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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Miguel ARTOLA.
La burguesía revolucionaria (1808-1874).
Madrid, Alianza, s/f.

ANTIGUO RÉGIMEN ----- REVOLUCIÓN ----- NUEVO RÉGIMEN


(CONSTITUCIÓN)
LO VIEJO, LA TRADICIÓN VS. LO NUEVO, LA INNOVACIÓN

Concepto de revolución
“...muchos cambios en poco tiempo” o “proceso acelerado” (J. L. Comellas,
Historia de España Contemporánea, Madrid, Rialp, 1988, p. 18). En todo proceso
revolucionario cabe distinguir tres actividades fundamentales: [a] las que apuntan
a la conquista del poder (en España e Indias: juntas soberanas, revolucionarias);
[b] las destinadas a crear un nuevo régimen (Monarquías absolutas por monarquías
constitucionales o, por repúblicas democráticas (ej. República Argentina, en
1853), es decir: autoritarismo por liberalismo y [c] las que tienden a configurar la
sociedad sobre bases teóricas distintas a las vigentes, (sociedad estamental de
España (sangre) e Indias (color de la piel) por una sociedad de clases, en la que
los ciudadanos son iguales ante la ley (M. Artola, p. 9).

Características del Antiguo y del Nuevo Régimen


I. Antiguo régimen
a) Ideológico: 1. unicidad de pensamiento (Dios, hombre, vida, etc.); 2.
convicciones profundas: respeto al dogma, al principio de autoridad, a la
tradición, a la costumbre; 3. el más perfecto sistema político es una monarquía
moderada; 4. la más justa distribución social es la sociedad estamental (dividida
en tres estamentos, según sus funciones): a. en la que unos piensan y enseñan
(clero), b. otros defienden (nobles que son militares) y c. otros trabajan (el
pueblo o tercer estado o estado llano); 5. que la costumbre determina la ley y
normas de conducta; 6. que la más conveniente organización del trabajo es la
corporativa (gremios).

b) En lo político: monarquía absoluta o autoritaria (AUTORITARISMO), en la que el


Rey reina y gobierna y asume esa autoridad en todos los poderes (legislativo,
ejecutivo y judicial); el monarca estaba absuelto de dar cuenta de sus actos, sólo
era responsable ante Dios. En España el absolutismo fue más moderado debido: 1.
a que creían en el origen popular del poder, que reside en la sociedad, en la que
hay dos pactos: asociación y sumisión (Vitoria, Suárez). 2. El poder de las
instituciones era muy grande y frenaban el poder real.

c) En lo institucional: variedad y diversidad (justicia, fueros, usos, costumbres).


d) En lo social: división en estados o estamentos. La distribución estamental tiene
su fundamento filosófico en la teoría organicista de Platón sustentada en La
República, para el cual la sociedad perfecta es aquella en la que cada estamento
tiene una función: unos enseñan (clero), otros defienden (militares) y otros
trabajan (estado llano, pueblo o tercer estado). En dicha sociedad los dos
estamentos privilegiados son la nobleza y el clero.

e) En lo económico: ordenacismo y reglamentarismo, economía patriarcal dirigida


por convenciones rígidas y acuerdos corporativos que impedían su libre
desenvolvimiento; la producción estaba limitada, el transporte dificultado por
aduanas e impuestos de peaje; el trabajo organizado en corporaciones sin libre
competencia; escasos propietarios de los campos.

II. Nuevo régimen


a) En lo ideológico: pluralismo que consiste en la libertad de pensar, de defender
las distintas concepciones: tolerancia, sistema de libre concurrencia de
pareceres, disidencia, discrepancia, progreso, relatividad.

b) En lo político: Liberalismo o Demo-Liberalismo (liberalismo político). División


de poderes; principio representativo; la soberanía reside en el pueblo o nación,
es inalienable: el pueblo no la cede al gobernante sino su ejercicio; sistemas de
elección (el pueblo designa a sus representantes), establece una ley fundamental
(por medio de Asambleas o Congresos Constituyentes): la CONSTITUCIÓN; partidos
políticos.

c) En lo institucional: tiende a la unidad, racionalización y regulación de leyes y


organismos: leyes e instituciones iguales; fin de los privilegios; centralización
territorial.

d) En lo social: sociedad de clases, el liberalismo defiende la igualdad de todos


los hombres: (igualdad, libertad); surge el clasismo; los ciudadanos son iguales
ante la ley.

e) En lo económico: liberalismo económico (Adam Smith); supresión de todas las


leyes económicas: absoluta libertad, ley de oferta y demanda; progreso, proceso
de desarrollo, dará lugar a concentración de capital: capitalismo y grandes masas
de trabajadores (proletariado). Obstáculos en España: amortización y gremios.

1. La Edad Contemporánea
Con el presente volumen se inicia la que muchos autores siguen llamando Edad
Contemporánea. No hace falta decir que la expresión Edad Contemporánea es
inadecuada, o por lo menos adolece de numerosos inconvenientes. Por de pronto,
y aún en el supuesto de que sea “contemporánea”, lo es para nosotros, no para
los hombres que, andando las generaciones, puedan sucedernos en un futuro más
o menos lejano. Y, o bien se procede a un corrimiento de escalas cronológicas,
con lo que la “edad contemporánea” sería una época móvil, aplicado el término a
lapsos distintos y sucesivos, o seguimos llamando “contemporánea” a la edad que
hoy entendemos como tal: y en este segundo caso, o la duración de la Edad
Contemporánea es infinita (en tanto perdure el género humano), o llegará un
momento en que la metodología histórica habrá de arbitrar la compartimentación
de una edad “posterior a la contemporánea”, incurriendo así en una flagrante
contradicción en los términos. No hace falta seguir adelante en estas
perogrullescas reflexiones para comprender la resistencia de muchos
historiadores cada vez en mayor número, y en mayor grado a admitir la
existencia real de una Edad Contemporánea.

Sin embargo, hemos de distinguir entre el nombre y la cosa. El término es hijo, no


cabe duda, de la Revolución francesa o de sus secuelas más inmediatas. Conocido
es el prurito de los revolucionarios y especialmente de los jacobinos por
cambiarlo todo: los nombres, los símbolos, las costumbres, la indumentaria, el
sistema métrico, el calendario. Cuando los franceses empezaron a contar de
nuevo los años sustituyendo la era cristiana por la era republicana tenían
conciencia de que se abría por entonces una nueva era en la historia. El cómputo
no perduró (como tampoco habrían de perdurar otros cómputos, por ejemplo, el
fascista), pero la conciencia de una “nueva edad”, sí. Esta conciencia fue elevada
más tarde por Guizot a la filosofía de la Historia, y hasta por Hegel a la filosofía
pura. El concepto de Edad Contemporánea quedó así consagrado como una
categoría histórica, enraizado en la mística romántico-liberal, según la cual la
Revolución vino a cambiarlo todo en el mundo; hasta tal punto, que el curso de
los hechos históricos ofrece una cesura, una clara dicotomía: antes de la
Revolución y después de la Revolución.

El tiempo ha ido suavizando sin borrarla la mitología revolucionaria, y hasta en


la misma Francia ha tendido a prescindirse, sobre todo a niveles universitarios, de
una categórica separación entre Edad Moderna y Edad Contemporánea, o, en todo
caso, a poner en tela de juicio la existencia de un momento lo suficientemente
claro y decisivo en todas partes como para servir de hito entre esas dos Edades;
mientras unos lo colocan en la Revolución, otros lo hacen coincidir con la
aparición de la era romántica, con la salida al protagonismo activo de las masas,
con la explosión tecnológica e industrial, o con la mundialización de la Historia, a
raíz de las exploraciones y los colonialismos; y no falta quien coloca el inicio de
los tiempos contemporáneos en los primeros años del siglo XX, o a raíz de las
grandes guerras mundiales. En todo caso, si algo justifica la aceptación de una
“Edad Contemporánea” es una visible homogeneidad de su contenido con el
contenido de la historia que hoy mismo estamos viviendo; es decir: los problemas
de la Edad Contemporánea, si es que ha de merecer este nombre, deben ser los
problemas que nosotros mismos tratamos todavía de resolver. Si esto es así, la
problemática de la Edad Contemporánea es una problemática irresuelta, esto es,
actual: no sólo es adecuado el nombre, sino hasta el concepto.

Partiendo de este tipo de consideraciones, es posible aún justificar la existencia


de una “Edad Contemporánea” contemporánea, al menos, para nosotros. Con
todo, la parcelación de las secuencias históricas es mucho menos categórica de lo
que a primera vista pudiéramos suponer. Problemas irresueltos los tiene
planteados la humanidad desde tiempos inmemoriales; cuestiones “actuales” a
veces sorprendentemente actuales podemos encontrarlas en las épocas más
diversas. Extremando este reconocimiento, podríamos llegar a la conclusión (que
suscribieron, desde puntos de vista tan diversos, Croce o Toynbee) de que toda la
Historia Universal es Historia Contemporánea.

La Revolución o frontera
Sea lo que fuere, parece intuirse, si nos colocamos en un plano analítico y
realista, que la cesura que abren las Revoluciones a fines del siglo XVIII o
principios del XIX, en la Historia de Occidente, no es en absoluto despreciable;
que esta cesura es más importante que otras muchas que pudiéramos escoger al
azar; que si en el devenir humano se plantean cuestiones que resultan
“actuales”, la época revolucionaria plantea cuestiones de este tipo en una
proporción poco común. Y que, si analizamos el ritmo histórico antes y después
de la Revolución, advertimos que no es el mismo; y que el ritmo posterior a la
Revolución es mucho más parecido al “nuestro” al de los hombres del último
cuarto del siglo XX que el anterior. Y que si queremos llamar a este tipo de
ritmo Edad Contemporánea, puede que no haya gran inconveniente en ello.

Por de pronto, este volumen habrá de incidir en una dinámica muy distinta a la
que conoció el tomo anterior. Ni siquiera admitirá un tratamiento metodológico
similar. Las Revoluciones llenan con su presencia ensordecedora todo el
panorama histórico, y sería imposible y anticientífico tratar de estudiar
cualesquier hechos o realidades de fondo como si las Revoluciones no existiesen.
Sólo una vez que haya terminado el relato del vuelco revolucionario, y el del
subsecuente turbión napoleónico, será posible intentar un vistazo de conjunto
para observar en qué se parece y en qué se diferencia el mundo del mundo
anterior. Es evidente que con el paso del Antiguo al Nuevo Régimen la Historia 
contra lo que pudieran creer los jacobinos no vuelve a empezar. También es
evidente que muchas cosas ya no son las mismas. Ni pueden volver a ser las
mismas en los tomos que siguen de nuestra Historia.

2. El Antiguo Régimen
Términos y conceptos
Corresponde a la Historia de la Cultura el haber elevado las denominaciones de
Antiguo y Nuevo Régimen al nivel de categorías históricas. Desde que los
historiadores de la Cultura las consagraron, tales palabras se escriben con
mayúscula y poseen un significado muy preciso. Realmente, ya en 1792 Barnave,
un historiador que vivió como protagonista activo los hechos revolucionarios en
Francia, habla sistemáticamente del “antiguo régimen” cuando se refiere al
sistema vigente antes de la Revolución; de lo que se infiere que el sistema salido
de la Revolución debe designarse como nuevo régimen. También emplea en
España estos términos, por ejemplo, el conde de Toreno.

Pero son los historiadores del primer tercio del siglo XX quienes fijan
definitivamente no sólo los términos, sino los conceptos. Y aunque hoy la Historia
de la Cultura y sus métodos no están precisamente de moda en las tendencias
historiográficas, las palabras y las ideas a que ahora nos referimos no han
padecido por ello: señal, probablemente, de que resultan necesarias. El Antiguo
Régimen se refiere a una época histórica anterior a la Revolución, y el Nuevo a
una época posterior a la Revolución. No es fácil precisar “desde cuándo” puede
hablarse de Antiguo Régimen (¿Es Antiguo Régimen, por ejemplo, el feudalismo?;
algunos aspectos nos inducen a una respuesta positiva, otros a una respuesta
negativa); ni tampoco “hasta cuándo” (¿hasta hoy mismo?) se extiende el Nuevo
Régimen. Lo cierto es que la diferencia entre uno y otro se manifiesta de manera
bien palpable cuando analizamos la magnitud del salto que supone la Revolución.
Quizá pudiéramos partir del hecho mismo de la Revolución para, comparando lo
que antecede con lo que sigue, definir las realidades históricas que se llaman
Antiguo y Nuevo Régimen. Pero con ello quedaríamos desarmados a la hora de
definir lo que es la Revolución misma, ya que careceríamos de puntos de
referencia previos. Parece que el orden obvio a seguir es el inverso, y que
primero tenemos que examinar en qué consisten uno y otro régimen, para
precisar luego lo que es la Revolución, cuándo se produce, y de qué formas
diversas, sin dejar de merecer ese nombre, puede operarse.

Suele identificarse con desgraciada frecuencia el Antiguo Régimen con el propio


del siglo XVIII. Hasta solemos ver en las portadas de los libros que se refieren al
tema imágenes de pelucas empolvadas, salones dieciochescos, decorados rococó
y un cierto aire de minué. Es cierto que la centuria inmediatamente anterior a la
falla revolucionaria refuerza algunos aspectos de los que solemos considerar
peculiares del Antiguo Régimen; pero no siempre es el “labio de falla” el nivel
más alto, ni mucho menos el suelo más característico del terreno que precede; ni
es el siglo XVIII aquél en que los caracteres de fondo del Antiguo Régimen se
encuentran más acentuados. Nos expondríamos, además, a confundir con Antiguo
Régimen algunas formas finales del mismo, como son, por ejemplo, el
absolutismo ilustrado, o el racionalismo estatal de los sistemas dieciochescos; y
no conviene tomar una parte posiblemente la parte más degenerada por el
todo. Por si ello fuera poco, en el siglo XVIII afloran una serie de tendencias,
como el centralismo o la racionalización administrativa, que luego va a llevar a
término la Revolución: hasta el punto de que puede decirse sin exagerar
demasiado que, en determinados casos, la Revolución no hizo sino terminar o
conducir hasta su plenitud una serie de programas elaborados en la fase final del
Antiguo Régimen. Sobre esta especie de contradicción (la Revolución vino a hacer
muchas cosas que el Antiguo Régimen tenía ya proyectadas) habremos de recaer
con frecuencia, para tratar de comprender el sentido de los hechos.

Y no es esto sólo, sino que en el siglo XVIII nacen y se desarrollan las ideas en que
habrá de basarse la Revolución: una filosofía que los gobernantes de los sistemas
que van a caer no hacen nada por combatir, y que, proliferando por doquier,
pone las bases ideológicas del Nuevo Régimen mucho antes de que éste nazca
oficialmente.

