de Relaciones Exteriores
doctor José Peralta. Tras difíciles negociaciones en Sa-
linas se suscribieron varios convenios, que constituían
caminos de apertura para una mejor relación, pero el
Congreso Nacional, compuesto por mayoría absoluta
de elementos radicales —aunque ya divididos entre alfa-
ristas y placistas— se negó a ratificarlos. Protestaron los

294
obispos y los católicos, y aunque quedó al descubierto la
duplicidad del ministro Peralta, que simultáneamente
proponía ratificar los acuerdos con la Iglesia y aprobar
leyes que los invalidaban, de hecho quedaron rotas las
relaciones con la Santa Sede.
De 1906 a 1917 gobernó la Iglesia ecuatoriana mon-
señor Federico González Suárez, una de las más altas
figuras en la cultura nacional, insigne orador sagrado
y autor egregio de la Historia general de la República del
Ecuador. A él se debe, no sin lucha, la despolitización del
clero, hasta entonces predominantemente vinculado al
Partido Conservador en razón de la vigorosa defensa
que éste hacía de los principios católicos. Pese a ello el
gobierno de Alfaro se negó al comienzo a reconocer su
calidad archiepiscopal. González Suárez mantuvo firme
la línea doctrinaria de su antecesor y se opuso a las leyes
que menoscaban los derechos de la Iglesia, tales como
las de matrimonio civil, registro civil, cultos, divorcio,
laicismo estatal y educativo, y beneficencia pública (esta
última transfirió al Estado, sin indemnización, nume-
rosos bienes eclesiásticos, sobre todo las haciendas con
que se sostenían los gastos de hospitales, orfanatos y
otras casas asistenciales a cargo de religiosos, bienes que
fueron arrendados a destacados áulicos del régimen en
precios irrisorios, origen de no pocas fortunas en las
primeras décadas de este siglo). El arzobispo formuló
observaciones incluso sobre la propia Constitución de
1906, que estableció como norma la ruptura total entre
la Iglesia y el Estado, en virtud de la cual quedaron pro-
hibidas las manifestaciones públicas de culto. González
Suárez, con la reciedumbre de su palabra, se convirtió
desde el primer instante en una especie de rector moral
de la nación. Gracias a sus empeños se constituyeron la
Junta Patriótica para la Defensa Nacional y la Academia
Nacional de Historia.

295
A la muerte del ilustre prelado le sucedió en la sede
arzobispal quiteña el doctor Manuel María Pólit Laso,
antiguo abogado precursor de la Acción Católica Ju-
venil, historiador y bibliófilo, director de la Academia
Ecuatoriana de la Lengua, quien gobernó la Iglesia con
prudencia y celo hasta 1933.
Le sucedió monseñor Carlos María de la Torre, para
un largo arzobispado de duración sin precedentes
(1933-1967). Chapado a la antigua, ortodoxo y comba-
tivo, resistió con vigor las últimas arremetidas del secta-
rismo antirreligioso, y vio surgir con Velasco Ibarra los
primeros intentos de auténticas libertades religiosa y de
enseñanza. Curiosamente, su irreductible oposición al
régimen dictatorial del ingeniero Federico Páez, que
comenzó su gobierno bajo signo izquierdista desterran-
do a los líderes conservadores y dictando algunas dis-
posiciones sectarias, originó las negociaciones que, a la
postre, habían de traer la paz tras el convulso período
de ruptura entre la Iglesia y el Estado. Molesto Páez con
las censuras del arzobispo de la Torre concibió la idea
de hacer llegar al Vaticano sus quejas contra él y aun
de pedir su remoción, para lo cual planteó la venida
a Quito, so pretexto de estudiar el restablecimiento de
relaciones, de un diplomático de la Santa Sede. Vino, en
efecto, el nuncio en Caracas monseñor Fernando Cen-
to en calidad de visitador apostólico, y tuvo en septiem-
bre de 1936 una primera ronda de conversaciones con
el ministro de Gobierno, las que se perfeccionaron al
año siguiente, gracias a la iniciativa del canciller Carlos
Manuel Larrea, ilustre historiador y diplomático, amigo
y discípulo de monseñor González Suárez. Monseñor
Cento volvió en mayo de 1937, ya revestido de funciones
diplomáticas. Tras laborioso diálogo, cuyo resultado fue
que la inicial posición de don Federico —nombre afec-
tuoso que el pueblo daba al dictador civil— se cambie

296
en afán de superar anteriores etapas negativas, el 24 de
julio de 1937 se suscribió el convenio entre el Ecuador
y la Santa Sede denominado Modus vivendi, por el cual
se restablecieron las relaciones diplomáticas con el Va-
ticano; se reconocieron la personalidad, prerrogativas y
libertad de acción de la Iglesia, y se acordó un régimen
de conciliación y entendimiento en diversos campos,
antes motivo de conflicto entre las dos potestades. Los
elementos sectarios protestaron, pero el Modus vivendi
encontró el apoyo irrestricto de la gran mayoría católica
del país, que veía reconocidos sus derechos, tanto tiem-
po conculcados, y permitida la libre y pública práctica
de sus deberes religiosos. Pío XI aprobó aquel instru-
mento y el ingeniero Páez lo promulgó en el Registro
Oficial el 14 de septiembre de 1937.
El Modus vivendi —felizmente vigente al cabo de 50
años— significó el fin de una guerra religiosa no de-
clarada, que había perturbado la vida de la República
desde 1895. La Iglesia pudo al fin, bajo su imperio,
desenvolverse con libertad, ampliar y perfeccionar su
organización, crear nuevas diócesis, traer nuevas ór-
denes religiosas masculinas y femeninas, multiplicar
escuelas y colegios católicos, restablecer y consolidar
las antiguas misiones y establecer otras nuevas, y vol-
ver a realizar multitudinarias manifestaciones públicas
de culto (procesiones, misas campales, congresos eu-
carísticos, veneración pública y coronación canónica
de imágenes sagradas, etc.). En 1946 se fundó la Uni-
versidad Católica del Ecuador. Monseñor de la Torre,
promovido al cardenalato, pudo ver, durante su epis-
copado, exaltada al honor de los altares por Pío XII a
Santa Mariana de Quito.
A su muerte le sucedió monseñor Pablo Muñoz Vega,
eminente jesuita, ex rector en Roma del Colegio Pío La-
tinoamericano y la Pontificia Universidad Gregoriana,

297
consultor del Concilio Ecuménico Vaticano II, amigo
personal de varios pontífices y presidente del Sínodo
Mundial de Obispos, también designado cardenal. So-
brepasados los 80 años de fecunda labor magisterial
doctrinaria y pastoral fue aceptada su renuncia por
Juan Pablo II, poco después de haberle acompañado
en su gira por el Ecuador, durante la visita del Papa a
nuestra patria (enero de 1984). Durante su episcopado
canonizó Juan Pablo II al santo hermano Miguel y bea-
tificó en Guayaquil a sor Mercedes de Jesús Molina. Le
sucedió en el arzobispado, monseñor Antonio González
Zumárraga, doctor por Salamanca del Ecuador, poste-
riormente preconizado Cardenal, el IV del Ecuador, a
quien sucedió Mons. Raúl Eduardo Vela Chiriboga.
El arzobispado de Guayaquil fue creado en 1956 y el
de Cuenca en 1959. A las diócesis y arquidiócesis ya exis-
tentes (Quito, Cuenca, Guayaquil, Ibarra, Riobamba,
Portoviejo y Loja) y a los vicariatos apostólicos de Napo,
Méndez y Zamora, se han añadido en el presente siglo las
siguientes diócesis: Ambato (1948), Guaranda (1957),
Latacunga (1963), Tulcán (1965), Machala (1966), Azo-
gues (1968) y Santo Domingo de los Colorados (1976);
los vicariatos apostólicos de Sucumbíos (1924), Galápa-
gos (1954), Esmeraldas (1957) y Puyo (1964), así como
la prefectura apostólica de Aguarico (1953) y la prela-
tura territorial de Los Ríos (1948). Mons. Bernardino
Echeverría, Emérito de Guayaquil, fue el III cardenal
ecuatoriano. Le sucedió en el Arzobispado el eminente
jurista Mons. Juan Larrea Holguín, alumno fundador
de la Universidad Católica. El actual arzobispo es Mons.
Antonio Arregui Yarza.
Entre los ilustres prelados que han regido estas cir-
cunscripciones eclesiásticas, es enumeración de cuyos
méritos sería ardua tarea que escapa a este compendio,
mencionemos solamente a monseñor Juan María Riera,

298
quinto obispo de Guayaquil, muerto en olor de santi-
dad (1915); monseñor Leonidas Proaño, obispo de Rio-
bamba, cuya obra de liberación y apostolado entre los
campesinos indígenas de la provincia del Chimborazo,
incomprendida por algunos sectores, le concitó la admi-
ración general, y monseñor Alejandro Labaca Ugarte,
vicario apostólico de Aguarico, misionero español que
murió en 1987, mártir de la evangelización de los taigeri
(“pies rojos”), uno de los pocos indómitos grupos étni-
cos supervivientes en la selva, reacios a cualquier contac-
to con blancos y mestizos.
Han representado al Papa en el Ecuador los siguien-
tes monseñores: Fernando Cento (después cardenal),
Efrén Forni (también elevado al cardenalato), Opilio
Rossi (asimismo cardenal), Alfredo Bruniera, Giovanni
Ferrofino, Luigi Acogli, Vincenzo Farano (un septenio
de fecunda acción que le concitó especialísimo afecto y
simpatía del pueblo ecuatoriano), Luigi Conti, Frances-
co Canalini y Jean Paul Lebeaupín.

299
Período del civilismo multipartidista
o partidismo polÍtico institucionalizado
(a partir de 1979)

Visión general

Siempre, en las etapas anteriores de la historia ecuato-


riana, ha sido algún personaje la figura dominante a lo
largo de períodos que han solido durar quince años en
promedio, excepto en el período velasquista, que duró
más. Esas figuras de fuerte personalidad han dado su
nombre a la respectiva etapa en la que dominaron. A
la caída postrera de Velasco Ibarra, establecido me-
diante referéndum el régimen de partidos y sin lograr
ninguno de ellos imponerse como mayoritario, en los
años que estamos viviendo ha ocurrido que cada man-
dato constitucional haya sido ejercido por un líder de
distinta tendencia que el anterior. No ha llegado, pues,
a consolidarse como hegemónico ningún partido, ni a
imponerse como caudillo indiscutido ningún dirigente.
Las Fuerzas Armadas han respaldado la sucesión cons-
titucional. Y la democracia, a pesar de las imprecisio-
nes de la constitución aprobada en el referéndum y los
numerosos vacíos, ambigüedades y contradicciones en
múltiples leyes, ha logrado afianzarse y durar.
Los partidos tradicionales liberal y conservador, sobre
todo aquél, se han visto severamente disminuidos; el so-
cialismo moderado ha renacido. La Concentración de
Fuerzas Populares, que otrora arrastraba masas en tor-
no a Guevara Moreno o Assad Bucaram, se ha fracciona-
do y debilitado en manos de los hijos del líder de origen
libanés, aunque el sobrino de éste, Abdalá Bucaram, se
ha alzado como nuevo caudillo populista, de arrebatada
oratoria, suficiente para permitirle terciar dos veces en
elecciones presidenciales con éxito creciente; el Frente

300
Amplio de Izquierda (fadi), denominación de fachada
del siempre minoritario pero combativo comunismo
ecuatoriano, tras el derrumbe de la Unión Soviética y
el debilitamiento de las prédicas marxistas, casi ha des-
aparecido; el Movimiento Popular Democrático (mpd),
membrete electorero del Partido Comunista Marxista-
Leninista del Ecuador, fiel a sus postulados maoístas,
aunque todavía posee alguna fuerza de agitación y lo-
gra algún diputado, tiende a mermar. Las centrales de
trabajadores, sin la bandera combativa del alineamiento
promarxista apoyado desde el exterior, han visto tam-
bién reducida su fuerza de convocatoria. En cambio,
la vinculación de los partidos Demócrata Popular e Iz-
quierda Democrática con las internacionales democris-
tiana y socialdemócrata, poderosamente enraizadas en
la Europa actual, ha permitido el surgimiento de ambos
como vigorosas fuerzas electorales en el Ecuador. En
cambio, los intereses plutocráticos vinculados al capita-
lismo internacional, con particular predominio de los
intereses estadunidenses, ha permitido el cambio del
antes pequeño pero doctrinario Movimiento Social Cris-
tiano, en el poderoso Partido Social Cristiano actual. La
manipulación internacional en la política doméstica de
los países latinoamericanos se ha acentuado, y no está
exento de esta tendencia el Ecuador. El subdesarrollo y
la deuda externa creciente, problemas siempre vigentes,
no han podido ser contrarrestados pese al incremento
de los vínculos integracionistas. Pero nuestro país, a pe-
sar de todo, ha logrado mantener la paz y la democra-
cia, en guardia permanente contra la proliferación de
la violencia que aflige por una parte a Perú, al sur, con
la guerrilla y el narcotráfico, y por otra a Colombia, al
norte, con el narcotráfico y la guerrilla.

301
Gobierno de Jaime Roldós, populista

En cumplimiento del plan de retorno al orden constitu-


cional, el 15 de enero de 1978 tuvo lugar el referéndum
convocado por el Consejo Supremo de Gobierno para
que el pueblo ecuatoriano se decidiera entre dos pro-
yectos de constitución: uno, que se dijo era la Carta Po-
lítica de 1945, actualizada; y otro, que se indicó tratarse
de una “nueva” constitución. Éste recibió de inmediato
el apoyo generalizado, casi sin conocérsele, con base en
una ampliamente publicitada necesidad del “cambio”;
aquél, apenas recibió una que otra voz de apoyo. Un ter-
cer grupo, formado por lo más connotado de la oligar-
quía económica guayaquileña, con el apoyo de un gru-
po de dirigentes menores de los rezagos del populismo
velasquista, propugnó el “voto nulo”. Resultó triunfador
en la consulta popular, como se esperaba, el proyecto
de “nueva” constitución; pero el otro, pese a no contar
con publicidad favorable, tuvo también importante vo-
tación. El número de votos nulos fue significativo.
El novel proyecto traía notorias innovaciones, señala-
das desde el comienzo como peligrosas y aun erróneas,
tales como el sistema legislativo unicameral y el método
electoral de la doble vuelta para la designación de pre-
sidente de la República; se señalaron también no pocos
vacíos, ambigüedades y contradicciones. Fue sin embar-
go sancionada la nueva constitución por el Consejo Su-
premo de Gobierno, que aprobó también tres proyectos
preparados por la tercera comisión y no sometidos a la
consulta popular: las Leyes del Referéndum, Elecciones
y Partidos Políticos. Al parecer por coincidencia, en es-
tas leyes se introducían cambios de inmediato señalados
como lesivos a la buena marcha de la democracia que
se pretendía reconquistar: se suprimía el derecho de los
independientes a ser elegidos a menos que se afiliasen

302
a un partido político, norma que constituía verdadera
discriminación; y se establecía un rígido sistema parti-
dista, haciendo de los partidos (que por lo demás ha-
bían proliferado indebida e innecesariamente) sujetos
de financiamiento estatal y único canal de participación
política. Otra de las nuevas normas puestas en vigencia
fue la que impedía el comando en jefe de las Fuerzas
Armadas a quien fuera hijo de inmigrantes: tal era el
caso de don Buca, hijo de libaneses, nacido en Ambato
(aunque algunos sostuvieron que él mismo era natural
del Líbano y que su verdadero nombre era Fortunato
Kuri Buraye), que lo incapacitaba para acceder a la pre-
sidencia por corresponder al jefe del Estado el coman-
do supremo de las Fuerzas Armadas.
Sancionada la nueva Carta Política mediante referén-
dum, y las leyes de elecciones y partidos políticos por
simple decreto dictatorial, fue convocado el pueblo a
sufragio general el 16 de julio de 1978. Proliferaron los
partidos y las candidaturas, pero resultaron triunfantes
Jaime Roldós, propuesto por la cfp en alianza con la
Democracia Popular Unión Demócrata Cristiana; y Six-
to Durán Ballén, del Partido Social Cristiano en alian-
za con el Conservadorismo. Tras variadas incidencias
tendientes a hacer fracasar las elecciones, la segunda
vuelta fue convocada para el 29 de abril de 1979. De los
dos candidatos presidenciales triunfantes en la prime-
ra vuelta resultó finalmente vencedor el joven abogado
guayaquileño Jaime Roldós Aguilera, con 1’025.148 vo-
tos frente a 471.657 de su oponente, arquitecto Sixto
Durán Ballén. Con esta consulta al electorado se puso
fin a la década de dictaduras iniciada por Velasco Ibarra
en 1970, y al largo período de 17 años de militarismo
institucionalizado que comenzó en 1962.
“La fuerza del cambio” fue el lema inteligentemente
adoptado por Roldós durante su campaña, pues se be-

303
neficiaba de la propaganda ya hecha para el “cambio”
de la “vieja” constitución de 1945 por la “nueva”, que
resultó triunfante. Estuvo a su lado, como candidato
a la vicepresidencia, el cofundador de la democracia
cristiana doctor Osvaldo Hurtado Larrea de 40 años.
Los triunfadores se posesionaron de su cargos el 10 de
agosto de 1979 en medio de una ola de optimismo que
animaba a todo el país ante el inesperado triunfo de los
dos jóvenes políticos, que no solamente significaban un
cambio generacional en el manejo de la cosa pública,
sino nuevas concepciones políticas, pues Roldós encar-
naba el cefepismo populista que durante 40 años venía
pugnando por captar el poder con su lema “pueblo
contra trincas”, y Hurtado era el mentor de la recién
surgida democracia popular que, si bien ya vieja de casi
medio siglo en Europa, era todavía novedad en Ibero-
américa, donde solamente en Venezuela, con el copei y
el doctor Rafael Caldera, y en Chile, con Eduardo Frei,
había llegado al poder.
Lamentablemente surgió de inmediato la pugna de
poderes con Assad Bucaram, elegido presidente del
Congreso gracias a una alianza con los conservadores
dirigidos por el pragmático y poco doctrinario coronel
Rafael Armijos. Bucaram había candidatizado al abo-
gado Roldós, su sobrino político por estar casado con
Martha Bucaram, y creyó que obtenido el triunfo, en
realidad el poder tras bastidores le correspondería. Pa-
rodiando una consigna política argentina de la época
Cámpora-Perón, los cefepistas hablaron de “Roldós a la
presidencia, Bucaram al poder”. Mas el joven mandata-
rio no se manifestó dispuesto a ceder las prerrogativas
que le había otorgado el pueblo y libró ardua y valiente
campaña contra los dirigentes políticos de varios parti-
dos, inclusive Arosemena Monroy, aliados a última hora
en el Congreso con don Buca, para usufructuar ávida-

304
mente aunque sea diminutas parcelas de poder. “Son
los patriarcas de la componenda”, dijo de ellos Roldós.
El 8 de abril de 1980 el presidente puso en marcha el
Plan Nacional de Desarrollo preparado por el vicepre-
sidente Hurtado Larrea y el Consejo Nacional de Desa-
rrollo (conade), con tres objetivos básicos: desarrollo
económico, justicia social y consolidación democrática.
Uno de los pasos contemplados era la creación del Ban-
co de Desarrollo, organismo que comenzó a funcionar
dotado de ingentes capitales provenientes de la riqueza
petrolera. En materia internacional, a más de recibir la
histórica visita del Rey de España don Juan Carlos I, a
quien había invitado el último gobierno militar, por me-
dio de su canciller, propuso a sus colegas democráticos
iberoamericanos una Carta de Conducta destinada a
defender y afianzar el sistema constitucional, la demo-
cracia y la vigencia de los derechos humanos, documen-
to que fue firmado el 23 de septiembre de 1980 en la
ciudad de Riobamba cuando se efectuó la solemne con-
memoración del sesquicentenario de la primera consti-
tución política del Ecuador, con cuyo motivo se celebró
una reunión cumbre a la que asistieron, invitados por el
del Ecuador, los presidentes de Venezuela, Colombia y
Costa Rica, el vicepresidente de Perú, un delegado del
presidente del gobierno español y el exiliado vicepresi-
dente electo de Bolivia.
El joven mandatario ecuatoriano se hallaba dedicado
a sus tareas de gobierno, con el mismo entusiasmo con
que había sido dinámico dirigente estudiantil y univer-
sitario, cuando el 22 de enero de 1981 ocurrió un inci-
dente fronterizo con Perú, que motivó el reclamo de
la cancillería ecuatoriana y luego, del 28 de enero al 5
de febrero, un ataque generalizado de las Fuerzas Ar-
madas peruanas en la zona de la cordillera del Cóndor,
con el propósito de obligar al Ecuador a cerrar la línea

305
fronteriza en el sector donde es inejecutable el Protoco-
lo de Río de Janeiro. Con serenidad pero con energía
el presidente Roldós asumió su deber de comandante
supremo de las Fuerzas Armadas, el país entero se mo-
vilizó unitariamente en torno a él, las fronteras fueron
guarnecidas con refuerzos y defendida con valor la zona
amagada por el atacante. Felizmente el conflicto quedó
focalizado en la cordillera del Cóndor, en la zona de
los destacamentos de Paquisha, Mayaycu y Machinaza.
Varios jefes de Estado, incluso Juan Pablo II, enviaron
mensajes a Perú, pidiéndole detener su acción militar,
sin encontrar respuesta favorable. Todo esto obligó al
Ecuador a solicitar la intervención de la Organización
de Estados Americanos (oea), cuyo Consejo se reunió
como órgano de consulta, exhortó a la paz a los dos paí-
ses y les pidió replegar sus fuerzas e iniciar conversacio-
nes directas. Logrado el cese del fuego, una comisión
binacional con participación de observadores militares
de Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos de América
estableció una línea provisional de base para el replie-
gue y la creación de una zona desmilitarizada.
Pero el esfuerzo realizado para enfrentar el conflicto
con que el Perú amenazaba al Ecuador incidió grave-
mente en la economía nacional con notorio deterioro
de las condiciones financieras, monetarias, presupuesta-
rias y sociales, ya en problemas por las crecientes y rígi-
das recetas impuestas por el Fondo Monetario Interna-
cional. El precio de los derivados del petróleo y el costo
de los pasajes del transporte urbano e interprovincial
fueron subidos mediante decretos, lo que a la postre
originó un paro nacional de protesta. La política vol-
vió a encenderse. En tales circunstancias, el 24 de mayo
de 1981, luego de un solemne acto público en el esta-
dio olímpico Atahualpa en Quito, en que el presidente
Roldós recordó a los caídos en defensa de la integridad

306
territorial y condecoró a los oficiales y tropa que se ha-
bían distinguido durante el último conflicto, viajó con
su esposa y una selecta comitiva a participar en otro acto
cívico en el puesto fronterizo de Zapotillo. Cerca de fi-
nalizar el vuelo, la nave aérea presidencial se estrelló y
el viaje terminó en tragedia, pues en el accidente murie-
ron el presidente de la República y su esposa doña Mar-
tha Bucaram de Roldós, el ministro de Defensa general
Subía y su esposa, todos los miembros de la comitiva y
la tripulación. El discurso que Roldós pronunció en el
estadio olímpico de Quito —cuyas últimas palabras fue-
ron “¡Viva la Patria!”— vino a resultar así su testamento
político.

Gobierno de Osvaldo Hurtado,


demócrata cristiano

Correspondió al vicepresidente constitucional, el líder


demócrata cristiano Osvaldo Hurtado Larrea —doctor
en jurisprudencia y abogado por la Pontificia Universi-
dad Católica del Ecuador— asumir la jefatura del Esta-
do de acuerdo con lo mandado en la Carta Política re-
cién puesta en vigencia. Mente fría, analítica, reflexiva,
el joven doctor Hurtado había venido caracterizándose
por sus empeños en liberar el discurso político y la ac-
tuación cívica de los ímpetus irrazonados del populismo
y los arrebatos emocionales de líderes que, no obstante
su menor envergadura, trataban de imitar, sin lograrlo,
el fulgurante estilo de Velasco Ibarra. Ante la emergen-
cia, se propuso metas ambiciosas pero sencillas y ne-
cesarias: ante todo, conservar y consolidar el renacido
sistema democrático; luego, afrontar la creciente crisis
económica, financiera y fiscal originada en las delicadas
condiciones de la economía mundial y las coyunturas

307
vividas por el país en los últimos tiempos; continuar ade-
lante los programas iniciados por anteriores gobiernos,
como la terminación de la Central Hidroeléctrica de
Paute, comenzada en tiempos de Rodríguez Lara, y en
particular por el presidente Roldós, como el ambicioso
plan de alfabetización; procurar una distensión en las
relaciones con Perú y, por fin, si la situación general y
los medios financieros lo permitían, iniciar otros planes
y sus propias iniciativas de gobierno.
Hurtado, con enorme serenidad, haciendo gala en
todo momento de irrestricto respeto a las magistraturas
de las funciones legislativa y judicial así como a los me-
dios de comunicación social, mantuvo la democracia, la
vigencia del orden ciudadano y las garantías constitucio-
nales (sin persecución para nadie ni presos políticos, sin
atentados contra las libertades de palabra y expresión),
no obstante la acentuada virulencia de los opositores, ya
antes desatada contra Roldós y ahora acentuada contra
Hurtado, pero particularmente puesta en marcha por el
líder oligárquico guayaquileño ingeniero León Febres
Cordero, empeñado en tallarse una imagen presiden-
cial basada en la algarabía congresil. Al efecto, no per-
dió ocasión, por traída de los cabellos que fuere y sin
reparar en medios, para atacar al gobierno y calificarle
como causante de tal “destrucción nacional” que era in-
dispensable una inmediata “reconstrucción”.
En este empeño, Febres Cordero llamó al Congre-
so a juicio político a dos de los ministros de Hurtado:
primeramente, al de Gobierno, doctor Carlos Feraud
Blum, que lo había sido de Roldós y a quien el nuevo
presidente por delicadeza con la memoria de su ami-
go muerto había mantenido en el cargo, al que acusó
de manejos indebidos en la importación de aguinaldos
navideños para la policía, y aunque el asunto era nimio,
el acusador logró crear un clima desfavorable para el

308
caballeroso magistrado, suave y respetuoso de carácter,
que a la postre fue censurado, cesó en sus funciones y,
desposeído de sus derechos políticos por dos años, no
tardó en morir. Luego acusó al ministro de Recursos
Naturales, Eduardo Ortega, contra quien fermentaba
resentimientos personales, de haber elevado las tarifas
eléctricas y contratado de modo inconveniente una pla-
taforma flotante para la exploración de gas en el golfo
de Guayaquil sin resultados positivos: también esta vez
el líder opositor alcanzó los votos necesarios para des-
tituir al asimismo caballeroso ministro. Ambos juicios
políticos, como otros que se sucedieron en años poste-
riores, pusieron en evidencia los vacíos y errores de la
nueva Constitución, que permitía flagrantes prevarica-
tos de los legisladores, cada uno convertido a la vez en
juez y parte, sin pudor para anticipar criterios y aceptar
previas consignas de partido con el fin de defenestrar
ministros.
Uno de los logros de Hurtado fue que el 28 de no-
viembre de 1982 se llevara a efecto el IV Censo Nacional
de Población. La muestra dio para el Ecuador 8’060.712
habitantes, de los cuales 3’946.401 vivían en la costa,
3’808.192 en la sierra, 257.697 en el oriente y apenas
6.119 en las Galápagos. Continuaba predominando el
área rural con 4’092.350 pobladores frente a 3’968.362
en el área urbana. Tanto en el país como en las ciudades
el número de hombres era ligeramente superior al de
mujeres, sin embargo, éstas predominaban en las zonas
rurales. Quito, capital de la República, inclusive su pe-
riferia, tenía 890.355 habitantes y continuaba siendo la
segunda ciudad del país mientras Guayaquil y su perife-
ria seguían en primer lugar con 1’204.532 y Cuenca, en
tercero, con 157.213.
Hurtado pudo afrontar con habilidad y éxito varias
huelgas de trabajadores en todo el país, particularmen-

309
te la huelga general de 1983, en la que extrañamente ac-
tuaron unidos en maridaje al parecer absurdo, el Frente
Unitario de Trabajadores (fut) y las Cámaras de la Pro-
ducción Guayaquileñas, reductos de muchos militantes
del capitalismo voraz. A pesar de estos avatares, no sin
verse obligado, a fin de mantener la estabilidad política
y la duración de su gobierno, a negociar adhesiones o
por lo menos abstenciones en la oposición congresil, el
doctor Hurtado logró que su administración completa-
se los cinco años señalados por la Constitución como
período presidencial para el que fue elegido junto con
Roldós.
La crisis económica preexistente, manifestada por
grave desequilibro de las finanzas públicas, cuentas en
la balanza de pagos y creciente deuda externa entre
otros aspectos, se agravó primero por la inestabilidad
de los precios del petróleo seguida de una posterior
tendencia a la baja (de 35 a 20 dólares por barril); y des-
pués por la grave sequía abruptamente transformada en
los crudelísimos inviernos de 1982 y 1983, causados por
la complejidad del fenómeno El Niño, que produjeron
inundaciones terribles en todo el país, particularmente
en la costa, por desbordarse los ríos salidos de madre
que destruyeron prácticamente todo el sistema vial, in-
utilizaron carreteras y puentes, arruinaron cosechas y
causaron daños en la infraestructura general por 640
millones de dólares. Hurtado, con serena firmeza y pro-
gramada labor, inició al punto las obras de rehabilita-
ción mientras Febres Cordero repetía ad infinitum sus
ataques, replicados al punto por el joven presidente,
sin estridencias ni improperios, innovador del discurso
político al que alejó de la retórica vacua y sustentó en
razonamientos lógicos, discusión dialéctica y cifras es-
tadísticas. Hurtado fue el primer presidente en utilizar
ampliamente para sus declaraciones la televisión, me-

