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Vivimos en una sociedad devastada por la corrupción y la falsedad, donde los valores y las
virtudes se han reducido a la más vil de las mercancías: el árbol de la fidelidad se lo ha
talado a golpes de falo, donde las banderas de las convicciones políticas son subastadas en
un cuarto secreto y al mejor postor, y donde la amistad, ese don tan preciado y olvidado,
es proporcional a lo abultado de los bolsillos, de las dádivas. Hoy, discernir entre lo bueno
y lo malo resulta tan difuso, se ha habituado tanto a la transa, a lo que viene por izquierda
que, pensaba, “ser transgresor es cumplir con las leyes”.
Si señores, es así y no soy pesimista. Estamos al revés como dijo Galeano. Pero ojo, todavía
por suerte existen personas dignas. Existen y son pequeños y grandes héroes anónimos y
famosos que luchan día a día por ser dignos, por mantener el honor de la palabra, por
sostener el valor de una promesa. Y al decir esto recuerdo a aquella obesa prostituta del
cuento de Guy de Maupassant que ofrenda su dignidad para obtenerla para siempre; al
Che diciendo al soldado que lo va a matar “Mírame a la cara porque ahora vas a ver como
muere un hombre”, a Rodolfo Walsh escribiendo la carta abierta a la junta militar y
aceptando con coraje y entereza las balas homicidas de aquella oscura época; pienso en
aquella persona que guardo unas revistas por más de diez años para devolvérselas a su
dueño diciendo “aquí están, las que me prestaste” o en aquel viejo pescador de
Hemingway que lucha denodadamente contra un pez y contra su destino. Escenas como
estas son las que me dicen que todavía es posible seguir creyendo, que todavía valen
(vaya si no) las palabras, los ideales y las convicciones.