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Hechos y valores

en filosofía teórica, filosofía práctica


y filosofía del arte

Diana Pérez y Ricardo Ibarlucía (comps.)

CIF/ SADAF
Centro de Investigaciones Filosóficas
Sociedad Argentina de Análisis Filosófico

­­­­­­___________________________________________________________________________

Ibarlucía, Ricardo,
Hechos y valores : en filosofía teórica, filosofía práctica y filosofía del arte / Ibarlucía, Ri-
cardo ; Diana Pérez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Centro de Investigaciones
Filosóficas, 2016.
230 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-29834-4-4

1. Filosofía. 2. Filosofía del Arte. 3. Teoría y Filosofía del Arte. I. Pérez, Diana II. Título
CDD 190

Fecha de catalogación: 31/03/2016

ISBN: 978-987-29834-4-4

© Centro de Investigaciones Filosóficas y Sociedad Argentina de Análisis Filosófico

Ilustración de tapa: Lea Lublin, Composición sin título, 1967. Litografía.

Esta publicación ha contado con un subsidio para la realización de reuniones científicas de la


Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (RC- 2013-0321)

Centro de Investigaciones Filosóficas


Miñones 2073
1428, Ciudad de Buenos Aires
Sociedad Argentina de Análisis Filosófico
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1176, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Hechos y valores
en filosofía teórica, filosofía práctica
y filosofía del arte

Diana Pérez y Ricardo Ibarlucía (comps.)

CIF/ SADAF
Indice

Prefacio _ 6
Diana Pérez

Parte I Filosofía teórica

1 Leibniz y los límites de los lenguajes racionales _ 13


Oscar M. Esquisabel

2 La Característica Universal y los lenguajes comunes _ 25


Alberto Moretti

3 La autoridad de la primera persona


y la estrategia de la autoría _ 33
Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

4 Videre videor _ 55
Pablo E. Pavesi

Parte II Filosofía práctica

5 Derecho, sociedad y poder. La refutación weberiana de Rudolf


Stammler _ 63
Francisco Naishtat

6 Filosofía política contra ciencia social. La crítica de Leo Strauss a Max


Weber _ 85
Luciano Nosetto

7 ¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? _ 101
Julio Montero
Índice 5

8 Cognitivismo moral, deliberación y contexto _ 115


Mariano Garreta Leclercq

9 La prioridad del Igualitarismo Democrático _ 129


Facundo García Valverde

Parte III Filosofía del arte

10 El valor biológico de la belleza. La filiación nietzscheana y


evolucionista de la estética de Mariano Barrenechea _ 143
Mauro Sarquis

11 La biologización de la belleza _ 161


Santiago Ginnobili

12 La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales _ 169


Lucas Bucci

13 Lo que hace la ficción _ 189


Valeria Castelló-Joubert

14 Las afirmaciones evaluativas estéticas. Una propuesta


relativista _ 199
Eleonora Orlando

15 Descripción y evaluación. Algunas observaciones sobre el discurso


de la crítica _ 213
Ricardo Ibarlucía
Prefacio

El Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF) y la Sociedad Argentina


de Análisis Filosófico (SADAF) son dos de las más antiguas instituciones
filosóficas de nuestro país. Desde hace más de 40 años agrupan a la ma-
yoría de los mejores y más reconocidos filósofos de nuestro medio. Con
historias emparentadas, surgidas en una época oscura de nuestro país en
la cual muchos de los fundadores de ambas instituciones estaban exclui-
dos de las universidades nacionales, la defensa de una filosofía rigurosa
y argumentativa pero a la vez comprometida con valores y principios
democráticos ha sido el común denominador de CIF y SADAF. Durante
esta larga historia los caminos de ambas instituciones se han cruzado
en numerosas ocasiones, y en el año 2013 se oficializó la colaboración
entre ambas a través de un convenio formal de cooperación. Una de las
primeras actividades conjuntas realizadas en el marco de este convenio
fue el IV Encuentro CIF-SADAF: “Hechos y Valores”, que tuvo lugar en la
sede de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico del 8 al 10 de mayo
de 2014. Los artículos que forman parte de este volumen son algunos de
los trabajos presentados en este encuentro.
Hemos dividido el libro en tres partes, correspondientes a los tra-
bajos que tratan temas de filosofía teórica, filosofía práctica y filosofía
del arte. La primera parte está constituida por dos artículos y sus respec-
tivas discusiones. En “Leibniz y los límites de los lenguajes racionales”
Oscar Esquisabel presenta un hipótesis acerca de las razones del carácter
inconcluso del proyecto leibniciano de ofrecer un lenguaje racional uni-
versal. Para ello muestra diversos intentos por desarrollar este lenguaje
–las llamadas estrategias a priori y a posteriori, en términos de Couturat–
y las dificultades que el propio Leibniz expuso claramente al evaluar un
proyecto también orientado a proponer un lenguaje universal elaborado
por Rödeke que lo hicieron abandonar cada una de las vías pensadas.
Alberto Moretti discute la propuesta de Esquisabel, poniendo en duda
la distinción de Couturat y mostrando los límites de las críticas leibni-
cianas al proyecto del lenguaje racional universal único, pero añadiendo
Prefacio 7

dificultades adicionales a este proyecto que hacen inviable la construc-


ción de un lenguaje con las características buscadas.
El segundo artículo de esta sección, “La autoridad de la primera
persona y la estrategia de la autoría”, ha sido escrito en conjunto por
Diego Lawler y Jesús Vega Encabo. En este trabajo, los autores examinan
y profundizan la explicación del autoconocimiento propuesta reciente-
mente por Richard Moran, quien da cuenta de ciertos casos de autoco-
nocimiento, en particular del conocimiento que tenemos de las propias
creencias, apelando a la idea de que su peculiar distinción epistémica
descansa en el hecho de que somos autores de nuestras creencias, en la
medida en que somos agentes epistémicos racionales que decidimos –al
sopesar evidencias– adoptar como propia una determinada creencia. La
discusión de algunas objeciones examinadas permite a los autores afinar
los detalles de esta idea. Pablo Pavesi discute este texto atacando uno de
los supuestos de los que se parte: la estrategia de la autoría admite que
hay casos en los que no sabemos qué es lo que pensamos, o que estamos
equivocados sobre este asunto. Pavesi cuestiona este supuesto adoptan-
do una línea cartesiana de argumentación de acuerdo con la cual no hay
posibilidad de error respecto de los propios estados mentales presentes.
La parte dedicada a temas de filosofía práctica se inicia con dos artí-
culos sobre Max Weber. En el primero, titulado “Derecho, sociedad y po-
der. La refutación weberiana de Rudolf Stammler”, Francisco Naishtat
revisa con particular minuciosidad la polémica establecida entre Weber
y Stammler acerca de las leyes en las ciencias sociales, deteniéndose muy
especialmente en el rol de las normas sociales y sus posibilidades de es-
tudio. El trabajo se detiene en la consideración de la ontología de las nor-
mas, y se destaca la variedad y heterogeneidad de reglas y normas cons-
titutivas de las sociedades humanas. Por su parte, Luciano Nosetto en
“Filosofía política contra ciencia social. La crítica de Leo Strauss a Max
Weber” revisa los esfuerzos de Strauss por desmontar la filosofía social
y la ciencia social de Weber argumentando que conduce a una filosofía
nihilista, a una posición alejada del mundo social en el que está inserta.
A continuación, Julio Montero interpela al lector preguntándole
“¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo?” Para responder
esta pregunta, primero analiza qué tipo de deberes son los que cada uno
de nosotros tiene para con los habitantes de nuestra Tierra sumidos en
la extrema pobreza. Luego de examinar con detenimiento diferentes ti-
pos de deberes concluye que se trata de deberes de asistencia, y extrae
8 Prefacio

algunas conclusiones a partir de esta caracterización. A la deliberación


moral está dedicado el trabajo “Cognitivismo moral, deliberación y con-
texto” de Mariano Garreta-Leclercq. En el trabajo, el autor traslada al
terreno práctico algunas distinciones acerca de la justificación epistémica
que han llevado a algunos filósofos a defender el contextualismo en epis-
temología. De esta aplicación al caso de la deliberación moral surge una
posición contextualista que Garreta se ocupa de defender en su trabajo.
Finalmente, en “La prioridad del Igualitarismo Democrático”, Facundo
García Valverde evalúa diversos argumentos a favor y en contra de las dos
estrategias más ampliamente discutidas para encarnar la idea de “justicia
distributiva”: el igualitarismo de la suerte y el igualitarismo democrático.
Luego de sopesar los argumentos, muestra la conveniencia de inclinarse
por la segunda de las opciones.
En la última parte del libro, se incluyen artículos relativos a diver-
sas cuestiones en filosofía del arte. En primer lugar, en “El valor biológi-
co de la belleza. La filiación nietzscheana y evolucionista de la estética de
Mariano Barrenechea”, Mauro Sarquis examina las influencias de Nietzs-
che y Darwin en la obra del filósofo argentino Mariano Barrenechea. El
autor intenta mostrar cómo varios elementos de la visión nietzscheana
del mundo como voluntad de poder, aspectos de la teoría darwiniana
acerca de la conservación y la selección natural y sexual y desarrollos
spencerianos sobre el origen y función evolutivos del arte resultan cen-
trales en la obra del filósofo argentino. Santiago Ginnobili discute un
aspecto específico del trabajo, centrándose en las ideas de Darwin acerca
de la belleza, y la implausibilidad de que dichas ideas estén reflejadas en
la obra de Barrenechea tal como Sarquis la reconstruye.
En “La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales”, Lucas
Bucci hace un repaso exhaustivo de las diversas respuestas ofrecidas a la
“paradoja de la ficción” e intenta replantear la cuestión de por qué nos
emocionamos con la ficción ofreciendo una distinción entre distintos
contextos en los cuales accedemos a narraciones: un contexto que deno-
mina ficcional, y un contexto cotidiano. La diferencia entre estos contex-
tos explicaría, de acuerdo con Bucci, las peculiaridades de las emociones
que experimentamos en el contexto del consumo de ficción. Valeria Cas-
telló-Joubert en su agudo trabajo cuestiona la distinción de Bucci entre
dos contextos de consumo de obras representativas, mostrando que hay
casos que no son claros y la distinción podría entonces no ser tajante
como Bucci argumenta.
Prefacio 9

El capítulo de Eleonora Orlando se titula “Las afirmaciones evalua-


tivas estéticas: Una propuesta relativista”. En su artículo busca aplicar
herramientas provenientes de la filosofía del lenguaje orientadas a de-
fender estrategias relativistas en la comprensión del contenido semánti-
co de ciertos términos evaluativos, ofreciendo una lúcida defensa de una
posición relativista aplicada al caso de los juicios estéticos evaluativos.
Cerrando este libro, Ricardo Ibarlucía presenta “Descripción y
evaluación. Algunas observaciones sobre el discurso de la crítica”, don-
de discute el “programa descriptivista” de Jean-Marie Schaeffer y el “pro-
grama evaluacionista” de Noël Carroll. Su proyecto es integrar estas dos
teorías acerca de la crítica de arte, que no ve como antagónicas, sino
como complementarias entre sí. Para ello propone distinguir tres tipos
de juicios relativos al arte: los juicios estéticos, los juicios teleológicos
y los juicios normativos de la crítica; estos últimos involucrarían tres
operaciones que son interdependientes: la apreciación subjetiva, la des-
cripción objetual y la evaluación razonada, conjugando así aspectos des-
criptivos y evaluativos.
Diana Pérez
Buenos Aires, 15 de diciembre de 2015
PARTE I

Filosofía teórica
1

Leibniz y los límites de los lenguajes


racionales

Oscar M. Esquisabel

En la presente exposición, nos proponemos desarrollar algunas ideas


orientadoras acerca del proyecto leibniziano de crear un lenguaje racio-
nal universal, el cual tiene múltiples puntos de contacto con el proyecto
de la característica universal. En el presente contexto, el tema central
que nos ocupa no es tanto el diseño o los diferentes diseños que Leibniz
propuso para la construcción de dicho lenguaje, sino que sostendremos
una hipótesis acerca de los motivos por los que Leibniz no llevó a cabo fi-
nalmente su programa, legando a la posteridad sólo ensayos programáti-
cos y bocetos fragmentarios, sugestivos por cierto, pero que no siempre
expresan una meta que los haga coherentes entre sí. La impresión que
nos dejan los escritos leibnizianos sobre el tema es que Leibniz intentó
varios caminos y métodos, sin llegar finalmente a ningún resultado defi-
nitivo, a pesar de que, a través de ese camino, formuló una idea poderosa
que, de manera más o menos indirecta, fructificó con el tiempo en diver-
sos programas asociados a esa empresa leibniziana.
Así, nuestra hipótesis sostiene que Leibniz fue consciente de que
los esfuerzos por introducir un lenguaje racional como medio de co-
municación universal había de enfrentar serios problemas pragmáticos,
algunos de los cuales implicaban cuestiones teóricas profundas. En cual-
quier caso, la dificultad de encontrar una solución cabal para estos es-
collos hizo que Leibniz no sólo ensayase diversas aproximaciones a la
construcción de un lenguaje racional, sino que finalmente dejara la tarea
14 Oscar M. Esquisabel

inconclusa, no por falta de convicción, sino sólo por la tendencia leib-


niziana a presentar soluciones teóricas y prácticas de eficacia probada.
En los escritos leibnizianos sobre lenguaje universal y caracterís-
tica universal no es común encontrar consideraciones críticas acerca de
la posibilidad en general de un lenguaje universal, aunque por cierto en-
contremos indicaciones acerca de las insuficiencias de los ensayos exis-
tentes en su época. Sin embargo, en un escrito en el que Leibniz evalúa
el proyecto de lenguaje racional universal que Caspar Rödeke presentó
ante la corte de Prusia, nuestro autor expone una serie de consideracio-
nes que, claramente, procuran importantes indicios respecto de la hipó-
tesis que proponemos.
De este modo, luego de sintetizar los lineamientos generales de las
orientaciones programáticas fundamentales del proyecto leibniziano de
un lenguaje racional, en sus vertientes principales, a saber, la vía a priori
y la a posteriori, examinaremos las objeciones que contiene el crítico in-
forme leibniziano, interpretándolas también como una exposición de las
dificultades que, según Leibniz, ha de enfrentar cualquier plan de cons-
truir y difundir un lenguaje racional, incluso el suyo propio.

El proyecto de un lenguaje universal racional: dos


estrategias

Siguiendo una sugerencia de Couturat y retomada por Pombo, distin-


guiremos dos estrategias para la construcción de un lenguaje racional
universal, que denominaremos, respectivamente, a priori y a posteriori.
Sintéticamente, el método a priori consiste en la construcción de un len-
guaje completamente artificial, en general escrito y de carácter concep-
tual (o “real”), de manera completamente independiente de los lengua-
jes comunes o “históricos”. Por su parte, la estrategia a posteriori sigue
el camino exactamente inverso, ya que para la construcción del lenguaje
artificial se utilizan formas y/o materiales gramaticales que surgen de la
comparación recíproca de diversas lenguas históricas (Couturat [1901]
1961: 63-64; asimismo Pombo 1987)1.
En este marco, el caso de Leibniz proporciona un ejemplo concreto

1
Para el problema de los lenguajes universales en el siglo XVII, véase Eco 1993 y Maat
2004.
Leibniz y los límites de los lenguajes racionales 15

de ambas estrategias, ya que se pueden señalar en sus reflexiones y tra-


bajos acerca del lenguaje universal racional concepciones tanto apriorís-
ticas como aposteriorísticas.
En efecto, el proyecto de la característica universal como lenguaje
racional universal responde, precisamente a la estrategia a priori, ya que
se trata de la construcción de un lenguaje completamente artificial ab
ovo, sin que entre en su elaboración, en principio, consideraciones com-
parativas respecto de los lenguajes coloquiales. Como en otros casos de
lenguajes racionales a priori, el programa de la característica universal se
proponía lograr la expresión analítica y directa de los pensamientos me-
diante una notación (escritura) simbólica. Además de ello, Leibniz añade
la idea de dotarlo de una estructura de cálculo, que le proporcionaría a la
característica la facultad de reducir las operaciones de inferencia lógica a
una transformación simbólica regulada2.
Así, el proyecto de la característica universal constituye un vas-
to programa, finalmente irrealizado, que abarca, para mencionar los
aspectos más sobresalientes, el análisis exhaustivo de los conceptos y
principios del conocimiento humano (lógicos y no lógicos) hasta obte-
ner sus elementos últimos, la creación de un lenguaje o notación sim-
bólica (carácter) dotados de reglas de formación y transformación, con
el fin de expresar simbólicamente dicho análisis, la construcción, con
dichos recursos notacionales, de un cálculo axiomático para la lógica
deductiva elemental (especialmente la silogística), la formulación de
una lógica deductiva para las inferencias asilogísticas y la elaboración
de una lógica probabilitaria para las inferencias no deductivas (para una
síntesis del programa,véase A II 1: 378-381).
En cualquier caso, el proyecto de la característica universal adqui-
rió diversos aspectos y formulaciones, sin alcanzar jamás una concreción
definitiva. Lo que resta es una serie de apuntes, generalmente breves y
no siempre consistentes entre sí, que contienen indicios y señalamientos
acerca de los procedimientos generales para la construcción del sistema.
En cualquier caso, es el cálculo lógico deductivo, que debía constituir
la estructura lógica de la característica universal, el aspecto que recibió

2
Un texto emblemático de esta vertiente del proyecto es De numeris characteristicis ad
linguam universalem constituendam (A VI 4 263-270 [OFC 5 115-121]). Véase Pombo 1987 y
Esquisabel 1998: 87-123.
16 Oscar M. Esquisabel

un tratamiento más completo y exhaustivo por parte de Leibniz (véase


Couturat, [1901] 1961)3.
Paradójicamente, los trabajos concretos de Leibniz que apuntan
a la construcción concreta de un lenguaje universal racional parecen
apartarse en mayor o menor grado del programa apriorístico de la Ca-
racterística Universal, ya que su manera de proceder se rige claramente
por la estrategia de la construcción a posteriori. En efecto, dichos traba-
jos no comienzan, en general, por un análisis de las estructuras lógicas
y conceptuales que luego deben ser plasmadas mediante una notación
simbólica adecuada, sino que el estudio se dirige ahora hacia los diversos
aspectos que nos presentan los lenguajes históricos o “naturales”. Así,
en lugar de un análisis “lógico”, estamos en presencia de un análisis gra-
matical o, para usar un anacronismo, “lingüístico”, en el que se abordan
aspectos léxicos, sintácticos, semánticos y pragmáticos de los lenguajes
concretos4.
En este caso, todo hace pensar en algo así como un cambio de rum-
bo en las concepciones de Leibniz acerca del lenguaje universal racional
o al menos en la posibilidad de una segunda línea de pensamiento, esta
vez de naturaleza aposteriorística, paralela a la concepción de la carac-
terística universal. Sin entrar en los detalles de esta cuestión, que de por
sí es compleja, es probable que Leibniz haya pensado en una doble vía
para la construcción de un lenguaje racional universal, de tal modo que
el estilo a priori y el a posteriori fueran, finalmente complementarios5.
En cualquier caso, el programa, ya sea a priori o a posteriori, no
dejó otro resultado que fragmentos y esbozos. Quizá las reflexiones si-
guientes apunten a explicar, también de manera programática, esa ca-
rencia que se hace tan manifiesta en los escritos leibnizianos sobre el
tema.

3
Para una revisión actualizada del proyecto lógico de Leibniz, véase Lenzen 2004: 1-83.
Para los diversos aspectos del proyecto leibniziano de la característica, véase Esquisabel
2003: 147-197.
4
Entre los muchos escritos de Leibniz, el texto publicado con el título De lingua Philoso-
phica (A VI 4: 881-908, OFC 5 327-357) representa uno de los trabajos más completos para
la perspectiva a posteriori.
5
Sobre los cambios de rumbo y la complementación de las estrategias leibnizianas res-
pecto de la construcción de un lenguaje universal, véase Pombo 1987, especialmente parte
III, cap. 1.
Leibniz y los límites de los lenguajes racionales 17

Las críticas a la Característica Universal de Caspar


Rödeke

En agosto de 1708, la Academia Real de Ciencias de Berlín recibió el


proyecto de lenguaje universal de Caspar Rödeke, quien lo presentó ante
la consideración del rey de Prusia con el objeto de recibir una subven-
ción real para completar la tarea de su construcción. Aunque no hemos
tenido acceso a dicho proyecto, que, de acuerdo con lo que surge del
intercambio epistolar de Leibniz con Jablonski, el secretario de la Real
Academia, presenta sólo un boceto de lo que sería la característica de Rö-
deke, la descripción que Jablonski hace de ella nos la muestra como un
lenguaje racional universal que se propone representar simbólicamente,
mediante diferentes procedimientos de derivación, un conjunto amplí-
simo de conceptos (más de cien mil) a partir de un conjunto mínimo de
noventa caracteres que, a su vez, simbolizan otros tantos conceptos ele-
mentales6. A raíz del pedido de subvención, los miembros de la Academia
realizan una evaluación del proyecto cuya versión final redacta Leibniz en
un tono más bien crítico y negativo, aproximadamente un año después
de la presentación de Rödeke. Según Harnack, el editor de las actas, es
manifiesto que el dictamen final acusa una fuerte influencia de las opi-
niones de Leibniz al respecto (Harnack 1900: 189-190). Lo mismo debe
de haber juzgado el peticionante, ya que recusó el dictamen de Leibniz
por superficial y parcial y solicitó la reconsideración de su petición, que
finalmente recibió una opinión favorable. El trabajo, sin embargo, quedó
inconcluso debido a la muerte de Rödeke en 1712 (Harnack 1900: 191).
Sea de ello lo que fuere, el dictamen de Leibniz del 15 de julio de 1709 se
encuentra en los archivos de la Academia de Ciencias de Berlín y su texto
completo ha sido publicado exclusivamente, por lo menos hasta ahora,
por Gerhardt (véase GP VII: 33-37, Esquisabel 2013).
Independientemente de las cuestiones institucionales, que segura-
mente deben de haber involucrado los conflictos de intereses y rivalida-
des típicos de estas situaciones, vale la pena considerar, como conclusión
de esta exposición, algunas de las consideraciones críticas de Leibniz
acerca del proyecto, porque, curiosamente, parecen poder aplicarse, al
menos en forma general, también al suyo propio, ya sea que se trate de

6
Según consta en Harnack (1900: 189), un ejemplar impreso del proyecto se encuentra en
los Archivos de la Academia. Véase también Rödeke 1725.
18 Oscar M. Esquisabel

un lenguaje a priori o a posteriori. En efecto, en este sentido, podemos


leer las objeciones leibnizianas oblicuamente, es decir, como una serie de
obstáculos que se le impusieron a él mismo al momento de llevar a cabo
su proyecto de lenguaje racional universal, de modo tal que, aunque de
modo quizá inconsciente e involuntario, las objeciones no sólo estaban
dirigidas a Rödeke sino también hacia él mismo y, probablemente, hacia
todo intento de crear un lenguaje racional universal de carácter artificial.
De una manera más bien sumaria, Leibniz aborda el análisis de
la propuesta de Rödeke desde tres puntos de vista, a saber, en lo que
respecta a su factibilidad, a las posibilidades de aplicación y, una vez que
se han solucionado las dos primeras, a su puesta en práctica como len-
guaje efectivo para la comunicación internacional. En lo que toca a la
primera y a la segunda cuestión, Leibniz es más bien parco. Así, admite
la posibilidad de la construcción de un lenguaje racional universal en
general, remitiéndose, como caso paradigmático, al ensayo de Wilkins
de 1668, An essay towards a real character and a philosophical language. En
segundo lugar, Leibniz se refiere a una dificultad teórica que, curiosa-
mente, afecta a sus propios proyectos de lenguaje universal racional, a
saber, la gran dificultad de introducir nombres propios. En efecto, un
lenguaje real analítico debería establecer una correspondencia biunívoca
entre la estructura de la expresión y la composición del concepto, cosa
difícilmente realizable en el caso de los nombres propios. Al parecer,
Rödeke intenta solucionar esta cuestión mediante un doble sistema de
signos, uno para los conceptos y otro para los sonidos, pero así, como
bien señala Leibniz, se pierde el carácter real de la característica. En cual-
quier caso, es también una cuestión para la cual Leibniz no encontró una
solución efectiva, al menos por lo que surge del análisis de sus proyectos
más avanzados de lenguaje racional analítico (GP VII: 33-34).
Las objeciones más importantes, sin embargo, corresponden al ter-
cer enfoque, que es de carácter fundamentalmente pragmático, ya que
tiene que ver con los supuestos de la práctica del lenguaje artificial, a tra-
vés de su difusión por medio de la instrucción y, en teoría, su aceptación
internacional y universal (GP VII: 34). Así, los problemas que afectan al
lenguaje universal racional se refieren: 1) a su relación con los lenguajes
comunes, 2) a la universalidad de las estructuras gramaticales supuestas
y 3) a la posibilidad de una adopción realmente universal, es decir, igua-
litaria. En general, el conjunto de consideraciones arrojan dudas acerca
Leibniz y los límites de los lenguajes racionales 19

de que un lenguaje racional pueda dar como resultado un instrumento


de comunicación realmente universal.
El primer problema que se presenta es, por decirlo así, el de las
reglas de traducción del lenguaje común al nuevo lenguaje artificial sim-
bólico y viceversa. En efecto, la enseñabilidad del nuevo lenguaje supone
que pueda traducirse, en lo posible sin pérdida, la riqueza semántica del
lenguaje común al vocabulario y a las estructuras del lenguaje artificial,
así como debe asegurarse la preservación de la misma riqueza de sig-
nificado en el pasaje inverso, es decir, del lenguaje artificial al común.
Ahora, tal cosa es algo que por sí misma no está garantizada. A pesar de
que Leibniz no lo afirme categóricamente, parece suponer que no hay o
que al menos no es sencillo formular reglas claras y unívocas de intertra-
ducción y que, por ello, se necesita desarrollar habilidades especiales que
están vinculadas a la práctica misma del lenguaje:

Pues, en efecto, en primer lugar se tiene que considerar si el in-


ventor puede concebir y representar para los demás los princi-
pios de su arte, a los cuales se añaden esos otros escritos que
se requieren para su asistencia y especialmente un vocabulario
doble completo, por medio del cual puedan volcarse en el nuevo
sistema notacional [Zeichenkunst] los vocablos y giros del lengua-
je conocido y, a su vez, puedan traducirse los signos de dicho
sistema al lenguaje conocido, todo ello de una manera tan distin-
ta que al menos aquellos que deben instruir a otros y en cierto
modo darles clases acerca de él sean capaces de comprenderlo y
ejercitarse en él por sí mismos de manera suficiente. (GP VII: 34)

En suma, la cuestión que se ventila en este objeción, podríamos decir,


es la de si es posible formular un manual de traducción entre el lenguaje
artificial y el lenguaje común que sea lo suficientemente autocontenido
como para que alguien pueda aprender el lenguaje por sí mismo, sin
recurrir a un usuario previo que pueda señalar los casos paradigmáticos
y sus modificaciones. Al respecto, como hemos visto, Leibniz se expresa
con bastante escepticismo. Ahora bien, suponiendo que se solucionen
las dificultades señaladas anteriormente de la traducción recíproca entre
las dos lenguas por medio de un manual auxiliado por la práctica do-
cente del instructor, queda aún pendiente otra dificultad, que en cierto
modo es más profunda que la primera. Así, el manual de traducción debe
contener reglas de traducción que se adaptan a una lengua en especial,
20 Oscar M. Esquisabel

a saber, en este caso el alemán. Ahora bien, no es inmediatamente obvio


que dichas reglas, que bien pueden valer para el alemán, sean igualmente
aplicables a cualesquiera otras lenguas, ya que podría ocurrir que esas
otras lenguas posean una gramática completamente diferente de la del
alemán. Asimismo, y en conexión con la observación anterior, no está
garantizado a priori que las reglas de traducción sean, a priori, universal-
mente intertraducibles:

Y aun cuando pudiese efectuar esta explicación en lengua alemana


en cuanto es la suya propia, sin embargo quedaría pendiente la
cuestión de si los mencionados principios pueden ser aplicados de
igual manera y de forma sencilla en todas las restantes lenguas y si
pueden ser redactados en ellas con pareja distinción. (GP VII: 34)

Al respecto, Leibniz lleva a cabo una observación que afecta en particular


a los proyectos de lenguaje universal racional a posteriori, es decir, que
surgen del análisis de las características sintácticas y semánticas de un
grupo variado de lenguas. Si ello es así, resulta razonable pensar que la
estructura gramatical del lenguaje racional exprese de manera regimen-
tada las estructuras comunes a todos los lenguajes comparados entre sí.
Como en el caso anterior, no hay una seguridad a priori de que, en ese
sentido, el lenguaje pretendidamente universal sea realmente universal,
ya que pueden existir otros lenguajes que no compartan las estructuras
gramaticales de las lenguas que han servido de punto de partida para la
elaboración del lenguaje racional. Si ello fuese así, entonces sus prin-
cipios no serían verdaderamente universales. En cierto modo, para ser
un poco anacrónicos, Leibniz roza la cuestión del etnocentrismo de un
lenguaje racional a posteriori:

En lo que concierne a la división de los signos fundamentales


(caracteres radicales), así como en lo que respecta a sus modifi-
caciones gramaticales (modificationes et flexiones secundum Casus,
Numeros, Modos, Tempora, Comparationes), si bien el inventor ha
tenido quizá en cuenta para la construcción de toda su obra, de
manera preferencial, las propiedades de una o más lenguas que
le son conocidas y las ha usado como guía, se podría plantear,
en tercer lugar, la pregunta de si otras lenguas que no concuer-
dan con dicha construcción se puedan servir, no obstante, de sus
principios en cuanto que comunes, o, supuesto que tal cosa no se
diese, de qué modo pueda subsanarse esta discordancia sin que
Leibniz y los límites de los lenguajes racionales 21

la empresa se interrumpa. Y si finalmente todas estas dificultades


pudieran solventarse en el caso de los pueblos europeos, restaría
en cuarto lugar una nueva, relativa a la introducción de esta escri-
tura general también en el caso de los pueblos asiáticos (para no
hablar ahora del resto del mundo), si es que debe hacer honor a
su nombre, y ponerla en uso entre ellos. (GP VII: 34-35)

Para esta última dificultad, Leibniz señala la posibilidad de hallar una


solución en la existencia de una gramática universal, es decir, en el he-
cho de que absolutamente todas las lenguas compartan estructuras co-
munes. No obstante, podría alegarse, mientras dicha gramática no haya
sido efectivamente formulada, su estatuto es conjetural y, en esa medi-
da, presta poca ayuda para la confección de un lenguaje universal. En
cualquier caso, si alguna solución puede encontrarse al problema de la
universalidad y a las restantes cuestiones, ella debe provenir del entendi-
miento o acuerdo que debe resultar del trabajo conjunto de las socieda-
des científicas o científicos representantes de todas las naciones, tanto
europeas como no europeas (GP VII: 35).
La última objeción, pero no menos importante, está conectada,
como adelantamos, con la posibilidad de que el lenguaje racional pueda
convertirse en un instrumento universal, es decir, absolutamente común
para todos los hombres. El riesgo, en este caso, consiste en que el len-
guaje racional, por su carácter analítico, suponga una serie de conoci-
mientos expertos, de carácter lógico y gramatical, que lo haga accesible,
comprensible y utilizable sólo para el conjunto de los expertos dentro
de una sociedad, es decir, sólo para aquellos que dominan de manera
experta el conjunto de categorías lógicas y gramaticales sobre las que
se cimenta la construcción de dicho lenguaje. Si bien esta observación
posee una serie de aristas que merecen analizarse con más profundidad
(por ejemplo, ¿no podría el acceso universal a la educación subsanar este
inconveniente?), esta característica del lenguaje racional, que cuenta más
bien como un defecto, tiende a limitar sus alcances como lenguaje orien-
tado a la comunicación universal:

Sin embargo, algunos alegan que, en primer lugar, los signos pro-
puestos por el solicitante y también por otros se refieren a las
cosas mismas y que, en cierto modo, suponen un análisis lógico
y estimativo de los pensamientos y discursos. En consecuencia,
quien no pueda comprender la gramática y la lógica con todo su
22 Oscar M. Esquisabel

contenido y quizá también cosas mucho más profundas y no sea


experto en todo ello, no podrá servirse con pericia de la obra,
más aún, no podrá ni entender ni captar el arte en sí mismo. Por
esa razón, sólo los eruditos tendrán la capacidad de utilizar la
obra y la mayor parte de la muchedumbre de los hombres queda-
rá excluida del uso de esta pretendida escritura universal, lo cual
restringirá considerablemente su utilidad. (GP VII: 35-36)

Podríamos interpretar la objeción de Leibniz en al menos dos sentidos.


De acuerdo con el primero, expresa la condición de que un lenguaje ex-
perto tiende a diferenciarse del lenguaje común y a convertirse en algo
relativamente impermeable para los usuarios no expertos, como ocurre
con los lenguajes (por llamarlos de alguna manera) formales de la mate-
mática o incluso con el lenguaje técnico-jurídico. No obstante, la formu-
lación de Leibniz admite un enfoque un poco más profundo que, aunque
no está explícitamente formulado, está en consonancia con objeciones
anteriores: en efecto, podríamos decir que lo que está en juego es la uni-
versalidad no sólo de la práctica, sino también de las categorías lógico-
gramaticales de acuerdo con las cuales está construido el lenguaje racio-
nal, en el sentido de que no sólo no son compartidas universalmente por
todas las lenguas, sino que el análisis lógico-gramatical, necesario para
construir el lenguaje racional, “proyecta” en el lenguaje común más de
lo que hay en él mismo, a los efectos de racionalizarlo y regimentarlo. En
el dominio del pensamiento leibniziano, especialmente el tardío, nos pa-
rece que esta conjetura es sumamente verosímil, aunque, ciertamente,
se requiere de análisis más profundos para afirmarla categóricamente.

Conclusiones

Habíamos comenzado nuestra exposición alegando el carácter pro-


gramático y siempre inconcluso de los diversos proyectos leibnizianos
de construcción de un lenguaje racional universal y, en este sentido,
planteamos la pregunta de cuáles pudieron ser los motivos que hicie-
ron que, finalmente, el proyecto ni siquiera haya pasado del estadio de
meros bocetos y escritos programáticos más o menos conectados entre
sí. Independientemente de las cuestiones externas, que seguramente las
hubo, creemos encontrar en estas observaciones acerca de la propuesta
Leibniz y los límites de los lenguajes racionales 23

de Rödeke indicaciones claras acerca de cuáles fueron los obstáculos que


el propio Leibniz enfrentó para la construcción de un lenguaje racional
que tuviese un alcance verdaderamente universal. En este sentido, los
tres escollos fundamentales que hemos detectado en sus críticas a Röde-
ke, a saber, las cuestiones de intertraducción entre el lenguaje racional
y el lenguaje común, las dudas acerca de la universalidad de sus estruc-
turas fundamentales y las dificultades propias de adopción masiva de
un lenguaje que requiere de conocimientos expertos, parecen proponer
una serie de problemas técnicos y pragmáticos para los cuales el mismo
Leibniz no pudo encontrar una solución realmente satisfactoria, aunque
siempre mantuvo abierta la posibilidad de hallarla.

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24 Oscar M. Esquisabel

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Wrigley, Michael B. (comp.) (2003), Dialogue, Language, Rationality. A Festschrift
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2

La Característica Universal y los


lenguajes comunes

Alberto Moretti

El proyecto leibniciano de establecer una Característica Universal fue,


al menos parcialmente, el de la construcción de un lenguaje racional
universal único (LRU). La Característica debía involucrar un lenguaje:
(a) sin defectos expresivos, (b) que pueda expresar todo lo expresable
(primer sentido de “universal”), (c) inteligible para y utilizable por todo
hablante humano (segundo sentido de “universal”) y (d) esencialmente
uno (cualesquiera opciones deberían ser intertraducibles sin pérdida).
En especial, LRU deberá posibilitar la expresión analítica y directa de los
pensamientos (conceptos y leyes) y la expresión de las inferencias como
transformaciones formales regladas por un cálculo.
El plan para su construcción debía incluir: el análisis a priori de los
conceptos y principios de los conocimientos hasta encontrar sus ele-
mentos últimos; el análisis a priori de las inferencias hasta encontrar
sus elementos últimos y, finalmente, la creación de una notación básica,
de un sistema de reglas de formación y transformación de compuestos
sintácticos y de un sistema de reglas de deducción (un cálculo formal) y
de reglas de inferencia probabilística.
En “Leibniz y los límites de los lenguajes racionales”, Oscar Es-
quisabel defiende la tesis de que el filósofo advirtió serios problemas en
cualquier proyecto similar al suyo (y los expuso en su evaluación del pro-
yecto de Rödeke de 1708) y sostiene que esta advertencia explica que sólo
26 Alberto Moretti

haya dejado esbozos muy incompletos y que haya llegado a pensar que
debía seguirse una doble vía (a priori/a posteriori) para realizarlo.
En esta nota intentaré: (a) formular algunas dudas sobre la distin-
ción (debida a Couturat y usada en la caracterización anterior) entre es-
trategias a priori y a posteriori y, consecuentemente, dudas acerca de que
haya un viraje de Leibniz que explicar; (b) una reivindicación parcial de
Rödeke: los argumentos de Leibniz no eran suficientes para impedir el
proyecto; pero no total: hay mejores argumentos en contra de esos pro-
yectos en su versión ambiciosa.

Estrategias a priori y a posteriori

Esquisabel, explicando la distinción de Couturat, dice que “el método


a priori consiste en la construcción de un lenguaje completamente ar-
tificial, en general escrito y de carácter conceptual (o ‘real’), de manera
completamente independiente de los lenguajes comunes o ‘históricos’.”
(14). Como se ve, esta distinción depende de que sea posible analizar los
conceptos, leyes y reglas inferenciales que establecen el conocimiento de
una comunidad, independientemente de todo lenguaje histórico. Quizás
porque se suponga que el conocimiento depende de un pensamiento de
estructura independiente de todo lenguaje histórico y defectuosamen-
te accesible mediante el lenguaje común. Aun sin discutir la discutible
existencia de tal pensamiento, no parece que sea posible analizarlo de
ese modo. No sólo porque el análisis se hará (para que sea públicamente
evaluable) en algún lenguaje común sino, especialmente, porque cuando
se dice que se van a analizar conceptos y leyes para encontrar sus ele-
mentos últimos y sus reglas de composición, ¿sobre qué “material” se
trabajará sino sobre el discurso y las teorías en que siempre se exponen,
aún si defectuosamente, los conocimientos? Los casos de conocimiento
intersubjetivamente establecido se exponen en lenguajes comunes, y la
discusión intersubjetiva de los lenguajes universales que se propongan
también se producirá en un lenguaje común. No es entonces “paradó-
jico” que

[…] los trabajos concretos de Leibniz que apuntan a la construc-


ción concreta de un lenguaje universal racional parecen apar-
tarse en mayor o menor grado del programa apriorístico de la
La Característica Universal y los lenguajes comunes 27

Característica Universal, ya que su manera de proceder se rige


claramente por la estrategia de la construcción a posteriori. (16)

Si en este contexto “a priori” significase: determinar las estructuras


sintácticas y las categorías semánticas básicas del lenguaje racional en
construcción basándose solamente en la explicitación de principios filo-
sóficos (lógicos, metafísicos, gnoseológicos) o científicos (leyes de la na-
turaleza) acerca de la estructura del pensamiento y de su relación con la
estructura de la realidad, principios aprehendibles sin mediación lingüís-
tica y prescindiendo de toda explicitación o dependencia de las estructu-
ras sintácticas o las categorías semánticas de algún lenguaje “histórico”;
la tarea no parece realizable.
Porque la explicitación de esos principios filosóficos y científicos
debe hacerse según una formulación dependiente de un particular len-
guaje “histórico” (o mediante el cotejo entre varios de ellos). Esto es, de-
penderá del uso o la comprensión implícita de las estructuras sintácticas
y las categorías semánticas básicas de un particular lenguaje histórico.
Pero entonces no se producirá un abordaje filosóficamente o científi-
camente adecuado (en particular, basado en principios epistemológicos
adecuados) si no se explicita esa comprensión. Porque, en primer lugar,
debe asegurarse la independencia “metafísica” respecto de todo lengua-
je particular, de los principios filosóficos y científicos cuya explicitación
y análisis (realizada en algún lenguaje común) guiará la construcción
(también mediada por un lenguaje común) del lenguaje racional “artifi-
cial”. Pero no se podrá hacerlo sin explicitar las estructuras sintácticas,
semánticas y pragmáticas del lenguaje en que se formulen: ¿cómo si no,
se justificará la independencia pretendida? Y, en segundo lugar, porque el
uso de algún lenguaje histórico particular forma parte de las condiciones
(al menos de facto) de adquisición del conocimiento humano común, en
particular, de la construcción de teorías empíricas; y si la construcción
del lenguaje racional va a ser guiada por el análisis de las condiciones
(esto es, por principios acerca del conocimiento humano) manifiestas en
los ejemplos de conocimiento humano (las teorías), entonces este análi-
sis no puede obviar la explicitación de los principios básicos (sintácticos,
semánticos y pragmáticos) de al menos un lenguaje histórico.
Si hubiese captación o comprensión individual directa (es decir: sin
intermediación de un lenguaje histórico intersubjetivamente estableci-
do) de principios filosóficos (por ejemplo, principios como el de que la
28 Alberto Moretti

estructura del pensamiento y la comprensión es independiente de todo


lenguaje común), como la discusión filosófica intersubjetiva (antes del
eventual triunfo del lenguaje racional) está mediada por algún lenguaje
histórico (es decir, común, no “privado”), entonces habría que garanti-
zar (a priori) que esa mediación no es distorsiva. Debe distinguirse entre:
(a) no hacer consideraciones acerca de la estructura del lenguaje histó-
rico que se está usando para hacer consideraciones pretendidamente a
priori sobre el pensamiento y la realidad; y (b) que estas consideracio-
nes acerca de las estructuras del pensamiento, de la realidad y de sus
relaciones, sean independientes de la estructura del lenguaje histórico
que se está usando para hacerlas. Lo segundo, no lo primero, se requie-
re para legitimar una indagación a priori que va a concluir la validez de
principios pretendidamente independientes de todo lenguaje histórico.
También puede pensarse que en este asunto “a priori” sólo quiere decir:
sin hacer estudios comparativos entre distintos lenguajes comunes. Por
lo dicho antes, también este sentido es insuficiente para una genuina
estrategia a priori.

Reivindicación parcial de Rödeke

Las observaciones de Leibniz a los proyectos Rödeke/Leibniz, señala


Esquisabel, fueron de tres tipos: (a) acerca de la posibilidad de construc-
ción de LRU, (b) acerca de la posibilidad de la aplicación de LRU y (c)
acerca de la posibilidad de su uso efectivo universal.
Leibniz sostiene que es posible construir LRU y que su aplicación
también parece posible, aunque respecto de la aplicación plantea lo que
considera un problema grave: la dificultad de introducir nombres pro-
pios en LRU. No está claro cómo se puede sostener lo primero sin re-
solver lo segundo, que parece ser un problema teórico para la construc-
ción de LRU. Tampoco surge claramente cuál es este problema. Si los
nombres propios no expresan conceptos ni permiten expresar conceptos
indispensables para el conocimiento ¿por qué LRU debería incluirlos?
Si pudiesen asociarse a conceptos ¿serían estos conceptos inexpresables
sin ellos? ¿Serían conceptos inanalizables? En este punto recordemos,
por ejemplo, la vía russelliana de las descripciones definidas, o la vía
La Característica Universal y los lenguajes comunes 29

quineana de los predicados como ‘es idéntico a Leibniz’ o ‘leibniza’, que


podrían explorarse para la solución de este problema.
Pero, observa Esquisabel:

Las objeciones más importantes, sin embargo, corresponden al


tercer enfoque, que es de carácter fundamentalmente pragmá-
tico, ya que tiene que ver con los supuestos de la práctica del
lenguaje artificial, a través de su difusión por medio de la instruc-
ción y, en teoría, su aceptación internacional y universal. Así, los
problemas que afectan al lenguaje universal racional se refieren:
1) a su relación con los lenguajes comunes, 2) a la universalidad
de las estructuras gramaticales supuestas y 3) a la posibilidad de
una adopción realmente universal, es decir, igualitaria. En gene-
ral, el conjunto de consideraciones arrojan dudas acerca de que
un lenguaje racional pueda dar como resultado un instrumento
de comunicación realmente universal. (18-19)

El primer problema, la cuestión de la relación de LRU con los lenguajes


comunes incluye el segundo, la cuestión de la pretendida pero dudosa
universalidad de sus estructuras gramaticales. Ambas cuestiones son bá-
sicamente “semánticas”, al menos en el siguiente sentido: no concier-
nen sólo a modalidades de uso de estructuras sintáctico-semánticas sino,
especialmente, a la correlación de ese tipo de estructuras entre LRU y
los lenguajes comunes. De modo que si se admite, como parece que
Leibniz admitía, la posibilidad de su solución semántica (aunque más
abajo recordaremos objeciones de peso a esta posibilidad en el marco
del proyecto general), el único problema pragmático es el tercero: el de
la aprendibilidad de LRU por parte de un hablante típico de un lenguaje
común cualquiera o, mejor, el de la efectiva adopción de LRU por una
comunidad que ya tiene un lenguaje común (distinto de LRU). Pero éste
no es un problema conceptualmente grave.
Se presenta como:
(1) Quien teniendo un lenguaje común LC1 (al cabo, una comuni-
dad de hablantes de LC1) construyó y ahora tiene LRU (coordinable
con LC1), debe enseñarlo. Y quien no lo tenga, teniendo un lengua-
je común LC2, debe aprenderlo.
(2) Para enseñarlo, aquél necesitará reglas unívocas de traducción
entre LRU y LC2.
30 Alberto Moretti

(3) Pero: (a) es dudoso que haya tales reglas; (b) si las hubiere, pue-
den no servir (y deberían servir) entre LRU y algún LC3.
(4) Para aprenderlo, el hablante de LC2 puede necesitar compren-
der la teoría de la gramática y la lógica de LRU y, probablemente,
también comprender muchos (quizás todos) los conocimientos hu-
manos. Lo cual es improbable.

Sin embargo, las dificultades no son conceptualmente decisivas y son


prácticamente manejables, tomando en cuenta lo siguiente:

(i) Que la solución del problema pragmático requiere herramien-


tas pragmáticas, esto es, no necesariamente requiere la posesión de
reglas precisas y unívocas de traducción. (Contra 2). Ni siquiera las
reglas que coordinen LC1 con LRU pueden tener la precisión y uni-
vocidad de las reglas constitutivas de LRU (entre otras cosas porque
el sentido del proyecto de construir LRU supone que la estructura
de LC1 es confusa y la de LRU no lo es).
(ii) Interpretar un lenguaje, en particular LRU, tiene que ser siem-
pre posible. Porque la interpretabilidad es condición para entender
que cierta práctica es una práctica de habla o cierto sistema sintác-
tico es un lenguaje. Interpretar, sin embargo, no requiere un con-
junto previo de reglas sintáctico-semánticas precisas; puede soste-
nerse, por el contrario, que la posibilidad de explicitar esas reglas
es concomitante con la interpretación adecuada (Contra (3.a)). En
particular, con LC1 se interpreta LRU y esta intelección implicará
la explicitación, en LC1, de las reglas constitutivas de LRU, pero no
necesitará la existencia de reglas precisas y unívocas de traducción.
Por otra parte, sería extraño creer que si LRU lograse su objetivo de
expresar sin defecto el pensamiento independiente de todo lengua-
je común, podría haber algún problema conceptualmente decisivo
para que algún lenguaje común imposibilitara su adopción. Parece
más apropiado creer que eventuales problemas insolubles de ese
tipo indicarían que el LRU del caso no ha logrado su objetivo. (O,
teniendo en cuenta tendencias reiteradamente humanas, causarían
creencias acerca de la escasa humanidad de los otros, habilitando
comportamientos lamentables).
(iii) Si con LC1, usado para construir y entender LRU, se pueden
La Característica Universal y los lenguajes comunes 31

entender LC2 y LC3, entonces desde LC1 hay un camino para hacer
que los hablantes de LC2 y LC3 entiendan LRU. (Contra (3.b)).
(iv) Para comprender la gramática y la lógica de LRU no se requiere
conocer la teoría de esa gramática y de esa lógica; pueden enten-
derse en uso, por ejemplo, vía los mecanismos de interpretación
radical. (Contra (4)).

Así pues, las dificultades pragmáticas señaladas por Leibniz, que sólo
cuestionan la universalidad de LRU en el segundo sentido señalado al
comienzo y que pueden superarse, no son suficientes para desechar el
proyecto Rödeke/Leibniz.
Sin embargo, hay motivos para creer, en contra de las expectati-
vas leibnicianas, que la “solución semántica” del problema de la relación
entre LRU y los LC, y la del de la pretendida universalidad de LRU en
el primer y más fundamental sentido de universalidad, no pueden lo-
grarse satisfaciendo las ambiciones iniciales del proyecto (en particular
la pretensión de calculabilidad). Sólo cabe aquí recordar, por una parte,
las limitaciones expresivas de los lenguajes formales capaces de proveer
cálculos adecuados y formalizaciones apropiadas de los conocimientos
expresados en los lenguajes comunes. Y, por otra parte, los problemas de
indeterminación referencial en la interpretación de cualesquiera lengua-
jes y la inevitable historicidad de los lenguajes y conocimientos. Sobre
esas bases puede empezar a sostenerse que un LRU no puede simultá-
neamente ser: (a) cerrado respecto de su vocabulario básico o respecto
de sus principios lógicos; (b) referencialmente unívoco; (c) algorítmica-
mente completo; (d) único.
3

La autoridad de la primera persona y


la estrategia de la autoría

Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

Cómo saber lo que se piensa

Imaginemos que alguien le pregunta a Ismael si cree que las ballenas es-
tán en peligro de extinción. Ismael repasa datos sobre la población exis-
tente de ballenas, su tasa de reproducción, el porcentaje de ejemplares
cazados anualmente, etc., y contesta afirmativamente: “sí, creo que las
ballenas están en peligro de extinción”.
Hay un sentido en que podemos decir que Ismael sabe lo que pien-
sa de manera inmediata. ¿Por qué decimos que Ismael sabe lo que piensa?
¿Y por qué lo sabe inmediatamente? Tiene sentido aplicar a Ismael el voca-
bulario del saber porque Ismael podría haberse equivocado y afirmar que
no cree que las ballenas se encuentren en peligro de extinción cuando en
realidad sí de hecho lo cree. Esto ocurriría, por ejemplo, si Ismael dijera
que no cree que las ballenas estén en peligro de extinción y contribuyese
económicamente con las campañas de las organizaciones que se ocupan
de protegerlas. Su juicio manifestaría una creencia que no tiene. Ismael
no sabría que, en realidad, cree que las ballenas están en peligro de extin-
ción. Ismael estaría equivocado al decir lo que piensa. Por tanto, lo que
vuelve a la proferencia de Ismael una pieza de autoconocimiento es que
la respuesta de Ismael tiene condiciones de verdad, las cuales se satisfa-
cen cuando Ismael no se equivoca al decirnos lo que piensa.
Además, Ismael no meramente adivina en qué estado mental está
34 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

sino que está autorizado en sus juicios y declaraciones. Su proferencia


nos permite saber lo que piensa acerca de las ballenas y su posible ex-
tinción. Si Ismael se equivocara es algo que nosotros, contertulios de
Ismael, podríamos cotejar más o menos fácilmente al observar si sus
conductas se ajustan o no a lo que Ismael dice que piensa, o al cotejar
qué sucede con nuestras expectativas respecto de las conductas futuras
de Ismael en función de lo que nos ha dicho que piensa, etcétera. Por
otro lado, Ismael conoce lo que piensa de manera inmediata –es decir, no
hay nada epistemológicamente más básico a lo que Ismael deba recurrir
para decirnos lo que piensa o volverse consciente de lo que piensa– sean
percepciones, inferencias, testimonios, etc. La inmediatez caracteriza el
modo en que Ismael accede a sus creencias; en este sentido, la inmedia-
tez no debe confundirse con la infalibilidad de sus juicios, pues como
hemos dicho la persona puede estar equivocada respecto de qué es lo
que de hecho piensa o cuál es efectivamente su creencia1. ¿Cómo llega
a saber lo que piensa de manera no accidental? ¿Es conocimiento ese
saber sobre lo que piensa? ¿Qué le confiere el estatus de conocimiento a
ese saber sobre una creencia? ¿Qué clase de conocimiento es? ¿Tiene una
fuente distintiva?
G. Evans (1982) ha realizado una sugerencia que ofrece una posible
respuesta directa a cómo llegar a saber lo que se piensa. Responder una
pregunta sobre si p es o no el caso es un procedimiento epistémico alta-
mente fiable para obtener conocimiento acerca de si uno cree o no que
p es el caso. Cuando Ismael se pregunta acerca de si él cree o no que las
ballenas se encuentran en peligro de extinción, Ismael se pregunta por
una de sus creencias, por una parte determinada de su vida mental. Sin
embargo, para responder qué es lo que efectivamente cree, Ismael se re-
laciona con el mundo, i.e. mira los hechos relacionados con las ballenas
y determina si están o no en peligro de extinción. Luego Ismael expresa
su opinión, qué es lo que cree. La peculiaridad de la situación de Ismael
es que responde a la pregunta sobre si él cree o no que las ballenas están
en peligro de extinción resolviendo la cuestión de si de hecho lo están o

1
Véanse las siguientes palabras de Moran: “[l]a inmediatez ha de ser entendida como una
afirmación completamente negativa sobre el modo de acceso de primera persona, a saber,
un percatamiento consciente que no es inferido de algo más básico” (2001: 11). El hecho
de que nuestros juicios sean inmediatos no está relacionado con el acierto epistémico
sobre el contenido de estos juicios (los juicios introspectivos no son infalibles); son inme-
diatos porque no son inferidos o no descansan en algo más básico.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 35

no. La pregunta por una de sus creencias se resuelve mirando el mundo


y juzgando si es de una u otra manera. Para saber qué es lo que cree,
Ismael no inicia una investigación sobre su vida mental, directamente
realiza un juicio sobre el mundo en el que afirma su creencia de primer
orden. Este procedimiento sólo está disponible para ser ejecutado por
Ismael en relación con sus propias creencias, de allí que Evans sugiera
que si el sujeto aplica el procedimiento correctamente, disfrutará de au-
toridad sobre las creencias que se autoatribuye2.
Si la sugerencia de Evans va en la dirección correcta, entonces la
apelación a la respuesta que da Ismael a la pregunta de si las ballenas
están o no en peligro de extinción, esto es, la apelación a la resolución de
una pregunta, planteada deliberativamente, sobre una de sus creencias,
debería arrojar una explicación acerca de cómo Ismael sabe que él cree
que las ballenas están en peligro de extinción, por una parte, y qué es lo
que otorga a esa creencia de Ismael sobre su creencia de primer orden el
estatuto de conocimiento, por otra. Richard Moran (2001) ha esbozado
una explicación que da respuesta a estas dos preguntas. La denominare-
mos “estrategia de la autoría”.
La estrategia de la autoría de Richard Moran es de raigambre
kantiana y supone darle un giro práctico al enfoque del problema de la
autoridad de la primera persona. Desde esta perspectiva, la autoridad
de primera persona no se aborda en términos de un acceso epistémico
privilegiado. Un sujeto muestra autoridad de primera persona sobre lo
piensa porque lo que piensa es su asunto, un asunto que le concierne,
esto es, que en cierta forma depende de él. Moran ofrece una estrategia
donde la autoridad se entiende en términos de “autoría” y no de acceso
2
Así lo expresa G. Evans en The Varieties of Reference: “Estoy en posición de responder la
pregunta de si creo o no que p poniendo en operación cualquier procedimiento que tenga
disponible para responder la pregunta de si p es o no el caso” (1982: 225). El procedimien-
to consiste en prefijar la oración p con ‘Creo que p’ (1982: 226, nota). Evans realiza una
aseveración epistémica más fuerte aún: “[…] necesariamente él obtendrá conocimiento
sobre sus propios estados mentales: todavía más, el escéptico más determinado no en-
cuentrará aquí una brecha donde insertar su cuchillo” (1982: 225). No obstante, la fiabi-
lidad del procedimiento está condicionada por la aplicación correcta que haga el sujeto
del mismo. Los intentos por aplicar el procedimiento pueden ser erróneos. Por tanto,
las creencias adquiridas a través del uso del procedimiento pueden concebiblemente ser
falsas. Podría darse el caso de que sujeto afirmara p y al momento de prefijar esa creencia
con ‘Creo que…’, p no pudiese ser preservada y el sujeto terminara afirmando ‘Creo
que q’. Aunque esta situación, claro está, es difícil de imaginar, no es conceptualmente
imposible.
36 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

epistémico privilegiado. La cuestión crucial ahora es dar cuenta de qué


significa que eso que piensa depende de él.
Moran sugiere que un sujeto sabe lo que piensa en virtud del hecho
de que lo que piensa es sensible a sus propias razones y/o juicios eva-
luativos y está, por tanto, bajo el control de la propia autoridad racional
del sujeto. Por supuesto, que lo que piensa un sujeto sea sensible a sus
propias razones o juicios evaluativos no significa que la autoridad de la
primera persona se asiente sobre un requisito conceptual de naturaleza
a priori, que socava la presunción de que haya logros cognitivos genuinos
en los reportes de primera persona sobre las propias creencias –como
parecerían sugerir los constitutivistas. Quienes son partidarios de esta
opción sostienen que nuestro concepto de creencia, cuando es usado en
primera persona está constreñido por bicondicionales a priori con esta
forma: S tiene la creencia de que p si y sólo si S juzga que cree que p.
Estos bicondicionales expresarían nuestros compromisos conceptuales
con la noción de creencia. Si la autoridad de primera persona se enten-
diese de esta forma, entonces estaría epistémicamente vacía, resultando
una mera concesión social3. Por nuestra parte, una reconstrucción de la
estrategia de la autoría ha de partir de dos caminos que han de combi-
narse para dar la forma específica de la explicación de la autoridad. Cada
uno de estos caminos recoge diferentes puntos de entrada al núcleo de la
posición de la autoría. En los párrafos siguientes discutiremos cada uno
de estos caminos y realizaremos una evaluación conjunta de los mismos.
El primer camino es el que recorre la condición de transparencia, que
explota de modo particular la sugerencia de G. Evans sobre la epistemo-
logía de las creencias de segundo orden. Por su parte, Moran la expresa
así:

[Una] pregunta en primera persona y en tiempo presente sobre


las propias creencias es respondida teniendo en cuenta (o consi-
derando) las mismas razones que justificarían una respuesta a la
pregunta correspondiente sobre el mundo. (2001: 62)

Para Moran, es un requisito de la presuposición de racionalidad de un su-


jeto el que pueda responder preguntas sobre sus propias creencias actua-
les a través de responder las cuestiones respectivas de las que dependen

3
Para una discusión del constitutivismo y sus problemas para capturar lo genuinamente
epistémico de la primera persona, véase Moran 2001: 20-27.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 37

la formación de las creencias de primer orden. Este requisito conlleva


la transparencia, a saber, responder una pregunta acerca de uno de mis
estados psicológicos (¿qué es lo que creo?) como si fuese transparente a
la pregunta sobre qué es efectivamente el caso.
Una caracterización del fenómeno de la transparencia muestra
esta estructura:

(a) ¿Creo que p? (una pregunta que versa sobre qué es lo


que creo).
(b) ¿Es p el caso? (un pregunta que versa sobre cómo es el
mundo).
(c) ¿Debo creer que p? (Una pregunta normativa sobre qué
debo creer).