310
diante la cual logró difundir en gran escala su tónica re-
flexiva, adentrándose particularmente en los claustros
hogareños.
Pese a todas las dificultades, el presidente logró con-
trolar la crisis que había llegado a extremos peligrosos
al inicio de su mandato: estancamiento de la economía,
déficit del sector público y la balanza de pagos, cifras
casi nulas de la reserva monetaria, aumento de la cotiza-
ción del dólar y escalada galopante de la inflación, que
del 10% en los años 70 llegó al 63% en 1983. El dólar
subió, pero paulatinamente, debido a medidas de con-
trol, de 25 a 66 sucres en el mercado de intervención
y de 29 a 90 en el libre. A pesar de la suspensión del
financiamiento internacional, en ningún momento se
suspendió el pago de los intereses de la deuda externa.
Ante la inminente quiebra de poderosas empresas pri-
vadas endeudadas en dólares, cuando la divisa interna-
cional tenía baja cotización y era fácilmente ofrecida a
corto plazo por la banca prestamista, Hurtado resolvió
“sucretizar” la deuda privada asumiendo para el Estado
el diferencial cambiario, medida duramente criticada
pero que salvó del colapso a los bancos nacionales inter-
mediarios y a los prestatarios nacionales, en buena parte
vinculados a los sectores oligárquicos, particularmente
de Guayaquil, que no obstante fueron los más acérri-
mos críticos de esta medida que les beneficiaba. Al ter-
minar su período, la inflación, luego de bajar durante
varios meses, se había estabilizado en 23%; el dólar li-
bre, en 90 sucres; la reserva monetaria en 118 millones
de dólares; se renegoció la deuda externa, los intereses
estaban al día, los déficit externo y público reducidos al
1% y hasta recuperado el crecimiento económico que
se situó en torno al 4%. Pese a las difíciles condiciones
económicas, Hurtado logró terminar la Central Hidro-
eléctrica de Paute, la mayor obra de infraestructura en

311
la historia nacional, y dejó casi concluida la de Agoyán.
Terminó también el edificio del Ministerio de Agricul-
tura en Quito, y el del Banco Central, iniciados por las
dictaduras militares. Construyó la terminal aérea de la
ciudad de Cuenca y el aeropuerto de Macas. Hizo el
edificio para los nuevos talleres gráficos de la Casa de
la Cultura en Quito. Prosiguió múltiples proyectos en
construcción de carreteras, puentes y edificios, pero,
sobre todo, dio comienzo a un febril plan de rehabilita-
ción de la infraestructura vial dañada por dos inviernos
sucesivos. La participación permanente, serena, firme
y llena de bondad de la primera dama doña Margarita
Pérez de Hurtado en las labores asistenciales del innfa
rubricó de modo admirable la obra gubernamental del
presidente.
Punto importante en la política internacional de
Hurtado fue la iniciación de un clima de distensión
con Perú, convencido de que una relación permanen-
temente pacífica permitiría no distraer en defensa na-
cional ingentes recursos que podrían ser destinados
a solucionar los graves problemas del subdesarrollo
ecuatoriano. Promovió para ello, en su afán de frío rea-
lismo, la obtención de un consenso nacional respecto
a la posible solución del conflicto limítrofe con Perú,
intento utópico, dada la variedad de opiniones, pues el
Ecuador no es extraño a la presencia, como en todas
partes, de los llamados “halcones” y “palomas”, núcleos
de indiferentes, derrotistas y hasta entreguistas. Los
resultados positivos fueron casi nulos, pues no habían
cicatrizado aún las heridas de Paquisha, y más bien
le significaron mordientes ataques, particularmente
del jefe de la oposición. En cambio, la convocatoria y
reunión en Quito, en enero de 1984, de una Confe-
rencia Latinoamericana de los países del continente
afectados por la deuda externa, a fin de promover un

312
frente defensivo común, cosechó significativos aplausos
con la aprobación de la Carta y Plan de Acción de Qui-
to, unánimemente aprobados pero torpemente sujetos
a boicoteo por agentes del capitalismo internacional
afectado, y definitivamente yugulados por la mezqui-
na, miope y errátil política exterior del gobierno que
le sucedió.
La imagen internacional del país se fortaleció y el
presidente pudo realizar varios viajes de Estado a la
Casa Blanca, Bogotá, Brasil, China y la onu (primer
presidente ecuatoriano que habló en la Asamblea Ge-
neral). Concurrió también a las cumbres motivadas por
el bicentenario del Libertador y al encuentro andino
de presidentes en Cartagena de Indias al que concurrió
también el rey de España, así como a la transmisión del
mando presidencial en Argentina, que volvía a la demo-
cracia con Alfonsín, y Colombia.

Gobierno de León Febres Cordero, socialcristiano

El ingeniero León Febres Cordero —graduado de me-


cánico industrial en los Estados Unidos y administrador
general de los negocios del acaudalado empresario Luis
Noboa Naranjo, el más poderoso agroexportador del
país— triunfó en las elecciones sobre su rival doctor Ro-
drigo Borja Cevallos, líder de la Izquierda Democrática,
partido que introdujo la socialdemocracia en el Ecua-
dor, quien ganó en la primera vuelta. Febres Cordero
se hizo cargo del poder en nombre del Partido Social
Cristiano, fundado por Ponce Enríquez, a quien sin em-
bargo había combatido. Conocido más bien como in-
dependiente, partidario de la libre empresa capitalista
aunque con ciertos ribetes de izquierda, su reciente afi-
liación al socialcristianismo en 1978, ajena a principios

313
doctrinarios, se produjo exclusivamente para poder par-
ticipar en política, ya que la nueva Constitución estable-
ció el régimen de partidos y prohibió las candidaturas
de los independientes.
Auspiciado por el Partido Social Cristiano, el Con-
servador devenido en simple apéndice logrero, pero
además por sectores vinculados a las cámaras de la pro-
ducción, en Guayaquil, núcleos de antiguos velasquis-
tas deseosos de nuevo líder, e independientes en gene-
ral, Febres Cordero logró organizar un conglomerado
electoral de amplio espectro denominado Frente de
Reconstrucción Nacional y en la lucha por la conquista
del sufragio, organizada a semejanza de las velasquistas,
ofreció “pan, techo y empleo”. La campaña electoral, de
la que resultó triunfante en la segunda vuelta, se realizó
mediante sorprendente gasto de recursos —hasta en-
tonces sin paralelo en la historia del sufragio ecuatoria-
no—, aportados por poderosos núcleos oligárquicos al
parecer constituidos en verdadera empresa electorera,
ávidos de cobrar dividendos.
En solemne ceremonia realizada en el Congreso Na-
cional, Hurtado entregó el mando haciendo constar
que dejaba el poder con un sistema democrático forta-
lecido, una economía en plena recuperación y avances
importantes en lo social. El nuevo presidente, en cam-
bio, dijo que terminaba el peor gobierno de la historia
nacional, pues había destruido totalmente al país. Los
partidarios del nuevo régimen, al salir el ex presidente
Hurtado del Palacio del Congreso, le colmaron de im-
properios.
Desde el primer momento Febres Cordero adoptó un
estilo de gobierno distinto cuyas características más vi-
sibles fueron un constante autoritarismo (semejante al
de los “poderes omnímodos” de Arroyo del Río, aunque
asumido sin ninguna sustentación legal), fuertemente

314
matizado de arbitrariedad y rayano en el despotismo,
basado en personalísima interpretación de las leyes. A
tal extremo llegó el abuso que el gobierno fue calificado
de “dictadura civil”.
Por otra parte, se predicó y practicó un convicto y
confeso neoliberalismo para el manejo de los proble-
mas económicos, hacendarios y financieros. La doctrina
puesta en boga por sus colaboradores del frente eco-
nómico —en especial por Alberto Dahik, de origen li-
banés, promovido a presidente de la Junta Monetaria,
primero, y a ministro de Finanzas, después; el primer
titular de este ministerio, Francisco Swet y el gerente
del Banco Central, Carlos Julio Emmanuel— fue la del
teórico norteamericano Milton Friedman y su escuela
de Chicago, por lo que éstos fueron denominados por
la oposición con el mote de “Chicago boys”.
El temperamento del presidente Febres Cordero, im-
permeable a la crítica a la que generalmente contestaba
con violencia verbal, burda imitación de Velasco Ibarra
—amplio vocabulario insultante, y hasta procaz, demos-
trador de conocimientos léxicos, pero sin la profun-
didad humanística ni la amplitud cultural del célebre
caudillo, que en algún momento le había elogiado— ra-
dicalizó la política en posiciones maniqueas y no vaciló
en auspiciar la tortura como método de investigación y
extremar la represión policiaca contra cualquier mani-
festación discrepante, particularmente contra los secto-
res de izquierda, y en hostigar a la prensa, cuya libertad
de expresión fue reiteradamente conculcada. Desde el
propio gobierno se patrocinó, además, la acción repre-
siva contra los opositores por parte de bandas de ma-
leantes, tanto en Guayaquil como en Quito.
La reacción y respuesta de los grupos juveniles de
oposición, calificados de inmediato como terroristas,
no se hizo esperar y se expresó principalmente por

315
medio de un núcleo de jóvenes pertenecientes a las
clases media y media alta, surgido años antes, que ha-
bía adoptado el nombre detonante de “¡Alfaro vive,
carajo!” —avc—, alusión romántica a los ideales revo-
lucionarios pero tímidamente justicieros en lo social
del Viejo Luchador, según se desprendía de la litera-
tura puesta en circulación por esos jóvenes que, como
primer paso, habían secuestrado la espada del caudillo
liberal-radical custodiada en un museo de Guayaquil.
avc comenzó a realizar acciones reivindicatorias de
tipo Robin Hood, poco a poco devenidas en enfrenta-
mientos armados con la fuerza pública. Febres Corde-
ro, sin vacilar, dispuso el implacable exterminio de los
“terroristas”, como les denominó desde el principio,
incluso con la aplicación de la “ley de fuga” —ejecu-
ciones sumarias sin proceso, en el sitio mismo de cada
enfrentamiento—, según reiteradas denuncias de orga-
nismos defensores de los derechos humanos, naciona-
les e internacionales, incluso Amnistía Internacional.
En uno de esos episodios fue secuestrado por avc el
caballeroso ciudadano y progresista banquero Nahim
Isaías Barquet perteneciente a una acaudalada familia
de origen libanés: descubierto y asediado el lugar don-
de le tenían, cortados los abastecimientos y servicios,
ofrecida la mediación arzobispal, cuando ya solamente
se esperaba la rendición de los secuestradores, el pro-
pio presidente Febres Cordero a la cabeza del piquete
represivo, como si fuera subalterno oficial de policía,
intempestivamente desató innecesario y fatal asalto
que causó la inmediata muerte de secuestradores y se-
cuestrado, presumiblemente a manos de los atacantes
pues, si se hicieron, no se publicaron los protocolos de
las autopsias de ley.
Paulatinamente fueron incrementándose los actos
de arbitrariedad de Febres Cordero que se atribuyó la

316
omnímoda facultad de “hacer cumplir la ley”, según su
propia interpretación, inclusive al Congreso Nacional y
la Corte Suprema de Justicia, más de una vez rodeados,
amenazados y presionados por la fuerza pública, o im-
pedidos de reunirse, por disposiciones del presidente,
quien, no obstante haber sido representante nacional
a la Asamblea Constituyente y al Congreso unicameral,
no pareció comprender jamás la división de poderes del
sistema republicano ni la independencia y autonomía
de las varias funciones en que el poder del Estado se
halla dividido.
Un momento de paz, al principio del convulsionado
período, fue la visita, a fines de enero de 1984, de Juan
Pablo II al Ecuador, quien realizó ese año una de sus
giras sudamericanas, invitado desde tiempo atrás por
el entonces presidente Hurtado y la Iglesia ecuatoria-
na. Pocos meses antes, el pontífice había canonizado al
santo hermano Miguel de las Escuelas Cristianas, en el
siglo Francisco Febres Cordero, de la misma familia del
presidente. La presencia del Papa originó las mayores
concentraciones humanas de la historia ecuatoriana: en
Quito, un millón de personas; Latacunga, cien mil in-
dígenas; Cuenca, cerca de medio millón, y Guayaquil,
otro millón. En el puerto principal el Papa beatificó a
la fundadora de las Marianitas, sor Mercedes de Jesús
Molina. La presencia y los mensajes de Juan Pablo II, lla-
mamiento de alta espiritualidad, fueron recibidos con
respeto por el gobierno y con fervorosa y explosiva pero
ordenada adhesión por el pueblo ecuatoriano.
La grave caída de los precios del petróleo en el mer-
cado internacional determinó medidas económicas de
discutida eficacia (como alza, primero, y luego flotación
de las tasas de interés). La cotización del dólar se tripli-
có al subir a casi 200 sucres; la reserva monetaria bajó
a cifras sin precedentes, no solo relativas sino también

317
absolutas; el Ecuador se vio obligado a suspender el
pago de la deuda externa, que en este período creció
en forma incontenible. La opinión general acusó a la
política económica gubernamental de haber favorecido
a reducidos grupos oligárquicos guayaquileños, en espe-
cial agroexportadores, con desmedro alarmante de las
clases populares afligidas por el incremento desmedido
de los precios y otras circunstancias negativas causadas
por la inflación, aumentada en forma alarmante y al pa-
recer incontrolable.
El cuadro general había venido deteriorándose en
forma acentuada. Ocurrieron en primer lugar dos suce-
sivos alzamientos armados que protagonizó el jefe de la
Fuerza Aérea Ecuatoriana, general Frank Vargas Pazzos,
compadre del presidente pero ya distanciado de él, uno
en Manta y otro en la Base Aérea del Aeropuerto de
Quito, que aunque determinaron la salida del ministro
de Defensa general Luis Piñeiros, originaron también
la prisión y enjuiciamiento del general sublevado. El
Congreso Nacional concedió amnistía para él y Abdalá
Bucaram, ex candidato a la presidencia de la República
y ex alcalde de Guayaquil, exiliado para escapar de un
enjuiciamiento. El presidente rehusó acatar la amnistía
en favor del general Vargas, problema que culminó con
el transitorio secuestro del propio jefe del Estado, inge-
niero Febres Cordero en la Base Aérea de Taura, donde
fue humillado hasta las lágrimas y obligado a disponer
la libertad inmediata del jefe de los aviadores. Estos he-
chos significaron grave erosión de la autoridad moral
del primer mandatario, para quien se llegó a pedir que
el Congreso le enjuiciara.
Luego vino el catastrófico terremoto del 5 de marzo
de 1987, que destruyó 40 km del oleoducto ecuatorial
trasandino y la carretera paralela, así como la estación
de bombeo de El Salado, con incalculables pérdidas,

318
evaluadas en 2.790 millones de dólares, no sólo por los
daños del sismo sino por la desaparición de la princi-
pal fuente de las rentas del Estado, la comercialización
del “oro negro”, que debió suspenderse, y la semides-
trucción de valiosas muestras de arquitectura colonial
en Quito. La ayuda internacional llegó de inmediato y,
como parte de ella, un contingente de reservistas nor-
teamericanos que habían venido para trabajar en obras
viales en Manabí inició la construcción de una carretera
de emergencia en el oriente. Con bombos y platillos se
anunció que el grupo acababa de llegar ante la emer-
gencia, lo que no fue verdad, y al término de su actua-
ción, de los 40 km de obras programadas apenas habían
alcanzado a realizar 5 km. El ingreso de este contingente
militar extranjero fue autorizado por un simple acuerdo
ministerial, por lo que su presencia fue señalada como
quiebra de la soberanía nacional y entreguismo incon-
dicional a la política de la administración de Reagan.
Aunque el presidente, en los primeros días posteriores
al terremoto, no pareció dar señales de preocupación,
al fin dispuso que se iniciaran acciones efectivas para
superar la emergencia.
Con frecuencia, la oposición había venido señalando
que la línea internacional del presidente Febres Corde-
ro mantenida por sus ministros era errátil, carente de
orientación y coherencia. En visita oficial fue recibido
por el presidente Reagan, y en el banquete que se le
ofreció tuvo el mal gusto de expresar públicamente,
para halagarle, que le admiraba como actor de cine a sa-
biendas de que los papeles por él desempeñados habían
sido siempre secundarios y que su calidad artística había
sido calificada como deficiente por la crítica; y de inme-
diato, asimismo en visita de Estado, se reunió con Fidel
Castro en La Habana. Fue suficiente que el secretario
norteamericano de Estado sugiriera que el Ecuador de-

319
bía integrar el grupo de Contadora, formado con el fin
de buscar salida al problema de Nicaragua, para que se
solicitara formalmente la admisión, pero en seguida Fe-
bres Cordero hizo declaraciones que constituían abierta
intervención en la política interna de aquel país cen-
troamericano; replicado en la misma forma por el co-
mandante Daniel Ortega, el Ecuador rompió relaciones
con Nicaragua. Debieron pasar años hasta que el país
lograra formar parte del llamado Grupo de los Ocho,
calificado de “grupúsculo” por el representante ecuato-
riano en la oea, a poco designado canciller. En lo que se
refiere al problema con el Perú, la única preocupación
fue mantenerlo congelado.
Aunque el presidente, por lo general, desestimó e in-
cluso pareció ignorar varias resoluciones del Congreso
Nacional, el Tribunal de Garantías Constitucionales, la
opinión de la prensa no comprometida y las críticas de
la oposición, esta última le hizo también sentir su garra
vengativa, por ejemplo al destituir al ministro de Finan-
zas, economista Alberto Dahik; al pedir el enjuiciamien-
to del presidente por las ilegales concesiones durante
el secuestro en Taura —gracias a las cuales logró recu-
perar la libertad—, pero sobre todo, un año antes, con
la mayoritaria respuesta negativa a una consulta plebis-
citaria propuesta por el presidente, simultáneamente
con las elecciones de medio período con el objeto de
neutralizar la casi segura pérdida gubernamental en
éstas, sobre un tema jurídico que aparecía fácilmente
victorioso —el derecho de los independientes a partici-
par en política sin necesidad de afiliación partidista—.
La oposición, en particular el ex presidente Hurtado,
denunció la maniobra y llamó a la ciudadanía a mani-
festar su censura a Febres Cordero mediante el rechazo
masivo a la consulta plebiscitaria que, en efecto, fue ro-
tundamente negada.

320
No obstante, pese a la efervescencia política de este
período, la obra pública alcanzó notables cotas, funda-
mentalmente debidas a la utilización de los recursos que
debían destinarse al pago de la deuda externa, y paradó-
jicamente, al nuevo endeudamiento internacional cre-
ciente, junto con el empeño de Febres Cordero de opa-
car la obra de sus predecesores. Con tal objeto, inundó
el país con grandes letreros que, por mínima que fuera
la tarea emprendida, pregonaban “otra obra de León”.
Y aunque a la postre, buena parte de éstos resultaron
sólo demagógica oferta, se logró realizar mucho, en di-
versos órdenes, aunque privilegiando a su ciudad natal,
Guayaquil, donde bajo el liderazgo de su gobernador en
el Guayas Jaime Nebot se construyó la llamada Vía Pe-
rimetral, carretera que circunda la ciudad, con amplios
carriles, denunciada al punto como innecesaria, dispen-
diosa y con escandalosos sobreprecios, que motivaron
polémicas, acusaciones y tensión ciudadana; pero tam-
bién varios pasos a desnivel, intercambiadores de tráfico
y rellenos en el suburbio, el monumental estadio depor-
tivo del club Barcelona y el lujoso teatro y centro de arte
“León Febres Cordero” entregado a un grupo privado
de damas, para perpetuar su nombre (ni siquiera el ge-
neral Veintemilla en el siglo pasado puso su nombre al
teatro nacional por él construido al que prefirió llamar
Sucre). En el campo del bienestar social se pusieron
en práctica varios programas, mas los grandes rótulos
“otra obra de León” en todas las modalidades de ayuda
demostraron el simple interés propagandístico de tales
acciones. Mereció en cambio aplauso el patrocinio di-
recto y sencillo de la primera dama doña María Euge-
nia Cordovez en la labor del innfa, particularmente en
la campaña de vacunación que benefició aproximada-
mente a dos millones de niños (por otra parte, la señora
Cordovez respaldó valientemente al presidente Febres

321
Cordero en los dolorosos acontecimientos de Taura,
pero apenas terminado el período presidencial el matri-
monio acabó en divorcio).
En todo caso se construyeron también las vías Mén-
dez-Morona, Saquisilí-Tanicuchí-Lasso; se terminaron
otras iniciadas o continuadas en períodos anteriores,
como la Ibarra-San Lorenzo, Súa-Muisne, Loja-Malaca-
tos-Vilcabamba, Santa Elena-Manglar Alto, tramos de la
Hollín-Loreto y Nobol-Jipijapa-Montecristi, y se man-
tuvo expedita, con trabajos de ampliación y mejoras la
carretera Panamericana. Se terminaron, construyeron
o repararon varios puentes, por ejemplo sobre los ríos
Coca, Zhio, Puyo, Chiche, Cutuchi, Catamayo. Se con-
trataron numerosos caminos vecinales. Se amplió la
capacidad del oleoducto trasandino y se hizo efectivo,
de acuerdo con el contrato inicial, su traspaso al Esta-
do ecuatoriano, se amplió también la refinería de Es-
meraldas y se construyó la denominada Amazonas en
el oriente. Se incrementó la generación hidroeléctrica
y se cerró el circuito del sistema nacional de interco-
nexión. Le correspondió a Febres Cordero inaugurar
la Central Hidroeléctrica de Agoyán. Importante paso
fue la expedición de una nueva Ley de Minería que per-
mitió al país volver a exportar oro. Bajo la dirección del
arquitecto Sixto Durán Ballén, presidente de la Junta
Nacional de la Vivienda hasta su nueva candidatura pre-
sidencial, la labor en este ramo permitió que, como en
los períodos anteriores a partir de 1973, la entrega de
soluciones habitacionales en todo el país haya sido una
de las labores positivas del régimen. Fue importante
también el apoyo a la educación, particularmente téc-
nica, al programa de educación a distancia con base en
la radiodifusora Voz del Upano y al avance y readecua-
ciones de algunos escenarios deportivos. En el campo
del saneamiento ambiental hubo progresos en lo que

322
se refiere a la provisión de agua potable, alcantarillado
y letrinización. Se continuaron o iniciaron varios pro-
yectos hospitalarios pues se inauguró en Quito el nue-
vo hospital de niños Baca Ortiz y finalizaron las obras
civiles de otros en Bahía, Ibarra, Latacunga, Portoviejo
y Chone, proyectos todos ellos iniciados en gobiernos
anteriores. Avanzaron asimismo varias obras de rega-
dío y se construyó una de las fases de la presa Daule-
Peripa para el trasvase de aguas a la península de San-
ta Elena, proyecto comenzado durante las dos últimas
dictaduras militares y puesto en marcha en el gobierno
de Jaime Roldós. Hubo también avances en la entrega
masiva de títulos de propiedad por el Instituto Ecuato-
riano de Reforma Agraria y Colonización (ierac), las
telecomunicaciones y la reforestación. Aspecto positi-
vo en la acción del febrescorderato fue la lucha contra
el narcotráfico, ante la creciente evidencia de que el
Ecuador se había convertido en punto clave en la ruta
de distribución de la pasta de cocaína y se vislumbraba
el interés de convertirlo en productor de hojas de coca.
En fin, mereció aplauso el apoyo dado para terminar, a
los cien años de iniciada, la basílica del Voto Nacional
en Quito.
De las más desmoralizantes situaciones fueron las fre-
cuentes denuncias de escandalosos casos de corrupción
administrativa en los que se vieron implicados ministros
de Estado, el secretario general de la Administración,
el secretario particular del presidente y hasta el mismo
ingeniero Febres Cordero. Varios de los funcionarios
acusados debieron salir del país, prófugos de la justicia,
sin que algunos hayan podido volver. En ciertos casos,
para alcanzar sentencia favorable, o por lo menos pro-
videncias de sobreseimiento en los juicios instaurados,
debieron retorcerse las leyes y ejercerse presiones no
disimuladas sobre los órganos judiciales. El propio vice-

323
presidente de la República Blasco Peñaherrera Padilla
llegó a hablar de los hombres “entontecidos por el dine-
ro”, clara alusión a personajes vinculados por inmedia-
to parentesco con aquellos a quienes el ex presidente
Arosemena Monroy había acusado de estar “enloque-
cidos por el dinero”. Y el vicepresidente del Congreso
Nacional, el historiador Enrique Ayala, denunció que
éste había sido “el período más corrompido de la histo-
ria”. El presidente Febres Cordero nunca supo explicar
ni justificar la correcta tramitación de 150.000 dólares
“donados” por la Junta Monetaria a la presidencia de la
República, y a petición de ésta, para “gastos secretos” en
relación con la lucha contra el narcotráfico. Al finalizar
su período, al igual que lo había hecho al comienzo, se
abstuvo de cumplir con la norma legal que le imponía
formular declaración notarial de sus bienes.
Se dio el nombre de “febrescorderato” a estos cuatro
agitados años de gobierno. Su política fue acusada de
“oligárquica, antinacional y antipopular”. Y aunque sus
partidarios calificaron a Febres Cordero como “la más
alta figura ecuatoriana de todos los tiempos” y su gobier-
no como “el más extraordinario y genial, sin precedente
alguno”, el ex presidente Hurtado, con su frío y caracte-
rístico análisis resumió así el período:

Al concluir el gobierno [...] la economía ecuatoriana quedó


en un punto cercano al colapso. No había un solo centavo
en la reserva monetaria que más bien exhibía un saldo rojo
de 320 millones de dólares; los atrasos y pagos pendientes a
la banca acreedora, a países e incluso a organismos como el
Banco Mundial y el bid sumaban 858 millones de dólares; la
deuda externa en relación con el pib casi se había doblado
entre 1984 y 1988 y llegaba a la suma de 10.452 millones de
dólares, pasando a ser, el régimen social cristiano, el que
más había endeudado al Ecuador en su historia; el mercado

324
de cambios se encontraba totalmente desestabilizado y la
diferencia entre los dólares oficial (250) y libre (540) era
de 116%; los déficit del sector público consolidado y de la
balanza de pagos, en relación con el pib, alcanzaban el 16%
y el 7,5%, respectivamente; violando disposiciones expresas
de la Ley de Régimen Monetario, el gobierno central deja-
ba una deuda con el Banco Central de 56.000 millones de
sucres, cosa que no había sucedido desde que esta institu-
ción fue fundada 60 años atrás [...].

En las elecciones de 1992 el ex presidente Febres Cor-


dero resultó electo alcalde de Guayaquil, cansada la pri-
mera ciudad del Ecuador de ser feudo de la familia Bu-
caram. El ex presidente pudo entonces poner su fuerte
temperamento al servicio de una noble causa: devolver a
Guayaquil orden, disciplina colectiva, acción planificada,
construcción efectiva, y hasta diaria recolección de basu-
ra. Atemperadas sus violentas pasiones y odios políticos,
su acción municipal rescató su deteriorada imagen de lí-
der democrático, respetuoso de sus conciudadanos. Aun-
que en sus últimos días volvió a extremar sus posiciones.

Gobierno de Rodrigo Borja, socialdemócrata

Varios candidatos se presentaron a las elecciones presi-


denciales de 1988, pero quedaron enfrentados, para la
segunda vuelta, Rodrigo Borja Cevallos, social-demócra-
ta que intentaba por tercera vez su ascenso al poder, y
Abdalá Bucaram, líder populista del Partido Roldosista
Ecuatoriano, que había aglutinado parte de las masas
que siguieron a su ya fallecido tío Assad, jefe de la cfp,
algunos de los partidarios de su cuñado Jaime Roldós, el
recordado presidente casado con su hermana Martha,
muertos ambos en el accidente de aviación de 1981, y

325
que intentaba por segunda ocasión la escalada al man-
do. Triunfó en definitiva Rodrigo Borja, perteneciente
a aristocráticas y antiguas familias de origen hispánico,
entre cuyos ancestros aparecía nada menos que su ho-
mónino Rodrigo Borgia, papa Alejandro VI.
Cofundador en 1970 de la Izquierda Democrática, y
jefe de este partido afiliado a la Internacional Socialista
—organismo en el cual había llegado a vicepresidente
y a cuya doctrina se sentía vinculado más por simpatías
que por identidad ideológica—, Borja recibió el país
en deplorables condiciones. El gobierno anterior había
consumido la totalidad de recursos a fin de dejarle en
incapacidad absoluta de realizaciones.
Pero el nuevo presidente, al finalizar su período de
cuatro años, pudo retirarse tranquilo y satisfecho por el
deber cumplido. Pasados los enconos políticos coyuntu-
rales, su tarea de gobernante ha comenzado a ser seña-
lada entre las verdaderamente encomiables de nuestra
historia. El suyo fue un gobierno democrático, entera-
mente sujeto a la Constitución y las leyes, austero en el
usufructo del poder y, sobre todo, ceñido a insoslayables
normas éticas, con la honestidad como íntimo atributo
personal exigido también a los demás, sin que en esta
ocasión se haya presenciado —como cuatro años an-
tes— el denigrante desfile de altos funcionarios obliga-
dos a ausentarse del país, prófugos de la justicia.
Borja mantuvo la paz sin abusos ni excesos, no sufrió
alzamientos militares ni motines, no desencadenó me-
didas de represión violenta; recobró el imperio de los
derechos humanos gravemente conculcados en el cua-
trienio anterior, logró concertar con el grupo guerrille-
ro “Alfaro vive” la entrega de las armas, y fue ejemplar
en el respeto a la libertad de prensa y opinión, lo que no
le impidió, de acuerdo con la ley, sancionar a un radio-
difusor incurso en flagrante calumnia.

