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Escribo estas palabras con miedo de ser descubierto. Esta historia, este tipo de
reflexiones, puede traer la muerte a su autor, o cosas peores.
No siempre fue así.
Crecí, como muchos otros, con la promesa de que la mayoría de mis acciones, o al
menos las que importaban, eran secretas. Sólo con quien quisiera compartirlas tendría
conocimiento de ellas. Respeto a la privacidad.
Eso terminó hace años. Una vez libres, ahora somos condenados por lo que algún día fue
actuar cotidiano.
Sucedió con la fugacidad de una tormenta. Las nubes se juntaban en el horizonte y no lo
notamos. Tensión acumulada. Periodistas vociferando en la tele, señalándonos como una
plaga que hay que mantener alejada; el inconsciente y cada vez mayor miedo a los
uniformes. Las familias observándonos con disgusto cuando decidimos que nuestro
comportamiento no debía ser escondido y salimos a las calles. La calma se acababa.
La primera vez que hubo una verdadera alerta fue en diciembre, hace tres años. La
noticia hubiese quedado olvidada, pero los eventos sucedieron en una de las zonas más
concurridas de la ciudad. Pasaba el mediodía, cuando los noticieros mostraron la única
imagen del incidente conseguida hasta el momento. El adoquín negro con arroyuelos de
tornasol vino. La multitud reunida en torno al bulto de carne y ropas, irreconocible,
descansando sobre un muro de mármol gris.
En un principio creímos que era un ladrón o violador más, al que habían linchado
justamente.
No fue hasta que se filtraron declaraciones de los involucrados que el ojo público se
dirigió hacia nosotros. El debate comenzó instantáneamente, en foros, redes sociales y
medios masivos. Quién tenía la razón, si la mayoría, harta de nuestras elecciones, o
nosotros, libres de ejercer nuestros derechos. Hubo manifestaciones, demostraciones
artísticas y la gente escogió bandos.
Los debates terminaron cuando el estado decidió interceder. Una mañana nos
despertamos siendo los perseguidos. Primero quien fuera encontrado in fraganti. El hecho
debía estar demostrado, contra cualquier duda pericial, y la pena eran unos años de
cárcel.
Después comenzaron a revisar los domicilios, pertenencias, y documentos de los
detenidos. Agendas, computadoras, libretas. Comenzaron a sacarnos de nuestras casas y
trabajos, bajo el único fundamento de implicación. Y poco a poco la gente dejó de recibir
noticias de los arrestados.
Poco a poco la cuidad, que antes tenía tanta vida, comenzó a vaciarse.
Y entre susurros, comenzamos a saber de las construcciones. Algún albañil usaba una
pala mecánica y entre la tierra asomaban huesos, al principio uno o dos; decenas antes
de que llegaran uniformados a clausurar la obra.
Ahora nadie se atreve a preguntar por ellos.
Poco a poco el hombre común perdió poder sobre si mismo, y quien debería protegerlo se
convirtió en su enemigo. El dominio de unos cuantos…
Todo esto empezó, como las peores de las situaciones, con la intolerancia de quién
también buscaba libertad.
Empezó con el grito de quien creía que valía más que el prójimo.
Y va a terminar con quién usó esa escisión para subyugar, derribando mi puerta y
quemando estas palabras.