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Siete ensayos de
ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
BOGOTÁ, 1982
Centro de Enseñanza Desescolarizada
Sección de Publicaciones
2357192, Ext. 22
Bogotá, D. E .– Colombia
AGRADECIMIENTO
Con Baroja y Unamuno, es uno de los vascos universales de este siglo. Nacido en
San Sebastián en 1898, pertenece por calendario y talante a la generación del “27”,
menos agónica, a fuer de más segura de sí misma, que la del“98”. Es coetáneo de
Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente
Aleixandre, Rafael Lapesa, Pedro Laín Entralgo, José Gaos, entre otros. Cabe pensar que
la fulguración de tantos y tales poetas ha eclipsado o al menos opacado la existencia
cierta de otros valores generacionales. Entre éstos, X. Zubiri representa la vena de
creación filosófica.
Con todo este bagaje científico a las espaldas y conciertas intuiciones filosóficas
en la mente, retorna en 1931 a su cátedra de historia de la filosofía en Madrid en la que
permanece hasta 1936. Julián Marías, que inicia estudios justo en el momento en que X.
Zubiri reemprende su labor magisterial, ha rememorado en dos admirables ensayos la
figura y el quehacer cotidiano del que considera uno de sus grandes maestros:
“Zubiri hablaba con voz baja y rápida, de monotonía que no lograba ocultar un
acento de sofocada pasión, de la filosofía de los griegos... Cuando el alumno intentaba
apoderarse de un párrafo denso, todo novedad, erizado de dificultades, y anotarlo en su
cuaderno de apuntes, Zubiri había dicho otras cosas más... Al alumno solía acometerle
cierto pavor, un desfallecimiento que hacía detener la pluma sobre el papel. Unos la
dejaban ya quieta para siempre; algunos la hacían correr vertiginosamente por las
páginas cubiertas de abreviaturas y de algunos signos de desesperación: entre estos
últimos se encuentran los que hemos sido discípulos de Zubiri” 3.
Por otra parte, la facultad de filosofía atraviesa en los años treinta por un
momento verdaderamente estelar: “Con Ortega, enseñaban en ella Manuel García
Morente, Xavier Zubiri, José Gaos... Se podía pensar, sin extremar demasiado la
esperanza que acaso un día el meridiano principal de la filosofía europea pasaría, por
primera vez en la historia, por Madrid” 4. A partir de 1933, X. Zubiri se estrena como
escritor con una serie de ensayos que van apareciendo en Cruz y Raya, revista fundada
por Bergamín, y en la famosa Revista de Occidente de José Ortega y Gasset ,toda una
institución al servicio .de la cultura.
Tantas esperanzas y no pocas realidades fueron truncadas en 1936, al iniciarse la
guerra civil. El grupo esencial de la llamada “Escuela de Madrid” hubo de emigrar ante
circunstancias imposibles. Morente vive la tragedia civil y familiar desde Argentina, y
morirá al poco tiempo de retornar a la España de la post-guerra. José Gaos, transterrado
a México, se instala definitivamente allí, donde formará escuela y llegará a ser uno de los
maestros latinoamericanos más respetados. Ortega y Gasset, figura universalmente
consagrada, recorre ambos continentes embelesando con su verbo y convenciendo con
su sapiencia. X. Zubiri, en estos difíciles años, se instala en París donde dicta cursos
sobre temas filosóficos-teológicos en el Instituto Católico, al tiempo que estudia historia
antigua y lenguas orientales con Deimel, Benveniste, Lavat, Dhorme y Delaporte.
Otro hito importante lo constituyen los cursos privados que, bajo invitación,
viene dando desde 1966. Por los mismos han pasado profesionales de las más diversas
carreras y actividades: médicos, poetas, ingenieros, psicólogos, arquitectos, teólogos y,
por supuesto, filósofos. Muchos son hoy figuras consagradas que han reconocido su
deuda discipular. Pero X. Zubiri más que una corriente filosófica o una escuela, ha
creado a su alrededor un ámbito intelectual acogedor y amical, porque es, ante todo, un
buen amigo. De la amistad ha escrito, repitiendo una frase del Estagirita. Que “es lo más
necesario en la vida”. Cierto que ha debido defender su vida privada, la escondida
senda que transcurre lejos del mundanal ruido. Esto ha hecho pensara muchos en un
Zubiri lejano, olímpico, inaccesible. Nada menos cierto. X. Zubiri es de las personas más
sencillas, agradables y abiertas que se puedan conocer. Como buen vasco conserva la
llaneza, la naturalidad y el buen sentido de su tierra. Es, además, gran conversador.
Pero, a todas éstas, ¿cuáles son los puntos más originales e incitantes del
pensamiento maduro de X. Zubiri?
Por otra parte, X. Zubiri supera el viejo dualismo materia y espíritu que se
traduce en el hombre como unión de dos sustancias, según el viejo hilemorfismo. El
hombre no es unión de cuerpo y alma, sino unidad radical psico-somática, en la que lo
somático está psiquizado y lo psíquico está somatizado. No es que X. Zubiri niegue la
especificidad e irreductibilidad de uno y otro orden de realidades, pero en el hombre se
dan intrínsecamente vertidas. Estructuralmente el hombre es animicidad-corpórea o
corporeidad anímica. En consecuencia, y por obra de la versión, el hombre es
funcionalmente inteligencia sentiente, voluntad tendente, sentimiento afectante.
1964“El origen del hombre”, en Revista de Occidente (Madrid), 2a. ép., n. 17(1964),
pp. 146-173.
1974“Dimensión histórica del ser humano”, en Realitas-I (Madrid) 1974, pp. 11-79.
El problema del origen del hombre ha sido hasta fines del siglo XIX un problema
casi exclusivamente teológico. Pero sorprendentemente, este problema ha entrado en
una nueva fase, en la fase de la ciencia positiva. La paleontología humana y la
prehistoria han descubierto una serie de hechos impresionantes cuyo volumen y calidad
han (le considerarse como transcendentales. Porque estos hechos científicos conducen a
la idea de que el origen (leí hombre es evolutivo: el phylum humano arranca
evolutivamente de otros phyla animales, y dentro del phylum humano, la humanidad ha
ido adoptando formas genética y evolutivamente distintas, hasta llegar al hombre
actual, único del que hasta ahora se ocuparon la filosofía y la teología. Ciertamente, la
evolución humana es un tema que pertenece a la ciencia positiva. Pero planteado por los
hechos, no puede menos de afectar a la filosofía y a la teología mismas. Dejando de lado,
por el momento, el aspecto teológico de la cuestión, la idea del origen evolutivo de
nuestra humanidad, a pesar de ser una idea científica, es una idea que como otras
muchas, se halla en la frontera de la ciencia y de la filosofía; constituyen problemas
fronterizos, bifaces. Y en cuanto tales necesitan ser tratados también filosóficamente.
¿Qué significa, qué es, filosóficamente, el origen evolutivo de nuestra humanidad? 1
I
Pero esta evolución somática innegable deja en pie otro hecho que necesita ser
tenido en cuenta e integrarse en la evolución, si hemos de dar razón completa del
fenómeno humano: la esencial irreductibilidad de la dimensión intelectiva del hombre a
todas sus dimensiones sensitivas animales. El animal, con su mera sensibilidad,
reacciona siempre y sólo ante estímulos. Podrán ser y son complejos de estímulos
unitariamente configurados, dotados muchas veces de carácter signitivo, entre los cuales
el animal lleva a cabo una selección respecto de su sintonía con los estados tónicos que
siente. Pero siempre se trata de meros estímulos. A diferencia de esto, el hombre, con su
inteligencia, responde a realidades. He propugnado siempre que la inteligencia no es la
capacidad del pensamiento abstracto, sino la capacidad que el hombre tiene de
aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas como realidades. Y entre mero estímulo
y realidad hay una diferencia no gradual sino esencial. Lo que impropiamente solemos
llamar inteligencia animal es la finura de su capacidad para moverse entre estímulos, de
un modo muy vario y rico; pero es siempre en orden a dar una respuesta adecuada a la
situación que sus estímulos le plantean; por esto es por lo que no es propiamente
inteligencia. El hombre, en cambio, no responde siempre a las cosas como estímulos,
sino como realidades. Su riqueza es de un orden esencialmente distinto al de la riqueza
del animal. Por esto, su vida transciende de la vida animal, y las líneas evolutivas del
animal y del hombre son radicalmente distintas y siguen direcciones divergentes. El
animal, por ejemplo, es un ser enclasado, el hombre no lo es. Por razones psico-
biológicas, el hombre es el único animal que está abierto a todos los climas del universo,
que tolera las dietas más diversas, etc. Pero no es sólo esto. El hombre es el único animal
que no está encerrado en un medio específicamente determinado, sino que está
constitutivamente abierto al horizonte indefinido del mundo real. Mientras el animal no
hace sino resolver situaciones, incluso construyendo pequeños dispositivos, el hombre
transciende de su situación actual, y produce artefactos no sólo hechos ad hoc para una
situación determinada, sino que, situado en la realidad de las cosas, en lo que éstas son
«de suyo», construye artefactos aunque no tenga necesidad de ellos en la situación
presente, sino para cuando llegue a tenerla; es que maneja las cosas como realidades. En
una palabra, mientras el animal no hace sino «resolver» su vida, el hombre «proyecta»
su vida. Por esto su industria no se halla fijada, no es mera repetición, sino que denota
una innovación, producto de una invención, de una creación progrediente y progresiva.
Precisamente donde los vestigios de utillaje dejan descubrir vestigios de innovación y de
creación, la prehistoria los interpreta como características humanas rudimentarias. Sería
el caso de la Pebble-culture (cultura de guijarros) de los australopitecos, de los que
hablaremos después.
2) Al comienzo del cuaternario medio, hace medio millón de años, los homínidos
hominizados (sean australopitecos, sean homo habilis) han producido por evolución un
tipo ya claramente humano: son los arcantropos como los llama Weidenreich. El tipo más
antiguo es el cráneo de Modjokerto. Le siguen en orden de antigüedad, el pitecantropo y
el sinantropo. Muy próximo a éste, si no anterior, tenemos la mandíbula de Mauer, y
otra, la de Montmaurin, intermedia entre aquélla y la del hombre posterior. Algo más
recientes son algunos restos de Africa oriental, afines a ciertas variedades de
australopitecos. Aparece después el atlantropo de Ternifine (Argel). Finalmente, los
hombres de Casablanca, Rabat, Témara y Saldanha. La raíz de estos arcantropos se halla,
pues, en los australopitecos o en formas próximas (¿homo habilis?); y a su vez, los
hombres de Mauer, Montmaurin y los de Marruecos y Saldanha, representan la
transición a los hombres de tipo posterior. Los arcantropos tienen una dentición del
mismo tipo que el de los australopitecos. Poseen un esbozo rudimentarísimo de mentón;
maxilares sumamente fuertes; arcos superciliares enormes; un cráneo muy espeso con
fuerte borde en el agujero occipital; su curvatura occipital es menor que en los tipos
anteriores. Su cerebro tiende de la forma aplanada a la globular, desarrollándose hacia
lo alto; sus circunvoluciones son aún muy pobres, pero superiores a las de los
australopitecos; posee lóbulos frontales mayores, pero aún muy deficientes; hay
probablemente predominio del hemisferio izquierdo; su volumen medio es 1.000 c. c.
Tenían ya una industria lítica bifaz muy característica. No sabían encender el fuego, pero
sí parece que sabían utilizarlo o conservarlo. No entierran a sus muertos. Pero el agujero
occipital de sus cráneos está artificialmente agrandado, lo que parece indicar que
vaciaban el cráneo, extrayendo el cerebro. ¿Se trata de un ritual antropofágico o
simplemente de la conservación del cráneo como reliquia, tal vez, del difunto? Difícil
decidirlo.
3) En el resto del cuaternario medio, hace unos doscientos mil años, aparece otro
tipo humano somática y mentalmente distinto: el paleantropo (Keith). Este tipo humano
evoluciona en diversas fases. El tipo más arcaico es el representado por los pre-
neandertales (Steinheim, Ehringsdorf, Saccopastore) y los pre-sapiens (Swanscombe, y
mucho más tarde, el hombre de Fontchévade). Vienen después los neandertales clásicos
extendidos por toda Europa, Asia y Africa. Los de Palestina quizá sean pre-sapiens.
Finalmente, los que señalan la transición al tipo posterior: los hombres de Rhodesia, y el
de Solo (descendiente del pitecántropo). En rasgos generales, su dentición es intermedia
entre la del arcantropo y la del hombre posterior. Poseen un mentón menos acusado (y a
veces hasta casi inexistente) en los más antiguos que en los más recientes; mandíbulas
menos fuertes que las del arcantropo; cara más reducida, pero con maxilares ahocicados.
El cráneo adquiere nueva orientación; pero, por regresión, posee menor flexión; frente
huida y aplanada; arcos superciliares muy grandes; una curvatura mayor, que a veces le
aproxima al hombre posterior. Los pre-sapiens poseen ya frente recta, casi sin arcos
superciliares. Huesos mucho menos espesos. Su cerebro tiene un volumen de unos
1.425-1.700 c. c. que queda ya fijado; circunvoluciones más acentuadas; mayor desarrollo
hacia lo alto; lóbulos frontales más acentuados, pero en general más pobremente
desarrollados, muy por bajo del hombre posterior. Su cultura (cultura del paleolítico
inferior) es típica. Estos hombres comienzan, unos, a tallar hachas mucho más perfectas
que las bifaces anteriores, las típicas hachas de mano; poseen, otros, industria de lascas.
Habitan al aire libre y en cavernas. Son nómadas, recolectores y cazadores. Utilizan el
fuego. Probablemente se pintaban algo el cuerpo; y algunos objetos podrían
interpretarse como amuletos. Parece que la caza iba acompañada de la demostración de
trofeos, una demostración que tal vez tuviera carácter de rito de caza, indicador, por
tanto, de cierta idea de poderes superiores. Entierran a sus muertos rodeándolos a veces
de ofrendas, lo que denuncia una cierta idea de la supervivencia.
4) Sólo después, en el cuaternario reciente, hace unos cincuenta mil años, aparece
un tipo somática y mentalmente distinto: el neantropo, llamado muchas veces, por
abreviación, hombre de Cromagnon. Es el homosapiens por antonomasia. Los ejemplares
más antiguos que se conocen hasta la fecha son el hombre de Kanjera, y algo posterior,
el de Florisbad, ambos del Africa oriental. Es el tipo humano al que pertenecemos
nosotros. Tiene una dentición típicamente moderna. Mentón acabado; cara corta y
ancha; frente alta; nariz estirada; carece casi de arcos superciliares; los huesos del cráneo
se van haciendo cada vez menos espesos desde el paleolítico superior al neolítico. El
cerebro adquiere definitivamente su forma globulada; es muy rico en circunvoluciones
ya perennes, con pleno desarrollo de los lóbulos frontales. En su primera fase cultural
(paleolítico superior), este hombre ya no talla hachas; pulimenta la piedra (industria
lítica de hojas); fabrica también punzones y agujas de coser óseas. Comienza a ser
agricultor y a domestica animales. Produce pintoras rupestres admirables, a pequeños
alto y bajo relieves; estatuillas que pueden ser ídolos de fecundidad (la tierra madre) e
ídolos protectores; es decir, posee prácticas claramente mágico-religiosas lo cual denota
una creencia en espíritus a los que hacen ofrendas. Entierra a sus muertos construyendo
a veces pequeños monumentos funerarios. Después de la última glaciación, este hombre
entra en la fase cultural del neolítico. Pulimenta más la piedra; posee una cerámica y
desarrolla artes textiles. Construye chozas y palafitos. Inicia la vida pastoril. Posee un
claro culto a los muertos, construyendo monumentos megalíticos (dólmenes, menhires,
etc.). Tiene divinidades domésticas (lares, etc.) un divinidad de la fecundidad, u culto
del toro y culto solar. Comienza a tener signos ideográficos. Desarrolla ya un arte
riquísimo en todos los órdenes a veces de carácter muy estilizado. Finalmente entra en
una nueva fase, la edad de los metales, salvo tal vez por lo que se refiere al cobre que
pudo pertenecer al neolítico.
Esto supuesto, ¿qué significa esta evolución, qué son todos estos distintos tipos de
humanidad? Digamos ante todo que, científica y filosóficamente, estos tipos son todos
rigurosamente humanos, son verdaderos hombres. Filosóficamente pienso que el
hombre es el animal inteligente, el animal de realidades; algo esencialmente distinto del
animal no-humano, que no está dotado sino de mera sensibilidad, es decir, de un modo
de aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas, como meros estímulos. Esta
dimensión intelectiva se halla en unidad esencial, en unidad coherencial primaria, con
determinados momentos estructurales somáticos: cierto tipo de dentición, de aparato
locomotor, de manos libres para la prehensión y la fabricación de utillaje; cierto tipo de
configuración y volumen craneal; cierto tipo de configuración y de organización
funcional del cerebro; un aparato de fonación articulado, capaz de ser utilizado, en
ciertos estadios, en forma de lenguaje. El lenguaje, en efecto, no es sólo cuestión de
estructuras anatómicas macroscópicas de fonación, sino de organización funcional, la
cual tal vez no se logre sino en estadios más avanzados de hominización. La unidad
específica del hombre está, pues, asegurada: es la unidad esencial de inteligencia y de un
tipo determinado de estructuras somáticas básicas. Hay, por tanto, en todos los hombres
de que venimos hablando, lo que he llamado un esquema constitutivo transmitido por
generación, es decir, hay un verdadero phylum genético. En su virtud, este esquema es,
científica y filosóficamente, un esquema rigurosamente especifico. Recíprocamente, la
inclusión de un antropomorfo en el phylum humano, constituye su rigurosa unidad
específica con el hombre.2Los representantes de todos estos tipos humanos son, pues,
verdaderos hombres. De confirmarse el carácter innovador, creador, de la industria de
los australopitecos, éstos poseerían una inteligencia, todo lo rudimentaria que se quiera,
pero verdadera inteligencia, porque aprehenderían ya las cosas como realidades; serian
verdaderos hombres rudimentarios, como veremos en seguida.
Sin embargo, esta unidad filética, específica, aloja dentro de ella una diversidad
muy grande. Esta diversidad no se refiere en primera línea a diferentes tipos de vida,
sino a diferencias estructurales psico-somáticas. Las vidas son de diferente tipo porque
lo son las estructuras psico-somáticas que las hacen posibles, y que en este sentido las
definen. El arcantropo y el paleantropo tienen diferentes tipos de vida porque sus
estructuras son diferentes. Lo que llamamos «modos» diversos de vida, son diferencias
que se inscriben dentro de un tipo de vida ya estructuralmente definido. Entre los
diversos arcantropos y entre los diversos paleantropos, unos individuos podían llevar, y
seguramente llevaron, distintos modos de vida, como sucede también entre los
neantropos. Pero todos los diferentes modos de vida de los arcantropos son vidas de un
mismo tipo, distinto del tipo de vida de los paleantropos. La diferencia primaria es,
pues, una diferencia de «tipo» de vida que pende de la diferencia de las estructuras
psico-somáticas mismas.