326
El gobierno que concluyó el 10 de agosto de 1992 de-
volvió al Ecuador al concierto de las naciones al recon-
quistar para el país una situación de presencia y respeto
tras una errática e incoherente política internacional
que por igual acudía al besamanos de Reagan o quema-
ba sahumerio ante Fidel Castro. La vida de relación in-
ternacional en los tiempos modernos exige frecuentes
viajes a los jefes de Estado: Rodrigo Borja estuvo presen-
te, con honor, en múltiples y diversos foros de América,
Europa y Asia, y su palabra le señaló como orador desta-
cado, profundo y original en los conceptos, no habien-
do sido raro el caso en que sus colegas le confirieron la
distinción de hablar en su nombre. Durante su admi-
nistración se dieron vigorosos pasos para la integración
andina. Pero el odio visceral y la envidia rastrera, con
decires y chismes de mal gusto, se solazaron en negar
sus evidentes talento y capacidad oratoria.
No fue de los menores, entre sus logros, el positivo
cambio que dio a las relaciones entre Ecuador y Perú
con su propuesta de arbitraje papal y su invitación al
presidente Fujimori a visitar el país. Ya antes había es-
tado Alan García, como invitado del Ecuador y el pre-
sidente Borja, al igual que los demás presidentes del
Pacto Andino, en las islas Galápagos. Pero Fujimori fue
el primer jefe del Estado peruano que llegó en visita
oficial a Quito, la capital de la República.
Borja Cevallos logró recuperar la reserva monetaria
internacional desde inquietantes resultados negativos
heredados del régimen anterior hasta significativas cifras
positivas que permitieron al país mantener la capacidad
necesaria para por lo menos tres meses de importacio-
nes. Manejó la economía y las finanzas con cautela, sin
acudir a peligrosas medidas de choque ni al mancheste-
riano abandono de los deberes del Estado en el manejo
de la crematística, tan del gusto de los teóricos y culto-

327
res del neoliberalismo capitalista. Su gobierno detuvo la
acelerada tendencia trepadora de la inflación, fenóme-
no que pudo controlar y reducir del 80% y más al 50%
anual, aunque no logró la meta que se había propuesto
de bajarla al 30%; obtuvo crecimientos importantes en
los diversos rubros de la producción; capeó las circuns-
tancias críticas de los precios del petróleo y aunque no
logró —en razón de procesos internos heredados e in-
numerables circunstancias internacionales— solucionar
el problema de la deuda externa ni detener el creciente
aumento del dólar y la disminución del poder adqui-
sitivo del sucre o del encarecimiento de la vida, pudo
alcanzar en cambio la comprensión general, pues pese
a irresponsables prédicas de la oposición, el pueblo se
abstuvo de desencadenar estallidos sociales.
Borja presidió el 25 de noviembre de 1990 el V Censo
Nacional de Población según el cual el Ecuador tuvo,
en esa fecha, 9’622.696 habitantes. La población urba-
na (55,1%), esta vez, sobrepasó ya a la rural (44,9%).
Las mujeres (4’834.498) comenzaron a sobrepasar a
los hombres (4’788.188). La población menor de 25
años fue más o menos el 50% de la población total. La
tasa anual de crecimiento disminuyó notoriamente a
2,18%. Guayaquil continuó como la primera ciudad con
1’723.318 habitantes y Quito la segunda con 1’409.845.
Continuó, por tanto, la bipolaridad predominante, ya
que Cuenca, la tercera ciudad, tuvo 195.738 seguida por
Machala, Portoviejo, Santo Domingo de los Colorados,
Ambato, Manta, Esmeraldas, Loja, Milagro y Riobamba.
Sin el exhibicionismo de múltiples carteles propagan-
dísticos, Borja efectuó una serie trascendental de gran-
des, medianas y pequeñas realizaciones materiales en
todo el país, tales como la red de poliductos en la costa,
el relleno hidráulico en Guayaquil, la terminación del
coliseo Rumiñahui en Quito y numerosas obras públicas

328
(hospitales, carreteras, puentes, edificaciones escolares,
vivienda, etc.), así como tareas de tanta importancia
para el bienestar general como el millón de desayunos
diarios a los niños (200.000 mediante la Conferencia
Episcopal), la red comunitaria de desarrollo infantil
(130.000 niños del campo atendidos en el mejoramien-
to nutricional), la asistencia médico familiar a los hoga-
res (millón y medio de ecuatorianos atendidos), mejora-
miento carcelario, alfabetización de adultos, educación
básica, vacunación, diálogos con los indígenas, particu-
larmente del oriente, a los que hizo entrega de millares
de títulos de propiedad, etc., obras todas que contribu-
yeron a mejorar el estado de la población en su futuro
inmediato, y a mediano y largo plazo. Debe señalarse,
en fin, la prudencia y ponderación en el tratamiento de
las reclamaciones indígenas, particularmente cuando el
trascendental alzamiento general de las diversas etnias
aborígenes, conscientes ya de su dignidad humana y sus
derechos, y la marcha sobre Quito de los grupos tribales
de la hoya amazónica.
Merece especial mención la infatigable y extraordina-
ria labor de doña Carmen Calisto de Borja, quien con
irradiante simpatía, señorío y conciencia social acendra-
da, no solamente continuó sino que incluso mejoró, con
nuevos proyectos y planificación, la admirable tradición
de servicio iniciada por doña Corina Parral de Velasco
Ibarra en el Instituto Nacional del Niño y la Familia.
Borja presidió las elecciones libres en las que resultó
triunfador, en la segunda vuelta, para el período 1992-
1996, el arquitecto Sixto Durán Ballén, auspiciado por
el nuevo Partido de Unidad Republicana creado para
lanzar su candidatura, esta vez la tercera, pues su par-
tido, el socialcristiano, del que había sido cofundador
junto al doctor Camilo Ponce, y que le había auspicia-
do en sus dos intentos presidenciales anteriores, en esta

329
ocasión apoyó al abogado Jaime Nebot Saadi, el otro
candidato triunfador en la primera vuelta.

Gobierno de Sixto Durán Ballén (pur-pce)

Sixto Durán Ballén Cordovez nació en Boston (Estados


Unidos) cuando su padre ejercía allí funciones como
cónsul del Ecuador. Al venir al país, ya joven, realizó
parte de sus estudios secundarios en el Colegio San
Gabriel de los padres jesuitas de Quito, donde obtuvo
el bachillerato. Cursó sus estudios superiores en univer-
sidades norteamericanas hasta graduarse de arquitecto.
Cofundador del Partido Social Cristiano en el Ecuador
junto con otros dirigentes, acompañó a Camilo Ponce,
durante su cuatrienio presidencial, como ministro de
Obras Públicas, función que le permitió planificar y
dirigir las notables realizaciones preparatorias de la XI
Conferencia Panamericana que debió reunirse en nues-
tra capital pero fue suspendida. Elegido alcalde de Qui-
to realizó, asimismo, importantes obras como el Palacio
Municipal y la Avenida Occidental, hoy Mariscal Sucre,
que bordea las faldas del Pichincha. Su partido lo can-
didatizó dos veces a la presidencia de la República pero
perdió en ambas elecciones, frente a Roldós primero y
a Borja después. En 1992 se desafilió del socialcristia-
nismo, que, para no postularle por tercera vez, prefirió
candidatizar a Jaime Nebot. Sixto fundó, entonces, el
Partido Unión Republicana, que, con apoyo del Parti-
do Conservador, lo postuló a la presidencia, tercera vez
candidato, comicios en los que logró triunfar en la
segunda vuelta para el período constitucional 1992-
1996, venciendo a Nebot.
Su gobierno se caracterizó por preservar la democra-
cia y respetar los derechos humanos, en particular la

330
libertad de prensa, no obstante la implacable e injusta
oposición de sus antiguos coidearios, el ex presidente
Febres Cordero, para entonces alcalde de Guayaquil, y
Jaime Nebot, el candidato derrotado.
Durán Ballén, para afrontar los muy graves proble-
mas económicos del país, heredados de administracio-
nes anteriores, confió su conducción al vicepresidente
de la República, el economista Alberto Dahik Garzosi,
que se había apoderado del viejo Partido Conservador.
De inmediato ancestro libanés, técnico en asuntos eco-
nómicos, y binomio de Sixto en la triunfante papeleta
electoral, Dahik implementó, para sortear la extrema-
damente difícil situación el país, una política económi-
ca de claro signo neoliberal, dócil a los lineamientos
del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mun-
dial, más acentuada aún de la que ya regía, desfavora-
ble para los sectores mayormente depauperados y muy
del agrado de las oligarquías agroexportadora y banca-
ria. Bajo tal orientación, se adoptaron, por ejemplo,
medidas tan discutibles como restringir la reforma
agraria iniciada años antes, que había permitido mejo-
rar en algo la desigual distribución de tierras, reducir
los latifundios y eliminar formas precarias de trabajo
como los huasipungos. Dispuso, sin consultas previas,
retirar al Ecuador de la Organización de Países Expor-
tadores de Petróleo (opep), mientras, por contraste, se
autorizó el ingreso de grandes empresas petroleras para
participar en la comercialización de la gasolina produ-
cida en el país. Sancionó, por otra parte, reformas que
a la postre resultaron negativas, tales como facultar que
los depósitos hechos en los bancos privados sean utili-
zados en la concesión de préstamos en favor de empre-
sas con ellos mismos vinculadas.
El vicepresidente Dahik, que también tenía entre sus
facultades el manejo de fondos reservados, fue acusado

331
por la oposición de disponer de esos recursos en forma
pródiga y arbitraria: resultó absuelto en el juicio políti-
co que, al respecto, le instauró el Congreso, pero la
función judicial le procesó por peculado, obligándole
así, para evitar la prisión preventiva, a buscar asilo terri-
torial en Costa Rica, adonde llegó piloteando su propio
avión privado. Reconocido como exiliado político, allí
se estableció definitivamente.
Proyectó el presidente Durán Ballén importantes
obras públicas que aspiraba fuesen, en su administra-
ción, la joya de la corona, como la Carretera Marginal
de la Costa (hoy llamada “la Ruta del Sol”), para unir
las provincias fronterizas del norte y el sur, desde Esme-
raldas hasta El Oro, ambicioso sistema vial que inició y
en el que logró notables avances, pero que no pudo
terminar porque, en el primer bienio de su gobierno,
debió afrontar durísimos embates de la naturaleza.
En abril y mayo de 1993 se produjeron, en efecto,
grandes lluvias superiores a las históricas y a las previstas
para ese año, que originaron el destructor represamien-
to de los ríos Paute y Jadán y ocasionaron, en el sector
austral de La Josefina, graves deslaves que cambiaron la
geografía del país al formar un enorme lago, antes
inexistente, con destrucción de casas, fábricas, puentes
y carreteras, destrozos que pusieron en peligro la Cen-
tral Hidroeléctrica de Paute, la más importante del
Ecuador, originaron terribles daños para la agricultura,
y causaron centenares de muertos, millares de damnifi-
cados y miles de millones de sucres en pérdidas. Pueden
señalarse cavilaciones y aun errores de buena fe en la
acción de gobierno de Sixto, pero su gesto y esfuerzo
ejemplares en esos duros y amenazantes días, hasta
cuando se logró desfogar el pavoroso caudal de aguas;
su presencia entre los habitantes de Azuay y Cañar; su
voz de aliento (junto a la acción paralela de monseñor

332
Luis Alberto Luna Tobar, arzobispo de Cuenca) y las dis-
posiciones inmediatas para iniciar las tareas de recons-
trucción, quedaron para la historia como pasos ejempla-
res y positivos. El presidente Durán Ballen mereció bien
de la patria y aplauso general, al igual que las Fuerzas
Armadas que, en esos momentos difíciles, demostraron
al país su organización, sentido nacional y amor al pue-
blo del que provienen.

Nueva agresión del Perú: “¡Ni un paso atrás!”



Aún no cumplía Durán Ballén su tercer año de admi-
nistración cuando el 12 de diciembre de 1994 el Ejérci-
to del Perú amenazó ocupar el Alto Cenepa, por dispo-
sición del presidente Fujimori que buscaba, mediante
esa acción, ser reelegido apoteósicamente en abril de
1995. Ante la amenaza de una nueva e inminente agre-
sión militar peruana, el gobierno de Durán Ballén se
vio obligado a tomar las medidas necesarias para defen-
der el territorio nacional, particularmente el sector
amenazado, y tuvo que suspender los planes constructi-
vos en marcha para dedicar todos los recursos financie-
ros a la defensa.
En la subregión amazónica del Alto Cenepa, el 26 de
enero de 1995, a 30 kilómetros de la retaguardia ecuato-
riana, se habían posicionado fuerzas militares del Perú,
infiltradas en helicópteros: una vez más, el Ecuador
sufría una nueva agresión militar del vecino del Sur. Al
difundirse la grave noticia, la consigna del presidente
Durán Ballén fue firme y categórica: “¡Ni un paso
atrás!”. Su voz galvanizó al país, que se unió sólidamente
para la defensa nacional. Las FF.AA. ecuatorianas, diri-
gidas por los generales José Gallardo Román, ministro
de Defensa, y Paco Moncayo Gallegos, jefe del teatro de

333
operaciones, resistieron con vigor la arremetida y
desalojaron las tropas peruanas que se habían infiltrado
en la retaguardia. Las Fuerzas Armadas del Perú ataca-
ron, entonces, en el Alto Cenepa, pero los destacamen-
tos ecuatorianos, localizados a lo largo del río Santiago,
hicieron fracasar totalmente su embestida. En los días
posteriores, para obligar al Ecuador a retirar sus tropas,
el presidente Fujimori aumentó las amenazas de ampliar
la invasión a todo el territorio ecuatoriano y dispuso
concentrar sus operaciones particularmente en la zona
de Tiwintza, en el Alto Cenepa, sin alcanzar tampoco
éste su principal objetivo militar.
El 10 de febrero la fae derribó tres aviones peruanos,
dos de ellos supersónicos. Ese mismo día, un bombar-
dero peruano fue averiado desde tierra por nuestras
defensas antiaéreas y cayó mientras retornaba a su base.
Por contraste, un avión ecuatoriano, impactado en com-
bate aéreo, logró aterrizar en Macas gracias al valor y
pericia de sus pilotos. El 12 de febrero, mientras se
intensificaban los ataques peruanos, Fujimori informó
al mundo que, por haber alcanzado ya los objetivos pre-
vistos, había ordenado a sus tropas cesar las operacio-
nes, falsedad desmentida por periodistas extranjeros
que visitaron las posiciones y comprobaron que, en su
totalidad, permanecían en manos ecuatorianas.
Aunque el 17 de febrero se firmó un cese de fuegos,
el Perú continuó atacando, tozudamente empeñado en
ocupar el Alto Cenepa antes de que llegaran los obser-
vadores militares de los países garantes del Protocolo
de Río de Janeiro. En la noche del 22 al 23 de febrero
las FF.AA. del Perú montaron un ataque general, pero
volvieron a fracasar. A partir de esa fecha se sucedieron
solamente escaramuzas.
La táctica peruana de barrer las fuerzas ecuatorianas
con potente fuego de helicópteros para desembarcar

334
directamente sus tropas, como ocurrió en 1981 en la
Cordillera del Cóndor, había fracasado totalmente con
pérdida de siete de sus aeronaves. Ecuador no perdió
ni aviones ni helicópteros.
Para mediados de mayo de 1995 las tropas de ambos
países se habían desmovilizado y retornado a sus cuar-
teles de paz. Las FF.AA. del Ecuador, una vez más, con
generosa ofrenda de sangre, conservaron todos sus
puestos sin que el Perú pudiera alcanzar ninguno de
sus objetivos.
No obstante el heroico comportamiento de sus con-
tingentes militares, el presidente Durán Ballén, de modo
imprevisto y sin consultas previas a las indispensables
instancias nacionales, reconoció el Protocolo de Río de
Janeiro de 1942, cuya nulidad había sido proclamada
por el Ecuador durante décadas. Comenzó así una línea
de negociación que poco después, en posterior gobier-
no, condujo a que prevalezcan las tesis demarcatorias
del Perú.

Las elecciones generales de 1996

Las elecciones generales se realizaron por quinta vez en


forma consecutiva, caso único en la historia de la Repú-
blica, pues no ocurrió así tras las votaciones habidas en
los años 1979, 1984, 1988 y 1992. De entre los muchos
candidatos participantes en los comicios, sólo dos que-
daron frente a frente en la primera vuelta, Jaime Nebot
Saadi, nuevamente por el Partido Social Cristiano, con-
siderado delfín del ex mandatario León Febres Corde-
ro, y Abdalá Bucaram, jefe de un desaforado populismo
personalista, que adoptó el nombre de Partido Roldo-
sista Ecuatoriano para beneficiarse del recuerdo y pres-
tigio de su cuñado, el difunto presidente Jaime Roldós

335
Aguilera, caído en acto de servicio junto con la primera
dama, doña Martha Bucaram, en el trágico accidente
aéreo en el que también murieron todos los miembros
de la comitiva presidencial.
Sixto, en leal gesto sin precedentes en nuestra vida
republicana, llamó por separado a los finalistas para
suministrar, a cada uno de los dos candidatos, las infor-
maciones que consideró necesarias sobre la situación
del Estado que el triunfador había de gobernar. Ambos
le habían hecho blanco, durante cuatro años, inmiseri-
cordemente, de sus enherbolados ataques. Pero Durán
Ballén, que durante la campaña se abstuvo de parciali-
zarse a favor o en contra de ningún candidato, tendió
la mano a sus sañudos opositores y, olvidando insultos,
ataques, maledicencia y hasta calumnias, les recibió en
Carondelet y conversó patrióticamente con cada uno,
sin rencor ni maniobras de trastienda, ejemplo destaca-
do y aplaudido que permaneció como lección.
Al realizarse la segunda vuelta para optar entre Abda-
lá Bucaram y Jaime Nebot (el 7 de julio de 1996), éste
resultó nuevamente perdedor. Nunca antes había habi-
do una cuarta trasmisión sucesiva del mando y el hecho
de que, en esta ocasión, el presidente Durán Ballén lo
traspasara a Bucaram en forma pacífica, se consideró
notable avance en la historia de nuestro endeble siste-
ma republicano y democrático, y auspiciosa orientación
favorable a la continuidad democrática en el Ecuador.

336
Crisis de la partidocracia (1996-2007)
Inestabilidad política

Visión general

Cuando todos creíamos superada por fin la inveterada


inestabilidad política del Ecuador (en el siglo xx se
habían vuelto cíclicas las rupturas del poder constitu-
cional, coincidentes en algunas ocasiones con el surgi-
miento de un nuevo líder político de recia personali-
dad, mentor de cambios trascendentales en la estructura
misma del Estado), el gobierno del arquitecto Durán
Ballén vino a resultar el último de una serie de cuatro
períodos constitucionales sucesivos, 17 años en total
—Roldós/Hurtado, Febres Cordero, Borja, Durán
Ballén—, hecho nunca antes visto en la historia repu-
blicana del Ecuador, pues la ya excepcional sucesión
ininterrumpida de tres presidentes sólo se había repeti-
do en tres ocasiones: Flores-Rocafuerte-Flores; Plaza
Gutiérrez-Baquerizo Moreno-Tamayo; Plaza Lasso-Velas-
co Ibarra-Ponce.
Dados el ímpetu de su populismo y su desbordante
palabrería demagógica, Abdalá Bucaram pudo ser el
quinto presidente del ciclo anterior, o tal vez el prime-
ro de una nueva serie transformadora, pero su pronto
derrocamiento dio paso a una nueva etapa de inestabi-
lidad que agravó las realidades negativas; debilitó la
soberanía nacional y la cohesión social, y desaprovechó
las fortalezas de un pueblo acostumbrado a superar
incesantes desafíos, en primer lugar los de la rica aun-
que bravía naturaleza ecuatorial, de la que logra arran-
car con esfuerzo, sacrificio y trabajo los medios indis-
pensables para sobrevivir; y en segundo término, la
permanente codicia extranjera, que se manifiesta tanto

337
en reiteradas agresiones de los vecinos, que le han obli-
gado a consumir ingentes recursos para la defensa y
han agravado las condiciones del subdesarrollo; como
por la voraz gula del supracapitalismo internacional y
sus agentes criollos, los condicionamientos y maniobras
en los precios vigentes en el comercio exterior y, de
modo particular, la dependencia con respecto a présta-
mos e inversiones que han gravitado de manera a veces
ominosa sobre el neurálgico e inveterado problema de
la deuda externa.
Nos atrevemos a designar la última etapa histórica
del Ecuador con el nombre de “Crisis de la partidocra-
cia” (1996-2007), porque, a más de los tres presidentes
elegidos en sufragio libre (Bucaram, Mahuad y Gutié-
rrez) que debieron gobernar 12 años pero sólo dura-
ron 40 meses, hubo otros dos presidentes (Noboa Beja-
rano y Palacio) que asumieron el poder por haber sido
elegidos vicepresidentes en una misma papeleta con su
respectivo antecesor, cuyo período debieron comple-
tar. La Dra. Rosalía Arteaga, elegida vicepresidenta
junto con Bucaram, no logró consolidar la sucesión
que le habría correspondido, porque el Doctor Fabián
Alarcón Rivera fue elegido por el Congreso Nacional
en vez de Bucaram. Los miembros de una efímera
“Junta de Salvación Nacional” (Vargas, Solórzano y
Gutiérrez) tampoco alcanzaron el poder que intenta-
ron conquistar mediante la subversión de la que fue-
ron protagonistas.
Asumió entonces la presidencia el Dr. Gustavo Noboa
Bejarano, vicepresidente de la República por el tiempo
legal que no alcanzó a cumplir el Dr. Mahuad. Le suce-
dió, elegido en comicios libres, el mismo coronel Lucio
Gutiérrez, mentor del frustrado complot —que le valió
juzgamiento penal y prisión, a la que fue condenado y
cumplió—, pero también él cayó al poco tiempo y fue

338
reemplazado por su vicepresidente, Dr. Alfredo Palacio
González, asimismo para completar el período legal. El
presidente Palacio entregó el poder al economista Rafael
Correa Delgado, caudalosamente elegido al margen del
régimen partidista hasta entonces imperante, propugna-
dor de una transformación denominada “Revolución
ciudadana”, que intenta imponer con apoyo populista.
Esta visión general sobre la “crisis de la partidocracia”
(cuya nómina de nueve presidentes que en una demo-
cracia sólida habrían debido gobernar, cada uno cuatro
años, es decir un total de treinta a cuarenta años) parece
demostrar, por una parte, la inestabilidad política del
Ecuador más visible en los últimos tiempos, aunque tam-
bién, como telón de fondo, los problemas, pugnas y con-
frontaciones económico-sociales de nuestro país, cuyo
pueblo se empeña en seguir adelante pese a los catastró-
ficos embates de una geografía indómita; la pobreza
generalizada en medio de sus cuantiosas riquezas agríco-
las, hidrocarburíferas, mineras y pesqueras; la masiva y
creciente emigración al exterior, en especial a Estados
Unidos y España, de millares de gentes depauperadas
que buscan trabajo y mejores condiciones de vida y que,
no obstante sus sacrificios en un nuevo medio hostil,
todavía se afanan en contribuir desde el exterior a la
economía nacional con remisión mensual y perseveran-
te de sus ahorros. Todo ello es innegable síntoma de las
dolorosas realidades del Ecuador a comienzos del siglo
xxi, víctima por añadidura de grave e incontenible
corrupción galopante, las maniobras capitalistas de la
banca internacional, la incomprensión del bid y el Fon-
do Monetario Internacional, más la predominante gasu-
za de minorías plutocráticas enseñoreadas del poder,
reacias a compartir bienes y reconocer sus deberes de
solidaridad social, circunstancias que originan esa incon-
tenible migración.

339
Gobierno populista de Abdalá Bucaram

El abogado Abdalá Bucaram Ortiz se posesionó como


presidente constitucional de la República, para un
período de cuatro años, el 10 de agosto de 1996. Hom-
bre de extraordinaria inteligencia pero deficiente disci-
plina mental, sólo se había destacado anteriormente
como joven deportista, sin casi ninguna participación
política, siempre bajo los auspicios de su tío, don Assad
Bucaram Elmahlin, alcalde de Guayaquil y candidato
popular al primer poder del Estado.
Paso positivo que debe acreditarse a su gobierno fue,
apenas posesionado, viajar a Lima para cumplir la invi-
tación pendiente hecha por Fujimori al presidente Bor-
ja. Abdalá, el primero en viajar del Ecuador al Perú en
funciones de jefe del Estado, llevó consigo abigarrada,
innecesaria y copiosa comitiva, particularmente inte-
grada por diputados de su mayoría congresil, que fue-
ron pronto contactados por agentes del maquiavélico
Vladimiro Montesinos, el Fouché peruano, quien no
tuvo pudor alguno en confesar más tarde la realidad de
esta descarada intervención.
No obstante temerse algún exabrupto por la descon-
trolada oratoria de Abdalá, el presidente ecuatoriano
demostró, mientras duró la gira, que sí le era posible
someter a disciplina su desbordado temperamento. Oja-
lá hubiese procedido siempre así. Sus actitudes, en esa
ocasión, estuvieron acordes con la dignidad del poder,
contrastaron con sus acostumbradas manifestaciones en
la política interna, mezcla de violenta incontinencia ver-
bal y discutible versatilidad histriónica, características
que tanto daño le hicieron en su efímero gobierno.
Mantuvo sagaz compostura en los actos protocolarios y
populares de su visita al Perú, y se manifestó prudente
en las declaraciones, pese a la poco afortunada exhorta-

340
ción para que “Ecuador y Perú nos perdonemos”, como
si alguna vez nuestras FF.AA. hubieran agredido al veci-
no del Sur, por lo que aquella frase fue interpretada
sólo como alusión al riesgoso pero digno gesto del pre-
sidente Durán Ballén al dejar públicamente a Fujimori
con la mano extendida en una cumbre internacional,
cuando el conflicto del Cenepa.
No procedió Abdalá con igual o siquiera parecida
ponderación en la política nacional. Logró ciertamente
estabilizar de alguna manera la economía e iniciar con
bombos y platillos una serie de medidas beneficiosas,
como la construcción de viviendas populares, el fracasa-
do pero escandaloso intento de donar 100.000 mochilas
escolares a los alumnos de primaria, y hasta el socorro
en dinero efectivo a grupos empobrecidos, inclusive
indígenas. La oposición generalizada calificó estos pasos
como clientelares, considerando que estaban destina-
dos más a ganar nuevos adeptos que a solucionar la difí-
cil situación y problemas del Estado llano.
Lamentablemente la corrupción alcanzó, en su corto
gobierno, cotas imposibles de disimular y llegó a tal
extremo que el propio embajador de Estados Unidos
no sólo se refirió abiertamente a ese grave mal sino que,
en un discurso público, lo denunció como infiltrado en
las mismas órbitas gubernamentales, aun a riesgo de
que sus declaraciones fuesen consideradas deliberada
injerencia en asuntos internos del Estado, vedada a los
diplomáticos, lo que en efecto ocurrió.
Sin embargo, como si prosiguiera la campaña elec-
toral, Abdalá Bucaram continuó haciendo uso de la
tarima y participando él mismo, no sólo en estruendo-
sas maratones de televisión para allegar fondos, sino
en bochornosos actos histriónicos públicos, aun con
cantaoras y bailarinas exhibicionistas, a la vista de todo
el mundo y filmadas, inclusive en la terraza del Palacio

341
de Gobierno, que merecieron general rechazo y cen-
sura. Motivos de asombro pero también de comenta-
rios burlescos fueron su felicitación a uno de sus hijos
por haber ganado ya el primer millón de sucres en un
destino público y su renuencia a residir en Caronde-
let, a donde sólo acudía en horas de oficina aducien-
do que, por las noches, la histórica Casa de Gobierno
de los Presidentes del Ecuador era “habitada por fan-
tasmas”.
Fiel a las tradiciones históricas de la rebelde Quito,
un caudaloso movimiento de masas se hizo espontánea-
mente presente en la capital de la República para recha-
zar el visible desgobierno (el 5 de febrero de 1997),
movimiento que repercutió en todo el país y obligó al
Congreso, un día más tarde, a destituir al presidente
Bucaram declarándole, aunque sin ningún examen psi-
quiátrico previo, en incapacidad mental para ejercer el
mando. Abdalá, que apenas había logrado completar
seis meses de gobierno, huyó de inmediato a Panamá,
donde solicitó y nuevamente obtuvo asilo diplomático,
que todavía dura y le obliga a abstenerse de actuaciones
políticas, pese a lo cual mantiene, con su habitual pala-
brería, una permanente campaña radial y de TV para
desestabilizar a los gobiernos ecuatorianos que le suce-
dieron.