Así, los revolucionarios, cuando se lancen a la empresa, no tendrán


absolutamente nada que inventar; les bastará limitarse a poner en práctica lo que
otros, antes que ellos, teorizaron. Por todas estas razones, la realidad histórica
del siglo XVIII no parece que deba considerarse como el paradigma del Antiguo
Régimen, ni puede, en sentido estricto, llamarse tal “todo y sólo” lo que
constituye esa realidad histórica. La naturaleza del Antiguo Régimen es más
amplia y más profunda. Pero lo que fue derribado por la Revolución si fue, de
hecho, la realidad vigente en el mundo occidental en el siglo XVIII, y de ahí
necesariamente hemos de partir. Precisamente porque aquello que derribaron los
revolucionarios ya no se conformaba en muchos aspectos con la esencia o la
“razón de ser” del Antiguo Régimen, fue la Revolución una aventura no
demasiado difícil por lo que se refiere a sus posibilidades de éxito y vio caer al
viejo sistema con ese “asombro de los revolucionarios” que con tanta penetración
ha intuido Labrousse. Suele presentársenos el Antiguo Régimen, en un esquema
demasiado simplista, pero difícilmente evitable, revestido de cinco caracteres
fundamentales.

Caracteres ideológicos
En lo ideológico, predominan la “homogeneidad” y la “firmeza” de las
convicciones. Los hombres de la cultura occidental creen las mismas cosas
fundamentales, y además están absolutamente seguros de lo que creen. No es
que no existan materias opinables, o que no se enzarcen en apasionadas
discusiones sobre quaestiones disputatae. No hay una absoluta unidad de fe,
porque ya desde el siglo XI existen dos Iglesias, la Oriental y la Occidental
separadas por el Cisma; y desde el XVI las distintas confesiones “reformadas”.
Pero nadie duda de la verdad y del significado divino del cristianismo. Tampoco
existe un único canon estético, o una sola teoría para resolver el problema de los
universales. Pero existen unas superverdades que están por encima de todas las
diferencias, y consiguientemente por encima de todas las discusiones. Para un
hombre normal del Antiguo Régimen es absolutamente indudable que Dios existe,
que hay una norma moral inalterable, que dos y dos son cuatro, que la línea más
corta entre dos puntos es la recta, que la monarquía (una monarquía en la que el
rey reina y gobierna) es el sistema más justo y conveniente para el buen
regimiento de los pueblos; que el orden social más perfecto es aquél en que unos
enseñan, otros defienden y otros trabajan, o que un tipo de interés o un margen
de beneficios superior al 10 por ciento es, a todas luces, una injusticia, y por
tanto un delito digno de castigo. Todas estas seguridades algunas
inmediatamente, otras más tarde desaparecerán en el curso del Nuevo Régimen.

El hombre de hoy, sobre todo si no está familiarizado con la “comprensión


histórica” de los siglos pasados, precisa realizar un verdadero esfuerzo mental
para hacerse cargo del grado de certeza de que un día estuvieron provistos sus
antepasados. Y sin comprender las razones profundas de este grado de certeza,
difícilmente llegará a comprender el espíritu del Antiguo Régimen.

Caracteres políticos
En lo político, prevalece la monarquía autoritaria, o, como todavía se sigue
diciendo, la monarquía absoluta. El término “absoluto”, que con Hegel es decir,
ya bajo el Nuevo Régimen recibió una acepción radical a que hoy estamos
acostumbrados, no significaba entonces omnímodo, ni mucho menos tiránico o
despótico: sí, en cierto sentido, autocrático. El monarca, al decir de Bodino,
estaba absolutus, es decir absuelto de dar cuenta de su gestión, porque no existía
ninguna autoridad humana por encima de él; era, en cambio, responsable ante
Dios, a quien tenía que dar cuenta de sus actos con más rigor que otros mortales,
y estaba gravemente obligado a buscar el bien común y la realización de la
justicia en este mundo. Luego observaremos una serie de diferencias de matiz en
las apreciaciones sobre el absolutismo.

Caracteres institucionales
En lo institucional, el Antiguo Régimen, como ha visto P. Gaxotte a la Francia de
entonces, era “un edificio muy grande y muy viejo”, que conservaba unos
cimientos inconmovibles y que se consideraban intocables, al que las
necesidades de los siglos habían ido dotando de reparaciones, postizos y
revoques, unos antiguos, otros modernos, apareciendo ya en su momento final
como una contrahecha, aunque no del todo inútil multiformidad. En general, una
institución nueva no suponía la desaparición de la antigua. El respeto por las
viejas leyes, por los usos y costumbres, por las peculiaridades consagradas con el
tiempo, era casi absoluto, y conducía muchas veces a diferencias que entonces no
se consideraban indignantes. Dos hombres podían ser juzgados de forma distinta
por el mismo delito, ya fuera por razón de su nacimiento, ya por la ciudad o
región que habitaran, ya por el fuero a que se hallaran acogidos. Eran distintos
los impuestos, la obligación de hacer el servicio militar, los horarios de trabajo,
los sistemas de pesas y medidas, los vínculos de relación social, el régimen local o
provincial de circunscripciones determinadas. Los intentos uniformadores que de
vez en cuando realizaba el Estado se estrellaban casi siempre contra el celoso
apego de cada comunidad a sus costumbres y a sus ordenamientos particulares.
La disparidad podía dar lugar a auténticas “deformidades” más o menos
monstruosas en el cuerpo social: en todo caso, hubiera resultado poco racional y
poco funcional a cualquier observador con mentalidad del Nuevo Régimen.

Caracteres sociales
En lo social, era una verdad oficial, amparada por el ordenamiento jurídico, la
división de los miembros de la comunidad en estamentos. El orden estamental
arranca de una visión muy antigua, que podríamos encontrar enunciada en la
República de Platón, y más tarde en la filosofía tomista. Su idea base no se apoya
en la conveniencia del privilegio, o de las élites, ni siquiera en el reconocimiento
de una desigualdad natural entre los hombres, sino en la necesidad de una
distribución de funciones. El principio originario de la filosofía que rige el orden
estamental no es “clasista”, ni propende a la estratificación de la sociedad en
niveles, sino que divide a ésta en sectores. La idea de que unos deben aportar al
común su inteligencia, otros su fuerza y otros su trabajo nutricio, se compagina
con el reconocimiento de tres estamentos fundamentales: el clero, la nobleza y
el estado llano o tiers état. La misión del clero de la Iglesia, en general, como
institución es iluminadora. No sólo tiene la obligación de enseñar los caminos de
la salvación eterna, es decir, de la otra vida, sino que debe ilustrar los caminos
de la de aquí abajo. La Iglesia fue el único estamento docente –a todos los
niveles– en la Edad Media; y a pesar de la progresiva secularización de la
enseñanza a raíz del Renacimiento, no abandonó esta función en la Moderna.
Gran parte de las Universidades, de los liceos o colegios de latinidad, y de los
centros de las primeras letras seguían directa o indirectamente en manos o bajo
el control de la Iglesia. La asunción de las funciones educativas por parte del
Estado es en su práctica totalidad obra del Nuevo Régimen, es decir, producto de
la Revolución o de sus continuadores.

Por su parte, la función de la nobleza designada técnicamente en algunos


regímenes como “brazo militar” era primordialmente la de defensa de la
sociedad. Defensa interior y exterior: el señor debía proteger a sus encomendados
ante cualquier calamidad pública, hambre, peste, mala cosecha, con concesión
gratuita de simiente, así como defenderles frente a la asechanza de personas
ajenas al señorío (otros señores o sus respectivos vasallos), si era preciso, ante los
tribunales. A cambio de esta tutela, los vasallos entregaban al señor una parte
del fruto de su trabajo, ya fuera en especie, ya lo más frecuente en metálico:
rentas, censos, foros. Eran muy diferentes las formas de asentamiento de un
vasallo en territorios de su señor: en unos casos, habitaban pequeños núcleos
urbanos, practicando determinados oficios; lo más general era el asentamiento en
el medio rural, para trabajar una determinada parcela propiedad del señor. El
colono se quedaba con la cosecha a cambio de una renta determinada. El
contrato duraba por lo general largo tiempo (una generación, tres generaciones,
indefinidamente), y podía ser roto o no según las condiciones estipuladas o el
régimen vigente en cada país. Por regla general, el señor no podía expulsar a un
colono, a no ser por infidelidad o impago de los censos; por el contrario, en todo
el Occidente de Europa, el vasallo podía romper en cualquier momento el
contrato, abandonar a su señor, e irse a buscar trabajo a otro sitio. En Europa
Oriental (Prusia, Polonia, Hungría, Rusia, Balcanes), el colono estaba fijado a la
tierra: en ella nacía y en ella moría, salvo concesión excepcional. Podemos decir
que en Europa Oriental perduraba en cierta forma el feudalismo, mientras que al
oeste del Elba debe hablarse más bien de sistema señorial con campesinos libres.
La forma más beneficiosa para éstos era la enfiteusis, que convertía al colono en
un cuasi propietario: no sólo no podía ser expulsado de su parcela ni él ni sus
legítimos descendientes, sino que podía trabajarla a su gusto, repartirla, o hasta
vender, no su propiedad, ya que la tierra no era suya, sino el derecho a
trabajarla, es decir el usufructo.

Pero la función teórica del noble era, por excelencia, la guerra. Correspondía a su
clase la defensa por las armas de la integridad del reino, y tenía obligación de
servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios en tal sentido. El
noble se educaba en el ejercicio de las armas, y era, por definición, un militar.
Cuando con el Renacimiento se impusieron las formas de la guerra moderna, el
noble aprendió los complejos movimientos de las tropas y la distribución de las
distintas armas. Los generalísimos de los ejércitos eran por lo general miembros
de la alta nobleza, o incluso príncipes de la sangre (el Gran Capitán, el duque de
Alba, don Juan de Austria, el vizconde Montmorency, el duque de Guisa, el
príncipe de Condé, el duque de Turena, Fernando de Estiria, el Archiduque
Alberto). E incluso cuando en el siglo XVIII se procedió a la plena
profesionalización del elenco militar, los hijos de los nobles eran enviados a las
academias especializadas, y su ingreso en ellas se hacía previa demostración de
“nobleza de sangre”.
El “estado llano” comprendía a todos aquellos individuos que no eran ni clérigos
ni nobles. De hecho, pertenecía a esta tercera clase una inmensa mayoría de la
población, aunque no en una proporción tan abrumadora como hoy pudiera
pensarse, porque el número de los miembros de la baja nobleza era francamente
numeroso en casi todos los países de Europa (podía llegar al 10 o al 15 por ciento
del total), y la Iglesia tenía sus cuadros más nutridos incluso que en la actualidad,
para una población dos o tres veces menor en su conjunto. De todas formas, el
“tercer estado” o estado llano cubría alrededor de un 80 por ciento de la
población, y en algunos países todavía más. Como puede imaginarse, eran
“llanos” individuos de las más diversas extracciones sociales y económicas, y
personas de las más diversas actividades profesionales (campesinos, artesanos,
funcionarios, intelectuales, artistas, pequeños propietarios, comerciantes,
médicos, abogados, patronos de los gremios, etc.). Si algo común les caracteriza
es el hecho de que vivían de su trabajo: eran el elemento nutricio de la sociedad,
aquéllos que con sus tareas en los más diversos ámbitos de las actividades
humanas, no sólo se ganaban su sustento y el de sus familias, sino que mantenían
económicamente a las otras dos clases, la Iglesia y la nobleza, que, en sentido
estricto, “no trabajaban”, o “no vivían del ejercicio de su profesión”.

Para comprender las razones teóricas de que esto fuera así, hay que tener en
cuenta que tanto la nobleza como la clerecía, en sentido estricto “no podían
trabajar”, porque tenían que dedicarse a otras funciones en beneficio de la
comunidad (la actividad pastoral y la enseñanza, y la defensa interna y externa,
respectivamente), de suerte que habían de ser recompensadas a su vez por estos
servicios al bien común. El no trabajar mejor dicho, el no poder trabajar es una
ventaja o un inconveniente, según se mire. Muchos individuos de la baja nobleza
los hidalgos, los hobereaux, los Rittern pasaban hambre con desgraciada
frecuencia, o se veían en duras necesidades económicas; y sin embargo, su status
estamental les impedía ganarse la vida practicando cualquier oficio. Lo mismo
podría decirse de determinados elementos del bajo clero, o de órdenes religiosas
pobremente dotadas.

Lo que distingue, por tanto, al orden estamental es, en su teoría, la


complementación de funciones, en orden a la buena marcha de la comunidad. El
eclesiástico adoctrina y guía, mientras es defendido por el noble y mantenido por
el “llano”; el noble defiende y protege, mientras el llano subviene sus
necesidades, y el eclesiástico ilumina sus ideas y sus ideales; el miembro del
estado llano trabaja para sí y para las otras dos clases minoritarias, a la vez que
es atendido en su fe, su formación y su seguridad por éstas.

De hecho, la forma de subvención a las clases “no trabajadoras” es la renta. De


antiguo comenzó a consagrarse esta estructura, y los siglos no hicieron sino
reforzarla. Por donación piadosa, concesión real o derecho de conquista, nobles y
eclesiásticos se hicieron dueños de propiedades a veces muy extensas (en otras
ocasiones insuficientes); y estas propiedades estaban trabajadas por colonos o
arrendatarios, que se quedaban con una parte del fruto de sus cosechas, y
entregaban, mediante seculares estipulaciones otra parte a sus dueños; de esta
forma, la Iglesia o la nobleza tenían asegurado su mantenimiento de forma
indefinida. Con todo, nos equivocaríamos si creyésemos que la prosperidad de los
dos altos estamentos depende sólo de las rentas campesinas. La Iglesia percibe no
sólo los censos acordados con los colonos, sino los diezmos; tiene también
determinados derechos señoriales, rentas urbanas, ingresos por instituciones
piadosas, o por actos especiales de culto. La nobleza puede disfrutar cargos
militares o palatinos, con su correspondiente dotación económica; o también
rentas, censos y juros procedentes de bienes urbanos. Con todo, es la posesión de
la tierra su fuente principal de recursos en la mayoría de las ocasiones.

Los estamentos, en teoría son estancos e impermeables. Es afirmación común 


que encontramos hasta en muchos serios tratados la de que se nace en el seno
de un estamento y se muere en él. Sin embargo, sería un disparate tomarla al pie
de la letra. Por de pronto, nadie nace en el seno del estamento eclesiástico. De
hecho, la Iglesia se nutre de los sectores más variados de la sociedad: lo mismo
hay príncipes eclesiásticos que hijos de las más humildes familias campesinas. Sí
suele ocurrir que el noble accede con facilidad a un obispado o una abadía,
mientras el clérigo de modesto origen difícilmente escala los más altos puestos de
la jerarquía, aunque de hecho ninguna ley se lo impide, y el caso no es en
absoluto anómalo, si bien sobre todo en determinados países poco frecuente.
En cuanto a la nobleza, no hay siglo en que no entre en sus filas una buena
proporción de individuos de origen no aristócrata. Unas veces son los hechos
heroicos o ilustres, otras los servicios prestados al Estado o a la Corona; no pocas
la compra de títulos, o la asimilación al estado noble de toda una clase de altos
funcionarios la noblesse de robe... vienen a sumar más miembros a la nómina
de las altas clases. Aún no se ha realizado un estudio serio sobre las posibilidades
que existen en el Antiguo Régimen de alcanzar la nobleza y en el Nuevo Régimen
de llegar a la aristocracia del cargo o del dinero, procediendo en cada caso de los
ambientes sociales más humildes; pero por de pronto, no está demasiado claro 
por lo menos en la mayoría de los países del oeste de Europa que la ruptura del
orden estamental supusiera una radical permeabilización de las clases sociales.

