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XAVIER ZUBIRI

Siete ensayos de

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Edición preparada por Germán Marquínez Argote

UNIVERSIDAD SANTO TOMÁS

CENTRO DE ENSEÑANZA DESESCOLARIZADA

BOGOTÁ, 1982
Centro de Enseñanza Desescolarizada

Sección de Publicaciones

Cra. 9a. No. 51-23, Tels. 2553034

2357192, Ext. 22

Bogotá, D. E .– Colombia
AGRADECIMIENTO

Es notorio que el esfuerzo de creación de Xavier Zubiri a lo largo de su fecunda vida de


pensador y la labor socrática ejercida a través de cursos orales, públicos y privados, superan con
mucho la obra escrita y publicada. Cientos de páginas inéditas, fruto de los cursos matritenses,
siguen añejándose como el buen vino en los archivos. No dudamos que algún feliz día tan
caudalosa producción verá luz pública. Mientras tanto, nos tenemos que atener a los textos
publicados, libros y ensayos. Gran parte de los trabajos de juventud han sido recogidos y
publicados en Naturaleza, Historia, Dios, obra que ha gozado del favor de los lectores a juzgar
por las sucesivas ediciones de la misma. Sus obras mayores, pertenecientes al período de madurez,
son el tratado Sobre la esencia e Inteligencia sentiente, ésta en curso de publicación. Pese a la
complejidad y radicalidad de las mismas, las ediciones se agotan y se suceden, lo cual indica que
estamos ante un pensador exigente, de difícil lectura, pero original e incitante, como lo son todos
los clásicos de la filosofía, con los cuales dialoga, a los cuales critica y reinterpreta
magistralmente, como puede verse en Cinco lecciones de filosofía, el mejor texto que conozco
de introducción al filosofar.

En la época de madurez fue saliendo de su plumauna serie de ensayos sobre temas


antropológicos que felizmente aparecieron en diversas publicaciones periódicas dedifícil
consecución y acceso para lectores no especializados, especialmente en América Latina donde
tales recursos bibliográficos son tan escasos. Recoger dichos ensayos en un volumen para
ponerlos en manos de lectores de temas filosóficos, y particularmente en las de los alumnos de
nuestra Facultad de Filosofía, constituía un viejo anhelo y máxime cuando el pensamiento de
Zubiri ha sido uno de los focos de iluminación de nuestro quehacer filosófico. Hoy es realidad,
gracias en primer lugar a la acogida que el propio Xavier Zubiri dio a nuestro proyecto de
publicación. La Universidad Santo Tomás, decana de las universidades en Colombia, quiere
manifestara Xavier Zubiri, a través de mi persona, público agradecimiento por el honor que nos
hace al incorporarse a la misma editorialmente como Maestro.
JOAQUÍN ZABALZA IRIARTE, O. P.

Decano de la Facultad de Filosofía, de la Universidad Santo Tomás de Bogotá.


NOTA INTRODUCTORIA

Germán Marquínez Argote

Con Baroja y Unamuno, es uno de los vascos universales de este siglo. Nacido en
San Sebastián en 1898, pertenece por calendario y talante a la generación del “27”,
menos agónica, a fuer de más segura de sí misma, que la del“98”. Es coetáneo de
Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente
Aleixandre, Rafael Lapesa, Pedro Laín Entralgo, José Gaos, entre otros. Cabe pensar que
la fulguración de tantos y tales poetas ha eclipsado o al menos opacado la existencia
cierta de otros valores generacionales. Entre éstos, X. Zubiri representa la vena de
creación filosófica.

Realiza estudios en la vieja universidad Central de Madrid. Aquí Juan Zaragüeta


y José Ortega y Gasset representan en las primeras décadas del siglo la tradición y la
actualidad. El equilibrio entre estos dos factores hará de X. Zubiri un verdadero
“clásico” del pensamiento contemporáneo. Prosigue estudios filosóficos y teológicos en
Lovaina y Roma. En esta última se doctora en teología en 1920. De vuelta a España en
1921, obtiene el doctorado en filosofía en la Central con una tesis sobre fenomenología
del juicio. A los veintiocho años gana la cátedra de historia de la filosofía de la misma
universidad. Dos años más tarde se ausenta de Madrid para emprender una larga
carrera de cuatro años, 1926-1931, por diversos centros culturales europeos en busca de
saber científico suficiente que le permita plantear en forma real los problemas de la
filosofía. La curiosidad y versación científica de X. Zubiri es proverbial: tiene
oportunidad de estudiar matemáticas con Rey Pastor (Madrid), La Vallée-Poussin (París)
y Zermelo (Friburgo); biología con Van Gehuchten (Lovaina), Speman (Friburgo) y
Golschmidty Mangolt (Berlín); física teórica con De Broglie (París) y Schrödinger
(Berlín); filología clásica con Jaeger y filosofía con Husserl y Heidegger en Friburgo de
Brisgovia.
La fenomenología husserliana y la metafísica heideggeriana dejan profunda
huella en el pensamiento naciente de X. Zubiri. Pero, sin duda, lo más importante de
estos cuatro años europeos es la implantación zubiriana en el “humus” de las ciencias;
Pocos filósofos han tomado tan enserio el saber científico. Y hay que agregar que, desde
entonces, ha seguido día a día la marcha de las más diversas disciplinas. Por ello, ha
escrito Julián Marías que X. Zubiri “Está instalado en la ciencia de hoy, no en la de hace
diez, veinte o treinta años”1. Es conocida su amistad actual con grandes investigadores
como Francisco Grande Covián y el premio Nobel Severo Ochoa, quien ha escrito que
guarda hacia X. Zubiri “una profunda admiración y entrañableafecto” 2.

Con todo este bagaje científico a las espaldas y conciertas intuiciones filosóficas
en la mente, retorna en 1931 a su cátedra de historia de la filosofía en Madrid en la que
permanece hasta 1936. Julián Marías, que inicia estudios justo en el momento en que X.
Zubiri reemprende su labor magisterial, ha rememorado en dos admirables ensayos la
figura y el quehacer cotidiano del que considera uno de sus grandes maestros:

“Zubiri hablaba con voz baja y rápida, de monotonía que no lograba ocultar un
acento de sofocada pasión, de la filosofía de los griegos... Cuando el alumno intentaba
apoderarse de un párrafo denso, todo novedad, erizado de dificultades, y anotarlo en su
cuaderno de apuntes, Zubiri había dicho otras cosas más... Al alumno solía acometerle
cierto pavor, un desfallecimiento que hacía detener la pluma sobre el papel. Unos la
dejaban ya quieta para siempre; algunos la hacían correr vertiginosamente por las
páginas cubiertas de abreviaturas y de algunos signos de desesperación: entre estos
últimos se encuentran los que hemos sido discípulos de Zubiri” 3.

Por otra parte, la facultad de filosofía atraviesa en los años treinta por un
momento verdaderamente estelar: “Con Ortega, enseñaban en ella Manuel García
Morente, Xavier Zubiri, José Gaos... Se podía pensar, sin extremar demasiado la
esperanza que acaso un día el meridiano principal de la filosofía europea pasaría, por
primera vez en la historia, por Madrid” 4. A partir de 1933, X. Zubiri se estrena como
escritor con una serie de ensayos que van apareciendo en Cruz y Raya, revista fundada
por Bergamín, y en la famosa Revista de Occidente de José Ortega y Gasset ,toda una
institución al servicio .de la cultura.
Tantas esperanzas y no pocas realidades fueron truncadas en 1936, al iniciarse la
guerra civil. El grupo esencial de la llamada “Escuela de Madrid” hubo de emigrar ante
circunstancias imposibles. Morente vive la tragedia civil y familiar desde Argentina, y
morirá al poco tiempo de retornar a la España de la post-guerra. José Gaos, transterrado
a México, se instala definitivamente allí, donde formará escuela y llegará a ser uno de los
maestros latinoamericanos más respetados. Ortega y Gasset, figura universalmente
consagrada, recorre ambos continentes embelesando con su verbo y convenciendo con
su sapiencia. X. Zubiri, en estos difíciles años, se instala en París donde dicta cursos
sobre temas filosóficos-teológicos en el Instituto Católico, al tiempo que estudia historia
antigua y lenguas orientales con Deimel, Benveniste, Lavat, Dhorme y Delaporte.

Terminada la guerra civil y al iniciarse la universal, X. Zubiri se hace cargo de la


cátedra de historia de la filosofía en la universidad de Barcelona que profesará entre
19401942. Durante estos años escribe diversos ensayos para la revista Escorial fundada
por el poeta Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y Pedro Laín Entralgo. En mayo de 1942
se despide de la universidad catalana con una importante conferencia sobre: “Nuestra
situación intelectual”. En este mismo año representa un hito editorial la publicación del
primer libro formal de X. Zubiri: Naturaleza, historia, Dios, un grueso volumen en el que
se recogen agrupados gran parte de los escritos de X. Zubiri dispersos en revistas.
Constituyen escritos de juventud incitantes que prometen una obra madura de
excepcional importancia.

Instalado en Madrid desde 1942, X. Zubiri se retira discretamente de la cátedra


oficial. Son otros los tiempos. El pensamiento en la universidad española de post-guerra
involuciona hacia formas escolásticas. Años más tarde, escribirá Antonio Tovar desde
Alemania: “Querido Zubiri... déjame que recuerde con nostalgia tus clases, en lasque
nos hablabas de la escuela de Tubinga, y ese que tú llamaste entonces ‘país de sol y de la
melancolía’ que decidió para mucho tiempo que ni tú ni yo ni otros le interesaban para
maestros”5.

A partir de 1945 la influencia de X. Zubiri se deja sentir sobre amplios sectores de


la intelectualidad española a través de cursos extrauniversitarios, a los cuales año tras
año acude masivamente un público heterogéneo, interesado y conmovido por una voz
que dispara en tono menor los temas más graves de la filosofía en forma original. La
fidelidad de la audiencia termina por hacer de tales cursos una verdadera institución,
que desde ese lejano 1945 perdura hasta nuestros días. Esperamos que la labor socrática,
a laque nos tiene acostumbrados X. Zubiri, se complemente algún feliz día con la
publicación de tales cursos. Hasta hoy, sólo Cinco lecciones de filosofía, curso dictado
en1963, ha visto la luz de la imprenta.

Otro hito importante lo constituyen los cursos privados que, bajo invitación,
viene dando desde 1966. Por los mismos han pasado profesionales de las más diversas
carreras y actividades: médicos, poetas, ingenieros, psicólogos, arquitectos, teólogos y,
por supuesto, filósofos. Muchos son hoy figuras consagradas que han reconocido su
deuda discipular. Pero X. Zubiri más que una corriente filosófica o una escuela, ha
creado a su alrededor un ámbito intelectual acogedor y amical, porque es, ante todo, un
buen amigo. De la amistad ha escrito, repitiendo una frase del Estagirita. Que “es lo más
necesario en la vida”. Cierto que ha debido defender su vida privada, la escondida
senda que transcurre lejos del mundanal ruido. Esto ha hecho pensara muchos en un
Zubiri lejano, olímpico, inaccesible. Nada menos cierto. X. Zubiri es de las personas más
sencillas, agradables y abiertas que se puedan conocer. Como buen vasco conserva la
llaneza, la naturalidad y el buen sentido de su tierra. Es, además, gran conversador.

Hasta el momento, la obra mayor de X. Zubiri es el tratado Sobre la esencia,


publicado en primera edición en1963. Apenas aparecido se agotó fulminantemente.
Muchos lo compraron pensando en una obra de fácil lectura y, naturalmente, no
pudieron con su recia estructura y difícil contenido. Otros, desde sus respectivos
prejuicios mal-entendieron esta obra capital. Pero el hecho de que siga teniendo
sucesivas ediciones quiere decir que sigue interesando a innumerables estudiosos. Para
mí tengo que es un libro excepcional que, junto con El ser y el tiempo de Heidegger o El
ser y la nada de Sartre, quedará como una de las principales muestras de creación
filosófica de nuestro siglo. Su influjo se sentirá más en el futuro, cuando esta obra de
“filosofía primera” encuentre su natural complemento en los diversos tratados de
“filosofías segundas” aún inéditas 6. Últimamente ha aparecido otra de sus obras
magistrales sobre problemas del conocimiento: Inteligencia sentiente.
Y, sin embargo, la más reciente generación filosófica española ha tratado de
rebajar méritos a X. Zubiri ha pretendido relegar su influencia a los años cincuenta y
sesenta. Toda generación que surge con empuje de nueva ola es siempre iconoclasta.
Además, la nueva generación que se forjó en los últimos años del franquismo e hizo
eclosión con la democracia, es políticamente hipertensa. En cambio, lo social y lo político
en X. Zubiri no ha tenido el deseado desarrollo por circunstancias políticas y personales
y porque X. Zubiri es un pensador de raíces, un metafísico. ¿Pero, acaso la política no
necesita de una metapolítica y, en últimas, de una filosofía primera? Vistas las cosas
desde América Latina, algunas de las categorías metafísicas de X. Zubiri, como la
distinción entre ser y realidad, cobran importancia política capital como nos lo han
hecho ver Enrique Dussel y Osvaldo Ardiles. Este último escribe: “Confundiendo las
nociones de realidad y de ser, el pensar de la dominación obtuvo un reaseguro
ontológico de la permanencia de lo existente. Pero la necesaria labor de distinción(a la
que es tan poco afecto el raciocinio simplificador de los ideólogos del ‘statu qua’) nos
obliga a distinguir, con Zubiri, al ser como un momento’ de lo real, como una actualidad
de lo real”7.

Pero, a todas éstas, ¿cuáles son los puntos más originales e incitantes del
pensamiento maduro de X. Zubiri?

Difícil resumir, sin desfigurar ni empobrecer, un pensamiento tan complejo y rico.

Digamos de entrada que X. Zubiri, al igual que Heidegger, sustenta la necesidad


de una metafísica o, como gusta decir, filosofía primera. Pero la suya no es una
metafísica del ser u ontología, al uso en las Escuelas o a la manera de Heidegger, sino una
metafísica dé la realidad. La realidad es el rico e inalienable “de suyo” de las cosas, algo
absoluto en ellas; el ser en cambio, es respectivo, porque las cosas son o no son, son esto
o lo otro en respectividad. La realidad funda al ser. Sólo desde la realidad se puede ser
algo o alguien en el mundo. Mundo es la totalidad de las cosas en cuanto reales, El solo
enunciado de estas tesis da a entender que X. Zubiri ve todo bajo la razón de realidad,
subspecie realitatis; y no como ha sucedido tradicionalmente, de los griegos a Heidegger,
bajo la razón de entidad o subspecie entis. No son los entes o el ser lo que, en primera
instancia, interesa a Zubiri, sino la realidad. Por ello su metafísica no es ontología ni
trascendental ni fundamental. X. Zubiri es radicalmente realista y, por lo mismo, es
postmoderno. La modernidad “idealizó” el ser. De lo que se trata hoy es de volver a
incardinar el ser en la realidad. Esta distinción es fundamental para no caer en la
tentación de querer ser de espaldas a la realidad como tantas veces ha sucedido en
nuestra historia latinoamericana. A los países dependientes se les dicta un deber-ser,
como lo ha hecho ver Enrique Dussel, que no nace de su realidad. Es, en esencia, el
colonialismo.

Consecuentemente, X. Zubiri tiene una visión estructuralista de la realidad, en


oposición a la visión sustancialista de origen aristotélico. La realidad no es sustancia
sino sustantividad. Sustancia es “un-en-sí” con muchos accidentes dependientes. Una
sustantividad, en cambio, es un sistema de elementos posicionalmente
interdependientes, que se codeterminan y que forman una totalidad clausurada, pero, a
la vez, abierta a otras sustantividades. En una sustancia los accidentes no cuentan; en
una estructura sustantiva todos los elementos son importantes, cada uno desde su
posición, que además de puesto o colocación significa función. No tengo tiempo para
destacar los cambios que se operarían en las estructuras sociales si, despojándonos del
viejo sustancialismo, nos decidiéramos a pensar y actuar de acuerdo con la nueva visión
estructural o sustantiva.

Por otra parte, X. Zubiri supera el viejo dualismo materia y espíritu que se
traduce en el hombre como unión de dos sustancias, según el viejo hilemorfismo. El
hombre no es unión de cuerpo y alma, sino unidad radical psico-somática, en la que lo
somático está psiquizado y lo psíquico está somatizado. No es que X. Zubiri niegue la
especificidad e irreductibilidad de uno y otro orden de realidades, pero en el hombre se
dan intrínsecamente vertidas. Estructuralmente el hombre es animicidad-corpórea o
corporeidad anímica. En consecuencia, y por obra de la versión, el hombre es
funcionalmente inteligencia sentiente, voluntad tendente, sentimiento afectante.

La psicología clásica había separado y puesto en dos pisos el conocimiento


sensitivo y racional, la voluntad y los apetitos sensibles, el sentimiento y las afecciones.
X. Zubiri, sin confundir potencias, afirma la estructura unitaria de sentidos e
inteligencia. La inteligencia siente la realidad: es sentiente. Y la siente en impresiones,
que no son meras impresiones sensibles; sino impresiones de realidad. La inteligencia
está a flor de sentidos y se dimensiona en cada uno de ellos: visualmente, acústicamente,
táctilmente, etc. A este primer nivel, la inteligencia es concreta y tiene que ver mucho no
sólo con la vida cotidiana, sino también con campos tan importantes de la cultura como
la estética. A la inteligencia siguen el logos y la razón. Estas palabras connotan los usos
abstractos de la inteligencia que se desarrollan en el niño yen la humanidad con
posterioridad. El niño y el hombre prehistórico entran en un determinado momento en
“uso de razón”, pero es porque antes han estado en uso de inteligencia. Sentidos e
inteligencia sondas potencias de una sola facultad: la inteligencia sentiente.

Metafísicamente, el hombre es animal de realidades. No sólo por ser la realidad


más rica, firme y efectiva, sino por su habitud inteligente. Por la inteligencia el hombre
está abierto a la realidad de las cosas, mientras que el simple animal, por la mera
sensibilidad, sólo lo está a cosas-estímulos. Las cosas que afectan al animal son para él
solamente objetos estimulantes y nada más; mientras que las mismas cosas para el
hombre son realidades. El hombre puede penetrar en sí mismo y en las cosas, las puede
conocer “de suyo”, en su secreto íntimo, las puede medializar. El simple animal no
puede romper la barrera del estímulo que emboza la realidad y por ello, obedece a
estímulos, mientras que el hombre vive de realidades. Los animales viven en un entorno
y en un medio específicamente prefijado; el hombre, desde su entorno y medio, está
abierto al mundo o totalidad de lo real. El hombre es un animal de mundo. El animal
vive el presente en presente; el hombre, empero realiza su presente desde un pasado y
en vista a un futuro. En definitiva, el simple animal es una esencia enclasada o encerrada
en un aquí y un ahora, mientras que el hombrees una esencia abierta a la totalidad de lo
real: es trascendental. Esta apertura al mundo o totalidad de lo real constituye el
acontecimiento metafísico. La metafísica, antes que un tema pensado, es algo que nos
pasa y que hacemos los humanos, seamos o no conscientes de ello.

Por la inteligencia, el hombre entra en sí mismo y se autoposee: es un “de suyo”


formalmente “suyo”; consiste en “suidad” y es, por ello, un animal personal. Pero el
hombre es persona viviendo al hilo del tiempo, forjando posibilidades, eligiendo unas y
rechazando otras y, lo que es más grave, eligiéndose a sí mismo en una determinada
forma de realidad. A partir de la “personeidad” el hombre tiene que configurar su
personalidad, acto a acto, a golpe de decisiones. Además de las propiedades que el
hombre tiene emergentemente, por naturaleza, existen otras que tiene que hacer suyas
por apropiación: así, la ciencia, las artes, la virtud. El hombre es por ello animal
radicalmente moral: tiene que responder a sus necesidades y tiene que responder por
sus respuestas. El animal es sólo responsivo, el hombre además de responsivo es
responsable. Los actos humanos le crean un problema de responsabilidad porque son
“suyos” y son tales porque son puestos desde una realidad formalmente suya o
personal. Por consistir en autoposesión, el hombre es centro de autodeterminaciones:
puede dar respuestas desde “sí mismo”, puede dar de “sí mismo”, puede darse a “sí
mismo”. El “sí mismo” es la intimidad. Los animales sólo tienen interioridad.

Desde la intimidad el hombre puede decir: “Yo”. El yo, la misteriosa yoidad, no


es sino la autodenominación de la propia realidad personalmente poseída y que, por
ello, se “contra-distingue” de cualquier otra realidad. El yo es el ser del hombre. Cada
hombre, en el universo mundo, es una unidad personal, más centrada que la realidad
individual de los animales o las meramente singulares, como los átomos, que se repiten
sin otra distinción que la meramente numeral. Es por ello el hombre una realidad
“absoluta” o suelta-de toda otra realidad. Frente al resto de las cosas que forman parte
de la sustantividad universal, el hombre tiene, por ser absoluto, razón de todo y
dignidad de fin. Pero el hombre es tan sólo relativamente absoluto porque sigue atado
por múltiples cordones umbilicales al universo del cual emergió como persona. Para
realizar se necesita de las cosas, de los demás y del poder último de lo real.

Por la apertura real a los demás, el hombre es un animal social, En la manada, en


la colmena y en otras clases de asociaciones animales la apertura a sus congéneres no es
real sino estimúlica. Por lo mismo, no se puede hablar estrictamente de sociedades sino
de asociaciones animales. La sociedad es una habitud de alteridad al otro en tanto que
“otro que yo”. En la sociedad el hombre sigue siendo absoluto, centro de decisiones,
pero comunalmente: por comunicación y decisión conjunta. Vivir es convivir.
Conviviendo y comunicándose, el hombre se abre al campo de la comunión personal.
Comunión es más que comunicación o apertura al “otro que yo”: es formalmente
versión al “otro como yo”. Sobre la comunión se construye la amistad de laque ha
escrito X. Zubiri que es “lo más necesario en la vida”.

El hombre; además de social, es un animal histórico. Historia no es evolución,


aunque sin evolución no habría historia. La evolución es la actuación de unas
potencialidades por emergencia o generación. La historia es; en cambio, invención en
tanto que el hombre tiene que proyectarla; es posibilitación en cuanto el hombre tiene
que forjar sus posibilidades antes que realizarlas; es tradición porque, al nacer, recibe el
hombre un determinado modo de estar en la realidad (además de unas estructuras
psico-somáticas) que define su repertorio de posibilidades y el posible proyecto. De aquí
que el tiempo humano no sea un simple transcurso en el que se van dando hechos como
en la vida animal. Es duración en cuanto el pasado va quedando en el presente en forma
de posibilidades y el futuro adviene al presente en forma de anticipo mediante el
proyecto. Lo que el hombre va haciendo adquiere entonces carácter de sucesos o
eventos. El hombre es un animal eventual además de etáneo. Etaneidad quiere decir que
la realidad humana, individual e históricamente, tiene una edad, un determinado nivel
histórico. El hombre al nacer se sitúa a la altura del tiempo que le toca vivir, que no es la
altura de los tiempos anteriores. Para el hombre no es indiferente nacer hoyo haber
nacido ayer. Por lo mismo, el hombre es prehistórico, clásico, medieval, renacentista,
ilustrado, contemporáneo. No se podrían dar estos calificativos a los animales porque su
tiempo no es histórico...

Finalmente, el hombre es un animal religado, atado al poder de lo real: último,


posibilitan te e impelente. La realidad, en efecto, es la instancia desde la que se explica el
hombre; la gran diferencia metafísica que lo separa del resto de los animales; la
posibilidad de todas las posibilidades; la fuerza que le fuerza a hacerse o realizarse
como persona. La religación al poder de la realidad es para X. Zubiri la dimensión
humana donde el hombre tiene planteado el problema religioso o teologal. Por vía de
religación la humanidad ha ido dando respuestas diversas al problema del fundamento
último de lo real hasta llegar, en las religiones superiores, a identificarlo con Dios.
Zubiri, pues, no refiere el origen de la religión a causas patológicas individuales o
sociales, como lo hacen Freud y Marx, sino a la raíz misma por la que el hombre es
hombre: su apertura a la realidad8.

Esta breve, nota no pretende dar razón del pensamiento de X. Zubiri en su


totalidad y rica complejidad. La he escrito no sin temor de producir una impresión
deshilvanada y superficial de un pensamiento coherente y profundo. Más que de un
estudio se trata de una invitación a leer unos textos que hablan por sí mismos del
hombre a nivel radical o metafísico. En su conjunto conforman una especie de tratado de
antropología filosófica, aunque no fueran escritos con esta intención. En efecto, se trata
de una colección de ensayos sueltos, escritos bajo varios requerimientos en diversas
fechas y publicaciones periódicas, como a continuación señalaremos. Pero todos ellos
pertenecen a la época madura del pensamiento zubiriano y guardan una profunda
unidad temática por la intención de dar razón del hombre en su origen, en su
constitución, en el funcionamiento de sus facultades y en alguna de sus dimensiones,
como la histórica y teologal.

Los ensayos incluidos en este libro fueron escritos y publicados en el siguiente


orden:

1959“El problema del hombre”, en Índice (Madrid) n. 120 (1959),pp. 3-4.

1963 “El hombre, realidad personal”, en Revista de Occidente (Madrid), 2a.ép., n.


1 (1963), pp. 5-29.

1964“El origen del hombre”, en Revista de Occidente (Madrid), 2a. ép., n. 17(1964),
pp. 146-173.

1967“Notas sobre la inteligencia humana”, en Asclepio. Archivo Iberoamericano de


Historia de la Medicina y Antropología Médica (Madrid), XVIII-XIX (1967-1968), pp. 341-
353.

1973“El hombre y su cuerpo”, en Asclepio (Madrid), XXV (1973) pp. 5-15;


Selesianum (Roma), XXXVI (1974), pp. 479-486; Quirón (La Plata), V (1974), pp. 71-77.

1974“Dimensión histórica del ser humano”, en Realitas-I (Madrid) 1974, pp. 11-79.

1975“El problema teologal del hombre”, en Teología y mundo contemporáneo,


Homenaje a K. Rahner, Madrid, 1975, pp. 55-64.
SIETE ENSAYOS
EL ORIGEN DEL HOMBRE

El problema del origen del hombre ha sido hasta fines del siglo XIX un problema
casi exclusivamente teológico. Pero sorprendentemente, este problema ha entrado en
una nueva fase, en la fase de la ciencia positiva. La paleontología humana y la
prehistoria han descubierto una serie de hechos impresionantes cuyo volumen y calidad
han (le considerarse como transcendentales. Porque estos hechos científicos conducen a
la idea de que el origen (leí hombre es evolutivo: el phylum humano arranca
evolutivamente de otros phyla animales, y dentro del phylum humano, la humanidad ha
ido adoptando formas genética y evolutivamente distintas, hasta llegar al hombre
actual, único del que hasta ahora se ocuparon la filosofía y la teología. Ciertamente, la
evolución humana es un tema que pertenece a la ciencia positiva. Pero planteado por los
hechos, no puede menos de afectar a la filosofía y a la teología mismas. Dejando de lado,
por el momento, el aspecto teológico de la cuestión, la idea del origen evolutivo de
nuestra humanidad, a pesar de ser una idea científica, es una idea que como otras
muchas, se halla en la frontera de la ciencia y de la filosofía; constituyen problemas
fronterizos, bifaces. Y en cuanto tales necesitan ser tratados también filosóficamente.
¿Qué significa, qué es, filosóficamente, el origen evolutivo de nuestra humanidad? 1
I

En el orden somático, morfológico, del animal al hombre hay una estricta


evolución. Sus mecanismos, alcance y caracteres podrán ser discutibles y son discutidos.
Pero innegablemente existe una evolución morfológica que coloca al hombre en la línea
de los primates antropomorfos, concretamente en la bifurcación entre póngidos y
homínidos. Los antropomorfos póngidos conducen a los grandes simios: chimpancé,
gorila, orangután; gibbon. Los antropomorfos homínidos, partiendo del mismo punto de
origen que los póngidos, siguen una línea evolutiva distinta. Los paleontólogos llaman
homínidos a todos los antropomorfos que forman parte del phylum al que pertenece el
hombre. Los llaman así porque ha habido en este phylum antropomorfos que aún no son
humanos, sino infrahumanos (aunque no simios, como lo son los póngidos); estos
homínidos no hominizados son los ascendientes somáticos directos del hombre. Como
la paleontología no dispone aún de suficiente número de restos fósiles, no puede
describir con satisfactoria precisión, ni las formas de proliferación de los homínidos, ni
el punto preciso de su hominizacíon.

Pero esta evolución somática innegable deja en pie otro hecho que necesita ser
tenido en cuenta e integrarse en la evolución, si hemos de dar razón completa del
fenómeno humano: la esencial irreductibilidad de la dimensión intelectiva del hombre a
todas sus dimensiones sensitivas animales. El animal, con su mera sensibilidad,
reacciona siempre y sólo ante estímulos. Podrán ser y son complejos de estímulos
unitariamente configurados, dotados muchas veces de carácter signitivo, entre los cuales
el animal lleva a cabo una selección respecto de su sintonía con los estados tónicos que
siente. Pero siempre se trata de meros estímulos. A diferencia de esto, el hombre, con su
inteligencia, responde a realidades. He propugnado siempre que la inteligencia no es la
capacidad del pensamiento abstracto, sino la capacidad que el hombre tiene de
aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas como realidades. Y entre mero estímulo
y realidad hay una diferencia no gradual sino esencial. Lo que impropiamente solemos
llamar inteligencia animal es la finura de su capacidad para moverse entre estímulos, de
un modo muy vario y rico; pero es siempre en orden a dar una respuesta adecuada a la
situación que sus estímulos le plantean; por esto es por lo que no es propiamente
inteligencia. El hombre, en cambio, no responde siempre a las cosas como estímulos,
sino como realidades. Su riqueza es de un orden esencialmente distinto al de la riqueza
del animal. Por esto, su vida transciende de la vida animal, y las líneas evolutivas del
animal y del hombre son radicalmente distintas y siguen direcciones divergentes. El
animal, por ejemplo, es un ser enclasado, el hombre no lo es. Por razones psico-
biológicas, el hombre es el único animal que está abierto a todos los climas del universo,
que tolera las dietas más diversas, etc. Pero no es sólo esto. El hombre es el único animal
que no está encerrado en un medio específicamente determinado, sino que está
constitutivamente abierto al horizonte indefinido del mundo real. Mientras el animal no
hace sino resolver situaciones, incluso construyendo pequeños dispositivos, el hombre
transciende de su situación actual, y produce artefactos no sólo hechos ad hoc para una
situación determinada, sino que, situado en la realidad de las cosas, en lo que éstas son
«de suyo», construye artefactos aunque no tenga necesidad de ellos en la situación
presente, sino para cuando llegue a tenerla; es que maneja las cosas como realidades. En
una palabra, mientras el animal no hace sino «resolver» su vida, el hombre «proyecta»
su vida. Por esto su industria no se halla fijada, no es mera repetición, sino que denota
una innovación, producto de una invención, de una creación progrediente y progresiva.
Precisamente donde los vestigios de utillaje dejan descubrir vestigios de innovación y de
creación, la prehistoria los interpreta como características humanas rudimentarias. Sería
el caso de la Pebble-culture (cultura de guijarros) de los australopitecos, de los que
hablaremos después.

Pero esta irreductibilidad no implica una cesura, una discontinuidad, entre la


vida animal y la humana. Todo lo contrario. Si se acepta la distinción entre mera
sensibilidad e inteligencia que acabo de proponer, es verdad que el animal reacciona
ante meros estímulos, y que el hombre responde a realidades. Pero tanto en su vida
individual, como en su desarrollo específico, la primera forma de realidad que el
hombre aprehende es la de sus propios estímulos: los aprehende no como meros
estímulos, sino como estímulos reales, como realidades estimulantes; tanto, que la
primera función de la inteligencia es puramente biológica, consiste en hallar una
respuesta adecuada a estímulos reales. El mero hecho de decirlo, nos muestra que,
cuanto más descendemos a los comienzos de la vida individual y específica, la
distinción entre mero estímulo y estímulo real se va haciendo cada vez más sutil, hasta
parecer evanescente. Justamente esto es lo que expresa que no hay cesura entre la vida
animal y la propiamente humana. No la hay en la vida individual, es sobradamente
claro. Pero tampoco la hay en la escala zoológica. La vida de los primeros seres con
vestigios somáticos, y tal vez psíquicos, de humanidad, los australopitecos, se aproxima
enormemente a la vida de los demás antropomorfos. Por esto es tan difícil, y a veces
imposible, saber si un fósil homínido representa o no un homínido hominizado.
II

Constituido el phylum humano por una inteligencia, hay en él una verdadera y


estricta evolución genética, debida sobre todo a la evolución de las estructuras
somáticas, pero también a la evolución del tipo de inteligencia, expresada en industrias
caracterizadas por una unidad evolutiva casi perfecta. Es decir, que lo que hasta ahora
hemos solido llamar «hombre», así en singular, en realidad aloja dentro de sí tipos de
humanidad somática e industrialmente —es decir, somática e intelectivamente—
distintos, producidos por verdadera evolución genética intrahumana. No se trata de
hombres distintos tan sólo por su tipo de vida, sino de tipos estructuralmente distintos,
tanto por lo que concierne a su morfología como por lo referente a sus estructuras
mentales. De entre los puntos más salientes, bien conocidos, recordemos tan sólo
algunos para dar mayor concreción a nuestras consideraciones.

1) Desde comienzos del cuaternario antiguo (villafranquiense), hace casi dos


millones de años, aparecen los homínidos australopitécidos que parecen ser los primeros
seres que poseen ya vestigios de caracteres humanos rudimentarios. El más antiguo
conocido es el cráneo de Tchad. Posteriormente hay, por un lado, el grupo de los
australopitecos africanos con sus diversas variedades; por otro, los australopitecos de
Java. Se extienden hasta bien entrado el cuaternario medio (el australopiteco telantropo
y los de Palestina); son, junto con los de Java, la transición más próxima al tipo
subsiguiente. En conjunto, constituyen un grupo bastante homogéneo. Tienen, salvo
tardías excepciones, talla pequeña y un aspecto similar al de los póngidos: frente huida
y faz ahocicada. Pero sus premolares son de tipo netamente humano y completamente
distinto del de los póngidos. Han logrado la bipedestación y la posición erecta casi
perfectas; su pelvis es ya de tipo humano. Con ello han quedado los brazos y las manos
libres para la prehensión y la elaboración de útiles. Tienen, en cambio un cerebro
alargado y bajo; un volumen craneal de 500-700 cc, notoriamente inferior al de los
hombres posteriores, pero alto respecto de los póngidos en relación con su talla.
Algunos, como el cráneo de Tchad, presentan sensibles diferencias con los demás.
Recojamos, a título de «información», el recientísimo descubrimiento, por Leakey (1963-
64), de un fósil del comienzo del cuaternario en Africa oriental, que ha denominado
homo habilis. Algunas de sus/estructuras son intermedias entre las del australopiteco y
las del hombre subsiguiente; otras se emparentan más con las del homo sapiens. Sería,
según esta idea, el antepasado directo del hombre posterior, mientras que los
australopitecos constituirían una rama colateral de homínidos sin hominizar. Al homo
habilis pertenecerían el cráneo de Tchad, los australopitecos de Palestina, así como el
telantropo (que entonces ya no deberían llamarse australopitecos), y tal vez la
«enigmática» mandíbula de Kanam. Todo ello está necesitado de más atento y
minucioso estudio), antes de ser admitido. Los australopitecos fabrican hachas
rudimentarias, si así pueden llamarse a los guijarros afilados Pebble-culture. Tomadas en
larga perspectiva temporal, parecen presentar, según algunos (y a ello se inclina hoy la
mayoría. de los investigadores), vestigios de innovación creadora, a diferencia de la
fijeza y repetición características del instinto y de la imitación animales; denotarían, por
tanto, una cierta inteligencia. De ser así, su transmisión de unos seres a otros del mismo
grupo, sería un primer esbozo de auténtica sociedad y tradición, esto es, un primer
esbozo de cultura rudimentaria. Estarían, pues, rudimentariamente hominizados,
porque habrían comenzado a aprehender las cosas como realidades, cómo cosas que son
«de suyo». Por el contrario, si no se admite que en su industria haya innovación
creadora, entonces se trataría de homínidos no hominizados, que serían o bien los
antepasados tal vez inmediatos del hombre, o bien una rama colateral de hominidos que
ha ido extinguiéndose. Para Leakey hay una cultura de guijarros que es creadora, pero
su artífice no es el australopiteco (que también fabricó útiles de guijarros sin creación),
sino el homo habilis.

2) Al comienzo del cuaternario medio, hace medio millón de años, los homínidos
hominizados (sean australopitecos, sean homo habilis) han producido por evolución un
tipo ya claramente humano: son los arcantropos como los llama Weidenreich. El tipo más
antiguo es el cráneo de Modjokerto. Le siguen en orden de antigüedad, el pitecantropo y
el sinantropo. Muy próximo a éste, si no anterior, tenemos la mandíbula de Mauer, y
otra, la de Montmaurin, intermedia entre aquélla y la del hombre posterior. Algo más
recientes son algunos restos de Africa oriental, afines a ciertas variedades de
australopitecos. Aparece después el atlantropo de Ternifine (Argel). Finalmente, los
hombres de Casablanca, Rabat, Témara y Saldanha. La raíz de estos arcantropos se halla,
pues, en los australopitecos o en formas próximas (¿homo habilis?); y a su vez, los
hombres de Mauer, Montmaurin y los de Marruecos y Saldanha, representan la
transición a los hombres de tipo posterior. Los arcantropos tienen una dentición del
mismo tipo que el de los australopitecos. Poseen un esbozo rudimentarísimo de mentón;
maxilares sumamente fuertes; arcos superciliares enormes; un cráneo muy espeso con
fuerte borde en el agujero occipital; su curvatura occipital es menor que en los tipos
anteriores. Su cerebro tiende de la forma aplanada a la globular, desarrollándose hacia
lo alto; sus circunvoluciones son aún muy pobres, pero superiores a las de los
australopitecos; posee lóbulos frontales mayores, pero aún muy deficientes; hay
probablemente predominio del hemisferio izquierdo; su volumen medio es 1.000 c. c.
Tenían ya una industria lítica bifaz muy característica. No sabían encender el fuego, pero
sí parece que sabían utilizarlo o conservarlo. No entierran a sus muertos. Pero el agujero
occipital de sus cráneos está artificialmente agrandado, lo que parece indicar que
vaciaban el cráneo, extrayendo el cerebro. ¿Se trata de un ritual antropofágico o
simplemente de la conservación del cráneo como reliquia, tal vez, del difunto? Difícil
decidirlo.

3) En el resto del cuaternario medio, hace unos doscientos mil años, aparece otro
tipo humano somática y mentalmente distinto: el paleantropo (Keith). Este tipo humano
evoluciona en diversas fases. El tipo más arcaico es el representado por los pre-
neandertales (Steinheim, Ehringsdorf, Saccopastore) y los pre-sapiens (Swanscombe, y
mucho más tarde, el hombre de Fontchévade). Vienen después los neandertales clásicos
extendidos por toda Europa, Asia y Africa. Los de Palestina quizá sean pre-sapiens.
Finalmente, los que señalan la transición al tipo posterior: los hombres de Rhodesia, y el
de Solo (descendiente del pitecántropo). En rasgos generales, su dentición es intermedia
entre la del arcantropo y la del hombre posterior. Poseen un mentón menos acusado (y a
veces hasta casi inexistente) en los más antiguos que en los más recientes; mandíbulas
menos fuertes que las del arcantropo; cara más reducida, pero con maxilares ahocicados.
El cráneo adquiere nueva orientación; pero, por regresión, posee menor flexión; frente
huida y aplanada; arcos superciliares muy grandes; una curvatura mayor, que a veces le
aproxima al hombre posterior. Los pre-sapiens poseen ya frente recta, casi sin arcos
superciliares. Huesos mucho menos espesos. Su cerebro tiene un volumen de unos
1.425-1.700 c. c. que queda ya fijado; circunvoluciones más acentuadas; mayor desarrollo
hacia lo alto; lóbulos frontales más acentuados, pero en general más pobremente
desarrollados, muy por bajo del hombre posterior. Su cultura (cultura del paleolítico
inferior) es típica. Estos hombres comienzan, unos, a tallar hachas mucho más perfectas
que las bifaces anteriores, las típicas hachas de mano; poseen, otros, industria de lascas.
Habitan al aire libre y en cavernas. Son nómadas, recolectores y cazadores. Utilizan el
fuego. Probablemente se pintaban algo el cuerpo; y algunos objetos podrían
interpretarse como amuletos. Parece que la caza iba acompañada de la demostración de
trofeos, una demostración que tal vez tuviera carácter de rito de caza, indicador, por
tanto, de cierta idea de poderes superiores. Entierran a sus muertos rodeándolos a veces
de ofrendas, lo que denuncia una cierta idea de la supervivencia.
4) Sólo después, en el cuaternario reciente, hace unos cincuenta mil años, aparece
un tipo somática y mentalmente distinto: el neantropo, llamado muchas veces, por
abreviación, hombre de Cromagnon. Es el homosapiens por antonomasia. Los ejemplares
más antiguos que se conocen hasta la fecha son el hombre de Kanjera, y algo posterior,
el de Florisbad, ambos del Africa oriental. Es el tipo humano al que pertenecemos
nosotros. Tiene una dentición típicamente moderna. Mentón acabado; cara corta y
ancha; frente alta; nariz estirada; carece casi de arcos superciliares; los huesos del cráneo
se van haciendo cada vez menos espesos desde el paleolítico superior al neolítico. El
cerebro adquiere definitivamente su forma globulada; es muy rico en circunvoluciones
ya perennes, con pleno desarrollo de los lóbulos frontales. En su primera fase cultural
(paleolítico superior), este hombre ya no talla hachas; pulimenta la piedra (industria
lítica de hojas); fabrica también punzones y agujas de coser óseas. Comienza a ser
agricultor y a domestica animales. Produce pintoras rupestres admirables, a pequeños
alto y bajo relieves; estatuillas que pueden ser ídolos de fecundidad (la tierra madre) e
ídolos protectores; es decir, posee prácticas claramente mágico-religiosas lo cual denota
una creencia en espíritus a los que hacen ofrendas. Entierra a sus muertos construyendo
a veces pequeños monumentos funerarios. Después de la última glaciación, este hombre
entra en la fase cultural del neolítico. Pulimenta más la piedra; posee una cerámica y
desarrolla artes textiles. Construye chozas y palafitos. Inicia la vida pastoril. Posee un
claro culto a los muertos, construyendo monumentos megalíticos (dólmenes, menhires,
etc.). Tiene divinidades domésticas (lares, etc.) un divinidad de la fecundidad, u culto
del toro y culto solar. Comienza a tener signos ideográficos. Desarrolla ya un arte
riquísimo en todos los órdenes a veces de carácter muy estilizado. Finalmente entra en
una nueva fase, la edad de los metales, salvo tal vez por lo que se refiere al cobre que
pudo pertenecer al neolítico.

Estos cuatro tipos de hombres(los primeros hominizados, sean australopitecos u


homo habilis, los arcantropos, los paleantropos, los neantropos) no se hallan
estratificados, sino que se superponen a veces por largo tiempo; hemos dicho ya, por
ejemplo, que determinados tipos de australopitecos son tan próximos al arcantropo por
su fecha, que es difícil clasificarlos en uno u otro grupo, pues los primeros alcanzan al
cuaternario medio cuando y están en pleno desarrollo los arcantropos; lo mismo sucede
con los arcantropos y los paleantropos; finalmente estos últimos conviven con los
neantropos. Cuando cada tipo comienza, convive, pues, con los del tipo anterior. No
conocemos, naturalmente, el carácter social de estos diversos tipos humanos, sobre todo
de los más arcaicos; menos aún la convivencia social entre los hombres de un tipo
anterior y los del posterior. La etnología de ciertos pueblos «primitivos» actuales,
utilizada con suma prudencia, puede arrojar alguna luz sobre determinados aspectos del
problema.

Esta sucesión de tipos humanos no es sólo sucesión sino verdadera evolución


genética. La morfología comparada de sus restos fósiles y el carácter de la fauna de que
están rodeadas en los yacimientos, lo sugiere claramente; lo confirma la continuidad
evolutiva de sus industrias. No se trata, naturalmente, de una certeza absoluta, la ciencia
nunca la posee; pero si de una suficiente fuerza de convicción razonable. Las opiniones
podrán diferir y difieren en detalles a veces muy importantes. Porque no se trata de que
la totalidad de un tipo sea el origen genético de la totalidad de otro. Dentro de cada tipo
hay formas que en la mayoría de sus representantes son seguramente ramas colaterales
en la evolución de la humanidad; tal sucede en general con los pitecantropos; pero aún
en este caso, no olvidemos que el hombre de Solo es probablemente descendiente
directo de los pitecantropos de Java. La cosa es más clara aún, en el paleantropo; los
neandertales clásicos, no son, en general, sino ramas colaterales; pero los pre-
neandertales y pre-sapiens están en la línea genética directa del neantropo. Los ejemplos
podrían multiplicarse. Constantemente surgen nuevos hechos que imponen una
revisión en la descripción de los tipos humanos y en la precisa articulación genética de
su evolución. Ya hemos indicado, en efecto que la paleontología no conoce aún con
precisión el modo de proliferación de los homínidos ni, por tanto, el punto exacto de su
hominización. Por un momento se pensó que alguna forma como el Oreopiteco era un
ejemplar de lo que hubieran sido los homínidos antes de su hominización; hoy parece
que los investigadores ya no lo creen tan firmemente. Hemos señalado también las
recientes ideas en torno al homo habilis. Además, la interpretación de la cultura de
guijarros está necesitada de mayor documentación no sólo paleontológica, sino también
arqueológica, concerniente al carácter de su cultura, y, consiguientemente, a la posible
hominización de sus artífices. Finalmente, el descubrimiento constante de nuevos fósiles
claramente humanos irá modificando el cuadro morfológico, geográfico e histórico del
hombre fósil y de su evolución. Todo ello es de incumbencia de la ciencia. Pero lo que sí
queda establecido es el gran hecho de la existencia de muy distintos tipos humanos,
encadenados por una verdadera evolución genética. Y esto es lo único decisivo para
nuestro problema: el hombre sin más no es una realidad, lo son tan sólo sus distintos
tipos evolutivos.
III

Esto supuesto, ¿qué significa esta evolución, qué son todos estos distintos tipos de
humanidad? Digamos ante todo que, científica y filosóficamente, estos tipos son todos
rigurosamente humanos, son verdaderos hombres. Filosóficamente pienso que el
hombre es el animal inteligente, el animal de realidades; algo esencialmente distinto del
animal no-humano, que no está dotado sino de mera sensibilidad, es decir, de un modo
de aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas, como meros estímulos. Esta
dimensión intelectiva se halla en unidad esencial, en unidad coherencial primaria, con
determinados momentos estructurales somáticos: cierto tipo de dentición, de aparato
locomotor, de manos libres para la prehensión y la fabricación de utillaje; cierto tipo de
configuración y volumen craneal; cierto tipo de configuración y de organización
funcional del cerebro; un aparato de fonación articulado, capaz de ser utilizado, en
ciertos estadios, en forma de lenguaje. El lenguaje, en efecto, no es sólo cuestión de
estructuras anatómicas macroscópicas de fonación, sino de organización funcional, la
cual tal vez no se logre sino en estadios más avanzados de hominización. La unidad
específica del hombre está, pues, asegurada: es la unidad esencial de inteligencia y de un
tipo determinado de estructuras somáticas básicas. Hay, por tanto, en todos los hombres
de que venimos hablando, lo que he llamado un esquema constitutivo transmitido por
generación, es decir, hay un verdadero phylum genético. En su virtud, este esquema es,
científica y filosóficamente, un esquema rigurosamente especifico. Recíprocamente, la
inclusión de un antropomorfo en el phylum humano, constituye su rigurosa unidad
específica con el hombre.2Los representantes de todos estos tipos humanos son, pues,
verdaderos hombres. De confirmarse el carácter innovador, creador, de la industria de
los australopitecos, éstos poseerían una inteligencia, todo lo rudimentaria que se quiera,
pero verdadera inteligencia, porque aprehenderían ya las cosas como realidades; serian
verdaderos hombres rudimentarios, como veremos en seguida.

Sin embargo, esta unidad filética, específica, aloja dentro de ella una diversidad
muy grande. Esta diversidad no se refiere en primera línea a diferentes tipos de vida,
sino a diferencias estructurales psico-somáticas. Las vidas son de diferente tipo porque
lo son las estructuras psico-somáticas que las hacen posibles, y que en este sentido las
definen. El arcantropo y el paleantropo tienen diferentes tipos de vida porque sus
estructuras son diferentes. Lo que llamamos «modos» diversos de vida, son diferencias
que se inscriben dentro de un tipo de vida ya estructuralmente definido. Entre los
diversos arcantropos y entre los diversos paleantropos, unos individuos podían llevar, y
seguramente llevaron, distintos modos de vida, como sucede también entre los
neantropos. Pero todos los diferentes modos de vida de los arcantropos son vidas de un
mismo tipo, distinto del tipo de vida de los paleantropos. La diferencia primaria es,
pues, una diferencia de «tipo» de vida que pende de la diferencia de las estructuras
psico-somáticas mismas.

Esta diferencia estructural no es meramente individual. Es algo mucho más


hondo: un pitecantropo y un neandertal difieren mucho más hondamente que dos
neandertales entre sí. Es sobradamente claro. Pero tampoco se trata de esa diferencia
cuasi-estructural que englobamos bajo los nombres de variedades y de razas. Porque
estas diferencias, incluso las raciales, se dan siempre y sólo dentro de una definida
unidad primaria ya constituida. Hay diversas razas de arcantropos (así, se considera
hoy, por ejemplo, que pitecantropo y sinantropo son diferentes razas), de paleantropos
(los diversos neandertales), de neantropos (así, dentro del paleolítico superior, la raza de
Cromagnon, la de Grimaldi, etc.). En cambio, la diferencia en cuestión se refiere a una
diferencia entre esas unidades primarias mismas, a esa diferencia según la cual
hablamos de australopitécidos (si están hominizados), arcantropos, paleantropos o
neantropos. Sólo dentro de cada una de estas unidades puede hablarse de razas y
variedades. Y que esa diferencia entre unidades primarias exista, es cosa que salta a los
ojos con sólo recorrer las características que en conjunto las distinguen. Sin embargo, a
pesar de ser estructural, esta diferencia primaria no es específica, porque no se trata de
diferencias de especie sino de diferencias en la especie. Inmediatamente volveré sobre
este punto. He llamado «tipo», en este sentido preciso, a cada unidad estructural
primaria. En cada tipo, la unidad de la especie es de cualidad distinta. Un pitecantropo
y un neandertal o un cromagnon, no sólo son hombres distintos, sino que son hombres
de distinta cualidad humana, por así decirlo; el quale de su humanidad es distinto. Y lo
es tanto por lo que concierne a lo somático de de sus estructuras, como por lo referente a
lo psíquico.

En primer lugar, cada uno de los tipos es cualitativamente distinto de los demás
en orden a sus estructuras somáticas, Las diferencias de facies, de volumen craneal y de
desarrollo cerebral, desde los australopitecos al homo sapiens son marcadamente
cualitativas. El cerebro de un arcantropo no es del mismo tipo cualitativo que el de un
neandertal. De esto no hay la menor duda. La morfología humana, como la de cualquier
ser vivo, no está constituida por la mera presencia de caracteres, cada uno
independiente de los demás, sino que la morfología es la expresión de una unidad
correlativa de estos caracteres y previa a ellos. En su virtud, estas diferencias de
caracteres no son accidentales: son diferencias sistemáticas y filéticas. Por esto, para los
paleontólogos no ofrece la menor duda que homo sea un género que abarca varias
especies de hombres: habilis, erectus, sapiens, etc. Son líneas sistemáticas y filéticas, dentro
de un phylum único (genérico) del que proceden evolutivamente, a veces en forma
arborescente y no rectilínea. Pero como el concepto taxonómico de especie es puramente
sistemático y, por tanto, según es reconocido, algo indeciso y convencional, hay que
completarlo con una consideración filética. Ahora bien, como esta unidad filética —
cuando menos genérica— existe indudablemente en la humanidad (los polifiletistas son
una exigua minoría), prefiero no prejuzgar aquí si las unidades o ramas sistemáticas son
o no rigurosas especies. Por esta razón me limito a llamarlas «tipos» cualitativamente
distintos, reservando la palabra «especie» para lo que los paleontólogos llaman género.
En este sentido, digo, hay tipos de hombres que en su morfología somática son
cualitativamente distintos.