Interinazgo de Fabián Alarcón

La vicepresidenta Dra. Rosalía Arteaga intentó asumir el


poder que le habría correspondido, pero no alcanzó a
consolidar su gobierno porque logró ser elegido presi-
dente “interino” de la República (el 8 de febrero de
1997) el hábil político Dr. Fabián Alarcón Rivera
—extrañamente afiliado al Frente Radical Alfarista

342
(fra) no obstante haber sido cofundador del Partido
Patriótico Popular (ppp) creado por su padre, el ague-
rrido líder conservador Dr. Ruperto Alarcón Falconí—.
La elección, para completar el período de Bucaram, fue
hecha sin suficiente base legal por el Congreso que el
mismo Alarcón presidía, maniobra que se convalidó lue-
go mediante consulta popular convocada para autorizar
una Asamblea Constituyente, la cual, al reunirse, con
una simple moción de remiendo le reconoció la calidad
de presidente “constitucional”.
Se instaló efectivamente la Asamblea en Sangolquí
(presidida al comienzo por el ex presidente demócrata
popular Osvaldo Hurtado, uno de sus mentores, y al
final por el diputado Luis Mejía Montesdeoca), orga-
nismo que, al dictar la decimonovena carta política,
incorporó algunas novedades en el Derecho Constitu-
cional ecuatoriano pero mantuvo la “partidocracia”,
grave limitación de una democracia auténtica, y las
condiciones legales que permitieron continuar al ago-
biante neoliberalismo, sólo beneficioso para los oligár-
quicos pero voraces núcleos del poder económico, con
la añadidura de un “candado” constitucional que impe-
día cualquier reforma inmediata de la carta recién
aprobada.
El gobierno del presidente Alarcón, no obstante su
brevedad, sacó del inmovilismo el proyecto para cons-
truir la represa de Mazar, retenido durante varios lus-
tros no obstante ser necesario para el eficaz funciona-
miento del Sistema Hidroelécrico de Paute, el mayor
del país. El proceso de construcción de Mazar, llevado
adelante en su mayor parte por los gobiernos posterio-
res, continúa al parecer sin tropiezos y se espera su
pronta terminación como homenaje al bicentenario.
Este positivo aspecto del efímero gobierno del Dr. Alar-
cón se vio, como contrapartida, también ensombrecido

343
por otro escándalo político, protagonizado esta vez por
su ministro de Gobierno, César Verduga, a quien asi-
mismo se acusó de indebida utilización de fondos reser-
vados, por lo que debió escapar y acogerse al asilo polí-
tico en México, donde al fin se radicó.

Gobierno de Jamil Mahuad Witt

Al acercarse el fin del período legal, tan abruptamente


interrumpido, para el que Abdalá Bucaram había sido
electo, en cuyo reemplazo asumió el poder el presiden-
te Alarcón, el Tribunal Supremo Electoral convocó a
elecciones generales. El Partido Demócrata Popular
postuló como candidato a la presidencia de la Repúbli-
ca al Dr. Jamil Mahuad Witt, quien venía ejerciendo
con especial acierto un segundo período como alcalde
de Quito.
Nacido en Loja, donde cursó la primaria, bachiller
por el Colegio San Gabriel de Quito, doctor en Dere-
cho por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador
y luego diputado demócrata popular por Pichincha,
ejerció con singular lucimiento la Alcaldía de Quito
en el período 1992-1996 y, tras ser reelecto para un
nuevo lapso de cuatro años, en 1998 se excusó de con-
tinuar en esa función para aceptar su postulación pre-
sidencial.
El desempeño de la alcaldía de Quito durante seis
años fue, en efecto, el palenque cívico que permitió a
Mahuad dar a conocer su talento, preparación, simpa-
tía y elegante oratoria, atributos que, unidos a su volun-
tad de trabajo y capacidad administrativa, le ganaron el
derecho a figurar entre los grandes constructores de
Quito, firme prestigio que le abrió las puertas de la can-
didatura en las inmediatas elecciones generales. En su

344
quehacer municipal abarcó todos los ramos, en buena
parte de ellos siguiendo la previa programación de su
predecesor, el alcalde don Rodrigo Paz Delgado, tam-
bién extraordinario promotor de progreso en Quito y
de muchas obras públicas de gran aliento, algunas de
las cuales concluyeron sólo años después de su manda-
to: agua potable, mercados, dispensarios, asistencia
social, saneamiento, parques y jardines, pavimentación,
transporte, recolección de basura, etc. Entre las muchas
realizaciones del alcalde Mahuad pueden mencionarse
la construcción y puesta en marcha del Sistema Electri-
ficado de Intercomunicación Urbana, el “trole”, que
significó una transformación profunda de la vida ciuda-
dana; la Vía Oriental para completar el Anillo Periféri-
co de Quito, y la batería de estacionamientos públicos
formada por los parqueaderos municipales Diego de
Sandoval (Cadiesán), Carlos Montúfar y San Blas, obras
que contribuyeron a solucionar la difícil circulación
vehicular en la capital de la República.
Cuando a comienzos de 1998, en una de sus últimas
actuaciones como alcalde de Quito, el doctor Mahuad,
ya candidatizado a la presidencia, asistía a una reunión
mundial de municipalidades en Barcelona, sufrió un
infarto cerebral intempestivo que comprometió grave-
mente su salud, requirió inmediato tratamiento hospi-
talario en la Ciudad Condal y, luego, un intenso perío-
do de rehabilitación en Boston (Estados Unidos). Pese
a ello, Jamil afrontó con entereza y estoicismo esas
peligrosas circunstancias. Ya de vuelta al país, ante la
insistencia ciudadana, aceptó la candidatura presiden-
cial, afrontó con valor y vigor la campaña electoral y,
en comicios libres, derrotó al multimillonario candi-
dato populista Álvaro Noboa Pontón. Posesionado
ante el Congreso como presidente constitucional (el
10 de agosto de 1998) para un período legal de cuatro

345
años, comenzó a gobernar con aparente tranquilidad,
acentuada por su muy aplaudido aunque insólito dis-
curso inaugural sobre “las siete armonías” escatológi-
cas y los “tiempos de actuar” según los proverbios
bíblicos.
Pese a la capacidad demostrada por Jamil en la alcal-
día de Quito, y no obstante haber generado optimismo
su acceso al poder por considerarse que combatiría la
general corrupción desencadenada en los últimos lus-
tros, las perspectivas del nuevo gobierno fueron en rea-
lidad más sombrías que halagüeñas: por un parte, si
bien el jefe del Estado y su binomio presidencial logra-
ron el triunfo, su partido político, la Democracia Popu-
lar de signo demócrata cristiano, no alcanzó mayoría
en el Congreso, lo que le obligó a sucesivas, cortas y
contradictorias alianzas partidistas, sólo para alcanzar
efímeros entendimientos dadas las coyunturas políticas.
Por otra parte, el presidente Mahuad debió afrontar las
dificultades de la agobiante crisis que golpeaba ya a
toda la América Latina y tal vez más duramente al Ecua-
dor y heredó, sobre todo, una abultada e inmanejable
deuda externa. Por añadidura, en su gobierno se volvió
creciente e incontenible la emigración de hombres y
mujeres jóvenes que abandonaron el país buscando en
otras partes condiciones de vida menos duras y mejores
circunstancias para salir de la agobiante pobreza. Y por
si todo ello fuera poco, los otros componentes de la
partidocracia vigente en el Ecuador, exacerbados por
su derrota en las urnas dado el triunfo demócrata
popular, se empeñaron en crear toda clase de proble-
mas a Mahuad, contra cuyo gobierno extremaron el
canibalismo político para desestabilizarlo y, si fuera
posible, derrocarlo.
La enherbolada lucha, característica del enfrenta-
miento partidarista en el Ecuador, se vio esta vez acre-

346
centada por este indisimulado celo de los partidos per-
dedores en las últimas elecciones pero todavía en-
castillados en el Congreso, donde se unían contra el
gobierno, según las circunstancias, los mismos que has-
ta la víspera combatían rudamente entre sí, sin perjui-
cio de entendimientos circunstanciales. Los incesantes
embates, cada vez más agresivos, y la sostenida y zahi-
riente pugna, no podían sino desgastar la capacidad de
resistencia del presidente, todavía en proceso de conva-
lecencia luego de los delicados tratamientos médicos
de Barcelona y Boston, y diariamente acosado por la
implacable y sañuda oposición de socialcristianos (Fe-
bres Cordero y Nebot), socialdemócratas (Borja) y
populistas (línea de Bucaram). Todos ellos se manifes-
taron inconformes con este segundo triunfo demócra-
ta-cristiano en el régimen pluripartidista, vigente en los
últimos veinte años, lapso en el que ninguna otra agru-
pación política había logrado predominio o hegemo-
nía. Todos esos partidos y varios de sus líderes, aunque
demostrándose contrarios a que ninguno logre tal defi-
nición, se repartían simultánea y periódicamente fun-
ciones de elección popular y cargos en los organismos
que lograban captar.
Como si estos problemas no fueran suficientes para
erosionar cualquier régimen, la acción gubernativa de
Mahuad se vio gravemente impactada por el recurrente
fenómeno de “El Niño” y restringida, además, por una
serie de causas y circunstancias invencibles, verdaderos
procesos de antiguo origen, que dieron lugar, como
casi nunca antes, a una cadena de hechos que, sucesiva-
mente entrelazados y dinamizados, pusieron traumáti-
co fin a la presidencia de Mahuad, erosionada por el
siniestro e incontenible incremento de por lo menos
cinco de esos procesos sociales, políticos y económicos,
originados antes del gobierno demócrata popular y en

347
los cuales la plena responsabilidad no correspondía ni
al presidente ni a su partido. Veámoslos.

Las negociaciones limítrofes con el Perú


condicionadas por los países garantes
y mediadores (26 de octubre de 1998)

En el Palacio de Itamaraty, Brasilia, apenas a mes y


medio de haberse posesionado Mahuad como presi-
dente, culminaron negativamente para el Ecuador las
negociaciones con el Perú, presididas por los países
garantes del Protocolo de Río de Janeiro de 1942, que
habían continuado durante los gobiernos de los presi-
dentes Durán Ballén, Bucaram, Alarcón y Mahuad.
Sendas comisiones binacionales, con participación de
los países garantes (Argentina, Brasil, Chile y Estados
Unidos, que designó a su embajador Einaudi para diri-
gir una hábil política con el fin de constreñir al Ecua-
dor), discutieron y aprobaron varios aspectos de coope-
ración, necesarios para restablecer un clima de
confianza entre los dos países. Pública y reiteradamen-
te originadas y propugnadas en las potencias mencio-
nadas, que se demostraban cansadas de la larga y al
parecer estéril mediación, se hicieron a Ecuador y Perú
toda clase de ofrecimientos, en público y privado, en
procura de un entendimiento. Estas inciertas pero ten-
tadoras ofertas encontraron amplio eco, difusión y apo-
yo en todos los medios de comunicación social. Se bus-
caba, sobre todo, ablandar a Ecuador, que iba a resultar
perjudicado a la postre, y disponerle a admitir una apa-
rente solución, en el fondo impuesta bajo el señuelo de
la paz.
Para llegar a un arreglo en el permanente problema
territorial, los garantes propusieron, al comienzo de la

348
presidencia de Mahuad, que los congresos de Ecuador
y Perú aceptaran como “solución vinculante”, sin parti-
cipar en su discusión y adopción —en consecuencia,
sin conocerlo previamente—, el veredicto que sobre el
asunto emitiere una comisión técnico-jurídica especial,
designada por dichos garantes, así como un paquete de
diversas medidas tendientes a consolidar la frágil paz y
el intercambio en múltiples aspectos. Tan extraña pro-
puesta, equivalente a pedir la firma de un cheque en
blanco, de obligatoria aceptación y sin derecho a recla-
mo alguno, rara especie de arbitraje sui géneris sin
negociación directa entre las partes ni actas a las que
referirse, fue aprobada por el Congreso del Perú, no
sin reticencia inicial, y muy prontamente por el Con-
greso del Ecuador, donde apenas una minoría de dipu-
tados, entre ellos el combativo afroecuatoriano Jaime
Hurtado Ortiz —asesinado poco después—, se opuso a
la imposición de tan etéreo arreglo que, de todos
modos, por haber sido definido como vinculante, en
cuanto fue aprobado por el poder legislativo, se convir-
tió en ineludible obligación del ejecutivo, es decir del
presidente Mahuad.
En realidad, el veredicto de la comisión técnica nom-
brada por los garantes resultó desfavorable para el
Ecuador, pues sus miembros determinaron, extraña-
mente, que sí existía el divortium aquarum entre los ríos
Santiago y Zamora, en contra de lo que las aerofotogra-
fías demuestran, y que la línea de frontera debía ir por
las cumbres de la cordillera del Cóndor, tesis del Perú
que el vecino país había tratado de imponer por la fuer-
za en los enfrentamientos armados de 1981 y 1985.
El Ecuador quedó obligado así —nuevo sacrificio— a
desocupar territorios ancestralmente sujetos a su sobe-
ranía. La zona de Tiwintza, defendida heroicamente
por soldados ecuatorianos en 1985, quedó del lado

349
peruano, aunque el sitio mismo de la heroica resisten-
cia, reducido a la extensión de un kilómetro cuadrado,
irónicamente se reconoció que debía ser entregado a
Ecuador como dominio privado ¡bajo soberanía perua-
na! El escenario de los últimos conflictos armados que-
dó destinado, así, a ser parque ecológico binacional.
Por lo menos se vio obligado el Perú, tras cincuenta
años de negarlo e impedirlo, a reconocer el derecho
del Ecuador a la libre y perpetua navegación en el Ama-
zonas, también prevista en el Protocolo de Río de Janei-
ro; a facilitar dos instalaciones portuarias a orillas del
Amazonas, y a liberar el tránsito por sendas carreteras
de acceso.
Con tales antecedentes, los presidentes Mahuad y
Fujimori se reunieron en Brasilia, en presencia de los
jefes de Estado de los países garantes, Cardoso de Bra-
sil, Menem de Argentina, Frei de Chile y un represen-
tante de Clinton, presidente de los Estados Unidos, así
como del rey de España, Juan Carlos I, y todos suscri-
bieron los instrumentos jurídicos pertinentes para ase-
gurar el cumplimiento de los acuerdos alcanzados. El
papa Juan Pablo II, la onu y la oea hicieron públicas
sus congratulaciones a los dos países por la paz así
lograda. Al cabo de 168 años de vida republicana ambos
países pudieron cerrar definitivamente su línea fronte-
riza, aunque sea con las observaciones señaladas, y rei-
niciar caminos de fraternidad. Evidentes limitaciones,
insatisfactorias para los nacionalistas de cada país, que-
daron en efecto superadas por el bien supremo de la
paz. De las publicitadas ofertas internacionales hechas
a los dos países, ninguna o casi ninguna se cumplió.

350
Inevitable feriado bancario, colapso en cadena de varios
bancos y creación de la Agencia de Garantía de Depósitos

Dada la galopante situación crítica de la economía


nacional, manifestada entre otros signos por extraordi-
narios y masivos retiros de depósitos, disminución de la
reserva monetaria que había llegado a límites de peli-
gro, inestabilidad del mercado cambiario y desenfrena-
do aumento de precios, todo ello agravado por un
colapso bancario generalizado, que se inició con el del
Banco del Azuay y fue seguido de inmediato por otros
muchos, el presidente Mahuad se vio obligado a formu-
lar grave diagnóstico público de tal situación, menos de
cinco meses después del drama internacional, ante
legisladores y ciudadanos notables, a los que exhortó a
tomar urgentes pero drásticas medidas. El precio del
dólar, que el 1 de marzo de 1999 se cotizaba en 10.025
sucres, escaló en apenas pocas horas a 11.450 sucres.
En apenas pocos días se había depreciado en un 42%.
Casi en seguida aumentó a 18.000 sucres mientras se
acrecentaban los rumores sobre una caída del gobierno
y la posible incautación de divisas. Ante ello, la Super-
intendencia de Bancos decretó el 8 de marzo de 1999
un corto pero exigente período feriado de 96 horas a
nivel nacional, para contener el derrumbe. Esta resolu-
ción, sin embargo, conmocionó al país, pues significó
el congelamiento de todas las operaciones bancarias en
el territorio nacional, a tal extremo que el presidente
Mahuad no tuvo otro camino que congelar los depósi-
tos en todo el sistema financiero, inclusive los de quie-
nes tenían dinero en cuentas o depósitos a plazo. Ello
exigió decretar de inmediato el estado de emergencia.
El 11 de marzo presentó su renuncia el presidente del
Directorio del Banco Central. Pocos días más tarde
cerró sus puertas el Banco del Progreso, uno de los

351
mayores establecimientos bancarios del Ecuador, con la
consiguiente angustia y protesta de miles de ahorristas
que en él guardaban sus haberes y reclamaron en segui-
da su retiro, tumultuariamente agrupados ante cada
una de las oficinas y agencias de dicho banco. Los sec-
tores oligárquicos de Guayaquil, encabezados por el ex
presidente Febres Cordero, movilizaron de inmediato
caudalosas manifestaciones en sectores populares, por
ellos convocados y presididos, a favor del Banco del
Progreso y para respaldar a Fernando Aspiazu Semina-
rio, su gerente general, miembro de dos de las más
poderosas familias del Ecuador. Aspiazu hizo conocer,
para defenderse, que había apoyado con millonaria
suma de dólares la campaña presidencial de Mahuad y,
aunque ningún rubro al respecto apareció en las audi-
torías hechas tanto al Banco del Progreso como a su
gerente general, el asunto quedó de hecho politizado
en extremo, con el consiguiente alborozo de la sañuda
oposición. De nada valió la serie de sucesivos pasos de
diversa índole para contener, reacción en cadena, el
masivo pánico financiero a que dio lugar el cierre o
quiebra de tantas instituciones bancarias, cuyo colapso
castigó a millares de ecuatorianos de escasos recursos
que perdieron todos sus ahorros. Con el aumento de la
crisis se acrecentó también la masiva emigración de
empobrecidos ecuatorianos, particularmente campesi-
nos de costa y sierra, fenómeno que, aunque se había
manifestado con fuerza desde años atrás, a partir de
entonces se volvió incontenible.
Para administrar los bienes incautados a los numero-
sos bancos en Quito, Guayaquil y otras ciudades del
país se creó entonces, el 9 de marzo de 1999, una Agen-
cia de Garantía de Depósitos. Fue de tan grave condi-
ción el problema que, no obstante haber sido presidida
aquella agencia por varios de los más capacitados y

352
experimentados líderes en asuntos financiaros, las pér-
didas resultaron astronómicas, con graves perjuicios,
en millones de millones de sucres, no sólo para los
depositantes más pobres del país, quienes perdieron
sus últimos recursos con el consiguiente drama y resen-
timiento social, sino hasta para los grandes beneficia-
rios de la economía nacional.

La reactivación del vulcanismo en la sierra ecuatoriana,


con gravísimos daños para la infraestructura vial y la economía

Como si todo esto no hubiera sido suficiente para lesio-


nar a cualquier gobierno, dos de los numerosos volca-
nes de los Andes, que en doble cordillera atraviesan el
Ecuador de norte a sur, volvieron a dar peligrosas seña-
les de renovada actividad, ante la cual debió declararse
en situación de alerta amarilla el Tungurahua, a cuyas
plantas se encuentra el balneario turístico de Baños, no
lejos de la dinámica ciudad de Ambato. Asimismo, pri-
mero en alerta amarilla y después en alerta naranja, el
célebre volcán Guagua Pichincha, a cuyos pies se levan-
ta Quito, despertó en la mañana del 7 de septiembre de
1999, tras décadas de letargo, lanzando al cielo inmen-
sas, amenazadoras y espectaculares nubes de gases, his-
tórica erupción que, felizmente, no cobró vidas ni cau-
só daños, por abrirse la boca del cráter hacia el
occidente, del otro lado de la cordillera.

El establecimiento, sin tratado previo, de la base militar


de Estados Unidos en Manta

A comienzos de mayo de 1999, la embajada de Estados


Unidos informó que existía un acuerdo de cooperación

353
para que el aeropuerto militar de Manta sirviera como
punto de apoyo en la lucha contra el narcotráfico.
Conocido el asunto por la Comisión de Relaciones
Internacionales de la función legislativa, se solicitó la
opinión del Tribunal Constitucional, cuyos miembros,
salvo alguna patriótica excepción, se manifestaron favo-
rables al establecimiento temporal de fuerzas militares
de la aviación norteamericana en el territorio continen-
tal ecuatoriano. Con tal antecedente, la antes indicada
comisión, en vez de presentar su informe al presidente
del Congreso para que lo sometiera a votación general,
facultó directamente al presidente Mahuad, el 11 de
noviembre de 1999, para que autorizara, sin tratado, a
los Estados Unidos de América, el establecimiento de
dispositivos de su fuerza aérea en Manta. Posteriormen-
te se amplió a diez años esta autorización que desde el
comienzo despertó reclamos y protestas por ser lesiva a
la soberanía nacional y la legalidad internacional.

La eliminación del sucre como moneda nacional


y la adopción sustitutiva del dólar norteamericano,
sin reforma constitucional

No obstante que la Constitución entonces vigente, al


igual que todas las del siglo xx, establecía el “sucre”
como unidad monetaria del Ecuador, voces de la mino-
ritaria oligarquía plutocrática de la costa y de los agroex-
portadores comenzaron a sugerir la necesidad de dola-
rizar la economía ecuatoriana. Del 1 al 7 de enero de
2000, el sucre se devaluó en otro 17%. El 9 de enero de
ese mismo año el presidente Dr. Jamil Mahuad propuso
oficialmente la dolarización para salir de la inconteni-
ble crisis que afectaba a la economía ecuatoriana. Al día
siguiente, 10 de enero, el presidente y la gerente del
Banco Central presentaron su renuncia irrevocable.

354
Ante tan grave situación, el 21 de enero de 2000 fue
derrocado el doctor Jamil Mahuad Witt, presidente
constitucional de la República, y al siguiente día, el 22
de enero, el vicepresidente Gustavo Noboa Bejarano
asumió la presidencia.

Caída del gobierno de Mahuad, derrocado


por una efímera Junta de Salvación Nacional

Tan grave y singular cadena de hechos —del 26 de


septiembre de 1998 al 9 de enero de 2000—, aconteci-
mientos abiertamente negativos que el presidente de
la República se vio obligado a afrontar, fue la culmina-
ción de una serie de procesos iniciados lustros atrás,
que ni siquiera un movimiento con fuertes bases en el
Congreso hubiera podido resistir. Al asumirlos el Dr.
Mahuad, motivaron su fulminante derrocamiento por
un complot indígena-militar, que se había venido fra-
guando acaudillado por el dirigente indígena Antonio
Vargas, promotor de masivos núcleos convocados en
Quito para tomarse el palacio legislativo, el abogado
Carlos Solórzano Constantine y el coronel Lucio
Gutiérrez, oficial superior, quien al mando de un gru-
po de oficiales insurrectos de la Escuela Superior Poli-
técnica del Ejército irrumpió en el Congreso intentan-
do disolverlo.
El resultado inmediato de tal operativo fue la inte-
gración de una efímera “Junta de Salvación Nacional”,
formada por el líder indígena Antonio Vargas, el ex
presidente de la Corte Suprema de Justicia Dr. Carlos
Solórzano Constantine y el coronel Lucio Gutiérrez, ex
edecán de los presidentes Bucaram y Alarcón, quien
cedió intempestivamente su lugar al general Carlos
Mendoza, comandante general de las FF.AA. Éste, tras

355
aceptar el abrupto nombramiento para integrar la “Jun-
ta”, de modo asimismo insólito renunció a participar
en ella, sin dar ninguna explicación. Al quedar sin res-
paldo militar, la “Junta de Salvación Nacional” se disol-
vió al punto sin pena ni gloria, hecho que coincidió
con la iniciación del siglo xxi.

Las letras y las artes en el siglo xx

A lo largo del siglo xx han sobresalido grandes figuras,


siguiendo la huella luminosa de González Suárez, en
el amplio campo del pensamiento y la cultura. Mencio-
nemos, entre los poetas, a Remigio Crespo Toral,
Medardo Ángel Silva, Remigio Romero y Cordero,
Gonzalo Escudero, Jorge Carrera Andrade, César Dávi-
la Andrade, Jorge Enrique Adoum y Francisco Grani-
zo. Entre los historiadores sobresalen Jacinto Jijón y
Caamaño, Isaac J. Barrera, Luis Robalino Dávila, Car-
los Manuel Larrea y Julio Tobar Donoso. Entre los
ensayistas, Gonzalo Zaldumbide y Benjamín Carrión.
Una figura se destaca entre los humanistas, el jesuita
Aurelio Espinosa Pólit. En el abigarrado catálogo de
novelistas mencionemos a Enrique Terán, Jorge Icaza,
Demetrio Aguilera Malta y Alfredo Pareja Diezcanseco.
Entre los grandes jurisconsultos descuellan Luis Felipe
Borja, Víctor Manuel Peñaherrera, Alfredo Pérez Gue-
rrero y monseñor Juan Larrea Holguín, que alternó su
calidad de jurista con la de apostólico arzobispo de
Guayaquil. Tres, entre los economistas: Luis Napoleón
Dillon, Víctor Emilio Estrada y Humberto Albornoz.
Pioneros, entre los sociólogos, Belisario Quevedo y
Luis Bossano. La clarinada indigenista la dio Pío Jara-
millo Alvarado, seguido por Ángel Modesto Paredes y
Gonzalo Rubio Orbe. ¿Y entre los internacionalistas?

356
Honorato Vásquez, Antonio Quevedo, José Vicente
Trujillo, Antonio Parra Velasco y Leopoldo Benítez
Vinueza. Faros de luz y virtudes el santo hermano
Miguel de las Escuelas Cristianas y el doctor Julio María
Matovelle. Prelados eminentes, los cardenales Carlos
María de la Torre, Pablo Muñoz Vega y Bernardino
Echeverría, así como el obispo de los indios monseñor
Leonidas Proaño. El arte pictórico mantiene su secular
nombradía con Camilo Egas, Víctor Mideros, Manuel
Rendón Seminario, Eduardo Kingman, Oswaldo Gua-
yasamín, Gonzalo Endara Crow y Oswaldo Viteri. Lar-
ga, la lista de periodistas ilustres, pero sobresalen entre
ellos Manuel J. Calle, Raúl Andrade, Alejandro Carrión
y Carlos de la Torre.
Una pléyade de escritores y artistas jóvenes mantiene
viva la antorcha de la cultura. Añadamos tres entidades
culturales de ejemplar y constante empeño: las cente-
narias Academias Ecuatoriana de la Lengua y Nacional
de Historia, y la cincuentenaria Casa de la Cultura
Ecuatoriana, y tendremos completo, a grandes rasgos,
el cuadro general del esfuerzo por cultivar el espíritu.
Aquellos personajes y estas instituciones señalan la per-
manente vocación cultural del Ecuador.

Siglo xxi

Gobierno de Gustavo Noboa Bejarano

Como consecuencia de la serie de hechos que precipi-


taron la caída del Presidente Mahuad, el vicepresidente
constitucional, Dr. Gustavo Noboa Bejarano, asumió la
presidencia de la República en el Ministerio de Defen-
sa ante los altos mandos de las Fuerzas Armadas (el 10
de enero de 2000), y fue ratificado por el Congreso

357
Nacional el 22 de enero de 2000 para completar el
período del presidente Mahuad, quien salió al exilio
dejando constancia de no haber renunciado y, en noble
gesto, augurando aciertos en bien del país al nuevo jefe
del Estado. El Congreso eligió también, como vicepresi-
dente de la República, al ingeniero Pedro Pinto Rubia-
nes. Ante el inmisericorde “tsunami” de injustas acusa-
ciones contra el Dr. Mahuad, al que se trató de
caracterizar como el único responsable de la desafortu-
nada serie de procesos históricos que debió afrontar
uno tras otro y en apenas año y medio, pese a no haber
sido su autor, el ex presidente prefirió guardar silencio,
doloroso sin duda, actitud que mantiene hasta ahora.
Ante los hechos consumados, el presidente Noboa se
vio obligado a enviar al Congreso, como medida emer-
gente, un proyecto de Ley de Transformación Económi-
ca. El 25 de ese mismo mes, el Fondo Monetario Inter-
nacional recomendó varios cambios al mencionado
proyecto y, tres días más tarde, se aprobaron 80 de los 85
artículos. El día 29 la dolarización quedó aprobada en el
Congreso. El dólar norteamericano fue de este modo
declarado nueva moneda nacional con una tasa de cam-
bio de 25.000 sucres. Se inició así la dolarización de toda
la economía ecuatoriana, traumática para las mayorías
depauperadas. La radical medida no sólo aumentó la
dependencia del Ecuador respecto a los Estados Unidos
de América, sino que constituyó nueva y grave renuncia
a uno de los símbolos de la soberanía nacional.
Sólo entonces pudo el Dr. Gustavo Noboa Bejarano
poner en evidencia, en el ejercicio del poder, sus atri-
butos de “vir bonus”, pues gobernó con las mismas rec-
titud, sensatez y espíritu de servicio con que había sido
ejemplar rector universitario y apostólico maestro de
juventudes. Noboa no pudo, desde luego, eliminar
otros aspectos negativos que habían venido acentuán-

358
dose de año en año a consecuencia de la grave y larva-
da situación general del país, como la masiva emigra-
ción de ecuatorianos empobrecidos que, en búsqueda
de una situación económica menos mala, buscaron
mejor suerte en otras partes del mundo, y que han
logrado, con su trabajo y esfuerzo, enviar anualmente
al Ecuador crecientes remesas mensuales de los ahorros
que arduamente alcanzan a reunir, remesas en cotas
tan significativas que han llegado a equivaler al tercer
rubro entre todos los ingresos del país.
No se puede dejar de mencionar, entre los aspectos
positivos de la obra de gobierno del presidente Noboa
Bejarano, el censo de población del año 2001; la cons-
trucción del nuevo Oleoducto de Crudos Pesados (ocp),
una de las mayores obras de infraestructura del país, y la
renegociación de Bonos de la Deuda Externa, para
reducir ésta en beneficio del Ecuador, lo que en efecto
se logró visiblemente, aunque luego le ocasionó enco-
nados embates motivados por el odio político.