En primer lugar, cada uno de los tipos es cualitativamente distinto de los demás
en orden a sus estructuras somáticas, Las diferencias de facies, de volumen craneal y de
desarrollo cerebral, desde los australopitecos al homo sapiens son marcadamente
cualitativas. El cerebro de un arcantropo no es del mismo tipo cualitativo que el de un
neandertal. De esto no hay la menor duda. La morfología humana, como la de cualquier
ser vivo, no está constituida por la mera presencia de caracteres, cada uno
independiente de los demás, sino que la morfología es la expresión de una unidad
correlativa de estos caracteres y previa a ellos. En su virtud, estas diferencias de
caracteres no son accidentales: son diferencias sistemáticas y filéticas. Por esto, para los
paleontólogos no ofrece la menor duda que homo sea un género que abarca varias
especies de hombres: habilis, erectus, sapiens, etc. Son líneas sistemáticas y filéticas, dentro
de un phylum único (genérico) del que proceden evolutivamente, a veces en forma
arborescente y no rectilínea. Pero como el concepto taxonómico de especie es puramente
sistemático y, por tanto, según es reconocido, algo indeciso y convencional, hay que
completarlo con una consideración filética. Ahora bien, como esta unidad filética —
cuando menos genérica— existe indudablemente en la humanidad (los polifiletistas son
una exigua minoría), prefiero no prejuzgar aquí si las unidades o ramas sistemáticas son
o no rigurosas especies. Por esta razón me limito a llamarlas «tipos» cualitativamente
distintos, reservando la palabra «especie» para lo que los paleontólogos llaman género.
En este sentido, digo, hay tipos de hombres que en su morfología somática son
cualitativamente distintos.
Pero además, las diferencias de psiquismo de estos tipos humanos son también
cualitativas. Por poco que los conozcamos, los vestigios de su cultura obligan a esta
conclusión. No es que por azar a unos tipos humanos se les ocurra hacer o pensar cosas
que a otros no se les ocurrieron, por ejemplo, enterrar a los muertos o ser agricultores a
diferencia de meros cazadores. Porque el ámbito de las posibles ocurrencias está inscrito
en una cualidad primaria y radical de su psiquismo; hay cosas que a determinados tipos
humanos no se les podían ocurrir, dado que eran de determinada cualidad. No es, pues,
cuestión de ocurrencias sino de cualidad de tipo mental. Y esto es verdad sobre todo
tratándose de la inteligencia misma. No es sólo que unos tipos de hombres, por ejemplo,
los neandertales, sean más inteligentes que otros tales como los arcantropos, No es
cuestión de «más y menos», sino que unos tipos tienen una clase, digámoslo así, de
inteligencia distinta a la de otros; la inteligencia del neandertal es cualitativamente «otra
»quela del pitecantropo. Sólo dentro de cada tipo puede decirse que unos individuos
son más o menos inteligentes que otros; habría seguramente unos neandertales más
inteligentes que otros. Pero la diferencia radical es la cualitativa.
De esta suerte, cada tipo humano tiene una unitaria estructura psico-somática
cualitativamente distinta de la de los demás tipos. Entre estos tipos humanos
cualitativamente distintos hay una verdadera y estricta evolución genética, una
evolución psico-somática. La evolución genética de las estructuras, en efecto, determina
por completo la cualidad de la psique, de la forma animae. En su virtud, la transmisión
genética de las estructuras determina una evolución de la forma o cualidad del
psiquismo. Por tanto, hay, como digo, una evolución psico-somática estrictamente
genética de los tipos humanos. La tipificación de la especie es producto de una estricta
evolución psico-somática. Puesta en marcha la evolución, sería posible, como acabo de
indicar, que la organización funcional, por ejemplo, la del cerebro, estuviera
determinada en algún sentido por el uso de la inteligencia dentro de cada tipo. Así se ha
dicho, más de una vez, que el útil precede al cerebro y lo conforma, no el cerebro al útil.
En tal caso, si estas organizaciones se transmitieran, el propio psiquismo habría sido uno
de los factores de la evolución. Pero para que esto sucediera, la organización funcional
adquirida por el uso de la inteligencia, habría de repercutir en las estructuras del plasma
germinal, ha de ser transmisible. Sea de ello lo que fuere, la unidad estructural psico-
somática empieza por ser rudimentaria en los australopitecos y en los arcantropos, y se
va perfeccionando cualitativamente, típicamente, a lo largo de la evolución. La
evolución humana es en primera línea una evolución de las cualidades típicas de la
unidad psico-somática.
¿Cuál es el sentido, cuál es la dirección de esta evolución? ¿Se trata del paso de
pre-hombres a hombres? No lo creo. Es innegable que todos sentimos una cierta
resistencia a llamar hombres a todos esos tipos de «humanidad». Es que estamos
habituados por una antiquísima tradición a definir al hombre como «animal racional»,
es decir, un animal dotado de la plenitud de pensamiento abstracto y de reflexión. Y en
tal caso nos resistimos, con sobrado fundamento, a llamar hombres a tipos tales como el
pitecantropo y más aún al australopiteco, aunque su industria denotara inteligencia.
Pero si por un esfuerzo llamamos hombres a estos seres, propendemos a considerarlos
como «racionales». Ambas tendencias brotan de una misma concepción: el hombre como
animal racional. Ahora bien, pienso que esta concepción es insostenible. El hombre no es
animal racional, sino animal inteligente, es decir, animal de realidades. Son dos cosas
completamente distintas, porque la razón no es más que un tipo especial y especializado
de inteligencia; y la inteligencia no consiste formalmente en la capacidad del
pensamiento abstracto y de la plena reflexión consciente, sino simplemente en la
capacidad de aprehender las cosas como realidades. Animal inteligente y animal
racional son, pues, cosas distintas; éste es sólo un tipo de aquél. Y ello es verdad tanto si
consideramos al individuo humano de nuestra época, como si consideramos su
evolución paleontológica; en ambos aspectos y dimensiones, el animal inteligente no es
forzosamente un animal racional. El niño, ya a las poquísimas semanas de nacer, hace
innegablemente uso de su inteligencia; pero no tiene, sino hasta años más tarde, ese uso
especial de la inteligencia que llamamos «uso de razón». El niño ya desde sus comienzos
es animal inteligente, pero no animal racional. Pues bien, dentro de la línea evolutiva
interior a la especie humana, el hombre ha sido desde sus orígenes en el cuartenario, un
animal inteligente, ha hecho uso de su inteligencia. Incluso los australopitecos del
villafranquiense, si tuvieron cultura creadora, serían rudimentarios pero verdaderos
hombres. La falsa identificación del animal inteligente con el animal racional es el origen
de muchas de las dudas sobre la hominización de los australopitecos, y de que muchos
hablen tímidamente de que si tienen inteligencia, son sólo potencial o virtualmente lo
que más tarde será el hombre. Pienso, por el contrario, que si poseyeran cultura
creadora tendrían inteligencia, en el sentido que he expuesto, y entonces deberíamos
resolvernos a llamarles no virtualmente sino formalmente hombres. Lo que sí es verdad
es que serían virtualmente racionales. No hay por qué reservar el vocablo y el concepto
de hombre tan sólo al animal racional. Todos estos tipos humanos, sólo lentamente, a lo
largo de muchísimos milenios, han ido evolucionando progresivamente desde su nivel
de animal inteligente al nivel de animal racional cuya plenitud es el homo sapiens.
Esto es verdad cualquiera que sea el detalle concreto de datos que la ciencia posea
en un momento determinado. Forzosamente estos datos están en constante
enriquecimiento y modificación. Pero con los conocimientos de que hoy disponemos,
puede apoyarse nuestra afirmación. En efecto, a través de los cuatro grandes estadios
evolutivos, cada uno de los cuales llena casi todos los continentes con formas y
variedades de gran riqueza, puede discernirse grosso modo (con todas las inexactitudes
de detalle que entran en ello) algo así como un eje o vector de propagación de la onda
humana que va desde el mero animal inteligente al animal racional; un vector orientado
según formas que tienen caracteres progresivamente convergentes al homo sapiens.
Arranca del comienzo del cuaternario con el cráneo de Tchad (o con el homo habilis).
Sigue, sobre poco más o menos, con el australopiteco de Java, el telantropo, el
australopiteco de Palestina, el hombre de Mauer, el hombre de Marruecos, el hombre de
Swanscombe, el de Steinheim, el de Montmaurin, el de Fontchévade, el de Kanjera y el
de Florisbad. Cada uno de ellos, según estimación de la mayoría de los investigadores,
sigue cronológicamente a los anteriores, y marca un paso más hacia la «sapienciación».
Es la línea axial de racionalización progresiva desde el mero animal inteligente al homo
sapiens.
Con lo dicho no se han agotado los problemas. Porque todo ello se refiere a la
estructura evolutiva del phylum humano ya constituido; es lo que podría llamarse
«problema de la tipificación de la especie humana. Pero este phylum está inserto en un
phylum animal no humano, en el phylum de los primates antropomorfos. Es en él donde
se bifurca la línea zoológica en dos phyla: el phylum de los póngidos y el de los
homínidos. Repetidas veces he indicado que el modo de proliferación de éstos y el
punto exacto de hominización no son suficientemente conocidos. Pero esto es asunto de
ciencia positiva; no afecta directamente a nuestro problema. Lo decisivo para nuestro
problema es que, sea en un punto sea en otro, hay una rama evolutiva, la de los
homínidos pre humanos que ha ido extinguiéndose, y otra, la de los homínidos
humanizados, divergente de la anterior. Y en este punto de divergencia, hállese situado
donde fuere en la línea filética, surge ante nuestra consideración el problema de en qué
consiste la constitución misma del phylum humano dentro de los homínidos. Es el
«problema de la hominización», un problema anterior al de la tipificación de que nos
hemos ocupado hasta ahora.
Pero esta evolución deja siempre en pie la otra cuestión: la cuestión del
mecanismo causal de la evolución. La evolución es, desde este otro punto de vista, la
expresión del mecanismo causal evolutivo. Es un problema sumamente complejo en el
que existen discrepancias hondas tanto por lo que se refiere a las de la evolución como
por lo referente a su modo de actuación (sea insensible, sea brusca). Así, por ejemplo, es
innegable la influencia del medio que lleva o a la adaptación o a la desaparición de la
especie. Hay otros factores: el modo de vida, el aislamiento ecológico, la competición o
lucha, la selección, las mutaciones génicas de los cromosomas, que producen a veces
procesos de neotenia, etc. Tratándose del medio, y de las mutaciones génicas, la causa
de la evolución es física. En el caso de otros factores, tales como el modo de vida, la
competición, etc., las causas evolutivas son por lo menos parcialmente psíquicas: el
modo de vida, la competición, etc., envuelven innegablemente dimensiones psíquicas, y
en este sentido el propio psiquismo es causa de evolución. Pero tanto las causas
meramente físicas como las psíquicas, han de repercutir físicamente sobre las
estructuras germinales, sobre el plasma germinal, si el cambio que aquellas causas
producen ha de ser estable. Una especie no es sólo un individuo vivo, sino un individuo
que engendra otros de la misma estructura; es decir, los cambios han de ser
hereditariamente transmisibles. Por tanto, esos cambios han de producirse físicamente
en las estructuras del plasma germinal. Ante todo en los genes: es en ellos donde se
encierra el «código genético» de un ser vivo. Es posible que además hayan de influir en
otros momentos estructurales del plasma germinal. Para no prejuzgar nada acerca de
esta cuestión meramente científica, llamemos a todos estos cambios del plasma germinal
cambios germinales. En general, estos cambios son letales. Pero si no lo son, y si hay un
medio adecuado para el nuevo ser vivo, tendremos la constitución de una nueva forma
específica, tanto en lo morfológico como en lo psíquico, pues de las estructuras
morfológicas surge el psiquismo propio de la nueva especie. Esto explica por qué la
nueva especie conserva transformadamente las estructuras psíquicas de la especie
anterior.
Esto nos permite dar un contenido concreto, desde el punto de vista genético-
evolutivo, a la definición del hombre. Al decir que el hombre es el animal inteligente hay
que llenar estos dos términos de un contenido preciso. Pues bien, a mi modo de ver,
inteligencia es capacidad de aprehender las cosas como realidades, como cosas que son
algo «de suyo»; y esta realidad la aprehende el hombre intelectivamente sintiéndola; la
inteligencia humana es constitutivamente sentiente, siente la realidad, y la siente al
modo como el homínido siente sus estímulos: por impresión. Por otra parte, lo animal
del animal inteligente, del animal que intelige sentientemente, no es una animalidad
cualquiera sino una animalidad muy precisa y formal: la animalidad morfológica y psico-
sensitiva transformada del homínido inmediatamente anterior al hombre. El hombre es,
entonces, el homínido de realidades, es el homínido que siente la realidad. Su
animalidad está determinada por la transformación de las estructuras germinales del
antecesor del hombre. Esta transformación causal es efectora por lo que concierne a la
morfología y al momento sensitivo del psiquismo, pero no es efectora sino exigencial
por lo que concierne al momento intelectivo. Esta psique es intrínsecamente una; pero
tiene un momento sensitivo, el del homínido transformado, y un momento intelectivo
por el que, apoyado en el sensitivo y recibiendo intrínsecamente de él su configuración
mental, transciende de él. De ahí que el australopiteco (si está hominizado) o el
arcantropo sean el cumplimiento exigido por la evolución filética de los homínidos. Por
tanto, a causa de la acción creadora, por la creación misma, es por lo que hay evolución
ya en esta primera dimensión. Pero esta dimensión no es la única. Porque la creación de
una psique intelectiva, por muy ex nihilo que sea, y lo es, no sólo no es mera adición, sino
que tampoco es creación extrínseca. El cumplimiento exigencial es, por el contrario, un
cumplimiento exigencial intrínsico. Es el segundo punto que hay que esclarecer.
Decía al comienzo que el problema del origen del hombre no se había planteado
hasta ahora sino en dimensión teológica. Y puede preguntarse cómo encaja en la
teología esta concepción de los orígenes humanos que la ciencia y la filosofía nos
presentan.
Lo primero que hay que decir es que el hombre de que se ocupa la teología no es
forzosamente el hombre de que se ocupan la paleontología, la prehistoria y la filosofía.
A mi entender, para la ciencia, y para la filosofía misma, el hombre es, acabamos .de
verlo, el animal inteligente, respecto del cual el animal racional, el homo sapiens, no es
sino el estadio evolutivo final de aquél. Ahora bien, desde el punto de vista teológico,
sólo el estadio de homo sapiens es el que cuenta; sólo a él pertenece el hombre de que nos
habla la teología. El animal racional fue elevado a un estado que llamaríamos «teologal»,
descrito por el Génesis y por San Pablo. Ya no es mero animal racional sino animal
racional teologal. Es una elevación no exigida, pero sí intrínseca (ab intrínseco); por esto
se dice que es mera elevación. Por consiguiente, toda la cuestión se reduce a preguntar
dónde colocar en la evolución de la humanidad al animal racional; y dónde situar,
dentro ya de éste, su elevación al estado teologal. Pues bien, ni con evolución ni sin
evolución, la Iglesia jamás se ha pronunciado sobre ninguno de estos dos puntos. Desde
el punto de vista teológico, los tipos pre-racionales de humanidad, sean de hecho lo que
fueren, no serían sino etapas evolutivas que la naturaleza, bajo la acción parcial del
principio intelectivo, de la psique intelectiva, creada por Dios desde dentro de las
estructuras transformadas del homínido prehumano, ha ido recorriendo hasta llegar a
ser de mero animal inteligente, animal racional. Y una vez alcanzado este nivel, su
elevación al estado teologal tampoco tiene por qué coincidir forzosamente con la
aparición del primer animal racional; la Iglesia jamás ha impuesto esta coincidencia
cronológica entre la racionalidad y su elevación teologal. Sino que en su hora, el animal
racional, el homo sapiens, ha sido elevado a ese estado teologal, constituyendo así el
hombre de que nos habla el Génesis y del que desciende toda la humanidad actual.
EL HOMBRE, REALIDAD PERSONAL
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Para ello es menester proceder paso a paso. El problema de la persona tiene
facetas distintas que vamos a examinar tratando de tres cuestiones centrales:
1. oCuáles son las realidades personales. Es decir, hemos de determinar con cierto
rigor la índole de la realidad humana, de la cual decimos, y con verdad, que es personal.
2. oEn qué consiste ser persona. Una vez estudiada la índole del hombre, habremos
de averiguar cuál es su momento formalmente personal, es decir, en qué estriba
formalmente la persona en cuanto persona.
3.oCuáles son las diversas maneras como se es persona. Son tres cuestiones
perfectamente distintas. Vamos a dedicar esta lección a la cuestión primera: cuáles son
las realidades personales.
Para ello comparemos por contraposición el hombre con aquella realidad que le
es más próxima, la realidad del animal Como toda oposición, se halla montada sobre
una línea previa que es común a los términos contrapuestos; donde no hubiera nada de
común, no podría haber ni tan siquiera contraposición. ¿Cuál es la dimensión común en
la que se contraponen el hombre y el animal? Evidentemente, el hecho de que ambos
son seres vivos. Si queremos, pues, aprehender de una manera concreta la esencia del
hombre contraponiéndola a la del animal, será menester precisar previamente la índole
esencial de todo ser vivo.2
El viviente se halla «entre» cosas, externas unas e internas otras, que le mantienen
en una actividad no sólo constante, sino primaria. En su virtud se halla en un
determinado estado de equilibrio no estático sino dinámico, en una especie de estado
estacionario, que dirían los físicos; no una quietud sino una quiescencia. Ese estado tiene
una cualidad interna esencial, lo que llamamos el tono vital. En ese estado se halla
«entre» las cosas. Y este «entre» tiene dos caracteres. Uno de instalación: el viviente se
halla colocado entre las cosas, tiene su locus determinado entre ellas. Otro modal: el
viviente así colocado está dispuesto o situado en determinada forma frente a ellas, tiene
su situs. La categoría del situs, que no desempeñó ningún papel en la filosofía de
Aristóteles, muestra su portentosa originalidad c importancia en el tema de la vida.
Colocación y situación, locus y situs, tomados en toda su amplitud y no sólo en sentido
espacial, son los dos conceptos radicales en este punto. No son dos conceptos
independientes. El situs se funda en el locus; no hay situación sin colocación. Pero no se
identifican; una misma colocación puede dar lugar a situaciones muy diversas. Ahora
bien, si una nueva cosa actúa sobre el viviente, esta actuación recae sobre su estado y lo
altera. Las cosas no son las que inician la actividad del viviente, sino que la modifican;
modifican la actividad en que previamente se hallaba y en la que es recibida la actuación
de las cosas. Por esta actuación se ha quebrantado el equilibrio dinámico del viviente, y
en su virtud, éste se encuentra movido a ejecutar una nueva acción. Este momento por el
que las cosas modifican el estado vital y mueven a una acción es lo que llamo suscitación.