Caracteres económicos
En lo económico, el Antiguo Régimen tiende a la regulación de movimientos, a la
normativa de funciones, a la intervención de la Corona o del Estado en los
mercados, las ferias, los gremios, las entradas y salidas, las formas y calidades de
producción. Eran frecuentes las tasas de los precios, así como la concesión oficial
de monopolios y estancos. En suma, la marcha de la economía se encontraba
trabada por una cantidad muy grande de reglamentos, y el ejercicio de los
negocios tropezaba con continuas condiciones: todo este afán ordenancista se
dirigía, en principio, a impedir abusos y garantizar un correcto empleo de los
bienes de este mundo; pero con frecuencia constituía más una rémora al
desarrollo que una auténtica garantía de justicia y buen orden. En ocasiones
privaban también cortapisas morales más o menos fundamentadas en una honesta
visión de las relaciones humanas: como aquéllas que limitaban las tasas lícitas de
interés o los márgenes de beneficios. Economía tradicional, intervenida, regida
por normas y hasta por costumbres, poco propicia a la aventura empresarial o a la
inversión con alto riesgo; por lo general, sostenida y segura, sujeta más a
fluctuaciones de naturaleza exógena las guerras, las cosechas que a variables
inclinaciones del mercado; lo más a salvo posible de catástrofes, y muy poco
propicia a un desarrollo rápido o a una auténtica “revolución industrial”.

La tendencia al estancamiento queda simbolizada en dos modos de producción


muy característicos del Antiguo Régimen, y por eso mismo muy criticados a su
tiempo por los revolucionarios: la vinculación de las propiedades agrícolas, con
arrendamientos a largo o muy largo plazo, y las formas de trabajo corporativo en
la actividad artesanal.

El sector primario y más concretamente el agrario prevalecía con gran


diferencia sobre los demás, lo mismo por lo que se refiere al número de las
personas que trabajaban en él, como al producto bruto obtenido.
Aproximadamente las cuatro quintas partes de la población de Europa (Inglaterra
fue la primera en liberarse de esta proporción, ya en los tiempos propios del
Antiguo Régimen) vivían en el campo y de los productos del campo. Ello explica la
enorme influencia del volumen de las cosechas en el índice de precios, y lo bien
dibujado de la curvas decenales de la coyuntura (provocadas, muy
probablemente, por un ritmo cósmico, tal vez por la actividad solar).

Pero la Europa del Antiguo Régimen no era solamente “una gran aldea”, sino,
exagerando los términos, “un gran señorío”. Efectivamente, una buena parte de
las tierras en ocasiones bastante más de la mitad pertenecían a familias de la
nobleza o al estamento eclesiástico (conventos, abadías, obispados), y no eran
trabajadas por sus dueños, sino por arrendatarios, colonos o enfiteutas, de
acuerdo con las viejas normas a que ya antes nos hemos referido. El orden
económico del Antiguo Régimen está por tanto íntimamente ligado con el orden
social. Ahora bien, si en multitud de casos la tierra no era propiedad de quienes
la trabajaban, tampoco, en sentido estricto, estaba a plena disposición del señor.
En primer lugar, éste no solía tener derecho a expulsar al colono, o a ordenar los
tipos de producción; pero en segundo y más importante lugar, la propiedad
correspondía a la persona jurídica el ducado, la abadía y no a la persona física
el duque, el abad. Este último no puede vender, enajenar, repartir en
herencia, regalar a los pobres, sus posesiones, porque éstas están “vinculadas” a
la casa, y el eventual detentador del ducado o de la abadía por seguir con estos
ejemplos no tiene más derecho al uso y beneficio de la propiedad que el duque
o el abad que hayan de ocupar su puesto en la generación siguiente, o pasados los
siglos. La “vinculación” de los bienes raíces a la persona jurídica supone algo más
que un mero usufructo, pero algo menos que una forma de propiedad pura y
simple en manos de la persona física. El régimen de vinculaciones llamado en
otras partes de “manos muertas”, unido al prurito de mantener íntegro el
patrimonio de la “casa”, aún en aquellas circunstancias o ámbitos jurídicos en
que esté permitida la enajenación, inmovilizan la propiedad, y consagran un tipo
de “riqueza estática” muy poco propicio al desarrollo, o tan siquiera a su uso
racional.
No sólo las tierras de propiedad señorial o eclesiástica estaban vinculadas; sino
también otros bienes inmuebles edificios, hornos, molinos, y en buena
cantidad, una serie de censos, rentas o prebendas. Toda esta situación de
inmovilidad, si bien garantizaba unas estructuras seguras e invariables, era un
freno a la libre actividad económica y al desenvolvimiento de la riqueza, que
muchos hombres de la época final del Antiguo Régimen supieron comprender, y
lucharon en ocasiones por superar, sin conseguirlo. La falta de posibilidad de
movimiento implicaba la falta de interés, el conformismo, la desigualdad
legalizada, la imposibilidad, por parte de aquél a quien sobraban los bienes, de
desprenderse de los mismos, o la de aquél que con gusto los hubiera adquirido,
de acceder a la posesión. La estanqueidad de las formas de propiedad en el
Antiguo Régimen ha sido con frecuencia exagerada, y de las normas jurídicas a la
realidad de los hechos concretos hay un trecho considerable. Pero las dificultades
existen, y la mentalidad que aceptaba esta situación como consagrada por el
derecho y las “costumbres” no hace más que acentuarlas.

La otra característica, decíamos, era la forma de trabajo corporativo, organizado


a través de los gremios (también, hasta cierto punto, en lo comercial, a través de
las “guildas” o las “hansas”). El gremio agrupaba a todos los trabajadores o
artesanos pertenecientes a un mismo sector de producción: había gremios de
tejedores, de albañiles, de tintoreros, de peleteros, de herreros o metalúrgicos,
hasta de sastres o de carreteros. Unas ordenanzas más o menos estrictas
regulaban los tipos de producción, las calidades, los precios. La competencia era
prácticamente imposible. Desde el punto de vista social, el gremio garantizaba
los derechos del trabajador siempre que estuviese agremiado, y evitaba los
abusos de la explotación, aunque las relaciones entre patronos y operarios eran
muy diversas según el ramo de producción y el país. En Holanda, por ejemplo, las
diferencias entre un patrono y un operario eran francamente grandes; en España
eran mínimas. Pero en ningún caso las ordenanzas gremiales hacían posible una
relación de tipo capitalista. Este (posiblemente inconsciente) “sentido social” de
la organización gremial quedaba contrapesado por el egoísmo colectivo del
gremio como corporación cerrada, en el que no era fácil ingresar, sino mediante
pruebas muy exigentes, cuando la oportunidad se daba. Había, por tanto,
multitud de trabajadores no “sindicados” que carecían de las ventajas del trabajo
corporativo, o hasta les estaba vedado ejercer su oficio en las ciudades donde los
gremios existían. De aquí el establecimiento de pequeños artesanos en núcleos
menores de población, o en el mismo campo, a donde la organización gremial no
llegaba, como tampoco llegaban sus beneficios. Ya veremos a su tiempo cómo
estos trabajadores no asociados fueron las primeras víctimas del incipiente
capitalismo.

Cuando hablamos de trabajo corporativo, no hemos de entender que los gremios


o entidades similares suponían algún tipo de asociaciones de capital. Cuando
estas asociaciones se daban y ya comenzaron a proliferar a finales del Antiguo
Régimen la organización gremial desaparecía. Los gremios regulaban el trabajo,
pero no el uso de los beneficios; no existía nada parecido a un capital social, o si
una corporación de este tipo disponía de algún dinero, lo empleaba en hospitales
para sus miembros, pensiones a las viudas o cualquier otra forma de asistencia
mutua; pero no existía ninguna forma de ahorro colectivo o de capital común
acumulable, por tanto reinvertible en nuevas fuentes de trabajo y producción. La
forma de trabajo corporativo, por tanto, aseguraba salarios dignos, y unas
relaciones en que la explotación resultaba prácticamente imposible; pero no
preveía fórmulas de capitalización o de empleo conjunto de los beneficios de
todos los agremiados. Cada cual gozaba del fruto de su trabajo, y consumía sus
modestos ingresos por su cuenta. Así, la riqueza del sector secundario (mucho
más artesanal que industrial), podía sumarse, mediante la adición del nuevas
plantas de trabajo, si la demanda lo requería, pero difícilmente podía
multiplicarse.

A estas dos grandes dificultades clásicas inmovilidad de la propiedad y formas


corporativas, tradicionales y artesanas de la producción habría que sumar otras
rémoras, como un excesivo intervensionismo, una presión fiscal que gravitaba
sobre todo en los pequeños productores, campesinos o artesanos; el aferramiento
a técnicas o métodos antiguos, por la “fuerza de la costumbre”, y las dificultades
del transporte, no sólo por el estado de los caminos que sobre todo en el siglo
XVIII recibieron una considerable mejora, sino por la gran cantidad de aduanas,
peajes y derechos de entrada que las mercancías habrían de pagar. Los
incrementos de precios que suponían estas circunstancias tendían a una
comarcalización de la producción y el consumo. El Antiguo Régimen supo también
de la riqueza, de la prosperidad, o simplemente, de la estabilidad en el trabajo;
aunque conoció, sobre todo por mor de la falta de agilidad en la producción y el
transporte, graves crisis de subsistencias. Estas crisis, más o menos periódicas,
llegaban en ocasiones al “hambre asesina” y suscitaban motines en busca de
alimentos, que nunca degeneraron en una auténtica lucha social. La culpa era de
los elementos meteorológicos, o a lo sumo, de un intendente, un alcalde o el
guarda de un silo o granero. Pero todo ello no nos autoriza, sin más para
identificar las formas de vida del Antiguo Régimen con la miseria, ni para
considerar a las víctimas de ésta más “explotadas” que los miserables que
vivieron o malvivieron en el Nuevo Régimen. Lo que sí parece evidente es que,
aunque antes de la Revolución hubo etapas de progreso económico, las
estructuras eran lo suficientemente rígidas como para hacer muy difícil un
auténtico desarrollo, tal como hoy somos capaces de concebirlo.

3. La realidad prerrevolucionaria
Teoría y práctica
Hasta aquí lo que pudiéramos llamar la “teoría del Antiguo Régimen”, es decir, lo
que se ha dicho que éste era, o incluso lo que un tratadista de la época hubiera
reconocido como su naturaleza. Sin embargo, la realidad histórica anterior a la
Revolución es mucho más compleja, y no cabe en esquemas simplistas, ni mucho
menos en tópicos, como con frecuencia ha sido estudiada, precisamente por los
historiadores de la Revolución, o los que parten de la Revolución; esto es, los que
intentan hacer Historia Contemporánea. Esa complejidad es tan grande, que
habría que ir espigando caso por caso, o cuando menos país por país, para
comprobar las distancias existentes entre la teoría y la realidad. Lo cierto es que
el esquema que hemos trazado no sólo no es válido como reflejo de la situación
existente antes de la Revolución, sino que resulta muy difícil precisar si lo que
entendemos como “Antiguo Régimen” estuvo vigente en su absoluta integridad
alguna vez en la historia. Entendámonos: no se trata de negar la existencia de un
orden definido anterior a la Revolución liberal; sino de precisar si ese orden se
aparta en muchos casos de sus presupuestos teóricos.

En lo político
Por de pronto, el absolutismo real no podía ser ejercido muchas veces por actos
positivos. Entre los obstáculos que se oponen al libre ejercicio del poder del
monarca, los hay de orden interno y externo. Cuando Luis XIV dijo si lo dijo “el
Estado soy yo”, o estaba aludiendo a un principio simbólico, o estaba
completamente equivocado. Porque precisamente el Estado, el Leviatán, ese
“gran animal compuesto por muchos pequeños animales”, que dijo Hobbes,
cuanto más poderoso es, más se contrapone a una autoridad individual. Conforme
el ámbito del poder aumenta y se multiplican las funciones de la cosa pública,
más riendas hay que empuñar para la eficaz marcha de la poderosa maquinaria.
Llega un momento en que las riendas ya no caben en una mano, ni en unas pocas.
El equipo gobernante multiplica sus miembros al mismo tiempo que sus funciones;
hacen falta delegados, asesores, especialistas, consejos y consejeros, empleados
públicos por todas partes, para que el poder de la cosa pública llegue hasta los
últimos rincones del país. Y, como ha destacado Heckscher, el Estado, que
pretende controlar a la totalidad de los ciudadanos, no tiene medios eficaces,
muchas veces, para controlar la acción de sus propios funcionarios. He aquí una
necesidad que parece paradoja: cuanta más fuerza tiene el poder, más
compartido ha de estar. El monarca asume teóricamente la suprema
preeminencia, y de hecho, puede imponer su voluntad con fuerza de ley en
determinadas decisiones concretas; pero no llega a todo, ni lo conoce todo. La
mayor parte de los actos de mando proceden de los consejeros, de los ministros,
de los juristas, de los delegados de la gobernación o administración territorial. No
se puede hablar propiamente de un absolutismo real, sino de un absolutismo del
Estado.

En cuanto a coartaciones externas, el monarca y sus empleados han de tropezar


con los privilegios de este o aquel grupo, de esta o aquella ciudad, de una
corporación, de un gremio, de los “usos” y “costumbres”, que se han hecho
sagrados, y no se pueden doblegar sin exponerse a una insurrección o una guerra
civil. Puede que en teoría aunque no todas las teorías políticas del Antiguo
Régimen lo admiten quod regi placuit, vigorem legis habet, la voluntad del rey
es ley; en la práctica, la implantación de una ley requiere los más laboriosos
requisitos, y en muchas ocasiones no es del monarca de quien parte la iniciativa
legisladora. Rodríguez Casado encuentra que, rodeado de consejeros, ministros,
juristas, administradores, y limitado por nobles, eclesiásticos, fueros, privilegios,
reglamentos, ordenanzas municipales o territoriales, usos, costumbres, gremios,
salvedades y exenciones, un monarca del Antiguo Régimen tiene en muchos
aspectos menos posibilidades ejecutivas “de hecho” que determinados
Presidentes de Repúblicas democráticas en nuestros días. Estas limitaciones no
implican, entendámoslo también, que la sociedad esté a salvo de caprichos o
arbitrariedades del supremo jerarca: pues, aunque nofaltan garantías, éstas no
son, en casos, suficientes. Pero las posibilidades de que ese supremo jerarca
teórico imponga su voluntad, arbitraria o no, sin cortapisas, son mucho más
limitadas de lo que es tópico admitir. Debe ser significativo el hecho de que el
rey “absoluto” Luis XVI no pudo hacer frente a la Revolución francesa, entre otras
razones quizá la principal porque tenía las manos atadas por los Parlamentos,
que le negaban los medios más indispensables. A su tiempo lo veremos.