El vi censo de población en el año 2001

En el año 2001, en efecto, se realizó el vi Censo de


Población y V de Vivienda organizado por el Instituto
Nacional de Estadística y Censos. La población total del
país había aumentado a 12’156.608 habitantes, con un
notable incremento de la población urbana (7’431.355;
61,1%) y un correlativo descenso de la rural (4’725.253;
38,9%). El sexo femenino prevalecía ligeramente en
número sobre el masculino (hombres, 6’018.353,
49,5%; mujeres, 6’138.255, 50,5%). Guayaquil seguía
siendo la ciudad más poblada, con 1’985.279 habitan-
tes, y sobrepasaba a Quito con medio millón, 1’399.378.
Venían a continuación, para completar las primeras

359
diez ciudades, Cuenca, 277.374; Machala, 204.578; San-
to Domingo de los Colorados, 199.827; Manta, 183.105;
Durán, 174.531; Portoviejo, 171.847; Ambato, 154.095 y
Riobamba, 124.807. Es importante señalar el notable
incremento poblacional de Machala, Santo Domingo,
Manta, Durán y Portoviejo, todas en la costa, sobre
Ambato y Riobamba, en la sierra. Sin embargo, una
proyección del inec para 2010 establece el siguiente
orden, en número de habitantes, para las diez primeras
ciudades del Ecuador: Guayaquil, Quito, Portoviejo,
Cuenca, Ambato, Santo Domingo, Machala, Manta,
Riobamba y Durán. La población del país llegará,
entonces, a 14’304.900.
Por desgracia, al terminar su administración, el Dr.
Gustavo Noboa no pudo gozar del descanso a que tenía
derecho, víctima de sañuda persecución mentalizada
por el ex presidente Febres Cordero, quien después de
su notable labor como alcalde de Guayaquil, volvió al
Congreso obsesionado por denigrar todo valor en quie-
nes consideraba rivales, usufructuarios de un prestigio
igual o superior al suyo —la implacable ironía popular
denominó a León irónicamente “dueño del país”—. El
ex presidente Febres Cordero, en efecto, acusó de pecu-
lado a Noboa Bejarano y su ministro de Finanzas en la
renegociación de bonos de la deuda externa, y ofreció
públicamente “perseguirles como perro con hambre”.
En esta pugna entre ex presidentes guayaquileños, el
acusador no cejó hasta lograr que, al ser enjuiciado el
Dr. Noboa y afrontar el riesgo de una inmediata prisión
preventiva, se viera obligado a solicitar asilo diplomáti-
co en la embajada de la República Dominicana. Obte-
nida ésta, aunque con demoras por la poderosa influen-
cia del ex presidente Febres Cordero, su perseguidor,
volvió al país amnistiado por el Congreso nacional el
Dr. Noboa Bejarano, querido y respetado por todos

360
aunque no exento de eventuales pero reiterados ata-
ques de su enconado adversario, mientras vivió, y de sus
partidarios.

Gobierno de Lucio Gutiérrez Borbúa

El coronel Lucio Gutiérrez Borbúa, a raíz de su frus-


trado golpe, fue enjuiciado por insurrección según las
leyes militares y condenado a prisión. Al recuperar
más tarde su libertad, una vez cumplida la condena,
logró ser candidatizado a la presidencia de la Repúbli-
ca por “Sociedad Patriótica”, ente político de carácter
personalista y populista organizado para su campaña
electoral y, en elecciones libres, triunfó sobre Álvaro
Noboa Pontón, segunda vez candidato, y se posesionó
de la presidencia ante el Congreso el 15 de enero de
2003. En la misma dupleta electoral fue elegido vice-
presidente el médico cardiólogo Dr. Alfredo Palacio
González.
El coronel Gutiérrez, alumno sobresaliente del Cole-
gio Militar Eloy Alfaro, logró alcanzar allí todos los años
la “primera antigüedad” y se graduó con lauros como
bachiller. En la universidad militar, Instituto de Estu-
dios Politécnicos de las Fuerzas Armadas, obtuvo su
título de ingeniero. Posteriormente realizó altos estu-
dios militares en los Estados Unidos, lo que determinó
su permanente simpatía y abierta admiración por la
gran potencia norteamericana. Uno de sus primeros
actos de gobierno fue, precisamente, visitar al presiden-
te George W. Bush, ocasión en la que se declaró públi-
camente, motu proprio, como “el mejor aliado de Estados
Unidos”, sin las consultas antecedentes que, como pre-
sidente de la República, estaba obligado a hacer para
obtener autorización legislativa previa.

361
Poco a poco las actuaciones presidenciales del inge-
niero Gutiérrez fueron poniendo de relieve una evi-
dente desorientación ideológica: un día peregrinó
devotamente ante la Virgen de El Quinche, uno más
entre la multitud de romeros que congrega la tradicio-
nal novena de esta imagen; poco después asistió con
fervor a una concentración de indígenas evangelistas
en la Provincia del Chimborazo; días más tarde, con
toda la parafernalia de esa antigua fraternidad secreta,
fue promovido, sin etapas previas, al grado de Maestro
Masón; en fin, el coronel Gutiérrez aceptó concurrir a
una reunión de chamanes aborígenes y se sometió
humildemente a una terapia naturista con invocaciones
cósmicas.
No carecía, el presidente Gutiérrez, pese a su norte-
americanismo, de hondos sentimientos de justicia
social, por lo que, a pesar de todo, inició algunos pro-
gramas en beneficio de los más necesitados, particular-
mente en las áreas de vivienda y educación popular,
proyectos que quedaron inconclusos, en parte porque
su gobierno, que se había declarado crítico de las rela-
ciones con el Fondo Monetario Internacional, terminó
negociando con él para obtener el desembolso de
varios créditos; y en parte, también, porque dejó sin
tocar el cáncer de la corrupción, del que tan contami-
nados estaban los gobiernos anteriores. Por añadidura,
la lacra del nepotismo se había vuelto de tal manera
visible que era imposible negarla. En efecto, en casi
todos los estamentos del Estado, no solo dentro sino
también fuera del país, en las funciones diplomáticas y
en cargos tanto altos como bajos, habían logrado
incrustarse numerosos agnados y cognados del ingenie-
ro Gutiérrez.
Se acumularon, así, los motivos para mantener ira-
cunda la oposición. Coincidieron en ella los ex presi-

362
dentes Febres Cordero y Borja que contribuyeron a
desestabilizar el régimen del coronel-ingeniero. Para
entonces, la descomposición del país era inocultable.
En apenas 27 meses el presidente Gutiérrez había acu-
mulado tal cantidad de desaciertos —errar cada día,
rectificar al siguiente— que la implacable sal quiteña
denominó su gobierno como “Rectificadora Gutiérrez”,
alusión a un conocido establecimiento para arreglo de
automotores. Ante el conjunto de sus discutibles accio-
nes gubernamentales, el coronel Gutiérrez perdió el
apoyo popular, actitud que desencadenó en él una
abierta y creciente acción represiva contra el pueblo
que, a su vez, motivó reacciones populares contra el
régimen. La oposición, cada vez más visible e incontro-
lable, creció caóticamente poniendo en riesgo la estabi-
lidad del gobierno, cuyos partidarios, para defenderle,
orquestaron sucesivos estallidos de fuerza más anarqui-
zantes aún. Uno de ellos fue la sustitución de diputados
opositores por simpatizantes, supuestamente a base de
compraventa de conciencias: el insobornable pueblo de
Quito calificó, entonces, a legislatura y legisladores,
como “festín de los diputados de los manteles”. Otro
estallido de aquellos, sincronizado asimismo con reso-
luciones logradas en acatamiento a propicias mayorías
de ocasión, fue la reestructuración de la Corte Supre-
ma de Justicia, el más alto órgano de la judicatura gene-
ralmente intocado por la política, cuyos magistrados
adversos fueron reemplazados por otros suficientemen-
te amigos como para nombrar presidente a un jurista
del gusto del gobierno, cuyo apodo —“el pichi”— per-
mitió al gracejo quiteño bautizar despectivamente al
conjunto de nuevos magistrados como “la pichi Corte”.
Correspondió al alcalde de Quito, general Paco Mon-
cayo, y al prefecto provincial de Pichincha, Ramiro Gon-
zález, alzar bandera de oposición militante y dirigir

363
masivas manifestaciones de rechazo al desgobierno
imperante: la primera marcha popular convocó 200 mil
personas en la capital de la República y una segunda,
denominada “Asamblea de Pichincha”, repudió el poder
del “dictócrata”, neologismo con el que se había autode-
finido el coronel Gutiérrez. Nuevos y masivos rechazos a
la virtual dictadura, en número y fervor tal vez nunca
vistos, expresaron en Guayaquil, Cuenca y otras ciuda-
des del país su solidaridad con la capital de la Repúbli-
ca. El Ecuador entero respaldó la multitudinaria acción
de los quiteños, fieles una vez más a su historia y tradi-
ción de insurgencia contra despotismos e injusticias.
El alzamiento popular se volvió incontenible. Radio
“La Luna” de Quito y los organismos defensores de los
derechos humanos llamaron a la resistencia pacífica, y
encabezaron una serie de manifestaciones multitudina-
rias, a pecho descubierto, sin armas, con solo el poder
de la palabra, pero con tanta fe como si la “vox populi”
anticipara ya la imponderable “vox Dei”, según reza el
proverbio. En Quito, noche tras noche, cada ocasión en
mayor número, empezaron a resonar los “cacerolazos” y
salir a las calles familias enteras, compitiendo por igual,
en valor, abuelos, padres, hijos, nietos, gente de toda
condición sin distingos de raza, religión ni clase social.
Cuando el acosado dictador calificó despectivamente
como “forajidos” a los manifestantes que exigían su
renuncia, millares de quiteños asumieron la ofensa y se
declararon “forajidos”, término que resultó verdadero
bumerán, gota de aceite en papel secante, cuya respues-
ta al displicente jefe del Estado fue como la contraseña
inteligente, sardónica y desafiante de la desobediencia
civil. Y aunque “se tiraban balas desde los ministerios al
pueblo”, la flama se extendió a toda la República. El régi-
men quedó virtualmente sin apoyo, mientras las masas
de Quito fueron creciendo en todos los barrios con una

364
sola consigna, derrocar al “dictócrata”. La represión poli-
cial, la peor en cinco lustros, no pudo disolver las mani-
festaciones y más bien las robusteció. Alcalde y prefecto,
simultáneamente, organizaron la implantación de barri-
cadas en las entradas de Quito, para impedir el urgente
arribo de buses que venían de la costa con mesnadas de
alquiler contratadas por los áulicos del dictador.
La insurrección de “los forajidos”, que se había
extendido como reguero de pólvora, determinó la caí-
da del coronel Gutiérrez. Éste se vio obligado, en un
helicóptero, a abandonar dramáticamente el Palacio de
Carondelet, donde había pretendido hacerse fuerte, y
se exilió en el Brasil el 20 de abril de 2005.

Gobierno de Alfredo Palacio González

El Dr. Alfredo Palacio González, que a tantos momen-


tos críticos había hecho frente en el largo ejercicio de
su profesión de cardiólogo, asumió el mando en su cali-
dad de vicepresidente el 21 de abril de 2005, para reem-
plazar al derrocado coronel Gutiérrrez cuyo período
debía completar, y afrontó también, con serena firme-
za, las dificultades de su nueva y no buscada responsa-
bilidad. Con realismo y mente fría fijó desde el primer
instante los objetivos básicos de su acción de gobierno
resumiéndolos en pocos postulados esenciales, aunque
difíciles de alcanzar porque su aprobación dependía
del Congreso, donde carecía de votos suficientes.
Consideraba el presidente Palacio que se debía:
* “Pacificar y refundar la República”, y, para ello,
convocar una nueva Asamblea Nacional Constituyente
a fin de reformar, completar, enmendar, aclarar y llenar
los vacíos de la carta constitucional vigente, tan maltre-
cha no obstante su corta duración;

365
* “Llamar a consulta popular” con el fin de aprobar
las nuevas normas básicas necesarias para el avance y
progreso de la República y la superación de las graves y
dolorosas desigualdades vigentes;
* “Rescatar la democracia” salvándola de las corrup-
telas del régimen de partidos impuesto tras el largo
período del militarismo en el poder;
* “Reinstitucionalizar el caduco Estado para llegar a
la meta: una patria soberana, digna, que garantice el
bienestar de todos por igual; productiva, trabajadora,
sana, educada y segura, con una democracia que cada
vez sea más representativa”, y
* “Tomar conciencia de la dura situación de nuestros
hermanos los pueblos indígenas, respetar su identidad,
y encontrar soluciones viables a los problemas que
soportan (...) La lucha contra la pobreza es un objetivo
irrenunciable. La mayoría de los pobres del Ecuador se
encuentra en las zonas rurales y buena parte de ellos
son indígenas (...) Un Ecuador sano, educado y pro-
ductivo es también un Estado orgullosamente multicul-
tural y pluriétnico...”
Reiteradas veces el presidente Palacio presentó estas
propuestas en las diversas instancias legales a las que
podía acudir, sin conseguir que fueran aprobadas, por-
que los viejos partidos, sin excepción, que tanto solían
combatirse mutuamente y venían oponiéndosele, en
un último instante y por contraste, se aliaban férrea-
mente para no aprobar las propuestas presidenciales y
torpedear así la acción gubernamental.
Todas las cartas fundamentales de nuestro tan traído y
llevado Derecho Constitucional definen al Ecuador
como Estado “soberano”, con palabras más o menos
semejantes, y preconizan que “la soberanía radica en el
pueblo, cuya voluntad es la base de la autoridad”. Idénti-
co principio rige en la comunidad internacional, ningu-

366
no de cuyos Estados puede estar sujeto a otra instancia
que no sea su propio pueblo. Por eso el ius gentium, uni-
versalmente acatado (y nuestra constitución lo acepta así
expresamente), proclama la igualdad jurídica de los Esta-
dos, condena la imposición armada, reconoce el derecho
internacional como norma común y rechaza todo colo-
nialismo y neocolonialismo, lo cual supone vigencia irres-
tricta del principio de no intervención. Lamentablemen-
te en la última década nuestro Ecuador ha estado sujeto
a formas cada vez más agresivas de intervención foránea.
Por eso se debe reconocer que la posición del gobierno
del Dr. Palacios, contrastante con la errática política ante-
rior, y la designación de los ministros Antonio Parra Gil,
Rafael Correa y Oswaldo Molestina, para Relaciones
Exteriores, Economía y Comercio, devolvieron la espe-
ranza y el optimismo a los ecuatorianos.
Una de las muchas formas de intervención —so pre-
texto de vigilancia en el tráfico de drogas en aguas
internacionales, aunque también pudo haber sido ejer-
cida ilegalmente en nuestro propio mar territorial— ha
sido la arbitraria detención de pesqueros nacionales, el
trato lesivo a sus tripulantes y la destrucción de esas
naves sin proceso alguno, ni posible legítima defensa y,
menos todavía, indemnización. El 21 de mayo de 2005
se produjo uno de esos incidentes, el más grave tal vez:
la captura y hundimiento del pesquero Ochossi por el
navío norteamericano US Rentz, hecho que obligó al
presidente Palacio, por medio de su Canciller, en con-
traste con el silencio del gobierno anterior en casos
similares, a presentar enérgica protesta formal y exigir
inmediatas indemnizaciones.
Otra valiente determinación fue la firme negativa a
suscribir un convenio que concedía impunidad a los
militares estadounidenses que cometiesen delitos en
territorio ecuatoriano, con lo cual se habría evadido la

367
jurisdicción y competencia de la Corte Internacional
Penal de La Haya, creada por el Estatuto de Roma, de
la cual el Ecuador hace parte. Estas actitudes, junto con
otras declaraciones oficiales, señalaron un saludable y
plausible cambio de rumbo, en el sentido correcto, de
nuestra Cancillería, que, así como suele ser la primera
en sufrir arteras presiones indebidas, obviamente recha-
zadas con patriotismo y sabiduría, debe ser la primera
en reaccionar cada vez que se deba defender la sobera-
nía ecuatoriana.
Por otra parte, la turbulencia del mundo globalizado
se había vuelto cada vez más preocupante. Continuaba
la guerra no declarada pero igualmente sangrienta
entre países agredidos y potencias supracapitalistas: tor-
turas, atentados, rehenes abatidos, kamikases, marco
de horror antes pocas veces visto pero urgido de serena
reflexión para evitar una nueva hecatombe bélica con
indiscriminado uso, rayano en demencia, de métodos y
artefactos no convencionales. Sin embargo, el presiden-
te George W. Bush, reelecto para un segundo período
en las elecciones estadounidenses, extremó su funda-
mentalismo, hizo público su propósito de acentuar la
ocupación armada de Afganistán e Irak, y amenazó a
Irán, ganándose aún más la antipatía del mundo hasta
imprevistos niveles que comenzaron a erosionar grave-
mente la inicial popularidad del presidente de Estados
Unidos, cuya belicista actitud fue apoyada con insólita
decisión por los gobiernos de Madrid y Londres y por
el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
La naturaleza, como en solidaridad, simultáneamen-
te arrasó las islas del Caribe, Florida y otros estados de
la Unión. Y también en amplias regiones del Pacífico
occidental un solo tsunami causó pérdidas con montos
incuantificables. Millares de vidas fueron segadas por la
catástrofe, hubo cientos de heridos, imposibilidad de

368
asistencia, hambre y destrucción a niveles antes no
igualados.
No eran menores los graves problemas y traumas
causados por la desigualdad en la América Latina:
mayorías desnutridas, miseria creciente y, más que deu-
da externa, deuda “eterna” según una realista expre-
sión. Precisamente al borde de nuestra frontera norte
viene desarrollándose desde hace décadas el insoluble
y trágico conflicto entre guerrilleros, narcotraficantes,
soldados de Colombia y la poderosa y evidente inter-
vención norteamericana empeñada en ampliar el con-
flicto a los países vecinos, entre ellos nuestro Ecuador,
como si correspondiera a los sudamericanos —y no a
las fuerzas de control social de Estados Unidos— perse-
guir el consumo de drogas al norte del Río Grande y
reprimir la participación de sus mafias y accionistas en
el multimillonario negocio y tráfico de los estupefa-
cientes.
La violencia en Colombia es tan antigua como la his-
toria misma del hermano país: los contendientes han
cambiado nombres y etiquetas pero sigue igual la injus-
ta distribución de la riqueza, causa del conflicto. En el
siglo xx se añadieron nuevos actores: la ideologización
marxista, la influencia de las revoluciones soviética,
maoísta y castrista, y el tonel sin fondo del negociado
de las drogas con alucinantes sumas de dinero en jue-
go. Ambos fenómenos potenciaron el antiguo bandole-
rismo tradicional y la narcoguerrilla se posesionó de
Colombia. En medio de la pugna, ese sufrido y admira-
do país, pese a la magnitud de su tragedia (atentados,
dinamitazos, secuestros, ejecuciones y asesinatos), toda-
vía mantiene viva la decisión y fuerza necesarias para
conservar energía moral, identidad nacional, limpio
espíritu de superación, trabajo fecundo y heroica capa-
cidad de supervivencia.

369
Lamentablemente el Ecuador no ha logrado evitar
los efectos de la conflagración de Colombia. Como si
no fueran por sí mismos duros nuestros propios pro-
blemas, el Ecuador no ha podido sustraerse a los efec-
tos negativos y cada vez más acuciantes del drama
colombiano: buena parte de nuestros recursos materia-
les y humanos se ven comprometidos en asistir, aquen-
de nuestra frontera norte, a decenas de millares de
refugiados que escapan del vecino país y vienen en
busca de paz y seguridad. Y para proteger la línea fron-
teriza, el Estado ecuatoriano ha debido crear barreras
militares que impidan o dificulten las correrías cada
vez más frecuentes de las diversas fuerzas que allá pug-
nan (farc, eln, Autodefensas, Ejército y Policía).
Hicieron bien, por tanto, el presidente Palacio y su
canciller al defender en cada incidente la soberanía
ecuatoriana y resistir las presiones conjuntas llegadas
desde fuera.
Como tantas veces en la historia, en colmo de males
y como para estar a tono con la convulsión telúrica del
planeta, el Ecuador se vio nuevamente afligido por los
estragos que, a partir de agosto de 2006, causó el vol-
cán Tungurahua con un nuevo y pavoroso estallido, el
mayor dentro del período de actividad eruptiva inicia-
do en 1999, con funestas explosiones sucesivas, simila-
res a las muchas que a lo largo de los siglos han causa-
do muertes y destrozos, obligando a reiteradas tareas
de salvamento, construcción y reconstrucción de pue-
blos y aun ciudades. La presente generación fue testi-
go presencial de lo que sólo a través de lecturas del
pasado se conocía: bramidos volcánicos, flujos de lava
y piroclastos, quema de laderas, humaredas ascendien-
do kilómetros y desparramando cenizas desde las altu-
ras sobre aldeas y ciudades, incluso sobre Guayaquil y
Manta; inutilizando campos y sementeras; obstruyen-

370
do ríos y cortando vías de comunicación; atorando con
la ceniza los motores de los aviones. Millares de cam-
pesinos sobrevivientes, los más pobres del país, debie-
ron evacuar sus humildes viviendas y buscar refugio y
albergue en otros lugares, huyendo del peligro, con la
salud amenazada y agobiados por la falta de agua y
víveres. El presidente Palacio afrontó con energía y
decisión esta emergencia y las Fuerzas Armadas, la
Defensa Civil y las Iglesias procuraron tomar urgentes
y eficaces medidas ante este nuevo desafío de la adver-
sidad. El pueblo ecuatoriano, sacando fuerzas de fla-
quezas, como siempre supo demostrar en forma con-
digna sus sentimientos de solidaridad y fraternidad
cristianas.
Sin dejar de lado esta tarea de humanidad ante el
dolor, el doctor Palacio, cuyo período culminó el 15 de
enero de 2007, afrontó también los inevitables proble-
mas de las inmediatas elecciones generales.

Gobierno de Rafael Correa Delgado,


la “revolución ciudadana”

Convocado el sufragio popular de acuerdo con la ley,


fue candidatizado, entre otros ciudadanos, el econo-
mista Rafael Correa Delgado, a la sazón ministro de
Economía. Figura nueva en la política ecuatoriana,
logró aglutinar en torno a su candidatura una coalición
de amplio espectro con predominante signo considera-
do de izquierda (clase media, trabajadores, ecologistas
y rezagos de la militancia ya sin rumbo de los antiguos
partidos marxistas), que venció en sufragio libre al
acaudalado empresario Álvaro Noboa Pontón, perde-
dor por tercera vez. En un acto de masas en la Mitad
del Mundo, Correa se posesionó ante el Congreso

371
como presidente constitucional de la República el 15
de enero de 2007. Contra todos los pronósticos, triunfó
también en la consulta popular, propuesta por él, para
convocar una nueva Asamblea Constituyente el 15 de
abril de 2007, la misma que, con plenos poderes y pre-
sidida por el economista Alberto Acosta Espinosa, se
instaló en Montecristi, patria chica del general Eloy
Alfaro Delgado, de quien el presidente Correa Delgado
es descendiente colateral.
Cuando el recién electo mandatario cumplió su pri-
mer año de gobierno, tal vez el más difícil de los cuatro
para los que lo eligió el pueblo ecuatoriano en comi-
cios libres nunca objetados, todas las fuerzas vencidas
en los comicios (en especial los partidos políticos que
durante décadas habían usufructuado el poder aunque
combatiéndose mutuamente y eventualmente volvien-
do a aliarse) formaron de nuevo extraña coalición y
vaticinaron, al recién electo, la imposibilidad de pose-
sionarse y menos aun cumplir sus propuestas de cam-
paña, entre ellas la que estimaban peor: convocar y
reunir una Asamblea Nacional Constituyente para dar
al Ecuador una nueva carta magna.
A ese primero, casi omnipotente y abigarrado núcleo
de opositores, simple mascarón de proa, se unieron los
auténticos manipuladores de la política del país para
servicio de sus particulares intereses, es decir el minori-
tario grupo poseedor de las grandes riquezas, asustado
por la autodefinición del nuevo jefe del Estado como
“socialista del siglo xxi”, promotor de una “revolución
ciudadana” —transformadora, sí, aunque no violen-
ta—, “alfarista” más que “bolivariana” al modo del pre-
sidente Chávez de Venezuela, de quien Correa se ha
demostrado amigo y admirador, y con quien forma blo-
que, además de los presidentes de otros Estados sur y
centroamericanos tales como Cuba, Bolivia, Paraguay y

372
Nicaragua y, aunque en menor escala, Argentina y El
Salvador.
Sin tener partido político propio y pese a negativos
pronósticos, Correa triunfó con suficiente mayoría de
sufragios y sucesivamente fue proclamado presidente
de la República; se posesionó, formó gobierno, convo-
có y reunió, en Ciudad Alfaro construida expresamente
en Montecristi, la ofrecida Asamblea Nacional. Estos
siete triunfos, uno después de otro, han demostrado su
capacidad de convocatoria y arrastre, siempre con un
alto porcentaje favorable de aproximadamente 75% de
la masa electoral. De los 130 miembros de la Asamblea,
la mayoría apoyó a Correa —los 80 del comienzo, casi
enseguida aumentaron a 90— y eligió para presidirles
al también economista Alberto Acosta, considerado
garantía de capacidad, prudencia y firmeza. En la mino-
ría restante la oposición, de apenas 30 o 40 diputados,
ha expresado dureza y encono, sin que se le haya nega-
do el derecho a la palabra, voz amplificada por sectores
de prensa, radio y televisión también contrarios al pre-
sidente, quien por su parte no ha escatimado epítetos
para contestarles, en guerra verbal que parecía ya supe-
rada, entre otros a los medios de comunicación.
Unidos los grupos opositores pusieron en marcha,
durante todo el primer año, una arrolladora e ince-
sante campaña para desestabilizar al gobierno de
Correa, minimizar sus fortalezas y atizar sus puntos
débiles, en especial la confesa intemperancia del pre-
sidente, imitador de Velasco Ibarra y Ponce Enríquez,
quienes por carecer de medios propios de difusión
solían responder sólo con sus discursos, plenos de
expresiones tajantes como mandobles y afilados como
bisturíes. No son nuevos estos modos recíprocos de
actuar, satanización del enemigo y canibalismo políti-
co, de los que está llena nuestra historia, causas y a la

373
vez efectos de tantos trastornos lesivos a la paz y desa-
rrollo de la patria, quebrantadores de los derechos
ciudadanos, raíz de pugnas y críticas mutuas, conspira-
ciones y golpes de Estado. De todas esas dificultades e
hipocondríacos pronósticos ha salido ileso el econo-
mista Correa al cumplir su primer año de gobierno,
manteniendo por lo general un alto porcentaje de
aceptación popular según las encuestas.
El presidente Rafael Correa llegó en helicóptero al
novísimo y barroco edificio de “Ciudad Alfaro”, sede de
la Asamblea Nacional Constituyente en Montecristi,
donde presentó su primer informe anual en acto solem-
nísimo, con asistencia de todo su gabinete ministerial,
el cuerpo diplomático presidido por el Nuncio de Su
Santidad, los más altos funcionarios del Estado, la pla-
na mayor de las FF.AA., los Granaderos de Tarqui con
sus vistosos uniformes de gran parada y numerosos invi-
tados especiales. Grande e inusitado aguacero recibió a
cuantos llegaban, cordial augurio de bienvenida a la
provincia de Manabí caracterizada por su falta de llu-
vias. Nadie sabe cómo ni de dónde surgieron paraguas
suficientes para guarecer a los recién llegados. En todo
caso la sesión se desarrolló en un optimista ambiente
de triunfalismo, esperanza y cordialidad que no pudo
opacar la estridente salida del pequeñísimo grupo opo-
sitor.
El presidente de la Asamblea, el economista Alberto
Acosta, saludó a los presentes con elegante y bien cor-
tado discurso, pertinente y sintética visión tanto de las
circunstancias políticas inmediatas como de las remo-
tas, todo lo cual parecía ser antecedente para explicar
los proyectos transformadores del actual gobierno. En
la misma línea, con el énfasis que le caracteriza, pre-
sentó su informe el presidente Correa, con frecuentes
reflexiones y aditamentos improvisados, no sin apimen-

374
tadas ironías e inclusive gruesos dicterios que atenua-
ban necesarias dosis de prudencia y serenidad, en con-
traste a los usuales proyectiles verbales que usa para
defenderse del acoso desestabilizador de visibles o
encubiertos opositores. En su discurso, que duró
aproximadamente un par de horas y fue transmitido
en cadena nacional de televisión (medio de llegar al
gran público que el presidente utiliza semanalmente
desde diversos lugares del país), Correa aludió también
a los hechos históricos y al futuro de lo que denomina
“revolución ciudadana” y “socialismo del siglo xxi”,
conceptos que asustan a muchos, en especial a los vie-
jos usufructuarios del poder, a los detentadores de
riquezas y a la derecha.
Los dos discursos fueron recibidos, por una parte,
con los nutridos aplausos de un pueblo esperanzado
y, por otra, con un alud de inveteradas y vitriólicas crí-
ticas de los sectores desplazados, amplificadas por
quienes siempre pronostican catástrofes, hipocondría
política que, cuando no está en el poder, aqueja a
minoritarios grupos que se consideran a sí mismos
dueños del Ecuador.
Ciertas expresiones, vertidas con frecuencia por los
economistas Correa y Acosta en esos discursos, permi-
ten señalar, entre los hilos conductores del pensamien-
to oficial, una reiterada condena a la “larga noche neo-
liberal”, fruto de una globalización hedonista que sirve
a la minoría opulenta y perjudica a las masas depaupe-
radas, conceptos que en cierto modo les aproxima, por
una parte, a Cuba y otros rezagos todavía militantes del
marxismo pro-soviético; y, por otra, a la “doctrina social
de la Iglesia”, puesta de relieve en los últimos decenios
por Paulo VI y Juan Pablo II. Y mientras unos partida-
rios de Correa enarbolan raíces doctrinarias fácilmente
identificadas con la lucha de clases postulada por Marx,

375
el presidente batalla a diario, en ese oleaje bravío, pro-
curando aislar a los que llama “agentes infiltrados” y
aglutinar en su torno a cuantos encuentran en él un
posible líder de verdad preocupado por los más pobres
para hacer justicia, a cuyo efecto la publicidad oficial
proclama a cada instante, procurando unificar a la ciu-
dadanía, el idealista lema “la Patria ya es de todos”.

