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El valor de la dignidad

Siempre me ha rondado por la cabeza el tema de la dignidad. Dignidad, que palabra.


Suena tan simple pero sin embargo esta palabra encierra una profundidad conmovedora.
Creo que las personas ponemos en juego esta situación, la de la dignidad, a cada
momento de nuestra vida y ella condiciona decididamente nuestra personalidad y nuestra
forma de vida.

Vivimos en una sociedad devastada por la corrupción y la falsedad, donde los valores y las
virtudes se han reducido a la más vil de las mercancías: el árbol de la fidelidad se lo ha
talado a golpes de falo, donde las banderas de las convicciones políticas son subastadas en
un cuarto secreto y al mejor postor, y donde la amistad, ese don tan preciado y olvidado,
es proporcional a lo abultado de los bolsillos, de las dádivas. Hoy, discernir entre lo bueno
y lo malo resulta tan difuso, se ha habituado tanto a la transa, a lo que viene por izquierda
que, pensaba, “ser transgresor es cumplir con las leyes”.

Si señores, es así y no soy pesimista. Estamos al revés como dijo Galeano. Pero ojo, todavía
por suerte existen personas dignas. Existen y son pequeños y grandes héroes anónimos y
famosos que luchan día a día por ser dignos, por mantener el honor de la palabra, por
sostener el valor de una promesa. Y al decir esto recuerdo a aquella obesa prostituta del
cuento de Guy de Maupassant que ofrenda su dignidad para obtenerla para siempre; al
Che diciendo al soldado que lo va a matar “Mírame a la cara porque ahora vas a ver como
muere un hombre”, a Rodolfo Walsh escribiendo la carta abierta a la junta militar y
aceptando con coraje y entereza las balas homicidas de aquella oscura época; pienso en
aquella persona que guardo unas revistas por más de diez años para devolvérselas a su
dueño diciendo “aquí están, las que me prestaste” o en aquel viejo pescador de
Hemingway que lucha denodadamente contra un pez y contra su destino. Escenas como
estas son las que me dicen que todavía es posible seguir creyendo, que todavía valen
(vaya si no) las palabras, los ideales y las convicciones.

Vivimos en un pueblo azul (recordando a Gieco), un pueblo al que amo enormemente y al


que nunca me atrevería a abandonar, pero el que muchas veces se torna gris, ignorante y
permisivo. Los que soñamos con ser dignos de la sociedad en que vivimos debemos bregar
y apostar por el saber, por las convicciones profundas, por la cultura, pues un pueblo que
se aleja de esto está condenado a ser permanentemente un feudo, a reptar por el llano de
la mediocridad. Y la cuestión muchas veces (y aquí es bueno traer el pensamiento de
Jauretche) no está en cambiar de collar sino en dejar de ser perros. Es importante pensar
por nosotros mismos, aprender a decir NO a aquellos que deciden por nosotros, a hacer
valer nuestras ideas y pensamientos. Eso es dignidad. Aprendamos a vivir sin la caridad,
porque esta es humillante, pues se ejerce siempre desde aquel que está arriba; la
solidaridad, en cambio es horizontal e implica que todos se respetan entre sí. Y es bueno
saber que aquellos que más invocan la revolución, el cambio y la dignidad, son los que
menos pelean por ellas. Si muchas veces estuve agazapado fue para no caer en el sacrificio
estéril, pues en estas situaciones debemos aprender a tener la cabeza fría y el corazón
caliente. Ojalá nos demos cuenta a tiempo.

Fabián, junio 24, 2011

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