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EL VERDADERO SEXO1

Michel Foucault
Traducción Hernán García Romanutti.

¿Tenemos, verdaderamente, necesidad de un verdadero sexo? Con una constancia que roza el
empecinamiento, las sociedades del Occidente moderno han respondido afirmativamente. Han
hecho jugar obstinadamente esta cuestión del “verdadero sexo” en un orden de cosas en el que
puede imaginarse que sólo cuenta la realidad de los cuerpos y la intensidad de los placeres.
Durante mucho tiempo, sin embargo, no existieron tales exigencias. Lo prueba la historia del
estatuto que la medicina y la justicia acordaron a los hermafroditas. Hemos aceptado postular
durante mucho tiempo que un hermafrodita debía tener un solo sexo, un verdadero sexo. Durante
los siglos se ha admitido simplemente que tenía dos. ¿Monstruosidad que suscitaba el espanto y
exigía el suplicio? Las cosas, de hecho, han sido más complicadas. Tenemos, es cierto, muchos
testimonios de ejecuciones, ya sea en la Antigüedad, ya sea en la Edad Media. Pero hay también
una jurisprudencia abundante y de un tipo totalmente distinto. En la Edad Media, las reglas de
derecho -canónico y civil- eran muy claras sobre este punto: eran llamados hermafroditas aquellos
en quienes se yuxtaponía, según proporciones que podían ser variables, los dos sexos. En ese
caso correspondía al rol del padre o del pariente (de aquellos, pues, que “nombraban” al niño)
fijar, en el momento del bautismo, el sexo que sería mantenido. Llegado el caso se aconsejaba
escoger aquel de los dos sexos que parecía predominar, teniendo “mayor vigor” [le plus de
vigueur] o “más calor” [le plus de chaleur]. Pero más tarde, en el umbral de la edad adulta,
cuando llegaba el momento de casarse, el hermafrodita era libre de decidir por sí mismo si quería
continuar siendo del sexo que le había sido atribuido, o si prefería el otro. Un solo imperativo: no
cambiar más, mantener hasta el fin de sus días aquel que entonces había declarado, bajo pena de
ser considerado como sodomita. Son estos cambios de opción y no la mezcla anatómica de los
sexos que han acarreado la mayor parte de las condenas de hermafroditas que han dejado marca
en Francia, durante el período de la Edad Media y del Renacimiento.
[A partir del siglo XVIII], las teorías biológicas de la sexualidad, las condiciones jurídicas del
individuo, las formas de control administrativo en los Estados modernos condujeron poco a poco a
rechazar la idea de una mezcla entre dos sexos en un solo cuerpo y a restringir, en consecuencia,
la libre opción de los individuos indeterminados.
Desde entonces, a cada quien un sexo, y uno solo. A cada uno su identidad sexual primera,
profunda, determinada y determinante; en cuanto a los elementos del otro sexo que
eventualmente aparecen, no pueden ser sino accidentales, superficiales, incluso simplemente
ilusorios. Desde el punto de vista médico, esto quiere decir que, en presencia de un hermafrodita,
no se tratará de reconocer la presencia de dos sexos yuxtapuestos o entremezclados ni de saber
cuál de los dos prevalece sobre el otro, sino más bien de descifrar cuál es el verdadero sexo que
se oculta bajo apariencias confusas. El médico deberá, de alguna manera, desnudar las anatomías
engañosas y reencontrar, detrás de órganos que pueden aparentar las formas del sexo opuesto, el
único sexo verdadero. Para aquel que sepa mirar y examinar, las mezclas de sexos no son más
que disfraces de la naturaleza: los hermafroditas son siempre “pseudo-hermafroditas”. Ésta es al

1
“Le vrai sexe” fue escrito por Foucault como una introducción para la edición norteamericana de las
memorias de Herculine Barbin, publicadas en 1980 conjuntamente con la novela de O. Panizza, Le scandale
au convent. El mismo escrito con ligeras variaciones y algunos agregados fue publicado en lengua francesa,
en la revista Arcadie, Nº 323, en noviembre de ese mismo año. La presente traducción sigue las dos
versiones tal como fueron recogidas en Dits et écrits (vol II, Gallimard, 2001, §287, pp. 934-942). Para ello,
las variaciones y los agregados de la edición francesa se escribirán entre corchetes.
Se ha contemplado también la traducción al español de Antonio Serrano y Ana Canellas, presente en la
edición de Herculine Barbin, llamada Alexina B.. Presentada por Michel Foucault, de Editorial Revolución,
Madrid, 1985. Esta versión, hoy difícil de conseguir, vierte al español sólo la versión inglesa.