376
EPÍLOGO

La respuesta a los grandes desafíos

Cuando se analiza el proceso histórico ecuatoriano,


sus grandes contrastes, la lucha contra el dolor y la ad-
versidad, el choque y contrachoque de circunstancias
difíciles de manejar, la aparición imprevista de factores
imponderables, el alma colectiva batalladora y tenaz,
las virtudes y defectos del pueblo, la acción de los gran-
des hombres con sus aciertos y errores, la envidia de los
mezquinos, la incompetencia y graves equivocaciones
de muchos que presumen de dirigentes o que, sin tener
la capacidad suficiente, llegan a posiciones de mando
llevados solamente de su ambición, los mil y un episo-
dios del quehacer social en fin, aparecen a los ojos del
investigador como dolorosas encrucijadas, ciertas horas
tristísimas en el devenir de la nacionalidad, desde sus
albores. Momentos de angustia mortal suficientes para
descoyuntar cualquier patria, de los cuales, sin embar-
go, el hombre ecuatoriano logró salir avante. Esto, y
por añadidura la naturaleza bravía y difícil, explican
en buena parte nuestro subdesarrollo. Pero junto a lo
inquietante del análisis surge también la esperanza: si
el ánimo no decae, se planifica la marcha, se discipli-
na el país y el pueblo confía en dirigentes auténticos
y les sigue infatigable, podrán ser superadas las horas
difíciles.
No faltarán al Ecuador nuevos desafíos, incluso retos
al parecer abrumadores, circunstancias imprevisibles:
ojalá sepa siempre dar la respuesta condigna, imper-

377
turbable ante el desaliento, rebelde ante la adversidad.
En todo momento, pero sobre todo en horas de incer-
tidumbre, es bueno repasar las lecciones del pretérito y
tomar estímulo en la acción de los ancestros para con-
tinuar la lucha.
He allí, por ejemplo, la contestación del reino de Qui-
to a la expansión incaica que holló su territorio. Fue el
Quito un movimiento poderoso de agrupamiento tribal
que logró confederar a los pueblos indígenas desde el
Carchi hasta el nudo del Azuay, en la sierra, e influir so-
bre la cuenca del Guayas en la costa, y sobre los Quijos
en el oriente. Si continuaba ese movimiento centraliza-
dor, probablemente hubiera surgido aquí un verdadero
estado aborigen de poderosa estructura, que hubiera
superado localismos, problemas de diversidad geográfi-
ca, tendencias antagónicas. Mas ese proceso de unidad
fue violentamente detenido y quebrantado por los in-
cas. Los líderes de la resistencia quiteña fueron extermi-
nados y el reino de Quito aparentemente desapareció,
absorbido por el Cuzco.
Impúsose, sin embargo, al poco tiempo, el alma
nacional, ya perfilada desde aquellos remotos siglos,
y conquistó al conquistador: se recobró la influencia y
Quito volvió al cenit con Atahualpa. Le disputó Huás-
car la supremacía, mas venció el inca-scyri. ¡Cuzco fue
ocupada por Quizquiz y Caracuchima, los generales
quiteños! Todo hacía presumir que el cetro del Tahuan-
tinsuyo pasaría a consolidarse bajo la dinastía quiteña,
pero he aquí que surgieron factores imponderables
que los aborígenes no podían vislumbrar. ¡Atahualpa
cayó abatido en Cajamarca y Pizarro sentó sus reales en
Lima incluyendo en sus dominios el Quito poco antes
victorioso!
Lentamente comenzó entonces la quiteñidad a for-
jar de nuevo su destino, mezcladas a partir de enton-

378
ces las raíces indígena e hispánica. Descubrimiento
del Amazonas, Audiencia presidencial, expansión de
las misiones quiteñas en la cuenca hidrográfica del
Río-mar, ascensión del arte, poderío económico fun-
damentado en la agricultura racionalizada de los je-
suitas, textilería en desarrollo: ¡Quito del siglo xvii es
una realidad tan pujante como Lima y Santa Fe! De
seguir el proceso de crecimiento y vigor, ¿qué habría
ocurrido? No pocos debieron haberlo pensado así con
preocupación, recelo, celos o codicia, aquende y allen-
de los mares, pues de lo contrario no se explican los
reiterados tajos fulminantes: cercén de las misiones,
cambios de jurisdicción de la Audiencia a la que hasta
se suprimió en determinado momento, disminución
en todo caso del territorio presidencial; medidas eco-
nómicas contra la producción textil, en fin, expulsión
de los jesuitas, tan poderosos en Quito como en el Pa-
raguay, quizá más que en el resto de América, cuyos co-
legios y universidades vinieron a menos o se cerraron,
decaimiento de la agricultura; exilio de muchos de los
más eminentes hijos del Quito, autores de su progreso,
que fueron a morir en tierra ajena. Si el siglo xvii es el
del cenit, el xviii ve la decadencia, la crisis económica,
la ruina de la presidencia de Quito.
Tobar de Ugarte, Jijón y sobre todo Espejo, Montúfar,
Salinas y Ante, todos ellos quiteños, y luego Morales y
Quiroga, forasteros que se afincan aquí, comienzan a
soñar en la resurreción, la patria nueva. Quito recobra,
tras la crisis, su ímpetu ascensional, insurge la patria he-
roica y es la pionera de la libertad en Hispanoamérica,
sembradora de luz en el estallido de 1809, la página más
brillante de nuestros anales. Ya entonces se hace el lla-
mamiento a los pueblos iberoamericanos para que “sea-
mos uno”, ideal que Bolívar hará suyo y preconizará con
firmeza. ¡Pero en seguida vuelve el golpe aleve: el 2 de

379
agosto de 1810 son liquidados sus dirigentes y queda, al
parecer, yugulado de nuevo su porvenir!
Tardará la nación quiteña en lograr su libertad. Tarda-
rá en forjarse una nueva generación. Cuando eso ocurre,
aunque perdido el nombre secular y glorioso de Quito,
otra vez recomienza la ascendente y difícil marcha. Fun-
dación del nuevo Estado del Ecuador; consolidación de
la autonomía y afirmación de la nacionalidad con Roca-
fuerte, lucha contra el extranjerismo, reencuentro de la
savia auténtica. Mas he aquí que cuando apenas se re-
comienza, irrumpe de improviso la crisis terrible y casi
fatal de 1859 y sobreviene el Tratado de Mapasingue.
García Moreno recobra entonces la unidad nacional y
reinicia el ascenso. Brazo vigoroso el suyo, nada le arre-
dra. Educación, cultura, ciencia, carreteras, el ferroca-
rril que comienza. ¡Hitos formidables la Politécnica y
la Escuela de Artes y Oficios, pues no hay progreso sin
dominio de la naturaleza y sin trabajadores expertos! El
Ecuador se pone en marcha: un hombre enérgico con
un plan de gobierno concreto y progresista le dirige. El
asesinato de don Gabriel significó nueva y dolorosa frus-
tración en el desarrollo nacional. Se cerraron escuelas y
colegios; murió la Politécnica; se suspendieron las obras
del ferrocarril; se detuvo el avance. Piedrahíta, una es-
peranza, cayó también.
Pero se volvió a recomenzar. Alfaro, el coloso liberal,
reinició o continuó, bajo otro signo, la obra del coloso
conservador: escuelas, normales, colegios, ferrocarril,
becas. Avances siquiera teóricos en el camino de las li-
bertades. Aires de renovación. Nuevos ímpetus, nuevas
ilusiones. Pero otra crisis ahogó, asimismo, esas expec-
tativas en torrentes de sangre. Cayeron millares de hijos
del pueblo: Huigra, Naranjito, Yaguachi, estremecedo-
ras batallas fratricidas. Cayeron Alfaro y sus tenientes.
Y otras figuras proceras, esperanza del Ecuador, fueron

380
yuguladas también, por aquella época, Antonio Vega
Muñoz y Julio Andrade. ¿Para qué repetir la triste enu-
meración?
El Ecuador ha sufrido, desde entonces, otros holocaus-
tos, otras amenazas, otras hecatombes, otros desafíos.
Pensemos en el fraude electoral entronizado y paralizante
de la noble competencia y las libres iniciativas; la concul-
cación de la libertad de enseñanza; el dominio de la plu-
tocracia oligárquica; la masacre del 15 de noviembre de
1922; la caótica etapa de 1931 a 1939; el desangre de “los
cuatro días”; los cercenamientos territoriales de 1916 y
1942, este último después de la agresión peruana de 1941.
¡Y los terremotos, dolorosa constante histórica, con la rei-
terada destrucción de ciudades, caminos y otras obras de
infraestructura; y los aluviones, las sequías, los maremotos!
Pero debe recordarse también que siempre el pueblo del
Ecuador, tenaz e indoblegable, estoico y heroico, ha vuel-
to a comenzar. Lucha, se afana, se esfuerza, no desfallece
a pesar de dolores, adversidades y angustias. ¡Ecuador no-
ble, laborioso y batallador, constantemente amenazado
desde adentro y afuera, humillado a veces, nunca venci-
do, vencedor siempre en crisis profundas a lo largo de la
historia, gallardo y altivo en sus respuestas a los desafíos
de los tiempos!

Cumplir la vocación nacional,


exigencia de la historia

Si es la historia “maestra de la vida”, y si en ella se apren-


den las lecciones cívicas en especial el actuar político,
¿qué debe buscar la acción que desarrollan los hombres?
Un examen profundo de la historia nos enseña que su
objetivo básico es la plena realización del hombre en lo
material y lo espiritual, dentro de su propia comunidad

381
social; y que son metas correlativas, buscadas sin cesar
por la humanidad en su marcha ascendente y progre-
siva, alcanzadas y perfeccionadas a pesar de caídas y re-
trocesos, la solidaridad, la justicia, el derecho, el orden,
la división del trabajo en lo particular, y la de poderes,
en lo social, el respeto al fuero interno, el progreso, el
disfrute equitativo de bienes materiales y satisfacciones
espirituales, la educación, el bienestar, en síntesis. En
el camino seguido para lograrlas, el ser humano se ha
vuelto consciente de su propia excelencia, su dignidad
consustancial y ha sentado, como axioma irrenunciable,
que ninguna acción, y en particular la política, es válida
si quebranta de algún modo esta grande e irrenunciable
conquista: la dignidad humana. El pensamiento de Te-
rencio se ha convertido así en idea motor del avance de
la humanidad. Quizá deba interpretarse de este modo:
“Ningún sufrimiento humano puede sernos indiferen-
te; doquiera alguien tenga un sufrimiento, allí debe es-
tar nuestra acción para ayudar a solucionarlo.”
Mas como la actuación política debe realizarse en una
comunidad dada, no será eficaz y duradera, leal e idónea
si no ayuda a la vez a cumplir las propias metas de esa
comunidad. El análisis de la historia del Ecuador con-
duce necesariamente a sintetizar el destino, la vocación
nacional de nuestra comunidad en estas tres palabras: fe,
libertad, cultura. Una acción política, gubernamental o
ciudadana, que no las sepa bien servir atenta contra el
futuro de la patria y debe ser rectificada.
La nación ecuatoriana ha ido forjándose a lo largo de
los siglos: sus raíces son, por una parte, el antecedente
aborigen, y por otra, el antecedente español. Su conjun-
ción ha originado nuestra actual realidad indohispánica,
que ha logrado una personalidad propia dentro de los
caracteres comunes de los varios organismos nacionales
de la comunidad iberoamericana.

382
El antecedente indígena se caracterizó por una tenaz
y valerosa resistencia para defender su libertad frente
a repetidas invasiones de otros pueblos, en especial de
los incas del sur y los españoles; y por un notable senti-
miento artístico, manifestado en las altas expresiones de
la cerámica, estatuaria y orfebrería prehispánicas y pre-
incas. El antecedente español se caracteriza también por
su amor a la libertad y su oposición al despotismo; por
su espíritu quijotesco y religioso; por su sentimiento de
justicia y derecho, así como por su gran intrepidez y su
afán artístico. La mezcla de esos antecedentes ha dado
lugar a la realidad ecuatoriana, que siente la ufanía de
contar en su historia nombres como los de Quitum-
be, Epiclachima, Atahualpa y Rumiñahui; Benalcázar,
Orellana, fray Jodoco Ricke, Mariana de Jesús, Miguel
de Santiago, Goríbar y Legarda, Pampite y Caspicara,
Maldonado y Juan de Velasco, los misioneros del Ma-
rañón, Espejo, Salinas y Carlos Montúfar, Rocafuerte y
Olmedo, García Moreno, Montalvo y Mera, el Hermano
Miguel, Alfaro, González Suárez, Velasco Ibarra y cien
más, símbolos de la ecuatorianidad, o sea del sentimien-
to nacional ecuatoriano.
Esta nación, así forjada a lo largo de los siglos, intentó
proclamar su mayoría de edad independizándose de Es-
paña y organizándose en Estado el 10 de agosto de 1809;
el intento fracasó y sus dirigentes murieron en sangre
el 2 de agosto de 1810. Pero el ejemplo que dieron a la
América hispana fructificó en otros lugares. La espada de
Bolívar selló nuestra independencia: su principal lugarte-
niente, Sucre, venció en la batalla del Pichincha el 24 de
mayo de 1822 y consolidó la independencia de la antigua
Real Audiencia de Quito. Lamentablemente no se obtu-
vo aún la soberanía nacional, pues fuimos incorporados
a la Gran Colombia. Solamente el 13 de mayo de 1830,
en irreversible proceso de disolución aquel gran organis-

383
mo estatal creado por Bolívar, y en marcha el Libertador
hacia el exilio, comenzó propiamente la vida nacional in-
dependiente y soberana de la República del Ecuador, al
instaurarse como nuevo Estado y configurar la incipiente
organización que desde entonces va consolidándose.
Pero ya antes había habido un nuevo intento precur-
sor para definir la nueva personalidad nacional en for-
mación al recoger la historia de nuestra patria el jesuita
padre Juan de Velasco, en el siglo xviii, con su Historia
del Reino de Quito. Los historiadores Pedro Fermín Ce-
vallos y monseñor Federico González Suárez, que estu-
dian ya la trayectoria de la nacionalidad, continuaron
esa obra en el siglo pasado con sus respectivas historias
del Ecuador. Y en el siglo xx se han destacado, como
continuadores de esa tarea de rastrear nuestro pretéri-
to, entre otros, Jacinto Jijón y Caamaño, que investigó
los orígenes prehistóricos, Luis Robalino Dávila, que es-
tudió los “orígenes del Ecuador de hoy” en diez tomos,
José Gabriel Navarro y José María Vargas, que pusieron
de relieve el arte quiteño, e Isaac J. Barrera, que historió
la literatura ecuatoriana. Del examen de estos y otros
estudios de distinguidos historiadores, varios escritores
han sugerido el destino histórico del Ecuador. El propio
Jacinto Jijón y Caamaño, en una conferencia sobre “la
ecuatorianidad”, esbozó una interpretación nacionalis-
ta al destacar la vocación por las artes, la libertad y la
justicia que caracteriza a los ecuatorianos.
A raíz de la tragedia fronteriza de 1942, el presidente
Arroyo del Río fundó el Instituto Cultural Ecuatoriano,
con el propósito de que el Ecuador, puesto que no era
potencia militar ni económica y acababa de ser amputa-
do en su heredad patrimonial, alcanzara sitial de honor
por la cultura. Después de la revolución del 28 de mayo
de 1944, el presidente Velasco Ibarra cambió el nombre
de aquel instituto por el de Casa de la Cultura Ecuato-

384
riana y confió la entidad al doctor Benjamín Carrión,
quien había elaborado su “teoría de la nación pequeña”,
según la cual el Ecuador, aunque reducido en la exten-
sión territorial, está históricamente destinado a cumplir
una alta vocación cultural, como lo demuestran la serie
de poetas, escritores, pintores y escultores, y en general,
los valores que desde la época aborigen, en la colonia y
en la República han dado brillo al Ecuador en las letras y
las artes. Carrión vitalizó y dinamizó la Casa de la Cultura
Ecuatoriana con sus altas ejecutorias.
Por su parte el doctor Julio Tobar Donoso, eminente
publicista católico, director de la Academia Ecuatoriana
de la Lengua, en su enjundioso libro La Iglesia, modela-
dora de la nacionalidad ecuatoriana, destaca la tradicional
religiosidad del Ecuador y señala que no puede prescin-
dirse en el futuro nacional de la profunda vocación de fe
y catolicismo del pueblo ecuatoriano.
El doctor Jorge Luna Yepes, político ecuatoriano de
orientación nacionalista, es más amplio al señalar la
vocación histórica del Ecuador, pues dice que “ha en-
carnado el sentido trascendente de la vida frente al
pragmatismo utilitario. Suyos fueron los precursores
del pensamiento y de la acción en momentos cruciales
de la historia. Su voz la que salió por los fueros del
ideal cuando otros callaron egoístas o cobardes. Esta
calidad de misión histórica se ha forjado por su capa-
cidad singular de propulsor del idealismo y defensor
de la justicia.”
Una de las constituciones del Ecuador, la de 1967, en
su “preámbulo”, redactado por el doctor Gonzalo Cor-
dero Crespo, presidente de la Asamblea Nacional Cons-
tituyente de aquel año, sintetiza la doctrina, tradición
y destino de la patria en conceptos que deben ser los
pilares fundamentales de la educación cívica nacional:
“El pueblo del Ecuador, fiel a la tradición democrática

385
y republicana que inspiró su nacimiento como Estado,
consigna en esta constitución las normas fundamentales
que amparan a sus habitantes y garantizan su libre con-
vivencia, bajo un régimen de libertad y justicia social.
Para ello invoca la protección de Dios, proclama su in-
quebrantable adhesión a la causa de la paz y la cultura
universales, declara inalienables los fueros de la perso-
na humana y condena toda forma de despotismo indivi-
dual o colectivo.”
En fin, reconociendo que todos estos conductores del
pensamiento vislumbran partes del auténtico destino na-
cional del Ecuador, el autor de estas líneas, en uno de sus
libros, La patria heroica, resume la vocación nacional ecua-
toriana en sólo tres palabras: fe, libertad, cultura, las cua-
les comprenden en sí otros aspectos testimoniados por
hechos repetidos, como la concepción trascendente de la
vida, la oposición a los despotismos, el anticolonialismo,
la quijotesca defensa del derecho y la justicia, etc. Para al-
canzar estos objetivos, precisamente, la nación ecuatoria-
na se ha organizado en Estado. Es, sin duda, obligación de
todos los ecuatorianos cumplir, en lo que a cada uno con-
cierne, y procurar que la patria toda cumpla el destino his-
tórico del Ecuador, que no hará sino vigorizarse cuando,
con el avance de los tiempos, los pueblos de Iberoamérica
alcancemos el ideal de la unidad, la “patria grande”, en la
que soñaba Bolívar.

386
BibliografÍa

I. El escenario del hombre ecuatoriano: la obra clásica de T.


Wolf: Geografía y geología del Ecuador, Leipzig, 1892, pre-
cedida sólo por la de M. Villavicencio: Geografía de la Re-
pública de Ecuador, Nueva York, 1858, ha sido continuada
por trabajos de trascendencia como M. Acosta Solís: Los
recursos naturales del Ecuador, 5 vols., México, 1965-1969;
A. Collín del Avaud: Atlas del Ecuador, París, 1982; R. de
Maximy et al.: Atlas infográfico de Quito, socio-dinámica del
espacio y política urbana, Quito, 1992; Deler, J. P. et al.:
Geografía básica del Ecuador, 5 vols., Quito, 1983-1991; J. P.
Deler: Genèse de l’espace équatorien. Essai sur le territoire et la
formation de l’Etat national, París, 1981; J. Morales y Eloy:
Ecuador. Atlas histórico-geográfico, Quito, 1942; W. Sauer:
Geología del Ecuador, Quito, 1965 y F. Terán: Geografía del
Ecuador, Quito, 1972.

II. Historias generales: son clásicos como autores de histo-


ria general del Ecuador: J. de Velasco: Historia del reino
de Quito en la América meridional, 3 vols. (Faenza, 1789),
Quito, 1977; P. F. Cevallos: Resumen de la historia del Ecua-
dor desde su origen hasta 1875, 6 vols. (Guayaquil, 1889),
Ambato, 1986; F. González Suárez: Historia general de la
República del Ecuador, 8 vols., Quito, 1890-1903.
Otros importantes historiadores, cada uno con su
propia óptica ideológica, son: R. Andrade: Historia del
Ecuador, 7 vols., Guayaquil, s/f (1938?); G. Cevallos Gar-
cía: Historia del Ecuador, Cuenca, 1987; P. Jaramillo Alva-
rado: La presidencia de Quito. Memoria histórico-jurídica de
los orígenes de la nacionalidad ecuatoriana y de su defensa te-
387
rritorial, 2 vols., Quito, 1939; J. L. R. (J. Legohuir Raud):
Historia de la República del Ecuador, 5 vols. (1920-1938),
Quito, 1922-1993; A. Pareja Diezcanseco: Historia del
Ecuador, 4 vols., Quito, 1954; O. E. Reyes: Breve historia
general del Ecuador, 2 vols., Quito, 1960; L. Robalino Dá-
vila: Orígenes del Ecuador de hoy, 8 vols. en 10 tomos, Qui-
to, 1948-1969; J. M. Vargas: Historia del Ecuador, 2 vols.,
Quito, 1977-1980.
En los últimos años han afrontado la tarea de escribir
en equipo la historia del Ecuador: J. Salvador Lara et al.:
Historia del Ecuador, 8 vols., Quito, 1980-1982 y E. Aya-
la Mora et al.: Nueva historia del Ecuador, 12 vols., Quito,
1988-1993.

III. Principales resúmenes y textos: escritos para divulga-


ción o enseñanza primaria y media, ofrecen aportes
los siguientes autores y libros: J. Espinosa Polit: Apun-
tes de historia del Ecuador, Quito, 1958; J. J. Flor Vas-
conez: Historia analítica del Ecuador, Quito, 1960; F.
Huerta Rendón: Historia del Ecuador, Guayaquil, 1966;
C. Jaramillo Pérez: Historia del Ecuador, Quito, 1965.;
J. Jijón y Caamaño: Un siglo de vida, Riobamba, 1929; J.
Luna Yepes: Síntesis histórica y geográfica del Ecuador, Ma-
drid, 1959; E. Muñoz Borrero: En el palacio de Carondelet.
Del presidente Flores al presidente Hurtado, Quito, 1981; E.
Muñoz Borrero: Entonces fuimos España. 1492-1822, Qui-
to, 1989; G. Nicola López: Síntesis de la historia de la Repú-
blica, Ambato, 1980; A. Pérez T.: Historia de la República
del Ecuador, Quito, 1956; B. Quevedo: Compendio de his-
toria patria, Quito, 1931; H. Villamil: Resumen de historia
patria, Quito, 1951.
No hay que desestimar los textos de autores tales
como G. Bossano, Sor Leonor del Carmen, H. F. L.
(Hermano F. L. de las escuelas cristianas), L. Moscoso,
O. R. Reyes, L. F. Mosquera Gordillo, M. O. Navas Ji-

388
ménez, G. Orellana J., J. Orozco, A. Ponce Ribadeneira,
A. Rumazo González, F. Trabucco, E. Uzcategui y H. L.
Viteri Lafronte.
Añádanse los ensayos que, en forma de catecismos so-
bre geografía e historia del Ecuador, publicaron en el
siglo xix y comienzos del xx don J. L. Mera, R. Andrade
y el santo Hermano M. Febres Cordero.
De los historiadores citados en el parágrafo II, los si-
guientes han intentado también sendas síntesis: F. Gon-
zález Suárez, P. F. Cevallos, A. Pareja Diezcanseco y G.
Cevallos García, así como J. Salvador Lara: Escorzos de
historia patria, Quito, 1977, y E. Ayala Mora: Resumen de la
historia del Ecuador, Quito, 1993.

IV. Época aborigen: imprescindibles, los siguientes resúme-


nes o visiones de conjunto sobre prehistoria, arqueología
y antropología del Ecuador, recordadas en orden cronoló-
gico para poner de relieve la evolución de las investigacio-
nes: F. González Suárez: Prehistoria ecuatoriana, Quito, 1904;
P. Rivet y H. Verneau: Etnographie Ancienne de l’Equateur,
París, 1912-1922; M. Uhle: Estado actual de la prehistoria
ecuatoriana, Quito (1925), 1960; J. Rumazo González: El
Ecuador en la América prehispánica, Quito, 1933; D. Collier:
“The archaeology of Ecuador”, en Handbook of South Ame-
rican Indians, Nueva York, 1944; J. Murra: “The Historic
Tribes of Ecuador”, en Handbook of South American Indians,
Nueva York (1944), 1963; J. Jijón y Caamaño: El Ecuador in-
terandino y occidental antes de la Conquista castellana, 4 vols.,
Quito, 1941-1947; J. Jijón y Caamaño: Antropología prehis-
pánica del Ecuador, Quito (1945), 1952; E. Estrada: “Ecua-
dor”, en Enciclopedia Universal del Arte, vol. 4, Roma, 1963;
F. Huerta Rendón: Así nació el Ecuador, Guayaquil, 1964;
C. Evans y B. J. Meggers: “Cronología relativa y absoluta
en la costa del Ecuador”, en Cuadernos de historia y arqueolo-
gía, núm. 27, Guayaquil, 1965; J. Alcina Franch: “Culturas

389
del Ecuador”, en Manual de arqueología americana, Madrid,
1965; B. J. Meggers: Ecuador, Londres, 1966; A. Santiana:
Nuevo panorama ecuatoriano del indio, Quito, 1966; C. M.
Larrea: Notas de prehistoria e historia ecuatoriana, Quito,
1970; C. M. Larrea: Prehistoria de la región andina del Ecua-
dor, Quito, 1972; H. Crespo Toral: Tesori dell Ecuador. Descri-
zione delle Culture Precolombiane dell Ecuador, Roma, 1973; P.
I. Porras G.: Arqueología del Ecuador, Quito, 1984; A. Bravo-
malo de Espinosa: Ecuador ancestral, Quito, 1993.
Entre los numerosos autores de libros, informes y mo-
nografías de especial valor científico han sido particular-
mente tenidos en cuenta los siguientes: L. Andrade Ma-
rín, J. S. Athens, J. S. Athens y A. J. Osborn, P. Bauman,
A. N. Bedoya Maruri, R. E. Bell, P. Bishop, G. Bushnell,
A. Costales Samaniego y P. Peñaherrera de Costales, H.
D. Disselhof, G. Dorsey, E. Estrada y C. Evans, C. Evans y
B. J. Meggers, E. Ferdon, K. D. Gartelmann, S. L. Haro
Alvear, R. Hartmann, O. Holm, P. Jaramillo Alvarado, D.
Lathrap et al., A. Lozano Castro, J. Marcos et al., W. J.
Mayer-Oakes, A. Meyers, U. Oberem, Plaza, E. Salazar, F.
Salomón, M. H. Saville, K. Sthoter, F. Valdez, M. Villalba,
W. Wurster y C. Zevallos Menéndez, etcétera.

V. Cronistas castellanos (descubrimiento y Conquista): han sido


principalmente consultados los siguientes: Acosta, Albor-
noz, Benzoni, Betanzos, Borregán, Cabello Balboa, Cieza
de León, Cobo, Fernández de Oviedo, Garcilaso Inca de
la Vega, Gutiérrez de Santa Clara, Herrera y Tordesillas,
Las Casas, López de Gómara, Montesinos, Murúa, Paz
Ponce de León, H. Pizarro, P. Pizarro, Poma de Ayala,
Bartolomé Ruiz (atribuida a Sámano), Ruiz de Arce, Sar-
miento de Gamboa, Trujillo, y Xerez, etcétera.