Cuando la transparencia se satisface, la pregunta (a) se resuelve resol-


viendo la pregunta (b). La resolución de (a) a través de (b) convierte la
pregunta (a) en (c). Esta conversión se produce porque el sujeto adopta
una instancia deliberativa. En palabras de Moran:

el vehículo de la transparencia reside en el requerimiento de que


aborde la pregunta por mi estado mental con un espíritu delibe-
rativo, decidiendo y declarándome sobre el asunto en cuestión.
(2001: 62-63)

La transparencia muestra cómo un sujeto, desde el punto de vista de


la primera persona, se resuelve racionalmente a creer que p y cómo
sostiene activamente la creencia adquirida; al mismo tiempo, pone de
manifiesto cómo adquiere autoconocimiento inmediato de su creencia
resolviendo la pregunta sobre cómo es el mundo. Por consiguiente, no
hay ningún juicio ni experiencia que desempeñe un papel mediador, esto
es, que cumpla el rol de un intermediario que habilite al sujeto a pa-
sar de su resolver racional que p a su sostener activamente a sabiendas
que p4. La presencia de intermediarios, si los hubiere y si desempeñasen

4
Peacocke (1998) supone que el juicio del sujeto que realiza la autoatribución comporta
una acción mental, cuya característica principal, en este caso, es aportar garantías raciona-
les para poner al sujeto en condiciones de realizar una afirmación de conocimiento sobre
los contenidos así autoatribuidos. Sin embargo, esto está en tensión con la condición mis-
ma de transparencia, cuya satisfacción no descansa en la operación de ningún mediador
epistémico. Enfoques como los de Peacocke son enfoques muy motivados por cómo se
adquiere el autoconocimiento, donde en mayor o menor medida, esta pregunta se modela
38 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

efectivamente algún papel, precisamente anularía el fenómeno de la


transparencia. Al menos en una de sus lecturas, la condición de transpa-
rencia puede ser una buena candidata a fuente epistémica. La resolución
de S acerca del estado actual del mundo (si p es o no el caso) fijaría su
respuesta sobre qué es lo que cree (si cree o no que p). Sin embargo, el
enfoque de la autoría debería explicarnos, ya no cómo S fija, o se produce
su respuesta de, qué es lo que cree, sino por qué esa respuesta es cono-
cimiento de (y para) S sobre su vida mental actual, por un parte; y qué
naturaleza tiene ese conocimiento y cómo esa naturaleza está ligada, si
es que lo está, a la condición de agente racional de S, por la otra.
Si se presta atención a la condición de transparencia, se advierte
que la autoatribución de la creencia de primer orden no está configu-
rada por esta creencia, sino por las propias razones que posee el agente
para determinar la actitud proposicional de primer orden. En virtud de
la condición de transparencia, la deliberación de S acerca de si piensa que
es o no su propio gato el que maúlla en el jardín, concluirá con la autoa-
tribución de que cree que es su propio gato en virtud de un conjunto de
evidencias (razones) que justifican la creencia de primer orden. La con-
dición de transparencia muestra que son las mismas razones que tiene
S, por ejemplo, para determinar si es su gato el que maúlla allí afuera,
las razones que justifican su creencia de que efectivamente es su gato el
que está en el jardín. S no se hallaría en posición de estar justificado para
saber lo que piensa, si no fuesen de hecho las mismas razones las que
justifican tanto su creencia como su toma de conciencia de la misma.
Por otro lado, está el camino de la responsabilidad epistémica. Así
como el camino de la transparencia muestra que nuestra capacidad para
conocer inmediatamente lo que pensamos está de alguna manera ligada
a nuestra capacidad para determinar nuestro pensamiento; a su vez, el
camino de la responsabilidad epistémica muestra que nuestra capacidad
de actuar por razones está ligada a nuestra capacidad para autoconocer-
nos. Ambos caminos se reclaman mutuamente. La transparencia señala
la relevancia de la agencia racional para el autoconocimiento, mientras
que la responsabilidad epistémica señala la relevancia del autoconoci-
miento para la agencia racional.
Hay diferentes maneras de retratar argumentativamente el camino
de la responsabilidad epistémica, teniendo en cuenta que lo que está en
juego es cómo nuestra capacidad ordinaria para autoconocernos contri-
buye a nuestra condición de agentes racionales. Aquí presentamos un

como una pregunta sobre cómo ocurre el tránsito con garantías desde un estado mental
de primer orden a un estado mental de segundo orden, y para explicar la obtención de
garantías se plantean, según el caso, distintos intermediarios.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 39

retrato del camino de la responsabilidad epistémica, cuyo argumento


está esbozado en el enlace de estas afirmaciones:

(1) Hay un hecho de las prácticas corrientes de nuestra vida dia-


ria, a saber, nos tratamos a nosotros mismos y a los otros como
responsables de nuestros pensamientos y acciones –por ejemplo,
si pienso que “mi hermano no me ha dicho toda la verdad”, me sé
responsable de ese pensamiento y de mis acciones dependientes
de ese pensamiento; además, estoy dispuesto a brindar las razones
que tengo para pensar lo que pienso, si alguien me las pide.
(2) Las creencias de un agente racional son sensibles a las razones
que las justifican. Si fueran otras mis razones, no creería que mi
hermano no me ha dicho toda la verdad. Puesto que mis creencias
cambian si cambian mis razones, en cuanto agente racional ajusto
mis creencias a mis razones, y soy, además, responsable de la reali-
zación de ese ajuste.

Sin embargo, para que ocurra la evaluación racional que (2) retrata, debe
darse (3), el sujeto debe ser consciente de cómo sus compromisos episté-
micos están enlazados con sus razones para creer una cosa y otra.
Y para que (3) pueda ser el caso, (4) el sujeto debe estar en condi-
ciones de conocer sus propios compromisos en tanto que actitudes ra-
cionales. Si esto no fuese posible, el sujeto no estaría en condiciones de
volverse epistémicamente responsable, ante sí y ante los otros, de lo que
racionalmente piensa y hace.
De algún modo, (1)-(4) muestran cómo nuestra habilidad de res-
ponder a razones en el proceso de nuestro pensamiento, núcleo de nues-
tra condición de agentes responsables, está enlazada con nuestra capaci-
dad para autoconocernos de manera inmediata. Si éste no fuese el caso,
resultaría difícil dotar de sentido a nuestras prácticas de autoatribución
y atribución a otros de responsabilidad epistémica y, por otra parte, re-
sultaría difícil a su vez conocer los contenidos de la propia vida mental
como contenidos sujetos a la revisión racional.

Autoconocimiento y conocimiento práctico

¿Qué clase de conocimiento es el conocimiento involucrado en la es-


trategia de la autoría? En tanto que seres que nos autoconocemos y
nos esforzamos por dar forma racional a nuestra propia vida mental,
40 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

exhibimos un peculiar modo de relación cognitiva con nosotros mismos


que depende esencialmente de la “transformación” que operamos sobre
aquello que cae bajo nuestro control racional –para el caso que nos ocu-
pa, nuestras creencias. La posición de la autoría no sólo involucra una
autoconcepción del sujeto que conoce, sino, además, una cierta relación
con el objeto de conocimiento, a saber, su vida mental. Respecto de lo
primero, el sujeto no puede concebirse a sí mismo como sometido única
y exclusivamente al orden causal y a la receptividad pasiva. Respecto de
lo segundo, lo que de hecho es conocido, a saber, los contenidos de su
vida, son de algún modo resultado de su actividad de conocerlo. Se pue-
de afirmar que la posición de la autoría expresa una intuición elemental:
nos conocemos al transformarnos5. Naturalmente, se quiere mantener
al mismo tiempo la idea de que la autoridad de la primera persona expre-
sa un logro cognitivo genuino6.
Sin embargo, ¿qué significa que hay un logro cognitivo genuino in-
volucrado en el autoconocimiento? Una condición mínima para hablar
aquí de logro de orden cognitivo es que el sujeto que conoce responda
ante una realidad independiente del hecho de conocerla. Una epistemo-
logía sustancial para el autoconocimiento requiere, al menos, que el su-
jeto responda a condiciones de verdad que son “de alguna manera inde-
pendientes de la realización del juicio” (Moran 2001: 19), lo cual significa
que –aunque sea raro e infrecuente en el caso del autoconocimiento– la
condición psicológica pueda no ser como el sujeto cognoscente juzga
que de hecho es. No obstante, este aspecto debe complementarse con
este otro: el sujeto que conoce debe realizar algún tipo de “esfuerzo”
al conocer. Este asunto plantea dificultades importantes a los modelos
epistémicos del autoconocimiento en primera persona, puesto que se
5
Aunque éste no será un aspecto al que prestemos atención en este texto, hay que resal-
tar igualmente que nos transformamos al conocernos desde esta perspectiva peculiar de
seres que moldean sus actitudes y compromisos. Este modo de transformación por el
autoconocimiento es lo que indica el tipo de logro epistémico que está aquí implicado.
Gracias a Manuel de Pinedo por insistir en este punto.
6
En este sentido, se contrapone a perspectivas filosóficas como las de Wright (1998) o
Bilgrami (2006), las cuales, desde diferentes ángulos, cuestionan que en el autoconoci-
miento haya un logro epistémico genuino. Wright sostiene la intuición constitutivista:
la autoridad de la primera persona deriva de la relación constitutiva entre el estado de
primer orden y el estado de segundo orden. La autoridad de las autoatribuciones se obtie-
ne por defecto y descansa sobre una concesión social, la cual se otorga a cualquiera que
pueda ser considerado un sujeto racional. La autoridad de primera persona deja de ser un
fenómeno epistémico.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 41

tiende a considerar este “esfuerzo” como un asegurarse de que aquello


a lo que el sujeto responde es así, lo cual conlleva que el sujeto tienda a
buscar apoyo para sus juicios en evidencias, sean producto de la observa-
ción directa o resultados de inferencias; por el contrario, la autoridad en
primera persona reclama, como lo hemos visto en las secciones anterio-
res, un tipo de conocimiento no-observacional e inmediato (no-inferen-
cial) de lo conocido, es decir, un conocimiento epistémicamente básico.
Partamos de la idea de que el tipo de logro cognitivo propio del
autoconocimiento depende de un agente en tanto agente. Algunas suge-
rencias de Anscombe en relación al conocimiento de las propias acciones
intencionales están en condiciones de promover una vía de exploración
de este asunto. Un agente epistémico conoce sus propias condiciones
psicológicas, no mediante la observación de sus estados mentales, sino
mediante el ejercicio de su agencia en relación con ellos. Este punto de
vista está comprometido con la presencia de un tipo de conocimiento
no-observacional de condiciones que son, en cierto modo, independien-
tes del hecho de que sean conocidas, así como con el rechazo de los mo-
delos puramente teóricos del autoconocimiento –lo cual promueve el
ejercicio de alguna clase de agencia racional sobre nuestras actitudes.
Si siguiéramos, entonces, esta vía argumentativa, el conocimiento en
primera persona que podríamos obtener de nuestras creencias, para
mencionar sólo el estado mental que aquí nos interesa, pertenecería a
la clase de lo que Anscombe denominó conocimiento práctico y que, para
ella, era una especie de conocimiento no-observacional exhibido por el
agente en relación con sus propias acciones intencionales. La sugerencia
consistiría en aplicar al conocimiento en primera persona de las propias
creencias de un sujeto, el modelo del conocimiento práctico elaborado
para las acciones intencionales de un agente. Los resultados de esta apli-
cación darían carnadura a lo que hemos denominado ‘la estrategia de la
autoría’. Sin embargo, ¿es posible que una persona llegue a tener conoci-
miento práctico de sus creencias?, ¿cómo podría ser eso posible? La cues-
tión subyacente parece ser la siguiente ¿está este modelo en condiciones
de ser un buen modelo epistémico del autoconocimiento, i.e. un modelo
que preserve los rasgos propios de la autoridad en primera persona?
Moran (2004) recupera la tesis de Anscombe, señalando que el co-
nocimiento práctico, en cuanto “causa de lo que entiende” –expresión
favorita de Anscombe, tomada de Tomás de Aquino–, se refiere a aquello
que sucede en el mundo en cuanto que cae bajo una cierta descripción,
42 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

esa que brinda las razones que justifican el hacer del agente a través de
indicar por qué lo hace. Lo interesante es que causa quiere decir aquí
“causa formal”, esto es, constitutiva (al menos parcialmente) de eso que
es conocido. El corolario es que un sujeto posee conocimiento práctico
(e inmediato) de sus acciones en la medida en que las considera bajo una
cierta descripción o perspectiva que las constituye en lo que son.
Una sugerencia como ésta podría aplicarse al caso de las creencias
para dar cuenta del carácter del conocimiento que los sujetos están en
posición de obtener de algunas de sus condiciones psicológicas, en par-
ticular sobre las que en cierto modo “actúan” conformándolas. En el te-
rreno filosófico del conocimiento en primera persona de las creencias, se
afirmaría que este conocimiento es un aspecto bajo el cual el agente con-
sidera aquello mismo que es conocido –es decir, sus propias creencias de
primer orden. Este es un hecho que refleja el característico conocimien-
to en que lo que es conocido es el ser que es el conocedor (McDowell
2011). Cuando la creencia es vista como un compromiso suscrito por
el sujeto a través de una instancia deliberativa, ella queda “constituida”
por las razones a las cuales responde. Si el conocimiento práctico de una
acción intencional se refiere a ese aspecto de la acción bajo el cual el
agente la aprehende, al ejecutarla, como la acción que es, el conocimien-
to “práctico” de la creencia se refiere a ese aspecto de la creencia bajo
el cual el agente la considera como lo que es, a saber, como aquello que
mantiene una relación de dependencia con el propio agente suscriptor,
por supuesto en el contexto de su involucramiento en una actividad cog-
nitiva deliberativa. En virtud de que el agente suscribe las razones que
justifican su creencia está autorizado en su conocimiento de la creencia
de la que es autor. Esto es resultado de que la creencia es, como otros
estados mentales, sensible a razones.
Los sujetos pueden ser conscientes de modos diferentes de las
creencias que forman parte de sus vidas mentales. Hay primariamente
un modo de ser consciente no “exterior” a la creencia, un modo de ser
consciente que podríamos tildar de “conciencia desde adentro de la pro-
pia creencia”; un modo que se refleja en el mismo hecho de sostener la
creencia a sabiendas (a imagen y semejanza del actuar a sabiendas). Este
“a sabiendas” expresa ese logro simultáneamente práctico y teórico. Eso
que un sujeto conoce en primera persona, su creencia, lo conoce bajo el
aspecto de algo de lo que es consciente, puesto que lo conforma a través
de su deliberación. Hay una forma de creer que p en la que no es posible
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 43

que un sujeto crea que p y no sepa que cree que p, porque este saber
constituye parcialmente la creencia, es decir, este saber contribuye a
realizar el caso siguiente: que sea así (de este modo) que el sujeto crea
que p. Lo que está en juego es una manera particular de ser conscien-
te de que efectivamente es el caso que uno cree que p. Este modo de
devenir consciente es constitutivo de la suscripción de la creencia por
parte del sujeto. Es un creer que involucra el reconocimiento de que
uno cree. El sujeto sabe que cree y está en posición de manifestarlo en
una aserción que suscribe y sostiene como verdadera, esto es, como lo
que de hecho es el caso. El sujeto es así agente de su creencia entre otras
cosas porque sabe (implícitamente) por qué la tiene7.

Algunas dificultades

Delineada desde esta perspectiva, la estrategia de la autoría estaría en


condiciones dar cuenta de la doble naturaleza epistémica y práctica del
logro que exhibimos en nuestras declaraciones de autoconocimiento.
Al mismo tiempo, podrían desarmarse dos conjuros filosóficos. Por una
parte, el conjuro de quienes abogan por un actitud meramente teórico-
observacional sobre nuestros estados mentales (por ejemplo, Armstrong
1993 o Dretske 1995); por otra parte, el conjuro de quienes arguyen que
el único tipo de autoridad es de naturaleza práctico-expresiva y, en nin-
gún caso, epistémica (Finkelstein 2003). Sin embargo, si ha de convertir-
se en una opción de peso filosófico, esta posición debe enfrentar un con-
junto de dificultades de distinta naturaleza. Algunas apuntan a restringir
el alcance de las explicaciones a una cierta clase de creencias, mientras
que otras destacan aspectos problemáticos internos a la tesis del autoco-
nocimiento como conocimiento práctico o consecuencias que podrían
ser fatales.
Repasemos brevemente algunas de ellas:

(1) La primera objeción ataca la extensión del ámbito de explica-


ción de la posición de la autoría. Puesta sucintamente dice así: no es
posible conocer con autoridad de primera persona creencias disposicio-
nales o creencias pasadas. Un sujeto está en condiciones de conocer la

7
Gracias a Ignacio Ávila por indicarnos esta forma de poner la cuestión.
44 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

creencia que forma en el momento mismo de la deliberación, pero no


otras clases de creencias. La posición de la autoría debería restringirse a
las creencias ocurrentes o actuales que forma el sujeto. Además, com-
plementa la objeción, existirían otros modos de formar y obtener creen-
cias que no dependen de adoptar instancias deliberativas y de éstas no
podríamos decir que son conocidas por la vía que sugiere la posición
de la autoría8. Puesto que se trata de una objeción a la extensión de una
posición, ésta siempre puede sostener que, si bien no conocemos todas
nuestras creencias de ese modo, eso no significa que no haya una clase
importante de creencias, esto es, las que son producto de la autoría del
agente, que sí son conocidas por el propio agente del modo en que se ha
propuesto y explicado9.
(2) La segunda objeción aborda el problema del realismo mínimo
contenido en la noción de logro epistémico: hay una independencia
entre los contenidos conocidos y los juicios cognoscitivos sobre esos
contenidos. Esta brecha permite una epistemología sustantiva asenta-
da sobre un realismo mínimo. Supone, entonces, que esos contenidos,
los cuales conozco en primera persona, pueden ser conocidos por mí
de otro modo, por ejemplo, en tercera persona o, también, que otros
pueden conocerlos. La independencia de esos contenidos del respectivo
acto cognoscitivo sería condición de posibilidad de esto último. O dicho
en otros términos, mis autoatribuciones en primera persona y las atribu-
ciones por parte de otros del mismo estado, si responden a mi condición
psicológica, la cual existe con independencia de esas atribuciones, ha de
compartir sus respectivas condiciones de verdad. Pero, quien conoce lo
que cree a sabiendas ¿no conoce algo distinto de quien conoce la creencia
sin más? Lo primero parece ser un objeto que aparece bajo el aspecto de
ser conocido puesto que se lo ha constituido así; en el caso de las atri-
buciones de otros, sin embargo, este aspecto no está involucrado. Una
forma de explicar esta diferencia sería afirmando que en las atribuciones
y en las autoatribuciones la proposición conocida está individuada de
8
Objeciones de esta clase fueron planteadas por Shah y Velleman (2005) a la posición de
Moran (2001).
9
Hay varios modos después de sustanciar esta respuesta. Una de ellas, quizá la filosófica-
mente más significativa, es la que se apoya en el desarrollo de una metafísica de la creen-
cia según la cual creer es más cercano a una actividad que a un estado. En esta línea, toda
creencia está abierta, en tanto lo que es, a una conformación activa por parte del sujeto.
La extensión, por tanto, de una posición como la de la autoría sería más amplia de lo que
uno podría pensar en primera instancia.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 45

modo diferente, pues sólo en el segundo caso se da bajo un modo de


presentación peculiar, propio de la primera persona, no accesible para
las atribuciones en tercera persona10.
Frente a esta objeción puede esgrimirse lo siguiente: esta objeción
cobra fuerza puesto que traslada al nivel del contenido lo que debe ser
abordado en términos de captación de aquello que es conocido. La ob-
jeción depende de una interpretación errónea de las afirmaciones del
modelo de conocimiento práctico, que no consiste en identificar una
diferencia en el contenido de lo que uno sabe sino un modo específico
de captarlo. Un sujeto puede tener creencias y exhibir su conocimiento
de ellas de modo teórico así como práctico-deliberativo (Moran 2001).
Cabe pensar que es posible acceder a un mismo contenido a través de
dos vías diferentes. Al mismo tiempo, las creencias de otros pueden ser
tratadas teóricamente, desde la posición del espectador (actitud de ter-
cera persona), o pueden ser tratadas como compromisos que reclaman
reconocimiento (actitud de primera persona). No obstante, una actitud
más básica hacia las creencias de otros ha de ser en segunda persona.
El correlato del conocimiento en primera persona con autoridad epis-
témica es el conocimiento en segunda persona. Se trata de un modo de
conocer demandado por la asunción de que el otro expresa su autoridad
epistémica y práctica en relación con una creencia. Aquí conocimiento
involucra y requiere reconocimiento (acknowledgment). De hecho, sería
posible trasladar este modelo al funcionamiento del autoconocimiento
en primera persona: quien lleva a cabo una declaración exhibe el reco-
nocimiento de aquello que cree a sabiendas y que, por tanto, conoce ya
en un cierto sentido. De ahí que la psicoterapia no promueva un mero
darse cuenta, para decirlo de algún modo, a través de fuentes “ajenas”,
de que uno cree o que uno desea tal cosa; por el contrario, es necesario
exhibir este reconocimiento como modo de reintegración de lo que uno
cree a la dinámica mental activa del sujeto que se compromete y suscribe
a sabiendas sus creencias o deseos.
(3) En tercer lugar, la posición de la autoría debería descartar que
adoptar una concepción de talante práctico para el autoconocimiento

10
Quienes atribuyen una creencia a un sujeto no están directamente concernidos con la
cuestión de la verdad de la creencia atribuida; por el contrario, al estar ocupados en la
explicación de la vida mental de ese sujeto, son relativamente indiferentes a la verdad o
falsedad de la creencia. Diferente es el caso de quien se encuentra en la posición de la pri-
mera persona, como bien lo evidencia la condición discutida de la transparencia.
46 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

conlleva un compromiso con el voluntarismo doxástico. Uno podría ar-


gumentar que el conocimiento práctico de lo que uno hace, en cierto
modo, está constituido por la voluntad. ¿Se expresa algo de esta clase en
el autoconocimiento en cuanto logro práctico, en el que somos cons-
cientes de este creer a sabiendas? Si éste fuese el caso, la posición de la
autoría no podría defender la presencia de un logro epistémico en el au-
toconocimiento, puesto que estaría impugnando la relativa independen-
cia entre el conocer y lo conocido. El sujeto creería lo que quisiera creer
y no lo que es de hecho el caso en su vida mental (Engel 2007).
La estrategia de la autoría podría perseguir dos líneas de respues-
ta a esta objeción del voluntarismo. La primera sería mostrar cómo ser
autores de nuestras creencias no implica necesariamente una actuación
voluntaria en relación a las mismas. Es obvio que, dado que la posición
se sostiene sobre una defensa fuerte de la responsabilidad del agente ra-
cional en relación a sus compromisos doxásticos, esta respuesta debería
ofrecer una explicación de la responsabilidad sin voluntarismo. El con-
trol racional que ejerce el agente respecto de sus creencias, contracara de
la responsabilidad epistémica que asume frente a sus actitudes, no tiene
por qué ser un control voluntario, como si de otro modo careciera de
sentido la atribución de responsabilidad epistémica. Como ha sugerido
recientemente Hieronomy (2008), hay un control sobre las creencias que
es una clase de control evaluativo, no voluntario y diferente del control
manipulativo o intencional. Desde esta perspectiva, lo que nos vuelve
responsables de nuestras creencias es lo mismo que niega un papel a la
voluntad en su formación. Pero hay una segunda línea de respuesta que
se puede adoptar: la de ser agnósticos sobre el voluntarismo de la creen-
cia. Sea o no voluntaria la creencia, lo único que requiere la estrategia de
la autoría es que quien cree esté en disposición de ser un agente racional
que contribuye a conformar su propia vida psicológica respondiendo a
razones, es decir, suscribiendo su compromiso con los contenidos de las
creencias plegándose, por así decir, a la cadena de razones que la susten-
ta. En ese caso, se puede decir que sostiene a sabiendas sin que haya que
aceptar que esto sólo puede ser el resultado de un acto voluntario, se
entienda éste como se entienda.
(4) Finalmente, la posición de la autoría tiene que enfrentarse a
una batería de objeciones que apuntan hacia la misma dificultad: la ne-
cesidad de asumir una forma previa y más básica de conciencia de los
estados mentales para que la deliberación funcione o para que el tipo
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 47

de conformación de las condiciones psicológicas por medio de razones


pueda darse. Aquí sólo podremos delinear brevemente esta batería de
objeciones e insinuar algunas líneas de respuesta.

Repárese primero en lo siguiente: (1) quien delibera para responder a la


pregunta de qué es lo que cree, examina y moviliza razones para resolver
la pregunta; (2) las razones involucran creencias, entre otras cosas, las
cuales tienen que ser conocidas por el sujeto que delibera; (1) y (2) supo-
nen (3): el sujeto conoce para sí de manera inmediata ciertas creencias.
Este autoconocimiento no sólo estaría supuesto y no explicado, sino que
no sería razonable pensar que se posee a la manera descrita en la estra-
tegia de la autoría. Si la deliberación supone una deliberación anterior,
se acaba sin un punto de apoyo. No obstante, si el sujeto tiene una con-
ciencia epistémica de sus estados mentales diferente a la defendida por
la estrategia de la autoría, ésta permanece sin explicación y la posición
corre el riesgo de volverse inestable (Reed 2010). La misma noción de
autoridad racional sobre los propios estados parece demandar que el su-
jeto sea consciente de algún modo de sus razones para resolverse sobre
la cuestión de cuál es su creencia.
No hay que olvidar, sin embargo, una de las lecciones de la transpa-
rencia. El fenómeno muestra cómo tener una razón en el momento de
la deliberación no supone tener conocimiento, sino estar forzado, en el
sentido de comprometido en una dirección. Si se interpreta como lo ha-
cen Reed y otros, entonces la deliberación misma queda desdibujada y la
transparencia aparece únicamente como un mecanismo de evaluación de
creencias. Como bien puede comprobarse, la fuerza de esta objeción des-
cansa en una suposición sobre lo que es acceder a, o tener una razón para
formar, una creencia. Si esta relación se elabora como una relación de
conocimiento, entonces tener una razón supone mi conocimiento de una
creencia y el círculo vicioso es inmediato, puesto que el conocimiento
estaría siendo presupuesto y no explicado. La posición de la autoría po-
dría recurrir a una elaboración de O’Shaughnessy (2000) para dar cuenta
de cómo se forma una creencia en el proceso deliberativo, sin que esto
suponga presuponer lo que se desea explicar. Según O’Shaughnessy, un
proceso deliberativo de formación de creencia se cierra cuando el sujeto
que delibera da su asentimiento interno a una proposición. Este asenti-
miento ocurre cuando el sujeto percibe que una evidencia es una buena
razón para una creencia. La percepción de esta relación es, en palabras
48 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

de O’Shaughnessy (2000: 158), “causalmente eficaz de manera ininte-


rrumpida”. Y continúa diciendo:
[U]no cree precisamente porque ‘entiende’, ‘aprehende’, ‘ve’ la ins-
tanciación de esta relación especial: de alguna manera uno detecta
la presencia de porqués o porque-reidad (why-ness). (2000: 158)

Detectar la presencia de “por qué” sólo demanda que la evidencia, cual-


quiera sea su estatus, esto es, se trate de contenido empírico o contenido
creencial, sea tratada como parte del mundo, en su condición de hecho
que causa racionalmente una creencia. Deliberar es estar completamen-
te abierto a detectar la presencia de “por qué” en relación con la cuestión
sobre la que se delibera. Si el sujeto que delibera tuviese que tener una
creencia para llegar a una resolución, entonces no estaría involucrado
en una deliberación, puesto que ésta suspende todas las creencias y co-
nocimientos. Ahora bien, si el conocimiento que está en el trasfondo se
refiere a lo que es ser un agente que delibera, no se percibe claramente
cómo podría ser un asunto filosóficamente dañino para la posición de la
autoría.
Por otro lado, se podría tener la tentación de pensar que simples
mecanismos subpersonales pueden hacer que tales creencias estén dis-
ponibles para la deliberación; pero, si éste fuese el caso, se perdería el
carácter de primera persona. Entonces, se podría sugerir que tales razo-
nes han de aparecer en la deliberación qua razones, lo cual significa que
quien resuelve a favor de la creencia de p en base a las mismas “conecta”
epistémicamente entre tener tal razón y sostener la creencia de que p. Si
uno hace que esta conexión deba a su vez ser conocida por quien delibe-
ra, el regreso –derivado de ciertas asunciones internistas– es inmediato.
Por esto, quizá, quien introduce esta objeción apunta hacia una familia-
ridad primaria con los propios estados mentales, la cual los vuelve dispo-
nibles para el posterior ejercicio de la agencia racional. Sin embargo, no
sólo no está nada clara la clase de familiaridad, sino que mentarla de este
modo tiene un evidente aire cartesiano11.
Hay una última fuente de objeción en una línea muy cercana. B.
11
Esto podría ser visto como un rasgo de una parte de la vida mental y no como una
recuperación del cartesianismo, con lo que la objeción perdería parte de su fuerza. No
obstante, aceptar esto significaría no requerir un modo de relación epistémica específica
con los estados que están disponibles conscientemente para la deliberación racional, con
lo que la objeción de Reed perdería parte de su atractivo.
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 49

Reed (2010) argumenta que hay juicios de autoconocimiento del tipo que
nos ocupa en los que no se exhibe transparencia. Plantea el caso de una
economista que había realizado en su juventud estudios sobre un asunto
cualquiera y resuelto su mente acerca de ello; alguien, muchos años más
tarde, le plantea la cuestión sobre si cree que p en relación a ese asunto
y ella, en vez de deliberar sobre la cuestión ajustándose a la condición
de transparencia, defiere a sus juicios previos. Aquí determinar si p no
se trata como transparente a si p sino como dependiendo de si anterior-
mente creía que p, tal que –salvo evidencias claras en contra– seguiría
creyéndolo racionalmente. Su curso racional sería seguir aceptando su
creencia previamente aceptada. A pesar de su aparente fuerza, esta obje-
ción se puede soslayar de varios modos: primero, uno puede pensar que
no todo autoconocimiento y toda actualización consciente de las creen-
cias se hace siguiendo la estrategia deliberativa descrita; el mecanismo de
actualización de una creencia a través de recordar cuál era esta creencia
sería un ejemplo de este tipo; segundo, uno podría igualmente argumen-
tar que, en este caso, uno tomaría la creencia que uno resuelve continuar
aceptando como respondiendo a razones transparentes a la cuestión de
si p, aunque estas mismas razones ahora no estén disponibles (perdidas
en el olvido); por último, cabría igualmente decir que uno trata estas
razones como otras razones a las que uno difiere pero que toma como
suficientes para resolver la cuestión de si p.

Conclusiones
La literatura actual sobre el autoconocimiento sostiene consensuada-
mente que éste difiere de otras formas de conocimiento. Hay formas
de autoconocimiento en las que el sujeto racional exhibe una capacidad
para que su propia realidad psicológica se conforme a sus razones12. Eso
12
El peligro de interpretar estas observaciones en un sentido constitutivista no es menor.
Pero hay que vencer la tentación de decir que la conformación de la propia condición
psicológica es en respuesta a los juicios del sujeto que se autoatribuye sus estados. Re-
cuérdese que el enfoque constitutivista clásico supone que la existencia de contenidos en
la vida psicológica de un sujeto está simplemente constituida por la disposición del sujeto
a autoatribuirse esos estados. Pero en una lectura de este tipo, la idea de conformidad de
un juicio con un estado mental elimina la posibilidad misma de que eso que se expresa
en la autoatribución sea conocimiento sustantivo. En el fondo, una autoatribución no
expresaría realmente juicio alguno.
50 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

quiere decir dos cosas. Por una parte, que el sujeto se conoce a través
del ejercicio de un cierto control sobre el objeto de conocimiento; por
otra parte, que hay conjugados dos tipos de conocer: un conocer que
presenta un carácter receptivo –a saber, el de responder a aquello que
se conoce–; y un conocer añadido que supone un aspecto activo –el de
responder al hecho mismo de conocerlo–. La estrategia de la autoría que
hemos expuesto en las páginas anteriores, a partir principalmente de las
sugerencias de R. Moran, se esfuerza por reconocer ambas dimensiones
del fenómeno del autoconocimiento. Al mismo tiempo, promueve un
entendimiento acompasado de estas dos dimensiones (pasiva y activa)
especialmente cuando el autoconocimiento es articulado a través de las
instancias agenciales del sujeto epistémico. Que el autoconocimiento
esté vinculado a la condición agencial no significa que el sujeto sea vo-
luntariamente activo. No es necesario dar cuenta de la actividad del suje-
to desde el modelo de la actividad voluntaria. Respecto de la pasividad,
las creencias cristalizan en la mente del sujeto en virtud de las razones
que lo fuerzan en una u otra dirección en virtud de aquello con lo que se
compromete, razones a las que el sujeto, en términos de O’Shaughnessy
(2000), presta su “asentimiento interno”, i.e. un asentimiento basado en
razones.
Generalmente, las críticas a los modelos de autoría o agencia racio-
nal insisten en su carácter limitado, en el hecho de que se aplica a un ám-
bito restringido de aspectos de la propia vida mental. Quizá, de nuevo,
esto no sea sino el efecto de un esfuerzo por tratar todos los fenómenos
del conocimiento en general bajo un mismo esquema. El interés de la
estrategia de autoría es que sirve para identificar una forma de autocono-
cimiento en la cual la exhibición de autoridad de primera persona deriva
de la contribución que realiza el sujeto a conformar racionalmente su
vida mental como un espacio de compromisos que son suscritos por él
mismo. Se trata de una autoridad diferente de la elaborada a través de
un acceso subjetivo especial a los hechos psicológicos de la propia vida
mental. No asumimos que es el único modelo de autoconocimiento po-
sible, pero explica al menos un aspecto de nuestra relación epistémica con
nuestra vida mental que queda oculto en modelos basados en el acceso.
Hemos intentado argumentar que esta forma de autoridad de primera
persona proporciona un modelo de autoconocimiento en el que se da un
tipo de logro epistémico de naturaleza práctica.
Nuestra línea argumentativa podría resumirse así: en cierta medida,
La autoridad de la primera persona y la estrategia de la autoría 51

hay aspectos de nuestra vida psicológica que llegamos a conocer por el


hecho de que contribuimos a constituirlos como lo que son. Puesto que
dependen en este aspecto de nuestra actividad como agentes racionales,
somos de algún modo sus autores. Sin embargo, no basta con esta postu-
lación para sostener que el sujeto goza de algún tipo de base epistémica
para conocer sus propias creencias. Es necesario explicar cómo la autoría
contribuye a dotar de autoridad (epistémica) al conocimiento resultante.
La contribución de Moran resulta crucial en este punto, puesto que com-
bina la estrategia de la autoría con la idea de que ésta depende de la adop-
ción por parte del sujeto de una actitud deliberativa, gracias a la cual se
guía por razones a la hora de resolver la cuestión de si p y conformar así
su propia vida psicológica. Este hecho, el que la creencia se configure
como lo que es en base a su apoyo racional –lo que permitiría al sujeto
justificar por qué cree que p–, explica que quien adopta esa creencia está
autorizado a sostener al mismo tiempo racionalmente sus declaraciones
(internas o manifiestas) a favor de p y de que sabe que cree que p. El co-
nocimiento adquirido en relación a lo que cree refleja, simultáneamente,
la condición de aquello que conoce, a saber, que está así constituido por-
que él mismo así lo conformó.
Hay un aspecto del creer, dependiente del ejercicio de la autoridad
racional del sujeto, que lo caracteriza como creencia a sabiendas, es de-
cir, como un estado psicológico que, en cuanto conocido, es lo que es.
Sugerimos, entonces, que el sujeto obtiene un conocimiento práctico de
aquello que conoce, pues lo que conoce –el creer– está constituido por
ese aspecto bajo el cual el creer impacta en la vida cognitiva del sujeto.
Autoconocernos de este modo asegura una cierta autoridad en primera
persona. Los rasgos de no-observacionalidad y de inmediatez se refieren
a la presencia de una doble respuesta; por una parte, el sujeto respon-
de a lo que es la creencia (lo que volvería verdadera la autoatribución);
por otro lado, lo que se registra es lo que es porque el sujeto ha con-
tribuido prácticamente a determinarlo: así la creencia misma responde
a un modo de ser conocida. El autoconocimiento representa un logro
epistémico en el que captamos la creencia como un aspecto sustantivo
de nuestra vida psicológica y, al mismo tiempo, como dependiente del
conocimiento, pues es creencia qua conocida prácticamente. A través de
la resolución sobre qué creer llegamos a conocer un aspecto de la vida
psicológica. La resolución involucra una suscripción y una especie de
reconocimiento del compromiso aceptado por el sujeto al creer y, en esa
52 Diego Lawler y Jesús Vega Encabo

medida, lo conoce bajo ese aspecto. Al resolver la cuestión sobre si creer


que p no hacemos sino conocer, en un sentido práctico, las condiciones
mismas de nuestra vida mental, aquellas que caen bajo nuestro control
racional.

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4

Videre videor

Pablo E. Pavesi

Una discusión, en su sentido estrictamente académico, puede practicar-


se de dos maneras excluyentes. En la primera, aquel que discute com-
parte el marco teórico o conceptual del autor y, por tanto, conoce bien
los textos que el otro cita, maneja su mismo vocabulario, está al tanto de
la bibliografía específica y, en general, del estado de la cuestión sobre el
problema o los problemas que el autor aborda. Esta discusión, gracias
a esa inmediata comunidad, puede ser sutil y ardua, pero se mantiene
gracias a un conjunto de principios comunes o, al menos, de un núme-
ro delimitado de problemas comunes y, en consecuencia, de un léxico
comunicable. Su modelo histórico es la disputatio de la escuela, de la
cual la modernidad, desde Bacon a Descartes, desde Locke a Diderot ha
renegado, pero que nosotros, felizmente, hemos recuperado o intenta-
mos recuperar, quizás sin éxito, en nuestras multitudinarias Jornadas y
Congresos.
La segunda es más difícil, menos cívica y, quizás a su pesar, más
radical. En esa discusión, el que discute no comparte el marco teórico o
conceptual que el autor, con total sinceridad y franqueza, da por supues-
to. Esa discusión pierde desde el principio la sutileza de la disputatio, pero
al menos intenta, en un riesgo que, como tal, se ve siempre amenazado
por el fracaso, plantear un problema, esto es, concretamente, formular
una pregunta sobre aquello que, con toda sinceridad y franqueza, el que
discute no llega a entender.
Las breves notas que ensayo aquí siguen la segunda alternativa.
No tengo opción: discuto en el total desconocimiento de las fuentes que
Diego Lawler y Jesús Vega Encabo comentan y enriquecen. Pero en este
56 Pablo E. Pavesi

riesgo, la discusión adquiere su sentido más estrictamente filosófico, éste


es, la de la pregunta, y hace honor a nuestro Encuentro, porque un en-
cuentro, a diferencia de los congresos, sólo puede realizarse desde una
distancia inicial.

Dos estados mentales

La tesis fundamental del texto que discuto es la siguiente: una persona


posee autoridad de primera persona cuando no necesita apelar a evi-
dencias, observación o inferencias para saber qué es lo que cree, siente
o intenta. Mi pregunta es la siguiente: ¿cómo podría una persona, de
hecho, no poseer de la autoridad de la primera persona? Aun en el delirio
de la locura o de la pesadilla siempre pienso lo que pienso. En fin, dada
la doble proposición:

(a) Estar en el estado mental M


(b) Creer que uno está en el estado mental M

La pregunta es: ¿por qué suponer dos estados mentales? De hecho, per-
cibir es creer percibir. Lawler y Vega Encabo invocan a G. Evans, quien
ha propuesto una sugerencia que ofrece una posible respuesta directa a
cómo llegar a saber lo que se piensa. Pero ¿cómo podríamos no saber lo
que pensamos? Sometidos a la angustia y la incertidumbre, condenados
a la impotencia, al dolor o al tedio, sufrimos sufrir. A riesgo de bana-
lidad, me permito traducir un texto clásico, cuyo sentido debe ser aún
recuperado:

En fin, yo soy el mismo que siente, es decir que recibe y advierte


las cosas corporales como por intermedio de los órganos de los
sentidos, ya que en efecto veo la luz, oigo el ruido, siento el calor.
Pero se me dirá que esas apariencias son falsas, porque duermo.
Pues que así sea; sin embargo, es al menos muy cierto que me
parece ver (videre videor), me parece oír y me parece tener calor, y
eso es en sentido propio lo que en mí se llama sentir, lo cual, con-
siderado en sus precisos límites, no es más que pensar. (Descartes
[1641] 1996: 29 =AT IX-1, 23)
Videre videor 57

Videre videor: ver es creer ver. Mi visión bien puede ser una creencia; quizás
no veo nada de lo que creo ver, quizás lo que creo ver no es nada. Pero,
en cualquier caso, nada justifica postular una creencia de segundo orden,
porque tener una percepción es siempre creer que tengo una percepción.
Si así no fuera, si fuese posible un desdoblamiento entre la percepción
y la creencia de percepción, quedaría abierta una progresión al infinito,
por la cual percibo, creo que percibo y por lo tanto, creo que creo que
percibo, en un vértigo evidentemente absurdo pero que, luego del pri-
mer clivaje entre percepción y creencia de percepción, es ineludible.

Transparencia y opacidad

La segunda tesis de Lawler y Vega Encabo es la siguiente:

La estrategia de la autoría de Richard Moran es de raigam-


bre kantiana y supone darle un giro práctico al enfoque del
problema de la autoridad de la primera persona. Desde esta
perspectiva, la autoridad de primera persona no se aborda
en términos de un acceso epistémico privilegiado. Un sujeto
muestra autoridad de primera persona sobre lo piensa porque
lo que piensa es su asunto, un asunto que le concierne, esto es,
que en cierta forma depende de él. (35)

La pregunta es: ¿qué quiere decir “en cierta forma”? La vacilación ocul-
ta un hecho evidente: siento o creo sentir –es lo mismo– sentimien-
tos, ideas o creencias que de manera patente no dependen de mí. Me
permito de nuevo citar otro texto clásico:

[…] y, además, porque me represento esas ideas [las ideas de co-


sas sensibles] sin que yo contribuya a ello de ningún modo e in-
cluso muchas veces contra mi voluntad. (Descartes [1641] 1996:
79 = AT IX-1, 63).

Luego, hay pensamientos que se revelan como tales, como mis pensa-
mientos pero que, de hecho, se presentan, sin ninguna duda, a pesar
mío, involuntariamente, en un doble sentido: sin mi voluntad, o, más
radicalmente, contra mi voluntad. La esencia de dichos pensamientos
(y recurro al término con deliberada conciencia de su densidad), reside
58 Pablo E. Pavesi

justamente en que ellos no dependen de mí, es decir, que me asaltan en


el pathos de la pasión y revelan mi pobre pasividad, el sufrimiento y mi
pobre impotencia.
El texto de Descartes que venimos de citar se limita, pobremente,
a las percepciones sensibles: la luz que nos encandila, el dolor de una
herida, el olor nauseabundo, el ruido. Pero el autor va mucho más allá de
la pobreza de la pasión sensible e invoca un ejemplo dramático – trágico
en rigor–: la mentira y, en el límite, la traición del hermano. Por supues-
to, esa creencia (dejando de lado los casos de paranoia irracional que
pueblan las novelas baratas y las crónicas policiales) puede ser racional:
basta una mirada que me haga sospechar o una sutil incoherencia en el
relato, o una verificación empírica casual que muestra que mi hermano
no estaba donde dijo estar. Pero, en cualquier caso, es evidente que la
creencia se me impone a pesar mío y fuera de toda resolución o asenti-
miento, y que sin embargo es, de hecho, mi creencia, una creencia en la
cual no quiero creer. La creencia, dejando de lado los casos extremos que
venimos de mencionar, es racional, es evidentemente mía y me asalta a
pesar mío, en la extrema pasividad, sin resolución alguna.
Como corolario de la tesis anterior, los autores, temerosos, con ra-
zón, de caer en un “voluntarismo doxástico”, argumentan que “el con-
trol racional que ejerce el agente respecto de sus creencias […] no tiene
por qué ser un control voluntario” (46). Pero si la creencia no necesa-
riamente resulta de un acto voluntario, ¿en qué sentido y qué medida
depende del agente? Finalmente, ¿cómo entender aquella resolución si
no es como un acto voluntario, en fin, por un acto de libertad? El punto
es tanto más acuciante desde el momento en que Lawler y Vega Encabo,
y el autor que comentan, consideran que es justamente por esa resolu-
ción que el agente adquiere responsabilidad moral por las creencias que
sostiene; pero ¿cómo fundamentar dicha responsabilidad si no es por
un acto deliberado o, al menos, voluntario? Aún salvado el punto 1., si
de admite en fin que, en un proceso deliberativo, mi conciencia de las
razones determina mis creencias de segundo orden (es decir, que sepa
qué creo) y tales razones son objetivas, ¿en qué sentido esa conciencia
involucra autodeterminación? Yo no elijo las razones, y en tanto razones
objetivas son tan mías como de los demás. ¿En qué sentido conocer esas
razones me convierte en un sujeto que se determina a sí mismo?
Cabe formular aquí un segundo problema, planteado por las creen-
cias que no se dirigen al mundo, tales como “Tengo frío” o “Siento una
Videre videor 59

profunda emoción”. No parece plausible sostener que en esos casos hay


un proceso deliberativo involucrado, es decir, un proceso en el que se
consideran razones. Además, ¿cómo se explica la transparencia, si la hay,
en esos casos? Podrá haber transparencia, en el sentido de que la eviden-
cia (o mis razones) para tener la creencia de primer orden puede ser la
misma que la evidencia (o mis razones) para tener la creencia de segundo
orden, pero parece haber casos en que no puedo acceder a ella/s, y me
es totalmente opaca. De hecho, puedo pensar “Yo amo a X” y no encon-
trar las razones de ese amor; más aún, puedo encontrar todo un surtido
de razones para no amar a X y, sin embargo, declarar mi amor y sufrir
hasta sus últimas consecuencias, sin conocer las razones por las cuales
amo, o amar por razones muy distintas de aquellas por las cuales amo,
o creo que amo.
Brevemente, dada la tesis de la transparencia, ¿cómo dar cuenta de
la opacidad de las razones de creencia? Los casos pueden sutilizarse: por
ejemplo, en el de la fe religiosa (o, en rigor, de cualquiera de las virtudes
llamadas “teologales”: fe, caridad y esperanza), la creencia se mantiene
justamente porque no se delibera sobre ella, porque no sólo no conlleva,
inicialmente, todo proceso deliberativo, sino que, más aún, lo excluye.
San Agustín no delibera para creer: delibera y razona sobre lo que ya
cree.

Autoconocimiento práctico

La tercera tesis de Lawler y Vega Encabo en la que creo pertinente de-


tenerse es la siguiente: como corolario de lo anterior, se afirma que un
sujeto posee conocimiento práctico (e inmediato) de sus acciones en la
medida en que las considera bajo una cierta descripción o perspectiva
que las constituye en lo que son. El problema es determinar justamente
dónde reside la dimensión practica de este conocimiento. Las creencias
son enunciados proposicionales por excelencia. Incluso las atribuciones
de las causas de nuestra creencia son siempre proposicionales. ¿Dónde
reside, entonces, la practicidad de este autoconocimiento, entendiendo
por praxis justamente el ámbito de una determinada acción?
En pocas palabras, ¿qué quiere decir autoconocerse en sentido práctico?
Más precisamente: si las razones que justifican mis creencias de primer
orden (acerca del mundo) son otras creencias (y demás estados mentales,
60 Pablo E. Pavesi

como los deseos) ¿cómo pueden ser estas razones objeto de conocimien-
to práctico o dar lugar, si se prefiere, a un tipo de conocimiento práctico?
Quizás los autores podrían responder que la dimensión práctica es la
capacidad que posee una persona para darle forma a los contenidos de su
vida mental. Pero esa respuesta no es buena: de hecho, esa capacidad no
se verifica en muchos estados mentales, y menos aún, en la mayor parte
de las creencias. Por otra parte, si se admite esa capacidad, ella coincide
inmediatamente con la voluntad, lo cual vuelve a plantear la pregunta
sobre la pasividad de las creencias y el riesgo del “voluntarismo doxásti-
co” que los autores señalan.
Eso es todo. Sólo me queda esperar que estos argumentos, esboza-
dos desde un marco conceptual que no es el de los autores, sean perti-
nentes, es decir, útiles.