1
menos la tesis que tendió a imponerse en el siglo XVIII, a través de un cierto número de casos
importantes y apasionadamente discutidos.
Desde el punto de vista del derecho, esto implica evidentemente la desaparición de la libre opción.
Ya no es más el individuo quien decide de qué sexo será, jurídica o socialmente: es al experto a
quien corresponde decir cuál sexo le ha escogido la naturaleza, aquel que en consecuencia la
sociedad debe exigirle que mantenga. La justicia, si fuera necesario acudir a ella (cuando, por
ejemplo, alguien sea sospechado de no vivir bajo su verdadero sexo y de haberse casado
fraudulentamente), tendrá que establecer o reestablecer la legitimidad de una naturaleza que no
fue suficientemente reconocida. Pero así como la naturaleza, por sus fantasías o accidentes, puede
“engañar” al observador y ocultar durante un tiempo el verdadero sexo, puede sospecharse
también de los individuos que disimulan la conciencia profunda de su verdadero sexo y de
aprovecharse de sus rarezas anatómicas para servirse de su propio cuerpo como si fuera de otro
sexo. En pocas palabras, las fantasmagorías de la naturaleza pueden servir a las fechorías del
libertinaje. De ahí el interés moral del diagnóstico médico del verdadero sexo.
Sé que la medicina de los siglos XIX y XX ha corregido muchas cosas de ese simplismo reductor.
Nadie diría, hoy en día, que todos los hermafroditas son “pseudo”, incluso si se restringe
considerablemente un dominio en el que en otro tiempo se hacían entrar, confusamente,
numerosas anomalías anatómicas diferentes. Se admite -con muchas dificultades, por otra parte-
la posibilidad para un individuo de adoptar un sexo que no es biológicamente el suyo.
Sin embargo, la idea de que debemos tener finalmente un verdadero sexo está lejos de haber
desaparecido del todo. Cualquiera sea la opinión de los biólogos sobre este punto, encontramos, al
menos en estado difuso, -no sólo en la psiquiatría, el psicoanálisis y la psicología, sino también en
el sentido común- la idea de que entre sexo y verdad existen relaciones complejas, obscuras y
esenciales. Somos, ciertamente, más tolerantes respecto a las prácticas que transgreden las leyes.
Pero se sigue pensando que algunas entre ellas insultan “la verdad”: un hombre “pasivo”, una
mujer “viril”, la gente del mismo sexo que se ama. Se está dispuesto a admitir, quizás, que eso no
constituye un grave atentado al orden establecido, pero no se está suficientemente preparado
como para no creer que hay ahí algo como un “error”. Un “error” entendido en el sentido más
tradicionalmente filosófico: una manera de comportarse que no se adecua a la realidad. La
irregularidad sexual es percibida más o menos como perteneciente al mundo de las quimeras. Por
esto es que es tan difícil de desmontar la idea de que no son crímenes, y menos fácilmente aún la
sospecha de que son “invenciones” complacientes 2, pero de todas formas inútiles y que sería
mejor disiparlas. ¡Despierten, jóvenes, de sus goces ilusorios; desháganse de sus disfraces y
recuerden que no tienen sino un sexo, uno verdadero!
Por lo demás, se admite también que es por el lado del sexo que hay que buscar las verdades más
secretas y más profundas del individuo; que es allí donde mejor podemos descubrir aquello que
somos y aquello que nos determina, y si durante siglos se creyó que era necesario ocultar la cosas
del sexo porque eran vergonzosas, ahora sabemos que es precisamente en el sexo donde se
ocultan las partes más secretas del individuo: la estructura de sus fantasmas, las raíces de su yo,
las formas de su relación con lo real. En lo profundo del sexo, la verdad.
En el punto en que se entrecruzan estas ideas -que no puede haber confusión en lo que concierne
a nuestro sexo y que nuestro sexo encierra aquello que hay de más verdadero en nosotros-, el
psicoanálisis ha enraizado su vigor cultural. Él nos promete a la vez nuestro sexo, el verdadero, y
toda esa verdad de nosotros mismos que vela secretamente en él.
*
En esta extraña historia del “verdadero sexo”, las memorias de Alexina Barbin son un documento.
No es el único, pero es bastante raro. Es el diario, o mejor, los recuerdos dejados por uno de esos