En lo social
En el ámbito social existe un ordenamiento jurídico que mantiene los
fundamentos del orden estamental. Pero este orden, si fue funcional un día
(cuestión en la que ahora no entramos), resulta difícil de descubrir en la Edad
Moderna, y cada vez en menor grado. La Iglesia va perdiendo progresivamente su
función educadora. Es cierto que sus miembros regentan, todavía en el “siglo de
las luces”, el XVIII, multitud de centros de enseñanza; pero las vanguardias de la
intelectualidad, de la especulación, de las artes, de las ciencias, de la
investigación teórica y experimental ya no están en sus manos. Tampoco compete
a este lugar analizar cómo el estamento eclesiástico fue perdiendo esta función.
Lo cierto es que el criticismo y el racionalismo fueron minando la concepción
dogmática y tradicional de los saberes, que la escolástica dejó de ser el centro
del pensamiento filosófico, que el empirismo rompió el principio de la autoridad,
que la “razón independiente” se impuso, y que los “filósofos” de fines del siglo
XVII y de todo el XVIII son por lo general anticlericales e incluso, si no
antirreligiosos, sí contrarios o indiferentes ante las religiones positivas, y en
especial el catolicismo. Por su parte, la ciencia, servida cada vez más del
empirismo, abandonó las concepciones tradicionales, y se lanzó a las más audaces
conquistas por los caminos de la experimentación y el cálculo. No faltaron
elementos eclesiásticos ni mucho menos científicos creyentes que adoptaron
los nuevos métodos y se mantuvieron “al día” en las avanzadas de la investigación
o de las teorías cosmológicas; pero en general, la actitud “oficiosa” de la Iglesia,
o si se prefiere de sus portavoces intelectuales y científicos fue más bien
conservadora, tradicional, y en muchos casos defensora de causas abandonadas
desde hacía tiempo. Fue probablemente esta actitud, junto con la soberbia
intelectual del “filósofo” racionalista, la que hizo que no sólo se prescindiese del
magisterio eclesiástico, sino que se mirase con superioridad y desprecio a los
defensores de la tradición, y generalizando, a la Iglesia en general. Esta había
perdido en el siglo XVIII la autoridad moral para competir en las disputas
científicas, o se reputaban sus actitudes como “antifilosóficas”. Conservaba, sí,
influjo en la mayoría de las clases modestas, y era respetada en otros campos por
un número mayoritario de ciudadanos; pero su papel director en la transmisión de
los saberes, sobre todo las formas de saber más avanzadas, le había sido
arrebatado ya desde bastante antes de la Revolución.

Por su parte, la nobleza, como estamento, había abandonado su cometido de


defensa de la sociedad. Aun, es cierto, en las escuelas militares eran requeridas
pruebas de nobleza, aunque con cierta y progresiva laxitud (Napoleón, hijo de
una modesta familia corsa, logró con esfuerzo el ingreso, aunque sus compañeros,
por lo general aristócratas, se reirían de sus maneras zafias: el joven oficial no
olvidaría jamás aquellos desaires). Pero si para ser militar se requería ser más o
menos noble, para ser noble no era preciso conocer el ejercicio de las armas. La
mayor parte de los miembros de las familias aristocráticas vivían de rentas, u
ocupaban saneados puestos cortesanos, a veces con funciones puramente
simbólicas. Tenían acceso a los altos cargos del gobierno y de la administración,
sin apenas otra credencial que su ejecutoria nobleza, recibían una educación
esmerada y eran, en cierto modo, el paradigma de la sociedad, la meta a que
todo mortal hubiera querido llegar; pero la homologación de la idea de nobleza
con la de defensa de la comunidad por las armas estaba desde siglos
completamente olvidada. Por otra parte, y aunque miembros de las altas familias
seguían “sirviendo” en cargos de responsabilidad, el viejo sentido de “servicio”
había sido sustituido por el de “privilegio”. Ambas ideas se habían asociado
consciente o inconscientemente muchas veces; pero conforme tal sustitución se
había ido consagrando en la Historia, a lo largo de los siglos, y sobre todo en los
propios de la Edad Moderna, la más profunda razón de ser del estamento
nobiliario se había extinguido para siempre.

En efecto, en los últimos siglos del Antiguo Régimen, y muy concretamente en el


XVII o en el XVIII, la idea de privilegio es la que más exactamente define la
mentalidad nobiliaria. El privilegio es barrera de distinción, señal visible de
prosapia o de clase superior. De hecho, se había pasado de una división sectorial
o funcional a una concepción “vertical” de la sociedad, en la que las clases
privilegiadas ocupaban un puesto superior, preeminente, a cambio de no se sabía
qué tipo de prestaciones concretas a la sociedad. Esta falta de contrapartida
podía parecer y ser de hecho indignante, constituyendo así tanto motivo de
orgullo de unos como de envidia de otros. En tanto durase una filosofía capaz de
justificar la “desigualdad natural” de los hombres, tal situación podía ser ingrata,
pero soportable. Cuando llegase, con el criticismo racionalista, otra manera más
lógica de ver las cosas, la nobleza se vería falta de títulos de justificación, y no
sabría la Revolución fue una prueba espectacular de su desarme dialéctico con
qué recursos escudarse.

No sólo es esto. La nobleza, como estamento privilegiado y cerrado, ya había


empezado a ceder antes de la avalancha revolucionaria, aunque no a ataques
frontales. Más concretamente, cuando estuvo claro que su cualidad característica
era el privilegio, y que no existía una contraprestación clara capaz de justificar su
función en la sociedad, se reforzaron las presiones por parte de aquellos grupos
más ricos, influyentes o ambiciosos para ingresar en las filas del estamento
nobiliario. Se hicieron frecuentes las compras de títulos, que empezaron ya en el
siglo XVI, pero se generalizaron en el XVII; apareció, justificada por sus servicios
al Estado una nobleza funcionaria, o noblesse de robe, formada por los altos
cargos, que, no por encontrarse en medianas o malas relaciones con la nobleza de
sangre, dejaba de alternar con ella. Los elementos de la alta burguesía, mediante
la riqueza, el prestigio, la distinción, buscaban y con frecuencia obtenían
prebendas, rentas, honores, y cómo no, privilegios. Más que reforzar el
estamento nobiliario, lo desvirtuaban, y hasta el cierto sentido constituían un
caballo de Troya en el seno de la nobleza, puesto que no participaban de sus
ideales ni contribuían a sostener su viejo espíritu: antes al contrario, aceleraban
su disolución. La nueva e inauténtica (en sentido estamental) nobleza de los
últimos tiempos del Antiguo Régimen tendría muy pocos reparos en pasarse al
campo revolucionario, una vez que hubo llegado la hora. En estas condiciones, el
“brazo militar” tendría tan pocos o menos argumentos aún que la monarquía
absoluta para defenderse. En muchos caos, estaba convencida de la razón de las
nuevas ideas; en otros casos, se aferraba al orden antiguo sólo por intereses, casi
nunca por ideales. Se sintió vencida de antemano, cuando no pasó como hicieron
tantos nobles, idealistas u oportunistas, al campo de la Revolución.

Por lo que se refiere al estado llano, no cabe imaginar un grupo social menos
“llano” que el que llegó con esta denominación a los últimos lustros del siglo
XVIII. A él pertenecían los más opulentos banqueros y los más infelices mendigos;
los intelectuales refinados y exquisitos de la Ilustración o los analfabetos palurdos
del bajo campesinado. En realidad, el tiers état se había definido siempre por un
rasgo negativo: la carencia de cualidad noble o eclesiástica. Pero el progresivo
desarrollo de la burguesía, el ejercicio por ésta de las actividades mercantiles o
intelectuales, la conquista por la mesocracia del cargo, el magisterio, el
prestigio, y en ocasiones el mando político o administrativo, habían aumentado
monstruosamente las distancias, hasta el punto de que ya en los estadios finales
del Antiguo Régimen resulta absurdo hablar, para los no nobles ni clérigos, de un
solo estamento. Por eso la Revolución no necesitará, ni siquiera podrá, ser obra
del Tercer Estado como grupo, sino de determinados subgrupos dentro de él; y a
su cabeza, los menos infelices de los no privilegiados. Siempre se ha hablado de
la Revolución como obra de la buena burguesía, de las clases más próximas a las
favorecidas del Antiguo Régimen; y aunque haya en estas afirmaciones una parte
de tópico, no dejan de encerrar una buena parte de verdad. La burguesía
acomodada será, si no el único elemento de la Revolución, sí el más
caracterizado, el que lleve la iniciativa de los acontecimientos, y el que los
canalice en su propio provecho. Con ello, la Revolución pierde un poco su teórico
planteamiento de lucha de clases, y adquiere unos matices un poco más sutiles.
Se trata, en muchos casos, del afán de unos hombres que ya han alcanzado la
preeminencia de hecho, por conquistarla de derecho. Cuando Sieyés afirma el
tiers état lo es “todo”, no está pensando en los jornaleros o en los apacibles
oficiales de los gremios, aunque su alegato parezca estar revestido de un cierto
sentido social. El Tercer Estado lo es todo, porque posee la riqueza, la
inteligencia, la capacidad, en sus manos están las ideas dominantes, las
iniciativas fértiles, hasta las modas y las corrientes de los tiempos. Y sin
embargo, aunque el Tercer Estado (lo que Sieyés está pensando como Tercer
Estado, esto es la burguesía próspera e intelectual) lo es todo, jurídicamente no
le es admitida su superioridad moral, esa preeminencia que ya tiene virtualmente
conquistada con el mérito y la iniciativa. La Revolución buscará, por tanto,
hermanar de forma más realista la teoría con la práctica, y conceder el trato de
clase superior no al Estado Llano, sino a una parte del mismo, la más preparada
para asumir el relevo de las antiguas clases privilegiadas. La Revolución, al fin y
al cabo, señalará, con el encumbramiento de sólo una parte una minoría del
Tercer Estado, la desmembración de éste, y dejará abiertas las puertas cuando
llegue el momento, a una nueva revolución del Cuarto Estado.

4. La Revolución
Teoría de la Revolución
El concepto de Revolución, como forma de paso del Antiguo al Nuevo Régimen,
también ha sido teorizado por los historiadores de la Cultura, y ha alcanzado bajo
aquella escuela su más completo significado. Sin embargo, desde mucho antes se
viene escribiendo con mayúscula la palabra Revolución, referida a la época
histórica y al conjunto de hechos que en este tomo vamos a estudiar. La
importancia del fenómeno, el prestigio de los sistemas políticos a que dio lugar, y
una especie de particular glorificación de que ha sido objeto, hacen que la
Revolución por antonomasia, aquélla que no necesita de ningún especial
apelativo, sea la francesa, y, por extensión aquéllas que la acompañaron en el
tiempo, o derivaron de ella, para dar lugar a los regímenes liberales del siglo XIX.

Por otra parte, la sugestión que ofrecen en el terreno de la Historia los hechos
revolucionarios, su dramatismo, su capacidad para decidir el sentido de grandes
épocas, y hasta si se quiere una cierta susceptibilidad de encasillamiento y
clasificación de su fenomenología, han hecho que el acontecimiento histórico
“revolución” haya sido objeto de una cantidad sorprendente de estudios, análisis
y ensayos. Tenemos una “filosofía de la revolución”, una “sociología de la
revolución”, una “anatomía de la revolución”, una “historia natural de la
revolución”, y hasta títulos que recuerdan a pequeños manuales caseros, como
comment naissent les révolutions. Esta copiosísima bibliografía sobre el fenómeno
revolucionario nos permite un análisis más completo, y una más profunda
comprensión del fondo de los hechos; también se presta, por supuesto, a la
formulación de tesis deterministas, a fáciles ensayismos, y a excesivas
generalizaciones, que pueden ofuscarnos a la hora de encontrar la caracterología
de cada revolución en particular.

Revolución, como ha hecho ver uno de sus analistas más sagaces y comentados,
Crane Brinton, es una palabra de significado múltiple, que puede emplearse, casi
sin que nos demos cuenta, con sentidos muy diversos: “la gran revolución
francesa, la revolución americana, la revolución industrial, una revolución en
Honduras, una revolución social, una revolución en nuestro pensamiento, en el
vestido femenino, o en la industria del automóvil...”. En los casos que menciona
Brinton que no son más que una parte relativamente reducida de los que podrían
citarse podemos distinguir con facilidad dos tipos de revoluciones: aquéllas que
transforman de modo súbito una legalidad por otra (que es lo que más
propiamente solemos entender por revolución), y aquéllas que suponen “un gran
cambio” en determinadas formas de la vida humana. Sin embargo, la distinción
no está tan clara como parece en muchos casos. Toda gran revolución política o
social va acompañada de importantes cambios en las formas de vida, en las
costumbres y hasta en las modas. Al mismo tiempo, una rápida y drástica
transformación en las mentalidades, en los comportamientos o en el estilo de la
gente, conlleva tarde o temprano, por medios violentos o sin ellos, no menos
importantes transformaciones en los regímenes políticos o en las formas
organizadas de convivencia pública.

Forster y Greene, al parafrasear el concepto de revolución expresado por


Kamenka, ven en ella, ante todo, la imposición drástica y profunda de un cambio
brusco, un fenómeno de grandes proporciones capaz de separar sin lugar a dudas
un “antes” y un “después”: en esto se distingue justamente la revolución de la
evolución, que no tiene límites definidos, y no tiene por qué resultar drástica. La
revolución viene a ser así un “vuelco” “radical” y “trascendental”. La idea de
“violencia” parece que no queda indispensablemente unida a la idea de
revolución; sí lo de algo drástico y contundente. Y también a la de “interrupción”
o “quiebro”. Vicéns Vives ha dado quizá la definición más breve que se ha hecho
del proceso revolucionario: “ruptura del equilibrio histórico”. Como una
“interrupción drástica” lo ve Sigmund Neumann. Lo “drástico” vemos que la
palabra se repite sustituye con ventaja a lo “violento”. Y quizá, para que el
dramatismo del quiebro adquiera todo su significado, hay que asociar a la idea de
revolución (tal como solemos entenderla en la historia) un tinte de “ilegalidad”, o
si se quiere de enfrentamiento de alguien con la legalidad, para sustituirla por
otra. Así lo ve justamente J. B. Duroselle, cuando observa en la revolución “una
tentativa para sustituir el poder establecido por otro poder, mediante la
utilización de medio ilegales”. “Estos medios continúa el citado autor
implican, generalmente, la violencia, pero podemos hallar casos extremos en que
no es necesario ejercerla. Lo que constituye el elemento esencial de la
revolución es la ilegalidad”. Sin duda es esta idea la que mejor puede separarnos
el concepto de revolución en su sentido más amplio (el de grandes cambios o
innovaciones), del que corresponde a su sentido más estricto, y que necesitamos
precisar aquí, esto es, el de subversión de un orden establecido. Tal subversión se
hace casi siempre por medios violentos; pero no es la violencia una nota
absolutamente necesaria: lo es en cambio la ilegalidad. No hace falta recordar
aquí que ilegalidad no debe confundirse con ilicitud. Lo que hace la revolución es
oponerse a una forma determinada de ordenamiento legal, y tratar de sustituirlo,
mediante una acción desde fuera de aquél, por otro ordenamiento legal, más
justo o menos justo, según los casos, que el anterior. Este choque entre dos
legalidades posibles la virtual, que tratan de imponer los revolucionarios, y la
vigente antes de la revolución es la consecuencia de una previa situación de
“guerra interna”, para utilizar la terminología propuesta por Eckstein, y aceptada
por Stone y otros.