Bibliografía
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edición a cargo de Charles Adam y Paul Tannery (AT) (Paris: Vrin).
PARTE II

Filosofía práctica
5

Derecho, sociedad y poder

La refutación weberiana de Rudolf


Stammler

Francisco Naishtat

La feroz crítica de Max Weber al texto que el jurista alemán Rudolf


Stammler había publicado en 1906 bajo el título Economía y derecho se-
gún la concepción materialista de la historia: una investigación filosófico social
debió haber gravitado con fuerza en la cabeza de Max Weber, lo que
muestra su mención en la escueta lista de fuentes de la noción de Verste-
hen, que Max Weber acompañó en exergo al primer capítulo de su opus
magnum, Economía y Sociedad1. De hecho, es el único escrito de su pluma

1
Weber menciona allí un texto de Karl Jaspers (“Allgemeine Psychopathologie”–
“Psicopatología general”), el célebre texto de Rickert de 1902 (“Grenzen der Na-
turwissenschaftlichen Beggrifsbildung”–“Límites de la formación conceptual de las
ciencias naturales”), el opus de Simmel sobre filosofía de la historia (“Problemen der
Geschichtsphilosophie”–“Problemas de filosofía de la historia”) , de F. Gottl (“Die He-
rrschaft des Worts”– “El imperio de la palabra”), de Tönnies (“Gemeinschaft und Ge-
sellschaft”- “Comunidad y sociedad”) y, last but not least, de Rudolf Stammler, a la vez el
texto que es objeto del estudio crítico de Weber, es decir, “Wirtschaft und Recht nach der
materialischen Geschichtsauffassung”– “Economía y derecho según la opinión del mate-
rialismo histórico”, y su propia crítica, remitida allí al lugar de su edición original en el
Número XXIV del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik. A pesar de tener el honor
de figurar entre las pocas fuentes privilegiadas por Weber al inicio de su Opus Magnum,
Rudolf Stammler es empero el único de los autores que viene precedido de una áspera
descalificación, que reza, literalmente, “la equivocada obra de R. Stammler”); pero esto
hace aún más decisiva la mención allí de su recensión crítica del libro, que se convierte
64 Francisco Naishtat

que Weber menciona entre estos antecedentes. Pero entonces ¿cómo es


posible que el ensayo contra Stammler, enmarañado hasta lo ilegible al
decir de algunos, y relativamente marginal al decir de otros, salte aquí a
la palestra como el único escrito propio que Weber haya decidido incluir
en la selección bibliográfica de su libro más importante, nada menos que
como antecedente de la idea de Verstehen?
Una pista para responder a esta pregunta se encuentra en el con-
texto de la Methodenstreit, es decir, “la disputa del método”, surgida ori-
ginariamente de las discusiones entre, por una parte, los partidarios de
la escuela histórica en economía (Roscher, Knies, Schmoller et al.) y, por
la otra, sus detractores, fundadores de la incipiente escuela marginalista
(Menger, Walras, von Mises et al.). Como es bien sabido, la Methodenstreit
rápidamente desbordó el territorio de la ciencia económica, englobando
a todas las ciencias sociales y ciencias históricas y de la cultura (Geis-
teswissenschaften). Los temas y ejes de la Methodenstreit no se reducen
por ende a la pertinencia de los modelos matemáticos en la economía,
en detrimento de la elaboración histórica y cualitativa de esta ciencia,
sino que se centran, más radicalmente, en la cuestión gravitante de la
ontología de lo social. Es conocida la complejidad del tema de la demar-
cación entre las “ciencias de la naturaleza” (Naturwissenschaften) y las
“ciencias de la cultura”, que en alemán recibieron a partir de Wilhelm
Dilthey el nombre de “ciencias del espíritu” (Dilthey 1961). Ahora bien,
tanto Stammler como Weber rechazan la asimilación positivista de las
ciencias sociales a una physique sociale, determinada por leyes causales en
el sentido nomotético de las ciencias de la naturaleza. Weber reconoce en
su ensayo la importancia de este punto en la sección 3, titulada “La ‘teo-
ría del conocimiento’ de Stammler” (Weber 2013: 6-20), cuando afirma:

El abierto objetivo de Stammler es mostrar que la “ciencia de la


vida social” es por completo diferente de las “ciencias naturales”,
porque la “vida social” presenta un objeto de observación abso-
lutamente distinto de la “naturaleza”, y con ello, se demuestra
como lógicamente inevitable un principio de la ciencia social aje-
no al “método de las ciencias naturales” (Weber 2013: 18 y, para
la versión alemana, Weber [1922] 1968: 320)

de hecho en el único escrito propio que Max Weber menciona en su lista de antecedentes
bibliográficos a los conceptos de su Verstehende Soziologie (véase Weber [1922] 1972: 1 y
1944: 3).
Derecho, sociedad y poder 65

Pero precisamente, la crítica de Weber se focaliza en el plano más fino


de cómo Stammler maneja los conceptos y, por ende, de cómo éste com-
prende su ontología de la sociedad y, subsiguientemente, la demarcación
misma de la ciencia social. Weber debió haber sentido que la solución
stammleriana a la cuestión neurálgica del estatuto de las ciencias sociales
era peligrosa para la solidez de su propio punto de vista sociológico y eso
explica a la vez la árida exhaustividad, la contundencia y la importancia
atribuida por él a su ensayo sobre Stammler.

Normatividad ideal y ontología social

Como observa Guy Oakes en su estudio preliminar sobre la refutación


de Weber, la aspereza, arrogancia y sequedad en el debate fueron rasgos
comunes de estilo de los contendientes de la Methodenstreit (véase We-
ber 1977: v) que en el caso de las intervenciones escritas y fragmentarias
de Weber se exasperaban por rasgos de su propia idiosincrasia y de las
condiciones personales de su trabajo, marcados al inicio de su carrera
académica, como es sabido, por crisis nerviosas consecutivas a una fase
de depresión, lo que permitiría contextualizar el estilo agrio y filoso de
su pluma, que las más de las veces rozaba la descortesía (Weber 1977:
9). Sin embargo, debe reconocerse que la antipatía y aversión que mani-
fiesta Weber contra el libro de Stammler, a lo largo de todo su ensayo,
incrementa en varios grados la aspereza que era habitual en la prosa del
autor de Economía y Sociedad. Weber acusa a Stammler de operar como
un cabal prestidigitador, que se sirve de Kant como lo haría un mago,
operando con los recursos del ilusionismo y del embrujo para desembo-
car en los resultados pretendidos. Es así que para Weber las pretendidas
“verdades” de Stammler:

se esfuman en un verdadero matorral de verdades aparentes,


medias verdades, verdades falsamente formuladas y no-verdades
escondidas tras formulaciones confusas, de conclusiones esco-
lásticas erradas y sofismas, que hacen del enfrentamiento con el
libro –a causa del resultado, en lo esencial, negativo– un negocio
66 Francisco Naishtat

desagradable, infinitamente pesado y puntilloso. (Weber 2013: 2


y [1922] 1968: 292)2

Esta figura de una nebulosa ilusionista, que Weber compara con el len-
guaje de Stammler, nos recuerda un aforismo conocido de las Investi-
gaciones filosóficas de Wittgenstein, cuando el vienés observaba que la
filosofía es una “lucha de la inteligencia contra el embrujo del lenguaje”
([1953] 1968: 47, §109). La asociación con el segundo Wittgenstein tam-
bién es procedente en el modo en el que Weber organiza sus objeciones
contra Stammler: discriminando escrupulosamente los diferentes usos y
niveles semánticos de los conceptos para dejar al desnudo lo que Weber
considera las trampas e ilusiones del libro de Stammler. Cuando Weber es-
tablece y desarrolla en la sección 4 de su ensayo la plurivocidad semántica
del concepto de regla, para deshacer la prestidigitación stammleriana (que
asume en Stammler la forma de una proyección ontológica de la norma-
tividad en los cimientos de la socialidad humana), su prosa nos sorprende
por sus anticipaciones wittgensteinianas, un cuarto de siglo antes de la se-
gunda filosofía de Wittgenstein, como no escapó al propio Oakes, ni más
tarde, a Colliot-Thélène3.
2
En verdad, los descalificativos impregnan todo el ensayo, desde sus primeras líneas. We-
ber comienza hablando de “lo monstruoso” que es en este libro la desproporción entre
sus resultados y la “ostentación” de los medios utilizados, es decir, si comprendemos
bien, entre el uso que se hace de la filosofía transcendental kantiana y el haz de ilusiones
en el que este uso desemboca en manos de Stammler : “Es casi –señala Weber– como
cuando un fabricante pone en movimiento todos los logros de la técnica, grandiosos me-
dios de capital e incontables fuerzas de trabajo, para producir en una fábrica poderosa, de
la más moderna construcción , aire atmosférico (¡en forma de gas, no licuado!)” (Weber
2013: 1 y 1968: 291). El defecto del libro criticado se agrava según Weber por el hecho que
se trate de una segunda edición incambiada, lo que profundiza más a los ojos de Weber la
responsabilidad del autor y la defectuosidad del libro (Weber 2013: 1 y [1922] 1968: 291).
3
En la nota 16 de su estudio preliminar Oakes observa con sagacidad no sólo el tono pre-
wittgensteiniano de este ensayo temprano de Weber sino su prefiguración de la pragmá-
tica austiniana y de las mediaciones sociológicas que Alfred Schutz iba a establecer más
tarde entre la fuente fenomenológica y las vertientes weberiana y wittgensteiniana de la
intersubjetividad (Weber 1977: 50). Catherine Colliot-Thélène también destaca, en su pro-
pio comentario del ensayo de Weber, un paralelismo entre Weber y Wittgenstein, no sólo
a propósito de la noción de “seguir una regla”, sino entre el modo en el que el segundo
Wittgenstein recusa el apriorismo logicista (que ve en la lógica el elemento constituyente
del lenguaje), y el modo en el que Weber recusa el apriorismo stammleriano, que ve en la
normatividad el elemento constituyente del hecho social: si Wittgenstein se apoya en la
idea de juego de lenguaje para desnudar el carácter contingente de las reglas lingüísticas,
Weber, por su parte, se apoya en su noción heurística de tipo ideal para desnudar el carác-
Derecho, sociedad y poder 67

Pero veamos más de cerca cómo opera este uso sofístico que
Stammler, según Weber, realiza de Kant. Para Stammler, la demarcación
entre las ciencias sociales y las ciencias naturales parte en dos la noción
de Gesetztlichkeit (conformidad a leyes): mientras que, en el plano de la
naturaleza, las ciencias teóricas obedecen a leyes causales sin conteni-
do normativo, en el plano de la sociedad, las ciencias sociales conside-
ran un objeto, la vida social, que descansa, en última instancia, según
Stammler, en normas y regulaciones generales, válidas desde un punto
de vista ideal. Ahora bien, forzando bastante, como lo denuncia Weber,
los límites categoriales del autor de la Crítica de la razón pura, Stammler
pretende comprender las normas como forma de la sociedad, cuya mate-
ria es la economía. A diferencia entonces del materialismo histórico, que
considera en términos de determinación causal (en última instancia) la
relación entre la economía y el derecho, Stammler la considera a partir
de la relación kantiana entre materia y forma, de modo que la Gesetztli-
chkeit, en lo atinente a lo social, se vuelve a su vez la forma de la factici-
dad económica y la estructura nomotética específica de la ciencia social.
Por ende, la sociedad, como objeto de la ciencia social, escapa a
las leyes causales de la naturaleza y descansa, en cambio, de acuerdo al
jurista alemán, en regulaciones normativas que responden al punto de
vista de lo correcto desde un criterio ideal, investido aquí, sin embar-
go, de una función ontológica como fundamento mismo de las ciencias
sociales. No obstante, Stammler no lo quiere afirmar dogmáticamente,
como una petitio principii, sino trascendentalmente, como parte de una
concepción kantiana del conocimiento4.
Las normas constituyen de este modo, según Stammler, la forma
misma de la realidad social, del mismo modo, pretende Stammler, en un
golpe digno de la prestidigitación, que las categorías del entendimiento
puro y las intuiciones a priori de la matemática constituyen en Kant la for-
ma de la experiencia que es objeto de la ciencia natural. Para Stammler,
por ende, como lo reconoce Weber al inicio de la sección 3 de su ensayo

ter contingente de las normas (Colliot-Thélène 2001: 216).


4
Para Kant, como es bien sabido, el criterio de lo correcto, desde el punto de vista norma-
tivo, quedó estrictamente limitado en el dominio de lo práctico, sustrayéndose por ende
a toda proyección gnoseológica en el dominio de la ciencia y a fortiori a toda proyección
ontológica en el campo de la fenomenalidad social. La ignorancia de este abismo kantiano
entre el “es” y el “debe” es para Weber el principal sofisma que comete Stammler y la
principal queja en su recensión del libro del jurista neokantiano.
68 Francisco Naishtat

consagrada a “la teoría del conocimiento de Stammler”5, tanto el co-


nocimiento de la naturaleza como el conocimiento de la sociedad, se
orientan por leyes; pero esta conformidad a leyes (Gesetzlichkeit), es tam-
bién para Stammler un fundamento de la sociedad, lo que acusa según
Weber una brutal confusión de la idea kantiana de forma pura con la
idea de regularidad empírica y con la idea de ley positiva (como regula-
ción jurídica) y, por otra parte, una confusión de la idea de deber moral
(como regulación a priori del Sollen) con la idea de máxima subjetiva de
la acción social.
Si por ende, la conformidad a leyes subyace para Stammler a las
ciencias naturales y a las ciencias sociales, ya que la “universal conformi-
dad a leyes” de nuestro conocimiento es kantianamente para Stammler
algo propio del plano gnoseológico mismo de la ciencia, la Gesetzlichkeit
se encarna, por el lado de las ciencias teóricas, en las leyes naturales
según causalidad, desprovistas de regulación normativa ideal, y en las
ciencias sociales, en las leyes de la sociedad, reguladas por validez ideal
normativa. Estas últimas, a su vez, son para Stammler inherentes al co-
nocimiento social y, ontológicamente, a la constitución de la sociedad,
ya que aquí, señala Stammler, se deja “instituir también una universal
conformidad a leyes en la vida social de los hombres”, que Stammler
considera en paralelo a “la conformidad de la naturaleza a las leyes”, la
cual era ya el “fundamento de las ciencias naturales” (Weber 2013: 7 y
[1922] 1968: 302).
Vemos entonces que Weber reprocha a Stammler aquí estar incu-
rriendo en varias ambigüedades escandalosas, por una parte la que con-
siste en confundir la idea de ley como “norma de nuestro conocer” con
la idea de ley como conexión causal necesaria; de estar confundiendo,
a su vez la idea kantiana de forma, como condición de la subjetividad
trascendental, con la idea de generalidad empírica con contenido fácti-
co; por último, y esta es la confusión más grave, de estar superponiendo
el plano del “es” y el plano del “debe”, a través de la confusión entre
la orientación nomotética de la ciencia, y la orientación práctica de los
actores en el plano de la acción social y de su obediencia al derecho. La
ambigüedad consiste en pasar sin transición de las leyes como regulari-
dades nomotéticas que son propias del conocer natural (plano del “es”)

5
Véase la sección 3 del ensayo contra Stammler, titulada “La ‘teoría del conocimiento’ de
Stammler” (Stammlers „Erkenntnistheorie”) en Weber 2013: 6-20 y [1922] 1968: 300-322).
Derecho, sociedad y poder 69

a las leyes como orientaciones normativas desde el punto de vista de los


actores sociales (plano del “debe”).
La crítica weberiana de la Gesetzlichkeit stammleriana y de sus
ambigüedades características se agrava en la sección 4, de lejos la
más densa y voluminosa, donde Weber pasa a criticar el tratamiento
stammleriano de la noción de regla, bisagra ontológico-normativa de
la peculiar proyección stammleriana, que hace del Derecho, podríamos
decir, la ratio cognoscendi de la normatividad ideal de lo social, y de
esta última la ratio essendi del derecho. Es así que lo considera Weber,
cuando afirma:

Con los últimos ejemplos casi arribamos ya al concepto de “regu-


lación social” esto es, de una regla “válida” “para” la conducta de
los hombres, unos respecto de los otros. A este concepto es que
Stammler ancla el objeto “vida social”. (Weber 2013: 25 y [1922]
1968: 331)

Para Weber, es la interacción contingente de los individuos, en su con-


ducta con sentido mentado, que brinda el punto de partida de la explica-
ción y de la comprensión sociológicas. El trasfondo de este punto es el
litigio en torno al status de la dogmática jurídica, entendida como disci-
plina que discute el derecho desde el punto de vista de lo que Stammler
llama el “valer ideal”, es decir, el “Sollen”. Stammler presta un valor tras-
cendental a la dogmática jurídica y, lejos de entenderla como un punto
de vista independiente de la empirie social, la proyecta como la lógica en
la que descansa la regulación social y empírica de la conducta. Stammler
piensa, en efecto, que o bien la conducta humana es meramente instru-
mental y carente de sentido social, o bien es social, y entonces presupo-
ne una regulación con contenido normativo, en cuyo trasfondo subyace
la dimensión de un “valer ideal de la norma”, del mismo modo en que las
leyes físicas de la naturaleza presuponen las formas puras de la matemá-
tica y de la lógica. Y ésta es precisamente la manzana de discordia, ya que
para Weber la dogmática, como mera perspectiva especulativa acerca del
Sollen, tiene su lugar en la filosofía del derecho o incluso en la teología,
pero está radicalmente separada de la facticidad social, que es contingen-
te, y debe ser aprehendida desde el punto de vista de la comprensión de
la interacción mediante la metodología de los tipos ideales, según una
sociología empírica. Si el “valer ideal” tiene un valor en la empirie, lo
70 Francisco Naishtat

tendría solamente como creencia social, al mismo título que cualquier


creencia comprobada socialmente, en modo independiente a la rectitud
normativa de su contenido:

Y la pregunta de qué es in concreto “verdad jurídica” –es decir,


la pregunta de qué debe “valer” como tal o qué debiera haber
“valido” en el pensamiento según fundamentos “científicos”– es
por completo diferente en lógica, de la que interroga acerca de
qué surgió de facto, empíricamente, en un caso concreto o en
una multiplicidad de casos, como “consecuencia” causal del “va-
ler” de un “parágrafo” determinado. La “regla del derecho” es,
en un caso, una norma ideal, deducible en el pensamiento; en el
otro caso, ella es –como máxima comprobable de la conducta
de hombres concretos, que se sigue en forma más o menos con-
secuente y recurrente–, una norma empírica. (Weber 2013: 36 y
[1922] 1968: 348)

En principio, toda esta discusión está alejada del foco anunciado en


el título del ensayo de Weber, es decir, la superación de la refutación
stammleriana del materialismo histórico. En efecto, cuando uno espera,
tras el título del ensayo, encontrarse con una discusión acerca de la his-
toria y del determinismo de la economía, se sorprende con una apretada
discusión en torno a la cuestión del derecho y de la divisoria de aguas
entre la dogmática jurídica, centrada en el ideal normativo, y la socio-
logía empírica del derecho. Pero una mirada más atenta nos revela, sin
embargo, que el trascendentalismo de Stammler en cuanto a las normas
y a la idea del derecho justo, conforma en verdad el núcleo duro de su ar-
gumento para refutar al materialismo histórico. En efecto, Stammler, en
su estrategia para refutar al materialismo histórico, desplaza su atención
del terreno de la facticidad social y de la determinación causal de los he-
chos históricos, donde el materialismo tendría prima facie las chances de
ganar, hacia el plano de la ontología de lo social. De este modo, Stammler
mueve el concepto de regulación ideal al centro del tablero: las regula-
ciones ideales no son meros efectos de la vida cultural sino la forma de la
misma sociabilidad, de la cual la economía es la materia. Stammler trans-
forma de este modo una discusión sobre las causas “en última instancia”
en una discusión categorial sobre la constitución transcendental de lo
social. Su estrategia ha sido mover la ontología social, desconsiderada en
el materialismo histórico, al centro del tablero, desplazando la pregunta
Derecho, sociedad y poder 71

naturalista por las causas. De este modo la pregunta principal se vuelve


“¿Qué constituye y moldea un hecho social?” y no ya “¿Qué determina
en última instancia un hecho social?” Y la respuesta a esta pregunta está
dada en Stammler por el papel de la dogmática jurídica, no como punto
de vista contingente acerca de lo correcto, sino como constituyente de
las regulaciones sociales: las ideas mismas de derecho justo y del deber
ser son así para Stammler la condición de posibilidad de una normativi-
dad en la que descansa la naturaleza de los hechos como hechos sociales.
Si la normatividad es así en Stammler la mediación en el seno mismo de
la empirie social, las normas ideales supremas son, por su parte, el aná-
logo de la matemática y de la lógica en relación a la regulación empírica
de la naturaleza.
Pero, para Weber, la proyección ontológica stammleriana de la nor-
matividad en la facticidad social no sólo desconoce el abismo entre el
“es” y el “debe”, que está en la base de toda su reflexión acerca de lo
social y de su relación con los valores, sino que trasviste sofísticamente,
para alcanzar su resultado, las nociones kantianas de forma y materia,
subordinando la contingente interacción individual, qua materia, a la
normatividad universal, qua forma e, ipso facto, la contingencia y particu-
laridad de lo empírico a la necesidad y universalidad del Sollen (deber), en
un sentido estrictamente vedado por el propio pensador de Königsberg;
así lo resume Weber en su ensayo en la sección 4 abocada al tratamiento
de la regla del derecho (Concepto de regla. Conceptos jurídicos y empíricos):

Primero, algunas recapitulaciones. Lo que ha surgido de lo dicho


hasta aquí, en todo caso, es que no tiene sentido tomar la relación
de la regla del derecho respecto de la “vida social” de tal modo
que el derecho pueda ser concebido como la –o una– “forma” de
la “vida social”, a la que otra habría de enfrentarse como “mate-
ria”, y querer extraer de allí consecuencias “lógicas”. La regla del
derecho, tomada como “idea”, no es una regularidad empírica o
una “regulación”, sino una norma que puede ser pensada como
que “debe valer”, esto es, no es ciertamente ninguna forma del
existente, sino un standard valorativo respecto del cual se mide,
valorativamente, el ser fáctico cuando nosotros queremos “ver-
dad jurídica” (Weber 2013: 37 y Weber [1922] 1968: 349).

La consecuencia inmediata de la ontología social de Stammler es por


ende el desconocimiento de la sociología empírica del sentido y de la
72 Francisco Naishtat

sociología comprensiva del derecho. La mordacidad de Weber contra


Stammler no pasa, por ende, como podría haberlo sugerido el título del
ensayo, por una defensa del materialismo histórico en contra de un de-
tractor injusto. Esto ya debió haber sido descartado de entrada, además,
por cualquier lector familiarizado con los rudimentos de la sociología
weberiana. Dicha mordacidad obedece más radicalmente a la necesidad
de levantar la hipoteca que Stammler ha interpuesto contra la sociología
empírica en general y contra la sociología jurídica en particular, en cuan-
to disciplinas de la interacción social con sentido mentado:

Quien quiera explicar la “vida social” como un existente empíri-


co no debe realizar un desvío en el campo del dogmático deber-
ser. Sobre el terreno del “ser”, aquella “regla” en nuestro ejem-
plo sólo existe en el sentido de una “máxima” empírica de los dos
intercambiantes, causalmente explicable y causalmente efectiva.
Porque entonces no se preguntaría por el “sentido” que el suce-
so externo “tiene” dogmáticamente, sino o bien por el “sentido”
que realmente los “actores” in concreto ligaron con él, o por el
que, según los “índices” reconocibles, dieron la apariencia de li-
gar. Así mismo se da, en particular, con la “regla de derecho”.
(Weber, 2013: 28 y [1922] 1968: 336)

Presentado entonces como una crítica del materialismo histórico, el tex-


to de Stammler es en verdad una teoría de la demarcación de lo social,
que pretende estar siguiendo la huella del Quid Juris de la tradición kan-
tiana, al establecer la normatividad como forma y condición de posibilidad
del hecho social. Su refutación del materialismo histórico no pasa por
la observación de hechos contingentes y recalcitrantemente refracta-
rios a la conjetura materialista de una necesidad económica o de una
determinación económica y material de la vida social, sino por la pre-
interpretación ontológica de lo social mismo, como pre-constituido por
una normatividad de carácter trascendental, que no es empírica, sino tan
pura como puedan serlo para Kant las categorías del entendimiento puro
en el plano de la experiencia fenoménica. Desde este punto de vista, la
posición de Stammler gravita un peldaño por detrás de cualquier toma
de partido empírico acerca de la causa determinante de los hechos socia-
les, y pretende situarse en el terreno kantiano de la jurisdicción trascen-
dental de las disciplinas científicas. Es esto lo que hace difícil de rebatir
el texto de Stammler, y que lo blinda en el plano casi tautológico de las
Derecho, sociedad y poder 73

definiciones categoriales. Pero es eso también lo que vuelve tan difícil y


densa la crítica de Weber.
Max Weber aceptó este desafío stammleriano de entrar en liza en
la cuestión misma de la ontología de lo social, aunque no desde el punto
de vista de una metafísica especulativa y dogmática, sino de la escena
misma del lenguaje: desde este punto de vista, el ensayo de Weber contra
Stammler, situado en el centro neurálgico de la Methodenstreit, donde
Guy Oakes no se equivoca en definir su contexto, plantea sin embargo
un desplazamiento radical en relación al estilo de argumentación propio
de aquellas controversias. Para debatir contra Stammler, en efecto, We-
ber debe abstenerse de recurrir a dos fuentes que se le vuelven estériles:
la de la empirie bruta, donde los meros hechos sociales, por llamativos
que fueran, no pueden refutar la posición categorial de Stammler, y la
de la metafísica, donde la discusión se volvería especulativa y abstracta
amenazando con volverle como un boomerang al propio Weber. El te-
rreno en el que entonces se desenvuelve la crítica weberiana es el de un
refinado análisis y desmenuzamiento conceptual y hasta gramatical del
propio lenguaje stammleriano, en el mejor sentido de las inspecciones
conceptuales que el segundo Wittgenstein, tres décadas más tarde, llevó
adelante en sus Investigaciones filosóficas. En efecto, Weber demuestra en
el apretado y sinuoso recorrido de la sección 4 de su ensayo que la idea de
seguir una regla puede decirse en una multiplicidad de modos y de formas
interactivas diferentes, que van del juego de Skat a las reglas de una mafia,
pasando por la reglas instrumentales de supervivencia que el personaje fic-
ticio de Robinson pone de manifiesto en la novela de Defoe. Su desmenu-
zamiento semántico lleva el propósito de destrascendentalizar la noción
de regla de modo a poder reivindicar la legitimidad de una disciplina que
haga foco en la contingencia de la empirie social, separando claramente el
papel de lo normativo en cuanto orientación subjetiva en la intencionali-
dad de los actores, y lo normativo en cuanto punto de vista dogmático en
el estudio filosófico del derecho, desde un punto de vista universal, y por
ende ajeno a la sociología empírica.

La burocracia como “estuche de acero”

En este análisis del concepto de regla (2013: 20-34, sección 4), Weber
deja por ende en claro que hay reglas de las más variadas formas, que
74 Francisco Naishtat

van de reglas instrumentales con arreglo a fines orientadas por la su-


pervivencia, bajo forma de juego contra la naturaleza en el marco de
máximas económicas y de habilidades instrumentales adquiridas, cuyo
caso extremo es el personaje ficcional de Robinson Crusoe6, a las reglas
de los más diferentes juegos, como el juego de Skat, que Weber analiza
detalladamente entre sus ejemplos, o el juego de ajedrez. También la
acción del tramposo, y no solamente la del jugador honesto, es analiza-
ble, según Weber, a través del concepto de regla. Las normas del derecho
racional moderno, por su parte, se distinguen a su vez de las reglas de
juego de cartas o de las reglas del ajedrez por el hecho de ingresar en un
campo discursivo de justificaciones ideales según principios de rectitud
normativa. De allí que el derecho racional moderno admita, a través del
elemento de la dogmática jurídica, una evaluación deontológica según
criterios de deber ser, que ni el juego de cartas ni el juego de ajedrez reco-
nocen. Pero ello no modifica el hecho de que las normas legales, desde
un punto de vista empírico, son contingentes, ni de que su vigencia sea
por entero independiente de su validez dogmática o deontológica ideal,
dependiendo, más determinadamente, de un dispositivo de dominación
estatal y de la fuerza empírica de la creencia social en la legalidad, como
máxima en las orientaciones subjetivas de los agentes. Esto es por cierto
enteramente independiente de la fundamentación deontológica de la ley
positiva dentro de la “dogmática jurídica” (véase Weber 2013: sección 4).
De este modo, hay en Weber una complejidad y multiplicidad del
concepto de regla: reglas estratégicas, de juego, de supervivencia, eco-
nómicas, rituales, de caza, instrumentales, solitarias, colectivas, mafio-
sas, comunitarias, cooperativas, sacrificiales, legalistas, etc. Y los agentes
asocian, a través de sus máximas, los sentidos subjetivos más diversos
a las reglas que persiguen; entre estas máximas, la obediencia de carác-
ter legal es una orientación comprobada empíricamente como sentido

6
Stammler se servía ya del caso de Robinson para alegar que las reglas de destreza técnica
y las máximas de supervivencia son meras disposiciones instrumentales que no caen
bajo el dominio de las reglas y normas sociales. Para Weber, en cambio, el personaje de
Robinson, como tipo ficcional de un caso extremo, echa mano sin embargo de habilidades
y de máximas económicas de refinado sentido instrumental y utilitario, que no tienen nada
que envidiar a las máximas que los actores deberían perseguir en el seno de situaciones
de conducta económica, con lo que Weber entiende establecer, contra Stammler, que las
máximas y reglas instrumentales son también propias de la interacción social (Stammler,
por el contrario, pretendía depurar las reglas sociales de todo resabio instrumental para
dejarles solamente un carácter deontológico). Véase Weber 2013: 20-21 y passim.
Derecho, sociedad y poder 75

mentado en la vida social moderna, esto es, los agentes suelen orientarse
por el derecho y por las leyes positivamente establecidas, como máxima
comprobada de conducta; pero también pueden reunirse para complo-
tar contra la ley positiva, y esto no es menos del orden del seguimiento
de regla que los ejemplos anteriores de diverso tipo. No hay para Weber
ningún “mandato último” de carácter fundamental en el plexo de moti-
vaciones empíricas y, admitir lo contrario, sería para Weber dar un “salto
mortal” en la argumentación.
Pero Stammler, sin embargo, no se priva de realizarlo (véase Weber
2013: 12 y passim). Para Stammler, en efecto, las reglas sociales, distin-
guidas de las meras reglas técnicas de supervivencia, están subordinadas
a una norma superior necesaria, que es la que da forma a la sociedad.
Cuando Weber, por su parte, poda las pretensiones trascendentales de
la normatividad, deja en claro que el derecho es dependiente de figuras
siempre históricas y contingentes. Weber, en este sentido, destrascenden-
taliza el derecho y las reglas sociales para abrir el campo a la sociología
empírica del derecho. En esto, el sociólogo alemán sigue a Nietzsche, y
mantiene respecto de la sociedad una posición semejante a la que el se-
gundo Wittgenstein mantendrá respecto del lenguaje: un reconocimien-
to de la contingencia y de la imposibilidad de una regimentación a priori
de la sociedad según una normatividad trascendental. Podemos decir
que Weber salva la contingencia y la particularidad histórica del derecho
y de las normas sociales desde un punto de vista sociológico, separando
claramente los planos empírico y dogmático. Pero es esto, precisamente,
lo que le permite dejar abierto el terreno de una sociología del derecho
en el marco de una sociología de la dominación, tal como lo despliega,
unos años después de su ensayo contra Stammler, en Economía y Sociedad
y, ya casi al final de su vida (1918), en la tonalidad más marcadamente
pesimista y antiburocrática de una teoría de la racionalización moderna,
dentro del marco de sus últimos ensayos políticos (véase Weber [1918]
1958b y [1918] 1958c).
Ahora bien, es inevitable aquí, para capturar todo el peso y el sen-
tido de la crítica de Weber a Stammler, colocar esta crítica precisamente
en fase con los trabajos más tardíos acerca de la sociología de la domi-
nación y la sociología del derecho, en el marco de la teoría weberiana
de la racionalización moderna. En efecto, la contingencia del derecho se
despliega en el pensamiento weberiano junto a este otro elemento, de
central importancia, que Weber llama la Racionalización, y que pareciera
76 Francisco Naishtat

correr en sentido adverso al de la mera contingencia. No es éste el lugar


para explayarse acerca de un concepto complejísimo del pensamiento
weberiano, tempranamente concebido por el sociólogo, desde La Ética
Protestante y el Espíritu del Capitalismo (1904) hasta sus escritos políticos
más tardíos, pasando por el elemento bisagra de la “Zwischenbetrachtung”
(Weber [1916] 1986b). Pero tampoco es posible, al destacar la oposición
entre la contingencia weberiana del derecho y la idea stammleriana del
derecho como forma racionalmente válida de la sociedad, desconocer
que la figura racional (legal-burocrática) del derecho moderno, aun es-
tando desprovista en Weber de todo fundamento necesario o transcen-
dental, no es sin embargo en Weber una figura meramente reversible o
cancelable, sino que pertenece a ese vector que parece desplegarse en la
concepción weberiana de la modernidad con la inexorabilidad del desti-
no, y que Weber llama “Racionalización”. Al final de la Ética Protestante,
Weber escribía:

El puritano quiso ser un hombre profesional: nosotros tenemos


que serlo también; pues desde el momento en que el ascetismo
abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida pro-
fesional y dominar la moralidad mundana, contribuyó en lo
que pudo a construir el grandioso cosmos de orden económico
moderno que, vinculado a las condiciones técnicas y económi-
cas de la producción mecánico-maquinista determina hoy con
fuerza irresistible el estilo vital de cuantos individuos nacen en
él (no sólo de los que en él participan activamente), y de segu-
ro lo seguirá determinando durante muchísimo tiempo más. A
juicio de Baxter, la preocupación por la riqueza no debía pesar
sobre los hombros de sus santos más que como “un manto sutil
que en cualquier momento se puede arrojar al suelo”. Pero la
fatalidad hizo que el manto se trocara en férreo estuche. El as-
cetismo se propuso transformar el mundo y quiso realizarse en
el mundo; no es extraño, pues, que las riquezas de este mundo
alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresistible
sobre los hombres, como nunca se había conocido en la histo-
ria. El estuche ha quedado vacío de espíritu, quien sabe si defi-
nitivamente. En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita
ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos
mecánicos. También parece haber muerto definitivamente la ro-
sada mentalidad de la riente sucesora del puritanismo, la “ilus-
tración”, y la idea del “deber profesional” ronda por nuestra vida
Derecho, sociedad y poder 77

como un fantasma de ideas religiosas ya pasadas. El individuo


renuncia a interpretar el cumplimiento del deber profesional,
cuando no puede ponerlo en relación directa con ciertos valores
espirituales supremos o cuando, a la inversa, lo siente subjetiva-
mente como simple coacción económica. En el país donde tuvo
mayor arraigo, los Estados Unidos de América, el afán de lucro,
ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse
con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un
carácter en todo semejante al de un deporte. Nadie sabe quién
ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al término de esta ex-
traordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se asistirá a
un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el
contrario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecanizada
(y una convulsa lucha de todos contra todos). En este caso los
“últimos hombres” de esta fase de la civilización podrán aplicar-
se esta frase: “especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón:
estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de
la humanidad jamás alcanzada anteriormente”. (Weber 1992b:
258-260 y [1920] 1986c: 203-204)7

La temprana imagen weberiana de la stahlhartes Gehäuse que marca la


tonalidad dramática del largo pasaje precedente en torno a una cierta
inexorabilidad del proceso de formalización y de vaciamiento de sen-
tido ético-religioso de la moderna economía capitalista estaba destina-
da a reaparecer con semejante o incluso mayor intensidad en la obra
tardía de Max Weber, en el momento en el que el sociólogo de Erfurt
aborda no ya solamente la estructura económica del capitalismo sino la
forma burocrático-legal de dominación. Es así que en su escrito aboca-
do al problema de la burocratización de la política en la democracia de
masas, bajo el título “Parlamento y gobierno en el nuevo ordenamiento
alemán” (1918), Weber recurre a la imagen del “estuche de aquella ser-
vidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean obligados a so-
meterse impotentes, como los fellahs del antiguo estado egipcio, si una
7
Ha sido notado que la expresión stahlhartes Gehäuse (duro estuche de acero) fue vertida
por Talcott Parsons, en su traducción inglesa de la Ética, como “iron cage” (jaula de hie-
rro), expresión que adquirió a partir de allí carta de ciudadanía entre los comentaristas de
Weber. Pero Max Weber de hecho nunca empleó la expresión de “jaula de hierro”, que en
alemán corresponde a “eisen Käfig”, expresión que en rigor empleó el célebre sociólogo y
economista hermano de Max, Alfred Weber, en su artículo “El funcionario” y para refe-
rirse al mismo fenómeno de la burocratización. Para una discusión de este punto véase el
sugerente estudio de González García (1989: 36-37).
78 Francisco Naishtat

administración y un aprovisionamiento racionales por medio de funcio-


narios llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya
de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos” (véase Weber
[1918] 1958b: 332)8.
En todo este pasaje de Parlamento y Gobierno, del que hemos dado
aquí solamente un pequeño boceto, la imagen del estuche o del molde
aparece junto a otra metáfora ya claramente apuntalada en la extensa cita
de la Ética Protestante, a saber, la idea de la burocracia racional moderna
como una máquina viviente y como expresión de una férrea mecaniza-
ción social. José M. González García en la obra que hemos citado supra
ya había destacado algunos rasgos salientes en la metáfora weberiana de
la máquina viviente, que podemos a su vez formular del siguiente modo,
en el ámbito de la presente reflexión:

(1) Hay una cierta tensión interna en Weber entre la imagen de la


máquina en términos de dominación legal-burocrática tal como aparece
en Economía y Sociedad, en los capítulos consagrados a los tipos de domi-
nación y a la sociología del derecho, donde la metáfora de la máquina
está asociada a un plus de precisión, de previsibilidad y de profesionali-
zación de la administración moderna de la sociedad y del derecho, en el
marco de la racionalización (véase Weber [1922] 1972: 128-130, 387-513;
1984: 178-179, 498-660) y, por otra parte, la imagen de la máquina pro-
pia de los escritos políticos como el que acabamos de citar o, asimismo,
de La Política como vocación, ambos posteriores al estallido de la Gran
Guerra, donde la metáfora de la máquina se reconecta con la tonalidad
pesimista y dramática del final de la Ética, en términos de una fatalidad y
de un destino no sólo de Occidente sino de la modernidad.

(2) En este segundo sentido, podríamos constatar un deslizamiento


en Weber de un registro antewittgensteiniano, vinculado a la contingen-
cia del sentido y de los tipos ideales, que en el marco de la noción de
regla ya hemos suficientemente apuntalado más arriba en el plano de
su crítica a Stammler, a un registro nietzscheano, que evoca claramente
la primera parte del Zaratustra, donde Nietzsche se refiere al Estado y a
la moderna administración estatal en los conocidos términos del “más

8
Para la traducción española, tomo aquí la de González García (1989: 185-186). Véase la
traducción española de José Aricó en Weber, 1982b.
Derecho, sociedad y poder 79

frío de todos los monstruos fríos” (Nietzsche, [1883-1885] 1980: 61 y, en


español, 1951: 57). Pero podríamos inclusive completar la asociación con
Nietzsche, como lo desarrolla atinadamente José M. González García,
con una estrecha sincronía en relación a los temas kaf kianos del derecho
burocrático como una maquinaria opresiva, vaciada de sentido, que no
sólo escapa al control del hombre común, sino que se sustrae diabólica-
mente a la comprensión y a la previsibilidad de la que, sin embargo, era
portadora la ley escrita y el moderno derecho racional (véase González
García, 1989: 33-43, 125-180 y 181-222).

(3) Por último, en un sentido que completa este cuadro de la racio-


nalización weberiana, no ya como tipo ideal en términos heurísticos sino
como “destino” de la civilización moderna (un tema ampliamente estu-
diado por Eduardo Weisz 2011), podemos proponer una asociación del
registro del derecho burocrático moderno weberiano con una tesis cen-
tral de Walter Benjamin, en su conocido artículo “Hacia una crítica de la
violencia”, aparecido en el mismo Archiv für Sozialwissenschaft und Sozial
Politik fundado por Weber (que Benjamin publicó en 1921, por invitación
de Emil Lederer, apenas un año después de la muerte de Weber), a saber,
que el derecho pertenece a la esfera del destino, una tesis que Benjamin,
precisamente, va a retomar, una década después de su artículo temprano
sobre la violencia, en su ensayo sobre Franz Kaf ka de 1934, a diez años
de la muerte del escritor checo.

Violencia y derecho

No es éste el lugar para emprender un análisis que desentrañe los vasos


comunicantes entre la sociología del derecho de Max Weber y las re-
flexiones acerca del derecho y de la violencia que Walter Benjamin des-
pliega en su artículo de 1921 sobre la violencia, y que el filósofo y crítico
berlinés completa, una década después, en su ensayo sobre Kaf ka; no
podría serlo porque este tema, por la extraordinaria dificultad y densi-
dad de los textos de referencia, desbordaría ampliamente el cometido
de un estudio limitado por el propósito de despejar los ejes y desafíos de
la temprana crítica de Weber al ensayo consabido de Rudolf Stammler.
Sin embargo, nos parece que precisamente se vuelve sugerente aquí,
como una final constelación, susceptible de iluminar mejor todo el sen-
tido de la crítica de Weber a Stammler, que indiquemos siquiera algunas
80 Francisco Naishtat

afinidades electivas (tomando en préstamo el término de Goethe del que


echan mano Benjamin como Weber, y que José M. González García usó
muy sugerentemente para poner a Weber en constelación con Kaf ka)
entre las reflexiones tempranas de Walter Benjamin en torno al derecho
positivo y la violencia y los temas de la reflexión weberiana acerca del
derecho y de la moderna administración. En principio, nada habría más
distanciado de la reflexión sociológica de Max Weber que la tonalidad
y el lenguaje del artículo benjaminiano en torno a la violencia, más in-
fluenciado por la cercanía de Gershom Scholem y la lectura de Georges
Sorel que por el horizonte de la sociología weberiana. Sin embargo, una
lectura atenta del artículo de Walter Benjamin, permite apuntalar tres
ejes que nos parecen sugerentes en torno a nuestra cuestión, a saber:

(a) La radical separación que opera Benjamin en su artículo entre


la esfera de la justicia y el dispositivo del derecho, y que admite una afi-
nidad con la crítica que Weber realiza contra la pretensión de Stammler
de fundamentar el derecho en los términos de una teoría ideal y racional
de la justicia.
(b) La localización benjaminiana del derecho en la esfera formal de
los medios (Mittel), en los términos del interés del derecho en el mono-
polio de la violencia legítima (véase Benjamin, 1965: 35; en español: 2010:
187) de un modo que evoca la definición weberiana del Estado estricta-
mente a partir de los medios, precisamente en términos semejantes: das
Monopol legitimer physischer Gewaltsamkeit (véase Weber [1922] 1972: 821-
824; 1984: 1056-1059; asimismo [1918] 1958c: 506)
(c) La pertenencia del derecho a la esfera del destino; esta última
se plantea en Benjamin en términos del “vaivén” y de oscilación entre
la “violencia instauradora del derecho” y la “violencia conservadora del
derecho” (véase Benjamin 1965: 63 y 2010: 205), y se plantea en Weber
entre la instauración revolucionaria de un nuevo orden jurídico y la ruti-
nización de todo nuevo orden revolucionario en los términos de una bu-
rocratización de la administración de masas (véase Weber [1918] 1958c).

Ciertamente, mientras que Weber considera su figura de la Rationali-


zierung desde su temprana sociología de la religión como un “desencan-
tamiento del mundo”, es decir como una salida del mito y de las figuras
mágicas que gobiernan el cosmos de la acción humana, Walter Benja-
min, por su parte, sugiere que la fuerza destinal que gobierna el derecho,
Derecho, sociedad y poder 81

incluyendo la moderna maquinaria racional del Estado, pertenece por


el contrario a la esfera más íntima del mito, lo que le permite plantear
un punto de ruptura externo a la esfera del derecho en términos de una
“violencia pura” o violencia divina por entero ajena al mito y afín a la
esfera mesiánica de la tradición judía. Sin embargo en ambos pensadores
subsiste el hecho de que la relación entre la justicia y el derecho no pue-
de ser planteada en términos de una conexión interna, como fundamen-
tación racional o como mediación. Pero éste es precisamente el punto
que divide las aguas entre concepciones del derecho como las de Weber
y Benjamin, por una parte, y concepciones como las de Hegel, Stammler
o Habermas por la otra. Mientras que los últimos atribuyen al derecho
un papel en cuanto mediación (véase Habermas [1992] 1998: especialmen-
te 63-105) entre el dominio de la universalidad normativa y el dominio
de la empirie, en Weber, como en Benjamin, toda validez a priori queda
circunscripta en los límites de una dogmática jurídica, en cuanto teoría
normativa del derecho, diferente de la teoría del derecho efectivo y de la
teoría sociológica de la sociedad y del Estado.
Ahora bien, esta divisoria de aguas despeja a su vez en Weber y
en Benjamin la posibilidad de una concepción del derecho en la que sea
pensable una teoría de la burocratización del derecho moderno, en pa-
ralelo a la racionalización, y en la que el derecho sea pensable también
como máquina burocrática, en un sentido anticipado por la literatura de
Kaf ka (véase González García 1989). Hay por ende una conexión íntima
entre contingencia radical, burocracia y mecanización del derecho. Sólo
la contingencia del derecho permite pensar su dependencia en relación a
un aparato coercitivo, cuyo destino es su propia mecanización. La lógica
del aparato coercitivo puede volverse así la lógica dominante del dere-
cho. No es la justicia la que constituye al derecho sino el ordenamiento
y el monopolio de la violencia. Del mismo modo que la economía capi-
talista puede abandonar y abandona su origen puritano, también el de-
recho abandona entonces su transparencia y su previsibilidad modernas
en provecho de una mecanización teratológica. Es esto lo que nos llevó a
plantear una conexión de la sociología weberiana del derecho, cuyo ante-
cedente es la crítica a Stammler, con el planteo considerado de Benjamin
en 1921, apenas un año después de la muerte de Weber, y en un artículo
que, como señalamos más arriba, fue precisamente publicado por Emil
Lederer en el Archiv fundado por Weber.
82 Francisco Naishtat

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6

Filosofía contra ciencia social

La crítica de Leo Strauss a Max Weber

Luciano Nosetto

La ciencia social moderna

La crisis de la civilización occidental se debe, en el decir de Leo Strauss,


al hecho de que el hombre ya no sabe lo que quiere (Strauss 2011: 51-2).
Esto es decir que el hombre occidental moderno no logra dar razones
de sus preferencias. Sus decisiones se asientan en una ponderación de
lo preferible, de lo bueno y lo mejor, pero esta ponderación no parece
encontrar respaldo en las fuerzas autónomas de su razón. Si la ciencia
moderna contribuye a la crisis de la civilización, es precisamente porque
ella resulta la principal promotora del divorcio entre razones y preferen-
cias, entre un conocimiento científico que sólo entiende de los hechos y
que libra los valores a la decisión en definitiva irracional de cada indivi-
duo. En lo que sigue, se propone reconstruir la crítica de Leo Strauss a la
idea moderna de ciencia, tal como surge de la obra de Max Weber. Esto,
por vía de un comentario o lectura cercana de las primeras secciones del
segundo capítulo de Derecho natural e historia –capítulo que, bajo el título
“Derecho natural y la distinción entre hechos y valores”, Strauss dedica
a Weber1. Mediante esta lectura, se pretende dar a ver cómo la distinción

1
En el capítulo que Strauss dedica a Weber pueden reconocerse las siguientes secciones
(1) presentación sumaria de la perspectiva de Weber (párrafos 1 a 8); (2) discusión de la
filosofía social weberiana (párrafos 9 a 15); (3) discusión de la ciencia social weberiana
86 Luciano Nosetto

weberiana entre hechos y valores resulta para Strauss lesiva de las más
básicas aptitudes del hombre de ciencia, dando lugar a una filosofía so-
cial nihilista y a una ciencia social absurda.
En la perspectiva de Weber, la moderna ciencia empírica es de
validez universal: sus hallazgos son válidos para todas las culturas, en
todas las épocas. Sin embargo, Strauss señala que Weber se ve en la obli-
gación de considerar una dificultad. Es que los hallazgos de la ciencia
empírica constituyen respuestas a preguntas de investigación. Y, si bien
estas respuestas pueden ser de validez intemporal, las preguntas a las
que atienden surgen del interés del investigador. Esto es decir que los
objetos de investigación surgen de un recorte de la realidad gobernado
por consideraciones sobre qué es relevante investigar, qué es importante
y qué valioso, es decir, por consideraciones relativas a valores. Si bien los
hallazgos de la ciencia pueden ser de validez universal, el hecho de que
estos hallazgos estén referidos a valores los hace dependientes de princi-
pios históricamente variables. El que la ciencia esté referida a valores de-
bería dar por tierra con toda posibilidad de un conocimiento de validez
objetiva y universal. Sin embargo, la posibilidad de una ciencia objetiva
se mantiene en pie en virtud de la distinción entre hechos y valores. Esta
distinción se manifiesta claramente en la heterogeneidad entre juicios
de hecho y juicios de valor. Constatar la ocurrencia de un determinado
hecho no implica evaluarlo positiva o negativamente. Sostener que algo
es valioso no implica predicar sobre su existencia o inexistencia. Enton-
ces, si bien los objetos de la ciencia emergen en referencia a valores, el
conocimiento científico de los fenómenos históricos y culturales debe
atenerse a la comprensión y explicación de los hechos, debe conducirse
con neutralidad valorativa, esto es, sin emitir juicios de valor.
Ahora bien, los juicios de valor que determinan las acciones de los
hombres pueden ser objeto de una reflexión sistemática, orientada a cla-
rificarlos, a despejar contradicciones donde las haya, a señalar las colate-
ralidades que acarrean. Estas tareas, características de la filosofía social,
no alcanzan a confirmar ni refutar juicios de valor; sólo contribuyen a
ganar claridad sobre las diferentes posiciones en juego. De este modo,
la ciencia social toma a su cargo el estudio de los hechos (o del ser),
mientras que la filosofía social toma a su cargo el estudio de los valores
(párrafos 16 a 25); (4) discusión de la tesis central de Weber (párrafos 26 a 34); y (5) presen-
tación de alternativas no consideradas por Weber (párrafos 35-42). Esta comunicación se
limita a la reconstrucción de las primeras tres secciones.
Filosofía política contra ciencia social 87

(o del deber ser). Y, mientras que el propósito de la ciencia social es com-


prender y explicar los hechos, remitiéndolos a sus causas, el propósito
de la filosofía social es aclarar los valores, despejando contradicciones y
explicitando sus consecuencias. Pero hasta aquí llega la competencia de
la ciencia y la filosofía: no hay conocimiento, científico ni filosófico, que
pueda confirmar o refutar valores. Compendia Strauss:

[Weber] negó al hombre toda ciencia, empírica o racional, todo


conocimiento, científico o filosófico, del sistema de valores ver-
dadero: el sistema de valores verdadero no existe; hay una varie-
dad de valores de igual rango, cuyas demandas entran en conflic-
tos mutuos, que no pueden ser resueltos por la razón humana. La
ciencia social o la filosofía social no pueden hacer otra cosa que
clarificar ese conflicto y todas sus implicancias; la solución tiene
que quedar en manos de la decisión libre, no racional de cada
individuo (Strauss 2014: 99).

Strauss encuentra un signo inequívoco de esta autolimitación del cono-


cimiento en las consideraciones relativas al futuro de civilización occi-
dental con que Weber cierra sus célebres ensayos sobre la ética protes-
tante. Allí Weber constata que el afán de lucro, liberado de toda atadura
en gran medida gracias a la doctrina calvinista de la predestinación, ter-
minó liberándose también de toda justificación ético-religiosa y entre-
gándose a su propio mecanismo. Ante este vacío espiritual, Weber se
pregunta por el futuro de la civilización.

Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al


término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nue-
vos o si se asistirá a un pujante renacimiento de antiguos pensa-
mientos e ideales o si por el contrario, lo envolverá todo una ola
de petrificación mecanizada, barnizada por algún tipo de sentido
convulsivo de la propia importancia. En este caso, a los “últimos
hombres” de esta fase de la civilización podrá aplicarse esta fra-
se: “especialistas sin espíritu, sensualistas sin corazón”. (Weber
1998: 259-260)

Constatado entonces el vacío espiritual al que condujo el capitalismo


victorioso, Weber considera la eventualidad de dos grandes alternativas,
cada una a su vez caracterizada por dos figuras. Por un lado, la posibi-
lidad de una renovación espiritual de la mano de “nuevos profetas” o
88 Luciano Nosetto

de un “renacimiento del pensamiento clásico”. Por otro lado, el avance


de la “petrificación mecanizada”, sin otra alternativa humana que la de
“especialistas sin espíritu y sensualistas sin corazón”. Strauss remarca
que, tras presentar estas alternativas, Weber se llama a silencio, advir-
tiendo el peligro de invadir su ensayo puramente histórico con lo que él
considera juicios de valor y de fe. Es que, ante el tribunal de la razón, son
igualmente defendibles la renovación espiritual y la petrificación meca-
nizada; ante el tribunal de razón, las vidas de especialistas sin espíritu y
de sensualistas sin corazón resultan tan valiosas como las recomendadas
por los profetas o los filósofos.
En lo que sigue, intentaremos dar a ver que el tratamiento straus-
siano de la filosofía social weberiana es también una consideración de la
eventualidad de sensualistas sin corazón; del mismo modo que su tra-
tamiento de la ciencia social de Weber moviliza una consideración de
la eventualidad de especialistas sin espíritu ni visión. De tal modo que
las elaboraciones de filosofía y ciencia social de Weber equivalen a una
consideración de la deriva civilizacional moderna hacia la petrificación
mecanizada. La hipótesis de Strauss en este punto es que, si bien We-
ber no emite juicios de valor sobre la vida de especialistas sin espíritu y
sensualistas sin corazón, es el mismo desarrollo de su filosofía y ciencia
social el que constituye una promoción de ese tipo de vidas.