Lo propio de las cosas para los efectos de la vida es suscitar un acto vital. Empleo este
vocablo porque el concepto por él designado es mucho más amplio y comprensivo que
otros, tal como el de excitación: la excitación tiene, en efecto, un sentido sumamente
preciso en fisiología, por ejemplo, cuando se contrapone la excitación eléctrica del nervio
a su período refractario. El viviente, al encontrarse movido por la suscitación a ejecutar
una acción, se encuentra con que su propio tono vital ha sufrido tina modulación
característica: se ha transformado en tensión hacia». La tensión es la versión dinámica del
tono vital. La acción a que esta tensión aboca es una respuesta a la suscitación; las
acciones suscitadas por las cosas en los seres vivos tienen siempre el carácter de
respuesta. Esta respuesta tiene dos momentos. Uno, la recuperación del equilibrio
dinámico perdido, la reversión a él. Otro, haber ampliado o enriquecido tal vez el área
del curso vital. Vivir no es sólo mantenerse en equilibrio, es también crear; es si se quiere
una creación equilibrada. El viviente, en efecto, según sea su índole, puede tener
distintas posibilidades de recuperar su equilibrio dinámico. Esta diversidad constituye
la posible riqueza de su vida. Cuando se logra esa respuesta desde los dos puntos de
vista, según la media normal y normada de viviente, decimos que éste ha dado una
respuesta adecuada. Se comprende que todo el decurso de las acciones vitales tiene como
supuesto fundamental la riqueza de respuestas adecuadas. Unas veces son el resultado
en cierto modo mecánico, de las estructuras del viviente; otras veces pueden ser
resultado de un feliz azar; en general, sin embargo, arriesgándose a respuestas
inadecuadas, el viviente tiene que buscar por tanteos la respuesta adecuada dentro del
elenco de las respuestas hechas posibles y aseguradas por sus propias estructuras
biológicas. Suscitación-respuesta: he aquí, pues, el primer estrato de la sustantividad del
viviente. Es la unidad de la independencia y del control en la tensión que lleva a una
respuesta adecuada.
La habitud es lo que hace que las cosas entre las que está el viviente constituyan
en su totalidad un medio. El medio tiene dos dimensiones. Una es la de mero «entorno»;
por ella se aproxima el viviente a las realidades físicas las cuales poseen siempre
«entornos» y, en definitiva, se hallan formando parte de uno o varios «campos». Pero no
todas las cosas del entorno físico forman parte del medio, sino tan sólo aquellas que
pueden actuar sobre el viviente, esto es, aquellas con las que puede habérselas en
cualquier forma que sea, bien en forma de conducta, bien en forma de acción físico-
química. Pero el medio tiene un segundo carácter constitutivo fundado sobre el anterior.
Con unas mismas cosas, en efecto, pueden habérselas los vivientes de distinta manera
según el distinto «respecto» en que quedan en virtud de sus distintas habitudes. Este
momento de «respecto» es el que confiere al mero entorno su último y concreto carácter
medial. En su virtud, el medio es el fundamento de toda colocación y de toda situación:
se está en cierto locus dentro del medio, y en cierto situs según el respecto en que quedan
las cosas en él.
Con todo, este estrato no es ni con mucho el más radical. Hasta aquí en efecto,
hemos partido de las acciones que el viviente ejecuta y marchando hacia dentro de él
hemos hallado la habitud. Es un estrato subyacente a las acciones. En su virtud sólo
hemos caracterizado la habitud por la cara que da a las acciones. En este sentido y sólo
en éste, está justificado hablar de habitudes. Pero si tomamos la habitud en sí misma,
pronto caeremos en la cuenta de que eso que hemos llamado habitud, es mucho más que
mera habitud: es una emergencia de la índole misma del viviente. El viviente tiene este o
el otro modo de habérselas con las cosas, porque «es» de esta o de la otra índole.
Solamente cabe hablar de habitud visual en el perro en la medida en que el perro es un
viviente dotado de sentido de la vista. Las estructuras ópticas son la raíz de la que
emergen la habitud y las acciones visuales. Esto que constituye el modo de realidad del
viviente, su índole propia, es lo que llamamos sus estructuras. Tomo este vocablo no en
el sentido en que suelen emplearlo los biólogos, sino en su acepción más amplia y
general, para designar con él la totalidad de los momentos constitutivos de una realidad
en su precisa articulación, en unidad coherencial primaria. Los momentos o partes
estructurales no tienen ni pueden tener sustantividad física propia sino siendo los unos
«de» los otros, de suerte que sólo esta su unidad primaria es la que tiene sustantividad.
En ella, por tanto, cada momento está determinado por todos los demás, y a su vez los
determina todos. Esta unidad, en cuanto constitutiva de la realidad física de algo, es
justo lo que llamamos estructura. Pues bien, la sustantividad en el orden de la
suscitación-respuesta, y en el orden de la habitud-respecto formal, es decir, la
sustantividad como tensión y como habitud, no son sino la consecuencia de las
estructuras, de la sustantividad como estructura. Sólo en las estructuras está el momento
formal constitutivo de la sustantividad; en la tensión y en la habitud tenemos tan sólo la
sustantividad en momento operativo. En este último y definitivo estrato, la
sustantividad es, pues, suficiencia constitutiva en orden a la independencia y al control.
Ahora bien, nos hemos propuesto aprehender con rigor la diferencia entre el
hombre y el animal; pero no una diferencia cualquiera, sino una diferencia esencial. Por
tanto hemos de llevar el problema a esta línea de las estructuras. Es en ellas, en efecto,
donde se halla la esencia de toda realidad.
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Esta diferencia estructural no puede entenderse más que partiendo del análisis de
las habitudes del animal y del hombre. Por tanto, tenemos que examinar dos cuestiones:
primera, la habitud radical del hombre; segunda, la estructura esencial del hombre.
Esta liberación, es decir, lo que llamamos «sentir», puede tener grados diversos.
En los primeros animales trátase de una especie de sensibilidad difusa que yo llamaría
sentiscencia. En los animales ya más desarrollados nos encontramos con un sistema
nervioso más o menos central, pero siempre en centralización creciente: la sensibilidad
propiamente dicha. Susceptibilidad, sentiscencia, sensibilidad, son los tres grados
diferenciales de la estimulación.
Ahora bien, no siempre es este el caso del hombre. Posee ciertamente las mismas
estructuras nerviosas que el animal, pero su cerebro se encuentra enormemente más
formalizado, yo diría «hiperformalizada». De aquí resulta que, en ciertos niveles el
elenco de respuestas que unos mismos estímulos podrían provocar en el hombre queda
prácticamente indeterminado, o lo que es lo mismo, las propias estructuras somáticas no
garantizan ya dentro de la viabilidad normal la índole de la respuesta adecuada. Con
ello el hombre quedaría abandonado al azar, y rápidamente desaparecería de la tierra.
En cambio, precisamente por ser un animal hiperformalizado, por ser una sustantividad
«hiper-animal», el hombre echa mano de una función completamente distinta de la
función de sentir: hacerse cargo de la situación estimulante como una situación y una
estimulación «reales». La estimulación ya no se agota entonces en su mera afección al
organismo, sino que independientemente de ella, posee una estructura «de suyo»: es
realidad. Y la capacidad de habérselas con las cosas como realidades es, a mi modo de
ver, lo que formalmente constituye la inteligencia. Es la habitud radical y específica del
hombre. La inteligencia no está constituida, como viene diciéndose desde Platón y
Aristóteles, por la capacidad de ver o de formar «ideas», sino por esta función mucho
más modesta y elemental: aprehender las cosas no como puros estímulos, sino como
realidades. Toda ulterior actividad intelectiva, es un mero desarrollo de ésta su índole
formal.
Situado así en la realidad, cualquiera que ella sea, el hombre no sólo no tiene una
vida enclasada, sino que en principio puede llevar vidas muy distintas: es adaptable a
todos los climas, etc. Más aún, desde este punto de vista, la humanidad puede alojar y
aloja dentro de sí, no sólo vidas distintas, sino hasta «tipos» distintos de hombre.
He aquí lo que desde el punto de vista de las habitudes arroja nuestro análisis
diferencial entre el animal y el hombre. Entonces surge la segunda pregunta: ¿en qué
consiste la estructura esencial del hombre, esa estructura de la que emerge su habitud
intelectiva radical?
II. La estructura esencial de la sustantividad humana. Como todo viviente, el hombre
es una realidad sustantiva. Y es el momento de decir con un poco de precisión qué se
entiende por sustantividad.
En primer lugar, la sustantividad puede estar por encima, por así decirlo, de la
sustancialidad. Los sujetos que determinan por decisión algunas, no todas, de las
propiedades que van a tener no están «por bajo-de» de esas propiedades, sino
justamente al revés «por encima-de» ellas. No son ὑπο-κείμενον, substantes, sino ὑπερ-
κείμενον, super-stantes por así decirlo. En el hombre, estos dos momentos de substancia
y de superstancia se articulan de modo preciso en su sustantividad.
En segundo lugar, no toda producción de propiedades nuevas es forzosamente
resultante de la producción de una nueva sustancia. Cualquier organismo está
compuesto de millones de sustancias, ninguna de las cuales pierde en el organismo su
propia sustancialidad. Sin embargo carecen de sustantividad; sustantividad sólo la
posee el organismo. Aquí, la diferencia es clara en el orden operativo. Las propiedades
de los compuestos, unas son «aditivas»: son la suma de las propiedades de los
componentes. Tal es el caso de las propiedades de una «mezcla». Pero otras son
«sistemáticas»; no pueden distribuirse sobre cada una de las componentes, sino que
afectan pro indiviso al sistema entero. Tal es el caso de muchas propiedades en una
«combinación». Pues bien, en el orden operativo, hay «operaciones» que no son sino la
adición de las operaciones que cada una de las componentes realiza. Pero hay otras que
están realizadas tan sólo por el sistema entero. En tal caso, el compuesto se halla
caracterizado más que por ser una nueva sustancia, por tener un modo de
funcionamiento nuevo, una especie de «combinación funcional». Es el caso de los seres
vivos. Trátase de una sustantividad que en el orden operativo está caracterizada no por
la producción de una sustancia nueva, sino por la producción de una «combinación
funcional». La independencia del medio y el control específico sobre él, no serían sino la
expresión de esta peculiaridad, la expresión de la combinación funcional.
¿En qué consiste esta unidad estructural? Por lo pronto observemos que contra lo
que los neurólogos suelen pensar, el psiquismo no se adscribe exclusivamente al cerebro
ni tan siquiera al sistema nervioso; no se trata de que en el sistema nervioso acontezcan
unos fenómenos puramente biofísicos y bioquímicos, y que al llegar a no se sabe qué
regiones «superiores» del cerebro, surja esa especie de apéndice que sería, por ejemplo,
la percepción. Esto es quimérico. La función de sentir envuelve todas las funciones y
estructuras bioquímicas y biofísicas del organismo y no va adscrita en especial a
ninguna de ellas, como no sea en sentido «diferencial». El sistema nervioso no crea la
función de sentir sino que la autonomiza la desgaja, por diferenciación. De ahí que la
función de sentir, en su aspecto psíquico, sea coextensiva a la totalidad de estructuras y
procesos biológicos. Pero hemos visto que todos los procesos superiores hacen
intervenir intrínsecamente la función de sentir, y que a su vez los determinan a veces en
buena medida. De donde resulta que «alma» y «cuerpo» son perfectamente coextensivos
y su unidad estructural determina estados estructuralmente psico-físicos en toda la
línea. Y entonces la cuestión se halla en preguntar, ¿en qué son coextensivamente
«unos»?La respuesta a esta cuestión es eoipso la esencia del hombre.
Lo primero que hay que decir es que la psyché no es simple «espíritu», esto, es,
algo meramente dotado de inteligencia y voluntad, como pretendía Descartes. No que la
psyché carezca de estas notas, sino que la psyché es algo que desde sí misma, por su
intrínseca índole está entitativamente (es decir, en el orden constitutivo) vertida a un
cuerpo. No es que la psyché «tenga» un cuerpo; no es que tan sólo «necesite» de un
cuerpo para actuar. Es que en sí misma, por ser la realidad que es, es formalmente
«versión-a» un cuerpo. Y en este sentido decimos que no es simple espíritu sino que es
«ánima», alma. Alma y ánima, pues, no significan aquí que es algo que anima a un
cuerpo, sino que es algo cuya realidad constitutiva es ser exigencia entitativa de un
cuerpo. Tanto, que su primer estado de animación se lo debe al cuerpo. Esta condición es
lo que expresamos diciendo que el alma es «corpórea» desde sí misma. Lo que hace que
la psyché sea alma es su «corporeidad». Esta expresión puede prestarse a equívocos.
Puede entenderse que se trata de que el alma sea una propiedad corporal en el sentido
de material. Pero esto nada tiene que ver con lo que acabamos de decir, naturalmente.
Por otra parte, la expresión «forma de corporeidad» ha sido usual entre algunos
escolásticos. Pero con ella designaban una especie de forma sustancial que confería a la
materia prima su realidad corporal que la hacía apta para una información anímica.
Pero lo que he llamado corporeidad no es una «forma sustancial» sino un carácter
«estructural», a saber, la índole del «de» cuando decimos que toda alma es
estructuralmente «de» un cuerpo. Y en segundo lugar, no es el alma quien confiere a la
materia su carácter de cuerpo, sino que en cierto modo es lo contrario: es el alma la que
por estar vertida desde sí misma a un cuerpo es corpórea; por tanto, es el cuerpo quien
califica al alma de corpórea. El alma es, pues, estructuralmente «corpórea».
Este «de» común al alma y al cuerpo es aquello en que son «uno» alma y cuerpo.
Su unidad es una unidad coherencial primaria que se expresa en el «de». Y este «de»
tiene un carácter perfectamente definido. Considerado desde el alma, el «de» consiste en
«corporeidad». Considerado desde el cuerpo, el «de» consiste en animidad. Tomadas a
una ambas determinaciones, diríamos que la unidad del «de» es «corporeidad anímica».
La expresión es deliberadamente ambigua. Trátase de una «configuración» única, una
configuración estructural. Como momento del alma, significa que anímicamente hay
una configuración de corporeidad. Como momento del cuerpo, significa que su
corporeidad tiene estructuralmente configuración anímica. La expresión «corporeidad
anímica» incluye unitariamente ambos matices. He aquí la unidad estructural esencial
del hombre. En esto consiste su radical sustantividad.
De ahí que la unidad de cuerpo y alma no sea «causal». No es que el alma actúe
«sobre» el cuerpo o recíprocamente, sino que de un modo primario, el alma sólo «es»
alma por su corporeidad, y el cuerpo sólo «es» cuerpo por su animidad. Tampoco es una
unidad «instrumental». No es que el alma «tenga» un cuerpo o que el cuerpo «tenga» un
alma, sino que el alma «es» corpórea y el cuerpo «es» anímico. Tampoco se trata de un
«paralelismo» psico-físico. Porque todo paralelismo se establece entre dos estados, uno
psíquico y otro biológico, cada uno de ellos completo en su orden; mientras que aquí
hay sólo un estado completo, el estado «psico-biológico». La unidad en cuestión es,
pues, no causal ni de mero paralelismo, sino una unidad estrictamente «formal». Pero
esta unidad formal no es una unidad «sustancial». El hombre es ciertamente una
realidad sustancial; pero como sustancias en el hombre hay innumerables sustancias : su
sustancia anímica y las sustancias todas que componen su organismo. Lo que sucede es
que todas estas sustancias tienen una sola sustantividad. En su virtud, la unidad formal
no es sustancial sino «estructural»: el hombre es una sola unidad estructural cuya
esencia es corporeidad anímica. Sus elementos no se determinan como acto y potencia
sino que se co-determinan mutuamente.
…la última de las cuestiones tocantes a las estructuras radicales del hombre: la
constitución del hombre como una sustantividad. Resumamos brevemente el camino
recorrido en la última lección.
Pues bien, esta estructura consiste en que anteriormente a toda vivencia y como
condición de toda vivencia de “mí mismo”, yo soy mi “propia” realidad; soy una
realidad que me es propia. Pero no pensemos que la estructura física a que aludimos es
aquello que se expresa en ese “me”. El “me” es una vivencia más honda y primaria que
el “mí”, pero al igual que éste no es más que una vivencia’. La estructura física de que
hablamos no está en el “me”, sino en el “propia”. A este momento de propiedad es a lo
que apunta formalmente la mismidad. El “mí” y el “me” no son sino la vivencia formal
y expresa de mi realidad “propia” Realidad personal ‘no es sino realidad que es propia
en cuanto realidad; es realidad sustantiva en propiedad. Por serlo, es por lo que la
independencia frente a “la” realidad y el control sobre ella consisten en afirmarse en la
propiedad de su sustantividad. Esta sustantividad de propiedad es, pues, lo que
constituye la persona. La cuestión está en que digamos más precisamente en qué
consiste esta “propiedad”. Toda realidad es, en cierto modo, propia; tiene, en efecto, sus
“propiedades” constitutivas. Pero en su realidad no va inscrita formalmente el ser
propiedad; es propia, pero no consiste en propiedad. Pues bien, la realidad personal es
“propia” en una doble dimensión, tiene “propiedad” reduplicativamente: es propia
porque al igual que todas las demás cosas reales tiene sus propiedades, pero además
porque consiste formalmente en ser propiedad en cuanto propiedad. Sólo a esta realidad
debe llamarse realidad en propiedad. Esta realidad reduplicativamente propia es lo que
significamos en la expresión “yo soy mío” Esto es lo radical: soy mismo porque soy mío.
Y en esto consiste ser persona: en ser estructuralmente “mío”. “Ser mío” es el
fundamento estructural de la vivencia del “me”, la cual es a su vez el fundamento de la
vivencia del “mí” en cuanto mismo.
De ahí que, según veíamos las dos tesis en torno a las cuales se ha debatido
tradicionalmente la filosofía en punto al problema de la esencia formal de la persona (la
tesis del modo positivo y la del modo negativo), son, según se mire, ambas parcialmente
falsas y parcialmente verdaderas. Parcialmente falsas, porque han planteado el
problema tan sólo en términos de sustancia, siendo así que la personeidad no estriba en
los caracteres sustanciales, sino en el carácter de “propiedad” de la sustantividad. Pero
son parcialmente verdaderas porque responden a dimensiones distintas del problema
que no pueden confundirse. Desde el punto de vista constitutivo, es decir en cuanto
personeidad, la persona en la concepción que hemos expuesto no se funda en ninguna
modalización positiva de las sustancias esenciales a la sustantividad, sino tan sólo en
“no tener” más estructura que garantice y por tanto constituya la sustantividad, que la
inteligencia de la sustancia anímica. Pero desde el punto de vista operativo, la cosa es
esencialmente distinta. Porque al no tener más que inteligencia, el hombre “tiene que”
dar y da efectivamente a la totalidad de su vida y por tanto a su personalidad, un
determinado carácter positivo que no le daría si la sustantividad le viniera constituida
en última instancia, por algo superior a su mera inteligencia anímica; la figura que
cobrare el hombre en su vida, sería distinta en ambos casos. La tesis del modo negativo
es verdadera para las sustancias constitutivas de la personeidad; la tesis del modo
positivo es verdadera para la personalidad.