Guerra interna es “una situación de radical no entendimiento entre dos grupos


miembros de una comunidad”. La forma más aguda de la guerra interna es,
naturalmente, la guerra civil, pero una no conduce necesariamente a la otra. En
el curso de la historia nos encontramos con situaciones de “radical no
entendimiento”, de oposiciones cerradas, que pueden durar generaciones
enteras, sin llegar a una ruptura abierta de hostilidades. Ahora bien, y esto es lo
interesante para nosotros: para que se produzca una revolución es necesaria una
previa situación de guerra interna. Hace falta una ideología opuesta a la ideología
oficial, un grupo de personas absolutamente disconformes con el sistema de
gobierno existente, o con la forma de ejercerlo, un deseo consciente de derribar
al poder establecido, y de sustituirlo por otro más acorde con las propias
aspiraciones. “Una revolución ha escrito J. Godechot no es un rayo que
descarga en una tarde serena”. Precisa de la formación de una tormenta, del
agolpamiento progresivo de nubes amenazadoras, que, por así decirlo, “se ven
venir”. Ha de existir una situación previa en que la revolución sea un hecho
previsible, o por lo menos posible.

Origen de los fenómenos revolucionarios


Crane Brinton ha estudiado con cierto detalle esos “signos preliminares”. Uno de
los más característicos es la “deserción de los intelectuales”. Las revoluciones
suelen comenzar, antes de por otro costado cualquiera, por las ideas. Una
corriente de criticismo enarbolada por un grupo de pensadores, a la cual se van
sumando más y más teóricos, puede ser un signo bastante visible de que se
aproxima una revolución, si no se ponen los medios para evitar o encauzar el
cambio. Como resultado de esta deserción de los intelectuales, surge un cuerpo
de doctrina, cada vez más estructurado y completo, que contempla todo lo que
tiene que hacer la revolución y lo que hay que hacer al día siguiente de su
triunfo mucho antes de que estalle realmente, y, más aun, mucho antes de que
empiece siquiera a organizarse. Las ideas comunes unen, sobre todo si junto a las
ideas comunes puede hablarse de una desgracia común. Se forma una élite o un
grupo organizado, que trata de estructurar sus cuadros, formular un programa y
ganar adeptos; cuando esta fuerza, prevalida de sus ideas y de una dialéctica
peculiar, comienza a actuar como tal pública o clandestinamente, la guerra
interna es ya un hecho.

La guerra interna puede mantenerse larvada mucho tiempo, sin transformarse en


revolución, o caso de que el antiguo régimen logre resistir en guerra civil. Los
descontentos, antes de lanzarse a la acción, han de contar con un mínimo de
probabilidades de éxito. Una de sus mayores necesidades es la de una fuerza
armada o la de un considerable apoyo popular (cualquiera de estas dos ayudas
puede suplir a la otra, aunque es deseable el concurso de las dos). Por ello, es
frecuente que los revolucionarios esperan una coyuntura favorable, o una
situación de descontento contra el equipo gobernante; descontento que puede
estar provocado por motivos muy diversos a aquéllos que mueven a los
revolucionarios “auténticos”. Stone ha distinguido hasta tres niveles sucesivos de
motivos ocasionales para el estallido de una revolución: las “precondiciones”, los
“precipitantes” y los “disparadores”. El esquema es, muy probablemente,
artificioso. Todo intento de encorsetar la libre fluencia de la Historia mediante
patrones rígidos está a la larga condenado al fracaso. Pero no deja de tener una
porción muy considerable de lógica: cualquier revolución estalla más fácilmente
bajo condiciones favorables: motivos reales de descontento, injusticias
flagrantes, estructuras que se han quedado anticuadas y reclaman reformas. Una
nueva filosofía de la vida puede intentar el asalto al poder en cualquier
momento; pero si las “precondiciones” ayudan, es más probable que lo haga; y
aún más: esas mismas “precondiciones” pueden fomentar el surgimiento o
desarrollo de esa filosofía. Luego, hay o puede haber “precipitantes” que den de
pronto al cuerpo de doctrina potencialmente revolucionario una inmensa fuerza
moral: una crisis económica, una derrota militar, un escandaloso fallo de los
gobernantes. Tampoco parece necesario admitir que sin “precipitantes” no puede
haber revolución; pero está perfectamente claro que con ellos, la revolución
(aunque impulsada por ideas o ansias previas) cobra nuevas alas, y puede
decidirse, precisamente entonces, a actuar, y tiene más probabilidades de salir
adelante. En un último plano, la cuestión de los “disparadores” el detonante
concreto que pone en marcha el movimiento revolucionario está íntimamente
relacionado con una de las cuestiones más debatidas de la “teoría de la
revolución”: ¿espontaneidad o planeamiento? ¿Qué es lo que hace que la gente se
lance a la calle, que los ciudadanos se armen, que una masa más o menos
compacta de seres humanos comience, en un momento muy concreto, a actuar?

En este punto, siguen enfrentadas la thése de circonstance y la thése du complot.


Ernest Labrousse distingue entre revoluciones “endógenas” y “exógenas”, y cada
una de ellas puede ser, a su vez, “espontánea” o “planeada”, aunque a Labrousse
todas las grandes revoluciones francesas le parecen espontáneas. Para Augustín
Cochin, por el contrario, la espontaneidad colectiva no existe. El “pueblo” 
expresión ambigua, que en épocas revolucionarias adolece de más ambigüedad
que nunca no se levanta como un conjunto si alguien no le dirige. La cuestión en
el fondo, corresponde más al ámbito de la Sociología que al de la Historia. Y lo
que puede deducirse de la Historia es que ambas tesis en cierto modo se
complementan. Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar una revolución
propiamente dicha que no cuente con una planificación previa, y un equipo de
iniciados, o bien de “iniciadores”, conscientes desde el primer momento de que
están haciendo algo en común. Pero también parece claro que, en muchos casos,
quienes responden al llamamiento de estos iniciado no estaban comprometidos
previamente en el “complot”, ni tenían siquiera conocimiento del mismo: siguen
el golpe espontáneamente. Debido precisamente a esa adición de elementos
espontáneos, que constituyen por lo general la masa o carne de cañón del
golpe, el movimiento deriva muchas veces por cauces distintos de los que habían
proyectado sus impulsores.

Las etapas del proceso revolucionario


Los especialistas suelen distinguir también varias etapas en el curso de un proceso
revolucionario: el golpe propiamente dicho, la caída del viejo sistema, el
gobierno de los moderados, la “luna de miel”, la revolución exaltada o
sobrerrevolución, el gobierno de los exaltados, el terror, la reacción
termidoriana... Ello implica de nuevo una forma de determinismo, o por lo menos
de intento de cuadricular al servicio de leyes o “constantes” la infinita variedad
de la Historia; en tal sentido, cualquier esquema, aunque no sea concebido a
priori y pretenda ser resultado de una operación inductiva, basada en la similitud
de los hechos de una serie de revoluciones distintas, debe ser acogido con cierta
desconfianza; máxime que lo que hacen la mayor parte de los autores es tomar
como modelo la Gran Revolución Francesa, y buscar, en otros ejemplos históricos,
situaciones similares a las que en aquélla se registran. Tales situaciones se
encuentran siempre o casi siempre; de lo cual se desprende que todas las
revoluciones se parecen entre sí, y presencian en su decurso procesos muy
parecidos. Es probable que, con el mismo método, pudieran encontrarse en cada
revolución elementos distintos, e incluso de naturaleza contradictoria con la de
otros fenómenos revolucionarios anteriores o posteriores; de lo cual podría
deducirse, con el mismo fundamento que antes, que todas las revoluciones son
distintas, y no se las puede encerrar en un esquema único. Es probable también
que esta conclusión sea tan incierta como la anterior.

No debemos escandalizarnos ante el prurito de ciertos historiadores por encontrar


similaridades. Parece aceptable que, si admitimos la unidad de la naturaleza
humana, la Historia nos muestre una y otra vez una serie de rasgos comunes, de
“parecidos de familia” que nos permiten “reconocernos” a nosotros y a nuestros
problemas en multitud de momentos del pasado. La Historia nunca es idéntica 
en sentido estricto, no se “repite” jamás, pero siempre esanáloga, y nos permite
encontrar un número sorprendente de situaciones parecidas. En este supuesto, no
es extraño que en un fenómeno en que las virtudes y las debilidades humanas se
muestran de una forma tan primaria y descarnada como es el caso de las
revoluciones, sea fácil encontrar similaridades. Y probablemente estas
similaridades resultan aleccionadoras, porque nos muestran algunos de los
caracteres más fundamentales de las proclividades humanas. Ello, sin embargo,
no nos autoriza a dar por supuesto que tales hechos similares tienen que
registrarse necesariamente en todos los procesos revolucionarios, incluso en los
que están por venir.

Dos hechos que parecen ser muy frecuentes en las revoluciones, o por lo menos
en las revoluciones importantes, son: primero, que los hechos llegan mucho más
lejos que lo previsto por quienes organizan o dirigen inicialmente el movimiento;
el proceso se complica y se radicaliza, el programa de los primeros momentos se
revela insuficiente, se cometen más abusos y violencias, o hay que soportar por
un tiempo más extorsiones o más crímenes que los que se achacaban al régimen
caído, y muchos ciudadanos se sienten con motivos para pensar que existe en lo
que está ocurriendo una gigantesca contradicción. Segundo, que una revolución,
por radical que pretenda ser, y aunque crea haberlo cambiado todo, no supone
una ruptura total de la continuidad histórica. Ciertos rasgos del antiguo sistema 
o rasgos heredados, cuando menos subsisten a pesar de todo, y la situación final,
una vez que se alcanza un estado de “normalidad”, ve aflorar, con golpe
termidoriano o sin él, muchos de aquellos rasgos antiguos, que conviven
pacíficamente con la nueva fisonomía general que ha venido a consagrar el
cambio revolucionario. Estos dos hechos que acabamos de enunciar la
inevitabilidad de la radicalización y el reafloramiento final de elementos del
Antiguo Régimen no son contradictorios. Al contrario, la exageración del prurito
revolucionario, al llegar mucho más allá de lo razonablemente esperable y
deseable, da fuerza moral a una pendulación de sentido contrario, que, sin
necesidad de una vuelta atrás en sentido estricto (la cual puede existir también,
naturalmente), “amnistía” a una serie de aspectos del Antiguo Régimen, que
ahora, bien mirados, no resultan tan abominables como parecían en la vorágine
del desbordamiento revolucionario.

La Revolución como pared de tiempo


Por lo demás, no es éste el momento de ponernos a desarrollar el siempre
sugestivo, pero resbaladizo tema de la “filosofía de la revolución”, sino de
señalar los aspectos más característicos de aquéllas que nos disponemos a
estudiar en este volumen. En este sentido, habremos de destacar el papel de las
revoluciones (la norteamericana, la francesa, las europeas, las iberoamericanas)
como forma de ruptura del Antiguo Régimen y como “proceso acelerado” o
“pared de tiempo” que conduce a otra realidad histórica, que llamaremos Nuevo
Régimen. Cuando las hayamos recorrido todas estaremos en mejores condiciones
para contemplarlas como un proceso único, como una Revolución que puede y
suele escribirse con mayúsculas. No se trata de aceptar aquí en sus términos
estrictos la tesis de la Revolución occidental o Revolución atlántica, que
defienden R. Palmer y J. Godechot, y que ha encontrado en los últimos años
algunos contradictores; sino de plantear la cuestión en términos mucho más
sencillos; puede hablarse de Revolución como un todo (al referirnos a las
europeas y americanas de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX) en el sentido
de que derriban al Antiguo Régimen y erigen el Nuevo Régimen.

Y ahora, bajo este planteamiento general, es cuando podemos reconocer que la


Revolución no tiene por qué ser una subversión sangrienta de fuerzas lanzadas
fieramente a la calle. Lo importante no es la revuelta en sí, sino el paso del
Antiguo al Nuevo Régimen mediante un proceso acelerado. Así es como podemos
considerar las formas tan diversas de manifestarse la Revolución. En unos casos, y
el ejemplo por excelencia es el de Francia, conviene perfectamente con la idea
de “Revolución” que nos habíamos formado. En otros, se trata, como en la
América sajona o ibérica, de un proceso de emancipación que se acompaña al
paso por un cambio constitucional mediante el cual se consagra el tránsito del
Antiguo al Nuevo Régimen. La Revolución puede verificarse también mediante la
implantación de un nuevo sistema por un proceso contrario a la emancipación,
como es la conquista de un país por otro país ya revolucionario: son los casos, por
ejemplo, de los Países Bajos o Italia. También puede haber revoluciones internas,
pero incruentas, como las de Portugal o España, donde es una asamblea
extraordinaria, en nuestro caso las Cortes de Cádiz, la que implanta una serie de
reformas tan profundas, al menos sobre el papel, como las francesas, pero “sin
derramar una gota de sangre, ni una lágrima siquiera”, como se gloriaba el poeta
Quintana en sus cartas a lord Holland. El resultado es el mismo de todas formas.
Hasta el punto de que dondequiera que nos encontramos con un sistema tipo
Nuevo Régimen podemos decir que por allí ha pasado, de una manera u otra, la
Revolución.

Sólo tenemos un caso anómalo, en donde el esquema no resulta fácilmente


aplicable: y es el de la Gran Bretaña, justamente donde “la política es el arte de
hacer reformas para evitar revoluciones”. En Gran Bretaña no encontramos una
revolución propiamente dicha, a no ser que consideremos como tal el conjunto de
las dos insurrecciones insulares de 1640-1688; pero esos ejemplos quedan
demasiado adelantados en el tiempo, y de ellos no resulta una situación
arquetípica de Nuevo Régimen, aunque sí una especie de “avance” de él.
Podríamos decir que el sistema inglés de mediados del siglo XVIII es, aún con
determinadas características muypeculiares, más afín al concepto de Antiguo que
de Nuevo Régimen; por el contrario, el de mediados del XIX es, con especiales
particularidades también, más afín al Nuevo Régimen que al Antiguo. Pero en
ningún momento encontramos un grave trauma, un cambio brusco o drástico, un
“proceso acelerado”. No ha habido Revolución, ha habido evolución. Y basta esa
evolución para llegar a resultados muy similares a los del resto de Europa
occidental. Gran Bretaña merecerá un trato especial; pero no va a alterar
sustancialmente el plan de nuestro estudio. No es más que la excepción que
confirma la regla de la existencia generalizada de la Revolución.