Pero además, las diferencias de psiquismo de estos tipos humanos son también
cualitativas. Por poco que los conozcamos, los vestigios de su cultura obligan a esta
conclusión. No es que por azar a unos tipos humanos se les ocurra hacer o pensar cosas
que a otros no se les ocurrieron, por ejemplo, enterrar a los muertos o ser agricultores a
diferencia de meros cazadores. Porque el ámbito de las posibles ocurrencias está inscrito
en una cualidad primaria y radical de su psiquismo; hay cosas que a determinados tipos
humanos no se les podían ocurrir, dado que eran de determinada cualidad. No es, pues,
cuestión de ocurrencias sino de cualidad de tipo mental. Y esto es verdad sobre todo
tratándose de la inteligencia misma. No es sólo que unos tipos de hombres, por ejemplo,
los neandertales, sean más inteligentes que otros tales como los arcantropos, No es
cuestión de «más y menos», sino que unos tipos tienen una clase, digámoslo así, de
inteligencia distinta a la de otros; la inteligencia del neandertal es cualitativamente «otra
»quela del pitecantropo. Sólo dentro de cada tipo puede decirse que unos individuos
son más o menos inteligentes que otros; habría seguramente unos neandertales más
inteligentes que otros. Pero la diferencia radical es la cualitativa.

Estas diferencias cualitativas de psiquismo podrían interpretarse en el sentido de


que la psique de los diferentes tipos humanos fuera «sustancialmente» distinta en cada
uno de ellos. Pero no es necesario adentrarse en esta dimensión del problema, porque es
más que suficiente el hecho innegable de que las estructuras somáticas determinan la
forma cualitativa de la psique, la forma animae. Y como las estructuras somáticas son de
distinta cualidad, lo son inexorablemente las psíquicas. La unidad de lo psíquico y de lo
somático es, en efecto, a mi modo de ver, una unidad estructural essencial y además
bilateral. Es una idea que repetidamente he expuesto. Psique y soma se codeterminan
mutuamente no como potencia y acto, sino como dos realidades actuales; la unidad del
hombre es una unidad esencial pero no sustancial. En su virtud, el sentido de esta
codeterminación varía en el curso de la vida de cada hombre. En el plasma germinal son
las estructuras somáticas, las estructuras germinales (es decir, los progenitores), las que
determinan por completo el «primer» estado mental; y siguen determinando por algún
tiempo los demás estados mentales. Esto sucede en cualquier individuo humano en
cualquier nivel que se le tome. De esta manera es como se va configurando la forma
animae. Es cierto que cuando llega el momento en que el curso psico-somático hace que
entre en juego su dimensión propiamente intelectiva, es ésta la que determina, en buena
medida, el curso y la funcionalidad de las estructuras somáticas. Pero como éstas son las
que configuraron inicial y radicalmente la cualidad o forma de la psique, resulta que,
aun en esta dimensión, la función intelectiva es ya de raíz cualitativamente distinta de
unos tipos humanos a otros. Las estructuras somáticas no sólo permiten el uso de la
inteligencia, sino que configuran cualitativamente este uso en todos los tipos humanos,
inclusive en el nuestro.

De esta suerte, cada tipo humano tiene una unitaria estructura psico-somática
cualitativamente distinta de la de los demás tipos. Entre estos tipos humanos
cualitativamente distintos hay una verdadera y estricta evolución genética, una
evolución psico-somática. La evolución genética de las estructuras, en efecto, determina
por completo la cualidad de la psique, de la forma animae. En su virtud, la transmisión
genética de las estructuras determina una evolución de la forma o cualidad del
psiquismo. Por tanto, hay, como digo, una evolución psico-somática estrictamente
genética de los tipos humanos. La tipificación de la especie es producto de una estricta
evolución psico-somática. Puesta en marcha la evolución, sería posible, como acabo de
indicar, que la organización funcional, por ejemplo, la del cerebro, estuviera
determinada en algún sentido por el uso de la inteligencia dentro de cada tipo. Así se ha
dicho, más de una vez, que el útil precede al cerebro y lo conforma, no el cerebro al útil.
En tal caso, si estas organizaciones se transmitieran, el propio psiquismo habría sido uno
de los factores de la evolución. Pero para que esto sucediera, la organización funcional
adquirida por el uso de la inteligencia, habría de repercutir en las estructuras del plasma
germinal, ha de ser transmisible. Sea de ello lo que fuere, la unidad estructural psico-
somática empieza por ser rudimentaria en los australopitecos y en los arcantropos, y se
va perfeccionando cualitativamente, típicamente, a lo largo de la evolución. La
evolución humana es en primera línea una evolución de las cualidades típicas de la
unidad psico-somática.
¿Cuál es el sentido, cuál es la dirección de esta evolución? ¿Se trata del paso de
pre-hombres a hombres? No lo creo. Es innegable que todos sentimos una cierta
resistencia a llamar hombres a todos esos tipos de «humanidad». Es que estamos
habituados por una antiquísima tradición a definir al hombre como «animal racional»,
es decir, un animal dotado de la plenitud de pensamiento abstracto y de reflexión. Y en
tal caso nos resistimos, con sobrado fundamento, a llamar hombres a tipos tales como el
pitecantropo y más aún al australopiteco, aunque su industria denotara inteligencia.
Pero si por un esfuerzo llamamos hombres a estos seres, propendemos a considerarlos
como «racionales». Ambas tendencias brotan de una misma concepción: el hombre como
animal racional. Ahora bien, pienso que esta concepción es insostenible. El hombre no es
animal racional, sino animal inteligente, es decir, animal de realidades. Son dos cosas
completamente distintas, porque la razón no es más que un tipo especial y especializado
de inteligencia; y la inteligencia no consiste formalmente en la capacidad del
pensamiento abstracto y de la plena reflexión consciente, sino simplemente en la
capacidad de aprehender las cosas como realidades. Animal inteligente y animal
racional son, pues, cosas distintas; éste es sólo un tipo de aquél. Y ello es verdad tanto si
consideramos al individuo humano de nuestra época, como si consideramos su
evolución paleontológica; en ambos aspectos y dimensiones, el animal inteligente no es
forzosamente un animal racional. El niño, ya a las poquísimas semanas de nacer, hace
innegablemente uso de su inteligencia; pero no tiene, sino hasta años más tarde, ese uso
especial de la inteligencia que llamamos «uso de razón». El niño ya desde sus comienzos
es animal inteligente, pero no animal racional. Pues bien, dentro de la línea evolutiva
interior a la especie humana, el hombre ha sido desde sus orígenes en el cuartenario, un
animal inteligente, ha hecho uso de su inteligencia. Incluso los australopitecos del
villafranquiense, si tuvieron cultura creadora, serían rudimentarios pero verdaderos
hombres. La falsa identificación del animal inteligente con el animal racional es el origen
de muchas de las dudas sobre la hominización de los australopitecos, y de que muchos
hablen tímidamente de que si tienen inteligencia, son sólo potencial o virtualmente lo
que más tarde será el hombre. Pienso, por el contrario, que si poseyeran cultura
creadora tendrían inteligencia, en el sentido que he expuesto, y entonces deberíamos
resolvernos a llamarles no virtualmente sino formalmente hombres. Lo que sí es verdad
es que serían virtualmente racionales. No hay por qué reservar el vocablo y el concepto
de hombre tan sólo al animal racional. Todos estos tipos humanos, sólo lentamente, a lo
largo de muchísimos milenios, han ido evolucionando progresivamente desde su nivel
de animal inteligente al nivel de animal racional cuya plenitud es el homo sapiens.

¿Cuándo llegó a serlo? En el fondo, esta pregunta es absurda. Sería absurdo


pretender precisar, con un calendario y un reloj en la mano, cuál es el preciso momento
en que el niño adquiere uso de razón. Esta adquisición no es cuestión de «momentos»,
sino que es un «proceso» de maduración humana, variable además con los individuos.
Como tal, está sometido a oscilaciones, indecisiones e incluso a regresiones, aunque sea
por corto tiempo; la maduración no es ni puede ser un proceso rectilíneo. Pues bien, es
igualmente quimérico pretender precisar cronológicamente el estadio, evolutivo en que
«por vez primera» la humanidad se hace racional, sapiens. Es un proceso evolutivo de
racionalización no-rectilíneo, que no está cumplido de una vez para todas en un solo
tipo humano. Más aún, ni tan siquiera está uniformemente alcanzado; aparecen a veces
formas, como esas «pre-sapiens» entre los neandertales que atestiguan la verdad de lo
que estamos diciendo. Es que dentro de un mismo estadio, hay puntos (incluso
geográficamente discernibles) que en la línea de la evolución ascendente, poseen mayor
potencialidad evolutiva que otros, en los que sucede lo contrario, acabando los hombres
por desaparecer en ellos. Por ser un proceso, sólo podemos decir que hay estadios
evolutivos, como el del arcantropo, que con seguridad no son racionales, y que hay
estadios, como el del hombre de Cromagnon, que son plenamente racionales, homo
sapiens. Entre tanto, los hombres se van racionalizando.

Por consiguiente, el hombre es animal inteligente y no animal racional. En su


virtud, no es forzoso pensar, ni remotamente, que el primer animal racional sea el
primer hombre que ha habido en la escala evolutiva de la tierra, ni que el primer animal
inteligente haya tenido que ser animal racional. Todos los tipos humanos anteriores al
homo sapiens son no «pre-hombres» sino verdaderos hombres, pero no racionales sino
«preracionales». Sólo los homínidos «pre-inteligentes» serían los auténticos pre-
hombres. Los tipos hominizados anteriores al homo sapiens serían como esbozos
progresivos, orientados evolutivamente a la constitución del homo sapiens, del animal
racional. Es la evolución no de lo infrahumano a lo humano, sino la evolución humana
de la inteligencia a la razón. El homo sapiens no constituye una excepción en la historia
evolutiva de la humanidad, sino que hacia él va dirigida ésta.

Esto es verdad cualquiera que sea el detalle concreto de datos que la ciencia posea
en un momento determinado. Forzosamente estos datos están en constante
enriquecimiento y modificación. Pero con los conocimientos de que hoy disponemos,
puede apoyarse nuestra afirmación. En efecto, a través de los cuatro grandes estadios
evolutivos, cada uno de los cuales llena casi todos los continentes con formas y
variedades de gran riqueza, puede discernirse grosso modo (con todas las inexactitudes
de detalle que entran en ello) algo así como un eje o vector de propagación de la onda
humana que va desde el mero animal inteligente al animal racional; un vector orientado
según formas que tienen caracteres progresivamente convergentes al homo sapiens.
Arranca del comienzo del cuaternario con el cráneo de Tchad (o con el homo habilis).
Sigue, sobre poco más o menos, con el australopiteco de Java, el telantropo, el
australopiteco de Palestina, el hombre de Mauer, el hombre de Marruecos, el hombre de
Swanscombe, el de Steinheim, el de Montmaurin, el de Fontchévade, el de Kanjera y el
de Florisbad. Cada uno de ellos, según estimación de la mayoría de los investigadores,
sigue cronológicamente a los anteriores, y marca un paso más hacia la «sapienciación».
Es la línea axial de racionalización progresiva desde el mero animal inteligente al homo
sapiens.

En definitiva, una vez constituido el phylum específicamente humano, la


humanidad entera se va constituyendo evolutivamente a través de diversos estadios
típicamente cualificados, tanto en lo somático como en lo psíquico, a lo largo de los
cuales va ascendiendo del nivel de animal inteligente al nivel de animal racional.
IV

Con lo dicho no se han agotado los problemas. Porque todo ello se refiere a la
estructura evolutiva del phylum humano ya constituido; es lo que podría llamarse
«problema de la tipificación de la especie humana. Pero este phylum está inserto en un
phylum animal no humano, en el phylum de los primates antropomorfos. Es en él donde
se bifurca la línea zoológica en dos phyla: el phylum de los póngidos y el de los
homínidos. Repetidas veces he indicado que el modo de proliferación de éstos y el
punto exacto de hominización no son suficientemente conocidos. Pero esto es asunto de
ciencia positiva; no afecta directamente a nuestro problema. Lo decisivo para nuestro
problema es que, sea en un punto sea en otro, hay una rama evolutiva, la de los
homínidos pre humanos que ha ido extinguiéndose, y otra, la de los homínidos
humanizados, divergente de la anterior. Y en este punto de divergencia, hállese situado
donde fuere en la línea filética, surge ante nuestra consideración el problema de en qué
consiste la constitución misma del phylum humano dentro de los homínidos. Es el
«problema de la hominización», un problema anterior al de la tipificación de que nos
hemos ocupado hasta ahora.

¿Es la hominización evolución? La respuesta a esta pregunta pende de un


concepto preciso de evolución. La evolución, en efecto, no puede confundirse con los
mecanismos causales de la evolución, ni en el orden somático, ni en el psíquico.
Evolución y mecanismo evolutivo son dos cosas perfectamente distintas.

Evolución es formalmente un proceso genético en el cual se van produciendo


formas específicamente nuevas desde otras anteriores en función intrínseca y
determinante de la transformación de éstas. Pero hay que entender correctamente estas
expresiones Ante todo, la evolución es producción genética de formas específicamente
nuevas; toda evolución es innovación no sólo morfológica, sino también psíquica. Esto
no significa que la innovación sea forzosamente progresiva; todo lo contrario. Puede ser,
y es en la inmensa mayoría de los casos, una vía muerta de escasa potencia evolutiva
(sea por tratarse de una especialización o por otras razones). Esta nueva forma procede
de otra o de otras (polifiletismo) anteriores muy precisamente determinadas; las aves,
por ejemplo, no pueden proceder sino de los reptiles, y no directamente de los
equinodermos. Y esto, tanto por lo que concierne a las estructuras morfológicas como a
las psíquicas; el psiquismo de cada especie animal florece del psiquismo de una especie
anterior precisamente determinada y sólo de ella. En este proceso genético el
antepasado no sólo está precisamente determinado, sino que la nueva forma procede
genética y determinadamente desde aquél en función intrínseca de él. Si así no fuera, lo
que tendríamos es una serie causal sistemática, pero esta serie, este sistema, no sería
evolutivo. La función concreta de la forma específica de los antepasados consiste en que
determinan intrínsecamente, por transformación de algunos momentos estructurales
suyos, la estructura de la nueva especie, de suerte que ésta conserva transformadamente
esas mismas estructuras básicas. Sólo entonces tenemos estricta evolución. Y este
momento de determinación por transformación, concierne tanto a lo morfológico como
a lo psíquico. En el seno de la nueva estructura morfológica florece un psiquismo que
conserva transformados los momentos básicos del psiquismo de la especie anterior. La
nueva especie tiene, por ejemplo, muchos instintos de la anterior; ha perdido algunos;
pero tanto esta pérdida como aquella conservación son una transformación dentro de la
línea del nuevo psiquismo, etc. Tomados a una estos diversos aspectos es como decimos
que la evolución es un proceso genético en el cual se van produciendo formas
psicosomáticas específicamente nuevas desde otras anteriores y en función intrínseca
transformante y determinante de éstas.

Pues bien, en este sentido formal y preciso, la hominización es evolución de los


homínidos pre humanos al homínido hominizado; es un proceso genético en que éste
procede y no puede proceder sino determinadamente de aquel prehumano; este proceso
está determinado por una transformación de las estructuras morfológicas básicas
prehumanas. Y en esta nueva estructura transformada y sólo en ella y desde ella, florece
un psiquismo que no hubiera podido florecer del psiquismo de un equinodermo o de un
ave. Este psiquismo conserva como un momento transformado suyo, los caracteres
básicos del psiquismo del homínido antecesor inmediato suyo. Por ejemplo, todo el
instinto prehumano se halla transformado, por elevación, en el hombre, El hombre tiene,
por un lado, muchos menos instintos que los del homínido prehumano (es, en este y en
otros muchos sentidos, incluso somáticos, el animal más inerme); y aun los que ha
conservado, están transformados, en el sentido (le ser menos «mecánicos», por así
decirlo, y abiertos a tendencias superiores. Pero esta transformación, sea por eliminación
de lo inútil, sea por reconformación de lo conservado, es siempre una verdadera
transformación; y así transformado, el ámbito instintivo del prehomínido es un
momento estructural del psiquismo humano. Lo propio debe decirse de la fabricación
de útiles; el hombre comienza fabricando los mismos útiles que el homínido
prehumano, incluso seguramente ha aprendido de él su fabricación; conserva esta
fabrilidad animal pero transformada en la línea de un progreso creador. La propia
inteligencia florece intrínsecamente desde estas estructuras, y ese florecimiento está
determinado por la transformación de ellas; sólo a base del psiquismo de un homínido
prehumano es posible y real la inteligencia; de un ave no hubiera podido florecer una
inteligencia humana. Llamando «psique intelectiva» a la totalidad del psiquismo
humano, a diferencia de la psique no-intelectiva animal, hay que afirmar que la psique
intelectiva florece intrínsecamente desde las estructuras psico-somáticas de un homínido
prehumano y en función determinante y transformante de éstas, de suerte que la nueva
especie, la especie humana, incluye como momento esencial suyo la conservación
transformada de las estructuras morfológicas y psíquicas de aquel homínido. El hombre
entero, pues, es psicosomáticamente un brote evolutivo: surge evolutivamente de un
homínido prehumano.

Pero esta evolución deja siempre en pie la otra cuestión: la cuestión del
mecanismo causal de la evolución. La evolución es, desde este otro punto de vista, la
expresión del mecanismo causal evolutivo. Es un problema sumamente complejo en el
que existen discrepancias hondas tanto por lo que se refiere a las de la evolución como
por lo referente a su modo de actuación (sea insensible, sea brusca). Así, por ejemplo, es
innegable la influencia del medio que lleva o a la adaptación o a la desaparición de la
especie. Hay otros factores: el modo de vida, el aislamiento ecológico, la competición o
lucha, la selección, las mutaciones génicas de los cromosomas, que producen a veces
procesos de neotenia, etc. Tratándose del medio, y de las mutaciones génicas, la causa
de la evolución es física. En el caso de otros factores, tales como el modo de vida, la
competición, etc., las causas evolutivas son por lo menos parcialmente psíquicas: el
modo de vida, la competición, etc., envuelven innegablemente dimensiones psíquicas, y
en este sentido el propio psiquismo es causa de evolución. Pero tanto las causas
meramente físicas como las psíquicas, han de repercutir físicamente sobre las
estructuras germinales, sobre el plasma germinal, si el cambio que aquellas causas
producen ha de ser estable. Una especie no es sólo un individuo vivo, sino un individuo
que engendra otros de la misma estructura; es decir, los cambios han de ser
hereditariamente transmisibles. Por tanto, esos cambios han de producirse físicamente
en las estructuras del plasma germinal. Ante todo en los genes: es en ellos donde se
encierra el «código genético» de un ser vivo. Es posible que además hayan de influir en
otros momentos estructurales del plasma germinal. Para no prejuzgar nada acerca de
esta cuestión meramente científica, llamemos a todos estos cambios del plasma germinal
cambios germinales. En general, estos cambios son letales. Pero si no lo son, y si hay un
medio adecuado para el nuevo ser vivo, tendremos la constitución de una nueva forma
específica, tanto en lo morfológico como en lo psíquico, pues de las estructuras
morfológicas surge el psiquismo propio de la nueva especie. Esto explica por qué la
nueva especie conserva transformadamente las estructuras psíquicas de la especie
anterior.

En el caso de los animales, la transformación determina la morfología y el


psiquismo de la nueva especie, y los determina produciéndolos por sí misma;
determinación es aquí, causación efectora. Pero no es este el único tipo de causalidad
evolutiva, porque toda causación efectora es determinación transformante, pero no toda
determinación transformante es forzosamente acción efectora. En el origen del phylum
humano interviene, desde luego, una transformación efectora; la morfología del primer
homínido humanizado (australopiteco o arcantropo) no sólo está determinada por
transformación de las estructuras germinales, sino que está producida efectoramente
por ellas. Pero no es así tratándose del psiquismo humano. El psiquismo humano está
determinado en su origen evolutivo por las transformaciones germinales, pero no está
producido sólo por ellas. Aquí la determinación causal no es efección. La mera
sensibilidad no puede producir por sí misma una inteligencia: entre ambas existe una
diferencia no gradual sino esencial. Por mucho que se compliquen los meros estímulos y
su forma de aprehensión, jamás llegarán a constituir realidades estimulantes y
aprehensión intelectiva. En este punto, la aparición de una psique intelectiva es no sólo
gradual, sino esencialmente, algo nuevo. En este sentido, pero sólo en éste, decimos que
la aparición de una psique intelectiva es una innovación absoluta. Esto no significa una
discontinuidad entre la vida de tipo animal prehumano y la vida de tipo humano de un
homínido hominizado. Tampoco significa una discontinuidad estructural psíquica. La
psique intelectiva conserva como momento esencial suyo la dimensión sensitiva
transformada del homínido prehumano. Pero la psique humana envuelve otro momento
intrínsecamente fundado en el sensitivo, pero que transciende de éste; es el momento
que llamamos intelectivo. Por él no hay discontinuidad sino transcendencia; si se quiere,
una continuidad en la línea de la transcendencia creadora. Y como la psique no es una
adición de sensibilidad e inteligencia, sino que es una psique intrínsecamente una,
resulta que la psique humana en su integridad, la psique del primer homínido
hominizado, es esencialmente distinta de la psique animal del homínido antecesor del
hombre. Como tal, está determinada por la transformación, (por los cambios
germinales) del mero homínido en hombre, pero no está efectuada por dicha
transformación. Por tanto, no puede ser sino efecto de la causa primera, al igual que lo
fue en su hora, la aparición de la materia: es efecto de una creación ex nihilo.
Pero es necesario entender esta afirmación a una con lo que hemos dicho
anteriormente; es decir, ha de ser una creación determinada por la transformación de las
estructuras germinales. Esto es tan esencial como el que sea exnihilo. Se propende
demasiado frecuentemente a imaginar esta creación literalmente, como una irrupción
externa de la causa primera, de Dios, en la serie animal. La psique intelectiva sería una
insuflación externa de un espíritu en el animal, el cual por esta adición quedaría
convertido en hombre. En nuestro caso, esto es un ingenuo antropomorfismo: La
creación de una psique intelectiva ex nihilo no es una adición externa a las estructuras
somáticas, porque ni es mera adición ni es externa. Y precisamente por esto es por lo que
a pesar de esta creación o, mejor dicho, a causa de esta creación, hay ese florecimiento
genético del hombre, determinado desde las estructuras y en función intrínseca de su
transformación, que llamamos evolución. La creación no es una interrupción de la
evolución sino todo lo contrario, es un momento, un «mecanismo» causal intrínseco a
ella. Como esto mismo acontece en la generación de todo individuo humano en
cualquier nivel, no será desviarnos de la cuestión atender a esta generación y transponer
luego estas consideraciones al proceso filogenético.

1) Decía, pues, que la creación ex nihilo de una psique intelectiva no es


formalmente una mera adición. El individuo humano está ya integralmente constituido
en la célula germinal; todo lo que vaya a ser su humana sustantividad individual está ya
en su célula germinal: las estructuras germinales somáticas y su psique intelectiva.
Atendiendo a las primeras, podría pensarse, a primera vista, que la psique intelectiva es
una mera adición a dichas estructuras, porque éstas son puramente bioquímicas y por
tanto nada tienen que ver con la psique intelectiva; serían a lo sumo materiales
dispuestos para recibirla en el acto creador. Pero pienso que es falso que las estructuras
bioquímicas sean mera causa dispositiva. Son algo más profundo. Porque en el decurso
genético de esa célula llega un momento postnatal, en que esas mismas estructuras
bioquímicas, ya pluricelulares y funcionalmente organizadas, exigirán para su propia
viabilidad, el uso de la inteligencia, es decir, la actuación de la psique intelectiva. Ahora
bien, este carácter exigitivo está germinalmente prefigurado en la célula germinal.
Ciertamente, en esta fase no hay exigencia actual ninguna de psique intelectiva; pero
hay una estructura bioquímica que en su hora llevará a esta exigencia. Por consiguiente,
la propia estructura bioquímica de la célula germinal no es actualmente, pero sí
virtualmente, exigitiva de una psique intelectiva; es una exigencia virtual, formalmente
incluida en las potencialidades de desarrollo de las estructuras bioquímicas, es decir, es
una exigencia virtual pero real. En consecuencia, la estructura bioquímica de una célula
germinal no es mera causa dispositiva, sino algo más hondo: es una causa exigitiva de la
psique humana. Esta psique no es sólo una psique de este cuerpo, sino que es una psique
que por estar exigida por este cuerpo ha de tener como momento esencial suyo el tipo
de psiquismo sensitivo que este cuerpo determina por sí mismo. A su vez, la psique
intelectiva es desde sí misma exigitiva de un cuerpo; y no de un cuerpo cualquiera, sino
precisamente de este cuerpo con este tipo de estructura, y por tanto con este
determinado tipo de psiquismo animal. Esta exigencia no es una mera adición a la
psique intelectiva, sino un momento esencial de ella. La inteligencia, por ejemplo, no
sólo se halla vertida desde sí misma a la sensibilidad, sino a este preciso tipo de
sensibilidad determinado por las estructuras somáticas. La psique intelectiva no es puro
«espíritu» sino «alma»; por esto es por lo que se halla determinada por el cuerpo. Este
momento exigencial es numéricamente idéntico en el alma y en el cuerpo; y en esta
numérica identidad exigencial consiste la unidad esencial de la sustantividad humana.
De ahí que la creación de una psique intelectiva en una célula germinal no sea mera
adición sino cumplimiento de exigencia biológica. Este cumplimiento es ciertamente
creador; ya hemos dicho por qué. Pero creadoramente es cumplimiento de una exigencia
biológica de la célula germinal. Todo lo contrario de aquella irrupción de que
hablábamos al principio.

Y esto es lo que sucede en la hominización del primer homínido infra o pre-


humano anterior al hombre. Los cambios germinales de este inmediato predecesor del
hombre son causas biológicas exigitivas de la creación de una psique intelectiva, de la
hominización. Y como estas estructuras están, según hemos visto, cualificadas
somáticamente, resulta que cualifican eo ipso la psique creada por exigencia de ellas. La
psique del primer homínido humanizado ha de ser de un psiquismo sensitivo muy
precisamente determinado, a saber, el psiquismo transformado del homínido infra o
pre-humano. No puede haber una psique humana de un equinodermo o de un ave
transformados; sólo puede haberla de un homínido transformado. Porque es este
psiquismo y no otro el que exige una psique intelectiva. Es que una especie no es sólo un
organismo vivo, sino un organismo vivo tal que pueda subsistir vital y genéticamente
de modo estable. Ahora bien, el equinodermo está en estas condiciones, no así el
homínido transformado si no tuviera psique intelectiva. Expliquémonos.

Es cierto que los equinodermos tienen una inmensa potencialidad evolutiva de


carácter progresivo: son el origen de los vertebrados. Pero no todas las líneas evolutivas
de estos últimos son verdaderamente progresivas. Hay ramas colaterales, como la de las
aves, que poseen ya escasa potencialidad evolutiva y que no progresan porque, por ser
evolución especializadora, constituyen una vía muerta; su psiquismo, como su
morfología, es por esto cerrado y estable; no tiene sentido hablar entonces de una psique
intelectiva porque no formaría parte de la vida del ave. Otras ramas, de vertebrados son,
en cambio, de gran potencialidad evolutiva y por tanto de más rico psiquismo: son los
mamíferos. Dentro de ellos hay también muchas ramas colaterales; el progreso sólo
continúa en la rama, digamos, central. Pero este progreso está evolutivamente
escalonado. Cada estadio es más rico morfológica y psíquicamente. Sin embargo,
aunque lleno de porvenir, cada estadio, tomado en sí mismo, es un sistema cerrado y
estable por sí mismo; de ahí que su psiquismo no es sino mera transformación del
psiquismo sensitivo del estadio anterior; no exige psique intelectiva. Sólo llegado
evolutivamente al estadio de homínido se ha alcanzado un punto tal que su
transformación ulterior ya no constituye un sistema estable por sí mismo. Es en este
punto, y sólo en éste, donde la potencialidad evolutiva del equinodermo se hace
exigitiva de una psique distinta para la propia estabilidad biológica. Porque una especie
que tuviera las estructuras somáticas transformadas que posee el homínido hominizado,
y no poseyera psique intelectiva, no hubiera podido subsistir biológicamente con plena
estabilidad genética; se habría extinguido rápidamente sobre la tierra. El equinodermo,
en su estadio de mero equinodermo, no exige psique intelectiva, pero tiene gran
potencialidad para llegar a exigirla; sólo la podrá exigir de hecho, cuando haya
alcanzado el estadio de homínido transformado. Aquella potencialidad ha ido
elaborando evolutivamente el psiquismo sensitivo del homínido; este psiquismo es obra
de la evolución, Sólo cuando se transforma el homínido es cuando este psiquismo
sensitivo, transformadamente conservado, exige un psiquismo intelectivo. Y
precisamente porque el psiquismo sensitivo del homínido transformado se ha ido
elaborando evolutivamente, es por lo que en ninguno de los estadios anteriores hay aún
exigencia de psique intelectiva ni hay razón para que ésta pueda surgir. La
hominización es, pues, una exigencia biológica; recíprocamente, sólo un homínido
puede y tiene que ser hominizado si ha de subsistir específicamente. Su psiquismo
sensitivo es producto de una evolución que arranca, por lo menos, del psiquismo del
equinodermo, pero que sólo en el homínido transformado se hace actualmente exigitiva
de un psiquismo intelectivo.

Esto nos permite dar un contenido concreto, desde el punto de vista genético-
evolutivo, a la definición del hombre. Al decir que el hombre es el animal inteligente hay
que llenar estos dos términos de un contenido preciso. Pues bien, a mi modo de ver,
inteligencia es capacidad de aprehender las cosas como realidades, como cosas que son
algo «de suyo»; y esta realidad la aprehende el hombre intelectivamente sintiéndola; la
inteligencia humana es constitutivamente sentiente, siente la realidad, y la siente al
modo como el homínido siente sus estímulos: por impresión. Por otra parte, lo animal
del animal inteligente, del animal que intelige sentientemente, no es una animalidad
cualquiera sino una animalidad muy precisa y formal: la animalidad morfológica y psico-
sensitiva transformada del homínido inmediatamente anterior al hombre. El hombre es,
entonces, el homínido de realidades, es el homínido que siente la realidad. Su
animalidad está determinada por la transformación de las estructuras germinales del
antecesor del hombre. Esta transformación causal es efectora por lo que concierne a la
morfología y al momento sensitivo del psiquismo, pero no es efectora sino exigencial
por lo que concierne al momento intelectivo. Esta psique es intrínsecamente una; pero
tiene un momento sensitivo, el del homínido transformado, y un momento intelectivo
por el que, apoyado en el sensitivo y recibiendo intrínsecamente de él su configuración
mental, transciende de él. De ahí que el australopiteco (si está hominizado) o el
arcantropo sean el cumplimiento exigido por la evolución filética de los homínidos. Por
tanto, a causa de la acción creadora, por la creación misma, es por lo que hay evolución
ya en esta primera dimensión. Pero esta dimensión no es la única. Porque la creación de
una psique intelectiva, por muy ex nihilo que sea, y lo es, no sólo no es mera adición, sino
que tampoco es creación extrínseca. El cumplimiento exigencial es, por el contrario, un
cumplimiento exigencial intrínsico. Es el segundo punto que hay que esclarecer.

2) Con lo dicho, en efecto, la psique intelectiva estaría creada en función


determinante de las estructuras que la exigen; el resultado sería sólo una psique que está
en las estructuras. Pero la realidad es más profunda que sólo esto: la psique está creada
desde las estructuras biológicas, brota desde el fondo de la vida misma, porque la
causalidad exigitiva de las estructuras somáticas es una exigencia intrínseca. Por esto, la
acción creadora no sólo no es meramente aditiva, sino que tampoco es extrínseca; no es
mero cumplimiento sino eflorescencia intrínseca. Es una acción que actúa
intrínsecamente (ab intrínseco) desde la entidad misma de las estructuras somáticas; es
una natura naturans, una naturaleza naturante. No es una acción yuxtapuesta a la de la
naturaleza, sino que es lo que hace que florezca «naturalmente» una psique desde
dentro de las estructuras somáticas en el acto generacional, y brote vitalmente desde
ellas. De esta suerte, quien no hiciera sino contemplar el efecto terminal, la natura
naturata, la naturaleza tal como surge ante nuestros ojos, vería la psique brotando
intrínseca y vitalmente desde el seno de las estructuras somáticas mismas. No es una
ilusión sino una realidad. Es justo el punto de vista del científico. Y es, además, todo lo
que la ciencia reclama y puede reclamar: ver cómo desde determinadas estructuras
florece un psiquismo determinado intrínsecamente por ellas. Repitámoslo con precisión.
La psique no se transmite de padres a hijos. La psique no está producida por los
progenitores. Pero la psique florece vitalmente en el acto generacional desde dentro de
la transmisión y constitución exigitiva de las estructuras somáticas, y queda
determinada por completo en su primer estado por ellas; aunque la psique no se
transmita, su primer estado está formalmente determinado por los progenitores, porque
se transmiten sus estructuras somáticas y son éstas las que determinan el primer estado
mental. Esta eflorescencia procede en su última raíz de una acción creadora, pero
intrínseca a la acción genética de los progenitores. Los progenitores hacen que tenga que
haber acción creadora intrínseca; son ellos quienes, por su acto, determinan vital e
intrínsecamente la acción creadora. Esta acción creadora forma unidad radical con la
acción vital de los progenitores y hace que ésta sea intrínsecamente una sola acción
generadora integral psico-somática. Por ello, si se toma la generación como
florecimiento determinado intrínsecamente por y desde los progenitores, entonces es
rigurosa verdad que el hombre en su unidad psico-somática, es decir, en cuerpo y alma,
es un brote genético. En ningún orden puede identificarse generación con efección.

Esto sucede en todo individuo humano, y por tanto en los individuos


hominizados desde antepasados infrahumanos. En el cambio germinal, que produce la
hominización de las estructuras somáticas, florece intrínsecamente, surge
«naturalmente» desde ellas, por una acción creadora intrínseca, una psique intelectiva.
El australopiteco o el arcantropo florecen intrínseca genéticamente desde el homínido
infrahumano. Si contempláramos desde dentro la formación del primer homínido
hominizado, veríamos florecer intrínsecamente su psique y su psiquismo desde las
estructuras transformadas de su antepasado prehomínido. Es lo que hace, o cuando
menos lo que muy justificadamente intenta hacer, el científico. Como decía antes, no es
una ilusión sino una realidad. Y por esto, este psiquismo conserva transformado el
psiquismo del homínido anterior. Hay, pues, un florecimiento psico-somático con una
psique intelectiva. Con ello queda constituido un nuevo pbylum, el phylum de los
homines. Por esto si se llama evolución, como debe llamarse, al proceso vital en el que
genéticamente se van constituyendo nuevas formas específicas desde otras anteriores
por una transformación que las determina intrínsecamente, entonces hay que afirmar
que la hominización es evolución. La transformación determina la aparición del primer
homínido hominizado. Pero por lo que concierne a la psique esta determinación no es
efección sino exigencia intrínseca. La acción creadora, en nuestro caso, no es sino un
mecanismo evolutivo; es un factor integrado a la transformación germinal; es el
cumplimiento intrínseco ole la exigencia de ésta. Por esto, la acción creadora no sólo no
interrumpe el curso de la evolución, sino que es el mecanismo que termina de llevarla a
cabo. Porque, como decía antes, una especie que tuviera las estructuras somáticas
transformadas que posee el homínido hominizado y no poseyera psique intelectiva, no
hubiera podido subsistir biológicamente; se habría extinguido rápidamente sobre la
tierra.
Resumamos. La evolución es un hecho establecido razonablemente por la ciencia.
Y admitir la evolución no significa conceder, por un lado, el hecho de la transformación
de las estructuras somáticas y mantener, por otro, a la psique como algo que quedara
inafectado por la evolución. No; la evolución afecta a la psique. Le afecta, ante todo, en
su «tipificación»; la humanidad se va constituyendo evolutivamente a través de diversos
estadios cualitativamente diferentes no sólo en su morfología sino también en su
psiquismo. Y la evolución afecta también a la psique en la primera «hominización». La
psique humana sólo puede florecer de muy precisas estructuras morfológicas, las
logradas por transformación del plasma germinal del homínido no hominizado. Más
aún, la psique humana no puede ser humana más que incluyendo como momento
esencial suyo el psiquismo animal, pero no un psiquismo animal cualquiera, sino
precisa y constitutivamente el psiquismo transformado del homínido inmediato
antecesor suyo. Y esta unidad psico-somática se halla determinada intrínsecamente por
y desde la transformación de las estructuras. Correlativamente, la evolución necesita
integrar a ella la aparición de una psique intelectiva que es esencialmente irreductible a
la pura sensibilidad. Si la evolución es de competencia de la ciencia, la índole de la
inteligencia es de competencia de la filosofía. Al recurrir ésta a la causa creadora, lo hace
integrando la creación de la psique al mecanismo evolutivo. La transformación germinal
determina la morfología de un modo efector, pero determina la psique intelectiva de un
modo exigencial intrínseco. En su virtud, la hominización y tipificación de la
humanidad no es «evolución creadora» sino «creación evolvente». Desde el punto de
vista de la causa primera, de Dios, su voluntad creadora de una psique intelectiva es
voluntad de evolución genética.
V

Decía al comienzo que el problema del origen del hombre no se había planteado
hasta ahora sino en dimensión teológica. Y puede preguntarse cómo encaja en la
teología esta concepción de los orígenes humanos que la ciencia y la filosofía nos
presentan.

Lo primero que hay que decir es que el hombre de que se ocupa la teología no es
forzosamente el hombre de que se ocupan la paleontología, la prehistoria y la filosofía.
A mi entender, para la ciencia, y para la filosofía misma, el hombre es, acabamos .de
verlo, el animal inteligente, respecto del cual el animal racional, el homo sapiens, no es
sino el estadio evolutivo final de aquél. Ahora bien, desde el punto de vista teológico,
sólo el estadio de homo sapiens es el que cuenta; sólo a él pertenece el hombre de que nos
habla la teología. El animal racional fue elevado a un estado que llamaríamos «teologal»,
descrito por el Génesis y por San Pablo. Ya no es mero animal racional sino animal
racional teologal. Es una elevación no exigida, pero sí intrínseca (ab intrínseco); por esto
se dice que es mera elevación. Por consiguiente, toda la cuestión se reduce a preguntar
dónde colocar en la evolución de la humanidad al animal racional; y dónde situar,
dentro ya de éste, su elevación al estado teologal. Pues bien, ni con evolución ni sin
evolución, la Iglesia jamás se ha pronunciado sobre ninguno de estos dos puntos. Desde
el punto de vista teológico, los tipos pre-racionales de humanidad, sean de hecho lo que
fueren, no serían sino etapas evolutivas que la naturaleza, bajo la acción parcial del
principio intelectivo, de la psique intelectiva, creada por Dios desde dentro de las
estructuras transformadas del homínido prehumano, ha ido recorriendo hasta llegar a
ser de mero animal inteligente, animal racional. Y una vez alcanzado este nivel, su
elevación al estado teologal tampoco tiene por qué coincidir forzosamente con la
aparición del primer animal racional; la Iglesia jamás ha impuesto esta coincidencia
cronológica entre la racionalidad y su elevación teologal. Sino que en su hora, el animal
racional, el homo sapiens, ha sido elevado a ese estado teologal, constituyendo así el
hombre de que nos habla el Génesis y del que desciende toda la humanidad actual.
EL HOMBRE, REALIDAD PERSONAL

El tema de la persona reviste carácter inundatorio en el pensamiento actual. En


cualquier bibliografía aparecen masas de libros y publicaciones periódicas sobre la
persona, desde los puntos de vista más diversos. Biografías de personalidades grandes o
modestas; estudios psicobiológicos y psicoanalíticos sobre la constitución de la
personalidad o estudios psiquiátricos sobre las personalidades psicopáticas; estudios de
moral sobre la dignidad de la persona humana o investigaciones sociológicas acerca de
las personas jurídicas. La filosofía por su lado, sin emplear muchas veces el vocablo,
hace de la persona tema de sus reflexiones: cómo el hombre se va haciendo persona a lo
largo de su vida. Y hasta la teología, prolongando las reflexiones de siglos pasados
acerca de la persona de Cristo, vuelve a colocar hoy en primer plano el problema de la
persona. Por donde quiera que se mire, se descubre el tema de la persona como uno ele
los problemas capitales del pensamiento actual.

En estas lecciones vamos a tratar el asunto filosóficamente, no para eliminar los


otros aspectos de la cuestión, sino justamente al revés, para darles su centro de
gravedad, y fundamentarlos en una noción clara y precisa de lo que es ser persona. 1

…………………………………………………………………………………………..
Para ello es menester proceder paso a paso. El problema de la persona tiene
facetas distintas que vamos a examinar tratando de tres cuestiones centrales:

1. oCuáles son las realidades personales. Es decir, hemos de determinar con cierto
rigor la índole de la realidad humana, de la cual decimos, y con verdad, que es personal.

2. oEn qué consiste ser persona. Una vez estudiada la índole del hombre, habremos
de averiguar cuál es su momento formalmente personal, es decir, en qué estriba
formalmente la persona en cuanto persona.

3.oCuáles son las diversas maneras como se es persona. Son tres cuestiones
perfectamente distintas. Vamos a dedicar esta lección a la cuestión primera: cuáles son
las realidades personales.

Para ello comparemos por contraposición el hombre con aquella realidad que le
es más próxima, la realidad del animal Como toda oposición, se halla montada sobre
una línea previa que es común a los términos contrapuestos; donde no hubiera nada de
común, no podría haber ni tan siquiera contraposición. ¿Cuál es la dimensión común en
la que se contraponen el hombre y el animal? Evidentemente, el hecho de que ambos
son seres vivos. Si queremos, pues, aprehender de una manera concreta la esencia del
hombre contraponiéndola a la del animal, será menester precisar previamente la índole
esencial de todo ser vivo.2

Los seres vivos se hallan caracterizados por una cierta sustantividad. De


momento no insisto demasiado sobre este concepto; volveremos sobre él en esta misma
lección. La sustantividad del viviente tiene dos vertientes: de un lado posee una cierta
independencia respecto del medio, y de otro un cierto control específico sobre él. Una
cierta independencia respecto del medio, dentro de límites más o menos amplios. Esta
independencia se refiere no sólo a lo que pudiéramos llamar la vida propia del viviente,
sus vicisitudes propias, sino que se extiende a la conformación de sus estructuras
propias, y hasta a la elaboración de los materiales que las componen. Es verdad que se
toman los materiales de fuera, pero el viviente los somete en amplia medida a una
transformación peculiar para que puedan servir de piezas inmediatas en la edificación
de sus estructuras bioquímicas. Estar vivo significa ante todo tener esta actividad
propia. El viviente tiene además un cierto control específico sobre el medio: sistemas de
defensa, adaptaciones, movimientos de persecución y de huida, etcétera; control además
sobre los tipos de «cosas» que constituyen su medio vital. Sin ello el viviente habría
desaparecido rápidamente, víctima de la colisión con ese medio. La unidad de estas dos
vertientes constituye la sustantividad biológica.

Esta sustantividad tiene distintos estratos en profundidad. Hay, en primer lugar,


el estrato más aprehensible: la sustantividad en las acciones que ejecuta el viviente.
Claro está, el curso de estas acciones tiene carácter cíclico; por tanto no puede en rigor
hablarse de comienzo y final del proceso accional del viviente; pero el análisis, por ser
forzosamente lineal, obliga a. expresarse así; estando prevenido no hay riesgo de error.

El viviente se halla «entre» cosas, externas unas e internas otras, que le mantienen
en una actividad no sólo constante, sino primaria. En su virtud se halla en un
determinado estado de equilibrio no estático sino dinámico, en una especie de estado
estacionario, que dirían los físicos; no una quietud sino una quiescencia. Ese estado tiene
una cualidad interna esencial, lo que llamamos el tono vital. En ese estado se halla
«entre» las cosas. Y este «entre» tiene dos caracteres. Uno de instalación: el viviente se
halla colocado entre las cosas, tiene su locus determinado entre ellas. Otro modal: el
viviente así colocado está dispuesto o situado en determinada forma frente a ellas, tiene
su situs. La categoría del situs, que no desempeñó ningún papel en la filosofía de
Aristóteles, muestra su portentosa originalidad c importancia en el tema de la vida.
Colocación y situación, locus y situs, tomados en toda su amplitud y no sólo en sentido
espacial, son los dos conceptos radicales en este punto. No son dos conceptos
independientes. El situs se funda en el locus; no hay situación sin colocación. Pero no se
identifican; una misma colocación puede dar lugar a situaciones muy diversas. Ahora
bien, si una nueva cosa actúa sobre el viviente, esta actuación recae sobre su estado y lo
altera. Las cosas no son las que inician la actividad del viviente, sino que la modifican;
modifican la actividad en que previamente se hallaba y en la que es recibida la actuación
de las cosas. Por esta actuación se ha quebrantado el equilibrio dinámico del viviente, y
en su virtud, éste se encuentra movido a ejecutar una nueva acción. Este momento por el
que las cosas modifican el estado vital y mueven a una acción es lo que llamo suscitación.
Lo propio de las cosas para los efectos de la vida es suscitar un acto vital. Empleo este
vocablo porque el concepto por él designado es mucho más amplio y comprensivo que
otros, tal como el de excitación: la excitación tiene, en efecto, un sentido sumamente
preciso en fisiología, por ejemplo, cuando se contrapone la excitación eléctrica del nervio
a su período refractario. El viviente, al encontrarse movido por la suscitación a ejecutar
una acción, se encuentra con que su propio tono vital ha sufrido tina modulación
característica: se ha transformado en tensión hacia». La tensión es la versión dinámica del
tono vital. La acción a que esta tensión aboca es una respuesta a la suscitación; las
acciones suscitadas por las cosas en los seres vivos tienen siempre el carácter de
respuesta. Esta respuesta tiene dos momentos. Uno, la recuperación del equilibrio
dinámico perdido, la reversión a él. Otro, haber ampliado o enriquecido tal vez el área
del curso vital. Vivir no es sólo mantenerse en equilibrio, es también crear; es si se quiere
una creación equilibrada. El viviente, en efecto, según sea su índole, puede tener
distintas posibilidades de recuperar su equilibrio dinámico. Esta diversidad constituye
la posible riqueza de su vida. Cuando se logra esa respuesta desde los dos puntos de
vista, según la media normal y normada de viviente, decimos que éste ha dado una
respuesta adecuada. Se comprende que todo el decurso de las acciones vitales tiene como
supuesto fundamental la riqueza de respuestas adecuadas. Unas veces son el resultado
en cierto modo mecánico, de las estructuras del viviente; otras veces pueden ser
resultado de un feliz azar; en general, sin embargo, arriesgándose a respuestas
inadecuadas, el viviente tiene que buscar por tanteos la respuesta adecuada dentro del
elenco de las respuestas hechas posibles y aseguradas por sus propias estructuras
biológicas. Suscitación-respuesta: he aquí, pues, el primer estrato de la sustantividad del
viviente. Es la unidad de la independencia y del control en la tensión que lleva a una
respuesta adecuada.

Pero este primer estrato es el más aprehensible porque es el más externo. El


viviente no queda unívocamente caracterizado por el tejido de sus respuestas. Si
hiciéramos la biografía exhaustiva de un topo y de un perro ciego, en ninguno de los
dos casos nos encontraríamos con sensaciones luminosas. Sin embargo, hay una
diferencia esencial. El topo no tiene sensaciones visuales, pero no tiene por qué tenerlas.
El perro ciego, en cambio, no tiene sensaciones visuales, pero como perro tendría que
tenerlas. Es decir, por bajo de la suscitación-respuesta hay un estrato más hondo,
constituido por la manera de enfrentarse con las cosas, por el modo de habérselas con
ellas. El topo no tiene ni puede tener el modo de habérselas visualmente con las cosas; el
perro, si. Todo viviente tiene un modo primario de habérselas con las cosas y consigo
mismo, anterior a sus posibles situaciones y respuestas. A este modo de habérselas con
las cosas y consigo mismo es a lo que llamo habitud. Aparece aquí este concepto que
como categoría ocupó muy poco lugar en la filosofía de Aristóteles, la ἕξις, el habitus. La
habitud es el fundamento de la posibilidad de toda suscitación y de toda respuesta.
Mientras la respuesta a una suscitación en una situación es siempre un problema vital, la
habitud no es ni puede ser problema: se tiene o no se tiene. Correlativamente: por su
habitud, las cosas y el viviente mismo quedan ante él en un carácter primario interno a
ellas y que las afecta de raíz y en todas sus dimensiones. En esta dimensión, las cosas ni
actúan ni suscitan, tan sólo «quedan» en cierto respecto para el viviente. Este mero
quedar es lo que llamamos actualización. Y el carácter de las cosas así actualizado en
este respecto es lo que llamo formalidad.

Naturalmente, las habitudes pueden darse en distintos niveles; por ejemplo, la


habitud visual se da en el nivel de las cualidades aprehendidas. Pero ha en todo viviente
una última habitud, que llamo habitud radical, de la que en última instancia depende el
tipo mismo de vida del viviente; las biografías de todos los perros son distintas, pero
todas son biografías caninas porque se inscriben en una misma habitud. Si comparamos
ahora todos los vivientes entre sí, descubrimos en su fondo las tres habitudes más
radicales, las tres maneras más radicales de habérselas con las cosas: nutrirse, sentir,
inteligir. En ellas quedan actualizadas las cosas según tres formalidades: alimento,
estímulo, realidad. Estas tres habitudes son distintas, pero no se excluyen
necesariamente.

La habitud es lo que hace que las cosas entre las que está el viviente constituyan
en su totalidad un medio. El medio tiene dos dimensiones. Una es la de mero «entorno»;
por ella se aproxima el viviente a las realidades físicas las cuales poseen siempre
«entornos» y, en definitiva, se hallan formando parte de uno o varios «campos». Pero no
todas las cosas del entorno físico forman parte del medio, sino tan sólo aquellas que
pueden actuar sobre el viviente, esto es, aquellas con las que puede habérselas en
cualquier forma que sea, bien en forma de conducta, bien en forma de acción físico-
química. Pero el medio tiene un segundo carácter constitutivo fundado sobre el anterior.
Con unas mismas cosas, en efecto, pueden habérselas los vivientes de distinta manera
según el distinto «respecto» en que quedan en virtud de sus distintas habitudes. Este
momento de «respecto» es el que confiere al mero entorno su último y concreto carácter
medial. En su virtud, el medio es el fundamento de toda colocación y de toda situación:
se está en cierto locus dentro del medio, y en cierto situs según el respecto en que quedan
las cosas en él.

Habitud-respecto formal: he aquí el segundo estrato de la sustantividad del


viviente. Es la independencia y el control, en la unidad de un modo primario y radical
de habérselas con las cosas y consigo mismo, y del carácter formal que aquéllas y éste
cobran para el viviente.