El carácter formal de la sustantividad de un animal de realidades es, pues, la
personeidad. En su virtud (no hago sino indicado para entrar rápidamente en el tema de
hoy).
3. La posición de la persona en la sintaxis del universo. Por ser realidad “propia”, esto
es, una sustantividad con independencia frente a toda realidad y control sobre ella, el
hombre como animal personal se halla situado en pertenencia propia frente a todo lo
demás: frente a las cosas, frente a sí mismo y hasta frente a Dios. En esta dimensión es
un absoluto. Pero por tratarse de una sustantividad constituida por sustancialidades,
esta su pertenencia es esencialmente relativa; en ello consiste la finitud de la persona
humana. El hombre, animal de realidades y de sustantividad personal, es un “relativo
absoluto”.
*De una lección del curso «El problema del hombre», 1953-1954.
I. Qué es realidad
No me refiero aquí a la realidad en cuanto tal sino tan sólo a lo que llamamos
«cosas reales» tomando la palabra cosa en su sentido más inespecífico y vulgar. Pues
bien, las cosas reales son sistemas de notas de carácter sustantivo. Voy a explicarme.
1. Las cosas reales están constituidas por «notas». Tomo el vocablo en su acepción
más lata: son notas tanto las propiedades, las cualidades, las partes constitutivas, etc.
Cada una de estas notas está con las demás en una forma muy precisa: es nota «de» las
demás. Por ejemplo, la glucosa es nota «de» un organismo animal. Este «de» no es una
adición extrínseca. Cada nota puede existir, y en general existe, independientemente de
ser nota de esta cosa real. Pero cuando hic et nunc es nota de esta cosa real, está integrada
a ella. Y estar integrada significa que no es un algo meramente añadido a las demás
notas sino que la nueva nota cobra el carácter del «de» constitutivo de la cosa real. Por
tanto, no hay «nota + de» sino «nota–de». Es lo que inspirándome en las lenguas
semíticas llamo carácter o estado «constructo» de toda nota. En lo que en las lenguas
semíticas se llama estado constructo, la unidad de los nombres es prosódica morfológica
y semántica: es verdadera unidad. En su virtud, el «de * es un momento no conceptivo
sino real de la nota. Y en segundo lugar, no es un momento real relacional sino un
momento físicamente constitutivo de cada nota, mientras sea nota de esta cosa real.
Dejando de lado los procesos metabólicos, cuando la glucosa «sale» del organismo
animal, no pierde nada sino tan sólo su «de». El «de» es un momento «físico» de la nota
en el sentido filosófico y no científico de aquel vocablo.
2. Cada nota tiene este carácter de «nota–de». ¿De qué? De todas las demás. En su
virtud, la unidad de lo que llamamos una cosa real es la unidad de un «de». Cada cosa
real es un constructo de «notas—de» Esta unidad es, pues, física y es primaria. Es física
en el sentido que acabo de explicar. Y es primaria porque entonces la diversidad de
notas no compone aditivamente la cosa real, sino que, por el contrario, explicita la
unidad primaria del «de» en que la cosa real consiste. Las cosas no son síntesis de notas,
sino que las notas son analizadores de la unidad primaria en que la cosa consiste. Esta
unidad es lo que llamamos sistema: es la unidad de un constructo de notas. Sistema no es
primariamente sistematización de notas, sino unidad de un constructo. El «de» es el
carácter formal del sistema en cuanto tal. En el sistema, su unidad constructa se
constituye físicamente en la diversidad de notas. En su virtud, esta diversidad es la
explanación, por así decirlo, de la unidad del constructo: es justo estructura. Estructura
es la actualidad de la unidad de un constructo en la diversidad de sus notas. De ahí,
como vamos a verlo enseguida, la posibilidad de que una estructura se mantenga
idéntica aunque sus notas puedan variar incluso numéricamente. El «de» es la razón
formal de la mismidad de una cosa real.
Por ser un sistema real es, no sólo en sí mismo, sino también por si mismo formal y
constitutivamente activo en cuanto real. Cada nota de esta sustantividad actúa
sistemáticamente, esto es, ninguna nota actúa sola y por su cuenta, por así decirlo, sino
que a pesar de actuar tan sólo por sus propiedades internas, sin embargo actúa siempre
como siendo «nota-de»; esto es, su actuación es tan sólo un momento de la «actividad-
de» todas las demás. Así como todas las notas por ser «notas-de» constituyen un solo
sistema sustantivo, así también, lo que llamamos actividad de cada nota es «actividad-
de». Todas las actividades constituyen, pues, una sola actividad: la actividad de la
sustantividad. Es lo que expreso diciendo que la actividad humana es unitaria mente
psico-orgánica en todos, absolutamente todos, sus actos. Esta unitariedad no significa tan
sólo que la actividad humana es «a la vez» orgánica y psíquica, porque esto supondría
que hay dos actividades, una psíquica y otra orgánica. Y lo que afirmo es exactamente lo
contrario, a saber, que no hay sino una sola y misma actividad, la del sistema entero en
todas y cada una de sus notas. La actividad tiene siempre carácter de sistema.
Ciertamente, esta actividad es por ello mismo compleja, y en ella dominan a veces unos
caracteres más que otros. Pero siempre, hasta en el acto en apariencia más meramente
físico-químico, en realidad está siempre en actividad el sistema entero en todas sus
notas físico-químicas y psíquicas. Y repito, no se trata de que sea uno mismo el «sujeto»
de todas sus actividades tanto orgánicas como psíquicas, sino de que la actividad misma
es formalmente una y única, es una actividad sistemática por sí misma, por ser propia
del sistema entero, el cual, en todo acto suyo está en actividad en todos sus puntos; algo
así como los distintos niveles y ondulaciones de una superficie liquida. Todo lo orgánico
es psíquico, y todo lo psíquico es orgánico, porque todo lo psíquico transcurre
orgánicamente, y todo lo orgánico transcurre psíquicamente. No hay tampoco una
actuación de lo psíquico sobre lo orgánico ni de lo orgánico sobre lo psíquico, sino tan
sólo la actuación de un estado psico-orgánico sobre otro estado psico-orgánico. Y ello,
porque la realidad sustantiva del hombre es un sistema en el que cada nota es siempre
«nota-de» todas las demás como momento de la unidad constructa en que esa
sustantividad formalmente consiste.
NOTAS SOBRE
LA INTELIGENCIA HUMANA
El hombre tiene que habérselas con eso que llamamos cosas reales. Necesita, en
efecto, saber lo que son las cosas o las situaciones en que se encuentra. Sin compromiso
ulterior, llamamos inteligencia a la actividad humana que procura este saber”. El
vocablo designa aquí no una facultad sino una serie de actos o actividades. Es decir,
tomamos “inteligencia” no κατὰ δύναμινsino καθ’ἐνέργειαν. Estas fugaces notas no
pretenden entrar en el problema estructural de la inteligencia humana sino tan sólo
acotar el fenómeno para esa ulterior investigación.
Para que la intelección tenga lugar es menester que las cosas nos estén, en alguna
manera, previamente presentes. No basta con que las cosas sean reales, ni con que
“haya” cosas reales en el mundo; es menester que las cosas reales nos estén presentes en
un modo especial de enfrentarnos con ellas. En este sentido, las cosas reales no nos están
presentes, sino desde nosotros mismos, es decir, según un modo nuestro de
enfrentarnos con ellas.
No hay la menor duda de que en última instancia las cosas me son presentes por
los sentidos. Para entrar en el problema, no me importa la diferencia, profunda, pero
ajena a nuestro propósito, entre sensibilidad externa e interna; un tratamiento extenso
del tema exigiría precisar los matices en vista de esta diferencia. Pero para seguir la
exposición, basta con referirse a la sensibilidad externa, cosa siempre más clara; porque
cuanto vayamos a decir se refiere a la sensibilidad en cuanto tal.
Las cosas, pues, nos están presentes primeramente por los sentidos. Pero ¿en qué
consiste la función sensorial que nos hace presentes las cosas reales? Se habla de
percepciones. Mas la percepción tiene muchos momentos distintos, por ejemplo, el
momento intencional de referir el contenido sensible a su objeto. Sin embargo, no es este
el momento primario de la sensibilidad. Sentir no es primeramente percibir. Sí
eliminamos todos los momentos intencionales de la percepción, nos queda el puro
“sentir” algo. ¿Qué es simplemente sentir? La cuestión es grave. Husserl estima que eso
que aquí llamo puro sentir, por ejemplo, sentir un color, es tan sólo el momento material
o hilético de la conciencia perceptiva; lo que llamamos sensibilidad, nos dice, representa
el residuo fenomenológico de la percepción normal después que hemos quitado la
intención. Heidegger lo llama Faktum brutum y Sartre vuelve a hablarnos de lo sensible
como de algo meramente residual. Pero ¿es la sensibilidad un mero residuo? ¿No será
más bien lo principal y principal, aquello en donde ya se ha jugado la partida en el
problema de la realidad? La propia intelección no es ajena a esta cuestión esencial ni
puede serlo. Vamos a acotar nuestra investigación en cuatro pasos:
Con su inteligencia, el hombre sabe, o cuando menos intenta saber, lo que son las
cosas reales. Estas cosas están “dadas” por los sentidos. Pero los sentidos, se nos dice, no
nos muestran lo que son las cosas reales. Este es el problema que ha de resolver la
inteligencia y sólo la inteligencia. Los sentidos no hacen sino suministrar los “datos” de
que la inteligencia se sirve para resolver el problema de conocer lo real. Lo sentido es
siempre y sólo el conjunto de “datos” para un problema intelectivo. Es la concepción de
todos los racionalismos de una u otra especie, por ejemplo, de Cohen: lo sensible es
mero “dato”.
Como datos de la realidad, se nos dice, los datos son “intuiciones”. Sentir es
formalmente intuir. La inteligencia entra en juego precisamente para entender lo que
intuimos y hasta lo que no intuimos, Pero ¿qué se entiende aquí por intuición?
Esta concepción del sentir no es falsa; pero ¿es suficiente? Porque lo cierto es que
el hombre carece, por ejemplo, de una intuición suprasensible. Su intuición es pura y
simplemente “sensible”. La filosofía ha propendido a hacer de la sensibilidad una
especie de intelección minúscula, olvidando justamente el momento que la caracteriza
formalmente: el ser “sensible”. ¿Qué significa este adjetivo como momento estructural
del sentir?
Dicho así, sin más, esto en rigor no es ninguna novedad. Pero era menester volver
a ello y preguntarnos qué es impresión. Impresión es, por lo pronto, “afección”. El
objeto afecta físicamente a los sentidos. Cuando Aristóteles quiere establecer una
diferencia entre la inteligencia (νούς) y el sentir (αἴσθησις) caracteriza a la inteligencia
como algo “inafectado”, “impasible” (ἀπάθής). La inteligencia puede ser pasiva pero es
impasible, no sufre afección física como los sentidos. La filosofía moderna ha tomado
este concepto de impresión como afección. Y como toda afección es subjetiva, lo
sensible, como mera afección del sujeto, queda desligado de lo real. Todo el empirismo
se apoya en esta concepción. Pero esto es a todas luces insuficiente. Porque el ser
afección no agota la esencia de la impresión. Ya desde siglos atrás se había visto que en
la afección de la impresión nos es presente aquello que nos afecta. Este momento de
alteridad en afección es la esencia completa de la impresión. Por esto las impresiones no
son meramente afecciones subjetivas. Y por eso también, lo sensible es a una un dato de
la realidad y un dato para la intelección de lo real.
Ahora bien, ¿cuál es la estructura de esta impresión así entendida? Por lo pronto
nos encontramos con lo que aparentemente es lo más problemático de ella: lo que llamo
su contenido específico. Es lo que en cada caso y en cada momento nos ofrecen los sentidos
de lo que son las cosas. El empirismo lo llamó “cualidades secundarias”. Y a ellas dirigió
su implacable crítica negativa: el color real no es la impresión visual del color, etc. No
vamos a entrar aquí en este problema. Pero en el caso del hombre, esto no agota la que
llamamos impresión de las cosas. Porque el hombre no sólo siente impresivamente este
“verde”, por ejemplo sino que siente impresivamente la “realidad” verde. En el caso de
las impresiones humanas, la alteridad en afección no está constituida solamente por su
contenido sino también por su formalidad de realidad. El hombre siente impresivamente
la realidad de lo real. Ciertamente este momento de realidad no puede llamarse
impresión sin más, porque no es una segunda impresión junto a la impresión del verde.
Pero es que tampoco puede llamarse sin más impresión al contenido, Contenido y
realidad son dos momentos de una sola impresión: la impresión humana. Pero para
contraponerme más explícitamente al empirismo, y también al racionalismo, he
centrado el problema de la impresión en el momento de realidad, y para abreviar he
llamado a su aprehensión sensible impresión de realidad. Es un momento en el que no ha
solido reparar la filosofía.
Pero esto no basta. Estos actos están ejecutados tan sólo por la inteligencia, sí,
pero ¿en qué consiste formalmente la intelección en cuanto tal? Es decir, ¿en qué consiste
formalmente lo intelectual en cuanto tal? ¿Es lo formal de la inteligencia el idear y el
juzgar?
1. Todos los actos a que acabamos de aludir son exclusivos de la inteligencia. Pero
la verdad es que si queremos hacer una descripción más precisa de tales actos nos
encontramos siempre con que hay que decir lo siguiente: concebir es concebir cómo son
o pueden ser las cosas en realidad, juzgar es afirmar cómo son las cosas en realidad,
proyectar es siempre proyectar cómo habérnoslas realmente con las cosas, etc. Aparece
siempre en todos los actos intelectuales este momento de versión a la realidad. Todos los
actos y actividades intelectuales se mueven siempre en algo que, para facilitar la
expresión, llamaré aprehensión de las cosas como realidades. Sólo aprehendidas como
reales es como la inteligencia ejecuta sus actos propios, forzado a ello por la realidad
misma de las cosas, En este sentido, la aprehensión de realidad es el acto elemental de la
inteligencia.
2. La aprehensión de realidad no es sólo el acto elemental de la inteligencia, sino
que es un acto exclusivo de ella. Ciertamente, hemos dicho que en la impresión de
realidad—que es sensible—aparece el momento de realidad. Pero se trata de la
sensibilidad humana. El adjetivo “humano” era esencial en el problema de la
sensibilidad. Dejemos, pues, de lado cuanto hemos dicho de la sensibilidad humana y
atendamos tan sólo al puro sentir tal como se da en el animal. Esto nos permitirá
descubrir a una la esencia del sentir y la esencia de la inteligencia.
Hacíamos ver antes que el sentir humano posee un momento propio, la impresión
de realidad, esto es, que por su propia índole la sensibilidad humana no es puro sentir,
sino un sentir cuyo carácter humano consiste en su intrínseca versión al estimulo como
realidad. Ahora bien, acabamos de ver que la versión a la realidad es el acto formal
propio de la inteligencia, lo cual significa que el sentir humano es un sentir ya
intrínsecamente intelectivo; por eso es por lo que no es puro sentir. Por otra parte, la
inteligencia humana no accede a la realidad sino estando vertida desde sí misma a la
realidad sensible dada en forma de impresión. Todo inteligir es primaria y
constitutivamente un inteligir sentiente. El sentir y la inteligencia constituyen, pues, una
unidad intrínseca. Es lo que he llamado inteligencia sentiente. Lo humano de nuestra
inteligencia no es primaria y radicalmente finitud sin más, sino el ser sentiente.
Aclaremos algo este concepto, solamente algo, porque el desarrollo completo del
problema excede de los límites de estas sucintas notas introductorias.
Kant va más lejos: ni sentir ni inteligir son dos actos cognoscitivos, sino que la
inteligencia y la sensibilidad son dos actos que producen por coincidencia un solo
conocimiento, caracterizado por esto como sintético. Husserl amplía estas
consideraciones; sentir e inteligir serian dos actos que componen el acto de conciencia, el
acto de “darme-cuenta-de” un mismo objeto. Esta unidad del objeto permitió alguna vez
a Husserl hablar de “razón sensible” (sinnliche Vernunft); expresión utilizada a su vez por
Heidegger para una exposición (por demás insostenible) de la filosofía de Kant.
En todas estas concepciones, sin embargo, se parte de dos ideas: que el sentir es
por sí mismo intuición cognoscente y que lo propio de la inteligencia es “idear”, esto es,
concebir y juzgar.
Cuál sea la índole de esta unidad estructural es un problema que como dije al
comienzo, excede del ámbito de estas fugaces notas, que no pretenden sino acotar el
fenómeno de la intelección sentiente. Pero aun reducida a estos límites la idea me parece
esencial. Frente al dualismo platónico de Ideas y Cosas sensibles, Aristóteles restauró
(en una forma u otra, no vamos a entrar en el problema) la unidad del objeto, haciendo
de las Ideas las formas sustanciales de las Cosas. Pero mantuvo siempre el dualismo de
sentidos e inteligencia; cada una de estas facultades ejecutaría un acto completo por sí
mismo. Creo, sinceramente, que es menester superar este dualismo y hacer de la
aprehensión de realidad un acto único de intelección sentiente. Ello no significa reducir
la inteligencia al puro sentir (seria un absurdo sensualismo) ni hacer del sentir, como
Leibniz, una intelección oscura o confusa. En su esencial irreductibilidad, sin embargo,
sentir humano e inteligir humano ejecutan conjuntamente un solo y mismo acto por su
intrínseca unidad estructural. No es una cuestión de alcance meramente dialéctico, es
algo, a mi modo de ver, decisivo en el problema del hombre entero (no sólo en su
aspecto intelectivo) y en especial en el problema de todos sus conocimientos, inclusive
los científicos y los filosóficos.
LA DIMENSION HISTÓRICA
I. Introducción
He tratado en las lecciones anteriores de dos dimensiones del ser humano, esto
es, del Yo: la dimensión individual y la dimensión social.
Para evitar falsas interpretaciones, quiero volver a recordar, aunque sea muy
lacónicamente, cuál es el problema de que se trata en estas lecciones. El título reza «Tres
dimensiones del ser humano: individual, social, histórica». No se trata de desarrollar un
curso sobre la realidad individual, social e histórica. Mi propósito es mucho más
acotado: lo individual, lo social y lo histórico como dimensiones del ser humano.
Repitamos muy sumariamente qué entendemos por realidad, por ser y por
dimensión.