5. El Nuevo Régimen
Caracteres
Si examinamos la naturaleza de los sistemas salidos del turbión revolucionario 
sea cual haya sido en cada caso el tipo de revolución operada nos encontramos
en todas partes con resultados muy parecidos. Estos resultados pueden analizarse
simplistamente de forma esquemática, de modo parecido al que hemos utilizado
para analizar las características más salientes del Antiguo Régimen. Quizá no esté
de más adelantar que en determinados aspectos, también en el Nuevo Régimen se
registran considerables diferencias y hasta contradicciones, entre teoría y
práctica.

En lo ideológico
Desde el punto de vida ideológico, quizá el rasgo más definitorio del espíritu del
Nuevo Régimen sea el “pluralismo”. Ahora los hombres no sólo pueden pensar de
forma diversa o encontrada, sino que la filosofía de los nuevos tiempos admite y
hasta casi aconseja que así lo hagan. El pluralismo es la más clara garantía de que
existe libertad de pensamiento. Y esta libertad, puesto que constituye uno de los
más elementales derechos del hombre, debe ser respetada. La filosofía del
Antiguo Régimen reconocía una verdad única e invariable, y con ella un bien y
una justicia. Lo que se apartara de esa verdad tenía que ser falso
necesariamente, y por ende, aceptar la falsedad, practicarla o propalarla era un
acto injusto y perverso, de modo que quien tal hacía debía ser castigado como un
malhechor. La filosofía del Nuevo Régimen no niega que exista una verdad
absoluta, y que por tanto lo que se aparte de esa verdad debe ser mentira; pero,
a la vista de las divergencias entre los seres humanos, prefiere inhibirse de la
cuestión, dejarla de lado. Todo lo “absoluto” tiene ahora mala prensa. Se admite
la validez de aquellos postulados que puede constatar la razón humana (que por
algo la Revolución es hija del racionalismo a ultranza); ahora bien: como el
humano razonamiento puede llegar, y de hecho llega, a conclusiones distintas y
hasta contrapuestas, y no siempre de la discusión sale la luz, sólo caben tres
soluciones: admitir una de estas conclusiones y excluir por la fuerza todas las
demás; llevar la dialéctica de la contraposición a un estado de disputa constante,
en una actitud de mutuo no reconocimiento; o dar carta de legitimidad a todas
las opciones razonadas (prescindiendo de que objetivamente sean ciertas o no),
arbitrando unas reglas del juego, para que, sin dejar de contraponerse, puedan
subsistir tanto unas como otras, mediante el mutuo respeto. La primera solución
significaría el absolutismo, la segunda la anarquía, la tercera el liberalismo. Esta
última es la aceptada por la filosofía del Nuevo Régimen.

Podríamos así relacionar en sentido amplio el espíritu informante del Antiguo
Régimen con algo esencial, absoluto, inmutable, basado en unos cimientos
ciclópeos e incontrastables; incontrastables, entre otros motivos, porque está
prohibido contrastarlos. Por el contrario, el espíritu informante del Nuevo
Régimen se nos sugiere relacionado con lo existencial, con lo relativo,
contingente y variable. Sustituye la seguridad por la libertad, y trata de
compensar o de salir ganando una cosa a costa de la otra.

La falta de una verdad absoluta, igualmente válida para todos, puede dar lugar a
situaciones de angustia, o de perpleja incertidumbre; por lo mismo, a actitudes
de búsqueda. Realmente, el Nuevo Régimen vive la Historia buscando. El sistema
ensayado hoy se revela insuficiente mañana; lo que pareció un día idea salvadora
acaba siendo desechada en aras de otra solución más atractiva que se presenta en
cualquier momento; el orden implantado por una revolución es sustituido al cabo
de cierto tiempo por el que postula otra revolución, que encuentra para
imponerlo argumentos por lo menos tan convincentes aunque, por esencia,
siempre discutibles que los esgrimidos por la revolución anterior. La historia del
Nuevo Régimen es así y tiene que ser una historia de búsquedas, de tanteos, de
acercamientos relativos a la verdad, que nunca, por definición, pueden tocar, ni
con la punta de los dedos, lo absoluto.

El Nuevo régimen es también, por naturaleza, la coexistencia de opiniones


diversas, y en ocasiones encontradas. Las fórmulas para arbitrar entre ellas un
equilibrio un equilibrio dinámico: nunca puede ser estático son variadas, y su
éxito es, según los casos, muy desigual. Supuesto que también por definición
no pueden ser fórmulas absolutas e intangibles, cuando una opción determinada
siente motivos para rechazarlas, y lo hace, quedan rotas las reglas del juego, y la
dialéctica de las oposiciones sale de sus cauces auto-aceptados, hasta provocar
desbordamientos, o choques sin arbitraje. La revolución se hace así protagonista
habitual de muchas coyunturas históricas. No es ya la Revolución con mayúscula,
el gran vuelco que derribó al Antiguo Régimen, sino una serie más o menos
frecuente de revoluciones con minúscula, que sustituyen unas formas de entender
el Nuevo Régimen por otras distintas. La Revolución, al derribar un orden
sagrado, absoluto e intangible, y al no sustituirlo porque hacerlo hubiera sido
una contradicción por otro orden de naturaleza similar, hizo posibles en
adelante, hasta prácticamente obvias, nuevas revoluciones.

Es cierto que no faltaron intentos de sacralizar el Nuevo Régimen. La Soberanía


Nacional y los Derechos del hombre se consideraron desde el primer momento
principios intocables, e incluso “ilegislables”, es decir, de tal modo por encima
de la legislación positiva, que lo único que puede hacer la ley es simplemente
reconocerlos, no proclamarlos: por la misma razón por la que no se puede legislar
que dos y dos son cuatro. Quizá el intento más completo por “anclar” el Nuevo
Régimen sea el prurito constitucional. La Constitución ideada ya por los
patriotas norteamericanos y consagrada por los franceses en 1791 es la ley de
leyes, la norma inalterable que recoge los más eminentes principios de la nueva
forma de concebir la cosa pública. Ante el libro de la Constitución hay que
prestar juramento, se la hace desfilar por las calles entre hachas encendidas, y a
su paso los ciudadanos han de doblar la rodilla. Hasta tal punto se convirtió la
Constitución en norma cuasi-absoluta, que en el lenguaje público del Nuevo
Régimen se hizo frecuente, a la hora de valorar un asunto, discutir, no sobre si
era bueno o malo, conveniente o inconveniente, sino si era constitucional o
anticonstitucional.

Con todo, estos intentos de anclaje no resultaron lo suficientemente sólidos. Los


dogmas teóricos, como la soberanía popular o los derechos humanos, fueron
aceptados por todos, pero constituían principios demasiado etéreos para fijar
normas concretas de convivencia. Diversos grupos humanos pueden considerar
que acatan cada uno por su parte estos principios, y, sin embargo, considerarse
incompatibles entre sí. En cuanto a los textos constitucionales, sí son mucho más
normativos, y aplicables a los hechos reales de la vida, pero resultan ser la obra
de un grupo determinado los miembros de la asamblea constituyente, con el
que pueden no estar de acuerdo otros grupos. Si en el momento de elaborarse
una Constitución ésta es, en teoría al menos, fruto de una voluntad mayoritaria,
pasado un tiempo, muchas voluntades individuales pueden desertar del primitivo
acuerdo, o pueden surgir a la vida pública nuevas generaciones de voluntades
desacordes. Con la misma garantía del respaldo popular que permitió a unos
hombres elaborar una Constitución, pueden otros hombres, pasado mucho o poco
tiempo, elaborar una Constitución nueva. De hecho, la inmensa mayoría de los
países que han vivido históricamente el Nuevo Régimen, han tenido varias o
muchas Constituciones, con frecuencia contradictorias entre sí.

Por debajo del abigarrado panorama de revoluciones secundarias, golpes de


Estado, regímenes provisionales, repúblicas federales o unitarias, partidos que
nacen, se desarrollan y mueren, late el espíritu común que informa la razón de
ser del Nuevo Régimen, aunque su faz externa sea cambiante, en busca de un
sistema capaz de ser admitido por todos, y de una verdad indiscutible, que, tarde
o temprano, acabará siendo discutida.

En lo político
En lo político, es nota esencial del Nuevo Régimen el demo-liberalismo, o, si se
quiere, primero el liberalismo, y luego, en una etapa políticamente más
desarrollada, la democracia. La confusión entre liberalismo y democracia hasta
el punto de hacer admisible la ya citada palabra común, demoliberalismo es
relativamente fácil, y con frecuencia se incurre en ella en el lenguaje ordinario.
Tanto el liberalismo como la democracia se fundan en la separación de poderes,
el constitucionalismo, el reconocimiento de derechos ciudadanos, el
parlamentarismo y la existencia organizada de partidos políticos. El liberalismo,
sin embargo, restringe hasta cierto punto los criterios de aplicabilidad de la
soberanía del pueblo, es más elitista, suele contemplar el sufragio censitario y
otra forma de voto limitado, estima que no todos los sujetos están igualmente
capacitados para asumir las responsabilidades de la cosa pública, y por
consiguiente tiende a dividir la sociedad en dos grandes grupos: los ciudadanos
activos, sujetos de derechos civiles y políticos, y los ciudadanos pasivos, sujetos
de derechos civiles solamente. La democracia, en cambio, no hace distingos, y
mide por un igual los derechos y deberes de todos los ciudadanos; su principio
básico es el sufragio universal. Conviene recordar que hasta la segunda mitad del
siglo XIX, liberalismo y democracia no sólo eran formas políticas distintas, sino
que se consideraban contrapuestas. Para los liberales, la palabra “demócrata”
era un insulto, y venía a significar poco menos que hoy demagogo: partidario de
que el cuerpo social sea gobernado por los pies. Esta concepción responde a una
mentalidad que halla sus formas más cabales de manifestación en la época
romántica, e informa el espíritu político que hemos de estudiar en el tomo XII. La
democracia se convertirá en el eje político de la época histórica que comienza a
estudiarse en el tomo XIII de esta misma colección.

Los caracteres esenciales del liberalismo quedan ya en parte esbozados. Pero


hemos de tener en cuenta que el liberalismo histórico no excluye la monarquía.
Ya sea porque no contradice sus principios, porque posee una fuerza de
perduración capaz de atravesar las fronteras entre los estados, o porque el
espíritu selectivo del régimen liberal ve en ella un símbolo imprescindible de
preeminencia y arbitraje, la monarquía no sólo es tolerada, sino defendida por los
tratadistas políticos. En 1793 parecían incompatibles Nuevo Régimen y Monarquía;
en 1830 se consideraron mutuamente necesarios. Todavía en 1860, cuando
empieza a abrirse camino la democracia, en toda Europa no existía más que una
república: Suiza. Paradójicamente, menos que en el Antiguo Régimen, en que
habían sido republicanas también Génova, Venecia y Holanda (y por breve tiempo
Inglaterra). Con todo, la democracia haría debilitarse posteriormente el espíritu
monárquico en Europa, aunque las repúblicas no serían mayoría hasta después de
la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, en América, el sistema republicano
se identifica desde el primer momento con el Nuevo Régimen, y se muestra
compatible tanto con estructuras políticas de corte liberal como con la plena
democracia.

La esencia del liberalismo, ha precisado Sánchez Agesta, es la división de


poderes. Otras formas fundamentales de Nuevo Régimen son, al menos
momentáneamente, prescindibles; la separación de poderes no. Derivando, como
a su tiempo se verá, del pensamiento de Locke y Montesquieu, el liberalismo
contempla tres formas de potestad independientes entre sí: la que elabora las
leyes (poder legislativo), la que las hace cumplir (poder ejecutivo), y la que
determina si se han cumplido o no (poder judicial). El poder legislativo
corresponde a la asamblea electiva y deliberante, el ejecutivo al Jefe del Estado
y sus ministros, y el judicial a una magistratura libre y no extorsionable por los
otros dos poderes. El hecho de que los tres sean en principio independientes no
implica que no exista una forma de interdependencia mutua que, con la menor
cantidad posible de sumisión, establezca sus recíprocas relaciones. Así, la
asamblea que asume el poder legislativo es, en muchos casos convocada y
disuelta por el Rey o los gobiernos, es decir, por el poder ejecutivo: si bien éste
suele quedar obligado a verificar nuevas elecciones dentro de un plazo dado. Las
leyes son elaboradas por el poder legislativo, pero no siempre puede éste
promulgarlas: por lo general, es preciso el refrendo del Rey o Jefe del Estado.
Este refrendo puede ser automático, es decir, obligatorio, con lo que el Jefe del
Estado promulga las leyes sin o contra su voluntad; o bien, en otros casos, el voto
suspensivo o derecho de veto le permite ser un auténtico filtro de las leyes, que
deja muy disminuida la potestad legislativa de la asamblea. En este punto se
concentran los más abruptos escollos del principio de separación de poderes, que
las distintas Constituciones procuran solventar del mejor modo posible, buscando
fórmulas intermedias, más o menos capaces de salvaguardar la independencia de
las dos potestades. Es de notar que aún en los casos en que el poder ejecutivo ha
de aceptar sin reservar las imposiciones del legislativo, cuenta con una válvula de
escape, el “decreto”, que en principio no es más que una explicitación de alguna
ley ya preexistente, pero que en la práctica permite una cierta holgura de
interpretaciones, y hace posible una labor de gobierno efectivo. Esta labor de
Gobierno corresponde normalmente a los ministros, no al monarca. En el Nuevo
Régimen, el Rey, aceptando la fórmula inglesa, reina pero no gobierna; si bien su
influjo directo o indirecto en la marcha de la política no es casi nunca
despreciable.

Otros ingredientes prácticamente imprescindibles del orden político son la


Constitución y los partidos. La Constitución es, como queda dicho, un intento de
simbolizar la nueva forma de soberanía en un monumento paradigmático e
inatacable. Suele contemplar la naturaleza del gobierno, la relación de poderes y
su mecanismo, los derechos y deberes de los ciudadanos: y da pie, con mayor o
menor holgura, según los casos, a una serie de leyes orgánicas complementarias.
Hay constituciones abiertas y cerradas, rígidas y flexibles: cada cual tiene sus
ventajas y sus defectos funcionales, y de ellos depende también de la coyuntura
política la duración de su vida. La Constitución, aunque se elabora “para
siempre”, es por lo general perecedera. Pero el sistema constitucional no perece
por ello. Apenas caída una Constitución, quienes la han derribado se apresuran a
elaborar otra nueva.