Sensualistas sin corazón: la filosofía social


weberiana

Tras proveer una presentación sumaria de la posición de Weber, Strauss


se dedica a una reconstrucción de la filosofía social weberiana, esto es,
de los intentos de Weber de ganar claridad respecto de los juicios de
valor. Una vez asumida la heterogeneidad entre hechos y valores, y la
imposibilidad de conocer el sistema de valores verdadero, ¿qué puede
decir Weber sobre los valores? Strauss indica que el punto de partida
del análisis weberiano de los valores es la consideración de mandatos
universales, que apelan a la conciencia de todo individuo, más allá de
su época o cultura. Weber reconoce la existencia de un imperativo ético
que, por mor de esta presentación, formularemos de este modo:
Filosofía política contra ciencia social 89

1. Actuarás conforme a imperativos éticos universales

El individuo excelente es aquel que incardina su vida en función de im-


perativos éticos; vil es el individuo que los desatiende. Strauss señala de
inmediato que Weber toma distancia de esta posición, al reconocer la
existencia de valores específicos de cada cultura, irreductibles a impera-
tivos éticos. En palabras de Weber, “cualquiera sea la interpretación de
la base y de la naturaleza de los imperativos éticos, lo cierto es que de
ellos no es posible deducir de forma unívoca unos contenidos culturales
de carácter obligatorio”. Si bien pareciera en principio que los imperati-
vos éticos muestran una mayor “dignidad de principio” que los valores
culturales, Weber no está dispuesto a derivar de estos imperativos uni-
versales un criterio para juzgar el valor de las diferentes culturas. De
allí que Weber tenga que asumir que los valores culturales determinan
el sentimiento de los individuos con independencia de los imperativos
éticos. Surge de allí un mandato específico:

2. Actuarás conforme a los valores de tu propia cultura

El individuo debe entonces observar al mismo tiempo los imperativos


éticos que alcanzan a su conciencia y los valores culturales que interpe-
lan a su sentimiento. Excelencia parece ser entonces conformidad tanto
con los imperativos éticos como con los valores culturales. En caso de
contradicción, uno creería que deben primar los valores éticos sobre los
culturales. Sin embargo, Weber reconoce que “puede haber un punto
de vista según el cual los valores culturales sean ‘obligatorios’ incluso si
entran en un inevitable e irreductible conflicto con cualquier ética”. Sos-
tiene Strauss que para Weber los imperativos éticos resultan en definiti-
va tan subjetivos como los valores culturales: “según él, es tan legítimo
rechazar la ética en nombre de los valores culturales como rechazar los
valores culturales en nombre de la ética, o adoptar cualquier combina-
ción no contradictoria de ambos tipos de normas”. Cabe al individuo
decidir qué principios guiarán su acción. La acción correcta depende del
tribunal que el propio individuo construya para sí. Si la rectitud de la ac-
ción individual depende del criterio con que el propio individuo la juzga,
la pregunta por la rectitud se desplaza del valor de la acción al valor del
individuo. Es en referencia a este valor o dignidad del individuo que We-
ber construye su noción de personalidad. Strauss restituye esta noción,
90 Luciano Nosetto

indicando que una personalidad es un individuo que toma decisiones


libremente, es decir, libre de coacción externa y de emociones irrefrena-
bles. Este individuo es libre en la medida en que orienta sus acciones en
función de fines que él mismo se propone, articulando racionalmente los
medios adecuados. Estos fines no derivan de la coacción externa, ni de
estados emotivos, sino de los “valores y significados últimos de la vida”.
Esto es decir que la dignidad del hombre consiste en establecer de mane-
ra autónoma sus valores últimos y en consagrar su vida a ellos. Strauss
formula el mandato asociado a la noción weberiana de personalidad en
los términos siguientes:

3. Tendrás ideales

Strauss indica que, de este modo, parece subsistir un imperativo formal


que permite juzgar las acciones en función de su compromiso con una
causa, o en función de su idealismo, sin por ello predicar sobre el con-
tenido de cada causa o ideal. Emerge así un nuevo criterio para juzgar
la excelencia o vileza de una acción: excelencia significa devoción a una
causa, vileza significa indiferencia ante toda causa. Señala Strauss que
esta comprensión de la excelencia y la vileza opera en una dimensión
distinta a la de la acción, en un orden más elevado que aquel en que los
hombres tienen que decidir y actuar. Este sentido de excelencia y vileza
sólo se manifiesta tras desprenderse del mundo en que tenemos que to-
mar decisiones, sólo se manifiesta una vez que se asume una actitud teó-
rica. Strauss colige que esta actitud teórica exige el igual respeto a todas
las causas, es decir, la indiferencia ante toda causa. Siendo que la indife-
rencia ante toda causa es definición de la vileza, la actitud teórica resulta
inevitablemente vil. Sostiene Strauss que es en vista de este inevitable
cuestionamiento de la teoría, de la ciencia y de la razón, que Weber se
ve obligado a reconocer la dignidad de lo irracional, o de las posiciones
“vitalistas”, consistentes en seguir los propios instintos sin reservas, o
vivir libremente en conformidad con los propios apetitos, o vivir la vida
de los sentidos. De aquí que emerja un nuevo mandato:

4. Vivirás apasionadamente

El individuo movido por valores vitalistas encuentra, en el decir de We-


ber, “una puerta abierta al núcleo más irracional y, por ello, más real
Filosofía política contra ciencia social 91

de la existencia”; se libera así “de las frías manos esqueléticas de las es-
tructuras racionales” y se injerta “en el núcleo de lo auténticamente vi-
viente”. Según recuerda Strauss, Weber no puede más que reconocer la
legitimidad de los valores vitalistas que, en su afirmación, suspenden
todo imperativo ético, valor cultural o causa personal. Ante una vida
apasionada, “la razón debe permanecer en absoluto silencio”. Strauss
indica entonces que excelencia y vileza cambian nuevamente de sentido:
la excelencia equivale a vivir apasionadamente; vileza, a vivir en la co-
modidad de una vida sin sobresaltos. Strauss se pregunta en función de
qué criterios es posible elogiar la preferencia por una vida apasionada y
censurar la preferencia por una vida de comodidades. Si la legitimidad
de una vida apasionada descansa en una decisión individual, irracional e
incomunicable, no hay razones para negar igual legitimidad a la decisión
individual por una vida desapegada y sin sobresaltos.
Así y todo, Strauss indica que todavía es posible para Weber erigir
un criterio en virtud del cual juzgar las acciones de los hombres. Es que,
cualesquiera sean los fines que el hombre se proponga, Weber sostiene
que es posible actuar con racionalidad teleológica, es decir, articulando
los medios adecuados para la obtención de los fines propuestos. Emerge
aquí un criterio posible, de consistencia con los propios fines; un princi-
pio formulable en estos términos:

5. Serás consistente

Strauss vuelve a preguntarse por qué debería uno preferir la consisten-


cia a la inconsistencia, la racionalidad teleológica a la irracionalidad. Ar-
gumenta Strauss que, tras haber silenciado a la razón en virtud de los
valores vitalistas, ya no resulta posible defender un curso racional de
acción. Propone entonces considerar un último imperativo, en línea con
la noción weberiana de honestidad intelectual. Sugiere Strauss que lo
que tal vez Weber quiso sostener es que, cualquiera sea el fin que uno se
proponga, y cualesquiera los medios que uno arbitre, se debe ser hones-
to; esto implica que se debe evitar todo intento de dar un fundamento
objetivo a las propias preferencias. Este mandato puede formularse de la
siguiente manera:
92 Luciano Nosetto

6. Serás intelectualmente honesto

Precisamente, Weber concede gran importancia a esta apelación a la ho-


nestidad intelectual, que no es más que el nombre del deber de distinguir
hechos de valores o, más bien, de la prohibición del engaño consistente
en simular que nuestros juicios de valor tienen respaldo objetivo en jui-
cios de hecho. En su consideración de la vocación científica y, en particu-
lar, del dictado de clases, Weber denuncia reiteradamente las picardías de
los “profetas de cátedra” que hacen pasar sus valoraciones por verdades
científicas. Pero, en última instancia, Weber se ve obligado a admitir que
el trabajo académico sustraído de valoraciones es tan defendible como
la puesta del trabajo académico a servicio del patrocinio de las propias
preferencias. Strauss elabora esta contradicción sosteniendo que la im-
posibilidad de una defensa racional de la verdad hace que la preferencia
por la honestidad sea tan arbitraria como la preferencia contraria. A fin
de cuentas, la reconstrucción straussiana de la filosofía social de Weber
desemboca en un imperativo incontestable:

7. Tendrás preferencias

Un deber ser, dice Strauss, cuyo cumplimiento está plenamente garan-


tizado por el ser. Colige Strauss que es en vista de esta imposibilidad de
sostener todo criterio (ético, cultural, idealista o vitalista) que Weber se
ve obligado a mantener silencio ante la eventualidad de “sensualistas sin
corazón”. El filisteísmo conformista y desapasionado que Weber tanto
denuncia en los miembros de la burguesía alemana de su época no resul-
ta menos elogiable que el modo de vida del hombre honesto o consisten-
te, del apasionado, del idealista, del patriota o del santo.

Especialistas sin espíritu ni visión: la ciencia social


weberiana

Reseñada la filosofía social de Weber, y su deriva nihilista singular,


Strauss sostiene que muchos cientistas sociales pueden considerar que el
nihilismo es el precio a pagar para obtener una ciencia social verdadera-
mente científica, es decir, una ciencia consagrada a los juicios de hecho
Filosofía política contra ciencia social 93

y libre de valoraciones. La siguiente sección del capítulo de Strauss, que


ocupa los párrafos 16 a 25, se dedica a evaluar si la ciencia social resulta
efectivamente posible sobre la base de la distinción entre hechos y valo-
res. Para ello, Strauss vuelve sobre la caracterización weberiana relativa
al futuro de la civilización occidental. De allí, deriva Strauss una serie de
preguntas:

No es apropiado entonces para el historiador o el cientista social,


no le está permitido, describir cierto tipo de vida como espiritual-
mente vacía o describir a los especialistas sin visión y a los sen-
sualistas sin corazón como lo que son. Pero, ¿no es absurdo? ¿No
es una obligación evidente del cientista social presentar los fenó-
menos sociales con verdad y fidelidad? ¿Cómo podemos dar una
explicación causal de un fenómeno social si primero no podemos
verlo tal como es? ¿No reconocemos la petrificación o el vacío es-
piritual cuando lo vemos? Y, si alguien es incapaz de ver fenóme-
nos de este tipo, ¿no queda descalificado por este mismo hecho
para ser un cientista social, tanto como una persona ciega está
descalificada para ser un analista de pinturas? (Strauss 2014: 105)

Se ha hecho notar que el tratamiento straussiano de la ciencia social de


Weber está articulado en cinco partes, y cada una de ellas responde a
cada una de las preguntas con que Strauss inicia la sección. Strauss des-
pliega su análisis empezando por la última pregunta y terminando en la
primera. Tomada en su conjunto, la sección pretende dar a ver el modo
en que el tabú respecto de los juicios de valor resulta lesivo de las más
básicas aptitudes del cientista social. Se sugiere aquí que las cinco pre-
guntas articuladas por Strauss movilizan, una a una, la consideración
de cinco aptitudes distintivas del cientista social, a saber, su capacidad
de observar los fenómenos, reconocerlos, explicarlos, comprenderlos y
describirlos.
La última pregunta concierne a la capacidad del cientista social de
ver, de observar los fenómenos. Argumenta Strauss que un sociólogo
de la religión debe saber qué es una religión, debe poder darse cuenta
cuándo está delante de una religión y cuándo no, debe estar en condicio-
nes de distinguir fenómenos religiosos de fenómenos no religiosos. Esto
implica distinguir, por ejemplo, entre una religión sublime y una “pura”
o “simple hechicería”. Resulta ostensible que es sólo en virtud de juicios
de valor que estas distinciones pueden sostenerse. Strauss da numerosas
94 Luciano Nosetto

pruebas de que la sociología weberiana de la religión está plagada de


tales distinciones. La misma exigencia subyace a la sociología de la ética
o a la sociología del arte. El sociólogo de la ética debe poder distinguir
un “verdadero ethos” de una “simple técnica” de vida. El sociólogo del
arte debe poder distinguir arte de basura. Si puede hacerlo, es en virtud
de un juicio de valor. Si no puede hacerlo, es en virtud de su ceguera
ante los fenómenos. De modo que la prohibición de los juicios de valor
lesiona la primera exigencia del cientista social, que es la de observar los
fenómenos tal cual son. Strauss sostiene que “Weber debía elegir entre la
ceguera ante los fenómenos y los juicios de valor. En su capacidad como
cientista social, eligió sabiamente”.
Seguidamente, Strauss considera la posibilidad de reconocer los
fenómenos cuando los vemos –la posibilidad de reconocer, por caso, la
petrificación o el vacío espiritual. Strauss se interesa en este punto por
los modos de transmisión y, en particular, de escritura de la ciencia so-
cial. Para Strauss, el tabú respecto de los juicios de valor se manifiesta
en una serie de prohibiciones que traen a la memoria aquellos juegos
infantiles en los que uno pierde si pronuncia ciertas palabras (“sí”, “no”,
“blanco”, “negro”). Por caso, al cientista social interesado en los cam-
pos de concentración le estaría vedado mencionar la palabra “crueldad”.
La descripción supuestamente fáctica de los campos de concentración
terminaría siendo una crónica incompleta y eufemística. En esta misma
línea, el sociólogo interesado en el fenómeno de la prostitución debe es-
tar en condiciones de reconocerla; pero no es posible identificar la pros-
titución sin reconocer su carácter degradante, carácter que forma parte
de la definición misma del término. De modo que quien dice “prostitu-
ción” incurre desde el vamos en un juicio de valor. En suma, la segunda
exigencia del cientista social que resulta lesionada por la prohibición de
los juicios de valor es la de transmitir los fenómenos tal como se los ve.
Con su tercera pregunta, Strauss apunta a la posibilidad de dar una
explicación causal de los fenómenos. Recupera las indicaciones de We-
ber en torno a los modelos tipo ideales de acción racional. Weber sos-
tiene que el historiador que pretenda explicar las acciones de, por ejem-
plo, un general debe identificar las causas de esa acción. Para ello, debe
construir un modelo racional teleológico, esto es, el modelo de acción
que el general debería haber seguido de sólo intervenir consideraciones
racionales de medios y fines. En función de este modelo, que no es más
que un tipo ideal, el historiador puede apreciar la incidencia de factores
Filosofía política contra ciencia social 95

no racionales, emocionales o de otro tipo, identificar los errores come-


tidos y, en definitiva, evaluar la acción del general. Weber se apresura a
advertir que se trata de un juicio de valor puramente técnico: “a pesar
de su carácter de ‘valoración’ no abandona en modo alguno el plano del
análisis empírico de los datos”. Esto implica reconocer que es posible
emitir juicios de valor sin abandonar el análisis empírico de los datos, y
que incluso el análisis empírico de los datos exige valoraciones de cierto
tipo. Con esta asunción explícita de la conveniencia y necesidad de em-
plear valoraciones, Weber admite que no es posible proveer una explica-
ción consistente sin mediar juicios de valor de cierto tipo. De modo que
el cientista social que respeta a rajatabla la prohibición de los juicios de
valor ve lesionada su capacidad de brindar una explicación adecuada de
los fenómenos.
La cuarta pregunta apunta a la obligación del cientista social de
presentar los fenómenos con verdad y fidelidad. En este punto, Strauss
considera las exigencias de un abordaje histórico objetivo y evalúa en
qué medida estas exigencias son satisfechas por la perspectiva compren-
siva de Weber. La primera exigencia de un abordaje puramente histórico
o interpretativo es la de comprender los grupos sociales tal como ellos se
comprendieron a sí mismos. Strauss indica que el tratamiento weberia-
no de la legitimidad de la dominación aspira a satisfacer esta exigencia,
tomando por legítimo sólo aquello que los mismos dominados conside-
ran como tal. De este modo, la sociología weberiana de la dominación
no emite juicios de valor sobre la legitimidad de los diversos órdenes
históricos, sino que considera el modo en que cada grupo concibe la au-
toridad que lo domina. Ante esto, Strauss señala dos peligros simétricos.
En primer lugar, el cientista social que se impone el deber de reprodu-
cir la autointerpretación de los sujetos bajo estudio, corre el peligro de
caer presa de los errores y engaños en que ese grupo incurra. Strauss
indica la aparición de este problema en relación al tipo carismático de
legitimidad: si bien Weber sostiene que el carisma depende por comple-
to de la atribución de los adeptos, y que toda consideración “objetiva”
respecto de las virtudes del líder resulta por completo indiferente, lo
cierto es que Weber no puede evitar la tentación de señalar la posibilidad
de que el líder de los mormones, Joseph Smith, fuera un “refinado far-
sante”. Esto equivale a sugerir que los adeptos de Joseph Smith habrían
sido engañados por un falso líder, portador de un carisma no genuino.
Strauss muestra que Weber se ve forzado a una alternativa: o bien asume
96 Luciano Nosetto

la autointerpretación del grupo y cae también él preso del engaño de


Joseph Smith, o bien da cuenta de los fenómenos tal como él los ve, e
incurre en una valoración. El segundo peligro es el de intentar compren-
der sociedades distintas de la propia mediante la imposición del esquema
conceptual de la propia sociedad. Precisamente, Strauss considera que
la distinción weberiana de tres tipos de legitimidad es un intento de in-
terpretar todas las relaciones históricas de dominación en los términos
característicos de la Europa del siglo XIX. Resulta evidente para Strauss
que la distinción weberiana entre legitimidad tradicional y racional no es
más que la transposición en tipos ideales del modo en que se compren-
día la lucha política con posterioridad a la Revolución francesa, esto es,
como la lucha entre los partidarios del antiguo régimen, identificados
con la tradición, y los partidarios de la revolución, identificados con la
razón. Strauss señala que Weber intenta volver exhaustivo su esquema
incorporando el tipo de dominación carismática, pero no logra con ello
superar el carácter parroquial de su tipología. De este modo, Weber fuer-
za la comprensión de toda relación de dominación al lecho de Procusto
de las categorías propias del siglo XIX europeo. Sorprende a Strauss que
Weber no haya hecho siquiera el intento de preguntarse cómo concibie-
ron el problema de la legitimidad los grandes pensadores y estadistas del
pasado. En suma, el tabú weberiano respecto de los juicios de valor obsta
a la interpretación histórica adecuada, al exponerla a los prejuicios de la
sociedad investigada tanto como a los de la sociedad del investigador.
El tratamiento straussiano de la ciencia social weberiana desem-
boca en la pregunta por el carácter absurdo de sus principios metodo-
lógicos. En este punto, Strauss recupera el estudio de Weber sobre la
ética protestante y el espíritu del capitalismo. Allí, Weber propone una
conexión causal entre la doctrina calvinista de la predestinación y el de-
sarrollo del espíritu capitalista. Strauss remarca que Weber es consciente
de que Calvino no procuró ese efecto, y que ese efecto está reñido con su
propia doctrina. Precisamente, Weber señala que fue la interpretación
del calvinismo hecha por los “epígonos” y “hombres vulgares” la que
permitió liberar el afán de lucro de las antiguas ataduras ético-religio-
sas. Esto implica que el factor causal del espíritu capitalista no fue la
doctrina de Calvino en sí misma, sino una interpretación carnal o una
corrupción de esa doctrina. Strauss señala que Weber no pudo expresar
esa distinción, puesto que hacerlo habría implicado incurrir en un juicio
de valor sobre los epígonos y hombres vulgares. Es en virtud de esta
Filosofía política contra ciencia social 97

imposibilidad que Weber se vio obligado a distorsionar los fenómenos


de los que daba cuenta. Strauss sugiere que, de haber podido valorar el
carácter corrompido de la interpretación calvinista, Weber habría podi-
do identificar que la causa del espíritu capitalista no debe buscarse en la
doctrina de Calvino, sino en aquellas transformaciones en la mentalidad
de Occidente que dieron lugar a una interpretación carnal de una doc-
trina espiritual.
En suma, al pretender obturar toda posibilidad de evaluación, los
principios metodológicos de Weber se revelan inaplicables y, en defini-
tiva, absurdos. De modo tal que la prohibición de los juicios de valor
impide al hombre de ciencia observar los fenómenos sociales tal como
son, reconocerlos y transmitirlos con precisión, explicarlos de manera
adecuada, interpretarlos con fidelidad y verdad, y describirlos de ma-
nera consistente. En su reconstrucción de la ciencia social de Weber,
Strauss deja ver la figura de ese especialista sin espíritu ni visión, carac-
terístico de una época de petrificación mecanizada.

El retorno a la caverna

Hemos reconstruido los esfuerzos de Strauss por desmontar la filosofía


social y la ciencia social de Weber. La tesis weberiana de la imposibilidad
de conocer el sistema de valores verdadero conduce, en la reconstruc-
ción de Strauss, a una filosofía social nihilista, que no deja más alterna-
tiva que la de reverenciar a los sensualistas sin corazón. Por otra parte,
la prohibición weberiana de los juicios de valor conduce a una ciencia
social absurda, que no permite llamar a las cosas por su nombre ni abor-
darlas con objetividad, transformando a los hombres de ciencia en espe-
cialistas sin espíritu ni visión. Cerremos ya. En su célebre conferencia
sobre la vocación científica, Weber recuerda la alegoría platónica de la
caverna y la idea clásica de ciencia como un ascenso desde la caverna de
las apariencias hacia la superficie luminosa del verdadero ser. Ante esto,
Weber se pregunta:

¿Quién tiene hoy una actitud semejante frente a la ciencia? El


sentimiento hoy predominante, especialmente entre la juven-
tud, es más bien el contrario. Las construcciones intelectuales
de la ciencia son hoy para los jóvenes un reino [trasterrenal] de
98 Luciano Nosetto

artificiosas abstracciones que tratan de aferrar en sus pálidas ma-


nos la sangre y savia de la vida real sin conseguirlo jamás. Es
aquí, en la vida, en lo que para Platón no era sino un juego de
sombras en la pared, en donde late la verdadera realidad. (Weber
1988: 202)

Con esta caracterización, Weber anticipa en gran medida la crítica de


Strauss (joven por entonces) a su propia idea de ciencia. Al igual que
Weber, Strauss vuelve sobre la alegoría de la caverna, pero la interpreta
de manera singular. Es que para Strauss la ciencia moderna, en su em-
pecinada distinción de hechos y valores, ha renunciado a la búsqueda
de respuestas a preguntas permanentes. De modo que el conocimiento
científico ya no puede compararse con el intento de salir de la caverna.
Más bien, Strauss indica que el cientista moderno se asemeja al caso de
hombres que, cansados del conflicto entre opiniones y valores, renun-
cian al intento de buscar respuesta a las preguntas permanentes, cavando
un pozo debajo de la caverna y refugiándose en él. Precisamente, los
tipos ideales weberianos tiene el dudoso mérito de ser puros construc-
tos artificiales del cientista, a espaldas de la comprensión corriente de la
vida y la acción social. El llamado straussiano a volver a la caverna debe
entenderse como un llamado a ascender desde esta “segunda caverna”
de las abstracciones de la ciencia hacia la primera caverna de las opi-
niones corrientes. Sólo volviendo al mundo corriente de las opiniones
corrientes, resulta para Strauss posible erigir una ciencia en condiciones
de interrogar racionalmente nuestras preferencias. Contra la pretendida
neutralidad valorativa de la ciencia social moderna, Strauss insiste en la
posibilidad y necesidad de volver al mundo corriente, al mundo de los
compromisos y los valores en conflicto, es decir, de volver a la caverna,
para erigir sobre su superficie el edificio de la filosofía política. Una fi-
losofía política entendida como perfección –y no negación– de la com-
prensión corriente de las cosas políticas.

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Filosofía política contra ciencia social 99

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7

¿Qué debería hacer usted por los pobres


del mundo?

Julio Montero

En este artículo me ocupo de un problema que se presenta con frecuen-


cia en los debates contemporáneos sobre justicia global: ¿qué responsa-
bilidades tenemos de aliviar la situación de los seres humanos que viven
en condiciones de pobreza extrema? Este es un problema ciertamente
acuciante. Todos los años, cerca de 18 millones de personas, muchos de
ellos niños y niñas, mueren por causas evitables relacionadas con la po-
breza. Esta situación constituye una catástrofe moral, tal vez la peor ca-
tástrofe moral de la historia humana. Sin embargo, entre los autores que
abordan temas de justicia global no existe un acuerdo respecto de quién
debe atender la situación de los pobres del mundo.
En el debate especializado, la discusión de este problema suele gi-
rar en torno de si los deberes de ayudar a las personas que viven en la
pobreza extrema son deberes de justicia, deberes de asistencia o actos
humanitarios o de caridad. Si bien no hay todavía un acuerdo generali-
zado respecto del contenido de cada una de estas categorías, podemos
caracterizarlas de la siguiente manera:

Deberes de justicia: son deberes perfectos de alto grado


de prioridad; se corresponden con derechos por parte de
otros agentes concretos; su cumplimiento podría sernos
demandado de manera coercitiva.
Deberes de asistencia: son deberes imperfectos de un grado
102 Julio Montero

de prioridad intermedia; no se corresponden con derechos


por parte de otros agentes concretos; su cumplimiento no
puede sernos demandado de manera coercitiva.
Actos humanitarios o caritativos: son acciones que es moral-
mente bueno realizar pero que no representan obligacio-
nes en sentido estricto. Por consiguiente, si bien su realiza-
ción revela una personalidad moralmente virtuosa, su no
realización no es moralmente reprochable.

Un rasgo distintivo de los deberes de justicia es su condición de deberes


perfectos. Aunque la distinción entre deberes perfectos y deberes im-
perfectos es todavía objeto de controversia entre los expertos, hay una
manera de demarcar ambas clases de deberes que es especialmente inte-
resante para el campo de la justicia global. De acuerdo con esta caracte-
rización, los deberes perfectos son deberes que nos mandan realizar una
acción siempre que se dan ciertas circunstancias (¡Siempre que C, haz
X!). El deber que nos manda no robar es, por ejemplo, un deber perfecto
ya que para cumplir con este deber debemos abstenernos de sustraer la
propiedad ajena cada vez que se nos presente la ocasión de hacerlo.
Los deberes imperfectos, por contraste, no nos mandan la realiza-
ción de una acción concreta en ciertas circunstancias particulares, sino
que nos ordenan promover una cierta meta a lo largo de la vida reali-
zando las acciones que conducen a su consecución (¡Realiza acciones
de clase X!). Supongamos, por ejemplo, que hubiera un deber general
de desarrollar nuestros talentos naturales para ponerlos al servicio de
la sociedad en que vivimos. Si este deber existiera sería seguramente un
deber imperfecto, un deber que nos exigiría, no que perfeccionáramos
nuestras habilidades todo el tiempo, sino que adoptáramos una política
consistente a lo largo de nuestra vida para conseguir ese objetivo sin
descuidar otras metas humanas valiosas, incluido nuestro bienestar. Por
esta razón se dice que los deberes imperfectos conceden al agente una
enorme discreción para decidir cuándo, cómo y en beneficio de quién
realizar las acciones requeridas.
La pregunta que deseo responder en este breve ensayo es qué de-
beres tenemos las personas corrientes de contribuir a satisfacer las nece-
sidades básicas de los seres humanos que viven en la pobreza extrema y
cuál es la naturaleza y la prioridad de esos deberes.
¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? 103

Los límites de las concepciones sobre la


responsabilidad

Algunos autores han intentado resolver la asignación de deberes corre-


lativos a los derechos básicos de los demás mediante concepciones su-
mamente simples de la responsabilidad (véase Meckled-García 2009: 85).
En su famoso artículo “Famine, Affluence and Morality”, Peter Singer
argumentó que si usted puede salvar a alguien de una muerte segura sin
sacrificar nada moralmente comparable o nada moralmente significati-
vo, usted tiene un deber perfecto de hacerlo (Singer 1972).
Pero, como se señala repetidamente en la bibliografía especializada
sobre el tema, este criterio para la asignación de responsabilidades en-
frenta problemas significativos (Meckled-García 2013: 79). Imagine que
a lo largo de su vida usted ha ahorrado una suma considerable de dinero
para enviar a sus hijos a una universidad privada de alto nivel de exce-
lencia y que, después de leer el artículo de Singer, se pregunta honesta-
mente si no debería donar ese dinero a una institución que vacunara a
niños pobres en el África. Sus hijos podrían, después de todo, asistir a
una universidad estatal que les garantizaría una formación decente en la
disciplina que ellos prefieran. Es evidente que si usted decidiera donar el
dinero ahorrado no estaría sacrificando nada moralmente comparable a
la vida de esos niños. Y, dado que sus hijos tendrían de todos modos bue-
nas perspectivas de vida, no estaría sacrificando quizá nada moralmente
significativo. A pesar de esto, muchas personas pensarían que usted no
tiene un deber perfecto de realizar la donación y que nadie podría exi-
girle que lo hiciera. Esas personas simplemente dirían que usted está en
todo su derecho de usar sus recursos para promover el florecimiento de
las personas que ama siempre que al hacerlo no dañe a los demás. Des-
pués de todo, usted no puso a esos niños en esa situación desesperada y
tiene una sola vida que vivir.
Es cierto que algunos autores como Singer podrían tener intuicio-
nes distintas ante casos como éste. Pero el hecho de que nuestras intui-
ciones estén tan persistentemente divididas en la materia es una prueba
de que no podemos servirnos sólo de intuiciones para distribuir obli-
gaciones. Por el contrario, necesitamos una concepción general de la
responsabilidad que nos ayude, entre otras cosas, a iluminar los casos
104 Julio Montero

problemáticos y a corregir nuestras intuiciones particulares cuando,


como sucede a menudo, éstas resulten erradas.

Condiciones para la asignación de obligaciones:


capacidad, prioridad y agencia

En esta sección deseo proponer los rudimentos de una concepción alter-


nativa de la responsabilidad. Esta concepción nos ayudará a decidir cuán-
do podemos imponer a un agente un deber de actuar de cierta manera y
determinar tanto el alcance como la naturaleza de nuestras obligaciones
hacia los pobres del mundo. La concepción que propongo está compues-
ta por tres condiciones que deben cumplirse para que podamos asignar
deberes a un agente: la condición de capacidad, la condición de prioridad
y la condición de agencia.

Capacidad

Es claro que antes de que un deber le pueda ser impuesto a un agente


de manera justa debe poder mostrarse que ese agente tiene la capacidad
de cumplir con el deber en cuestión. En este sentido, no se me puede
imponer, por ejemplo, un deber de salvar a un niño que se ahoga si no sé
nadar, ni un deber de alimentar a todas las personas pobres de mi vecin-
dad si no dispongo de los recursos necesarios para hacerlo. Este mismo
criterio vale para agentes artificiales o para instituciones. Así, por ejem-
plo, no se le puede imponer a un hospital el deber de practicar cirugías
a todas las personas que las necesiten si no dispone de los insumos o del
personal necesario para hacerlo, ni se le puede imponer a un municipio
el deber de brindar educación de calidad a todos sus habitantes si su pre-
supuesto no se lo permite.

Prioridad

La segunda condición que debe cumplirse para que podamos imponerle


a un agente deberes de contribuir a satisfacer las necesidades básicas
de otros es la condición de prioridad. Esta condición establece que un
deber no puede serle impuesto a un agente si el cumplimiento de ese
¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? 105

deber implica que ese agente viole algún otro deber prioritario que pesa
sobre él. Esto explica por qué pensamos, por ejemplo, que el gobierno
no puede tener un deber de disminuir la tasa de asaltos o de homicidios
si esto sólo se puede conseguir mediante el uso de tortura o la violación
de las garantías procesales de los detenidos. Y explica también por qué
pensamos que no podemos desatender la salud de nuestra madre ancia-
na para dedicarnos a mejorar la situación de desconocidos.
Alguien podría tal vez pensar que dada la prioridad que normal-
mente asignamos a la satisfacción de las necesidades básicas o urgentes
de las personas, los deberes de brindar asistencia a los seres humanos
que viven en la pobreza extrema tienen siempre prioridad sobre otros
deberes que puedan pesar sobre nosotros. Pero este modo de razonar no
es del todo correcto. Si examinamos rápidamente nuestra experiencia
moral cotidiana pronto descubrimos que existen varias clases de deberes
a los que asignamos primacía sobre otros deberes que se relacionan con
la satisfacción de necesidades básicas de las personas. Algunas de nues-
tras obligaciones políticas corrientes podrían, por ejemplo, integrar esa
categoría. En este sentido, normalmente creemos que el hecho de que
podamos destinar el monto de un impuesto a brindar asistencia directa
a personas que mueren de hambre no basta para excusarnos de nuestro
deber de pagar dicha carga –ni siquiera si se trata de un impuesto ex-
traordinario destinado a financiar la construcción de un museo, una re-
serva natural o un costoso programa de investigación espacial. Y, por lo
general, diríamos que no estamos justificados a negarnos a cumplir con
el servicio militar argumentando que podríamos destinar ese tiempo a
promover los derechos humanos básicos de personas que están en riesgo
de morir de hambre. El mero hecho de que cierta obligación se relacione
con la satisfacción de necesidades básicas no basta para que asignarle
prioridad por sobre otras obligaciones.

Agencia

La tercera condición que debe cumplirse antes de que podamos imponer


un deber a un agente es la condición de agencia. Según esta condición
no se le puede imponer a un agente un deber si este deber resulta excesi-
vamente demandante. Por excesivamente demandante me refiero a que
el cumplimiento de tal deber impida que este agente lleve a cabo el tipo
106 Julio Montero

de actividades que se supone que dicho agente debe realizar dado el tipo
de agente que es.
La condición de agencia explica que pensemos, por ejemplo, que
no se nos puede pedir que renunciemos a tener una familia o a seguir
nuestra vocación para destinar la vida a aliviar la pobreza extrema en
países remotos o a alfabetizar niños pobres. Esto se debe a que la perso-
na humana se define en el nivel más básico por su capacidad de compo-
ner una concepción de la vida valiosa y de actuar para hacerla realidad.
Toda concepción de lo que es una vida humana valiosa o una vida
humana con sentido está compuesta, a su vez, por ciertos proyectos vi-
tales o planes de vida, como el amor a una causa, la construcción de una
familia, la persecución de una vocación, el afecto hacia ciertas personas,
el cultivo de la amistad, la experimentación sensual, la expresión de los
propios talentos, la pertenencia a una comunidad, etc. Estos planes de
vida son de hecho tan cruciales que si nos viéramos impedidos de actuar
para realizarlos probablemente sentiríamos que nuestras vidas son va-
cías y no tienen ningún sentido. Lo que la condición de agencia protege
es precisamente la libertad de los agentes humanos de vivir una vida dis-
tintivamente humana. Es decir, una vida en la que podamos abocarnos
a realizar nuestra imagen de lo que es una vida que vale la pena de ser
vivida.
Si bien a esta altura la condición de agencia debería resultar bas-
tante intuitiva, es crucial proponer un respaldo argumentativo que nos
permita combatir intuiciones contrarias como las que algunos de mis
lectores podrían invocar. Ese respaldo puede buscarse en una interpre-
tación ampliamente compartida del principio de dignidad de la persona,
uno de los principios que sostiene toda la arquitectura de la moralidad
liberal. En sus formulaciones más clásicas, este principio sostiene que
la persona humana tiene un valor intrínseco y que no deber ser tratada
nunca como un mero medio para promover otras metas sino siempre
como un fin en sí misma. Tratar a las personas con respeto implica, en la
interpretación que propongo, observar el principio de dignidad a la hora
de interactuar con ellas o de imponerles demandas morales. Y esto requie-
re, a su vez, no asignarles obligaciones que les impidan actuar para rea-
lizar sus proyectos vitales, convirtiéndolos en esclavos de una moralidad
de santos. Por consiguiente, cuando razonemos sobre la distribución de
las obligaciones de asistir a las personas que padecen pobreza, debemos
considerar no solamente los intereses de los destinatarios de la ayuda sino
¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? 107

al mismo tiempo la dignidad de los potenciales sujetos de obligaciones.


Eso es lo que el respeto por la dignidad de la persona humana requie-
re y ninguna distribución de las cargas que omita esta prueba será una
distribución justa por más que contribuya a generar un estado de cosas
moralmente valioso.
Es importante aclarar ahora que la condición de agencia no se apli-
ca sólo a personas humanas sino que puede aplicarse también a otra cla-
se de agentes. Por ejemplo, seguramente estaríamos de acuerdo en que
no se le puede imponer a una universidad un deber perfecto de reducir la
inversión en contratar a mejores profesores o en mantener su biblioteca
actualizada para destinar esos recursos a minimizar el hambre de una
población vecina. La aplicación de la condición de agencia a agentes arti-
ficiales puede, una vez más, justificarse recurriendo al principio de digni-
dad de la persona. Si bien estos agentes no tienen dignidad en sí mismos,
existen, no obstante, planes de vida y proyectos existenciales que por
su propia naturaleza sólo pueden perseguirse de manera grupal. Bienes
humanos básicos de una importancia crucial, como el conocimiento, el
arte, la ciencia, la religión o la vida en comunidad sólo son asequibles si
las personas disponen del espacio moral para involucrarse en actividades
cooperativas a través del tiempo y para generar agentes artificiales que
puedan concentrar sus energías en promover sus metas particulares.

Remontando la cuesta otra vez: dignidad, justicia y


asistencia

Una conclusión que alguien podría verse tentado de extraer de las con-
diciones pautadas en la sección anterior es que la concepción de la res-
ponsabilidad que propongo sería incompatible con imponer deberes de
cualquier clase a los seres humanos. Si respetar la dignidad de la persona
humana requiere que preservemos su libertad de perseguir y realizar sus
proyectos vitales, deberíamos tal vez dejar que cada uno siguiera su ca-
mino con la dotación de recursos y talentos que la naturaleza o la suerte
pusieron a su disposición. No es ésta, sin embargo, la conclusión que se
sigue de mi argumento.
El principio de dignidad establece, como vimos, claras restriccio-
nes a las obligaciones que podemos imponer a las personas. Pero este
108 Julio Montero

mismo principio permite, a su vez, fundar toda una serie de restricciones


a la libertad personal, restricciones relacionadas con la dignidad de los
otros. La primera de esas restricciones es la de respetar la igual libertad
que los demás tienen de realizar su propia concepción de lo que es una
vida humana con sentido. Esta restricción se traduce en un deber de abs-
tenerse de interferir ilegítimamente con la libertad de actuar de otros
seres humanos al interactuar con ellos. Cuando mentimos, robamos, in-
timidamos o lastimamos a otras personas socavamos su capacidad de de-
sarrollar sus proyectos vitales y los convertimos en meros medios para
satisfacer nuestras preferencias, intereses y deseos. Los tratamos como
si tuvieran menos valor que nosotros, como si sus vidas fueran menos
importantes, como si fueran nada más que instrumentos puestos a nues-
tra disposición.
Este deber general de no interferir ilegítimamente con la igual li-
bertad de los otros no solamente condiciona las acciones que los indi-
viduos podemos realizar cuando interactuamos con los demás. Condi-
ciona también la clase de planes de vida que podemos perseguir, ya sea
obrando solos o creando agentes artificiales. Un plan de vida orientado,
por ejemplo, a segregar a los que practican otra religión, o a suprimir
la libertad de expresión de los que piensan distinto, o a acumular poder
sobre la base del robo, la opresión y el engaño lacera la dignidad de los
demás y es, por consiguiente, un plan de vida ilegítimo, un plan de vida
que el propio principio de dignidad proscribe terminantemente realizar.
El deber de no interferir ilegítimamente con la libertad de los de-
más constituye un deber perfecto de máxima prioridad, que se corres-
ponde con derechos por parte de otros agentes concretos y que otros
podrían, de ser necesario, forzarnos a respetar de manera coercitiva. Se
trata, de hecho, de la clase de deber que las instituciones políticas gene-
ralmente nos obligan a cumplir estableciendo un esquema de derechos
individuales cuya violación se castiga mediante la aplicación de sancio-
nes más o menos severas o mediante la imposición de compensaciones a
quienes los vulneren. Naturalmente, cuando las personas vivimos en el
marco de instituciones que garantizan el cumplimiento generalizado de
este deber por parte de los demás, tenemos un deber perfecto de contri-
buir a sostener esas instituciones y de acatar sus directivas.
Una pregunta importante para nuestra investigación es qué debe-
mos hacer las personas corrientes cuando vivimos bajo marcos institu-
cionales que permiten que algunas personas gocen de un mayor espacio
¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? 109

de libertad que otras, ya sea porque son instituciones débiles o intrínse-


camente injustas. La respuesta de la concepción que propongo es que los
individuos que nos beneficiamos de su funcionamiento cargamos con
un deber perfecto de discontinuar nuestro apoyo a dichas instituciones si
podemos hacerlo sin comprometer nuestras propias chances de vivir una
vida distintivamente humana. Muchas veces, sin embargo, discontinuar
el apoyo es demasiado costoso para nuestras propias perspectivas de
vida, como cuando supone volvernos blanco de un régimen criminal o
autoexcluirnos del acceso a bienes, servicios o interacciones que resultan
indispensables para realizar nuestros proyectos vitales en el mundo que
habitamos. En casos así sólo tenemos deberes perfectos de no contri-
buir activamente a empeorar la ya precaria situación de las víctimas y de
apoyar, en la medida de nuestras posibilidades, a movimientos o líderes
políticos y sociales que promuevan una transformación de la realidad.
Conjuntamente con este deber negativo de respetar la igual libertad
de los otros, el principio de dignidad funda un deber general positivo de
prestar ayuda a los demás, especialmente a personas que viven en con-
diciones tan adversas que se ven impedidas de vivir una vida distintiva-
mente humana. Negarse a socorrer a seres humanos que se encuentran
en una situación desesperada cuando podemos hacerlo a un bajo costo
equivale, por cierto, a no a reconocer el valor intrínseco que adscribimos
a la persona humana. La dignidad de la persona no es, en este sentido, un
valor que simplemente debamos respetar sino, a la vez, un valor que, en
la medida de nuestras posibilidades, debemos procurar promover. Esto
no implica, por supuesto, que debamos destinar la vida entera a servir a
los demás, sino simplemente que vivir una vida en la que no adoptamos
como una meta propia la ayuda a los demás supone comportarnos como
si la dignidad no fuera realmente un valor.
De este deber positivo se deriva directamente un deber de rescatar
a personas que se encuentran en grave peligro en situaciones concretas.
Este deber de rescate establece, por ejemplo, que si un niño se ahoga
en un pantano delante de nuestra vista y podemos salvarlo sin poner
en riesgo nuestra propia vida o sin lesionarnos gravemente, tenemos la
obligación de hacerlo. Dejar morir delante de nosotros a una persona
que podemos socorrer sin peligros considerables para nosotros revela,
por cierto, un completo desprecio por el valor de la vida humana. Este
deber de rescate es, por tanto, un deber de naturaleza perfecta y tiene
máxima prioridad para el razonamiento práctico, tanta prioridad como
110 Julio Montero

los deberes negativos de no socavar la dignidad de los demás. De hecho,


para cumplir con el deber de rescate podríamos muchas veces estar jus-
tificados a dañar la propiedad de otros, a apropiarnos temporalmente de
sus posesiones o a mentir. El deber de rescate es asimismo un deber que
otros podrían obligarnos a cumplir y cuyo incumplimiento las institu-
ciones políticas podrían castigar, aunque en muchos sistemas jurídicos
actuales no lo hagan efectivamente.
Los deberes de rescate no pueden, sin embargo, aplicarse a situa-
ciones de privación general, como pretenden algunos autores cosmopo-
litas. Pedirnos, por ejemplo, que socorramos a todas las personas que se
ahogan en este momento en un pantano, o que salvemos de una muerte
segura por desnutrición a tantas personas como nos sea posible, o que
vacunemos a todos los niños que viven sin protección contra enfermeda-
des mortales, violaría la condición de agencia y nos degradaría a meros
instrumentos del bienestar general. No solamente por el esfuerzo y el
tiempo que realizar los rescates demandaría, sino además porque nos
obligaría a recabar constantemente información respecto de lo que otros
necesitan y de lo que podemos hacer para ayudarlos.
Para analizar las obligaciones que las personas corrientes tenemos
ante situaciones de privación como la que supone la pobreza extrema,
debemos recurrir a un deber positivo de otra clase. Se trata de un de-
ber positivo imperfecto de brindar ayuda a los demás cuando podamos
hacerlo sin comprometer nuestra propia posibilidad de vivir una vida
distintivamente humana. Este es un deber que cada agente puede decidir
cuándo, cómo y en beneficio de quién honrar teniendo en considera-
ción sus capacidades y sus propios planes y proyectos vitales así como
su bienestar. Dado el amplio margen de discreción que permite al agente
moral, este deber de ayuda a los demás no se corresponde con derechos
por parte de otros seres humanos particulares. Yo puedo, por ejemplo,
honrar esta obligación ayudando a mis vecinos pobres, enviando donati-
vos a las víctimas de una catástrofe natural en un país remoto, destinan-
do parte de mi tiempo libre a sostener un proyecto educativo en regiones
carenciadas de América Central, o militando por el pleno respeto de los
derechos humanos a nivel global. Puedo, incluso, si lo juzgo convenien-
te, concentrarme ahora en mis estudios, mi trabajo o mi familia siempre
que me muestre dispuesto a ayudar a otros más adelante. Ninguno de
los potenciales beneficiarios de mi comportamiento tiene más derecho a
mi ayuda que otros y ninguno puede reprocharme haber elegido a otros
¿Qué debería hacer usted por los pobres del mundo? 111

seres humanos como destinatarios de mi asistencia. Por esta misma ra-


zón, el cumplimiento de este deber no puede demandarse de manera
coercitiva.

Conclusiones

Estamos ahora en condiciones de responder a la pregunta sobre la natu-


raleza de nuestros deberes respecto de los pobres del mundo. El deber
negativo de no interferir ilegítimamente con la igual libertad de otros
de vivir una vida distintivamente humana es un deber perfecto, de alta
prioridad, que se corresponde con derechos por parte de otros agentes
concretos y cuyo cumplimiento nos puede ser demandado de manera
coercitiva. Constituye, por tanto, un deber de justicia en sentido pleno.
Lo mismo puede decirse del deber de contribuir a sostener instituciones
políticas justas, de no cooperar con instituciones políticas injustas si po-
demos hacerlo sin riesgo para nosotros y del deber positivo de rescatar
a personas amenazadas por un serio peligro en situaciones concretas.
En cambio, el deber positivo general de ayudar a los seres humanos que
viven en condiciones de pobreza es un deber imperfecto, de un grado
de prioridad intermedio, que no se corresponde con derechos por parte
de otros agentes y cuyo cumplimiento no puede ser respaldado por la
fuerza. Es, por consiguiente, no un deber de justicia, sino un deber de
asistencia.
Como su título lo indica, el presente artículo es nada más que una
exploración preliminar de los deberes que las personas corrientes tene-
mos de contribuir a satisfacer las necesidades urgentes y los derechos
básicos de las personas que viven en la pobreza extrema. Si bien los cri-
terios para la asignación de deberes que he propuesto parecen sólidos,
la derivación particular de responsabilidades que sugerí puede resultar
todavía deficiente. Son muchas las variables que deben tenerse en cuenta
a la hora de delinear obligaciones precisas y de indicar jerarquías entre
ellas, y una tarea tan colosal sólo es posible como parte de un diálogo
argumentativo con otros colegas.
112 Julio Montero

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8

Cognitivismo moral, deliberación y


contexto
Mariano Garreta Leclercq

Supongamos que el sujeto S planea realizar la acción A, dado que a su


juicio constituye un medio adecuado para promover la meta M, que
considera valiosa desde un punto de vista moral. S sabe que tanto la
realización de la acción A, es decir, la creación de un estado de cosas
que promueve o, de algún modo, realiza M, tendrá un impacto signifi-
cativo sobre el bienestar de otros agentes. S piensa que la realización de
A promoverá el bienestar o, formulándolo de modo más amplio posible,
mejorará de algún modo la vida de los afectados. Sin embargo, S no pue-
de descartar que otros sujetos estén en desacuerdo con esa afirmación.
Algunos de los afectados podrían objetar la idea de que A sea un medio
apropiado para promover M o, directamente, rechazar por completo la
idea de que M sea una meta valiosa desde una perspectiva moral. ¿Qué
debería hacer S si alguna de estas objeciones a sus planes tiene efectiva-
mente lugar?
Puede sostenerse que una de las características definitorias de un
agente moral es reconocer que en esas circunstancias debe ofrecer a sus
interlocutores una justificación apropiada de las acciones que planea rea-
lizar. Si fallara en hacer tal cosa debería concluirse que no tiene derecho
a actuar sobre la base de sus creencias e intenciones y que, de hacerlo,
sería objeto de legítimos reproches morales y, quizá, de ciertas sanciones
sociales. Es muy plausible sostener que en caso de negarse a ofrecer a los
afectados una justificación apropiada de sus acciones S estaría descono-
ciendo su igual dignidad como agentes morales, negando que deban ser
116 Mariano Garreta Leclercq

tratados con la consideración y el respeto que él reclama para sí mismo.


Ello se debe a que S estaría atribuyéndose un derecho especial a decidir
por ellos. Este derecho especial crea una inaceptable asimetría entre S y
los afectados por su acción.
Las consideraciones precedentes implican el compromiso con al-
guna forma de cognitivismo moral. Suponen que es posible justificar en
forma racional que ciertas metas son valiosas o buenas –y el juicio con-
trario– y que también se puede discernir sobre la base de buenas razo-
nes entre medios apropiados e inapropiados para alcanzar estas metas,
lo cual involucra tanto juicios fácticos como evaluativos. Ahora bien,
uno de los rasgos definitorios del cognitivismo moral, al menos en la
metaética analítica, consiste en la tesis de que los juicios morales tie-
nen el estatus de creencias. Como consecuencia de atribuir ese estatus
a los juicios morales debe admitirse que son aptos para la predicación
de verdad o de falsedad. Ello se debe a que, como es frecuente afirmar
siguiendo la conocida frase de Bernard Willliams, un rasgo definitorio
de las creencias es que “apuntan a verdad” y que ésta constituye su cri-
terio de corrección (véase Shah 2003 y Shah y Valleman 2005). La idea
es muy simple: no se puede creer que p (por ejemplo, “el apartheid era
una política moralmente incorrecta” o “la discriminación por sexo es
incorrecta”) y, a la vez, pensar que p es una proposición falsa. Creer que p
equivale a creer que p es verdadera. El cognitivismo supone normalmen-
te la tesis adicional de que las creencias morales son susceptibles de una
justificación epistémicamente apropiada. Si los juicios morales no tuvie-
ran estos rasgos, no tendría sentido hablar, como hemos hecho líneas
atrás, de una obligación de justificar, frente a aquellos que reconocemos
como nuestros pares, aquellas acciones que previsiblemente afectarán
su bienestar o sus intereses moralmente legítimos. No sólo se habló de
“justificar” sino de hacerlo apelando a “buenas razones”, es decir, consi-
deraciones cuyo peso o valor epistémico debería ser reconocido por todo
agente con capacidades cognitivas normales en condiciones apropiadas
y que podamos caracterizar como un agente moral. Si no se acepta el
valor cognitivo del juicio, el razonamiento y la deliberación morales, es-
tas expresiones no tienen sentido. En tal caso, resultará más apropiado
hablar de persuasión, de relatos que despierten la adhesión basada en las
emociones y la empatía de aquellos a quienes van dirigidos.
El cognitivismo moral parece presupuesto, aunque sea de forma
tácita, en gran parte de nuestras prácticas cotidianas y en muchas o casi
Cognitivismo moral, deliberación y contexto 117

todas las instituciones de las sociedades contemporáneas. Tal como la


conciben normalmente los sujetos, la deliberación acerca de qué es co-
rrecto o bueno hacer en relación con la búsqueda de una forma de vida
individual o colectiva valiosa, en la interacción con otros individuos
cuando surgen conflictos en la vida familiar, el trabajo, la política, etc.,
no tendría sentido si no se pudiese justificar en forma epistémicamente
apropiada la pretensión de que ciertos juicios morales son verdaderos
o correctos y otros falsos o incorrectos. Por lo general, estamos muy
firmemente convencidos, por ejemplo, de que es cierto que la discrimi-
nación basada en el sexo o en la raza es moralmente inaceptable y de
que tenemos buenas razones para afirmar tal cosa. Sin embargo, los pro-
blemas teóricos del cognitivismo son bien conocidos. Presentada de la
forma más simple posible, una de las primeras cuestiones es la siguiente.
¿Qué significa que un juicio moral es verdadero? Para gran parte de los fi-
lósofos, los científicos y para el sentido común los juicios fácticos verda-
deros describen en forma adecuada estados de cosas. Si se afirma que el
edificio más alto de una ciudad mide 150 metros, esto puede ser cierto o
ser falso si existe o si no existe un edificio con esa altura en dicha ciudad y
si existen o no edificios más altos. ¿Pero qué hechos describen los juicios
morales? Quizá los juicios morales sean todos falsos porque no existen
los estados de cosas que pretenden describir. Quizá las propiedades mo-
rales supervengan de rasgos naturales del mundo y en ese caso podrían
mantenerse las pretensiones cognitivistas. Quizá el lenguaje moral, a pe-
sar de su aparente estructura asertórica esté en realidad conformado por
prescripciones que, como tales, no son susceptibles de predicación de
verdad o falsedad. Quizá no haya un problema real en concebir al lengua-
je moral desde una perspectiva descriptivista, dado que la predicación de
verdad o falsedad de los juicios morales, podría sostenerse, no implica
realmente un compromiso con alguna forma de realismo. La metaética
contemporánea ofrece una amplia variedad de posiciones cognitivistas y
no cognitivistas, algunas mucho más sofisticadas, complejas y sorpren-
dentes que las mencionadas. La amplitud de desacuerdo ya parece ser un
indicio de que estamos frente a serias dificultades.
Si partimos de la hipótesis de que alguna versión de la posición cog-
nitivista es correcta o plausible, surge rápidamente otro problema que
ha ocupado, junto con los precedentes, gran parte del debate filosófico.
Un presupuesto tácito y, aparentemente, central del juicio y la delibera-
ción moral consiste en la idea de que cuando llegamos a creer que cierto
118 Mariano Garreta Leclercq

curso de acción es el correcto en determinadas circunstancias, esa creen-


cia debe producir o de algún modo involucrar en forma simultánea una
motivación para llevar adelante la acción en cuestión. Supongamos que
un sujeto cree que tiene la obligación de realizar una acción, dado que,
por ejemplo, abstenerse de hacerlo causaría un terrible daño a terceros
del que sería responsable. Si el sujeto nos dijera que no realizará la ac-
ción porque el costo de hacerlo es muy alto –implica, por ejemplo, poner
en riego mucho de lo que da sentido a su vida– podríamos entender su
decisión, aunque no necesariamente considerarla correcta o justificada.
Sin embargo, resultaría para muchos desconcertante que el sujeto nos
dijera que, aunque cree que debe realizar la acción para evitar un gran
mal o el sufrimiento de inocentes, al margen de cualquier consideración
ulterior, esa creencia no produce en él ninguna motivación para actuar.
El problema es que para una influyente concepción de la explica-
ción de la acción humana y de la estructura del razonamiento práctico,
una situación como la que acabamos de describir sería perfectamente
normal si los juicios morales tuvieran el estatus de creencias. La concep-
ción a la que nos referimos deriva de las ideas de Hume. Desde la pers-
pectiva humeana las creencias son motivacionalmente inertes. La moti-
vación para actuar depende de los deseos de un agente y estos estados
psicológicos son muy diferentes de las creencias. Los deseos no son ni
verdaderos ni falsos, porque, a diferencia de las creencias, no describen
cómo es el mundo. Al no ser susceptibles de predicación de verdad o fal-
sedad no parecen estar sujetos a una crítica racional directa. Desde esta
perspectiva, las acciones son básicamente el producto de la combinación
entre dos elementos de naturaleza distinta: deseos y creencias. La meta
del agente al actuar es realizar sus deseos, aproximarse a su realización
o minimizar todo lo que sea posible el nivel de discrepancia entre dichos
deseos y la realidad. Para ello hará un uso meramente instrumental de
sus creencias: éstas le informan, si son verdaderas, cómo es el mundo y
qué acciones, a la luz de esa descripción, constituyen un medio apropia-
do para promover sus fines.
Esta concepción de la motivación parece, como podrá percibirse,
claramente incompatible con el cognitivismo moral. Desde dicha pers-
pectiva el valor de la deliberación moral resulta inseparable de dos su-
puestos básicos. El primero de ellos es que la deliberación permite elevar
las probabilidades de arribar a una conclusión correcta, a un juicio moral
verdadero acerca de cómo se debe actuar. El segundo supuesto es que la
Cognitivismo moral, deliberación y contexto 119

deliberación moral es capaz o, incluso, que normalmente tiende a influir


sobre las acciones y el carácter de los que toman parte en ella. Como
acabamos de ver, cuando se adopta la concepción humeana ambos su-
puestos parecen infundados. Las respuestas más simples para el proble-
ma generado al cognitivismo por las ideas humeanas son básicamente
dos. Una alternativa es aceptar que las creencias morales no tienen por
sí mismas fuerza motivacional pero rechazar la idea de que esto consti-
tuya realmente una objeción significativa contra el cognitivismo. Otra
alternativa es sostener, directamente, contra la posición humeana, que
las creencias morales sí generan, o constituyen, razones para la acción y
tienen, por lo tanto, fuerza motivacional. Las formulaciones y caracte-
rísticas de estas dos posiciones básicas pueden variar en forma significa-
tiva y no son, por supuesto, las únicas alternativas posibles.
Supongamos que alguna de estas soluciones es viable y el cogniti-
vismo resulta plausible. Ahora bien, ¿cómo deberían concebirse, desde
una perspectiva cognitivista, los rasgos estructurales básicos del razo-
namiento moral? Por supuesto, no hay una única respuesta a esta pre-
gunta, dado que hay un grado significativo de disenso acerca de cómo
concebir la estructura básica del razonamiento moral en particular y,
más en general, del razonamiento práctico. Robert Audi, a quien sigo en
este punto, sostiene que el esquema básico más simple del razonamiento
práctico posee tres elementos: una premisa mayor de orden motivacio-
nal, una premisa menor que tiene un estatus cognitivo-instrumental y la
conclusión, que constituye un juicio práctico (véase Audi 1982 y 2006).
Expresado en primera persona, el esquema es el siguiente:

Premisa Mayor: Quiero (want) x


Premisa menor: Realizar A puede contribuir a producir x
Conclusión: Debo realizar A.