*En estas páginas reproduzco, con pequeñas modificaciones, el texto de una lección dada el 31 de enero de
1974, en la Sociedad de Estudios y Publicaciones, en un curso titulado Tres dimensiones del ser humano: individual, social
e histórica. Las modificaciones se refieren sobre todo a la adaptación del estilo oral al estilo escrito. Pero además, la
limitación de tiempo me obligó a deslizarme con una rapidez mayor de la que hubiera deseado sobre algunas ideas
que estimo esenciales en la cuestión. He pensado que en la publicación debía exponerlas tal como estaban preparadas
ya en mis notas.
b) Esta realidad humana, como toda realidad, tiene eso que llamamos su ser. El
ser no es la realidad, sino algo fundado en ella, por tanto algo ulterior a su realidad: es
una reactualización de la realidad. Voy a explicarme.
Lo real es una actuidad «respectiva». Gracias a ella lo real tiene actualidad propia.
Esta respectividad tiene aspectos y dimensiones diferentes. Por la actualidad según estos
respectos, diremos que lo real es «respectivamente actual». Pero hay una respectividad
fundamental: es la respectividad de lo real «en cuanto real». Es lo que, a mi modo de
ver, constituye el «mundo» a diferencia del «cosmos» que es una respectividad de lo real
no en cuanto real sino en cuanto es tal o cual realidad. Según esta respectividad, lo real
no es solo «respectivamente actual» sino que es actual en la respectividad de realidad en
cuanto tal. No es «respectivamente actual» sino actual, por así decirlo, simpliciter. Pues
bien, la actualidad de lo real en la respectividad de lo real en cuanto tal, esto es, la
actualidad del estar en el mundo, es lo que a mi modo de ver constituye lo que
llamamos ser. Ser es esa actualidad simpliciter que consiste en estar en el mundo. Por
esto es por lo que el ser no es solo actualidad sino «re-actualidad», es decir, una
actualidad de lo que ya es real y respectivamente actual. El ser es constitutivamente un
«re» de actualidad. Por tanto, lo último y radical no es el ser sino la realidad. Lo que
llamamos ser es siempre y solo una actualidad ulterior de lo real. Realidad no es el
modo primario y fundamental de ser. Lo que sucede es que por ser reactualidad, el ser
revierte sobre la realidad sustantiva y la abarca por entero en su misma sustantividad:
esta actualidad es, por esto, ser sustantivo. Pero el ser sustantivo nunca es lo primario.
Lo primario es siempre la realidad. El ser sustantivo es siempre ulterior.
Pues bien, la realidad humana tiene también su ser: tiene su actualidad en la
respectividad simpliciter de lo real. Pero esta actualidad tiene en el caso del hombre un
carácter especial. Es que cuando el hombre actúa plenamente como persona, esto es, con
una inteligencia sentiente que ha de hacerse cargo de la realidad para poder actuar,
entonces, digo, el acto personal tiene un doble aspecto. Por un lado, es un acto
determinado por razón del objeto o de la situación sobre que recae. Pero, por otro, ese
mismo acto constituye una manera mía de estar en el todo de la realidad, y por esto es
por lo que el acto es personal. Como mi realidad es absoluta, este segundo aspecto es
una manera de afirmarme como realidad absoluta, como realidad «mía», en el todo de lo
real. Aquí, afirmación no es un juicio que enunciara ese carácter absoluto, sino que es el
ejercicio «físico» de ese carácter absoluto. Es una afirmación no judicativa sino accional,
«física». Este aspecto puede consistir en un acto especial, pero no es ni forzoso ni normal
que sea así. Normalmente, la afirmación de mi mismo como realidad absoluta no es sino
un mero aspecto del acto numéricamente uno y único que estoy ejecutando: comiendo
una manzana por placer, me estoy afirmando a mí mismo como realidad que está
«satisfactoriamente» en el todo de lo real, es decir, comiendo una manzana me estoy
afirmando como absoluto. Esto no es, pues, un acto especial. Podríamos decir que es
algo que, como aspecto, subyace en todo acto: es actitud. Una actitud no libremente
adoptada, bien entendido, pero es la actitud personal, la actitud propia de todo acto
personal, es decir, de todo acto ejecutado haciéndome cargo de la realidad en un acto de
intelección sentiente. Todo acto de hacerse cargo de la realidad constituye eo ipso una
actitud personal, una actitud según la cual en aquel acto me afirmo como absoluto. El
contenido de esta actitud tiene un carácter propio. El comer una manzana añade algo a
mi realidad, pero la actitud en que al comerla me afirmo como absoluto no añade
ninguna nota a mi realidad. Por razón de la actitud, lo que he adquirido es una
actualidad. Su contenido, pues, no es acto sino actualidad. Es la actualidad de afirmarme
en mi realidad absoluta en el todo de lo real: es justo mi ser. Este ser tiene un nombre
preciso: es Yo. El Yo no es mi realidad, sino la reactualidad de mi realidad como
absoluta. Al afirmarme como Yo, no soy nada que no fuera ya antes; no hay sino
afirmación de lo que ya era. Por eso esta afirmación actualiza mi propia realidad
sustantiva como «propia mía»: es mi ser sustantivo. Por tanto, contra todo idealismo
clásico debe decirse que la realidad no es Posición del Yo, sino que el Yo es posición de
mi realidad sustantiva en todos los actos personales que ésta realiza. Además debe
añadirse que mi ser sustantivo tampoco es posición del Yo. Mi ser sustantivo no consiste
en ser Yo, sino que por el contrario, la esencia del Yo consiste en ser el ser sustantivo de
una realidad absoluta. Mi ser sustantivo es Yo precisa y formalmente porque es el ser
sustantivo de una realidad absoluta.
Claro está, esta afirmación física de mi realidad sustantiva como absoluta puede
tener formas diversas: desde el medial «comer-me» una manzana, pasando porque esta
manzana es mía, hasta ser Yo quien la come: me, mí, Yo, son tres formas de afirmarse
como absoluto, cada una fundada en la anterior. Pero para la sencillez de nuestro
problema, llamaré a potiori Yo a toda afirmación de mi ser absoluto Además este ser, este
Yo, ya lo he dicho, no es un acto numéricamente especial, sino tan sólo el aspecto
absoluto de todo acto personal, el contenido de una actitud personal. Por eso, lo que el
Yo constituye en mí no es acto, sino actualidad. Pero para simplificar las frases hablaré
de la afirmación propia del Yo como de un «acto de afirmación». Con estas aclaraciones,
queda evitada a limine toda confusión El ser de la persona humana, en cuanto ejecuta
actos personales, es Yo.
Para analizar este problema es menester comenzar por acotar, por lo menos en
términos generales, qué es la historia desde el punto de vista de la prospectividad de la
especie. Vayamos por aproximaciones sucesivas.
Es verdad que esto ocurre. Sin ello no habría historia. Y es menester subrayarlo
muy enérgicamente: la historia no arranca de no sé qué estructuras transcendentales del
espíritu. La historia existe-por, arranca-de, y aboca-en una estructura biogenética. Pero,
sin embargo, la historia no es formalmente un proceso de transmisión genética. Y ello, por
una razón crucial. ¿Qué es, en efecto, lo que genéticamente se transmite? Cuando un
viviente animal, sea de la especie que fuere, engendra un hijo, transmite a éste unos
caracteres orgánicos y, con ellos, un cierto tipo de vida. De un reptil nace un reptil (dejo
de lado la evolución de los reptiles a las aves). Y este engendrado tiene precisamente, en
virtud de estos caracteres, un cierto tipo ríe vida: un roedor no vive igual que sin
anfibio, etc. Pero estas diferencias de tipo de vida, con ser muy importantes desde el
punto de vista de una sistemática zoológica, sin embargo desde el punto de vista de los
individuos que la viven caracteres dados de una vez para todas con su organismo
animal. De ahí que en virtud ríe esta transmisión genética, cada animal vive una vida
constitutivamente enclasada. Ciertamente, no es lo mismo la vida de un roedor que la de
un anfibio, pero cada uno de los roedores y cada uno de los anfibios lleva una vida
unívocamente determinada en virtud de sus caracteres orgánicos. De ahí que,
genéticamente transmitida, la vida de cada animal comienza sólo con y en su propio
organismo: como vida individual comienza en cero.
3. Volvamos a la idea que acabo de enunciar. Las formas ríe estar en la realidad
son optativas. Por esto, cuando el hombre, animal de realidades, engendra otro animal
de realidades, no solamente le transmite una vida, es decir, no solamente le transmite
unos caracteres psico-orgánicos, sino que además, inexorablemente y velis nolis, le
instala en un cierto modo de estar en la realidad. No solamente se le transmiten
caracteres psico-orgánicos, sino que se le da, se le entrega un modo de estar en la
realidad. Instalación en la vida humana no es, pues, sólo transmisión, sino también
entrega. Entrega se llama pará dosis, traditio, tradición. El proceso histérico es
concretamente tradición. No en el sentido de ser tradicional, sino en el mero sentido de
ser entrega. La vida se transmite genéticamente, pero las formas de estar en la realidad
se entregan en tradición. Y precisamente por eso, porque es tradición, es por lo que vida
humana no comienza en cero. Comienza siempre montada sobre un modo de estar en la
realidad que le ha sido entregada. Es que, como decía antes, el hombre es una esencia
abierta, y incasu abierta a la entrega de formas de estar en la realidad, a la tradición.
Pues bien, esto es formalmente el proceso histórico: tradición de formas de estar en la
realidad. El carácter prospectivo de la especie es historia precisamente porque afecta a
una esencia abierta, la cual produce como descendencia un animal de realidades no
simplemente por transmisión genética, sino a una con ella, por una inexorable traditio de
formas de estar en la realidad. Ciertamente, sin génesis, no habría historia: lo he
afirmado muy enérgicamente al comienzo de la lección. Pero esta génesis no es la
historia: es el vector intrínseco de la historia. Recíprocamente, las formas de estar en la
realidad, no podrían ser entregadas si esta entrega no estuviera inscrita en una
transmisión. Por esto, la historia no es ni pura transmisión ni pura tradición: es
transmisión tradente.
b) Pero es igualmente falso lo que se lee a veces hasta la saciedad: la historia es una
prolongación de la evolución. Es un tema debatido; algunos, como Teilhard de Chardin,
adoptan esta idea sin discusión. Las especies, se nos dice, han surgido por evolución, y
por evolución ha surgido también la especie humana. Ciertamente, esta evolución no
está clausurada. Pero mientras no llega una fase evolutiva ulterior, el hombre tiene una
historia: es una fase más de la evolución. El proceso histórico sería la prolongación del
proceso evolutivo. Pero esto es, a mi modo de ver, absolutamente quimérico. La
estructura formal de la evolución es diametralmente opuesta a la de la historia. La
evolución procede por mutación, sean cualesquiera el origen y la índole de las
mutaciones. Pero las formas de estar en la realidad proceden por invención, porque hay
que optar. El proceso histórico no es la prolongación del proceso evolutivo La evolución
se hace por mutación genética; la historia se hace por invención optativa. Son procesos
distintos.
Ciertamente, la evolución puede jugar una función histórica, puede ser un factor
de historia. No hay la menor duda. El paso del homínido al arcantropo, (de éste al
paleantropo, y finalmente de este último al neantropo, es un proceso evolutivo. En él no
se han producido sólo variedades, sino verdaderos tipos nuevos de humanidad. Pero lo
que en esta evolución constituye la historia propiamente dicha no es el proceso filético
descrito, sino las distintas formas de estar en la realidad, muy varias dentro de cada
etapa evolutiva, y además formas que son distintas porque es distinto el tipo de hombre.
Pero esta distinción de tipos de humanidad, con ser un factor esencial, es sólo «un»
factor que interviene en la historia; no es lo que constituye la historia misma. A su vez, la
historia puede desempeñar la función de un factor evolutivo. Si unos hombres optan
por vivir alejados en aislamiento, esto, como opción, es un suceso histórico, pero su
resultado puede ser evolutivo, por lo menos en sentido lato: el aislamiento puede
producir variedades. Nada de esto obsta para que el mecanismo formal de la evolución
sea distinto del mecanismo formal de la historia. La evolución, repito, es mutación
genética; la historia es invención optativa. La posible influencia histórica ríe la evolución
o la posible influencia evolutiva de la historia son fenómenos mayores de una sola
estructura: la transmisión tradente, tanto en el individuo como en la especie.
Llegados a este punto es cuando se nos plantea con rigor el problema de qué sea
esta historia. Esto hace surgir dos cuestiones: En primer lugar: ¿qué es la tradición como
constitutiva de la historia? En segundo lugar, lo que más directamente concierne a
nuestro problema: ¿en qué sentido y en qué medida este carácter de ser traditum refluye
sobre la realidad y sobre el ser del hombre?
Son dos graves cuestiones.
Para conceptuaría con un poco de precisión hay que examinar tres puntos:
B) Pero la tradición tiene además otro momento. Porque lo que en aquel momento
constituyente está entregado al nuevo vástago, le está entregado por sus progenitores
(repito, en el sentido más latísima y vago del vocablo). Con lo cual, esta forma de estar
en la realidad, en cuanto procede de los progenitores, es formalmente una continuación (le
lo que éstos han querido entregarle desde sí mismos. La tradición tiene un momento
continuante Y, evidentemente, en cuanto continuante la tradición está montada sobre su
momento constituyente.
A) Uno, es el modo según el cual la tradición afecta a cada uno de los individuos
en cuanto realiza sobre su propio modo de estar en la realidad, las operaciones que hace
poco he explicado. Entonces, la tradición es un momento de la vida propia de cada
hombre, un momento de lo que constituye su biografía. Vivir es poseerse a sí mismo
como absoluto en el todo de la realidad. Ahora bien, la vida humana tiene un carácter
propio, porque es la vida de una sustantividad animal: es decurrente. La animalidad es
el fundamento de la «decurrencia». Lo humano de esta decurrencia está en que es justo
la forma (le poseerse el hombre como absoluto. Y esta decurrencia, en cuanto modo de
poseerse como absoluto, es la esencia de la biografía. Como he solido decir basta la
saciedad desde hace muchísimos años, cada hombre es siempre el mismo no siendo
nunca lo mismo. La manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo mismo es la
esencia de la biografía.
Como cada hombre está codeterminado por los demás en su modo de ser
absoluto, y lo está precisa y formalmente por ser realidad filética, resulta que a su modo
de poseerse a sí mismo le pertenece constitutivamente el poseerse filéticamente. Es decir,
su biografía tiene un inamisible momento de traditio. Bien entendido, la biografía no es
sólo tradición, pero la tradición es un momento esencial de la biografía. La tradición es,
desde este punto de vista, lo filético absorbido en lo personal, en la persona humana en
cuanto persona.
B) Hay otro modo según el cual la tradición afecta a las personas. Lo que en ellas
determina, según este modo, no es su biografía personal, sino algo distinto.
Para aprehender este modo con rigor, comencemos por considerar la tradición
como afectando al individuo, pero en cuanto convive con los demás, esto es, como
viviendo en sociedad. Entonces no constituye su biografía. Constituye lo que «suele»
llamarse historia: la tradición de lo social. A reserva de precisar con más rigor lo que sea
la historia, partamos del concepto de ella que acabamos de apuntar; este concepto nos
llevará de la mano a un concepto más preciso. Porque decir que la historia es
transmisión tradente de lo social plantea una cuestión decisiva para nuestro problema.
En efecto, en la lección anterior insistí en que la sociedad como contradistinta de la
comunión personal, es algo esencialmente impersonal, teniendo en cuenta, claro está,
que lo impersonal es un modo de las personas. Si, pues, la historia es tradición social,
esto significa que en una u otra forma la historia es esencialmente impersonal. ¿Es esto
posible? He aquí la cuestión.
Se dirá que Alejandro y Miguel Ángel no fueron tan sólo «el que», sino que sus
acciones mismas, las acciones en que y con que hicieron lo que hicieron pertenecen
también de alguna manera la historia. Esto es verdad, y es lo que nos lleva sí nudo de la
cuestión: justamente averiguar cuál es esa manera según» la cual las acciones mismas
pueden pertenecer a la historia. Digámoslo temáticamente: las acciones humanas
pueden pertenecer a la historia, pero pertenecen a ella sólo impersonalmente. ¿Qué
significa esto? Esta es la cuestión. Voy a explicarme.
De ahí que lo que suele llamarse biografía es, en rigor, historia biográfica. Lo que
usualmente suelen llamarse historia y biografía son dos tipos de historia: la historia que
yo llamaría social y la historia biográfica. Es el ámbito entero de la impersonalidad por
la vía del operatum. Esta reducción a lo impersonal por la vía del operatum no es
formalmente idéntica a la reducción por la vía de la alteridad. Son dos modos distintos
de reducción de lo personal a ser sólo de la persona. La vía de la alteridad: su resultado
es la sociedad. La vía del operatum: su resultado es la historia tanto social como
biográfica. Estos dos modos, el modo de la alteridad y el modo del operatum, no son
incompatibles. Todo lo contrario. A los «otros», a la sociedad, pueden entregarse las
acciones todas, pero tan sólo como opera operata, como acciones de la persona. La
historia, tanto social como biográfica, es esencialmente impersonal. La comunión
personal y 1a biografía personal son, en cambio, esencialmente personales.
Recíprocamente lo social e lo histórico pueden constituir, y en constituyen siempre, un
«momento» de la vida personal, porque el sujeto de la historia es el phylum en cuanto tal,
y el phylum afecta intrínsecamente a cada individuo en forma constitutiva,
constituyendo tanto su convivencia social como su prospección histórica (sea social o
biográfica).
Este somero estudio del sujeto de la tradición, esto es, del sujeto de la historia, nos
ha proporcionado importantes conceptos Podemos reducirlos a tres puntos:
c) De aquí que el concepto de historia es doble. Ante todo hay un concepto modal
de la historia. Es lo que acabo de decir: la historia como modo de afectar
impersonalmente a la persona. Modalmente, la historia se opone así a la biografía
personal. Es otro concepto modal también el de la biografía personal. Pero estos dos
modos (impersonal y personal) son modos distintos según los cuales la tradición afecta a
su sujeto. De ahí que se inscriben dentro de una misma línea, previa en cierto modo a
aquella diferencia modal: dentro de la línea de la tradición como una dimensión del
sujeto mismo en cuanto filéticamente determinado por aquella. Pronto conceptuamos
con más precisión en qué consiste esta dimensionalidad. Es el concepto dimensional de la
historia. Constituye el ámbito entero de la prospectividad tradente en todos sus modos y
formas, tanto impersonales como personales. Modalmente, la biografía personal se
opone a la historia tanto social como biográfica. Pero dimensionalmente, la biografía
personal es tan historia como la historia social y la biográfica. Recíprocamente, biografía
personal e historia son los dos modos de la unidad dimensional de la tradición, es decir,
de la esencia dimensional de la historia.
