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¿Vamos camino de la independencia catalana?

LA OPINIÓN DE

Carlos Alberto Montaner@CarlosAMontaner

03 DE OCTUBRE DE 2017 12:09 AM

Escribo este artículo el viernes 29 de septiembre. Es posible que el gobierno nacional


español de Mariano Rajoy consiga impedir que el gobierno regional catalán de Carles
Puigdemont lleve a cabo el ilegal referéndum secesionista planteado para el domingo 1°
de octubre. Madrid lleva varias semanas deteniendo políticos y funcionarios catalanes,
confiscando urnas y papeletas electorales e imponiendo severas multas.

Es posible, incluso, que se produzca un enfrentamiento armado entre la Guardia Civil,


que cumple órdenes del gobierno nacional, y algunos miembros de los Mossos de
Escuadra, sus equivalentes regionales. Nadie quiere ese choque, salvo los
termocefálicos de siempre que suelen pescar en río revuelto, pero son hombres jóvenes
armados, temerosos unos de otros, y la chispa puede surgir en cualquier momento.

También es posible que consigan votar unos cuantos catalanes y, a renglón seguido,
declaren la independencia de Cataluña, aunque sea una ínfima minoría, lo que
complicaría mucho más la búsqueda de una salida racional. En ese caso, actuaría el
ejército y sobrevendría un conflicto de los de Dios es Cristo.

¿Qué se hace? Definitivamente: cumplir la ley. A Rajoy no le pueden pedir que ignore
las reglas aprobadas por todos, incluidos los catalanes, que abrumadoramente votaron la
Constitución de 1978. Pero, a partir del desenlace de este nuevo episodio, el mismo 2 de
octubre, es necesario sentarse a negociar una solución pacífica que necesariamente pasa
por modificar la Constitución para que se autoricen las consultas populares, incluso las
secesionistas, siempre que se cumplan ciertas condiciones.

Es verdad que España tiene más o menos el mismo contorno desde hace 500 años, como
dice Felipe González, pero también es cierto que en ese mismo periodo obtuvo y perdió
a Portugal y al Rosellón occitano, bajo soberanía francesa desde 1659, además de los
territorios americanos y asiáticos. Los países, sencillamente, son elásticos y ganan o
pierden territorios, de la misma manera que los reinos cambian de dinastía, o se
transforman en repúblicas democráticas o autoritarias. Es decir: los Estados, como toda
creación humana, no son inmutables.

Hecha esta previsible salvedad de Perogrullo, es conveniente fijar pautas para solicitar
los referendos. Y lo primero es que el voto debe ser obligatorio, aunque con la
posibilidad de anular la boleta o votar en blanco. La idea es que una decisión de esta
naturaleza no la pueda tomar una minoría de votantes. Todos los ciudadanos adultos
tienen que participar.

Lo segundo, y muy importante, es que la mayoría debe ser calificada, como son los
procesos electorales que deciden cambios trascendentes y permanentes. Tal vez 60% de
los votos pueda inclinar la balanza. No vale la convención aritmética de la mitad más
uno porque ese resultado siempre será cuestionado. 60% parece ser una mayoría
suficiente.

Y, tercero, el resultado debe ser validado en un segundo referéndum, celebrado al cabo


de cinco años, para estar convencidos de que el cambio no ha sido decidido por factores
coyunturales o por un arrebato generado por un demagogo de feria. Esta sería la forma
segura de no jugar frívolamente con el futuro de las generaciones venideras, como ha
ocurrido en Gran Bretaña con el brexit del que hoy se arrepiente la mayoría.

Y luego viene el problema del “derechode decidir”. Supongamos que cualquiera de las
diecisiete autonomías de España puede pedir esa consulta. Pero esas comunidades están
divididas en provincias que tienen sus derechos. ¿Qué sucede si Tarragona, una de las
cuatro provincias catalanas –Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona– vota por
permanecer en España y no sumarse al Estado catalán? ¿Qué ocurre si Álava opta por
España y no por el País Vasco, separándose de la voluntad independentista de
Guipúzcoa y Vizcaya?

Esto no es ninguna tontería. El politólogo alemán Volker Lehr ha advertido, medio en


broma, medio en serio, que, si Cataluña declarara su independencia, una parte sustancial
del Valle de Arán, en los confines de Lérida, unas 10.000 personas, preferirían
adscribirse a la limítrofe autonomía aragonesa, territorio claramente español. No sería
razonable invocar el derecho de decidir de los independentistas catalanes y negárselo al
resto de los ciudadanos de la misma región.

A lo que se agrega el temor de otras regiones a la invocación de una supuesta “gran


Cataluña” por parte de un estado independiente. Esa es la situación de muchos
valencianos y mallorquines, culturalmente afines a Cataluña, aunque históricamente
diferenciados. A lo que temen no es al nacionalismo español, sino al catalán. Por eso
sugieren que en cualquier negociación sobre el derecho de decidir de los catalanes, se
tenga en cuenta la voluntad de los otros miembros de la familia.

En estos tiempos posmodernos de la globalización a mí me resulta absurda la


independencia catalana, aunque provengo de una familia de ese origen por los cuatro
costados, pero pienso que es preferible crear un procedimiento civilizado de decidir la
cuestión que liarse la manta a la cabeza y acabar a tiros. Debe ser que he heredado algo
del seny catalán. Esa sensatez de la que ellos tanto se enorgullecen y a veces parece
faltarles a muchos.

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