En el esquema x representa un estado de cosas que el sujeto S quiere que


tenga lugar como resultado de su acción y que, por lo tanto, reconoce
como una meta que está motivado a intentar volver realidad median-
te su acción. En la premisa mayor se atribuye, en principio, al término
“quiero” el sentido más amplio posible: puede significar “Deseo que x”,
“Considero mi obligación moral –o de otro tipo– que x”, “Creo que es
bueno que x”, etcétera. Por supuesto, como puntualiza Audi, hay casos
de razonamientos prácticos exploratorios en los que el sujeto examina
120 Mariano Garreta Leclercq

diversas posibilidades alternativas, posiblemente incompatibles y, en


esos contextos, la premisa mayor juega el papel de una hipótesis, sin que
haya realmente motivación implicada. Sin embargo, el sujeto debe pro-
ceder como si la hubiera para realizar sus razonamientos. La premisa
menor involucra fundamentalmente creencias acerca de los medios que
están al alcance de S para producir o promover x. En la conclusión el tér-
mino “debo” puede o no tener un significado moral. No es difícil cons-
truir ejemplos tomando como punto de partida esta estructura básica.
Consideremos un caso de orden moral: “Quiero hacer todo lo posible
para pagarle a Pedro el dinero que me prestó y prometí devolverle en
tres meses. Trabajar dos horas adicionales por semana durante tres me-
ses y mantener estable mi nivel de gastos en el monto actual es el modo
más seguro de obtener el dinero para pagar mi deuda. Por lo tanto, debo
trabajar dos horas adicionales por semana y mantener estable mi nivel
de gastos”.
Los cognitivistas y los no cognitivistas parecen compartir la idea
de que, por así decirlo, el material del que está compuesta nuestra vida
mental, no en forma exclusiva, pero claramente predominante, son de-
seos y creencias (véase, por ejemplo, Larmore 2008: 129). En forma co-
rrelativa, esos dos componentes son igualmente centrales y dominantes
en nuestros razonamientos prácticos: las conclusiones de dichos razo-
namientos y procesos de deliberación son, básicamente, el resultado de
la interacción entre nuestros deseos y nuestras creencias. Por supuesto,
este acuerdo inicial no es incompatible con el profundo desacuerdo que
existe entre cognitivistas y no cognitivistas. Para los últimos, la premi-
sa mayor de los razonamientos morales está constituida, fundamental-
mente, por deseos o preferencias subjetivas de los agentes: de este rasgo
depende su fuerza motivacional y, en gran medida, su estatus de juicios
prácticos. Si la premisa mayor estuviese constituida exclusivamente por
creencias, sería motivacionalmente inerte. Los elementos cognitivos, las
creencias, sólo juegan un papel significativo, de orden instrumental, en
la premisa menor: permiten identificar los medios adecuados para alcan-
zar la meta introducida en la premisa mayor. Como sabemos, los cogni-
tivistas rechazan esta posición. Para ellos la premisa mayor contendrá
como componentes centrales creencias morales y, o bien esas creencias
poseerán fuerza motivacional por sí mismas, o tendrán, en un agente
moralmente razonable, la capacidad de producir deseos de actuar en
conformidad con dichas creencias.
Cognitivismo moral, deliberación y contexto 121

La idea de que nuestra vida mental está compuesta en forma pre-


dominante por deseos y creencias parece correcta, pero no equivale a la
tesis de que toda nuestra vida mental esté conformada por dichos ele-
mentos. De igual modo, es cierto que muchas veces la explicación de
la acción en general y de las decisiones que aspiran a ser moralmente
correctas puede explicarse exclusivamente apelando a las creencias y los
deseos del agente o los agentes involucrados. Sin embargo, nuevamente,
ello no equivale a la tesis de que siempre la explicación y la justificación
moral de las acciones pueda realizarse apelando a la explicitación de las
creencias y deseos involucrados.
Mi hipótesis es que una concepción adecuada del razonamiento
y la deliberación moral presentarán una estructura significativamente
más compleja, al menos, cuando la deliberación se desarrolle en cone-
xión efectiva con la acción y cuando el contexto en el que se encuentren
los sujetos involucrados presente ciertas características distintivas. Los
cognitivistas pasan por alto las diferencias que existen entre la toma de
decisión –que aspira a estar moralmente justificada– en contextos en que
cometer un error tiene un costo muy elevado para los afectados y con-
textos en que ese costo es significativamente bajo. Llamemos al primer
tipo de contextos, es decir, contextos dónde el costo del error para el
bienestar de los afectados es muy alto, ACE y al segundo tipo, donde di-
cho costo es muy bajo o insignificante, BCE. Mi posición, que sólo puedo
presentar aquí en forma sintética y preliminar, es que mientras en con-
textos BCE es viable reconstruir procesos de deliberación o justificación
moral de la acción, plausibles o apropiados, apelando exclusivamente a
la interacción entre creencias morales y fácticas, ello no resulta posible
en muchos contextos ACE.
La distinción entre lo que acabo de denominar contextos ACE y
BCE ha sido objeto de mucha atención en la epistemología reciente. Sin
embargo, sus implicaciones para el campo de la justificación moral de la
acción no parece haber sido tomado en cuenta y analizado. Considere-
mos un ejemplo sencillo del contraste entre los dos tipos de contextos.
En el escenario A, el sujeto S1 se encuentra en una estación de tren
que conoce bien. Hay dos trenes a punto de salir. Los dos se dirigen
al destino al que planea viajar S1. La diferencia es que uno de los tre-
nes hace muchas menos paradas y tarda menos de la mitad del tiempo
en arribar al destino elegido por el agente. S1 escucha a un empleado
del ferrocarril confirmar a otro pasajero que el tren rápido es el que se
122 Mariano Garreta Leclercq

encuentra en el Andén 1 y luego lee el anuncio en un cartel. S1 ha cons-


tatado en el pasado que ese tipo de información es confiable, pero no
exenta de un nivel significativo de probabilidad de error. Ahora bien, el
escenario B es idéntico al precedente en varios aspectos: el sujeto S2 tie-
ne el mismo conocimiento de la terminal de trenes y su funcionamiento
que S1 y la misma información sobre cuál es, aparentemente, el tren
rápido. S1 y S2 creen, sobre la base de la misma evidencia, que el tren del
andén 1 ofrece el servicio con menos paradas. Sin embargo, hay una di-
ferencia práctica en la situación de ambos sujetos. Si S1 está cometiendo
un error ello no acarrea ninguna consecuencia grave ni para él ni para
terceros. Por el contrario, si S2 está cometiendo un error y, como conse-
cuencia de ello llega más tarde a su destino, otro sujeto sufrirá un daño
grave e irreversible.
Algunos epistemólogos han sostenido que en casos como el citado
un observador estaría justificado a afirmar que S1 sabe que p (“el tren del
Andén 1 es el rápido”), pero no estaría justificado a afirmar que S2 tenga
tal conocimiento. Otros sostienen tesis más fuertes, por ejemplo, que S1
sabe que p, mientras que S2 no sabe que p, aun cuando ambos dispongan
de la misma evidencia. Esta última idea constituye, claramente, el recha-
zo de una posición clásica y dominante en la epistemología analítica: el
evidencialismo. El evidencialismo consiste en la tesis de que si dos suje-
tos disponen de la misma evidencia para afirmar una creencia o bien los
dos están igualmente justificados en sostenerla o bien ninguno lo está.
No corresponde aquí tomar posición acerca de la plausibilidad de esta
posición. El punto interesante es que desde una perspectiva moral, cen-
trada en el problema, no de la justificación epistémica de creencias, sino
de la justificación de acciones, aun aceptando el evidencialismo, resulta
perfectamente plausible decir que mientras S1 está justificado a creer que
p y actuar sobre la base de esa creencia –lo que implica subir al tren del
Andén 1 sin tomar recaudos adicionales–, S2 no está justificado a actuar,
aunque esté igualmente justificado que S1 a suscribir dicha creencia. El
punto es que dado el costo del error, aun cuando S2 crea tan justificada-
mente como S1 que p, no está justificado a actuar sobre la base de esa
creencia: hay demasiado en juego y podría estar cometiendo un error de
consecuencias muy graves. Si S2 actuara de igual modo que en una situa-
ción normal, como la que ejemplifica la situación de S1, en la que tomar
el tren que tarda más en llegar a destino no tiene consecuencias graves,
y de hecho cometiera un error, sería objeto de censura y considerado
Cognitivismo moral, deliberación y contexto 123

responsable, al menos en parte, de las desastrosas consecuencias de sus


acciones. En el ejemplo de los trenes el problema está en cuán elevados
deben ser los estándares de justificación de un juicio fáctico (“el tren del
Andén 1 es el rápido”) para estar justificado a actuar si cometer un error
es muy costoso para el agente o para terceros. En otros casos el proble-
ma puede ser un juicio moral, no meramente fáctico. Podemos creer que
desarrollar ciertas virtudes del carácter o cierto tipo de actividades resul-
ta esencial para tener una vida moralmente buena o satisfactoria. Actuar
de acuerdo con nuestras creencias puede entrañar un serio riesgo. Por
convencidos que nos encontremos de que estamos en lo correcto siem-
pre existe la posibilidad de que estemos cometiendo un error y, como
consecuencia de ello, desperdiciando nuestras vidas. Por otra parte, hay
contextos adversos en que actuar sobre la base de nuestras creencias nor-
malmente entraña serios peligros o altos costos. Ello puede ocurrir si
que estamos en un contexto en que la mayoría de las personas con las
que interactuamos suscribe y actúa sobre la base de valores o juicios mo-
rales incompatibles con los que suscribimos y, en particular, si este hecho
se combina con una actitud de intolerancia frente al disenso. De acuerdo
con las circunstancias, es perfectamente concebible que consideremos
que mientras resulta correcto correr ciertos riesgos nosotros mismos,
no tenemos derecho a poner en riesgo a otras personas que resultarían
afectadas por nuestras decisiones. Esto puede ocurrir, por supuesto, aun
cuando consideremos que en caso de actuar estaríamos promoviendo su
bienestar, especialmente si no hemos consultado la opinión de los afecta-
dos o éstos se oponen a nuestras creencias o nuestros planes.
El punto es relativamente simple. Las variaciones en el costo para
terceros de cometer un error influyen a la hora de evaluar si un agente
se encuentra o se encontraba moralmente justificado a actuar. El mismo
conjunto de creencias morales y fácticas puede ser suficiente para justi-
ficar la acción A en el contexto C, donde el costo del error es bajo para
terceros, y no resultar adecuado para justificar que S –u otros agentes–
realicen la misma acción o una acción similar en C’, dónde el costo del
error para terceros es muy alto. Es importante notar que el hecho de que
la acción A esté justificada en C sobre la base de los juicios p, q y r, y no
esté justificada en C’ no implica que S en C’ no esté igualmente justifica-
do que en C a creer que los juicios p, q y r son verdaderos o correctos. Si la
justificación moral de la acción dependiera, en todos los casos, en forma
decisiva, sólo de las creencias del agente, no podría ocurrir que un agente
124 Mariano Garreta Leclercq

estuviera justificado a actuar de un modo en un contexto y no en otro.


Pero ello ocurre con mucha frecuencia en el terreno práctico en general
y el moral en particular.
La explicación o la conceptualización de este fenómeno requieren
ampliar el conjunto de elementos que juegan el papel de premisas en los
juicios prácticos, al menos cuando un sujeto se encuentra en el tipo de
contextos que denominamos ACE. Ello se debe, como acabamos de ver,
a que si la justificación de la acción dependiera meramente, o en forma
decisiva, de creencias, como sostienen los cognitivistas, no podría haber
diferencia entre C y C’: o bien S se encontraría justificado a actuar en
ambos contextos de igual modo o bien no estaría justificado en ninguno
de ellos. Esta conclusión es una consecuencia del hecho de que las creen-
cias parecen ser, en un sentido importante, contexto-independientes. El
sujeto S, en un tiempo determinado, o bien cree en algo o bien no lo
cree, pero no puede creer que p en un contexto y que no p en otro. Por
ejemplo, S no puede creer que el diputado X sea corrupto cuando habla
con su esposa y luego, cuando habla con un compañero de trabajo, creer
–sin que haya variado la evidencia de la que dispone– que dicho parla-
mentario sea honesto. Puede ocurrir que haya razones para mentirle a su
compañero de trabajo y decirle, contra sus creencias, que el diputado no
es corrupto, pero no puede creer ambas cosas por más que el contexto
del diálogo cambie: o cree que el diputado es corrupto o cree que no lo
es. Si se cree algo, esa creencia debe perdurar a través de varios contex-
tos, a no ser, por supuesto, que se la descarte como resultado de que ha
surgido en el proceso evidencia contraria a ella. En ese caso, por supues-
to, los sujetos deberían descartarla en todo contexto. Esta característica
es una consecuencia de la conexión conceptual entre creencia y verdad
a la que hicimos referencia en las páginas iniciales: no se puede creer
que p sin creer que p es verdadera. Podemos creer que el diputado X es
corrupto o no creerlo, con un grado de convicción o de certeza variable,
pero no parece tener sentido decir que podamos creerlo y no creerlo
en contextos diferentes. No puede ser simultáneamente verdad que el
parlamentario del ejemplo sea y no sea corrupto, y consecuentemente,
o creemos que lo es –atribuyendo a esa creencia un grado de probabili-
dad determinado– o no lo creemos. Según vimos también, mientras las
creencias son contexto-independientes, las decisiones morales requieren
tomar en cuenta factores contextuales como el diferente costo del error
para el bienestar de terceros en distintas circunstancias.
Cognitivismo moral, deliberación y contexto 125

Mi hipótesis es que una forma adecuada de dar cuenta de este fac-


tor en la estructura del razonamiento moral consiste en afirmar que en
muchos contextos ACE el razonamiento moral debe incluir entre sus pre-
misas proposiciones que reflejan creencias justificadas y, además, pro-
posiciones que son el resultado de actos de aceptación. Los actos de
aceptación son actitudes o, como dice Jonathan Cohen, “políticas” que
los sujetos toman frente a sus creencias. Aceptar que p equivale a tomar
la decisión de tratar a dicha proposición, en un contexto específico –y
contextual, podríamos decir– de deliberación, como verdadera, dejando
de lado, por el momento y para los fines de la deliberación y subsecuente
toma de decisión, la posibilidad de que sea falsa (Cohen 1992: 4-5; Brat-
man 1992: 2; Engel 2000: 10).
Hay diferencias muy significativas entre las creencias y los actos
de aceptación. Mientras la justificación de una creencia debería depen-
der –al menos desde una perspectiva tradicional– de factores puramente
epistémicos, es decir, relacionados con la evidencia de la que se dispo-
ne acerca de su verdad, los actos de aceptación dependerán de factores
prácticos de orden prudencial, moral, etc. La verdad no es el criterio
de corrección de los actos de aceptación. Como consecuencia de ello,
aunque normalmente los sujetos tenderán a aceptar premisas en las que
también creen, puede ocurrir que acepten y tomen decisiones sobre la
base de premisas en cuya verdad no creen (Cohen 1992: 4-16). La desco-
nexión conceptual entre verdad y aceptación permite que los actos de
aceptación sean contextuales. Es perfectamente plausible que un agente
acepte que p (por ejemplo “el tren que está en el andén es el rápido”) en
un contexto BCE, y decida sobre esa base que está justificado a realizar la
acción de tomar ese tren y que, en un contexto ACE, en que dispone de la
misma información para creer p, decida que no es suficiente para aceptar
dicha proposición y actuar en consecuencia. Un agente puede creer que
un conjunto determinado de evidencia es suficiente para creer que p en
distintos contextos, sin que ello lo comprometa a aceptar p como una
premisa del razonamiento práctico sobre la base de la cual toma una
decisión que considera justificada en un contexto específico.
Aunque hay muchas cuestiones que no puedo abordar aquí por ra-
zones de espacio, creo que he mostrado que si se acepta una posición
metaética cognitivista es necesario rechazar la concepción estándar del
razonamiento moral asociada a dicha posición. Dado que las creencias,
por su conexión conceptual con la verdad, son contexto-independientes,
126 Mariano Garreta Leclercq

y las decisiones morales son afectadas por factores contextuales como


el paso de contextos BCE a ACE, la justificación moral de las acciones no
puede depender, al menos en muchos casos, exclusivamente de las creen-
cias morales justificadas que el sujeto suscribe. Es necesario introducir al
menos un elemento más, actos de aceptación justificados. Por supuesto,
queda abierta una pregunta básica que dispara esta última afirmación.
¿En qué puede basarse la justificación de un acto de aceptación de una
premisa, si no depende de que dicha premisa sea verdadera o falsa? ¿Es-
tos “actos” o “decisiones” pueden justificarse apelando a razones o son
meramente expresiones de la voluntad individual o prácticas comunita-
rias vigentes en un contexto determinado? ¿Estoy formulando un nuevo
tipo de desafío al cognitivismo moral?

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9

La prioridad del Igualitarismo


Democrático
Facundo GarcíaValverde

El conflicto entre una concepción que enfatiza la importancia de la res-


ponsabilidad individual tanto para asegurarse sus propios medios de
vida como para desarrollar su propia concepción de la buena vida y una
concepción que sostiene que el Estado debe asegurar condiciones de jus-
ticia distributiva para la satisfacción de esos objetivos marcó el desarro-
llo contemporáneo de la discusión sobre justicia distributiva.
A partir de la aparente fuerza intuitiva de los ejemplos que mues-
tran que el Principio de Diferencia rawlsiano produce situaciones inequi-
tativas –ya que permitiría que los individuos que realizan un esfuerzo
para mejorar su posición subsidien las opciones de aquellos que eligen
no realizar un esfuerzo similar (Kymlicka 2002: 72-3)– las posteriores
concepciones de justicia distributiva igualitaria se concentraron en gene-
rar parámetros distributivos que pudieran distinguir entre los estados a
los cuales un individuo llega mediante su propia elección y aquellos a los
que llega sólo por circunstancias azarosas que están más allá de su con-
trol. Sólo en los segundos se justificaría una redistribución de los mejor
situados hacia los peor situados. Por ejemplo, un individuo que nació
con una cierta discapacidad genética que no le permite trabajar, no eligió
tal circunstancia y, por lo tanto, debería recibir una compensación. Al
contrario, aquellos individuos que, en un contexto de amplia accesibili-
dad al empleo, no realizan ningún esfuerzo para trabajar no deberían ser
beneficiarios de ninguna redistribución ya que su situación es producto
de su propia decisión.
130 Facundo García Valverde

Numerosos autores (Ronald Dworkin, Gerald Cohen, Richard Ar-


neson, John Roemer, etc.) defendieron parámetros redistributivos que
tuvieran los objetivos tanto de neutralizar el efecto penetrante de la
suerte en las oportunidades para el desarrollo del plan de vida como el
de permitir únicamente las desigualdades que surgieran de las elecciones
responsables de los individuos. A pesar de las salvedades que supone la
homogeneización de distintas concepciones en la defensa de unas pocas
tesis, estos autores son considerados tradicionalmente como igualitaris-
tas de la suerte y, por lo tanto, defenderían dos tesis:
1) Las desigualdades en las ventajas que pueden disfrutar los indi-
viduos son aceptables si se derivan de las elecciones que realizaron
voluntariamente.
2) Las desigualdades en las ventajas que pueden disfrutar los indivi-
duos son inaceptables si se derivan de rasgos no elegidos de las cir-
cunstancias individuales (Anderson 1999a: 288-9; Scheffler 2003: 5).
De acuerdo con Elizabeth Anderson, el Igualitarismo de la Suerte jus-
tifica redistribuciones que tienden hacia la igualdad pero lo hacen a un
costo inaceptable: no mostrar el debido respeto hacia los ciudadanos de
la comunidad. Por ejemplo, para poder redistribuir recursos que com-
pensen la situación en la que dos individuos se encuentran después de
un accidente que disminuyó radicalmente sus oportunidades para desa-
rrollar su plan de vida, el Igualitarismo de la Suerte debería discriminar
entre aquellos que actuaron de manera responsable y aquellos que no
lo hicieron. De esta forma, el Estado debería realizar juicios indiscretos
acerca de cuán responsable debería haber sido un individuo para evitar
esa situación (Anderson 1999a: 310).
En la misma dirección de este ataque, Jonathan Wolff argumentó
que el Igualitarismo de la Suerte expresaba una profunda falta de con-
fianza hacia los individuos y que, al mismo tiempo, exigía revelaciones
vergonzosas por parte de los potenciales beneficiarios de las redistribu-
ciones (1998: 108-9). Con respecto al primer problema, Wolff afirma que
dado que el igualitarista de la suerte quiere evitar que los destinatarios
de las redistribuciones sean “vividores” (free-riders), se les exige que no
sólo reporten sino que confirmen correctamente cómo llegaron a su si-
tuación. De acuerdo con Wolff, el mensaje de esta exigencia es claro:
“cualquiera que está realizando un reclamo por beneficios de bienestar
es, prima facie, objeto de sospecha: creemos que ellos podrían engañar al
sistema si tan sólo pudieran salirse con la suya” (1998: 111). Con respecto
La prioridad del Igualitarismo Democrático 131

al segundo problema, considérese el siguiente ejemplo. En una econo-


mía próspera con un acceso considerable al empleo, un individuo no
puede conseguirlo; para ser beneficiario de algún plan estatal de bienes-
tar, debe mostrar que no tiene ningún talento para los empleos disponi-
bles. “Esta [aceptación] elimina cualquier jirón de dignidad que hubiera
quedado en aquellos que ya están en una posición desgraciada” (1998:
114). Ambos problemas manifiestan, entonces, que la distinción entre lo
que es producto de la elección y lo que es producto de la suerte implica
políticas públicas en las que el Estado disminuye la percepción de que se
está tratando al individuo con igual respeto.
La única estrategia viable que el Igualitarismo Democrático halla
para evitar estas faltas de respeto consiste en abandonar el objeto de las
distribuciones del Igualitarismo de la Suerte – la equidad– y reemplazar-
lo por el de asegurar el respeto por todos los ciudadanos. La adopción
de este nuevo objeto de la igualdad genera una nueva concepción igua-
litarista que Anderson denomina “Igualitarismo Democrático” (1999a:
313) y Wolff el “Ethos Igualitario” (1998: 105). Si bien existen diferencias
entre ambas concepciones, su idea central es la de que cada ciudadano
debe tener derecho a las capacidades requeridas para evitar relaciones
sociales opresivas y de explotación y vivir como seres humanos capa-
ces de perseguir sus propias concepciones del bien, participar en la vida
económica, social y política de sus comunidades (Anderson 1999a: 316).
El Igualitarismo Democrático especifica, entonces, un “mínimo social”
bajo el que ningún miembro de la comunidad política descienda y que
le impida verse obligado tolerar relaciones opresivas. Así, los individuos
deberían ser protegidos de manera no condicional de los diversos facto-
res de opresión (1999a: 316-8).
Definidos de esta manera, el Igualitarismo de la Suerte y el Igua-
litarismo Democrático se presentan como concepciones incompatibles
acerca de cuál debe ser el objeto de la igualdad. La primera afirma que el
único objeto de la igualdad es la equidad en las oportunidades mientras
que la segunda sostiene que ese objeto debe ser la defensa y preservación
de relaciones interpersonales donde se manifieste siempre el respeto por
la agencia individual.
Tal incompatibilidad surge, especialmente, si se considera que el
objeto igualitario no es pluralista, es decir, que o bien debe ser la equidad
o bien el respeto pero no ambos. Como mostraré a continuación estas
versiones estrictas son implausibles.
132 Facundo García Valverde

La implausibilidad de las versiones estrictas del


Igualitarismo de la Suerte y el Igualitarismo
Democrático

La versión estricta del Igualitarismo de la Suerte es implausible por va-


rias razones pero, principalmente, por la siguiente: si el objeto de la jus-
ticia distributiva está constituido únicamente por la equidad, serían tan
igualitarias las políticas públicas humillantes como las que no lo son. Así,
el igualitarismo no podría considerar que hay razones relacionadas con
la igualdad moral de los ciudadanos para objetar una política que obli-
gue a un individuo a arrodillarse frente al Ministro de la Igualdad para
recibir su compensación por las desigualdades que no son producto de
su propia elección.
El Igualitarismo Democrático, por otra parte, también es implausi-
ble en su versión estricta. Ésta afirmaría que el único objeto de la justicia
igualitaria es evitar que se les falte el respeto debido a los individuos a
través de prácticas que le exijan revelaciones vergonzosas, o que involu-
cren medidas paternalistas, etcétera. Por un lado, esta versión conside-
raría igualmente irrespetuosa una política redistributiva que insulta o
humilla a los individuos para compensarlos por su mala suerte como una
política pública de no interferencia que no beneficia a esos individuos ni
por tener mala suerte ni por ser ciudadanos.
En segundo lugar, esta versión estricta podría ser autoderrotante
ya que es compatible con un incremento masivo de la cantidad de vivi-
dores en una comunidad política. El propio Wolff reconoce este peligro
al afirmar que “Si el respeto conduce a un rechazo de la recolección de
datos y esto es explotado por los individuos, entonces hay una fuerte
probabilidad de que se genere una espiral descendente que, eventual-
mente, termine en una situación en la cual pocos confiarán o respetarán
al otro”(1998: 120). El peligro pareciera real: si el Ministro de Igualdad
envía cartas a los potenciales beneficiarios diciéndoles que, sin impor-
tar lo que hagan, tendrán subsidios que les permitan superar un umbral
de suficiencia y comportarse como participantes de un esquema social,
político y económico, es esperable que se reduzca el valor de los incen-
tivos para que los individuos produzcan más, para que lo hagan respon-
sablemente y, en última instancia, para aumentar el total de los recursos
que se pueden destinar a las redistribuciones necesarias para satisfacer el
La prioridad del Igualitarismo Democrático 133

Igualitarismo Democrático. Al mismo tiempo, aumentarían las proba-


bilidades de que algunos de los beneficiarios exploten el sistema redis-
tributivo que les asegura el “mínimo social” ya que, hagan o no hagan
un esfuerzo para, por ejemplo, conseguir un empleo, de todas formas
tendrían el subsidio.
A pesar de que la proliferación de vividores es una consecuencia
plausible e intuitiva de esta versión estricta del Igualitarismo Democráti-
co y que, en mi opinión, exige una cierta reformulación de la concepción
del “mínimo social”, es necesario introducir algunas calificaciones.
El mundo poblado exclusivamente por vividores aprovechándose
de las políticas redistributivas es la distopía favorita del Igualitarismo
de la Suerte. Sin embargo, su posibilidad en el mundo real es más bien
ilusoria.
El grupo de los individuos que, bajo el Igualitarismo Democrático,
recibirían los beneficios del “mínimo social” no está constituido única-
mente por individuos perfectamente sanos, que fueron educados en ins-
tituciones de alto nivel y que desaprovecharon sus oportunidades para
dedicarse a una vida de ocio y que, por otra parte, obtienen un placer
cínico en tomar ventajas inequitativas de un sistema en el cual no tienen
ninguna voluntad de cooperar. El grupo de los beneficiarios de los im-
puestos redistributivos, los subsidios, etc., también está compuesto por
aquellos ciudadanos que no pueden conseguir trabajo en condiciones
de trabajo disponible –porque carecen de un talento con valor de mer-
cado–, por aquellos que tienen discapacidades y enfermedades (ya sean
producto de sus malas decisiones o de su mala suerte) que no les per-
miten trabajar, por individuos que eligieron cuidar a otros y, finalmen-
te, por vividores. Ahora bien, incluso dentro de este último grupo, los
que voluntariamente deciden no trabajar y reclamar el “mínimo social”,
también deberían incluirse aquellos que “en nuestra sociedad ya son los
más marginalizados y excluidos, que no ven ninguna ventaja en trabajar
largas horas por exiguos salarios a las ordenes de otros”(Hinton 2001:
86). En las circunstancias reales, donde los beneficiarios de subsidios de
bienestar o de políticas redistributivas ya sufren de una pérdida de auto-
estima por estar en tal situación y por ver cómo sus planes de buena vida
se ven afectados drásticamente, denegarles los beneficios de una redis-
tribución o de un subsidio, luego de someterlos a la batería de “pruebas
antivividores” del Igualitarismo de la Suerte tiene un costo demasiado
alto ya que los condena a ese tipo de vida, no ofreciéndoles otra opción
134 Facundo García Valverde

que, o bien humillarse públicamente o bien continuar una vida que no


supera los umbrales de suficiencia que implican la vida de un ciudadano.
De esta forma, la solución más directa consiste en admitir que el
objeto de la justicia igualitaria debe ser plural, es decir, que tanto consi-
deraciones de respeto como de equidad deben ser incluidas a la hora de
justificar y dirigir las políticas públicas de justicia distributiva.
Esta ampliación del objeto igualitario reintroduce, sin embargo, el
problema a otro nivel. Las versiones moderadas del Igualitarismo De-
mocrático y el Igualitarismo de la Suerte serían componentes de un ideal
más amplio de la Igualdad en la medida en que cada una de ellas no
sostenga que identifica la única idea central del valor de la Igualdad. Por
ejemplo, Alex Brown sostuvo esta concepción plural de la Igualdad se-
gún la cual “una sociedad de iguales es aquella en la cual mitigamos la
influencia de la pura suerte en las vidas de los individuos, atribuimos los
costos de las elecciones voluntarias a los individuos cuando eso sea posi-
ble pero, al mismo tiempo, luchamos por eliminar la pobreza extrema, la
opresión y la falta de acceso a los funcionamientos valiosos”(2005: 331).
Dado que estos objetivos no siempre son compatibles, la cuestión impor-
tante es la de saber si es posible establecer alguna prioridad.
En lo que sigue de esta comunicación mostraré que hay razones
para asignar prioridad al Igualitarismo Democrático, es decir, que la ex-
presión de respeto debe ser prioritaria sobre la equidad. Así, únicamente
cuando las políticas distributivas no condicionales del Igualitarismo De-
mocrático sean suficientes para alcanzar el respeto debido, las considera-
ciones sobre la responsabilidad y la suerte tendrán relevancia normativa.

Razones para establecer prioridades dentro del


Igualitarismo

El primer argumento para establecer la prioridad del Igualitarismo De-


mocrático sobre el Igualitarismo de la Suerte es puramente instrumen-
tal. De acuerdo con éste, es únicamente cuando el Igualitarismo Demo-
crático asegura la satisfacción estable de precondiciones externas e inter-
nas para el desarrollo de una agencia responsable que se pueden realizar
juicios sobre la responsabilidad del individuo como criterios para las
redistribuciones igualitaristas.
La prioridad del Igualitarismo Democrático 135

La agencia responsable no puede postularse como una facultad in-


nata que poseen los individuos sino como una capacidad cuyo desarrollo
está fuertemente influido tanto por condiciones externas como internas,
es decir, tanto por aquellas que se refieren a los recursos internos con
los que el individuo toma sus decisiones como a aquellas relacionadas al
contexto social y económico que limita o amplía sus opciones libres. Por
ejemplo, cuando las opciones de las que dispone un individuo son muy
poco valiosas o directamente triviales, la importancia que debe asignár-
sele a su elección necesariamente debe disminuir y, por ende, su agen-
cia se ve fuertemente reducida. Del mismo modo, si sus opciones son
escasas, si su capacidad para evaluarlas adecuadamente es limitada, su
responsabilidad disminuye ya que, en algún sentido, esas circunstancias
lo fuerzan a elegir de una determinada manera.
El mínimo social que especifica el Igualitarismo Democrático pue-
de ser comprendido como el umbral mínimo de satisfacción de esas
condiciones y tal superación implicaría que el agente posee un mínimo
grado de control sobre su vida y sobre los estados a los cuales llega. La
prioridad de ese mínimo social, entonces, implica dos límites; por un
lado, que es sólo cuando ese umbral es superado, que las consideracio-
nes de responsabilidad y equidad pueden alterar o aceptar un resultado
consecuencial. Por otro lado, que estas consideraciones no podrían con-
ducir a que el individuo caiga bajo ese umbral.
Como es obvio, este argumento instrumental presupone la validez
de la versión moderada del Igualitarismo de la Suerte ya que el umbral
mínimo es exigible en la medida en que su satisfacción produce un con-
texto en el que las consideraciones de responsabilidad y equidad pueden
funcionar como criterios de la justicia distributiva.
Sin esta prioridad, el Igualitarismo de la Suerte conduce a resul-
tados paradójicos ya que o bien tiende a negar que el individuo sea
responsable o bien a aceptar que el individuo caiga en situaciones que
disminuyen radicalmente su agencia responsable. Por un lado, buena
parte de las respuestas del Igualitarismo de la Suerte frente a posibles
contraejemplos consiste en una reformulación tal del contraejemplo
que resalte la existencia de un factor relevante que escapa al control del
agente y que, por lo tanto, no justifica el resultado contraintuitivo. En
este sentido, el Igualitarismo de la Suerte parece postular un criterio de
responsabilidad que, en realidad, nunca puede ser satisfecho. Por el otro
lado, si no se evita que el individuo caiga bajo el mínimo social como
136 Facundo García Valverde

resultado de sus propias elecciones, las precondiciones para el ejercicio


de su agencia responsable no se verían satisfechas y se reduciría dema-
siado aquellas dimensiones de las que, a partir de ese momento, puede
responsabilizárselo.
Ahora bien, las acciones públicas del Estado no sólo afectan la
agencia individual por sus consecuencias directas sino también por sus
consecuencias indirectas, las relacionadas con su significado expresivo.
El segundo argumento para defender la prioridad del Igualitarismo De-
mocrático está basado en este tipo de consecuencias y su núcleo central
es que los ciudadanos no pueden escapar del insulto y humillaciones
emitidas públicamente.
Uno de los atractivos del Igualitarismo de la Suerte es que podría
justificar redistribuciones a nivel global ya que, en última instancia, los
individuos no tienen control sobre su lugar de nacimiento, los recursos
de su país, etc. (Arneson 2004: 18). Así, las redistribuciones globales re-
ducirían la desigualdad y mitigarían la fuerza de la pura suerte.
Por el contrario, el Igualitarismo Democrático no considera que la
mera desigualdad despierte, por sí sola, razones para redistribuir. Éstas
se activan únicamente cuando el tipo de relación entre los más aventa-
jados y los menos aventajados no es meramente causal sino que ya está,
de alguna manera, moralizada. La comunidad política organizada alre-
dedor de un régimen democrático plantea un tipo especial de relaciones
moralizadas, una relación igualitaria entre ciudadanos. Estas relaciones,
ya sea que se registren en el ámbito económico, social o político, están
reguladas por la idea de que los ciudadanos tienen un status igual in-
dependiente de aquellas circunstancias que los diferencian como indivi-
duos únicos y que esto es incompatible con ciertos tratamientos o, al me-
nos, que la presencia de esos tratamientos (de dominación, de opresión,
etc.) activa reclamos legítimos que tanto el otro como el Estado tiene
una obligación de tomar en cuenta.
Ese status igual, que determina el tipo de relaciones en la comuni-
dad democrática, puede ser afectado por las relaciones en las cuales un
individuo participa voluntariamente y por su contexto socio-económico
pero puede ser destruido completamente por el Estado. Como ya con-
sideramos, el Igualitarismo Democrático sostiene que las políticas del
Igualitarismo de la Suerte faltan el respeto a los ciudadanos, es decir, que
desconocen su status igual porque justificaban revelaciones vergonzosas,
La prioridad del Igualitarismo Democrático 137

juicios indiscretos y expresaban una desconfianza inicial hacia los benefi-


ciarios de sus compensaciones.
¿Qué hace que la emisión de estos juicios por parte del Estado
tenga consecuencias desastrosas para el status igual de los ciudadanos
mientras que esas consecuencias no estén presentes cuando esos mis-
mos juicios son expresados por individuos aislados, ciudadanos de otros
países o grupos políticos? La diferencia fundamental es que los “humilla-
dos” por individuos aislados, otros ciudadanos o grupos políticos tienen
un ámbito donde asegurar ese status igual y escapar del insulto; pueden
reafirmar su status igual en su pertenencia a una comunidad política de-
mocrática, que no asigna membrecía de acuerdo a un criterio de respon-
sabilidad sino al hecho azaroso de haber nacido en ella. Por el contrario,
cuando las políticas del Igualitarismo de la Suerte expresan estos insultos
de manera pública, el ciudadano queda expuesto, no sólo al resultado de
la política en concreto, sino a una humillación pública que se justifica en
criterios que pueden ser rápidamente conocidos por los otros ciudada-
nos y que, de alguna manera, los habilitan a reproducir esa humillación
en las relaciones que mantienen con el individuo. Puesto de otra mane-
ra, el individuo no tiene un ámbito plausible de dónde escapar a esa falta
de respeto.
La prioridad del Igualitarismo Democrático significa que, en la me-
dida en que las políticas redistributivas del Igualitarismo de la Suerte
expresen faltas de respeto de las que los ciudadanos no pueden escapar,
ellas no deberían ser impulsadas. Contrariamente a la respuesta típica
del Igualitarismo de la Suerte que considera que tales faltas de respeto
podrían compensarse (Arneson 2004: 16) a través de un mínimo social
incondicional, la prioridad implica que, en primer lugar, el Estado no
puede emitir ese tipo de expresiones ya que disminuyen radicalmente
el autorrespeto de los ciudadanos y que, en segundo lugar, el mínimo
social no implica una compensación sino lo que es necesario para que los
individuos mantengan seguro su igual status.
Dada esta respuesta, podría pensarse que el espacio legítimo que
se le deja al Igualitarismo de la Suerte es casi nulo y que, por lo tanto,
no hay prioridad sino que se vuelve a una versión fuerte e implausible
del Igualitarismo Democrático. Sin embargo, la prioridad permite que,
en casos donde las políticas del Igualitarismo de la Suerte no emitan
estas faltas de respeto, ellas sean las que regulen las redistribuciones.
Por ejemplo, no parece ser una revelación vergonzosa que un individuo
138 Facundo García Valverde

discapacitado por razones genéticas reclame al Estado ciertas medidas


para asegurarle un funcionamiento valioso; necesariamente debe revelar
su condición para acceder a estos recursos adicionales aunque no habría
razones para que se sienta humillado por hacerlo. Del mismo modo, si
un individuo no consigue empleo bajo condiciones de bajo desempleo y
se le exige como condición para acceder a un subsidio que asista a cursos
de capacitación o a reuniones de concientización de sus derechos como
ciudadano, no parece que el Estado emita un juicio de desconfianza ha-
cia él. Sí lo haría, por ejemplo, si se le exigiera que se presentara a una
cantidad determinada de entrevistas laborales y tuviera que revelar que
en ninguna de ellas se le reconoció algún talento.
Por último, el Igualitarismo Democrático debe ser prioritario con
respecto al Igualitarismo de la Suerte ya que el primero podría justificar
por qué hay que redistribuir ciertos recursos y el segundo por qué una
redistribución concreta es legítima. Como enfatizaron los igualitaristas
democráticos (Anderson 1999a: 312-4, Schefller 2003: 21-4, Hinton 2001:
80-1), su concepción tiene una justificación parcial en la propia histo-
ria de los movimientos igualitaristas. Los Levellers, las luchas contra la
esclavitud y contra las formas de discriminación son pobremente com-
prendidas si se las interpreta como reclamos contra que un factor azaro-
so –el color de piel, el origen familiar, etc.– fuera considerado suficiente
para tratar inequitativamente. La mejor interpretación de esos reclamos,
por el contrario, es que los individuos no debían ser discriminados, que
no debían ser esclavos, que el voto no podía distribuirse de acuerdo a
criterios censitarios y que cualquier comunidad política que tolerara o
legalizara ese tipo de relaciones desiguales fallaba en respetar el igual
status de los ciudadanos.
Este status igual puede ser asegurado a través de un mínimo social
incondicional pero, no obstante, sería ingenuo creer que no puede ser
afectado por la presencia de grandes desigualdades de oportunidades,
ingreso y renta (Scheffler 2003: 24). La desigualdad de ingreso puede tra-
ducirse rápidamente en desigualdad política y puede influir en las nor-
mas de aceptabilidad social (Schemmel 2011: 382-5); la desigualdad de
oportunidades puede influir negativamente en la igualdad de status y en
las relaciones que se establecen. Si esto es así, el Igualitarismo Democrá-
tico podría tener objetivos más ambiciosos que la mera garantía de un
mínimo social como un instrumento para asegurar y hacer más estable
la igualdad de status.
La prioridad del Igualitarismo Democrático 139

Dado esto, el Igualitarismo Democrático podría explicar y justifi-


car la razón general por la cual se debe reducir la desigualdad pero, no
obstante, tendría más problemas en justificar redistribuciones concretas,
donde se le quita algo a alguien para dárselo a otra persona. El Iguali-
tarismo de la Suerte, en cambio, podría ofrecer una justificación a esa
redistribución concreta; “hay una parte del recurso que te da mejores
oportunidades que es producto del azar, de que los otros cooperen con
vos y que no está bajo tu control; esa parte será redistribuida hacia in-
dividuos que han tenido peor suerte y que no pueden funcionar como
ciudadanos plenos”.
El punto central, entonces, de esta división del trabajo igualitarista
entre el Igualitarismo Democrático y el de la Suerte es que, en definitiva,
el segundo sólo podría operar cuando el único objeto del igualitarismo
no sea mitigar la fuerza de la suerte en nuestras vidas sino también cuan-
do esa neutralización de la suerte sea un instrumento para mantener
segura y estable la igualdad de status de una comunidad política.

Conclusiones

Este artículo mostró que el objeto del igualitarismo no puede ser mo-
nista, es decir, que no es posible identificar un único valor como el que
agota el significado del trato igualitario hacia los individuos. Dada esta
conclusión parcial, se mostró que una manera razonable de conciliar los
dos valores típicamente conflictivos en la literatura igualitarista –el res-
peto y la equidad– es establecer una prioridad entre ellos. La prioridad
normativa que se estableció aquí coincide con la sugerida por las ver-
siones moderadas del Igualitarismo Democrático y fue establecida en
base a dos argumentos. El primero relacionado con las precondiciones
necesarias para ejercer una agencia responsable y el segundo vinculado
con el carácter penetrante e inescapable de los insultos y humillaciones
emitidas por el Estado.

Bibliografía
140 Facundo García Valverde

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PARTE III

Filosofía del arte


10

El valor biológico de la belleza

La filiación nietzscheana y evolucionista de


la estética de Mariano Barrenechea

Mauro Sarquis

La relación de Barrenechea con la filosofía nietzscheana posee rasgos


marcadamente singulares, en especial porque es probable que el inte-
lectual argentino sea el único que haya accedido a la obra del filósofo
alemán, al menos en lo relativo a los póstumos, en su idioma original. A
la sazón, Nietzsche era comúnmente leído a través de las traducciones
al francés de Henri Albert, mientras que Barrenechea contaba con una
edición original de los Nachgelassene Werke. No sabemos con certeza si
contó con la Taschenausgabe, editada en 1906, o la Großoktavausgabe, del
mismo 1911, aunque no hay dudas de que accedió a los 1067 fragmentos
que componen la segunda edición de la obra y no sólo los 483 pertene-
cientes a la primera edición1.
Barrenechea se muestra asimismo como un lector ocasional del
evolucionismo, representado sobre todo por Charles Darwin y Herbert
1
Utilizaremos aquí los tomos 15 y 16 de la Großoktavausgabe siempre en comparación
crítica con la Kritische Studienausgabe de Giorgio Colli y Mazzino Montinari. Para citar
la primera utilizaremos las siglas GOA seguidas del número de tomo y la paginación.
En el caso de la segunda, las siglas serán KSA, seguidas del tomo, la cifra del fragmento
(en caso de que se trate de un póstumo) y las páginas. Con respecto a las traducciones
al español de la obra de Nietzsche, utilizaremos la siguiente nomenclatura, seguida por
el número de página: GC (Gaya Ciencia), BM (Más allá del bien y del mal), CI (Crepúsculo
de los ídolos) y EH (Ecce homo).
144 Mauro Sarquis

Spencer. Del primero sabemos con certeza que ha leído The expression of
the emotions in man and animals, aunque algunos de sus desarrollos teóri-
cos sugieren que estaba familiarizado con las nociones expuestas en On
the origin of species y The descent of man. Además de conocer los princi-
pios elementales de la selección natural y sexual darwiniana, nuestro au-
tor mantuvo un contacto productivo con la obra de Spencer, sobre todo
el segundo volumen de Principles of Psychology y varias compilaciones de
ensayos, entre los que reviste aquí una importancia especial el artículo
“The origin and function of music”, aparecido en Essays: Scientific, Poli-
tical and Speculative.
El objetivo de la presente investigación consiste en aportar algu-
nos elementos para la comprensión de la ascendencia nietzscheana y
evolucionista del concepto barrenechiano de “belleza”. De esta manera,
intenta proveer algunas piezas para el armado de la hoja de ruta que ha
servido a Barrenechea para arribar a sus principales tesis sobre la estética
en general y la música en particular. En el caso particular de la belleza,
Historia estética de la música ensaya una “reducción” de la dimensión es-
tética a un plano biológico. Nuestra hipótesis de trabajo consiste pues en
que dicha reducción hace converger elementos de la visión nietzscheana
del mundo como voluntad de poder, aspectos de la teoría darwiniana
acerca de la conservación y la selección natural y sexual y desarrollos
spencerianos sobre el origen y función evolutivos de la música.