Si la Constitución es la forma más estentórea de la realidad política del Nuevo


Régimen hasta el punto de que en el siglo XIX se identifican oficialmente sistema
liberal y sistema constitucional, el “partido político” no está, por lo general,
contemplado en ninguna Constitución, ninguna ley orgánica, ni siquiera en
ninguna ley ordinaria. Parece como si los legisladores se hubiesen olvidado de la
inherencia del partido político al Nuevo Régimen. Porque efectivamente, este
tipo de organismos prolifera en los estado liberales más tarde también en los
democráticos como un elemento necesario e insustituible del sistema. Es curioso
pensar que el partido no está previsto en principio por la Revolución, como no lo
está la “oposición”. No parece, en los estadios iniciales, que deba haber más
partido que el partido revolucionario, o partido liberal, que engloba a todos los
individuos que desean el Nuevo Régimen; como no se concibe otra oposición que
la oposición al régimen mismo. Pero el “pluralismo” que deriva de la propia
esencia de la libertad de pensar y manifestar cada cual su propia opinión, genera
la propensión, casi biológica, a la agrupación de aquéllos que piensan de igual o
de forma suficientemente parecida. O bien de aquéllos que tienen intereses
comunes y persiguen un mismo objetivo. Así, la Revolución, basada en principio
en la “voluntad general”, tiene que admitir la existencia de una serie de
voluntades particulares, que conciben de forma distinta qué es lo que debe ser y
lo que debe hacer la propia Revolución. Y como nadie representa la voluntad
general, han de gobernar aquél o aquéllos que representen cuando menos la
voluntad mayoritaria, en tanto que las voluntades minoritarias se oponen, no a la
Revolución en sí, sino a la forma en que la entiende el grupo de revolucionarios
que ostenta el poder. Sin embargo, este planteamiento, que ya se hizo patente
en todas partes muy poco después del advenimiento del Nuevo Régimen, no se
consagra orgánicamente hasta bastante después: en casi todas partes, a raíz de la
segunda oleada revolucionaria, en 1830. A su tiempo, examinaremos esta
cuestión.

En lo institucional
Desde el punto de vista institucional, la Revolución arremetió derecha contra la
abigarrada y muchas veces inconexa estructura administrativa del Antiguo
Régimen. Uno de los mayores pruritos de los revolucionarios a veces, también
uno de los más visibles argumentos dialécticos fue el de ordenar lo desordenado.
Dos criterios les guiaron en este punto, principalmente: racionalización y
centralización. Es lógico que el fermento racionalista que late en el fenómeno
revolucionario buscase en todas partes sustituir el por lo menos aparente caos por
un verdadero organigrama. Los organismos se crean o se reforman conforme a un
plan lógico y ordenado. Cada función pública tendrá su razón de ser, y su utilidad
probada. Se acaba con la diversidad de fueros, y todo el país que ahora se llama
nación, marcha, se organiza y obedece de acuerdo con una normativa uniforme.
Hay una administración igual, una justicia igual, unas comunes obligaciones
públicas, un mismo tipo de impuestos para todo el país, y hasta un sistema de
monedas, de pesas y medidas no sólo racionalizado, sino igualmente válido en
todas partes. Las circunscripciones territoriales quedan igualmente
racionalizadas: no valen las antiguas (intendencias, reinos, señoríos), y se
sustituyen por otras mucho más iguales entre sí, muy claramente dibujadas sobre
el mapa, y que se llaman departamentos o provincias. Su creación representa casi
siempre el triunfo de la geografía sobre la historia: se tienen más en cuenta los
accidentes naturales, las corrientes de agua, las divisorias o las montañas, que las
tradiciones, los dialectos o el folklore: elementos que se consideran en cierto
modo vinculados al Antiguo Régimen, y por consiguiente desechables. Las nuevas
divisiones se nos muestran mucho más lógicas y racionales, pero en aquellos casos
en que no tienen suficientemente en cuenta las tradiciones, representan una
imposición artificial, contra la que podrá rebelarse un día el elemento humano,
en forma de movimientos de tipo regionalista: máxime que a la erección de
circunscripciones artificiales se une casi siempre su férrea dependencia, muy
racionalista y funcional también, al poder central.

No cabe duda de que una de las consecuencias más importantes de este


gigantesco proceso de reestructuración interior es el reforzamiento del poder del
Estado. Como ha hecho ver J. J. Chevalier, Leviathan, “ese monstruo que
engorda un poco más a cada bote que da el mundo”, sale siempre favorecido de
las revoluciones, aún en el caso de que éstas se hayan hecho en nombre de la
libertad individual. La Revolución pone así, tal vez sin buscarlo
intencionadamente, para bien o para mal, las bases del Gran Estado
contemporáneo.

En lo social
Teóricamente, la función del Nuevo Régimen en lo social es negativa: hace
desaparecer los estamentos, los distingos, los privilegios. Todos los ciudadanos
“nacen” libres e iguales, es decir, lo son por naturaleza, y por lo tanto se
constituyen en sujetos de los mismos derechos y deberes. En teoría, la Revolución
es monoclasista, y no admite más que un único tipo de miembros de la sociedad,
los “ciudadanos”.

Sin embargo, un principio de distinción se hallaba ya impreso en las doctrinas


prerrevolucionarias. Para los pensadores del siglo XVIII (sobre todo Voltaire y
Montesquieu, pero también el mismo Rousseau), si bien todos los hombres son
libres e igualmente dignos, no todos tienen las mismas cualidades o idéntica
capacidad. La idea del gobierno de las “eminencias”, aunque no cristaliza
oficialmente hasta el doctrinarismo liberal, se encuentra ya en germen en el
pensamiento prerrevolucionario. Y según esta idea, es mejor para todos el
gobierno de los mejores que el gobierno de todos. La pronta división entre
ciudadanos activos y ciudadanos pasivos es la primera expresión pública de ese
pensamiento. Los directores de la Revolución tuvieron la habilidad de distinguir
entre derechos civiles y derechos políticos; así no menoscababan la esencial
igualdad de los individuos ante la ley, y se reservaba, en cambio, a los ciudadanos
más capacitados para el ejercicio de las responsabilidades de la cosa pública.

No olvidemos que si los intelectuales prerrevolucionarios fueron ya una “élite”,


los verdaderos directores de la Revolución fueron en su mayoría miembros de una
clase, y una clase ya por entonces bien definida. Cuando Sieyés se pregunta
qu´est-ce-que le Tiers Etat?, y él mismo se contesta: Tout, no está pensando
precisamente en los menesterosos, en los jornaleros del campo, ni mucho menos
en los analfabetos o en los pobres de solemnidad. El Tercer Estado lo es “todo”
porque en él ya figuran los sesudos y prudentes magistrados, los sabios
intelectuales que dan las ideas fértiles, los profesionales que hacen marchar la
máquina de la sociedad, los industriales y comerciantes que acrecientan la
riqueza y promueven el progreso material: en suma, los hombres de quienes
parten las iniciativas y a quienes competen las funciones más útiles. Sieyés está
pensando en las clases medias activas: si queremos, en la bourgeoisie, por
delicuescente que sea la palabra. Se ha homologado muchas veces la Revolución
con la conquista del poder por la burguesía; y aunque la afirmación adolezca de
una pizca de simplismo, ni un solo historiador la ha rechazado en sus líneas
generales. Lo que resulta de la Revolución, en fin de cuentas, no es el
prevalecimiento del Tercer Estado, en general, sino de una parte del mismo, la
burguesía.

Pero este análisis quedaría incompleto si no tuviéramos en cuenta un último


factor al que hemos de referirnos líneas más abajo: el liberalismo económico. La
Revolución implantó, conforme a su filosofía, la libertad de comprar, vender,
cambiar, transportar, producir, prestar, sin intervensionismos ni cortapisas de
ningún género. Rompió así con el viejo espíritu ordenancista del Antiguo Régimen,
que, si en muchas ocasiones entorpeció el libre desenvolvimiento de las
iniciativas económicas, estaba pensado en principio para lograr una armónica
distribución de funciones, y evitar abusos. La destrucción de aquellas barreras
permitió multiplicar hasta el infinito el uso de las riquezas de este mundo.
Cuando Guizot lanzó su invitación, “Français, enrichessezvous”, la libertad para
enriquecerse sin límites pasó a ser casi un deber ciudadano. Pero se trata de una
“libertad” muy peculiar. Por de pronto, está claro que no se enriquece todo el
que quiere.

También resulta casi inevitable, por lo menos en un número considerable de


casos, que el enriquecimiento de un individuo conlleva el empobrecimiento de
otro, o de otros. Aún está sin demostrar que el liberalismo económico haya
potenciado la desigualdad de fortunas. Esta desigualdad venía de antes, y es
difícil establecer científicamente comparativos entre, pongamos por caso, el siglo
XVIII y el XIX. Pero lo que sí resulta evidente es que el liberalismo económico no
contribuyó en absoluto a resolver aquella desigualdad. Y como quiera que el
espíritu liberal el del liberalismo político, con su sufragio censitario, y el
liberalismo económico valora a los hombres de acuerdo con sus fortunas, la
fortuna sería la base de un nuevo tipo de consideración social. El Nuevo Régimen
sustituyó la vieja estructura estamental por una clasificación decididamente
vertical, la de “clase”. Las clases sociales, en su acepción contemporánea, son un
producto, directo o indirecto (aunque en principio no querido) de la Revolución.
Las luchas de clase serían más probables y más cruentas desde el momento en
que la “conciencia de clase” quedase consagrada. Y esta conciencia es uno de los
hechos más sensibles del Nuevo Régimen, es decir, de la Edad Contemporánea.

En lo económico
Como ya hemos adelantado, al liberalismo político corresponde el liberalismo
económico. También esta parcela había sido teorizada antes de la Revolución, y
los revolucionarios tuvieron que hacer poco más que poner en práctica las
teorizaciones previas. Los viejos obstáculos, como las formas estancadas de la
propiedad o los modos corporativos de trabajo, fueron removidos. También se
acabó con el numerus clausus, las aduanas internas, los monopolios o los
reglamentismos excesivos. Y aunque no cesó por ello el intervensionismo del
Estado las tasas de precios y salarios fueron más rígidas durante la Revolución
que bajo el Antiguo Régimen, en cuanto las circunstancias lo permitieron se dejó
el campo mucho más libre a la iniciativa individual.

El liberalismo económico se llamaba entonces “librecambismo”, palabra que


puede inducirnos a engaño, ya que hoy la empleamos exclusivamente para
designar la libertad de comercio exterior. Y en esta acepción moderna los Estados
liberales no fueron, por el contrario, demasiado librecambistas, excepto, en
grado considerable, Gran Bretaña. El entusiasmo nacionalista, la necesidad de
proteger la propia producción, y el fuerte bache económico que se registra, sobre
todo, en el primer tercio del siglo XIX, aconsejaron no seguir en este punto las
nuevas doctrinas. Librecambistas y proteccionistas seguirían discutiendo, dentro
de cada país, a lo largo del siglo, hasta que por los años 70 se impuso
definitivamente, en casi todas partes, el proteccionismo. El “librecambismo
interior” fue, en cambio, general en todas partes donde el Nuevo Régimen se
impuso. Es esta libertad de movimientos individuales la que proporciona a la
historia de la economía contemporánea una dinámica vital y explosiva, como no
recordaban los siglos pasados.

En este aspecto, el liberalismo económico es uno de los hechos más


impresionantes de la Historia en los últimos tiempos, y por si solo hubiera bastado
para justificar la denominación de una Edad Contemporánea. Sin embargo, hay
que tener en cuenta que esta gigantesca explosión no fue obra del Nuevo
Régimen como tal. Queremos decir con ello que no obedeció a una planificación
previa, ni a impulso oficial alguno; al contrario, el capitalismo se basa sobre la
inhibición de la ley, porque “la mejor ley económica será la que suprima todas
las leyes económicas existentes”, decían los “librecambistas” de la época.
Principios como el de laissez faire, laissez passer, “nadie como uno mismo puede
estar interesado en su propia prosperidad”, “la riqueza de un país es igual a la
suma de la riqueza de sus individuos”, y “dejar que la libertad corrija a la misma
libertad”, eran los que imponían la filosofía de los tiempos.

Todo se basaba en una ley universal y eterna hasta casi ilegislable, como los
propios derechos humanos, ya que la libertad para producir, comprar, vender,
enajenar, prestar o transportar forma parte de esos mismos derechos. Aquella ley
universal regirá, por sí sola, de la manera más justa, todas las relaciones
económicas. Supongamos, dicen Adam Smith y sus discípulos, que al suprimir las
tasas, sube el precio del trigo. La producción de trigo, entonces, se revalorizará,
será más rentable que antes, y el agricultor se sentirá tentado a aumentar el área
dedicada al cultivo del cereal. Con ello, aumentará automáticamente la
producción, y con la mayor producción habrá una mayor oferta, de suerte que el
precio del trigo volverá a bajar. No temamos que el agricultor continúe su
tendencia a plantar cada vez más trigo, porque ahora se da cuenta de que ya no
le conviene. Pronto se alcanzará el equilibrio: no debe producirse ni mucho ni
poco, sino lo suficiente para equilibrar la oferta y la demanda. Este equilibrio se
alcanza por sí solo, espontáneamente, sin que nadie lo ordene, sin necesidad de
planificación alguna. El dogma de la libre autorregulación de las iniciativas
económicas se mantuvo mucho tiempo, el suficiente para que se consagrase
entretanto el fenómeno del capitalismo.

Sobre los orígenes y la formación del capitalismo existen las suficientes teorías
como para que sea absurdo tratar de examinarlas en esta introducción. Es
evidente que el capitalismo no puede concebirse sólo como un producto de la
revolución liberal. Ya en el Antiguo Régimen, y sobre todo en sus estadios finales,
hubo ejemplos de formas capitalistas de producción e intercambio. No falta quien
estima que el proceso ya estaba lo suficientemente en marcha como para haber
llegado a consumarse sin necesidad de una reforma política aneja. Tampoco falta
quien afirme tal es la tesis, siempre escandalizante, pero nunca refutada a
fondo, de Cobban que la Revolución más entorpeció que favoreció el desarrollo
del capitalismo, por lo menos en las dos primeras generaciones. Pero en cambio
no puede discutirse que bajo el liberalismo económico se operó desde el
principio o algo más tarde la más grande Revolución industrial y mercantil de
todos los tiempos.
El capitalismo, con sus inmensas ventajas y sus lamentables defectos, que en su
momento convendrá analizar para una mejor comprensión del momento histórico,
es, sea cual fuere el mecanismo exacto que lo puso en marcha, uno de los
fenómenos más impresionantes, y también de los más característicos, de la Edad
Contemporánea.