Con todo, este estrato no es ni con mucho el más radical. Hasta aquí en efecto,
hemos partido de las acciones que el viviente ejecuta y marchando hacia dentro de él
hemos hallado la habitud. Es un estrato subyacente a las acciones. En su virtud sólo
hemos caracterizado la habitud por la cara que da a las acciones. En este sentido y sólo
en éste, está justificado hablar de habitudes. Pero si tomamos la habitud en sí misma,
pronto caeremos en la cuenta de que eso que hemos llamado habitud, es mucho más que
mera habitud: es una emergencia de la índole misma del viviente. El viviente tiene este o
el otro modo de habérselas con las cosas, porque «es» de esta o de la otra índole.
Solamente cabe hablar de habitud visual en el perro en la medida en que el perro es un
viviente dotado de sentido de la vista. Las estructuras ópticas son la raíz de la que
emergen la habitud y las acciones visuales. Esto que constituye el modo de realidad del
viviente, su índole propia, es lo que llamamos sus estructuras. Tomo este vocablo no en
el sentido en que suelen emplearlo los biólogos, sino en su acepción más amplia y
general, para designar con él la totalidad de los momentos constitutivos de una realidad
en su precisa articulación, en unidad coherencial primaria. Los momentos o partes
estructurales no tienen ni pueden tener sustantividad física propia sino siendo los unos
«de» los otros, de suerte que sólo esta su unidad primaria es la que tiene sustantividad.
En ella, por tanto, cada momento está determinado por todos los demás, y a su vez los
determina todos. Esta unidad, en cuanto constitutiva de la realidad física de algo, es
justo lo que llamamos estructura. Pues bien, la sustantividad en el orden de la
suscitación-respuesta, y en el orden de la habitud-respecto formal, es decir, la
sustantividad como tensión y como habitud, no son sino la consecuencia de las
estructuras, de la sustantividad como estructura. Sólo en las estructuras está el momento
formal constitutivo de la sustantividad; en la tensión y en la habitud tenemos tan sólo la
sustantividad en momento operativo. En este último y definitivo estrato, la
sustantividad es, pues, suficiencia constitutiva en orden a la independencia y al control.

Ahora bien, nos hemos propuesto aprehender con rigor la diferencia entre el
hombre y el animal; pero no una diferencia cualquiera, sino una diferencia esencial. Por
tanto hemos de llevar el problema a esta línea de las estructuras. Es en ellas, en efecto,
donde se halla la esencia de toda realidad.

………………………………………………………………………………………….
Esta diferencia estructural no puede entenderse más que partiendo del análisis de
las habitudes del animal y del hombre. Por tanto, tenemos que examinar dos cuestiones:
primera, la habitud radical del hombre; segunda, la estructura esencial del hombre.

I. La habitud radical del hombre. ¿Cómo se contraponen el animal y el hombre en su


habitud radical? El animal tiene una habitud radical, que comparte con el vegetal
mismo. Y es que recibe de las cosas internas o externas a él, una cierta estimulación. Las
cosas, tanto las del medio externo como las del interno, se presentan y actúan como
estímulos; esto es, no son para el viviente sino algo que le afecta y algo que se agota en
su afección. La capacidad de ser afectado por estímulos y la habitud de habérselas con
puros estímulos, es un carácter que pertenece esencialmente a todo ser vivo. Es lo que he
solido llamar susceptibilidad. En toda estimulación hay tres momentos: un cierto tono
vital sobre el que el estímulo recae, una agresión, digámoslo así, del estímulo, una
respuesta efectora con la que el ser vivo responde a la alteración que se la ha producido.

Este proceso de estimulación se da evidentemente en toda célula. Pero dentro de


la serie biológica, el animal es el ser vivo que ha hecho de la estimulación una función
especial. Todas las células digieren, pero hay células que han hecho de la digestión una
función especial. Pues bien, análogamente, todas las células son susceptibles a
estímulos; pero hay algunas que han hecho de la estimulación una función especial,
diferencial. Estas células son las que en los animales algo desarrollados se llaman células
nerviosas. La célula nerviosa está especialidad a en estimular; esto es, confiere una cierta
autonomía a la función estimulante dentro del animal, una autonomía por la que su
tono vital cobra un carácter ten cierto modo distinto del vegetal, y por la que transmite
con gran rapidez el impulso estimulante. Es lo que he solido llamar «liberación biológica
del estímulo». Pues bien, la liberación biológica del estimulo es lo que formalmente
constituye el sentir. La célula nerviosa no crea la función del sentir; tan sólo la desgaja
como una especialización de la susceptibilidad propia ele toda célula.

Esta liberación, es decir, lo que llamamos «sentir», puede tener grados diversos.
En los primeros animales trátase de una especie de sensibilidad difusa que yo llamaría
sentiscencia. En los animales ya más desarrollados nos encontramos con un sistema
nervioso más o menos central, pero siempre en centralización creciente: la sensibilidad
propiamente dicha. Susceptibilidad, sentiscencia, sensibilidad, son los tres grados
diferenciales de la estimulación.

A pesar de su enorme complicación, todo sistema nervioso mantiene en unidad


los tres momentos constitutivos de toda estimulación: alteración del tono vital,
recepción, afección. Y en la unidad intrínseca y radical de estos tres momentos consiste
precisamente el fenómeno del sentir. Sin embargo, esta unidad se va modulando en la
escala zoológica, y con tal modulación se modula y enriquece lo que llamamos
psiquismo animal. Esta complicación y modulación tiene lugar según dos direcciones
perfectamente definidas. Ante todo, aparecen receptores y efectores específicamente
diferenciados: no todos los animales tienen los mismos sentidos. Pero en segundo lugar
—y es lo más importante para nuestro problema— se va produciendo un incremento
(que llega a ser enorme) no precisamente en la cualidad de las estimulaciones, pero sí en
lo que he llamado su unidad formal. En el incremento de esta función de formalización es
donde se halla la riqueza de la vida «psíquica» del animal.

Dos palabras acerca de este concepto de formalización. En el orden perceptivo —


receptor— la cosa es clara. Toda percepción envuelve no sólo unas cualidades
percibidas, sino una unidad formal. Esta unidad no consiste tan sólo en poseer una
«figura» propia (Gestalt), sino en poseer una especie de clausura en virtud de la cual lo
percibido se presenta como una unidad que puede vagar autónoma de unas situaciones
a otras; es, por ejemplo, lo que permite decir que se percibe «una cosa». Es conocido el
experimento que cita Katz. Se adiestra a un cangrejo para atrapar una presa sobre una
roca; pero si después se coloca la misma presa colgada de un hilo, el cangrejo queda
impávido: no distingue la presa. En cambio, un perro, un mono, etcétera, lo harían en
seguida y sin necesidad de adiestramiento. Yo diría que estos animales tienen un
sistema de formalización distinto al del cangrejo. En este orden, la formalización es
aquella función en virtud de la cual las impresiones y estímulos que llegan al animal de
su medio externo e interno, se articulan formando en cierto modo recortes de unidades
autónomas frente a las cuales el animal se comporta unitariamente. En realidad, el
cangrejo ha visto sólo presa-roca»; pero ni la presa ni la roca han sido percibidas por sí
mismas, porque no han tenido unidad formal propia en su percepción. Esta función de
formalización pende de estructuras nerviosas. Por esto, he pensado siempre que se trata
de una función fisiológica, tan fisiológica como puede serlo la especificación de los
receptores.
Esta formalización aparece asimismo en el orden efector y en el orden del propio
tono vital del animal. La cosa es clara tratándose de movimientos: no es lo mismo un
simple movimiento de un miembro que el juego delicado de prehensión, de marcha, etc.
La formalización motriz es la responsable de la diversidad de movimientos, adaptados
unos, aprendidos otros, etcétera, que el animal puede realizar. Lo propio debe decirse
del tono vital. El mero encontrarse «bien» o «mal», digámoslo así, da lugar por
formalización a una rica gama de estados tónicos diferentes. No es lo mismo el
encontrarse bien con una respuesta elemental adecuada, que el encontrarse bien
apeteciendo una presa en lugar de otra; la formalización del tono vital matiza a éste en
distintas «afecciones».

Basten estas someras alusiones para dar a entender lo que es la formalización. Es


una función estrictamente fisiológica, ni más ni menos a como lo es la diversidad
específica de estímulos. A medida que la formalización progresa, unos mismos
estímulos elementales ofrecen un carácter completamente distinto para el animal. De
suerte que un elenco relativamente modesto de estímulos originarios produce, según la
riqueza formalizadora del sistema nervioso del animal, situaciones completamente
diversas para éste. Toda la riqueza de la vida psíquica del animal, o por lo menos su
mayor parte, está adscrita a esta función de formalización. Así, una simple onda
luminosa, puede producir en un animal elemental una respuesta de simple huida o
aproximación; en cambio, en un animal superior, puede cobrar el carácter de signo
objetivo de respuesta, esto es, denota de un objeto estimulante mucho más complejo.
Decía que se trata de una función estrictamente fisiológica: ciertas áreas corticales del
cerebro son simplemente formalizadoras, por ejemplo, las áreas motrices frontales. En
términos generales, a mi modo de ver, la función esencial del cerebro no estriba en ser
un órgano de mera «integración» (Sherrington), ni en ser un órgano de «significación»
(Brinkner), sino en ser el órgano por excelencia de «formalización», función en virtud de
la cual se crea la enorme diversidad de situaciones con que el animal tiene que
habérselas.

Con ello se ha producido un nuevo tipo de sustantividad biológica. La función de


sentir, en efecto, crea un nuevo tipo de independencia respecto del medio. La cosa es
clara si se atiende a la diversa formalización: es mayor la independencia del animal que
se mueve entre signos objetivos, que la del que responde inmediatamente a estímulos
elementales. El sentir abre un área mucho mayor de actividad propia. Pero además,
aumenta la sustantividad en la medida en que el sentir confiere al animal un control
mucho mayor del medio. «Sintiendo», el animal es, pues, mucho más sustantivo, mucho
más independiente, si se quiere, es mucho más «suyo» que el vegetal.

Sin embargo, a pesar de que gracias a la formalización, unos mismos estímulos


elementales abren el campo de muchísimas respuestas distintas, entre las que el animal
«puede optar», sin embargo, digo, mientras el animal conserve su viabilidad normal,
tiene asegurada en sus propias estructuras, la «conexión», por así decirlo, entre los
estímulos y las respuestas. De ahí que por muy rica que sea la vida del animal, esta vida
está siempre constitutivamente «enclasada».

Ahora bien, no siempre es este el caso del hombre. Posee ciertamente las mismas
estructuras nerviosas que el animal, pero su cerebro se encuentra enormemente más
formalizado, yo diría «hiperformalizada». De aquí resulta que, en ciertos niveles el
elenco de respuestas que unos mismos estímulos podrían provocar en el hombre queda
prácticamente indeterminado, o lo que es lo mismo, las propias estructuras somáticas no
garantizan ya dentro de la viabilidad normal la índole de la respuesta adecuada. Con
ello el hombre quedaría abandonado al azar, y rápidamente desaparecería de la tierra.
En cambio, precisamente por ser un animal hiperformalizado, por ser una sustantividad
«hiper-animal», el hombre echa mano de una función completamente distinta de la
función de sentir: hacerse cargo de la situación estimulante como una situación y una
estimulación «reales». La estimulación ya no se agota entonces en su mera afección al
organismo, sino que independientemente de ella, posee una estructura «de suyo»: es
realidad. Y la capacidad de habérselas con las cosas como realidades es, a mi modo de
ver, lo que formalmente constituye la inteligencia. Es la habitud radical y específica del
hombre. La inteligencia no está constituida, como viene diciéndose desde Platón y
Aristóteles, por la capacidad de ver o de formar «ideas», sino por esta función mucho
más modesta y elemental: aprehender las cosas no como puros estímulos, sino como
realidades. Toda ulterior actividad intelectiva, es un mero desarrollo de ésta su índole
formal.

He aquí las dos habitudes que radicalmente se distinguen en la escala zoológica:


de un lado, la habitud del puro sentir estímulos, y de otro, la habitud de inteligirlos
como realidades; sentir e inteligir. A estas dos habitudes, responden dos formalidades
según las cuales las cosas quedan en su presentarse: estimulo y realidad. Pero como el
presentarse como reales, consiste en una remisión «física» a lo que las cosas son «de
suyo» (por tanto, a lo que son antes de la estimulación e independiente de ella), resulta
que la inteligencia nos deja situados en lo que las cosas son realmente, en y por sí
mismas. La primera función de la inteligencia es estrictamente biológica: hacerse cargo
de la situación para excogitar una respuesta adecuada. Pero esta modesta función nos
deja situados en el piélago de la realidad en y por sí misma, sea cual fuere su contenido;
con lo cual, a diferencia de lo que acontece con el animal, la vida del hombre no es una
vida enclasada sino constitutivamente abierta.

Detengamos un momento la atención sobre estos dos aspectos de la habitud


intelectiva. En primer lugar, su función primariamente biológica. Inteligir es algo
irreductible a toda forma de puro sentir. Pero sin embargo, es algo intrínsecamente
«uno» con esta última función. Y esto, por lo menos, en tres aspectos: a), el cerebro no
intelige, pero es el órgano que coloca al hombre en la situación de tener que inteligir
para poder perdurar biológicamente; el cerebro tiene, en este aspecto, una función
exigitiva, precisamente por su hiperformalización; b),pero el cerebro tiene una función
aun más honda en orden a la intelección: es que sin la actividad cerebral, el hombre no
podría mantenerse en vilo para inteligir; c) el cerebro no sólo «despierta» al hombre y le
«hace tener que» inteligir, es que además, dentro de ciertos límites, perfila y
«circunscribe el tipo» de posible intelección. De aquí que, a pesar de que inteligencia y
sensibilidad, sean irreductibles, sin embargo constituyen una estructura profundamente
unitaria. No hay cesura ninguna en la serie biológica. En el hombre, todo lo biológico es
mental, y todo lo mental es biológico.

Situado así en la realidad, cualquiera que ella sea, el hombre no sólo no tiene una
vida enclasada, sino que en principio puede llevar vidas muy distintas: es adaptable a
todos los climas, etc. Más aún, desde este punto de vista, la humanidad puede alojar y
aloja dentro de sí, no sólo vidas distintas, sino hasta «tipos» distintos de hombre.

Con la habitud intelectiva, nos encontramos con un tipo de sustantividad muy


distinta de la sustantividad animal. En primer lugar, con un tipo distinto de control
sobre las «cosas». La habitud radical prefija siempre la formalidad según la cual las
«cosas» quedan para el viviente. La habitud del animal es estimulación. Por esto las
cosas con las que tiene que habérselas el animal están específicamente prefijadas; y el
conjunto de estas cosas así específicamente prefijadas es lo que constituye el medio. El
hombre, en cambio, se mueve entre cosas que ciertamente tienen un contenido
determinado en cada caso. Pero la habitud radical del hombre es inteligencia; por tanto,
las cosas no quedan específicamente prefijadas, sino que basta con que sean reales. El
conjunto de las cosas reales en tanto que reales es lo que llamo mundo. El animal tiene
medio, pero no tiene mundo. Mundo no es el horizonte de mis posibilidades de
aprehender y entender las cosas en mi existir. Tampoco es el conjunto de las cosas reales
en sus conexiones por razón de sus propiedades, sino que es el conjunto «respectivo» de
todas las cosas reales por su «respectividad» formal en cuanto reales, es decir, por su
carácter de realidad en cuanto tal. En el mundo así entendido es en el que el hombre se
tiene que mover; y por eso el mundo es siempre algo formalmente abierto. Su control
humano es por esto, en buena parte, «creación».

Pero, en segundo lugar, la sustantividad humana tiene un nuevo tipo de


independencia respecto de las cosas. No sólo tiene actividad propia, como la tiene el
animal, sino que esta actividad es, por lo menos en principio, una actividad que no
queda determinada tan sólo por el contenido de las cosas, sino por lo que el hombre
quiere hacer «realmente» de ellas y de sí mismo. Esta determinación de un acto por
razón de la realidad querida, es justo lo que llamamos libertad.

La sustantividad humana es, pues, en el orden operativo una sustantividad que


opera sobre las cosas y sobre sí misma en tanto que reales, es decir, una sustantividad
que opera libremente en un mundo. (Queda en pie la amplitud mayor o menor de esta
zona de libertad, cuestión diferente). Recogiendo ambos momentos, diremos que en el
orden operativo, la sustantividad humana es constitutivamente abierta respecto de sí
misma y respecto de las cosas, precisamente porque es una sustantividad cuya habitud
radical es inteligencia. El hombre es ciertamente un animal, pero un animal de
realidades.

He aquí lo que desde el punto de vista de las habitudes arroja nuestro análisis
diferencial entre el animal y el hombre. Entonces surge la segunda pregunta: ¿en qué
consiste la estructura esencial del hombre, esa estructura de la que emerge su habitud
intelectiva radical?
II. La estructura esencial de la sustantividad humana. Como todo viviente, el hombre
es una realidad sustantiva. Y es el momento de decir con un poco de precisión qué se
entiende por sustantividad.

Aristóteles no había hablado más que de sustancialidad. Entendía por sustancia


un sujeto dotado de ciertas propiedades que le competen por naturaleza, y que por
consiguiente es capaz de existir por sí mismo, a diferencia de sus propiedades que no
pueden existir más que por su inherencia al sujeto sustancial. Claro está, no es que
Aristóteles desconozca por completo la existencia de sustancias compuestas; pero ha
entendido siempre que lo que las sustancias componentes componen es justamente una
nueva sustancia, un nuevo sujeto sustancial. El cloro y el hidrógeno son sustancias, y lo
es asimismo el ácido clorhídrico resultante de su combinación, y es una sustancia
distinta de las componentes por hallarse dotada ele propiedades diferentes a las de
éstas. Pero en esta idea de Aristóteles entran indiscernidamente dos cosas distintas: la
sustancialidad y la sustantividad. Para Aristóteles no hay más sustantividad que la
sustancial.

Sin embargo, ambos conceptos son perfectamente distintos. La sustancialidad


sólo es un tipo de sustantividad: la sustantividad que algo posee para que todo lo demás
se apoye en él en orden a la existencia. Pero no es la única sustantividad posible.
Sustantividad es la suficiencia de un grupo de notas para constituir algo propio; es la
suficiencia den el orden constitucional. No está dicho en ninguna parte que toda
suficiencia en este orden sea sustancial. Es verdad que entre las cosas del mundo,
ninguna hay tal que su sustantividad no envuelva un momento de sustancialidad. Pero
lo que afirmamos es que en ninguna cosa hay identidad formal entre sustantividad y
sustancialidad.

En primer lugar, la sustantividad puede estar por encima, por así decirlo, de la
sustancialidad. Los sujetos que determinan por decisión algunas, no todas, de las
propiedades que van a tener no están «por bajo-de» de esas propiedades, sino
justamente al revés «por encima-de» ellas. No son ὑπο-κείμενον, substantes, sino ὑπερ-
κείμενον, super-stantes por así decirlo. En el hombre, estos dos momentos de substancia
y de superstancia se articulan de modo preciso en su sustantividad.
En segundo lugar, no toda producción de propiedades nuevas es forzosamente
resultante de la producción de una nueva sustancia. Cualquier organismo está
compuesto de millones de sustancias, ninguna de las cuales pierde en el organismo su
propia sustancialidad. Sin embargo carecen de sustantividad; sustantividad sólo la
posee el organismo. Aquí, la diferencia es clara en el orden operativo. Las propiedades
de los compuestos, unas son «aditivas»: son la suma de las propiedades de los
componentes. Tal es el caso de las propiedades de una «mezcla». Pero otras son
«sistemáticas»; no pueden distribuirse sobre cada una de las componentes, sino que
afectan pro indiviso al sistema entero. Tal es el caso de muchas propiedades en una
«combinación». Pues bien, en el orden operativo, hay «operaciones» que no son sino la
adición de las operaciones que cada una de las componentes realiza. Pero hay otras que
están realizadas tan sólo por el sistema entero. En tal caso, el compuesto se halla
caracterizado más que por ser una nueva sustancia, por tener un modo de
funcionamiento nuevo, una especie de «combinación funcional». Es el caso de los seres
vivos. Trátase de una sustantividad que en el orden operativo está caracterizada no por
la producción de una sustancia nueva, sino por la producción de una «combinación
funcional». La independencia del medio y el control específico sobre él, no serían sino la
expresión de esta peculiaridad, la expresión de la combinación funcional.

Ahora bien, una combinación funcional no es forzosamente el resultado de una


combinación de sustancias que produjera una sustancia nueva. Tampoco es un mero
agregado de sustancias, porque en tal caso sólo tendríamos funciones aditivas. Es un
acoplamiento de sustancias tal que todas ellas se codeterminan mutuamente. Y esto es lo
que hemos llamado estructura. La sustantividad está determinada no siempre ni
formalmente por sustancias, sino por estructura, y consiste en una unidad coherencial
primaria. Esta estructura es la esencia de la sustantividad en cuestión. La suprema
forma de unidad metafísica de lo real, no es la unidad de sustancialidad, sino la unidad
de sustantividad, la unidad estructural.

Esto supuesto, ¿cuál es la esencia de la sustantividad humana? Que el hombre


tenga algo irreductible a la materia, es innegable porque la inteligencia es esencialmente
irreductible al puro sentir. Sin compromiso, llamamos a este algo «alma». Junto al alma,
están todas las sustancias de su organismo Ahora bien, el hombre no es una unión de
estas sustancias; es una unidad primaria. ¿En qué consiste esta unidad?
Aristóteles pensó que se trata ole una unidad sustancial: el alma, la ψυχήes el acto
sustancial de una materia prima indeterminada. De suerte que todas las propiedades
que el hombre posee no sólo las superiores, sino hasta las más elementales, como el
peso, las propiedades químicas, etc., se deberían al «alma». Sería ella la que «anima» al
cuerpo, mejor cucho, la que hace de la materia prima un cuerpo animado. Es verdad que
hay pasajes en que Aristóteles parece atenuar esta afirmación; el alma no sería la fuente
de todas las propiedades, diríamos hoy las fisicoquímicas, del cuerpo, pero sí sería lo
que determinaría en la materia sus funciones propiamente vitales. Pero la «materia
organizada» sería siempre pura potencialidad; sólo el alma como «acto» de esta potencia
determinaría la vitalidad, la sensibilidad y las funciones superiores.

Ahora bien, esta concepción me parece difícilmente sostenible. ¿Cómo se


convencerá a nadie de que la glucosa de mi organismo debe sus propiedades químicas
acto sustancial de la psyché? Pero ni aun en su forma atenuada me parece sostenible la
idea aristotélica. ¿Qué se entiende, en efecto, por animación? se entiende que las
funciones biológicas las tiene el organismo porque se las confiere la psyché, esto me
parece que no se compadece con los hechos. El plasma germinal es un sistema
molecular; su vida consiste tan sólo en la estructura unitaria que lleva aparejada consigo
eso que hemos llamado «combinación funcional». El alma no va organizando el plasma
germinal. La verdad parece más bien la contraria: es el plasma germinal el que va
modulando los estados y tendencias más hondas y elementales de la psyché. La «vida
vegetativa» no consiste en las funciones vegetativas que el alma confiere a la materia,
sino en los caracteres psíquicos elementales, puramente «vitales», digámoslo así, que el
plasma va determinando en la psyché. Más aún: lo propio acontece con las funciones
sensitivas. Es un diferenciación biológica la que diferencialmente desgaja la función de
sentir. Y esta diferenciación es la que determina en la psyché un psiquismo sensitivo. Las
llamadas potencias sensitivas, no son más que este tipo de determinaciones psíquicas
debidas a meras diferenciaciones biológicas. Desde el primer momento de su
concepción, el plasma germinal lleva «en sí» el alma entera. Y en su primera fase
genética, es el plasma quien va determinando la psyché. Solamente en fases muy
ulteriores es el psiquismo «superior» quien puede ir determinando al organismo. La
función de formalización interviene en ese momento.
Entre «alma» y «organismo» no hay «relación» de acto y potencia, sino una
«relación» de co-determinación mutua en unidad coherencial primaria, esto es, hay
unidad de estructura, no unidad de sustancia. En su virtud, esta unidad no otorga
nuevas propiedades a ninguna de las sustancias que en ella entran. El hombre se halla
compuesto de una sustancia psíquica, y de millones de sustancias materiales. Pero todos
ellas constituyen una sola unidad estructural. Cada sustancia tiene de por sí sus
propiedades, pero la estructura les confiere una sustantividad única, en virtud de la cual
la actividad humana es absolutamente nueva.

¿En qué consiste esta unidad estructural? Por lo pronto observemos que contra lo
que los neurólogos suelen pensar, el psiquismo no se adscribe exclusivamente al cerebro
ni tan siquiera al sistema nervioso; no se trata de que en el sistema nervioso acontezcan
unos fenómenos puramente biofísicos y bioquímicos, y que al llegar a no se sabe qué
regiones «superiores» del cerebro, surja esa especie de apéndice que sería, por ejemplo,
la percepción. Esto es quimérico. La función de sentir envuelve todas las funciones y
estructuras bioquímicas y biofísicas del organismo y no va adscrita en especial a
ninguna de ellas, como no sea en sentido «diferencial». El sistema nervioso no crea la
función de sentir sino que la autonomiza la desgaja, por diferenciación. De ahí que la
función de sentir, en su aspecto psíquico, sea coextensiva a la totalidad de estructuras y
procesos biológicos. Pero hemos visto que todos los procesos superiores hacen
intervenir intrínsecamente la función de sentir, y que a su vez los determinan a veces en
buena medida. De donde resulta que «alma» y «cuerpo» son perfectamente coextensivos
y su unidad estructural determina estados estructuralmente psico-físicos en toda la
línea. Y entonces la cuestión se halla en preguntar, ¿en qué son coextensivamente
«unos»?La respuesta a esta cuestión es eoipso la esencia del hombre.

Lo primero que hay que decir es que la psyché no es simple «espíritu», esto, es,
algo meramente dotado de inteligencia y voluntad, como pretendía Descartes. No que la
psyché carezca de estas notas, sino que la psyché es algo que desde sí misma, por su
intrínseca índole está entitativamente (es decir, en el orden constitutivo) vertida a un
cuerpo. No es que la psyché «tenga» un cuerpo; no es que tan sólo «necesite» de un
cuerpo para actuar. Es que en sí misma, por ser la realidad que es, es formalmente
«versión-a» un cuerpo. Y en este sentido decimos que no es simple espíritu sino que es
«ánima», alma. Alma y ánima, pues, no significan aquí que es algo que anima a un
cuerpo, sino que es algo cuya realidad constitutiva es ser exigencia entitativa de un
cuerpo. Tanto, que su primer estado de animación se lo debe al cuerpo. Esta condición es
lo que expresamos diciendo que el alma es «corpórea» desde sí misma. Lo que hace que
la psyché sea alma es su «corporeidad». Esta expresión puede prestarse a equívocos.
Puede entenderse que se trata de que el alma sea una propiedad corporal en el sentido
de material. Pero esto nada tiene que ver con lo que acabamos de decir, naturalmente.
Por otra parte, la expresión «forma de corporeidad» ha sido usual entre algunos
escolásticos. Pero con ella designaban una especie de forma sustancial que confería a la
materia prima su realidad corporal que la hacía apta para una información anímica.
Pero lo que he llamado corporeidad no es una «forma sustancial» sino un carácter
«estructural», a saber, la índole del «de» cuando decimos que toda alma es
estructuralmente «de» un cuerpo. Y en segundo lugar, no es el alma quien confiere a la
materia su carácter de cuerpo, sino que en cierto modo es lo contrario: es el alma la que
por estar vertida desde sí misma a un cuerpo es corpórea; por tanto, es el cuerpo quien
califica al alma de corpórea. El alma es, pues, estructuralmente «corpórea».

Recíprocamente, si examinamos lo que es el cuerpo humano en sí mismo, no


podemos limitarnos a ver en él una mera res extensa como quería Descartes, sino que se
trata de una materia perfectamente organizada y diferenciada tanto molecular como
energéticamente. Es decir, trátase de un «organismo». Ahora bien, este organismo es
intrínsecamente «humano». Y lo es no por el mero hecho de ser poseído por eso que
llamamos hombre, sino por ser algo que biológicamente (tomado en su integridad
biológica) está intrínsecamente abocado, en su momento, a eso que yo llamaría
«mentalización»: sin inteligencia, en efecto, el organismo no sería biológicamente viable.
Por consiguiente, desde sí mismo, el organismo es «organismo-de» una psyché,«de» un
alma. Aquí alma significa un momento «estructural» del cuerpo. El cuerpo no está
«acoplado» a un alma, sino que es estructuralmente «anímico».

Este «de» común al alma y al cuerpo es aquello en que son «uno» alma y cuerpo.
Su unidad es una unidad coherencial primaria que se expresa en el «de». Y este «de»
tiene un carácter perfectamente definido. Considerado desde el alma, el «de» consiste en
«corporeidad». Considerado desde el cuerpo, el «de» consiste en animidad. Tomadas a
una ambas determinaciones, diríamos que la unidad del «de» es «corporeidad anímica».
La expresión es deliberadamente ambigua. Trátase de una «configuración» única, una
configuración estructural. Como momento del alma, significa que anímicamente hay
una configuración de corporeidad. Como momento del cuerpo, significa que su
corporeidad tiene estructuralmente configuración anímica. La expresión «corporeidad
anímica» incluye unitariamente ambos matices. He aquí la unidad estructural esencial
del hombre. En esto consiste su radical sustantividad.

De ahí que la unidad de cuerpo y alma no sea «causal». No es que el alma actúe
«sobre» el cuerpo o recíprocamente, sino que de un modo primario, el alma sólo «es»
alma por su corporeidad, y el cuerpo sólo «es» cuerpo por su animidad. Tampoco es una
unidad «instrumental». No es que el alma «tenga» un cuerpo o que el cuerpo «tenga» un
alma, sino que el alma «es» corpórea y el cuerpo «es» anímico. Tampoco se trata de un
«paralelismo» psico-físico. Porque todo paralelismo se establece entre dos estados, uno
psíquico y otro biológico, cada uno de ellos completo en su orden; mientras que aquí
hay sólo un estado completo, el estado «psico-biológico». La unidad en cuestión es,
pues, no causal ni de mero paralelismo, sino una unidad estrictamente «formal». Pero
esta unidad formal no es una unidad «sustancial». El hombre es ciertamente una
realidad sustancial; pero como sustancias en el hombre hay innumerables sustancias : su
sustancia anímica y las sustancias todas que componen su organismo. Lo que sucede es
que todas estas sustancias tienen una sola sustantividad. En su virtud, la unidad formal
no es sustancial sino «estructural»: el hombre es una sola unidad estructural cuya
esencia es corporeidad anímica. Sus elementos no se determinan como acto y potencia
sino que se co-determinan mutuamente.

Esta sustantividad es intelectiva. Lo cual significa, según vimos, que en el orden


operativo está abierta a toda realidad cualquiera que ella sea. En su virtud, en el orden
constitutivo y estructural mismo, la esencia del hombre es esencia abierta, Y aquí
tocamos al punto preciso que nos importa para nuestra cuestión. Tratábamos, en efecto,
de enfocar el problema del carácter personal del hombre. Vimos que ni la consideración
de sus actos, ni la del yo, sujeto de ellos, nos servía últimamente. Ahora barruntamos
por qué: es que «persona» no es un carácter primariamente operativo, sino constitutivo.
Persona es ante todo el carácter de la sustantividad humana, de la corporeidad anímica;
sólo secundariamente es el carácter de sus actos. Desde el punto de vista de sus actos,
decíamos, el hombre es animal de realidades; intelige, decide libremente, es sui juris; y por
esto tiene carácter personal. Pero desde el punto de vista de su sustantividad, el hombre
es una corporeidad anímica, y es por esto una realidad personal. Ahora bien, ¿son estos
dos aspectos de la cuestión independientes entre sí? Entonces «persona» sería una
expresión equívoca. Pero si no lo es ¿en qué consiste en última instancia ser persona?
Queda planteado así el problema de que nos ocuparemos en la lección siguiente.
EL PROBLEMA DEL HOMBRE*

…la última de las cuestiones tocantes a las estructuras radicales del hombre: la
constitución del hombre como una sustantividad. Resumamos brevemente el camino
recorrido en la última lección.

El hombre está compuesto de innumerables elementos sustanciales materiales y


de un elemento sustancial anímico. Pero el hombre no es sólo un compuesto de
sustancias sino una realidad sustantiva. No es lo mismo sustancialidad y sustantividad.
Mientras las sustancias pueden ser formalmente muchas, la sustantividad es
formalmente una. Incluso en el caso en que no haya más que una sustancia, su momento
de sustantividad no se identifica formalmente con el momento de sustancialidad. La
sustantividad es siempre superior a la sustancialidad. Pero que sean momentos distintos
no significa que sean independientes. Toda sustantividad finita está intrínsecamente
constituida por sustancias. Por esto es falso decir solamente que el hombre tiene cuerpo
y alma, sino que es menester afirmar que el hombre es formalmente cuerpo y alma. Es
absurdo concebir al hombre como algo (llámesele yo, vida o como quiera) respecto de lo
cual su cuerpo y su alma fueran extrínsecos a lo que él es formalmente o tuvieran tan
sólo carácter instrumental o medial para aquella su presunta realidad.

Colocados, pues, en este punto de vista de la sustantividad, nos preguntábamos


en la lección anterior: primero, cuál es la radical y última estructura sustancial que hace
posible la sustantividad humana; segundo, cuáles el carácter formal de esta
sustantividad; tercero, cuál es su posición en la sintaxis del universo.

1. Cuál es la posibilidad que últimamente constituye la sustantividad humana. Trátase


de un ser viviente; por consiguiente su sustantividad, según vimos, se halla
caracterizada por la independencia respecto del medio y el control específico sobre él.
Ambas dimensiones se expresan en el orden operativo por la capacidad de dar una
respuesta adecuada a los estímulos externos o a los procedentes de la intrínseca
actividad que todo ser vivo lleva en sí mismo. En los organismos compuestos tan sólo de
sustancias materiales, esta respuesta adecuada está asegurada, en principio, por la
estructura y las funciones del organismo, dentro naturalmente de los límites de su
viabilidad; las sustancias materiales aseguran, por tanto, su sustantividad biológica. No
así en el caso del hombre, cuya riqueza específica, pero sobre todo, cuya
hiperformalización hacen que en determinados niveles, la respuesta adecuada resulte
problemática, indeterminada y azarosa. En dichos niveles, el hombre no puede
mantener su independencia y controlar específicamente el medio y su propia actividad,
más que haciéndose cargo de todo ello como realidad, esto es poniendo en juego su
inteligencia sentiente, propiedad del elemento sustancial anímico. La estructura
somática nos coloca, pues, en la situación de tener que inteligir para asegurar nuestra
sustantividad. Por consiguiente, la inteligencia sentiente es la radical y última
posibilidad de sustantividad que el hombre posee. Es la posibilidad radical, pues la
inteligencia entra en juego cuando el resto del organismo no es suficiente. Es la
posibilidad última de hecho y solamente de hecho. En su virtud decimos que el hombre
es un animal de realidades. La independencia y el control como características de su
sustantividad, son una independencia y un control de las cosas externas e internas en
tanto que reales, esto es, independencia y control de la realidad. Por esto el hombre no
sólo tiene que habérselas con tales o cuales cosas específicamente determinadas, sino
con la realidad cualquiera que ella sea. Nos preguntábamos entonces:

2. Cuáles el carácter formal de esta sustantividad. Este carácter se expresa diciendo


que el hombre es una realidad personal. Pero esta afirmación no es más que un vocablo
mientras no se diga concretamente qué es ser persona, y por qué el animal de realidades
tiene sustantividad personal.

a) Personalidad no significa aquí originalidad, ni la mayor o menor riqueza


mental de un hombre, sino algo más hondo que por lo pronto se expresa mediante el
personal “yo”. Este yo no es aquello a que se opone el no-yo en general; porque en este
sentido el yo-es lo más impersonal que cabe concebir’;” A lo que se opone el yo personal
no es al ‘no-yo en general sino a otros “yos” personales: al tú y al él. Pero esta oposición
no es meramente numérica como si se tratara tan sólo de tres ejemplares de la especie
humana; si así fuera, serían tres unidades homogéneas e intercambiables. Pero no lo son;
son, por el contrario, esencialmente irreemplazables en su diversidad. Su distinción
formalmente personal: “yo, tú, él”, son intrínsecamente un “mí, ti, sí”. El problema del
yo personal remite así al problema del “mí”. ¿Qué es el “mí”? Es una vivencia que
envuelve un momento de mismidad: es lo que expresamos diciendo que yo soy “mí
mismo”. ¿En qué forma envuelve el mí la mismidad? No es una mismidad de mera
identidad, como si se tratara tan sólo de un mí que es siempre el mismo; esto sería un
mismo mí, pero no un mí mismo. Ser “mismo” pertenece al mí intrínsecamente como
una nota estructural suya no en mera identidad, sino en profundidad, en “intimidad”.
Pero esta inclusión intrínseca de la mismidad en el mí no es un momento formal de la
vivencia del mí en cuanto tal. Porque los caracteres de toda vivencia penden de la
estructura “física” de la realidad en ella vivida, y a esta realidad es a lo que apunta la
mismidad. De esta suerte “mí mismo” nos remite a Un estrato todavía más hondo: a la
estructura real y pre-vivencial de la realidad que soy.

Pues bien, esta estructura consiste en que anteriormente a toda vivencia y como
condición de toda vivencia de “mí mismo”, yo soy mi “propia” realidad; soy una
realidad que me es propia. Pero no pensemos que la estructura física a que aludimos es
aquello que se expresa en ese “me”. El “me” es una vivencia más honda y primaria que
el “mí”, pero al igual que éste no es más que una vivencia’. La estructura física de que
hablamos no está en el “me”, sino en el “propia”. A este momento de propiedad es a lo
que apunta formalmente la mismidad. El “mí” y el “me” no son sino la vivencia formal
y expresa de mi realidad “propia” Realidad personal ‘no es sino realidad que es propia
en cuanto realidad; es realidad sustantiva en propiedad. Por serlo, es por lo que la
independencia frente a “la” realidad y el control sobre ella consisten en afirmarse en la
propiedad de su sustantividad. Esta sustantividad de propiedad es, pues, lo que
constituye la persona. La cuestión está en que digamos más precisamente en qué
consiste esta “propiedad”. Toda realidad es, en cierto modo, propia; tiene, en efecto, sus
“propiedades” constitutivas. Pero en su realidad no va inscrita formalmente el ser
propiedad; es propia, pero no consiste en propiedad. Pues bien, la realidad personal es
“propia” en una doble dimensión, tiene “propiedad” reduplicativamente: es propia
porque al igual que todas las demás cosas reales tiene sus propiedades, pero además
porque consiste formalmente en ser propiedad en cuanto propiedad. Sólo a esta realidad
debe llamarse realidad en propiedad. Esta realidad reduplicativamente propia es lo que
significamos en la expresión “yo soy mío” Esto es lo radical: soy mismo porque soy mío.
Y en esto consiste ser persona: en ser estructuralmente “mío”. “Ser mío” es el
fundamento estructural de la vivencia del “me”, la cual es a su vez el fundamento de la
vivencia del “mí” en cuanto mismo.

b) Esto supuesto, nos preguntábamos por qué el animal de realidades tiene


sustantividad personal. La respuesta a esta pregunta pende de que digamos cuál es la
nota estructural constitutiva de la “propiedad” en el sentido que acabamos de definir.
Esta nota no es otra sino la radical y constitutiva capacidad de habérmelas con la
realidad que soy en cuanto que soy y con la que me estoy habiendo y esta capacidad es
justamente la inteligencia, porque la inteligencia consiste formalmente en la capacidad
de enfrentarse con las cosas como realidad. Una realidad que tiene como propiedad (en
el primer sentido de los dos anteriormente expuestos) la inteligencia, consiste
formalmente en ser “propiedad” en sentido reduplicativo esto es en ser suya si es
sustantiva últimamente por su inteligencia. Por tanto, en estas condiciones, la
inteligencia sentiente que hace del hombre un animal de realidades, eo ipso hace de él
una realidad personal, un animal personal. Ser persona es el carácter formal de la
sustantividad humana.

Llegados a este punto, introducía temáticamente una distinción esencial en esto


que llamamos realidad personal, distinción que por ser esencial reclama también una
terminología distinta. La persona del hombre, en efecto, puede significar el carácter, por
así decirlo, que este hombre cobra en y por el sistema de acciones de su vida; en ellas va
cobrando figura propia y va apropiándosela en grado mayor o menor. Entonces,
persona es en este sentido un concepto operativo. Pero persona puede y debe significar
también el carácter estructural de una realidad cuyos actos pueden ser (aunque no
siempre lo sean) personales en el sentido anterior, es decir, la estructura de una realidad
que es raíz de su posible personalidad en sentido operativo y vital. Es un concepto
constitutivo. Es esencial, a mi modo de ver, introducir este doble concepto constitutivo y
operativo de persona. El no haber distinguido estos dos conceptos de la persona y el
haberla designado con el vocablo único de personalidad ha sido fuente de no pocos
errores en la filosofía y en la teología de todos los tiempos y especialmente del nuestro.
Por ejemplo, la psicología actual de la personalidad envuelve mil veces errores
filosóficos fundamentales en punto a la concepción de la persona humana. Pues bien,
aquella distinción entre los dos conceptos de persona debe expresarse también en una
distinción terminológica. Al carácter de la persona en sentido operativo he llamado
personalidad, y al carácter de la persona en sentido constitutivo, es decir, a la realidad
estructuralmente “propia”, personeidad. La personalidad es algo que se va haciendo, que
se va adquiriendo y formando, que incluso se puede ir deformando y perdiendo a lo
largo de la vida, y que desde luego se va modificando en todo instante de ella. Nunca se
es lo mismo en el rigor de los términos. En cambio, la personeidad, como carácter
constitutivo y estructural del animal de realidades, es algo que se posee desde el primer
momento de la concepción, y que jamás varía: siempre se es el mismo. La personalidad
es algo a que se llega, es un proceso; la personeidad es algo de que se parte. La
personalidad se tiene, la personeidad se es. La personeidad es el fundamento de la
personalidad; ésta jamás podría otorgamos aquélla; por el contrario, sólo porque la vida
lo es de una realidad propia, puede ser más o menos apropiada por la persona ¿Por esto
todas las definiciones de la persona en términos de vida, de conciencia, de moralidad,
etc., llegan demasiado tarde. Un animal de realidades es estructural y constitutivamente
persona en el sentido de personeidad, si (y esta condicional es absolutamente esencial),
si sólo tiene una sustantividad determinada por sus intrínsecas sustancias, las corporales
y la anímica. La formalidad personal de la sustantividad humana es la personalidad.

Esta concepción, como vimos, tiene naturalmente puntos de contacto con la de


Boecio. Pero, sin embargo, no coincide formalmente con ella. Primero, porque es distinto
el concepto de inteligencia. Y segundo, porque la concepción de la realidad personal
como carácter formal de una sustantividad, hace de aquélla algo más que un modo
conclusivo de las sustancias que la constituyen, aunque jamás pueda hacerse caso omiso
de la esencia de éstas en la concepción de la sustantividad personal.

De ahí que, según veíamos las dos tesis en torno a las cuales se ha debatido
tradicionalmente la filosofía en punto al problema de la esencia formal de la persona (la
tesis del modo positivo y la del modo negativo), son, según se mire, ambas parcialmente
falsas y parcialmente verdaderas. Parcialmente falsas, porque han planteado el
problema tan sólo en términos de sustancia, siendo así que la personeidad no estriba en
los caracteres sustanciales, sino en el carácter de “propiedad” de la sustantividad. Pero
son parcialmente verdaderas porque responden a dimensiones distintas del problema
que no pueden confundirse. Desde el punto de vista constitutivo, es decir en cuanto
personeidad, la persona en la concepción que hemos expuesto no se funda en ninguna
modalización positiva de las sustancias esenciales a la sustantividad, sino tan sólo en
“no tener” más estructura que garantice y por tanto constituya la sustantividad, que la
inteligencia de la sustancia anímica. Pero desde el punto de vista operativo, la cosa es
esencialmente distinta. Porque al no tener más que inteligencia, el hombre “tiene que”
dar y da efectivamente a la totalidad de su vida y por tanto a su personalidad, un
determinado carácter positivo que no le daría si la sustantividad le viniera constituida
en última instancia, por algo superior a su mera inteligencia anímica; la figura que
cobrare el hombre en su vida, sería distinta en ambos casos. La tesis del modo negativo
es verdadera para las sustancias constitutivas de la personeidad; la tesis del modo
positivo es verdadera para la personalidad.
El carácter formal de la sustantividad de un animal de realidades es, pues, la
personeidad. En su virtud (no hago sino indicado para entrar rápidamente en el tema de
hoy).

3. La posición de la persona en la sintaxis del universo. Por ser realidad “propia”, esto
es, una sustantividad con independencia frente a toda realidad y control sobre ella, el
hombre como animal personal se halla situado en pertenencia propia frente a todo lo
demás: frente a las cosas, frente a sí mismo y hasta frente a Dios. En esta dimensión es
un absoluto. Pero por tratarse de una sustantividad constituida por sustancialidades,
esta su pertenencia es esencialmente relativa; en ello consiste la finitud de la persona
humana. El hombre, animal de realidades y de sustantividad personal, es un “relativo
absoluto”.

Hasta aquí lo expuesto en el día anterior. Hoy nos preguntamos por la


sustantividad humana en cuanto dotada de acciones personales o cuando menos
personalizables, que dimanan de aquélla…
EL HOMBRE Y SU CUERPO

El hombre es una realidad una y única: es unidad. No es una unión de dos


realidades, lo que suele llamarse «alma» y «cuerpo». Ambas expresiones son
inadecuadas porque lo que con ellas pretende designarse depende esencialmente de la
manera como se entienda la unidad de la realidad humana. De ella depende asimismo la
idea de su actividad. Por tanto, si queremos conceptuar con cierto rigor lo que el titulo
de esta nota significa, hemos de proceder por pasos contados y examinar sucesivamente:

1. Qué se entiende por realidad;

2. qué es la realidad humana;

3. qué caracteres posee su unidad;

4. cuál es la función que en ella desempeña lo que suele llamarse cuerpo;

5. cuál es la índole de la actividad humana.

*De una lección del curso «El problema del hombre», 1953-1954.
I. Qué es realidad

No me refiero aquí a la realidad en cuanto tal sino tan sólo a lo que llamamos
«cosas reales» tomando la palabra cosa en su sentido más inespecífico y vulgar. Pues
bien, las cosas reales son sistemas de notas de carácter sustantivo. Voy a explicarme.

1. Las cosas reales están constituidas por «notas». Tomo el vocablo en su acepción
más lata: son notas tanto las propiedades, las cualidades, las partes constitutivas, etc.
Cada una de estas notas está con las demás en una forma muy precisa: es nota «de» las
demás. Por ejemplo, la glucosa es nota «de» un organismo animal. Este «de» no es una
adición extrínseca. Cada nota puede existir, y en general existe, independientemente de
ser nota de esta cosa real. Pero cuando hic et nunc es nota de esta cosa real, está integrada
a ella. Y estar integrada significa que no es un algo meramente añadido a las demás
notas sino que la nueva nota cobra el carácter del «de» constitutivo de la cosa real. Por
tanto, no hay «nota + de» sino «nota–de». Es lo que inspirándome en las lenguas
semíticas llamo carácter o estado «constructo» de toda nota. En lo que en las lenguas
semíticas se llama estado constructo, la unidad de los nombres es prosódica morfológica
y semántica: es verdadera unidad. En su virtud, el «de * es un momento no conceptivo
sino real de la nota. Y en segundo lugar, no es un momento real relacional sino un
momento físicamente constitutivo de cada nota, mientras sea nota de esta cosa real.
Dejando de lado los procesos metabólicos, cuando la glucosa «sale» del organismo
animal, no pierde nada sino tan sólo su «de». El «de» es un momento «físico» de la nota
en el sentido filosófico y no científico de aquel vocablo.

2. Cada nota tiene este carácter de «nota–de». ¿De qué? De todas las demás. En su
virtud, la unidad de lo que llamamos una cosa real es la unidad de un «de». Cada cosa
real es un constructo de «notas—de» Esta unidad es, pues, física y es primaria. Es física
en el sentido que acabo de explicar. Y es primaria porque entonces la diversidad de
notas no compone aditivamente la cosa real, sino que, por el contrario, explicita la
unidad primaria del «de» en que la cosa real consiste. Las cosas no son síntesis de notas,
sino que las notas son analizadores de la unidad primaria en que la cosa consiste. Esta
unidad es lo que llamamos sistema: es la unidad de un constructo de notas. Sistema no es
primariamente sistematización de notas, sino unidad de un constructo. El «de» es el
carácter formal del sistema en cuanto tal. En el sistema, su unidad constructa se
constituye físicamente en la diversidad de notas. En su virtud, esta diversidad es la
explanación, por así decirlo, de la unidad del constructo: es justo estructura. Estructura
es la actualidad de la unidad de un constructo en la diversidad de sus notas. De ahí,
como vamos a verlo enseguida, la posibilidad de que una estructura se mantenga
idéntica aunque sus notas puedan variar incluso numéricamente. El «de» es la razón
formal de la mismidad de una cosa real.

3. Las notas de un sistema son de distinto carácter. Unas presuponen el sistema


ya constituido, y pertenecen a él por la acción de factores extrínsecos al sistema: son
notas adventicias. Pero hay otras que, aunque tengan un origen causal exterior, son en sí
mismas y formalmente las que constituyen el sistema. Aunque sea tautológico, las
llamaremos notas constitucionales. Son las que confieren a la cosa real su estructura física
primaria. Estas notas tienen un carácter propio. Como cada nota es «de» todas las demás
del sistema, resulta que las notas constituyen un sistema cíclico. En su virtud, el sistema
es una unidad clausurada, esto es, posee suficiencia constitucional. Pues bien, el sistema
clausurado y cíclico de notas constitucionales, es lo que constituye la sustantividad. La
razón formal de la sustantividad es la suficiencia constitucional. La unidad estructural
de lo real es constitución sustantiva. La sustantividad no es sustancialidad. Una misma e
idéntica sustantividad podría tener muchísimas sustancias, las cuales a pesar de ser
sustanciales serían sustancias insustantivas. La razón formal de la sustantividad, repito,
es la suficiencia constitucional.
II. La realidad humana.

La realidad humana es una unidad de sustantividad, esto es, es una unidad


primaria y física de sus notas, un sistema constructo de notas. De estas notas, unas son
de carácter físico-químico, otras de carácter psíquico (por ejemplo, la inteligencia). Las
notas de carácter físico-químico suelen llamarse sustancias, y lo son, pero no en el
sentido metafísico de sustancia, sino en el sentido vulgar del vocablo, como cuando
hablamos, por ejemplo, de sustancias grasas, del ácido pirúvico, del hierro, del fósforo,
etc. Trátase, pues de lo que llamamos sustancias químicas. Este aspecto físico-químico
de la sustantividad humana no es, como suele decirse, «materia» (cosa asaz vaga y
demasiado remota para la constitución formal de la sustantividad humana), sino que es
«organismo». El organismo es tan sólo un subsistema parcial dentro del sistema total de la
sustantividad humana. Por sí mismo y en sí mismo, carece de sustantividad. El aspecto
psíquico de la sustantividad humana tampoco es, como suele decirse, «espíritu»
(término también muy vago). Podría llamarse «alma» si el vocablo no estuviera
sobrecargado de un sentido especial, archidiscutible, a saber: el sentido de una entidad
«dentro» del cuerpo y «separable» de él. Prefiero por esto llamar a este aspecto
simplemente «psique». La psique no es una sustancia ni en el sentido vulgar del vocablo
(esto es sobradamente evidente), pero tampoco en el sentido metafísico. La psique es
también sólo un subsistema parcial dentro del sistema total de la sustantividad humana.
Ciertamente, este subsistema tiene algunos caracteres irreductibles al subsistema
orgánico, y en muchos aspectos (no en todos, bien entendido) tiene a veces cierta
dominancia sobre éste. Pero sin embargo, la psique es sólo un subsistema parcial. Esto
quiere decir que ni psique ni organismo son un sistema por sí mismos, sino que cada
subsistema es sistema sólo en virtud de una consideración mental no arbitraria, pero
tampoco adecuada a la realidad. En su realidad física sólo hay el sistema total; tanto en
su funcionamiento como en su estructura reales, todas y cada una de las notas psíquicas
son «de» las notas orgánicas, y cada una de las notas orgánicas es nota «de» las notas
psíquicas. El hombre, pues, no «tiene »psique y organismo sino que «es» psico-orgánico,
porque ni organismo ni psique tienen cada uno de por sí sustantividad ninguna; sólo la
tiene el sistema. Pienso por esto que no se puede hablar de una psique sin organismo.
Digamos, de paso, que cuando el cristianismo, por ejemplo, habla de supervivencia e
inmortalidad, quien sobrevive y es inmortal no es el alma sino el hombre, esto es, la
sustantividad humana entera. El hombre no es psique «y» organismo sino que su psique
es formal y constitutivamente «psique–de» este organismo, y este organismo es formal y
constitutivamente «organismo–de» esta psique. La psique es desde sí misma orgánica y
el organismo es desde sí mismo psíquico. Este momento del «de» es numéricamente
«idéntico» en la psique y en el organismo, y posee además carácter «físico». Esta
identidad numérica y física del «de» es lo que formalmente constituye la unidad
sistemática de la sustantividad humana. Es una unidad estructural; estructura es precisa
y formalmente la unidad de un «de» en sus notas. La sustantividad humana es así «una»
por sí misma y de por sí misma. Los momentos de este sistema sustantivo se
codeterminan pero no como acto y potencia (que dirían los aristotelizantes) de una
unidad sustancial hilemórfica, sino como realidades en acto y ex aequo, cuya
codeterminación consiste en ser cada una «de» todas las demás. El «de» es una unidad
de tipo metafísico superior al de la unidad de acto y potencia. Y en este «de» consiste no
sólo la unidad radical de la sustantividad humana, sino también su mismidad a lo largo
de la vida entera, mismidad esencialmente distinta de una persistencia numérica de
todas las notas, cosa perfectamente inexistente. El hombre es, pues, una sustantividad
psico-orgánica.
III. Caracteres estructurales de la realidad humana.