De la estética a la biología

La primera parte de Historia estética de la música se ocupa de definir con-


ceptos estéticos claves y de exponer el estado de la cuestión de ciertas
discusiones contemporáneas en torno al arte. El abordaje barrenechiano
del problema de la belleza, cuestión que nace a partir de la lectura de
la obra de Hanslick Vom Musikalisch-Schönen2, presenta inmediatamente
características que podríamos identificar como nietzscheanas. Nos refe-
rimos puntualmente al hecho de que Barrenechea se interesa ante todo
2
Hanslick defiende una noción formalista de la “belleza”, según la cual lo “bello-musical”
no depende de un supuesto carácter expresivo de la obra, sino de la forma musical, com-
puesta únicamente por el material sonoro. Barrenechea no concuerda con las conclusio-
nes del formalismo hanslickiano, a saber, la imposibilidad de penetrar conceptualmente
en el “contenido” de la obra de arte.
El valor biológico de la belleza 145

por el lugar de enunciación a partir del cual se define lo que es bello, es


decir, por el quién (y no por el qué). La familiaridad con el proceder nietzs-
cheano resulta un hecho evidente en tanto Barrenechea cita, sin aclarar
la obra fuente, una parte del fragmento 811 de Der Wille zur Macht:

Lo que distingue al artista del profano (el receptivo) es que éste


alcanza el punto culminante de su irritabilidad recibiendo y aquél
dando […] Cada uno de los dos estados posee una óptica contra-
ria a la otra. […] Se trata de algo así como de una diferencia entre
los dos sexos. […] Nuestra estética ha sido hasta el presente una
estética femenina en el sentido de que han sido siempre los hombres
receptivos los que han formulado sus experiencias respecto de lo que es
bello. (Barrenechea [1918] 1963: 15-16)3

Al hacerse eco de las palabras de Nietzsche, Barrenechea acuerda con


un método que pregunta por el tipo de hombre detrás de una definición
(véase GOA, 16, 60). La consecuencia de tomar en consideración las ex-
periencias de los hombres respecto de lo que es bello consiste en la de-
marcación de una doble vertiente: por un lado, el reconocimiento de una
“estética receptiva” o “femenina”, conducida por el “profano” (Laien)
en materia de artes; por otro lado, la proyección de una posible estética
fundada en la experiencia de la creación. Barrenechea se entrega pues a
la tarea de delinear los márgenes generales de una estética que intente
penetrar en una comprensión del acto creador, y así poder acceder legí-
timamente al contenido de la obra de arte. El camino que lo conducirá
a la consecución de este objetivo implica una traducción del fenómeno
estético a un lenguaje biológico, a partir del cual será necesario repensar
la definición de la belleza.
Interpelado por la necesidad de arribar a una estética de la creación,
Barrenechea acude nuevamente al filósofo: “debemos reducir, como cree
Nietzsche, los juicios estéticos a valores biológicos” (Barrenechea [1918]
1963: 18). Dado que la reducción barrenechiana no remite explícitamen-
te a pasajes o conceptos nietzscheanos concretos, es menester dirigirse al
Ensayo sobre Federico Nietzsche para determinar con certeza que la noción
misma de semejante “reducción” está motivada por el desplazamiento
nietzscheano de lo estético a lo fisiológico. Puntualmente, Barrenechea
piensa en el cuarto capítulo del tercer libro de Der Wille zur Macht, “La

3
Véase GOA 16, 238-240 y KSA 13, 14[170], 356-357.
146 Mauro Sarquis

voluntad de poder como arte”, al que caracteriza como “una fisiología


general del arte, en que Nietzsche reduce todos los valores estéticos a
valores biológicos” (Barrenechea 1915: 242).
Barrenechea comienza su reducción de lo estético a lo biológico
señalando que “lo bello” queda condicionado a “nuestros valores infe-
riores de conservación”, del mismo modo que ocurre con las categorías
morales (Barrenechea [1918] 1963: 18). En lo que aparenta ser un guiño
a las teorías evolucionistas, la argumentación de la Historia estética de
la música apela al concepto de una selección o discriminación natural
de lo bello a partir del grado de amenaza que un estímulo representa
para el individuo. “Lo que desde el punto de vista estético nos disgusta
instintivamente –afirma Barrenechea– puede ser considerado como algo
perjudicial y contrario a nuestra sensibilidad” (Barrenechea [1918] 1963:
18). Del mismo modo, el sentimiento de lo bello puede ser adjudica-
do a lo que estimula los “movimientos normales” de nuestra condición
perceptiva.
Con el propósito de fundamentar estas afirmaciones, nuestro autor
ensaya un breve relato de corte biológico que pretende describir breve-
mente la lógica elemental de la “vida”, a la cual se encuentra íntimamente
ligada la noción de “belleza”. El punto de partida lo constituye la sospecha
de que no existe, en sentido estricto, una división tajante entre la vida y
la materia inerte, puesto que, por un lado, “la naturaleza tiende a la vida,
y la vida tiende a la fuerza”, mientras que por otro, “bajo la acción de la
necesidad y de coacciones exteriores, la materia reacciona, se mueve hacia
un cierto fin […] es ya la vida” (Barrenechea [1918] 1963: 18). En un gesto
que recuerda ciertos pasajes nietzscheanos en torno a la voluntad de po-
der, Barrenechea piensa una continuidad entre materia y vida e introduce
la “fuerza” como término medio entre ambos. Como consecuencia de
esta identificación, Barrenechea concibe la lógica de la vida como el de-
venir de una “substancia viva” que se particulariza en diversas especies y
organismos mediante un “movimiento bien adaptado” a diferentes fines
determinados.
La conformidad de este movimiento respecto del fin propio de la
especie opera como un eje decisivo en la distinción barrenechiana en-
tre organismos fuertes y débiles, puesto que “quien imita o reproduce
con más perfección el proceso funcional, esencial de la especie, es el que
prospera, el que acrecienta y afirma la vida, así como el individuo que
lo reproduce mal languidece, su vida disminuye, tiende a desaparecer”
El valor biológico de la belleza 147

(Barrenechea [1918] 1963: 19). Semejante topología, de resonancias


nietzscheanas, prepara el terreno para la definición de la belleza en tér-
minos biológicos:

Bien, bello, bueno, útil, es lo que realiza el fin determinado del or-
ganismo; mal, malo, inútil, feo, es todo lo que causa el empobreci-
miento del tipo […]. La belleza es todo lo que refuerza la energía, el
ritmo funcional del tipo; la fealdad obra de una manera depresiva,
es la negación del ritmo de la vida. (Barrenechea [1918] 1963: 19)

De este modo, la argumentación barrenechiana establece una fuerte co-


nexión entre la lógica mediante la que se desenvuelve todo lo vivo y la
noción estrictamente estética de la belleza. Aquellos estímulos que inci-
tan los movimientos normales de nuestra sensibilidad, movimientos que
nos acercan a la realización de los fines de nuestra especie (fines que Ba-
rrenechea no explora aquí) y que, consecuentemente, favorecen nuestro
crecimiento y nos fortalecen, son precisamente aquellos que reciben la
calificación de “bellos”4.
El enraizamiento biologicista de la belleza sirve a Barrenechea para
pensar la “base biológica de la función del arte: afirmar y realizar la ple-
nitud de una vida armoniosa y superior” (Barrenechea [1918] 1963: 20).
El organismo que prospera, aquél que recibe los beneficios del efecto
tonificante de lo bello, es conducido por el arte hacia lo que nuestro
autor da en llamar la “condición estética”, esto es, un estado que “dis-
pone primordialmente de una abundancia extrema de medios de comu-
nicación y expresión, y a la vez una extrema capacidad receptiva para
las excitaciones y los signos” (Barrenechea [1918] 1963: 20). La función
del arte se define entonces en base a una estimulación desbordada de
la sensibilidad del organismo, en torno a la cual se opera un fenómeno
de comunicación. El agente por antonomasia de la condición estética es
lo que reconocemos como “bello”, cuya acción, amplificando tanto la
receptividad como la capacidad de producir un contenido transmisible,

4
Resulta interesante advertir cómo Barrenechea, mediante esta reducción, rechaza táci-
tamente un concepto de lo “bello” fundado en el desinterés subjetivo. Semejante estética,
de raigambre kantiana, era perfectamente conocida por Barrenechea, que habría de ense-
ñar estas problemáticas en los cursos de Estética de la Universidad de Buenos Aires entre
los años 1922 y 1930. Los programas de estos cursos han sido recopilados por Ricardo
Ibarlucía (Biblioteca del Centro de Investigaciones Filosóficas).
148 Mauro Sarquis

consiste en última instancia en suturar la apertura que la “estética feme-


nina” tiende entre el espectador y el creador:

El efecto natural de la obra de arte es provocar […] la condición


estética, es convertir a cada oyente, a cada espectador, a cada con-
templador en otro artista. […] El espectador, el contemplador o
el oyente, no permanece ante la obra de arte en una actitud me-
ramente pasiva; reacciona sin que pueda detener la fuerza propia
que, despertada por el contacto de la obra artística, interpreta,
agrega, contempla a esta misma obra. (Barrenechea [1918] 1963:
20-21)

Rasgos evolucionistas: conservación del individuo y


expresión de sentimientos

Al comienzo del tránsito de lo estético a lo biológico, Barrenechea esbo-


za lo que podríamos considerar una hipótesis de corte evolucionista al
vincular estrechamente las categorías estéticas de lo “bello” y lo “feo”
con los valores de “conservación”. En este sentido, existiría una suerte
de discriminación natural entre lo que agrada y desagrada a nuestra sen-
sibilidad susceptible de adquirir un estatus estético:

Lo bello, la “emoción estética”, son hechos cuyos caracteres que-


dan condicionados, como la categoría de lo bueno, de lo útil, de
lo malo, a nuestros valores inferiores de conservación. Lo que
desde el punto de vista estético nos disgusta instintivamente pue-
de ser considerado como algo perjudicial y contrario a nuestra
sensibilidad. Lo bello es siempre para nosotros instintivamente
todo aquello que suscita y estimula los movimientos normales
de nuestra sensibilidad, que obra activamente sobre toda nuestra
actividad funcional, provocando una sutil y general movilidad or-
gánica. (Barrenechea [1918] 1963: 18-19)

En una primera lectura, estas afirmaciones podrían sugerir un parentes-


co con algunas ideas darwinianas acerca de la evolución de las especies.
Nos referimos particularmente a la noción de “conservación” (preser-
vation) y, estrechamente ligadas a ésta, las ideas de “selección natural”
(natural selection) y “lucha por la vida” (struggle for life). La tendencia del
El valor biológico de la belleza 149

individuo a la conservación es postulada y defendida por Darwin en el


marco de una lucha por la vida, condición que se sigue necesariamente
de la aplicación de la doctrina de Malthus sobre el crecimiento geométri-
co de la población y el aumento aritmético de los medios de subsistencia
en el mundo animal y vegetal. Los organismos crecen a un ritmo verti-
ginosamente desigual respecto de aquel al que proliferan los alimentos
y las defensas contra las inclemencias del medio (Darwin 1859: 63 y ss.)5.
Por esta razón, los seres vivos se encuentran en una situación de compe-
tencia que pone en juego sus vidas. En este contexto, cualquier variación
operada sobre un individuo que propine una ventaja en la lucha termi-
nará por favorecer su supervivencia y la propagación de su descendencia
(Darwin 1859: 127).
La selección natural consiste en el principio que expresa la tenden-
cia de los organismos y, por ende, de las especies, a conservarse y a pro-
pagarse. La mención de Barrenechea al condicionamiento de categorías
estéticas a los valores de conservación podría vincularse así con la lógica
de la selección natural, en tanto la diferencia entre lo “bello” y lo “feo”
depende de una distinción de primer orden entre ventajoso y perjudi-
cial para la preservación del individuo. Lo “bello” habría decantado de
aquello que favorece la conservación y lo feo de lo que representa una
amenaza. En las ocasionales referencias al concepto de “fuerza”, y en
la consecuente topología de organismos fuertes y débiles, la reducción
barrenechiana presupondría asimismo un carácter agónico en la lógica
de la vida (Barrenechea [1918] 1963: 18-19).
Más allá del principio de la selección natural, que no agota todos los
tipos de discriminación y modificación operados en el desenvolvimiento
de la lucha de la naturaleza (Darwin 1859: 6), el naturalista inglés men-
ciona tangencialmente las nociones de beauty y pleasure en el tratamiento
que hace de la relación entre la “selección sexual” (sexual selection) y los
“caracteres sexuales secundarios” (secondary sexual characters) de ciertos
animales, entre los que destacan el canto de las aves en tiempos de apa-
reamiento. Ligada a la necesidad de conservación, la selección sexual
se refiere a la ventaja que ciertos machos tienen sobre otros del mismo
sexo y especie en lo concerniente a la reproducción. Por sobre la prima-
ria diferencia entre los órganos reproductivos, aquellas peculiaridades
5
El concepto de “lucha por la existencia” refiere no sólo a la competición de los indivi-
duos por su propia conservación, sino también, de un modo más general, a la vasta y
compleja red de dependencias de los organismos entre sí.
150 Mauro Sarquis

desarrolladas en la lucha por el apareamiento que diferencian al macho


de la hembra son identificadas como caracteres sexuales secundarios.
Estos últimos se manifiestan en un rango que abarca desde la fortaleza
muscular hasta las sutilezas de los ornamentos, con respecto a las cuales
Darwin desliza referencias a la belleza (Darwin 1871: vol. I, 250; vol. II,
63 y ss.).
En este contexto, las afirmaciones de Barrenechea en torno al con-
dicionamiento biologicista de lo “bello” y lo “feo” pueden leerse des-
de la perspectiva de la selección sexual, según la cual lo bello proviene
de aquello que favorece la conservación no sólo porque rememora el
aseguramiento de la supervivencia física del individuo, sino sobre todo
porque continúa anticipando la consumación del acto reproductivo y la
propagación de la especie. Ligada a la selección sexual, la belleza, todavía
en un nivel biológico, resulta pues una propiedad intrínseca de los carac-
teres sexuales secundarios vencedores (un canto bello, un ornamento
bello) y, por ende, toma parte activa asimismo del proceso generativo o
creativo de la vida6.
Estrechamente vinculada a la belleza como propiedad de los ca-
racteres sexuales secundarios, Darwin esgrime la hipótesis acerca del
carácter expresivo del canto, según la cual el origen del uso de la voz se
encuentra en la expresión de sentimientos “eróticos” (amatory) (Darwin
1890: 88-90). Las afirmaciones de Darwin al respecto son puestas en en-
tredicho por Spencer, cuyas tesis sobre el origen del canto son expresa-
mente defendidas por Barrenechea (Barrenechea [1918] 1963: 77 y ss.).
En el marco de su investigación sobre el origen de la música, Spencer
señala, en respuesta a Darwin, que la postulación del carácter originario
de los sonidos eróticos no cuenta con el soporte de la evidencia por ob-
servación (Spencer 1891: 430-431). Alejado de la noción de una selección
sexual, Spencer hace depender el origen del uso de la voz (y con él, el
origen de la música vocal y consecuentemente de la música instrumen-
tal) de la conjunción de dos leyes generales. Según la primera, tanto en
6
Es importante recalcar que para Barrenechea, lo “bello” no constituye una propiedad
objetiva, es decir, no es un predicado de los fenómenos que llamamos “bellos”. Siguiendo
en esto a Kant, Barrenechea reconoce al fundamento de la belleza como esencialmente
subjetivo, razón por la cual conduce su argumentación, siguiendo también a Nietzsche,
hacia una vindicación de una “condición estética” basada en el “sentimiento de lo bello”.
El vínculo aquí establecido con la condición objetiva del concepto darwiniano de lo “be-
llo” a propósito de los caracteres sexuales secundarios no imposibilita, en principio, un
intento de filiación entre ambos conceptos.
El valor biológico de la belleza 151

los hombres como en los animales existe una relación proporcional di-
recta entre “sentimiento” (feeling) y movimiento, de modo que a mayor
intensidad del aquél, mayor vehemencia en éste. De acuerdo a la segun-
da, los sentimientos se hacen evidentes tanto en los movimientos como
en los sonidos, de modo que las variaciones de la voz son el resultado
fisiológico de las variaciones en el sentimiento (Spencer 1891: 403 y ss.).
Spencer identifica y analiza detenidamente las características sonoras
que modulan, por causas musculares, la expresión del sentimiento (el
volumen, la cualidad del timbre, la altura, los intervalos y las variaciones
de la altura) y concluye que “la música vocal, y por consecuencia toda la
música, es una idealización del lenguaje natural de la pasión” (Spencer
1891: 413-414).
Considerada a través del prisma del evolucionismo spenceriano, la
música aparece como una manifestación decantada de la expresividad
natural del hombre. Si bien Barrenechea no recurre a los argumentos de
Spencer en su reducción a lo biológico, existe un paralelismo manifiesto
entre estos desarrollos en torno a la naturaleza esencialmente expresi-
va de la música y el deslinde barrenechiano de lo bello con respecto al
formalismo hanslickiano. La remisión de Barrenechea a la conservación
señala en dirección al evolucionismo darwiniano en el mismo sentido en
que toda la reducción pretende sentar las bases de una estética no feme-
nina. En este sentido, es verosímil postular que Barrenechea condiciona
los valores estéticos a la conservación con el fin de hacer concordar una
noción biológica de lo “bello” con una teoría estética expresiva basada
en las discusiones desatadas en el seno de la teoría evolucionista.

Rasgos nietzscheanos: voluntad de poder y


embriaguez

Más allá de la presencia de Nietzsche en el ya señalado abordaje barrene-


chiano de lo “bello” y de la mención al filósofo al comienzo de la reduc-
ción de lo estético a lo biológico, reviste una importancia capital señalar
que la remisión de Barrenechea a la “conservación”, si bien sienta la po-
sibilidad de una filiación evolucionista, proviene no obstante directamente
de Nietzsche. En este sentido, la fuente inequívoca es el fragmento 804 de
152 Mauro Sarquis

Der Wille zur Macht, donde Nietzsche mismo se expresa en términos de


Erhaltung (“conservación”):

Lo que se nos opone instintivamente en sentido estético se com-


prueba, en virtud de una muy larga experiencia, como dañino,
peligroso y acreedor de desconfianza para el hombre: el instinto
estético que habla repentinamente (en la aversión, por ejemplo)
lleva en sí un juicio. En este sentido, lo bello se encuentra en la
categoría general de los valores biológicos (biologischen Werthe)
de lo útil, de lo benéfico, de lo que intensifica la vida [...] De este
modo lo bello y lo feo son reconocidos como condicionados en
relación con nuestros valores de conservación inferiores (unsre
untersten Erhaltungswerthe). (GOA 16: 230-231; véase KSA 12, 10
[167]: 554-555)7

Es evidente que la argumentación de Barrenechea parafrasea en gran


medida el fragmento nietzscheano, donde lo “bello” es asimismo carac-
terizado como el agente de “aumento del sentimiento de poder” (Verme-
hrung von Machtgefühl). Por esta razón, la belleza varía de acuerdo con la
intensidad del sentimiento de poder que se corresponde con la “conser-
vación” de diversos tipos de hombre, el “hombre de rebaño” (Heerden-
mensch), el “hombre de excepción” (Ausnahmemensch) y el “superhom-
bre” (Über-Mensch) (GOA 16: 231).
En la medida en que existen puntos de contacto entre Nietzsche y
el evolucionismo representado tanto por Darwin como por Spencer, la
similitud de los desarrollos de Barrenechea y Nietzsche no deberían anu-
lar, en un principio, las filiaciones evolucionistas trazadas en el apartado
anterior. El contacto de Nietzsche con el darwinismo probablemente se
deba a la lectura de Geschichte des Materialismus, de Albert Lange. En el
año de su publicación, el filósofo tomó contacto con una obra que lo
introdujo, entre muchas otras, a la problemática abierta entre el darwi-
nismo y la teleología. A partir de la lectura de esta obra, Nietzsche adop-
ta la perspectiva darwiniana del lugar del hombre en la naturaleza, su
proveniencia de formas animales, el uso de herramientas como la ra-
zón en defensa propia, y el empleo del “engaño” o la “mentira” para

7
El título original del fragmento ha sido tergiversado. Donde Nietzsche titula “Aesthetica.
Zur Entstehung des Schönen und des Häßlichen” (Estética. Sobre la génesis de lo bello
y lo feo), la edición de Kröner tergiversa en “Biologischer Werth des Schönen und des
Hässlichen” (Valor biológico de lo bello y lo feo).
El valor biológico de la belleza 153

su supervivencia (Stack 1983: 156). No obstante, el filósofo no termina


comulgando con la totalidad de la teoría darwiniana y se muestra inque-
brantable en su crítica a ciertas nociones claves del evolucionismo, como
la “supervivencia del más fuerte” a causa de la selección natural. Estas
observaciones se encuentran acertadamente apuntadas en el Ensayo sobre
Federico Nietzsche:

La lucha por la existencia no se cumple necesariamente en favor


de los más fuertes: el progresivo perfeccionamiento de los seres
es consecuencia supuesta de esta lucha; es, pues, pura fantasía.
La lucha por la vida puede beneficiar tanto al débil como al fuer-
te, y la astucia muchas veces suple con ventaja a la fuerza. El
hombre como especie no progresa y como especie no represen-
ta un progreso ante los demás animales. En ningún caso se ha
probado que de los organismos inferiores se desenvuelvan orga-
nismos superiores. Todos crecen conjuntamente, en confusión,
unos sobre y contra otros, y las formas más ricas y complejas que
llamamos tipos superiores, perecen con más facilidad. (Barrene-
chea 1915: 241)8

A la luz de estas apreciaciones, es evidente que Barrenechea no concibe a


Nietzsche como un antievolucionista, sino que reconoce en él una refu-
tación del sentido, a veces extremadamente optimista, que los procesos
evolutivos reciben por parte del darwinismo. Barrenechea sabe que en
la filosofía de Nietzsche no se niega la lucha por la existencia ni la im-
portancia de la adaptación al medio. Podría afirmarse entonces que la
“reducción” y la “belleza” barrenechianas se hallan concebidas en una
perspectiva evolucionista general que se sostiene sobre los pilares asen-
tados por Darwin y las significativas objeciones levantadas por Nietzs-
che, derivadas sin duda de la lectura de Lange, al sentido teleológico
optimista y, en cierto sentido, antropomórfico, de la evolución.
Sin embargo, es Nietzsche mismo quien, en un gesto aparentemen-
te contradictorio, lanza una dura crítica a la noción misma de “conser-
vación” en tanto principio que guía y ordena la heraclítea lógica de la
vida. En un comentario a las tesis principales de Jenseits von Gut und Böse,
Barrenechea resume:

8
Véase Stack 1983: 180. Asimismo KSA 13, 15[8]: 408-409 (GOA 15: 204); KSA 13, 14[123]:
303-305 (GOA 16: 148-151); KSA 5: 182-183 (BM 206-208); KSA 5: 214-217 (BM: 242-245).
154 Mauro Sarquis

El instinto fundamental de la vida, se lee ya en Más allá del bien y


del mal, no es el de la conservación, como aseguran los biólogos
de la escuela inglesa. Lo que vive quiere imponer su fuerza. La vida
es voluntad de poder, de afirmarse, de dominar. La conservación
no es más que un efecto indirecto y frecuente de este instinto.
Su expresión característica es “voluntad de poder”. (Barrenechea
1915: 231)9

Como se desprende inmediatamente de este pasaje, Barrenechea sa-


bía con certeza que para Nietzsche el instinto de conservación no re-
presenta el principio fundamental de la lucha por la existencia. En la
filosofía nietzscheana, lo vivo se define en función de la consecución e
imposición de la fuerza, algo que Barrenechea desliza en su reducción
al mencionar que “la vida tiende a la fuerza”. Existe para Nietzsche una
“pulsión vital fundamental” que “va en pos de la ampliación del poder
y, con harta frecuencia […] pone en cuestión y sacrifica la autoconser-
vación (Selbsterhaltung)” (KSA 3: 585; GC: 348-349). Dicha pulsión es la
“voluntad de poder” (Wille zur Macht), cuya lógica es primordialmente
de carácter expansivo.
En el marco de la filosofía nietzscheana, la voluntad de poder ocu-
pa un lugar de suma importancia, puesto que Nietzsche ensaya con ella
una interpretación de la constitución misma del mundo. En resumidas
cuentas, se trata de una noción concebida en un intento por sortear las
barreras del lenguaje metafísico, y esgrimida con el propósito de con-
feccionar una “representación metafórica o figurativa” que posibilite la
construcción de conocimiento10. Entendida como hipótesis o metáfora
del mundo, la voluntad de poder posee una extensión virtualmente ili-
mitada, merced a la cual rebasa el ámbito de lo estrictamente orgánico
y alcanza el vasto círculo de lo inorgánico (véase KSA 11, 36[31]: 563 y
38[12]: 610-611; GOA 16: 104 y 401-402). Como consecuencia de esta po-
tencia hermenéutica, el concepto nietzscheano de “vida” (Leben) incluye
tanto a los organismos que son objeto de la biología como a aquellos ele-
mentos y procesos que corresponden a la física y a la química (véase KSA
9
La cursiva es nuestra. Barrenechea no explicita que el aforismo al que hace referencia,
casi en un gesto de paráfrasis, es el número 13 de Jenseits von Gut und Böse (KSA 5: 27-28;
BM: 36-37).
10
Véase el carácter de principio no metafísico de la “voluntad de poder” en Laiseca 2001:
281. Véase asimismo la relación entre la “voluntad de poder” y la “ficción explicativa”
según Lange en Stack 1983: 16.
El valor biológico de la belleza 155

11, 36[22]: 560-561; GOA 16: 117). En virtud de la alianza entre estos do-
minios, la vida ya no queda restringida al campo de lo orgánico, sino que
es definida en relación con la fuerza y los procesos en los que un estado
de la lucha de fuerzas queda relativamente fijado. La disolución de la
diferencia orgánico-inorgánico y la consecuente expansión del concepto
de vida son tales que ya no tiene sentido hablar de lo propiamente inor-
gánico: “la voluntad de poder es aquello que guía el mundo inorgánico, o
mejor dicho –sentencia Nietzsche– no existe ningún mundo inorgánico”
(KSA 11, 34[247]: 504)11.
Si ya no cabe hablar de un mundo inorgánico, afirmaciones como
la de Barrenechea en torno a la equivalencia entre la mera materia y la
vida podrían quedan justificadas en el marco de una influencia o reper-
cusión de la doctrina de la “voluntad de poder” en la concepción misma
de “vida”.
Si todo lo vivo responde a la lógica de la voluntad de poder, ¿cómo
comprender la remisión nietzscheana de los valores estéticos a la “con-
servación”, noción relegada a un segundo orden? Y sobre todo, ¿cómo
recibe y comprende esta problemática el mismo Barrenechea?
En primer lugar, es probable que el sentido de “conservación” tra-
bajado por Nietzsche en el mencionado fragmento 804 no equivalga al
sentido darwiniano. Como se desprende de los desarrollos de The origin
of species y The descent of man, la preservación del individuo depende
siempre de una selección, sea ésta natural o sexual. El punto de disiden-
cia de Nietzsche reside en el tipo de hombre que sobrevive mediante
el curso natural de la selección: para Darwin será el más apto, es decir,
el más fuerte (vigorous) (Darwin 1859: 79), mientras que para el filóso-
fo será el hombre promedio, esto es, el “hombre de rebaño”. Debido a
que el fragmento 804 relaciona la noción de lo “bello” a la conservación
de diversos tipos de hombre, entre los que han de contarse, además del
hombre promedio, el hombre de excepción (cercano seguramente a la
figura del “espíritu libre”) y el mismo Übermensch, es verosímil postu-
lar que el sentido de “conservación” utilizado por Nietzsche responde
a una selección artificial, es decir, a la “cría” (Züchtung) de diversos ti-
pos de hombre (Stack 1983: 161)12. Los “valores de conservación inferio-
res” mencionados por Nietzsche no implicarían así necesariamente un
11
Este fragmento no aparece en GOA.
12
Nietzsche se refiere al tópico de la “cría” en varios pasajes. Véase KSA 12, 9[153]: 424-426
(GOA 16: 305-307) y EH: 79; BM: 206-208, 218-220, 242-245 y CI: 78-80.
156 Mauro Sarquis

deslinde de la lógica expansiva de la voluntad de poder. Apoya esta idea


un aforismo de Götzen-Dämmerung en el que Nietzsche explora el carác-
ter condicionado de lo bello y concluye que:

En lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la


perfección; en casos escogidos se adora a sí mismo en lo bello.
Sólo de ese modo puede una especie decir sí a sí misma. El más
hondo de sus instintos, el de autoconservación (Selbsterhaltung) y
autoexpansión (Selbsterweiterung), sigue irradiando en tales subli-
midades… (KSA 6: 123-124; CI: 104)

A diferencia de Nietzsche, Darwin no considera la conservación en el


mismo plano que la expansión del individuo. Si bien es cierto que la pre-
servación asegura la proliferación de la especie, la autoexpansión nietzs-
cheana antes de remitir a la reproducción, señala claramente en direc-
ción a la lógica expansiva de la voluntad de poder.
Por otro lado, es cierto que Barrenechea no hace mención en nin-
gún momento a la idea de una selección deliberada o a la cría de un tipo
de hombre con respecto a los valores estéticos. En efecto, el rol biológico
de lo “bello” consiste en acrecentar las energías vitales de un hombre
que deviene “fuerte” en virtud de un desenvolvimiento natural. En este
sentido, la tipología barrenechiana de hombres débiles y fuertes, si bien
reproduce la forma y la terminología nietzscheana (véase KSA 3: 619-622;
GC: 394-398), parece corresponderse más con una selección natural. Si
existe un ángulo desde el cual la caracterización barrenechiana biologi-
cista de lo “bello” puede ser aún considerada en relación con la consecu-
ción de la fuerza propia de la voluntad de poder, éste debe ser abordado a
partir de la noción barrenechiana de “condición estética”, la cual parece
traducir casi al pie de la letra el concepto nietzscheano de “embriaguez”
(Rausch), concepto estrechamente vinculado a la voluntad de poder.
En el mismo fragmento en que Nietzsche hace mención a la estéti-
ca femenina, estética que Barrenechea expresamente pretende superar,
el filósofo enumera los “estados fisiológicos” que se encuentran espe-
cialmente desarrollados en el artista, entre los que se destaca la “embria-
guez”: “El aumento del sentimiento de poder; la interior necesidad de
transformar las cosas en un reflejo de la propia plenitud y perfección”
(KSA 13, 14[170]: 356). El sentido de esta descripción radica en la inten-
ción nietzscheana de penetrar y registrar “la experiencia respecto de lo
El valor biológico de la belleza 157

que es bello” ya no desde la perspectiva de los hombres receptivos, sino


desde la óptica de los creadores. El artista experimenta la belleza en un
estado en el que la sensación interna de la propia fuerza es aumentada
al punto de necesitar transfigurar lo exterior, de tener que transformarlo
en un reflejo de ese mismo sentimiento de abundancia y exceso (véase
CI: 96-97). Por su parte, Barrenechea comulgará con la idea de que la
experiencia de lo bello está íntimamente relacionada con una esencial
cuota de exceso o sobreabundancia, con un movimiento de ascenso o
aumento del “sentimiento de poder” (Machtgefühl) o del “sentimiento de
intensificación de las fuerzas” (Gefühl der Kraftsteigerung) (véase KSA 12,
10[167]: 554-555; GOA 16: 230-232) y también KSA 13, 14[115]: 293-294;
GOA 16: 227-228). En efecto, Barrenechea concluye que “todo arte tie-
ne sobre la sensibilidad un efecto tónico y reactivo, aumenta la energía,
acrecienta la fuerza, acelera y acentúa el ritmo funcional, enciende en
el alma la alegría, es decir, el sentimiento de fuerza acrecentada” (Ba-
rrenechea [1918] 1963: 20). Tanto en Nietzsche como en Barrenechea
es la belleza el agente principal que vehiculiza el aumento de energía y
produce un “fenómeno de plenitud de vida, de superabundancia de las
fuerzas instintivas” (Barrenechea [1918] 1963: 20).
En un pasaje de Götzen-Dämmerung, obra estudiada y analizada por
Barrenechea, Nietzsche describe los efectos tonificantes de la embria-
guez en relación a los principios estéticos de lo apolíneo y lo dionisíaco.
En el segundo caso, la embriaguez dionisíaca, “lo que queda excitado e
intensificado es el sistema entero de los afectos: de modo que ese sistema
descarga de una vez todos sus medios de expresión y al mismo tiempo
hace que se manifieste la fuerza de representar, reproducir, transfigu-
rar, transformar…” (KSA 6: 117; CI: 98). A la excedencia de los sentidos
pertenece asimismo “una superabundancia de medios de comunica-
ción, junto con una extrema receptividad a los estímulos y señales. Es
la culminación de la comunicatividad y de la traducibilidad entre seres
vivos” (KSA 13, 14[119]: 296; citado en Vattimo 1996: 131-132). De este
modo, la embriaguez nietzscheana no sólo da cuenta de un aumento
de las energías y de una exitosa consecución de las fuerzas (caracteres
de la “condición estética” barrenechiana), sino también de la potencia-
ción de la capacidad de comunicación del hombre bajo el influjo de la
belleza. Podríamos aventurar, de acuerdo a lo formulado por Nietzsche
y a lo sugerido por Barrenechea, que la capacidad transfiguradora del
cuerpo, excitado por la embriaguez, se encuentra posibilitada por una
158 Mauro Sarquis

suerte de puente “lingüístico” o “semiológico” tendido entre el sujeto


y las cosas. El arte es exceso porque la sobreabundancia de fuerzas hace
hablar a las cosas mismas. Si bien Barrenechea no pretende, al menos
expresamente, dotar al arte de la capacidad de “hacer hablar a las cosas”,
entiende que en la sobreabundancia de medios expresivos provocada por
la “condición estética” del aumento de la energía y el acrecentamiento
de la fuerza reside la clave para penetrar definitivamente en el contenido
vital de la obra, en aquello que la obra quiere comunicar y que, contra el
formalismo hanslickiano, no resulta en absoluto impenetrable.

Conclusiones

A lo largo del recorrido realizado, han sido puestas de relieve posibles fi-
liaciones entre las afirmaciones de Barrenechea, relativas a su reducción
de lo estético a lo biológico, y elementos de la corriente evolucionista,
presentes tanto en Darwin como en Spencer, así como nociones claves
de la filosofía nietzscheana. Más allá de las dificultades que en cada caso
emergen ante la falta de exactitud terminológica y referencia explícita a
las fuentes, es indudable que la reducción barrenechiana presenta rasgos
de parentesco con las mencionadas vertientes. La correcta proporción y
distribución de pesos en este parentesco no es fácil de determinar, pero
pueden hacerse algunos señalamientos a modo de conclusión.
Uno de los ejes que pueden ayudar a dirimir esta cuestión es el
concepto de “conservación”, que si bien es pensado por Barrenechea
(y por Nietzsche) en el marco de una teoría general y poco rigurosa de
la evolución biológica, su sentido específico parece escapar a las preci-
siones de Darwin y de Spencer y aparenta tomar la coloración de las
críticas nietzscheanas a la “selección natural”. Con todo, Barrenechea no
es determinante en cuanto a la pertinencia de una selección artificial y,
por ende, el sentido último de la “conservación” queda oscurecido. Aun
así, en la hoja de ruta de Barrenechea, Nietzsche parece prevalecer sobre
Darwin porque traza la matriz sobre la cual el intelectual argentino desa-
rrolla su teoría de la “base biológica de la función del arte”. Esta matriz
se encuentra estructurada por la equivalencia entre lo orgánico y lo inor-
gánico y el rol central otorgado a la “embriaguez”, ambas consecuencias
directas de una visión del mundo como “voluntad de poder”.
Si bien la teoría de Darwin podría explicar la divergencia
El valor biológico de la belleza 159

barrenechiana entre lo bello y lo feo, no puede dar cuenta apropiada-


mente del carácter tonificante de lo bello, sobre todo en su carácter de
excitador de las capacidades comunicativas. En este aspecto, la teoría de
Darwin es superada por las observaciones de Spencer acerca del enraiza-
miento expresivo de la belleza. Si cabe adjudicar rasgos evolucionistas a
la estética de Barrenechea, Spencer parece ajustarse mejor dado que sus
conclusiones en torno a la potencia comunicativa del canto confluyen
sin mayores dificultades con la “condición estética”, que hunde sus raí-
ces en la embriaguez nietzscheana.
Si una certeza puede ser sostenida en lo relativo a la recepción del
evolucionismo y de la filosofía nietzscheana en torno al valor biológico
de la belleza, ésta reside en el carácter activo y creador del pensamiento
barrenechiano. Nuestro autor no se ha limitado a compendiar acrítica-
mente las posturas mencionadas, sino que las ha sometido, podríamos
decir, a una fragua intelectual que ha dado lugar a diversas aleaciones.
Esta investigación se ha encargado sólo de un pequeño número de filia-
ciones, dejando un vasto campo todavía por explorar.

Bibliografía
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160 Mauro Sarquis

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Wenzel, Band 10 (Berlin-New York: Walter de Gruyter).
Vattimo, Gianni (1996), Introducción a Nietzsche, traducción de Jorge Binaghi
(Barcelona: Península).
11

La biologización de la belleza

Santiago Ginnobili

El estudio que me toca discutir es sumamente interesante, y debo acla-


rar que mis comentarios son parciales. Pues no trabajo sobre Friedrich
Nietzsche ni en temas de filosofía del arte. Tampoco soy un conocedor
de la filosofía y biología de Herbert Spencer. Mis comentarios serán sólo
acerca de las influencias de Charles Darwin sobre Mariano Barrenechea.
En este sentido, los comentarios no hacen justicia a la riqueza presente
en el trabajo. Tal vez, sin embargo, puedan permitir complementarlo.
El punto, según el autor, es que para la concepción nietzscheana de
Berrenechea del fenómeno estético como creación, (y no como recep-
ción), es un paso fundamental la biologización de la belleza. Allí entra-
rían los conceptos darwinianos, que son utilizados por Berrenechea sin
mencionar fuentes de manera explícita. Mauro Sarquis intenta mostrar
el modo en que los conceptos darwinianos son retomados y reelaborados
en la obra en cuestión, y sobre este punto es sobre el que me centraré.
Haré tres tipos de comentarios al texto. Los primeros tienen que
ver con el lugar de la belleza en la obra de Darwin. Los segundos sobre si
es efectivamente Darwin el que influye sobre Barrenechea. Y, finalmen-
te, una pregunta respecto a la voluntad de poder.
162 Santiago Ginnobili

Darwin y la belleza

La biología funcional darwiniana

Sarquis señala que la noción de belleza es mencionada tangencialmente


por Darwin en el tratamiento de la selección sexual. Quisiera señalar
que el papel que en Darwin ocupó la reflexión respecto a la belleza es
mucho más extenso del sostenido por el autor, pues tal vez pueda ser útil
el punto en la discusión de las influencias de Darwin sobre Barrenechea.
Suele presentarse (incluyendo a la presentación de Darwin mismo)
el rol de la teoría de la selección natural (TSN) como intentando dar
cuenta del fenómeno de la adaptación de los organismos al ambiente.
Este fenómeno era explicado, en la presentación habitual, en el marco
de la teología natural apelando al diseño inteligente del creador. En este
sentido podría pensarse que la teoría del diseño inteligente de los teólo-
gos naturales y TSN compartirían sus explananda. Caponi en La segunda
agenda darwiniana (Caponi 2011), señala que tal idea es equivocada. Pues,
basta leer Paley para detectar que el tipo de adaptaciones de los teólogos
naturales difería sustancialmente de aquéllas encontradas por Darwin.
Los rasgos de los organismos, y los organismos vivos mismos, en los
teólogos naturales y los naturalistas anteriores a Darwin, se explicaban,
en muchos casos, por su lugar o rol en la economía natural. En particular
para los teólogos naturales, la economía natural se encontraba limitada
o constituida por el plan de la creación. Así, los frutos tenían el objetivo
de alimentar a los animales, las plantas tienen el objetivo de purificar el
ambiente, la noche tiene como objetivo permitir el sueño a los animales,
y en particular, las flores tienen como propósito embellecer la creación:

¿Por qué, por tomar un ejemplo de muchos, la corola del tulipán,


cuando avanza en su tamaño y madurez, cambia su color? El pro-
pósito, hasta donde podemos ver, de la nutrición vegetal, podría
haber sido mantenido también si continuara siendo verde. […]
¿No es más probable que esta propiedad, que es independiente,
como parece ser, de las necesidades y utilidades de la planta, haya
sido calculada para la belleza, procurada para la ostentación? (Pa-
ley 1809: 199-200)

La belleza a veces es planteada como un fin de la creación en sí mismo y


La biologización de la belleza 163

otras parece funcionar al servicio de los humanos (Paley 1809: 202) o de


otros congéneres (Paley 1809: 197). Ejemplos, entre otros, de la función
estética lo constituyen el plumaje adornado de las aves o el color del iris
(Paley 1809: 198-199).
El punto es que, si bien TSN podía explicar el origen de ciertas
adaptaciones que se identificaban en períodos previos a Darwin (las
adaptaciones fisiológicas por ejemplo seguían siendo del mismo tipo), no
podía dar cuenta de este tipo de adaptaciones en donde los organismos
hacen algo por otros, por el sistema general o en favor de los humanos.
Este tipo de discusiones no es acerca del origen de las adaptaciones,
sino acerca de la identificación de las adaptaciones en sí mismas: ¿cuáles
son los objetivos que los rasgos funcionales pueden perseguir? Para que
su enfoque sea aceptable, Darwin tuvo que cambiar la biología funcional
previa (Ginnobili 2013 y 2014). Embellecer al mundo ya no era un ob-
jetivo que las flores pudieran cumplir. Algunos casos de belleza (como
el color del iris, o la cola del pavo real) efectivamente serán considera-
dos como relacionados con objetivos reproductivos, y luego subsumidos
bajo la selección sexual. Pero el caso en que Darwin más trabajó fue
justamente el de las flores. El objetivo de las flores ya no sería en ningún
sentido el de embellecer la creación, sino el de evitar la autofecunda-
ción, o incrementar la fecundación cruzada. Darwin dedico tres obras
extensas a esta cuestión (1876, 1877a y 1877b) y varios artículos. Todas
estas obras son sobre la belleza. Sobre cómo la belleza no es un objetivo
(ahora no consciente, por supuesto) que los rasgos de los organismos
puedan perseguir.
Esto por supuesto tiene que ver con dar cuenta del origen de rasgos
que nos parecen bellos de otras especies, pero no acerca de la capacidad
de percibir o producir belleza en los humanos.

Belleza y conservación

La biologización de lo bello parece asumir en Barrenechea una reduc-


ción a lo que favorece la conservación del individuo. La explicación de
la belleza de las flores a partir del objetivo de evitar la endogamia, o
favorecer la fecundación cruzada, tiene que ver con la conservación (en
el sentido de incrementar el éxito reproductivo a través de la mejora en
la supervivencia de los organismos), pero los caracteres sexuales secun-
darios moldeados por la selección sexual, como el plumaje de los pájaros
164 Santiago Ginnobili

o el iris en los humanos, mejoran el éxito reproductivo no a través de


una mejora de la conservación (supervivencia). La biologización de la
belleza debiera, en consecuencia, relacionarse no con la conservación
del individuo (que no siempre está presente, tómese en cuenta que en
muchos casos los rasgos moldeados por la selección sexual, como la cola
del pavo real, podrían en realidad implicar un empeoramiento de la su-
pervivencia), sino, en todo caso, con la mejora en el éxito reproductivo
diferencial del individuo. No toda aplicación de TSN supone una mejora
en la supervivencia de los individuos (Ginnobili 2010).
Por otra parte, es interesante señalar que Darwin aceptaba la se-
lección de grupo. Algunos rasgos, como aquéllos que tienen los insectos
neutros (aquellas castas que no se reproducen) se explican en base a la
selección actuando sobre la comunidad a la que el individuo pertenece.
En definitiva, no es cierto, en Darwin, que todo rasgo evolucionado
por selección natural presuponga su rol en la conservación del indivi-
duo, como parece presuponerse en los textos de Barrenechea, según la
presentación del texto en discusión.

La reducción de lo bello a lo útil

Pero además, no toda explicación evolutiva de un rasgo presupone que


ese rasgo en particular estuvo afectado por la selección natural por hacer
lo que hace.
El tratamiento de Darwin de la belleza de las flores presentado
anteriormente es en algún sentido incompleto. Como veíamos, los du-
raznos son sabrosos y nutritivos no porque tengan un rol en la economía
natural, sino porque brindan esa recompensa a cambio de que uno es-
parza sus simientes. A nosotros nos parecen ricos los duraznos, porque
son nutritivos. Aprendimos darwinianamente de la naturaleza a que nos
parezca rico lo saludable y feo lo venenoso. Uno puede pensar que éste
es un caso de coadaptación. Pero, ¿por qué nos parecen bellas las flores,
que en principio estaban destinadas a los insectos? Es posible realizar
una explicación coadaptativa semejante a la de los duraznos y nosotros,
para explicar por qué las flores son bellas para las mariposas, pero ¿por
qué las colas de los pavos reales y las flores nos parecen bellas a nosotros?
El darwinismo en este aspecto es sumamente versátil. La belleza de
las flores a los ojos de los humanos, no tiene por qué ser considerado un
rasgo adaptativo. Somos descendientes de primates, a eso debemos que
La biologización de la belleza 165

seamos tricrómacos (los mamíferos suelen ser dicrómacos). Puede ser


que esta capacidad en los primates se haya desarrollado para distinguir
frutos sobre el fondo verde. Las flores también evolucionaron para re-
saltar sobre el fondo verde de las plantas. Es decir, la belleza de las flores
a ojos de humanos puede ser un efecto colateral de otras adaptaciones.
O incluso, puede ser que la belleza sea un rasgo que no se conecta
evolutivamente con ninguna adaptación. La reducción de lo bello a lo
útil no tiene por qué ser tan directa como la planteada por Barrenechea.
Así como la nariz no evolucionó para sostener los lentes, nuestra capa-
cidad de detectar belleza, o de producirla, no tiene por qué relacionarse
de manera directa con nuestras capacidades reproductivas, para dar una
historia darwiniana de su origen.

¿Son las influencias de Darwin?

Esencialismo

Sarquis cita el siguiente texto de Barrenechea:

Bien, bello, bueno, útil, es lo que realiza el fin determinado del


organismo; mal, malo, inútil, feo, es todo lo que causa el empo-
brecimiento del tipo […]. La belleza es todo lo que refuerza la
energía, el ritmo funcional del tipo; la fealdad obra de una mane-
ra depresiva, es la negación del ritmo de la vida. (147)

Es interesante recalcar que la cita parece, en realidad, predarwiniana.


De hecho parece aristotélica o platónica. La idea de que existe un tipo
que se instancia en todos los organismos de la especie es esencialista. El
concepto de forma aristotélico (eidos) fue traducido al latín como species.
El hecho de que hoy utilicemos “especie” sólo para nombrar las clases
de organismos es indicativo de que luego de la revolución copernicana el
aristotelismo se refugió en la historia natural (también el modo en que
nos referimos a las especies a través del género y la diferencia específica).
La idea de que conocer una especie era conocer lo esencial a la especie
detrás de todo lo accidental es justamente lo que Darwin deja de lado,
pues lo que importa para entender la evolución es justamente la varia-
ción (Dewey 1910). A eso se lo suele llamar el cambio del pensamiento
166 Santiago Ginnobili

esencialista por el poblacional (Mayr 1976: 26-29; Lewens 2007: 83-90;


Sober 1980).

Supervivencia del más atorrante y la crítica de Nietzsche

En ediciones posteriores del Origen de las especies, Darwin propone dejar


de utilizar la expresión “selección natural” que había sido acuñada en
analogía con la selección artificial, porque da la sensación de que la natu-
raleza tiene fines conscientes. Propone utilizar la expresión de Spencer
“supervivencia del más apto”. El más apto, para Darwin, no tiene por
qué ser el más vigoroso, ni el más fuerte. La lucha por la existencia debe
ser entendida metafóricamente, se trata en realidad de una lucha por
dejar descendencia (Darwin 1859: 62). Una prueba de esto es justamente
el papel que Darwin daba a la selección sexual, en donde los caracteres
secundarios no sólo no estaban relacionados con la supervivencia, sino
que además podían dificultarla (colores llamativos de los pájaros, cola
del pavo real, cuernos del ciervo).
La cita de Barrenechea acerca de la supervivencia del más fuerte
como una crítica a Darwin en realidad podría ser una frase del mismo
Darwin: “La lucha por la vida puede beneficiar tanto al débil como al
fuerte, y la astucia muchas veces suple con ventaja a la fuerza”.
Por supuesto, Darwin a veces dice cosas como “en la selección na-
tural el más vigoroso tiene éxito” para contraponerla con la selección
sexual. También puede hablar de “perfección” o de “animales superio-
res”. Hay que entender que todo innovador debe utilizar el lenguaje
disponible para comunicar (¡y pensar!) sus propias ideas. A la larga, el
significado de ese lenguaje va cambiando (lo que pasó por ejemplo con
el término “evolución”). Para Darwin, la evolución era completamente
contingente, no era progresiva y no era dirigida (de hecho, por eso no
usa la palabra “evolución”) y el más apto no es siempre el más fuerte.
Puede ser el que se mimetiza con el ambiente, el que imita una forma ve-
nenosa, aquél cuyas simientes flotan mejor en el viento, aquél que tiene
más cantidad de hijos, o aquél que tiene pocos y los cobija, la colmena
cuyos individuos altruistas pueden entregar su vida por la reina, el más
seductor, el que adorna más creativamente su nido, etc.
Luego, el autor aclara que esta versión teleológica y antropomór-
fica de la evolución podría tener que ver con la lectura que Nietzsche
hizo de Darwin a través de Lange. Puede ser, pero en ese caso habría que
La biologización de la belleza 167

matizar la afirmación: “A la luz de estas apreciaciones, es evidente que


Barrenechea no concibe a Nietzsche como un antievolucionista, sino que
reconoce en él una refutación del sentido, a veces extremadamente op-
timista, que los procesos evolutivos reciben por parte del darwinismo”.
Probablemente esta deformación del pensamiento original darwiniano
también tenga que ver con la recepción del darwinismo en Argentina
a través de Spencer. Como sea, puede sostenerse que la influencia de
Darwin sobre Nietzsche es más directa de lo que el mismo Nietzsche
explicita (Caponi 2009).

¿Primatocentrismo?

Siempre que se entabla un diálogo entre tradiciones diferentes hay que


tener cuidado de no cometer el error de no tomar en cuenta la posible
inconmensurabilidad entre tales tradiciones. El error más típico de esta
omisión consiste en atribuir el significado de la propia tradición a las
palabras del otro, considerando en consecuencia las afirmaciones rea-
lizadas en base a esas palabras como sinsentidos. Teniendo en cuenta
este punto, y la diferencia de tradición que me separa de los estudios
nietzscheanos, hago una pregunta ingenua, neófita, aunque darwinista.
La noción de poder (bajo las tradiciones que me son familiares)
adquiere aplicabilidad en poblaciones sociales jerarquizadas. Las pobla-
ciones de primates en general lo son, y eso implica que todos los estudios
acerca del poder resultan sobremanera fructíferos para estudiar a los hu-
manos. Sin embargo, ¿no puede resultar antropocentrista, o primatocen-
trista, aplicar la noción de poder a toda la vida (cuando la mayor parte
de la vida no es social, y mucho menos, jerarquizada)? (La pregunta no
pretende ser crítica, sino una invitación al diálogo entre tradiciones que
usualmente no dialogan).

Bibliografía
Caponi, Gustavo (2009), “Historia del ojo - Nietzsche para darwinianos; Darwin
para nietzscheanos”, Temas & Matizes, 15: 10-26.
----- (2011), La segunda agenda darwiniana. Contribución preliminar a una historia del
168 Santiago Ginnobili

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tural darwiniana y el diseño inteligente de la teología natural”, Theoria, 29,
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sophy of Science, 47: 350-383.
12

La paradoja de la ficción y las


emociones ficcionales

Lucas Bucci

La paradoja

La “paradoja de la ficción” es, quizá, el fenómeno más discutido en filo-


sofía del cine. ¿Por qué me asusto de un monstruo que sé que está hecho
de papel maché, cartulina y un poco de plástico? ¿Por qué lloro la muerte
de Artax el caballo de Atreyu en La historia sin fin si sé que durante la
filmación de la película ningún animal ha salido dañado, si sé que Atreyu
no existe, si sé que –en realidad– todo lo que sucede en pantalla es una
puesta en escena, un evento montado para que parezca real pero que no
es real?
La paradoja de la ficción fue presentada por primera vez en la li-
teratura actual por Colin Radford (1975)1 y planteaba la irracionalidad
de que nos emocionemos por los eventos –ficticios– que le suceden al
personaje Ana Karenina en la novela Ana Karenina. Sin embargo, y a pe-
sar de que el ejemplo se planteaba en el ámbito de la literatura, la para-
doja parece cumplirse para cualquier caso de narrativa en una obra de
arte (teatro, cine, historietas, etc.). La idea central de Radford era que
existe cierta incompatibilidad entre las emociones que experimentamos

1
Alex Neill (1993) atribuye problematizaciones similares anteriores a Platón (aunque no
da referencia) y a Samuel Johnson ([1765] 1969: 26-28) el siguiente comentario: “Cómo es
que el drama conmueve, si no se lo acredita…”
170 Lucas Bucci

en nuestra vida cotidiana y las emociones que experimentamos cuando


leemos una novela.
Una formulación posible2 de la paradoja sería la siguiente:

(1) Nos emocionamos con la ficción.


(2) Creemos que los eventos ficticios no ocurren ni ocurrieron y
que los personajes ficcionales no existen.
(3) Para emocionarse con respecto a x, hay que creer en la existen-
cia de x.
(4) Somos seres racionales, por lo tanto no podemos tener al mis-
mo tiempo las creencias que están involucradas en (2) y (3).

Si es necesario creer en que mi vida realmente corre peligro para tener


miedo ¿por qué tengo miedo cuando el asesino ficticio avanza hacia la cá-
mara? Si es necesario creer que un niño está pasando hambre para sentir
pena por él ¿por qué lloro y me enojo ante las injusticias ficcionales que
le ocurren a Oliver Twist? ¿Qué es lo que tiene la ficción que hace que me
emocione acerca de algo que sé positivamente que no existe? ¿O es que
acaso no me emociono realmente? ¿O es que acaso nos olvidamos de que
los eventos que ocurren en pantalla son ficcionales mientras miramos la
película? ¿O es que, a pesar de lo dicta el sentido común, no es cierto que
debamos creer en la existencia de algo para que nos emocione? ¿O, quizá,
es que simplemente somos seres irracionales?
Un punto que resulta atractivo de la paradoja tiene que ver con lo
intuitivas que resultan sus tesis en una primera instancia:

(1) Por una parte, solemos describir aquello que nos sucede con el arte
como momentos de emoción: “esa novela me conmovió profundamen-
te” o “el teatro clásico está muy cargado de emoción” o “esa película me
asustó mucho”, etc. En general, no consideramos que aquellas reaccio-
nes emocionales que tenemos cuando contemplamos una obra de arte
narrativa son distintas –o provienen de un lugar distinto– a cuando nos
emocionamos por un hecho actual (como la entrada de un ladrón en
nuestra casa o la pérdida de un ser querido). El sentido común no suele
distinguir entre experiencias emocionales de nuestra vida cotidiana y ex-
periencias emocionales en un contexto de ficción.

2
Radford nunca formalizó la paradoja.
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 171

(2) Por otra parte, parece una parte constituyente de la práctica de con-
templar una obra de arte narrativa el hecho de que sepamos que ésta
tiene un autor y que los eventos y personajes involucrados en ella están
siendo manipulados en pos de un fin estético. En este sentido, a menos
que se nos indique lo contrario de manera explícita, consideramos que
todos los eventos y personajes involucrados en una historia son ficticios.
Así, alguien que intente detener un crimen que está por perpetrarse en
una obra de teatro desconoce un aspecto esencial de las prácticas involu-
cradas en la contemplación de una obra de teatro3.
(3) En un primer análisis, además, parece que necesitamos creer en la exis-
tencia del objeto de nuestra emoción. Al menos, son situaciones bastante
comunes aquellas en que la madre le dice al niño asustado que “los mons-
truos no existen” y la novia le dice a su amado muerto de celos que “nunca
estuvo con otros”. Así, como afirma Radford, no es posible que nos con-
mueva la súplica de una persona, si sabemos que la historia que nos cuenta
es inventada. Si fuéramos a creerla, nos conmoveríamos y podríamos estar
dispuestos a ayudar. Sin embargo, si luego nos enteráramos de que la his-
toria es falsa, nos sentiríamos engañados y con cierta rabia hacia quien nos
contó la historia.
(4) Por último y sin adentrarnos mucho en el problema de la consistencia
de nuestros pensamientos, parece sensato pensar que si le indicamos a un
amigo que tiene dos creencias acerca de una misma cosa que son contra-
dictorias, él se verá compelido a revisar alguna de ellas. Es decir, se pue-
de afirmar que no somos criaturas irracionales que sostienen creencias
contradictorias. Así, las contradicciones pueden ser inconscientes y una
vez que nos volvemos conscientes de ellas, revisamos nuestras creencias
para hacerlas compatibles.

Así, el punto que la paradoja intenta mostrar es que parece una


característica esencial a mi emoción acerca de algo que yo tenga una
creencia concomitante acerca de la existencia de ese algo. Pero no es
3
La famosa proyección de los hermanos Lumière de L’Arrivée d’un train en gare de La Ciotat
(El arribo del tren a la estación la Ciotat) generó una anécdota que algunos especialistas
ponen en duda. Según ésta, el público no acostumbrado a la proyección en cine corrió
al fondo de la sala por miedo a que el tren los arrolle. Independientemente de que esta
anécdota sea verdadera o falsa, creo que la interpretación natural de este hecho es que el
público de ese film no estaba aún bien educado en la contemplación de esa nueva forma
de arte. Alguien que mostrara una conducta semejante ahora sería visto de manera extra-
ña e incluso podría ser obligado a dejar la sala.
172 Lucas Bucci

cierto que en un contexto de ficción yo tengo una creencia acerca de la


existencia de aquello que me emociona, de hecho, es lo contrario: sabe-
mos que todo aquello que nos emociona en un contexto de ficción, es
falso o está montado. Pero, entonces, ¿por qué nos emociona?

Algunas soluciones

La trascendencia que tuvo el artículo de Radford “How can we be moved


by the fate of Anna Karenina?” llevó a que la paradoja de la ficción sea
uno de los temas centrales no sólo de la filosofía del cine sino también
de las reflexiones acerca del arte y las emociones.
Como ya hemos visto, la paradoja puede ser formulada como un
conjunto de proposiciones que parecen altamente intuitivas por separa-
do pero que resulta imposible sostenerlas coherentemente en conjunto.
Así, las distintas soluciones a la paradoja han consistido en rechazar una
o más proposiciones del conjunto. Siguiendo a Levinson (1997) existen
en la bibliografía las siguientes soluciones a la paradoja:

(1) La solución no intencionalista sostiene que a pesar de las aparien-


cias, las emociones involucradas en el cine no son emociones como tal
sino instancias de estados mucho menos complejos que en esencia son
no intencionales (o sea que no están dirigidos a un objeto). Ejemplos
de estas instancias serían los estados de ánimo (como la alegría) o las
acciones reflejas (como el shock), que carecen de los aspectos cognitivos
más robustos de las emociones. De esta manera, esta posición sostiene
que realmente no nos emocionamos cuando decimos que experimentamos
emociones en la contemplación de obras de arte narrativas y por lo tan-
to, la paradoja queda resuelta.
(2) La solución de la suspensión de la incredulidad (suspension of disbe-
lief ) sostiene que una vez que estamos inmersos en la ficción del cine nos
permitimos temporalmente creer en los eventos y personajes ficticios. De
esta manera, tenemos emociones genuinas que son producidas por estas
creencias temporales que se generan una vez que nos vemos envueltos
en la narración. Una vez que la narración acaba, las creencias vuelven a
ser acerca de la no existencia de los objetos de la emoción. De esta mane-
ra, esta solución niega que creamos en la no existencia de los personajes
y eventos de la ficción en el momento en que contemplamos la obra de
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 173

arte representativa. Existen discusiones y análisis acerca de esta posición


–que Levinson considera popular del siglo XIX– en Carroll ([1990] 2005)
y en Schaper (1978).
(3) La solución del objeto subrogante sostiene que cuando los especta-
dores ven un film (o contemplan cualquier arte narrativo) sus emociones
no se dirigen hacia los personajes y eventos ficticios contenidos en el
mismo sino que, a través de ellos, nuestras emociones se dirigen a otros
objetos existentes que forman parte de la vida cotidiana. Así, los espec-
tadores encuentran cierto parecido entre los objetos ficcionales y algún
objeto existente (o que creen existente) y la emoción que experimentan
está realmente dirigida hacia ese objeto existente. Esta solución niega –
igual que la primera– la tesis que sostiene que nos emocionamos con la
ficción. Pero mientras que la primera sostiene que lo que sucede es que
no nos emocionamos, esta posición sostiene que nos emocionamos pero
no con la ficción. Esta solución se encuentra discutida en Carroll ([1990]
2005, cap. 2), Lamarque (1981) y Charlton (1984).
(4) La solución antijudicativa sostiene que las respuestas emociona-
les a objetos no requieren lógicamente creencias acerca de la existen-
cia de los objetos sino que requiere cogniciones más débiles como, por
ejemplo, ver algo de determinada manera, o concebirlo de determinada
manera. Esta posición sostiene que existen dos instancias en donde no
es posible que sea necesaria la creencia para la emoción. Por un lado,
cuando no hay tiempo suficiente para que exista una cognición como
tal, de modo que no se pueda formar una representación del objeto de
la emoción, por ejemplo en casos de reacción instantánea o instintiva y
no mediada por pensamiento consciente (por ejemplo, miedo ante una
sombra que aún no tiene una forma concreta). Por otro lado, en esas si-
tuaciones donde la cognición se ha dado pero la representación es o bien
no proposicional por naturaleza o bien porque no tiene status de juicio
o ambas (por ejemplo miedo fóbico). Esta posición desafía entonces la
afirmación de que es necesaria la creencia para la emoción y explica en-
tonces por qué nos emocionamos con la ficción. Esta solución se encuen-
tra discutida en Morreal (1993) y Neill (1995).
(5) La solución de la creencia subrogante sostiene que emociones
como la pena que se producen durante la contemplación de arte narra-
tivo requieren simplemente de la creencia de que en la ficción el perso-
naje existe y es de esta manera u otra y hace tal o cual cosa. Además, se
sostiene que este tipo de creencia (creencia de lo que sucede en la ficción)
174 Lucas Bucci

es una creencia ampliamente sostenida por los espectadores de cine. De


esta manera, esta posición sostiene que no es cierto que no creemos en la
existencia de los eventos y personajes de la ficción, de la misma manera
que la posición 2, sólo que lo que afirma es que tenemos un distinto tipo
de creencia. Esta solución se encuentra discutida en Neill (1993), Yanal
(1994) y Schaper (1978).
(6) La solución irracionalista sostiene que los espectadores de ficción
son irracionales mientras miran las películas. De esta manera mientras
los espectadores saben que los personajes no existen y por lo tanto no
tienen las características que estos representan tener, aun así se emocio-
nan. Esta irracionalidad se puede dar o bien sosteniendo que el espec-
tador aprueba la creencia de que el personaje existe y al mismo tiempo
la desaprueba o bien sosteniendo que podemos tener emociones sin las
creencias pertinentes pero llamando a estas emociones “irracionales”
en el sentido de que no están garantizadas por la creencia que debería
apoyarlas. Esta posición es defendida por Radford en su artículo clásico
(1975) y en el resto de los artículos posteriores que dedica a la discusión.
Además, fue discutida por Slaters (1993).
(7) La solución del hacer de cuenta (o imaginaria) que discutiremos
ampliamente aquí con sus dos mayores exponentes Currie y Walton. En
ella se sostiene que las respuestas emocionales a las ficciones no pue-
den ser instancias de emociones estrictamente hablando sino que son
instancias de emociones imaginarias o pretendidas4. Así, nuestras emo-
ciones pretendidas son muy similares a las emociones de nuestra vida
cotidiana en cómo se sienten y en algunos otros aspectos (tanto como
para que confundamos unas con otras) pero en otros aspectos son dis-
tintas (por ejemplo: las conductas que generan un tipo de emoción y la
otra son completamente distintas). Así, esta postura niega también que
nos emocionemos realmente con la ficción. Sin embargo, y con respecto
a este punto, la caracterización debería ser cuidadosa de este punto por-
que –como veremos más adelante en la tesis– la posición de Currie osci-
la, en realidad, entre negar la tesis (1) y negar la tesis (3) de la paradoja.
(8) Por último –no inventariada por Levinson (1997)– se encuentra
la solución del pensamiento. Ésta sostiene que es suficiente con tener un
pensamiento no asertivo acerca de x para que me emocione acerca de

4
Esto, claro, tiene matices tanto en Walton como en Currie pero podemos presentarla así
por el momento.
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 175

x. Así, la consideración del pensamiento de que mi hija querida puede


sufrir un accidente aéreo es suficiente para que éste me conmueva. Esta
consideración es no asertiva, esto significa que no estoy interesado en
el valor de verdad del evento que estoy tomando en consideración, sin
embargo, la emoción sobreviene. De esta manera, esta posición niega la
tesis 3 acerca de que es necesaria la creencia en la existencia de x para
emocionarme con x.