A) Una primera tesis, nunca enunciada expresamente como tal tesis, pero que ha
estado y está en muchísimas mentes, consiste en decir: la historia es la serie de
vicisitudes que les pasan lo mismo u los individuos que a las sociedades. Tomo aquí la
palabra vicisitud no en sentido etimológico, sino en su acepción usual: vicisitud es lo
que «le pasa» a alguien. Pues bien, la tesis que enunciamos afirma que la historia es
esencialmente vicisitud. El hombre, se piensa, es una realidad, y a lo que es ya como
realidad le advienen unas vicisitudes: serían su historia. Y por eso frente a ella la actitud
es contarla, contar las vicisitudes que acaecen.
Pero esto es no sólo inexacto, sino falso. En la historia no sólo se «cuenta», sino
que se «comprende» precisamente porque la historia no es mera vicisitud.
Evidentemente, al hombre le pasan toda suerte de vicisitudes, las cuales, a pesar de ser
la realidad que es, podrían no pasarle. Pero si bien es cierto que aunque cada una de
estas vicisitudes podrían tal vez no acaecer al hombre, sin embargo es inexorablemente
necesario que le tienen que pasar vicisitudes, unas u otras, pero algunas. ¿Por qué? Por
la constitución misma del hombre. Con lo cual, la historia no es una vicisitud, sino un
momento constitutivo de la realidad humana, una realidad que es formal y
constitutivamente tradicionada y tradicionante. Aun sin entrar en la cuestión de que no
todo lo que acaece en la historia es forzosamente vicisitud, lo decisivo en este punto es
que el hombre no es una realidad sustantiva a la que se añaden vicisitudes, sino que el
hombre sólo es realidad sustantiva si en ella se incluye ya la historicidad, porque no es
realidad sustantiva sin ser esquema prospectivo, es decir, sin ser en sí misma
transmisión tradente.
D) De ahí que, a mi modo de ver, sea necesario afirmar una cuarta tesis: Historia
es entrega de realidad. Y esta realidad no son las notas psico-orgánicas constitutivas de la
sustantividad humana. El hombre de hoy no es distinto del hombre de Cromagnon por
sus notas psico-orgánicas; pero, sin embargo, el hombre de hoy es distinto del hombre
de Cromagnon por algo que concierne a su realidad misma. ¿En qué consiste esta
diferencia, es decir, en qué consiste este momento de realidad? Como ese momento es el
constitutivo de la historia, preguntarnos por él es preguntarnos en qué consiste el
proceso histórico como proceso real. Me excuso de la monotonía, pero es inevitable
tratándose de una dialéctica de conceptos.
La historia, pues, entrega de realidad. Pero esto es equivoco. ¿Qué se entiende por
entrega de realidad? Es menester precisarlo.
Pues bien, la historia no está tejida de hechos; está tejida de sucesos. Como no hay
suceso sin hecho, a la historia pertenece también (cómo no le va a pertenecer) la
realidad, pero en tanto que principio de posibilidades, esto es, en tanto que principio de
suceder Lo que la tradición entrega es ciertamente modos de estar en la realidad. Pero si
no fuera más que esto, no sería historia. La tradición entrega un modo de estar
posiblemente en la realidad. El progenitor entrega a sus descendientes un modo de estar
en la realidad, pero como principio de posibilidades, esto es, para que aquellos descendientes,
apoyados precisamente en el modo recibido, determinen su modo de estar en la realidad
optando por aceptarlo, rechazarlo, modificarlo, etc. En esto es en lo que formalmente
consiste la tradición: una entrega de modos de estar en la realidad como principio de
suceso, esto es, como principio de posibilitarían de estar de alguna manera en la
realidad Nadie está en la realidad optando en el vacío de meros posibles abstractos, sino
optando por un elenco concreto de posibilidades que le ofrece un modo recibido de
estar en la realidad. Por esto, historia es el suceso de los modos de estar en la realidad. He aquí
la esencia de la historia en primera aproximación.
Aquí se esconde, a mi modo de ver, el grave yerro con que Auguste Comte
definió la historia: una sociología dinámica. La sociología dinámica hace el estudio de
las formas de estar en la realidad y de las formas de convivencia según aquellas formas.
Estas formas, como realidades que son, pueden variar por veinte mil factores, entre ellos
por la propia historia. Pero por eso mismo se trata de una producción, o modificación o
destrucción de realidades. La sociología dinámica se ocupa del dinamismo de las formas
sociales y de convivencia. La historia es algo completamente distinto. Tendrá que tomar
en consideración aquel dinamismo de lo real, pero en tanto en cuanto unas formas de
estar en la realidad son principio de posibilidad de otras. Entender un suceso no es sólo
conocer sus causas, sino conocer el proceso por el que una posibilidad realizada es
principio de la posibilidad de otras. El dinamismo de la historia no es el dinamismo
social, sino el dinamismo de la posibilitarían.
Y esto es verdad además por una razón más honda. Hegel pensó que la historia
pertenece al espíritu objetivo. Prescindiendo de lo que en la lección anterior dijimos
acerca del espíritu objetivo (sobre lo cual volveré al final de esta misma lección), hay en
esta afirmación de Hegel una restricción absolutamente injustificada de la historicidad
real del hombre, al limitaría a las instituciones sociales, tales como las lenguas, las artes,
las formas de cultura, etc. Pero a la historia, ya lo vimos, pertenece no sólo esa historia
que Hegel llama «objetiva», y que yo llamo más bien «social», sino también la historia
«biográfica». Y no sólo esto. Sino que tanto la historia social como la biográfica son solo
historia «modal». En este sentido, el ámbito de la historia modal no es lo objetivo, sino lo
impersonal; lo impersonal además de objetivo puede ser una historia biográfica. Pero,
por encima de este concepto modal de la historia, hay el concepto dimensional de ella: la
historia como dimensión de la realidad humana en cuanto filéticamente determinada en
forma prospectiva. Y en este sentido, último y radical, no puede hablarse de espíritu
objetivo. A la historia dimensionalmente considerada pertenece tanto la historia social y
biográfica como la biografía personal. Desde este punto de vista dimensional, la historia
es, en primera aproximación, un proceso de posibilitarían en tradición. Si el proceso es
impersonal, tenemos tanto la historia social como la historia biográfica; si el proceso es
personal, tendremos la biografía personal.
A) Una primera tesis, muy frecuente, consiste en decir: lo que hace el hombre en la
historia es ir madurando. La historia es maduración. La historia, se piensa entonces, nos
hace patente el hecho de que cada uno de los individuos de la especie humana es un
germen que va madurando. El hombre es lo que es y además, tiene una serie de
virtualidades germinales: el hombre es realidad germinal. Y lo que la historia aporta a
cada individuo es justo la germinación, cuando menos parcial de esas virtualidades. En
la historia, el hombre va dando de sí todo lo que virtualmente ya es: es la maduración.
Esta idea del carácter germinal de la realidad humana y de la maduración
histórica me parece insostenible.
En definitiva, la tesis que discutimos no nos dice nada acerca de lo que la historia
aporta a cada individuo; porque, al decirnos lo que aporta es una desvelación, no nos
dice ni qué es la desvelación, ni cuál es la índole del «poder» que en la historia se
desvela.
C) Tercera tesis. ¿En qué está el error de las dos tesis anteriores? Está en ser una
falsa conceptuación de lo que el hombre «puede» o no puede hacer históricamente.
Innegablemente, la historia es un proceso de lo que el hombre puede o no puede hacer.
Por tanto, el problema consiste en que digamos en qué consiste formalmente este poder.
Maduración y desvelación son dos conceptuaciones inexactas de este poder: poder no es
ni germinalidad ni des-velación. ¿Qué es entonces? Sólo averiguándolo es como
podremos determinar la índole de aquello que la historia aporta a los hombres.
La palabra poder, que traduce lo que los griegos llamaban dynamis, es muy rica
en aspectos. Desdichadamente, no fueron distinguidos con rigor metafísico ni, por tanto,
conceptuados adecuadamente.
b) Por otro lado, los latinos vertieron la palabra dynamis por potentia seu facultas,
potencia o facultad. Ahora bien, esta equivalencia, a mi modo de ver, no puede
admitirse. No toda potencia es eo ipso facultad. Por ejemplo, es el caso de la inteligencia.
Ciertamente, la inteligencia, en tanto que potencia intelectiva, es esencialmente
irreductible al puro sentir en cuanto tal. Por muchas complicaciones que otorgáramos a
la potencia de sentir, esto es, a la liberación biológica del estímulo, no tendríamos nunca
el más leve indicio de una potencia de «hacerse cargo de la realidad»; es decir, de una
potencia intelectiva. De esto no hay duda ninguna. Pero (y no voy a reproducir aquí las
razones en que fundo mi afirmación, pues lo he hecho en otros escritos míos) esta
potencia intelectiva no está por sí misma «facultada» para producir sus actos. No los
puede producir más que si es intrínseca y formalmente «una» con la potencia de sentir,
más que si constituye una unidad metafísica con esta potencia de sentir, en virtud de la
cual la inteligencia cobra el carácter de «facultad»: es inteligencia sentiente. La
inteligencia sentiente no es potencia, sino facultad; una facultad «una», pero
metafísicamente compuesta de dos potencias; la potencia de sentir y la potencia de
inteligir. Solamente siendo sentiente es como la inteligencia está facultada para producir
su intelección. Hay que establecer, pues, una diferencia metafísica entre poder como
potencia y poder como facultad. Los griegos, en su idea de la dynamis, no lo hicieron, y
menos aun los latinos. No es lo mismo tener potencia y tener facultad. Tanto es así, que
la inteligencia como facultad, esto es, la inteligencia sentiente, tiene un origen genético,
cosa que no sucede con la nuda potencia intelectiva. Desde el primer instante de su
concepción, la célula germinal tiene todo lo necesario para llegar a ser un hombre. Como
la potencia intelectiva en cuanto potencia, no es resultado de una embriogenia, resulta
que ya en el primer instante de su concepción, la célula germinal, además de su
estructura bioquímica tiene una potencia intelectiva, sea cualquiera su origen, tema que
aquí no hace al caso. La unidad metafísico-sistemática de célula germinal y de sus notas
«psíquicas» radicales es lo que muchas veces he llamado plasma germinal, a pesar del
equívoco histórico del vocablo. Pero la inteligencia, como potencia, no produce ni puede
producir acción intelectiva ninguna en el plasma: sería un absurdo mítico. Esa potencia
no es, pues, aún facultad. Solamente lo será cuando en el curso de la morfogénesis psico-
orgánica se produzca la unidad intrínseca de la potencia intelectiva y de la potencia de
sentir, es decir, cuando se engendre la inteligencia sentiente; la facultad. Aunque sea
quimérico pretender engendrar genéticamente la potencia intelectiva a base de ácidos
nucleicos y de liberaciones biológicas de estímulos, es absolutamente inexorable la
producción genética de la facultad de intelección justo a base de ácidos nucleicos. Como
facultad, la inteligencia sentiente es rigurosamente un producto morfogenético. He aquí,
pues, un segundo tipo de «poder»: el poder como facultad. Potencia y facultad ¿agotan
todo «poder»? Creo que no.
Para enfocar adecuadamente las ideas comencemos por atender al hecho de que
no siempre, pero sí muy generalmente, las dotes se adquieren. ¿Cómo y por qué? Para
entenderlo hay que pensar en que es «posible», en el sentido riguroso aquí definido.
Posible no es sólo «objeto posible», sino también todo lo que es posible hacer con él en
mi vida, esto es, como aquello que me va a conferir una forma de estar en la realidad. Y
precisamente por esto es por lo que lo posible, en este aspecto, se llama «las
posibilidades». Todas las posibilidades se fundan en lo posible, y ser posible es estricta y
formalmente ser término de las dotes. Antes de ser posibilidades mías, y precisamente
para poder serlo, se fundan en lo posible en cuanto tal. Ahora bien, entre las distintas
posibilidades, el hombre tiene que optar. Y la opción, ya lo decíamos, no es un
fenómeno meramente intencional, sino que envuelve, formal y constitutivamente, un
momento «físico»: la apropiación. Toda posibilidad, una vez apropiada, se incorpora,
por la apropiación misma, a las potencias y facultades y, por tanto, se naturaliza en ellas,
no en el orden de su nuda realidad, sino en el orden de ser principio de posibilitarían.
Por esta apropiación, por esta naturalización, las dotes, pues, han variado. Esta variación
no es ni arbitraria ni azarosa. Hay posibilidades que no surgen como posibles más que si
antes se han apropiado otras posibilidades. La adquisición de dotes es así un proceso
con una precisa estructura.
Esta naturalización puede ser de dos tipos, y, por tanto, hay dos tipos de dotes:
a’) En primer lugar, hay una naturalización que se funda en el mero «uso» de las
potencias y de las facultades. Es una naturalización que sólo concierne al ejercicio de
ellas; es una naturalización meramente operativa. El tipo de dote así constituido es lo
que llamo «disposición». No me refiero, evidentemente, a disposiciones morales o cosa
parecida, sino a todo el ámbito de la causalidad dispositiva en orden al uso de potencias
y facultades. Las disposiciones son, pues, dotes operativas.
b’) Pero hay dotes mucho más hondas, porque la naturalización de lo apropiado
puede concernir no al mero ejercicio de potencias y facultades, sino a la cualidad misma
de su propia realidad en cuanto principio de posibilitarían. En este caso, las dotes,
resultado de esta naturalización, no son dotes operativas; son dotes constitutivas de las
potencias y facultades en cuanto principios de posibilitarían. Es justo lo que llamo
«capacidad». Capacidad es la potencia y la facultad en cuanto principio más o menos rico
de posibilitarían. Capacidad es formalmente «capacidad de posibles» (en el sentido
preciso en que aquí empleo este vocablo). La capacidad es más o menos rica según sea
mayor o menor el ámbito de lo posible que constituye.
d) El hombre, abierto a sus capacidades por la historia, produce, antes que los
actos, sus propias capacidades. Por esto es por lo que la historia es realización radical. Es
producción del ámbito mismo de lo posible como condición de lo real: es hacer un
poder. Por esto es «cuasi-creación». Nada más que «cuasi», porque evidentemente no es
una creación desde la nada. Pero es «creación» porque afecta primaria y radicalmente al
principio constitutivo de lo humanamente «posible», y no simplemente al ejercicio de
sus potencias y facultades. Tampoco es cuasi-creación por ser un proceso de
posibilidades. Yo mismo escribí alguna vez que la historia es cuasi creación por ser un
proceso de posibilidades. Pero entonces no había meditado aún en la idea del principio
de estas posibilidades, en la idea de capacidad. Ser proceso de posibilidades no me
parece ahora sino una primera aproximación, porque la historia no es algo que marche
sobre sí misma, sino que es algo dimensional que emerge de la nuda realidad de las
personas y afecta a ellas. Y en cuanto tal, la historia es capacitación. Sólo por esto es
cuasi-creación.
Si esto es así, entonces hay que preguntarse inevitablemente ¿en qué consiste el
Yo, el ser de la realidad humana, que se afirma físicamente como tal Yo con sus
capacidades frente al todo de la realidad, esto es, en forma absoluta?
2. El Yo, ser histórico. Recordemos, una vez más, el problema. El Yo es histórico,
porque es el acto según el cual la realidad sustantiva se afirma como absoluta en el todo
de la realidad, y la realidad sustantiva humana es específicamente prospectiva, es
histórica. Y lo es desde sí misma; es constitutivamente prospectiva, es histórica «de
suyo». Es la refluencia histórica de los demás en la constitución de la realidad de cada
individuo. De ahí que el Yo como acto de mi realidad sustantiva sea el Yo de una
realidad histórica. El Yo, el ser humano, por tanto, tiene también carácter histórico. Es la
refluencia de lo histórico no sólo sobre la realidad, sino también sobre el ser de esta
realidad, sobre el Yo. ¿En qué consiste el carácter histórico del ser humano, del Yo?
La exposición anterior ha tenido por objeto principal introducir los conceptos que
pienso son esenciales para esta cuestión. Hecho eso, la respuesta a la pregunta que nos
preocupa puede ser breve y concisa.
B) El «así» tiene un carácter muy concreto. «Ser así» significa ser un acto no de
mis potencias y facultades, sino de mis potencias y facultades capacitadas; ser un acto de
mis capacidades. El Yo, en efecto, no lo es sino como acto de la persona realizada con las
cosas entre las que vive. (Aquí, cosas en el sentido más vulgar del vocablo: cosas
materiales, las demás personas y hasta mi propia realidad «de hecho».)Y vivir consiste
justamente en poseerse a sí mismo como realidad en el todo de lo real. De donde resulta
que viviendo con estas cosas que me rodean en mis situaciones, sin embargo, donde
estoy en todo acto es en la realidad. El hombre vive con las cosas, pero con ellas está en
la realidad, vive de la realidad. La realidad no es una especie de piélago en que se hallan
sumergidas las cosas reales, sino que es un carácter vehiculado por cada una de ellas,
pero que «físicamente» excede de ellas. De ahí, que afirmarse en el todo de la realidad es
un acto que se lleva a cabo con las cosas concretas que me rodean en cada situación. Pero
estas cosas son precisamente aquellas para las que mis potencias y facultades están
capacitadas. De donde resulta que mi Yo está en la realidad, pero según sus
capacidades. El «así» significa concretamente «según mi capacidad». La realidad
sustantiva humana no es absoluta en abstracto, sino que es una «capacidad de ser
absoluta». El Yo es un acto de mi intrínseca «capacidad de lo absoluto».
Esta edad se afirma en el acto de ser, en el acto de ser Yo, como momento
intrínseco suyo. El Yo, decía, tiene una figura temporal que le es propia. Y aquello que la
edad de la realidad modula en el ser humano, en el Yo, es esta figura. Pero entonces la
edad no es sólo una «cualidad» de la «realidad» humana, sino también un «rasgo» del
«ser» humano, del Yo, determinado por la edad de mi realidad. No es que el Yo tenga
edad. Edad no la tiene más que mi realidad. La edad, como modo del Yo, no es sino
figura del Yo, en cuanto determinada por la edad de mi realidad. No es edad de la
figura, sino figura de la edad. Para comprender lo que esto es, pensemos en que los
hombres de misma altura temporal son coetáneos. Ser coetáneos no es simplemente ser
contemporáneos. La contemporaneidad es un carácter extrínseco, es mera sincronía
dentro de un esquema temporal trazado por la ciencia. Sincrónicos eran los esquimales
del siglo II y los habitantes de lo que entonces quedara aún de Babilonia. Pero coetáneos
no lo eran. Para serlo tendrían que pertenecer no sólo al mismo punto de un esquema
extrínseco, sino a una misma altura procesual, y, por tanto, pertenecer a un mismo
proceso tradente de capacitación, es decir, a una misma historia. Y no fue así. En la
historia ha habido tiempos plurales en el sentido de edad. Solamente hoy, a medida que
la humanidad va adquiriendo un cuerpo de alteridad único, va también formando parte
de un proceso cada vez más uno y único, y, por tanto, se comienza a poder hablar no
sólo de corporeidad universal, sino también de coetaneidad universal. Por razón de la
edad histórica de su realidad, los hombres se afirman como coetáneos en su ser, en su
Yo. Si se me permite introducir un cierto neologismo, yo propendería a retirar su prefijo
«co» a la palabra coetaneidad. Lo que queda es etaneidad.