Esta sustantividad tiene tres caracteres constitutivos. Los caracteres no son


«propiedades» de la sustantividad, sino la «índole estructural» de la unidad primaria
del constructo psico-orgánico. Por tanto, son momentos del sistema entero en cuanto
sistema. No pueden dividirse en orgánicos y psíquicos. Cada carácter es un momento
del sistema entero.

1. En virtud de su carácter sistemático, toda nota tiene en el sistema una


«posición» rigurosamente determinada respecto de las demás notas. Cada nota, en
efecto, tiene una significación muy precisa en el sistema sustantivo. Así, el peso tiene
una significación biológica precisa distinta de lo que es la mera gravitación material.
Esta significación es «función» en el sentido más lato del vocablo; es la función, por
ejemplo, del peso. Y a su vez, esta función está determinada en y por la totalidad del
sistema. Esta determinación es lo que formalmente constituye lo que llamo posición: es
posición estructural. No es un concepto ni topográfico, ni funcional, sino estructural. El
sistema determina la función de cada nota, y la expresión de esta determinación
estructural es la significación. Así, las proteínas tienen una posición muy determinada
en el viviente animal; pero si el viviente es humano, su posición o determinación
estructural es más amplia, y por tanto distinta: por ejemplo, tienen una función para la
intelección o la volición, etc. Recíprocamente, estas notas psíquicas tienen una posición
muy determinada respecto de las proteínas: todo trabajo intelectual moviliza
necesariamente proteínas, etc. Según esta posición, el sistema tiene un momento
estructural propio: es organización. Aquí, organización no alude en primera línea al
organismo físico-químico, como algo contradistinto de la psique, sino que abarca
también las notas psíquicas mismas, es decir, abarca al sistema psico-orgánico entero:
organización es formalmente la precisa determinación estructural da cada nota, sea
físico-química o psíquica, respecto de todas las demás.

2. El sistema psico-orgánico, en virtud del momento de organización, tiene una


compago, una complexión, según la cual, cada una de las notas del sistema, por estar
determinada estructuralmente respecto de las demás, repercute forzosamente tanto
estructural como funcionalmente sobre todas las demás; está en interdependencia con
ellas. La organización funda así una cierta «solidez»: es el momento de solaridad. Solaridad
es interdependencia de organización. Se suele propender a ver en ello el carácter formal
de un sistema: sistema seria interdependencia. Pero no es así; la interdependencia, la
solidaridad, se funda en la unidad del sistema, el cual lo es por su carácter constructo.
La solidaridad pertenece al sistema, pero como momento fundado en la posición, en la
organización. Es solidario porque es sistema; no es sistema por ser solidario. Cada nota
es solidaria de todas las demás: la inteligencia es solidaria de mil notas psico-orgánicas y
recíprocamente. La solidaridad es, pues, un momento formal del sistema sustantivo
fundado en la organización pero distinto de ésta.

3. Este sistema así organizado y solidario tiene aún un tercer momento. En su


organización solidaria, la sustantividad tiene actualidad, tiene presencialidad «física»
(en la acepción puramente filosófica del vocablo). Recordando la expresión española
«tomar cuerpo» habría que decir que la sustantividad psico-orgánica tiene cuerpo en la
organización solidaria de sus notas. La unidad primaria en que la sustantividad consiste
tiene cuerpo en la organización solidaria de sus notas. Cuerpo es, en este problema, el
momento de presencialidad física de mi sustantividad psico-orgánica en la realidad. Ese
momento no es sino eso: momento. Es esa misma sustantividad en su momento de
presencialidad física en la realidad. Es lo que he solido llamar momento de corporeidad.
Corporeidad no significa aquí un carácter abstracto de algo que fuera cuerpo sino que es
el abstracto de «corpóreo». Y corpóreo es un carácter de la realidad humana entera, del
sistema psico-orgánico entero. El organismo físico-químico hace desde sí mismo formal y
constitutivamente corpóreo al sistema entero, esto es, es corporeidad «de» la psique. Y la
psique, desde sí misma es formal y constitutivamente corpórea, esto es, es corporeidad
«de» su organismo físico-químico. La corporeidad, pues, es un momento estructural de
la sustantividad entera. Salta a los ojos que estos dos momentos no son independientes:
sin una vida psico-orgánica no habría corporeidad. La corporeidad está fundada de
hecho en la organización solidaria. Toda vida es actualidad «física» en corporeidad y
toda corporeidad, toda presencialidad «física» es de carácter vivo. Pero son momentos
distintos. El carácter vivo cualifica la corporeidad en fenómenos tales como la
«expresión»; la corporeidad es, entre otras cosas, expresión de la vida. Uno de los
aspectos de esta expresión es la «fisonomía»; fisonomía no es sólo un conjunto de rasgos
materiales, sino que envuelve intrínseca y formalmente el ser expresión de lo psíquico.
A su vez, cosa evidente, la corporeidad cualifica la sustantividad viva, por ejemplo
«definiendo» el campo constitucional de su realidad actual. Vida y corporeidad son,
pues, dos momentos inseparables. Pero sin embargo, lo repito morosamente, son de
índole formal distinta. Por ejemplo, la presencia de un hombre a otro es cuestión ante
todo de su corporeidad; en cambio, la actuación de un hombre es ante todo cuestión de
vida organizada y solidaria. Corporeidad es actualidad presencial física.

En resumen, el sistema sustantivo psico-orgánico en que la realidad humana


consiste, tiene tres momentos estructurales: organización, solidaridad, corporeidad. Son
tres momentos del sistema entero, y por tanto, momentos estructurales de su unidad
constructa: son tres momentos del «de» en que el sistema sustantivo consiste. Son tres
momentos antropológicamente y metafísicamente distintos entre sí, cada uno de los
cuales está fundado en el anterior.
IV. Función del «cuerpo».

En este sistema psico-orgánico, decimos, hay, dos subsistemas. Uno es el


subsistema de todas sus notas físico-químicas. El otro es el subsistema que llamamos
psique. De éste no nos ocupamos aquí. Al primer subsistema suele llamársele
vulgarmente «cuerpo». No hay en ello inconveniente mayor con tal de que evitemos
identificar ese cuerpo, esto es, el organismo con el momento de corporeidad propio del
sistema psico-orgánico entero. Por esto es mejor emplear aquí la palabra organismo. Y
nos preguntamos ¿cuál es la función que incumbe a este subsistema dentro del sistema
entero?

Por lo pronto, el organismo no es una realidad sustantiva. Realidad sustantiva no


la tienen ni el organismo ni la psique, sino tan sólo el sistema psico-orgánico entero. No
es que el organismo carezca por completo de cierta unidad sistemática propia. Pero no
es unidad de sustantividad. Es justo lo que expresa el concepto de «sub-sistema».
Subsistema no es un sistema fragmentario que estuviera incluido o recluido en el
sistema total: ni la psique está recluida en el organismo ni éste en aquella. El subsistema
no es un fragmento, sino una cierta unidad a la que le falta sin embargo el momento de
clausura cíclica. Si partimos de las reacciones físico-químicas y queremos ascender a una
completa determinación de sus caracteres dentro del sistema, llegará un momento en
que habremos de apelar a notas que no son físico-químicas. Sin una intelección que se
haga cargo de la realidad, y sin una opción en ella, no hay modo (dentro del nivel más
propiamente humano) de que las reacciones estén determinadas constituyendo una
respuesta, en principio, adecuada. Y recíprocamente, sin unas reacciones muy
precisamente dadas, no sería posible ni una intelección ni una volición. El organismo y
la psique de una sustantividad psico-orgánica carecen de unidad clausurada cíclica. En
su virtud, son de suyo insustantivos. Y en esta falta de clausura cíclica es en lo que
precisamente consiste ser subsistema en nuestro problema.

El organismo, pues, es un subsistema de notas físico-químicas en la sustantividad


humana. Y de este subsistema es del que nos preguntamos cuál es la función que tiene
en el sistema total.
Dicho en términos generales, una cosa es evidente: esta función no consiste ni
puede consistir más que en ser el fundamento material de los tres momentos
estructurales de la sustantividad humana que acabamos de indicar. Es desde la
sustantividad desde la que hay que entender tanto la psique como el organismo y no al
revés.

1. La sustantividad es ante todo una organización de sus notas psico-orgánicas.


Organización es aquí, recordémoslo, determinación de la posición estructural de cada
nota en el sistema total. Pues bien, el organismo material es un subsistema de
organización de notas físico-químicas. En este aspecto, el organismo tiene ante todo una
función organizadora: es la contribución de las notas físico-químicas a la organización del
sistema total. Aunque el vocablo «organismo» procede de esta función, sin embargo no
pueden identificarse organismo y función organizadora, porque la función organizadora
no es la única función propia de un organismo. Una alteración del subsistema orgánico
conduciría aquí a una alteración de la sustantividad: es una «in-disposición» y en el
límite la descomposición mortal.

2. La sustantividad tiene un momento de solidaridad psico-orgánica. Pues bien, la


función del organismo como subsistema, consiste en este aspecto en ser el fundamento
material de un momento de la solidaridad sustantiva. En virtud de esta función, el
organismo es una «figura» en la que cada parte está conectada en cierto orden a las
demás. Esta unidad de ordenación es una «figura» (dinámica, bien entendido). Esta
función del organismo es, pues, una función con figuradora. Esta función presupone la
función organizadora y se apoya en ella. Todas las funcionas de correlación funcional,
de integración, etc. y en general, todas las funciones gracias a las cuales, como suele
decirse impropiamente, el organismo funciona como un todo, son funciones de
organización. Pero gracias a ellas hay algo distinto de mera organización: hay
configuración dinámica. Al fin y al cabo una misma unidad de configuración solidaria
puede tener realidad poniendo en juego muy diversas cadenas de reacciones físico-
químicas. Toda configuración se apoya en organización, pero no se identifica con ella.
Sin embargo, es una función estrictamente material del organismo; es esencial
subrayarlo.
3. Finalmente, la sustantividad psico-orgánica tiene un momento de corporeidad,
esto es, un momento de actualidad, de presencialidad «física» en la realidad. El
organismo tiene aquí una función propia: la de ser el fundamento material de esta
actualidad presencial. La materia como fundamento de actualidad, de presencialidad
«física» es lo que debe llamarse soma. El organismo tiene esta (que desde mis primeros
escritos llamé así) función somática. Es una función distinta de la organizadora y de la
configuradora. No confundamos, pues, soma y organismo. Sólo en virtud de esta
función debe llamarse al organismo cuerpo. El organismo es cuerpo, esto es, soma, tan
sólo por ser fundamento material de la corporeidad del sistema, y no al revés. Claro
está, esta función, de hecho, presupone la función organizadora y la de configuración;
sin estas funciones no habría presencialidad física. Pero no se identifican formalmente
con ésta. Ser soma, ser cuerpo no es formalmente idéntico a ser organización físico-
química. Es sin embargo una función estrictamente material: es, si se quiere, materia
somática a diferencia de materia orgánica. La primera concierne al organismo como
fundamento de actualidad, la segunda le concierne como fundamento de organización.

En definitiva, eso que vulgarmente llamamos cuerpo, tiene funciones distintas,


fundadas cada una en la anterior, pero que son formalmente distintas entre sí: función
organizadora, función configuradora, función somática. En rigor, como decía antes, sólo
puede hablarse de cuerpo refiriéndose a la tercera función. Pero si no se distinguen las
funciones, es mejor hablar de «organismo» sin más. Organismo es el subsistema de
notas físico-químicas. Y este subsistema tiene la triple función organizadora,
configuradora y somática. Y en virtud de estas tres funciones el organismo es siempre y
sólo un subsistema en el sistema psico-orgánico total de la sustantividad.

El otro subsistema es la psique. Y de ella, decía, no voy a ocuparme aquí.


Únicamente, para conceptuar con más precisión la índole de la unidad de sustantividad
psico-orgánica, hay que atender sumariamente al carácter de su actividad.
V. La actividad humana.

Por ser un sistema real es, no sólo en sí mismo, sino también por si mismo formal y
constitutivamente activo en cuanto real. Cada nota de esta sustantividad actúa
sistemáticamente, esto es, ninguna nota actúa sola y por su cuenta, por así decirlo, sino
que a pesar de actuar tan sólo por sus propiedades internas, sin embargo actúa siempre
como siendo «nota-de»; esto es, su actuación es tan sólo un momento de la «actividad-
de» todas las demás. Así como todas las notas por ser «notas-de» constituyen un solo
sistema sustantivo, así también, lo que llamamos actividad de cada nota es «actividad-
de». Todas las actividades constituyen, pues, una sola actividad: la actividad de la
sustantividad. Es lo que expreso diciendo que la actividad humana es unitaria mente
psico-orgánica en todos, absolutamente todos, sus actos. Esta unitariedad no significa tan
sólo que la actividad humana es «a la vez» orgánica y psíquica, porque esto supondría
que hay dos actividades, una psíquica y otra orgánica. Y lo que afirmo es exactamente lo
contrario, a saber, que no hay sino una sola y misma actividad, la del sistema entero en
todas y cada una de sus notas. La actividad tiene siempre carácter de sistema.
Ciertamente, esta actividad es por ello mismo compleja, y en ella dominan a veces unos
caracteres más que otros. Pero siempre, hasta en el acto en apariencia más meramente
físico-químico, en realidad está siempre en actividad el sistema entero en todas sus
notas físico-químicas y psíquicas. Y repito, no se trata de que sea uno mismo el «sujeto»
de todas sus actividades tanto orgánicas como psíquicas, sino de que la actividad misma
es formalmente una y única, es una actividad sistemática por sí misma, por ser propia
del sistema entero, el cual, en todo acto suyo está en actividad en todos sus puntos; algo
así como los distintos niveles y ondulaciones de una superficie liquida. Todo lo orgánico
es psíquico, y todo lo psíquico es orgánico, porque todo lo psíquico transcurre
orgánicamente, y todo lo orgánico transcurre psíquicamente. No hay tampoco una
actuación de lo psíquico sobre lo orgánico ni de lo orgánico sobre lo psíquico, sino tan
sólo la actuación de un estado psico-orgánico sobre otro estado psico-orgánico. Y ello,
porque la realidad sustantiva del hombre es un sistema en el que cada nota es siempre
«nota-de» todas las demás como momento de la unidad constructa en que esa
sustantividad formalmente consiste.
NOTAS SOBRE

LA INTELIGENCIA HUMANA

Amicus amico carissimo*

El hombre tiene que habérselas con eso que llamamos cosas reales. Necesita, en
efecto, saber lo que son las cosas o las situaciones en que se encuentra. Sin compromiso
ulterior, llamamos inteligencia a la actividad humana que procura este saber”. El
vocablo designa aquí no una facultad sino una serie de actos o actividades. Es decir,
tomamos “inteligencia” no κατὰ δύναμινsino καθ’ἐνέργειαν. Estas fugaces notas no
pretenden entrar en el problema estructural de la inteligencia humana sino tan sólo
acotar el fenómeno para esa ulterior investigación.

Para que la intelección tenga lugar es menester que las cosas nos estén, en alguna
manera, previamente presentes. No basta con que las cosas sean reales, ni con que
“haya” cosas reales en el mundo; es menester que las cosas reales nos estén presentes en
un modo especial de enfrentarnos con ellas. En este sentido, las cosas reales no nos están
presentes, sino desde nosotros mismos, es decir, según un modo nuestro de
enfrentarnos con ellas.

¿Cuál es este modo?


* Dedicado a Pedro Laín Entralgo.

No hay la menor duda de que en última instancia las cosas me son presentes por
los sentidos. Para entrar en el problema, no me importa la diferencia, profunda, pero
ajena a nuestro propósito, entre sensibilidad externa e interna; un tratamiento extenso
del tema exigiría precisar los matices en vista de esta diferencia. Pero para seguir la
exposición, basta con referirse a la sensibilidad externa, cosa siempre más clara; porque
cuanto vayamos a decir se refiere a la sensibilidad en cuanto tal.

Las cosas, pues, nos están presentes primeramente por los sentidos. Pero ¿en qué
consiste la función sensorial que nos hace presentes las cosas reales? Se habla de
percepciones. Mas la percepción tiene muchos momentos distintos, por ejemplo, el
momento intencional de referir el contenido sensible a su objeto. Sin embargo, no es este
el momento primario de la sensibilidad. Sentir no es primeramente percibir. Sí
eliminamos todos los momentos intencionales de la percepción, nos queda el puro
“sentir” algo. ¿Qué es simplemente sentir? La cuestión es grave. Husserl estima que eso
que aquí llamo puro sentir, por ejemplo, sentir un color, es tan sólo el momento material
o hilético de la conciencia perceptiva; lo que llamamos sensibilidad, nos dice, representa
el residuo fenomenológico de la percepción normal después que hemos quitado la
intención. Heidegger lo llama Faktum brutum y Sartre vuelve a hablarnos de lo sensible
como de algo meramente residual. Pero ¿es la sensibilidad un mero residuo? ¿No será
más bien lo principal y principal, aquello en donde ya se ha jugado la partida en el
problema de la realidad? La propia intelección no es ajena a esta cuestión esencial ni
puede serlo. Vamos a acotar nuestra investigación en cuatro pasos:

1. ¿Cuál es, de un modo vago, pero esencial, la “posición” del sentir en la


intelección?

2. La estructura esencial de la sensibilidad humana.

3. La estructura esencial de la intelección en sí misma.

4. La estructura esencial de la inteligencia humana: la inteligencia sentiente.


I. La posición de lo sensible en el acto intelectivo

Con su inteligencia, el hombre sabe, o cuando menos intenta saber, lo que son las
cosas reales. Estas cosas están “dadas” por los sentidos. Pero los sentidos, se nos dice, no
nos muestran lo que son las cosas reales. Este es el problema que ha de resolver la
inteligencia y sólo la inteligencia. Los sentidos no hacen sino suministrar los “datos” de
que la inteligencia se sirve para resolver el problema de conocer lo real. Lo sentido es
siempre y sólo el conjunto de “datos” para un problema intelectivo. Es la concepción de
todos los racionalismos de una u otra especie, por ejemplo, de Cohen: lo sensible es
mero “dato”.

Que esto sea verdad en lo concerniente a un conocimiento estricto y riguroso, es


algo innegable. Pero aquí se trata de lo que constituye la índole propia de lo sensible
tomado en sí mismo. Y situada así la cuestión nos preguntamos: ¿está ausente de lo
sensible el momento de realidad? Porque lo primero en que se piensa, y con razón, es en
que si los datos sensibles no poseyeran el momento de realidad ¿de dónde se lo iba a
sacar la inteligencia? Tendríamos con la inteligencia “ideas” pero jamás la realidad. Y es
que el vocablo y el concepto de “dato” es manejado en esta concepción con una singular
imprecisión. Por un lado, “dato” significa dato para un problema. Es lo que se nos acaba
de decir. Pero esto, con ser verdad, no es la verdad primaria. Porque—es el otro sentido
de la palabra “dato”—un dato sensible no es primariamente dato para un problema, sino
dato de la realidad. Y al amparo del primer sentido, se nos quiere hacer olvidar el
segundo que es el primario y radical. La función de lo sensible no es plantear un
problema a la inteligencia, sino ser la primaria vía de acceso a la realidad. La concepción
anterior es una gigantesca preterición de la sensibilidad en el problema filosófico del
enfrentamiento del hombre con las cosas reales. Lo sentido es dato de la realidad. Y
entonces se plantea inexorablemente la cuestión de en qué consiste el carácter de estos
datos, esto es, cuál es la estructura esencial de la sensibilidad humana.
II. La estructura esencial de la sensibilidad humana.

Como datos de la realidad, se nos dice, los datos son “intuiciones”. Sentir es
formalmente intuir. La inteligencia entra en juego precisamente para entender lo que
intuimos y hasta lo que no intuimos, Pero ¿qué se entiende aquí por intuición?

Desde los tiempos de Platón y de Aristóteles, lo que llamamos intuición sensible


se ha considerado como un conocimiento (γνῶσις). Y se ha caracterizado este
conocimiento por su inmediatez. Sí no el vocablo, la idea está en aquellos grandes
maestros griegos. En la intuición el objeto está inmediatamente presente sin la
mediación de otros factores tales como las imágenes, los recuerdos, los conceptos, etc. La
intuición sería el conocimiento por excelencia, κατεξοχήν. La inteligencia es, entonces,
el sucedáneo conceptual que elaboramos para conocer aquello de que no tenemos
intuición

Esta concepción del sentir no es falsa; pero ¿es suficiente? Porque lo cierto es que
el hombre carece, por ejemplo, de una intuición suprasensible. Su intuición es pura y
simplemente “sensible”. La filosofía ha propendido a hacer de la sensibilidad una
especie de intelección minúscula, olvidando justamente el momento que la caracteriza
formalmente: el ser “sensible”. ¿Qué significa este adjetivo como momento estructural
del sentir?

En la filosofía de Husserl ha cruzado el problema de una caracterización más


precisa de lo que es la intuición. En la intuición, el objeto está dotado de una presencia
originaria; es decir, no es una presencia a través de un intermedio tal como una
fotografía. Pero esto no basta. Es menester que esta “originariedad” sea tal que el objeto
esté presente leibhaftig, podríamos traducir “en carne y hueso”. Pero ¿en qué consiste
esta presencia? Husserl no nos lo dice, precisamente porque no se hace cuestión del
carácter sensible de nuestra intuición.
Y es que a pesar de todos estos esfuerzos, se ha eliminado el momento más
característico y propio de la intuición sensible a beneficio del momento meramente
cognoscitivo, intuitivo. ¿Qué es, pues, nos volvemos a preguntar, lo sensible de nuestra
intuición? No es una “presencia” todo lo inmediata que se quiera, sino una presencia en
“impresión”. Sentir es la presencia impresiva de las cosas. No es mera intuición sino
intuición en impresión. Lo sensible de nuestra intuición está en este momento de
impresión.

Dicho así, sin más, esto en rigor no es ninguna novedad. Pero era menester volver
a ello y preguntarnos qué es impresión. Impresión es, por lo pronto, “afección”. El
objeto afecta físicamente a los sentidos. Cuando Aristóteles quiere establecer una
diferencia entre la inteligencia (νούς) y el sentir (αἴσθησις) caracteriza a la inteligencia
como algo “inafectado”, “impasible” (ἀπάθής). La inteligencia puede ser pasiva pero es
impasible, no sufre afección física como los sentidos. La filosofía moderna ha tomado
este concepto de impresión como afección. Y como toda afección es subjetiva, lo
sensible, como mera afección del sujeto, queda desligado de lo real. Todo el empirismo
se apoya en esta concepción. Pero esto es a todas luces insuficiente. Porque el ser
afección no agota la esencia de la impresión. Ya desde siglos atrás se había visto que en
la afección de la impresión nos es presente aquello que nos afecta. Este momento de
alteridad en afección es la esencia completa de la impresión. Por esto las impresiones no
son meramente afecciones subjetivas. Y por eso también, lo sensible es a una un dato de
la realidad y un dato para la intelección de lo real.

Ahora bien, ¿cuál es la estructura de esta impresión así entendida? Por lo pronto
nos encontramos con lo que aparentemente es lo más problemático de ella: lo que llamo
su contenido específico. Es lo que en cada caso y en cada momento nos ofrecen los sentidos
de lo que son las cosas. El empirismo lo llamó “cualidades secundarias”. Y a ellas dirigió
su implacable crítica negativa: el color real no es la impresión visual del color, etc. No
vamos a entrar aquí en este problema. Pero en el caso del hombre, esto no agota la que
llamamos impresión de las cosas. Porque el hombre no sólo siente impresivamente este
“verde”, por ejemplo sino que siente impresivamente la “realidad” verde. En el caso de
las impresiones humanas, la alteridad en afección no está constituida solamente por su
contenido sino también por su formalidad de realidad. El hombre siente impresivamente
la realidad de lo real. Ciertamente este momento de realidad no puede llamarse
impresión sin más, porque no es una segunda impresión junto a la impresión del verde.
Pero es que tampoco puede llamarse sin más impresión al contenido, Contenido y
realidad son dos momentos de una sola impresión: la impresión humana. Pero para
contraponerme más explícitamente al empirismo, y también al racionalismo, he
centrado el problema de la impresión en el momento de realidad, y para abreviar he
llamado a su aprehensión sensible impresión de realidad. Es un momento en el que no ha
solido reparar la filosofía.

En virtud de su sensibilidad, el hombre se encuentra formalmente inmerso en la


realidad. El animal tiene también impresiones, pero la alteridad que en ellas se le da, es
la de algo meramente “objetivo”, esto es, distinto e independiente de la afección que
sufre. El animal reconoce la voz de su dueño como algo perfectamente distinto de sus
afecciones, etcétera. Pero esto no pasa de ser un “signo objetivo” para sus respuestas. La
alteridad del animal lo es siempre y sólo de un signo objetivo. Esta objetividad no pasa
de ser eso: la independencia respecto de la afección, la objetividad de un estímulo cuya
afección como tal se agota en la estimulación por algo distinto del afectado. El animal
puede ser y es objetivista, tanto más objetivista cuanto más perfecto sea. Pero no es ni
puede ser jamás realista. Y esta es la cuestión: el animal no tiene impresión de realidad.
Por eso en el rigor de los términos, el residuo de que nos hablan los fenomenólogos es
no el contenido determinado de la impresión, sino el momento mismo de realidad. El
animal carece de este residuo.

¿Qué es este momento de realidad? En un estímulo, lo estimulante no tiene más


carácter objetivo que el de desencadenar una respuesta. Su contenido es sólo de y para
una respuesta. En cambio, en la impresión humana el contenido nos afecta como algo
que es propiedad suya, por así decirlo, propiedad de aquello que nos muestra la
impresión; es, como suelo decir, algo de suyo posee como caracteres propios suyos los
contenidos de la impresión. Por esto el momento de realidad no es un contenido más,
sino un modo del contenido, lo que he llamado formalidad. Es una formalidad según la
cual se nos presenta el contenido de las impresiones sensibles. El momento de realidad
no es algo que está allende lo que los sentidos nos dan en sus impresiones. Pero lo que
estas impresiones nos dan son las “cualidades” como algo de suyo. Sentimos como
impresión de la roca, por ejemplo, algo que en mi sentir mismo se me presenta como
siendo ya algo de suyo, la roca de suyo. Este “de suyo” expresa el momento o
formalidad de lo real.
Esta formalidad es aquello según lo cual nos enfrentamos primariamente con las
cosas. Pero no es algo meramente subjetivo sobre lo cual la inteligencia razonara para
llegar a la realidad de suyo de las cosas; no se trata de esto. El momento de realidad
pertenece física y formalmente a la impresión en cuanto tal. El mero contenido sensorial
se nos presenta en la impresión como siendo impresivamente ya algo de suyo. Y este
“ya” expresa con toda exactitud lo que venimos diciendo. La versión a la realidad, al “de
suyo”, es un momento físico de la impresión en virtud del cual la formalidad de
realidad pertenece a la impresión misma en su modo de alteridad, Las cosas no nos son
simplemente presentes en la impresión, sino que nos son presentes en ella, pero como
siendo ya de suyo. Como he solido decir, este momento del “ya” expresa que en el
impresionar, la realidad de lo que impresiona es un prius respecto del impresionar
mismo. Un prius que no es cronológico, pero sí algo previo según su propia razón. Y por
eso la remisión a la cosa real es una remisión física y posee una inmediatez física
también. En la impresión sensible estamos físicamente remitidos a la realidad por la
realidad misma. Este momento de realidad, es decir, el “de suyo”, no se identifica con el
contenido, pero tampoco con la existencia; ambas son reales tan sólo en la medida en
que competen “de suyo” a lo que impresiona. Tal es la estructura esencial de la
sensibilidad humana, radicalmente distinta de la sensibilidad animal.

Siendo esto así surge inevitablemente la pregunta de qué sea la inteligencia


humana y su intelección.
III. La estructura formal de la inteligencia.

Ahora volvamos la mirada hacia la intelección misma en cuanto tal,


Innegablemente hay una diferencia esencial con el sentir. El hombre no sólo recibe
impresiones de las cosas, sino que además las concibe y entiende de una manera u otra,
forma proyectos sobre ellas, etc. Ninguno de estos actos puede ser ejecutado por los
sentidos; los sentidos, por ejemplo, no pueden aprehender ideas generales ni pueden
juzgar acerca de lo que las cosas son. Esto es suficiente para distinguir ya desde la
entrada en el problema, la intelección y todo el sistema de sentires humanos.

Pero esto no basta. Estos actos están ejecutados tan sólo por la inteligencia, sí,
pero ¿en qué consiste formalmente la intelección en cuanto tal? Es decir, ¿en qué consiste
formalmente lo intelectual en cuanto tal? ¿Es lo formal de la inteligencia el idear y el
juzgar?

Para acercarnos a este problema procedamos por pasos contados.

1. Todos los actos a que acabamos de aludir son exclusivos de la inteligencia. Pero
la verdad es que si queremos hacer una descripción más precisa de tales actos nos
encontramos siempre con que hay que decir lo siguiente: concebir es concebir cómo son
o pueden ser las cosas en realidad, juzgar es afirmar cómo son las cosas en realidad,
proyectar es siempre proyectar cómo habérnoslas realmente con las cosas, etc. Aparece
siempre en todos los actos intelectuales este momento de versión a la realidad. Todos los
actos y actividades intelectuales se mueven siempre en algo que, para facilitar la
expresión, llamaré aprehensión de las cosas como realidades. Sólo aprehendidas como
reales es como la inteligencia ejecuta sus actos propios, forzado a ello por la realidad
misma de las cosas, En este sentido, la aprehensión de realidad es el acto elemental de la
inteligencia.
2. La aprehensión de realidad no es sólo el acto elemental de la inteligencia, sino
que es un acto exclusivo de ella. Ciertamente, hemos dicho que en la impresión de
realidad—que es sensible—aparece el momento de realidad. Pero se trata de la
sensibilidad humana. El adjetivo “humano” era esencial en el problema de la
sensibilidad. Dejemos, pues, de lado cuanto hemos dicho de la sensibilidad humana y
atendamos tan sólo al puro sentir tal como se da en el animal. Esto nos permitirá
descubrir a una la esencia del sentir y la esencia de la inteligencia.

¿Qué se entiende por pura sensibilidad? Sentir, tanto fisiológica como


psíquicamente, es la liberación biológica del estímulo en cuanto tal. La sensibilidad se
constituye y se agota en la estimulidad. Por esto es por lo que el animal se mueve, según
vimos, entre meros signos objetivos. Un estímulo es siempre y sólo algo que suscita una
respuesta biológica. La estimulación se agota en este proceso: es lo propio del puro
sentir en cuanto tal. El carácter formal de la pura sensibilidad es, a mi modo de ver, la
estimulidad. Todo coelo distinto es el carácter de realidad. La realidad es el carácter según
el cual las cosas son de suyo, estimulen o no al hombre, duren o no duren más que lo
que dure la estimulación. Por eso los estímulos reales no se agotan en el proceso de
estimulación. Además, el puro estímulo es siempre específicamente determinado,
mientras que realidad es algo por lo pronto inespecífico, indeterminado. En el rigor de
los términos es más que inespecífico, es trascendental, pero es un aspecto del problema
que excede de nuestro actual propósito. Estimulidad y realidad son dos Formalidades
completamente distintas. La estimulidad es la formalidad de las cosas en mera
suscitación de respuesta; realidad es la formalidad según la cual las cosas son de suyo.
Lo primero es exclusivo del puro sentir; lo segundo es exclusivo de la intelección.

3. Esta versión a la realidad no es sólo el acto elemental y exclusivo de la


inteligencia, sino que es el primario y más radical de sus actos. La aprehensión de
realidad es el acto radical de la inteligencia. Es por esto lo que formalmente constituye el
inteligir en cuanto tal. La aprehensión de realidad es, en efecto, el punto preciso en que
surge en el animal humano el ejercicio de la intelección, Veámoslo.

Todo sentir, toda estimulación, tiene tres momentos: un momento receptor, un


momento tónico en que se encuentra el viviente en cuestión y un momento efector o de
respuesta adecuada, Los tres momentos no son sino tres momentos de un solo fenómeno
unitario: la estimulación. Según sea la complicación interna del animal, debida a una
estructura de formalización (que no voy a exponer aquí), las respuestas adecuadas a un
mismo estímulo pueden ser, y son, muy varias; es lo que constituye la riqueza del sentir
animal (prescindo, naturalmente, de la riqueza de especificación), Pero por amplio que
sea, el elenco de estas respuestas adecuadas está asegurado, en principio, por las
estructuras mismas del sentir animal.

Pero en el caso del hombre la cosa es más compleja. La complicación estructural


del hombre es tal que el elenco de posibilidades de respuesta adecuada al estímulo que
la suscita no queda siempre asegurado por la estructura de su puro sentir: el hombre es
el animal híper formalizado. ¿Qué tiene que hacer entonces el hombre? Suspende, por
así decirlo, su actividad responsiva y, sin eliminar la estimulación, sino conservándola,
hace una operación que en los adultos llamamos hacerse cargo de la realidad. Se hace cargo
de lo que son los estímulos y de lo que es la situación que le han creado. No es que
abandone el estímulo y se ponga a considerar cómo pueden ser las cosas en sí mismas;
esto es inicialmente quimérico. Lo que hace es aprehender los estímulos como algo “de
suyo”, esto es, como realidades estimulantes. Es justamente el orto de la intelección. La
primera función de la inteligencia es estrictamente biológica; consiste en aprehender el
estímulo (y el propio organismo, naturalmente) como realidad estimulante, lo cual le
permitirá elegir la respuesta adecuada. La inteligencia se moverá a partir de aquí en el
ámbito de la realidad abierto en este primer acto psico-biológico de hacerse cargo de la
realidad, en este acto de aprehender el estímulo y la situación creada como algo “de
suyo”. La inteligencia está así, por un lado, en continuidad perfecta con el puro sentir,
pero, por otro, situada en el ámbito de lo real, se ve forzada por las cosas mismas a
concebirlas, juzgarlas, etc.: es el desarrollo intelectivo del “primer” acto psico-biológico
de hacerse cargo de la realidad.

La inteligencia aparece, pues, en su función aprehensora de la realidad precisa y


formalmente en el momento mismo de superación del puro sentir mediante una
suspensión del carácter meramente estimulante del estimulo. Por consiguiente, la
aprehensión de realidad no es tan sólo lo que subyace elementalmente a todo acto
intelectual ni es tan sólo una operación exclusiva de la inteligencia, sino que es el acto
más radical de ella. La inteligencia consiste formalmente en aprehender las cosas en su
formalidad de realidad. Sí se quiere hablar de “facultad” habrá que decir que la
inteligencia es la facultad de lo real, no, como suele decirse, la facultad del ser.
Pero entonces surge aquí un grave problema, que antes hemos dejado
expresamente de lado y con el que ahora hemos de enfrentarnos. La sensibilidad
humana, no la animal, siente impresivamente la realidad; está, pues, desde sí misma,
vertida a la realidad. Sus impresiones, en efecto, lo son de realidad, pero sí la
inteligencia consiste formalmente en aprehender el estímulo como realidad surge la
cuestión esencial: ¿cuál es la “relación”, digámoslo así, entre la inteligencia humana y la
sensibilidad humana? ¿Cuál es, en definitiva, la estructura de la inteligencia humana en
cuanto tal?
IV. La estructura esencial de la inteligencia humana: inteligencia sentiente.

Hacíamos ver antes que el sentir humano posee un momento propio, la impresión
de realidad, esto es, que por su propia índole la sensibilidad humana no es puro sentir,
sino un sentir cuyo carácter humano consiste en su intrínseca versión al estimulo como
realidad. Ahora bien, acabamos de ver que la versión a la realidad es el acto formal
propio de la inteligencia, lo cual significa que el sentir humano es un sentir ya
intrínsecamente intelectivo; por eso es por lo que no es puro sentir. Por otra parte, la
inteligencia humana no accede a la realidad sino estando vertida desde sí misma a la
realidad sensible dada en forma de impresión. Todo inteligir es primaria y
constitutivamente un inteligir sentiente. El sentir y la inteligencia constituyen, pues, una
unidad intrínseca. Es lo que he llamado inteligencia sentiente. Lo humano de nuestra
inteligencia no es primaria y radicalmente finitud sin más, sino el ser sentiente.
Aclaremos algo este concepto, solamente algo, porque el desarrollo completo del
problema excede de los límites de estas sucintas notas introductorias.

Digamos primeramente lo que no es la inteligencia sentiente.

a) No se trata únicamente de que haya una prioridad cronológica del sentir


respecto del inteligir, es decir, no se trata de que nihil est in intellectu quod prius non fuerit
in sensu. Porque, cuando menos por lo que respecta al momento de realidad, este
momento está aprehendido en un solo acto. La impresión de realidad es, en efecto, un
momento del sentir humano y es a la vez el acto formal de inteligir. En este punto no
hay dos actos, uno anterior al otro, sino un solo acto.

b) Tampoco se trata de dos actos, uno de sensibilidad y otro de inteligencia, que


tengan el mismo objeto. Que no exista sino un solo y mismo objeto es algo que, con
razón, viene afirmándose desde Aristóteles hasta nuestros días frente a todo dualismo
platónico o platonizante. No hay un mundo propio de los sentidos, un mundo sensible,
y un mundo propio de la inteligencia, el mundo inteligible; no hay sino un solo mundo
real. Esta mismidad del objeto sentido y del inteligido envuelve innegablemente para ser
aprehendido en su mismidad alguna unidad en el acto aprehensor mismo. Esta unidad
consistiría en que ambos actos, el sensible y el intelectivo, son conocimientos, son actos
cognoscitivos. El intelectivo es cognoscitivo porque conoce y juzga lo que los sentidos
aprehenden, y el acto de sentir es también un conocimiento intuitivo, una γνῶσις. Son
dos modos de conocimiento. En su virtud, el propio Aristóteles atribuyó a veces
caracteres no éticos al sentir.

Kant va más lejos: ni sentir ni inteligir son dos actos cognoscitivos, sino que la
inteligencia y la sensibilidad son dos actos que producen por coincidencia un solo
conocimiento, caracterizado por esto como sintético. Husserl amplía estas
consideraciones; sentir e inteligir serian dos actos que componen el acto de conciencia, el
acto de “darme-cuenta-de” un mismo objeto. Esta unidad del objeto permitió alguna vez
a Husserl hablar de “razón sensible” (sinnliche Vernunft); expresión utilizada a su vez por
Heidegger para una exposición (por demás insostenible) de la filosofía de Kant.

En todas estas concepciones, sin embargo, se parte de dos ideas: que el sentir es
por sí mismo intuición cognoscente y que lo propio de la inteligencia es “idear”, esto es,
concebir y juzgar.

Sin embargo, ya vimos que el sentir no es primariamente mera intuición, sino


aprehensión impresiva de las cosas como realidades, y que inteligir no es formalmente
idear, sino aprehender las cosas como realidad.

La unidad de sensibilidad e inteligencia no está constituida, pues, por la unidad


del objeto conocido, sino que es algo más hondo y radical: es la unidad del acto
aprehensor mismo de la realidad como formalidad de las cosas.

Trátase, pues, de un solo acto en cuanto acto. Es lo que significa la expresión


“inteligencia sentiente”. Ciertamente, entre el puro sentir y la inteligencia existe una
esencial irreductibilidad. La prueba está en que pueden separarse. El animal siente, pero
no tiene impresión de realidad, no aprehende la realidad, no intelige. Y en el hombre
mismo, la inmensa mayoría de sus sentires son puro sentir. Sentir no es algo exclusivo
de esos complejos que llamamos órganos de los sentidos. Toda célula siente a su modo y
la transmisión nerviosa es una estricta liberación del estímulo, es decir, es un auténtico
sentir. Sin embargo, ninguna de estas funciones constituye un “hacerse cargo de la
situación” ni contiene una impresión de realidad, ¿Qué sería del hombre sí tuviera que
hacerse cargo de la situación a propósito, por ejemplo, de cada transmisión sináptica?;
no podría ni empezar a vivir. Hay, pues, un sentir puro, esto es, un sentir que no es
intelectivo, que para nada necesita del momento intelectivo de versión a la realidad.
Pero la recíproca no es cierta, Toda aprehensión de la realidad lo es precisamente por vía
impresiva; la inteligencia no tiene acceso a la realidad más que impresívamente. Y el
momento de versión a la realidad es intrínseco y formalmente un momento intelectivo;
sólo por esto es por lo que existe una impresión de realidad en los sentidos. En cierto
nivel humano, cuando faltan las respuestas adecuadas al estimulo, el hombre se hace
cargo de la situación real, esto es, siente la realidad o, lo que es lo mismo, intelige
sentientemente lo real. En este nivel no hay dos actos: uno, de sentir, y otro, de inteligir,
sino un solo acto para un mismo “objeto”: la formalidad de realidad. Inteligencia
sentiente expresa, no la subordinación de lo inteligible a lo sensible ni tan sólo la unidad
del objeto, sino la estricta unidad numérica del acto aprehensor de la formalidad de
realidad. La inteligencia humana, en tanto que inteligencia en su acto formal y propio (la
aprehensión de realidad), está constitutiva y unitariamente inmersa en el acto del puro
sentir; y el sentir, en su nivel no-puro, está formalmente constituido por un momento
intelectivo, Trátase, pues, de la unidad de un solo acto de intelección sentiente. No es
una unidad objetiva, sino una unidad subjetiva del acto en cuanto acto. La inteligencia
aprehende la realidad sintiéndola, así como la sensibilidad humana siente
intelectivamente. La inteligencia no “ve” la realidad impasiblemente, sino
impresivamente. La inteligencia humana está en la realidad no comprensiva, sino
impresivamente.

Cuál sea la índole de esta unidad estructural es un problema que como dije al
comienzo, excede del ámbito de estas fugaces notas, que no pretenden sino acotar el
fenómeno de la intelección sentiente. Pero aun reducida a estos límites la idea me parece
esencial. Frente al dualismo platónico de Ideas y Cosas sensibles, Aristóteles restauró
(en una forma u otra, no vamos a entrar en el problema) la unidad del objeto, haciendo
de las Ideas las formas sustanciales de las Cosas. Pero mantuvo siempre el dualismo de
sentidos e inteligencia; cada una de estas facultades ejecutaría un acto completo por sí
mismo. Creo, sinceramente, que es menester superar este dualismo y hacer de la
aprehensión de realidad un acto único de intelección sentiente. Ello no significa reducir
la inteligencia al puro sentir (seria un absurdo sensualismo) ni hacer del sentir, como
Leibniz, una intelección oscura o confusa. En su esencial irreductibilidad, sin embargo,
sentir humano e inteligir humano ejecutan conjuntamente un solo y mismo acto por su
intrínseca unidad estructural. No es una cuestión de alcance meramente dialéctico, es
algo, a mi modo de ver, decisivo en el problema del hombre entero (no sólo en su
aspecto intelectivo) y en especial en el problema de todos sus conocimientos, inclusive
los científicos y los filosóficos.
LA DIMENSION HISTÓRICA

DEL SER HUMANO*

I. Introducción

He tratado en las lecciones anteriores de dos dimensiones del ser humano, esto
es, del Yo: la dimensión individual y la dimensión social.

Para evitar falsas interpretaciones, quiero volver a recordar, aunque sea muy
lacónicamente, cuál es el problema de que se trata en estas lecciones. El título reza «Tres
dimensiones del ser humano: individual, social, histórica». No se trata de desarrollar un
curso sobre la realidad individual, social e histórica. Mi propósito es mucho más
acotado: lo individual, lo social y lo histórico como dimensiones del ser humano.

Repitamos muy sumariamente qué entendemos por realidad, por ser y por
dimensión.

*En estas páginas reproduzco, con pequeñas modificaciones, el texto de una lección dada el 31 de enero de
1974, en la Sociedad de Estudios y Publicaciones, en un curso titulado Tres dimensiones del ser humano: individual, social
e histórica. Las modificaciones se refieren sobre todo a la adaptación del estilo oral al estilo escrito. Pero además, la
limitación de tiempo me obligó a deslizarme con una rapidez mayor de la que hubiera deseado sobre algunas ideas
que estimo esenciales en la cuestión. He pensado que en la publicación debía exponerlas tal como estaban preparadas
ya en mis notas.

a) El hombre es una realidad sustantiva, esto es, un sistema clausurado y total de


notas constitucionales psico-orgánicas. Una de ellas es la inteligencia, esto es, la
aprehensión de todo y de sí mismo, como realidad. Es, a mi modo de ver, la esencia
formal de la inteligencia. Esta inteligencia es formal y constitutivamente sentiente:
primaria y radicalmente, aprehende lo real sintiendo su realidad. Gracias a esta
inteligencia sentiente, el hombre se comporta con todas las cosas reales, y consigo
mismo, no sólo por lo que determinadamente son en sí mismas, sino que se comporta
con todo por ser real y en cuanto es real: vive de la realidad. Es animal de realidades. En su
virtud, el carácter de realidad del hombre es un momento determinante de su acción: el
hombre actúa realmente porque es «su» realidad. Y en esta «suidad» consiste la razón
formal de ese modo de realidad que le es propio, a saber, ser persona. Como forma de
realidad, el animal de realidades es animal personal. Entonces, una cosa es clara: la
realidad humana, en tanto que suya, está constituida como suya «frente al todo de lo
real». En este sentido, en tanto que realidad, la realidad humana es «absoluta», suelta de
toda otra realidad en cuanto realidad. Pero lo es de un modo meramente relativo: es
relativamente absoluta.

b) Esta realidad humana, como toda realidad, tiene eso que llamamos su ser. El
ser no es la realidad, sino algo fundado en ella, por tanto algo ulterior a su realidad: es
una reactualización de la realidad. Voy a explicarme.

Ante todo, el ser es «actualidad». Actualidad no es aquí el abstracto de «acto» en


sentido aristotélico, es decir, no es «acto de» una potencia, ni acto en el sentido de ser
«plenamente» lo que se es. Como abstracto de acto, yo hablaría de actuidad. En cambio,
actualidad es abstracto no de acto, sino de actual. Cuando decimos de algo que tiene
actualidad, no nos estamos refiriendo a acto en el sentido usual en Aristóteles, sino que
aludimos a una especie de presencialidad física de lo real. La filosofía clásica no ha
distinguido ambas cosas. A mi modo de ver, la diferencia es esencial. La enuncié ya en
mis primeros escritos. Actualidad es un momento de lo real, pero no es momento en el
sentido de nota física suya. Adquirir o perder actualidad no es adquirir o perder notas
reales. Pero sin embargo es algo «real» en la cosa: es un devenir real en ella. El devenir
de actualidad no es aumento o pérdida de realidad, no es un devenir de actuidad, pero
es un devenir real. Actualidad, en efecto, puede a veces ser una relación meramente
extrínseca a lo actual. Por ejemplo, si hablamos de la actualidad que tienen los virus,
esta actualidad es extrínseca a la realidad viral, y como tal, no afecta a los virus sino tan
sólo a nosotros para quienes los virus tienen actualidad. Pero la actualidad puede ser un
momento intrínseco de lo real. Es lo que, tratándose de personas humanas, expresamos
diciendo que tal persona «se hace presente». En este caso, actualidad no es la actualidad
que esa persona tiene para mí, sino que es un momento real de la persona misma, es
algo que concierne a esta y no solo a mí; es ella misma la que desde sí misma «se hace
»presente. Pues bien, superemos lo humano; porque este hacerse presente no es algo que
tiene la persona humana solo por ser persona, sino también por ser real. Y entonces
debemos decir que actualidad es un hacerse actual desde sí mismo, es un estar en
actualidad pero desde sí mismo. La actualidad es, pues, algo real. Por esto, decía,
adquirir o perder actualidad intrínseca no es adquirir o perder notas reales, y sin
embargo es un devenir real. Es un devenir sui generis pero real: es lo real que se hace
actual, que adquiere un estar actual en sí mismo y desde sí mismo. Claro está, la
actualidad intrínseca puede tener formas distintas. No vamos a entrar en la cuestión. En
todo caso, la actualidad es algo fundado en la actuidad. Pero no se identifica con ella:
una misma realidad, esto es, una misma actuidad, puede tener actualidades muy
distintas. Hace falta una metafísica de la «actualidad», distinta de la metafísica del
«acto».