Hacia una reconsideración del problema

Hasta aquí un brevísimo inventario de las posiciones que se han propues-


to como soluciones a la paradoja de la ficción.
Si todo lo que dije hasta ahora tiene sentido, debería quedar claro
que la paradoja de la ficción es un buen punto de partida para pensar la
relación emocional que establecemos con las obras de arte representa-
tivas. Sin embargo, esta actitud hacia la paradoja no nos compromete
con ninguna de las tesis que la conforman. Al mismo tiempo, tampoco
debemos sostener que la paradoja sienta bases lógicas o argumentales
para la discusión acerca de las emociones ficcionales. En lo que a mí
respecta, la paradoja es un buen inicio y acicate para comenzar a pensar
la relación que existe entre el espectador de un film y las emociones que
éste le produce. Pero esto no previene a la paradoja de ciertas falencias
que tiene para presentar el problema. En este sentido, la paradoja de la
ficción sugiere que el problema de las emociones ficcionales reside en la
ausencia de creencias acerca de la existencia del objeto de la emoción.
Esta sugerencia se funda en un fenómeno que llamo “Gatitos bonsái”.
He aquí el caso.
Hace un par de años recibí por mail unas fotos de unos gatitos
muy pero muy pequeños. Inmediatamente estos gatitos me parecieron
muy tiernos y mientras seguí leyendo me enteré que los gatitos iban a
tener ese tamaño toda su vida puesto que eran “gatos bonsái”. Sin em-
bargo, más adelante el mail explicaba cómo se “diseñaban” esos gatos,
la practica consistía en someterlos a un tratamiento cruel en donde los
dejan encerrados por meses en una botella con un orificio para que les
entre aire, un orificio para alimentarlos y una sonda en la vejiga y el
ano para evacuar sus necesidades fisiológicas. Así, el gato pasaba todo
su período de crecimiento contenido por la botella y una vez que este
176 Lucas Bucci

período hubiera acabado se rompía la botella y el gato quedaba pequeño.


Supongo que luego de escuchar esta historia el lector estará horrorizado
¿Quién puede cometer semejante crueldad a criaturas indefensas? ¿Por
qué ese nivel de ensañamiento con otro ser vivo? ¿Por qué un ser huma-
no se embarca en prácticas tan inhumanas?
La buena noticia es que lo que acabo de contar es falso. En realidad,
la historia de los “gatitos bonsái” no está basada en hechos reales sino
que es completamente inventada por un sitio web que se subió a internet
en el año 2000. En éste se vendían5 “gatos bonsái” y se mostraban una fo-
tos horroríficas (que el lector puede buscar en internet) que por supuesto
estaban trucadas. A las pocas semanas el sitio recibió cientos de quejas
de gente horrorizada y pocas semanas después The Humane Society of
The United States y el sitio “www.snopes.com” probaron que el sitio y las
fotos eran falsas6.
Lo interesante de este fenómeno es lo siguiente: una vez conmo-
vidos por la historia que nos cuentan, cuando nos enteramos de que la
historia es falsa y no se corresponde con ningún hecho de nuestra vida
real, la emoción (o conmoción) que sentíamos desaparece. Pareciera que
es importante para nosotros –como consumidores de historias– saber si
la historia está o no basada en hechos reales7. Pareciera que nuestra acti-
tud emocional es distinta dependiendo de este tipo de información. Más
arriba, cuando conté la historia de los “gatitos bonsái” deliberadamente
omití esta información. La historia se supuso, entonces, basada en he-
chos reales. Los aspectos morbosos e inhumanos de la historia provoca-
ron horror en el lector pero, luego, una vez que nos enteramos de que no
estaba basada en hechos de nuestra vida cotidiana, el horror desapareció.
Según entiendo, este fenómeno motiva gran parte de la aceptación intui-
tiva que tenemos hacia la paradoja de la ficción. Sin embargo, podemos
aceptar este fenómeno y no aceptar algunas de las tesis de la paradoja.
Es el objetivo de este trabajo establecer un marco conceptual que
haga que el fenómeno de los gatitos no sea desconcertante. Pero al hacer
esto mostraré, asimismo, por qué la tesis (3) de la paradoja de la ficción:

5
Sólo que, claro, no podían comprarse porque, en realidad, se trataba de un fraude.
6
Fuente: Wikipedia.
7
La aclaración al inicio de toda película o serie de televisión de que “todos los eventos
retratados en la historia son ficticios y toda coincidencia con la realidad es producto del
azar” parece responder a esta necesidad.
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 177

(3) Para emocionarse con respecto a x, hay que creer en la exis-


tencia de x,

debe ser reformulada o desechada como falsa. Como producto de esto,


el planteo mismo de la paradoja resultará inaceptable.
Una vez hecho esto, sin embargo, aún restará la tarea de explicar en
qué consiste la relación emocional del espectador con la ficción. Esto es,
cuáles son los mecanismos mentales involucrados en la emoción ficcio-
nal. Esto quedará para un trabajo posterior.

Contextos de emoción

Un hecho curioso acerca de los análisis de la paradoja de la ficción es


que nadie distingue los contextos en los que se produce la emoción. En
particular, me parece bastante evidente que navegar en nuestro mundo
natural-social guarda diferencias importantes con contemplar una obra
de arte representativa. En este sentido, el tipo de cosas que hacemos
cuando vamos al cine o leemos una novela es fundamentalmente distin-
to a vivir situaciones análogas en nuestra vida cotidiana. Con esto quiero
decir que escuchar una conversación entre dos amigos en un bar no es lo
mismo que ver una película en donde dos amigos conversan en un bar.
En un caso estamos interactuando en un contexto social, y en el otro, es-
tamos embarcados en un proyecto estético. Este hecho que parece obvio
y simple de analizar puede que confunda la comprensión del problema
de la paradoja. En efecto, podemos tener reacciones emocionales tanto
en un caso como en otro pero en ningún sentido la afirmación de que lo
que sucede en un caso y en otro es lo mismo puede darse por sentada sin
hacer un análisis un poco más minucioso.
Por el contrario, entiendo que ambos contextos deben ser divididos
según el tipo de intereses que perseguimos y, en consecuencia, según el
tipo de cosas que hacemos en uno y en otro caso.
Imaginemos el siguiente caso: estoy de campamento en un bosque
y de repente me doy cuenta de que estoy perdido. Desesperado saco mi
brújula y empiezo a calcular dónde estará el resto de mis compañeros
–que de supervivencia en la naturaleza saben mucho más que yo–. Mien-
tras estoy enfrascado en mi brújula y mi problema diviso, con mi visión
periférica, una serpiente a muy pocos metros. La emoción sobreviene:
178 Lucas Bucci

siento una especie de ebullición en el cuerpo y un calor en mi cara, el


miedo toma el control de mi cuerpo y estoy preparado para huir o en-
frentar al animal. Sin embargo, al alzar la vista me doy cuenta de que
aquello que había divisado con mi visión periférica es una rama con una
forma y color particular que ha hecho que la confunda con una serpien-
te. Pienso en lo tonto que he sido y siento un alivio a medida que el
miedo se disipa.
Los entornos del bosque y el campamento redundan en contextos
donde resulta crítico que la información que recibo sea fidedigna. La po-
sición del sol para ubicarme, la forma del terreno para no caerme, la in-
formación acerca de los depredadores y otras criaturas vivientes para mi
supervivencia (y muchas otras cosas) son centrales a la hora de guiar mis
acciones. En este sentido, las emociones se valen de esta información
para disponerme a una conducta en particular. Y, además, es central en
este caso que la información de la que dispongo sea confiable. Confundir
una serpiente con una rama –el caso opuesto al que presentamos– puede
llegar a ser mortal en este contexto. En este contexto de “superviven-
cia” debo estar alerta y con mi aparato cognitivo funcionando al máximo
para que la información que reciba me entregue un reporte del mun-
do adecuado. Podemos decir, sin mucho temor a equivocarnos, que en
este contexto las emociones son un instrumento central para aumentar
mis posibilidades de supervivencia. Además, es importante que, en este
contexto, corrija una emoción que se ha activado por una representa-
ción incorrecta acerca del mundo. Esto es, si el objeto de mi emoción
resulta no ser concordante con el mundo es importante para mi propia
supervivencia que “revise” la emoción antes de que me lleve hacia un
comportamiento que luego puede costarme caro. Imaginemos que no
me doy cuenta de que la rama no es una serpiente. La emoción de miedo
me lleva a huir. Para huir corro desesperado, esto puede desgastarme y
quitarme energía para cuando realmente la necesite –por ejemplo, cuan-
do aparezca un oso–. El punto que quiero hacer acerca de este contexto
es que, en nuestra vida cotidiana (aun cuando no se lleve a cabo en un
medio agreste), nuestras conductas están guiadas por emociones en base
a información que esperamos sea fidedigna, puesto que, de lo contra-
rio, la emoción puede llevarnos a conductas inapropiadas y en última
instancia perjudiciales para nosotros mismos. Nosotros sabemos esto y
actuamos en consecuencia. Por ejemplo, cuando escuchamos algo acer-
ca de una persona que nos incumbe, estamos atentos a que la historia sea
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 179

cierta (podemos mentalmente probar su coherencia interna y coheren-


cia externa con otros hechos que sabemos) o cuando leemos las noticias
o vemos documentales intentamos chequear la autoridad de las fuentes
o la verosimilitud de las historias.
Al mismo tiempo, en este contexto, tenemos la posibilidad de inte-
ractuar con el medio. Así, podemos repreguntar a un interlocutor, mover
una piedra para ver mejor si hay una serpiente, etc.
También, estamos siempre atentos al correcto funcionamiento de
los instrumentos que nos informan del mundo. Podría decirse, enton-
ces, que en este contexto “cotidiano” estamos interesados en el valor
de verdad de la información que recibimos. Esta información, a su vez,
es el material a partir del cual formamos las creencias –o formamos las
apreciaciones– que dirigen nuestras emociones. Aquello que nos motiva
a seguir recabando información o a escuchar una historia en este con-
texto es la búsqueda de información fidedigna porque esta información nos
permite navegar en este contexto de una forma más satisfactoria.
Sin embargo, nada de esto pasa cuando contemplamos una obra de
arte representativa. Según me parece, el contexto en el cual contempla-
mos ficción es un contexto que difiere mucho del contexto “cotidiano”.
Imaginemos el siguiente caso: mi novia y yo vamos a ver El exorcista
(1973). Antes de ir al cine, leemos las críticas en las revistas especializa-
das, vemos entrevistas a los actores, compramos las entradas por inter-
net, quedamos en un horario para encontrarnos en la puerta y finalmen-
te nos sentamos, junto con un montón de otra gente, a ver la película.
En el comienzo hay algunos títulos con los nombres de los actores, del
director, del editor, etc. La película comienza y estamos expectantes so-
bre aquello que va a pasar. En determinado momento, Regan atada a
la cama y con la cara en muy mal estado emite voces extrañas y gira su
cabeza 360 grados. Yo me asusto terriblemente y empiezo a tomar la
mano de mi novia fuertemente. Ella se da cuenta de que estoy asustado
y, además, se da cuenta de que la estoy pasando mal. Decide hacer algo al
respecto y me susurra al oído: “no te preocupes, nada de lo que estamos
viendo es real, todos los personajes son actores, detrás de cámara hay
asistentes, luces, sonidistas, etc. Regan no tiene el demonio adentro”. Si
existiera un paralelo con el contexto anterior, mi respuesta debería ser de
alivio, mi emoción de miedo debería disiparse igual que en el caso de la
rama. Sin embargo, mi respuesta es distinta. Mi respuesta es “ya sé que
todo esto es irreal, vi las entrevistas, compré las entradas, leí las críticas,
180 Lucas Bucci

vi los títulos; y sin embargo, no puedo evitar asustarme”. Así, en este con-
texto, y a diferencia del contexto anterior, la información acerca de que
el objeto de mi emoción es inexistente –o que la apreciación que hice era
incorrecta– no disipa mi emoción. ¿Por qué?
En este momento sería importante traer a colación la postura de
Lamarque (1981) quien sostiene que todo tratamiento de la paradoja de
la ficción debe respetar una intuición –que él sostiene que es comparti-
da por muchos– acerca de lo que pasa cuando contemplamos arte. La
intuición sostiene que, mientras contemplamos ficción, no estamos inte-
resados en el valor de verdad de aquellas cosas que contemplamos8. Es decir, no
tenemos una actitud activa en pos de buscar la verdad de los hechos que
se nos presentan. Esta intuición me parece central a la hora de entender
el contexto de la contemplación de la ficción porque devela que la moti-
vación que tenemos cuando contemplamos una película es distinta a la
motivación de otros contextos. Una intuición similar parece habitar en
“Sobre el sentido y la denotación” de Gottlob Frege:

Al escuchar un poema épico, aparte de la belleza del lenguaje,


sólo nos atrae el sentido de las oraciones, las imágenes y los sen-
timientos que suscitan. Al preguntar por la verdad abandonaríamos
el goce estético sustituyéndolo por una actitud científica. De allí que
nos resulte indiferente, por ejemplo, que el nombre “Odiseo” tenga o no
denotación, mientras consideremos el poema como una obra de arte. Es
la búsqueda de la verdad la que nos conduce del sentido a la denotación.
(Frege, [1892] 1973: 11)9

Así, si queremos respetar estas intuiciones –que yo comparto– lo que


debemos hacer es distinguir un contexto de otro. Según entiendo esta
distinción está dada por el tipo de motivaciones que tenemos y el tipo
de cosas que hacemos. Como ya hemos dicho, en el contexto cotidia-
no buscamos sobrevivir –en un sentido muy amplio, claro– y en con-
secuencia, estamos interesados en el valor de verdad de la información
que recibimos. Gran parte de las cosas que haremos en este contexto
estará relacionada con esta motivación: chequear fuentes de informa-
ción, escuchar las historias según la autoridad, chequear su coherencia,

8
Lamarque traía a consideración esta “intuición” porque le parecía que su propuesta acer-
ca del pensamiento respetaba este aspecto de la contemplación de ficción.
9
El subrayado es mío.
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 181

etc. En el contexto ficcional, en cambio, lo que nos interesa es seguir una


historia10, para lo cual, estamos interesados en cómo ésta se estructura
y no en el valor de verdad que tiene la información que estamos reci-
biendo. Seguimos una historia con avidez no porque la información que
nos provee es útil para navegar en nuestra vida cotidiana, lo hacemos
porque el contenido y la estructura han logrado incitar nuestra curiosi-
dad por saber cómo se desarrollan eventos cuyo valor de verdad no nos
interesa. Y esta curiosidad está gobernada por la emoción. Esto prueba
por qué podemos seguir historias que nada tienen que ver con nuestra
vida cotidiana: historias de hace miles de siglos, historias de otras razas
o de objetos inanimados, de otras galaxias, historias de futuros que nos
son completamente ajenos o que sabemos que nunca podrían realizarse,
etc. Seguir una historia es una actividad gratificante en sí misma porque
estimula nuestras emociones: nos sorprende, nos asusta, nos enoja, nos
intriga, todo esto sin que corramos el riesgo de perdernos en el bosque y
que una serpiente nos lastime.
Así, es probable que la emoción reinante en la contemplación de
una obra de arte representativa sea la de suspense. En esta emoción, sen-
timos cierta intranquilidad ante la posibilidad cierta de que alguien a
quien favorecemos no triunfe en su objetivo. De este modo, alguien que
estructura bien una historia hará lo correcto si logra presentarnos un
personaje que se gane nuestros favores y luego lo ponga en una situación
en donde las mayores chances sean que el personaje fracase. Así senti-
mos suspense y necesidad de seguir una historia con el objetivo de cono-
cer su desenlace independientemente de que aquello que nos cuente la
historia sea verdadero o falso.

10
Entiendo que esta noción debe ser desarrollada en extenso pero para los fines de este
trabajo es suficiente con que la noción de seguir una historia se contraponga a la de bús-
queda de la verdad. Aun así, y como referencia, sigo a Bordwell (1991) con respecto a la
comprensión del significado de una historia. Según el autor los significados de una obra
son de cuatro tipos: el referencial que incluye el mundo de la historia más la historia que
se cuenta dentro del mismo; el explícito que refiere al punto de la obra o si se quiere a la
moraleja de la obra; el simbólico o implícito del cual la obra habla de una manera indirecta
(el tema de la obra) y el sintomático que es aquel significado que la obra divulga de manera
involuntaria (Bordwell 1991: 8). Bordwell afirma que los dos primeros niveles –referencial
y explícito– están relacionados con la comprensión de la obra, mientras que los dos restan-
tes están relacionados con la interpretación de la obra. Siguiendo esta clasificación, seguir
una historia implica la comprensión de una obra (su nivel referencial y su nivel explícito).
182 Lucas Bucci

Contexto ficcional y contexto cotidiano

Si lo que digo arriba es cierto, el contexto de ficción no es un contexto apto


para “formar creencias”. Esto es, aquello que contemplemos en una obra
de arte representativa –en el cine– no tendrá valor alguno para que for-
memos una creencia11. Una explicación posible de por qué no formamos
creencias sería la de suponer que no lo hacemos porque sabemos de ante-
mano que todo aquello que vamos a contemplar está montado o es falso.
Sin embargo, esta explicación pierde el punto de lo que acabamos de decir.
La razón por la cual no formamos creencias en el cine no es que dado que
todo lo que se me muestra es falso, me guardo de formar creencias. La
razón es que, en ese contexto, no estamos interesados en formar creencias.
En el contexto ficcional no estamos interesados en la verdad de aquello que
vemos pero tampoco estamos interesados en la falsedad. Nuestro interés
reside en otro lado.
La motivación está, entonces, relacionada con el estímulo seguro
de un rango amplio de emociones y, en particular, con satisfacer la cu-
riosidad que nos produce la emoción de suspense12. Así, a medida que
nos vamos entrenando en las diferentes obras de arte, aprendemos que
en este contexto somos capaces de emocionarnos independientemente
del valor de verdad de la información que recibimos. La estimulación
de estas emociones puede ser un buen punto de partida para que con-
templemos todo tipo de arte representativo o narrativo, incluso aquel
que nos produce emociones desagradables –recuérdese la paradoja de la
tragedia–. En un contexto de ficción, entonces, la paradoja de la tragedia
puede no resultar tan desconcertante. Interesados por el estímulo de las
emociones, encontramos que la experiencia de emociones negativas no
es tan desagradable si sabemos que el fin de las mismas es la estimulación

11
Quizá sí formemos creencias cuando interpretamos las obras de arte. Así, si el significado
implícito de “Psicosis” es que es imposible distinguir salud mental de locura, esto puede
llevarnos a creer que los límites de la locura son borrosos. Sin embargo, esto ocurre en la
actividad interpretativa posterior a la contemplación de la obra. En el nivel de la comprensión
de la obra no estamos interesados acerca de la veracidad de los significados que allí nos
muestran. Nadie cree, luego de ver “Psicosis”, que Norman Bates existe.
12
O, de nuevo, la búsqueda de algún significado trascendente que nos permita sobrellevar
nuestro mundo cotidiano.
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 183

de ciertas sensaciones en nuestro cuerpo o ciertos pensamientos particu-


lares que se disiparán una vez que la película se haya terminado.
Así, vemos películas de terror porque nos gusta estar asustados de
vez en cuando o comedias porque nos gusta reír de vez en cuando y así. El
suspense, por otra parte, nos atrapa. Sentimos una inquietud molesta por
saber cómo se va a desarrollar una situación. Queremos que se desarrolle
de tal manera, sabemos que es muy poco probable que se desarrolle de
esa manera pero, al mismo tiempo, sabemos que va a desarrollarse de esa
manera y, entonces, queremos saber cómo sucede. Así, en Batman 2, dos
barcos llenos de gente están a punto de explotar, no queremos que toda
esa gente inocente muera, sin embargo, como está planteada la situación
lo más probable es que la gente muera y sin embargo, sabemos –por con-
venciones de género, por otras películas, etc.– que esa gente no va a morir.
Eso nos provoca una curiosidad atrapante acerca de cómo se desenvolve-
rá la situación para que pase aquello que va a pasar.
De esta manera, entrar en un contexto u otro involucra distintas
motivaciones que determinan qué es lo que buscamos de la información
que nos proveen. En un contexto buscamos verdad, en el otro, la verdad
o falsedad son insignificantes.
De esta manera, la motivación de este contexto redunda en una
práctica distinta a la del contexto anterior. Así, me parece que contem-
plar una obra representativa es hacer una cantidad de cosas que difieren
grandemente del tipo de cosas que se hacen en un contexto cotidiano.
En el contexto de contemplación se trata de comprender no sólo
los eventos retratados en la ficción (el nivel “referencial” de la nota 10)
sino también el “punto” en la historia, de darle un significado a los even-
tos que se suceden (el nivel “explícito” referido en la nota 10). Así, una
historia ficcional es una sucesión de eventos que suelen estar conecta-
do entre sí por una relación causal. De esta manera, cada evento que
contemplamos en una obra de arte representativa tiene un valor y un
significado relativo a la historia que se cuenta. De alguna manera, toda
historia tiene una “moral” o un punto de vista que se quiere expresar.
A medida que la historia avanza el espectador comprende los eventos
intentando descifrar cuál es su significado, cuál es el papel que juegan
en la cadena causal que se ha abierto con el inicio de la obra y cuál es el
punto de vista o la moraleja que el autor ha intentado transmitir a través
de la historia. Comprender o seguir una historia requiere de habilidades
que han sido entrenadas a través de la educación que hemos recibido en
184 Lucas Bucci

la contemplación de las obras de arte. Muchas obras no podrían enten-


derse sin referencia a otras obras de, por ejemplo, el mismo género. Así,
si vemos un musical y personajes que conversan entre sí se ponen, de
repente, a cantar, eso nos resultará imposible de entender si no estamos
entrenados en las convenciones del musical. Así, parte de la compren-
sión de una situación retratada en una película requiere que nosotros
manejemos cierto conocimiento y habilidades específicas que hemos ad-
quirido en la contemplación repetida de la forma del arte.
Esto no es cierto para el contexto cotidiano, si vemos dos personas
charlando en un bar que, de repente, se ponen a cantar, no lo entende-
mos como formando parte del “género musical”, simplemente, pensa-
mos que están locos o jugando una broma. Así, contemplar historias no
es lo mismo que navegar en nuestra vida cotidiana. El tipo de habilidades
que se requieren para uno y otro contexto resultan ser distintas.
Pero esto no quiere decir que no podamos utilizar habilidades que
usualmente usamos en un contexto, para iluminar al otro. Por ejemplo,
podemos valernos de los mecanismos mentales que usamos para na-
vegar la vida cotidiana para comprender las ficciones. Con esto quiero
decir que si bien es cierto que la comprensión de una película apela a
ciertas habilidades o conocimientos que fueron aprendidos en la práctica
misma de la ficción, no es cierto que otras habilidades que desplegamos
en otros contextos no jueguen un papel.
Un caso claro es aquel cuando hablamos de los personajes de la
ficción, apelando a creencias y deseos; del mismo modo que lo hacemos
cuando hablamos de personas nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esto
no puede llevarnos a creer que comprender un personaje y comprender
a una persona es lo mismo. Debora Knight hace un comentario similar
en una comparación entre entender personajes de la ficción –en el con-
texto que llamo “ficcional”– y entender personas –en el contexto que
llamo “cotidiano”–.
No tiene sentido negar algo tan ubicuo como el hecho de que una
forma común de discutir acerca de los personajes ficticios es apelando
al lenguaje de la psicología de sentido común –esto es, en términos de
deseos y creencias–. Pero suponer que hacemos esto de manera exclusiva
significa que pasamos por alto las dimensiones formales, narratológicas,
estilísticas y temáticas de las narrativas ficcionales. Significa que subes-
timamos el rol que los géneros como el suspenso, el melodrama y la
comedia tienen para moldear nuestras relaciones con personajes y para
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 185

ayudarnos a entender sus situaciones. Tratar a los personajes como si


fueran personas significa que estaremos menos inclinados a conside-
rarlos como elementos textuales en una estructura ficcional, o como
focalizadores de significados metafóricos, simbólicos, temáticos o ge-
néricos. Mientras tanto, pareciera que estamos suponiendo que nuestra
comprensión de los personajes es como la comprensión de las perso-
nas reales, especialmente de aquellas que nos rodean la mayor parte del
tiempo. Pero discutir personajes en los términos asociados con la psi-
cología de sentido común no es, como vamos a ver, idéntico a tratarlos
como si fueran personas (Knight 2006: 272).
Si mi idea de los contextos es correcta, un análisis que apele a ellos,
nos asegurará que hay emoción sin creencia (en el contexto de ficción)
aunque no nos dirá cómo esta emoción se produce. Sin embargo, esta
distinción nos permite entender el caso de los “gatitos bonsái” y socavar
la tesis (3) de la paradoja. Porque como dije arriba esta tesis está fundada
en el caso de los “gatitos bonsái”. Así, es imposible plantear la paradoja
de la ficción si no se establece que, en todos los casos, es necesaria para
la emoción la creencia en la existencia de su objeto (tesis 3). Recordemos
que el caso de los “gatitos bonsái” consistía en una historia que nos con-
taban, según la cual unos pobres gatitos sufrían las peores torturas que
se acompañaban con unas fotos (trucadas) de lo más desagradables. En
ese momento, nosotros sentíamos pena y conmiseración por los gatitos.
Sin embargo, luego nos contaban que toda la historia era falsa y nues-
tra emoción se disipaba. La conclusión que saca Radford de un ejemplo
similar a éste, es que si la emoción se disipaba cuando no teníamos la
creencia, era porque la creencia en la existencia del objeto de nuestra
emoción era una condición necesaria para la emoción.

Conclusiones

¿Cómo se resuelve este problema? ¿Por qué se disipa la emoción cuando


dejo de creer en la existencia de los gatitos o la veracidad de la historia?
La respuesta es bastante directa ahora que comprendemos la distinción
entre contextos. Para entrar en un contexto ficcional cumplimos con
ciertos ritos o ciertas convenciones establecidas a través de los años:
compramos un libro “de ficción”, leemos historias sobre los autores,
compramos las entradas de cine, leemos las críticas de las películas
186 Lucas Bucci

mientras nos enteramos del background de la historia, etc. En cambio,


en nuestra vida cotidiana solemos pensar por descarte que toda historia
que nos cuentan es acerca de algo que pasó en el mundo que habitamos.
Así, toda historia que se cuenta en nuestra vida cotidiana se pretende
verdadera a menos que se indique lo contrario. De modo que cuando nos
cuentan la historia de los “gatitos bonsái” estamos interesados en la ve-
racidad de aquello que nos cuentan. Nuestras emociones, en consecuen-
cia, están fundadas sobre las creencias que formamos acerca de lo que les
pasó a los gatitos. En el momento en el que nos enteramos de que ni los
gatitos ni las torturas existen, nos damos cuenta de que la información
es falsa –hemos sido víctimas de un engaño– y nuestras emociones se di-
sipan, de la misma manera en que se disipan nuestras emociones cuando
nos damos cuenta de que la rama que vimos con nuestra visión periféri-
ca no es una serpiente. No existe ningún misterio en suponer que, en un
contexto cotidiano, una información falsa me hace revisar mis creencias
y las emociones que estaban fundadas en ellas. El error del ejemplo de
Radford consiste en afirmar que todo contexto emocional está modelado
por el contexto cotidiano. El error del ejemplo de los “gatitos bonsái” es
suponer que como en el contexto cotidiano una revisión de creencias es
capaz de disipar una emoción, esto sucede, de la misma manera, en un
contexto de ficción. Sin embargo, en un contexto de ficción no formamos
creencias relativas al nivel de comprensión de la historia, de modo que
es imposible que el valor de verdad de la información que recibimos en
la contemplación sea determinante en nuestras reacciones emocionales.
Supongamos, ahora, que nuestro amigo, antes de contarnos la
historia de los “gatitos bonsái”, nos advierte que es una historia que él
mismo ha inventado. Una vez que escuchemos la historia podemos emo-
cionarnos y si nuestro amigo nos recuerda que la historia es inventada,
nada en nuestra emoción va a cambiar. O puede que al contarla no nos
emocionemos pero esta emoción no dependerá de que hayamos escu-
chado o visto algo falso, la reacción emocional en un contexto de ficción
depende de la estructura de la historia, no del valor de verdad de aquello
que se retrata en ella.
El punto que intento hacer en este caso, entonces, es que para
analizar la reacción emocional en la ficción es importante distinguir los
contextos en los que el fenómeno ocurre. La reacción emocional ante
las obras representativas se da en contextos de ficción, que son contex-
tos bastante distintos a los contextos cotidianos. Como hemos dicho,
La paradoja de la ficción y las emociones ficcionales 187

en estos contextos el interés está puesto en lugares distintos y la emo-


ción, en consecuencia, proviene de lugares distintos. En un contexto co-
tidiano resulta comprensible sostener que si nos emocionamos en base
a una creencia o apreciación incorrecta esa emoción es injustificada. En
cambio, un contexto de ficción es indiferente a esta información. Esto
no quiere decir, por otra parte, que toda emoción en un contexto no
ficcional resulte de una creencia en la existencia actual del objeto de la
emoción. Existen los casos no ficcionales que plantea Moran (1994), así
como los que nosotros mismos hemos presentado (Bucci 2014), donde
nos emocionamos por aquello que podría haber sucedido o aquello que
sucedió hace muchísimo tiempo. En estos casos, sostengo que tiene sen-
tido afirmar que la emoción es injustificada a diferencia de los casos de
ficción. Así, consolar a una madre que llora por lo que le podría haber
pasado a su hija en un avión diciéndole que tal accidente no sucedió y
esperar que eso disipe su emoción, es sensato y tiene sentido. En cambio,
decirle a mi novia que no derrame lágrimas por Ana Karenina porque
Ana Karenina no existe, no lo tiene.
De este modo, si mi argumentación es correcta, no es cierto que
la creencia en la existencia del objeto de la emoción sea una condición
necesaria para que haya emoción. Nuestra emoción en contextos ficcio-
nales se revela ahora como un contraejemplo a esta idea. Sin embargo,
y como he dicho más arriba, resta decir cuáles son entonces los meca-
nismos psicológicos detrás de las emociones en contextos de ficción. Tal
trabajo quedará para un posterior análisis.

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13

Lo que hace la ficción

Valeria Castelló-Joubert

El objetivo principal de la investigación de Lucas Bucci es “pensar la re-


lación emocional que establecemos con las obras de arte representativas,
más precisamente el cine” (175). Para esto, toma como punto de parti-
da la “paradoja de la ficción”, aun cuando ella presenta falencias, tales
como sugerir que “el problema de las emociones ficcionales reside en la
ausencia de creencias acerca de la existencia del objeto de la emoción”.
En el trabajo que discutiré aquí, Bucci se propone “establecer un marco
conceptual” que haga que el fenómeno de la emoción con sede “en la
ausencia de creencias acerca de la existencia del objeto de la emoción”
(175) que suscita una obra de arte representativa no sea “desconcertan-
te” (176). Su objetivo es mostrar que la tesis (3) de la paradoja de la fic-
ción (“Para emocionarse con respecto a x, hay que creer en la existencia
de x”) debe ser “reformulada o desechada como falsa. Como producto
de esto, el planteo mismo de la paradoja resultará inaceptable. ” (177).
Así, para desbloquear la paradoja, Bucci prueba que la emoción
suscitada por la ficción de las obras de arte representativas es indepen-
diente de la creencia en la existencia de aquello que la provocó. Luego
de dar una serie de ejemplos, entre ellos el del experimento de los “gati-
tos bonsái” (175-176), y de desarticular la “paradoja de la ficción”, juzga
necesario recurrir al análisis de la imaginación, porque considera que
ésta interviene en el proceso que nos lleva a emocionarnos, sin tener la
creencia de la existencia de lo que no existe.
Bucci se ocupa, entonces, de distinguir dos clases de imaginación:
la imaginación creativa y la imaginación recreativa, para proponer un
190 Valeria Castelló-Joubert

tercer mecanismo, aquel que permite que en el espectador de cine se


despierte la emoción ya por la activación de la imaginación recreativa, ya
por la de la imaginación creativa, según esté asociando elementos pro-
vistos por la ficción con experiencias de su vida cotidiana, o creando
elementos exclusivamente a partir de lo provisto por la ficción.
Mi comentario se centrará en la cuestión planteada por la tesis (3)
de la “paradoja de la ficción”. Me detendré especialmente en los ejem-
plos que da Bucci con el propósito de considerar la distinción que hace
entre el contexto de la vida cotidiana y el contexto donde se produce la
contemplación estética de obras de arte representativas como el proble-
ma mayor para desarticular la tesis (3) de la paradoja.

La imaginación

Ficción es algo “modelado”, “fabricado”, “hecho”, en oposición a lo que


se produce natural y espontáneamente. Toda obra humana, en tanto no
procede de Dios, es ficticia, esto es, artificial. El hombre mismo ha sido
modelado: pensemos en el hombre hecho de arcilla, en la leyenda del
Golem. De ahí que la ficción no sea lo que se opone a la realidad ni a lo
probadamente existente, sino a lo natural como salido de la mano de
Dios. El problema es que “ficción” y “fingimiento” vienen de la misma
raíz: “fictum” también significa “disfrazado, transformado”. Lo fingido
nos lleva a la simulación y al engaño, de donde llegamos a la idea de
falsedad como contrapuesta a la verdad, contraposición que a nuestro
juicio se revela como el punto débil de la paradoja de la ficción.
Lo propio de la ficción en tanto fingimiento es el parecer ser algo
y resultar no serlo. Es más, la ficción en tanto simulación se señala a sí
misma como tal. Así, la ficción de fingimiento presenta una intencionali-
dad que no posee la ficción como lo hecho por la mano del hombre, que
se acerca más al simulacro eidético. La ficción de lo fingido es el doloro-
so descubrimiento de su estar en el mundo que el hombre del barroco
supo explotar con fines estéticos. Si el hombre como criatura de Dios es
ficción, figura modelada en arcilla, no puede sino ser un impostor, un
simulador, un engaño. Esta es la compleja matriz de la ficción, concepto
que nos interpela con fuerza.
En el siglo XVIII, a la adquisición de la ficción se sumó el lúdico
descubrimiento de la imaginación, facultad que si bien dejaba aún al
Lo que hace la ficción 191

hombre en manos de Dios, lo desculpabilizaba por anticipado de pro-


ducciones y de sensaciones de las que no podía dar razón, es decir, lo
liberaba del peso de ser un simulacro. Así, la oscura ficción del barro-
co se convirtió, gracias a la intervención de la imaginación, en fantasía.
Voltaire ofrece la siguiente definición en el artículo “Imaginación” de la
Enciclopedia:

Imaginación. Imaginar (Lógica, Metafís. Literat. & Bellas Artes) es


el poder que cada ser sensible experimenta en sí de representarse
en su mente las cosas sensibles; esta facultad depende de la me-
moria. Vemos hombres, animales, jardines; estas percepciones
entran por los sentidos, la memoria los retiene, la imaginación
las compone. He aquí la razón por la cual los antiguos griegos lla-
maron Musas a las hijas de Memoria. […] con estas palabras, per-
cepción, memoria, imaginación, juicio, no entendemos órganos
distintos, de los cuales uno posee el don de sentir, el otro recuer-
da, un tercero imagina, un cuarto juzga. Los hombres son más
propensos de lo que se piensa a creer que son facultades diferen-
tes & separadas; es, sin embargo, el mismo ser el que hace todas
estas operaciones, que no conocemos más que por sus efectos,
sin poder conocer nada de este ser. […] Es muy esencial destacar
que estas facultades de recibir ideas, de retenerlas, de componer-
las, están en el rango de las cosas de las que no podemos dar
razón alguna; estos resortes invisibles de nuestros ser están en
la mano del Ser supremo que nos ha hecho, & no en la nuestra.
Acaso este don de Dios, la imaginación, es el único instrumento
con el cual compongamos ideas, & aun las más metafísicas.
Pronuncian la palabra triángulo, pero sólo están pronunciando
un sonido si no se representan la imagen de un triángulo cual-
quiera. Y, por cierto, no se les ha ocurrido la idea de un triángu-
lo sino porque han visto alguno si tienen ojos, o tocado si son
ciegos. No pueden pensar en el triángulo en general si su ima-
ginación no se figura, al menos confusamente, algún triángulo
particular. […]
¿Acaso todas estas operaciones no se realizan en ustedes más o
menos de la misma manera en que leen un libro? Ustedes leen las
cosas en él, & no se ocupan de los caracteres del alfabeto, sin los
cuales, no obstante, no tendrían ninguna noción de estas cosas.
Presten atención un momento, & y entonces verán esos caracte-
res sobre los que se deslizaba su mirada; del mismo modo todos
sus razonamientos, todos sus conocimientos están fundados en
192 Valeria Castelló-Joubert

imágenes trazadas en su cerebro: ustedes no se dan cuenta, pero


deténganse un momento a pensar, & entonces advertirán que
esas imágenes son la base de todas sus nociones. Le corresponde
al lector sopesar esta idea, extenderla, rectificarla (Voltaire, 1766:
560-564, la traducción es nuestra).

Para plantearlo en términos contemporáneos, cito una definición de


Jean-Marie Schaeffer:

[…] lo imaginario se define por una especificidad semántica en el


sentido lógico del término: una representación imaginaria es una
representación cuya clase de correspondencia es de una exten-
sión nula. En términos más actuales, podemos decir que la imagi-
nación es un proceso de producción representacional endógena
(Schaeffer 2012: 81).

Los románticos ingleses –primero Blake, luego Coleridge y Wordsworth–


y los alemanes –Jean Paul, Friedrich Schlegel y Novalis, sobre todo–
unieron en fecundo matrimonio ficción e imaginación. Su linaje llega
hasta nuestros días y desvela a muchos de los que nos dedicamos a la
literatura, al arte, a la estética y a la filosofía analítica del arte.

La emoción en el contexto de la vida cotidiana

Bucci distingue los contextos de la vida cotidiana y de la contemplación


estética y analiza una situación (ejemplo 1: conversación de dos amigos
en un bar) para concluir que no es lo mismo escuchar una conversación
entre dos amigos en un bar que ver una película donde dos amigos con-
versan en un bar. El primer caso sería el de la interacción dentro de un
contexto social; en el segundo, en cambio, nos vemos inmersos en un
proyecto estético. En ambas situaciones –agrega Bucci– podemos tener
reacciones emocionales, lo cual no nos autoriza a dar por sentado que lo
que sucede en uno y otro caso es lo mismo, al menos no sin analizarlo
más pormenorizadamente.
Probemos no distinguir tan tajantemente una y otra situación;
sería acaso más prudente afirmar que la primera situación –la del bar–
es de aspecto predominantemente real (lo social se produce dentro del
Lo que hace la ficción 193

régimen de predominancia de la realidad), lo cual no la priva en absolu-


to de ser también contexto de una experiencia estética (suena de fondo
una banda de jazz, y me siento un espectador de la conversación de mis
amigos, enmarcados por haces de luz que caen del techo, tamizados; ese
diálogo me recuerda, de hecho, a un recital de poesía); en cambio, la
segunda, de supuesta predominancia estética –el “pasaje” iniciático por
la puerta del cine, la elección del asiento, el apagado de la luz y el en-
cendido de la pantalla– no me interpela. La película de los dos amigos
conversando en el bar es aburridísima; me quedo dormida.
El siguiente ejemplo de contexto de emoción en la vida cotidiana
nos sitúa, perdidos, en la oscuridad de un bosque (ejemplo 2: la rama-
serpiente, que será confrontado a la experiencia de ver la película El exor-
cista). Bucci se detiene a analizar un contexto de la vida cotidiana donde
la emoción suscitada es la del terror que experimentamos ante un hecho
que pone –o creemos que pone– en peligro nuestra vida. Lo que interesa
en este contexto, afirma Bucci, es señalar que en nuestra vida cotidiana
las emociones nos dictan conductas en base a información que espera-
mos que sea fidedigna. Es decir que, de acuerdo con Bucci, en el contex-
to llamado “cotidiano”, estamos interesados en el valor de verdad de la
información que recibimos: es el material a partir del cual formamos las
creencias o las apreciaciones que dirigen nuestras emociones.
Considero, por mi parte, que el enunciado “ver la rama” en este
ejemplo es falso; en el contexto en el que estoy perdida en medio del bos-
que, sola, de noche y sin brújula, lo que en efecto vi era una serpiente,
aun cuando lo que vi no fuera en efecto una serpiente. En el momento
de ver serpiente por rama lo apariencial obra exactamente de la mis-
ma manera que cuando veo la película El exorcista, y despierta emoción
de terror tanto como despierta emoción de terror la protagonista del
film. En el contexto del bosque, la rama es serpiente porque se le pres-
tan atributos de serpiente: ver una cosa por otra es uno de los ejercicios
más plásticos de la mente humana. Se trata de la actividad imaginativa,
poética, creativa, que realizamos a diario, en el contexto de nuestra vida
cotidiana, sin saberlo: hacemos juegos de palabras, decimos abreviacio-
nes, llamamos con sobrenombres a nuestras personas queridas, usamos
metonimias (“tomar un vaso de agua”), consumimos publicidades, etc.,
operaciones que despiertan mayor o menor grado de emoción, según
el caso. Ver serpiente por rama es una sustitución de tipo metafórica:
194 Valeria Castelló-Joubert

presto rasgos semánticos –visuales en este caso– de serpiente a la rama,


y la transformo, “ficciono”, modelando una serpiente a partir de una
rama.
En el bosque, además, la emoción es previa; la visión de la serpien-
te-rama me aterroriza porque su aparición confirma el miedo que sentí
al encontrarme sola y perdida en el bosque. De modo que se evidencia la
inexistencia de la serpiente –“era una rama”–, pero se confirma el temor
de que en el bosque hay serpientes (de lo contrario, jamás habría tomado
una rama de árbol por una serpiente). El alivio no es la supresión de la
emoción, sino el instante posterior al clímax. Porque esta vez la serpien-
te era una rama, pero la próxima podría ser una serpiente. El uso del
modo potencial no es ingenuo.

El contexto de la experiencia estética

Habiendo salido ilesos de nuestra excursión nocturna por el bosque,


vamos al cineclub a ver El exorcista. En el desarrollo argumentativo de
Bucci, no se trata de un paseo anodino sino de una prueba fundamental
para desbloquear la paradoja de la ficción:

[…] en este contexto, y a diferencia del contexto anterior, la in-


formación acerca de que el objeto de mi emoción es inexistente
–o que la apreciación que hice era incorrecta– no disipa mi emo-
ción. ¿Por qué? (180)

Muy acertadamente, Bucci subraya que, al contemplar una obra de fic-


ción, “no estamos interesados en el valor de verdad de aquellas cosas que con-
templamos”. En virtud de esto, el contexto de contemplación estética de-
vela que la motivación que tenemos en la apreciación estética es distinta
de la motivación que nos anima en otros contextos. Reconocemos aquí
lo que Kant llama el desinterés del juicio puro de gusto:

[…] cuando se trata de si algo es bello, no quiere saberse si la


existencia de la cosa importa o solamente puede importar algo
a nosotros o a algún otro, sino de cómo la juzgamos en la mera
contemplación (intuición o reflexión) […] cuando digo que un
objeto es bello y muestro tener gusto, me refiero a lo que de esa
Lo que hace la ficción 195

representación haga yo en mí mismo y no a aquello en que de-


pendo de la existencia del objeto (Kant [1790] 1991: 133).

Así, no es aventurado afirmar que Kant no suscribiría la tesis (3) de la


paradoja de la ficción.
Bucci se basa en el desinterés del juicio puro de gusto para con-
traponer la peligrosidad de la excursión agreste a la inocuidad del arte,
que nos despierta emociones manteniéndonos al margen de riesgos para
nuestra integridad. Es la ocasión para recordar que hay ficciones más pe-
ligrosas que serpientes: véanse el Quijote, Emma Bovary y Dorian Gray.
Estas ficciones sobre los alcances de la ficción muestran un aspecto de
nuestro comportamiento en relación con la ficción al que se patologiza
(Don Quijote estaba loco, Emma Bovary padecía de manía melancólico-
depresiva, Dorian Gray era adicto al opio) para no indagar en las causas
profundas de la injerencia del contexto de contemplación estética en el
contexto de la vida cotidiana. La novela epistolar de Goethe, Werther,
provocó una ola de suicidios. Recordemos también la “prohibición” que
recaía sobre el género novelesco durante el siglo dieciocho, condenado
estéticamente como menor, por el supuesto moral de que la lectura de
novelas conducía a la corrupción y a la degeneración. Rousseau le pro-
híbe a Emilio leer novelas; sólo tiene permitida Robinson Crusoe, la única
que vale la pena porque enseña a transformar el mundo para sobrevivir.
En Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas sobre lo bello y
lo sublime, Edmund Burke observa la preferencia del público por las tra-
gedias reales y por las catástrofes naturales, que seguramente no podrían
ser apreciadas en tanto tales sin la formación previa de su público en el
contexto estético (véase Burke [1757] 1987: 33-34). Y acaso la ficción vie-
ne a satisfacer un imperioso deseo de ver cumplirse hechos reales, para
cuya apreciación, paradójicamente, debemos referirnos a lo estético, sin
lo cual no sabríamos valorarlos. Arte y ficción modelan concepciones del
mundo que se vuelven efectivas y eficaces en nuestros modos de percibir
la realidad y se amplifican en la interacción social. Decimos de ciertas
situaciones que son “surrealistas” y “kaf kianas”, adjetivos que hemos
extraído de nuestra experiencia estética y que vehiculizan en el contexto
de la vida cotidiana emociones surgidas en la contemplación de obras
de arte. La relación que establecemos entre ambos contextos es perma-
nente; se trata de un fenómeno que crece desde las grandes democra-
tizaciones del siglo diecinueve, política, social y artística, replicado en
196 Valeria Castelló-Joubert

nuestros días gracias al acceso al mundo virtual. A mi entender, la sepa-


ración tajante de ambos contextos traba nuestra comprensión del arte y
de la vida, esto último aún más desde el invento del cine y del arte de la
reproductibilidad técnica, sin hablar de los medios digitales, que son la
revolución del siglo XXI, de la que somos protagonistas.
Por eso, antes que de “contextos”, para concluir mi comentario,
sugiero hablar de regímenes de predominancia, ya que, como he tratado
de mostrar someramente, los límites entre los contextos no son tajantes:
hay contaminación de la que surgen emociones de origen “mixto”.
Son tres los regímenes de predominancia en el despertar de las
emociones que podrían reconocerse:

(1) Realidad: régimen donde predomina lo vivido en tanto experi-


mentado directamente y en tanto tenido y reconocido como expe-
rimentado directamente por el otro;
(2) Ficción: régimen de lo ficcional experiencial y sin mediación tec-
nológica; presencial, al igual que el régimen de lo vivido, requiere
como soporte la relación con una obra de creación artística, cual-
quiera que sea.
(3) Virtualidad: régimen no presencial, sino en ausencia (esto hay
que pensarlo bien, es tentativo); lo virtual es mediado por el uso de
la tecnología. Videojuegos: internalización perceptiva –ya no con-
ceptual– de la focalización. Redes sociales: mediatización de los
contactos. Avatares, juegos de roles, “usuario”, identidades múlti-
ples, simultáneas y ubicuas.

Dentro de cinco, diez años, el mundo comenzará a ser gobernado por


adultos jóvenes que han crecido en predominancia de este último régi-
men, lo cual forzará un reacomodamiento de los regímenes de la reali-
dad y de la ficción. La creencia, entendida en términos de verdad-false-
dad, será definitivamente cosa del pasado.

Bibliografía
Burke, Edmund ([1757] 1987), Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas
sobre lo bello y lo sublime, estudio preliminar y traducción de Menene Gras
Balaguer (Madrid: Tecnos).
Lo que hace la ficción 197

Diderot, Denis y d’Alembert, Jean le Rond (comps.) (1766), L’Encyclopédie, 1ra


ed., tomo 8 (Paris: Briasson-David l’aîne-Le Breton-Durand).
Kant, Immanuel ([1790] 1991), Crítica del juicio, edición y traducción de Manuel
García Morente, Colección Austral (Madrid: Espasa Calpe).
Schaeffer, Jean-Marie (2012), Arte, objetos, ficción, cuerpo. Cuatro ensayos sobre es-
tética, prólogo, traducción y edición de Ricardo Ibarlucía, Pasajes (Buenos
Aires: Biblos).
Voltaire (1766), “Imagination, Imaginer”, en Diderot y d’Alembert (1766:
560-564).
14

Las afirmaciones evaluativas estéticas

Una propuesta relativista

Eleonora Orlando

Imaginemos el siguiente diálogo:

A
Julia: Demasiada felicidad, de Alice Munro, es un libro excelente.
Isabel: No, no creo que sea excelente; a mí me aburrió bastante.

Dos intuiciones principales se nos presentan en relación con este diálo-


go, usualmente caracterizado como un caso de desacuerdo sin falta. Por
un lado, intuimos que Julia e Isabel están en desacuerdo, es decir, expresan
opiniones contradictorias entre sí sobre un mismo tema, la calidad lite-
raria de Demasiada felicidad; por otro, nos parece que cada una expresa
una opinión correcta sobre el tema en cuestión, esto es, no hay error o
falta por parte de ninguna de ellas. Este tipo de desacuerdo caracteriza,
entre otros casos, a las disputas evaluativas, es decir, disputas que invo-
lucran el uso de enunciados evaluativos de algún tipo, como los enun-
ciados de gusto, estéticos y éticos. El caso es claramente distinto de un
desacuerdo acerca de una cuestión objetiva, del tipo de

B
Julia: Rio de Janeiro está al norte de Porto Alegre.
Isabel: No, no creo; Porto Alegre está más al norte que Rio.
200 Eleonora Orlando

En este tipo de diálogos, los participantes sostienen posiciones contra-


dictorias entre sí, una de las cuales está claramente equivocada: hay des-
acuerdo con falta o error.
Desde ya, es posible considerar que la intuición según la cual las
disputas evaluativas no involucran error es ella misma errónea, por lo
cual debería dejársela de lado. Esto conllevaría una identificación entre
ambos tipos de disputa –lo cual presupondría la defensa de una concep-
ción objetivista o realista acerca de los gustos y los valores, esto es, una
concepción ontológica según la cual los gustos y los valores son rasgos
objetivos del mundo, de la misma manera en que lo son, por ejemplo,
hechos físicos como las ubicaciones geográficas. En la filosofía del len-
guaje contemporánea se han ofrecido tres teorías distintas, el indexica-
lismo, el contextualismo no indéxico y el relativismo de la verdad, que
proponen análisis alternativos de los enunciados involucrados en dispu-
tas evaluativas, las cuales parecen presuponer, en cambio, la defensa de
algún tipo de subjetivismo o antirrealismo acerca de los gustos y los va-
lores, es decir, una concepción según la cual éstos dependen de las acti-
tudes humanas, y pueden por tanto variar relativamente a los diferentes
individuos, grupos o comunidades. De este modo, todas ellas rescatan de
alguna manera la intuición de la ausencia de error –aunque, como se verá,
no todas ellas rescatan plenamente la otra intuición mencionada, la del
desacuerdo. Según ellas, la verdad de un enunciado evaluativo involucra
alguna forma de relativización a un estándar, de gusto, corrección moral,
valor estético, o lo que fuere; dada la existencia de múltiples estándares
alternativos, no parece haber entonces ninguna cuestión objetiva que la
determine1. La existencia de distintos estándares de gusto, éticos y esté-
ticos parece ofrecer una razón en contra de la objetividad de los gustos y
los valores de distinto tipo2.
Mi objetivo en este trabajo es defender una de esas posiciones con-
temporáneas, el relativismo de la verdad, como la mejor manera de ana-
lizar las afirmaciones evaluativas estéticas y los desacuerdos sin falta en
torno a cuestiones estéticas.3 Para ello, en primer lugar, presentaré las

1
Esto es así aun cuando no todos los estándares estén en pie de igualdad.
2
Es en este sentido que Mackie propuso su argumento en favor del carácter subjetivo de
los valores basado en el relativismo (1988: 109).
3
Una posición alternativa que no es considerada en este trabajo es aquélla según la cual
los enunciados estéticos no dan lugar a afirmaciones sino a algún otro tipo de acto de
Las afirmaciones evaluativas estéticas 201

distintas opciones teóricas, para luego tratar de mostrar las ventajas de


sostener una posición relativista.