Pues bien, cada hombre, por razón de su «realidad histórica», tiene edad; en
cambio, el ser humano, el Yo, como determinado por la edad, es etáneo. Etaneidad, en el
sentido que aquí estoy dando al vocablo, no es edad. No hay edad del Yo, pero hay
etaneidad del Yo. Etaneidad es la dimensión radical histórica del Yo. La etaneidad es un
momento intrínseco de la figura temporal del Yo: es la última concreción histórica de él.
El Yo, el ser humano es, como todo ser, actualidad. Pues bien, la forma concreta de la
actualidad del Yo es etánea. El Yo es relativamente absoluto, por serlo «así», esto es,
según mi capacidad de ser absoluto, y según esta capacidad soy absoluto en una figura
temporal etáneamente determinada. El tiempo, como figura modal del ser, es, en el caso
del ser humano, su etaneidad. Por esto, digamos recíprocamente: la actualidad etánea
del Yo es mi modo de ser absoluto.
a) En primer lugar, la etaneidad no es una «propiedad» del Yo. Es tan sólo lo que
mide históricamente el modo como el Yo es absoluto: el Yo es absoluto etáneamente. En
su virtud, la etaneidad no es «propiedad»: es dimensión. Todos los caracteres del Yo son
dimensivamente etáneos.
Hemos visto después cuáles son aquellas dimensiones. Son tres. En primer lugar,
la dimensión según la cual el Yo es «cada cualmente» un «yo». En segundo lugar, es un
Yo comunal, un ser comunal. En tercer lugar es un Yo etáneo.
1. Ninguna de estas tres dimensiones tiene prerrogativas sobre las otras dos. De
alguna manera hay que comenzar la exposición: he comenzado por la dimensión
individual como podía haber terminado por ella. Esto no tiene ninguna significación
intrínseca. Las tres dimensiones son independientes entre sí. Si están implicadas no es
entre sí, sino en el Yo del que son dimensiones.
2. Estas dimensiones son congéneres, son radical y esencialmente pertenecientes
al Yo en cuanto tal, porque el Yo es el acto de mi realidad sustantiva, la cual, desde sí
misma, de suyo, es congéneremente pluralizante, continuante y prospectiva.
4. De ahí que el Yo, como afirmación absoluta en el todo de lo real, es algo que
está allende sus dimensiones individual, social e histórica. Porque individualidad,
socialidad e historicidad no son justamente sino dimensiones del Yo; por tanto, algo que
presupone que hay un Yo. Por eso, al hablar del Yo personal, debe evitarse el penoso
equívoco de identificarlo con el yo individual. El «yo» de «cada cual» es sólo una
dimensión del Yo personal. No es lo mismo «mi Yo» que el «yo individual, el yo de cada
cual». El Yo es mi Yo, y es esencial y formalmente «mío» antes de ser yo individual, antes
de ser «yo cada cualmente», y precisamente para poder serlo. La suidad del Yo está
allende su «cadacualidad» individual. Ser Yo es ser «mi» Yo allende lo individual, lo
social y lo histórico: es afirmarse como absoluto, aunque esta afirmación sea
dimensionada. No son las dimensiones las que constituyen mi Yo, sino que es mi Yo, el
ser mío, lo que hace posible que lo individual, lo social y lo histórico, sean dimensiones
propias suyas.
EL PROBLEMA TEOLOGAL
DEL HOMBRE*
*Estas páginas constituyen la introducción al curso que profesé en la Facultad de Teología de la Universidad
Gregoriana de Roma en noviembre de 1973, y que pronto aparecerá como libro en su integridad. He pensado que, a
pesar de su brevedad, nada mejor puedo ofrecer al gran teólogo que es Rahner, que estas reflexiones introductorias
que empezaron a ser publicadas hace ya treinta y nueve años.
Pero será más que un mero punto de partida. Porque problema de Dios y lo que
llamamos Dios no son dos términos de los cuales el primero fuera extrínseco al segundo,
sino que, a mi modo de ver, la elaboración del problema de Dios, en tanto que problema,
es justo la conceptuación misma, tanto agnóstica como negativa o como positiva, de lo
que sea o no sea Dios. El descubrimiento del problema de Dios, en tanto que problema,
es «a una» un encuentro más o menos preciso con la realidad o con la irrealidad de Dios.
Esta dirección de pensamiento es lo que expresa el título «Problema teologal del
hombre».
1) El hombre es una realidad no hecha de una vez para todas, sino una realidad
que tiene que ir realizándose en un sentido muy preciso. Es, en efecto, una realidad
constituida no sólo por sus notas propias (en esto coincide con cualquier otra realidad),
sino también por un peculiar carácter de su realidad. Es que el hombre no sólo tiene
realidad, sino que es una realidad formalmente «suya», en tanto que realidad. Su
carácter de realidad es «suidad». Es lo que, a mi modo de ver, constituye la razón formal
de persona. El hombre no sólo es real, sino que es «su» realidad. Por tanto, es real
«frente a» toda otra realidad que no sea la suya. En este sentido, cada persona, por así
decirlo, está «suelta» de toda otra realidad: es «absoluta».
No es sólo esto. Porque aquellas posibilidades, como formas de realidad que son,
penden en última instancia de lo que es en las cosas ese su poder de realidad. Pero el no
identificarse este poder de lo real con las cosas mismas manifiesta que entre ellas y aquel
poder hay una precisa estructura interna. Y a esta estructura es a lo que llamo
«fundamento». No se trata de una causa o cosa parecida, sino de un momento intrínseco
estructural de las cosas reales mismas, sea cualquiera esa estructura. El mero reposar
factualmente sobre sí mismas sería ya fundamento: las cosas reales mismas, en su pura
factualidad, serían «hechos-fundamentales». Sea cualquiera, pues, su estructura, el
poder de lo real en las cosas no es sino el acontecer del fundamento en ellas. Por eso es
por lo que las posibilidades de formas de realizarse como persona penden del
fundamento. De ahí que el hombre se vea inexorablemente lanzado siempre en la
realidad y por la realidad misma «hacia» su fundamento. El «hacia», en efecto, es un
modo de presencia de la realidad: es «realidad-en-hacia» a diferencia de «realidad-ante»
mí. En su virtud, el lanzamiento es siempre una estricta «marcha». No es proceso
meramente intelectivo, sino un «movimiento» real. El hombre se ve lanzado hacia el
fundamento del poder de lo real, en la inexorable forzosidad «física» de optar por una
forma de realidad. Por tanto, la marcha no es marcha por ser intelectiva, sino que la
intelección es el momento de esclarecimiento de la marcha real y física en que el hombre
está marchando por el poder de lo real. Es, pues, una marcha real intelectiva. La
religación problemática es así eo ipso una marcha real intelectiva desde el poder de lo
real «hacia» su intrínseco fundamento: he aquí justamente el problema de Dios en tanto
que problema de la ultimidad de lo real en cuanto tal. Es justo lo que inicialmente
buscábamos.
2) Por ser problemática, la marcha hacia el fundamento del poder de lo real en las
cosas no es unívoca, precisamente porque el poder de lo real no está sino vehiculado por
las cosas reales en cuanto reales. Ciertamente, en esa marcha el hombre accede siempre a
aquel fundamento. Porque se trata de una marcha real y física y no de un mero
razonamiento o cosa parecida. Por tanto, el término de esta marcha está siempre
atingido. Pero lo está de un modo distinto según las rutas emprendidas: lo que
anticipadamente aún llamamos ateísmo, teísmo o incluso la agnosis misma, son ya un
acceso al fundamento, un contacto con él. Pero como se trata de una diversidad
intelectiva, la vía elegida ha de estar intelectivamente justificada. Y esta justificación es a
un tiempo el fundamento de la opción misma. Toda opción es ya una marcha cuando
menos incoada. El apoderamiento de la persona humana por el poder de lo real es
entonces un apoderamiento del hombre por el fundamento de ese poder. Y en este
apoderamiento acontece la intelección del fundamento. Toda realización personal es,
por tanto, precisa y formalmente la configuración optativa de la persona humana
respecto del fundamento del poder de lo real en ella.
Pues bien, la experiencia fundamental, esto es, la experiencia del fundamento del
poder de lo real por la ruta que intelectivamente lleva a Dios, es eo ipso Dios
experienciado como fundamento, es experiencia de Dios. Y como en virtud de la
experiencia fundamental el fundamento del poder de lo real, según acabamos de ver,
pertenece en una u otra forma a la persona misma, resulta que Dios, al ser la realidad-
fundamento de este poder, descubierta por la persona y en la persona al realizarse como
persona, no es algo meramente añadido a la realidad personal del hombre, como algo
yuxtapuesto a ella. No se trata de que haya persona humana «y además» Dios.
Precisamente porque Dios no es trascendente a las cosas, sino trascendente en ellas,
precisamente por esto las cosas no son simpliciter un no-Dios, sino que en algún modo
son una configuración de Dios ad extra. Por tanto, Dios no es la persona humana, pero la
persona humana es en alguna manera Dios: es Dios humanamente. Por esto, la «y» de
«hombre y Dios» no es una «y» copulativa. Dios no incluye al hombre, pero el hombre
incluye a Dios. ¿Cuál es el modo concreto de esta inclusión? Es justo «experiencia»: ser
persona humana es realizarse experiencialmente como algo absoluto. El hombre es
formal y constitutivamente experiencia de Dios. Y esta experiencia de Dios es la
experiencia radical y formal de la propia realidad humana. La marcha real y física hacia
Dios no es sólo una intelección verdadera, sino que es una realización experiencial de la
propia realidad humana en Dios.
Como plasmación de la religación que es, la religión tiene siempre una visión
concreta de Dios, del hombre y del mundo. Y por ser experiencia 1, esta visión tiene
forzosamente formas múltiples: es la historia de las religiones. Pero la historia de las
religiones no es catálogo o museo de formas coexistentes y sucesivas de religión. Porque
aquella experiencia es, a mi modo de ver, experiencia en tanteo. Por tanto, pienso que la
historia de las religiones es la experiencia teologal de la humanidad, tanto individual
como social e histórica, acerca de la verdad última del poder de lo real, de Dios.
III
Si reservamos, como es justo hacerlo, los vocablos teología y teológico para lo que
son Dios, el hombre y el mundo en las religiones todas y en especial en el cristianismo,
entonces habrá que decir que el saber acerca de lo teologal no es teología simpliciter. El
saber acerca de lo teologal es, decía, un saber que acontece en la experiencia
fundamental. De ahí que el saber de lo teologal sea teología fundamental. La llamada
teología fundamental cobra así su contenido esencial propio. En medio de las numerosas
discusiones acerca del concepto y del contenido de la teología fundamental pienso
personalmente que teología fundamental no es un estudio de los praeambula fidei ni una
especie de vago estudio introductorio a la teología propiamente dicha. A mi modo de
ver, teología fundamental es precisa y formalmente el estudio de lo teologal en cuanto
tal.
***
*Nota del Editor: Las doce lecciones dictadas por Zubiri en la Universidad Gregoriana de Roma en noviembre
de 1973, de los cuales el presente ensayo es un aparte, fueron grabados y editados por los estudiantes de la PUG
mimeográficamente. Pero el texto estudiantil naturalmente no es muy fiable por obvias dificultades.
APÉNDICES
LA NUEVA OBRA DE ZUBIRI:
“INTELIGENCIA SENTIENTE” *
Ignacio Ellacuría
Pues bien, Inteligencia sentiente5, es su segunda gran obra filosófica. El tomo que
acaba de publicarse es la primera parte, titulada Inteligencia y realidad, a la que en 1981
seguirán otras dos partes, ya redactadas y puestas a punto, una dedicada al Logos
sentiente y otra a la Razón sentiente. La parte publicada forma una unidad en sí misma y
puede ser entendida por sí misma, además de ser indispensable para la intelección de
las otras dos, de las cuales es su fundamento y raíz vital. Pero no. dice todo lo que Zubiri
ha pensado sobre la inteligencia y no podrá ser debidamente valorada y aun
comprendida, hasta que dé de sí lo que tiene que dar en las otras dos partes de que
consta el trabajo zubiriano sobre la inteligencia humana.
Para dar cuenta del contenido intelectual del libro y de su significado socio-
cultural voy a dividir este breve artículo en dos secciones, cada una de las cuales
analizará someramente uno y otro aspecto. Ambos son importantes y necesitan de cierta
clarificación. Quiero contribuir con ello a la presentación del último trabajo de Zubiri
ofreciéndole al lector algunas pistas que le puedan servir de introducción contextual a
su estudio. Porque de un libro para estudiar se trata, y no meramente de un libro de
lectura, por muy reflexiva que ésta sea. Ojalá sean muchos quienes la estudien, pues en
buena necesidad estamos todos de que surja un poderoso movimiento filosófico, que
barra con las nebulosidades en las que actualmente nos vemos envueltos.
1. Significado socio-cultural de la obra de Zubiri
Sólo unas palabras y unos pocos trazos para situar socioculturalmente la obra
filosófica de Zubiri, escrita a lo largo de años tan importantes para la sociedad española,
como son los que van de 1920 a 1980. No es que los múltiples vaivenes sociales de estos
sesenta años se hagan directamente presentes en la obra zubiriana, y menos aún, que
Zubiri se haya hecho cuestión filosófica expresa de lo ocurrido durante ellos. Al
contrario, en su vida intelectual Zubiri ha sido más fiel a las cosas mismas y a su propia
vocación de filósofo puro 6, que a cualquier otra incitación o presión. No sabe uno si por
su natural talante o por abandono reflejo de una circunstancia social que de.las más
variadas formas hacía casi imposible la labor creadora e independiente de un filósofo
puro, Zubiri se vuelve a las cosas mismas desde una vocación y con un método
estrictamente filosóficos. Huye el filósofo –conque enormes sacrificios personales– de
todo aquello que pueda distraerle de una seria labor científica con la permanente
sospecha de que su sociedad no le va a entender ni le va a aceptar, a veces por unas
razones y otras por sus contrarias. Cuenta el propio Zubiri que tras la conferencia
pronunciada sobre Hegel, con ocasión del centenario del filósofo alemán, se le acercó
Ortega y, después de felicitarle por la brillantez y profundidad de lo que acababa de
decir –el texto de la conferencia está recogido en Naturaleza, Historia, Dios–, le avisaba
amistosamente de la poca acogida que le esperaba en la España de entonces
precisamente por el rigor sin concesiones con que había afrontado el significado de la
filosofía hegeliana para nuestro tiempo.
Si difícil fue su vocación en las etapas anteriores a la guerra civil –y para ello tuvo
que trabajar años enteros fuera de España con los mejores talentos filosóficos y
científicos de aquel tiempo–, mucho más lo fue en los cuarenta años del franquismo,
cuando el poder civil y el religioso se aunaron para imponer una rígida ortodoxia
intelectual, además de la ortodoxia y ortopraxis políticas, cuya infracción o simple
desconocimiento y falta de entusiasmo suponían el cierre de todas las puertas oficiales,
cuando no la apertura de las del exilio o las de la cárcel. A Zubiri, el nacional-catolicismo
le exilia en Barcelona, cuando regresa a España después de la guerra civil, obligándole a
abandonar su cátedra de Madrid. La presión fue entonces más religiosa que civil, pero
de religiosos que suponían que iban a doblegar con esta medida de castigo, la
independencia crítica del filósofo y del creyente. Pero Zubiri va más lejos que ellos y se
auto-exilia de la Universidad, no tanto por razones políticas de contestación) sino
porque el ámbito intelectual de la Universidad no le permite pensar en libertad. Es,
desde luego, un acto político, por dos razones: el Filósofo no quiere cultivar una filosofía
que pueda suponer el respaldo él una situación político-intelectual que le parece
inaceptable, y el filósofo estima que una Universidad no libre es incapaz de constituirse
en matriz de un pensamiento crítico. Con el agravante de que el dimisionario no contaba
en su casa más que con125 pesetas y no veía ante sí posibilidad alguna de trabajo
intelectual mínimamente remunerado. La filosofía oficial de entonces y los filósofos –es
un decir–que ocupaban las cátedras de la Universidad no ofrecían el mejor cobijo al
pensamiento original y crítico de Zubiri. Sus antiguos compañeros de Facultad; Ortega,
Morente, Besteiro, Gaos, habían sido sustituidos por escolásticos dogmáticos, de quienes
no se sabe si han hecho mayor daño a la filosofía que al cristianismo, Cuando ya en los
años sesenta intenté defender en la Complutense la primera –ya mi saber la única– tesis
doctoral sobre Zubiri en Madrid, el tribunal puso serias dificultades para aceptarla,
porque, según sus componentes –con la honrosa excepción de Muñoz Alonso–, Zubiri
les había hecho el desprecio de abandonar la Facultad. Ninguno de los componentes del
tribunal, excepto Muñoz Alonso, quiso hacer el menor comentario a la tesis; ni conocían
ni les interesaba el autor.
Fueron años difíciles para todos los intelectuales independientes, sobre todo para
los que se quedaron en España. Zubiri se quedó, pero no renunció a hacer filosofía.
Ayudado por Jiménez Díaz y Laín Entralgo, comienza sus cursos privados en una
especie de Facultad filosófica paralela, donde los intelectuales independientes de
entonces pudieron sospechar lo que hubiera sido la vida filosófica y la vida intelectual
de España, si no se hubieran visto despojadas de sus mejores hombres y si hubieran
podido disponer del hogar adecuado.
No todo en la sofística es malo, y de cualquier modo hay que preguntarse por qué
surge la sofística, sobre todo cuando se convierte en fenómeno universal en los llamados
países libres.
Son conocidas las tres grandes cuestiones kantianas: ¿qué puedo yo saber”, ¿qué
debo yo hacer? y ¿qué me es dado a mí esperar?, todas ellas cuestiones de claro sabor
antropológico, como se desprende de la que, según el propio Kant, las abarca a todas y
que se formula así: ¿qué es el hombre? Sin duda, en las respuestas kantianas se traspasa
el límite antropológico, al menos en la superación del yo empírico en el yo
transcendental.
Pero con todo y con eso, Kant, y no digamos la mayor parte de los autores pos
cartesianos, se pregunta de algún modo subjetivamente sobre los más graves problemas
de la filosofía. Dice que en esto consiste el giro copernicano que ha llevado de las cosas
mismas al hombre, pero no al hombre como lugar de realidad, sino al hombre como
constituyente de la misma, aunque sea sólo en su inteligibilidad. Con ello no se ha hecho
sino llevar a sus últimas consecuencias las raíces idealistas que se escondían en la teoría
de la inteligencia clásica desde Parménides, Platón y Aristóteles.