Lo real es una actuidad «respectiva». Gracias a ella lo real tiene actualidad propia.
Esta respectividad tiene aspectos y dimensiones diferentes. Por la actualidad según estos
respectos, diremos que lo real es «respectivamente actual». Pero hay una respectividad
fundamental: es la respectividad de lo real «en cuanto real». Es lo que, a mi modo de
ver, constituye el «mundo» a diferencia del «cosmos» que es una respectividad de lo real
no en cuanto real sino en cuanto es tal o cual realidad. Según esta respectividad, lo real
no es solo «respectivamente actual» sino que es actual en la respectividad de realidad en
cuanto tal. No es «respectivamente actual» sino actual, por así decirlo, simpliciter. Pues
bien, la actualidad de lo real en la respectividad de lo real en cuanto tal, esto es, la
actualidad del estar en el mundo, es lo que a mi modo de ver constituye lo que
llamamos ser. Ser es esa actualidad simpliciter que consiste en estar en el mundo. Por
esto es por lo que el ser no es solo actualidad sino «re-actualidad», es decir, una
actualidad de lo que ya es real y respectivamente actual. El ser es constitutivamente un
«re» de actualidad. Por tanto, lo último y radical no es el ser sino la realidad. Lo que
llamamos ser es siempre y solo una actualidad ulterior de lo real. Realidad no es el
modo primario y fundamental de ser. Lo que sucede es que por ser reactualidad, el ser
revierte sobre la realidad sustantiva y la abarca por entero en su misma sustantividad:
esta actualidad es, por esto, ser sustantivo. Pero el ser sustantivo nunca es lo primario.
Lo primario es siempre la realidad. El ser sustantivo es siempre ulterior.
Pues bien, la realidad humana tiene también su ser: tiene su actualidad en la
respectividad simpliciter de lo real. Pero esta actualidad tiene en el caso del hombre un
carácter especial. Es que cuando el hombre actúa plenamente como persona, esto es, con
una inteligencia sentiente que ha de hacerse cargo de la realidad para poder actuar,
entonces, digo, el acto personal tiene un doble aspecto. Por un lado, es un acto
determinado por razón del objeto o de la situación sobre que recae. Pero, por otro, ese
mismo acto constituye una manera mía de estar en el todo de la realidad, y por esto es
por lo que el acto es personal. Como mi realidad es absoluta, este segundo aspecto es
una manera de afirmarme como realidad absoluta, como realidad «mía», en el todo de lo
real. Aquí, afirmación no es un juicio que enunciara ese carácter absoluto, sino que es el
ejercicio «físico» de ese carácter absoluto. Es una afirmación no judicativa sino accional,
«física». Este aspecto puede consistir en un acto especial, pero no es ni forzoso ni normal
que sea así. Normalmente, la afirmación de mi mismo como realidad absoluta no es sino
un mero aspecto del acto numéricamente uno y único que estoy ejecutando: comiendo
una manzana por placer, me estoy afirmando a mí mismo como realidad que está
«satisfactoriamente» en el todo de lo real, es decir, comiendo una manzana me estoy
afirmando como absoluto. Esto no es, pues, un acto especial. Podríamos decir que es
algo que, como aspecto, subyace en todo acto: es actitud. Una actitud no libremente
adoptada, bien entendido, pero es la actitud personal, la actitud propia de todo acto
personal, es decir, de todo acto ejecutado haciéndome cargo de la realidad en un acto de
intelección sentiente. Todo acto de hacerse cargo de la realidad constituye eo ipso una
actitud personal, una actitud según la cual en aquel acto me afirmo como absoluto. El
contenido de esta actitud tiene un carácter propio. El comer una manzana añade algo a
mi realidad, pero la actitud en que al comerla me afirmo como absoluto no añade
ninguna nota a mi realidad. Por razón de la actitud, lo que he adquirido es una
actualidad. Su contenido, pues, no es acto sino actualidad. Es la actualidad de afirmarme
en mi realidad absoluta en el todo de lo real: es justo mi ser. Este ser tiene un nombre
preciso: es Yo. El Yo no es mi realidad, sino la reactualidad de mi realidad como
absoluta. Al afirmarme como Yo, no soy nada que no fuera ya antes; no hay sino
afirmación de lo que ya era. Por eso esta afirmación actualiza mi propia realidad
sustantiva como «propia mía»: es mi ser sustantivo. Por tanto, contra todo idealismo
clásico debe decirse que la realidad no es Posición del Yo, sino que el Yo es posición de
mi realidad sustantiva en todos los actos personales que ésta realiza. Además debe
añadirse que mi ser sustantivo tampoco es posición del Yo. Mi ser sustantivo no consiste
en ser Yo, sino que por el contrario, la esencia del Yo consiste en ser el ser sustantivo de
una realidad absoluta. Mi ser sustantivo es Yo precisa y formalmente porque es el ser
sustantivo de una realidad absoluta.
Claro está, esta afirmación física de mi realidad sustantiva como absoluta puede
tener formas diversas: desde el medial «comer-me» una manzana, pasando porque esta
manzana es mía, hasta ser Yo quien la come: me, mí, Yo, son tres formas de afirmarse
como absoluto, cada una fundada en la anterior. Pero para la sencillez de nuestro
problema, llamaré a potiori Yo a toda afirmación de mi ser absoluto Además este ser, este
Yo, ya lo he dicho, no es un acto numéricamente especial, sino tan sólo el aspecto
absoluto de todo acto personal, el contenido de una actitud personal. Por eso, lo que el
Yo constituye en mí no es acto, sino actualidad. Pero para simplificar las frases hablaré
de la afirmación propia del Yo como de un «acto de afirmación». Con estas aclaraciones,
queda evitada a limine toda confusión El ser de la persona humana, en cuanto ejecuta
actos personales, es Yo.

c) Lo humano de nuestra realidad tiene un carácter preciso es específica. Especie


no es el correlato de una definición esencial, sino el carácter según el cual, cada hombre,
en la estructura misma de su propia realidad, constituye formal y actualmente un
esquema de replicación genética viable en otras personas. En otras palabras: la especie
es un phylum. Pertenecer a una especie es siempre y sólo pertenecer a un phylum
determinado, en nuestro caso, al phylum del animal de realidades. Este esquema es un
momento constitutivo de mi realidad sustantiva; esto es, sin ese esquema, mi propia
sustantividad no podría tener realidad. Mi esencia constitutiva es entonces esencia
quidditativa. Ambas no son formalmente idénticas, pues hay esencias constitutivas que
no son replicables y que, por tanto, no son esencias quidditativas. Pero cuando lo son,
ambos aspectos se pertenecen intrínsecamente. De aquí resulta que desde mí mismo,
bien que sólo esquemáticamente estoy realmente vertido a los demás. Lo cual significa
que por esta versión que me es constitutiva, los demás están ya de alguna manera
constituyéndome. En virtud del esquema, los demás están refluyendo sobre mi propia
realidad. Esta refluencia es, pues, una modulación de mi realidad; cada hombre está
modulado por ser versión a los demás. De lo cual resulta que mi persona está
determinada como absoluta frente al todo de lo real, pero vertida a las demás personas,
a los demás absolutos: está co-determinada como absoluta por los demás absolutos.
Modulación es, pues, codeterminación de mi modo de ser absoluto. Y esta
codeterminación es justo lo que llamo dimensión: mide, con el respecto a los demás, mi
modo de ser absoluto. Como esta dimensión de mi realidad sustantiva se afirma en el
acto de ser Yo, resulta que la dimensión de mi realidad es eoipso una dimensión del Yo,
una dimensión del ser humano.
El phylum tiene tres caracteres. Es, ante todo, pluralizante: la especie no es una
suma de individuos iguales, sino que, por el contrario, la especie es una unidad primaria
previa que se pluraliza en individuos. En segundo lugar, la especie es filéticamente
continuante; en su virtud, los individuos conviven. Finalmente, la especie es
prospectiva, es prospección genética.

Pues bien, en virtud de su multiplicidad específica, el esquema refluye sobre cada


hombre, ante todo confiriéndole su dimensión de diversidad individual. En virtud de su
continuidad genética, cada engendrado tiene esa refluencia de la especie que constituye
la convivencia social. Como dimensiones del Yo, la diversidad individual determina en
el Yo esa dimensión según la cual el «Yo» es un «yo» respecto de un «tú», de un «él o
ellos», etc. El Yo tiene esa dimensión de ser «yo» que llamamos «ser-cada-cual»: la
«cada-cualidad» del Yo. Como dimensión del Yo, la convivencia social determina su ser,
su Yo, como «comunal». Son las dos dimensiones que hemos examinado en las dos
lecciones anteriores.

Pero el hombre tiene aún una tercera dimensión: El phylum, la especie, es


genéticamente prospectiva. Y lo es no sólo en el sentido de que cada hombre puede
tener de hecho descendientes (cosa perfectamente trivial), sino en el sentido de que no el
individuo, sino su propio phylum es lo que es formalmente prospectivo: cada hombre es
prospectivo porque pertenece a un phylum que en tanto que phylum es constitutivamente
prospectivo. Es una refluencia radical y constitutivamente genética: es lo que se llama
historia. Sí el hombre no tuviera una génesis biológica no se podría hablar de historia.
Por la genésis biológica en su aspecto prospectivo, los hombres no sólo son diversos y
conviven, sino que esta diversidad y esta convivencia tienen carácter histórico. La
historia, como momento de mi realidad, determina así una tercera dimensión del acto en
que aquélla se afirma como absoluta, una tercera dimensión del Yo. Es el tema de la
presente lección. Repito: no se trata de toda la realidad de la historia, sino de la historia
en cuanto dimensión de la realidad y del ser del hombre.
II. El problema de la historia

Para analizar este problema es menester comenzar por acotar, por lo menos en
términos generales, qué es la historia desde el punto de vista de la prospectividad de la
especie. Vayamos por aproximaciones sucesivas.

1. Como momento de la prospectividad de la especie, la historia tiene


evidentemente un carácter temporal. Es lo que suele expresarse diciendo: la historia es
«movimiento». Esto, en cierto modo, es verdad. Pero es completamente insuficiente.
Porque lo que necesitamos es que se nos diga qué clase de movimiento es la historia; no
todo movimiento es histórico.

Lo menos que se puede decir es que es un movimiento tal, que en él sus


momentos no solamente se «suceden». No es un movimiento de pura sucesión. En la
historia cada momento está formalmente «apoyado» en el anterior y es apoyo del
siguiente. Por apoyarse en el anterior, cada momento «procede-de» él; por apoyar el
siguiente, cada momento «procede-a». Proceder-de y proceder-a son los dos momentos
constitutivos de lo que es un proceso. Esto es, el movimiento en que la historia consiste
es un movimiento procesual. La historia es formal y constitutivamente movimiento
procesual. Y entonces, uno se pregunta: ¿proceso de qué?

2. Después de lo que hemos dicho en la introducción a esta lección, la respuesta


parecería obvia: sería un proceso en virtud del cual los caracteres humanos se van
transmitiendo de progenitores a engendrados. El proceso sería una transmisión
genética. Es decir, la historia sería un proceso de transmisión genética.

Es verdad que esto ocurre. Sin ello no habría historia. Y es menester subrayarlo
muy enérgicamente: la historia no arranca de no sé qué estructuras transcendentales del
espíritu. La historia existe-por, arranca-de, y aboca-en una estructura biogenética. Pero,
sin embargo, la historia no es formalmente un proceso de transmisión genética. Y ello, por
una razón crucial. ¿Qué es, en efecto, lo que genéticamente se transmite? Cuando un
viviente animal, sea de la especie que fuere, engendra un hijo, transmite a éste unos
caracteres orgánicos y, con ellos, un cierto tipo de vida. De un reptil nace un reptil (dejo
de lado la evolución de los reptiles a las aves). Y este engendrado tiene precisamente, en
virtud de estos caracteres, un cierto tipo ríe vida: un roedor no vive igual que sin
anfibio, etc. Pero estas diferencias de tipo de vida, con ser muy importantes desde el
punto de vista de una sistemática zoológica, sin embargo desde el punto de vista de los
individuos que la viven caracteres dados de una vez para todas con su organismo
animal. De ahí que en virtud ríe esta transmisión genética, cada animal vive una vida
constitutivamente enclasada. Ciertamente, no es lo mismo la vida de un roedor que la de
un anfibio, pero cada uno de los roedores y cada uno de los anfibios lleva una vida
unívocamente determinada en virtud de sus caracteres orgánicos. De ahí que,
genéticamente transmitida, la vida de cada animal comienza sólo con y en su propio
organismo: como vida individual comienza en cero.

Ahora, ¿por qué esto no es historia? No es historia porque a este proceso de


transmisión genética le falta el momento de realidad. No me refiero a que el hijo de un
animal no sea real; sería absurdo pensarlo. Le falta el momento de realidad en otro
sentido muy preciso. Y es que el hombre no es un animal constituirlo sólo por notas
psico-orgánicas. El hombre es animal de realidades. En su virtud, la transmisión
genética no es suficiente para instalar en la vida al nacido humano. El hombre posee una
inteligencia sentiente con la que se enfrenta con todas las cosas y consigo mismo como
realidad. Y esto sí que se transmite genéticamente. Lo que sucede es que la mera
inteligencia sentiente no hasta para instalar en su vida humana al recién nacido. Es que,
en virtud de su inteligencia, no puede responder a lo que la situación le reclama, sino
haciéndose cargo de la realidad, esto es, de una manera optativa. Tiene que optar en
cada momento por una acción libre (dejo de lado el problema de esta libertad; aunque
no existiera libertad, siempre habría opción en algún sentido). Pero, ¿qué es esta opción?
En toda opción se opta ciertamente por algo. Pero este algo, digámoslo así, en términos
vulgares, no es tan sólo aquella cosa por la que se 0pta, sino que optando por esa cosa,
aquello por lo que he optado es por una forma de estar en la realidad, he optado por una
figura de mi realidad. El hombre está entre cosas y con cosas, pero donde el hombre está
es en la realidad. El hombre vive de la realidad. Optar es determinar mi figura de
realidad con las cosas por las que opto. Sí tengo sed y opto por beber un vaso de agua,
no he optado tan sólo por beber un vaso de agua, sino que al hacerlo he optado, por
ejemplo, por estar en la realidad en forma físicamente satisfecha, a diferencia de estarlo
en otra forma, por ejemplo, abstinente, etc. Y en esto consiste la vida personal humana:
en poseerse a sí mismo en una forma de estar en la realidad, en el todo de la realidad.
Todo acto personal, hasta el más modesto, es una forma de afirmarse en el todo de lo
real, es decir, una forma de afirmarse y ser absoluto. El hombre, pues, tiene un tipo de
vida, montada en buena parte sobre opción. Por tanto, con todos sus caracteres psico-
orgánicos, el hombre tiene una vida abierta a distintas formas de estar en la realidad.
Entonces es evidente que una forma de estar en la realidad no es que de hecho no se
transmita genéticamente con los caracteres psíco-orgánicos; es que, por su propia índole,
no es genéticamente transmisible De ahí que, para instalarse en su vida humana, el
hombre no pueda comenzar en cero. Por tanto, no le basta con la transmisión genética
de sus caracteres psico-orgánicos, sino que sus progenitores (o quienes sean) han de
darle un modo de estar humanamente en la realidad. Comienza su vida apoyado en
algo distinto de su propia sustantividad psico-orgánica: en la forma de estar en la
realidad que se le ha dado. Es lo que, radical y formalmente, constituye la historia. La
historia no es simplemente transmisión de vida, no es simple herencia, sino transmisión
de una vida que no puede ser vivida más que en formas distintas de estar en la realidad.

Entonces, si la historia no es un movimiento procesual cualquiera, si la historia no


es mera transmisión genética, sino que es parcialmente optativa, entonces se pregunta
mis urgentemente: ¿en qué consiste el proceso histórico?

3. Volvamos a la idea que acabo de enunciar. Las formas ríe estar en la realidad
son optativas. Por esto, cuando el hombre, animal de realidades, engendra otro animal
de realidades, no solamente le transmite una vida, es decir, no solamente le transmite
unos caracteres psico-orgánicos, sino que además, inexorablemente y velis nolis, le
instala en un cierto modo de estar en la realidad. No solamente se le transmiten
caracteres psico-orgánicos, sino que se le da, se le entrega un modo de estar en la
realidad. Instalación en la vida humana no es, pues, sólo transmisión, sino también
entrega. Entrega se llama pará dosis, traditio, tradición. El proceso histérico es
concretamente tradición. No en el sentido de ser tradicional, sino en el mero sentido de
ser entrega. La vida se transmite genéticamente, pero las formas de estar en la realidad
se entregan en tradición. Y precisamente por eso, porque es tradición, es por lo que vida
humana no comienza en cero. Comienza siempre montada sobre un modo de estar en la
realidad que le ha sido entregada. Es que, como decía antes, el hombre es una esencia
abierta, y incasu abierta a la entrega de formas de estar en la realidad, a la tradición.
Pues bien, esto es formalmente el proceso histórico: tradición de formas de estar en la
realidad. El carácter prospectivo de la especie es historia precisamente porque afecta a
una esencia abierta, la cual produce como descendencia un animal de realidades no
simplemente por transmisión genética, sino a una con ella, por una inexorable traditio de
formas de estar en la realidad. Ciertamente, sin génesis, no habría historia: lo he
afirmado muy enérgicamente al comienzo de la lección. Pero esta génesis no es la
historia: es el vector intrínseco de la historia. Recíprocamente, las formas de estar en la
realidad, no podrían ser entregadas si esta entrega no estuviera inscrita en una
transmisión. Por esto, la historia no es ni pura transmisión ni pura tradición: es
transmisión tradente.

He insistido en esta discusión. Es una marcha dialéctica hacia el concepto de la


historia. A muchos parecerá ociosa. Pero es que me era preciso acotar este concepto de la
historia frente a dos conceptos que corren usualmente y que falsean el carácter de la
historia.

a) El concepto de una historia natural. La historia natural no existe; es un círculo


cuadrado. En la medida en que es natural no es historia, y en la medida en que es
historia no es natural. Aun sin entrar en una conceptuación filosófica de lo que sea
naturaleza, physis, podemos decir que es «natural» el sistema de caracteres psico-
orgánicos que constituyen la realidad sustantiva humana. Pero no lo son sus formas de
estar en la realidad. Es decir, la historia no es ni puede ser «natural». En la medida en
que el hombre es «natural» no es histórico, y en la medida en que es «histórico» no es
natural. El hombre es las dos cosas: las formas de estar en la realidad están vehiculadas
en la transmisión genética, pero no son formalmente transmisión genética. En la génesis
del animal de realidades, la razón por la que es transmisión genética no es idéntica a la
razón por la que es historia. La historia natural no existe. Cuando los antiguos hablaron
de historia natural, se tomaba historia en el sentido de «relato»; es decir, se entendía por
historia un modo de saber. Esto es otra cosa: aquí entendemos por historia un carácter
de la realidad misma. Y declararlo no es indiferente. Porque, al amparo de una
expresión sin importancia, se deslizan conceptos que conciernen a la realidad misma. Y
esto es insostenible: no existe stricto sensu una historia natural.

b) Pero es igualmente falso lo que se lee a veces hasta la saciedad: la historia es una
prolongación de la evolución. Es un tema debatido; algunos, como Teilhard de Chardin,
adoptan esta idea sin discusión. Las especies, se nos dice, han surgido por evolución, y
por evolución ha surgido también la especie humana. Ciertamente, esta evolución no
está clausurada. Pero mientras no llega una fase evolutiva ulterior, el hombre tiene una
historia: es una fase más de la evolución. El proceso histórico sería la prolongación del
proceso evolutivo. Pero esto es, a mi modo de ver, absolutamente quimérico. La
estructura formal de la evolución es diametralmente opuesta a la de la historia. La
evolución procede por mutación, sean cualesquiera el origen y la índole de las
mutaciones. Pero las formas de estar en la realidad proceden por invención, porque hay
que optar. El proceso histórico no es la prolongación del proceso evolutivo La evolución
se hace por mutación genética; la historia se hace por invención optativa. Son procesos
distintos.

Ciertamente, la evolución puede jugar una función histórica, puede ser un factor
de historia. No hay la menor duda. El paso del homínido al arcantropo, (de éste al
paleantropo, y finalmente de este último al neantropo, es un proceso evolutivo. En él no
se han producido sólo variedades, sino verdaderos tipos nuevos de humanidad. Pero lo
que en esta evolución constituye la historia propiamente dicha no es el proceso filético
descrito, sino las distintas formas de estar en la realidad, muy varias dentro de cada
etapa evolutiva, y además formas que son distintas porque es distinto el tipo de hombre.
Pero esta distinción de tipos de humanidad, con ser un factor esencial, es sólo «un»
factor que interviene en la historia; no es lo que constituye la historia misma. A su vez, la
historia puede desempeñar la función de un factor evolutivo. Si unos hombres optan
por vivir alejados en aislamiento, esto, como opción, es un suceso histórico, pero su
resultado puede ser evolutivo, por lo menos en sentido lato: el aislamiento puede
producir variedades. Nada de esto obsta para que el mecanismo formal de la evolución
sea distinto del mecanismo formal de la historia. La evolución, repito, es mutación
genética; la historia es invención optativa. La posible influencia histórica ríe la evolución
o la posible influencia evolutiva de la historia son fenómenos mayores de una sola
estructura: la transmisión tradente, tanto en el individuo como en la especie.

Llegados a este punto es cuando se nos plantea con rigor el problema de qué sea
esta historia. Esto hace surgir dos cuestiones: En primer lugar: ¿qué es la tradición como
constitutiva de la historia? En segundo lugar, lo que más directamente concierne a
nuestro problema: ¿en qué sentido y en qué medida este carácter de ser traditum refluye
sobre la realidad y sobre el ser del hombre?
Son dos graves cuestiones.

III. Qué es la historia como transmisión tradente

Para conceptuaría con un poco de precisión hay que examinar tres puntos:

1) Cuáles son los momentos estructurales de esta tradición.

2) Cuál es el sujeto de esta tradición.

3) Y, sobre todo, en qué consiste el carácter formal de esta tradición.

1. Los momentos estructurales de la tradición. Repitamos. Sin tradición no hay


historia. Con lo cual no quiero decir que la historia humana consista en ser tradicional,
en el sentido usual del vocablo, a saber, tradicional como un conformarse con la
tradición. Esto sería absurdo. Esta tradicionalidad no es más que un modo, entre otros
igualmente posibles, de estar situado frente a la propia tradición. La tradición de que
aquí hablamos consiste en «entrega», entrega de una forma de estar en la realidad. Lo
cual no significa que quien la recibe no pueda romper con lo entregado. Lo único que
quiero decir y digo es que nada, ni siquiera esta ruptura, es posible si no es habiendo
recibido aquello que se rompe. Por esto, en lugar de tradicionalidad habría que emplear
otra palabra, algo así como «tradicionidad». Hecha esta aclaración, emplearé, si viene al
caso, el vocablo tradicionalidad en este sentido de tradicionidad.

Esto supuesto, la tradición tiene una precisa estructura.

A) Ante todo, la tradición es un proceso por el cual se instala al animal de


realidades que nace, en una forma de estar en la realidad. La tradición tiene, pues, ante
todo, un momento constituyente. Es su momento radical. Al hombre que nace no
solamente se le transmiten genéticamente ciertas notas determinadas, sino que se le
instala en una forma de estar en la realidad. Aunque se abandonara al recién nacido, el
abandono mismo sería un modo de estar en la realidad.

B) Pero la tradición tiene además otro momento. Porque lo que en aquel momento
constituyente está entregado al nuevo vástago, le está entregado por sus progenitores
(repito, en el sentido más latísima y vago del vocablo). Con lo cual, esta forma de estar
en la realidad, en cuanto procede de los progenitores, es formalmente una continuación (le
lo que éstos han querido entregarle desde sí mismos. La tradición tiene un momento
continuante Y, evidentemente, en cuanto continuante la tradición está montada sobre su
momento constituyente.

Este momento continuante es decisivo: incluso puede ser muy duro. En él se va a


jugar la suerte de la tradición. No me refiero tan solo a la inexorable necesidad de
cambio en la vida humana, sino a algo mucho más radical. Es que lo entregado, lo está
ciertamente desde los progenitores y por ellos mismos; pero está recibido en el nuevo
vástago según la realidad de éste. Y como esta realidad en su totalidad, es distinta de la
realidad de los progenitores, resulta que el carácter continuante de la tradición se torna
en grave problema: ¿qué es la continuidad de la tradición? Desde luego no es mera
reiteración, por así decirlo, mecánica. Inclusive cuando se «repite», el hecho mismo de la
repetición está orlando lo recibido con un carácter nuevo, el carácter de ser repetición.
La continuación es resultado de un acto positivo del recipiendario de lo entregado: el
acto de recibirlo y de revivir desde sí mismo lo recibido. Como este acto lo es de un
viviente que es igual a sus progenitores no totalmente, sino tan sólo esquemáticamente,
resulta que nunca se estará completamente seguro de que se está repitiendo lo recibido;
podrá a veces creerse que se está repitiendo, cuando en realidad se está innovando. Más
aún, muchas veces será necesario cambiar algo de lo que puede ser accidental en lo
recibido, justamente para poner mantener la continuidad de éste. Difícil problema,
discernir lo esencial y lo accidental de la tradición. La continuidad de la tradición no es
un problema de identidad numérica, sino el problema de la mismidad «en la vida». La
tradición a veces toma formas distintas no a pesar de ser la misma, sino justamente al
revés, para poder seguir siendo la misma.
C) Pero hay todavía un tercer momento. Sobre la tradición, sobre lo recibido, y,
apoyado en ello, el hombre vive optando por formas de realidad. No es algo privativo
de la tradición, sino de todo acto vital humano; la opción es el carácter formal de la
constitución de la vida humana, por lo menos en el estadio de ella en que el viviente
tiene que hacerse cargo de la realidad. El vástago se hace cargo entre otras cosas de lo
recibido mismo y apoyado en ello tiene que seguir optando: la tradición tiene un
momento progrediente. El viviente humano no solamente está instalado en una forma de
realidad que le es entregada; no solamente la recibe según una continuidad más o
menos problemática; es que sobre lo recibido, y con el apoyo precisamente de lo
recibido, el nuevo viviente humano va a hacer sobre su modo entregado de estar en la
realidad, operaciones parecidas a las que hicieron sus progenitores, con lo cual cambiará
de alto en bajo el contenido posible de lo que es la tradición para sus sucesores. Ya, en el
propio momento continuante, se esboza esta progresión: el modo de revivir lo recibido
es va incoativamente una progresión. La vida efectivamente no es solamente tradible,
sino que es esencialmente tradenda. Y lo es por una razón modesta, pero decisiva: por
razones genéticas. Cada viviente es el esquema filético de los demás. El phylum mismo
tiene constitutivamente carácter prospectivo. Vehiculada por esta génesis filética, se
entregan las formas de estar en la realidad. La vida no tiene más remedio que ser
entregada. Y precisamente por esto, la tradición y la historia en ella constituida es una
tradición progrediente. El progreso puede ser positivo o negativo; es otra cuestión.

Constituyente, continuante y progrediente, estos tres momentos no son sino


facetas de una sola realidad: la realidad de la tradición. La unidad intrínseca de esos tres
momentos es la esencia de la tradición.

¿Cuál es el sujeto de esta tradición?

2. El sujeto de la tradición. Se propendería fácilmente a pensar que el sujeto


inmediato de la tradición son los individuos. A mi modo de ver, esto es más que
problemático. El sujeto inmediato de la tradición es la especie, el phylum en cuanto tal.
Es él, el phylum, el que es vector de la tradición. La tradición afecta a los individuos, pero
sólo por el hecho de que pertenecen al phylum: les afecta por refluencia. Esta tradición, la
pará dosis, como refluencia, tiene dos aspectos muy distintos, pero esencialmente
conexos. Estos dos aspectos son concretamente los dos modos según los cuales puede la
tradición afectar a los hombres. Los dos son traditio en el sentido que acabo de explicar;
pero son dos modos distintos de ella.

A) Uno, es el modo según el cual la tradición afecta a cada uno de los individuos
en cuanto realiza sobre su propio modo de estar en la realidad, las operaciones que hace
poco he explicado. Entonces, la tradición es un momento de la vida propia de cada
hombre, un momento de lo que constituye su biografía. Vivir es poseerse a sí mismo
como absoluto en el todo de la realidad. Ahora bien, la vida humana tiene un carácter
propio, porque es la vida de una sustantividad animal: es decurrente. La animalidad es
el fundamento de la «decurrencia». Lo humano de esta decurrencia está en que es justo
la forma (le poseerse el hombre como absoluto. Y esta decurrencia, en cuanto modo de
poseerse como absoluto, es la esencia de la biografía. Como he solido decir basta la
saciedad desde hace muchísimos años, cada hombre es siempre el mismo no siendo
nunca lo mismo. La manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo mismo es la
esencia de la biografía.

Claro está, la decurrencia es biografía sólo en cuanto es un carácter de algo que es


ya vida personal, de la posesión de sí mismo en el todo de lo real. La decurrencia
biográfica no constituye formalmente la vida personal, sino que es la vida, va personal,
la que constituye su decurrencia en «biográfica». La vida personal es el supuesto
intrínseco y formal de toda posible biografía. De suerte que si tomamos en y por sí misma
la unidad decurrente de los actos de una vida personal, no tenemos vida biográfica, sino
tan sólo lo que desde hace muchísimos años ha venido llamando el «argumento de la
vida». Enseguida veremos en qué consiste esto de ser argumento. Lo que usualmente
suele llamarse biografía es sólo el argumento de la vida personal, el argumento del
modo de poseerse a sí mismo como absoluto. Sólo a la vida personal en cuanto personal
es a lo que debe llamarse biografía.

Como cada hombre está codeterminado por los demás en su modo de ser
absoluto, y lo está precisa y formalmente por ser realidad filética, resulta que a su modo
de poseerse a sí mismo le pertenece constitutivamente el poseerse filéticamente. Es decir,
su biografía tiene un inamisible momento de traditio. Bien entendido, la biografía no es
sólo tradición, pero la tradición es un momento esencial de la biografía. La tradición es,
desde este punto de vista, lo filético absorbido en lo personal, en la persona humana en
cuanto persona.

B) Hay otro modo según el cual la tradición afecta a las personas. Lo que en ellas
determina, según este modo, no es su biografía personal, sino algo distinto.

Para aprehender este modo con rigor, comencemos por considerar la tradición
como afectando al individuo, pero en cuanto convive con los demás, esto es, como
viviendo en sociedad. Entonces no constituye su biografía. Constituye lo que «suele»
llamarse historia: la tradición de lo social. A reserva de precisar con más rigor lo que sea
la historia, partamos del concepto de ella que acabamos de apuntar; este concepto nos
llevará de la mano a un concepto más preciso. Porque decir que la historia es
transmisión tradente de lo social plantea una cuestión decisiva para nuestro problema.
En efecto, en la lección anterior insistí en que la sociedad como contradistinta de la
comunión personal, es algo esencialmente impersonal, teniendo en cuenta, claro está,
que lo impersonal es un modo de las personas. Si, pues, la historia es tradición social,
esto significa que en una u otra forma la historia es esencialmente impersonal. ¿Es esto
posible? He aquí la cuestión.

A primera vista, resulta esto inaceptable, y durante algún tiempo, mí mismo me


lo ha parecido así. ¿Se va a negar, pongo por caso, que Miguel Ángel es una
personalidad perfectamente determinada en el curso de la historia, o que Alejandro
también lo fuera? Desde luego, no se puede negar. Pero no se trata de esto.
Reflexionemos un poco detenidamente. Los nombres de Miguel Ángel o Alejandro son
ambiguos, porque las personas por ellos designadas tienen dos aspectos; sí no
distinguirlos se corre el riesgo de cometer un grave equívoco. En efecto, ¿quién es
Alejandro para la historia? Es innegablemente el que es hijo de Filipo, el que hizo tales o
cuales cosas: conquista Asia, se casa con Roxana, etc. Todo esto es ciertamente
Alejandro. Pero es sólo esto: «el que»...era esto o hizo esto. Lo propio debe decirse de
Miguel Ángel. Se dirá que éste que hizo esto es una persona perfectamente determinada,
de suerte que no pudo haber otra Y es verdad. Pero no por ello eran plena y
formalmente persona. La unicidad de un viviente humano no se identifica con su
carácter personal. Alejandro fue único en la historia de Grecia, como único fue Miguel
Ángel en la historia del arte. El Alejandro de la historia es «el que» era hijo de Filipo,
conquistó Asia, se enamoró de Roxana y se casó con ella, cte. El Miguel Ángel de la
historia del arte es «el que» pintó la capilla Sixtina, esculpió el David, construyó la
cúpula de San Pedro, etc. Y esto es una verdad inconmovible: ambos son «el que».
Ahora bien, esto que aparentemente designa una persona es lo que confiere a ella su
carácter, su modo, impersonal: «el que» nunca nos dice «quién fue él». No confundamos
tampoco aquí el qué con el quién. El «quién fue él» se refiere a la persona de Alejandro y
de Miguel Ángel, y a sus vidas personales. Pero se fueron a la tumba con ellos; no
pertenecen a la historia La unicidad de un hombre no es sinónimo de carácter personal.

Se dirá que Alejandro y Miguel Ángel no fueron tan sólo «el que», sino que sus
acciones mismas, las acciones en que y con que hicieron lo que hicieron pertenecen
también de alguna manera la historia. Esto es verdad, y es lo que nos lleva sí nudo de la
cuestión: justamente averiguar cuál es esa manera según» la cual las acciones mismas
pueden pertenecer a la historia. Digámoslo temáticamente: las acciones humanas
pueden pertenecer a la historia, pero pertenecen a ella sólo impersonalmente. ¿Qué
significa esto? Esta es la cuestión. Voy a explicarme.

Impersonal, recordemos la lección anterior, es un modo de ser y de actuar


personal, pero «reducido» a ser y actuar de la persona. Son, según vimos, dos puntos de
vista esencialmente distintos. Por un lado, la acción es un momento de la vida personal,
esto es, un momento de la autoposesión de la realidad física «mía», en el todo de lo real.
Entonces es una acción personal. Pero puedo considerar la acción dejando en suspenso el
ser momento de mi vida personal. Entonces ya no es una acción personal, sino tan sólo
una acción de la persona; se da en la persona, pero no en cuanto momento de su vida. Es
la reducción de «ser-personal» a «ser-de-la-persona» Por esta reducción, como vimos, la
acción es impersonal. La acción continúa siendo «de la persona», pero no en forma
personal: es la esencia formal de la impersonalidad. La impersonalidad no consiste,
repito, en una supresión del carácter de persona, sino que es una modalidad de ella. Por
eso es por lo que los animales, como dije, no son impersonales; son sólo apersonales.

Esta reducción puede llevarse a cabo en distintas direcciones, y, en consecuencia,


la impersonalidad puede ser de distinto tipo. Una es la reducción por la vía de la
alteridad: se considera a otra persona no en cuanto persona, sino en cuanto otra. Bien
entendido: es persona, pero es «otra». Esta reducción por la vía de la alteridad es la
impersonalidad que constituye la sociedad en sentido restringido como contradistinta
de la comunión personal. Pero hay otro modo de reducción. Consiste en considerar la
acción sólo según lo que en ella se hace, esto es, como algo hecho en la persona; se
considera sólo lo operado en la acción. Entonces, la acción deja en suspenso su carácter
personal no por la vía de la alteridad, sino porque la considero sólo como «cualidad
propia» de la persona, independientemente de lo que esa acción es como momento
personal de la vida. Desde el punto de vista de la acción, como momento personal de la
vida, la acción es algo ejecutado personalmente; es un opus operans, es la acción como
operación. A ella le pertenece lo operado como momento que es de la operación misma.
Pero puedo considerar lo operado sólo como cualidad propia de la persona, es decir,
considero lo operado independientemente de la operación misma, y, por tanto,
independientemente de ser un momento de la vida personal. En estas condiciones, es un
mero opus operatum. Reducida a opus operatum, la acción es sólo «de la persona»: es justo
impersonal. No es la acción en tanto que «suya», sino en tanto que cualidad «de ella». Es,
pues, un modo de impersonalización. Aquí, la reducción no está llevada a cabo por la
vía de la alteridad, como en el caso de la sociedad, sino por la vía del operatum en cuanto
tal. Este operatum no se refiere tan sólo al aspecto externo y público, por así decirlo, de
las acciones, por ejemplo, a la conquista de Asia o a las pinturas de la Sixtina, sino
también a las acciones que pudiéramos llamar «internas», por ejemplo su amor de
Roxana. Las acciones, tanto externas como internas, consideradas como algo «hecho,
operado», constituyen un opus operatum; consideradas como momentos de la vida
personal que en ellas se hace, son un opus operans. La vía del operatum conduce, pues, a
una impersonalidad distinta de la vía de la alteridad. Por ambas vías la acción deja de
ser personal y queda reducida a ser de la persona. Esta diferencia entre lo personal y lo
de la persona es una diferencia modal. A mi modo de ver, esencial. Y la diferencia puede
adoptar la forma de mera alteridad o la forma de operatum.

Pues bien, a la historia pertenece sólo el opus operatum, lo esperado, pero no el


opusoperans, la operación misma. Pertenece a la historia el hecho de estar enamorado de
Roxana, pero no el amor y el enamoramiento mismo, el cual, por ser acción personal es
opus operans. Estar enamorado de Roxana es opus operatum. Es la impersonalidad de la
historia.

Este tipo de impersonalidad no es propio tan sólo de la historia. Pertenece


esencialmente a eso que suele llamarse indebidamente biografía. Lo que usualmente
suele llamarse biografía es, ya lo dije, el argumento de la vida. Pues bien, «argumento»
es justamente el decurso de la vida «personal» reducida a ser decurso «de la persona».
En rigor, esto no es biografía, pues la biografía es esencialmente personal, en el sentido
de ser un momento en la vida propia de una persona. Lo que suele llamarse biografía es
algo esencialmente impersonal, por muy pormenorizada que la considere. La biografía,
aun exhaustivamente aprehendida hasta el infinito, podía haber sido vivida por otra
persona. Sólo entendida como «reducción» de algo que es previamente vida personal,
cobra la biografía el carácter de algo formal e intransferible; lo es porque la persona es,
en cuanto tal, formal e intransferible.

De ahí que lo que suele llamarse biografía es, en rigor, historia biográfica. Lo que
usualmente suelen llamarse historia y biografía son dos tipos de historia: la historia que
yo llamaría social y la historia biográfica. Es el ámbito entero de la impersonalidad por
la vía del operatum. Esta reducción a lo impersonal por la vía del operatum no es
formalmente idéntica a la reducción por la vía de la alteridad. Son dos modos distintos
de reducción de lo personal a ser sólo de la persona. La vía de la alteridad: su resultado
es la sociedad. La vía del operatum: su resultado es la historia tanto social como
biográfica. Estos dos modos, el modo de la alteridad y el modo del operatum, no son
incompatibles. Todo lo contrario. A los «otros», a la sociedad, pueden entregarse las
acciones todas, pero tan sólo como opera operata, como acciones de la persona. La
historia, tanto social como biográfica, es esencialmente impersonal. La comunión
personal y 1a biografía personal son, en cambio, esencialmente personales.
Recíprocamente lo social e lo histórico pueden constituir, y en constituyen siempre, un
«momento» de la vida personal, porque el sujeto de la historia es el phylum en cuanto tal,
y el phylum afecta intrínsecamente a cada individuo en forma constitutiva,
constituyendo tanto su convivencia social como su prospección histórica (sea social o
biográfica).

Este somero estudio del sujeto de la tradición, esto es, del sujeto de la historia, nos
ha proporcionado importantes conceptos Podemos reducirlos a tres puntos:

a) La historia no es sólo lo social. Ya lo indiqué. Comencé partiendo de esta


ecuación entre la historia y lo social. Pero sólo era un comienzo para llevarnos a un
concepto más amplío: a la historia pertenece tanto la historia social como la historia
biográfica. Es un concepto esencial.
b) La historia así entendida es la que se contradistingue de la biografía personal.
Esta distinción no es una distinción de sujetos, sino una distinción de modos según los
cuales la tradición afecta a las personas. El sujeto es siempre la o las personas por
pertenecer a un phylum; pero la diferencia está en el modo como este phylum tradente les
afecta. Hay un modo de afectarles que es «personal»: es biografía personal. Hay otro
modo de afectarles que es «impersonal», (como reducción de lo personal a ser de la
persona): es la historia tanto social como biográfica. La diferencia esencial no es de
sujetos, sino que para un mismo sujeto es una diferencia modal. Es un segundo concepto
esencial.

c) De aquí que el concepto de historia es doble. Ante todo hay un concepto modal
de la historia. Es lo que acabo de decir: la historia como modo de afectar
impersonalmente a la persona. Modalmente, la historia se opone así a la biografía
personal. Es otro concepto modal también el de la biografía personal. Pero estos dos
modos (impersonal y personal) son modos distintos según los cuales la tradición afecta a
su sujeto. De ahí que se inscriben dentro de una misma línea, previa en cierto modo a
aquella diferencia modal: dentro de la línea de la tradición como una dimensión del
sujeto mismo en cuanto filéticamente determinado por aquella. Pronto conceptuamos
con más precisión en qué consiste esta dimensionalidad. Es el concepto dimensional de la
historia. Constituye el ámbito entero de la prospectividad tradente en todos sus modos y
formas, tanto impersonales como personales. Modalmente, la biografía personal se
opone a la historia tanto social como biográfica. Pero dimensionalmente, la biografía
personal es tan historia como la historia social y la biográfica. Recíprocamente, biografía
personal e historia son los dos modos de la unidad dimensional de la tradición, es decir,
de la esencia dimensional de la historia.

Hasta el estudio del sujeto de la tradición, había utilizado el vocablo historia


solamente en sentido dimensional. Ahora lo seguiré utilizando, en todo lo sucesivo,
también en este sólo sentido: lo histórico como dimensión, esto es, el ámbito entero de la
prospectividad tradente. De esta prospectividad hemos de preguntarnos ahora cuál es
su esencia formal: es el tercer punto de nuestro problema.
3. La esencia formal de la historia. Hemos de acercarnos sí concepto formal de la
historia dimensional sí hilo de la discusión de algunas tesis: es una marcha dialéctica
hacia la conceptuación de la historia.

A) Una primera tesis, nunca enunciada expresamente como tal tesis, pero que ha
estado y está en muchísimas mentes, consiste en decir: la historia es la serie de
vicisitudes que les pasan lo mismo u los individuos que a las sociedades. Tomo aquí la
palabra vicisitud no en sentido etimológico, sino en su acepción usual: vicisitud es lo
que «le pasa» a alguien. Pues bien, la tesis que enunciamos afirma que la historia es
esencialmente vicisitud. El hombre, se piensa, es una realidad, y a lo que es ya como
realidad le advienen unas vicisitudes: serían su historia. Y por eso frente a ella la actitud
es contarla, contar las vicisitudes que acaecen.

Pero esto es no sólo inexacto, sino falso. En la historia no sólo se «cuenta», sino
que se «comprende» precisamente porque la historia no es mera vicisitud.
Evidentemente, al hombre le pasan toda suerte de vicisitudes, las cuales, a pesar de ser
la realidad que es, podrían no pasarle. Pero si bien es cierto que aunque cada una de
estas vicisitudes podrían tal vez no acaecer al hombre, sin embargo es inexorablemente
necesario que le tienen que pasar vicisitudes, unas u otras, pero algunas. ¿Por qué? Por
la constitución misma del hombre. Con lo cual, la historia no es una vicisitud, sino un
momento constitutivo de la realidad humana, una realidad que es formal y
constitutivamente tradicionada y tradicionante. Aun sin entrar en la cuestión de que no
todo lo que acaece en la historia es forzosamente vicisitud, lo decisivo en este punto es
que el hombre no es una realidad sustantiva a la que se añaden vicisitudes, sino que el
hombre sólo es realidad sustantiva si en ella se incluye ya la historicidad, porque no es
realidad sustantiva sin ser esquema prospectivo, es decir, sin ser en sí misma
transmisión tradente.

B) De aquí, la posibilidad de una segunda tesis: La historia no es una serie de


vicisitudes, sino que está montada necesariamente sobre algo recibido en continuidad
tradente. Ahora bien, esta continuidad se expresa de alguna manera en monumentos,
documentos, en obras de toda suerte, etc. Es decir, la historia seria la realidad humana
en cuanto atestiguada en continuidad. Dando sí vocablo sin sentido amplísimo que
abarque todo lo que hay de expreso en la tradición continuante, se dirá que la historia es
testimonio. Algo sería histórico y sería tradición, por estar atestiguado.

Esto no se puede sostener. En primer lugar, esto no es universalmente verdadero;


¿como va a serlo? La mayoría de las cosas de la historia humana no están atestiguadas
en forma de testimonio. Algo puede ser perfectamente una realidad tradicional y no
estar atestiguado en testimonios que lo expresen. Una cosa es la tradición; otra, el
conocimiento de su contenido. El testimonio es la ratio cognoscendi, pero no la ratio
essendi de la tradición.

Y es que, en segundo lugar, incluso en los casos en que el testimonio exista, el


testimonio no constituye tradición por ser expresión, sino por lo que en esa expresión
acontece, a saber, porque, en y con la expresión, el testimonio entrega algo. Esta entrega,
y no la forma atestiguada de la entrega, es aquello en que la tradición consiste. La
tradición no es testimonio, sino entrega de realidad.

C) Es la tercera tesis posible: ¿Qué es lo que se entrega al entregar la realidad?


Hemos distinguido, por un lado, los modos de estar en la realidad, y, por otro, los
caracteres psico-orgánicos concretos que cada uno de los animales de realidades
poseemos. Esto significa que los actos humanos tienen dos aspectos. Por un lado, son
actos ejecutados por sus facultades naturales; por otro, son actos que difieren de unos
individuos a otros, no por lo que tienen de actos ejecutados (todos los hombres ejecutan
los mismos actos), sino por el significado, por el sentido que poseen en las distintas
circunstancias de la vida de cada uno. Aquello por lo que en la opción se opta, sería por
el sentido de lo que se va a hacer. Entonces parece que lo que se entrega en la tradición
es el sentido de los actos: historia sería transmisión de sentido.

Esto me parece insostenible. La historia no es el ámbito del sentido. No es que no


sea verdad que en la tradición se transmite el sentido de los actos; evidentemente es uno
de los momentos de lo tradicionado. Pero no es verdad primaria y radical. También es
verdad que hay vicisitudes y que hay testimonios, pero ni vicisitudes ni testimonios son
la verdad radical de la historia. Pues bien, también es verdad que en la tradición se
transmiten sentidos, pero no es esto lo que constituye la tradición. Porque lo que
llamamos «sentido» tiene dos aspectos. Por un lado es «sentido», el sentido que algo
tiene, el sentido tenido, por así decirlo. Pero, por otro lado, este sentido no nos
importaría en nuestro problema si no fuese el sentido de unas acciones humanas, las
cuales no solamente tienen un sentido «tenido», sino que por su propia índole «tienen
que tener» algún sentido para ser lo que son: acciones humanas. Por tanto, sentido no es
entonces el sentido tenido, sino el sentido que hay que tener, el tener sentido. Con lo cual,
el sentido no es el sentido que se tiene, sino la realidad misma del tener sentido. Y este
problema ha quedado intacto. Lo que nos importa no es el sentido que se transmite, sino
la transmisión de esa realidad, la realidad humana, que por su propia índole tiene
forzosamente que tener sentido. Es falso que lo que distingue lo «optativo» de lo
«natural» sea el momento de «sentido». No. La opción no recae sobre el sentido tenido,
sino sobre un modo de estar en la realidad.

Por consiguiente, la entrega de realidad que constituye la tradición, no es en


manera alguna la entrega de un sentido de la realidad, sino la entrega de la realidad
misma.

D) De ahí que, a mi modo de ver, sea necesario afirmar una cuarta tesis: Historia
es entrega de realidad. Y esta realidad no son las notas psico-orgánicas constitutivas de la
sustantividad humana. El hombre de hoy no es distinto del hombre de Cromagnon por
sus notas psico-orgánicas; pero, sin embargo, el hombre de hoy es distinto del hombre
de Cromagnon por algo que concierne a su realidad misma. ¿En qué consiste esta
diferencia, es decir, en qué consiste este momento de realidad? Como ese momento es el
constitutivo de la historia, preguntarnos por él es preguntarnos en qué consiste el
proceso histórico como proceso real. Me excuso de la monotonía, pero es inevitable
tratándose de una dialéctica de conceptos.

La historia, pues, entrega de realidad. Pero esto es equivoco. ¿Qué se entiende por
entrega de realidad? Es menester precisarlo.

a) Se trata de entrega de formas de estar en la realidad. Estas formas son,


naturalmente, reales: son las formas según las cuales cada hombre está realmente en la
realidad. Entonces se podría pensar que la historia consiste formalmente en la entrega
de formas de estar realmente en la realidad. La historia sería, pues, un proceso de
producción o destrucción de formas de estar realmente en la realidad, o dicho más
concisamente, la historia sería un proceso de producción y destrucción de realidad. La
historia sería un proceso de realización efectiva.

Pero esto, a mi modo de ver, no es así. Porque la historia tiene un carácter


procesual que envuelve una connotación temporal: antes algo «fue» y ya no «es». En su
virtud, en la concepción a que estoy aludiendo, el «pasado» como realidad «fue», pero
ya «no es». Y, por consiguiente, en la historia se perdería todo. Por el contrario, si de
alguna manera se quiere salvar el pasado en el presente, entonces se hace del pasado
algo que persiste; por tanto, algo que no pasó. Es decir, en cualquier caso, el momento
estrictamente procesual de la historia queda diluido. La entrega de realidad, por tanto,
no puede consistir en producción y destrucción de realidad. Dicho con más rigor: las
formas de estar en la realidad no se entregan como formas en que realmente se va a
estar, sino de otra manera. ¿Cuál? Ello nos dará la respuesta plena a nuestro problema.

b) Decía antes que en lo que en la tradición se nos entrega es un modo de estar en


la realidad, en el cual se apoya el que lo recibe, sea para admitirlo, sea para modificarlo,
sea para rechazarlo: es el momento continuante y progrediente de la tradición. Y esto
nos pone de manifiesto algo esencial. Este apoyarse es, en efecto, una acción humana,
según la cual aquello en que me apoyo, a saber, el modo recibido de estar en la realidad,
me sirve para determinar el modo según el cual yo voy a estar en ella. El modo recibido
«puedo» aceptarlo o no; esto es, ejercito un «poder». Ahora bien, esto no es algo
privativo de la tradición; es lo propio de todas las acciones del animal personal. Es que,
efectivamente, estas acciones no se ejecutan simplemente poniendo en juego los
caracteres o notas o potencias (empléese el vocablo que se quiera). En el momento en
que entra en acción la inteligencia sentiente, esta intelección le abre al todo de lo real. Y
este todo no le fija—sería imposible—la respuesta adecuada que ha de dar en la
situación en que se halla colocado. Por el contrario, el hombre tiene entonces que optar.
¿Y qué es optar? Optar es siempre optar por lo que «puede» hacer. Esto es, el poder abre
al hombre un ámbito de distintas posibilidades, factibles o no factibles (esto nos es
accesorio en este momento). Entre todas esas posibilidades es entre lo que el hombre
tiene que optar. El término formal de la opción son, pues, «posibilidades». Las
posibilidades por las que ha optado constituyen lo que llamamos un «proyecto». Estas
posibilidades son algunas casi inmediatas; otras veces hay que excogitarías o
inventarlas. Pero siempre será que entre sus potencias psico-orgánicas y las acciones de
ellas, el hombre interpone inexorablemente unas posibilidades. A reserva de insistir
después en esta idea, digamos desde ahora que hay una esencial diferencia entre
potencias y posibilidades. Las potencias pueden ser muy constantes. Dejo de lado el
proceso evolutivo humano, y, limitándome al neoantropo, es claro que el hombre actual
tiene las mismas potencias psico-orgánicas que el hombre de Cromagnon. Sin embargo,
su sistema de posibilidades es radicalmente distinto: hoy tenemos posibilidad de volar,
pero no la tenía el hombre de Cromagnon. De ahí que en la ejecución de una acción hay
siempre dos aspectos. Hay, ante todo, un aspecto según el cual la acción produce
aquello que las «potencias» humanas (llamémoslas así) pueden producir: andar, pensar,
moverse, comer, etc. En este aspecto, la acción es un hecho, esto es, algo hecho por las
potencias que puedan ejecutarlo. Hecho es «acto», el acto de unas potencias. Pero la
misma acción tiene un aspecto distinto. No es sólo la ejecución de lo potencial, sino la
realización de un proyecto, esto es, la «realización» de posibilidades. En cuanto
realización de un proyecto, realización de posibilidades, la acción no es un mero hecho:
es suceso. El suceso es el hecho en tanto que realización de posibilidades, en tanto que
por mi opción he determinado a las potencias a ejecutar su acto de acuerdo con las
posibilidades por las que he optado. La realización de posibilidades es opción, y,
recíprocamente, opción es realización, cuando menos incoativa, de posibilidades. En
virtud de ello, realizar posibilidades es «hacerlas mías», es «apropiación». La opción
nunca es algo meramente intencional. Si opto por una mala acción, mi opción es mala no
sólo porque es malo el término hacia el cual he optado, sino también porque me ha
hecho malo en mi propia realidad al haberme apropiado la posibilidad de la mala
acción. Toda opción tiene un momento «físico» de apropiación. Cosa esencial como
veremos pronto. Por consiguiente, entre hecho y suceso hay una diferencia no
meramente conceptiva, sino «física». La apropiación es lo que constituye una acción en
suceso. Por tanto, la realización de un proyecto es «físicamente» diferente del mero
«acto» de una potencia. Ciertamente, sin acto, sin hecho, no habría suceso. Pero la razón
por la que una acción es suceso es distinta realmente de la razón por la que es suceso.
Por esto, frente a las acciones humanas, la metafísica ni puede limitarse a investigar su
razón de ser, sino que tiene que dar también una específica e irreductible razón de suceder.

Pues bien, la historia no está tejida de hechos; está tejida de sucesos. Como no hay
suceso sin hecho, a la historia pertenece también (cómo no le va a pertenecer) la
realidad, pero en tanto que principio de posibilidades, esto es, en tanto que principio de
suceder Lo que la tradición entrega es ciertamente modos de estar en la realidad. Pero si
no fuera más que esto, no sería historia. La tradición entrega un modo de estar
posiblemente en la realidad. El progenitor entrega a sus descendientes un modo de estar
en la realidad, pero como principio de posibilidades, esto es, para que aquellos descendientes,
apoyados precisamente en el modo recibido, determinen su modo de estar en la realidad
optando por aceptarlo, rechazarlo, modificarlo, etc. En esto es en lo que formalmente
consiste la tradición: una entrega de modos de estar en la realidad como principio de
suceso, esto es, como principio de posibilitarían de estar de alguna manera en la
realidad Nadie está en la realidad optando en el vacío de meros posibles abstractos, sino
optando por un elenco concreto de posibilidades que le ofrece un modo recibido de
estar en la realidad. Por esto, historia es el suceso de los modos de estar en la realidad. He aquí
la esencia de la historia en primera aproximación.