Contexto de emisión, circunstancias de evaluación


y contexto de apreciación

Ante todo, es importante señalar que el marco teórico que permite en-
tender el debate en torno al relativismo de la verdad es la semántica de
doble índice propuesta por Kaplan (1977) y Lewis (1980). De acuerdo con
este modelo, hoy clásico, para que la emisión de un enunciado reciba una
interpretación semántica es necesario que se la represente mediante una
cláusula adecuada (por lo general, una oración-tipo con una determina-
da estructura gramatical) y se la ponga en relación con un contexto, es
decir, toda emisión debe ser correlacionada con un par constituido por
una cláusula y un contexto. Ahora bien, hay dos nociones fundamentales
en juego que deben ser cuidadosamente distinguidas: la de contexto de
emisión y la de circunstancias de evaluación.
El contenido semántico de un enunciado queda completamente
determinado en relación con el contexto de emisión, el cual es individuali-
zado (y, en Kaplan, formalmente representado) en términos de un índice
constituido por un conjunto de parámetros (agente, lugar, mundo posi-
ble y tiempo), en relación con el cual se asignan valores a los correspon-
dientes indéxicos (tales como el hablante a ‘yo’, el lugar de la emisión a
‘acá’, el mundo real a ‘de hecho’ y el momento de la emisión a ‘ahora’)
mediante un proceso semejante al de la saturación de una variable lógi-
ca. En una segunda etapa, dicho contenido es evaluado como verdadero
o falso por defecto en relación con la circunstancia del contexto, también
representada como un índice, en general constituido por dos paráme-
tros (mundo posible y tiempo)4. El contexto en el cual un enunciado es

habla (por ejemplo, un acto de habla de tipo expresivo), por lo cual no pueden ser evalua-
dos como verdaderos o falsos. Véase, por ejemplo, Gibbard (1990), para una propuesta
emotivista en relación con la ética.
4
Si la oración contiene operadores intensionales, modales o temporales (expresiones
como ‘es posible que’ o ‘en el futuro’, por ejemplo), su evaluación respecto de la circuns-
tancia del contexto involucrará la evaluación de la oración subordinada respecto de toda
circunstancia que difiera de la del contexto (a lo sumo) en el parámetro pertinente: por
ejemplo, si se trata del operador de posibilidad, la oración subordinada deberá evaluar-
202 Eleonora Orlando

emitido introduce una circunstancia, la circunstancia del contexto, con


respecto a la cual la emisión es evaluada como verdadera o falsa por de-
fecto. Por ejemplo, la oración:

(1) Los tiranosaurios se han extinguido,

afirmada en el mundo real, en el momento t es usualmente evaluada en


relación con la circunstancia del contexto de emisión, constituida por el
mundo real y t. De este modo, una vez fijados el contexto y la circunstan-
cia, toda oración recibe un contenido y un valor de verdad absolutos –es
o bien absolutamente verdadera o bien absolutamente falsa. Es en este
marco general donde deben ubicarse las distintas posiciones.
El indexicalismo propone un tratamiento indéxico de las expresiones
evaluativas, es decir, considera que los adjetivos evaluativos funcionan
como los términos indéxicos (‘yo’, ‘acá’, ‘ahora’, etc.), cuyo referente va-
ría de acuerdo con el contexto de emisión. Según su versión más exten-
dida, tales expresiones van acompañadas por una variable oculta cuyo
rango de valores está constituido por los hablantes del contexto de emi-
sión, los cuales aportan sus respectivos estándares a la proposición expresada
en cada caso (López de Sa 2008). De este modo, para seguir con el ejemplo
inicial, se considera que un enunciado como:

(2) Demasiada felicidad es un libro excelente,

tiene la siguiente forma lógica:

(2’) Demasiada felicidad es un libro excelente para,

donde x es una variable, oculta en la forma fonética pero presente en la


forma lógica de la oración, que recibe como valor al hablante del con-
texto de emisión, de tal modo que si la emite Julia resulta equivalente a:

se respecto de un mundo posible diferente del mundo real; en el caso de un enunciado que
contenga el operador temporal ‘en el futuro’, respecto de un momento posterior al de la
emisión de la oración original.
Las afirmaciones evaluativas estéticas 203

(2’’) Demasiada felicidad es un libro excelente para Julia,

esto es, de acuerdo con su respectivo estándar literario.


El contextualismo no indéxico propone la incorporación de un
nuevo parámetro sui generis a las tradicionales circunstancias de
evaluación, determinante de un cierto estándar, relativamente al cual
los enunciados evaluativos resultarán verdaderos o falsos (Predelli
2005; MacFarlane 2007a y 2009; Recanati 2007; García Carpintero
2008). Como vimos, según la semántica clásica, las circunstancias de
evaluación tienen como habituales coordenadas a mundos posibles y
tiempos. El contextualismo no indéxico propone incluir, junto a los
mundos posibles y los momentos del tiempo, parámetros tales como
estándares de gustos, corrección moral, valor estético, entre otros.
Se considera así que los enunciados evaluativos presentan un tipo de
sensibilidad contextual diferente de la de los indéxicos: no es su contenido
proposicional sino sólo su valor de verdad el que resulta sensible al contexto.
La diferencia clave respecto del indexicalismo puede sintetizarse
como sigue: mientras que para el indexicalista el estándar es parte del
contenido semántico del enunciado, para el contextualista no indéxico,
es un parámetro respecto del cual ese contenido debe ser evaluado.
Aplicado a A, se obtiene lo siguiente. Julia afirma el mismo con-
tenido proposicional que Isabel niega, <Demasiada felicidad es un libro
excelente>, pero, como ese contenido se evalúa relativamente a distintos
estándares literarios, es posible considerar que ambas están en lo cierto5.
Por consiguiente, se preserva tanto la intuición de que hay un desacuer-
do real entre las participantes como la intuición de que ambas realizan
actos de habla correctos, es decir, no cometen ningún error6.
Finalmente, el relativismo de la verdad, posición que involucra
un cuestionamiento radical del enfoque tradicional, sostiene que los

5
Los corchetes angulares se usan en este trabajo para designar proposiciones o conteni-
dos proposicionales.
6
No debe entenderse que el contextualista no indéxico considera que todo caso de afirma-
ción y negación de un mismo contenido constituye un caso de desacuerdo, dado que eso
introduciría un problema de sobregeneración de desacuerdos. A modo de ejemplo, si Julia
dice “Simón está durmiendo” en relación con un momento determinado en el que efec-
tivamente Simón está durmiendo, e Isabel, en relación con un momento posterior en el
que Simón acaba de despertarse, dice en cambio “Simón no está durmiendo”, hay afirma-
ción y negación de un mismo contenido proposicional, <Simón está durmiendo>, pero
sin embargo nadie diría que se están contradiciendo mutuamente o están desacordando.
204 Eleonora Orlando

enunciados evaluativos, entre otros, presentan sensibilidad a la aprecia-


ción, es decir, su valor de verdad se establece relativamente al punto de vista de
un apreciador, cuyo estándar puede diferir respecto del estándar de quien reali-
za originalmente la afirmación, es decir, el determinado por el contexto de emi-
sión. A raíz de ello, algunos filósofos (característicamente, MacFarlane
2003, 2005, 2007b, 2008, 2014) alertan sobre la necesidad de complemen-
tar el marco kaplaniano (que incluye solamente un contexto y su corres-
pondiente circunstancia) con la introducción de contextos de apreciación
(contexts of assessment): las afirmaciones evaluativas, entre otras, se evalúan
en relación con un estándar provisto no por el contexto de emisión sino por un
contexto de apreciación. De este modo, se introduce un concepto nuevo,
el de contexto de apreciación, el cual determina el único estándar perti-
nente para la evaluación de cierto tipo de afirmaciones. Esto da lugar a
un marco en el cual ciertos enunciados, los sensibles a la apreciación, no
tienen coordenadas de evaluación fijadas de una vez y para siempre por
el contexto de emisión.
Retomando el análisis de A, desde la perspectiva del apreciador, o
bien la afirmación de Julia es verdadera o bien lo es la negación de Isabel.
En este aspecto, la posición rescata la intuición de que el desacuerdo
entre ambas es genuino, dado que se contradicen mutuamente. Si bien
este rasgo parece indicar que la posición presupone cierto objetivismo o
realismo acerca de los valores, esto no es así: en la medida en que la pers-
pectiva del apreciador puede variar infinitamente, también se preserva
la intuición de que personas que representan puntos de vista opuestos
pueden estar ambas en lo cierto –cada una en relación con el estándar
evaluativo determinado por el correspondiente contexto de apreciación.

Estándares y perspectivas

Revisemos entonces las opciones en relación con la afirmación de (2). La


opción indexicalista es pensar que su valor de verdad varía en función
del contexto de emisión porque su contenido lo hace. Más específicamente,
la extensión de ‘excelente’ varía en función del particular estándar de
excelencia literaria seleccionado por el significado convencional de la ex-
presión en cada contexto. De este modo, si el estándar en juego es, por
ejemplo, el de un crítico occidental como Harold Bloom, se considerará
verdadera, pero si se tratara de un estándar distinto, como el de algún
Las afirmaciones evaluativas estéticas 205

oriental cuya concepción de lo que es la buena literatura fuera muy dis-


tinta de la nuestra, sería falsa. En tal caso, cada participante en la disputa
estaría involucrado con un contenido diferente. De la misma manera,
puede pensarse que la extensión de ‘alto’, o de cualquier adjetivo que
aluda a una escala en relación con una clase de comparación, varía en
función de la clase de comparación seleccionada por el significado con-
vencional de la expresión en cada contexto. De este modo, (3), dicho de
Simón, un chico de 6 años:

(3) Simón es alto,

podrá ser verdadero para quien presuponga un estándar de altura caracte-


rístico de chicos de primer grado, pero será falso para quien presuponga
el estándar de altura de los jugadores profesionales de basketball.
Hay, sin embargo, una diferencia entre ambos casos: por un lado,
si alguien afirma (3) respecto de Simón y, por tanto, seleccionando de
manera implícita la clase de comparación constituida por los chicos de
primer grado, no tendría sentido considerar que lo que dice es falso
sobre la base de la apelación implícita a una clase de comparación dis-
tinta, como la constituida por los jugadores de basketball. En cambio,
si alguien afirma (2), presuponiendo un determinado estándar de exce-
lencia literaria, sí tiene sentido considerar que lo que dice es falso sobre
la base de la apelación implícita a un estándar literario diferente. Pero
eso no puede hacerse dentro del marco del indexicalismo, dado que los
contenidos involucrados son diferentes en cada caso –e involucran en
cada caso al estándar correspondiente.
En otras palabras, el indexicalismo diluye el desacuerdo. De acuer-
do con él, nuestro diálogo podría redescribirse en los siguientes términos:

A’
Julia: Demasiada felicidad es un libro excelente para mí.
Isabel: No, no lo es para mí.

No sólo es claro que no hay contradicción alguna entre las emisiones


de Julia e Isabel sino que el diálogo parece no tener ningún sentido: sus
emisiones tienen contenidos diferentes, dado que el primero incluye a
Julia, mientras que el segundo incluye a Isabel como portadora de un
206 Eleonora Orlando

determinado estándar literario. El desacuerdo se disuelve en un malen-


tendido. Del mismo modo, en el siguiente diálogo:

C
Julia: Yo tengo hambre. Me comería una manzana.
Isabel: Yo no.

no hay contradicción alguna entre las emisiones de Julia e Isabel, puesto


que cada acto de habla involucra un enunciado con un contenido dife-
rente: el primero incluye a Julia como referente de “yo” mientras que el
segundo incluye a Isabel. La principal objeción que se ha hecho al indexi-
calismo es entonces que no rescata la intuición de que hay un contenido
común sobre el cual se está en desacuerdo7.
Desde la perspectiva del contextualismo no indéxico, en cambio, sí
puede decirse que hay un contenido común, <Demasiada felicidad es un
libro excelente>, que es aceptado desde el punto de vista de Julia y re-
chazado desde el punto de vista de Isabel, dado que cada una defiende un
estándar literario diferente. Pero no hay manera de descartar ninguno:
como vimos, ambas opiniones resultan verdaderas desde sus respectivos
puntos de vista, y no es posible decidir en favor de uno u otro, pues am-
bos están determinados por los correspondientes contextos de emisión.
Ahora bien, hay casos que sugieren fuertemente que los valores
apropiados para los parámetros evaluativos no están determinados por
rasgos objetivos del contexto de emisión: los más claros involucran el
uso de indéxicos. La interpretación de

(4) Ahora no estoy en casa,

dejado como mensaje en una nota o en un contestador automático re-


quiere tomar en cuenta, en relación con ‘ahora’, un momento que no es
7
Algunos indexicalistas sostienen que diálogos como A se desarrollan bajo el presupuesto de
que los participantes comparten un determinado estándar –cuando esa presuposición no
se cumple, la discusión llega a su fin o se interrumpe (López de Sa 2008). Con todo, parece
haber casos en los que, aun cuando los hablantes no presuponen un estándar en común,
la discusión continúa. Por otro lado, la presuposición de la existencia de un estándar en
común es compatible con el hecho de que los estándares involucrados, no compartidos
por los participantes, no formen parte del contenido de sus respectivos enunciados, como
sostiene el indexicalismo.
Las afirmaciones evaluativas estéticas 207

el de la emisión del enunciado. En mi opinión, si bien esto no es suficien-


te para motivar la introducción de un nuevo tipo de contexto, contribuye
a poner de manifiesto el mecanismo subyacente a la adopción de una
perspectiva relativista con respecto a ciertos tipos de enunciados. Como
vimos, la propuesta relativista, en la versión de MacFarlane, es que en
algunos casos los valores paramétricos apropiados están determinados
por un contexto diferente llamado ‘contexto de apreciación’, que involu-
cra la perspectiva desde la cual determinados tipos de afirmaciones son
‘apreciadas’. Esto es lo que me parece que ocurre con las afirmaciones
evaluativas estéticas.
En este punto, resulta oportuno destacar la diferencia clave entre el
contextualismo no indéxico, también llamado ‘relativismo moderado’, y
el relativismo de la verdad. Para el primero, las opiniones de Julia e Isa-
bel sobre el libro de Alice Munro pueden ser sostenidas conjuntamente
de manera adecuada, dado que ambas son verdaderas relativamente al
estándar considerado pertinente, el cual, en tanto determinado por el
respectivo contexto de emisión, es distinto para cada una de ellas; ta-
les opiniones no son, por tanto, contradictorias entre sí. Para el relati-
vismo de la verdad, en cambio, eso no es posible: en la medida en que
las afirmaciones evaluativas son sensibles al contexto de apreciación, el
estándar pertinente para su evaluación está determinado unívocamente
por tal contexto, lo cual hará adecuada sólo a una de las opiniones en
disputa; tales opiniones serán, por tanto, siempre contradictorias en-
tre sí, aunque a veces será verdadera una y otras veces, la otra. De este
modo, MacFarlane considera que sólo el relativismo radical o extremo
da cuenta del llamado ‘impedimento de adecuación conjunta’, el cual, en
su opinión, es lo que caracteriza a los desacuerdos acerca de cuestiones
evaluativas como A. Además, según MacFarlane, en ese tipo de disputas,
las partes se piensan a sí mismas no sólo como tratando de cambiar la
actitud del otro sino también como tratando de refutarla –en donde el
signo de una refutación exitosa es que el otro se retracte de su afirmación
original, justamente por considerarla inadecuada, es decir, falsa, a la luz
del estándar pertinente8. En síntesis, el relativismo de la verdad involucra
una relativización mayor que el contextualismo no indéxico, por cuanto
8
En este punto, conviene recordar que la retractación es el acto de habla que uno realiza
al decir ‘retiro lo dicho’ o ‘me retracto’. Según MacFarlane, un agente en un contexto c2 es
compelido a retractarse respecto de una afirmación (no retirada) de p realizada en c1 si p
no es verdadera tal como es usada en c1 y apreciada desde c2.
208 Eleonora Orlando

se trata de una relativización de la verdad de una determinada afirma-


ción a un estándar que no está fijado, de una vez y para siempre, por el
correspondiente contexto de emisión.
Desde el punto de vista relativista, entonces, podría decirse que la
afirmación de (2) es susceptible de ser reevaluada desde una perspectiva
diferente de la de Julia, que involucre un estándar literario que no es el
sostenido por ella. Más aún, se podría defender una concepción de lo
que es una obra de arte literaria que excluyera a Demasiada felicidad –por
ejemplo, por ser un relato realista podría considerarse que posee un va-
lor histórico o sociológico pero no estético. Alternativamente, un deter-
minado crítico o comunidad de críticos, por ejemplo, podría sostener
un estándar literario según el cual los cuentos de Alice Munro no fueran
considerados excelentes sino sólo muy buenos, comparados con otros.

Componentes de la apreciación artística

Piénsese en la obra de Andy Warhol Brillo Box. Es posible pensar que


se requirió de un determinado contexto histórico y crítico para que esa
obra fuera creada y considerada artística –y no un mero objeto común,
como las cajas Brillo que le sirvieron de inspiración (Danto 1981). De
este modo, un artista del Renacimiento, para poner un ejemplo, no po-
dría haberla creado y, si eso hubiera ocurrido por una especie de rareza
cultural, la sociedad europea renacentista no podría haberla considerado
una obra de arte. En realidad, dado que Brillo Box no podría haber sido
creada en otro momento histórico (no habría sido Brillo Box sino una
escultura semejante en sus propiedades visuales), sólo resta hacer el ex-
perimento mental de imaginar si esa obra podría haber sido considerada
un objeto artístico por el hombre renacentista, es decir, si podría haber
sido artísticamente apreciada en un período histórico muy anterior a aquél al
que pertenece. Lo que me interesa destacar es la dependencia no tanto del
aspecto creativo, sino fundamentalmente de lo que llamaré ‘el aspecto
apreciativo’ respecto del contexto histórico. Por ‘apreciación’ entiendo
por lo menos la actitud de interpretar un determinado objeto como obra de arte
y evaluarlo en función de determinado estándar estético.
Volviendo al conocido ejemplo de Danto, podría decirse que la
apreciación artística de Brillo Box requiere la adopción de cierta pers-
pectiva teórico-crítica, lo cual sólo puede tener lugar en un determinado
Las afirmaciones evaluativas estéticas 209

contexto histórico que hace posible la interpretación de la obra –si se sigue


a Danto en este punto, un contexto histórico que involucra un cierto
desarrollo tanto artístico como de reflexión crítica acerca del arte, que
contenga lo que él llama ‘estructuras de crítica de arte’ (structures of art
criticism). Es justamente porque el hombre del Renacimiento no podría
imaginarse ninguna interpretación para Brillo Box por lo que sería inca-
paz de apreciar artísticamente a ese objeto –el cual no sería entonces una
obra de arte para él (o desde su perspectiva).
Ahora bien, a diferencia de la posición intelectualista defendida por
Danto, quisiera que la apreciación artística incluyera también un componen-
te experiencial, es decir, la existencia de una determinada experiencia estética.
Aunque es difícil explicar en qué consiste este componente, no veo nada
que impida incluirlo. Más específicamente, podría decirse que la aprecia-
ción artística tiene (por lo menos) tres componentes: (i) un componente
interpretativo, (ii) un componente evaluativo, que opera en función de de-
terminado estándar, y (iii) un componente experiencial.
¿Cómo se relaciona esto con el relativismo de la verdad? Para seguir
con el ejemplo, la existencia de una actitud apreciativa (es decir, estética)
respecto de Brillo Box depende de la adopción de una determinada pers-
pectiva, y es desde tal perspectiva que la afirmación de una oración como

(5) Brillo Box es una excelente obra de arte9,

será evaluada como verdadera o falsa –una perspectiva que constituye


lo que MacFarlane llama técnicamente ‘el contexto de apreciación’. De
este modo, puede pensarse que una afirmación evaluativa estética resul-
tará verdadera o falsa relativamente a la perspectiva propia del apreciador
artístico que se involucre con ella, el cual puede considerarse que introdu-
ce un determinado contexto de apreciación, en el sentido relativista del
término. Por consiguiente, (5) resultará falsa si el contexto de aprecia-
ción comprende los estándares artísticos del hombre renacentista; si el
contexto de apreciación comprende los estándares artísticos propios del
siglo XX, será en cambio verdadera. Algo análogo puede decirse de (2):
su afirmación resultará verdadera, y su negación falsa, relativamente a
la adopción del estándar literario propio de un apreciador como Julia (o
9
‘Obra de arte’ es usada en este texto en sentido descriptivo y no evaluativo, es decir, en
un sentido según el cual hay cosas que pueden clasificarse como obras de arte sin que ello
implique que sean consideradas buenas o valiosas por el mero hecho de ser obras de arte.
210 Eleonora Orlando

Harold Bloom); relativamente a la adopción del estándar literario propio


de un apreciador como Isabel (o un sabio oriental), su afirmación resul-
tará falsa y su negación, verdadera. El análisis de las afirmaciones evalua-
tivas estéticas permitiría entonces justificar la adopción de una posición
relativista acerca de la verdad de tales afirmaciones.
Una pregunta interesante, en cuya respuesta no puedo profundizar
en este trabajo, es la siguiente: ¿puede una afirmación evaluativa estética
resultar falsa en un futuro en el que los estándares estéticos sean muy
distintos de los actuales? ¿O algo que en cierto momento histórico es
considerado una obra de arte permanece en esa categoría de ahí en más?
Pienso que, en la medida en que el futuro abre la posibilidad de adop-
tar nuevas perspectivas, la apreciación podrá variar hasta el punto de no
considerarse buenas o valiosas a obras consagradas e incluso no conside-
rarse artísticos a ciertos objetos que hoy pertenecen indudablemente a
la categoría de obras de arte.
Otro aspecto a desarrollar que quisiera tan sólo plantear tiene que
ver con otra pregunta: ¿qué son exactamente las perspectivas desde las
cuales se adopta la actitud apreciativa (con sus correspondientes facto-
res: interpretativo, evaluativo y experiencial)? ¿Son acaso comparables
a teorías científicas? ¿Se justifican sobre la base de razones puramente
teóricas, como la verdad o el grado de justificación? Si así fuera, parece-
ría que podría haber un criterio para elegir una determinada perspectiva
como la única correcta, con lo cual el tipo de relatividad de la verdad de
las afirmaciones evaluativas estéticas no constituiría una buena motiva-
ción para el relativismo. Por lo tanto, yo diría que las perspectivas en
cuestión tienen una base de sustentación que no es puramente teórica:
expresan una determinada visión de la obra de arte, que incluye, junto
con los componentes teórico-críticos, componentes emocionales y afec-
tivos que desempeñan un papel fundamental en la experiencia estética.
En síntesis, el valor de verdad de una afirmación evaluativa estética
depende de cuál sea el estándar estético pertinente en el contexto en el
que tal afirmación es apreciada, y tal estándar no tiene por qué coincidir
con el del contexto de emisión original. Dicho de otro modo, una afir-
mación evaluativa estética puede cambiar su valor de verdad en función
de la perspectiva estética propia de quien se involucre con ella –lo cual
involucra el ejercicio de la capacidad para apreciar un objeto como obra
de arte con sus respectivos componentes: interpretativo, evaluativo y ex-
periencial. Dado que el estándar estético pertinente estará determinado
Las afirmaciones evaluativas estéticas 211

en cada caso por el correspondiente contexto de apreciación, la reevalua-


ción es una posibilidad definitivamente abierta.

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15

Descripción y evaluación

Algunas observaciones sobre el discurso de


la crítica

Ricardo Ibarlucía

La filosofía de la crítica ha cobrado aparentemente un nuevo impulso en


los últimos años. Desde Les célibataires de l’art (1996) y Adieu à l’esthétique
(2000) hasta Petite écologie des études littéraires (2011), Jean-Marie Schaeffer
ha venido desarrollando un programa descriptivista; Noël Carroll, por su
parte, ha presentado en On Criticism (2009) un programa que, por contra-
posición, podríamos llamar evaluacionista.
Cada uno de estos programas pone el acento sobre una de las fun-
ciones principales de la crítica de arte. Para Carroll, la tarea de los crí-
ticos no consiste en “diseccionar obras de arte”; lo que el público más
bien busca en ellos es ayuda para “descubrir cuál es el valor de las obras”
(2009: 14). Lo que se espera de la reseña de una novela, del comentario de
una exposición o de la crónica de un concierto de cámara es que indique
de modo persuasivo lo que es valioso, significativo o digno de aprecia-
ción en esas obras de arte. Schaeffer, en cambio, argumenta que el papel
de la crítica no es juzgar si un poema, una película o una ópera son va-
liosos, sino facilitarnos los elementos para una mejor atención estética:
“por medio de la descripción del fundamento causal de su apreciación
estética”, lo que el crítico debe hacer es proporcionar “pistas” para la
“participación estética” de quienes se acercan a las obras de arte, “dando
214 Ricardo Ibarlucía

por sobreentendido que incumbe a cada uno experimentar por sí mismo


si la vía propuesta le agrada o no” (1996: 247).
En lo que sigue, mi intención es mostrar que el programa descrip-
tivista y el programa evaluacionista no se oponen necesariamente entre
sí, sino que pueden combinarse dentro de un programa más amplio a
partir de una adecuada clarificación de las diferentes operaciones judi-
cativas. Acuerdo con Carroll en que la crítica de arte, como acto verbal
que se diferencia de otros géneros de discurso sobre las obras de arte
–la estética, la teoría y la historia del arte, la semiótica, la sociología del
arte– es eminentemente evaluativa (2009: 7). Al mismo tiempo, partien-
do de los análisis de Schaeffer, entiendo que esta evaluación no comporta
simplemente un juicio de gusto, que expresa el índice de placer de una
experiencia atencional subjetiva, sino un juicio normativo que traduce
prescriptivamente las propiedades objetuales que constituyen el “funda-
mento epistémico” de la evaluación bajo la forma de predicados de valor
(2000: 49-74). Mi hipótesis es que el juicio de la crítica comparte rasgos
del juicio estético y del juicio teleológico, para ponerlo en términos de
Kant: por un lado, es un juicio experto conforme a criterios técnicos o de
“aptitud funcional”, que descansan sobre procedimientos descriptivos;
por el otro, es un juicio de valor que expresa siempre preferencias o ex-
periencias subjetivas.

Objetos y valores

Empecemos por examinar la tesis de On Criticism. De acuerdo con Carroll,


la valoración es condición necesaria de la crítica: si un texto o un discurso
sobre arte carece de una evaluación, explícita o implícita, no puede ser ca-
lificado como crítico. El término mismo “crítico”, recuerda al comienzo
de su libro, deriva del griego kritikós, alguien que participa de un jurado y
emite un veredicto (2009: 14). La tarea de la crítica es, por tanto, indicar
lo que es valioso, digno de atención o de reconocimiento en una obra de
arte o una práctica artística; su rasgo distintivo, en síntesis, es que acuer-
da un valor al objeto examinado, esto es, que emite un juicio de valor:
aun cuando realiza otra serie de operaciones –descripción, contextuali-
zación, clasificación, interpretación, análisis–, el cometido de la crítica es
brindar una “evaluación razonada” (17-19); las demás actividades no son
Descripción y evaluación 215

concebidas en ella como “fines en sí mismos”, sino instrumentalizadas


“con el fin de proporcionar los fundamentos de la evaluación crítica de
la obra en cuestión” (14).
Aclaremos un punto: no es que Carroll piense que la crítica sólo se
ocupa de declarar el valor (o la falta de valor) de una obra de arte. La va-
loración, naturalmente, debe basarse en pruebas y razones. Sin embar-
go, contra el programa descriptivista representado por Schaeffer, Carroll
sostiene que la valoración tiene una prioridad epistémica sobre la des-
cripción y las demás operaciones (2009: 16). Es la valoración la que de-
termina, en última instancia, qué fundamentos descriptivos (y, por tanto,
qué propiedades artísticas, qué contextualizaciones, interpretaciones o
análisis de elementos objetuales) serían pertinentes y cuáles, en cambio,
podrían quizás resultar digresivos, extraños o contraproducentes a los
fines de una argumentación persuasiva (19-20). Dicho de otra manera, la
valoración enmarca, delimita y gobierna todas las operaciones presentes
en el discurso de la crítica: en la selección misma de una obra de arte,
habría una evaluación implícita, en virtud de la cual esa obra es tomada
como un objeto valioso, significativo o digno de evaluación.
El argumento de Carroll, aunque tiene el mérito de definir la fun-
ción principal de la crítica, no clarifica su modus operandi, ni explica ade-
cuadamente la articulación que, en la producción del juicio crítico, existe
entre el plano descriptivo y el plano normativo. La postulación de un a
priori valorativo ciertamente no contribuye a distinguir nuestra conducta
frente a las obras arte del resto de las que mantenemos con los demás ob-
jetos culturales. Evidentemente, la dimensión valorativa sensu latissimo se
encuentra en todos los dominios del quehacer humano. En este sentido,
la objeción de Schaeffer a un programa evaluacionista de este tipo parece
apropiada: “el valor es una consecuencia trivial del estatuto teleológico
de los objetos creados por el hombre y del hecho de que, de un modo u
otro, estos objetos están destinados a satisfacer una necesidad o un deseo”
(1996: 187). En efecto, todas nuestras relaciones con hechos culturales es-
tán “axiológicamente orientadas” (2011: 51), entre otras causas, por las
propiedades intencionales que son inherentes a estos hechos.
216 Ricardo Ibarlucía

El valor estético

El sentido de la palabra “valoración” (evaluation) sobre el que Carroll


hacer girar su filosofía de la crítica es quizás demasiado ambiguo como
para explicar de manera adecuada la función judicativa de la crítica. Para
elucidarla, voy a basarme en una doble distinción que Schaeffer toma de
John R. Searle (1995: 10-13 y 24-26) para su análisis del juicio de gusto.
Por un lado, argumenta Schaeffer, cabe distinguir ente “hechos ontoló-
gicamente objetivos” y “hechos ontológicamente subjetivos”: una en-
tidad o una propiedad del primer tipo es independientemente de todo
observador; en cambio, una entidad o propiedad del segundo tipo sólo es
relativa a él (2000: 57). Bajo este ángulo, todos los valores son entidades
ontológicamente subjetivas, lo cual no quiere a decir que sean menos
reales que los hechos ontológicamente objetivos o que no existan. Los
hechos ontológicamente subjetivos pueden, además, ser básicamente de
dos tipos: relativos a actitudes intencionales individuales o colectivas:
“El valor estético es no sólo un hecho ontológicamente subjetivo, sino
por encima de todo individual, ya que tiene su fuente en la cualidad sub-
jetiva de un estado mental. Los valores morales, en cambio, son hechos
de intencionalidad colectiva, pues están fundados sobre normas institui-
das cuya referencia es intrínsecamente colectiva, supra-individual” (58).
La segunda distinción que Schaeffer retoma de Searle es entre
“proposiciones epistémicamente objetivas” y “proposiciones epistémi-
camente subjetivas” (58-59). Éstas pueden referirse tanto a hechos onto-
lógicamente objetivos como subjetivos: una proposición del primer tipo
es aquélla que depende únicamente de su adecuación al estado de cosas
cuya existencia afirma; una del segundo tipo es aquélla que, presupuesto
un estado de cosas, “lo dota de un predicado cuya condición de satisfac-
ción no es ese estado de cosas” sino la actitud del sujeto al respecto, “pu-
diendo esta actitud expresar ya una preferencia personal, ya una norma
colectiva” (59). Propiedades ontológicamente subjetivas, que no son sino
relativas a estados mentales, pueden dar lugar a juicios epistémicamente
objetivos y, a la inversa, hechos subjetivos a juicios objetivos. Así, por
ejemplo, cuando digo: “Me gusta esta novela” o “Detesto esta canción”,
emito juicios objetivos sobre hechos subjetivos, es decir, juicios que des-
criben mi actitud frente a estos objetos y cuya verdad o falsedad sólo de-
pende de la existencia o no de estos estados mentales. En cambio, “El día
es bello” o “La noche es sublime”, por citar juicios estéticos “canónicos”,
Descripción y evaluación 217

como los llama Schaeffer, son proposiciones epistémicamente subjetivas


sobre hechos ontológicamente objetivos. Por último, cuando sostengo:
“Study after Velazquez’s Portrait of Pope Innocent X de Francis Bacon es una
obra maestra” puede tratarse de una de estos dos cosas o, si se quiere, de
ambas a la vez: que me esté refiriendo a las propiedades ontológicamen-
te objetivas, a la apariencia material del cuadro (la figura retratada, los
pigmentos, las pinceladas verticales, la textura de las placas de rayos X,
etc.), o que aluda a propiedades subjetivas no manifiestas, individuales
o colectivas (la intencionalidad del artista, el contexto de producción, su
remisión a la historia de la pintura moderna).
Con estos ejemplos, lo que ante todo busco subrayar –siguiendo a
Schaeffer– es que los juicios estéticos, aun cuando se refieran a hechos
objetivos, son juicios epistémicamente subjetivos. Así lo entiende Kant,
para quien el juicio estético obedece a una actividad atencional que se
ha dado en llamar “autotélica”, porque no tiene por fin la evaluación
de nada concerniente al objeto, sino la expresión del placer o displa-
cer inherente a la atención cognitiva misma, esto es, al modo en que las
facultades cognitivas del sujeto se ven afectadas por la representación
del objeto (KdU: § 1). Por esta razón, Georges Santayana pudo definir lo
bello en los términos de un “valor positivo intrínseco objetivado”: “La
belleza es el placer considerado como una cualidad de una cosa” (1896:
I, §11). También para Gérard Genette, a quien Schaeffer cita varias veces
en respaldo de su tesis, el juicio estético es la objetivación de un estado
mental. Cuando predico la belleza (u otra cualidad de este tipo) de un
objeto dado, dice Genette, no hago sino proyectar sobre él la satisfacción
que provoca en mí, presentando el efecto –esto es, el valor– como una
propiedad del objeto, “la apreciación subjetiva como una descripción
objetiva”: “decir que un objeto tiene un valor estético para mí, positivo o
negativo, porque presenta tal propiedad (“Me gusta este tulipán porque
es rojo”), es una simple inferencia, exacta o no, de un efecto subjetivo a
su causa objetiva” (Genette 1997: 111-112, Schaeffer 1996: 219, 2000: 62).

Descripción objetual y criterios normativos

Ahora bien, esta caracterización del juicio estético como epistémicamen-


te subjetivo parece adecuarse sólo en parte a las pretensiones de la críti-
ca. La “evaluación razonada” no puede contentarse con ser la expresión
218 Ricardo Ibarlucía

del estado mental del crítico, toda vez que se refiere a las propiedades
de objetos intencionales, de artefactos cuya producción responde por lo
general a principios, reglas o convenciones y que suponen, entre otras
cosas, habilidad o destreza técnicas. Considerado bajo este ángulo, el
juicio experto de la crítica es un juicio teleológico, en el sentido indicado
por Kant: el juicio por medio del cual encontramos una obra “bella” a
causa de sus propiedades no es en rigor un juicio estético, no es un juicio
expresivo, un juicio “sin conceptos” que traduce el placer inherente a
una “finalidad subjetiva”, sino un juicio normativo, “un juicio intelectual
según conceptos que da a conocer una finalidad objetiva” (KdU: § 62). En
términos de Luis Juan Guerrero, podríamos decir que los juicios exper-
tos se basan en criterios “operatorios” que tienen un “apriorismo funcio-
nal” y poseen “un carácter normativo” (EO, I D: § 28). Estos juicios nor-
mativos de “aptitud funcional” o de “éxito operativo”, como los llama
Schaeffer, pueden basarse en criterios técnicos (por ejemplo, cuando se
valúa si un pianista ejecuta correctamente una sonata, si un poeta aplica
las reglas de versificación, si un pintor domina la perspectiva), en la con-
formidad con un modelo presupuesto (un estilo, una tradición artística,
un programa estético) o, más generalmente, en las reglas inherentes a
las prácticas artísticas, que no necesariamente deben imaginarse como
siendo previas a su aplicación e independientes de ellas: en todos los ca-
sos, serían “juicios de adecuación teleológica o pragmática, que miden la
conformidad de un producto con la causalidad intencional de la que son
resultado, ejemplificando un saber hacer y su adecuación funcional, son
efectivamente juicios objetuales y no caen bajo el golpe del relativismo y
del subjetivismo” (1996: 233).
Todos estos criterios normativos, que tienen un fundamento pu-
ramente descriptivo, cumplen tanto una función intencional, para las
prácticas de creación o ejecución, como una función atencional, que se
presenta en dos niveles: por una parte, para la evaluación y, por otra más
general, para la recepción e incluso la simple identificación de una obra
de arte. Veamos el caso de este haiku de Jorge Luis Borges: “La vasta
noche/no es ahora otra cosa/que una fragancia” (1981: 335). Como sa-
bemos, la métrica del haiku (un poema de diecisiete sílabas, distribuido
en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas sin rima) es una composición
canónica de la poesía japonesa. Estas reglas de versificación, en la me-
dida en que traducen prescriptivamente las propiedades de este géne-
ro poético, estipulan a la vez criterios de ejecución y de evaluación. Sin
Descripción y evaluación 219

embargo, cabe decir que juegan un rol todavía más esencial: proporcio-
nan el marco categorial que interviene en la construcción receptiva del
“objeto-haiku”. La familiaridad que el lector tiene de estas reglas le per-
mite discernir propiedades (sintácticas y prosódicas) que de otro modo
no sólo le impedirían evaluar si está correctamente ejecutado, sino que,
sin este conocimiento, el haiku podría pasarle inadvertido y parecerle un
simple poema breve o una idea poética formulada en prosa. En cambio,
cuando señalamos críticamente que en el segundo verso (“no es ahora
otra cosa”) las siete sílabas prescritas sólo se alcanzan por medio de dos
sinalefas, nos servimos de ellas para medir su mayor o menor grado de
eficacia operatoria.
En la medida en que estos criterios normativos direccionan la expe-
riencia atencional del objeto, establecen también las coordenadas dentro
de las cuales puede producirse la interpretación. Podemos, ciertamente,
tener lecturas distintas de un cuadro como el Noli me tangere de Tiziano,
pero no cualquiera. No todas las interpretaciones son válidas; sólo las
que son posibles sobre bases descriptivas que están en condiciones de
proclamarse como correctas. Hay, de hecho, interpretaciones muy diver-
sas sobre la significación que tiene esta imagen de un Jesús que, tras ha-
ber resucitado, se encuentra con María Magdalena, que lo confunde con
el jardinero, según el evangelio de Juan. Alguien podrá decir que, en esta
temprana pintura de Tiziano, se hace patente la influencia de Giorgione,
su maestro; otro podrá comparar la tela con la pintura homónima de
Sandro Boticelli y otras tantas representaciones de este episodio bíblico
en la historia del arte. Afirmar, en cambio, que se trata de una obra repre-
sentativa del expresionismo abstracto, en la que se percibe la influencia
de Jackson Pollock, es un sinsentido: existen procedimientos objetivos
para identificar esta pieza como una pintura de principios del siglo XIV
y ofrecer una interpretación acorde, sin que ello cancele lecturas y hasta
valoraciones completamente diferentes.

El juicio crítico

Del hecho de que los criterios de adecuación teleológica varíen sen-


siblemente –de una obra a otra, de un género artístico a otro, de una
época a otra– no se sigue que no tengan validez. Cada vez que evalua-
mos una obra aplicamos criterios de este tipo: elaboramos juicios sobre
220 Ricardo Ibarlucía

propiedades objetuales (apariencia material, texturas, técnicas, reglas de


composición o ejecución, etc.) que permiten constatar su conformidad
(o la ausencia de conformidad) de la obra a un fin intencional, lo que
Aristóteles caracterizaba como el télos (Poet. 1450a18, 22-23, 1460b24-26,
1462a18-b1, 1462b12-15) o el érgon (1450a31, 14452b29-30, 1462b12-13),
una función específica que, si no se cumple, puede llevar al error prag-
mático, por ejemplo, de que una tragedia mueva a risa como una come-
dia o viceversa. Cuando en nombre del pluralismo estético se sostiene
que una evaluación objetual de este tipo es imposible, porque no existen
leyes universales y absolutas, se comete un error. Como ha mostrado
Yves Michaud, es posible mantener a la vez una posición relativista y
objetivista en el sentido en que lo reclamaba Nelson Goodman: “un rela-
tivismo radical bajo restricciones rigurosas” (1978: X). Es tan cierto que
el juicio estético es subjetivo como que existen convenciones y criterios
de un grado de generalidad suficiente que sirven para describir objetos,
ordenarlos en clases y distinguir entre los juicios que son pertinentes y
aquéllos que no lo son: “En el seno de una comunidad de evaluación que
está articulada con una comunidad de producción, las evaluaciones co-
rresponden a la vez a rasgos reales de los objetos y son también relativos
al juego de lenguaje en cuestión” (Michaud 1999: 21).
Que una evaluación corresponda a las propiedades de los objetos,
no quiere decir que deba conducir, ni inmediata ni mediatamente, a la
unanimidad. En su ensayo sobre el gusto, objeto de un debate muy rico
en las últimas décadas (especialmente, Mothersill 1989, Cohen 1994,
Gracyk 1994, Zangwill 1994, Dickie 1996, Shiner 1996, Michaud 1999:
97-113, Levinson 2002), David Hume ilustró las discrepancias que siem-
pre pueden surgir citando un fragmento del Quijote: dos parientes de
Sancho, experimentados bebedores, se encuentran un día en una taber-
na y, para celebrar el reencuentro, piden una bota de vino. Al probarlo,
uno dice que se nota que el vino está bien añejado, pero que percibe un
raro sabor a cuero; el otro asiente en parte, pero señala que más bien
ha detectado cierto sabor a metal. Discutiendo, se terminan el vino y
parten. Cuando el tabernero vacía el tonel, encuentra que en el fondo
había una llave con una correa de cuero (1757: 265-266). El argumento de
Hume sobre la “delicadeza” de la discriminación gustativa, de la agudeza
perceptiva que permite a los parroquianos identificar estas propiedades
en el vino, sin embargo, tiene un inconveniente, cuyo señalamiento nos
permite regresar desde otro ángulo sobre la diferencia apuntada entre
Descripción y evaluación 221

el plano descriptivo y el plano normativo. El propio Schaeffer, haciendo


suya la lectura de Genette, lo indica en una nota al pie: de la “legi-
timidad factual” del juicio experto sobre la presencia de determinadas
propiedades en el vino no se sigue la “legitimidad de la apreciación esté-
tica” del juicio que declara que el vino es “bueno” o “malo” (2000: 69-70;
Genette 1997: 71-72).
La dificultad para cubrir el hiato entre el plano descriptivo y el
plano evaluativo nos reenvía a las consideraciones de Carroll sobre la
operación valorativa que distingue a la crítica de otros discursos acerca
del arte. Si, como hemos dicho, el juicio experto sobre una obra de arte
se inscribe en el dominio de lo que Kant llamaba juicios teleológicos, el
acto verbal por medio del cual objetivamos nuestra apreciación estética
es un juicio de valor. Debemos distinguir, entonces, entre el juicio de
adecuación teleológica o pragmática y el juicio normativo por medio del
cual declaramos que, en virtud de esta conformidad a un modelo, una
determinada obra de arte o una práctica artística son valiosas, dignas
de atención o reconocimiento. En efecto, como sucede con el valor que
acordamos a cualquier hecho epistémicamente objetivo, la valoración
de una obra de arte es relativa a un interés subjetivo. Por tanto, la cons-
tatación de que una obra sea funcionalmente apta o conforme a un fin
intencional no puede ser más que una condición necesaria para la evalua-
ción razonada que pide Carroll, pero no suficiente, contra lo que parece
pensar Schaeffer, para quien la adecuación teleológica “deviene la razón,
el fundamento epistémico del juicio normativo” que postula esta confor-
midad como deseable (2000: 66).
Es precisamente en este punto donde nos apartamos del programa
descriptivista para hacernos eco de la exigencia de una valoración como
rasgo distintivo del discurso de la crítica. Cuando el crítico acuerda un
valor a una obra de arte no se limita a indicar su conformidad con una
norma presupuesta y el fundamento causal de su apreciación estética no
reposa solamente, o de manera exclusiva, en procedimientos descripti-
vos. Una evaluación basada en las propiedades manifiestas de una obra
de arte podría ser neutralizada o rebatida por medio de la invocación
de propiedades no manifiestas (intencionales, contextuales, etc.) o la
interpretación de dichas propiedades desde una perspectiva estética más
amplia, a partir de otros criterios axiológicos, preferencias o experiencias
subjetivas. Por ejemplo, dos críticos podrían coincidir en que el haiku
de Borges es formalmente correcto, pero uno de ellos pensar que es
222 Ricardo Ibarlucía

demasiado previsible o conservador y el otro, en cambio, que es inno-


vador y deslumbrante. Al argumentar, pondrán probablemente en juego
otras valoraciones, desde consideraciones sobre el sentido de recrear en
español un género de la poesía japonesa hasta aspectos interpretativos,
observaciones sobre el vocabulario empleado por Borges o sobre las
resonancias intertextuales de sus metáforas en el horizonte histórico-
cultural de la literatura argentina.

Conclusiones

En resumen, para determinar adecuadamente la función de la crítica,


creo que debemos discernir la posibilidad de tres tipos de juicios respec-
to de un mismo objeto atencional: el juicio estético, el juicio teleológico
(técnico o de “aptitud funcional”) y el juicio normativo de la crítica. Sólo
el segundo es un juicio epistémicamente objetivo; el primero y el tercero
son juicios de valor, que efectúan una objetivación. Ambos comportan
enunciados epistémicamente subjetivos, aunque sus condiciones de va-
lidez son diferentes: el juicio estético no expresa sino el efecto que el
objeto induce en el sujeto; el juicio crítico, en cambio, expone bajo la
forma de predicados de valor las propiedades objetuales que constituyen
la causa de la apreciación. Este acto judicativo por cierto no se limita a
comunicar la experiencia positiva o negativa que el sujeto ha tenido de
la obra, pero tampoco es un juicio epistémicamente objetivo, sino un jui-
cio epistémicamente subjetivo que traduce prescriptivamente su propio
fundamento causal: es un juicio que acuerda un valor al hecho de que la
obra presente determinadas propiedades o se adecúe teleológicamente
a una norma y, al hacerlo, declara una preferencia que, de manera implí-
cita o explícita, presupone un punto de vista, una concepción del arte y
del significado de la experiencia estética.
La crítica de arte es, sin duda, un discurso argumentativo que aspi-
ra a tener un carácter normativo y que, por tanto, no se contenta con ex-
presar una apreciación o proporcionar una descripción del objeto. En mi
opinión, el programa descriptivista de Schaeffer tiene la virtud de devolver
a la crítica su fundamento factual; el programa evaluacionista de Carroll,
por su parte, no deja de recordarnos que ella se diferencia de los estudios
literarios y la historia o la sociología del arte por su dimensión eminente-
mente valorativa. El breve análisis que he esbozado en estas páginas no
Descripción y evaluación 223

pretende sino amalgamar ambas posturas bajo una perspectiva que res-
cata tanto el carácter objetual como relacional de la experiencia estética,
señalando que la práctica efectiva de la crítica involucra tres operaciones
que son interdependientes: la apreciación subjetiva, la descripción obje-
tual y la evaluación razonada.

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Colaboradores

Lucas Bucci es Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires,


donde se desempeña como docente de Metafísica e Introducción al Pen-
samiento. Es becario posdoctoral del CONICET. Sus áreas de especiali-
zación son la filosofía de la mente y la filosofía del arte, centrándose en
el caso de las artes cinematográficas. Correo electrónico: lucasbucci@
gmail.com
 
Valeria Castelló-Joubert es Doctora en Letras por la Universidad de Bue-
nos Aires, donde se desempeña como docente de Literatura Europea del
siglo XIX. Integra el Programa de Estudios en Filosofía del Arte del Cen-
tro de Investigaciones Filosóficas. Sus áreas de interés son el esteticismo
decimonónico y la relación entre las teorías del arte y la literatura. Co-
rreo electrónico: castellojoubert@gmail.com

Oscar M. Esquisabel es Doctor en Filosofía, Profesor Titular de Metafí-


sica en la UNLP e Investigador Independiente del CONICET. Sus áreas
de investigación son la filosofía leibniziana, la filosofía de la lógica y la
metafísica. Sobre estos tópicos ha publicado artículos y capítulos de li-
bros en publicaciones nacionales e internacionales. Correo electrónico:
omesquil@speedy.com.ar

Facundo García Valverde es Doctor en Filosofía por la Universidad de


Buenos Aires, donde actualmente se desempeña como docente. Es be-
cario postdoctoral del CONICET. Trabaja sobre diversos aspectos de la
filosofía práctica contemporánea, en especial, las teorías de democracia
y el igualitarismo. Participa en varios proyectos de investigación. Correo
electrónico: fgarciavalverde@gmail.com

Mariano Garreta Leclercq es Doctor en Filosofía e Investigador Adjunto


del CONICET. Su área de investigación abarca temas de filosofía política,
226 Colaboradores

ética normativa y metaética. Es profesor del Departamento de Filosofía


de la Universidad de Buenos Aires en las materias Ética y Problemas Es-
peciales de Ética. Correo electrónico: mgarretaleclercq@yahoo.com

Santiago Ginnobili es Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos


Aires (UBA). Es investigador de CONICET y profesor en la Universidad
de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes. Su área de
especialización es la Filosofía de la ciencia, específicamente, la filosofía
de la biología. Correo electrónico: santi75@gmail.com.

Ricardo Ibarlucía es Doctor en Filosofía, Investigador Independiente


del CONICET y Profesor Titular de Estética y Problemas de estética
contemporánea en la Universidad Nacional de San Martín. Sus áreas
de investigación son el análisis y la historia de las teorías estéticas y la
historiografía de la estética en la Argentina. Dirige el Boletín de Estética.
Correo electrónico: boletindeestetica@gmail.com

Diego Lawler es Doctor en Filosofía e Investigador Independiente del


CONICET. Sus áreas de investigación están enfocadas hacia cuestiones
epistemológicas y metafísicas de filosofía de la mente, filosofía de la ac-
ción y filosofía de la técnica. Ha escrito publicaciones sobre agencia, me-
tafísica de los artefactos, autoconocimiento y teoría de la acción. Correo
electrónico: diego.lawler@gmail.com

Julio Montero es Doctor en Teoría Política por el University College


London. Es Investigador Adjunto de CONICET y profesor de la Uni-
versidad de Buenos Aires. Dentro del campo de la filosofía práctica, sus
principales áreas de interés son la filosofía de los derechos humanos,
la teoría de la democracia y el liberalismo político. Correo electrónico:
jmnormandia@gmail.com

Alberto Moretti es Profesor Titular Plenario en la Facultad de Filosofía


y Letras de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Principal del
CONICET. Ha sido presidente de la Asociación Filosófica de la República
Argentina y de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico. Sus publica-
ciones son sobre temas de filosofía de la lógica y del lenguaje. Correo
electrónico: info@sadaf.org.ar
Colaboradores 227

Francisco Naishtat es Doctor en Filosofía, Profesor Titular en la Facul-


tad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es investiga-
dor principal del CONICET. Sus principales áreas de investigación son la
filosofía de la historia, la filosofía moderna y contemporánea y la crisis
de la experiencia, focalizando sobre problemas inherentes a la Ilustra-
ción. Correo electrónico: fnaishtat@gmail.com

Luciano Nosetto es Politólogo y Doctor en Ciencias Sociales por la Uni-


versidad de Buenos Aires, donde se desempeña como profesor de la Ca-
rrera de Ciencia Política. Es investigador adjunto del CONICET con lu-
gar de trabajo en el Instituto de Investigaciones “Gino Germani” (UBA).
Su área de especialización es la teoría política contemporánea. Correo
electrónico: lnosetto@gmail.com

Eleonora Orlando es Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos


Aires, donde se desempeña como Profesora Asociada de Filosofía del
Lenguaje. Master in Philosophy por Universidad de Maryland e Investiga-
dora Adjunta del CONICET, su área de especialización es la semántica
de los términos generales, la semántica de la ficción y la relación en-
tre teorías semánticas y ontología. Correo electrónico: eleo.orlando@
gmail.com

Pablo E. Pavesi es Doctor en Filosofía y Profesor Adjunto de Historia


de la Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Corresponsal del
Bulletin Cartésien, su área de investigación es la historia de la filosofía
moderna. Se ha especializado en la metafísica de René Descartes, prin-
cipalmente en el problema de las pasiones y la relación alma y cuerpo.
Correo electrónico: zppavesi@yahoo.com.ar

Diana Pérez es Doctora en Filosofía e Investigadora Principal del CO-


NICET. Es Profesora de Metafísica y de Fundamentos de Filosofía del
Departamento de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y de la
Maestría en Psicología Cognitiva de la Facultad de Psicología de la Uni-
versidad de Buenos Aires. Sus áreas de interés son la filosofía de la psi-
cología y la metafísica de la mente. Correo electrónico: dperez@filo.
uba.ar
228 Colaboradores

Mauro Sarquis es Licenciado en Filosofía, becario doctoral del CONI-


CET y doctorando de la Universidad Nacional de San Martín. Su área
de interés es la historia de la estética en la Argentina. Se especializa en la
recepción del pensamiento de Friedrich Nietzsche en la estética musical
de Mariano Barrenechea y Juan Carlos Paz. Correo electrónico: sarquis-
mauro@gmail.com

Jesús Vega Encabo es Doctor en Filosofía. Es catedrático de Lógica y


Filosofía de la ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid (España).
Sus áreas de investigación están enfocadas hacia cuestiones epistemoló-
gicas y de filosofía de la mente. Ha realizado publicaciones sobre norma-
tividad epistémica, agencia epistémica, autoconocimiento, testimonio,
entre otros temas. Correo electrónico:jesus.vega@uam.es
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