2
En la edición americana: “invenciones involuntarias o complacientes”.

2
individuos a los que la medicina y la justicia del siglo XIX exigían encarnizadamente una identidad
sexual verificable.
Educada como una muchacha pobre y digna en un medio casi exclusivamente femenino y
fuertemente religioso, Herculine Barbin, apodada en su entorno Alexina, fue finalmente reconocida
como un “verdadero” muchacho. Obligada a cambiar su sexo legal, luego de un procedimiento
judicial y de una modificación de su estado civil, fue incapaz de adaptarse a su nueva identidad y
acabó suicidándose. Estaría tentado a decir que la historia es banal, si no fuera por dos o tres
cosas que le dan una particular intensidad.
En primer lugar, la fecha. Hacia los años 1860-1870 estamos en una de las épocas en las que se
practica con mayor intensidad la búsqueda de la identidad en el orden sexual: verdadero sexo de
los hermafroditas, pero también identificación de diferentes perversiones, su clasificación, su
caracterización, etc. En suma, el problema del individuo y de la especie en el orden de las
anomalías sexuales. Es bajo el título de Cuestión de identidad que fue publicado en 1860 en una
revista médica la primer observación sobre A.B.: es en un libro sobre la Cuestión médico-legal de
la identidad que Tardieu ha publicado la parte de sus memorias que hemos llegado a conocer.
Herculine-Adélaïde Barbin, o también Alexina Barbin, o también Abel Barbin, designada en su
propio texto bajo el nombre de Alexina, sea bajo aquel otro de Camille, fue uno de esos héroes
desgraciados en esta cacería de la identidad.
Con su estilo elegante, afectado, alusivo, un poco enfático y anticuado, que era para los
internados de entonces no sólo una manera de escribir sino una manera de vivir, el relato escapa
a todas las capturas posibles de la identificación. Pareciera que el duro juego de la verdad, que los
médicos impondrán más tarde a la anatomía incierta de Alexina, no fue consentido por nadie en el
medio de mujeres en que ella había vivido, al menos hasta el momento del descubrimiento,
aplazado por todas lo más posible y finalmente precipitado por dos hombres, un sacerdote y un
médico. Ese cuerpo un poco desgarbado, poco agraciado, cada vez más aberrante en el medio de
muchachas entre las que había crecido, parecía no ser percibido por nadie entre todos los que lo
veían; pero que él ejercía sobre todos, o casi todos, un cierto poder de fascinación que
ensombrecía los ojos y detenía en los labios toda pregunta. El calor que esta presencia extraña
comunicaba en sus contactos, con caricias, con besos que corrían a través de los ojos de aquellos
adolescentes, era recibido por todos con tanto cariño que ninguna curiosidad se mezclaba.
Muchachas falsamente ingenuas, o viejas institutrices que se creían prudentes, todas estaban tan
cegadas como en una fábula griega cuando veían sin ver a ese diminuto Aquiles oculto en el
internado. Da la impresión -si se le da crédito al relato de Alexina- que todo sucede en un mundo
de arrebatos, de placeres, de tristezas, de indiferencias, de dulzuras, de amarguras, donde la
identidad de las compañeras, y sobre todo la del enigmático personaje alrededor del cual todo
aquello se tramaba, no parecía tener ninguna importancia. 3
[En el arte de dirigir las conciencias, se utiliza seguido el término de “discreción”. Palabra singular
que designa la capacidad de percibir las diferencias, de discriminar los sentimientos y hasta los
menores movimientos del alma, de quitar lo impuro de lo que parece puro y de separar en los
impulsos del corazón aquello que viene de Dios y aquello que es insuflado por el Seductor. La
discreción distingue, al infinito si es necesario; ella tiene que ser indiscreta, desde que registra los
arcanos de la conciencia. Pero, con esta misma palabra, los directores de conciencia entendían
también la aptitud de mesura, el saber no ir demasiado lejos, el callar aquello que no es necesario
decir, el dejar a la sombra aquello que sería peligroso sacar a la luz del día. Puede decirse que
Alexina pudo vivir durante mucho tiempo en el claroscuro del régimen de “discreción” propio de
los conventos, de los internados, y de la monosexualidad femenina y cristiana. Después -ése fue
su drama- ha pasado a un régimen de “discreción” completamente distinto: aquel de la
administración, de la justicia y de la medicina. Los matices, las diferencias sutiles que eran
reconocidas en el primero, no tuvieron más curso. Pero aquello que podría callarse en el primero