La historia no es simplemente un proceso de producción y de destrucción de


realidades y de modos de estar en la realidad, sino que es un proceso de posibilitarían
de modos de estar en la realidad. De ahí que, como connotación temporal, el pasado
como realidad ya no es; pero «son» las posibilidades que ha otorgado. En otros
términos, el pasado no continúa como realidad, pues entonces no sería pasado, pero
continúa como posibilitarían. La continuidad de la tradición es una continuidad de
posibilitarían. Esta continuidad es, primero, un proceso, pues cada momento no sólo
viene después del anterior, sino que está apoyado en él, y, segundo, es un proceso de
posibilitarían; un proceso en el que cada posibilidad se apoya en la anterior. Como la
realización de posibilidades es suceso, resulta que la historia es, repito, en primera
aproximación, un proceso de sucesos, no un proceso de hechos.

Aquí se esconde, a mi modo de ver, el grave yerro con que Auguste Comte
definió la historia: una sociología dinámica. La sociología dinámica hace el estudio de
las formas de estar en la realidad y de las formas de convivencia según aquellas formas.
Estas formas, como realidades que son, pueden variar por veinte mil factores, entre ellos
por la propia historia. Pero por eso mismo se trata de una producción, o modificación o
destrucción de realidades. La sociología dinámica se ocupa del dinamismo de las formas
sociales y de convivencia. La historia es algo completamente distinto. Tendrá que tomar
en consideración aquel dinamismo de lo real, pero en tanto en cuanto unas formas de
estar en la realidad son principio de posibilidad de otras. Entender un suceso no es sólo
conocer sus causas, sino conocer el proceso por el que una posibilidad realizada es
principio de la posibilidad de otras. El dinamismo de la historia no es el dinamismo
social, sino el dinamismo de la posibilitarían.
Y esto es verdad además por una razón más honda. Hegel pensó que la historia
pertenece al espíritu objetivo. Prescindiendo de lo que en la lección anterior dijimos
acerca del espíritu objetivo (sobre lo cual volveré al final de esta misma lección), hay en
esta afirmación de Hegel una restricción absolutamente injustificada de la historicidad
real del hombre, al limitaría a las instituciones sociales, tales como las lenguas, las artes,
las formas de cultura, etc. Pero a la historia, ya lo vimos, pertenece no sólo esa historia
que Hegel llama «objetiva», y que yo llamo más bien «social», sino también la historia
«biográfica». Y no sólo esto. Sino que tanto la historia social como la biográfica son solo
historia «modal». En este sentido, el ámbito de la historia modal no es lo objetivo, sino lo
impersonal; lo impersonal además de objetivo puede ser una historia biográfica. Pero,
por encima de este concepto modal de la historia, hay el concepto dimensional de ella: la
historia como dimensión de la realidad humana en cuanto filéticamente determinada en
forma prospectiva. Y en este sentido, último y radical, no puede hablarse de espíritu
objetivo. A la historia dimensionalmente considerada pertenece tanto la historia social y
biográfica como la biografía personal. Desde este punto de vista dimensional, la historia
es, en primera aproximación, un proceso de posibilitarían en tradición. Si el proceso es
impersonal, tenemos tanto la historia social como la historia biográfica; si el proceso es
personal, tendremos la biografía personal.

Hemos visto cuál es la estructura de la tradición en sus tres momentos:


constituyente, continuante, progrediente. En segundo lugar hemos examinado cuál es el
sujeto de la historia. Finalmente, liemos tratado de conceptuar en qué consiste
formalmente el proceso histórico: un proceso de posibilitarían. Pero lo he dicho
repetidamente: ésta es la esencia de la historia sólo en primera aproximación. Porque la
historia, como principio de posibilitarían, nos lleva inexorablemente a las personas
individuales en las cuales, y sólo en las cuales, transcurre este proceso: la historia refluye
sobre cada uno de los individuos. E independientemente del modo como refluya, nos
tenemos que preguntar en qué consiste refluir, es decir, qué es lo que la historia aporta a
cada uno de los individuos por el hecho de que éstos pertenecen a ella. Es el problema
del individuo histórico. Es lo que allende la primera aproximación nos lleva a la esencia
radical de la historia.
IV. El individuo histórico

Trátase, pues, de la historia considerada no modalmente, sino dimensionalmente.


El individuo histórico es el individuo en cuanto determinado dimensionalmente por la
historia. ¿En qué consiste la dimensión histórica de la persona humana?

La dimensión histórica de la persona es una refluencia de la prospectividad


esquemática de mi realidad sustantiva sobre esta misma realidad. Esta refluencia tiene
dos aspectos esenciales. Ante todo, es la refluencia dimensional de la historia sobre la
realidad individual en tanto que realidad: es el problema del individuo histórico como
realidad. Esta realidad se afirma en sí misma como algo absoluto en todo de lo real: es el
ser del hombre, su Yo. Como la realidad que así se afirma es histórica en cuanto
realidad, resulta que el ser de esa realidad, el Yo, es absoluto, pero lo es de una manera
también histórica. Y entonces nos preguntamos en qué consiste esta dimensión histórica
del ser del hombre, del Yo. Nos encontramos, pues, ante dos problemas: el carácter
histórico de la realidad de cada hombre y el carácter histórico de su ser, de su Yo.
Hemos de examinarlos sucesivamente.

1. El individuo, realidad histórica. Como acabo de decir, es el problema de la


refluencia de la prospectividad filética sobre cada constitución individual: ¿qué es lo que
la historia aporta a la realidad de cada individuo? A esta cuestión se ha intentado
responder de varias maneras.

A) Una primera tesis, muy frecuente, consiste en decir: lo que hace el hombre en la
historia es ir madurando. La historia es maduración. La historia, se piensa entonces, nos
hace patente el hecho de que cada uno de los individuos de la especie humana es un
germen que va madurando. El hombre es lo que es y además, tiene una serie de
virtualidades germinales: el hombre es realidad germinal. Y lo que la historia aporta a
cada individuo es justo la germinación, cuando menos parcial de esas virtualidades. En
la historia, el hombre va dando de sí todo lo que virtualmente ya es: es la maduración.
Esta idea del carácter germinal de la realidad humana y de la maduración
histórica me parece insostenible.

Insostenible ante todo, la idea del carácter germinal de la realidad humana. La


realidad humana no es germinal más que, a lo sumo, en su fase de morfogénesis psico-
orgánica. Constituido el hombre, éste tiene ya la plenitud de sus notas y de sus
virtualidades ya germinadas. Por tanto, respecto de sí misma, la realidad sustantiva
humana no es germinal. Pero, en segundo lugar, salvo como metáfora botánica, no se
puede decir que la historia sea maduración. Ciertamente, el hombre de Cromagnon no
podía hacer cien mil cosas de las que hacemos hoy. Pero, ¿por qué? ¿Por falta de
madurez? Desde luego, no. Ese hombre tenía la plenitud de las notas y de las
virtualidades ya germinadas; las mismas que el hombre actual. El hombre de
Cromagnon no era humanidad inmatura. El hombre del siglo pasado no era un hombre
inmaturo. Nosotros no somos hombres inmaturos. La historia «añade» algo a los
hombres. Pero no es madurez. Es otra cosa. ¿Cuál? De aquí, una segunda tesis:

B) Esta segunda tesis ha sido solemnemente enunciada varias veces en el siglo


pasado y a comienzo del nuestro: la historia es desvelación. Una tesis que hizo fortuna. El
hombre puede hacer muchas cosas. No sabemos cuál es el ámbito de este poder. Y lo
que el hombre «puede hacer» lo va revelando precisamente la historia. La historia es
desvelación del poder humano, una desvelación que es un proceso de «despliegue». De
esta desvelación se pueden tener visiones distintas. Hegel tuvo la firme idea de que lo
que se va desvelando son los momentos conceptuales del ser y del no ser en la unidad
del devenir. Esta unidad es, pues, un despliegue dialéctico de la razón lógica. Razón
lógica no es en Hegel razonamiento, sino razón absoluta: es la razón, el logos, del ser. Y,
en cuanto tal, es la esencia del espíritu absoluto; esencia sólo como principio. El
principio absoluto como principio dialéctico de la constitución del espíritu objetivo: tal
sería la esencia de la historia. Cada fase de ella sería la realización de un concepto
objetivo del espíritu humano. Otros, como Dilthey, entendieron que la historia es el
despliegue unitario de los estados de espíritu en su contextura de sentido vivido. Es lo
que Dilthey llamó razón histórica. Una razón que no «explica» lo que ocurre en la vida,
sino que «comprende» lo que en ella ocurre mediante una interpretación.
En cualquiera de sus formas, la idea de la historia como desvelación me parece
insostenible porque no conceptúa con precisión ni qué es desvelar ni qué es el hombre
como desvelable y desvelando. En primer lugar, ¿qué es eso de desvelar, de sacar a luz?
¿Es simplemente dar a conocer? Esto sería absurdo, porque en ese caso una profecía
exhaustiva sería la realidad histórica de lo profetizado, la cual es imposible. Se trata,
pues, de la desvelación como momento real del acontecer mismo, al modo como
hablamos de revelar una placa fotográfica: poner de manifiesto lo que realmente era la
placa misma. Por esto, la desvelación ante la mente lleva al problema de la desvelación
como momento real del acontecer. Haría falta, por tanto, que se nos dijera en qué
consiste este desvelar «históricamente». Y sobre esto, nada se nos dice. Para ello hubiera
hecho falta que se nos dijera en qué consiste el acontecer histórico mismo. Y no se nos
dice. En el fondo ni se ha planteado la cuestión: es, a mi modo de ver, toda la diferencia
metafísica entre hecho y suceso de que hemos hablado un poco más arriba.

En segundo lugar, no sólo no se nos dice lo que es la desvelación histórica, sino


que no se nos dice algo mucho más grave para nuestro problema. Y es que eso que se
desvela, antes de ser desvelado estaba en el hombre bien que en forma velada. Y uno se
pregunta forzosamente ¿cómo está lo desvelado veladamente en la realidad de cada
hombre? Se dirá, a lo sumo, que lo que se desvela es lo que el hombre puede hacer, y
que, por consiguiente, lo histórico está incluido en los hombres justo en eso que
llamamos su «poder». Pero esta es la cuestión: ¿qué es este poder y qué es esta inclusión
en él? Nada se nos dice.

En definitiva, la tesis que discutimos no nos dice nada acerca de lo que la historia
aporta a cada individuo; porque, al decirnos lo que aporta es una desvelación, no nos
dice ni qué es la desvelación, ni cuál es la índole del «poder» que en la historia se
desvela.

De ahí que, a mi modo de ver, sea menester ir a una tesis distinta:

C) Tercera tesis. ¿En qué está el error de las dos tesis anteriores? Está en ser una
falsa conceptuación de lo que el hombre «puede» o no puede hacer históricamente.
Innegablemente, la historia es un proceso de lo que el hombre puede o no puede hacer.
Por tanto, el problema consiste en que digamos en qué consiste formalmente este poder.
Maduración y desvelación son dos conceptuaciones inexactas de este poder: poder no es
ni germinalidad ni des-velación. ¿Qué es entonces? Sólo averiguándolo es como
podremos determinar la índole de aquello que la historia aporta a los hombres.

Aquí tomo la palabra «poder» no como contradistinta de «causa» (como lo he


empleado en otros cursos), sino poder en el sentido más usual e inocuo de poder hacer
algo. El hombre, en virtud de su inteligencia sentiente, tiene que optar por el modo de
estar en la realidad. El poder en cuestión es, pues, un poder de estar en la realidad de
una forma más bien que de otra. ¿Qué es, repito, este poder?

La palabra poder, que traduce lo que los griegos llamaban dynamis, es muy rica
en aspectos. Desdichadamente, no fueron distinguidos con rigor metafísico ni, por tanto,
conceptuados adecuadamente.

a) Por un lado, desde Aristóteles, dynamis, poder, significaba potencia, aquello


según lo cual algo puede recibir actuaciones o actuar sobre algo no sólo distinto del
actuante, sino también sobre sí mismo, pero en tanto que distinto de su misma
actuación. Así, potencia, dynamis se opone a acto, enérgeia. En virtud de su realidad
sustancial, toda cosa tiene su sistema de potencias activas o pasivas.

b) Por otro lado, los latinos vertieron la palabra dynamis por potentia seu facultas,
potencia o facultad. Ahora bien, esta equivalencia, a mi modo de ver, no puede
admitirse. No toda potencia es eo ipso facultad. Por ejemplo, es el caso de la inteligencia.
Ciertamente, la inteligencia, en tanto que potencia intelectiva, es esencialmente
irreductible al puro sentir en cuanto tal. Por muchas complicaciones que otorgáramos a
la potencia de sentir, esto es, a la liberación biológica del estímulo, no tendríamos nunca
el más leve indicio de una potencia de «hacerse cargo de la realidad»; es decir, de una
potencia intelectiva. De esto no hay duda ninguna. Pero (y no voy a reproducir aquí las
razones en que fundo mi afirmación, pues lo he hecho en otros escritos míos) esta
potencia intelectiva no está por sí misma «facultada» para producir sus actos. No los
puede producir más que si es intrínseca y formalmente «una» con la potencia de sentir,
más que si constituye una unidad metafísica con esta potencia de sentir, en virtud de la
cual la inteligencia cobra el carácter de «facultad»: es inteligencia sentiente. La
inteligencia sentiente no es potencia, sino facultad; una facultad «una», pero
metafísicamente compuesta de dos potencias; la potencia de sentir y la potencia de
inteligir. Solamente siendo sentiente es como la inteligencia está facultada para producir
su intelección. Hay que establecer, pues, una diferencia metafísica entre poder como
potencia y poder como facultad. Los griegos, en su idea de la dynamis, no lo hicieron, y
menos aun los latinos. No es lo mismo tener potencia y tener facultad. Tanto es así, que
la inteligencia como facultad, esto es, la inteligencia sentiente, tiene un origen genético,
cosa que no sucede con la nuda potencia intelectiva. Desde el primer instante de su
concepción, la célula germinal tiene todo lo necesario para llegar a ser un hombre. Como
la potencia intelectiva en cuanto potencia, no es resultado de una embriogenia, resulta
que ya en el primer instante de su concepción, la célula germinal, además de su
estructura bioquímica tiene una potencia intelectiva, sea cualquiera su origen, tema que
aquí no hace al caso. La unidad metafísico-sistemática de célula germinal y de sus notas
«psíquicas» radicales es lo que muchas veces he llamado plasma germinal, a pesar del
equívoco histórico del vocablo. Pero la inteligencia, como potencia, no produce ni puede
producir acción intelectiva ninguna en el plasma: sería un absurdo mítico. Esa potencia
no es, pues, aún facultad. Solamente lo será cuando en el curso de la morfogénesis psico-
orgánica se produzca la unidad intrínseca de la potencia intelectiva y de la potencia de
sentir, es decir, cuando se engendre la inteligencia sentiente; la facultad. Aunque sea
quimérico pretender engendrar genéticamente la potencia intelectiva a base de ácidos
nucleicos y de liberaciones biológicas de estímulos, es absolutamente inexorable la
producción genética de la facultad de intelección justo a base de ácidos nucleicos. Como
facultad, la inteligencia sentiente es rigurosamente un producto morfogenético. He aquí,
pues, un segundo tipo de «poder»: el poder como facultad. Potencia y facultad ¿agotan
todo «poder»? Creo que no.

c) Volvamos a las consideraciones que nos hicimos antes. El hombre de


Cromagnon carecía de posibilidades que nosotros tenemos. Esta idea de posibilidad nos
pone en la pista de un tercer tipo de poder. Es lo que expresa el plural «posibilidades».
Tener o no tener posibilidades no es lo mismo que tener o no tener potencias y
facultades. Con las mismas potencias y facultades, el hombre, en el curso de su propia
biografía, y en el curso entero de la historia, puede poseer posibilidades muy distintas. Y
es que cuando una facultad no está facultada para sólo un tipo de objetos perfectamente
determinado, sino que es una facultad «abierta», abierta a toda realidad por ser real,
como ocurre con la inteligencia, entonces ser facultad no significa poder ejecutar hic et
nunc todos sus actos posibles en orden a la realidad, esto es, no significa estar
igualmente posibilitado para todos ellos. Toda facultad, además de ser facultad,
necesita, para ser posibilitante, estar positivamente posibilitada. No toda facultad está
posibilitada para todos los actos que le son propios en cuanto facultad. Es el tercer
sentido del «poder»: junto al poder como potencia y junto al poder como facultad, el
poder como posibilitante. De aquí el triple sentido de la palabra «posible». Posible es
siempre lo que es término de un poder. Cuando el poder es potencia, lo posible es
«potencial». Cuando el poder es facultad, lo posible es lo «factible» en el sentido
etimológico del vocablo (podría decirse lo «facultativo» no en el sentido de potestativo,
sino en el sentido de ser propio de una facultad). Cuando el poder es lo posibilitante, lo
posible es «una posibilidad», «un posible» entre otros. Posibilidad en rigor es sólo lo
posible en cuanto término de un poder posibilitante.

Estos tres aspectos no son independientes. Nada es factible que no fuera


potencial; nada es un posible sino fundado en lo factible. Lo potencial y lo factible
pertenecen a la nuda realidad de algo. No así lo «posible». Lo posibilitado en cuanto tal
por el hecho de llegar a serlo no adquiere ninguna nota real que no tuviera ya en cuanto
potencial y en cuanto factible. Lo único que adquiere, en efecto, es una «nueva
actualidad», la actualidad por así decirlo de estar «al alcance» de las potencias y
facultades. Lo posibilitado no es, pues, ajeno a la nuda realidad. Pero la razón por la que
es «posible» no es la misma que la razón por la que es «potencial y factible». Lo
posibilitado, en efecto, precisamente por estar al alcance de la potencia o facultad,
empieza por ser nuda realidad; está fundado en la nuda realidad, está «fundadamente»
en ella. La nuda realidad, por tanto, está «fundantemente» en lo posibilitado. De ahí que
posibilitado y nuda realidad no sean dos términos «adecuadamente» extrínsecos. Ante
todo, por tratarse de «actualidad». El devenir de actualidad no es un enriquecimiento de
notas, pero es un devenir real. Y este devenir como carácter «realizado» no está
forzosamente fundado en el estar al alcance de alguna potencia y facultad. Todo lo que
está al alcance de una facultad adquiere con ello una nueva actualidad. Pero la recíproca
no es cierta: metafísicamente, una nueva actualidad puede estar fundada no en hallarse
al alcance de una facultad, sino en la realidad misma, la cual es entonces principio de
actualidad. Ser una nueva actualidad no es, pues, algo constitutivamente extrínseco.
Pero aun en el caso de que la nueva actualidad esté fundada en un principio distinto de
posibilitarían, esto es, en hallarse al alcance de una facultad, aun en este caso, digo, la
actualidad no es algo totalmente extrínseco a la realidad. Lo es, ciertamente, su
principio, pero no el carácter de «actualidad». Sólo sería algo totalmente extrínseco si el
estar al alcance de una facultad no tuviera nada que ver con la realidad misma que lo
está. Pero no es así. Porque la posibilidad es esta misma realidad sólo que en nueva
actualidad. En cuanto «fundada», la actualidad no añade nada a la realidad; su principio
es extrínseco a ella, está en la facultad. Pero en cuanto «actualidad» pertenece a la
realidad misma como un momento suyo, es una «actualidad real» suya. La nueva
actualidad es así un enriquecimiento sui generis de la realidad. No la enriquece
otorgándole una nota más de ella, pero sí «realizando» lo que estas notas son como
«posibles». Enriquecimiento es aquí «realización» de actualidades intrínsecamente
posibles «de» y «en» la nuda realidad. La realidad, a su vez, está fundantemente en lo
posible. Y esta unidad es lo que constituye «lo posible»: lo posible es «a una» un
momento de la realidad y un momento de mi acceso a ella. El «fundamento» de esta
unidad de lo fundante y de lo fundado en cuanto tales es el poder de posibilitarían.

¿Qué es este poder de posibilitarían? Esta es la cuestión. No es un poder


yuxtapuesto a potencias y facultades, sino que es estas mismas potencias y facultades en
cuanto alcanzan a determinados objetos y actos suyos. Es lo que llamamos dotes.
Potencias y facultades no son sin más dotes; dotes son las potencias y facultades precisa
y formalmente en cuanto principio de posibilitarían.

No es una mera sutileza conceptual, sino una distinción de carácter «físico» en mi


realidad. Ante todo, con las mismas potencias y facultades, los hombres pueden tener
muy distintas dotes. Una inteligencia, una voluntad, etc., pueden estar mejor o peor
dotadas. Una misma inteligencia puede estar mejor dotada para tinas cosas que para
otras. Más aún, las dotes no son fijas y constantes, sino que pueden adquirirse,
modificarse y hasta perderse, a pesar de conservar las mismas potencias y facultades...
No son, pues, lo mismo potencias y facultades como principio de sus actos, y esas
mismas potencias y facultades como principio posibilitante, es decir, como dotes. De
aquí un grave problema metafísico: ¿en qué consiste ser principio posibilitante, esto es,
en qué consiste ser dote?

Para enfocar adecuadamente las ideas comencemos por atender al hecho de que
no siempre, pero sí muy generalmente, las dotes se adquieren. ¿Cómo y por qué? Para
entenderlo hay que pensar en que es «posible», en el sentido riguroso aquí definido.
Posible no es sólo «objeto posible», sino también todo lo que es posible hacer con él en
mi vida, esto es, como aquello que me va a conferir una forma de estar en la realidad. Y
precisamente por esto es por lo que lo posible, en este aspecto, se llama «las
posibilidades». Todas las posibilidades se fundan en lo posible, y ser posible es estricta y
formalmente ser término de las dotes. Antes de ser posibilidades mías, y precisamente
para poder serlo, se fundan en lo posible en cuanto tal. Ahora bien, entre las distintas
posibilidades, el hombre tiene que optar. Y la opción, ya lo decíamos, no es un
fenómeno meramente intencional, sino que envuelve, formal y constitutivamente, un
momento «físico»: la apropiación. Toda posibilidad, una vez apropiada, se incorpora,
por la apropiación misma, a las potencias y facultades y, por tanto, se naturaliza en ellas,
no en el orden de su nuda realidad, sino en el orden de ser principio de posibilitarían.
Por esta apropiación, por esta naturalización, las dotes, pues, han variado. Esta variación
no es ni arbitraria ni azarosa. Hay posibilidades que no surgen como posibles más que si
antes se han apropiado otras posibilidades. La adquisición de dotes es así un proceso
con una precisa estructura.

Esta naturalización puede ser de dos tipos, y, por tanto, hay dos tipos de dotes:

a’) En primer lugar, hay una naturalización que se funda en el mero «uso» de las
potencias y de las facultades. Es una naturalización que sólo concierne al ejercicio de
ellas; es una naturalización meramente operativa. El tipo de dote así constituido es lo
que llamo «disposición». No me refiero, evidentemente, a disposiciones morales o cosa
parecida, sino a todo el ámbito de la causalidad dispositiva en orden al uso de potencias
y facultades. Las disposiciones son, pues, dotes operativas.

b’) Pero hay dotes mucho más hondas, porque la naturalización de lo apropiado
puede concernir no al mero ejercicio de potencias y facultades, sino a la cualidad misma
de su propia realidad en cuanto principio de posibilitarían. En este caso, las dotes,
resultado de esta naturalización, no son dotes operativas; son dotes constitutivas de las
potencias y facultades en cuanto principios de posibilitarían. Es justo lo que llamo
«capacidad». Capacidad es la potencia y la facultad en cuanto principio más o menos rico
de posibilitarían. Capacidad es formalmente «capacidad de posibles» (en el sentido
preciso en que aquí empleo este vocablo). La capacidad es más o menos rica según sea
mayor o menor el ámbito de lo posible que constituye.

Claro está, entre disposiciones y capacidades no puede trazarse una frontera


matemática. Pero, en principio, la distinción es innegable. Dentro de una misma
capacidad, puede variar el elenco de disposiciones por aprendizaje u otros factores.
No es lo mismo, pues, un acto como ejecución de potencias y facultades y como
ejecución de capacidades. El mismo acto, uno e indiviso, tiene este doble carácter en su
ejecución; pero la razón por la que es ejecución de potencias y facultades no es la misma
por la que es ejecución de capacidades.

Hemos llegado a este resultado atendiendo al proceso de adquisición de


capacidades: a la naturalización de posibilidades apropiadas. Estas capacidades se van
adquiriendo, ya lo indicaba, no de una manera azarosa, sino según una precisa
estructura: sólo habiendo ya adquirido por apropiación determinadas capacidades se
pueden ir adquiriendo otras o modulando las anteriores.

Ciertamente, no todas las capacidades son adquiridas. Hay capacidades oriundas


no de la apropiación, sino de la morfogénesis psico-orgánica de potencias y facultades.
Pero, aun en este caso, su carácter de capacidad no es idéntico a su carácter de potencia
y de facultad. Las potencias y facultades están diversamente capacitadas de un modo
innato por su concreción morfogenética. Pero que el momento posibilitante de las
potencias y facultades sea a veces innato, no modifica lo más mínimo el hecho de que ser
posibilitante sea un momento distinto de ser potencia y facultad. Estas capacidades son
muy pocas. La casi totalidad de las capacidades se adquieren y se modifican o pierden
por naturalización de lo apropiado.

Innata o adquirida, capacidad, a mi modo de ver, es formalmente principio de


posibilitarían; esto es, capacidad es capacidad de posibles. No es, por tanto, una noción
psicológica o pedagógica, sino una noción estrictamente metafísica. La triple dimensión
de potencia, facultad y capacidad es de carácter metafísico. Ha sido desconocida de la
filosofía clásica. A mi modo de ver es esencial para una conceptuación metafísica de la
realidad. Las tres son metafísicamente distintas: una potencia puede no estar facultada;
una facultad puede no estar capacitada o estarlo muy deficientemente. Por tanto,
potencia, facultad, capacidad, son tres caracteres principales irreductibles; son tres
modos distintos de arkhaí. No pueden englobarse indiscernidamente bajo la idea de
mero poder, de dynamis. Pues bien, con esto en la mano, podemos responder a la
pregunta de en qué consiste formalmente la historia como determinación de cada
individuo: historia dimensional consiste formalmente en ser proceso de capacitación. Es un
proceso metafísico. En primer lugar, es proceso. Ya lo indicaba al comienzo de esta
lección, y ahora lo podemos ver con más rigor. Es proceso, porque cada estadio no sólo
sucede al anterior, sino que se apoya en él. Y como acabamos de ver, las dotes en
general, y muy especialmente las dotes constitutivas, las capacidades, surgen no
azarosamente, ni arbitrariamente, sino que unas no surgen más que apoyadas en otras
capacidades muy determinadas. Por esto, las acciones no nos determinan tan sólo por lo
que son en sí mismas, sino también por el momento procesual en que acontecen. En la
India se creó buena matemática. Pero por el momento en que eso aconteció, a saber,
después de todo el vedantísmo, el resultado no fue comparable al que se produjo en
Grecia durante la filosofía presocrática. Por esto, al apropiarnos determinadas dotes, de
alguna manera hemos decidido la suerte de otras. Nunca sabremos si con aquella
adquisición hemos facilitado o bien malogrado la posibilidad de otras dotes muy
determinadas. Y esto no sólo en el individuo, sino también en la historia. Nos hemos
apropiado la matemática como posibilidad de entender la naturaleza. El éxito no
permite duda ninguna sobre el valor positivo de esta apropiación. Pero jamás estaremos
seguros de no haber obturado con ello la apropiación de otras posibilidades que nos
abrieran otros aspectos de la naturaleza tal vez muy esenciales. La historia es, pues, un
proceso muy determinado. Pero, en segundo lugar, este proceso lo es de capacitación.
En la historia, el hombre no madura ni se desvela, porque tanto lo uno como lo otro no
hace sino poner en juego lo que el hombre «era ya» germinalmente o veladamente. Y
esto no es suficiente. En la historia hay verdadera producción de algo que realmente «no
era aún». Producción ¿de qué? De capacidades. Como decía, la casi totalidad de las
capacidades provienen del proceso histórico. Y aquí me estoy refiriendo no a la historia
modal como contradistinta de la biografía personal, sino a la historia dimensional como
refluencia, sea biográfica, sea histórica, de la prospectividad filética sobre cada
individuo. Esta refluencia consiste en constituir en él una capacidad distinta en cada
caso. Lo que la historia aporta dimensionalmente a cada individuo es su capacitación.
En la línea de la biografía personal, es esa refluencia que se traduce en experiencia
personal: el individuo adquiere y pierde capacidades por su vida personal, por su
educación, por su enseñanza, por su posible «tratamiento» somático, psíquico y social.
En el orden de la historia en sentido modal, esto es también evidente. El hombre de hoy
no es más maduro que el de hace quinientos siglos, sino que es más capaz que éste.
Entre los dos ha mediado una producción de algo que en realidad no era. ¿De qué? No
simplemente de posibilidades operativas, de disposiciones, sino de algo más radical: de
capacidades. Gracias a ellas tenemos hoy posibilidades de que carecía el hombre de
Cromagnon.
La historia, decía páginas atrás, es formalmente proceso de posibilitarían tradente
de modos de estar en la realidad. Pero, advertía, esto es la historia en primera
aproximación. Porque la posibilitarían tradente está fundada en la capacidad. De ahí
que en su aspecto plenario, esto es, la historia dimensionalmente considerada, es
primaria, radical y formalmente proceso tradente de capacitación. Es un proceso
metafísico y no sólo antropológico en el sentido sociológico del vocablo. Es la
capacitación para formas de estar en la realidad.

Desde este concepto estricto es como se entiende lo que es en primera


aproximación la historia:

a) La historia, como proceso de capacitación, tiene en cierto modo un carácter


cíclico: es la implicación cíclica de persona e historia. La persona con sus capacidades
accede a unas posibilidades, las cuales una vez apropiadas se naturalizan en las
potencias y facultades, con lo cual cambian las capacidades. Con estas nuevas
capacidades, las personas se abren a un nuevo ámbito de posibilidades. Es el ciclo
capacidad, posibilidad, capacitación: es la historia como proceso. El ser proceso de
posibilitarían está, pues, esencialmente constituido por el proceso de capacitación.

b) La historia es un proceso «real» del hombre. Lo histórico no está precontenido


en la persona ni veladamente, ni germinalmente, ni virtualmente, ni implícitamente, etc.
Está precontenido de un modo distinto: justo «históricamente». Es un modo propio de
inclusión real; es la forma de inclusión de una «actualidad» en la nuda realidad. La
posibilidad no está en la nuda realidad causalmente, sino como «actualizable». La
realidad de la historia consiste en ser actualización procesual de las posibles
actualidades de la nuda realidad: es realidad procesual de actualización. Es «real»
porque lo es la actualidad y porque es actualización de una posibilidad. Es «historia»
porque esta actualización es procesual. La inclusión histórica es la inclusión de la
posible actualidad en la nuda realidad. Ser históricamente «real» consiste en ser
posibilidad actualizable de la nuda realidad. Ser real «históricamente» consiste en ser
actualización procesual de posibilidades. La constitución procesual de esta
«posibilidad» en cuanto tal es la capacitación. Su realización es un suceso. Ahora
podemos decir: suceso es actualización procesual de lo «posible». El proceso de
capacitación es así un proceso de posibilitarían, y, por tanto, un proceso de realización
histórica de lo posible en cuanto tal: un proceso de sucesos.

c) Como proceso de capacitación, la historia está radicada en la inteligencia


sentiente. Por ella es el hombre una esencia abierta al todo de la realidad. Y por serlo
sentientemente, su apertura es procesual. Ahora bien, precisamente por ser esencia
abierta, ya lo vimos, es por lo que el hombre está abierto a ser capacitación. Y como esta
capacitación es la esencia dimensional de la historia, resulta que el hombre, por su
propia esencia, está metafísicamente abierto al proceso histórico. Esta es la raíz
metafísica de la historia: la esencia sentientemente abierta. Recíprocamente, la historia es
apertura: es una dimensión de la apertura metafísica de la sustantividad humana a su
propia actualidad por capacitación. La apertura de la historia es así doble: es la
dimensión apertural del hombre, y es un proceso que es abierto en cuanto proceso de
actualización.

d) El hombre, abierto a sus capacidades por la historia, produce, antes que los
actos, sus propias capacidades. Por esto es por lo que la historia es realización radical. Es
producción del ámbito mismo de lo posible como condición de lo real: es hacer un
poder. Por esto es «cuasi-creación». Nada más que «cuasi», porque evidentemente no es
una creación desde la nada. Pero es «creación» porque afecta primaria y radicalmente al
principio constitutivo de lo humanamente «posible», y no simplemente al ejercicio de
sus potencias y facultades. Tampoco es cuasi-creación por ser un proceso de
posibilidades. Yo mismo escribí alguna vez que la historia es cuasi creación por ser un
proceso de posibilidades. Pero entonces no había meditado aún en la idea del principio
de estas posibilidades, en la idea de capacidad. Ser proceso de posibilidades no me
parece ahora sino una primera aproximación, porque la historia no es algo que marche
sobre sí misma, sino que es algo dimensional que emerge de la nuda realidad de las
personas y afecta a ellas. Y en cuanto tal, la historia es capacitación. Sólo por esto es
cuasi-creación.

Si esto es así, entonces hay que preguntarse inevitablemente ¿en qué consiste el
Yo, el ser de la realidad humana, que se afirma físicamente como tal Yo con sus
capacidades frente al todo de la realidad, esto es, en forma absoluta?
2. El Yo, ser histórico. Recordemos, una vez más, el problema. El Yo es histórico,
porque es el acto según el cual la realidad sustantiva se afirma como absoluta en el todo
de la realidad, y la realidad sustantiva humana es específicamente prospectiva, es
histórica. Y lo es desde sí misma; es constitutivamente prospectiva, es histórica «de
suyo». Es la refluencia histórica de los demás en la constitución de la realidad de cada
individuo. De ahí que el Yo como acto de mi realidad sustantiva sea el Yo de una
realidad histórica. El Yo, el ser humano, por tanto, tiene también carácter histórico. Es la
refluencia de lo histórico no sólo sobre la realidad, sino también sobre el ser de esta
realidad, sobre el Yo. ¿En qué consiste el carácter histórico del ser humano, del Yo?

La exposición anterior ha tenido por objeto principal introducir los conceptos que
pienso son esenciales para esta cuestión. Hecho eso, la respuesta a la pregunta que nos
preocupa puede ser breve y concisa.

A) La persona, decíamos repetidamente, se afirma a sí misma como un Yo en


forma absoluta en el todo de la realidad. Pero se afirma a su manera. El Yo de mi
persona es un acto de ser relativamente absoluto. Y, por lo pronto, «relativamente»
significa justamente eso: que el Yo es absoluto, pero a su manera. Mi Yo es absoluto, pero
lo es «así», a diferencia del Yo de los demás.

B) El «así» tiene un carácter muy concreto. «Ser así» significa ser un acto no de
mis potencias y facultades, sino de mis potencias y facultades capacitadas; ser un acto de
mis capacidades. El Yo, en efecto, no lo es sino como acto de la persona realizada con las
cosas entre las que vive. (Aquí, cosas en el sentido más vulgar del vocablo: cosas
materiales, las demás personas y hasta mi propia realidad «de hecho».)Y vivir consiste
justamente en poseerse a sí mismo como realidad en el todo de lo real. De donde resulta
que viviendo con estas cosas que me rodean en mis situaciones, sin embargo, donde
estoy en todo acto es en la realidad. El hombre vive con las cosas, pero con ellas está en
la realidad, vive de la realidad. La realidad no es una especie de piélago en que se hallan
sumergidas las cosas reales, sino que es un carácter vehiculado por cada una de ellas,
pero que «físicamente» excede de ellas. De ahí, que afirmarse en el todo de la realidad es
un acto que se lleva a cabo con las cosas concretas que me rodean en cada situación. Pero
estas cosas son precisamente aquellas para las que mis potencias y facultades están
capacitadas. De donde resulta que mi Yo está en la realidad, pero según sus
capacidades. El «así» significa concretamente «según mi capacidad». La realidad
sustantiva humana no es absoluta en abstracto, sino que es una «capacidad de ser
absoluta». El Yo es un acto de mi intrínseca «capacidad de lo absoluto».

De aquí, la corrección que, a mi modo de ver, necesita introducirse en la


metafísica de Aristóteles. Para Aristóteles toda realidad es enérgeia, es acto. Pero, salvo la
realidad del Theós, toda realidad es para Aristóteles la enégeia, el acto, de una dynamis,
de una potencia, esto es, el acto de lo que potencialmente puede ser. Pues bien, aun
dejando de lado que Aristóteles no distingue entre ser y realidad, pienso, que en el caso
del Yo, el Yo es un acto, es una enérgeia, pero no de mis propias potencialidades, sino de
mis propias capacidades. Por esto, el Yo no sólo es «así», sino que no puede serlo más
que según un «así». Como la historia es proceso de capacitación, resulta que la historia
confiere al Yo la capacitación para ser absoluto.

C) Este acto, esta enérgeia, está procesualmente determinado. La historia es un


proceso metafísico de capacitación. Esto es, cada momento de mi capacitación no sólo
viene después del anterior, sino que se apoya, se funda en él. Y se funda no sólo como
en un estadio antecedente, sino como un estadio internamente cualificado. Por
apropiación de posibilidades, mi capacidad está en todo instante intrínsecamente
determinada como capacidad por las posibilidades que me he apropiado antes; esto es,
el estadio anterior acota, en alguna forma, el tipo del estadio siguiente. La capacidad,
por tanto, no es una capacidad en abstracto, sino una capacidad muy concreta
procesualmente determinada. Todo estadio de capacitación tiene, pues, digámoslo así,
un «lugar», una posición bien determinada en el proceso de capacitación. Esto es lo que
yo llamaría «altura procesual». Es un carácter de la «realidad» histórica. En cuanto este
carácter determina una manera del «ser», del Yo, la altura procesual constituye la «altura
de los tiempos». La expresión es antigua; pero era menester conceptuaría con rigor. La
altura de los tiempos es el carácter temporal del Yo determinado por la altura procesual
de la realidad humana. Como esta altura es un punto muy rigurosamente determinado
en «posición», resulta que una misma acción ejecutada en el siglo V y hoy puede no
tener el mismo carácter: ha cambiado la altura de los tiempos. El tiempo del ser humano
es un modo del Yo. El tiempo como sucesión, duración y proyección pertenece a la
«realidad» humana. Pero el tiempo del «ser» humano, del Yo, no es ni sucesión ni
duración ni proyección, sino que sucesión, duración y proyección determinan en el acto
de ser Yo una figura que yo llamo «figura temporal» del Yo. No la producen. Producir es
propio de la «realidad». Pero la realidad no produce el «ser», sino que sólo lo
«determina». Pues bien, el tiempo no sólo transcurre (en sucesión, duración y
proyección) en la «realidad», sino que es «figura»: es el tiempo como modo de «ser». El
tiempo del Yo es una configuración temporal intrínsecamente cualificada en cada
instante del transcurso. No es que el tiempo produzca una figura de mi Yo, sino que el
tiempo mismo «es» figura, figura del Yo. Esta figura es la determinación metafísica de
mi ser «determinada» por la altura procesual de lo histórico de mi realidad. Lo histórico
de mi ser es la altura de los tiempos, esto es, los rasgos de la figura temporal de mi Yo. El
Yo es absoluto «así», según esta figura temporal que le confiere la altura procesual de lo
histórico de mi realidad. La capacidad de lo absoluto es, en cada instante, capacidad
según una cierta figura temporal.

D) La altura procesual, como cualidad de la realidad humana, es lo que


constituye su edad. Edad no es madurez, sino altura procesual. Mejor, es la refluencia de
la posición en la altura procesual sobre la realidad humana, una posición como cualidad
de la realidad sustantiva. En este sentido hay una edad rigurosamente histórica. No es la
edad orgánica ni la edad mental; ambas son edad en el sentido que acabo de decir: son
refluencia de la altura procesual, según sus caracteres biológicos o mentales. Pero la
edad histórica es distinta, y es rigurosamente edad. Es edad por ser determinación del
viviente según altura procesual. Pero es histórica por ser el proceso de una
determinación tradicionante de la persona. La historia es un determinante «físico». Hay,
pues, una edad histórica. Y como este proceso lo es de capacitación, resulta que toda
capacidad lo es determinadamente de una edad histórica. Es una edad de la realidad de
cada individuo.

Esta edad se afirma en el acto de ser, en el acto de ser Yo, como momento
intrínseco suyo. El Yo, decía, tiene una figura temporal que le es propia. Y aquello que la
edad de la realidad modula en el ser humano, en el Yo, es esta figura. Pero entonces la
edad no es sólo una «cualidad» de la «realidad» humana, sino también un «rasgo» del
«ser» humano, del Yo, determinado por la edad de mi realidad. No es que el Yo tenga
edad. Edad no la tiene más que mi realidad. La edad, como modo del Yo, no es sino
figura del Yo, en cuanto determinada por la edad de mi realidad. No es edad de la
figura, sino figura de la edad. Para comprender lo que esto es, pensemos en que los
hombres de misma altura temporal son coetáneos. Ser coetáneos no es simplemente ser
contemporáneos. La contemporaneidad es un carácter extrínseco, es mera sincronía
dentro de un esquema temporal trazado por la ciencia. Sincrónicos eran los esquimales
del siglo II y los habitantes de lo que entonces quedara aún de Babilonia. Pero coetáneos
no lo eran. Para serlo tendrían que pertenecer no sólo al mismo punto de un esquema
extrínseco, sino a una misma altura procesual, y, por tanto, pertenecer a un mismo
proceso tradente de capacitación, es decir, a una misma historia. Y no fue así. En la
historia ha habido tiempos plurales en el sentido de edad. Solamente hoy, a medida que
la humanidad va adquiriendo un cuerpo de alteridad único, va también formando parte
de un proceso cada vez más uno y único, y, por tanto, se comienza a poder hablar no
sólo de corporeidad universal, sino también de coetaneidad universal. Por razón de la
edad histórica de su realidad, los hombres se afirman como coetáneos en su ser, en su
Yo. Si se me permite introducir un cierto neologismo, yo propendería a retirar su prefijo
«co» a la palabra coetaneidad. Lo que queda es etaneidad.

Pues bien, cada hombre, por razón de su «realidad histórica», tiene edad; en
cambio, el ser humano, el Yo, como determinado por la edad, es etáneo. Etaneidad, en el
sentido que aquí estoy dando al vocablo, no es edad. No hay edad del Yo, pero hay
etaneidad del Yo. Etaneidad es la dimensión radical histórica del Yo. La etaneidad es un
momento intrínseco de la figura temporal del Yo: es la última concreción histórica de él.
El Yo, el ser humano es, como todo ser, actualidad. Pues bien, la forma concreta de la
actualidad del Yo es etánea. El Yo es relativamente absoluto, por serlo «así», esto es,
según mi capacidad de ser absoluto, y según esta capacidad soy absoluto en una figura
temporal etáneamente determinada. El tiempo, como figura modal del ser, es, en el caso
del ser humano, su etaneidad. Por esto, digamos recíprocamente: la actualidad etánea
del Yo es mi modo de ser absoluto.

Estos diversos aspectos de la edad, como altura procesual y como figura


temporal, están va de alguna manera apuntados en la etimología e historia del vocablo
mismo. La palabra edad, aetas, tiene la misma raíz que el aion griego. Aion, de la raíz
i.e.*aiw-, significa primariamente la plenitud de la fuerza vital. De aquí, esta raíz ha
dado por un lado aion, la plenitud temporal de la vida, es decir, su duración total, y por
otra, iuvenis, el que tiene la plena fuerza vital. Aion vino a significar después, algunas
veces, no la duración total de la vida, sino un trozo más o menos importante de ella.
Entonces confluye con el vocablo helikía, que significa edad como lapso de tiempo. Sobre
la misma raíz i.e.*aiw- el latín formó, por un lado, aevum, duración de la vida por
oposición a un punto de ella, y, por otro, de una forma adverbial *aiwi- formó tanto
aeviternus, eviterno y aeternus, que dura toda la vida, como aevitas y aetas, edad. En latín,
pues, el vocablo aetas en el fondo asume los dos sentidos de aion y de helikía. Yo me
serviría de helikía para la edad de la realidad, y de aion para la configuración etánea de
mi ser, de mi Yo. Pero estas consideraciones lingüísticas, bien conocidas, carecen, para
nuestro tema, de importancia fundamental. Aquí no tienen más función que la de ser
materia de interpretación filosófica: la edad como altura procesual de mi realidad y la
etaneidad como figura temporal de mi ser.

Todos los hombres, pues, afirman el carácter absoluto de su realidad en esa


actualidad que es su ser, su Yo. Y como la realidad tiene edad, el Yo la afirma de un
modo estricta y formalmente etáneo. Esta etaneidad es el ser metafísico de la historia, la
actualidad histórica del ser humano. Es lo que la historia aporta al ser de cada uno de
los hombres incursos en ella: su actualidad etánea.

E) La etaneidad no es una «propiedad» metafísica del Yo, y mucho menos aun su


«formal estructura».

a) En primer lugar, la etaneidad no es una «propiedad» del Yo. Es tan sólo lo que
mide históricamente el modo como el Yo es absoluto: el Yo es absoluto etáneamente. En
su virtud, la etaneidad no es «propiedad»: es dimensión. Todos los caracteres del Yo son
dimensivamente etáneos.

b) En segundo lugar, la etaneidad no es la estructura formal del Yo. Hegel


pensaba que la historia consiste en ser un estadio dialéctico objetivo del espíritu que
lleva desde el espíritu subjetivo, individual, al espíritu absoluto. Lo cual envuelve para
Hegel dos ideas. Ante todo, por ser estadios dialécticos, cada uno de ellos supera al
anterior. Puesta en marcha, la historia sólo está llevada por lo objetivo-general. El
individuo sólo se conserva como mero recuerdo de algo preterido. Pero este espíritu
objetivo es un estadio dialéctico hacia el espíritu absoluto. El modo de realidad de éste
es la eternidad. Hegel podría repetir a Platón: el tiempo (aquí, la historia) es la imagen
movible (aquí, procesual) de la eternidad. Para Hegel, la esencia de la historia es
eternidad.

Pero ambas ideas son insostenibles:


aa) Comencemos por decir que los individuos no «forman parte» de la historia,
sino que «están incursos» en ella, que es cosa distinta. Y esta incursión tiene signo
opuesto al que Hegel le atribuye. La historia surge no del espíritu absoluto, sino del
individuo personal como momento constitutivo de su realidad sustantiva: su
prospección filética. La historia marcha, pero no sobre sí misma en un proceso dialéctico,
sino en un proceso de posibilitación tradente, resultado de apropiaciones opcionales
excogitadas por las personas individuales. Aun considerada sólo modalmente, no es lo
general lo que mueve la historia, sino lo «personal» reducido a impersonal, a ser sólo
«de la persona», que es cosa distinta. La historia, en cuanto proceso modalmente propio,
no es sino eso: «reducción». La historia modal no es generalidad sino impersonalidad.
La historia modal no está por encima de los individuos como una generalidad suya, sino
por bajo de ellos como resultado de una despersonalización; es impersonal. No es una
potenciación del espíritu. Por esto, la historia no va hacia el espíritu absoluto, sino
justamente al revés, va a conformar dimensionalmente las personasen forma de
capacitación en orden a ser absolutas. De ahí que dimensionalmente no es la historia la
que recuerda al individuo, sino que es la persona individual la que recuerda la historia.
Y la recuerda de una manera precisa: como dimensión del modo de ser absoluta la
persona. Dimensionalmente, la historia es refluencia dimensional prospectiva. No es la
persona para la historia, sino la historia para la persona. La historia es la que es
absorbida en y por la persona; no es la persona absorbida por la historia.

bb) La historia no es un estadio desde el tiempo a la eternidad. No es la imagen


transcurrente de la eternidad, porque la historia no es transcurso, sino ser dimensional:
es figura temporal. La quiescencia a que la historia remite no es la tota simul et perfecta
possessio con que los medievales, seguidos aquí por Hegel, definían la eternidad, sino la
intranscurrencia de la figura temporal del poseerse a sí mismo como un Yo absoluto: la
etaneidad. La etaneidad no es la estructura formal del Yo; es sólo su dimensión histórica.
La realidad personal del hombre varía en la vida; varía en ella su aetas; y esta variación
va determinando su figura de ser, la figura de su Yo. Pero el Yo mismo no es su
etaneidad; la etaneidad es tan sólo su dimensión histórica. Por eso, el Yo mismo está en
alguna manera allende su etaneidad. Volveré sobre ello inmediatamente.

En definitiva, frente a Hegel, pienso que es menester afirmar:


1. Que la historia, como modalmente contradistinta de la biografía personal, no es
ni objetiva, ni objetivada, sino impersonal, esto es, reducción de lo personal a ser sólo de
la persona.

2. Que la esencia de la historia no consiste en ser modalmente contradistinta de la


biografía personal. La historia es, ante todo, historia «dimensional» y no historia
«modal». Es una enorme limitación, y no sólo de Hegel, sino de la filosofía de la historia
en cuanto tal. La historia dimensional es posibilitación tradente; es historia modal tanto
como biografía. Y la historia dimensional, en cuanto biografía personal, no es
impersonal, sino esencialmente personal.

3. Que dimensionalmente, la historia es proceso de capacitación.

4. Que, como dimensión, la historia lo es no sólo de la realidad humana, sino


también de su ser, del Yo. Y en este aspecto, la historia dimensional no es un proceso de
devenir de propiedades, sino un proceso de devenir de actualidades; es la figura
concreta del Yo.

5. Que la historia dimensional, como ser, no es el constitutivo formal del Yo


absoluto, sino tan sólo el carácter dimensional de su prospección absoluta: es la
etaneidad. La historia es el modo de ser absoluto según sus capacidades, esto es, el
modo de ser etaneamente absoluto.
V. Conclusión

De esta suerte hemos examinado rápidamente, en primer lugar, el enunciado del


tema de estas lecciones: las dimensiones del ser humano, explicando lo que a mi modo
de ver es realidad, lo que es ser humano, esto es, el Yo, y lo que es dimensión.

Hemos visto después cuáles son aquellas dimensiones. Son tres. En primer lugar,
la dimensión según la cual el Yo es «cada cualmente» un «yo». En segundo lugar, es un
Yo comunal, un ser comunal. En tercer lugar es un Yo etáneo.

Ahora deberíamos volver sobre la primera parte y examinar, con algún


detenimiento, la unidad dimensionada del ser humano, del Yo. No puedo sino
limitarme a recoger sumariamente lo ya dicho.

El ser del hombre, el Yo, es «yo, comunal y etáneo», porque es el acto de la


realidad sustantiva la cual es constitutivamente y no aditivamente una realidad de
carácter esquemático, esto es, específico. En su virtud, los otros están ya refluyendo
primero sobre la realidad de cada persona diversa determinando su ser a ser «yo», el
«cada cual». Refluyen además dándole un cuerpo de alteridad que determina el Yo
como «comunal». Refluyen finalmente sobre la persona capacitándola y determinando
en ella su ser «etáneo».

1. Ninguna de estas tres dimensiones tiene prerrogativas sobre las otras dos. De
alguna manera hay que comenzar la exposición: he comenzado por la dimensión
individual como podía haber terminado por ella. Esto no tiene ninguna significación
intrínseca. Las tres dimensiones son independientes entre sí. Si están implicadas no es
entre sí, sino en el Yo del que son dimensiones.
2. Estas dimensiones son congéneres, son radical y esencialmente pertenecientes
al Yo en cuanto tal, porque el Yo es el acto de mi realidad sustantiva, la cual, desde sí
misma, de suyo, es congéneremente pluralizante, continuante y prospectiva.

3. Estas dimensiones pertenecen al Yo de una manera muy concreta: son aquello


que mide el modo de ser absoluto de ese Yo en el todo de la realidad. El Yo es un
absoluto relativo, y un aspecto radical de esta relatividad es su dimensionalidad. Esta
dimensionalidad es la forma como el Yo absoluto está codeterminado a serlo por los
demás absolutos.