[España]. Guerra y revolución (pp. 7-57)


En 1808 un conjunto de circunstancias ocasionales crearon una coyuntura
favorable para que un amplio sector de la opinión nacional se comprometiese en
la lucha por el poder, con el objeto de llevar a cabo una radical transformación
de los supuestos que servían de base a la España del Antiguo Régimen. El fin de la
etapa reformista de los Borbones ilustrados Fernando VI, Carlos III fue el fin de
una gran ilusión y provocó una frustración en la conciencia nacional, como lo
prueba la ejemplaridad que aquel período tendrá para los hombres del año 8. La
conciencia de la crisis del Antiguo Régimen es un sentimiento generalizado en la
opinión que se hace pública, aunque inicialmente no se formule como [b]
proyecto revolucionario, sino como [a] programa de reformas. En el paso de éste
a aquél los acontecimientos juegan un decisivo papel al favorecer el triunfo de
los elementos más radicales, que son también los mejor organizados por cuanto
son los que tienen una más clara visión de sus objetivos.

A partir de 1808 y en medio de una guerra especialmente destructora por la


naturaleza de su planteamiento estratégico, los poderes constituidos promoverán
con relativa eficacia, el triunfo de sus respectivos modelos de organización socio-
política. Los afrancesados, en cuyas filas militan elementos de indudable
capacidad, no vacilan en utilizar la posibilidad que Napoleón les brinda para
continuar la realización de un programa de reformas que haga innecesaria la
revolución. Las circunstancias de la guerra no les permitirán poner en práctica su
programa y cuando llegue la paz su colaboración con el enemigo nacional les
impondrá primero el destierro y luego el desprestigio que acompañará de por vida
a los colaboracionistas (...).

Los liberales, dueños del poder durante los seis años que duró el conflicto [1808-
1814, guerra de independencia contra la invasión napoleónica], no tuvieron
oportunidad más que de promulgar las leyes que desarrollaban puntos básicos de
su programa, y aun esto de forma incompleta. La transformación social que
aquellas implicaban apenas si pudo iniciarse dado que los franceses ocupaban la
mayor parte del territorio, y cuando éstos fueron expulsados, la reacción los
arrojó del poder. De 1814 a 1840 el tema central de la historia española es la
lucha de absolutistas y liberales por el poder, que en manos de los primeros es el
medio de mantener la sociedad del Antiguo Régimen y en la de los segundos
servirá para dar nacimiento a la nueva sociedad. El antagonismo entre las
posiciones respectivas es tan radical que no existía ninguna posibilidad de que
llegasen a crear un sistema político que les permitiese dirimir el conflicto
mediante normas convenidas. Las posiciones de ambos partidos aparecían como
mutuamente excluyentes; la monarquía se consideraba incompatible con unas
Cortes representativas, la organización clasista lo era con la sociedad estamental,
la Iglesia se creía amenazada de destrucción e incluso la nobleza pensó en un
primer momento que el cambio perjudicaba a sus intereses

(...) “La revolución española cierra en 1808 el primer ciclo revolucionario 


E.E.U.U., Francia, España– y abre en 1820 el segundo ciclo –1820,1830, 1848...”.
(...) “La revolución liberal burguesa no quedó limitada al ámbito peninsular sino
que tuvo una segunda versión al otro lado del Atlántico” (...).

En Hispanoamérica el desarrollo de una burguesía blanca, los criollos, compuesta


de terratenientes y comerciantes sin participación en el gobierno, que estaba
confiado a una burocracia cuyos miembros superiores procedían de la Península,
conduce de manera inevitable a un movimiento revolucionario. El ciclo atlántico
de la revolución liberal burguesa iniciado en América del Norte en 1767 cierra su
trayectoria con la emancipación de las colonias españolas que se inicia en 1810.

Los acontecimientos de 1808 crearon una situación de crisis al ser requerida la


administración colonial por el gobierno afrancesado y por las juntas provinciales
para que reconociese su autoridad. La situación fluctuante en algún caso,
desembocó en todas partes en el reconocimiento de Fernando VII y el apoyo a los
poderes constituidos en la metrópoli frente a los franceses. El establecimiento de
la Junta Central contribuyó a consolidar la situación por su condición de
autoridad única y por las promesas que hizo en un manifiesto redactado por
Quintana en que se insistía en los proyectos reformistas del nuevo poder, que
comenzó declarando la igualdad de derechos entre los españoles y americanos,
para convocar luego por primera vez en la historia a los diputados de las colonias
para las Cortes de Cádiz.

La noticia de la invasión de Andalucía y de la disolución de la Junta Central lanza


al movimiento específicamente secesionista por cuanto las Juntas que se
formaron en esa ocasión, aun reconociendo la soberanía de Fernando VII,
decidieron ignorar a la regencia y desplazar a los agentes de la administración
española en beneficio de poderes locales. La fórmula casi uniforme que sirvió
para llevar a cabo el asalto al poder fue la reunión de cabildos abiertos, en los
que los elementos independentistas pudieron apoyarse para constituir gobiernos
que suplantaron a las autoridades españolas. En abril se produjo la sustitución de
Emparán en Caracas y desde allí se extendió el movimiento a Buenos Aires, Nueva
Granada, Chile y Ecuador (...) Perú y Antillas fueron los únicos territorios que se
mantuvieron enteramente fieles al gobierno español (...) La metrópoli carecía en
absoluto de medios para hacer frente a insurrección y si ésta encontró una
resistencia que llevó al levantamiento al borde de la extinción se debió a que
encontró una resistencia interior. La guerra que siguió fue esencialmente una
guerra civil en que se enfrentaron en buena parte la burguesía criolla con la
población indígena que, salvo en Méjico y el Alto Perú, se mantuvo fiel a la
metrópoli.

Los levantamientos de 1810 crearon una pluralidad de gobiernos que, si en un


primer momento se beneficiaron de la simultaneidad de iniciativas
revolucionarias, se encontraron luego ante una reacción que contaba con dos
sólidas posiciones Perú y Antillas, que sirvieron como base desde las que lanzar
campañas restauradoras que liquidaron los gobiernos insurreccionales, salvo en el
virreinato del Río de la Plata del que lograron separar los territorios del Alto Perú
y Paraguay que el virrey Abascal puso bajo su autoridad (...).

La crisis del régimen y la constitución de un poder revolucionario. En todo


proceso revolucionario cabe distinguir tres actividades fundamentales: las que
apuntan a [1] la conquista del poder, [2] las destinadas a crear un nuevo régimen
y [3] las que tienen a configurar la sociedad sobre bases teóricas distintas a las
vigentes. El primero de estos fenómenos se inicia con la formación de las juntas
provinciales aunque no desarrollará sus posibilidades hasta la reunión de las
Cortes de Cádiz dos años después. [La legislación de dichas Cortes responde en
líneas generales a dos objetivos básicos: constituir un nuevo régimen y promover
la transformación de la sociedad]. La constitución de un poder revolucionario
implica la simultánea desaparición del poder constituido. En España el motín de
Aranjuez y las abdicaciones de Bayona son los elementos decisivos en la crisis de
la monarquía, en tanto la pasividad de las autoridades ante la presencia de los
franceses lo son de la del gobierno. El vacío de poder resultante facilitará las
iniciativas de las autoridades inferiores alcalde de Móstoles y la constitución de
instituciones inéditas Juntas Provinciales, Junta Central, que no vacilarán en
asumirlo con todas las responsabilidades que implicaba, pero una vez conquistado
se negarán a devolverlo a sus antiguos titulares.

El motín de Aranjuez, cuyo desarrollo se extiende desde la noche del 17 a la


tarde del 19 de marzo [1808], es la culminación de la política personal del
príncipe de Asturias [hijo de Carlos IV, futuro Fernando VII] quien, a merced de
una revuelta callejera, que es el resultado de una conspiración, logrará forzar la
mano del viejo monarca al que pone en trance de abdicar. El procedimiento, por
popular que fuese el nuevo rey y cualquiera que fuese el odio contra Godoy, no
podía dejar incólume el prestigio de la corona. Una vez en el trono Fernando VII
se encontró en difícil postura de resultas del inquietante silencio de Napoleón,
cuyos ejércitos cubren parte de la Península, ante los acontecimientos españoles.
La búsqueda del reconocimiento imperial llevará a Fernando VII a ponerse en
manos de Napoleón, abandonando incluso el territorio nacional para acudir a
Bayona. [Allí, el 29 de abril de 1808] ...Napoleón, cuyos planes en relación a la
Península sufrieron un decisivo cambio al tener noticia del la abdicación de Carlos
IV, reunió a los dos monarcas españoles y les impuso la renuncia a sus derechos,
renuncia que se hizo extensiva a los infantes don Carlos y don Antonio.
Formalmente Fernando VII reintegró la corona a Carlos IV, quien, sin esperar esta
renuncia, había cedido al emperador todos sus derechos al trono de España e
Indias.

La capitulación de los monarcas y los infantes no podía dejar de comprometer el


prestigio de la corona y contribuyó decisivamente al desconcierto de las
autoridades establecidas en el país, incapaces de tomar una decisión irreversible
la guerra contra Francia sin haber recibido las oportunas órdenes.
En el momento de su marcha hacia Bayona Fernando VII había nombrado una
Junta de gobierno que presidía el Infante don Antonio [su tío] e integraban cuatro
de los ministros de su efímero primer reinado (...) la nueva institución será la
depositaria de una soberanía que no será capaz de ejercer en los críticos
momentos que siguen al 2 de mayo [1808]. La política de la Junta, incapaz de
satisfacer a los requerimientos populares, si al mismo tiempo había de conservar
las buenas relaciones con los franceses que le prescribían las órdenes procedentes
del monarca, nada podía hacer para evitar la crisis que se avecindaba debido al
creciente descontento de la población.

El incidente que desencadena la crisis es el traslado del infante Francisco de


Paula. Un corto grupo de personas logró impedir el intento y la intervención de un
batallón de la guardia que utilizó incluso su artillería contra los amotinados,
determinó una violenta reacción popular que se extendió a toda la ciudad. Los
franceses fueron atacados (...) La resistencia de Madrid tuvo en todas partes... un
carácter popular y desorganizado... y dio luego ocasión a una violenta reacción
de los soldados imperiales, en la que se asesinó a ciegas, a que siguió la
sistemática represión ordenada por Murat.

La junta de gobierno, titular en ejercicio de la soberanía, reconocida y obedecida


como tal por todas las autoridades del país, entra en crisis a partir de los sucesos
del dos de mayo en que la dualidad de poderes que coexistían en la corte fue
liquidada por el duque de Berg, quien aprovechó la oportunidad para añadir a su
condición de lugarteniente imperial la presidencia de la propia Junta, luego de
enviar a Bayona al infante presidente, con lo que reunía en su persona la suprema
autoridad sobre españoles y franceses. Las vacilaciones de la Junta y su temor a
comprometerse con una iniciativa que desencadenase la guerra descalifica a la
institución a los ojos de los españoles, que buscarán en autoridades de inferior
nivel una dirección dispuesta a llevarles a la lucha contra los franceses.

El Consejo de Castilla se había convertido a lo largo del siglo XVIII en la pieza


clave del sistema institucional español (...) Ante la inacción de la Junta de
gobierno y del Consejo de Castilla, de quienes no se recibe en provincias sino
recomendaciones pacifistas en lugar de la esperada incitación a la lucha,
corresponderá a las audiencias y a los capitanes generales, que las presiden en
sus funciones gubernativas, el ejercicio de la soberanía de que no han querido
hacerse cargo las instancias superiores (...) En 1808 es en provincias donde se
puso de manifiesto con total evidencia la radical ruptura del viejo sistema y el
total vacío que dejó tras de sí la ausencia de todo poder que pudiéramos llamar
legítimo (...) provocará movimientos populares que, para imponer la guerra, se
verán obligados a adoptar procedimientos insurreccionales sustituyendo a las
antiguas autoridades por instituciones cuya única legitimidad es la voluntad del
pueblo que las elige. El primer caso de asunción revolucionaria del poder lo
constituye el alcalde de Móstoles, la única autoridad que en mayo de 1808 no
vaciló en asumir una soberanía que los monarcas renunciarían en Bayona y que
ninguna institución superior había osado asumir.
La larga serie de alborotos y movimientos, simultáneamente patrióticos e
insurreccionales, que tienen lugar en la Península en los meses de mayo y junio,
determinaron un cambio radical en la configuración del régimen, de modo tal que
al final de un período de cinco a seis semanas ni una sola de las autoridades
legítimas continuaba en el ejercicio del poder. Como consecuencia del
levantamiento de las ciudades se han constituido en todas partes Juntas que se
hacen con el gobierno. Algunas de ellas en razón de la importancia de la ciudad
se convirtieron en poderes territoriales que asumen el ejercicio, sin limitaciones,
de la soberanía (...) El levantamiento desembocó en la constitución de Juntas
supremas provinciales que sustituyeron a las antiguas autoridades promoviendo la
extensión del movimiento a las ciudades y provincias limítrofes. En los primeros
días de junio [1808] la Península se encuentra gobernada de la siguiente forma...
trece Juntas supremas [soberanas] cada una de ellas con una auténtica dirección
colegiada y dependiendo de ella existían numerosas Juntas de armamento y
locales, que reconocen su autoridad. La antigua administración cuando subsiste,
ha quedado totalmente subordinada a la autoridad de la correspondiente junta
local o provincial que ha ratificado su existencia al tiempo que ha recortado sus
atribuciones (...).

El resultado más importante que se deriva de los sucesos de mayo-junio es la


traslación del poder a manos de instituciones surgidas del levantamiento popular,
fenómeno al que acompaña el sentimiento generalizado de una reasunción
popular de la soberanía, sentimiento que se refleja en todos los escritos del
momento y que había de tener una indudable repercusión en el inmediato
planteamiento de la organización política (...).

La necesidad de coordinar el esfuerzo bélico y la conciencia de la unidad nacional


permitieron llegar a la creación de un gobierno central en un plazo
excepcionalmente breve, dado los medios de comunicación del momento y el
pluralismo de poderes que existía. Las Juntas promovieron mediante iniciativas
desordenadas pero convergentes la formación de un gobierno nacional, cuya
constitución se produjo en poco más de tres meses (...) Sin esperar a la llegada
de todos los delegados decidieron constituirse en Junta Central [21/9/1808 al
31/1/1810] asumiendo la soberanía (...) A su lado se mantuvieron las Juntas
supremas convertidas en Juntas superiores provinciales de observación y defensa,
cambio de denominación al que correspondía una sensible limitación de
funciones.

La Junta Central [septiembre de 1808-31 de enero de 1810], al margen de


funciones de gobierno promovió la reunión de Cortes, toleró una amplia libertad
de imprenta, y llevó a cabo una consulta al país que favoreció la explicitación de
toda clase de demandas [y de los remedios más eficaces para combatir los males
de la patria] (...).

La invasión de Andalucía por los ejércitos imperiales proporcionó una excelente


oportunidad a los enemigos de la Junta Central para hacerla renunciar a sus
poderes en manos de una regencia (31/1/1810) sin que se produjese ninguna
modificación en las restantes instituciones. [A diferencia de la Junta de Sevilla,
esta nueva institución la regencia no fue reconocida por los rioplatenses, lo que
determinó el inicio de la revolución por la independencia].
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