VI. La simiente ibérica. Época hispánica: M. Albornoz: Ore-


llana, caballero de las Amazonas, Quito, 1965; ídem: Her-

390
nando de Soto, el Amadís de la Florida, Madrid, 1975; V.
M. Albornoz, La antigua Tomebamba y Cuenca que nace,
Cuenca, 1946; ídem: Cuenca a través de cuatro siglos, Cuen-
ca, 1959; T. Alvarado Garaicoa: El derecho indiano en las
colonias de la América española, Guayaquil, 1971; A. Anda
Aguirre: El Adelantado don Juan de Salinas Loyola y su
Gobernación de Yaguarzongo y Pacamoros, Quito, 1980; L.
Andrade Reimers: Hacia la verdadera historia de Atahual-
pa, Quito, 1989; La campaña de Atahualpa contra el Cuzco,
Quito, 1985; La Conquista española de Quito, Quito, 1981;
El siglo heroico, Quito, 1983; Archivo Histórico del Gua-
yas: Actas del Cabildo Colonial de Guayaquil, 1634-1668, 4
vols., Guayaquil, 1972-1974; Archivo Municipal de Qui-
to: Libros de Cabildos de San Francisco de Quito, 1534-1663,
13 vols., Quito, 1934-1993; ídem: Libro I de Cabildos de la
Villa de San Miguel de Ibarra, 1506-1563, Quito, 1937; Li-
bro I de Cabildos de la Ciudad de Cuenca, 1557-1563, Qui-
to, 1938; Oficios y cartas al Cabildo de Quito por el rey de
España o el virrey de Indias, 1552-1568, Quito, 1934; Co-
lección de Cédulas Reales dirigidas a la Audiencia de Quito,
1538-1600, vol. I; 1601-1660, vol. II, Quito, 1935 y 1946;
Libro de proveimientos de tierras, cuadras, solares, aguas, etc.,
por los Cabildos de la Ciudad de Quito, 1593-1597, Quito,
1941; Plan del camino de Quito al río Esmeraldas, según las
observaciones de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, 1736-1742,
Quito, 1942; Colección de documentos sobre el Obispado de
Quito, 1546-1583, Quito, 1946; ídem: 1583-1594, Quito,
1947; Las minas de Zamora, cuentas de la Real Hacienda,
1561-1565, Quito, 1857; Libro de actas escritas por los Reyes
nuestros señores, Sumos Pontífices, Virreyes y otros ministros de
esta Real Audiencia al Cabildo de Quito, 1589-1714, Quito,
1972; Archivo Municipal de Cuenca: Libros de Cabildos,
1557-1587, 5 vols., Cuenca, 1957-1988. M. Aspiazu: Las
fundaciones de Santiago de Guayaquil, Guayaquil, 1955; I.
J. Barrera: Quito colonial, México, 1971; L. Batallas: Vida y

391
escritos del R. P. Juan de Velasco, Quito, 1924; D. Bonnet: El
Protector de naturales en la Audiencia de Quito, Quito, 1982;
A. M. Borrero: Décadas de Cuenca, Cuenca, 1945; L. Bos-
sano: Cronología de la fundación española de Quito, Quito,
1972; M. A. Calatayud: Pedro Franco Dávila y el Real Gabi-
nete de Historia Natural, Madrid, 1988; J. Carrera Andra-
de: La Tierra siempre verde; El Ecuador visto por los Cronis-
tas de Indias, los corsarios y los virreyes ilustres, París, 1955;
Galería de místicos e insurgentes, Quito, 1959; B. Carrión:
Atahualpa, Quito, 1971; A. R. Castillo: Los gobernadores
de Guayaquil del siglo XVIII, Madrid, 1931; F. M. Compte:
Varones ilustres de la Orden Seráfica en el Ecuador desde la
fundación de Quito hasta nuestros días, Quito, 1885; J. Cha-
cón Zhapan: Historia del Corregimiento de Cuenca (1557-
1777), Cuenca, 1990; R. Descalzi: La Real Audiencia de
Quito, claustro en los Andes, 3 vols., Quito, 1978-1988; E.
Enríquez: Quito a través de los siglos, 3 vols., Quito, 1938-
1941; J. Estrada Ycaza: La fundación de Guayaquil, Quito,
1974; El puerto de Guayaquil: vol. I, La mar de Balboa; vol.
II, Crónica portuaria, Guayaquil, 1972-1973; El hospital de
Guayaquil, Guayaquil, 1974; J. Freile Granizo: Autos acor-
dados de la Real Audiencia de Quito, 1678-1722, Guayaquil,
1971; P. Herrera: Apuntes para la historia de Quito, Quito,
1874; A. Jerves: La fundación de la ciudad de San Francisco
de Quito, villa al principio, a la luz de la documentación paleo-
gráfica y de la historia, Quito, 1933; J. Jouanem: Historia de
la Compañía de Jesús en la antigua provincia de Quito, 1570-
1774, 2 vols., Quito, 1939-1943; J. Juan y A. de Ulloa:
Noticias Secretas de América (1826), Buenos Aires, 1953; E.
Keeding: Das Zeitalter der Autklärung in der Provinz Quito,
Böhlau Verlag Köln Wien, 1883; C. M. Larrea: El presi-
dente de la Real Audiencia de Quito don Dionisio de Alsedo
y Herrera, Quito, 1961; La Real Audiencia de Quito y su
territorio, Quito, 1963; El Barón de Carondelet, XXIX Presi-
dente de la Real Audiencia de Quito, Quito, 1970; W. Loor:

392
Los españoles en Manabí, Portoviejo, 1935; La conquista
de Quito, Quito, 1943; J. L. Monroy: La Santísima Virgen
de Mercedes de Quito y su santuario, Quito, 1933; A. M.
Mora: La conquista de Quito juzgada jurídica y sociológica-
mente, Buenos Aires, 1944; A. Moreno Proaño: Nuevos
datos sobre la fundación jurídica y real de Quito hispánico,
Quito, 1971; A. Moreno Proaño y H. Merino Valencia:
Quito eterno, Quito, 1978; S. E. Moreno Yáñez: Subleva-
ciones indígenas en la Audiencia de Quito, Quito, 1978; J.
Ortiz de la Tabla: Audiencia de Quito, Sevilla, 1991; ídem:
Los encomenderos de Quito, 1534-1660, Sevilla, 1993; J. R.
Páez: Cronistas coloniales, Biblioteca Ecuatoriana Mínima,
Puebla, 1960; A. Pareja Diezcanseco: Las instituciones y la
administración de la Real Audiencia de Quito, Quito, 1975;
A. Pérez Tamayo: Las mitas en la Real Audiencia de Quito,
Quito, 1947; J. L. Phelan: The Kingdom of Quito in the Se-
venteenth Century, Milwaukee, Wis., 1967; G. Pino Ycaza: El
muy magnífico señor don Gonzalo Pizarro, Guayaquil, 1950;
M. M. Polit Lasso: La familia de Santa Teresa en América y la
primera carmelita americana, Friburgo de Brisgovia, 1905;
P. Ponce Leiva: Relaciones histórico-geográficas de la Audien-
cia de Quito (siglo XVI-XIX), 2 vols., Madrid, 1991-1992; J.
Reig Sagtorres: Reales Audiencias, Guayaquil, 1971; P. Ro-
bles Chambers: Contribución para el estudio de la sociedad
colonial de Guayaquil, Guayaquil, 1938; O. Romero Arteta:
Los jesuitas en el Reino de Quito, Quito, 1962; J. Rumazo
González: La región amazónica del Ecuador en el siglo XVI,
Sevilla, 1946; Documentos para la historia de la Audiencia
de Quito, 8 vols., Madrid, 1945-1950; J. W. Schottelius: La
fundación de Quito, Quito, 1935; R. E. Silva: Biogénesis de
Santiago de Guayaquil, Guayaquil, 1947; Biogénesis de Cuen-
ca, Guayaquil, 1957; La fundación de Guayaquil, Guaya-
quil, 1978; R. Suárez Baquerizo: Real Audiencia de Quito,
Quito, 1951; J. Tobar Donoso: Historiadores y cronistas de
las misiones, Puebla, 1960; Las instituciones del periodo his-

393
pánico especialmente en la presidencia de Quito, Quito, 1974;
F. Terán: Páginas de historia y geografía, Quito, 1973; A. M.
Torres: El padre Valverde, Guayaquil, 1912; J. M. Vargas:
La conquista espiritual del Imperio de los Incas, Quito, 1948;
Gil Ramírez Dávalos, fundador de Cuenca, Quito, 1857; Her-
nando de Santillán y la fundación de la Audiencia de Quito,
Quito, 1963; J. Villalba, Miguel de Ibarra, presidente de Quito
(1600-1608), Quito, 1991; E. Villasis Terán: Historia de la
evangelización del Quito, Quito, 1987; N. Zúñiga: Atahual-
pa, o la tragedia de Amerindia, Buenos Aires, 1945.

VII. Benalcázar: Archivo Municipal de Quito: Testamento


del señor capitán don Sebastián de Benalcázar, 1551, Quito,
1935; Colección de documentos inéditos relativos al Adelanta-
do capitán don Sebastián de Benalcázar, 1535-1565, Quito,
1936; D. Garcés Giraldo: Sebastián de Benalcázar, fundador
de ciudades, Cali, 1986; J. Jijón y Caamaño: Sebastián de Be-
nalcázar, 3 vols., Quito, 1936-1943; M. Lucena Salmoral:
Sebastián de Benalcázar, Madrid, 1987.

VIII. Santa Mariana de Jesús: A. Espinosa Polit: Santa Ma-


riana de Jesús, hija de la Compañía de Jesús, Quito, 1957;
J. Jouanem: Vida de la bienaventurada Mariana de Jesús,
llamada la Azucena de Quito, Quito, 1941; C. Miglioranza:
Santa Mariana de Jesús, Azucena de Quito, Buenos Aires,
1990; G. Moncayo de Monge: Mariana de Jesús, señora de
Indias, Quito, 1950; E. Villasis Terán: Vida de la beata Ma-
riana de Jesús, la Azucena de Quito, Madrid, 1948.

IX. Espejo: A. Arias: El cristal indígena, Quito, 1934; G. Ar-


cos: El doctor Francisco Eugenio de Santacruz y Espejo, Quito,
1930; P. L. Astuto: Eugenio Espejo, México, 1959; A. N. Be-
doya M.: El doctor Francisco Xavier Eugenio de Santa Cruz y
Espejo, Quito, 1982; L. Benítez Vinueza: Los precursores Eu-
genio Espejo y José Mejía Lequerica, Puebla, 1960; E. Cisneros

394
Alfaro: Eugenio, el médico, Quito, 1987?; C. Freile Granizo
et al.: Espejo: conciencia crítica de su época, Quito, 1978; E.
Garcés: Eugenio Espejo, médico y duende, Quito, 1950; J. M.
Leoro: En torno a Espejo, Quito, 1967; R. Miño: El pensa-
miento médico de Eugenio Espejo, Quito, 1987; A. Montalvo:
Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Quito, 1947;
J. Núñez Sánchez: Eugenio Espejo y el pensamiento precursor
de la Independencia, Quito, 1992; G. Rubio Orbe: Eugenio
de Santacruz y Espejo, Quito, 1950; J. M. Vargas: Biografía
de Eugenio Espejo, Quito, 1968; varios: Apoteosis de Eugenio
Espejo, Quito, 1947; Escritos médicos del doctor Eugenio Espe-
jo, Quito, 1952: H. Viteri Lafronte: Un libro autógrafo de
Espejo, Quito, 1920; J. Villalba F.: Las prisiones del doctor
Eugenio Espejo, 1783-1787-1795, Quito, 1992.

X. La nación quitense: G. Bossano: Vicisitudes de la naciona-


lidad ecuatoriana, Quito, 1959; G. Cevallos García: Visión
teórica del Ecuador, Puebla, 1960; P. Jaramillo Alvarado:
La nación quiteña, biografía de una cultura, Quito, 1947;
J. Jijón y Caamaño: La ecuatorianidad, Quito, 1942; A.
Muñoz Vernaza: Orígenes de la nacionalidad ecuatoriana,
Quito, 1937; J. Vaquero Dávila: Génesis de la nacionalidad
ecuatoriana, Quito, 1941.

XI. Independencia del Ecuador: C. J. Andrade Pino: Actas y


proclamas de la independencia, Guayaquil, 1969; I. J. Barre-
ra: Próceres de la patria, Quito, 1939; Los hombres de agosto,
Quito, 1940; Ensayo de interpretación histórica. Introducción
a los acontecimientos del 10 de agosto de 1809, Quito, 1959;
R. Borja y Borja: Constitución quiteña de 1812, Quito,
1962; M. M. Borrero, Quito, luz de América, Quito, 1959;
La revolución quiteña 1810-1812, Quito, 1962; A. I. Chiri-
boga: Compilación de documentos históricos oficiales sobre las
campañas de la libertad, Quito, 1948; D’Amecourt (C. Des-
truge): Guayaquil. Revolución de octubre y campaña liberta-

395
dora de 1820 y 1822, Barcelona, 1920; J. Estrada Ycaza: La
lucha de Guayaquil por el Estado de Quito, 2 vols., Guayaquil,
1984; M. Fazio Fernández: El Guayaquil colombiano, 1822-
1830, Guayaquil, 1988; A. Flores Caamaño: José Mejía Le-
querica en las Cortes de Cádiz de 1810 a 1812, Barcelona,
1908; Descubrimiento histórico relativo a la independencia de
Quito, Quito, 1909; M. A. Guzmán y E. Pérez: La revo-
lución quiteña del 10 de Agosto, Quito, 1961; P. Jaramillo
Alvarado: Apuntamientos para el estudio de la Revolución del
10 de Agosto de 1809, Quito, 1959; J. Jijón y Caamaño: La
influencia de Quito en la emancipación del continente ameri-
cano. La independencia, Quito, 1924; W. Loor: La provin-
cia de Guayaquil en lucha por su independencia, Portoviejo,
1974; Guayaquil y Manabí en 1820, Portoviejo, 1976; A.
Luna Tobar: El Ecuador en la independencia del Perú, 3 vols.,
1986; A. Muñoz Vernaza: Memorias sobre la Revolución de
Quito, Cuenca, 1966; J. G. Navarro: La Revolución de Quito
de 10 de Agosto de 1809, Quito, 1966; J. Núñez: El mito de la
independencia, Quito, 1976; A. Ponce Ribadeneira: Quito,
1809-1812, según los documentos del Archivo Nacional de Ma-
drid, Madrid, 1960; A. Salazar y Lozano: Recuerdos de los
sucesos principales de la Revolución de Quito, desde 1809 hasta
el de 1814, Quito, 1910; J. Salvador Lara: La documenta-
ción sobre los Próceres de la Independencia y la crítica histórica,
Quito, 1958; La Patria Heroica, ensayos críticos sobre la Inde-
pendencia, Quito, 1961; La Revolución de Quito, 1809-1812,
según los primeros relatos e historias por autores extranjeros,
Quito, 1982; J. Tobar Donoso: La transformación de 1809
fue eminentemente jurídica, Quito, 1960; varios: Álbum boli-
variano, Quito, 1935; C. V. Velásquez: 10 de Agosto: leyen-
da y verdad histórica, Quito, 1968; G. Zaldumbide: Vida y
muerte de Carlos Montúfar, prócer quiteño de la emancipación
americana, Quito, 1959; N. Zúñiga: Montúfar, primer presi-
dente de la América revolucionaria, Quito, 1945; José Mejía,
Mirabeau del Nuevo Mundo, Quito, 1947.

396
XII. Bolívar: J. Aguilar Paredes: Las grandes batallas del Li-
bertador, Quito, 1980; O. Albornoz Peralta: Bolívar: visión
crítica, Quito, 1990; T. Alvarado Garaicoa: La entrevista de
Bolívar y San Martín, Guayaquil, 1972; S. F. Ayala: Bolívar
y el sistema interamericano, 3 vols., Quito 1962; A. Borja
Álvarez: El Capitán de los Andes, 2 vols., 1960; A. R. Cas-
tillo: Documentos sobre la entrevista de Guayaquil, Guaya-
quil, 1972; D. Guevara: Bolívar, libertador y arquitecto de la
unidad americana, Quito, 1974; P. Jaramillo Alvarado: El
secreto de Guayaquil en la entrevista de Bolívar y San Martín,
Quito, 1952; V. Lecuna: La entrevista de Guayaquil, Cara-
cas, 1948; W. Loor: Bolívar, Quito, 1941; U. Navarro An-
drade: Bolívar romántico, Quito, 1941; S. Ortiz: Simón Bo-
lívar, libertador del pueblo, Quito, 1983; M. Proaño Maya:
Bolívar y la revolución colonizada, Quito, 1983; A. Rumazo
González: Simón Bolívar, Madrid, 1968; J. Salvador Lara:
Ensayos sobre Bolívar, México, 1984; J. Salvador Lara y E.
Muñoz Larrea: Homenaje al Libertador Simón Bolívar en
el Sesquicentenario de su muerte, Quito, 1980; J. Villagrán
Lara: Las 472 batallas del Libertador Simón Bolívar, Guaya-
quil, 1982; J. Villalba F. y J. Salvador Lara: Corresponden-
cia del Libertador con el general Juan José Flores, 1825-1830,
Quito, 1977; J. Viteri Durand: Cartas ecuatorianas del Li-
bertador Simón Bolívar, Ibarra, 1979.

XIII. Sucre: H. Alemán: Sucre, parábola ecuatorial, Quito,


1970; A. Anda Aguirre: Los Marqueses de Solanda, Quito,
1974; L. Andrade Reimers: Sucre, soldado y patriota, Qui-
to, 1992; L. F. Borja (hijo): La responsabilidad del asesinato
de Sucre, Quito, 1936; A. M. Borrero: Cuenca en Pichin-
cha, Cuenca, 1958; Ayacucho, Cuenca, 1974; R. Crespo
Toral: Pichincha. La sombra de Sucre, Cuenca, 1972; M. de
Guzmán: Doctrinas ecuatorianas en el Derecho Internacional:
la Doctrina Sucre, Quito, 1974; E. Enriquez (antólogo):
Quito, relicario de Sucre, Quito, 1945; A. Espinosa Polit, S.

397
J.: Oración gratulatoria pronunciada en la Catedral Metropoli-
tana de Quito el 24 de mayo de 1946, Quito, 1946; Flores Ji-
jón, Antonio: El gran mariscal de Ayacucho. El asesino, Nue-
va York, 1883; C. Gangotena y Jijón: Iconografía de Sucre
y algunas reliquias suyas y del libertador que se conservan en
Quito, Quito, 1924; V. G. Garcés: Libro de oro de Sucre, Qui-
to, 1955; D. Guevara: Sucre, caballero de la libertad, Quito,
1970; T. A. Idrobo: Sucre, libertador y martir. La epopeya de
un genio, Quito, 1954; L. Larrea Alba: Sucre, alto conductor
político militar, Quito, 1975; J. Le Gohuir Raud (J. L. R.):
El crimen de Berruecos, Quito, 1980; Municipio de Quito:
Homenaje del Concejo Municipal de Quito a la memoria del
gran mariscal de Ayacucho general Antonio José de Sucre en
el primer centenario de su muerte, Quito, 1930; L. A. Rodrí-
guez: Ayacucho, la batalla de la libertad americana, Quito,
1975; A. Rumazo González: Sucre, gran mariscal de Ayacu-
cho, Madrid, 1963; J. Salvador Lara, Trascendencia nacio-
nal y continental de la batalla del Pichincha, Quito, 1972.

XIV. Manuela Sáenz: A. I. Chiriboga: Glosario sentimental:


Simón Bolívar y Manuela Sáenz, Quito, 1961; G. H. Mata:
Manuelita Sáenz, la Mujer-Providencia de Bolívar, Cuenca,
1972; A. Rumazo González: Manuela Sáenz, la Libertadora
del Libertador, 1944; A. Valero Martínez et al.: En defensa
de Manuela Sáenz, la libertadora del Libertador, Guayaquil,
1988; J. Villalba: Manuela Sáenz. Epistolario, Quito, 1986.

XV. Época nacional. La República: en el siglo XIX escribie-


ron sobre historia de la República: F. X. Aguirre Abad:
Bosquejo histórico de la República del Ecuador, Guayaquil
(1882), 1973; P. Moncayo: El Ecuador de 1825 a 1875. Sus
hombres, sus instituciones, sus leyes (Santiago, 1885), 1907,
Quito; J. Murillo Miró: Historia del Ecuador de 1876 a 1888.
Precedida de un resumen histórico de 1830 a 1875 (Santiago
de Chile, 1890), Quito, 1946. La obra de Moncayo con-

398
citó rectificaciones, la más importante de las cuales fue:
P. J. Cevallos Salvador: El doctor Pedro Moncayo y su folleto
titulado “El Ecuador de 1825 a 1875, etc.” ante la historia,
Quito, 1887. En el siglo XX: A. Pareja Diezcanseco: His-
toria de la República. El Ecuador desde 1830 a nuestros días,
Ediciones Ariel, Guayaquil, 1874; O. E. Reyes: Historia de
la República, esquema de ideas y hechos del Ecuador a partir de
la Emancipación, Quito, 1931.

XVI. Flores: R. Aguado Cantero y J. Álvarez Fernández:


Juan José Flores, el fundador de Ecuador, Madrid, 1988; A.
Gimeno: Una tentativa monárquica en América. El caso ecua-
toriano, Quito, 1988. E. Laso: Biografía del general Juan
José Flores, Quito, 1924; J. Salvador Lara: La República del
Ecuador y el geneal Juan José Flores, Caracas, 1980; M. Van
Aken: El Rey de la Noche: Juan José Flores en el Ecuador, 1824-
1864, Quito, 1990; Vasconez Hurtado: El general Juan José
Flores, primer presidente del Ecuador, Quito, 1981; El general
Juan José Flores: la República, 1830-1845, Quito, 1984.

XVII. Rocafuerte: I. Barrera: Rocafuerte, estudio histórico-


biográfico, Quito, 1911; Colección Rocafuerte, 14 vols.,
Quito, 1947; E. Camacho Santos: Don Vicente Rocafuer-
te, Guayaquil, 1984; G. Guevara: Rocafuerte y la educación
pública, Quito, 1965; T. A. Idrobo: Vicente Rocafuerte, el
Sarmiento del Trópico, Quito, 1947; C. Landazuri: Vicente
Rocafuerte: epistolario, 2 vols., Quito, 1988; W. Loor: Vicen-
te Rocafuerte, Quito, 1953; E. Muñoz Vicuña: La persona-
lidad histórica de Vicente Rocafuerte, Guayaquil, 1983; K. B.
Mekum: Vicente Rocafuerte, el prócer andante, Guayaquil,
1983; P. Robles y Chambers: Los antepasados de Rocafuerte,
Guayaquil, 1947; varios: Rocafuerte, estudios sobre su com-
pleja personalidad, Quito, 1947; J. M. Velasco Ibarra: Teo-
rías políticas de Rocafuerte, Quito, 1921; N. Zúñiga: Vicente
Rocafuerte, Quito, 1985.

399
XVIII. García Moreno: R. Agramonte: Biografía del dictador
García Moreno. Estudio Psicopatológico e histórico, La Haba-
na, 1935; R. Andrade: Montalvo y García Moreno, 2 vols.,
Puebla, 1970; A. Berthe: García Moreno, presidente de la
República del Ecuador, vengador y mártir del derecho cristia-
no, 2 vols., París, 1892; A. Borrero Cortazar: Refutación
del libro del padre A. Berthe, 2 vols., Cuenca, (1899) 1968;
G. Cevallos García: Por un García Moreno de cuerpo entero,
Cuenca, 1978; R. Crespo Toral: García Moreno: el hom-
bre, el ciudadano, el magistrado, Cuenca, 1921; M. Gálvez:
Vida de don Gabriel García Moreno, Buenos Aires, 1942; S.
Gómez Jurado: Vida de García Moreno, XI vols., Quito,
1954-1975; C. González: García Moreno, ¿santo o demonio?,
Quito, 1970; P. Herrera: Apuntes biográficos del gran ma-
gistrado ecuatoriano doctor Gabriel García Moreno, Quito,
1885; J. Legohuir Rodas: Un gran americano: García Mo-
reno, Quito, 1921; W. Loor: Cartas de García Moreno, IV
vols., Quito, 1953-1955; García Moreno y sus asesinos, Qui-
to, 1966; J. L. Mera: García Moreno, Quito, 1904; F. Miran-
da Ribadeneira: La primera Escuela Politécnica del Ecuador.
Estudio histórico e interpretación, Quito, 1972; A. Ordóñez
Camora: Gabriel García Moreno, verdugo al servicio de la
Providencia, Cuenca, 1969; R. Pattee: Gabriel García Mo-
reno y el Ecuador de su tiempo, México, 1944; M. M. Polit
Laso: Escritos y discursos de García Moreno, 2 vols., Quito,
1887; E. Proaño Vega: Colección de algunos escritos relativos
a la memoria del excelentísimo señor doctor don Gabriel Gar-
cía Moreno asesinado el 6 de agosto de 1875, Quito, 1876;
J. Ruiz Rivera: Gabriel García Moreno, dictador ilustrado del
Ecuador, Madrid, 1988; J. Tobar Donoso: García Moreno y
la instrucción pública, Quito, 1940; varios: El centenario de
García Moreno, Quito, 1921; P. Ponce Leiva: Gabriel García
Moreno, Quito, 1990; J. Villalba: Epistolario diplomático del
presidente Gabriel García Moreno, 1859-1869, Quito, 1976;
A. Xavier: García Moreno, Barcelona, 1991.

400
XIX. Montalvo: R. Agramonte: La filosofía de Montalvo,
3 vols., 1992; D. Guevara: Quijote y maestro (biografía no-
velada de Juan Montalvo, el Cervantes de América), Quito,
1947; I. Municipalidad de Ambato et al.: Visión actual
de Juan Montalvo, Quito, 1988; Coloquio internacional sobre
Juan Montalvo, Quito, 1989; R. Miño: Juan Montalvo, po-
lémica y ensayo, Guayaquil, 1990; G. R. Pérez: Un escritor
entre la gloria y las borrascas (vida de Juan Montalvo), Quito,
1990; O. E. Reyes: Vida de Juan Montalvo, Quito, 1943;
A. Sacoto Salamea: Juan Montalvo, el escritor y el estilista,
2 vols., Cuenca, 1987; G. Vasconez Hurtado: Pluma de
acero, o la vida novelesca de Juan Montalvo, México, 1944;
A. Yerovi: Juan Montalvo. Ensayo biográfico, París, 1901.

XX. Mera: A. Arias: Juan León Mera, Quito, 1948; M. Co-


rrales Pascual: Cumandá, contribución a un centenario,
1879-1979, Quito, 1979; V. M. Garcés: Vida ejemplar y obra
fecunda de Juan León Mera, Ambato, 1963; D. Guevara:
Juan León Mera, o el hombre de cimas, Quito, 1966; J. Sal-
vador Lara: Ensayos sobre Montalvo y Mera, Quito, 1991; J.
Tobar Donoso: Juan León Mera, Quito, 1932.

XXI. Hermano Miguel: V. M. Albornoz: N. N.: Un educador


ecuatoriano: hermano Miguel, religioso profesor del Instituto
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Quito, 1923; El
hermano Miguel, Cuenca, 1955; N. N.: Biografía del Sier-
vo de Dios hermano Miguel de las Escuelas Cristianas (1854-
1910) por un religioso de la misma Congregación, 4a. ed.,
Quito, 1964; E. Guerrero: Un catequista ecuatoriano en los
altares, beato hermano Miguel de las Escuelas Cristianas, Qui-
to, 1979; E. Muñoz Borrero: Un académico en los altares,
el beato hermano Miguel de las Escuelas Cristianas, Quito,
1977; E. Muñoz Borrero: Con los pies torcidos por el camino
recto, Quito, 1978.

401
XXII. Alfaro: O. Albornoz P.: Del crimen de El Ejido a la Re-
volución del 9 de julio de 1925, 1969; E. Alfaro: Obras esco-
gidas, 2 vols., Guayaquil; O. Alfaro: El asesinato del general
Alfaro ante la historia y la civilización, Panamá, 1912; R.
Andrade: Vida y muerte de Eloy Alfaro, Nueva York, 1916;
A. Andrade Coello: Eloy Alfaro. Epinicio histórico, Quito,
1942; M. J. Calle: Hombres de la revuelta. Pequeña galería có-
mica de los principales cómplices de la última transformación
política, Guayaquil, 1906; R. Darquea: Eloy Alfaro, Quito,
1942; E. de Janon Alcívar: El viejo luchador. Su vida heroica
y su magna obra, 2 vols., Quito, 1948; M. A. González Páez:
Memorias históricas. Génesis del libertalismo. Su triunfo y sus
obras en el Ecuador, Quito, 1934; F. Guarderas: el Viejo de
Montecristi, Puebla, 1965; P. Jaramillo Alvarado: La victi-
mación del General Eloy Alfaro y sus tenientes (acusación fiscal
ante el jurado que se reunió el día 6 de marzo de 1919), Quito,
1919; El general Eloy Alfaro. Ensayo biográfico, Quito, 1934;
R. Lamus: Páginas de verdad. La última guerra ecuatoriana
(con un apéndice sobre la revolución de diciembre y los sucesos
de enero), Quito, 1912; W. Loor: Eloy Alfaro, 3 vols., Qui-
to, 1947; E. Muñoz Vicuña: La Guerra Civil ecuatoriana de
1895, Guayaquil, 1976; Los generales no corren, Guayaquil,
1981; A. Pareja Diezcanseco: La hoguera bárbara (vida de
Eloy Alfaro), México, 1944; J. Peralta: Eloy Alfaro y sus vic-
timarios (apuntes para la historia), Buenos Aires, 1951; J.
Pérez Concha: Eloy Alfaro. Su vida. Su obra. 1942; V. Pino
Yerovi: Eloy Alfaro. Álbum audiovisual, Guayaquil, 1972; E.
Santovenia: Eloy Alfaro y Cuba, La Habana, 1928; Vida de
Eloy Alfaro, La Habana, 1942; J. Troncoso: Vida anecdótica
del general Eloy Alfaro, Quito, 1968; varios: Homenaje a Eloy
Alfaro, La Habana, 1933.