4. De ahí que el Yo, como afirmación absoluta en el todo de lo real, es algo que
está allende sus dimensiones individual, social e histórica. Porque individualidad,
socialidad e historicidad no son justamente sino dimensiones del Yo; por tanto, algo que
presupone que hay un Yo. Por eso, al hablar del Yo personal, debe evitarse el penoso
equívoco de identificarlo con el yo individual. El «yo» de «cada cual» es sólo una
dimensión del Yo personal. No es lo mismo «mi Yo» que el «yo individual, el yo de cada
cual». El Yo es mi Yo, y es esencial y formalmente «mío» antes de ser yo individual, antes
de ser «yo cada cualmente», y precisamente para poder serlo. La suidad del Yo está
allende su «cadacualidad» individual. Ser Yo es ser «mi» Yo allende lo individual, lo
social y lo histórico: es afirmarse como absoluto, aunque esta afirmación sea
dimensionada. No son las dimensiones las que constituyen mi Yo, sino que es mi Yo, el
ser mío, lo que hace posible que lo individual, lo social y lo histórico, sean dimensiones
propias suyas.
EL PROBLEMA TEOLOGAL

DEL HOMBRE*

El tema de estas lecciones no es un tema más sobre Dios, arbitrariamente elegido


entre otros mil igualmente posibles acerca de él. Porque es un tema que no concierne tan
sólo al contenido del saber acerca de Dios, sino que es «el» problema radical de Dios
para el hombre de hoy. El hombre actual, en efecto, se caracteriza no sólo por poseer
tales o cuales ideas acerca de Dios, ni por adoptar una actitud o bien agnóstica, o bien
negativa, o bien creyente, frente a lo que designamos con el nombre de Dios. El hombre
actual, sea ateo o creyente, se halla en una actitud más radical. Para el ateo no sólo no
existe Dios, sino que ni siquiera existe un problema de Dios. No se trata de la
inexistencia de Dios, sino de la inexistencia del problema mismo de Dios en tanto que
problema; y estima que la realidad de Dios es algo cuya justificación incumbe sólo al
creyente. Pero esto mismo acontece al teísta. El teísta cree en Dios, pero no vive a Dios
como problema. Su vida, orientada a Dios con firmeza total, emboza lo que esta creencia
tiene de problema. Intentará a lo sumo hacer ver al ateo la realidad de este problema: el
problema de Dios, en tanto que problema, sería así asunto reservado al ateo. Pero él, el
creyente, siente casi como un contra-ser, pensar que su fe sea la solución a un problema.
El hombre actual, pues, sea ateo o teísta, pretende que no tiene en su realidad vivida un
problema de Dios. No piensa que su ateísmo o su teísmo sean respuestas a una cuestión
previa, justamente a un problema que a sus creencias subyace. Recíprocamente, justo
por ser solución a un problema, el teísmo tiene que justificar su creencia, pero el ateísmo
está igualmente forzado a ello; el ateísmo no es menos creencia que el teísmo. Ni el
teísmo ni el ateísmo están en situación de no necesitar fundamentar su actitud. Porque
una cosa es la firmeza de un estado de creencia y otra su justificación intelectual. Y la raíz
última de esta justificación intelectiva de lo que sea o no sea Dios se halla forzosamente
en el descubrimiento del problema de Dios en el hombre. El hecho de este problema y
no una teoría es lo que ha de constituir nuestro punto de partida.

*Estas páginas constituyen la introducción al curso que profesé en la Facultad de Teología de la Universidad
Gregoriana de Roma en noviembre de 1973, y que pronto aparecerá como libro en su integridad. He pensado que, a
pesar de su brevedad, nada mejor puedo ofrecer al gran teólogo que es Rahner, que estas reflexiones introductorias
que empezaron a ser publicadas hace ya treinta y nueve años.

Pero será más que un mero punto de partida. Porque problema de Dios y lo que
llamamos Dios no son dos términos de los cuales el primero fuera extrínseco al segundo,
sino que, a mi modo de ver, la elaboración del problema de Dios, en tanto que problema,
es justo la conceptuación misma, tanto agnóstica como negativa o como positiva, de lo
que sea o no sea Dios. El descubrimiento del problema de Dios, en tanto que problema,
es «a una» un encuentro más o menos preciso con la realidad o con la irrealidad de Dios.
Esta dirección de pensamiento es lo que expresa el título «Problema teologal del
hombre».

¿Qué significa esto más concretamente?

El mero enunciado del tema indica ya que se trata de movernos dentro de un


análisis de la realidad humana en cuanto tal, con vistas al problema de Dios. Pero es
menester evitar de entrada un equívoco que pudiera ser grave. No se trata, en efecto, de
hacer de la realidad humana objeto de una consideración teológica, entre otras razones
más hondas porque esto sería ya dar por supuesta la realidad de Dios. Toda
consideración teológica es en este punto pura y simplemente una teoría, todo lo
importante e incluso verdadera que se quiera, pero pura teoría. En cambio, lo que aquí
buscamos es un análisis de hechos, un análisis de la realidad humana en cuanto tal,
tomada en y por sí misma. Si en esta realidad descubrimos alguna dimensión que de
hecho envuelva constitutiva y formalmente un enfrentamiento inexorable con la
ultimidad de lo real, esto es, con lo que de una manera meramente nominal y
provisional podemos llamar Dios, esta dimensión será lo que llamamos dimensión
teologal del hombre. ‘La dimensión teologal es, así, un momento constitutivo de la
realidad humana, un momento estructural de ella. Aquí, pues, al comienzo de este
análisis, la expresión «Dios» no designa ninguna idea concreta de Dios (ni la cristiana ni
ninguna otra), ni siquiera significa «realidad» divina. En lo que venimos diciendo, Dios
significa tan sólo el ámbito de la ultimidad de lo real. El puro ateísmo se inscribe en la
dimensión teologal del hombre, porque el ateísmo es una actitud en este
enfrentamiento, y en su virtud sólo es posible precisa y formalmente en eso que
llamamos dimensión teologal. El ateísmo es un enfrentamiento con la ultimidad de lo
real, un enfrentamiento no ciertamente teológico, pero sí teologal. Lo teologal es, pues,
en este sentido, una estricta dimensión humana, accesible a un análisis inmediato. A ella
hemos de atender. La puesta en claro de esta dimensión es la mostración in actu exercito
de la existencia del problema de Dios, en tanto que problema. El problema de Dios, en
tanto que problema, no es un problema cualquiera, arbitrariamente planteado por la
curiosidad humana, sino que es la realidad humana misma en su constitutivo
problematismo. De esta dimensión hemos de partir para toda ulterior consideración de
lo que fuere Dios. ¿Cómo enfocar la cuestión?
I

Hemos de partir, según acabo de decir, de un análisis de la realidad humana. Lo


llevamos a cabo en tres pasos.

1) El hombre es una realidad no hecha de una vez para todas, sino una realidad
que tiene que ir realizándose en un sentido muy preciso. Es, en efecto, una realidad
constituida no sólo por sus notas propias (en esto coincide con cualquier otra realidad),
sino también por un peculiar carácter de su realidad. Es que el hombre no sólo tiene
realidad, sino que es una realidad formalmente «suya», en tanto que realidad. Su
carácter de realidad es «suidad». Es lo que, a mi modo de ver, constituye la razón formal
de persona. El hombre no sólo es real, sino que es «su» realidad. Por tanto, es real
«frente a» toda otra realidad que no sea la suya. En este sentido, cada persona, por así
decirlo, está «suelta» de toda otra realidad: es «absoluta».

Pero sólo relativamente absoluta, porque este carácter de absoluto es un carácter


cobrado. La persona, en efecto, tiene que ir haciéndose, esto es, realizándose en distintas
formas o figuras de realidad. En cada acción que el hombre ejecuta se configura una
forma de realidad. Realizarse es adoptar una figura de realidad. Y el hombre se realiza
viviendo con las cosas, con los demás hombres y consigo mismo. En toda acción, el
hombre está, pues, «con» todo aquello con que vive. Pero aquello «en» que está es en la
realidad. Aquello en que y aquello desde lo que el hombre se realiza personalmente es la
realidad. El hombre necesita de todo aquello con que vive, pero es porque aquello que
necesita es la realidad. Por tanto, las cosas además de sus propiedades reales tienen para
el hombre lo que he solido llamar el poder de lo real en cuanto tal. Sólo en él y por él es
como el hombre puede realizarse como persona. La forzosidad con que el poder de lo
real me domina y me mueve inexorablemente a realizarme como persona es lo que
llamo apoderamiento. El hombre sólo puede realizarse apoderado por el poder de lo
real. Y a este apoderamiento es a lo que he llamado religación. El hombre se realiza como
persona gracias a su religación al poder de lo real. La religación es una dimensión
constitutiva de la persona humana. La religación no es una teoría, sino un hecho
inconcuso. En cuanto persona, pues, el hombre está constitutivamente enfrentado con el
poder de lo real, esto es, con la ultimidad de lo real.
Pero ¿cómo lo está? Al realizarse con las cosas, con los demás y consigo mismo
(llamemos a todo ello «cosas»), el hombre configura su forma de realidad forzado por el
poder de lo real y apoyado en él. Porque sólo en las cosas se da el poder de lo real. Pero,
sin embargo, el poder de lo real no se identifica con las cosas: las cosas no son sino
«vectores intrínsecos» del poder de «la» realidad. Y lo son en el mero hecho de ser
reales. De donde resulta que hay siempre una inecuación entre lo que son las cosas con
que el hombre vive, y lo que el hombre se ve forzado por estas mismas cosas a hacer con
ellas. Y aquí está la cuestión: el hombre se realiza en una forma de realidad que las cosas
no le imponen, pero no puede hacerlo más que con y por las cosas. De ahí que las cosas
no hacen sino abrir, en el poder de realidad que vehiculan, distintas posibilidades de
adoptar una forma de realidad u otra. Por tanto, entre ellas tiene que optar el hombre.
Optar no es sólo «elegir» lo determinado de una acción, sino que es «ad-optar» una
forma de realidad en la acción que se ha elegido. En la religación, pues, el hombre está
enfrentado con el poder de lo real, pero de un modo optativo, esto es, problemático.

No es sólo esto. Porque aquellas posibilidades, como formas de realidad que son,
penden en última instancia de lo que es en las cosas ese su poder de realidad. Pero el no
identificarse este poder de lo real con las cosas mismas manifiesta que entre ellas y aquel
poder hay una precisa estructura interna. Y a esta estructura es a lo que llamo
«fundamento». No se trata de una causa o cosa parecida, sino de un momento intrínseco
estructural de las cosas reales mismas, sea cualquiera esa estructura. El mero reposar
factualmente sobre sí mismas sería ya fundamento: las cosas reales mismas, en su pura
factualidad, serían «hechos-fundamentales». Sea cualquiera, pues, su estructura, el
poder de lo real en las cosas no es sino el acontecer del fundamento en ellas. Por eso es
por lo que las posibilidades de formas de realizarse como persona penden del
fundamento. De ahí que el hombre se vea inexorablemente lanzado siempre en la
realidad y por la realidad misma «hacia» su fundamento. El «hacia», en efecto, es un
modo de presencia de la realidad: es «realidad-en-hacia» a diferencia de «realidad-ante»
mí. En su virtud, el lanzamiento es siempre una estricta «marcha». No es proceso
meramente intelectivo, sino un «movimiento» real. El hombre se ve lanzado hacia el
fundamento del poder de lo real, en la inexorable forzosidad «física» de optar por una
forma de realidad. Por tanto, la marcha no es marcha por ser intelectiva, sino que la
intelección es el momento de esclarecimiento de la marcha real y física en que el hombre
está marchando por el poder de lo real. Es, pues, una marcha real intelectiva. La
religación problemática es así eo ipso una marcha real intelectiva desde el poder de lo
real «hacia» su intrínseco fundamento: he aquí justamente el problema de Dios en tanto
que problema de la ultimidad de lo real en cuanto tal. Es justo lo que inicialmente
buscábamos.
2) Por ser problemática, la marcha hacia el fundamento del poder de lo real en las
cosas no es unívoca, precisamente porque el poder de lo real no está sino vehiculado por
las cosas reales en cuanto reales. Ciertamente, en esa marcha el hombre accede siempre a
aquel fundamento. Porque se trata de una marcha real y física y no de un mero
razonamiento o cosa parecida. Por tanto, el término de esta marcha está siempre
atingido. Pero lo está de un modo distinto según las rutas emprendidas: lo que
anticipadamente aún llamamos ateísmo, teísmo o incluso la agnosis misma, son ya un
acceso al fundamento, un contacto con él. Pero como se trata de una diversidad
intelectiva, la vía elegida ha de estar intelectivamente justificada. Y esta justificación es a
un tiempo el fundamento de la opción misma. Toda opción es ya una marcha cuando
menos incoada. El apoderamiento de la persona humana por el poder de lo real es
entonces un apoderamiento del hombre por el fundamento de ese poder. Y en este
apoderamiento acontece la intelección del fundamento. Toda realización personal es,
por tanto, precisa y formalmente la configuración optativa de la persona humana
respecto del fundamento del poder de lo real en ella.

Como el acceso al fundamento es problemático, el hombre, decía, ha de justificar


su modo de acceso. Para nosotros, la justificación intelectiva del fundamento del poder
de lo real es la que nos lanza a nosotros mismos por una ruta que lleva de la persona
humana (esto es, de una persona relativamente absoluta) a una realidad absolutamente
absoluta: es lo que entendemos por realidad de Dios. El hombre encuentra a Dios al
realizarse religadamente como persona. Y lo encuentra en todo el ámbito del poder de lo
real; por tanto, en todas las cosas reales y en la propia persona (la cual vehicula también
en sí misma el poder de lo real). El poder de lo real consiste entonces justamente en que
las cosas reales sin ser Dios ni un momento de Dios son, sin embargo, reales «en» Dios,
es decir, su realidad es Dios ad extra. Por eso, decir que Dios es trascendente no significa
que Dios es trascendente «a» las cosas, sino que Dios es trascendente «en» las cosas. El
apoderamiento de la persona humana por el poder de lo real es entonces un
apoderamiento del hombre por Dios. En este apoderamiento acontece la intelección de
Dios. De ahí que toda realización personal humana sea precisa y formalmente la
configuración optativa del ser humano respecto de «Dios en mi persona».

Descubrimiento de Dios en la marcha intelectiva de la religación: he aquí el


segundo paso esencial en nuestra cuestión.
3) La marcha «hacia» el fundamento del poder de lo real no sólo es problemática,
sino que el problema mismo tiene un carácter muy preciso. La marcha, en efecto, es real
y física. De ahí que el problematismo sea un estricto «tanteo». La marcha es una marcha
en tanteo. La religación, por tanto, reviste la forma concreta de un tanteo. Pero es un
tanteo que se refiere al poder de lo real en cuanto tal. Es, en cada paso suyo, un intento
de «probación». Pues bien, «probación física de realidad» es justo lo que a mi modo de
ver constituye la esencia misma de lo que llamamos «experiencia». Por tanto, la marcha
problemática hacia el fundamento del poder de lo real en la religación es experiencia de
aquel fundamento, una experiencia real y física, pero intelectiva. El apoderamiento por
el poder de lo real acontece en forma experiencial. La religación es, pues, una marcha
experiencia1 hacia el fundamento del poder de lo real. Es experiencia fundamental. Y en
esta experiencia acontece la concreta intelección de este fundamento. Este carácter es
esencial a la religación. El hombre, decíamos, accede siempre religadamente al
fundamento de lo real. Por tanto, el hombre tiene siempre en su realización personal
aquella experiencia fundamental. Todo acto suyo, hasta el más vulgar y modesto, es en
todas sus dimensiones, de un modo expreso o sordo, una experiencia problemática del
fundamento del poder de lo real. El ateísmo, el teísmo, la agnosis son modos de
experiencia del fundamento de lo real. No son meras actitudes conceptuales. Esta
experiencia fundamental es individual, social e histórica. En su virtud, la experiencia del
fundamento del poder de lo real es un tanteo individual, pero es también y «a una» un
tanteo social e histórico. De ahí que el propio fundamento del poder de lo real pertenece,
en una u otra forma, a la persona misma: ser persona es ser «figura» de ese fundamento,
y serlo experiencialmente.

Pues bien, la experiencia fundamental, esto es, la experiencia del fundamento del
poder de lo real por la ruta que intelectivamente lleva a Dios, es eo ipso Dios
experienciado como fundamento, es experiencia de Dios. Y como en virtud de la
experiencia fundamental el fundamento del poder de lo real, según acabamos de ver,
pertenece en una u otra forma a la persona misma, resulta que Dios, al ser la realidad-
fundamento de este poder, descubierta por la persona y en la persona al realizarse como
persona, no es algo meramente añadido a la realidad personal del hombre, como algo
yuxtapuesto a ella. No se trata de que haya persona humana «y además» Dios.
Precisamente porque Dios no es trascendente a las cosas, sino trascendente en ellas,
precisamente por esto las cosas no son simpliciter un no-Dios, sino que en algún modo
son una configuración de Dios ad extra. Por tanto, Dios no es la persona humana, pero la
persona humana es en alguna manera Dios: es Dios humanamente. Por esto, la «y» de
«hombre y Dios» no es una «y» copulativa. Dios no incluye al hombre, pero el hombre
incluye a Dios. ¿Cuál es el modo concreto de esta inclusión? Es justo «experiencia»: ser
persona humana es realizarse experiencialmente como algo absoluto. El hombre es
formal y constitutivamente experiencia de Dios. Y esta experiencia de Dios es la
experiencia radical y formal de la propia realidad humana. La marcha real y física hacia
Dios no es sólo una intelección verdadera, sino que es una realización experiencial de la
propia realidad humana en Dios.

Experiencia de Dios: es el tercer momento esencial del análisis de la realidad


humana.

En definitiva, religación, marcha intelectiva, experiencia: he aquí los tres


momentos esenciales de la realización personal humana. No son tres momentos
sucesivos, sino que cada uno de ellos está fundado en el anterior. Constituyen, por tanto,
una unidad intrínseca y formal. En esta unidad es en lo que consiste la estructura última
de la dimensión teologal del hombre. La realización del hombre en ella es lo que de una
manera sintética ha de llamarse experiencia teologal.
II

Esta dimensión, precisamente por ser individual, social e histórica adopta


forzosamente forma concreta: es la plasmación de la religación. Aquí, plasmación
significa que se trata de la forma concreta en que individual, social e históricamente, el
poder de lo real se apodera del hombre. Plasmación es, pues, forma de apoderamiento.
Esta plasmación es religión en el sentido más amplio y estricto del vocablo: religión es
plasmación de la religación, forma concreta del apoderamiento del poder de lo real en la
religación. Religión no es actitud ante lo «sagrado», como se repite hoy monótonamente.
Todo lo religioso es ciertamente sagrado; pero es sagrado por ser religioso, no es
religioso por ser sagrado.

Como plasmación de la religación que es, la religión tiene siempre una visión
concreta de Dios, del hombre y del mundo. Y por ser experiencia 1, esta visión tiene
forzosamente formas múltiples: es la historia de las religiones. Pero la historia de las
religiones no es catálogo o museo de formas coexistentes y sucesivas de religión. Porque
aquella experiencia es, a mi modo de ver, experiencia en tanteo. Por tanto, pienso que la
historia de las religiones es la experiencia teologal de la humanidad, tanto individual
como social e histórica, acerca de la verdad última del poder de lo real, de Dios.
III

En esta experiencia se inscribe el cristianismo. El cristianismo es religión y, por


tanto, una plasmación de la religación, una forma como el poder de lo real, y, por tanto,
su fundamento, Dios, se apodera (en el individuo, en la sociedad y en la historia)
experiencialmente del hombre. El poder de lo real, decía, consiste en que las cosas son
reales «en» Dios. Pues bien, para el cristianismo, este «ser reales en Dios» consiste en ser
deiformes. Las cosas reales son, decía, Dios ad extra; para el cristianismo, este ad extra es
«ser como Dios». Esta deiformidad admite modos y grados diversos, pero siempre son
modos y grados de una estricta deiformidad. De ahí que el apoderamiento en que la
religación consiste sea concretamente deiformidad. La forma de ser humanamente Dios
es serlo deiformemente. El hombre es una proyección formal de la propia realidad
divina; es una manera finita de ser Dios. El momento de finitud de esta deiformidad es
lo que, a mi modo de ver, constituye eso que llamamos «naturaleza humana». Dios es
trascendente «en» la persona humana, siendo ésta deiformemente Dios. Trascendencia
de Dios «en» la persona humana es, pues, repito, deiformidad. Por tanto, realizarse
como persona es realizarse por el apoderamiento deiformante de lo real. El
apoderamiento mismo es el acontecer de la deiformación.

A mi modo de ver, es la esencia del cristianismo. Antes que ser religión de


salvación (según se repite hoy como si fuera algo evidente) y precisamente para poder
serlo, el cristianismo es religión de deiformidad. De ahí que el carácter experiencial del
cristianismo sea la suprema experiencia teologal, porque no cabe mayor forma de ser
real en Dios que serlo deiformemente. En su virtud, el cristianismo no es sólo religión
verdadera en sí misma, sino que es la verdad, «radical», pero además «formal», de todas
las religiones. Es, a mi modo de ver, la trascendencia no sólo histórica, sino teologal del
cristianismo. La experiencia teologal de la humanidad es así la experiencia de la
deiformidad en su triple dimensión individual, social e histórica: es cristianismo en
tanteo.
IV

De esta suerte, el problema teologal del hombre se despliega en tres partes:


religación, religión, deiformación, que constituyen tres problemas: Dios, religión,
cristianismo.

En este punto conviene, para terminar, volver sobre lo que ya indicaba al


comienzo de estas páginas: evitar un penoso equívoco que ha llegado a convertirse en
una especie de tesis solemne, a saber: que la teología es esencialmente antropología, o
cuando menos, antropocéntrica. Esto me parece absolutamente insostenible. Como la
exposición anterior pudiera parecer que se inscribe dentro de esta tesis, es forzoso
aclarar algo las ideas.

La teología es esencial y constitutivamente teocéntrica. Es cierto que he afirmado


que la teología se halla fundada en la dimensión teologal del hombre. Pero es que lo
teologal no es lo teológico, y ello, cuando menos, por dos razones:

a) Porque lo teologal es tan sólo fundamento del saber teológico, pero no es el


saber teológico mismo.

b) Porque lo teologal es ciertamente una dimensión humana, pero es justo aquella


dimensión según la cual el hombre se encuentra fundado en el poder de lo real. Por
tanto, el hombre es humano justamente siendo algo formalmente fundado en la
realidad. Lo cual es todo lo contrario de antropología: es una inmersión del hombre en
la realidad en cuanto tal. Sólo por ello se es hombre.

Si reservamos, como es justo hacerlo, los vocablos teología y teológico para lo que
son Dios, el hombre y el mundo en las religiones todas y en especial en el cristianismo,
entonces habrá que decir que el saber acerca de lo teologal no es teología simpliciter. El
saber acerca de lo teologal es, decía, un saber que acontece en la experiencia
fundamental. De ahí que el saber de lo teologal sea teología fundamental. La llamada
teología fundamental cobra así su contenido esencial propio. En medio de las numerosas
discusiones acerca del concepto y del contenido de la teología fundamental pienso
personalmente que teología fundamental no es un estudio de los praeambula fidei ni una
especie de vago estudio introductorio a la teología propiamente dicha. A mi modo de
ver, teología fundamental es precisa y formalmente el estudio de lo teologal en cuanto
tal.

***

Desarrollé las tres partes del tema en un curso profesado en Madrid, en la


Sociedad de Estudios y Publicaciones, durante el año 1971. La primera parte trató de «El
hombre y Dios»; la segunda, «El hombre y Dios en las religiones», y la tercera, «El
hombre, Dios y la religión cristiana». La primera de estas tres partes algo más
desarrollada después, fue el contenido del curso que profesé en la Facultad de Teología
de la Universidad Gregoriana en noviembre de 1973.

A tenor de lo que introductoriamente acabo de exponer ex estas páginas, el curso


sobre «El hombre y Dios» es el estudio de los tres momentos intrínsecamente
constitutivos de la dimensión teologal del hombre:

1. Análisis de la realidad humana: la religación.

2. La marcha intelectiva del hombre a Dios.

3. El hombre «y» Dios: el hombre, experienciade Dios*.

*Nota del Editor: Las doce lecciones dictadas por Zubiri en la Universidad Gregoriana de Roma en noviembre
de 1973, de los cuales el presente ensayo es un aparte, fueron grabados y editados por los estudiantes de la PUG
mimeográficamente. Pero el texto estudiantil naturalmente no es muy fiable por obvias dificultades.
APÉNDICES
LA NUEVA OBRA DE ZUBIRI:

“INTELIGENCIA SENTIENTE” *

Ignacio Ellacuría

Hace justamente dieciocho años –en diciembre de 1962–Zubiri publicó, a los


sesenta y cuatro años, su primera gran obra filosófica, Sobre laesencia1. Ciertamente había
publicado con anterioridad otros trabajos filosóficos, desde su tesis doctoral en1923,
titulada Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio 2;hasta la serie de trabajos publicados
a lo largo de más de diez años recogidos parcialmente en Naturaleza, Historia, Dios3,
en1942. Pero ninguna de estas publicaciones expresa el pensamiento definitivo de
Zubiri, que como tal no toma su figura precisa y perfectamente elaborada hasta la
aparición de Sobre la esencia. A su vez, después de este libro, Zubiri siguió produciendo
intelectualmente de palabra y por escrito, pero ninguna de sus publicaciones –esta vez
no por falta de madurez o de posiciones definitivas, sino por falta de extensión– puede
considerarse como su segunda gran obra filosófica.

* Publicado en Razón y Fe (Madrid) n. 995 (1981), pp. 126-139.


Quien quiera conocer los avatares del trabajo de Zubiri en estos últimos años
puede consultar el volumen primero de Realitas4, (Madrid, 1974), donde se da una
detallada bibliografía de su obra, así como los volúmenes segundo (Madrid, 1976) y
tercero/cuarto (Madrid, 1979), tomos todos ellos donde aparecen importantes trabajos
suyos.

Pues bien, Inteligencia sentiente5, es su segunda gran obra filosófica. El tomo que
acaba de publicarse es la primera parte, titulada Inteligencia y realidad, a la que en 1981
seguirán otras dos partes, ya redactadas y puestas a punto, una dedicada al Logos
sentiente y otra a la Razón sentiente. La parte publicada forma una unidad en sí misma y
puede ser entendida por sí misma, además de ser indispensable para la intelección de
las otras dos, de las cuales es su fundamento y raíz vital. Pero no. dice todo lo que Zubiri
ha pensado sobre la inteligencia y no podrá ser debidamente valorada y aun
comprendida, hasta que dé de sí lo que tiene que dar en las otras dos partes de que
consta el trabajo zubiriano sobre la inteligencia humana.

Para dar cuenta del contenido intelectual del libro y de su significado socio-
cultural voy a dividir este breve artículo en dos secciones, cada una de las cuales
analizará someramente uno y otro aspecto. Ambos son importantes y necesitan de cierta
clarificación. Quiero contribuir con ello a la presentación del último trabajo de Zubiri
ofreciéndole al lector algunas pistas que le puedan servir de introducción contextual a
su estudio. Porque de un libro para estudiar se trata, y no meramente de un libro de
lectura, por muy reflexiva que ésta sea. Ojalá sean muchos quienes la estudien, pues en
buena necesidad estamos todos de que surja un poderoso movimiento filosófico, que
barra con las nebulosidades en las que actualmente nos vemos envueltos.
1. Significado socio-cultural de la obra de Zubiri

Sólo unas palabras y unos pocos trazos para situar socioculturalmente la obra
filosófica de Zubiri, escrita a lo largo de años tan importantes para la sociedad española,
como son los que van de 1920 a 1980. No es que los múltiples vaivenes sociales de estos
sesenta años se hagan directamente presentes en la obra zubiriana, y menos aún, que
Zubiri se haya hecho cuestión filosófica expresa de lo ocurrido durante ellos. Al
contrario, en su vida intelectual Zubiri ha sido más fiel a las cosas mismas y a su propia
vocación de filósofo puro 6, que a cualquier otra incitación o presión. No sabe uno si por
su natural talante o por abandono reflejo de una circunstancia social que de.las más
variadas formas hacía casi imposible la labor creadora e independiente de un filósofo
puro, Zubiri se vuelve a las cosas mismas desde una vocación y con un método
estrictamente filosóficos. Huye el filósofo –conque enormes sacrificios personales– de
todo aquello que pueda distraerle de una seria labor científica con la permanente
sospecha de que su sociedad no le va a entender ni le va a aceptar, a veces por unas
razones y otras por sus contrarias. Cuenta el propio Zubiri que tras la conferencia
pronunciada sobre Hegel, con ocasión del centenario del filósofo alemán, se le acercó
Ortega y, después de felicitarle por la brillantez y profundidad de lo que acababa de
decir –el texto de la conferencia está recogido en Naturaleza, Historia, Dios–, le avisaba
amistosamente de la poca acogida que le esperaba en la España de entonces
precisamente por el rigor sin concesiones con que había afrontado el significado de la
filosofía hegeliana para nuestro tiempo.

Sin duda este propósito de ir a las cosas filosóficamente plantea ya desde su


formulación graves problemas. Ante todo, el doble problema de qué debe aportar la
filosofía tanto a la iluminación y esclarecimiento de las cosas –de qué cosas–, como a la
conformación de la vida social. Zubiri, en su último trabajo y a lo largo de toda su obra,
responderá directamente al primer problema, y virtualmente–con el ejercicio de su vida
intelectual– al segundo. Al primer punto responderá que la filosofía debe decir lo que
son las cosas en tanto que reales para llegar a explicar lo que son en realidad, a reserva
de analizar a fondo lo que es este “en realidad” y de explicitar cómo se llega a ese “en
realidad”. Al segundo punto respondería y en eso estriba uno de los ejemplos más claros
de su vida intelectual que en eso consiste precisamente el mejor servicio de la filosofía a
la vida social, un servicio que no por ser, si se quiere llamarlo así, meta-social, deja por
ello de ser importante.
No con ello queda todo claro ni queda toda inquietud acallada. Porque, ¿de qué
cosas nos vamos a preguntar por su realidad? O, dicho en otros términos ¿cuáles son los
temas que hoy deben ocupar realmente a la filosofía, aun aceptando que, cualesquiera
ellos sean, deberían ser tratados con rigor filosófico y no con ensayismos o con métodos
que no son formalmente filosóficos? Zubiri va a responder a esta cuestión por vía de
hecho, como se apuntará en la sección segunda de este artículo. Como entonces se verá,
no Son temas aparentemente muy inmediatos o urgentes. Lo cual plantea a su vez la
tarea no fácil de la “aplicación” de la filosofía a la vida social, según aquello tan repetido
de que si es necesario interpretar la realidad, es todavía más apremiante el
transformarla, a lo que la filosofía debe contribuir, aunque deba hacerla filosóficamente.
Que esta tarea no sea puramente didáctica, sino que requiere una enorme dosis de
creatividad filosófica, es evidente para quien haya siquiera intentado dedicarse a ella.
Pero también es evidente que la necesidad de la aplicación no excluye, sino que, al
contrario, exige profundos análisis, que en buena parte son previos y en apariencia de
no fácil aplicación o aprovechamiento para la vida social.

Zubiri, desde luego, no ha hecho esa aplicación. Su vocación principal ha sido ir a


unas determinadas “cosas”, e ir a ellas filosóficamente, en puridad filosófica. Cierto es
que en sus cursos orales y en algunos de sus pequeños trabajos ha analizado cuestiones
psicológicas, éticas, antropológicas, sociológicas, etc., pero aun en estos casos, aunque
queda ampliado el ámbito de sus más radicales preocupaciones filosóficas, siempre ha
mantenido una cierta reserva, una cierta distancia. Pero que él no la haya llevado a cabo
no significa que su obra filosófica no sea capaz de aplicación social, porque en él no se
trata de una huida, sino de un retraimiento rebelde para dejar en claro las cosas
fundamentales y esto no le ha sido de ninguna manera fácil en la circunstancia histórica
que le ha tocado vivir en estos últimos sesenta años, donde se han multiplicado halagos
y presiones para que se pusiera al servicio de esto y aquello, pues no ha de olvidarse que
cuarenta de esos sesenta años los vivió Zubiri bajo la presión del franquismo y del
nacional-catolicismo.

Y la etapa anterior a la guerra civil supuso paca él un abrirse paso en la


cerradísima jungla del c1ericalismo imperante en los sectores católicos de la España de
entonces. Ciertamente, aun en esos sectores había claros y respiros, de los que conviene
anotar a los marianistas del colegio de San Sebastián, y a Zaragüeta, que luchaba por
abrir la escolástica española. Zubiri se rebeló desde sus primeros años contra la
absolutización de la filosofía y la teología escolásticas, de las que pronto descubrió sus
gravísimas limitaciones. Fue en este campo no sólo un rebelde, mal visto por las
autoridades eclesiásticas de entonces –salvo ciertas honrosas excepciones–, sino un
abridor de caminos. No cayó en el fácil desprecio de toda la filosofía clásica, pero supo
ver desde el primer momento –y a ello contribuyó Ortega y Gasset, además de su
connatural curiosidad intelectual insaciable– que había que abrirse a los nuevos saberes,
no para estar al día, cosa que nunca ha sido preocupación de Zubiri, sino para estar al
tanto, que escosa bien distinta, de todo aquello que supusiera nuevo descubrimiento de
la realidad o nueva interpretación de la realidad descubierta. ¿Cómo –se preguntaba
Zubiri– despreciar la ciencia y la filosofía modernas, desde Descartes a Husserl y
Heidegger, desde Galileo a Einstein, si en ese empeño intelectual se habían
comprometido los talentos mejores de la modernidad? Zubiri, sumamente respetuoso
con la fe y la tradición, fue desde el comienzo y en situaciones bien difíciles –recuérdese
que se inicia a la vida intelectual en plena condena pontificia del modernismo y en un
claro recrudecimiento de prácticas inquisitoriales en la Iglesia un rebelde y un
inconforme permanente contra los modos intelectuales en los que se vaciaba por
entonces la tradición y la fe. Por ello tanto en filosofía como en teología exigió para su
labor intelectual un amplio ámbito de libertad, no necesariamente para destruir o negar,
sino ante todo para construir. Zubiri niega mucho y muy vigorosamente, pero lo hace
desde lo positivo. Y para poder negar con responsabilidad y solvencia se compromete
en el estudio incansable y riguroso de los problemas. Puso su enorme talento crítico y
constructivo primero a asimilar lo mejor de su tiempo, después a elaborar sus propias
respuestas y finalmente a desechar o superar las que le parecían insuficientes.

Si difícil fue su vocación en las etapas anteriores a la guerra civil –y para ello tuvo
que trabajar años enteros fuera de España con los mejores talentos filosóficos y
científicos de aquel tiempo–, mucho más lo fue en los cuarenta años del franquismo,
cuando el poder civil y el religioso se aunaron para imponer una rígida ortodoxia
intelectual, además de la ortodoxia y ortopraxis políticas, cuya infracción o simple
desconocimiento y falta de entusiasmo suponían el cierre de todas las puertas oficiales,
cuando no la apertura de las del exilio o las de la cárcel. A Zubiri, el nacional-catolicismo
le exilia en Barcelona, cuando regresa a España después de la guerra civil, obligándole a
abandonar su cátedra de Madrid. La presión fue entonces más religiosa que civil, pero
de religiosos que suponían que iban a doblegar con esta medida de castigo, la
independencia crítica del filósofo y del creyente. Pero Zubiri va más lejos que ellos y se
auto-exilia de la Universidad, no tanto por razones políticas de contestación) sino
porque el ámbito intelectual de la Universidad no le permite pensar en libertad. Es,
desde luego, un acto político, por dos razones: el Filósofo no quiere cultivar una filosofía
que pueda suponer el respaldo él una situación político-intelectual que le parece
inaceptable, y el filósofo estima que una Universidad no libre es incapaz de constituirse
en matriz de un pensamiento crítico. Con el agravante de que el dimisionario no contaba
en su casa más que con125 pesetas y no veía ante sí posibilidad alguna de trabajo
intelectual mínimamente remunerado. La filosofía oficial de entonces y los filósofos –es
un decir–que ocupaban las cátedras de la Universidad no ofrecían el mejor cobijo al
pensamiento original y crítico de Zubiri. Sus antiguos compañeros de Facultad; Ortega,
Morente, Besteiro, Gaos, habían sido sustituidos por escolásticos dogmáticos, de quienes
no se sabe si han hecho mayor daño a la filosofía que al cristianismo, Cuando ya en los
años sesenta intenté defender en la Complutense la primera –ya mi saber la única– tesis
doctoral sobre Zubiri en Madrid, el tribunal puso serias dificultades para aceptarla,
porque, según sus componentes –con la honrosa excepción de Muñoz Alonso–, Zubiri
les había hecho el desprecio de abandonar la Facultad. Ninguno de los componentes del
tribunal, excepto Muñoz Alonso, quiso hacer el menor comentario a la tesis; ni conocían
ni les interesaba el autor.

Fueron años difíciles para todos los intelectuales independientes, sobre todo para
los que se quedaron en España. Zubiri se quedó, pero no renunció a hacer filosofía.
Ayudado por Jiménez Díaz y Laín Entralgo, comienza sus cursos privados en una
especie de Facultad filosófica paralela, donde los intelectuales independientes de
entonces pudieron sospechar lo que hubiera sido la vida filosófica y la vida intelectual
de España, si no se hubieran visto despojadas de sus mejores hombres y si hubieran
podido disponer del hogar adecuado.

Un hogar intelectual independiente es lo que pretendió crear Juan Lladó con la


creación de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, institución sostenida por el Banco
de Urquijo. Los que hoy se escandalizan de que Zubiri sucumbiera al poder económico
después de haberse rebelado contra el poder político y contra el poder eclesiástico
oficial, no saben lo que hacen y no saben lo que supone la Sociedad de Estudios y
Publicaciones. Al amparo de ella, en efecto, no sólo trabajó Zubiri; trabajaron también,
para no dar sino algunos nombres, Tamames, Antonio Flores de Lemus, Aranguren y a
las conferencias y cursos que la Sociedad patrocinaba asistían celosos policías de
paisano, por si esas reuniones intelectuales pudieran convertirse en semillero de
cualquier clase de rebeldía. Pero lo más importante para nuestro problema es que Zubiri
siguió reclamando y la sociedad propiciando un ámbito de independencia y libertad
para poder escribir o hablar sobre lo que él quería y del modo como a él le parecía. Es
posible que la presión social, sobre todo la presión religiosa, condicionase de algún
modo el tratamiento de ciertos problemas y, sobre todo, su publicación e incluso su
enfrentamiento. Lo que sí es cierto es que su obra pudiera haber sido más fecunda, si no
hubiera tenido que labrarse sobre tierra tan inhóspita.

Esta vida intelectual independiente, solitaria y rebelde, es uno de los ejemplos


más significativos durante las primeras etapas del franquismo. Ciertamente, Zubiri no
se comprometió en acciones políticas clandestinas ni escribió o habló públicamente
contra el régimen establecido, a pesar de ser una de sus víctimas. Pero no lo dejó de
hacer por razones tácticas, sino por fidelidad a su vocación principal y por estar
persuadido de que haciendo bien lo que debía hacer contribuía a que las cosas
cambiaran. No se dejó corromper políticamente Y menos intelectualmente. Ofertas no le
faltaron, y presiones tampoco. El régimen quiso en algún momento aprovecharse de él
para buscar legitimidad y aceptación. Zubiri rechazó la aceptación aun del menor signo
que pudiera ser utilizado en ese sentido. Sin libertad no hay pensamiento, y Zubiri
defendió su libertad al máximo. Defendió la fidelidad a sí mismo y a la vocación
intelectual que le signó desde sus primeros años: ir a las cosas mismas filosóficamente:

Y esta misma actitud intelectual ha seguido conservando en el postfranquismo.


Tampoco el postfranquismo le ha sacado de sus cabales. Zubiri no ha pasado facturas.
Sigue fuera del escalafón universitario, al que pertenece por derecho propio y del que se
alejó por decencia académica en los años más oscuros del franquismo. Lo suyo es otra
cosa. Por eso tampoco ha querido ponerse a la moda intelectual, a pesar de que esta
renuncia le haya supuesto manifiesta pérdida de popularidad intelectual. Poco le
importa que la ontología y la metafísica, la filosofía pura, hayan dejado de interesar,
precisamente porque ha cesado la creatividad filosófica en esos campos. Zubiri no
puede olvidar la metafísica, que ya no es para él ontología 7, ni le interesa estar a la moda
intelectual. ¿Cómo va a echar por la borda los resultados de un trabajo intelectual que ha
ido elaborando durante más de cincuenta años? ¿Por qué servir a la moda cultural, si
sus fuerzas filosóficas están muy por encima de lo que esa moda gusta? Zubiri, hoy
como ayer, sigue sin preocuparse del público, y más aún, sigue sin interesarle el éxito.
No piensa ni escribe de cara a la gente; escribe y piensa de cara a los problemas;
persuadido, eso sí, de que su modo vocacional de atender públicamente a las personas
es, en primer lugar, intentando resolver a fondo problemas, que son en sí mismos
radicales, y, en segundo lugar, haciendo respetar estrictamente las fronteras de Jaque es
la vida intelectual sometiéndose a sus terribles exigencias.

Zubiri es en este sentido un científico de la filosofía. Trata los problemas


filosóficos como los científicos tratan sus problemas formalmente científicos, los de
ciencia pura. Ratione sui, que dirían los clásicos, por sí mismos y a la altura de su
exigencia intrínseca. Hay, desde luego, otros modos de ser intelectual y filósofo, que son
complementarios y en ésta su complementariedad necesarios. Pero esto no obsta a que el
modo cultivado por Zubiri deba reconocerse hoy también como imprescindible. Así hay
que interpretar las últimas palabras del prólogo con que se abre Inteligencia sentiente:
“Hoy estamos innegablemente envueltos en todo el mundo por una gran ojeada de sofística.
Como en tiempos de Platón y Aristóteles, también hoy nos arrastran inundatoriamente el
discurso y la propaganda (añadiría yo que también el ensayismo). Por esto es necesario hoy más
que nunca llevar a cabo el esfuerzo de sumergimos en lo real para arrancar con rigor a su realidad
aunque no sean sino algunas pobres esquirlas de intrínseca inteligibilidad”8.

No todo en la sofística es malo, y de cualquier modo hay que preguntarse por qué
surge la sofística, sobre todo cuando se convierte en fenómeno universal en los llamados
países libres.

En España es bien explicable, precisamente por el dogmatismo vacío y la


mecánica repetitiva del intelectualismo oficial en la época pasada. Pero todo tiene su
límite, sobre todo cuando se convierte en discurso y propaganda. He ahí una de las
dimensiones políticas importantes del pensamiento zubiriano: ayudar al hombre actual
a defenderse del discurso y de la propaganda, esto es, ayudarle a ser crítico e
independiente, pero no sólo de modo negativo y defensivo, sino abriendo un campo
nuevo. Para ello debe intentarse la recuperación de una auténtica vicia intelectual, el
cultivo de una filosofía rigurosa, que supere el ensayismo y asegure el
aprovisionamiento de un instrumental adecuado para tratar rigurosamente, desde el
punto de vista intelectual, la realidad de los problemas reales. A veces hay que apartarse
de lo urgente e inmediato para poder tratar con seriedad lo importante. El rodeo puede
ser en ocasiones el camino más corto para plantear y resolver los problemas más graves
y acuciantes. Fuera de que la vida intelectual es una de las dimensiones necesarias del
hombre y de la sociedad, eso sí, una vez que se han resuelto, como decía Aristóteles, las
necesidades más básicas, que eso significa inicialmente el que sea más necesario vivir
que filosofar.
Hoy pasan por verdades recibidas algunas que no lo son sino parcialmente: hoy
pasan por dogmas aceptados, a pesar de sus apariencias críticas, falsos análisis. Hoy
falta profundidad y rigor; hoy sobran trivialidades superficiales. Quizá la obra de
Zubiri, seriamente estudiada, puede ayudar a sobrepasar esta lamentable situación
intelectual. Las raíces del mal no son intelectuales, pero una sana intelectualidad puede
reobrar sobre esas raíces. Y éste sería, en el fondo, el significado socio-cultural de toda la
obra de Zubiri, en especial de su último libro, pues con él no hace sino continuar, a sus
ochenta y dos años, lo que ha venido haciendo a lo largo de toda su vida.

2. Significado intelectual de “Inteligencia sentiente”

Son conocidas las tres grandes cuestiones kantianas: ¿qué puedo yo saber”, ¿qué
debo yo hacer? y ¿qué me es dado a mí esperar?, todas ellas cuestiones de claro sabor
antropológico, como se desprende de la que, según el propio Kant, las abarca a todas y
que se formula así: ¿qué es el hombre? Sin duda, en las respuestas kantianas se traspasa
el límite antropológico, al menos en la superación del yo empírico en el yo
transcendental.

Pero con todo y con eso, Kant, y no digamos la mayor parte de los autores pos
cartesianos, se pregunta de algún modo subjetivamente sobre los más graves problemas
de la filosofía. Dice que en esto consiste el giro copernicano que ha llevado de las cosas
mismas al hombre, pero no al hombre como lugar de realidad, sino al hombre como
constituyente de la misma, aunque sea sólo en su inteligibilidad. Con ello no se ha hecho
sino llevar a sus últimas consecuencias las raíces idealistas que se escondían en la teoría
de la inteligencia clásica desde Parménides, Platón y Aristóteles.

Tres son también las grandes cuestiones que han preocupado a Zubiri y en torno
a las cuales ha centrado la mayor parte de sus reflexiones. Ni por su tema ni por el modo
de plantearlas coinciden con las kantianas. Podríamos formularlas así: ¿qué es la
realidad?, ¿en qué consiste el inteligir?, ¿qué hay acerca de Dios?, de modo que la
cuestión por el hombre queda subsumida en las otras tres y de ningún modo constituye
su envolvente, como es el caso de gran parte de la filosofía moderna... Se trata
claramente de una superación del subjetivismo antropológico, sea éste transcendental o
empírico. No es, desde luego, una mera vuelta atrás. Y no lo es porque, como acabamos
de decir, atrás estaban precisamente las raíces del idealismo, porque de muy atrás viene
la logificación de la inteligencia y la entificación de la realidad, que son precisamente las
dos montañas que hay que remover para superar cualquier vestigio de conceptismo y de
idealismo.

Sobre la realidad ha escrito temáticamente Zubiri en Sobre la esencia (1962). Es


curioso que una gran parte de los críticos han visto en esta obra un exagerado realismo y
hasta un craso fisicismo y la han acusado de que por el pensamiento de Zubiri parece no
haber pasado la filosofía moderna, especialmente el criticismo. Contra esta acusación
escribe algunas frases Zubiri en el prólogo de su nuevo libro: “la presunta anterioridad
crítica del saber sobre la realidad, esto es, sobre lo sabido, no es en el fondo sino una especie de
timorato titubeo en el arranque mismo del filosofar”9. Se estará de acuerdo o no con él, pero
indudablemente nos encontramos ante una posición reflejamente consciente, que afirma,
ante las posiciones contrarias, la prioridad de la realidad sobre la inteligencia, aunque se
trate de una prioridad sui generis, porque “el saber y la realidad son en su misma raíz estricta
y rigurosamente congéneres” 10. Pero lo que en este punto conviene subrayar es que una de
las principales preocupaciones filosóficas de Zubiri es la realidad, qué deba entenderse
por realidad, cuáles su estructura y cómo se le da al hombre. Que el hombre esté
implicado –y de qué forma– en este problema no supone antropologización alguna, sino
al contrario, el principio de “realización” de cualquier antropología.

Acerca de Dios, Zubiri ha hablado y escrito con frecuencia. Desde su famoso


escrito sobre la religación hasta los diversos cursos que ha dado sobre el tema. Podría
parecer que en este caso sí queda antropologizado el problema. Zubiri, en efecto,
arranca del hombre, y no de la naturaleza o del concepto, para llegar a Dios. La cuestión,
sin embargo, no es tan sencilla, porque, si es el hombre su punto de arranque, lo es como
realidad metafísica, como forma de realidad. No se trata, en efecto, departir de
necesidades subjetivas o de sentimientos; tampoco del hecho moral y de la razón
práctica. Porque lo que Zubiri necesita explicar, no un hecho moral que sin Dios
carecería de inteligibilidad plena, sino un hecho metafísico que sin Dios carecería de
realidad. En el hacerse personal, en la realización y para la realización personal es donde
aparece el Dios personal como realidad absolutamente absoluta.
Acerca del conocer humano, Zubiri ha hablado y escrito mucho desde su primera
publicación. Pero sólo con su último libro ha pretendido y logrado un tratamiento
sistemático y total. Inteligencia sentiente, cuya primera parte acaba de aparecer con el
significativo subtítulo Inteligencie y realidad y que se completará con otras dos, como
decíamos al principio, cierra lo que Zubiri ha podido pensar sobre el problema del
inteligir, del conocer y del saber. Analicemos algunos de sus pensamientos
fundamentales.

Inteligencia sentiente, como escribe el autor, no es sino el desarrollo de una sola


idea: “la intelección humana es formalmente mera actualización de lo real en la inteligencia
sentiente”11, Dos son los conceptos fundamentales en esta proposición: inteligencia
sentiente y actualización. A cada uno de ellos vamos a dedicar unos breves párrafos, que
concluiremos con otro dedicado al método del libro.

a) El neologismo inteligencia “sentiente” se ha acuñado para expresar sin


vacilaciones ni ambigüedades el carácter sentiente de la inteligencia. Pero ha de
entenderse adecuadamente, porque esconde el meoño.det planteamiento zubiriano. No
significa, en primer lugar, que la inteligencia esté indisoluble, permanente y
estructuralmente entrelazada con el sentimiento. Sentiente no hace referencia inmediata
al sentimiento, sino más radicalmente a los sentidos, a la sensibilidad. Ciertamente la
inteligencia está estrechísimamente ligada al sentimiento, así como ella capacidad de
opción ya la capacidad de acción o de respuesta. A este punto se refiere el capítulo
último de esta primera parte, titulado: La intelección sentiente y las estructuras
humanas. Pero, como decimos, “sentiente” hace referencia a los sentidos y no al
sentimiento.

Hasta ahora, al menos en las filosofías no puramente espiritistas o sensualistas, a


lo más que se había llegado es a reconocer el carácter “sensible” de la inteligencia. La
inteligencia no conocería ni entendería nada que no le fuera ofrecido previamente por
los sentidos. Eso es todo lo que se concedía a la sensibilidad: los sentidos ofrecían a la
inteligencia material, datos más o menos informes, para que la inteligencia pudiera, en
un acto exclusivo suyo, ejecutar lo que le es formalmente propio: concebir, afirmar,
juzgar, razonar, entender, etc. Por ello se hablaba de inteligencia sensible. Pero aun en
esta concepción –hay sin duda formas más idealistas de reducción del papel de la
sensibilidad–, el sentir se oponía al inteligir, la sensibilidad a la inteligencia, con lo que,
en consecuencia, el hombre y la realidad misma quedaban inevitablemente desgarrados
y duales. El hombre, roto en sensibilidad e inteligencia; la realidad, rota en realidad
sensible y suprasensible.

Pues bien, Zubiri se opone radicalmente a esta concepción, incluso a la


concepción más moderada del idealismo y del conceptismo. “Inteligir es un modo de
sentir y sentir es en el hombre un modo de inteligir”12. “El sentir humano y el inteligir no sólo no
se oponen, sino que constituyen en su intrínseca y formal unidad un solo y único acto de
aprehensión” 13. No se anulan con ello las diferencias formales de sentir y de inteligir,
menos aún sise compara el sentir puramente animal y el inteligir humano. El sentir
puramente animal no es ningún grado previo del inteligir, porque la formalidad de
pura: estimulada no es etapa previa–formalmente hablando, otra cosa es
evolutivamente– a la formalidad de realidad. Pero en el hombre, inteligir es un modo de
sentir, y asimismo, en el hombre, el sentires un modo de inteligir.