Tres son también las grandes cuestiones que han preocupado a Zubiri y en torno
a las cuales ha centrado la mayor parte de sus reflexiones. Ni por su tema ni por el modo
de plantearlas coinciden con las kantianas. Podríamos formularlas así: ¿qué es la
realidad?, ¿en qué consiste el inteligir?, ¿qué hay acerca de Dios?, de modo que la
cuestión por el hombre queda subsumida en las otras tres y de ningún modo constituye
su envolvente, como es el caso de gran parte de la filosofía moderna... Se trata
claramente de una superación del subjetivismo antropológico, sea éste transcendental o
empírico. No es, desde luego, una mera vuelta atrás. Y no lo es porque, como acabamos
de decir, atrás estaban precisamente las raíces del idealismo, porque de muy atrás viene
la logificación de la inteligencia y la entificación de la realidad, que son precisamente las
dos montañas que hay que remover para superar cualquier vestigio de conceptismo y de
idealismo.
Zubiri, por tanto, ha tomado con total seriedad lo que es la sensibilidad como
acceso a la verdadera realidad. La realidad sesiente, se aprehende como realidad por los
sentidos, y sólo si la realidad es de algún modo sentida, podrá ser concebida o pensada
realmente, esto es, con realidad. Los sentidos no sólo nos han contenidos, sino que nos
hacen formalmente presente la realidad, nos hacen formalmente presente la propia
formalidad de realidad. La realidad es aprehendida por el hombre impresivamente, y
esta impresividad es el modo como la realidad se nos hace presente. Impresión de
realidad es lo que unitariamente se le da al hombre en el acto único de aprehender la
realidad.
Ya esto supone un giro radical en filosofía. Giro que no lo han dado los empiristas
materialistas, en cuanto ellos tampoco atribuyen a los sentidos más que ofrecer
contenidos, sin resaltar que los sentidos humanos ofrecen una peculiaridad que no se
explica por mera complicación de contenidos, precisamente porque forman unidad
estructural con la inteligencia. Pero Zubiri va más allá, y afirma que los sentidos nos dan
los distintos y complejos modos de inteligir. No es sólo que la intelección humana sea
constitutiva y formalmente sentiente en sí misma en cuanto intelección, y que el sentir
humano sea constitutiva y estructuralmente intelectivo en cuanto sentir, sino que los
órganos de los sentidos –reflexiónese sobre este subrayado materialista– sienten con un
sentir en que lo aprehendido es aprehendido como real, pero con el agravante de que
cada sentido, en función de su órgano, “me presenta la realidad en forma distinta”14. No sólo
me ofrece contenidos propios (colores, sabores, frío, calor, etc.), sino modulaciones
propias de la formalidad de realidad. Me presentan la realidad de modo distinto (ante
mí, en, hacia, etc.). De ahí que “los modos de presentársenos la realidad en los sentires
humanos son eo ipso diversos modos de intelección”15. De suerte que si se carece
radicalmente de un sentido, se carece de un modo específico de intelección, y no sólo de
un contenido específico. Más aún, como todos los sentidos se recubren entre sí, de suerte
que cada uno de ellos no es sino un analizador de una unidad previa, la intelección
humana es modulada por la unidad de todos esos modos de presentación aunque en
cada caso sólo sean uno o varios órganos sensoriales los que se vean afectados. En cada
aprehensión primordial de realidad se hacen presentes, no los contenidos propios de
cada uno de los sentidos, pero sí los modos propios de cada uno, y “en esta diversidad es
en lo que consiste la riqueza inmensa de la aprehensión de realidad”16. Volvemos a repetirlo,
porque es una de las grandes y profundas novedades del pensamiento de Zubiri, no está
la riqueza tan sólo en los contenidos, que desde luego pueden ser mucho más ricos,
según sea el desarrollo de cada uno de los sentidos, sino principalmente–desde el punto
de vista de la intelección– en los modos propios como cada uno de los muchos sentidos
humanos nos hace presente la formalidad de realidad, que ya no es un “de suyo” vacío
y abstracto, sino estructural y lleno de complejidad.
Nos encontramos aquí con una crítica radical del conceptismo y del
abstraccionismo, como nos encontrábamos en el apartado anterior con una crítica
igualmente radical del intelectualismo. ‘Aquella crítica implicaba una nueva formulación
de lo que debe entenderse por realidad: realidad es, ante todo, una formalidad; ésta
implica la elaboración de una nueva categoría, la categoría de actualidad. Precisamente
porque la intelección es formalmente mera actualización de lo real en la inteligencia, la
superación del conceptismo no se hace por la vía de los intuicionismos y menos aún por
la de las vivencias o la de las aproximaciones imaginativas a la realidad. Todo esto se da,
porque la inteligencia humana es sentiente y es, además, una nota-de todas las demás
del hombre, así como éstas lo son también “de” la inteligencia, con la que forman
unidad estructural, en la que todas y cada una seco-determinan. No obstante, la
aprehensión primordial de realidad es el acto radical de la inteligencia y el fundamento
de todos los demás, que son posibles como modalizaciones ulteriores, que hacen del
lagos un lagos sentiente y de la razón una razón sentiente.
Y es que, además, como ya lo hemos insinuado, “realidad “no es para Zubiri una
vaguedad que se identifique con existencia o con una determinada zona de cosas reales
o con naturaleza, etc. Sencillamente no es cosa, sino formalidad, precisamente aquella
formalidad que sólo se descubre como tal a la inteligencia y no, por ejemplo, al animal,
que actualiza las cosas reales no como realidad sino como estímulo. Y esto, no porque la
realidad sea algo abstracto, a lo que el animal no alcanza –ya dijimos que lo real se
siente–, sino porque la pura sensibilidad, la sensibilidad no intelectiva, ante las cosas
reales “queda” estimulada y preparada para responder, mientras que en el caso de la
inteligencia sentiente, de la sensibilidad intelectiva, las cosas reales “quedan “como algo
de suyo. Lo que las cosas son de suyo es lo que queda actualizado en la inteligencia, y
todavía más exactamente es el de suyo mismo el que queda actualizado y permite,
moviéndose en esa formalidad y desde luego instalado en ella, que el hombre penetre en
lo que es la realidad de las cosas reales. No otra cosa es la verdad real, que es la verdad
radical, en la cual deben apoyarse todas las otras formas de verdad. La verdad real es
pura y simplemente el momento de la real presencia intelectiva de la realidad, cuando la
realidad se actualiza primariamente e inmediatamente en la aprehensión primordial de
la realidad como actualización primaria y radical de la inteligencia sentiente.
Como siempre ocurre en filosofía, una nueva idea de realidad implica una nueva
idea de inteligencia, y, correlativamente, una nueva idea de inteligencia implica una
nueva idea de realidad. En este sentido, Sobre la esencia no acaba de entenderse sin el
estudio y comprensión de Inteligencia sentiente, ni ésta puede entenderse a cabalidad
sin el estudio y comprensión de aquélla. Esta es la parte de razón que tienen los que
echaban algo de menos en la primera gran obra de Zubiri, no porque se necesitase una
crítica previa del saber en general antes de hacer una filosofía de la realidad, sino
porque inteligir y realidad, son en el caso del hombre, estrictamente congéneres.
c) El método que sigue el libro no puede ser otro que la puesta en marcha de lo
que se ha entendido ser el inteligir humano. Si la intelección humana es formalmente
mera actualización de lo real en la inteligencia sentiente, es presumible que el método
para explicar esa idea fundamental sea precisamente ése de explicar, de desplegar
analíticamente la realidad misma de los hechos presentes en la intelección. “Esta
explicación no es cuestión de razonamientos conceptuales, sino que es una cuestión de análisis de
los hechos de intelección. Ciertamente es un análisis complejo y no fácil...”18. Pero es un
análisis. Que este método se funde en esa idea de inteligir es claro, como es claro su
carácter filosófico y su correspondencia con el propósito fundamental de la obra
zubiriana: dar con lo que estructuralmente son las cosas estudiadas. Este método y este
propósito delimitan el carácter del libro.
Cuando Zubiri tiene que sobrepasar el nivel del análisis de los hechos –del
análisis metafísico, se entiende–, remite los ulteriores desarrollos a apéndices, que
siguen al texto de los capítulos. No es que entonces especule o se pregunte lógicamente
por presuntas condiciones de posibilidad, pero se da cuenta de que sus explicaciones
sobrepasan de alguna forma el análisis mismo de los hechos para tomar cierto cariz de
hipótesis interpretativas. No es, entonces, que los apéndices dejen de pertenecer
temáticamente a lo que es el punto central de este libro –entre los temas tratados en
apéndice están los de formalización e hiperformalización, transcendentalidad y
metafísica, realidad y cualidades senosibles, realidad y ser, etc. –, sino que el tratamiento
de ellos sobrepasa en alguna manera el mero análisis de los hechos, tal como se nos dan
en la aprehensión primordial de realidad. Cabrán discusiones de si lo que Zubiri
propone como pura explicación de un hecho es más que eso; incluso es posible que sus
afirmaciones puedan comprobarse o rechazarse de modo indirecto presentando
experimentos de índole biológica o psicológica.
BIBLIOGRAFIA ZUBIRIANA*
Hans Widmer
INTRODUCCIÓN
Toda esta paciente labor bibliográfica permite ya, según creemos, la elaboración
de una bibliografía patrón o standard. Es lo que aquí ofrecemos. Para ello nos hemos
servido de un conjunto de criterios, tanto formales o de estructura, como materiales o de
contenido, que pasamos a exponer.
El intento fue reunir del modo más exhaustivo posible las fichas bibliográficas,
tanto de trabajos del propio Zubiri como de los escritos sobre él. Se han vaciado todas
las bibliografías anteriores así como los principales catálogos bibliográficos hoy
existentes sobre literatura española y sobre literatura filosófica. Siempre que ha sido
posible se ha probado la exactitud de la ficha así adquirida mediante la inspección
directa del texto original. Por desgracia, este principio no ha podido ser aplicado
siempre en el capítulo de trabajos escritos sobre Zubiri.
Una última observación. Mi intento ha sido sólo poner el fundamento sólido para
una bibliografía de y sobre Zubiri digna de tal nombre. Consciente de que esta tarea
acometida por un solo individuo, sobre todo teniendo en cuenta la dificultad de abarcar
bibliográficamente el ámbito de habla española, el autor de este trabajo ha establecido,
en el curso de la elaboración de esta bibliografía, un íntimo y permanente contacto con
múltiples personas, y quiere iniciar con su publicación contacto con todos aquellos
investigadores que tengan algún problema bibliográfico concreto o puedan enriquecer
lb aquí expuesto con alguna nueva ficha o cualquier tipo de precisión. El autor se siente
especialmente obligado a agradecer su ayuda a todos y cada uno de los componentes
del «Seminario Xavier Zubiri», de Madrid, así como también agradece las facilidades
prestadas por el profesor Babolin, de Parma, y los bibliotecarios de Lucerna, Zurich,
Berna y Madrid (Biblioteca General del C. S.I. C., Biblioteca Nacional, Biblioteca
Menéndez y Pelayo).
1. Libros
1923 Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio. Tesisdoctoral. Madrid, 1923.
«Revista de Archivos, Bibliotecasy Museos», 188 páginas + 1 hoja (25 X 18), 4.
1933 «Nota preliminar a un sermón del Maestro Eckehart», en Cruz y Raya, núm.
4 (1933), páginas 83-86; reproducido por J. BERGAMÍN en Antología de «Cruz y Raya»,
Madrid, 1974, páginas 98-99.
1935 «En torno al problema de Dios», en Revista de Occidente, número 149 (1935),
páginas 129-159; reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas 361-398;
también por Julián MARÍAS: La filosofía y sus textos, Barcelona, 1963, páginas 673-688; A.
R. CAPONIGRI: Pensadores católicos contemporáneos, Barcelona, 1964, páginas 349-379; y
parcialmente, por G. PICÓN: Panorama de las ideas contemporáneas, Madrid, 1958, páginas
493-499. Como se deduce de la nota 1 de la página 363 de Naturaleza, Historia, Dios (6a.
edic.), este artículo fue publicado también en 1936 en la revista francesa Recherches
Philosophiques, pero en una traducción que, dada su ínfima calidad, fue desautorizada
por Zubiri.
1936 «Ortega, maestro de filosofía», en El Sol, Madrid, 8 de marzo de 1936.1937
«Note sur la philosophie de la religión», en Bulletin deL’Institut catholique de
París, T. 28, 2a.serie, núm. 10(1937), páginas 334-341, París.
1959 «El problema del hombre», en Índice, núm. 120 (1959),páginas 3-4.
1974 «La dimensión histórica del ser humano», en Realitas-I, Madrid, 1974,
páginas 11-69.
1976 «El concepto descriptivo del tiempo», Realitas-II, Madrid, 1976, páginas 7-
47.
1940 Prólogo a B. Pascal, Pensamientos, Buenos Aires, 1940. Editado por Espasa-
Calpe, S. A. Impreso por Compañía General Fabril y Financiera. Colección Austral (2a.
edic. En 1943, la 6a. en 1962 y la 7a. en 1967). El prólogo ha sido parcialmente reimpreso
en Naturaleza, Historia, Dios(6a. edic.), páginas 135-141.
1941 Prólogo a J. Marías, Historia de la filosofía, 1a. edic., Madrid, 1941. Editado
por Revista de Occidente. Hasta el año 1970 ha tenido 21 ediciones. El prólogo ha sido
reimpreso parcialmente en Naturaleza, Historia, Dios (6a.edic.), páginas 107-118, bajo el
título «La filosofía y su historia».
1953-1954 El problema del hombre (35 lecciones) (de los cursos de los años
1945-1954 existe texto taquigráfico, mientras que de los años 1959-1975 se Conserva
grabación magnetofónica).
1927 MESSER, A., Filosofía antigua y medieval. Traducción de Xavier Zubiri, tipo
Artística, Revista de Occidente, Madrid, 1927. Este libro ha tenido otras dos ediciones:
1933, 2a. edic., Madrid, editado por Revista de Occidente, impresor Galo Sáez; 1945, 3a.
edic., Buenos Aires, editado por Espasa-Calpe, Fabril Financiera.
1935 SUÁREZ, F., Disputaciones metafísicas sobre el concepto del ente. Traducción
de Xavier Zubiri. Más detalles bibliográficos supra, 1-3, 1935.
1947 RICCIOTT1, Giuseppe, Historia de Israel, desde la cautividad hasta el año 135
d. C. Traducción de
Xavier Zubiri, Barcelona, Luis Miracle , Agustín Núñez, 1947, 481 páginas
y 1 hoja; 3a. edic., 1966.
1. Libros
Homenaje a Xavier Zubiri, Revista Alcalá, Marsiega, S. A., Madrid, 1953, 275
páginas. Colaboran en este homenaje (sus colaboraciones se detallarán en II-2):
Aranguren, J. L.; Campo, A. del; Cardenal, M.; Conde, F. J.; Díez del Corral, L.; Grande
Covian, F.; García Valdecasas , A.; Garrigues, L; Gómez Arboleya, E.; Laín Entralgo, P.;
Lisarrague , S.; López Ibor, J.; Marías, J.; Ortega, A, A.; Palacios, J.; Ridruejo, D.; Rof
Carballo, L; Rosales, L.; Tovar , A.; Vivanco , L. F.; Zaragüeta, J. (Se trata de un homenaje
a Zubiri con motivo de sus 25 años de profesor universitario).
Homenaje a Xavier Zubiri, Moneda y Crédito, Diana, Madrid, 1970, tomo 1, 787
páginas; tomo II, 786 páginas. Colaboran en este homenaje (las colaboraciones que se
refieren directamente a Zubiri se detallarán en II-2): Albarracín Teulón , A; Álvarez
Bolado, A.; Álvarez Turienzo, S.; Andrés Álvarez, Y.; Andrés Ortega, A.; Anes Álvarez,
G.; Arnaldich Perot, L.; Azcárate , P. de; Bataillón , M. ; Bolvadin , L. de; Carande , R.;
Caro Baraja, J; Ceñal, R.; Cifuentes Delatte, L.; Conde, F. J.; Congar, Y. M.; Cruz
Hernández, M.; Chueca, F.; Díez-Alegría, l. M.; Ellacuría. I.; Fernández Casado, C.;
Ferrater Mora, J.; Gaos, J.; Garagorri, P.; García y Bellido, A.; García Sabell.; García de
Valdeavellano, L.; Garrigues, A.; Garrigues, J.; Gadamer, H.G.; Gómez Caffarena, J.;
Gómez Nogales, S.; González Núñez, A.; González Caminero, N.;
González de Cardedal, O.; G. Duarte, P.; Grande Covian, F.; Hellín, J.; König, F.;
Laín Entralgo, P.; Aranguren, J. L.; Lapesa, R.; López Quintás, A.; Lledó Iñigo, E.;
Madariaga, S. de; Maldonado Arenas, L.; Maravall, J. A.; Marcel, G.; Marquínez Argote,
G. ; Moltmann, J.; Ochoa, S.; Ortega, A.; Ortiz de Urbina, I.; Palacios J.; Paniker, R.; París,
C.; Pinillos, J. L. ; Poch G. de Caviedes, A.; Querejazu, A.; Rahner, K.; Riaza, M.; Rof
CarbalIo, J.; Siguan, M.; Tellechea Idígoras, I.; Terán, M.; Tovar A.; Trueta, J.; Truyol, A.;
Vivanco, L. F.; Yela, M.; Zaragüeta, J. (Se trata de un homenaje a Zubiri en su
septuagésimo aniversario. De hecho, apareció dos años más tarde).
RAMOS GANGOSO, A., Exposición sumaria y crítica de «Sobre la esencia», del doctor
X. Zubiri, Santiago de Compostela, 1964, 72 páginas.
Realitas, vol. I, Moneda y Crédito, Pérez, Madrid, 1974, 514 páginas. Colaboran en
este número (sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y II-2): Zubiri, X.;
Ellacuría, I; Campo A. del; Baciero, C.; Fernández Casado, C.; Gracia, D.; Riaza, M.;
Montero, F.; López Quintás, A.
Realitas, vol. II, Labor, Pérez, Madrid, 1976, 576 páginas. Colaboran en este
número (sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y Il-2): Zubiri, X.; Ellacuría,
I.; Monserrat, J.; Gracia, D.; Riaza, M.; Baciero, C.; Fernández Casado, C.; Widmer, H.;
López Quintas, A.
Realitas, vols. III-IV, Labor, Madrid, 1979, 595 páginas. Colaboran en este número
(sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y II-2): Zubiri, X. ; Laín Entralgo, P.;
Gracia, D.; López Quintas, A.; Babolin, A.; Campo, A. del.; Ellacuría, I. ;Rivera, E.;
Marquínez Argote, G.; Pintor-Ramos, A.; Caponigri, A. R.
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