3
En la edición americana: “sin importarle aparentemente a nadie”

3
debía ser manifestado y claramente dividido en el segundo. Ya no es, a decir verdad, de discreción
que debemos hablar, sino de análisis.]
A los recuerdos de esta vida, Alexina los escribió una vez descubierta y estabilizada su nueva
identidad. Su “verdadera” y “definitiva” identidad. Pero está claro que no es desde el punto de
vista de ese sexo al fin encontrado o reencontrado que ella escribe. No es el hombre quien habla
finalmente, intentando recordar las sensaciones y la vida del tiempo en que aún no era “él
mismo”. Cuando Alexina redacta sus memorias no estaba muy lejos del suicidio; ella sigue
sintiéndose [elle est pour elle-même] sin sexo cierto, pero es privada de las delicias que
experimentaba al no tenerlo o, mejor dicho, al no tener el mismo que aquellas con las que vivía y
a las que amaba y deseaba tanto. Aquello que recuerda de su pasado son los limbos felices de una
no identidad, que amparaba paradójicamente la vida en aquellas sociedades cerradas, estrechas y
cálidas en las que se da la extraña felicidad, obligatoria y prohibida a la vez, de no conocer más
que un solo sexo. [Ese único sexo que permite acoger las gradaciones, los reflejos, las penumbras,
los colores, cambiantes como la naturaleza misma de su naturaleza. El otro sexo no está allí para
oponer sus exigencias de división y de identidad: “Si no eres exacta e idénticamente tú mismo,
entonces serás mío. Presunción o error, poco importa. Serás condenable si permaneces así. Vuelve
en ti, o ríndete y entrégate”. Alexina, me parece, no quería ni una cosa ni la otra. Ella no estaba
atravesada por ese intenso deseo de unirse al “otro sexo” que conocían aquellos que se sentían
traicionados por su anatomía o aprisionados en una identidad injusta. Ella se complacía, según
creo, en ese mundo de un solo sexo donde encontraba todas sus emociones y sus amores, siendo
“otra” sin nunca tener que ser “del otro sexo”. Ni mujer amante de mujeres, ni hombre oculto
entre mujeres. Alexina era un sujeto sin identidad de un enorme deseo por las mujeres, y para
esas mismas mujeres era un punto de atracción de su femineidad, sin que nada les forzara a
abandonar su mundo enteramente femenino.]
La mayoría de las veces, aquellos que relatan su cambio de sexo pertenecen a un mundo
marcadamente bisexual, y el malestar de su identidad se traduce en el deseo de pasar al otro lado
-del lado del sexo que desearían haber tenido o aquel al que quisieran pertenecer-. Aquí, la
intensa monosexualidad de la vida religiosa y escolar sirve como revelación de los tiernos placeres
que descubre y provoca la no-identidad sexual, cuando se pierde en medio de todos esos cuerpos
semejantes.
*
Ni el affaire de Alexina ni sus recuerdos parecen haber despertado mucho interés para la época. 4
A. Dubray, un polígrafo autor de relatos de aventuras y de novelas médico-pornográficas, que
tanto gustaban en la época, tomó varios elementos de la historia de Heculine Barbin para su
Hermaphrodite.5 Pero es en Alemania donde la vida de Alexina encontró un mayor eco, a partir de
una novela corta de Panizza titulada Un escándalo en el convento. No es nada extraordinario que
Panizza tuviera conocimiento del texto de Alexina por la obra de Tardieu: él era psiquiatra y estuvo
en Francia durante el año 1881. Le interesaba más la literatura que la medicina, pero el libro sobre
la Cuestión médico-legal de la identidad debió haber pasado por sus manos, a menos que lo haya
encontrado en alguna biblioteca alemana cuando regresó en 1882 para ejercer durante algún
tiempo su profesión de psiquiatra. El encuentro imaginario entre la pequeña provinciana francesa
de sexo incierto y el psiquiatra frenético que iba a morir en el manicomio de Bayreuth tiene algo
de sorprendente. Por un lado, los placeres furtivos y sin nombre que crecen en el mundo tibio de
las instituciones católicas y de los internados femeninos; por otro lado, la rabia anticlerical de un
hombre en quien se aunaba, curiosamente, un positivismo agresivo y un delirio de persecución
que tenía como figura central a Guillermo II. De un lado, los amores secretos y extraños que una