XXIII. Velasco Ibarra: R. Arizaga Vega: Velasco Ibarra, el


rostro del caudillo, Quito, 1985; C. de la Torre Espinosa:
La seducción de Velasco Ibarra, Quito, 1993; P. Cuvi: Velas-

402
co Ibarra, último caudillo de la oligarquía, Quito, 1977; A.
Menéndez-Carrión: La conquista del voto en el Ecuador:
de Velasco a Roldós, Quito, 1986; L. Ojeda: Mecanismo y
articulaciones del caudillismo velasquista, Quito, 1971; L.
Tipán Rojas: El fraile de la chusma en la agonía del profeta,
Quito, 1980; R. Touceda: El velasquismo: una interpreta-
ción poética, Quito, 1960; S. Vega Ugalde: De la gloriosa
revolución del 28 de mayo de 1944 a la contrarrevolución ve-
lasquista, Quito, 1987; J. M. Velasco Ibarra: Obras comple-
tas, 15 vols., Quito.

XXIV. Otras biografías: C. Destruge: Biografía del general


Juan Illingworth, Guayaquil, 1986; P. y A. Costales: Otamen-
di, el centauro de ébano, Quito, 1980; E. Macías Núñez: El
general José María Urbina, 1802-1891, Quito, 1992; C. Des-
truge: Urbina, el Presidente, Quito, 1992; J. M. Leoro: Vida
de don Pedro Moncayo, Quito, 1988; V. M. Albornoz: Vicente
Solano, Cuenca, 1942; L. R. Escalante: Biografía del ilustrí-
simo fray José María de Jesús Yerovi, obispo de Cidonia y arzo-
bispo electo de Quito, Quito, 1928; J. Tobar Donoso: Biogra-
fía del ilustrísimo padre fray José María de Jesús Yerovi, ofm.,
arzobispo de Quito, Quito, 1958; W. Loor: José María Yerovi,
2 vols., Quito, 1964-1968; A. Flores Jijón: Para la historia
(el general Ignacio de Veintemilla), Quito, 1891; G. Garcés:
Marietta de Veintemilla, Quito, 1949; L. Bossano: Perfil de
Marietta de Veintemilla, Quito, 1956; C. M. Larrea: El arzo-
bispo mártir Excmo. y Rvdmo. monseñor doctor D. José Ignacio
Checa y Barba, Quito, 1973; M. de Guzmán Polanco: Un
ecuatoriano ilustre, Vicente Piedrahíta, Quito, 1965; C. de la
Torre Reyes: Piedrahíta, un emigrado de su tiempo, Quito,
1968; J. Pérez Concha: Vargas Torres, Guayaquil, 1953; A.
Arias: Biografía de Pedro Fermín Cevallos, Quito, 1948; T.
Vega Toral: Datos biográficos del señor general don Antonio
Vega Muñoz, Cuenca, 1956; E. Vega Toral: El asesinato del
señor general don Antonio Vega Muñoz, Cuenca, 1956; V. M.

403
Albornoz: Antonio Vega Muñoz, Cuenca, 1957; R. Arizaga
Vega: Antonio Vega Muñoz, el insurgente, Quito, 1989; W.
Loor: Mons. Arsenio Andrade, Quito, 1970; C. M. Larrea:
Antonio Flores Jijón, su vida y sus obras, Quito, 1974; L. Cor-
dero Crespo: Del surco a la cumbre (biografía del ex presidente
don Luis Cordero), Cuenca, 1979; E. N. Martínez (NALO):
Julio Andrade, o el Bayardo, Quito, 1944; R. Andrade: Julio
Andrade, crónica de una vida heroica, Quito, 1962; C. de la
Torre Reyes: La espada sin mancha (biografía del general Ju-
lio Andrade), Quito, 1962; G. A. Jácome: Luis Felipe Borja,
Quito, 1947; G. Rubio Orbe: Luis Felipe Borja (biografía),
Quito, 1947; J. M. Vargas: Remigio Crespo Toral, el hombre y
la obra, Quito, 1962; N. Jiménez: Biografía del ilustrísimo
Federico González Suárez (1844-1917), Quito, 1936; L. Cor-
dero Crespo: González Suárez, Cuenca, 1944; J. M. Vargas:
Federico González Suárez, el hombre, el historiador, el prelado,
Quito, 1969; W. Loor: Biografía del padre Julio María Mato-
velle, Cuenca, 1971; J. Pérez Concha: Carlos Concha Torres.
Biografía de un luchador incorruptible, Guayaquil, 1987; R.
Espinosa: Víctor Manuel Peñaherrera, jurisconsulto, maestro,
precursor, Latacunga, 1988; C. Astudillo Espinosa: Profesor
doctor Isidro Ayora, médico innovador y presidente de la Repú-
blica, Quito, 1983; R. y H. Martínez Torres: Martínez Mera,
las verdades que no quiso decir, 2 vols., Guayaquil, 1983;
H. Coral Patiño: Vida y obra del señor general Alberto Enrí-
quez Gallo, Quito, 1988; V. Pino Yerovi: Biografía del presi-
dente doctor Carlos Alberto Arroyo del Río (en el I Centenario de
su nacimiento), Guayaquil, 1993; J. M. Vargas: Jacinto Jijón
y Caamaño, su vida y su museo de arqueología y arte ecuato-
rianos, Quito, 1971; M. Albornoz: Galo Plaza, ecuatoriano
universal, Quito, 1988; V. Pino Yerovi: Don Clemente Yerovi
Indaburu, presidente interino del Ecuador (reportaje histórico),
Guayaquil, 1991; J. Le Gouir Raud: Glorias ecuatorianas,
Quito, 1935; H. Oña Villarreal: Presidentes del Ecuador,
Quito, 1987; J. Aguilar Paredes: Grandes personalidades

404
de la patria ecuatoriana. Galería biográfica, Quito, 1973;
S. Núñez: Grandes hombres del Ecuador. Perfiles biográficos,
Quito, 1980; H. Oña Villarreal: Fechas históricas y hombres
notables del Ecuador, Quito, 1988.

XXV. Autobiografías: L. Robalino Dávila: Memorias de un


nonagenario, Quito, 1974; E. J. Crespo Astudillo: Memo-
rias de un cirujano, 2 vols., Quito, 1975, Cuenca, 1982; J.
Carrera Andrade: El volcán y el colibrí, Quito, 1989; A. F.
Córdova: Mis primeros 90 años, Quito, 1982; F. González
Suárez: Memorias íntimas, Quito, 1931; Defensa de mi cri-
terio histórico, Quito, 1937; L. J. Muñoz: Testimonio de lu-
cha (memorias sobre la historia del socialismo en el Ecuador),
Quito, 1988; L. A. Ortiz Bilbao: La historia que he vivido,
Quito, 1989; D. Toral Malo: Memorias, Cuenca, 1987; E.
Uzcategui: Medio siglo a través de mis gafas, Quito, 1975; M.
Valverde: Las anécdotas de mi vida, Grotaferrata, 1919; M.
de Veintemilla: Páginas del Ecuador, Lima, 1890.

XXVI. Derecho territorial: T. Alvarado Garaicoa: Sinopsis


del derecho territorial ecuatoriano, Guayaquil, 1952; J. Pérez
Concha: Ensayo histórico-crítico de las relaciones diplomáti-
cas de Ecuador con los Estados limítrofes, 3 vols., Guayaquil,
1958-1965; R. E. Silva: Derecho territorial ecuatoriano, Gua-
yaquil, 1962; J. Tobar Donoso: La invasión peruana y el
Protocolo de Río, Quito, 1945; J. Tobar Donoso y A. Luna
Tobar: Derecho territorial ecuatoriano, Quito, 1979; F. Pa-
vón Egas: Los problemas de soberanía territorial y limítrofe del
Ecuador, Quito, 1988; E. Vacas Galindo: Colección de docu-
mentos sobre los límites ecuatoriano-peruanos, 3 vols., Quito,
1902-1903; H. Vásquez: Memoria histórico-jurídica sobre los
límites ecuatoriano-peruanos (1892), Cuenca, 1967.

XXVII. Historias especializadas: E. Alfaro: Historia del fe-


rrocarril de Guayaquil a Quito, Quito, 1931; J. M. Baku-

405
la: Perú y Ecuador: tiempos y testimonios de una vecindad,
3 vols., Lima, 1992; I. J. Barrera: Historia de la literatura
ecuatoriana, 4 vols., Quito, 1953-1958; H. Crespo Toral y
J. M. Vargas: Arte ecuatoriano, 4 vols., Quito, 1977; S. L.
Moreno: Historia de la música en el Ecuador, Quito, 1972;
J. G. Navarro: La escultura en el Ecuador (siglos XVI al XVIII),
Madrid, 1929; La pintura en el Ecuador del XVI al XIX,
Quito, 1991; M. Navarro Cárdenas: Investigación histórica
de la minería en el Ecuador, Quito, 1990; J. Núñez et al.:
Historia del Seguro Social ecuatoriano, Quito, 1984; C. Or-
tuño: Historia numismática del Ecuador, Quito, 1977; J. G.
Orellana: Breve historia militar del Ecuador, Quito, 1979;
Las agresiones peruanas al Ecuador, Quito, 1982; R. Páez
T. y J. Cataldi: Ecuador. Álbum didáctico de sellos postales,
Quito, 1983; V. Paredes Borja: Historia de la medicina en
el Ecuador, Quito, 1963; P. Peñaherrera de Costales y A.
Costales Samaniego:  Historia social del Ecuador, 4 vols.,
Quito, 1964-1973; F. Ramón Gallegos, et al.: Elecciones y
democracia en el Ecuador, 4 vols., Quito, 1989-1990; A. A.
Roig: Esquemas para una historia de la filosofía ecuatoriana,
Quito, 1977; R. Romero y Cordero: El ejército ecuatoriano
en cien años de vida republicana, Quito, 1933; A. Stols: His-
toria de la imprenta en el Ecuador, Quito, 1953; J. Tobar Do-
noso: La Iglesia ecuatoriana en el siglo XIX, Quito, 1934; H.
Toscano: El Ecuador visto por los extranjeros, Puebla, 1960;
E. Uzcátegui: La educación ecuatoriana en el siglo del libera-
lismo, Quito, 1981; J. M. Vargas: Historia del arte ecuatoria-
no, Quito, 1964; Historia de la cultura ecuatoriana, Quito,
1965; J. Villacres Moscoso: Historia diplomática de la Repú-
blica del Ecuador, 3 vols., Guayaquil, 1967-1972; P. Ycaza:
Historia del movimiento obrero ecuatoriano, Quito, 1991.

XXVIII. Interpretación histórica: R. Agoglia: Historiografía


ecuatoriana, Quito, 1985; E. Ayala Mora: Lucha política y ori-
gen de los partidos en el Ecuador, Quito, 1978; E. Ayala Mora

406
et al.: El Libro del Sesquicentenario, 5 vols.: I y II, Política y so-
ciedad; III, Arte y cultura; IV y V, Economía, Quito, 1980;
E. Ayala M. (comp.): La historia del Ecuador. Ensayos de inter-
pretación, Quito, 1985; B. Carrión: Cartas al Ecuador, Quito,
1943; Teoría de la nación pequeña, Quito, 1957; G. Cevallos
García: Reflexiones sobre la historia del Ecuador, 2 vols., IV y
V de sus Obras completas, Cuenca, 1988; R. Crespo Toral,:
Cien años de emancipación (1809-1909), Quito, 1936; A. Cue-
va: El proceso de dominación política en Ecuador, Quito, 1974;
O. Hurtado: El poder político en el Ecuador, 1977; M. Monte-
forte: Los signos del hombre. Plástica y sociedad en el Ecuador,
Quito, 1985; E. Muñoz Vicuña: El Ecuador, un país clásico,
Guayaquil, 1988; J. Tobar Donoso: La Iglesia modeladora de
la nacionalidad, Quito, 1953; A. Pérez Guerrero: Ecuador,
Quito, 1948.

XXIX. Geografía e historia económicas: A. Acosta: La deuda


eterna. Una historia de la deuda ecuatoriana, Quito, 1990;
A. Acosta et al.: Ecuador: petróleo y crisis económica, Quito,
1986; J. I. Albuja Punina: Estructura agraria y estructura
social, Quito, 1964; R. Báez: Dialéctica de la economía ecua-
toriana, Quito, 1980; A. Aulestia et al.: Economía ecuato-
riana, México, 1960; A. Borrero Vintimilla: La geografía
económica del Ecuador (la economía ecuatoriana), Cuenca,
1974; L. A. Carbo: Historia monetaria y cambiaria del Ecua-
dor, Quito, 1958; cepal: El desarrollo económico del Ecuador,
E/CN 12-295, 1953; J. Correa Paredes: La economía de la
República, 1830-1980, Quito, 1982; M. Chiriboga: Jorna-
leros y gran propietarios en 135 años de exportación cacaotera
(1790-1925), Quito, s/f (¿1982?); R. F. Cremieux: Geogra-
fía económica del Ecuador, Guayaquil, 1946; L. Fierro Ca-
rrión: Los grupos financieros en el Ecuador, Quito, 1992; G.
Ortiz Crespo: La incorporación del Ecuador al mercado mun-
dial: la coyuntura socioeconómica, 1875-1895, Quito, 1981;
G. Salgado: La economía del Ecuador. Lo que somos, Quito,

407
1976; D. A. Seppa: Las monedas de la patria, 1833-1969,
Quito, 1969; unp: Realidad y posibilidad de Ecuador, Quito,
1949; J. M. Vargas: La economía política del Ecuador durante
la Colonia, Quito, 1957; J. W. Villacres Moscoso: Política
económica internacional del Ecuador, Guayaquil, 1959.

XXX. Principales revistas de historia del Ecuador: Boletín de


la Academia Nacional de Historia, Quito; Boletín del Archivo
Nacional de Historia, Quito; Boletín del Centro de Investigacio-
nes Históricas de Guayaquil; Boletín de Informaciones Científi-
cas Nacionales, Quito; Cuadernos de Historia y Arqueología,
Guayaquil; Gaceta Municipal, Quito; El Ejército Nacional,
Quito; Llacta, Quito; Memoria de la Sociedad Ecuatoriana
de Investigaciones Históricas y Geográficas, Quito; Memorias
de la Academia Ecuatoriana de la Lengua correspondiente de
la Real Española, Quito; Museo Histórico, Quito; Procesos,
Quito; Revista del Archivo Histórico del Guayas, Guayaquil;
Revista del Centro de Estudios Históricos y Geográficos, Cuen-
ca; Revista de Historia Económica, Quito; Revista del Insti-
tuto de Historia Eclesiástica, Quito; Revista Geográfica, igm,
Quito.

XXXI. Diccionarios, índices bibliográficos: Archivo Histó-


rico del Banco Central: Fondo Neptalí Bonifaz, 2 vols.;
Fondo Jijón y Caamaño, 3 vols.; Fondo Notarías de Ambato,
2 vols.; Fondo Banco Central, 2 vols.; Archivo Secreto Vati-
cano, 3 vols., Quito, 1985-1989; Biblioteca Ecuatoriana
“Aurelio Espinosa Polit”; J. Bravo et al.: Diccionario biblio-
gráfico ecuatoriano, A-Coh, IV vols., 1989-1993; R. Bueno:
Ensayo bibliográfico de los escritos del Ilmo. y Rvmo. señor
doctor don Federico González Suárez, Quito, 1944; P. de
Carvalho Neto: Diccionario del folklore ecuatoriano, Quito,
1964; A. Costales Samaniego y P. Peñaherrera de Costa-
les: El Quishihuar o el Árbol de Dios (Diccionario del folclor
ecuatoriano), Quito, 1966 ss.; M. Díaz Cueva: Bibliografía

408
de Fray Vicente Solano, Cuenca, 1965; A. Kennedy Troya:
Catálogo del Archivo General de la Orden Franciscana en el
Ecuador, Quito, 1880; G. Itzstein y H. Prumers: Biblio-
grafía básica sobre la arqueología del Ecuador, Bonn, 1981;
C. M. Larrea: Bibliografía Científica del Ecuador, 5 vols.,
Quito, 1948-1953 y Madrid, 1952; Las biografías de San-
ta Mariana de Jesús, Quito, 1970; Bibliografía de García
Moreno en el centenario de su asesinato, 1875-1975, Quito,
1975; J. Larrea Holguín: Bibliografía jurídica del Ecuador,
Quito, 1970; R. E. Norris: Índice del Boletín de la Sociedad
Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos (1918-1920)
y del Boletín de la Academia Nacional de Historia (1920-
1970), Guayaquil, 1973; Guía bibliográfica para el estudio
de la historia Ecuatoriana, Austin, Texas, 1978; M. Made-
ro Moreira y F. Parra Gil: Índice de la bibliografía médica
ecuatoriana, Guayaquil, 1971; O. Romero Arteta: Biblio-
grafía del P. Aurelio Espinosa Pólit, Quito, 1961; R. Tobar
García: Bibliografía del doctor Julio Tobar Donoso, Quito,
1982; G. Vasco de Escudero: Directorio ecuatoriano de Ar-
chivos, Quito, 1979.

XXXII. El Ecuador en el Fondo de Cultura Económica: L.


Benítes: Argonautas de la Selva, Colección Tierra Fir-
me, núm. 8, México, 1945; J. G. Navarro: Artes plásticas
ecuatorianas, Colección Tierra Firme, núm. 12, México,
1945; A. F. Rojas: La novela ecuatoriana, Colección Tierra
Firme, núm. 34, México, 1948; L. Benítez: Ecuador: dra-
ma y paradoja, Colección Tierra Firme, núm. 48, Méxi-
co, 1950; B. Carrión: García Moreno, el santo del patíbulo,
México, 1959; P. Astuto: Eugenio Espejo, México, 1960;
R. Borja: Derecho político y constitucional, México, 1991; R.
Borja, Enciclopedia de la política, México, 1997.

409
El autor

Jorge Salvador Lara (Quito, 1926-2012) inició sus estu-


dios en el Pensionado Elemental, dirigido por el emi-
nente educador Monseñor Pedro Pablo Borja Yerovi; se
graduó de bachiller en el Colegio San Gabriel, de los
Padres Jesuitas; obtuvo la licenciatura en ciencias socia-
les y el doctorado en derecho en la Pontificia Universi-
dad Católica del Ecuador, de la que fue alumno funda-
dor, donde luego ejerció el magisterio por varias
décadas y de la que fue profesor emérito. Fue también
profesor en institutos secundarios, inclusive el Colegio
Militar Eloy alfaro y la Academia Militar Ecuador. Ejer-
ció el periodismo de opinión en el diario El Comercio de
Quito, con una columna semanal desde 1970. En políti-
ca fue diputado por elección popular en los Congresos
de 1962, 1968 y 1970. En la diplomacia, fue ministro de
Relaciones Exteriores en 1966 y 1977 y representante
del Ecuador en organismos internacionales y varios
Estados, entre estos el Vaticano, embajador ante la San-
ta Sede en 1984 cuando la regía Su Santidad el papa
Juan Pablo II.
Fue miembro de Número y director de la Academia
Ecuatoriana de la Lengua correspondiente de la Real
Española, y director honorario vitalicio de la Academia
Nacional de Historia, de la que fue director durante
varios años. Presidió la Comisión Panamericana de His-
toria en dos períodos (1982-1989) y fue presidente del
Instituto Panamericano de Geografía e Historia, con
sede en México D.F., de 1993 a 1997. Fue miembro de
la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Instituto de Cultu-

411
ra Hispánica, la Sociedad Bolivariana y el Ateneo Ecua-
toriano. Presidió los Institutos Ecuatoriano Chileno de
Cultura, Sanmartiniano del Ecuador y Ecuatoriano-
Israelí. También fue Cronista Vitalicio de la ciudad de
Quito.
Autor de varios libros sobre temas jurídicos, históri-
cos y literarios, entre ellos El pensamiento social en los pue-
blos antiguos, La patria heroica, Historia de Quito, “Luz de
América” y La lengua de la raza cósmica. Salvador Lara
obtuvo el Premio Mejía Lequerica, el Premio Nacional
de Cultura Eugenio Espejo y, entre varias condecoracio-
nes nacionales y extranjeras, la Gran Cruz de la Orden
de San Lorenzo (Ecuador) y la Medalla Antonio Parra
Velasco de la Universidad Estatal de Guayaquil, por su
defensa a los derechos territoriales del Ecuador; la
Gran Cruz y Collar de la Orden española de San Rai-
mundo de Peñafort; la Gran Cruz de Isabel La Católica,
por la defensa de los derechos de España al Peñón de
Gibraltar y el Collar de la Orden Sebastián de Benalcá-
zar del municipio de Quito, por servicios distinguidos a
la capital del Ecuador.

412
ÍNDICE GENERAL

Introducción.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

La nación quitense
Época nacional
Siglo xix
I. La independencia de Quito. La patria heroica .. 21
Antecedentes inmediatos . . . . . . . . . . . . . . 21
La revolución del 10 de agosto de 1809 . . . . . . 23
Código ético de los próceres de 1809, 29; Reinstalación del go-
bierno español, prisión y proceso penal de los líderes insurgentes,
31; La masacre del 2 de agosto de 1810, 33; Proclamación de la
Independencia (diciembre de 1811), 36; La represión española,
37; Influencia del 10 de agosto de 1809, 39; Influencia del 2 de
agosto de 1810, 40; El juicio de la historia sobre la revolución de
Quito: el 10 de agosto de 1809 y la masacre del 2 de agosto de 1810
fueron pioneros de la independencia, 43; José Mejía Lequerica en
las Cortes de Cádiz, 48; El general Carlos Montúfar, 51; Las ideas
de los próceres quiteños de 1809, 56; La patria heroica, 59

Trascendencia nacional, continental


y mundial de la Revolución de Quito . . . . . . . 60
Alzamiento de Guayaquil (9 de octubre de 1820), 63; Alzamien-
to de Cuenca (3 de noviembre de 1820), 67; Victoria de Camino
Real (9 de noviembre de 1820), 71; Primeras leyes revoluciona-
rias, 74; Tendencias en Guayaquil, 76; La demografía hacia 1820,
77; Huachi, Verdeloma y Tanizagua, derrotas nefastas, 77

Primeras armas del general Sucre


en el Ecuador. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Antepara, verdadero gestor del 9 de octubre, 85; El avance repu-
blicano sobre Quito, 89; Tapi, 92; El avance de Latacunga a San-

413
golquí, 93; Las vísperas del asalto a Quito, 95; El voto del general
Sucre, 100

La batalla del Pichincha


(24 de mayo de 1822) . . . . . . . . . . . . . . 100

I I. “El Sur”. Subestimación del Quito


en la Gran Colombia . . . . . . . . . . . . . . . 106
Bolívar en el Ecuador, 106; Bolívar y la batalla de Ibarra, 107; El
Departamento de “El Sur”, 111; Batalla de Tarqui, 113; La “Li-
bertadora del Libertador”, 116; Quito y Bolívar, 118; Disolución
de la Gran Colombia e instauración del Estado del Ecuador, 121;
Berruecos, 123; El indio en la Independencia, 127

III. La República del Ecuador. Consolidación


de la nacionalidad quitense. . . . . . . . . . . . 130
Período del militarismo extranjero o floreano
(1830-1845).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
Visión de conjunto. El general Flores, 130; Antecedentes de Vicente
Rocafuerte, 133

Acceso de Rocafuerte al poder . . . . . . . . . . . 135


La obra de gobierno de Rocafuerte, 135; Últimos años de Roca-
fuerte, 137; Valoración de Rocafuerte, 138

Período del militarismo nacional o urvinista


(1845-1860).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Visión general, 139; Olmedo, 142; La crisis nacional de 1859, 145

Período del civilismo conservador o garciano


(1860-1875).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
Visión general, 147; Antecedentes de García Moreno, 149; García
Moreno y la crisis nacional de 1859-1860, 150; Imagen, pensamiento
y programa de García Moreno, 151; La oposición al garcianismo, 152;
Los gobiernos de Carrión y Espinosa, 153; La obra gubernamental de
García Moreno, 154; García Moreno y la investigación científica, 157;
Las relaciones con la Iglesia, 159; Asesinato de García Moreno, 161;
Valoración de García Moreno, 163

414
Período del civilismo liberal católico
o caamañista (1876-1895) . . . . . . . . . . . . . . 165
Visión general, 165; El gobierno de Borrero, 166; El capitán general
Ignacio de Veintemilla, 167; Los gobiernos progresistas, 171; Valo-
ración del “progresismo”, 172; La gesta de Vargas Torres, mártir del
liberalismo, 174; La Iglesia ecuatoriana en el siglo xix, 178

Período del militarismo liberal radical


o alfarista (1895-1912). . . . . . . . . . . . . . . . 183
Visión general, 183; Antecedentes del general Alfaro, 185; Conspira-
ciones y montoneras de Alfaro, 186; Alfaro es llamado al Ecuador (5
de junio de 1895), 188; Primera administración del general Alfaro,
189

Siglo xx. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190


Segunda administración alfarista, 190; Caída de Alfaro, nuevos exilio
y retorno, guerra civil, 192; Asesinato del general Eloy Alfaro y sus
lugartenientes, 193; La obra gubernamental de Alfaro y su política
internacional, 194; Etopeya de Alfaro, 195; Valoración de don Eloy
Alfaro, 196

Período del civilismo plutocrático liberal


o placista (1912-1925) . . . . . . . . . . . . . . . . 200
Visión general, 200; La segunda administración de Plaza, 201; Los go-
biernos de Baquerizo, Tamayo y Córdova, 203; La situación del indio
en la República, 206

Período de la decadencia liberal o arroyista


(1925-1944).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Visión general, 209; El doctor Isidro Ayora Cueva, 211; Los múltiples
gobiernos de los años treinta, 217; Antecedentes de Arroyo del Río,
221; Gobierno de Arroyo del Río, 222; Valoración del período de la
decadencia liberal, 229

Período del civilismo populista o velasquista


(1944-1962).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Visión general, 231; Antecedentes del doctor José María Velasco Iba-
rra, 233; La primera administración velasquista, 234; La Revolución
de Mayo y el segundo velasquismo, 236; Antecedentes de Galo Plaza,
238; El gobierno de Galo Plaza, 241; La oposición a Plaza, 245; Actua-

415
ciones posteriores de Plaza Lasso, 247; Valoración de Plaza Lasso, 248;
La tercera administración de Velasco Ibarra, 249; Antecedentes de
Camilo Ponce Enríquez, 251; El gobierno de Camilo Ponce Enríquez,
253; Últimas actuaciones del ex presidente Ponce, 255; Valoración de
Ponce Enríquez, 256; El cuarto velasquismo, 258; Últimas actuaciones
del doctor Velasco, 261; Valoración de Velasco Ibarra, 263

Período del militarismo institucionalizado


o las Fuerzas Armadas en el poder
(1963-1979).. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Visión general, 267; La caída del doctor Arosemena Monroy, 268;
La Junta Militar de Gobierno, 271; Gobierno civil interino de Yerovi
Indaburu, 275; Interinazgo de Arosemena Gómez, 279; Quinto velas-
quismo, 282; Dictadura del general Rodríguez Lara, 284; El Consejo
Supremo de Gobierno, nuevo triunvirato militar, 289; La Iglesia del
Ecuador en el siglo xx, 293

Período del civilismo multipartidista


o partidismo político institucionalizado
(a partir de 1979). . . . . . . . . . . . . . . . . . . 300
Visión general, 300; Gobierno de Jaime Roldós, populista, 302; Go-
bierno de Osvaldo Hurtado, demócrata cristiano, 307; Gobierno de
León Febres Cordero, socialcristiano, 313; Gobierno de Rodrigo
Borja, socialdemócrata, 325; Gobierno de Sixto Durán Ballén (pur-
pce), 330; Nueva agresión del Perú: “¡Ni un paso atrás!”, 333; Las
elecciones generales de 1996, 335

Crisis de la partidocracia (1996-2007).


Inestabilidad política . . . . . . . . . . . . . . . . 337
Visión general, 337; Gobierno populista de Abdalá Bucaram, 340;
Interinazgo de Fabián Alarcón, 342; Gobierno de Jamil Mahuad
Witt, 344; Las negociaciones límitrofes con el Perú condicionadas
por los países garantes y mediadores (26 de octubre de 1998), 348;
Inevitable feriado bancario, colapso en cadena de varios bancos
y creación de la Agencia de Garantía de Depósitos, 351; La reac-
tivación del vulcanismo en la sierra ecuatoriana, con gravísimos
daños para la infraestructura vial y la economía, 353; El estable-
cimiento, sin tratado previo, de la base militar de Estados Unidos
en Manta, 353; La eliminación del sucre como moneda nacional
y la adopción sustitutiva del dólar norteamericano, sin reforma
constitucional, 354: Caída del gobierno de Mahuad, derrocado

416
por una efímera Junta de Salvación Nacional, 355; Las letras y las
artes en el siglo xx, 356

Siglo xxi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357


Gobierno de Gustavo Noboa Bejarano, 357; El VI censo de la po-
blación en el año 2001, 359; Gobierno de Lucio Gutiérrez Borbúa,
361; Gobierno de Alfredo Palacio González, 365; Gobierno de Ra-
fael Correa Delgado, la “revolución ciudadana”, 371

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 377
La respuesta a los grandes desafíos. . . . . . . . . 377
Cumplir la vocación nacional,
exigencia de la historia . . . . . . . . . . . . . . . 381

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 387

El autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411

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