Zubiri, por tanto, ha tomado con total seriedad lo que es la sensibilidad como
acceso a la verdadera realidad. La realidad sesiente, se aprehende como realidad por los
sentidos, y sólo si la realidad es de algún modo sentida, podrá ser concebida o pensada
realmente, esto es, con realidad. Los sentidos no sólo nos han contenidos, sino que nos
hacen formalmente presente la realidad, nos hacen formalmente presente la propia
formalidad de realidad. La realidad es aprehendida por el hombre impresivamente, y
esta impresividad es el modo como la realidad se nos hace presente. Impresión de
realidad es lo que unitariamente se le da al hombre en el acto único de aprehender la
realidad.

Ya esto supone un giro radical en filosofía. Giro que no lo han dado los empiristas
materialistas, en cuanto ellos tampoco atribuyen a los sentidos más que ofrecer
contenidos, sin resaltar que los sentidos humanos ofrecen una peculiaridad que no se
explica por mera complicación de contenidos, precisamente porque forman unidad
estructural con la inteligencia. Pero Zubiri va más allá, y afirma que los sentidos nos dan
los distintos y complejos modos de inteligir. No es sólo que la intelección humana sea
constitutiva y formalmente sentiente en sí misma en cuanto intelección, y que el sentir
humano sea constitutiva y estructuralmente intelectivo en cuanto sentir, sino que los
órganos de los sentidos –reflexiónese sobre este subrayado materialista– sienten con un
sentir en que lo aprehendido es aprehendido como real, pero con el agravante de que
cada sentido, en función de su órgano, “me presenta la realidad en forma distinta”14. No sólo
me ofrece contenidos propios (colores, sabores, frío, calor, etc.), sino modulaciones
propias de la formalidad de realidad. Me presentan la realidad de modo distinto (ante
mí, en, hacia, etc.). De ahí que “los modos de presentársenos la realidad en los sentires
humanos son eo ipso diversos modos de intelección”15. De suerte que si se carece
radicalmente de un sentido, se carece de un modo específico de intelección, y no sólo de
un contenido específico. Más aún, como todos los sentidos se recubren entre sí, de suerte
que cada uno de ellos no es sino un analizador de una unidad previa, la intelección
humana es modulada por la unidad de todos esos modos de presentación aunque en
cada caso sólo sean uno o varios órganos sensoriales los que se vean afectados. En cada
aprehensión primordial de realidad se hacen presentes, no los contenidos propios de
cada uno de los sentidos, pero sí los modos propios de cada uno, y “en esta diversidad es
en lo que consiste la riqueza inmensa de la aprehensión de realidad”16. Volvemos a repetirlo,
porque es una de las grandes y profundas novedades del pensamiento de Zubiri, no está
la riqueza tan sólo en los contenidos, que desde luego pueden ser mucho más ricos,
según sea el desarrollo de cada uno de los sentidos, sino principalmente–desde el punto
de vista de la intelección– en los modos propios como cada uno de los muchos sentidos
humanos nos hace presente la formalidad de realidad, que ya no es un “de suyo” vacío
y abstracto, sino estructural y lleno de complejidad.

Más aún, habrá lagos humanos y razón humana porque la inteligencia es


sentiente, De ahí que también el logos –la capacidad de conceptuar, afirmar y juzgar– y
la razón –la capacidad de pensar y saber– serán formalmente sentientes. Aunque
parezca exagerada la afirmación, puede decirse que hay logos y razón por la
sensibilidad. Pero esto se verá más claramente en las dos partes ulteriores, no publicadas
todavía.

No podemos seguir aquí con el desarrollo de estas ideas, pero su mera


formulación muestra no sólo por dónde va su concepción de la inteligencia sentiente,
sino el significado que esa concepción puede tener tanto para resolver problemas
teóricos de indudable importancia, como para plantear adecuadamente graves
cuestiones prácticas en numerosas disciplinas. Su nueva interpretación de la realidad,
por un lado, y su interpretación de la inteligencia, son las dos claves para ello. En
concreto, por lo que toca a la sensibilidad, queda claro que la verdadera realidad, la
realidad verdadera, no se alcanza huyendo de los sentidos, anulando la vida sensorial,
sino, al contrario, poniéndola en pleno y fecundo ejercicio. Las consecuencias de este
planteamiento para la pedagogía, comunicología, estética, etc., son evidentes, como lo
son para hacer una correcta teología, en la que lo transcendente no tiene por qué
aparecer como lo que está más allá de los sentidos, como un mundo aparte de la
realidad que nos es dada inmediatamente. No olvidemos que la dualidad sensible
suprasensible, material-espiritual, ha arrancado últimamente de la disociación y
oposición entre sensibilidad e inteligencia.

b) La segunda gran idea de este libro es que la intelección consiste formalmente


en ser mera actualización de lo real. Zubiri insiste en que en filosofía, ya desde los
griegos, se ha cometido una constante y cada vez más grave logificación de la
inteligencia. Es menester, en consecuencia, dar un giro radical a este proceso, giro que
no puede ser otro que el de la inteligización del logas. Con palabras simples y
simplificadoras, esto significa que la principal y radical función de la inteligencia es
dejarse apoderar por la realidad sentientemente aprehendida, quedar apoderado por
ella, de suerte que las demás funciones intelectivas se desenvuelvan desde esta radical
implantación en la realidad. Así, esas funciones propias del logos y de la razón no serán
ya las que rijan el proceso intelectivo, sino que ellas serán regidas por la aprehensión
primordial de la realidad. Conceptuar, afirmar, juzgar, razonar, etc., son funciones
necesarias de la inteligencia y de la vida intelectual, pero de todas ellas hay que decir
dos cosas fundamentales: primera, que son funciones sustitutivas y sucedáneas para
cuando no hay aprehensión primordial de realidad, y segunda, que no tienen valor por
sí mismas –aún cuando son necesarias–, si no radican ellas mismas, como momentos
ulteriores de intelección, en lo que Zubiri ha llamado impresión de realidad.

Nos encontramos aquí con una crítica radical del conceptismo y del
abstraccionismo, como nos encontrábamos en el apartado anterior con una crítica
igualmente radical del intelectualismo. ‘Aquella crítica implicaba una nueva formulación
de lo que debe entenderse por realidad: realidad es, ante todo, una formalidad; ésta
implica la elaboración de una nueva categoría, la categoría de actualidad. Precisamente
porque la intelección es formalmente mera actualización de lo real en la inteligencia, la
superación del conceptismo no se hace por la vía de los intuicionismos y menos aún por
la de las vivencias o la de las aproximaciones imaginativas a la realidad. Todo esto se da,
porque la inteligencia humana es sentiente y es, además, una nota-de todas las demás
del hombre, así como éstas lo son también “de” la inteligencia, con la que forman
unidad estructural, en la que todas y cada una seco-determinan. No obstante, la
aprehensión primordial de realidad es el acto radical de la inteligencia y el fundamento
de todos los demás, que son posibles como modalizaciones ulteriores, que hacen del
lagos un lagos sentiente y de la razón una razón sentiente.

Y es que la intelección es primariamente actualización. Zubiri habla en este libro


de una nueva metafísica de la actualidad más allá de la metafísica clásica del acto. La
actualidad es una categoría de extraordinaria importancia para resolver varios
problemas filosóficos y teológicos, porque tiene la característica de ser algo plenamente
real, sin que por ello implique su identificación con una nueva entidad física. Se logra
con ello una superación de nuevo cuño del cosismo. La actualidad pertenece a la
realidad misma de la cosa actual, pero no le añade, ni le quita, ni siquiera modifica
formalmente ninguna de sus notas reales. Consiste en un estar presente desde sí mismo,
desde la propia realidad ante otras realidades y no exclusivamente ante la inteligencia.
Consiste en el estar mismo de la presencia, y tiene por ello un estricto carácter físico,
expresado en el “estar” de la presencia:

Esta actualización, que no es exclusiva de la inteligencia, seda de modo peculiar


en ella. La intelección es mera actualización en la inteligencia del contenido y de la
formalidad real de las cosas inteligidas. Anteriormente a todo otro ulterior acto de
intelección, las cosas están presentes en la inteligencia. De lo contrario no habría sobre
qué ejercitar actos ulteriores. La inteligencia está siempre en la realidad, y es en esta
realidad previamente aprehendida donde se dan ulteriores movimientos y marchas de
la inteligencia.

Se ha tachado él esta concepción de realismo ingenuo. Pero tal acusación ignora


lo que es la actualización intelectiva y lo que en ella se hace presente. En la primaria
actualización de la aprehensión primordial de realidad lo que se nos hacen presentes
son las cosas reales como reales, aunque en ellas no se nos actualice inmediata y
explícitamente lo que son esas cosas “en realidad”, tanto en su realidad campal como en
su realidad mundanal. Lo dice muy expresamente el autor en el prólogo: si es cierto que
estamos instalados irrefragablemente en la realidad, es cierto también que lo estamos
modestamente; de ahí que nos deba “mas sumergir esforzadamente en la realidad para
arrancar de ella, aunque no sean sino algunas pobres esquinas de su intrínseca
inteligibilidad. Lo real se nos da inmediata e impresivamente, pero qué sea eso real que
se nos da, es ya otra cuestión, que para resolverla exige, entre otras acciones intelectivas,
el poner en marcha, “cada uno dentro de sí mismo, el penoso, el penosísimo esfuerzo de la labor
filosófica”17.

Y es que, además, como ya lo hemos insinuado, “realidad “no es para Zubiri una
vaguedad que se identifique con existencia o con una determinada zona de cosas reales
o con naturaleza, etc. Sencillamente no es cosa, sino formalidad, precisamente aquella
formalidad que sólo se descubre como tal a la inteligencia y no, por ejemplo, al animal,
que actualiza las cosas reales no como realidad sino como estímulo. Y esto, no porque la
realidad sea algo abstracto, a lo que el animal no alcanza –ya dijimos que lo real se
siente–, sino porque la pura sensibilidad, la sensibilidad no intelectiva, ante las cosas
reales “queda” estimulada y preparada para responder, mientras que en el caso de la
inteligencia sentiente, de la sensibilidad intelectiva, las cosas reales “quedan “como algo
de suyo. Lo que las cosas son de suyo es lo que queda actualizado en la inteligencia, y
todavía más exactamente es el de suyo mismo el que queda actualizado y permite,
moviéndose en esa formalidad y desde luego instalado en ella, que el hombre penetre en
lo que es la realidad de las cosas reales. No otra cosa es la verdad real, que es la verdad
radical, en la cual deben apoyarse todas las otras formas de verdad. La verdad real es
pura y simplemente el momento de la real presencia intelectiva de la realidad, cuando la
realidad se actualiza primariamente e inmediatamente en la aprehensión primordial de
la realidad como actualización primaria y radical de la inteligencia sentiente.

Como siempre ocurre en filosofía, una nueva idea de realidad implica una nueva
idea de inteligencia, y, correlativamente, una nueva idea de inteligencia implica una
nueva idea de realidad. En este sentido, Sobre la esencia no acaba de entenderse sin el
estudio y comprensión de Inteligencia sentiente, ni ésta puede entenderse a cabalidad
sin el estudio y comprensión de aquélla. Esta es la parte de razón que tienen los que
echaban algo de menos en la primera gran obra de Zubiri, no porque se necesitase una
crítica previa del saber en general antes de hacer una filosofía de la realidad, sino
porque inteligir y realidad, son en el caso del hombre, estrictamente congéneres.

La intelección sentiente nos sumerge en la realidad, porque ésta se actualiza


sentientemente en la inteligencia, en la realidad de lo aprehendido la formalidad de
realidad actualizada en la intelección nos obliga a analizar la estructura misma de la
intelección, y esto es lo que Zubiri ha empezado a realizar en esta primera parte de su
libro. La intelección sumergida en la realidad y arrastrada por ésta obliga a analizar la:
estructura misma de la realidad. La primaria actualidad de lo real actualizándose
primariamente en la inteligencia unifica así el problema de la realidad y el problema de
la inteligencia. Todo ello implica un método, consecuente con este carácter primario de
actualización. Es lo que nos queda por apuntar brevemente.

c) El método que sigue el libro no puede ser otro que la puesta en marcha de lo
que se ha entendido ser el inteligir humano. Si la intelección humana es formalmente
mera actualización de lo real en la inteligencia sentiente, es presumible que el método
para explicar esa idea fundamental sea precisamente ése de explicar, de desplegar
analíticamente la realidad misma de los hechos presentes en la intelección. “Esta
explicación no es cuestión de razonamientos conceptuales, sino que es una cuestión de análisis de
los hechos de intelección. Ciertamente es un análisis complejo y no fácil...”18. Pero es un
análisis. Que este método se funde en esa idea de inteligir es claro, como es claro su
carácter filosófico y su correspondencia con el propósito fundamental de la obra
zubiriana: dar con lo que estructuralmente son las cosas estudiadas. Este método y este
propósito delimitan el carácter del libro.

No se trata en él de una psicología de los actos intelectivos, lo que podría


entenderse como una psicología de la inteligencia, al modo por ejemplo de Piaget. Ni
tampoco de una sociología del saber, tan en boga en nuestros días. Ni tampoco,
finalmente, de una historia del conocer que abarcara los otros dos enfoques mostrando
psico-genética Y socio-genéticamente cómo se van constituyendo los seres humanos.
Todo esto es importante, dice Zubiri. Pero es derivado. Lo primero, incluso para poder
fundamentar esos estudios ulteriores, es un enfrentamiento directo con la estructura de
los hechos primarios y formales de intelección y no con sus presupuestos y
condicionamientos psicológicos, sociológicos o históricos y esto, porque lo primario no
es el saber ni las actitudes más o menos intelectuales ante la realidad circundante o ante
su interpretación ideológica. Lo primario es el inteligir, y el análisis puramente filosófico
del inteligir nos mostrará, por ejemplo, en qué pueda consistir el desarrollo psico-
genético del inteligir o las hendiduras por donde puede entrar el condicionamiento
tanto psicológico como sociológico de los intereses y de las ideologías. Tal vez esto se
aprecie mejor en las otras dos partes de la obra, pero ya desde la primera puede
vislumbrarse que el carácter sentiente de la inteligencia pone al saber humano en el
campo de la realidad y de la verdad, pero al mismo tiempo a la intemperie del error y de
la falsedad.

Cuando Zubiri tiene que sobrepasar el nivel del análisis de los hechos –del
análisis metafísico, se entiende–, remite los ulteriores desarrollos a apéndices, que
siguen al texto de los capítulos. No es que entonces especule o se pregunte lógicamente
por presuntas condiciones de posibilidad, pero se da cuenta de que sus explicaciones
sobrepasan de alguna forma el análisis mismo de los hechos para tomar cierto cariz de
hipótesis interpretativas. No es, entonces, que los apéndices dejen de pertenecer
temáticamente a lo que es el punto central de este libro –entre los temas tratados en
apéndice están los de formalización e hiperformalización, transcendentalidad y
metafísica, realidad y cualidades senosibles, realidad y ser, etc. –, sino que el tratamiento
de ellos sobrepasa en alguna manera el mero análisis de los hechos, tal como se nos dan
en la aprehensión primordial de realidad. Cabrán discusiones de si lo que Zubiri
propone como pura explicación de un hecho es más que eso; incluso es posible que sus
afirmaciones puedan comprobarse o rechazarse de modo indirecto presentando
experimentos de índole biológica o psicológica.

Nada de ello quita validez al método, antes al contrario, la acrecienta y esto es lo


interesante de su obra y hasta cierto punto lo significativo científicamente de su trabajo.
Las posiciones de Zubiri no se pueden refutar por el camino de .las demostraciones o de
las especulaciones, sino por el camino de los hechos o de una mejor explicación de los
hechos.

A veces en la redacción última se ha perdido la frescura de su penoso caminar


analítico para dar paso a la exposición de lo ya logrado. Pero una lectura atenta
descubrirá aun en el estilo, que Zubiri, fiel a su permanente e inicial vocación filosófica,
se debate con las cosas, aunque las cosas sean en este caso los hechos de intelección.
Todo lo que no sea realidad o camino hacia ella, pasa en su pensamiento a segundo
plano.

A la espera de la segunda y tercera partes, ya redactadas y prácticamente


preparadas para su publicación, esta primera parte puede servir de revulsivo filosófico,
tanto por lo que ella misma es intelectual y filosóficamente como por su significado
sociocultural. Quizá el pensamiento de Zubiri cobre desde ahora una “actualidad”, que
en los últimos veinte años no ha tenido.

BIBLIOGRAFIA ZUBIRIANA*

Hans Widmer

INTRODUCCIÓN

La necesidad de reunir y ordenar las fichas bibliográficas, no de todos los


trabajos, pero sí de los más importantes escritos por Zubiri y sobre Zubiri, se ha hecho
sentir desde hace ya varios años y ha sido acometida por varios autores. El primer
intento fue obra de Germán Marquínez Argote, quien en su libro En torno a Zubiri
(Madrid, 1965, páginas 135 a 140) ofreció una primera compilación, distribuida de la
siguiente forma: 1. Obras y trabajos de X. Zubiri. II. Comentarios a la personalidad y
obra de X. Zubiri. III. Comentarios y recensiones a Sobre la esencia.

El segundo intento proviene de Ignacio Ellacuría. En su tesis doctoral,


Principialidad de la esencia en Xavier Zubiri (Madrid, 1965-66; páginas 1084 a 1903),
Ellacuría inserta un apéndice bibliográfico conforme al siguiente orden: I. Obras
publicadas de Xavier Zubiri. II. Cursos orales privados de Xavier Zubiri.III. Comentarios
críticos sobre Zubiri anteriores a la publicación de Sobre la esencia. IV. Comentarios
críticos sobre Zubiri posteriores a la publicación de Sobre esencia. Esta clasificación ha
hecho fortuna, sin duda por lo bien que se ajusta a la evolución real del pensamiento
zubiriano, en el que la publicación de Sobre la esencia marca el final de la denominada
por Ellacuría «etapa de maduración» y el comienzo de la «etapa de madurez».

*Publicada en RealitasII. Completada por Adalberto Cardona.


Tal es posiblemente el motivo de que varios autores lo hayan aceptado. Así
Alfonso López Quintas, quien en su libro Pensadores cristianos contemporáneos (Madrid,
1967, páginas 309-315) ordena la bibliografía zubiriana con semejante estructura.
Posteriormente, en su obra Filosofía española contemporánea (Madrid, 1970, pág. 267), ha
establecido una útil distinción a propósito de los escritos del propio Zubiri,
dividiéndolos en «libros y «trabajos menores». También Pietrino Cau ha seguido, en su
tesis doctoral La Filosofía di Xavier Zubiri (Universidad de Génova, Facultad de Filosofía,
curso 1968-69, páginas 1-15), el criterio de ordenar la bibliografía publicada sobre Zubiri
en dos grupos, según su cronología respecto a la fecha de publicación de Sobre la esencia;
en consecuencia, la bibliografía queda estructurada así: I. Obras de Zubiri. II. Cursos
privados de Zubiri. III. Obras sobre Zubiri: a) Anteriores a la publicación de Sobre la
esencia. b) Posteriores a Sobre la esencia.

Un nuevo intento de recopilación y estructuración de la bibliografía zubiriana fue


el que durante el curso 1969-70 llevó a cabo en la «Universitá deglí Studi di Parma,
Facoltá di Magisterio» un equipo de cuatro doctorandas, bajo la dirección del profesor
Babolin. Esta bibliografía, que ha aparecido como apéndice bibliográfico en las tesis
doctorales de sus respectivas autoras, se halla estructurada así: I. Escritos de Zubiri. II.
Traducciones de Zubiri. III. Recensiones de Zubiri. IV. Escritos sobre Zubiri. V.
Recensiones a los escritos de Zubiri.

Toda esta paciente labor bibliográfica permite ya, según creemos, la elaboración
de una bibliografía patrón o standard. Es lo que aquí ofrecemos. Para ello nos hemos
servido de un conjunto de criterios, tanto formales o de estructura, como materiales o de
contenido, que pasamos a exponer.

1. Criterios formales: Conforme a las normas bibliográficas más usuales, hemos


ordenado la bibliografía de acuerdo con tres criterios formales: la forma externa, la
cronología y el orden alfabético.
1) El primer criterio de ordenación ha sido la forma externa de lo publicado: libro,
artículo de revista, prólogo, introducción, conferencia, traducción, manuscrito, etc. La
adopción de este criterio general ha obligado, naturalmente, a establecer en la
bibliografía un apartado por cada uno de los principales tipos distintos de
publicaciones.

Problema más delicado es el de determinar el criterio de ordenación interna de


cada una de esas secciones. En el sistema tradicional se ofrecen, sobre todo, dos
principios fundamentales: la ordenación cronológica y la alfabética. Como no son
excluyentes, en principio nos servimos de ambos. Pero no siempre del mismo modo.
Hay secciones en las que resulta conveniente conceder primacía al criterio cronológico,
en tanto que en otras es útil realizar una ordenación primariamente alfabética.

2) En la primera parte de la bibliografía, dedicada a enumerar las obras de Zubiri,


seguiremos dentro de cada sección un orden cronológico, porque así puede mostrarse
muy bien el desarrollo de su pensamiento.

3) En la segunda parte de la bibliografía, dedicada a los trabajos aparecidos sobre


Zubiri (libros, artículos de revista, manuscritos no publicados) se ha preferido la
ordenación alfabética. Aquí el criterio cronológico aparece como subsidiario, a fin de
ordenar los diversos trabajos debidos a un mismo autor.

2. Criterios materiales: Tratando de matizar el criterio clásico en este punto, que


considera tanto más perfecta una bibliografía cuanto mayor es el número de títulos
acumulado –criterio cuantitativo–, hemos intentado hasta donde nos ha sido posible
complementar en un segundo momento este primero con un criterio cualitativo, de
selección de los estudios verdaderamente interesantes, pues es obvio que una gran
cantidad de trabajos(por ejemplo, muchos de los artículos o reseñas aparecidos en
periódicos, pero también bastantes de revistas generales, y aun algunos de revistas
especializadas) no reúnen las mínimas características para ser considerados como
«científicos» y, por tanto, para tener un lugar en una bibliografía que, precisamente por
su intento de servir como instrumento útil de trabajo científico, quiere orientar al
investigador, Y no lo contrario.
Hacer compatibles estos dos criterios, el cuantitativo y el cualitativo, ha sido
cuestión muy trabajosa que no hubiera podido hacerse sin la colaboración de todas las
personas componentes del Seminario. Se ha procedido siempre en dos tiempos.

1) En el primer tiempo se utilizó exclusivamente el criterio cuantitativo.

El intento fue reunir del modo más exhaustivo posible las fichas bibliográficas,
tanto de trabajos del propio Zubiri como de los escritos sobre él. Se han vaciado todas
las bibliografías anteriores así como los principales catálogos bibliográficos hoy
existentes sobre literatura española y sobre literatura filosófica. Siempre que ha sido
posible se ha probado la exactitud de la ficha así adquirida mediante la inspección
directa del texto original. Por desgracia, este principio no ha podido ser aplicado
siempre en el capítulo de trabajos escritos sobre Zubiri.

Los principales repertorios bibliográficos consultados han sido los siguientes: 1.


Catálogo general de la librería española hispanoamericana, años 1901-1930, tomo V: R-Z,
editado por el Instituto Nacional del Libro Español, Madrid, 1951; 2. Catálogo general de
la librería española, años 1931-1950, tomo IV:-RZ,editado por el Instituto Nacional del
Libro Español, Madrid,1965; 3. Anuario español e hispanoamericano del libro y de las artes
gráficas con el catálogo mundial del libro impreso en lengua española, dirigido por Javier Lasso
de la Vega Jiménez-Placer, Madrid (sobre todo para los años 1950-57); 4. Bibliografía
española, Ministerio de Educación Nacional, Dirección General de Archivos y Bibliotecas,
Servicio Nacional de Información Bibliográfica, Madrid (sobre todo para los años 1958-
1961); 5. El Libro Español, revista mensual del Instituto Nacional del Libro Español,
Madrid (sobre todo para los años 1962-1970); 6. Biblioteca Hispana, revista de información y
orientación bibliográfica, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Nicolás
Antonio, Madrid (sobre todo para los años 1943-1970). Nos ha sido también de mucha
utilidad la Internationale Bibliographie der Zeitschriften literaturaus ellen Gebieten des
Wissens, publicada por Otto ZeIler, Osnabrück, Félix Dietrich, 1972, sección B, año 8, vol.
I.

2) Tras esta recopilación de fichas bibliográficas, que ha intentado ser exhaustiva,


iniciamos en una segunda etapa un metódico y detenido análisis cualitativo de cada
trabajo. Esto ha obligado a realizar una lectura detenida de la mayor parte de los textos,
así como a emitir un juicio sobre su valor científico y por tanto, sobre la conveniencia o
no de su inclusión en la presente bibliografía. Naturalmente, el criterio de inclusión no
ha intentado nunca ser rígido, ni tan siquiera homogéneo. Se han considerado aptos o
adecuados no sólo aquellos trabajos que de hecho tienen una aceptable calidad
intelectual, sino también todos aquellos que por motivos de todo tipo pudieran ser de
alguna utilidad para el investigador. No dudamos que la selección habrá podido ser
injusta en más de un caso. De todos modos, nos ha parecido un mal menor, siempre
preferible al de la completa inclusión indiscriminada, que habría llevado prácticamente
a triplicar o cuadruplicar la longitud de esta bibliografía con artículos de Ínfimo interés
y de muy escasa calidad intelectual.

Una última observación. Mi intento ha sido sólo poner el fundamento sólido para
una bibliografía de y sobre Zubiri digna de tal nombre. Consciente de que esta tarea
acometida por un solo individuo, sobre todo teniendo en cuenta la dificultad de abarcar
bibliográficamente el ámbito de habla española, el autor de este trabajo ha establecido,
en el curso de la elaboración de esta bibliografía, un íntimo y permanente contacto con
múltiples personas, y quiere iniciar con su publicación contacto con todos aquellos
investigadores que tengan algún problema bibliográfico concreto o puedan enriquecer
lb aquí expuesto con alguna nueva ficha o cualquier tipo de precisión. El autor se siente
especialmente obligado a agradecer su ayuda a todos y cada uno de los componentes
del «Seminario Xavier Zubiri», de Madrid, así como también agradece las facilidades
prestadas por el profesor Babolin, de Parma, y los bibliotecarios de Lucerna, Zurich,
Berna y Madrid (Biblioteca General del C. S.I. C., Biblioteca Nacional, Biblioteca
Menéndez y Pelayo).

Las rectificaciones y sugerencias pueden dirigirse a: Dr. H.Widmer, Bernstr. 112,


6000 Luzern (Suiza), o al «Seminario Xavier Zubiri» (sección bibliográfica), plaza del
Rey, 1, Madrid.
I. BIBLIOGRAFÍA DE ZUBIRI

1. Libros

1921 Le problème de l’objectivité d’eprés Ed. Husserl: I, La logique pure. Tesis de


Licenciatura (no publicada), dirigidapor el profesor Noël en el Institut Supérieur de
Philosophie, Lovaina.

1923 Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio. Tesisdoctoral. Madrid, 1923.
«Revista de Archivos, Bibliotecasy Museos», 188 páginas + 1 hoja (25 X 18), 4.

1940Sócrates y la sabiduría griega, Madrid, 1940. Ediciones Escorial, 72 páginas (23


X 16), 40.

1944Naturaleza, Historia, Dios. Madrid, Editora Nacional (Talleres Gráficos


Uguina), 1944, 565 páginas + 4 hojas, 24, 5cms.; 2a. edic., Madrid, Editora Nacional (Imp.
Uguina), 1951, 437 páginas + 5 hojas, 27 cms.; 3a. edic., Madrid, Editora Nacional
(Bolaños y Aguilar), 1955, 407 páginas + 4 hojas, 21, 5 cms.; 4a. edic., Madrid, Editora
Nacional (Bolaños y Aguilar), 1959, 115 páginas + 1 hoja, 22 cms., aparecido en la serie
«Libros de Actualidad Intelectual», tomo 11; 5a. edic., Madrid, Editora Nacional
(Héroes), 1963, XI + 483 páginas, 24,5 cms.; 6a. edic., Madrid, Editorial Nacional (Benita),
XI + 483 páginas, 1974; Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1948.

1962Sobre la esencia. Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1962, 521


páginas, 23 cms.;2a. edic., Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1963, 521
páginas, 23cms.; 3a. edic., Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1963, 521
páginas, 23 cms.; 4a. edic., Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1972, 525
páginas, 23cms.; Vom Wesen, traducido por Hans Gerd Rötzer,München, Max Hueber,
1968, 390 páginas.

1963Cinco lecciones de filosofía. Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones


(Ograma), 1963, 284 páginas + 3 hojas, 21, 5 centímetros; 2a. edic., Madrid, Sociedad de
Estudios y Publicaciones, 1970, 284 páginas + 2 hojas; 3a.edic., Madrid, Alianza Editorial,
Colección “El libro de bolsillo”, 1980, 176 páginas.
1976 Scritti religiosi, a cura di A. Babolín, Gregoriana Editrice, Padova, 1976, 227
páginas.

1980Inteligencia sentiente, Madrid, Alianza Editorial y Sociedad de Estudios y


Publicaciones, 1980, 288 páginas, 11 hojas, 23 cms..
2. Artículos y trabajos menores

1925Recensión de P. L. Landsberg, «La Edad Media y nosotros», en Revista de


Occidente, Tomo X (1925), págs. 251-257.

1926Recensión de la edición española de la «Psicología», de F. Brentano, en


Revista de Occidente, núm. 42 (1926), páginas 403-408...

1933«Sobre el problema de la filosofía», en Revista de Occidente, número 145


(1933), páginas 51-80 y núm. 118(1933), páginas 83-117.

1933«Hegel y el problema metafísico», en Cruz y Raya, núm. 1(1933), páginas 11-


40; reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas 223-242. Este mismo
artículo apareció en italiano en la revista Verri, núm. 3 (1958), páginas 8-25, Bologna.

1933 «Nota preliminar a un sermón del Maestro Eckehart», en Cruz y Raya, núm.
4 (1933), páginas 83-86; reproducido por J. BERGAMÍN en Antología de «Cruz y Raya»,
Madrid, 1974, páginas 98-99.

1934 «La nueva física. Un problema de filosofía», en Cruz y Raya, número 10


(1934), páginas 7-94; reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas 243-304,
bajo el título «La idea de naturaleza: nueva física».

1935 «Filosofía y Metafísica», en Cruz y Raya, núm. 30 (1935),páginas 7-60;


reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios(6a. edic.), páginas 33-60, bajo el título «¿Qué es
saber?»,y páginas 97-106, bajo el título «La idea de Filosofía en Aristóteles».

1935 «En torno al problema de Dios», en Revista de Occidente, número 149 (1935),
páginas 129-159; reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas 361-398;
también por Julián MARÍAS: La filosofía y sus textos, Barcelona, 1963, páginas 673-688; A.
R. CAPONIGRI: Pensadores católicos contemporáneos, Barcelona, 1964, páginas 349-379; y
parcialmente, por G. PICÓN: Panorama de las ideas contemporáneas, Madrid, 1958, páginas
493-499. Como se deduce de la nota 1 de la página 363 de Naturaleza, Historia, Dios (6a.
edic.), este artículo fue publicado también en 1936 en la revista francesa Recherches
Philosophiques, pero en una traducción que, dada su ínfima calidad, fue desautorizada
por Zubiri.
1936 «Ortega, maestro de filosofía», en El Sol, Madrid, 8 de marzo de 1936.1937
«Note sur la philosophie de la religión», en Bulletin deL’Institut catholique de
París, T. 28, 2a.serie, núm. 10(1937), páginas 334-341, París.

1940 «Sócrates y la sabiduría griega», en Escorial, núm. 2(1940), páginas 187-226;


núm. 3 (1941), páginas 51-78; traducción inglesa, «Sócrates and Greek Wisdom», The
Thomist, January (1944), 1-64; reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas
149-222.

1941 «Ciencia y realidad», en Escorial, núm. 10 (1941), páginas177-210;


reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios (6a.edic.), páginas 61-95.

1942 «El acontecer humano. Grecia y la pervivencia del pasado filosófico», en


Escorial (1942), núm. 23, páginas 401-432;reimpreso en Naturaleza, Historia, Dios, (6a.
edic.), páginas 305-340; también en la antología Pensamiento español contemporáneo, de
María de los Ángeles SOLER, Madrid, Taurus (Ograma), 1961, páginas 335-408. Parte de
este artículo, la comprendida en las páginas 315-331 de la6a. edic. de Naturaleza, Historia,
Dios, fue traducida al francés por Alain GUY y André SERRES, bajo el título Notre
attitude à l’égard du passé, y comentado por George HANS en Le temps et la mort dans la
philosophie espagnole contemporaine, Toulouse , Privat Edouard, 1968,páginas 32-48.

1955 «Ortega», en ABC, 19-10-1955, páginas 32 y 35, Madrid.

1959 «El problema del hombre», en Índice, núm. 120 (1959),páginas 3-4.

1963 «El hombre realidad personal», en Revista de Occidente,2a. ép., número 1


(1963), páginas 5-29.

1963 «Introducción al problema de Dios», en Naturaleza, Historia, Dios, 5a. ed.,


Madrid, 1963, páginas 343-360.1964 «El origen del hombre», en Revista de Occidente,
2a. ép.,número 17 (1964), páginas 146-173.

1964 «Transcendencia y física», en Gran Enciclopedia del mundo, Bilbao, Durván,


1964, T. 18, páginas 419-424.

1964 «Zurvanismo», en Gran Enciclopedia del mundo, Bilbao, Durvan, 1964, T.


19, páginas 485-6.

1967 «Notas sobre la inteligencia humana», en Asclepio. Archivo Iberoamericano de


Historia de la Medicina y Antropología Médica, XVIII-XIX (1967-1968), páginas 341-353.
1973 «El hombre y su cuerpo», en Asclepio, Archivo Iberoamericano de Historia de la
Medicina y Antropología Médica, XXV (1973), páginas 3-15; Salesianum, X-XXVI,1974,
páginas 479-486; Quirón (La Plata), V (1974), páginas 71-77.

1974 «La dimensión histórica del ser humano», en Realitas-I, Madrid, 1974,
páginas 11-69.

1975 «El problema teologal del hombre», en Teología y mundo contemporáneo,


homenaje a K. Rahner, Madrid, 1975,páginas 55-64.

1975 «Antología de Xavier Zubiri», en La estafeta literaria, Nr. 569-570, 1-15


agosto 1975, páginas 16-17.

1976 «El concepto descriptivo del tiempo», Realitas-II, Madrid, 1976, páginas 7-
47.

1979 «Respectividad de lo real», en Realitas-III-IV, Madrid, 1979, páginas 13-43.


3. Prólogos, introducciones y epílogos

1934 Prólogo e Introducción a A. March, La física del átomo, Revista de


Occidente», Madrid, 1934, páginas 9-71, colección «Nuevos Hechos, Nuevas Ideas», vol.
XXXVIII.

1935 Prólogo a F. Suárez, Disputaciones metafísicas sobre el concepto del ente,


Madrid, 1935. Editado por Revista de Occidente, impreso por Galo Sáez, en la serie
«Textos filosóficos», bajo la dirección de José Gaos. El prólogo está reimpreso
parcialmente en Naturaleza, Historia, Dios(6a. edic.), páginas 127-8.

1935 Prólogo a G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu. Prólogo e introducción.


El saber absoluto. Madrid, 1935,páginas 9-16. Editado por Revista de Occidente, impreso
por Galo Sáez. El prólogo está reproducido parcialmente en Naturaleza, Historia, Dios (6a.
edic.), páginas 143-5.

1936 Prólogo a F. Brentano, El porvenir de la Filosofía, Madrid, 1936. Editado por


Revista de Occidente. Impreso por Galo Sáez. El prólogo está reimpreso parcialmente en
Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), página 147.

1940 Prólogo a B. Pascal, Pensamientos, Buenos Aires, 1940. Editado por Espasa-
Calpe, S. A. Impreso por Compañía General Fabril y Financiera. Colección Austral (2a.
edic. En 1943, la 6a. en 1962 y la 7a. en 1967). El prólogo ha sido parcialmente reimpreso
en Naturaleza, Historia, Dios(6a. edic.), páginas 135-141.

1941 Prólogo a J. Marías, Historia de la filosofía, 1a. edic., Madrid, 1941. Editado
por Revista de Occidente. Hasta el año 1970 ha tenido 21 ediciones. El prólogo ha sido
reimpreso parcialmente en Naturaleza, Historia, Dios (6a.edic.), páginas 107-118, bajo el
título «La filosofía y su historia».

1942 Prólogo a Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, 1942, páginas 9-11.

1944 Introducción a Cristina, reina de Suecia. Cristina de Suecia, Isabel de Bohemia,


Descartes: Cartas, Madrid, Adán (S. Aguirre), 1944. La introducción ha sido reimpresa
parcialmente bajo el título Descartes en Naturaleza, Historia, Dios (6a. edic.), páginas 107-
118.
1963« Nota a la quinta edición», Naturaleza, Historia, Dios, 5a. ed., Madrid, 1963,
página 7.

1965 Prólogo a O. González, Misterio trinitario y existencia humana. Estudio


histórico teológico en torno a San Buenaventara, Madrid, Rialp, 1965, páginas 11-14.

1967 Prólogo a O. González, Teología y antropología. (El hombre, «imagen de Dios»


en el pensamiento de Santo Tomás). Madrid (Moneda y Crédito), 1967, en la serie Estudios
de Teología, T.I, páginas 7-8.

1969 Epílogo a S. Ochoa, Base molecular de la expresión del mensaje genético.


Madrid (Moneda y Crédito), 1969, página 165.

1980 Prólogo a la primera edición de Cinco lecciones de filosofía. Madrid, Ed.


Alianza Editorial, col. «El libro de bolsillo», 1980, páginas 1-4.
4. Cursos orales extra universitarios

1945-1946 Ciencia y Realidad. Introducción al problema de la realidad (33


lecciones).

1946-1947 Tres definiciones clásicas del hombre (33 lecciones)

1947-1948 ¿Qué Son las ideas? (33 lecciones).

1948-1949 El problema de Dios (33 lecciones).

1950-1951 Cuerpo y Alma (34 lecciones).

1951-1952 La libertad (33 lecciones).

1952-1953 Filosofía primera (35 lecciones).

1953-1954 El problema del hombre (35 lecciones) (de los cursos de los años
1945-1954 existe texto taquigráfico, mientras que de los años 1959-1975 se Conserva
grabación magnetofónica).

1959 Sobre la persona (5 lecciones).

1960 Acerca del mundo (6 lecciones).

1961 Sobre la voluntad (5 lecciones).

1962 (No hubo curso. Aparece Sobre la esencia).

1963 Cinco lecciones de filosofía (5 lecciones).

1964 El problema del mal (4 lecciones).

1965 El problema filosófico de la historia de las religiones (6 lecciones).

El problema de Dios en la historia de las religiones (2 lecciones).


1966 El hombre y la verdad (2 lecciones, Barcelona).

Sobre la realidad (8 lecciones).

1967 El hombre: lo real y lo irreal (6 lecciones).

Reflexiones filosóficas sobre algunos problemas de Teología (10


lecciones).

1968 El hombre y el problema de Dios (6 lecciones).

Estructura dinámica de la realidad (14 lecciones).

1969 Estructura de la Metafísica (2 lecciones).

Problemas fundamentales de la metafísica occidental (13 lecciones).

1970 Sobre el tiempo (2 lecciones).

Sistema de lo real en la filosofía moderna (2 lecciones).

1971-1972 El problema teologal del hombre: Dios, religión, cristianismo (26


lecciones).

1973 El espacio (4 lecciones).

1973 El hombre y Dios (12 lecciones, Universidad Gregoriana de Roma).

1974 Tres dimensiones del ser humano: individual, social e histórica (3


lecciones).

1975 Reflexiones filosóficas sobre lo estético (2 lecciones).

1976 La inteligencia humana (3 lecciones).


5. Traducciones

1927 MESSER, A., Filosofía antigua y medieval. Traducción de Xavier Zubiri, tipo
Artística, Revista de Occidente, Madrid, 1927. Este libro ha tenido otras dos ediciones:
1933, 2a. edic., Madrid, editado por Revista de Occidente, impresor Galo Sáez; 1945, 3a.
edic., Buenos Aires, editado por Espasa-Calpe, Fabril Financiera.

1933 HEIDEGGER, M. ¿Qué es metafísica? Traducción de Xavier Zubiri, en Cruz


y Raya, Madrid, núm. 6, 1933, páginas 83-115.

1934 MARCH, Arthur, La física de átomo. Iniciación en las nuevas teorías.


Traducción de Xavier Zubiri , Madrid, 1934, editado por Revista de Occidente, impreso
por Galo Sáez, serie «Nuevos Hechos, Nuevas Ideas», T. XXXVIII. En el año 1941
apareció una nueva edición del mismo editor e imprenta, sin la introducción de Zubiri.

1934 SCHELER, M., Muerte y supervivencia; Ordo amoris. Traducción de Xavier


Zubiri, Madrid, Revista de Occidente, 1934.

1935 HEGEL, G. W. F., Fenomenología del espíritu. Traducción de Xavier Zubiri.


Para más detalles bibliográficos v. supra, 1-3, 1935.

1935 SUÁREZ, F., Disputaciones metafísicas sobre el concepto del ente. Traducción
de Xavier Zubiri. Más detalles bibliográficos supra, 1-3, 1935.

1935 SCHRÖDINGER, E., La nueva mecánica ondulatoria. Traducción de Xavier


Zubiri, Madrid,1935.

1936 BRENTANO, F., El porvenir de la filosofía. Traducción de Xavier Zubiri. Más


datos bibliográficos supra, 1-3, 1936.

1939 THIBAUD, Jean, Vida y transmutaciones de los átomos. Traducción de Xavier


Zubiri; la. edic., Madrid, Buenos Aires, Espasa-Calpe, Amorrortue Hijos, 1939; 2a. edic.,
Madrid, Buenos Aires, Espasa, Calpe, Amorrortu e Hijos, 1942; 3a. edic., en1944 en la
misma editorial e imprenta; 4a. edic., 1945.

1940 PASCAL, B., Pensamientos. Traducción de Xavier Zubiri. Más datos


bibliográficos supra, 1-3, 1940.

1940 LE DANOIS, E., El Atlántico. Historia y vida de un Océano. Traducción de


Xavier Zubiri, 1940. Espasa-Calpe. Compañía Fabril y Financiera(Buenos Aires); 2a.
edic., Madrid, 1945.

1944 COLLIN, R., Las hormonas. Traducción de Xavier Zubiri. No he podido


localizar más que la3a. edic., de Buenos Aires-México, Espasa-Calpe, Argentina,
Amorrortu e Hijos, 1944.

1945 BROGLIE, Luis de, Materia y luz. Traducción de Xavier Zubiri. No he


podido localizar más que la4a. edic., Buenos Aires, Espasa-Calpe, Argentina, J. Pesce y
Compañía, 1945, 319 páginas.

1945 RICCIOTTI, Giuseppe, Historia de Israel. Traducción de la 4a. edición


italiana de Xavier Zubiri, Barcelona, Luis Miracle. Agustín Núñez, 1945,471 páginas, 1
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Sobre la esencia y un índice ideológico de sus conceptos más importantes).

Homenaje a Xavier Zubiri, Revista Alcalá, Marsiega, S. A., Madrid, 1953, 275
páginas. Colaboran en este homenaje (sus colaboraciones se detallarán en II-2):
Aranguren, J. L.; Campo, A. del; Cardenal, M.; Conde, F. J.; Díez del Corral, L.; Grande
Covian, F.; García Valdecasas , A.; Garrigues, L; Gómez Arboleya, E.; Laín Entralgo, P.;
Lisarrague , S.; López Ibor, J.; Marías, J.; Ortega, A, A.; Palacios, J.; Ridruejo, D.; Rof
Carballo, L; Rosales, L.; Tovar , A.; Vivanco , L. F.; Zaragüeta, J. (Se trata de un homenaje
a Zubiri con motivo de sus 25 años de profesor universitario).

Homenaje a Xavier Zubiri, Moneda y Crédito, Diana, Madrid, 1970, tomo 1, 787
páginas; tomo II, 786 páginas. Colaboran en este homenaje (las colaboraciones que se
refieren directamente a Zubiri se detallarán en II-2): Albarracín Teulón , A; Álvarez
Bolado, A.; Álvarez Turienzo, S.; Andrés Álvarez, Y.; Andrés Ortega, A.; Anes Álvarez,
G.; Arnaldich Perot, L.; Azcárate , P. de; Bataillón , M. ; Bolvadin , L. de; Carande , R.;
Caro Baraja, J; Ceñal, R.; Cifuentes Delatte, L.; Conde, F. J.; Congar, Y. M.; Cruz
Hernández, M.; Chueca, F.; Díez-Alegría, l. M.; Ellacuría. I.; Fernández Casado, C.;
Ferrater Mora, J.; Gaos, J.; Garagorri, P.; García y Bellido, A.; García Sabell.; García de
Valdeavellano, L.; Garrigues, A.; Garrigues, J.; Gadamer, H.G.; Gómez Caffarena, J.;
Gómez Nogales, S.; González Núñez, A.; González Caminero, N.;
González de Cardedal, O.; G. Duarte, P.; Grande Covian, F.; Hellín, J.; König, F.;
Laín Entralgo, P.; Aranguren, J. L.; Lapesa, R.; López Quintás, A.; Lledó Iñigo, E.;
Madariaga, S. de; Maldonado Arenas, L.; Maravall, J. A.; Marcel, G.; Marquínez Argote,
G. ; Moltmann, J.; Ochoa, S.; Ortega, A.; Ortiz de Urbina, I.; Palacios J.; Paniker, R.; París,
C.; Pinillos, J. L. ; Poch G. de Caviedes, A.; Querejazu, A.; Rahner, K.; Riaza, M.; Rof
CarbalIo, J.; Siguan, M.; Tellechea Idígoras, I.; Terán, M.; Tovar A.; Trueta, J.; Truyol, A.;
Vivanco, L. F.; Yela, M.; Zaragüeta, J. (Se trata de un homenaje a Zubiri en su
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este número (sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y II-2): Zubiri, X.;
Ellacuría, I; Campo A. del; Baciero, C.; Fernández Casado, C.; Gracia, D.; Riaza, M.;
Montero, F.; López Quintás, A.

Realitas, vol. II, Labor, Pérez, Madrid, 1976, 576 páginas. Colaboran en este
número (sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y Il-2): Zubiri, X.; Ellacuría,
I.; Monserrat, J.; Gracia, D.; Riaza, M.; Baciero, C.; Fernández Casado, C.; Widmer, H.;
López Quintas, A.

Realitas, vols. III-IV, Labor, Madrid, 1979, 595 páginas. Colaboran en este número
(sus colaboraciones se detallan bajo los epígrafes I-2 y II-2): Zubiri, X. ; Laín Entralgo, P.;
Gracia, D.; López Quintas, A.; Babolin, A.; Campo, A. del.; Ellacuría, I. ;Rivera, E.;
Marquínez Argote, G.; Pintor-Ramos, A.; Caponigri, A. R.
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En diferentes artículos de ambos tomos se tiene en cuenta la filosofía de Zubiri ; así, bajo
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hasido impreso también en MARÍAS, J., Laescuela de Madrid,páginas 307-16.

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1977, 200 páginas.

CAU, P., La filosofía di Xavier Zubiri; Universitá di Genova, Facoltá di Filosofía,


Curso 1968-69, 304 páginas.

DE-MICHELI, M. A., La teoría del giudizio di Xevier Zubiri, Universitá degli studi di
Parma, Facoltá di Magistero, Parma, 1969-70, 457 páginas.

DOTTI, M. G., Ricerca e significato del filosofare di Xavier Zubiri, Universitá degli
Studi di Parma, Facoltá di Magistero, Parma, 1969-70, 421 páginas.

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Letras, Universidad Complutense de Madrid. Cf, Revista de la Universidad Complutense.
Noticias de las tesis doctorales leídas en el curso 1965-66, Madrid, t. XV, núms. 57-60,
1966, páginas 12-3 y 289.

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Cap. II: Zubiri, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, Pamplona,
1970,páginas 187-511..
NOTA:

Hay traducción al inglés de las obras:

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Press.Washington D. C., 1980), además de la traducción alemana reseñada.

Nature, History, God (traducida por Th. G. Fowler, Jr). University Press of
America, Washington, 1981.

En cuanto a próximas publicaciones están:

En prensa

Vol. IV:XAVIERZUBIRI,

Inteligencia sentiente: II-Logos

Inteligencia sentiente: III-Razón


Vol. V: XAVIER ZUBIRI ,Estudios antropológicos.

Vol. VI: XAVIER ZUBIRI, El hombre y Dios.

Vol. VII: XAVIER ZUBIRI, Estudios sobre materia, espacio, tiempo.


Notas:

1 MARÍAS, J., “La Escuela de Madrid: estudios de filosofía española” en Obras,


Revista de Occidente, Madrid, 1960, t. IV, p. 477.

2 Homenaje a X. Z., Ed. Moneda y Crédito, Madrid, 1970, t. II. p. 692.

3 MARÍAS. J., “La Escuela de Madrid”, en Obras, t. IV, p. 465.

4 MARÍAS. .J., “Historia de la Filosofía”, en Obras, t. I. “Prólogo a la traducción


inglesa”, p. 34...

5 Homenaje a X. Z., -II, t.II, p. 692.

6 Cf. mi libro: En torno a Zubiri, Studium, Madrid, 1964. Zubiri va exponiendo su


más reciente pensamiento en diversas revistas y en la colección: Realitas: trabajos del
seminario X.Z., gruesos volúmenes publicados por la Sociedad de Estudios y
Publicaciones de Madrid, en los que escriben X. Zubiri y sus discípulos.

7 ARDILES, O., Cultura popular y filosofía de la liberación. (En colaboración con


otros). Ed. Fernando Gambeiro, Bs. As., 1975, p. 14. Sobre la influencia de X. Zubiri en
los más actuales filósofos latinoamericanos ver mis dos ensayos: “Zubiri visto desde
Latinoamérica”, en Franciscanum, n. 55 (1977), pp. 129-145; y Metafísica desde
Latinoamérica, ed. USTA-CED, Bogotá, 1980.

8 Ver mi tratado de Filosofía de la religión, Ed. USTA-CED, Bogotá, 1981.


1 Estas páginas constituyen el contenido de dos lecciones explicadas año 1949 en
un curso público. Sólo hay modificaciones en lo referente a los hechos descubiertos
durante estos últimos años.

2 Acerca de este concepto de especie me he explicado más largamente en


otra publicación, Sobre la esencia, Madrid, 1962.

1 Fragmento de la primera lección de un ciclo: Cuatro lecciones sobre la


persona, pronunciada el 16 de abril de 1959, próximas a publicarse.

2 En toda esta lección no hago sino presentar en forma sistemática y concisa,


conceptos que he expuesto in extenso en mis cursos públicos desde 1945, especialmente
en los consagra dos a los temas Ciencia y realidad; Tres concepciones clásicas del hombre;
Cuerpo y alma; La libertad humana; Filosofía primera, y El problema del hombre.
1 ZUBIRI Xavier, Sobre la esencia, Sociedad de Estudios y Publicaciones,
Madrid,1962..

2 ZUBIRI Xavier, Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio, Revista de Archivos
y Bibliotecas, Madrid, 1923, 188 p.

3 ZUBIRI Xavier, Naturaleza, Historia y Dios, Editora Nacional, Madrid, 1963,


478p.

4 ZUBIRI Xavier, Realitas. Seminario I. Trabajos 1972-73, Sociedad de Estudios y


Publicaciones, Madrid, 1974.

5ZUBIRI Xavier, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Alianza


Editorial/Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1980, 288 p. En el presente
artículo se cita este libro por las siglas IS.

6 Véase el ilustrativo ensayo de Diego Gracia, en El País, 12-XII-1980.

7 Cfr. el “Prólogo inédito”, en Ya (16-XII-1980).

8 IS, p. 15.

9 IS. p. 10.

10 Ibídem.

11 IS, p.13.

12 Ibídem.

13 Ibídem.

14 IS, p. 100.

15 IS. pp. 100-101.

16 IS, p. l09.

17 ZUBIRI Xavier, Cinco lecciones de filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 1980, p.


276.
18. IS, p. 14

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