4
En su inmensa recopilación de casos de hermafroditismo, Neugebauer hizo sólo un resumen y una cita
bastante larga del caso. Cfr. F.L. Neugebauer,Hermaphroditismus beim Menschen, Leipzig, 1908, p. 748.
Nótese el error del editor que ha colocado el nombre de Alexina bajo un retrato que manifiestamente no es
el suyo.

4
decisión médica y judicial volverían imposibles; del otro, un médico que después de ser condenado
a un año de prisión por haber escrito Concilio de amor, uno de los textos más “escandalosamente”
antirreligiosos de una época en la que no escaseaban, fue expulsado de Suiza, donde había
buscado refugio después de haber “atentado” contra una menor.
El resultado es bastante notable. Panizza conservó algunos elementos del affaire: el mismo
nombre de Alexina B., la escena del examen médico. Por una razón que se me escapa, modificó
los informes médicos (tal vez porque, al servirse de sus propios recuerdos de lectura sin tener a
mano el libro de Tardieu, se valió de algún otro informe disponible sobre un caso similar). Pero,
sobre todo, modificó todo el relato: lo trasladó en el tiempo, modificó varios de sus elementos
materiales y la atmósfera completa en que se desarrollaba. Y, sobre todo, lo hizo pasar del modo
subjetivo a la narración objetiva. Dio así al conjunto un aspecto dieciochesco: Diderot y La
religiosa no parecen muy lejos: un rico convento para jóvenes hijos de la aristocracia; una
superiora sensual que muestra hacia su sobrina un afecto equívoco, intrigas y rivalidades entre
religiosas, un abad erudito y escéptico, un cura rural crédulo y los campesinos que toman las
horcas para prender al diablo. Hay ahí todo un libertinaje a flor de piel y todo un juego sólo en
parte ingenuo de creencias no del todo inocentes, que están tan alejados de la seriedad provincial
de Alexina como de la violencia barroca de Concilio de amor.
Pero al inventar todo ese paisaje de galantería perversa, Panizza deja voluntariamente en el centro
de su relato una amplia zona de sombra: ahí es, precisamente, donde se encuentra Alexina.
Hermana, maestra, colegiala inquietante, querubín extraviado, amada, amante, fauno errante del
bosque, íncubo que se desliza en los dormitorios tibios, sátiro de piernas peludas, demonio
exorcizado -Panizza no presenta de ella más que los perfiles fugitivos bajo los cuales los otros la
ven. Ella no es no es más que eso, ella, el hombre-mujer, el masculino-femenino de imposible
eternidad, aquello que discurre por las noches en los sueños, los deseos y los temores de cada
uno. Panizza quiso hacer de ella sólo una sombra sin identidad y sin nombre, que se desvanece
hacia el final del relato sin dejar rastro. No quiso fijarla a través del suicidio, por el que ella
devendría Abel Barbin, un cadáver al que los médicos curiosos terminaron por atribuir un sexo
mezquino.
Si he acercado estos dos textos y pensé que merecían ser publicados conjuntamente, ha sido en
primer lugar porque ambos pertenecen a este final del siglo XIX que ha estado obsesionado con el
tema del hermafrodita -un poco como el siglo XVIII lo estuvo con “el” travesti-. Pero también
porque los dos textos hacen visible la estela que ha podido dejar esta pequeña crónica
provinciana, apenas escandalosa, en la memoria desgraciada de quien fue su personaje principal,
en el saber de los médicos que intervinieron y en la imaginación de un psiquiatra que, a su
manera, caminaba hacia su propia locura.

5 A. Dubray escribió también una larga serie de relatos con el título de Les Déséquilibrés de l´amour,
también Les Invertis (le vice allemand), París, Chamuel, 1896; L´Hermaphrodite, París, Chamuel, 1897;
Coupeur de nattes, París, Chamuel, 1898; Les femmes eunuques, Paris, Chamuel, 1899; Le Plaisir sanglant,
París,Chamuel, 1901.

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